FISURAS DE LO REAL Una mirada a la narrativa actual AntologĂa
FISURAS DE LO REAL Una mirada irada a la narrativa actual AntologĂa
FISURAS DE LO REAL Una Mirada a la narrativa actual Antolog铆a
Pr贸logo de Jorge C贸rdoba
Primera edición, 2013
Este libro ha sido realizado con el esfuerzo conjunto de todos sus autores y de BRUMA EDICIONES.
Ilustración: foto © Thomas Völpel, Chairs, julio 2012. Diseño de tapa e interiores: Carolina Suarez © Bruma Ediciones Mendoza, Argentina. e-mail: brumaediciones76@gmail.com tel.: 54-9-261-155152414 http://brumaediciones.wordpress.com/ http://bruma-ediciones.blogspot.com.ar/
Fotocopiar libros está penado por la ley. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma, sin autorización expresa de la editorial.
ISBN: 978-987-45255-0-5 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en la Argentina – Printed in Argentina
PRÓLOGO A veces, el lenguaje narrativo es ese ciego punto de fuga de lo real, una hendidura en el más absoluto silencio del mundo. La buena literatura es silencio. Es la fisura de la totalidad que habla a través de lo universal. Es la Fisura de lo Real. Presentamos a ustedes un recorte arbitrario, una inquisitiva manera de mirar la literatura y de entender una poética. Presentamos treinta y tres narradores de habla hispana de diversas partes del mundo. Treinta y tres voces que representan una porción del universo que ya, literariamente, es irrepresentable. Treinta y tres colores distintos y a la vez unidos por la misma pasión: la escritura. En este reino de la disparidad donde se bifurca y extiende el enorme mosaico de la narrativa actual: el lector encontrará desde un policial clásico hasta la prosa experimental, desde microficciones hasta monólogos y autoficciones. A medida que vamos leyendo se suceden los grandes temas del hombre: el amor, la muerte, la traición, la tristeza, y sobre todo en la literatura de los más jóvenes, el absurdo de la existencia y el dolor de vivir. Todo pasa por la mirada siempre inacabada del escritor, tal como la vida misma pasa ante nosotros. Claude Michel Cluny dice en una de sus aporías: “Tú, que deseas escribir, acuérdate / de la lección de Empédocles de Agrigento, y sé, por un momento, sombra / y luz, muchacho y jovencita, árbol / y pájaro, / y pez mudo en las aguas profundas.” El oficio del escritor es esa continua despersonalización, ese convertirse en otro por unos momentos para buscar la representación de una parte del mundo. La narrativa es el intento del ordenamiento lógico del mundo. Como dijimos, intento siempre imposible: el mundo no es lineal, es entropía. Y en esa necesidad de ordenar a través del logos –razón- algo de la entropía en el mundo, transcurre gran parte de la historia de la literatura. Desocupado lector, como dice el Quijote, dejamos en sus manos un muestrario de lo que se está escribiendo. Sólo un recorte, apenas uno más de los tantos que hacemos a diario de la realidad. Además de Argentina y España, tenemos recortes desde Chile, otros de Perú, Puerto Rico y Venezuela, unos más de México, otro tanto de Uru-
guay. Sin olvidar a Colombia ni a Ecuador, como así tampoco a las voces españolas de Estados Unidos. Y como buenos lectores, seamos también “pez mudo en las aguas profundas”. En el más absoluto silencio del alma. Y oigamos ese murmullo imperceptible de la palabra literaria, de la letra fuerte, de la letra que persiste. Jorge Córdoba Mendoza, Argentina, Noviembre del 2013
Michael Benitez Ortiz. Bogotá (Colombia). 1991. A los 15 años Judas Priest le salvó la vida a cambio de podrirle el alma. Colombia perdió un ladrón y ganó un u poeta. Escribe ebrio de noche como tot cando guitarra. Ha ganado varios premios literarios en Colombia, Chile, Argentina y España, donde ha publicado sus relatos, crónicas y poemas. Libro de poemas inédito: Poemas de la noche. Y de relatos: Bogotrash. heavymetalove@hotmail.com
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MICHAEL BENITEZ ORTIZ
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CON-VERSACIÓN ENTRE-SUEÑOS 6 de la tarde. La noche empieza a caerse de culo contra el mundo como un perro negro que se resbala en las babas que salen poco a poco de sus bocas llenas de palabras repetidas y cansadas, “has de saber, amigo, que ya todo está dicho y hecho y que cualquier intento de creación es vano, por lo tanto sólo es importante saber jugar el ajedrez ya creado y no tratar de inventarle nuevas fachadas a las torres, ni piojos a los caballos…”. El cielo ha sido decapitado y cae la luz de las estrellas contra el pavimento, como piñas maduras. Todo es caída y la gravedad es cómplice de todos lo ahorcados. “Es cierto, todo está hecho… pero mal” En la soledad la música ilumina con bombillos puntiagudos las paredes de humo. El semáforo está en rojo serpiente naranja naranja verde mariposas negras salen cuando explota la luz. “Nada de mal, si tú lo ves así es porque eres un peón”. Un grito en un callejón en medio de mil edificios, donde todas las manos rompen, a puñetazos y al mismo tiempo, los vidrios de la noche para llamar las ambulancias marcando el número que comienza a surgir de la sangre con los picos de los pájaros nocturnos. “Pero recuerda que sólo un peón puede salvar la reina”. Las ratas juegan a las cartas a imagen y semejanza de los hombres, de sus dioses malditos, mata-siete, trampas con queso podrido, nevera abierta.
Un hombre se mete al baño a cagar mientras medita sobre si hace el amor a su mujer o si al contrario el amor es quien los pone en cuatro a los dos. Piensa en escribir un poema con esa idea pero mira la caneca de la basura llena de papel higiénico untado de mierda y se arrepiente de su redundancia. La noche aspira quitarse medio cuerpo, del ombligo para abajo, el amor necrófilo recoge del desierto la media noche inerte y se hace verbo. En el billar de la esquina el reloj está fatigado por correr tanto, con la pila deshidratada, pero no puede dormir y el cansancio le hacer ver que…“Pero el que mata el rey gana la partida”. (Le dice al mismo tiempo que descarga sobre su pecho 5 balazos).
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El miedo es el motor del mundo o por lo menos su gasolina, o su jinete, o… “sí, ¿y qué importa si sólo el rey le puede hacer el amor?” Las pesadillas de las máquinas de escribir las sueña la lluvia de cabeza.
