¿POR QUÉ SOMOS ASÍ? CATÁLOGO DE ZONCERAS DEL SENTIDO COMÚN COLONIZADO © 2016, La Batalla Cultural Ilustración de cubierta: Mora Sarquis (Esto es poco serio)
Valadares, Erico ¿Por qué somos así? Catálogo de zonceras del sentido común colonizado, revisión a cargo de Jessica Lillia. - 1ª. edición, Buenos Aires: La Batalla Cultural, 2016. 96p. ; 21x14,8 cm. ISBN 978-987-33-9900-8 Impreso por IRAP Servicios Gráficos. Rosales 4288 B1672APN ‒ San Martín ‒ Provincia de Buenos Aires ‒ Argentina 1. Sociología. 2. Cultura. 3. Política. I. Lillia, Jessica, colab. II. Sarquis, Mora, ilus. III. Título. CDD 306 Fecha de catalogación: 28/01/2016 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
A NĂŠstor El original y el retoĂąo
“El fascismo se cura leyendo”. Miguel de Unamuno “ Y la zoncera también”. Un lector avivado de Unamuno
Zoncera N°. 9 del sentido común colonizado la “izquierda” Aquí la zoncera es llamar las cosas por nombres que las cosas no tienen ni pueden tener. Y para deshilacharla vamos a relatar una breve anécdota, para la que contamos con la paciencia del atento lector. Había en Córdoba allá por los años 1990 un muchacho que se llamaba Miguel. Tenía un carácter afable y se hacía llamar por su diminutivo Miguelito, era la humildad y la modestia en persona. Y para poner aún más de manifiesto esa humildad que era como su bandera, el bueno de Miguelito jamás se afeitaba y tenía puesto siempre el mismo pulóver de lana que, para cuando tuvimos la suerte de conocerlo, ya debía tener por lo menos una década de uso largo. Claro que el tal pulóver era la propia definición de inmundicia, pero eso no parecía molestar en absoluto a Miguelito, sino todo lo contrario: sacaba a relucirlo, lo ostentaba como la demostración cabal de que no tenía en el bolsillo un peso partido al medio. Eso lo hacía un tipo digno. Pero no era cierto. No que no fuera digno, porque parece que entonces lo era, sino que no tenía dinero. Para esa época Miguel vivía con los padres, que eran unos propietarios de muy buen pasar —de esos a los que les gusta ubicarse en la “clase media”, es decir, la “gente bien”— y ciertamente su familia pudo haberle proveído mejor y más variada indumentaria. Pudo, si Miguel así lo hubiera deseado. Pero Miguel no quería ropa ni zapatos, ni nada que fuera sinónimo de consumo, porque Miguel era un muchacho de izquierda. “Anticapitalista hasta la médula”, decía siempre. Y agregaba, orgulloso de su estoicismo: “no tengo una sola desviación burguesa. ¡Ni una sola!”. No es de buen criollo andar fijándose en la ropa que lleva puesta el otro, y menos aún si lo que uno quiere en la vida es evitar la superficialidad, pero no había como no fijarse. Lo de Miguel era más que un vestir, era un estilo de vida adoptado y cultivado deliberadamente para transmitir un mensaje claro e inequívoco. La falta de higiene personal era la manera que Miguel tenía para decir su mensaje, para gritarle a la sociedad que estaba en rebeldía. Y si bien eran los más los que le decían desde “hippie” hasta “piojoso” (al parecer era ambas cosas), había también quienes admiraban a Miguelito y eran, por lo tanto, permeables a su discurso. Sí, porque como ya hemos visto, Miguel era de izquierda y muy militante, aunque en esa época lo de “militante” andaba medio pasado de moda y se usaban unos eufemismos como “activista”, “idealista” y otros importados que no significan lo mismo. Es que lo que sí estaba de moda por esos días era lo importado... Entonces Miguelito quería dar la impresión de ser sucio, lo hacía adrede. Allá él, cada cual transmite de sí la imagen que quiere o puede. La cosa es que por entonces estábamos todos en la pavada y éramos bien pavitos, como diría Jauretche si nos hubiera conocido. La política era pura mugre y éramos en con-
