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COLOQUIOS EUCARÍSTICOS MADRE MARÍA CÁNDIDA DE LA EUCARISTÍA PREFACIO de Jesús Castellano Cervera ocd La Iglesia entera ha vivido en el Gran Jubileo del 2000 “un año intensamente eucarístico”, según el deseo de Juan Pablo II. Un año de agradecimiento al Padre por la presencia bimilenaria de su Hijo con nosotros, a partir del misterio de la Encarnación. Un Jubileo que ha renovado la admiración de una presencia que jamás ha faltado en la Iglesia en el misterio de la Eucaristía: “En el sacramento de la Eucaristía, el Salvador, encarnándose en el seno de María hace dos siglos, continua a ofrecerse a la humanidad como fuente de vida eterna” (TMA n. 55). Por eso el misterio eucarístico ha vuelto a estar en el centro de la fe y de la vida de los creyentes. Como ha confirmado solemnemente, el 17 de abril 2003, la promulgación, de parte de Juan Pablo II, de una nueva encíclica, enteramente dedicada al misterio eucarístico, Ecclesia de Eucharistia. Desde hace veinte siglos Cristo es para nosotros y con nosotros una presencia cercana y amiga en el sacramento de la Eucaristía. Su compañía ha hecho la nuestra tierra, aunque siempre tierra de exilio para el pueblo en camino hacia la patria, un mundo iluminado por la luz de la Eucaristía y calentado por la caridad encarnada de Cristo presente en el tabernáculo. No en un solo lugar, pero en todo lugar, con la


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misma potencia con que Dios mismo se vuelve presente allí donde están sus hijos. Por eso, un libro sobre la Eucaristía es siempre una contribución al despertar de la fe y del amor. Sobre todo, cuando se trata de un libro que ha nacido de la contemplación. El libro de una hija de santa Teresa de Jesús, que de la Eucaristía ha tenido una larga y profunda experiencia mística. Teresa de Ávila, enamorada de la humanidad de Cristo amaba hablar de Él, de su presencia y cercanía, como de uno que se ha hecho “nuestro compañero en el santísimo Sacramento” (cfr. Vida 22, 6), con un toque de intimidad, con una tonalidad de amistad, con la alegría de una presencia que apagaba las ansias ardientes de ver a Dios, como también colmaba el deseo de haber querido ser contemporánea de Cristo en el tiempo de su morada en la carne en medio de nosotros. Y eso en un tiempo en que ella misma, con el alma deshecha de esposa, sentía los efectos destructores de la Reforma protestante que vaciaba los tabernáculos y se sentía como la Iglesia golpeada en el corazón, cuando sabía de las profanaciones hechas al Santísimo Sacramento. Por eso, en la exposición del Padre nuestro no ha hesitado en comentar, con una sabia exegesis teológica y espiritual y con una ardiente oración casi sacerdotal, las palabras referidas al pan cotidiano en su sentido eucarístico, dando así a la vocación del Carmelo Teresiano una impronta típicamente eucarística (cfr. Camino de perfección, cc. 33-35). Una hija de santa Teresa, que ha vivido en nuestro siglo, una alma eucarística de nuestro siglo, madre Cándida de la Eucaristía, viene ahora, con su testimonio carismático, a iluminar los ojos de la fe y a calentar el corazón de los creyentes de este siglo y milenio que tramonta, con sus meditaciones sobre el misterio eucarístico.


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Llega ahora a nuestras manos, en una nueva y cuidada edición, todo lo que ella ha escrito sobre la Eucaristía en el Año Santo de la Redención de 1933. En 1933 se celebraba en todo el orbe el Año Santo de la Redención, como memoria de la muerte del Salvador. El año 2000, ha celebrado el grande Jubileo de su nacimiento. Sobre la estera de estos dos acontecimientos, se extiende, como un arco iris de luces, este escrito eucarístico que ahora presentamos. Un escrito fruto de la piedad, don del Espíritu y del carisma eucarístico, también éste don y fruto precioso del Espíritu Santo para la Iglesia, de madre Cándida de la Eucaristía, carmelitana descalza de Ragusa. Al final de un siglo y al inicio de un milenio, se siente el deseo de recoger todas las perlas que el Espíritu Santo ha hecho germinar silenciosamente en el corazón de la Iglesia en este tiempo de gracia. Para que todo el pueblo de Dios, iluminado por la sabiduría de los Santos, pueda alegrarse con la luz que han sabido emanar nuestros hermanos y hermanas, con la gracia del Espíritu Santo. Es propio con estos sentimientos que nosotros cogemos en las manos las meditaciones de madre María Cándida de la Eucaristía. Su nombre, como ella misma amaba interpretarlo, es ya una síntesis evocativa del misterio de la Eucaristía. Son meditaciones verdaderamente intensas, profundas, esponsales, como es propio de una carmelitana que encontró en la vocación del Carmelo teresiano, como esposa de Cristo, la plena realización de un ideal eucarístico, intuito desde la infancia, como centro de su existencia. Una Eucaristía que es presencia, amor, compañía continua, inmolación perpetua. Un modo de vivir de Jesús en el sacramento y un estilo de presencia permanente, abierta al amor


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del Padre y de los hermanos, que es capaz de forjar, como de hecho forja, la vida de madre Cándida. Como una existencia continuamente presente en el amor por Dios y por las hermanas cercanas al monasterio y la humanidad, cercana y lejana, que la circunda y que ella abraza con su contemplación y su intercesión. Un misterio que la hace presencia delante del Presente. Una relación viva de amor que se transforma en unión de comunión esponsal en la que la carmelitana de Ragusa vive en el centro mismo del mundo, porque toda centrada en Aquel que en la Eucaristía es el corazón mismo de la humanidad y del cosmos. Con la intensidad de una fe viva y de una fuertísima experiencia de caridad, madre Cándida abre muchos senderos convergentes hacia el misterio eucarístico, tantos cuantas son las meditaciones propuestas. Son rayos que desde la Eucaristía, como a partir de un sol, irradian, para abrazar el corazón de la carmelitana, y de su corazón convergen de nuevo hacia el Santísimo Sacramento, con las inconfundibles notas de su personalidad humana, de su sensible feminidad y de su vocación contemplativa de carmelitana. Son meditaciones teológicas, las podremos llamar así, también se en ellas prevalece una teología del corazón que con acentos de viva piedad, de poesía, de experiencia vivida y con el lenguaje devocional, propio de su tiempo, cantan el misterio inagotable de la Eucaristía. Son diez meditaciones. Diez rayos divergentes y convergentes. Un verdadero decálogo eucarístico impregnado de contemplación y de vida, ofrecido a nosotros con la simplicidad de un testimonio, también si se tratan de diez intensas meditaciones eucarísticas, elevadas desde el tono de la oración y del coloquio con el Cristo Esposo de la Eucaristía a verdaderas y propias contemplaciones.


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Son como las diez cuerdas de un salterio, que, en el conjunto, suenan como una inédita sinfonía eucarística. Una sinfonía que tiene como “abertura” el sentido de su vocación eucarística; que se expande después con las notas de algunas esenciales consideraciones sobre el misterio eucarístico, a la luz de la triade de la vida teologales: fe, esperanza y caridad, así costosa a la tradición carmelitana; para encontrar la síntesis en el tema de la comunión con Dios. Después de este primer movimiento sinfónico, madre Cándida, se presenta con el arrebato de algunos sentimientos específicos de su vocación eucarística, tocando temas de delicado espesor teológico como la reparación y la inmolación. La sinfonía eucarística prosigue con algunas consideraciones específicas sobre la Eucaristía que iluminan la vida religiosa e los tres votos de castidad, pobreza y obediencia. Una vida que se reasume, como especificidad del sacrificio eucarístico, en el amor al próximo. La nota final de la sinfonía no podría no ser mariana: María y la Eucaristía. Con la finura de un corazón exquisitamente femenil y mariano, madre Cándida nos hace gustar el sentido mariano de la Eucaristía. Misterio que tiene en la Virgen María su principio, como Corpus natum ex Maria Virgine; misterio que exige la pureza misma de la Madre para ser recibido y adorado. He aquí en grandes trazos el contenido y el estilo, el valor y el testimonio de este libro, escrito con amor, con verdadera piedad e con alguna chispa de auténtica “mística caridad eucarística”, suscitada por el Espíritu Santo. Entre las cosas que más me tocando por su originalidad, me gustaría citar dos o tres páginas de la madre Cándida. Es muy importante desde luego en la primera medita-


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ción aquella página donde habla de su vocación eucarística. Se trata de breves y intensas páginas de van más allá de una simples consideración, por más elevada y sabia, sobre la Eucaristía, para llegar a ser la narración de la gracia de un día del Corpus Domini del 1933, que señala en madre Cándida el conocimiento de su vocación totalmente eucarística. Es como el día que revela su vocación en la Iglesia. Y es también encantador el recuerdo, presagio de su vocación, inscrita en su corazón desde la infancia, que abre la meditación V sobre la Eucaristía como comunión con Dios: “Cuando era todavía muy niña y todavía no había recibido a Jesús, acogía mi mamá que regresaba de la Santísima Comunión, casi a los umbrales de la casa, y empujando los pies para llegar hacia ella, le decía: ‘¡A mi también el Señor!’. Mamá se abajaba con afecto y soplaba sobre mis labios; yo rápido la dejaba, y cruzando y estrechando las manos sobre el pecho, llena de alegría y de fe, repetía dando brincos: ‘Yo también tengo al Señor! ¡Yo también tengo al Señor!’ (p. 127). Son las señales de una vocación que es llamada de Dios, iniciativa y gratitud de un don para la Iglesia. Hay también otra página simples y bella en la que con cierta originalidad nuestra carmelitana de Ragusa habla de la Eucaristía bajo el símbolo de la sal. Ésta se encuentra en la meditación III: Eucaristía y esperanza: “Una mañana, mientras la comunidad recibía a Jesús eucarístico, yo tuve un suave pensamiento, una luz apacible, pero ¡con tanta espontaneidad y ternura de corazón! A mi me pareció que aquel Cuerpo adorabilísimo que el sacerdote posaba sobre los labios de mis hermanas, fuese como una preciosísima sal, que ponía en nosotras para evitar la corrupción, toda corrupción, y custodiarla intacta y también para enriquecernos!” (p. 113).


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Confieso de no tener encontrado en mis lecturas sobre la Eucaristía este simbolismo de la sal precioso, así exacto y sugestivo. La Eucaristía como sabor de vida eterna, para que nuestra existencia no sea sosa, pero tenga el sabor de Dios; pan celeste que preserva las personas, para que no se corrompan sus mentes, sus corazones y sus cuerpos. La Eucaristía es sal divino y precioso que custodia en el fondo de nuestro cuerpo corruptible la semilla de la incorruptibilidad. La madre Cándida ofrece las aplicaciones de este símbolo al nivel ascético y místico. Pero en sí mismo el simbolismo, cogido en el dinamismo de la comunión eucarística, cuando nos he dado el pan de la inmortalidad, es de un valor significativo y evocativo. Y son también páginas preciosas y proféticas aquellas de la meditación IX sobre la Eucaristía para el prójimo, donde la delicadeza de madre Cándida desvela los tesoros y las exigencias más exquisitas de la caridad cristiana de las cuales la Eucaristía es modelo, es manantial y es exigencia fundamental para la vida de los fieles. Todo es bello en este libro por la sinceridad, la nobleza, el fervor. Todo está impregnado de un valor de testimonio de fe y de santidad. Todo lleva el sello de un alma forjada por el Espíritu Santo como alma eucarística en la Iglesia y para la Iglesia. Jesús Castellano Cervera ocd



INTRODUCCIÓN1 “Todo lo estimo como una pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, (…) y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos”. (Flp 3, 8ab.10-11) El libro que presentamos es la obra fundamental de madre María Cándida de la Eucaristía que mejor que otro recoge no sólo su experiencia interior, pero también nos introduce plenamente en la ejemplaridad de su figura de “mística de la Eucaristía”2. Existen, de hecho, otras obras de la madre María Cándida de las cuales algunas son bastante significativas: su autobiografía, escrita como confesión ge1

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Esta introducción puede ser utilizada por el lector antes o después de la lectura del manuscrito de la madre María Cándida sobre la Eucaristía. Se trata de un intento de iluminar el tiempo y el modo en el cual la madre María Cándida es llegado, en su experiencia interior, a desplegar sus reflexiones espirituales sobre el misterio de la Eucaristía. Como se podrá notar, el confronto entre la experiencia espiritual de madre María Cándida y la tradición carmelitana está reservado al aparato de las notas, donde se intentó individualizar las referencias explícitas o implícitas de las enseñanzas de los místicos del Carmelo como san Juan de la Cruz y santa Teresa de Ávila. El intento de la introducción es de ofrecer algunas claves de lectura que ayuden a contextualizar e interpretar la experiencia espiritual de la madre María Cándida en un horizonte más amplio y, esperamos que más actual. Del manuscrito sobre la Eucaristía existe una primera edición (Palermo 1979), por las Carmelitas Descalzas de Ragusa.


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neral en los años precedentes a su entrada en el Carmelo de Ragusa3, la narración de su vocación carmelitana durante el período del Noviciado (Subida: primeros pasos, 19224), El Cántico sobre la montaña (1926-19305), escrito por obediencia al confesor Don Giorgio La Perla cuando era priora del Monasterio, por fin, Perfección carmelitana (19476), un compendio de meditaciones sobre la vida religiosa carmelitana. Otras obras, más ocasionales, como oraciones, novenas, varios pensamientos son destinados a las co-hermanas en varias circunstancias. Un lugar importante en esta variedad de escritos ocupa ciertamente el epistolario, que arroja una luz singularísima sobre la personalidad y la espiritualidad de madre María Cándida de la Eucaristía y del cual deseamos ver lo más pronto la publicación a fin de apreciar con más profundidad el don que Dios ha hecho a la Iglesia y al Carmelo. La obra sobre la Eucaristía, de todas formas, es la que revela con grande claridad el eje de la aventura espiritual y humana de la madre María Cándida y que explica la excepcionalidad de una figura como la suya, toda basada sobre la adoración del misterio de la Eucaristía. La misma madre María Cándida cuenta la ocasión que dio origen a esta obra: su priora la madre María Teresa de Jesús, impresionada profundamente por el amor por la Eucaristía, le dio la obedien3

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Padre Antonio Matera, de los Franciscanos Conventuales de Palermo, había pedido, en efecto, esta confesión general por escrito que fue publicada en parte con el título En la morada de mi corazón. Escritos autobiográficos, por las Carmelitas Descalzas de Siracusa-Belvedere, con una presentación del cardenal Anastasio Ballestrero ocd y, en apéndice, un bellísimo ensayo de María Therese Huber sobre el lenguaje místico de la madre María Cándida con el título La afectividad en madre María Cándida de la Eucaristía (Turín 1989). Editado por las Carmelitas Descalzas de Ragusa (Palermo 1980). Editado por las Carmelitas Descalzas de Ragusa (Palermo 1980). Editado por las Carmelitas Descalzas de Ragusa (Palermo 1949).