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El balón pasa ileso por debajo del carro, protegido por algún ángel mueco. El día está caliente, metido en una licuadora negra. La gente se reúne los días como hoy en el parque y mira desde las tribunas partidos de micro futbol, mientras enfría sus cuerpos con bonices de guanábana o de mango. Yo no sé de dónde sacarán esos nombres con que bautizan sus equipos: Los troncos del balón, La uchuva mecánica…” Queda demostrado que los colombianos tienen la imaginación muy amplia, aunque sólo se haga evidente a la hora de ponerle nombres a sus equipos de micro futbol o ingeniarse nuevo métodos de tortura en las festivas y cotidianas masacres. Yo, por mi parte, deseo olvidar de todo un poco y comulgar con el aire con bonice de mandarina. Entonces uno se sienta, escucha gritos, háganle, duro con esos hijueputas, y se asfixia con esos cuerpos aburridos de domingo por la tarde. No hay nada interesante, excepto que no llueve, ni agua ni goles, ni mierda. El domingo agoniza con resaca la semana, padece y se queja por no poder morirse para siempre. Somos poca cosa en la cárcel de los almanaques. El aburrimiento, no miento, no mata sino mutila. Abro los ojos y veo como la cancha suda por sus abiertos poros de cemento. Nada interesante, ni un pájaro que hable, ni un suicidio en los periódicos… el suicidio –pienso- es como hacerle un autogol a la vida. Las caras son muy repetidas, parecen imágenes de billetes falsos (¿pero, acaso, hay billetes que no lo sean?)…” El gol no es ningún orgasmo, o sí pero masturbándose en canchas con las uñas sucias… el partido termina, el ángel mueco se masturba con su aureola. Suena el disparo de una bala que no quiero que me encuentre o el balón debajo de algún carro.
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EL ÁNGEL QUE PROTEGE LOS BALONES ES EL MISMO QUE ESCONDE LAS MEDIAS
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RICARDO FELIPE NIETO PAVÍA
FISURAS DE LO REAL
Ricardo Felipe Nieto Pavía, nació en Barranquilla - Colombia, en 1978, Filósofo de la Universidad del Atlántico, Especialista en Educación de la UNAB, Magister en Ética y Filosofía Política de la Universidad del Cauca. PreparanPrepara do un libro de cuentos, y una investigación filosófica sobre el problema de la Ética en LatinoLatin américa. ricardofelipenieto@gmail.com
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El perro de mi novia siempre me fastidia, creo que un día de estos lo voy a matar; o no sé si a quien quiero matar realmente es a mi novia. Me tiene totalmente exasperado, su existencia es superflua, pensando siempre en vestidos, perfumes y el artista de moda. Lo he imaginado muchas veces, con un hacha, con una cuerda, con cuchillos. No sé por qué no lo he hecho aún. Bueno, al perro si le queda muy poco tiempo, creo que el sábado es el día límite. Lo he premeditado muy bien, lo voy a llevar de paseo, lo lanzaré a la autopista, no se salvará, le diré a mi novia que el perro se soltó y salió corriendo. –Pobrecillo, lo atropelló un Corvette, no hubo mucha sangre porque el auto era rojo –le diré. Después veré qué sucede con mi novia. Le di una patada, el perro salió aullando y mi novia preguntó qué le había sucedido, le contesté que se había estrellado contra la puerta, qué perrito tonto. Me acomodo en el sofá y espero que mi novia salga de la habitación; hoy nos vamos a cenar a un restaurant italiano que me gusta mucho, el Muore sul tavolo, no sé por qué me gusta tanto este restaurant, ¿será porque me siento muy cómodo en ese ambiente? Salimos de casa a las seis de la tarde, tomamos un taxi que tardó 45 minutos en llevarnos, minutos infernales porque ya no soportaba más las estupideces de mi novia. Antes de llegar, el taxi se detuvo en el semáforo y un mendigo apestoso se acercó a pedir dinero, saqué unas monedas del abrigo, se las arrojé en la cara y las monedas cayeron en la calzada; dos mendigos que estaban cerca se dieron cuenta, corrieron a recogerlas, por lo que los tres se pusieron a pelear, me causó mucha gracia. A mi novia no le pareció tan gracioso como a mí, no entiendo por qué no, me excusé, diciendo que se me habían caído las monedas, pobres mendigos. Cuando llegamos al restaurant mi novia ya se había repuesto del incidente, y nos disponíamos a tomar la mesa. Miré alrededor a ver si me encontraba con alguien que me salvara la existencia. No vi a nadie. La tortura comenzó, me habló de su hermano homosexual, de la vecina que no tiene nada de estilo, de los zapatos nuevos. Empuñé fuertemente el cuchillo de mesa y quería clavarlo en su cuello, me contuve porque llegó el mesero, se salvó por unos minutos mientras servía lo que hacía un momento habíamos ordenado. Qué bueno que comiendo no podemos hablar, ella que piensa que es una mujer muy educada no habló con la boca llena. Me tomé una copa de vino, comí un poco de carpaccio, pero ya había perdido el
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LA INSURRECCIÓN DEL TEDIO
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apetito, bebí más vino, nuevamente mi novia empieza a hablar sin parar, literalmente quería ahogar su voz con cera caliente. Finalmente terminamos de cenar, me dio un respiro, se quedó callada un buen rato. El tedio de la existencia es cada vez más insoportable, no creo en Dios, ni en el hombre; esto es la nada. Tomamos un taxi y nos dirigimos a un bar a tomar unas copas, yo seguí tomando algo de vino, ya me estaban afectando los sentidos, sí, ya quería estar ebrio; pero, no logré embriagarme. La segunda faena de la noche, empieza mi novia a hablar de un programa de televisión que me importa un bledo; por lo menos la música estridente no me dejaba escuchar muy bien lo que decía. Para soportar un poco la situación me imaginé tomando unos palillos que estaban en la barra y se los enterraba en los oídos, luego tomo la copa de vino, se la parto en la boca, el vino le cae en el rostro y le corre por la garganta, ¡qué imagen! esto sí es arte. Salimos del bar, tomamos el taxi a un motel, continuaba hablando incesantemente, me comentaba sobre los estúpidos peinados que le gustaban y los que le parecían horribles. No aguanto más, quiero abrir la puerta del taxi, lanzarla, ver cómo se parten todos los huesos de su cuerpo y cómo la carretera se tiñe de rojo. Entramos a la habitación, nos quitamos la ropa, por fin el anhelado silencio y tuvimos sexo. Nada que mencionar, sólo satisfacción y placer normal, ningún viaje a la luna, ni las estrellas, nada de eso. Después en la cama otra copa de vino y un cigarro. Silencio, era la única manera que se callara, en ese momento puedo apreciar su belleza, su cuerpo desnudo, terso, su cabellera larga y negra, sus hermosos senos, era perfecta, es ahí donde puedo lograr soportar mi existencia. De pronto ella se incorpora y me dice: –Sabes algo, estoy aburrida de esta relación, siempre es la misma rutina monótona, no eres tú, soy yo, eres una hermosa persona que siempre ha estado ahí, que se merece algo mejor que yo, además no sé qué me sucede últimamente; no te mentiré, ya hace tres semanas que salgo con tu mejor amigo, sabes, quiero darle la oportunidad a esa relación, no quiero que sigamos sufriendo, te quiero –y terminó diciendo– y si quieres lo hacemos otra vez; ya sabes de despedida. No dije nada y lo hicimos, me vestí, ella igual; me quedé pensando sobre lo que me había dicho, no comprendía bien lo que sucedía, mi novia me había terminado, – ¿Cómo? no puede ser, si yo la amo, ¿cómo puede hacerme esto? –pienso– y además me dice que está aburrida ¿Cómo así? Ella termina de vestirse, me da un beso en la frente. –Mejor tomamos taxis diferentes –dijo ella.