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secuencia todos antipolítica a ultranza, menos Miguel. Él estaba en política y efectivamente hablaba de política. Los demás escuchábamos de soslayo pero no entendíamos nada ni nos interesaba. Y con esa felicidad que otorga la ignorancia sabíamos a ciencia cierta que la realidad era bien sencilla: por un lado estaban los “políticos”, peronistas y radicales, todos corruptos o ineptos (o ambas cosas a la vez), y por otro estaba la “gente”, nosotros, que “no nos metíamos en nada raro”. Pero también estaba Miguel, quien estaba justo en el medio y de a poco se fue convirtiendo en una suerte de vocero de la “gente” contra esa sarta de ladrones en el gobierno. En otras palabras, Miguel era una especie de Pepe Mujica en el barrio, muchos años antes de que la “gente” empezara a valorar al Pepe Mujica no por su política concreta, sino por lo croto. La ignorancia era enorme. Tan grande que se expresaba hasta en el lenguaje: las empresas que se privatizaban por esa época eran “del gobierno”, nunca del Estado. ¡Si no teníamos conciencia de qué era el Estado! Eran cosas del gobierno que, precisamente por la corrupción que veíamos por todos lados y en todos los dirigentes en igual medida, daban pérdidas catastróficas (de más está decir que nadie sabía bien qué era eso, ni de cuánto estábamos hablando, pero como lo decían en televisión, repetíamos con una autoridad que daba miedo) y debían por ello ser privatizadas, así nos quitábamos de encima el peso muerto. Circulaba entonces una zoncera muy difundida y ya clásica, aparentemente heredada de tiempos del primer peronismo, que quería dar cuenta de una brutal cantidad de ñoquis en las empresas “del gobierno”. Para nosotros que no sabíamos hacer otra cosa que repetir como loritos, había “más ñoquis que gente”. Una cosa de locos. Pero esa zoncera era precisa y tenía por objeto los trenes de pasajeros. Se decía que en cada formación circulaban más o menos unos “cuarenta monos”, todos cobrando salario para hacer muy poquito y nada. El maquinista, el ayudante, el asistente del ayudante, los diez guardas que picaban boleto, los otros diez que no picaban boleto, otros que a veces lo hacían, el que limpiaba, el que miraba mientras este limpiaba... “¡Así no se puede!”, decíamos indignados. No se podía, había que privatizar los trenes para terminar con la fiesta de los “vagos mantenidos con la plata de la gente”. Y fue exactamente lo que hizo el gobierno con los trenes del Estado, mientras aplaudíamos, aunque estábamos aplaudiendo el desguace y la entrega de lo nuestro por los mismos que tildábamos de ladrones. Es que la ignorancia también ignora sus propias contradicciones, y la zoncera de los vagos mantenidos con la plata de “mis impuestos” terminó dando muy lindas crías, como puede verse en la actualidad. Pero volvamos ya a Miguelito, que a esta altura del relato está a punto de convertirse en el portador de la indignación general. Si bien se metía en política, Miguel no era peronista, no era radical y tampoco tenía ningún “curro” en el gobierno, precisamente por no ser peronista ni radical. Miguel era de izquierda, o bien de “izquierda”, porque años más tarde quedó claro que era, en realidad, trotskista. ¿Pero el trotskista no es de izquierda? ¿Por qué “izquierda” entre co-
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millas? Porque aquí empezamos finalmente a desandar la zoncera de la que nos ocupamos en este capítulo. Hay que ponerse en contexto. Estamos a mediados de la década de ‘90, durante el mandato del que no debe nombrarse, por superstición o por buen gusto. En política, y no solo para los ignorantes, está muy fácil la cosa: uno está a favor del gobierno y es un ñoqui, un corrupto, tiene un hermoso curro, es un obsecuente, o todo esto a la vez; o bien uno está en contra del gobierno y de todo (esto va a terminar en el famoso “que se vayan todos”), y es honrado. Está todo muy claro y nadie vota al innombrable, algo que explica muy mal cómo hizo para ganar no una ni dos, sino tres elecciones generales, pero esta zoncera es para otra sobremesa. La cuestión es que está fácil ser oposición, y Miguel lo es. Furiosamente opositor al gobierno y al sistema entero. Por como lo vemos hasta aquí, pinta mal la cosa para Miguelito: el enemigo tiene todo el poder y él, valiente profeta, humilde como un franciscano, predicando solo en el desierto, con viento de frente. Pero eso está lejos de ser así porque en realidad pasa algo muy distinto. Durante los años 1990 Miguel estaba en su salsa y también lo estaban los demás cuatro o cinco trotskistas que por ahí andaban anunciando la inminente crisis terminal del sistema capitalista a nivel global. No hay para ellos un escenario más adecuado que el de un gobierno neoliberal y mientras más concentrado, mientras más coincidencias haya entre el poder político y el poder fáctico de tipo económico, tanto mejor. Y aquí