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cia de poner por escrito sus reflexiones y el itinerario espiritual que la había guiado a lo largo del camino de este amor por la Eucaristía. Era la primavera de 1933 y la madre María Cándida, en aquel momento, era maestra de las novicias. Ninguna mejor ocasión que esta, mientras estaba empeñada en la delicada tarea de formar las jóvenes monjas, para poner en el fuego toda la riqueza de una experiencia interior así celosamente custodiada por un alma que se distinguía por la modestia y la discreción. De hecho, la obra sobre la Eucaristía es un verdadero breviario de testimonio y de vida vivida entorno al misterio de la Eucaristía, una trama, delicadísima y al mismo tiempo, limpiadísima, de cómo tal misterio entra en una vida cristiana y religiosa para transformarla completamente en una alabanza de gloria a Dios. No cabe duda que, en estos últimos años, la espiritualidad carmelitana teresiana ha conocido, en la Iglesia y no sólo en esta, un momento particularmente fecundo de atención y de sorprendente notoriedad. La reciente proclamación de santa Teresa de Lisieux como Doctora de la Iglesia (1997) ha permitido de revisitar con ojos nuevos el mensaje de la joven carmelitana de Normandía que, por otra parte, ha marcado profundamente la espiritualidad de nuestro siglo. La canonización de Edith Stein, santa Teresa Benedita de la Cruz (1998), de origen hebrea y después carmelitana descalza en Colonia, martirizada en Auschwitz y su sucesiva proclamación como co-patrona de Europa junto con santa Brígida de Suecia y santa Catarina de Siena (1999), volvieron a acender el diálogo sobre esta figura emblemática en la que parece que se reúnen, como ha dicho Juan Pablo II, las contradicciones y los dramas espirituales del siglo XX, marcado por los totalitarismos pero también por los anhelos profundos de verdad y de libertad espiritual. En la espesa muchedum-


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bre de hijos e hijas del Carmelo teresiano que la Iglesia ha declarado como ejemplares testimonios de santidad en este siglo que, entre otras cosas, cierra el segundo milenio cristiano – y bastaría nombrar los nombres de la joven chilena santa Teresa de Jesús de los Andes, de la “pequeña árabe” la beata María de Jesús Crucificado y del polaco san Rafael Kalinowsky, sin contar con tantos otros santos y beatos unidos a la espiritualidad carmelitana – ¿qué importancia podrá tener una figura como la de madre María Cándida de la Eucaristía que ha vivido en un Carmelo de Sicilia? ¿Y quién es, al fin y al cabo, la madre María Cándida? ¿Qué interés puede suscitar su mensaje en este inicio de siglo así agitado y alborotado por los alarmes políticos y culturales? Son preguntas legítimas y que merecen una atención no ocasional porque serán esas que nos preguntaremos en el intento de descubrir la originalidad de la madre María Cándida de la Eucaristía en la espiritualidad contemporánea. 1. ¿Sicilia, una tierra desconocida? A diferencia de la Francia de los finales del siglo XIX, brillante y vivaz, si bien anticlerical, en la que ha madurado la experiencia fulgurante de santa Teresa de Lisieux, o de la Alemania de los años Veinte o Treinta que han marcado toda la cultura europea y donde Edith Stein ha cumplido su apasionada búsqueda desde el hebraísmo al martirio cristiana, Sicilia no parece interesar a nuestros contemporáneos si no sólo para las crónicas sangrientas de la mafia o de otros hechos luctuosos ligados a la sobrevivencia de un sistema social y cultural que se había vuelto casi incomprensible en la era del mercado global y de los sistemas de comunicación de masas. También en los mejores casos, extranjeros y italia-


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nos de otras regiones que visitaban Sicilia, continúan pues a tener una idea cuanto más sujeta a los lugares comunes: sol, mar, cielo azul. Las innumerables narraciones de viajes, desde Goethe hasta Maupassant, los innumerables libros que la miran, la atención del cinema no son han logrado a mellar la imagen de una Sicilia “tradicional” hecha de retrasos y de pasiones extremas. Los escritores de fama internacional como Luigi Pirandello, Salvatore Quasimodo, Leonardo Sciascia, Gesusaldo Bufalino, nos han hecho comprender que a Sicilia, más que cualquier otra región italiana, se puede adaptar el apelativo de “desconocida”: desconocida hasta de sus mismos habitantes, porque la imagen tradicional de su tierra continua a pesar sobre todo sobre ellos. Lacerados del deseo de libertarse de una herencia asumida exclusivamente como negativa, ellos, en efecto, con mucha dificultad logran descubrir los ricos ideales contenidos en su identidad milenaria. Gesualdo Bufalino, escritor de Comiso, a pocos kilómetros de Ragusa, y autor del best-seller Perorata del apestado, ha podido así escribir en su libro A isla desnuda: “Dicen que aquí, entre esplendor y escualidez, no hay lugar para el suave; que la nuestra no es tierra de idilio. Dicen…”7. En esta perspectiva, para destruir idealmente esta imagen torcida e incompleta de Sicilia está el viaje profético de Juan Pablo II a Agrigento el 9 de mayo de 1993, durante el cual, en el Valle de los Templos, se elevó aquel grito dramático contra la mafia y, al mismo tiempo, el desolado apelo a la herencia cultural y espiritual de Sicilia que desde la Grecia antigua desemboca en la vivacidad y riqueza del testi7

Cfr. con el libro de Matteo Collura, Sicilia sconosciuta. Itinerari insoluti e curiosi, con fotografias de Giovanni Leone; Rizzoli, Milano 1997 y otro, no menos significativo, Cento Sicilie, por Gesualdo Bufalino y Nunzio Zago, La Nuova Italia, Firenze 1993.


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monio cristiano: “este pueblo siciliano – decía el papa – es un pueblo que ama la vida, que da la vida. No puede vivir siempre bajo la presión de una civilización contraria, de una civilización de la muerte… En el nombre de Cristo, crucificado y resucitado, de Cristo que es camino, verdad y vida, me dirijo a los responsables: ¡convertíos! ¡Un día vendrá el juicio de Dios!”8. Juan Pablo II, en suma, ha cumplido un verdadero y propio giro, espiritual y cultural, que, si vendrá recogido, determinará notablemente el futuro de Sicilia y de la imagen que se continua a tener en el mundo contemporáneo: la isla “inigualable” (Quasimodo) no está hecha para los escenarios de cartón del cinema, que continua a utilizar como un far west italiano, no está hecha sólo para ilustrar legados ancestrales de las pasiones para los “bienes” o del mal gobierno de las clases de poder, casi, para atraer la atención para fuera y dentro de la isla, sea siempre necesario este recurso a una Sicilia que Tomasi di Lampedusa o Leonardo Sciascia definieron como “irredimible”. Al contrario, Sicilia está marcada por la fuerte presencia de la espiritualidad cristiana que ha trazado un otra historia y otra identidad profundamente radicada en el tejido humano de un pueblo que tiene una sorprendente capacidad de no adaptarse pasivamente a la violencia y al mentira. Esta historia diversa, pero real, está marcada, desde el inicio hasta la era cristiana, por el pasaje de los apóstoles Pedro y Pablo en el viaje hacia Roma, por la santidad juvenil de Ágata y Lucia y, en nuestro tiempo, por los apóstoles de la caridad como el beato Giacomo Cusmano, el beato Aníbal María de Francia, la beata María Schininà y además por la fuerte personali8

Citado en L. Accattoli, Karol Wojtyla, El hombre del fin del milenio, san Pablo, Cinisello Balsamo 1998, 198.


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dad del Sindaco de Florencia Giorgio La Pira, originario de Pozzallo en la provincia de Ragusa – tan sólo para menciona cualquier nombre conocido. A esta historia se refería Juan Pablo II en su inolvidable viaje a Agrigento y en su grito paterno repetido por motivo de los solemnes vestigios del Valle de los Templos. No se nos iludamos pensando que el giro espiritual llevado a cabo por las palabras proféticas del Santo Padre haya ya estado registrado por los observadores canónicos de la cultura y de la sociología en lo que dice respeto a la imagen “tradicional” de Sicilia. Todavía, debemos rehacernos a ésta si es que queremos comprender también el significado de la aventura humana y espiritual de la madre María Cándida de la Eucaristía, que deseamos traer a la luz a través de la edición critica de su extraordinaria obra sobre la Eucaristía. 2. Síntesis biográfica María Barba, así se llamaba madre María Cándida de la Eucaristía antes de entrar en el Carmelo, había nacido en 16 de enero de 1884 a Catanzaro, ciudad donde la familia, de origen palermitana, residía temporáneamente por motivo del trabajo del padre, Pietro Barba (1833-1904), Consejero de la Corte de Appello. La madre, Giovanna Florena (1848-1914), pertenecía a una noble familia de S. Stefano di Camastra, vecino a Messina9. Temperamento vivo y apasio-

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Además de María, Giovanna y Pietro Barba ha tenido once hijos, de los cuales cinco no superaron los primeros meses de vida: los otros fueron Luisa; Stefano, cardiólogo, profesor de la Universidad de Palermo; Cristoforo, Consejero de la Corte de Appello; Giuseppina; Antonietta, Paolo Francesco, estudiante de derecho. Como veremos los mayores opositores a la vocación religiosa de María fueron Stefano y Cristoforo, los dos hijos mayores.


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nado, pero dotado de una extraordinaria sensibilidad interior, María frecuentó las escuelas elementales y las primas magistrales. A los catorce años, según la discutible costumbre de entonces, fue todavía forzada por los padres a interrumpir los estudios. Le fue concedido solamente, y por un cierto periodo de tiempo, estudiar piano como ocurría con todas las chicas destinadas a una brillante inserción social. La descubierta de la música completó, en un cierto sentido, una formación que, conforme a los propósitos de la familia, no debería salir de los cánones de la normalidad. María ha hecho así rápidos progresos en el estudio del piano que sus profesores aconsejaron de inscribirla en el Conservatorio de Palermo. También en este caso, la familia se opusieron, porque retenían que una chica podía quedar expuesta a peligros si frecuentase el ambiente escolar. La familia, por otro lado, la quería mucho y María misma, en sus obras autobiográficas, nos lo hace entrever un ambiente familiar sereno y penetrado por una elevada espiritualidad cristiana. tales manuscritos autobiográficos fueron escritos por María cuando tenía veintiséis años y testifican un talento particular de María Barba que era del tipo de evaluar siempre los aspectos positivos de las personas y de los acontecimientos. Así, transportada de un purísimo afecto por sus familiares, María adoptó por un cierto tiempo al modelo corriente de las chicas de su tiempo. Era una adolescente de quince años (1899) despreocupada y ardiente cuando lo atractivo de Dios la impulsó hacia un cambio imprevisto, por ciertos aspectos a nosotros misterioso, determinando en su alma una “conversión” clara, siempre más profunda y sin retorno. Aunque aislada, en la transformación ocurrida en ella, y talvez incomprendida por el mismo ambiente familiar, Dios le hizo de guía sobre


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todo a través de la atracción hacia el misterio de la Eucaristía que sería el centro espiritual de toda su vida. Todavía como estudiante en el Colegio de María de Palermo llamado el “Giusino”10, dirigido por las fervientes religiosas, María conoció la vida de santa Margarita María Alacoque, la visitandina de Paray-le-Monial destinataria de las revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús. Su fervor fue tan grande que pensó en un primer momento ingresar en la Visitación fundada por san Francisco de Sales y santa Francisca Fremyot de Chantal. De la Autobiografía de santa Margarita María aprendió, entre otras cosas, el conocimiento de que Jesús Eucaristía era conservado en los tabernáculos en las iglesias. ¡María Barba tenía ahora dieciocho año! Este y otros detalles revelan el desacuerdo profundo, vivido por María Barba en estos años de su adolescencia: la conversión le abrió un mundo hasta ahora casi desconocido y hacia lo cual su alma se sentía profundamente atraída, sin probablemente tener una orientación segura en su búsqueda. De otra parte, en la Sicilia de aquellos años, la formación cristiana de las familias no iba más allá de la frecuencia de los Sacramentos, el rezo del Rosario y una cierta obediencia a los preceptos de la Iglesia: una consecuencia, por desgracia, de aquella clara separación entre clero y laicos que reservaba a los primeros el estudio y el conocimiento más profundo de las materias de la fe. En los mismos años, María conoció también la figura de santa Gemma Galgani, la mística y estigmatizada de Lucca que ha quedado como ejemplo luminoso en su vida 10

El Colegio de María “Giusino” existe todavía y posee una escuela elemental y una escuela superior. Está situado cerca de la Catedral de Palermo y fue fundado en 1787 por Dona Giuseppa Tetamo e Giusino con la finalidad de ofrecer una ayuda a las personas pobres. Las religiosas seguían las Constituciones del cardenal Pietro Marcellino Corradini que se pueden así sintetizar: “oración y enseñanza”.


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espiritual también para Carmelo. La lectura de la Imitación de Cristo, que conoció gracias a la maestra de las novicias de la Visitación de Palermo, en 1902, la llevó hacia una dimensión más ascética de la vida cristiana. La Imitación de Cristo, como es sabido, representa el libro común de la espiritualidad cristiana, por cierto el libro más leído después del Evangelio, meditado en los monasterios, leído en la vida religiosa y sacerdotal, tenido como manual de formación cristiana robusta para tantas generaciones de laicos, de cristianos en el mundo. También santa Teresa de Lisieux se formó con esta obra que posee, todavía hoy, una tensión espiritual centrada sobre el camino humano tras a un Jesús histórico, el maestro, el siervo que va hacia su pasión y muerte en obediencia al Padre (Enzo Bianchi). En particular, la madre María Cándida ha podido encontrar en el IV libro de la Imitación, en el que se habla de la grande importancia del sacramento de la Eucaristía para la vida del cristiano, un modo excelente para personalizar la santa Comunión. La familia, especialmente, después de la muerte del padre (1904), siguió con aprensión la transformación de María y desde aquel momento, particularmente cuando viene a conocimiento su vocación religiosa, buscó en todos los modos mitigar su fervor en la secreta convención de que se tratase de una exaltación momentánea. Después de todo, María era una mujer y para la mentalidad de los hermanos, que habían seguido la profesión de forense del padre, sus actitudes de profundo recogimiento y búsqueda de la oración, parecían un poco exagerados. María debería someterse inicialmente a la situación familiar con un espíritu de caridad no menos sorprendente que su firmeza. La familia, en efecto, había conocido duelos y desgracias que la habían marcado profundamente: la larga y dolorosa enfermedad del padre,


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la muerte del hermano Pablo (1911), todavía universitario, la salud delicada de la madre. Sin un guía espiritual que la orientase adecuadamente en la experiencia cristiana, María experimentó por un determinado tiempo también la “enfermedad” de los escrúpulos (bien conocida también a santa Teresa de Lisieux) y pensaba que la mortificación de los sentidos fuese el criterio seguro para una auténtica vida espiritual. Acabó por caer gravemente enferma (1905), pero en el corazón sentía que no moriría antes de ser religiosa. Pidió así al confesor de aquel tiempo de poder emitir el voto de virginidad perpetua, pero le fue negado y María cumplió simplemente un acto de consagración. A partir de este momento, María comprendió que le era necesario un verdadero director espiritual que encontró, afortunadamente, en el Padre Antonio Mattera, de los Franciscanos Conventuales de Palermo. Entre problemas y dificultades, Dios la consolaba y ayudaba con señales particulares: el encuentro con el Diario de un alma de santa Teresa de Lisieux que, algunos años después, habría determinado su vocación carmelitana; en el mayo de 1905, experimentó por primera vez la voz de Jesús que la llamaba desde el tabernáculo; el permiso del director espiritual de recibir cotidianamente la Comunión, rápido criticado por la familia. Los contrastes con los familiares, por otra parte, se agudizaban cada día más, porque probablemente se continuaba a pensar, para María, la posibilidad de un buen matrimonio. No nos olvidamos que el hermano de la madre Giovanna, Filippo Florena, era senador del Reino de Italia. Se llegó por fin a las palabras fuertes y María viene apostrofada como “loca, endemoniada, mentirosa, hipócrita”. Fueron años de verdad dolorosos para María Barba, todavía a la búsqueda de la realización de su vocación, pero consolada por la pre-