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Me levanto y asiento, ella sin mirarme abre la puerta de la habitación y se va primero. Luego, tomo un taxi al apartamento, subo las escaleras, abro la puerta, entro y me reclino en el sofá, enciendo la tv; me doy cuenta de algo, el sábado no podré matar al maldito perro de mi ex novia
El general Eduardo Soler en el ocaso de su carrera, ya con varias medallas en honor a su gran labor de mantener la paz a costa de la guerra, y de matar canallas que no tenían amor por la patria, se sienta en su gran sillón de cuero y fuma un habano tomando una copa de whisky. El general con satisfacción recuerda el recorrido de su loable carrera militar; rememorando aquellos eventos en su vida que fueron la causa de que hoy fuera un gran general de cuatro soles con honores militares. Empieza a recordar cuando asistía al colegio a escuchar las clases, proveniente de una familia humilde que sólo le podía brindar los estudios de una institución pública, siempre pensaba que su realidad era la realidad del campesino que día a día se despedaza para poder sobrevivir muriendo. En aquella época, todo era más simple, pero más duro, no pensaba que su mundo podía cambiar, miraba a su perro, el cual siempre lo acompañaba en el desayuno antes de ir al colegio, pensaba que ese perro siempre iba a ser un perro, como él, que siempre iba a ser un campesino igual a su padre, eso no tenía discusión. Pero, de cierto modo, era como debían ser las cosas, los cambios siempre son complicados y dominados por el azar. No había más nada que pensar, el futuro era el pasado, las aspiraciones eran la de conseguir una buena mujer que ayudara a criar a los hijos, la labranza era el destino que representaría el resto de su existencia. El general recuerda con cariño aquellos amigos de la adolescencia, cuando se escapaban de clases para ir al río a bañarse toda la tarde; hermosa época, hasta aquella fatídica tarde en la que José, Andrés y él estaban en el río y José queriendo demostrar con vanidad su gran habilidad en el nado, fue tragado por la corriente, no pudo ser encontrado, ese día desapareció la inocencia del rostro del adolescente, el general ya era un hombre. Desde ese día se acabaron las idas al río, conoció el sabor de la cerveza y el camino a la taberna “La samaritana” donde se encontraban aquellas que debían complementar la hombría del general. Pero en esta transformación del niño en hombre, faltaba un hecho determinante.
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EL FILÓSOFO
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Ya dejando las cosas de niños, el general salió en compañía de su padre a cazar un animal que se estaba comiendo las gallinas, sospechaban que era un tigrillo. Siguieron las huellas por más de dos horas, cuando de pronto, en unos matorrales encontraron el cuerpo del tigrillo abatido. En ese momento, fueron sorprendidos por tres hombres armados, el padre con la escopeta mata a uno; saca el revólver que lleva en el cinturón, mata al segundo; pero el tercero le da un tiro en la cabeza, el general quedó estupefacto cuando ve a su padre que es abatido; apunta con su escopeta y dispara al asesino que cae, la camisa verde del bandido se mancha de sangre que comienza a enlodar el suelo. Todo sucedió muy rápido, el general quedó en silencio, en una semana no pronunció una sola palabra. Los vecinos sabían muy bien quienes habían sido, pero no se podía hacer nada, así era siempre. El padre fue enterrado sin mayores comentarios, la vida continuó normalmente. Después de una semana de silencio, el general lloró un día completo en su cama, acompañado de su perro. Al día siguiente se dirigió al colegio con la resignación siempre presente. Era su último año de colegio, y había que encargarse de la cosecha, ya era el hombre de la casa. En la clase de filosofía todos estos pensamientos pasaban por su cabeza, y no prestaba mucha atención a lo que el profesor decía. Pero hubo algo que le llamó la atención; el profesor empezó a hablar de que la realidad no es estática, que puede cambiar y el hombre es el que puede transformarla. Esta idea empezó a retumbar en la cabeza del general. –Transformar la realidad –se repetía– pero ¿cómo es esto posible?, nada puede cambiar. Al final de la clase, el general se acercó al profesor y le preguntó cómo era posible transformar la realidad; el profesor le respondió: –Sencillo hijo, con ideas. Esto le dio nuevas perspectivas al general, lo hizo pensar en todo lo que podría hacer, esa noche no durmió. Comenzó a construir un plan, fue sigiloso, lo pensó todo, paso a paso, cada detalle era validado escrupulosamente (incluso la suerte), cavilando pragmáticamente la manera de realizarlo. Cuando eran las 5 de la mañana, ya había terminado su estratagema y sabía concretamente qué era lo que haría en los próximos veinte años; no se escapaba un detalle, lo primero era preparar su partida, era inevitable para poder cumplir su objetivo, no pretendía de ninguna manera dejar a su familia, es decir a su madre y a su hermana menor, desprotegidas ahora que era el hombre de la casa. Para lo cual, dejó a cargo de las cosas a un allegado de la familia. Terminó el último año; era tiempo de ir a la ciudad.