está la primera pata de esta zoncera de llamar izquierda al trotskismo (o peor, de llamarlo “la” izquierda, con lo que además se lo identifica como único tipo de izquierda existente en el arco político). La zoncera está al descubierto, y es que la fuerza política que llamamos “izquierda” no lucha por establecer un gobierno de izquierda o un gobierno popular, sino que hace todo lo opuesto. El trotskismo es la “izquierda” entre comillas porque quiere —y diríamos aún más—, necesita que haya gobiernos de derecha para poder oponerse a todo y a todos. Entonces el trotskismo es la “izquierda” pero solo en un sentido figurado o desde la retórica, jamás desde la práctica política. Tener un discurso de izquierda y una práctica que fomenta y se beneficia de la derecha es hipocresía. Y la conclusión es que ser de “izquierda” entre comillas es ser literalmente derecha. De ultraderecha, como veremos más adelante. “Cuanto peor, mejor” Aunque existen controversias, la fórmula se atribuye a Lenin: en las semanas previas a la Revolución socialista en Rusia, con el rápido deterioro de la situación política y social bajo los gobiernos provisionales de Lvov y luego de Kérenski, Lenin habría dicho que, para que se dieran las condiciones revolucionarias ideales, sería deseable que el clima político en Rusia se enrareciera cada vez más. Según la teoría de Lenin, el “cuanto peor, mejor” debería generar la agitación social necesaria y preparar el terreno para la Revolución, la sublevación general
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de las masas. Y en efecto fue lo que sucedió: Lvov duró cuatro meses y Kérenski, el sucesor, tampoco pudo encontrar el equilibrio para estabilizarse por más que cuatro meses. Los bolcheviques asestaron el golpe final en octubre (o en noviembre, según el calendario que se utilice) y lo demás es la historia de cómo triunfaron al fin los bolcheviques y consolidaron la Revolución Rusa de 1917, que ya es bien conocida. Ahora bien, ha pasado ya casi un siglo desde entonces. Kérenski, Lvov y Lenin hace mucho que no viven, los bolcheviques no son lo que alguna vez fueron y el mundo de hoy es muy distinto al de 1917. Ni siquiera Rusia es parecida: del más profundo atraso rural con el zarismo, ese país —ya devenido en la Unión Soviética— pasó a ser una de las dos superpotencias mundiales durante buena parte del siglo pasado; y ahora, tras la disolución de la URSS, Rusia es una nación suficientemente industrializada, una potencia dicha “emergente” y con pleno control de sus recursos naturales, que son abundantes. Cien años de historia y de evolución de la política, de la cultura, de las relaciones económicas y de las sociedades en general, pero el trotskismo sigue hasta hoy apostando a la vieja fórmula leninista del “cuanto peor, mejor”. Para ellos, solo el total descalabro social propiciará el ambiente revolucionario que creen necesitar para liberar al proletariado del yugo burgués (todo esto es literal). Así pensaban Miguel y los demás siete trotskistas argentinos en los años 1990. Veían el rápido deterioro de las condiciones objetivas de los trabajadores y las clases medias en Argentina y concluían, pensando en aquel Lenin de 1917, que eso no podía terminar en otra cosa que en la más apoteótica revolución socialista, con mucha pirotecnia y júbilo popular en las calles. Entonces Miguel y sus compañeros de la “izquierda” estaban en lo suyo, estaban como querían mientras el neoliberalismo desguazaba al país y hacía lo propio por toda América Latina. Los “troscos” esperaban el momento justo para ponerse mesiánicamente a la cabeza de las masas proletarias en harapos hacia el triunfo final de la revolución mundial, empezando por aquí nomás. La cuestión era esperar el colapso y hacer como los bolcheviques, asestando un golpe de mano fulminante y brutal y tomando el Palacio de Invierno, que en nuestro caso sería la Casa Rosada. El colapso finalmente llegó, aquí tenían razón los trotskistas. Pero no resultó en ninguna revolución socialista ni mucho menos, sino que terminó encumbrando a otro muchacho, también adepto del “cuanto peor, mejor” pero con otras finalidades y distinta orientación ideológica, quien asumió el gobierno con un país en llamas y lo “pacificó” a su manera, con devaluación, represión y muertos. El tristemente célebre estallido social, económico, político e institucional del año 2001 suponía la “tormenta perfecta” que cualquier Lenin hubiera deseado para hacerse del poder político de un golpe. Había un Estado de rodillas, había multitudes en las calles, dispuestas a prenderle fuego a cuanto encontraran por delante... ¿habrá en la práctica mejores condiciones prerrevolucionarias que aquellas? Y sin embargo, más allá de alguna asamblea de vecinos y escaramuzas