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sencia constante de Dios. Un día experimentó una locución interior de la Virgen María que le decía: “Hija, Jesús te quiere no sólo entre los santos, sino también entre los mártires”. En 1910, hace un viaje a Roma y junto con la familia fue recibida por el papa san Pío X, el papa que había autorizado la Comunión frecuente y que dejó en María un recuerdo inolvidable. En aquellos días, visitó también, además de las bellezas de Roma, el Instituto de las Hermanas de María Reparadora, de cuya Fundadora, la beata María de Jesús (Emilia d’Oultemont, 1818-1878), había leído la biografía pocos años antes. El Instituto de María de Jesús era particularmente dedicado a la adoración al Santísimo Sacramento y eso constituía para María una atracción tan fuerte que pensó también ingresar en él. Además, algunos años más tarde (1914) intentó hasta la fuga de Palermo para ser acogida en el Instituto romano. De regreso a Palermo, obtiene del Padre Mattera el permiso para hacer el voto de virginidad. En 1914, murió la madre y, con el estallido de la primera guerra mundial, María renovó su voto de victima al amor de Jesús, ya hecho algunos antes, sobre el ejemplo de santa Margarita María Alacoque: frente al drama de la guerra, María sentía de tener “un corazón tan grande como todo el mundo”. A los treinta y cinco años (1919), finalmente, María comprendió que no podía esperar más allá para realizar su vocación: estaba decidida hacerse carmelita descalza y pidió consejo al Siervo de Dios el cardenal Alessandro Lualdi, arzobispo de Palermo, que le respondió de decidirse a romper con la familia. La aconsejó también de no entrar en el Monasterio de las Carmelitas Descalzas de Palermo, que se encontraba en una situación critica y que de allí a algunos años sería cerrado, pero en aquel de Ragusa, nacido hacía poco


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tiempo y muy pobre. El 25 de septiembre de 1919, después de la desgarradora separación de la familia (los hermanos rechazaron despedirse de ella y desde ese momento mantendrán un inexplicable silencio en relación a ella), María entró en el Carmelo de Ragusa. El día antes de su entrada, una blanca paloma fue vista aproximarse de las hermanas en el noviciado y después volar sobre el claustro. La adaptación al estilo de vida carmelitano no fue fácil para María, acostumbrada, a pesar suyo , a la vida agitada de la alta burguesía. Por otra parte, el Carmelo de Ragusa era, en verdad, pobre y situado en una construcción que presentaba algunas incomodidades. Será propiamente la madre María Cándida, algunos años más tarde y gracias a un designo de la providencia, a construir el nuevo monasterio que se encuentra todavía en la calle Marsala. Aun hoy, las hermanas recuerdan siempre la sonrisa y la disponibilidad de la joven postulante que se hacia, por decirlo así, en cuatro para ser útil en aquella situación no de las mejores. El 16 de abril de 1920, María Barba tomó el hábito carmelitano y recibió su nuevo nombre de Sor María Cándida de la Eucaristía. Escribirá en aquella ocasión a su amiga Agatina Callari; “¡Si tú gustases un día de vida religiosa! ¡Yo no puedo expresar que cosa es! ¡Que cosa se gusta de paz y de felicidad en ésta!”11. El 17 de abril de 1921, sor María Cándida hizo su profesión temporal y tres años después, el 23 de abril de 1924, fiesta de san Jorge patrono de Ragusa Ibla, la solemne. La fecha había sido escogida como homenaje al confesor del monasterio, el sacerdote Giorgio La Perla (1874-1953) que era no sólo una noble figura del clero de Ragusa, pero que se 11

Carta del 31 de marzo de 1920, in Scritti della Serva di Dio madre Maria Candida dell’Eucaristía. Vol. VIII. Lettere dirette a Sacerdoti e a secolari, Documenti dattiloscritti per il Processo Ordinario de Beatificazione, pp. 76-78.


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sentía en el fondo de su corazón “el más carmelitano de los carmelitanos”. Este sacerdote había tenido un papel de primera importancia en la formación del Carmelo de Ragusa y cuando conoció a sor María Cándida pasó a ser el director espiritual durante toda su vida. La discreción y la profunda piedad de Don Giorgio La Perla eran tales que, cuando madre María Cándida empezará a ser Priora del Monasterio, se fiará de su consejo y de su discernimiento12. Mientras tanto, el 29 de abril de 1923 el papa Pío XI inscribía en el libro de los beatos a Teresa de Lisieux, en esta ocasión sor María Cándida escribe una conferencia con el título Teresa, nuestro modelo y nuestro camino que fue leída a toda la comunidad. La alegría de sor María Cándida por esta beatificación fue intensa. Escribirá aun a su amiga Agatina, refiriéndose a la santa de Lisieux: “Io debo a ella (y también a santa Teresa) mi elección por el Carmelo y la escogí como mi protectora para mi Profesión solemne”13. Seis meses después de la profesión solemne, el 10 de noviembre de 1924, sor María Cándida de la Eucaristía fue elegida por primera vez Priora de su monasterio: fue para ella un peso bastante grave, que aceptó como señal de obediencia a Dios. Además, en los primeros tres años de priorato, desempeño también el encargo de maestra de novicias. Recordó ciertamente como, en el día de su profesión simples, durante el tradicional abrazo a las co-hermanas, había escuchado la voz de Jesús que le decía: “todas estas hermanas serán el instrumento de tu santificación”. En todo caso, fue necesario pedir el permiso a la Santa Sede para esta elección de 12

13

Carta del 22 de agosto de 1923; in in Scritti della Serva di Dio madre Maria Candida dell’Eucaristía. Vol. VIII. Lettere dirette a Sacerdoti e a secolari, cit., pp. 90-91 Carta del 22 de agosto de 1923, in Scritti della Serva di Dio madre Maria Candida dell’Eucaristia. Vol. VIII. Lettere dirette a Sacerdoti e a secolari, cit., pp. 90-91.


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Priora de una monja profesa solemne sólo desde hace pocos meses. La madre María Cándida vivió con grande empeño y seriedad el encargo de priora del monasterio y hubo incluso alguno u otro problema entre sus co-hermanas por motivo de esta seriedad. Madre María Cándida no concebía que una carmelita no fuese pronta a correr, literalmente, hacia la perfección religiosa. La infracción a la Regla era para ella motivo de grande sufrimiento: “¡Pero hijita – decía un día a una monja – como has podido ofender así al Señor! ¿No sabías que la humanidad espera mucho de nosotras? ¿Porqué perderse en tantas tonterías?”14. Sobre todo, con el “locutorio”, en los tiempos fuertes del Adviento y de la Cuaresma, madre María Cándida era exigente. Llegaron así quejas hasta Roma, a partir del momento que los familiares de las monjas no soportaban bien las restricciones de la Priora. La madre María Cándida padeció incomprensiones y también humillaciones, pero no perdió jamás la paz. Un día, el Visitado canónico de la Orden la reprendió, en el refectorio delante de todas las monjas, con palabras que la misma madre María Inmaculada de san José, que asistía a la escena, juzgó excesivas e inmerecidas. La madre María Cándida, sin embargo, no tuvo la más mínima reacción negativa. Las monjas, por otra parte, no tardaron en comprender el valor de su Priora. No es por casualidad que será reelegida por la comunidad por otro trienio y, después una parada de tres años (1930-1933), cuando desempeñaba el oficio de primera consejera, sacristana y, por cerca de un año, maestra de novicias, vendrá nuevamente elegida hasta el fin de 1947, dos 14

Citado en C. Mezzasalma, Nel roveto ardente. Madre Maria Candida dell’Eucaristia, Cultura Nuova, Firenze 1993, p.74.


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años antes de su muerte. En el proceso diocesano de beatificación, las co-hermanas de madre María Cándida testificaron que ella era una especie de “regla viviente”: su actitud siempre tranquila y equilibrada y su presencia bastaban a inducir a todas a la observancia de la regla. Su director espiritual y confesor, Don Giorgio La Perla, ha dado a su vez un precioso testimonio: “Yo que conocía íntimamente la Sierva de Dios quedé impresionado, estupefacto, admirado de su grande virtud, del esfuerzo íntimo y asiduo en la búsqueda de la más alta perfección. Para ella la vida espiritual no era un sosegado gozar de Dios, sino un esfuerzo continuo de ascesis, un empeño que se renovaba todos los días para vivir con mayor plenitud en el misterio de Dios”15. Don Giorgio La Perla añadió, además, de no haber encontrado más un alma tanto sumisa y obediente. No debemos olvidar, en este contexto, cuanto sea difícil y delicado la tarea de la priora de un monasterio de clausura como el Carmelo. No sólo se debe ocupar de la vida comunitaria y cotidiana con todos los pequeños o grandes problemas, pero debe también mantener, igualmente con equilibrio, las relaciones con el exterior del monasterio. Además, debe ser “guía” de sus hermanas y esto, según la Regla de santa Teresa de Ávila, significa ejercitar una especie de maternidad espiritual. Una tarea de verdad dificilísima y, francamente, problemática. Sin embargo, madre María Cándida de la Eucaristía sabrá dar al Carmelo de Ragusa – ¡un Carmelo que existía desde hace poco más de diez años! – una impronta que no será más olvidada. Entre tanto, un nuevo y grave problema pesaba sobre el Carmelo de Ragusa: la ciudad se había desarrollado mu15

Cfr. ibidem, 74.


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cho y había rodeado, por decirlo así, el monasterio. No era más posible, entonces, continuar la vida contemplativa en aquellas condiciones y era necesario construir el monasterio en un lugar más apartado y recogido. Madre María Cándida, reelegida priora en 1933, debería encargarse de esta tarea verdaderamente comprometedora, sobre todo, porque la comunidad no disponía de medios económicos adecuados. Con la confianza en Dios, afrontó la tarea y dio inicio a los trabajos del nuevo monasterio en la calle Marsala (donde se encuentra hasta el día de hoy). ¡Cuántas preocupaciones y angustias para llevar a cabo esta construcción, sin contar con el hecho que era dolorosísimo para todas las monjas dejar el monasterio en la calle Corso Italia, testigo de tantas experiencias espirituales unidas al renacimiento del Carmelo teresiano en Sicilia! El 14 de octubre de 1937, vigilia de la fiesta de santa Teresa de Ávila, la comunidad de las Carmelitas Descalzas se trasfería para el nuevo monasterio y el 9 de julio de 1939, el arzobispo de Siracusa-Ragusa, monseñor Ettore Baranzini, consagraba la nueva iglesia dedicándola a santa Teresa de Ávila: “Ahora, dulce Jesús – escribirá la madre María Cándida – tu esposa, la nuestra humilde iglesia, está lista. Puedas Tú ser en ella amado, glorificado y correspondido”. Las fatigas soportadas por la madre María Cándida en estos años fueron tan intensas que llevó las consecuencias por todo el resto de su vida. Por otra parte, el monasterio de Ragusa fue uno de los mayores centros propulsores del renacimiento del Carmelo teresiano en Sicilia que, de hecho, florecerá a través de la obra infatigable de la madre María Inmaculada de san José16 y verá la fundación 16

La madre María Inmaculada de san José (Nápoles 1880 – Enna 1968) es una figura luminosa que ha tenido un papel fundamental en la reconstrucción del Carmelo femenino en Sicilia después de la supresión y que puede con razón


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de los Carmelos de Chiaramonte Gulfi, Enna, Catania y Vizzini: la misma madre María Cándida fue designada, en el 1947, como fundadora del Carmelo de Siracusa, aunque se no ha podido desarrollar plenamente el encargo por causa de la enfermedad que la ha llevado a la muerte. El paso del frente en Sicilia durante la Segunda Guerra Mundial (1943-44), originó al monasterio de Ragusa graves dificultades que madre María Cándida afrontó con grande coraje. También en este caso, el Instituto de las Hermanas del Sagrado Corazón de la beata María Schininà fue de grande ayuda para el Carmelo que no hubiera podido sobrevivir en aquellas trágicas condiciones, y además vinculado a la clausura: fueron las hermanas de la beata Schininà a proveer a las necesidades cotidianas de sobrevivencia física de las Carmelitas Descalzas. Por un designo de la Providencia, estos dos institutos, en los momentos difíciles, se encontraban en el espíritu de una caridad auténticamente evangélica. La guerra, además, golpeó profundamente la madre María Cándida en sus afectos familiares: el 5 de marzo de 1943, la hermana Luisa moría, después del susto operado por los devastadores bombardeos de los aleados sobre Palermo, ser definida la “fundadora” del Carmelo teresiano en Sicilia. Ingresó en el Carmelo de Arco Mirelli en Nápoles el 21 de junio de 1903, fue elegida junto a una co-hermana para guiar, en el espíritu de la Regla de santa Teresa, el naciente monasterio de Ragusa, que fue inaugurado el 14 de septiembre de 1911. Además de monasterio de Ragusa, la madre María Inmaculada fundó el Carmelo de Chiaramonte Gulfi (1925) y lo de Enna, en 1931, donde permaneció hasta su muerte. Recordada por sus virtudes, fue ciertamente una grande formadora de almas carmelitanas y fue gracias a ella que la novicia sor María Cándida de la Eucaristía descubrió en toda su riqueza el carisma teresiano (cfr. Una fiaccola dal misterio claustrale. Madre Maria Immacolata di san Giuseppe Fondatrice del Carmelo di Sicilia (1880-1968), editado por las Carmelitas Descalzas de Enna, Enna 1969; pero también la atenta reconstrucción de Gaudenzio Gianninoto ocd, Mistero che attira. Per una storia del Carmelo teresiano in Sicilia, Locomonaco (SR) 1996, pp. 91-99).