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Con algunos ahorros mantuvo su estadía mientras conseguía trabajo. Unos días después lo contrataron de mensajero en una empresa. Al principio lo preocupaba mucho su familia, tenía contacto constante y estaba al tanto de las cosas, al parecer todo marchaba con normalidad. –Un poco mala la cosecha pero se puede comer –decía la madre. Era muy eficiente en el trabajo, lo que significó, en un corto plazo, un ascenso a supervisor, lo que le dio una entrada adicional. Empezó a enviar dinero a la familia, además logró ahorrar algo para hacer lo que lo llevó a emprender su viaje, iniciar una carrera militar. Pero, nada era fácil, debía ahorrar lo suficiente para cumplir sus planes, trabajó duro durante un año, pasando y sobrellevando penurias, hasta que ingresó a la escuela militar. Ya en la escuela militar todo fue muy natural, el general se sentía en su ambiente y logró ascender en menos tiempo de lo habitual. Proezas ejemplares, gran aptitud física, una inteligencia única en el campo de batalla. Con rapidez se convirtió en un oficial militar de alto rango. Como oficial cada día se esforzaba para que su labor fuera implacable, y lo era; eficiente al aniquilar al enemigo, teniendo en cuenta siempre el fin, por lo tanto los medios siempre eran cuestión de papeleo. Inevitablemente se convirtió en el general más joven del ejército a los 29 años, hazaña que no sucedía por casi dos siglos. El general recuerda cómo después, se encargó de la búsqueda y destrucción de bandidos. En la construcción de un nuevo ejército, implacable, que transformara la realidad. Realidad que debía ser cambiada porque era una realidad del enemigo, y el enemigo tenía que ser aniquilado. El general hizo bien su trabajo, fue reconocido por la sociedad que defendía, se convirtió en un personaje que todos respetaban y temían. Ahora, el general tiene el cabello cano, es viejo, con un dolor en la rodilla, algunos dicen que por una esquirla de metralla, otros, que por jugar al futbol, él decía que por jugar al ajedrez (la verdad no sabía ni cómo mueven las piezas). Se había jubilado y recibió una medalla por el trabajo de toda su vida. Sigue reflexionando sobre todos estos hechos, y recuerda con cariño a su profesor. –Si no fuera por él, sería un simple campesino y no el reconocido general de cuatro soles que ha cambiado un poco el mundo, que ha transformado la realidad – piensa. Pero todavía faltaba mucho por cambiar y el general ya no tiene más tiempo. Pensando en el profesor, se da cuenta de que la única forma de que haya sucedido todo lo que sucedió con su vida fue en gran parte por su causa. De repente, el general cambia de semblante, frunce el ceño; coloca fuertemente la copa de whisky
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medio llena en el escritorio, que salpica un poco. Toma de la gaveta del escritorio la pistola, la mete en su cinturón. Sale rápidamente de la casa en el automóvil; emprende un viaje de 8 horas. Cuando llega al pueblo a las 2 de la madrugada, todo está en un oscuro silencio, cosa que los habitantes le deben agradecer al general. Llega al centro del pueblo, pasa por la iglesia, sigue dos cuadras más y reconoce la casa, no ha cambiado mucho; el mismo color verde claro y la puerta de madera con la pintura vieja. Detiene el automóvil enfrente, lentamente abre la puerta; al salir del auto el general observa la calle solitaria. Camina hacia la casa, intenta ser sigiloso, pero le duela la rodilla. Al llegar a la puerta, el general se detiene un momento, se arregla la chaqueta y toca tres veces. Poco después se escuchan unos pasos lentos y viejos, abre la puerta el jubilado profesor, mira al general, lo reconoce. –General eres tú –con voz cansada dice el profesor– por qué demoraste tanto, hace tiempo te esperaba. El general sin contestar saca la pistola de su cinturón, apunta al profesor en la cabeza; lo mira a los ojos, el profesor lo observa estoicamente. El general dispara, la bala entra por la frente en medio de las cejas y sale por la nuca. Los ojos del profesor se desvanecen, el cuerpo cae lentamente al piso. El general observa el cuerpo del profesor y detalla la manera en que empieza a formarse un charco de sangre que emana de la cabeza. Da la vuelta, entra en el auto, lo enciende, se queja por la rodilla que le duele y con tranquilidad, toma el camino de regreso.
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DENISE ELIZABETH GRIFFITH
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Denise Elizabeth Griffith nació en Buenos Aires en 1993. Se graduó en el IES en Lenguas Vivas Spangenberg con orientaorient ción en letras. Recibió una menme ción en un concurso de la 19ª Feria del libro y fue finalista, dos años consecutivos, en concursos concu del Colegio del Arce. ActualmenActualme te, se encuentra uentra cursando el tercer año del Traductorado técnicotécnico científico y literario en el IES Lenguas Vivas J.R. Fernández.
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Buenos Aires es una ciudad superpoblada con palomas. Está comenzando a ser asolada por estas mugrientas pero pasivas aves. El ser humano siempre se ha creído el rey de la naturaleza pero estos seres están empezando a robarle su lugar geográficamente hablando. Tan grave es la situación que los habitantes de los barrios han puesto alambres de púas en las ventanas de sus apartamentos y casas y el gobierno de la ciudad, con el objetivo de ahuyentarlas, se las ha ingeniado para conseguir una camada de halcones. Se han adiestrado tres razas distintas para disminuir la superpoblación de aves. Es un procedimiento "natural", ya que se utilizan predadores habituales de esta especie. Es una medida importante, pues esta xenofobia aviaria está ganando lugar entre más y más habitantes… Así era la situación. Las palomas estaban desplazando a todo animal citadino. Toda la ciudad estaba haciendo su mejor esfuerzo por echarlas sin piedad salvo una persona. Una persona cuyo nombre era Arturo Aurelius, que en ese momento apagó el televisor. Arturo las alimentaba a diario y con amor. Por las mañanas, por las tardes y por las noches. Ese era su mayor pasatiempo. Podía pasarse horas sentado infelizmente en un banco alimentándolas. Tendía a buscar lugares solitarios porque, de otra forma, se encontraba con la mirada poco sutil de la gente, que lo observaba con desdén. Y su personalidad no tenía espacio para esa clase de miradas. Él era un anciano jubilado y solitario; ávido lector de Borges y de información sobre las palomas, se había aprendido las numerosas especies. Sus compañeros, su familia y sus antiguos amigos ya no existían para él: los detestaba porque eran unos traidores. Ocupaba su tiempo dando largas caminatas, leyendo y yendo al templo. Los libros de política eran sus favoritos, le recordaban a los maravillosos tiempos de orgullo y esplendor en los que militaba. Solo del todo no estaba: tenía de mascota a un gato gris llamado Cholo. La gata de su hermana había quedado embarazada y su hermana le había ofrecido una cría. No le gustaban los perros, prefería tirarse por una ventana a tener un perro. A su lista de penurias se le añadía la lluvia porque representaba un obstáculo para la vida al aire libre que tanto le gustaba, esa dimensión temporal y espacial en la que disfrutaba de la ociosa compañía de sus amigas. Le pedía dinero a su hermana, le decía que era para su salud cuando en realidad lo usaba para comprar alimento, que
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EL ANFITRIÓN DE LAS PALOMAS
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no era para él, más bien tenía la forma de granos para sus estimadas aves. Por otro lado, estaba ahorrando para comprarse un mp3. Era el único que no tenía alambres de púas en la ventana o en el balcón de su departamento. Los seres grises solían posarse en la baranda y ésta se ensuciaba con excrementos, excrementos que luego se convertían en polvo. Él, a cada segundo, aspiraba de ese polvo inconcientemente y éste se posaba por doquier, su cabello blancuzco incluido, y entre toda esa cebolla pasaba inadvertido. Su efecto era como una droga, pero una droga letal, que poco a poco, le iba generando trastornos cerebrales hasta el punto de llegar a contraer psitacosis. Un 6 de septiembre salió de su casa para votar presidente. Después del último libro de Eduardo Galeano que había leído, tenía una nueva y flamante visión. En ningún momento lamentó no estar en el parque o en su casa mirando por la ventana. La tarde siguiente, cuando estaba entretenido mirando la televisión sin mirar oyó el gañido de un halcón. Se acercó, lo miraba fijamente, acechándolo, con sus opacos ojos negros. Aquel derrotista anciano se limitó a desviar la mirada. La cabeza le dolía horrores y sentía una fatiga fundidora. No paraba de toser, su tos era seca y extremadamente aguda. No la reconocía como propia. Tenía escalofríos y temblaba como un epiléptico. Se dejó caer en el sillón negro de la misma forma en la que lo habría hecho alguien que se había pasado el día trabajando. Las noticias del programa de la tarde se habían acabado y estaban rellenando con informes. Hablaban de la nueva medida que estaba implementando el gobierno para deshacerse de los bichos. ––Si esta medida fracasa, las palomas dominarán al mundo ––bromeó el conductor rubio con cara de estúpido. ––Y me nombrarán vice ––respondió Arturo sumergido en un mundo que le pertenecía. Vio que el halcón seguía molestándolo y agarró una botella de vidrio para estampársela triunfalmente.