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aisladas, la llamada “izquierda revolucionaria” no estuvo ni cerca de movilizar a nadie, mucho menos de hacerse con ningún poder político. ¿Por qué? Porque la Argentina del 2001 no era la Rusia de 1917, mal que les pese a los teóricos adictos a fórmulas mágicas universales, válidas para todo tiempo y lugar. Para el año 2001, la Argentina ya había desarrollado una sociedad civil más bien sólida —como hemos visto anteriormente en estas páginas— y el asalto al poder político no solo era inviable al estilo ruso de 1917, sino que además no garantizaba ningún poder en absoluto. “La revolución en América Latina no debe ser calco ni copia, sino creación heroica”, decía José Carlos Mariátegui, cuyas ideas serían luego reivindicadas por nuestro “Che” Guevara. Y resulta que aquí está el nudo de la cuestión: Mariátegui fue un gramsciano, comprendió la necesidad de la hegemonía, de la dirección intelectual y moral sobre la sociedad civil como condición sine qua non para la conquista del poder político en el Estado por parte de las clases populares. Mariátegui no se dejó embaucar por el cuento de la aplicación mecánica de fórmulas importadas, por la validez universal de las teorías. El Amauta (que es como lo llaman hasta hoy sus paisanos peruanos y en quechua significa “maestro”) estudió a Lenin pero también a Gramsci; creía en la revolución pero además creía en la originalidad de los pueblos americanos, que somos nosotros, y supo desde siempre de la imposibilidad de llevarse a cabo en estos pagos un revolución como la de los bolcheviques. La “izquierda” habrá leído muy bien a Lenin y Trotsky, pero se ve que pasó por alto a Gramsci y a Mariátegui, ni hablar de Jauretche. Y de este hecho se desprende su incapacidad para comprender lo nacional-popular y su insistencia en querer hacer en América una revolución que funcionó en Rusia hace ya casi un siglo. La “izquierda” no comprende a los pueblos en su realidad objetiva y, en consecuencia, no moviliza al pueblo ni tiene realidad objetiva en su discurso. Pero hay más, porque hasta aquí solo hemos considerado un aspecto de la cuestión, que es la incapacidad manifiesta de la “izquierda” en toda América Latina para hacer aquello que declara como objetivo, la revolución socialista. Si el problema fuera solo esa ineptitud en materia política, vaya y pase: lo que no falta en el escenario político argentino y latinoamericano son dirigentes ineptos y partidos y frentes que nadie sabe bien para qué sirven. Hasta este punto no hemos considerado otra posibilidad, la de que la “izquierda” no sea inepta sino todo lo contrario. “El vulgar instrumento” Habíamos dicho anteriormente que la “izquierda” quiere y hasta necesita que gobierne la derecha, y esto tiene que ver con su necesidad del “cuanto mejor, peor” para subsistir en la política. Su discurso es extremo, sugiere cambios radicales que no pueden realizarse sin una revolución total. Y un discurso así solo puede interpelar y representar a dos sujetos: el joven conservador de clase media,
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que siente la necesidad de expresar su rebeldía juvenil ante el aburguesamiento familiar (como el bueno de Miguel, del que ya volveremos a hablar), y el que está a punto de morirse de hambre y siente que ya no tiene nada que perder. De los primeros siempre hubo y habrá, a la “izquierda” nunca le resultó muy difícil cooptar militantes en ese sector minoritario; pero para que existan de los otros son necesarias circunstancias muy especiales, en las que el sistema se descontrola y las instituciones del Estado y de la sociedad se vuelven incapaces de ninguna contención. En resumen, esas circunstancias excepcionales, en las que haya masas hambreadas y desesperadas, solo se dan si se aplica el “cuanto peor, mejor”. Y esto es lo que la “izquierda” necesita para no perder vigencia y mantener el hocico sobre el