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seguida, el día siguiente, por la hija Giuseppina. Mientras tanto, el resto de la familia se dispersaba. Las muertes en casa Barba se sucedieron a un ritmo impresionante: un año después moría la hermana Giuseppina y sucesivamente la cuñada Rosa, esposa de su hermano Stefano. Al fin de la guerra, de cualquier modo, la madre María Cándida tuvo la alegría de ver regresar a Sicilia los Padre Carmelitas Descalzos, provenientes de la Provincia Veneta. Era el 28 de septiembre de 1946 y madre María Cándida ofreció la hospitalidad de la hospedería del monasterio a la espera de que su convento, situado cerca de la antigua Iglesia del Carmine, estuviese listo para acogerlos. En 1947, madre María Cándida dejó definitivamente la responsabilidad de Priora aunque la comunidad hubiese deseado reelegirla nuevamente y dedicó sus últimas energías a la preparación de la fundación del Carmelo de Siracusa. Fue en este periodo que, también en obediencia a la Priora, la madre María Inés de Jesús, escribió algunas meditaciones sobre los más significativos acontecimientos de la vida religiosa carmelitana y que sería publicado después de su muerte con el título Perfección carmelitana. Poco tiempo después, le fue diagnosticado un cáncer en el hígado. Los últimos meses, por causa de la enfermedad, fueron terribles, pero la madre María Cándida había pedido al Señor que no ahorrase ningún sufrimiento y así fue. Lo mismo médico que la curaba quedaba impresionado de la fuerza y serenidad con la que ella afrontaba los sufrimientos. El 12 de junio de 1949, mientras la campana del monasterio tocaba el Angelus, la madre María Cándida, rodeada de sus hermanas, y mientras susurraba “María, María ayúdame”, volvía a la casa del Padre. A la noticia de su muerte, una ininterrumpida peregrinación de personas desfiló delante de la


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grada del coro donde la madre María Cándida permaneció expuesta por tres días. La fama de su santidad se difundió inmediatamente y el proceso diocesano para la beatificación fue abierto en Ragusa después de siete años de su muerte. Concluido en 1962, y después de la aprobación diocesana del “milagro”, la Positio super vita et virtutibus fue presentada a la Congregación de las Causas de los Santos en Roma en 1992. El 18 de diciembre de 2000 el Papa Juan Pablo II firmó el decreto sobre la Heroicidad de las Virtudes de la madre María Cándida de la Eucaristía y, poco más de un año después, el 12 de abril de 2003, aquel con el cual aprobó el Milagro atribuido a su intercesión. 3. La madre María Cándida y su tiempo Juzgando a partir de esta síntesis biográfica, que ya de si sola llenar una entera existencia, nos preguntamos ahora cómo es que la madre María Cándida de la Eucaristía ha podido llevar una vida espiritual tan intensa a tal punto de ser definida como una “mística de la Eucaristía”. ¿La vida en familia y la vida como Priora del Carmelo de Ragusa en qué modo le han permitido cultivar la vida contemplativa que exige, indubitablemente, una dedicación y una energía no indiferente? La pregunta no es descontada, tanto más que ahora es necesario volverse a las particulares condiciones histórico-culturales de su tiempo para que nos demos cuenta, todavía más, de cuanto sea difícil, en determinadas situaciones, emprender con radicalidad o seguimiento evangélico. La madre María Cándida, en efecto, vive su experiencia humana y espiritual entre el fin del siglo XIX y la primera mitad de siglo XX: una época de graves cambiamientos político-sociales en los cuales ella misma, a causa de su perte-


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nencia social a la alta burguesía italiana, se ve en un cierto modo envuelta. Los veinte años que ha tenido que esperar antes de ingresar en el Carmelo, en otras palabras, exigen una lectura más amplia y más enraizada en la concreta situación histórica. Los historiadores han señalado los años 1882-1898 como años cruciales para el desarrollo de la sociedad italiana nacida de la unificación del país. La Italia del fin del siglo XIX es, por lo tanto, fundamental para comprender los desarrollos sucesivos que culminaron con la llegada del fascismo y de la segunda guerra mundial. En efecto, en estos años vinieron surgiendo sustancialmente tres perspectivas políticas: la de Francesco Crispi, que se podría definir como el “contraataque” burgués; una segunda que podríamos llamar de reformismo conservador, representada por Antonio di Rudinì y Sidney Sonnino; una tercera, personificada por Giovanni Giolitti, y que se podría definir como una perspectiva de renovación liberal fundada sobre el abandono del transformismo y sobre una nueva dirección de política social para cuya realización era necesario rever profundamente el sistema de las alianzas parlamentares. Estas tres perspectivas, sin embargo, emergieron progresivamente en los últimos diez años del siglo XIX bajo el hostigar de la urgencia de nuevas fuerzas extrañas al tradicional mundo “liberal”: la victoria de la perspectiva progresista determinó un giro de grandísimo alcance en la historia política y social del país, la inversión de una tendencia general que había tenido en la reprensión de los fascistas sicilianos y en las reacciones del 1898 sus más conspicuas manifestaciones. Así, la burguesía italiana de los finales del siglo XIX advirtió el peligro político y social del confronto entre “negros” y “rojos” con grande preocupación: estas dos fuerzas


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eran para ella fantasmas que habían cogido cuerpo y que amenazaban de cerca la existencia del estado unitario o, por lo menos, su sobrevivencia así como la había construido la clase política resurgida. Frente a los “rojos” y a los “negros”, la burguesía de finales del siglo XIX era investida casi por un sentido de estupor y particularmente no entendía y no aceptaba el abstencionismo de los católicos después del Sillabo de Pío IX: las presiones laicistas, las pulidas apologías del progreso contra el obscurantismo religioso, las confiscaciones y las disposiciones contra las organizaciones clericales, ocultaban en realidad esta estupor de la burguesía contra el verdadero y real peligro representado por el surgir de las masas operarias. No sorprende, entonces, que la mejor cultura política de estos años (Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto) sea marcada por un fuerte cuño antisocialista que, por otra parte, se juntó con impecable coherencia a la propuesta neoidealista de Benedetto Croce y Giovanni Gentile. Esta perspectiva miraba concretamente a la delineación de la legitimidad permanente de la hegemonía burguesa. En esto sentido, la critica del marxismo, emprendida por Croce y Gentile, se basaba en una negación y en un rechazo radical de las bases culturales de la revolución operaria. De otra parte, el socialismo, propio porque consideraba la religión “reservada a la libre conciencia individual”, representaba igualmente una amenaza para aquel tipo de clericalismo político que, en cierto sentido, funcionaba de suporte a la conservación social de la burguesía y predicaba constantemente la ética de la renuncia17. Como se ve, se trataba de un clima político-social in17

Para esta reconstrucción, cfr. F. Gaeta, La crisi di fine secolo e l’età giolittiana, Ed. TEA, Milano 1982, pp. 3-44.


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candescente y muy problemático sobre el cual no se es todavía terminado de investigar: en este panorama, además, explicaba el dramático retraso de la Iglesia en las confrontaciones del mundo moderno. No sorprende, entonces, que, a la época en que León XIII asume la guía de la Iglesia (18781903), inaugurando un pontificado que habría, en ciertos aspectos, recuperado, al menos en parte, este retraso, el mundo católico pasó por aquello que Paul Chaudel había de llamar “los tristes años de 1880”. La atmosfera general era no solamente cada vez más indiferente, sino a menudo realmente hostil a la concesión católica. Dominaba ya la esperanza que la ciencia había podido sustituir los dogmas de la fe cristiana con una cultura más amplia y con una civilización dotada de medios de acción más potentes de los de la sociedad cristiana alcanza desde el mundo greco-latino. En el 1890, Ernest Renan, autor de la célebre Vida de Jesús que tanta importancia ha tenido en la fe hasta el fin del siglo XIX, publicaba El futuro de la ciencia (escrito cuarenta años antes), que se tornó el manifiesto de los intelectuales de aquellos años. A los católico, delante de las desastrosas consecuencias del mundo moderno se refugiaban en la simples condena, Renan respondía: “Nosotros creemos en la obra de los tiempos modernos, a su santidad, a su futuro y vosotros la maldecís. Nosotros creemos en la razón, y vosotros la insultáis; nosotros creemos en la humanidad, en sus destinos divinos, en su imperecedero futuro y vosotros os riáis”. El miedo y el estupor delante del mundo moderno, así eficazmente sintetizado por la ampulosa prosa de Renan, parecía adueñarse de la Iglesia. En 1881, un célebre predicador dominicano, el padre Didon, había escogido como tema de sus conferencias de cuaresma este argumento: “La reconciliación de la Iglesia con la sociedad moderna, pero el arzobispo de Paris objetó


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que se trataba de un sujeto demasiado acuciante y le aconsejó: “Hablad de la Virgen María, es mejor”. La reacción del cardenal Guibert era la de la mayor parte de los hombres de la Iglesia de entonces, de los sacerdotes empeñados en el ministerio parroquial o en la enseñanza, hasta los mismos obispos, los responsables de las Congregaciones romanas y al mismo Papa18. En este cuadro, así complejo y labrado, los creyentes alimentaban la propia vida de fe sobre todo a través de las prácticas devoción y de las nacientes iniciativas. Los últimos dos decenios del siglo XIX y los primeros dos del siglo XX señalan, en efecto, en el campo de la piedad, casi un renacimiento de los “manantiales del corazón” que permanecen para siempre las componentes esenciales de la piedad católica y sobre todo de la devoción popular. Este desarrollo de las prácticas de devoción era una reacción a lo que fue llamadazo “iluminismo católico” y que, queriendo purificar de la superstición la piedad y el culto, había de hecho introducido un nuevo jansenismo. Favorecido y sostenido por el espíritu de san Alfonso María Ligorio – llamada a la misericordia de Dios, a la Eucaristía, a la Virgen María – este desarrollo llevó a las misiones al pueblo y a una consolidación de aquellos gestos demostrativos (nuevas fiestas litúrgicas, actos de consagración, peregrinaciones) que tendrán tanta importancia en el itinerario espiritual de madre María Cándida. Dos son la características del desarrollo devocional de estos años; una consciencia conservadora en defensa de la fe cada vez más expuesta a los peligros y a los escarnios, y un subjetivismo, propio de la corriente romántica, que perso18

Cfr. R. Aubert, I Cattolici alla morte di Pio IX, in A. Fliche – V. Martin, Storia della Chiesa. Vol. XXII/1. La Chiesa e la Società industriale, pp. 56 e ss.


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naliza siempre más la religión, haciéndola alimento de los sentimientos de los fieles. Es en este clima que se desarrollan enormemente la devoción al Sagrado Corazón, a la Eucaristía, a la Virgen María. León XIII, el 31 de diciembre de 1899, al girar del siglo, consagró la humanidad al Sagrado Corazón, un acto que Pío IX, aunque solicitado por más de 50 obispos, prudentemente non había querido hacer. Y no se paró aquí: en más o menos nueve encíclicas y siete cartas apostólicas recomendó calidamente el rezo del rosario. La devoción mariana representó así un terreno fecundo para el sentimentalismo en las oraciones y en los cantos, alimentado de un deseo de protección materna que, todavía, guía a los fieles un poco lejano de la realidad concreta. También la devoción a la Eucaristía mantiene por largo tiempo un carácter sujetivo, que se expresó en manifestaciones colectivas: la visita al Santísimo Sacramento, recomendada por san Alfonso, la solemne exposición en la práctica de las Cuarenta Horas, la procesión del Corpus Christi. Contemporáneamente, se desarrolla el movimiento de los congresos eucarísticos nacido por iniciativa de Marie Marthe Tamisier y de monseñor Gaston de Ségur, intentando promover el encuentro de las almas con la Eucaristía contra el rigorismo jansenista que todavía dominaba en la Iglesia. Pero la batalla será larga y difícil. Solamente Pío X logrará en el intento, promulgando, el 20 de diciembre de 1905, el decreto sobre la Comunión cotidiana en el que establecía dos condiciones suficientes para acercarse a la Eucaristía: el estado de gracia y la reta intención, y exhortaba a los fieles a recibir con mucha frecuencia, hasta cotidianamente, el Santísimo Sacramento. Se puede comprender, entonces, la admiración de la madre María Cándida por este Papa cuando, como ya hemos visto, tuvo la gracia de encontrarlo en audiencia pri-


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vada junto a los familiares. No podemos no hacer una referencia a aquello ejemplo de vida cristiana representado por la figura de santa Teresa de Lisieux (1873-1897), la joven carmelita de Lisieux, vivió en una familia burguesa, pero profundamente cristiana a tal punto de dar al Carmelo cuatro hijas, mientras los padres, Louis Martin y Zélie Guérin, son hoy “venerables” para la Iglesia: un ejemplo de verdad único y excepcional. El Diario de un alma, publicado en Francia un año después de la muerte de Teresa, tuvo una enorme y sorprendente difusión, jamás disminuida y que ya en los primeros años del siglo XX se podía leer también el Italia. Teresa ha revolucionado completamente la visión que la espiritualidad de su tiempo cultivaba en las cuestiones de la fe: profeta del Amor misericordioso de Dios, Teresa invitará a todas las “pequeñas almas” a abandonarse con total confianza a la infinita misericordia de Jesús. De aquí la insistencia, característica de su célebre “pequeño camino”, sobre la confianza en la misericordia como clave de justificación y de santificación. Atormentada, en los últimos meses de su vida, por la “noche” de la prueba contra la fe, reflejo de la incredulidad contemporánea, Teresa ofrecerá esta prueba por sus hermanos, los pecadores y los incrédulos. Sintiéndose desde que tenía catorce años un “pescador de almas”, “devorada por la sede de almas”, Teresa había entrado en el Carmelo precisamente para salvar las almas y para rezar por los sacerdotes. En él descubrirá, en 1896, su “lugar” sublime: “en el corazón de la Iglesia, mi madre, seré el amor”, para fecundar el trabajo de los apóstoles. Así, a los cristianos de todos los tiempos, Teresa recordará que su fe es una luz en la noche y la confianza en Dios un antídoto eficaz contra la angustia existencial. Teresa mostrará a innumerables almas a traducir el amor a


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Dios y al prójimo a través de las “pequeñas cosas concretas de la existencia cotidiana”, estos “nadas” que se transforman en “flores” y pueden dar a nuestra vida un soplo misionario y apostólico. La prodigiosa irradiación póstuma de la espiritualidad de la Santa de Lisieux demuestra lo cuánto ha sido beneficioso su mensaje desde su tiempo hasta nuestros días: Juan Pablo II la proclamará Doctora de la Iglesia el 19 de octubre de 199719. También la madre María Cándida fue una conquista de la pequeña Teresa, siendo la única carmelita moderna citada en el manuscrito sobre la Eucaristía, de la madre Maria Angela di Gesù Bambino. 4. El itinerario espiritual de la madre María Cándida hasta la entrada en el Carmelo Si este es, en líneas generales, el contexto históricocultural en que vivió la madre María Cándida, ¿qué cosa podemos saber de más especifico de su familia que – tal como ya hemos dicho – pertenecía a la alta burguesía y, por lo tanto, interesada por los problemas sociales y políticos de su tiempo? En este caso, contamos con los testimonios de la misma madre María Cándida en su autobiografía y la de su hermana Antonietta Barba en la que el escenario familiar es trazado sobre todo del punto de vista de la vida cotidiana. No hay duda, por lo tanto, que los padres Pietro Barba y Giovanna Florena, formaban una pareja unida y animada por profundos sentimientos cristianos. La madre María Cándida traza en pocas líneas la figura del padre: “era un cristiano fuerte, fiel a las prácticas religiosas, 19

Cfr. la voz: Teresa di Gesù Bambino de C. De Meester, in Dizionario di mistici, LEV, Roma 1998, 1212-1213.


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sin respeto humano”20. También la hermana Antonietta tiene un recuerdo del padre tierno y rico de detalles interesantes, de los cuales emerge sobre todo una personalidad de trazos serenos y reposados, empeñado en su trabajo y en el cuidado de la familia21. Más matizado de claroscuros, sobre todo en el recuerdo de la madre María Cándida, es el retrato de la madre, porque no hace falta olvidar que la madre, en la estructura de la familia burguesas, era más directamente empeñada en la educación de los hijos y en la gestión de la vida familiar. La madre María Cándida insiste particularmente sobre su generosidad hacia los pobres y los necesitados, y añade: “Yo fui causa de muchos sufrimientos para mi mamá. Recorría a ella en cada instante para tener permiso de comer, o para ayunar, u otras mortificaciones. Era un verdadero martirio y una grande fatiga, para ella, hacerme ser equilibrada y lograr hacerme alimentar suficientemente”22. La dedicación, en efecto, de Giovanna Florena para la familia era absolutamente para ella saber transmitir a los hijos un fuerte sentido de responsabilidad y de pertenencia al núcleo familiar. Hasta los quince años, la madre María Cándida – que volveremos por un momento a llamarla con su propio nombre de bautismo, María – no salía de los cánones de la educación familiar típica de las muchachas de buenas familias. La educación de la chicas, ante todo, estaba orientada, particularmente en Sicilia, hacia un buen matrimonio y sus características respondían principalmente a este objetivo final: aprender a ser buenas madres de familia, en un cuadro 20 21

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Madre María Cándida de la Eucaristía, Nella stanza del mio cuore, cit., 25. Cfr. Antonietta Barba, Ricordi, manuscrito que se conserva en el Archivo del Carmelo de Ragusa, 1-4. Madre María Cándida de la Eucaristía, Nella stanza del mio cuore, cit., 27.