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Miguel uel Oviedo Risueño. (Colom(Colo bia 1960) Escritor, Poeta, Comunicador social. PUBLICACIONES: “Mas allá del Galera” (1994) DI Editorial DE LA Diócesis de Ipiales. “Sin Agua en el Desierto”, (1991); (1991 Segunda Edición en 2012. “¿Dónde Soñaráss Esta Noche?”, (1995); Segunda Edición en 2012. “Poemas en punto G. Poemas en punto de Guerra” Publicado por Free-ebooks ebooks en 2012. “Vuelo de Commetta” Cuento infantil PuP blicado por Autoreseditores en 2013.INÉDITOS: DITOS: (cuento y poespoe ía), Novela Inédita: “Leticia Amaneció Desnuda”. “Al Morir el Sol, Cuentos de Casi en la Noche”, “En tinta Verde”, Novela. “Al ladrar de los Perros” – Poemas. “Huellas en La Arena” – Poesía
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MIGUEL OVIEDO RISUEÑO
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CUERPOS MOJADOS
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El pasado mes de marzo el agua cayó tanto que cuando desperté, pensé: ¡Llovió toda mi infancia! Como en el “poema invierno” (Jotamario Arbeláez – El profeta en su Casa- paños menores 1988). Los hombres y mujeres del barrio aleteaban entre los alambres descolgando la ropa. Y achicando hacia la calle el agua que entraba a los cuartos. Acompasábamos con música de olla y bacinillas las goteras del techo, que vaciábamos al sifón cuando se desbordaban. Andábamos descalzos arremangados los pantalones. Mi vecina del tercer piso volaba con un plástico hacia la sala para cubrir la nueva enciclopedia ilustrada. Atravesando los tejados de luz a la sombra del palo de agua, la vi inclinarse y la transparencia de su camiseta mojada me mostró lo que a diario imaginaba cuando la veía caminar con su jean apretado, cruzar junto a la ventana y sonreírme coqueta al movimiento suave de su cabello lacio. Cubrió los libros y sus curvas rozaron su pecho y yo estaba allí sintiendo el calor húmedo de su respiración, penetrando su silueta, dibujando en la sombra de su cuello, la huella de mi boca, lacerando con mis dientes los negros lunares de sus senos. Sí, su respiración y la mía, secando gota a gota, hasta escurrir mi lujuria guardada en días de observarla, a la sombra del palo de agua.
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RICARDO GUIDI
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Ricardo Guidi vive en la ciudad de La Plata. Plata Ha participado en varias antoant logías de cuentos, originaorigin das por distintos certámecertám nes literarios: “Concurso Literario del Bicentenario Municipalidad de La PlaPl ta”. “XLIV Concurso NaN cional e Internac Internacional Editorial Raíz Alternativa”. “XLV Concurso Nacional Nac e internacional ional. Editorial Raíz Alternativa”. “Concurso Literario Biblioteca Popular del Paraná, edición 2012”.
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Por los cien orificios, el haz de luz cruzaba la chapa como si fuera un colador. Amanecía temprano en época de verano, y antes de que la pieza en penumbra se llenara con lunares incandescentes, el gallo ladino se erguía sobre el travesaño de palo y emitía un grito chillón. El chiquilín, con los ojos inflamados, acusaba primero recibo, se quitaba de encima la manta de trapo percudida, y se mojaba la cara apenas con la yema de los dedos. Algo encandilado, dejaba la tapera de una sola pieza, y caminaba hasta la bomba descalzo, esquivando las piedritas filosas. A las diez de la mañana el interior era un infierno. Los primeros bufidos y rezongos de Saborido se oían desde afuera. El chiquilín, con el torso desnudo, corría a reanimar el fuego moribundo de la noche pasada. Al poco tiempo el tacho de agua helada comenzaba a entibiarse, y cuando los primeros borbotones subían del fondo para liberarse en la superficie, lo retiraba y dejaba a un costado esperando, como Saborido había dicho. Ajustarse el cordón del pantalón era lo primero en hacer. Se levantaba con modorra del catre, empujaba el abdomen hacia adentro, ataba un doble nudo y con eso bastaba. Saborido no era hombre de llevar camisa. El gallo ladino caminaba sobre sus dos patas y el cogote erguido merodeando su entorno, rodeaba por completo la tapera para que nadie ni si quiera se atreviera a mirarla. Su picotazo certero y sagaz, le hacía levantar cada grano del piso sin dejar pasar ni uno, pero otro instinto le demandaba otra fibra, la fibra animal. Entonces bien ágil trepaba por el ramaje de la higuera que lindaba a la casa, allí solitario la desparasitaba del bichaje oculto, que habitaba su corteza arrugada y grisácea. Dos sombreros caídos sobre los hombros se veían pasar por el sendero, entre el seco pajonal. Llevaban el torso desnudo. La piel del chiquilín iba empapada en sudor, la de Saborido iba opaca, reseca, grisácea como la higuera. Al rato el sendero demandaba una curva, y los dos se perdían tras el monte de coronillos. Al medio día el sol ya rajaba la tierra. Regresaban ahora, los sombreros de paja plantados en sus cabezas, dejando las caras en sombra, casi irreconocibles. Saborido adelante, llevaba colgada del hombro una bolsa con demasiado peso, que encorvaba su espalda; el chiquilín, más atrás, lo seguía con otra repleta, bamboleante, liviana como el aire.