agua. La “izquierda” necesita entonces que gobierne la derecha, y si es una derecha represora, con mucho lío en las calles, mejor todavía. Necesita que esté todo muy mal o su discurso no encontrará eco salvo en los jóvenes conservadores de clase media que buscan presentarse como rebeldes, y esto es insuficiente para hacer política. Para tener alguna posibilidad de interpelar a las masas, la “izquierda” necesita que esas masas estén en harapos, literalmente a punto de morirse de hambre. Con un gobierno popular que les garantice la dignidad a la mayoría de los trabajadores el cuentito del “cuanto peor, mejor” deja de tener correlación con la realidad fáctica, simplemente porque no hay peor. ¿Pero qué pasaría si esto fuera tan solo el objetivo secundario de la llamada “izquierda”? ¿Qué pasaría si, en realidad, su función principal fuera la de operar por los intereses de aquellos que declara como sus enemigos? El 15 de enero de 1966, durante el cierre de la I Conferencia de solidaridad de los pueblos de Asia, África y América Latina (la llamada Tricontinental), Fidel Castro pronunció en el Teatro Chaplin de La Habana un discurso a los delegados y demás revolucionarios presentes. En dicho discurso, Fidel se refirió al trotskismo con estas lapidarias palabras: “Lo que la IV Internacional [el trotskismo, lo que el sentido común llama zonzamente “izquierda”] cometió fue un verdadero crimen contra el movimiento revolucionario, para aislarlo del resto del pueblo, para aislarlo de las masas, al contagiarlo con las insensateces, el descrédito y la cosa repugnante y nauseabunda que hoy es en el campo de la política el trotskismo. Porque si en un tiempo el trotskismo representó una posición errónea, pero una posición dentro del campo de las ideas políticas, el trotskismo pasó a convertirse en los años sucesivos en un vulgar instrumento del imperialismo y de la reacción.” (Las negritas son nuestras). Medio siglo ha pasado desde ese discurso memorable en la Tricontinental. Hace ya 50 años Fidel lo descubrió: la “izquierda”, el trotskismo, es un vulgar instrumento del imperialismo y de la reacción, opera en la política por los inte-
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reses de aquellos que declara como sus acérrimos enemigos. Y sin embargo, en estos pagos, todavía seguimos repitiendo la zoncera y confundiendo izquierda con el vil operador de la derecha para la destrucción de los pueblos. ¡Medio siglo con la respuesta a la vista! Haga usted, atento lector, un poco de memoria. ¿Cuál ha sido el comportamiento de la “izquierda” en los últimos diez o quince años, durante los gobiernos populares de América Latina? ¿Cómo han actuado los trotskistas en Argentina, en Brasil, en Bolivia, en Ecuador y también en Venezuela? ¿No lo recuerda? Le vamos a refrescar la memoria. En Argentina, los muchachos de la “izquierda” se han subido al carro de cuanta protesta de las clases dominantes haya tenido lugar. Marcharon con el “ingeniero” Blumberg y sus velitas para pedir mano dura; con el “campo” (la oligarquía terrateniente) en 2008, para exigir exención de retenciones para el sector agrícola; han agraviado en más de una ocasión a las propias Madres de Plaza de Mayo, con quema simbólica y violenta de muñecos incluida; marcharon insólitamente con la burocracia sindical, la misma que le había quitado, años antes, la vida al militante trotskista Mariano Ferreyra; los hemos visto desfilar casi a diario por los canales de televisión de la corporación mediática, allí donde les han prestado el micrófono para atacar y desprestigiar “por izquierda” al gobierno popular y mucho más. En Venezuela han hecho otro tanto, estando siempre radicalmente opuestos al gobierno socialista de Chávez y Maduro, y además operaron abiertamente por el fascista Henrique Capriles en elecciones contra el chavismo, ya sea restando votos “por izquierda” o directamente sumándolos a la derecha. Lo mismo hicieron contra los gobiernos de Rafael Correa, Evo Morales, Lula da Silva y Dilma Rousseff, siempre de manera sistemática y coordinada. Y en lo sistemático coordinado no puede estar la casualidad. No hay casualidad en el comportamiento de la “izquierda” ante los gobiernos de tendencia socialista y popular en América Latina, sino una clara voluntad de operar de manera determinada. ¿Determinada por quién? Por el imperialismo y