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de moralidad y de fidelidad a los deberes religiosos y sociales23. La familia Barba no era excepción: he aquí el porqué la madre retiró las hijas del Colegio Giusino, haciendo interrumpir sus estudios, para no exponerlas a los peligros del ambiente escolástico y también de las malas conversaciones. Es en esta situación que podemos ahora comprender aquella “conversión” o experiencia de Dios que la madre María Cándida describirá en su autobiografía. El 2 de julio de 1899 asiste a la toma de hábito de una familiar en el monasterio de la Visitación de Palermo. En aquel momento, no ocurre nada de extraordinario y hasta en familia hubo un poco de ironía sobre el hecho de que la joven María pudiese imitar el ejemplo de la familiar. El día después, al despertarse, experimenta algo de inexplicable: “Jesús esperó que mis hermanas saliesen de la habitación, y una vez que quedé sola, se me pegó a mi corazón. Me quedé sorprendida, asombrada por aquello que sentía: ¿qué había hecho Jesús en mi corazón?”24. En realidad, la imagen de aquella toma de hábito en la Visitación de Palermo había quedado profundamente viva en el alma de la madre María Cándida: “Aquello que en el día anterior me había parecido una cosa horrible, de repente me parecía una maravilla: ¿cómo me puede se-

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Puede ser interesante, a este propósito, también se no dice respecto directamente a nuestro caso. El testimonio de un literato como Sebastiano Agliano (1917-1982) que, en su célebre libro Questa Sicilia (1945), así describe la condición femenina en Sicilia: “La mujer siciliana no tiene una autonomía moral, así como no tiene una autonomía económica… Si entiende de esto como su existencia deba permanecer siempre ligada a condiciones de dependencia a un hombre…; y se entiende también como la única preocupación de una muchacha que va creciendo – una preocupación verdaderamente obsesionante, mucho más grave que en otras sociedades – debe ser aquella de los medios y de los modos que la conducirán al matrimonio” (cit. In G. Bufalino – N. Zago, Cento Sicilie, op. cit., 221-222). Madre María Cándida de la Eucaristía, Nella stanza del mio cuore, cit., 44.


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guir interesando el mundo si estoy con Dios, y si soy toda suya y solamente para Él? Me pareció todo tan simples y estupendo consagrar a Dios mi voluntad, mi elección plena de dedicarme a Él. Y, decidida, exclamé: «No podré ser más feliz si no me encuentro también yo allí»25. Si diría que a partir de este momento María no sólo había tenido una visión completamente nueva de la fe cristiana, a través de intervención directa de la gracia de Dios, sino que esta descubierta había coincidido desde el inicio con la llamada a la vida religiosa. Esta llamada será su martirio por más de veinte años. ¿Cómo puede ser, en efecto, que la familia siendo así religiosa, se opondrá decididamente y por tanto tiempo al deseo de María? Indubitablemente, en esta oposición, han jugado graves problemas familiares: la muerte del padre (1904), del hermano Paolo (1911) y de la madre (1914). La muerte parece amenazar la unidad familiar a la que todos los hijos de la casa Barba habían sido educados. Una presencia femenina, como la de María, no era ciertamente secundaria en aquellas situaciones particulares. Al mismo tiempo, todavía, las condiciones sociales y culturales de Italia de aquel entonces, como hemos visto, no eran verdaderamente favorables a las elecciones religiosas así radicales. Tanto más que los hermanos Cristoforo y Stefano, desde hace tiempo a la cabeza de la familia superviviente, habían respirado de más cerca la mentalidad liberal y demostraban un fuerte rechazo de la vida religiosa, sobre todo, de la de clausura. ¡Los tiempos en que las familias obligaban a las hijas a hacer religiosas eran verdaderamente pasados! Los conventos, además, aparecían más bien como emblema del peor obscurantismo religioso. 25

Ibidem, 45-46.


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¿Cómo, entonces, María aceptó la imposición de la familia?26 Leyendo su autobiografía, uno se queda impresionado con la singular soledad en que esta muchacha ha vivido por más de veinte años antes de poder realizar su vocación. No es por casualidad que experimentará fuertemente el deseo de un director espiritual: “envidiaba las almas que habían encontrado un director espiritual, que las guiaba en el espíritu, en la vocación, y sabía alimentar y elevar sus oraciones”27. Al mismo tiempo, sorprende la constancia, la determinación, quizás también una sutil rebeldía contra el ambiente circunvecino, en cultivar y alimentar su vida de oración. estamos, indudablemente, frente al misterio de un alma que Dios, a pesar de todo, conducía directamente hacia la profundidad de una relación personal con Él a través de la constante llamada de la Comunión frecuente. Escribía en la autobiografía refiriéndose a este período: “Cada mañana, al levantarme, me propongo fuertemente de trascurrir la jornada en su presencia, y disfruto de la alegría. Algunas veces, lo rodeo de amor, vuelvo hacia Él la mirada, el pensamiento – especialmente cuando Él me atrae sensiblemente –. Reclino algunas veces mi cabeza sobre su corazón, o entonces le beso los pies y me pongo espiritualmente sobre ellos, especialmente cuando me prueba y me aflige, beso aquellas

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Son, en efecto, interesantes y, por muchos aspectos, exhaustivos las clarificaciones sobre el comportamiento de algunos de los familiares de María, pedidos por la Congregación de la Causa de los Santos, en referencia a este específico problema, ya apuntado por los teólogos censores en el transcurso del proceso de beatificación. Nuestro interrogante parte de una perspectiva más específicamente espiritual y intenta comprender la relación entre la voluntad de Dios, que se manifiesta en las circunstancias de la vida, y las actitudes interiores delante de las dificultades insuperables que impiden la realización de esa misma voluntad. Ibidem, 47.


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manos de misericordia y de amor”28. Al hablar así, no es seguramente la hija de la alta burguesía palermitana, sino un alma que ya está delante de su Señor con sus arrebatos y sus debilidades: todo, en esta descripción, es viva y palpitante de sinceridad el tal punto de dejar sin ningunas dudas sobre el hecho de que Jesús actúa en primera persona. Ciertamente, que antes de entrar en el Carmelo, María, al cultivar la vida de fe, se confía, más allá de estos momentos bellos y particulares de la intervención de la Gracia, también a la ayuda de sus devociones personales; el Sagrado Corazón, la práctica de la Comunión espiritual, la devoción a la Virgen María. Tales devociones hoy, lo sabemos, despiertan más de una sospecha con motivo de su carácter demasiado subjetivo y sentimental. Pero la Iglesia ha sabido siempre indicar las características más auténticas: interioridad, perseverancia, desapego a favor de la voluntad de Dios, práctica de la pureza de corazón, confianza y ternura. Características que encontramos, una por una, en la autobiografía de María Barba. En este contexto, es significativo constatar como María, a través de la devoción al Sagrado Corazón, llega a la Eucaristía: un camino no tan fácil de iluminar y que más es posible tratar solamente con breves trazos, también si merecerían una larga profundización. Ya se ha hecho referencia a cómo María descubrió la presencia de Jesús en el tabernáculo a través de la lectura de la Autobiografía de santa Margarita María Alacoque. Pero es sobre todo el lenguaje con el que describe la intimidad con Jesús en la Comunión eucarística lo que revela el profundo conexión que experimenta en sí entre estas dos dimensiones que conducen a la única 28

Ibidem, 51.


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experiencia interior que es la unión más profunda con Dios. “Después de la Comunión – escribe en la autobiografía –, bajo a gustar de esta fuerte unión en la habitación de mi corazón. Allí me siento fuertemente y dulcemente atraída, porque allí está Jesús que en aquel momento está ciertamente unido corporalmente a mi… He sentido como el calor su alma me envolvía, me circundaba, de manera caso sensible y hubiera querido abismarme en ella, quedar encerrada para siempre. Estando allí, envuelta por este dulcísimo calor, me pareció de no sentir más mi carne, casi como si entre Él y yo no hubiese más separación alguna: mi corazón y mi alma inmediatamente perdidos en aquella Luz inmensa, candidísima; mi alma como un puntito perdido en la Suya”29. La unión que experimenta con Jesús asume aquí las características de una verdadera relación esponsal, íntima, que alcanza hasta su dimensión corporal: este corazón a corazón revela por tanto como, a través de la Eucaristía, María se dirigía en realidad hacia una intimidad todavía más profunda y totalizante, aquella intimidad que el Señor mismo nos ha indicado en la página evangélica que es como el manifiesto de toda la espiritualidad del Sagrado Corazón. El costado traspasado de Cristo de donde salen sangre y agua30, en efecto, es la invitación más alta hecha al hombre para entrar sin demora en la vida de Dios: no es por casualidad que en algunos Padres de la Iglesia han visto en el sangre salido del costado de Cristo un símbolo de la Eucaristía, que nace, por lo tanto, propio del Corazón de Jesús. 29

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Ibidem, 56-57. Hace falta subrayar como esta fuerte experiencia mística haya ocurrido no ya durante una función litúrgica o en un particular momento de oración, sino mientras María está en la cocina para desempeñar sus tareas cotidianas. Cfr. Jn 19, 33-34.


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Después de todo, estar en comunión con el misterio de Jesús es una grande obra. Nosotros no la hubiéramos logrado porque es mucho difícil para los seres humanos estar en comunión entre ellos y, todavía más, porque se trata aquí de la comunión con el Hijo eterno de Dios. Así, Jesús nos abre la comunión a su misterio porque es eternamente volcado hacia nosotros y sabe que nuestra vocación eterna es de encontrar en Él nuestro lugar y nuestra paz. Su Persona divino-humana es plenamente adaptada a su misión, que consiste en reconducir todo al Padre, esto es, “reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos”31. Es voluntad del Padre que nosotros seamos injertados en Cristo, mucho más allá del simples mirada o también de la amistad. Hace falta sostener con todas fuerzas esta dos verdades: el origen paterno de esto designo y también la centralidad de Cristo, hecho hombre. La fe cristiana está toda en este equilibrio vivo. Estos años de forzada espera, por otra parte, María se interroga afondo sobre cuál pueda ser su específica vocación religiosa: los ejemplos que tiene delante de sí son sobre todo aquellos de la Visitación, de la Sociedad de María Reparadora y, decisivo, aquel del Carmelo teresiano. No se trató, en realidad, de una oscilación entre una posibilidad y otra, sino de la seriedad con la que María se interrogaba y buscaba de discernir la voluntad de Dios para su vida. Por un hecho singular, estos tres caminos a sus ojos representaban tres aspectos de una única identidad espiritual, que hemos mencionado al comentar el pasaje de su autobiografía. Lectora de las obras de san Francisco de Sales y de santa Francisca Fremyot de Channal, así como, de santa Margari31

Jn 11, 52.


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ta María Alacoque, María descubría en esta espiritualidad salesiana, centrada sobre la experiencia íntima de Dios y de su misericordia, una realidad que respondía perfectamente a su sensibilidad que el dolor y el sufrimiento habían notablemente afinado. Por otra parte, es conocido que Francisco de sales se ha alimentado durante toda su vida de las obras de santa Teresa de Ávila. El otro polo de su búsqueda está representado por la experiencia de la beata madre María de Jesús (Emilia d’Oultremont), fundadora de la Sociedad de María Reparadora y de la que ya hemos hablado en la síntesis biográfica. El 8 de diciembre de 1854, día en que Pío IX proclamaba el dogma de la Inmaculada Concepción, madre María de Jesús tuvo la intuición del nuevo instituto después de una experiencia mística: la Señora le pide de fundar una nueva familia religiosa, dirigiéndole las siguientes palabras, que también la madre María Cándida escribe en su manuscrito sobre la Eucaristía: “sobre la tierra tuve tantos cuidados de mi Jesús; ¡ahora para Él en el sacramento no puedo hacer nada! ¡Hace tú, hija mía, tiene con Él aquellas delicadezas que le tendría yo!”. La Sociedad de María Reparadora, en la que nuestra María pensó en determinado momento de entrar, tiene como misión propia la “de consagrarse totalmente con María a la reparación de las ofensas hechas a Dios y del mal causado a los hombres por el pecado”32. Así, el acento puesto sobre la unión a María es un elemento característico del modo e vivir la “reparación” en el instituto fundado por la beata María de Jesús. Para la fundadora, es a María, madre y modelo, a quien se debe hacer referencia constantemente, para vivir el carisma del instituto. Es María a quien se debe seguir hasta identificarse, por así decir, 32

Antiquorum Textus Constitutionum Societatis Mariæ (Roma 1955), 1.


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con ella misma, hasta “ser María para Jesús” o, según una expresión que parece única en la espiritualidad de las fundadoras del siglo XIX, “sustituir María cerca de su Hijo”. A distancia de años, ya carmelita, María no podrá olvidar este bellísimo ideal que probablemente ha cultivado con grande intensidad, tanto de hacerlo objeto de reflexión justo en el último capítulo de su manuscrito sobre la Eucaristía. En realidad, en el fondo de su corazón, María ha vivido siempre este ideal, hasta realizarlo sumergiéndolo en la perspectiva del Carmelo. María, en realidad, ha conocido bien temprano la espiritualidad carmelita: en 1901 había leído la Vita de santa Teresa de Ávila; en 1903, con la madre y las hermanas, recibió el Escapulario de la Virgen del Carmen en la Iglesia de los Ángeles de Palermo. El encuentro decisivo, sin embargo, sólo ha tenido lugar en 1912-1914, cuando leyó por primera vez el Diario de un alma de santa Teresa del Niño Jesús. Tal como hemos dicho anteriormente, cuando hicimos referencia al pasaje de la carta a la amiga Agatina Callari, esta obra fue para Teresa determinante a la hora de elegir al Carmelo teresiano. También en un pasaje inédito de su Confesión general, María confiesa que fue precisamente la Santa de Lisieux a hacer crecer en ella el deseo de la vida de clausura, y por lo tanto, encaminada hacia el Carmelo33. En el Cántico sobre la montaña, la madre María Cándida cuenta su primer encuentro con el Carmelo de Palermo, en 1912. Después de la visita al monasterio que fue para María de grande sugestión, la familia tenía programado una vuelta en una de las playas más bellas del golfo. Pero María no lograr a sacar 33

Cfr. Madre María Cándida de la Eucaristía, Confesión general, texto mecanografiado que se encuentra en el Archivo del Monasterio de Ragusa, 166.