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LADINO
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El gallo ladino los esperaba en la casa, los había visto de lejos. Al acercarse comenzaba a saltar de una rama al techo y otra vez a la rama, revoloteando sin norte como un pájaro del monte enjaulado. No era una gracia a su amo, ni gesto de rebeldía, el techo de chapa a esa hora escaldaba hasta el vaso de un caballo. El chiquilín llamaba al gallo con un ligero silbido, le presentaba el brazo en forma de hoz y el ave subía aleteando, luego seguía por el hombro y al final terminaba en su cabeza, donde picoteaba su pelo ralo. La demanda era evidente. Entonces de la bolsa pesada, él sacaba puñados de maíz y los esparcía en el piso, por aquí, por allí, jugando con el animal una suerte de seguidilla. Desde la bomba, Saborido lo observaba mientras se refrescaba el cuello y la cara agrietada, gemía por la sensación y a la vez riendo le gritaba: ¡Dale pibe, dale no más!, ¡Hasta que el buche reviente! La otra bolsa dentro de la casilla, colgaba de un gancho de fierro. Saborido calentaba agua en una pava tiznada, volcaba la yerba en un mate, luego solo un puñado en un jarro de lata. La yerba se empapaba, él sorbía de la bombilla, el chiquilín revolvía el caldo con uno de sus dedos. De la bolsa liviana Saborido había sacado un par de galletas, parecían calabazas. La suya la había arrojado contra la mesa y de un puñetazo la había hecho mil migajas, las mascaba despacio entre sorbidas. El chiquilín la cortaba en pedazos mayores, los sumergía en el magro caldo, luego devoraba esa blandura, entre quejidos de llagas. La siesta sofocante los confinaba a un solo lugar, bajo la higuera. Saborido se echaba en la hamaca y quedaba por horas inmóvil como un finado verdadero. El chiquilín aprovechaba y desplegaba su ágil cuerpito de pluma, trepando las ramas con brazos y piernas. Sobre la cima permanecía rato largo quieto y atento, observando cada ave que la habitaba, el batir de las penetrantes chicharras, la quietud plena de Saborido. Observaba todo desde aquí, liviano, y algunas veces pretendía saltar de rama en rama, aletear, tal vez volar. Esa noche se acostaron a dormir muy temprano, mañana iba a ser sábado y debía primar el descanso. Saborido se acomodó en el catre frente a la puerta, cubierta apenas por una tela. El chiquilín se arrolló en el suyo más chico. El gallo ladino revoloteaba, no quería dormir, engullía las últimas migas de la mesa descalabrada, y hasta había volteado un vaso con restos de vino. Saborido desde el catre lo tentaba como todas las noches, con su mano como cuenco, colmada de rico maíz. Le atraía que picara rapaz, hasta que todo estuviera acabado. Antes que se durmieran, el gallo aleteaba hasta su travesaño de palo, ubicado en lo alto, en el ángulo de un oscuro rincón.
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Atardecía el sábado. Algunos coches desvencijados y decenas de caballos rodeaban el galpón, que antes había sido deposito del yerbatal. El sol se escondía y la luz propia de ese santuario se filtraba por las rendijas hacia la oscuridad exterior. Un único portón habilitado se abría y cerraba sigilosamente, por él entraban sin cesar hombres y algunos niños. El murmullo se oía claro desde afuera, eran cientos las almas adentro. Saborido y los suyos casi llegaron últimos. El hombre traía atada al cordón del pantalón una bolsa repleta de granos; el chiquilín, al gallo ladino montado en el hombro. Más tarde el murmullo creció hasta el griterío, palabras de aliento, incontables insultos. Entre las voces se oyó claro a Saborido exclamando: ¡Dale gallito!, ¡Tumbalo gallito! Casi a la media noche salió de repente la muchedumbre y atravesaron el portón sigiloso. Parecía un hormiguero. De regreso a la tapera caminaron en fila. Lento el chiquilín, sangraba de un ojo y su piel parecía lacerada. Saborido sonriente por el triunfo, se refregó varias veces las manos, mientras pensó cuál sería el premio merecido. Poco antes de llegar se dijo convencido una sola palabra: Azúcar. Sí, azúcar bien blanca. Dos cucharadas repletas le ofrecería, para endulzar al magro caldo de mañana.
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TATA EVANGELISTA
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Cristina Evangelista nació en la ciudad de Córdoba en el año 1962. ActualActua mente vive en la provincia de San Luis donde se desempeña como directora de una escuela unipersonal en el paraje EstaEst ción Río R Quinto.
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Chicos en una escuela rural. -Seño, ¡no sabés lo que pasó el sábado en el patio de mi casa! Así empezó la conversación: Milagros tenía todavía el susto en la piel, no obstante, esperó hasta la hora de la leche, justo cuando se cambia la yerba al mate, para acercarse al escritorio y, con la excusa de cebar, empezó a contar: - El sábado llegó mi tío de visita a mi casa y se quedó a comer y enseguidita llegó mi papá con un amigo que no se quieren con mi tío porque supieron tener problema de mujeres… - ¿Cómo problema de mujeres? - Es que el amigo de mi papá, según decían, lo corneaba a mi tío. - Mmmmmmirá vos…Pero, ¿era así? - No sé, me parece que no, pero mi tío por las dudas cada vez que se acuerda se pone en pedo, por eso cuando mi mamá lo vio le dijo:”Humberto no te pongas a chupar, ya te dije que si no te la aguantás la corrás a la mierda a la Mirta, pero termínatela con andar mamao, porque aparte de cornudo… borracho” - Y tu mamá se preocupa por él… ¿toma mucho tu tío? - Tomaba antes, dice que se curó mascando “sombra de toro”, ahora solo se mama cuando se acuerda que es cornudo. - Qué raro que no se haya separado y pone punto a este asunto. - Es que está como embrujado el tío…, y dicen que mi tía tiene videos sesuales. A esta altura del relato los compañeros, que son vecinos de Milagros y que conocían a los personajes, se arrimaron a agregarle detalles a la historia: -¿Le contaste que la Mirta es tu madrina? -La Mirta es mi madrina, seño… mi mamá me dio a ella porque antes era re buena la Mirta. -¿Cómo que te dio? ¿Vos viviste con la Mirta? -No seño, me dio para que ella sea mi madrina. -¡Ah! Yael, la encargada del mate, revolvía con la bombilla la yerba de tal manera que pensé que la iba a desarmar. Se había puesto ansiosa porque algo sabía del sábado en cuestión: -Pero contale bien que pasó –casi que ordenóYael.