la reacción, como decía Fidel en 1966, por la derecha neoliberal, de cuya expresión la “izquierda” es un vulgar instrumento para instalar la confusión y la desunión entre los sectores populares. Ya no se trata de ineptitud para hacer cualquier cosa que se parezca una revolución: se trata de operación consciente y constante para evitar la revolución general de los pueblos americanos, de un proceder reaccionario, directamente conservador, disimulado en colores rojos y consignas explosivas. No fue sino tras muchos años de militancia y la comprensión de estos hechos que volvimos a encontrar al bueno de Miguel, ya en Buenos Aires, donde había recalado para estudiar carrera universitaria y posgrados. Lo vimos sensiblemente más gordo, y ni señal había del inmundo pulóver de lana que supo alguna vez ostentar como símbolo de su rebeldía; las gastadas y sucias zapatillas de estudiante secundario tampoco las tenía ya, habían sido reemplazadas por lustrosos zapatos que, con su camisa muy bien planchada, su pantalón de vestir y su fina
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corbata configuraban en Miguel la más acabada imagen del yuppie. Miguel ya circulaba por la City porteña como un pez en el agua. Lo vimos muy cambiado, salvo por un detalle: el furibundo discurso opositor seguía intacto. Pero ya no era de oposición al neoliberalismo y mucho menos al capitalismo financiero, a los que Miguel se había entregado de cuerpo y alma. La oposición era a un gobierno popular, a un “populismo” que generaba “vagos” y coartaba las libertades de la “gente”. Miguel había finalmente asumido ser aquello que, en esencia, fue durante toda su vida: un joven conservador, hijo de las clases medias propietarias y reaccionarias de la Argentina. Su izquierdismo inicial había sido una muestra de rebeldía juvenil y, una vez superada la hormonal adolescencia, pudo ver claramente que su lugar estaba entre aquellos que declaraba como sus enemigos, allá lejos y hace tiempo... Actualización de enero de 2016: al momento de preparar esta edición para imprenta (fines de 2015), tuvieron lugar en Argentina elecciones presidenciales en las que el neoliberalismo derrotó, en un reñido ballotage, al candidato de las fuerzas populares, imponiéndose así la reacción blanca. Unas semanas antes, en las primarias abiertas de la “izquierda”, el joven conservador Nicolás del Caño derrotaba al viejo liberal Jorge Altamira, quien había cortado el jamón en el trotskismo por más de 30 años, y pudo presentarse a elecciones generales como el candidato del llamado Frente de Izquierda y de los Trabajadores, una alianza de pequeños partidos y sectas trotskistas. Habiendo obtenido en esas generales poco más de los ya clásicos 3% a los que la “izquierda” está acostumbrada, y ante la necesidad de la realización de un ballotage o segunda vuelta electoral, Nicolás Del Caño declaró con mucha celeridad que ambos candidatos habilitados a participar del ballotage (Mauricio Macri y Daniel Scioli) eran “lo mismo”, llamó a votar en blanco e hizo campaña activa por esa opción que es la no-opción. Finalmente, el neoliberalismo se impuso en la segunda vuelta por un estrecho margen. Pero a Del Caño se lo veía muy tranquilo, adquiriendo dólares por ventanilla en un banco, puesto que en su concepción neoliberalismo y gobierno popular son una y la misma cosa. De modo distinto pensaba la clase trabajadora, que vio como Mauricio Macri devaluaba sus salarios en un 50% ya en los primeros días de su mandato, en diciembre de 2015. Esta es una evidencia más de que el trotskismo es el vulgar instrumento del enemigo para destruir la lucha de los pueblos. Fidel tenía razón, siempre tiene razón.
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Índice Introducción 10 “Civilización y barbarie” 20 “No tienen cultura/son negros incultos” 26 La “grieta” que divide a los argentinos 33 “Son obsecuentes del poder” 39 “No tenemos bandería política” 47 “Están adoctrinando a los chicos” 50 “No respetan al que piensa distinto” 53 “El relato” (y la “sensación de inseguridad”) 55 La “izquierda” 59 Los “técnicos apolíticos” 67 “La democracia es la libertad” 75
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Este libro terminó de reimprimirse en el mes de abril de 2016, en IRAP Servicios Gráficos, Rosales 4288, San Martín, Provincia de Buenos Aires, Argentina.