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de su pensamiento aquel encuentro: “Para llegar a la playa – recuerda – se daban tantas vueltas alrededor de las faldas de un bello monte (el monte Peregrino). Yo lo miraba, lo miraba, suspirando por otro monte: el Monte Carmelo donde deseaba vivir; y mi pensamiento se elevaba… Lo que me arrebataba, era el pensamiento de la vida religiosa, el pensamiento de la santidad”34. Son, pues, los años decisivos, en que María poco a poco comprende que el Señor la llama al Carmelo, aunque si queda, como ella misma confiesa, la duda sobre el monasterio donde entrar. A Palermo, en efecto, no se aceptan postulantes porque el monasterio no aseguraba todavía una vida regular. En las páginas sucesivas de la misma narración, en efecto, la madre María Cándida revela su lucha interior sobre la decisión de entrar en un Carmelo lejano de Palermo: se trata de una perspectiva que inicialmente la asustaba, pero a la que el mismo Señor la invitaba en una visión de aquel período. Por otra parte, ocurre notar que el Carmelo teresiano tiene una bellísima, aunque dramática, historia en Sicilia que el padre Gaudenzio Gianninoto ha ya intentado reconstruir en su precioso y ya citado libro Misterio que atrae35. La 34 35

Madre María Cándida de la Eucaristía, El cántico sobre la montaña, op. cit. 89 ss. Mientras escribimos, el padre Camilo Maccise, Prepósito general de la Orden de los Carmelitas Descalzos, ha encaminado el proceso para la reconstrucción de la Provincia de Sicilia: la historia del Carmelo siciliano parece por lo tanto un nuevo horizonte de vida y merece de verdad ser todavía estudiada y profundizada. Además, vale la pena recordar que el padre Girolamo Garcián, estrecho y confiado colaborador de santa Teresa de Ávila, injustamente expulsado de la naciente Orden a causa de los conflictos con el padre Nicolò Doria, llegó hasta Sicilia en sus peregrinaciones en busca de ayuda. Aquí, como ele mismo cuenta, escribió también algunos libros, entre los cuales una Historia del Orden, y intentó entrar en la Orden de los Agustinos. De repente después de tener dejado Sicilia, en viaje hacia Roma, fue secuestrado por los turcos que lo tendrán como prisionero por año y medio. Como es sabido, el padre Garcián morirá con el hábito del Carmelo, en Bruselas, en 1612. La Orden ha


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espiritualidad carmelitana ya se había difundido en la isla desde el siglo XIII, como demuestra la grandiosa devoción a la Virgen del Carmen a la que están dedicadas muchísimas iglesias y capillas. La Reforma teresiana llegó a Sicilia, entonces domino español, alrededor de 1610, con la construcción de la iglesia de Santa María de los Remedios en Palermo, por voluntad de una de las figuras de primer plano de la Reforma, el venerable padre Domingo de Jesús María (Ruzola). Desde ahora, y también sobre la ola de la beatificación (1614) y canonización (1621) de la Santa de Ávila, el Carmelo teresiano prosperó maravillosamente en Sicilia. Todavía, las graves dificultades políticas, especialmente entre los fines del siglo XVIII y los inicios del siglo XIX, han impedido el pleno desarrollo de la Provincia de Sicilia que, en el momento de su mayor florecimiento, alrededor del fin del siglo XVII, contaba con 11 o 12 conventos masculinos y 14 monasterios femeninos. Cuando, en 1866, el Estado italiano impuso la supresión de las Ordenes religiosas, el Carmelo teresiano de Sicilia vivía ya un grave momento de crisis y la persecución non hizo otra cosa que acelerar un proceso ya en acto. Sin embargo, la presencia carmelitana en Sicilia no fue del todo dispersa. “El mérito fue de algunas fraternidades del Tercer Orden y especialmente de algunas monjas que continuaron a vivir juntas y, en algunos casos, también intentaron de refundar el propio monasterio: así ocurrió en Palermo, en Vizzini y a Chiaramonte”36. María ha conocido el Carmelo de Palermo justamente en los años más difíciles de la sobrevivencia del Carmelo siciliano. En realidad, y esto será uno de los motivos por

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decidido recientemente abrir su proceso de beatificación. G. Gianninoto, Mistero che attira, op. cit., 89.


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los cuales la opción de María se orientará hacia Ragusa, la refundación del Carmelo de Palermo no terminará bien, por una serie de dificultades que darán al cardenal Lualdi no pocos sufrimientos. Él mismo, y también por la sugerencia del venerable monseñor Antonio Intreccialagli (1852-1924), carmelita descalzo obispo de Monreale, además del arzobispo de Siracusa-Ragusa, monseñor Luigi Bignami, amigo del cardenal, recomendará a María Barba el Carmelo de Ragusa, reciente fundación, al cual la madre María Cándida dará un impulso y una solidez que llegará a beneficiar, posteriormente, a todo el renacido Carmelo teresiano de Sicilia37. Tal como escribe todavía el padre Gianninoto, la historia de la fundación del Carmelo de Ragusa “recuerda ciertas narraciones de las Fundaciones de santa Teresa. En los primeros años de 1900, la señora Marianna Vitale vino a conocer, mediante su hermana carmelita del viejo monasterio de Chiaramonte, la Regla y las Constituciones de la Orden. Proyecto di fundar un monasterio en la ciudad natal, Ragusa, y logró entusiasmar también a otras coetáneas”38. El proyecto, en efecto, se concretizó, también gracias al sustento y al entusiasmo de algunos sacerdotes diocesanos, al servicio del arzobispo de Siracusa-Ragusa., monseñor Luigi Bignami, y a la ayuda concreta y generosa de la beata María Schininà, que alojó, por bastante tiempo a la naciente comunidad en una ala del Instituto de las Hermanas del Sagrado Corazón a ella confiado. La erección canónica del monasterio tendrá lugar el 17 de agosto de 1911, después de la llegada, tal 37

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Sobre la elección del Carmelo de Ragusa, cfr. la relación Perché il card. Lualdi ha suggerito alla S.D. di entrare al Carmelo di Ragusa, editado por las Carmelitas Descalzas de Ragusa y que se conserva en el archivo del monasterio. Cfr. también G. Gianninoto, Mistero che attira, op cit., 91. Ibidem, 91-93.


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como ya hemos dicho, de dos carmelitas descalzas de Nápoles que se encargaron de formar las jóvenes en el espíritu teresiano. No tememos de afirmar que, si la familia le hubiese consentido de abrazar la vida religiosa algunos años antes, María no tendría probablemente escogido la vocación carmelitana. La oposición de los familiares, en otras palabras, no representó simplemente un tiempo de grande sufrimiento y, por ciertos aspectos, de desgarro interior, pero también el tiempo propicio en que María profundizó su vocación y comprendió más claramente el camino que el Señor le había preparado. Las palabras con que ella describe su entrada en el Carmelo de Ragusa, ocurrido en 24 de septiembre de 1919, nos ayuda, creemos, a coger más de cerca el significado de su elección. “Yo he venido – escribe – con el ardor fuertísimo de me sumergir en la vida religiosa y beber en una Regla austera, alejada de todos y solo con Jesús… Llegada aquí y postrada a los pies de la Sagrada Custodia, he sentido de inmolarme y me inmolé en silencio por Él. Abiertas las puertas de la clausura, y postrada en el piso, mientras escuchaba las palabras que el sacerdote me dirigía, ¡yo he sentido una vez más de inmolarme, y en silencio me inmolé por Él! Yo he entrado para ser prisionera de Jesús, pero con tanta simplicidad que no sabré decir y que solo de pensarlo me llena de admiración”39. ¿Cómo no vislumbrar, en estas palabras, la influencia de la espiritualidad de santa Teresa de Lisieux? María entra en el Carmelo para realizar su intensísimo deseo de inmolación, una inmolación en la que se percibe también el camino privilegiado de la propia santificación: en el fondo, es este el corazón del mensaje de la pequeña Teresa, 39

Madre María Cándida de la Eucaristía, Il canto sulla montagna, op. cit, 53 ss.


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su radical voluntad de inmolarse y de donarse para la salvación de las almas, tal como ha expresado magníficamente en su Acto de ofrecimiento al Amor misericordioso de Dios. “Deseo ser Santa – escribe –, pero siento mi impotencia y te pregunto, Oh mi Dios, de seas tú mismo mi santidad… Quiero trabajar sólo por tu Amor, con el único fin de darte placer, de consolar tu Sagrado Corazón y de salvar almas que te amarán eternamente”40. La santidad no es pues un camino imposible, pero se abre delante de nosotros como un camino recurrible, en que no cuentan tanto nuestros méritos, sino más bien la fidelidad de Dios a su amor. Así, creemos que deba ser interpretada la matización de la madre María Cándida, cuando afirma que su inmolación deberá realizarse en silencio: se entregará en el más puro ocultamiento, no haciendo más caso de sí misma, de sus esfuerzos, de sus capacidades, y mucho menos de la indudable consideración que debería tener a los ojos de las cohermanas, debido a su proveniencia de Palermo y de una familia de elevada condición social. El “pequeño camino” de santa Teresa de Lisieux lo ha vuelto todo más fácil: ha devuelto vigor al anhelo de donación de sus quince años y ha transformado la larga y dolorosa espera en un tiempo en que el propio ofrecimiento se hizo más maduro y conciente, es decir, reducido a lo esencial. No es por casualidad, en la conclusión del pasaje citado, la madre María Cándida se admira de la simplicidad que acompañó su entrada en el Carmelo: como si todo el camino hubiese estado, en realidad, ya recorrido anteriormente, y éste no fuese más que el último y definitivo acto de una vida que el tiempo, el sufrimiento, pero sobre todo la obra de la Gracia habían preparado a su verdadera y cumplida realización. 40

Santa Teresa de Lisieux, Obras completas.


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Y de verdad, el texto que aquí presentamos, salido cerca de quince años después de su entrada en el Carmelo de Ragusa, puede sin duda considerarse como la síntesis más lograda de este camino interior pero, al mismo tiempo, tan ejemplar y bendecido por el Señor. 5. El manuscrito sobre la Eucaristía Aquella que ella misma define como la “descubierta de la Eucaristía”, como hemos visto, sale en los años en que la madre María Cándida, todavía en Palermo, comenzaba a alimentar de lecturas y de reflexiones más profundas su ya intenso camino espiritual. Esta particular relación interior con el misterio eucarístico continuará a crecer y a hacerse siempre más conciente en el periodo sucesivo cuando, para las costumbres del tiempo y para una mal disimulada aversión por parte de los familiares, deberá soportar por largos periodos la lejanía de la Eucaristía. Las cartas a la amiga Agatina en los años que preceden a su entrada en el Carmelo de Ragusa están todas marcadas por aquello que la madre María Cándida define un verdadero y propio “martirio”41. Llegada al Carmelo, este amor a Jesús Hostia, como ella ama llamar a la Eucaristía, se desarrolla libremente hasta llegar a ser una auténtica misión, una verdadera y propia identidad espiritual que, a partir de su nombre de religiosa, orientará todo su camino interior. Cuando, en la Primavera de 1933, la entonces Priora del monasterio, la madre María Teresa de Jesús, le pide, por 41

Cfr. Madre María Cándida de la Eucaristía, Nella stanza del mio cuore, cit., 7273. Sobre este aspecto, cfr, también con el ensayo de A. Andreini, Il carisma eucaristico di Madre M. Candida dell’Eucarsitia nella spiritualità del suo tempo, “Rivista di Vita Spirituale”, 3, maggio-giugno 1998, 248-261.


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obediencia, de desplegar sus reflexiones sobre el tema de la Eucaristía, la madre María Cándida fue en realidad llamada a hacer un verdadero y propio balance espiritual de su camino y de su singularísima relación con la Eucaristía. Como recuerda sor María Inmaculada de Santa Teresa, su cohermana del Carmelo de Ragusa que escribió una biografía todavía inédita de la madre María Cándida, la madre María Teresa de Jesús, una de las primera monjas fundadoras del Carmelo de Ragusa, le había pedido de escribir las meditaciones sobre el Sagrado Corazón42. Aconsejándose con su director espiritual, Don Giorgio La Perla, la madre María Cándida comenzó a escribir con espontaneidad cuanto sentía. En la tercera capa del cuaderno que contiene el entero manuscrito43 se indican dos fechas: “sábado 24-6-933 – en el octavario del Sagrado Corazón – sábado 8-6-935 – vigilia de Pentecostés”. Tratase, con mucha probabilidad, de la fecha de inicio y conclusión del manuscrito. La madre María Cándida comenzó, pues, a escribir su obra sobre la Eucaristía “en el octavario del Sagrado Corazón” y es probablemente por este motivo que la Priora le pidió que escribiese sobre este tema. La madre María Cándida, por su parte, una vez 42

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Cfr. Sor María Inmaculada de Santa Teresa, Biografía Della Serva di Dio madre Maria Candida dell’Eucaristia, texto mecanografiado que se encuentra en el Archivo del Carmelo de Ragusa, 349 ss. La madre María Teresa de Ávila (1879-1968), en el mundo María Battaglia, había nacido en Ragusa y fue la más activa colaboradora de sor María Giovanna Della Croce en la fundación del Carmelo de Ragusa. Era de hecho entre las cinco jóvenes que fueron alojadas por la beata María Schininà en su Instituto en los inicios de la fundación. Fue elegida priora del monasterio por primera vez en noviembre de 1918 y por segunda vez en 1930. Fue, por lo tanto, la priora que acogió a María Barba en el monasterio. Fue una carmelita y una priora ejemplar y testificará en el proceso de beatificación de la madre María Cándida (cfr. el archivo del monasterio de Ragusa). Para la descripción del manuscrito, véase la nota al texto, al final de esta introducción.


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obtenido del confesor el permiso de escribir libremente, inició a escribir sus reflexiones entorno a su tema favorito, la Eucaristía. Por otra parte, como ya hemos visto, el vínculo entre el Sagrado Corazón y la Eucaristía es para la madre María Cándida particularmente estrecho: como ya hemos visto, es mediante la biografía de santa Margarita María Alacoque que descubre la presencia de Jesús Eucaristía en los tabernáculos de las iglesias. Además, los temas de la reparación y de la inmolación, típicos de la espiritualidad del Sagrado Corazón, serán objeto de específica reflexión dentro del manuscrito. No debe pues sorprender el largo tiempo empleado por la madre María Cándida para completar el manuscrito. Ocurre en efecto de tener en cuenta el hecho de que la madre María Cándida fue reelegida priora del monasterio desde el otoño sucesivo y que justamente estos años vieron el fatigoso y complejo traslado de la comunidad de las monjas para el nuevo monasterio de la calle Marsala. La espontaneidad sugerida por Don La Perla a la madre María Cándida en el escribir sus reflexiones sobre la Eucaristía no contradice el hecho de que nos encontramos, en realidad, delante de un texto cuidadosamente estructurado y con una propia armonía y lógica interna. No se es equivocado, en otras palabras, el padre Antonio Blasucci, teólogo censor de los escritos de la madre María Cándida, cuando define este manuscrito: “El cuaderno que contiene los ‘Escritos sobre la Eucaristía’, a nuestro juicio, es el más representativo de la índole espiritual de la Sierva de Dios la Madre Cándida que puede ser caracterizada como una mística de la Eucaristía. El fascículo, en su textura literaria, es una joya de espiritualidad eucarística vivida”44. 44

Votum reverendo padre A. Blasucci, in Positio super causæ introductione, Roma 1978, 8.