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ALGUNOS VICIOS
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LA CULEBRA Y LA IGUANA El viernes, antes de terminar, apareció la culebra como queriendo entrar a la escuela. Pobre animal, ahí nomás acabó sus sueños académicos, pero generó sinnúmeros de comentarios e investigaciones que los chicos hoy relataban en la escuela.
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-Bueno resulta que mi tío después de comer empezó a tomar un poquito, un poquito, un poquito más… -¿Y tu mamá no le decía nada? -No, porque a mi mamá no le gusta retarlo delante de la gente, y a mí me parece que los otros lo chupaban a propósito… -¿Por qué a propósito? -Porque empieza hablar que se va a matar, y llora, y se le da por llamar a los gritos a mi tía Mirta… y ella no lo escucha si esta como a quince leguas de mi casa… y después se quedó dormido echado en la mesa, en el patio… Nosotros lo dejamos y nos fuimos adentro a dormir, mi mamá no quiere que estemos cuando él se pone así… -¡Qué situación fea, hija! -Sí, seño, mapue, cuando nosotros no lo veíamos, se despertó, se fue al galpón y sacó unas sogas que son del patrón, llevó un tacho y la silla al lado del monte más grande… Me empecé a agarrar la cabeza porque era previsible el final de la historia y pensaba para mis adentros: con razón quiere contarla, pobrecita, con la imagen que le debe haber quedado en el alma… Con qué necesidad por dios… -y mapue, pasó la soga por la rama, hizo un nudo para matarse y patió el tacho… -… Y Yael volvió a azuzar el relato: - ¡Pero decile a la seño que pasó! - Como estaba mamao el tío no se puso la soga en el cogote, se la pasó por los pieses, y cuando el tachó se cayó él quedó atrancado de la cintura… Y a nosotros nos despertaron los gritos de él. - ¿Y qué gritaba? - “¡Mirta, vení a bajarme que no puedo morir sin vos!”
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PUNTOS DE VISTA Con Teté, volviendo al mediodía. -Seño, ¿anda bien tu auto? -¡Sí, pobre!, demasiado, nunca nos ha dejado. - Yeso que es viejito y lo tenés lleno de tierra…
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-Mi papá dice que esa no hace nada porque es una víbora sin dientes, se alimenta de la culebrilla… - Sí seño, come culebrilla, por eso no engorda y cada vez es más larga… -Dicen que es “guenísima”, que se puede jugar con ella… A este punto y con tantas virtudes desconocidas sentía culpa por la muerte de la culebra, pero me salvó el relato de Milagros al cambiar de especie. -Yo, seño, vi una iguana. - ¿Dónde? -En mi casa al lado del lavarropa, me creía que era una víbora y era una iguana. Y mi papá la mató. -¡Las colas de la iguana se comen! Acotó Brisa, yo las como y después hago aníos. - ¡Sí!, se hacen aníos y se los ponen en los dedos. -Sí seño, son buenos para las muelas… -¿Son buenos para qué? Pregunto asombrada. - Para las muelas, vos te pones un anío de la cola de iguana y no te duele más la muela. - ¿Y en dónde me lo pongo? ¿En la muela que duele? -No seño, en el dedo nomás, y no te duele nunca más la muela. -¡Ah! ¡Mirá vos! - Sí, la abuela de mi mamá nos enseñó eso. Ella tenía un novio que le había regalado anío de iguana, y siempre le dolían las muelas, y después se le cayeron todas las muelas, los dientes, todo, y bueno, no le dolió mas. -Y a vos seño, ¿te duelen las muelas? - No, yo fui al dentista y me las arreglo. - Y querés que te traiga un anío de iguana? - Sí, dale… tráeme uno. - Vas a ver qué lindo queda en el dedo.
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-Y sí… -Mi mamá dice que vos tenés que tener un auto mejor, que tendrían que pagarte bien… - Y sí, Teté, pero no es así. - Mi mamá dice que en la ciudad pura pinta pura pinta las maestras y no enseñan nada. -Bueno, no siempre es así. -Sí seño, es así, andan en autooooss, pinturrajiadaaaaasss, limpiiiiitaaas…. -Y está bien que sea así, Teté. -No seño,mi mamá dice que vos sabés andar con el poncho que es una hilacha, que en cualquier momento te quedás sin auto y trabajás todos los días… -… -También dice que sos buenísima…
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SANTIAGO QUELAL PASQUEL
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Santiago Quelal PasPa quel nació en Quito en 1987. Participó en varias antologías de poesía y cuento dentro y fuera del país, tiene un libro inédito de cuento La fiebre del fin del mundo, mundo dos novelas también inédiinéd tas La gente no habla y La ciudad sin dinedin ro.
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LA FIEBRE DEL Dr. DOBRONSKY
A Gabriela Dobronsky
Esa noche fue terrorífica. El Dr. Dobronsky soñó que su novia de juventud, cuarenta años atrás, quería asesinarlo y asestarle un puñal persiguiéndolo por un extraño pueblo desértico. Se escondió en una cantina al estilo western para perderla de vista, pero cuando se sentó en la barra, su antigua novia estaba esperándolo. Intacta. Joven. Coqueta. Con el mismo aire intocable, jugueteando con su pelo ensortijado. Al acercarse le susurró: ¿Por qué no pierdes la cabeza y vuelves a volar? El Dr. Dobronsky despertó de súbito como si ese susurro fuera un ventarrón indefinido. Se palpó la frente: estaba sudando. Temblando, estiró su mano hacia la mesa de dormir, se puso los lentes de descanso y se levantó pesadamente para salir por la puerta trasera de su departamento, llegando a un pequeño jardín poblado de jazmines, lirios y violetas. Su presbicia había empeorado, por lo tanto, no se acercaba mucho a las flores, de manera particular a las violetas, porque al no poder verlas de cerca, se tornaba nostálgico; las violetas le recordaban a su novia de juventud: Fernanda. Era la flor favorita de su idilio. Cruzó el jardín en busca de una pastilla contra la fiebre hasta llegar a su mesa de trabajo. No encontró la pastilla en ningún lado. En su desesperación su mirada se detuvo para contemplar el retrato de Fernanda. Ella lo estaba abrazando frente a las ruinas de Sacsayhuamán, en el Cuzco, en posición de combate, semejante al vuelo de un águila. Al ver esas fotos sintió un vértigo febril, como si el vuelo del águila le atravesara las sienes. -¿Dónde están las malditas pastillas?, ¿dónde las dejé ayer? -se angustió el Dr. Dobronsky. Sin encontrarlas, salió a su trabajo como profesor en el colegio La Gasca. Llevaba un terno oscuro con una corbata un poco babeada por la fiebre. Cuando se sentó en el escritorio del aula, buscó a Isis: la chica más guapa y aplicada del curso.