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Aquel que podremos definir el primer capítulo del manuscrito, y que en la presente edición lleva el nombre de Una vocación para la Eucaristía constituye una especie de introducción a la entera narración, en la que la madre María Cándida sintetiza su camino interior en relación con el misterio de la Eucaristía y describe su experiencia mística que ha tenido durante la última solemnidad del Corpus Christi en 1933. En estas primeras páginas, la madre María Cándida reflexiona también sobre en sentido de la experiencia interior que la une a la Eucaristía, revelando de haber pensado en la posibilidad de no dejarla enteramente secreta en su propia interioridad, sino de ofrecerla a los demás. Justamente cuando parecía haber consentido al secreto absoluto (“En el Cielo contaré, proclamaré todo a toda la asamblea celeste, y así mi Jesús tendrá el honor que se merece”, p. 95), le llega, totalmente inesperada, la orden de la Priora que inicialmente la asusta, pero que después acoge con entusiasmo confiando en Dios. El segundo capítulo, Eucaristía y fe, es la primera de tres largas reflexiones en las que la madre María Cándida contempla el misterio de la Eucaristía en relación con las virtudes teologales. Es en un sentido doble que la Eucaristía suscita en el creyente una respuesta de fe: somos en efecto llamados a creer en la presencia real de Jesús en la Hostia consagrada tal como debemos creer en su presencia en el íntimo de nuestro corazón. El en ciborio del altar, la madre María Cándida acerca el “ciborio de nuestro corazón”, recorriendo a una imagen especialmente fuerte e incisiva: la experiencia de la presencia real de Jesús en la Eucaristía, que para la madre María Cándida pasa también por medio del conocimiento vivido y cotidiano del grande don que Dios nos ha concedido permitiendo que su Hijo habite constan-


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temente en medio de nosotros, se hace, por lo tanto, una invitación urgente a solidificar nuestra fe en Jesús y a avanzar en la virtud y en el amor, alimentándose en este manantial de fuerza y de amor que es la Eucaristía. El capítulo tercero dedicado a la Eucaristía y esperanza es todo concentrado sobre uno de los temas preferidos de la madre María Cándida, el de la transformación que la Eucaristía cumple en la vida de quien se acerca con arrebato y con verdad. Acercarse a la Eucaristía significa esperar en la plena purificación de nuestra vida y en la realidad de la santificación personal. “Oh sí – exclama la madre María Cándida –, mi alma, pequeña y miserable, busca Su alma para santificarse, para llenarse de santidad con su contacto” (p. 111). De la Eucaristía, la madre María Cándida espera todo, espera sobre todo la salvación de aquellos que le son indiferentes, no comprendiendo la riqueza de este misterio. Es aquí que se elevan algunas de las páginas más impresionantes del manuscrito, en una sublimidad mística que se asemeja al fuerte lenguaje paulino: “¡Todo lo puedo, por la fuerza que tu Cuerpo adorabilísimo me infunde! Tú eres mi esperanza, Tú mi santificación, mi santidad” (p. 115). A partir de esta páginas se anuncia el tema de la reparación y del ansia de redención que la madre María Cándida vive con especial intensidad en contacto con la Eucaristía. La reflexión sobre las virtudes teologales se encierra con el capítulo dedicado a la Eucaristía y caridad, en que la madre María Cándida empieza con una sorprendente declaración que recuerda de cerca la experiencia espiritual de santa Teresa de Lisieux: “¡Mide cuánto quieras, Oh Señor este mi amor (por ti): mide! ¡Cuando tendrás mucho, pero mucho medido, cuando te parecerá de haber acabado, allí deberás recomenzar! ¡Y esto muchas veces, siempre, por-


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que con amor infinito (perdóname) yo te amo!” (p. 117). La intensidad de esta relación de amor esponsal entre Jesús y la madre María Cándida asume, todavía una vez más, las facciones de un martirio, de una relación exclusiva y de extremamente exigente, que no consiente dilaciones o distracciones: “Por la necesidad inmensa de estar con Él y por mi impotencia de permanecerle unida también de lejos, yo experimento como una violencia terrible, como un estiramiento tormentosísimo, que se ha formado para mi en un verdadero martirio, casi toda la vida” (p. 121). Del manantial inagotable de amor que es la Eucaristía, la madre María Cándida aprende también las lecciones de humildad, cuando descubre el amor exclusivo de Jesús por aquellas cohermanas que la comunidad no juzga entre las más santas: la Eucaristía, por lo tanto, es para ella también maestra de amor y la impulsa a darse totalmente a sí misma para que también los demás descubran este manantial de vida y de felicidad. El capítulo que siguiente, con el título Eucaristía como comunión con Dios, representa casi un complemento de aquel precedente y está dedicado, todavía, al tema de la transformación: para la madre María Cándida, la Eucaristía posee en sí misma una fuerza transformadora que va más allá de cuanto nosotros podemos percibir con nuestros sentidos. Viniendo a nosotros y en nosotros, Jesús actúa por iniciativa propia aquella unión con Dios que es la meta de cada autentico itinerario espiritual. “!Qué transformación en las almas que siempre comulgan! ¡Que fusión y qué unión con Jesús!” (p. 129). Golpeada de un gran estupor por el inmenso don que es la presencia eucarística de Jesús en el mundo, la madre María Cándida toma por fin conciencia de la “vocación” que el Señor le ha reservado y que la constituye, en cierto


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sentido, en una auténtica “apóstala de la Eucaristía”. Es en esta perspectiva que puede anunciar, dirigiéndose a Jesús, su firme convicción en la fuerza y en la acción de la Eucaristía que suena casi como un programa de vida: “Concédeme, Oh Jesús, almas que comulguen por amor y con amor, que hagan lo posible para dar tiempo, el más que puedan, a la acción de gracias, y yo te daré, o Dilecto, en breve, almas de ti enamoradas, firmes en el don de sí y sinceramente dadas al trabajo de la propia santificación” (p. 134). Con el capítulo Eucaristía y reparación entramos, por así decir, en el corazón de la reflexión de la madre María Cándida. Desde el tiempo de su vida en familia, recuerda, inició a intuir el significado espiritual de la reparación: su fidelidad a esta moción del corazón se ha transformado ahora, en una plenitud de afecto y de dedicación. “Ahora experimento en mi cualquier cosa de divino: la reparación brota de mi corazón como el agua de una fuente” (p. 139): el pensamiento que Jesús acepte ultrajes, frialdades, indiferencias por permanecer en el sacramento suscita en ella un intensísimo deseo de corresponder a este amor y de participar, de algún modo, en esta ofrecimiento incondicionada de Jesús Hostia. He aquí, pues, la intuición de hacerse custodia de Jesús en los tabernáculos, de ofrecerse como lampada perene allá donde Jesús es olvidado: “Allá, en aquellas Iglesias desiertas y así poco frecuentadas, allá sobre aquellos altares descuidados o pobres, allá donde la lampada es casi apagada o apagada, allá está mi corazón cerca de Jesús” (pp. 143-144). Será entonces esta la “misión” de la madre María Cándida, su reparación, en modo que “las mentes y los corazones estén dirigidos a ti, nuestro huésped adorado y Tú seas amado, amado!”. El capítulo siguiente, Eucaristía e inmolación, afronta


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más directamente el tema típico del sacrificio eucarístico y se abre con una visión espiritual de singular intensidad y amplitud: “Jesús inmolado (sobre el altar) es el sustento del mundo y de la Iglesia, es la suplica perene que por nosotros intercede, es el motivo de muchas gracias y misericordias que, desde el seno del Padre, derrama en nosotros sobre la tierra y en cada alma” (p. 148). Es uniéndose a esta incesante súplica que sale de Jesús al Padre que también nosotros podemos colaborar en la obra de la redención. Y en esta voluntad de donación, la madre María Cándida descubre, como ya la beata Isabel de la Trinidad, el milagro que Jesús cumple en nuestras personas, hechas por Él dignas de comparecer delante del Padre celeste: “Todo ahora es listo; de Él (Cristo) me revisto y puedo decir al Padre: ‘¿Padre, no te he amado bastante en mi vida? ¡Oh, cuánto te he amado!” (p. 149). Renunciar a la voluntad y a las inclinaciones naturales: estos son los caminos que la madre María Cándida eligió para vivir en plenitud la propia inmolación, intuyendo que el sufrimiento es el único “lenguaje eterno de amor” que permanecerá en la presencia de Dios. El octavo capítulo, Eucaristía y votos religiosos, desarrolla uno de los temas, por ciertos aspectos, más significativos y originales del manuscrito. Haciendo tesoro de su experiencia personal y de aquella de sus primeros años de priorato, la madre María Cándida ofrece en estas páginas un breve precurso de carácter pedagógico a través de los tres votos de obediencia, pobreza y castidad, que tienen en la Eucaristía un ícono viviente. ¿Quién más que Jesús Hostia, en efecto, ha sido y es obediente, pobre y casto? Delante de esta radicalidad, la madre María Cándida abre toda su intimidad y excava en la contradicciones y en las astucias que a menudo el ser humano hace suyas para sustraerse


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a la exigencia de los consejos evangélicos. Una obediencia “voluntaria, amorosa y perfecta”, una pobreza que se priva también de lo necesario, una castidad que huye de toda doblez, cada pequeño fingimiento, cada falta de simplicidad: esta es la escuela de la Eucaristía que la madre María Cándida propone a quien intenta seriamente abrazar el estado de la vida religiosa. En el capítulo siguiente, Eucaristía y amor al prójimo, la madre María Cándida dedica su reflexión al misterio de amor contenido en la Eucaristía y que el Señor nos ofrece en su infinita bondad: “Poseer aquel Corazón del que todo a nosotros, a mí es venido: aquel Corazón que tanto ha amado los hombres: Dios mío, no podrías hacernos más felices sobre la tierra” (p. 178). Es del Corazón de Cristo que también nosotros podemos aprender en toda su evidencia qué cosa significa amar al prójimo y la madre María Cándida no hace otra cosa que dar testimonio de cómo esta escuela ha producido en ella una real y constante inclinación hacia los demás. Pero no se limita a esto. Todavía una vez más, sobre la ola de su descubierta, la madre María Cándida exhorta al lector de hacer lo mismo: “Amémonos, la caridad de Jesús nos impulsa, si es que nos hemos educado en el horno del divino Corazón” (p. 181). El último capítulo del manuscrito, La Eucaristía y María, es significativamente dedicado a la relación entre la Eucaristía y la Virgen Madre de Dios. Este se abre con una confesión por ciertos versos sorprendentes – “María se esconde, ¿por qué?” (p. 190) – y se dirige como una verdadera y propia búsqueda interior tensa a comprender la razón de este silencio que María parece reservar a su más devota hija. Experimentando una verdadera y propia nota de la fe, al menos de aquella en María, la madre María Cándida no se


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rinde y continua a implorar una luz. Y el Señor, en efecto, la atiende: “Finalmente – exclama – un pensamiento me da razón de todo esto, finalmente he adivinado: ¡he descubierto María!” (p. 196). Y descubriendo la Virgen comprende, en profundidad, también el sentido de su pasión por la Eucaristía: “He encontrado el secreto: ¡tanto amor, tanta pasión por Jesús Hostia, por Jesús morando entre nosotros, me es venido de María! Tiene cualquier cosa de su Corazón” (p. 196). Su misión, en otros términos, asume una perspectiva más amplia y más típicamente evangélica: amará y hará amar la Eucaristía así como María ha amado y ama su Hijo. El manuscrito termina con una Consagración a Jesús Eucaristía que sintetiza, en la oración y ofrecimiento de sí, todo el itinerario descrito anteriormente: “¡Debo todo a ti, divina Eucaristía!”, exclama la madre María Cándida, expresando, al mismo tiempo, su reconocimiento y su renovada dedicación para que esta experiencia de amor y de profundísima unión espiritual sea hecho don a las almas que todavía no la conocen: “¡Pudiese cada átomo de mi incendiar las almas de un al otro polo para te Sacramentado!” (p. 202). 6. Actualidad de un mensaje: la nueva encíclica sobre la Eucaristía de Juan Pablo II Evocando la misión que Dios ha confiado a la madre María Cándida de la Eucaristía, llamándola a una experiencia extraordinaria e intensa, a rasgos del todo sufrida, del misterio eucarístico, no podemos cerrar esta introducción sin hacer referencia a la encíclica que Juan Pablo II ha querido dedicar, en su vigésimo quinto año de pontificado, a la Eucaristía en su relación con la Iglesia: una referencia que nos ayuda a reconocer la actualidad de la enseñanza eucarísti-


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ca de la madre María Cándida y, sobre todo, su admirable enraizamiento en la tradición de la fe de la Iglesia de la que ella ha sido, ante todo, hija fiel y agradecida. En su encíclica, en efecto, el papa ha procurado llamar nuevamente a la comunidad cristiana sobre la centralidad de la Eucaristía para la vida de la Iglesia, invitando a todos los creyentes a redescubrir la belleza, la altura y la profundidad del misterio eucarístico, “fuente y ápice de toda la vida cristiana”45, como lo define el Concilio Vaticano II con palabras tomadas también por la encíclica46. “La Iglesia vive de la Eucaristía – afirma el papa abriendo el texto –. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, pero encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Con alegría esa experimenta en múltiples formas el continuo cumplirse de la promesa: ‘Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo’ (Mt 28, 20); pero en la sagrada Eucaristía, para la conversión del pan y del vino en el cuerpo y en el sangre del Señor, ella goza de esta presencia con una intensidad única”47. El objetivo de la encíclica, afirma el papa un poco más adelante, debe ser aquel de volver a despertar, en los corazones de los creyentes, el “estupor” eucarístico48: y ya el recurso a una expresión que florece, por así decir, de los cánones habituales de los tratados estrictamente teológicos nos conduce, sin tener que hacer una acrobacia, al clima apasionado que se respira en las páginas de la madre María Cándida. ¿No es, en efecto, para hacer conocer y para suscitar en las almas el propio ardiente amor por la Eucaristía, “para que 45

Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 11.

46

Cfr. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 17 de abril 2003, 1.

47

Ibidem.

48

Cfr. Ibidem, 6.


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Tú seas amado, para que palpiten por ti los corazones y venga tu reino eucarístico” (p. 101), que la madre María Cándida acepta de poner por escrito su singularísima vivencia interior, que se hace ahora don para los demás? “La belleza de la Eucaristía, la dulzura de sus símbolos, mi Jesús en persona allá sobre su trono: y las grandezas y los esplendores de la Iglesia, de la religión toda, las magnificencias del culto, la santidad de los sagrados ministros, los tesoros incalculables de la Palabra de Jesús…” (p. 98): esto es aquello que la madre María Cándida sabe que está contenido en los espacios inmensos de la Eucaristía, y es por esto que la suya es de verdad una misión, directa al corazón mismo de la Iglesia, y no simplemente a la voluntad de volver a despertar una simples laudable devoción a la Eucaristía. En el fondo, la estructura que la madre María Cándida ha dado a su texto, donde la Eucaristía ilumina, uno después del otro, los aspectos centrales de la fe cristiana – de las virtudes teologales a la experiencia de la comunión con Dios, de la reparación y de la inmolación, de los consejos evangélicos al amor al prójimo y a la Virgen María – es sorprendentemente análoga al planteamiento que Juan Pablo II ha querido dar, exactamente setenta años después, a su encíclica. No tenemos aquí el espacio de analizarlo en detalle, pero es fácil reconocer que eso no hace otra cosa que recorrer todas las dimensiones del misterio cristiano redescubriendo, de algún modo, el rostro y el manantial eucarístico: el sacrificio pascual de Cristo, el don del Espíritu Santo, la perspectiva escatológica, la edificación de la Iglesia, la misión apostólica, la comunión eclesial, el empeño ecuménico, la santidad, la figura de María. Tres aspectos, todavía, merecen de ser, sea sólo brevemente, iluminados, de esta singular cercanía entre la obra


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de la madre María Cándida y la encíclica Ecclesia de Eucharistia. Y, en primer lugar, las bellísimas páginas autobiográficas con las que el papa abre su carta encíclica. Esas evocan algunos momentos salientes de la experiencia eucarística de Juan Pablo II: el recuerdo de la celebración eucarística en el Cenáculo en Jerusalén durante el Jubileo del 2000, con lo que se abre idealmente la encíclica, sus más de cincuenta años de ministerio sacerdotal a servicio de la Eucaristía, su primera Misa, en la cripta de la catedral de Cracovia, evocada al final de la encíclica. Es lo mismo que encontramos en las páginas de la madre María Cándida, cuando ella introduce y casi acompaña la propia reflexión con la memoria de los dones que Dios le ha concedido. La experiencia del Dios de Jesucristo no consiste en una serie de encuentros, de una conversión y de una compañía, que pasa a través de acontecimientos, lugares y personas: la fe cristiana es fe en la encarnación del Hijo, hecho hombre y nacido en el tiempo y en la historia, y que todavía continua a hacerse visible en modo inminente especialmente en la Eucaristía. Aprender a acercarse a su misterio, parece decírnoslo Juan Pablo II y la madre María Cándida, significa aprender a ver la realidad y a verla con ojos nuevos, adherentes a la vida y a su verdad: es esta vida, en efecto, hecha de sombras y de luces, de fracasos y victorias, de heridas y de alegrías, que Jesús ha venido a salvar y a redimir, y es aquí que podemos y debemos esperarlo y acogerlo, haciendo tesoro del camino elegido de la Eucaristía, camino humilde pero sublime, que Él mismo preparó para favorecer nuestro encuentro con Él. Otro tema sobre el que Juan Pablo II no se cansa de volver en el desarrollo de la encíclica, es el de la comunión sacramental, aspecto decisivo en el que se cumple plenamente nuestra participación en el sacrificio eucarístico: “Podemos


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decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: « Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me coma vivirá por mí » (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «esté » el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros » (Jn 5, 4).”49. El sacrificio eucarístico – escribe aun el Papa – está totalmente orientado a la unión íntima de nosotros fieles con Cristo a través de la comunión: es por medio de la comunión con su cuerpo y su sangre, en efecto, que Cristo nos comunica su Espíritu, don divino que es la raíz de todo los otros dones y que la liturgia implora de Dios en la eclipse eucarística50. “El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana”51. Tenía razón la madre María Cándida al inflamarse con el pensamiento de una comunión bien hecha, de la que solamente pueden brotar aquellos manantiales de gracia que obran nuestra transformación. De esta comunión, ella se hizo absolutamente apóstol, en un grito que, a la luz de cuanto escribía Juan Pablo II, no ha perdido nada de su actualidad: “Concédeme, Oh Jesús, almas que comulguen por amor y con amor, que hagan todo lo posible para dar tiempo, lo más que puedan, a 49 50 51

Ibidem, 22. Cfr. Ibidem, 16-17. Ibidem, 24.


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la acción de gracias, y yo te daré, Oh Dilecto, muy pronto, almas apasionadas por ti, firmes en el don de sí y sinceramente dadas al trabajo de la propia santificación” (p. 136). El último aspecto sobre el que deseamos tenernos, casi en forma de despedida – y debemos renunciar a tratar otros, como por ejemplo, al esmero y a la belleza de las celebraciones y de las iglesias, o entonces al valor reconocido al culto eucarístico fuera de la Misa –, es la relación entre Eucaristía e María que, sea en la encíclica de Juan Pablo II que en el texto de la madre María Cándida ocupa, precisamente, la conclusión. Que el paralelo se hace del todo casi literal. Escribe, en efecto, la madre María Cándida: “¡Divina Eucaristía, Tú me fuiste dada por María! Yo no te tendría si María no hubiese consentido a ser Tu Madre, Verbo Encarnado. ¡Yo no te puedo separar de María ni separar María de ti! ¡Salve, Oh Cuerpo nacido de María Virgen! ¡Salve, Oh María, aurora de la Eucaristía!” (p. 191). Y casi comenta Juan Pablo II: “En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor”52. El sí que María ha dicho una vez para siempre al Padre, acogiendo en su seno al Hijo, cada creyente continua a pronunciarlo siempre que recibe el cuerpo y la sangre de Cristo. así, es María el modelo que 52

Ibidem, 55.


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debemos mirar para aprender y acoger al Jesús eucarístico: “¿Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?”53. La Madre María Cándida lo había ya plenamente intuido y vivido, se podría escribir: “En mis comuniones, María está siempre conmigo: es de sus manos que quiero recibirlo, es con su Corazón que quiero acogerlo” (p. 195). Y todavía: “Cuando la Hostia dulcísima está encerrada en mi corazón, yo experimento algunas veces las ternuras de María en estrechar Jesús. Yo querría defenderlo de todas las frialdades, de todas las negligencias, querría encerrarlo en mi, acariciarlo tanto, aquel Cuerpo adorabilísimo, aquellas inocentísimas y saludables Carnes” (pp. 200-201). Donde, quien debiese sorprenderse del tono así apasionado y casi físico de sus exclamaciones, recuerdo que la madre María Cándida es hija espiritual de santa Teresa de Ávila y de su extraordinario realismo cristiano: sí, la Eucaristía es de verdad el premio de la gloria futura, la señal que nos es dada por esperar la plenitud de la comunión y del conocimiento de Dios. De esa, como de María, no se dirá más demasiado: la misión de la madre María Cándida, en efecto, ha tan sólo comenzado.

53

Ibidem.



CRONOLOGÍA DE LA VIDA DE LA MADRE MARÍA CÁNDIDA DE LA EUCARISTÍA 1884 16 de enero: María nace en Catanzaro de Pietro Barba y Giovanna Florena. Es la décima de doce hijos, de los que cinco mueren en tierna edad. 19 de enero: recibe el bautismo en la iglesia de Santa María della Piazza. 1886 La familia se traslada definitivamente para Palermo. 1891 Comienza a estudiar en el Colegio “Giusino” de Palermo, donde frecuentará la escuela hasta finales de 1898. 1894 3 de abril: hace la Primera Comunión en el mismo Colegio “Giusino”, después de su insistente pedido. 1898 Muerte de la abuela materna de la que María era muy aleccionada: es el inicio de un largo periodo de crisis. Durante el año, la familia le hace interrumpir los estudios, segundo las costumbres de entonces. 1899 Junio: fuerte experiencia de la gracia de Dios e inicio de su conversiones. 2 de julio: asiste a una toma de hábito en el monasterio de la Visitación de Palermo. 3 de julio: percibe con grande evidencia la llamada a la vida religiosa de la que permanecerá fiel a pesar de la oposición de los hermanos.


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1900 Inicio de la enfermedad del padre que María asiste a turnos junto a los otros familiares. 1901 Se inscribe en la Confraternidad de María Santísima del Rosario. 1902 “Descubierta” de la presencia real de Jesús en el Tabernáculo: es el inicio de su intensa experiencia mística en relación con la Eucaristía. Marzo: a los 18 años, durante un retiro en el Colegio “Giusino”, obtiene el permiso para hacer el “voto temporal de virginidad” que renovará cada tres meses. Diciembre: trascurre quince días en el monasterio de la Visitación de Palermo donde renueva su Consagración al Sagrado Corazón. 1904 21 de junio: muere el padre. 1905 Cae en un estado de postración, también a causa de la “enfermedad de los escrúpulos”. 1908 Inicia la dirección espiritual con el padre Antonio Matera, de los franciscanos conventuales de Palermo. 1910 2 de febrero: en obediencia al director espiritual, inicia la redacción de su Confesión general que continuará hasta 1918, un año antes de la entrada en el Carmelo. 20 de marzo: se inscribe en el Tercer Orden franciscano donde hará su profesión el 2 de abril de 1916. Septiembre: acude a una peregrinación a Roma con la familia y es recibida en la audiencia del Papa Pío X.


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Tiene contacto con el Instituto de las Hermanas de María Reparadora para una eventual entrada, pero es frenada por la madre. 1911 Septiembre: enfermedad y muerte del hermano Paolo, estudiante de derecho, con apenas 21 años. 1912 Durante el año, entra en contacto con el Carmelo de Palermo y lee “Diario de un alma” de santa Teresa de Lisieux. 13 de noviembre: recibe la el sacramento de la Confirmación de manos de monseñor Bova, obispo auxiliar de Palermo. 1913 Cae nuevamente en un estado de grave depresión y se enferma del corazón. Sanada, se libera finalmente de la “enfermedad de los escrúpulos”. El Padre Antonio Matera le permite de hacer el voto de perpetua virginidad. 1914 5 de junio: muerte de la madre. 22 de junio: intenta de huir a Roma para entrar en el Instituto de las Hermanas de María Reparadora. 1919 17 de marzo: es recibida en audiencia por el cardenal Alessandro Lualdi, arzobispo de Palermo, que le indica el Carmelo de Ragusa. 24 de septiembre: partida para Palermo, contra el parecer de los hermanos que no viajaran más a Ragusa. 25 de septiembre: hace su entrada en el Carmelo de Ragusa.


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1920 16 de abril: María es admitida al noviciado y toma el habito carmelita. Recibe su nuevo nombre de religiosa: sor María Cándida de la Eucaristía. Su primera maestra es la madre María Inmaculada de san José. 1921 17 de abril: hace la profesión temporal. 1922 16 de junio: su segunda maestra de las novicias, la madre María Evangelista de san Lucas, le pide que escriba el testimonio de su vocación y de su llegada al Carmelo: es el primer manuscrito, publicado con el título Subida: primeros pasos. Julio: la familia intenta que ella sea transferida para el Carmelo de Palermo, pero la madre María Cándida se opone. 1923 29 de abril: también el Carmelo de Ragusa festeja la beatificación de sor Teresa de Lisieux. 1924 23 de abril: sor María Cándida hace su profesión perpetua. 10 de noviembre: es elegida Priora del monasterio, después de tan sólo ocho meses de la profesión perpetua. Recibe también el encargo de maestra de las novicias, que mantendrá por tres años. 1925 17 de mayo: canonización de la beata Teresa de Lisieux. 31 de julio: la madre María Inmaculada de san José deja el monasterio de Ragusa junto a otras cinco cohermanas para fundar el Carmelo de Chiaramonte Gulfi. 1926 5 de noviembre: por obediencia a su confesor, don Gior-


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gio La Perla, comienza a escribir el relato de su vida carmelita, que será publicada con el título El Cántico sobre la Montaña. 1927 1 de noviembre: hace el “voto de víctima”, escrito con la propia sangre. 3 de noviembre: es elegida nuevamente Priora del monasterio. 1930 Caduca el encargo de priora, es nombrada primera consejera, sacristana e, por un año, maestra de novicias. 1932 20 de abril: para la fundación del Carmelo de Enna, tres carmelitas descalzas dejan el monasterio de Ragusa: entre ellas la madre María Evangelista de san Lucas y la primera novicia de la madre María Cándida, sor María Aurora de san José. 1933 Es el Año Santo de la Redención, convocado por Pío XI. Solemnidad del Corpus Christi: la Priora, la madre María Teresa de Jesús le pide que escriba algunas reflexiones sobre el Sagrado Corazón. Aconsejándose con su confesor, la madre María Cándida escribe libremente sus pensamientos. Nace el manuscrito sobre la Eucaristía, que será completado en el trascurso de dos años. 4 de noviembre: es elegida Priora por tercera vez. Continuamente reelegida, mantendrá el encargo hasta 1947. 1934 19 de marzo: canonización de la beata Teresa Margarita Redi, que la comunidad vive con particular intensidad, bajo la solicitación de la Priora la madre María Cándida.


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2 de Julio: bendición de la primera piedra del nuevo monasterio de vía Marsala. 1937 14 de octubre: la comunidad de las carmelitas descalzas – actualmente compuesta por 24 monjas – deja el monasterio en Corso Italia pata trasferirse al nuevo Carmelo. 30 de octubre: el prepósito general de la Orden de los Carmelitas descalzos, el padre Pier Tommaso de la Virgen del Carmelo inaugura el nuevo monasterio y establece la clausura. 1939 9 de julio: consagración de la nueva iglesia, obra del arzobispo de Siracusa-Ragusa, monseñor Ettore Baranzini. 1943 El pasaje del frente de la segunda guerra mundial en Sicilia hace gravísimos daños al monasterio de Ragusa. 5 de marzo: debido al miedo de los devastadores bombardeos de los aleados sobre Palermo, muere la hermana de la madre María Cándida, Luisa. 1946 28 de septiembre: los padres Carmelitas descalzos abren en Ragusa su primera casa en Sicilia después de la supresión del siglo XIX: la madre María Cándida aloja los padres por siete meses en su propio monasterio, a la espera de instalación del convento. 1947 La nueva Priora, la madre María Inés de Jesús. le pide que escriba algunas reflexiones dedicadas a las cohermanas sobre la vida carmelita. Nace el último manus-


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crito de la madre María Cándida, que será publicado con el título Perfección carmelita. La madre María Cándida es designada como fundadora del Carmelo de Siracusa. 1948 Visita por dos veces la construcción del monasterio de Siracusa. 1949 Febrero: sus condiciones físicas empeoran. Se le diagnostica un cáncer en el hígado. 25 de mayo: recibe la Extremaunción. 12 de junio, solemnidad de la Santísima Trinidad: la madre María Cándida muere a la edad de 65 años. En la noche entre el 12 y el 13 de junio, sor María Margarita del Santísimo Sacramento, en el mundo Teresa Occhipinti (1885-1967) se sana improvisamente de un gravísimo eccema purulento en le pie derecho que la afligía desde hace muchos años y que los médicos habían juzgado incurable: es una llaga que llega hasta la pierna y que tiene que ser limpia y vendada dos veces al día. La madre María Cándida, que la había asistido durante años como enfermera, escucha el deseo de la cohermana, que se había quedado hasta tarde a velar su cuerpo expuesto en el coro. 14 de junio: solemne exequias de la madre María Cándida, en la iglesia del Carmelo de Ragusa en la presencia de un impresionante número de personas. La madre María Cándida es enterrada en el cementerio de Ragusa, en la tumba del canónico Giorgio La Perla. 1956 25 de enero: el Definitorio general de la Orden da el consentimiento para la abertura del proceso diocesano.


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5 de marzo: Monseñor Francesco Pennisi, primer obispo de la diócesis de Ragusa, abre el proceso ordinario diocesano para la beatificación de la Sierva de Dios la madre María Cándida de la Eucaristía que se concluyó el 28 de junio de 1962. El postulador de la causa es el padre Giovanni Sadler ocd. 1962 3 de agosto: entrega del trasunto del proceso diocesano a la Congregación de la Causa de los Santos. 1970 12 de noviembre: traslado del cadáver desde el cementerio de Ragusa para la iglesia del Carmelo. 1986 12 de junio: Monseñor Angelo Rizzo abre el proceso sobre el milagro que será cerrado el 9 de diciembre del mismo año. El postulador de la causa pasa a ser el padre Simeone de la Sagrada Familia. 1987 19 de enero: entrega del proceso sobre el milagro en Roma. 1991 31 de mayo: Decreto de validez de los procesos de la causa. 1992 9 de noviembre: la Positio super vita et virtutibus es presentada para la discusión a la Congregación de las Causa de los Santos en Roma. 1992 9 de noviembre: Entrega de la Positio super vita et virtutibus (2 vols.) 1993 26 de marzo: Decreto de validez del proceso sobre alegado milagro.


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2000 18 de diciembre: Decreto sobre la heroicidad de las Virtudes. El postulador de la causa pasa a ser el padre Ildefonso Moriones. 2003 12 de abril: Decreto de aprobación del milagro. 2004 21 de marzo: Juan Pablo II proclama Beata la madre María Cándida en la Plaza de San Pedro en Roma.



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