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La reina de espadas arremete con furia al rey de corazones, quien abre sus ojos oro- rubí. Espada de honestidad, corazón de voluntad. Calor, color, sudor, se funden en la batalla.
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-¿Isis?, me siento un poco mal. Quiero preguntarte algo, pero quiero que me respondas con toda sinceridad. Isis se ajustó su bufanda multicolor y asintió. -¿Crees que alguien, a mi edad, pueda aún enamorarse? -dijo el Dr. Dobronsky. Emilia, la mejor amiga de Isis, se puso unas gafas multicolores para molestar al Dr. Dobronsky y de paso coquetearlo. -Sí, apuesto a que sí, licen -aclaró Isis-. Debe tener fe en el amor. -¿Así? -dudó el Dr. Dobronsky, temblando en su pupitre. De pronto, ordenó: -Hoy es viernes ¡Vamos al laboratorio de Química!, ¡alisten sus mandiles! Después de pensar nerviosamente en el asunto del amor, entró al laboratorio. Los estudiantes miraban con recelo su comportamiento. -¡Hoy el doc está raronsky! -dijo la gata Isis a Emilia. -¡Saquen la violeta que pedí la otra semana!, ¡apresúrense! -vociferó el Dr. Dobronsky. Isis cruzó sus piernas, haciendo relucir sus atributos a través de su falda blanquecina. El Dr. Dobronsky la observó, como si fuera un aliciente para calmar su pesar. Sonrió y dijo: -Saquen sus violetas. Rasguen la primera capa del pétalo. Lo más fino que puedan, luego colóquenlo en las placas con cuidado, tal como les enseñé en la clase teórica. Emilia deslizó un pétalo de violeta bajo su mandil, para cruzarse de brazos, mientras Isis se limitaba a escuchar música en su iPod. -¿Qué escuchas Isis? -dijo Emilia, rascándose la cabeza, un poco aburrida. -Estoy buscando algo de música para la ocasión -dijo Isis-. Algo de U2. La voz del papacito de Paúl Hewson es exquisita, ¡ultraviolet! ¡Es una delicia U2! -¡De delirio mamacita! ¡Pásame un audífono! -señaló Emilia. -¡El Cabronsky está mirando tus piernas! -susurró Emilia-. ¡No seas descarada!, ¡falta que abras las piernas! -¡Está con fiebre el pobrecito! -dijo Isis, mientras aguzaba su mirada para anclarse en los ojos del Dr. Dobronsky-. ¡No te preocupes!, mira y aprende. -Bien, todos lo han hecho. Señor Pérez y señor Altamirano traigan los microscopios del laboratorio de Química ¡Apresúrense! -decidió el doctor. Los muchachos del curso armaron una gran algarabía al notar un Dr. Dobronsky desconcentrado ante la mirada de Isis. Al sentirse fuera de su acostumbrada autoridad, todos los chicos empezaron a conversar, escuchar música e incluso a
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fugarse. El doctor lo observaba todo, con el rabillo del ojo, pero no dijo nada, se mantenía anclado en el juego de miradas con Isis. Cuando Pérez y Altamirano regresaron el curso fue silenciado por un golpe contundente por parte del Dr. Dobronsky. -¡Cierren la boca!, ¡estoy concentrado! -dijo el doctor. Al finalizar esas palabras todos entendieron que el Dr. Dobronsky estaba con fiebre. Los párpados estaban arrugados y los ojos parecían hinchados. Rojos. Las risas contenidas no se hicieron esperar, las fugas también, incluso había quienes tomaron fotografías con la idea de subirlas al facebook. Sonia, quien era conocida por sacar las notas más altas en Biología y Química, estaba verdaderamente interesada en conocer el tejido vegetal y aplicar el azul de metileno sobre la violeta, así que salió con su grupo de amigas directo a la dirección del colegio. La directora, al escuchar lo acontecido, tembló en su silla tan sólo de imaginarlo. Se acarició su talón izquierdo, descascarando una caracha que tenía desde hace una semana. De igual manera dejó su organigrama y acompañó a Sonia para ver lo sucedido. Al escuchar el sonido de los tacones al acercarse al curso, la algarabía aumentó y se formó una especie de manada tras la directora. Cuando la directora cruzó el umbral de la puerta, vio al doctor babeando en el escritorio. -¡Por dios! -gritó la directora-. ¿Qué le pasa al doctor? El Dr Dobronsky medía sus últimas fuerzas en el concurso de miradas. Isis estaba bien sentada en una silla, frente al escritorio del doctor. Juventud vs vejez. Retándolo, tratando de provocar su derrota, sacándole lágrimas, sudor, mientras Isis, toda oronda seguía susurrando la canción de U2: -Baby, baby, baby...light my way -Baby, baby, baby...light my way El Dr. Dobronsky era un amasijo de nervios. Estaba sudando a chorros. Su mandil yacía magreado de costura a costura; pero no se rendía, trataba ese juego de miradas como si fuera un juego de vida o muerte, de convertir roma en amor. La directora no sabía qué hacer: si reprender a Isis o sancionar al Dr. Dobronsky, pero no se atrevió a ninguna de ellas porque sentía en sus miradas algo salvaje, sobrenatural, algo que estaba fuera de sus manos, que le causaba un insondable temor.
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De pronto, como si alguien abriera una ventana de bienvenida a los sueños, un viento cargado de polvo sopló por todo el laboratorio de Biología y derrumbó al Dr. Dobronsky. Un silencio apócrifo se apoderó de la directora y los estudiantes. La directora fue la primera que se decidió acercarse al ver a Isis feliz, inmóvil, arrogante, ondeando su larga cabellera al viento. -¡Dr Dobronsky! -advirtió la directora-. ¿Qué le pasa?, ¿está bien? Sus tímidas manos se posaron en el cuello del doctor para constatar su fiebre. -¡Dios!, ¡está ardiendo! -anunció la directora. El Dr Dobronsky, al sentir que era manoseado por alguien, alzó su cuello; sin distinguir demasiado quien estaba cerca y con todas las fuerzas de su corazón repitió. -Fernanda… ¿ya es recreo? -¿Ya es recreo?.. Fernanda.
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MARIANO TANGARI
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aci贸 en Buenos Mariano Tangari naci贸 Aires en 1990. Se desempe帽a aca tualmente como pianista y profesor de piano. Tiene varios cuentos y relatos in茅ditos.
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Brevísimo comentario preliminar:
A los improbables lectores de este relato, quisiera pedirles disculpas por algunas duras opiniones que he volcado en el texto. Puedo asegurar que en esta pequeña obra he perseguido únicamente un ideal de invención formal, tomando como modelo una forma musical e incorporándola (probablemente con escaso éxito) a una narración. Las oraciones, las situaciones y los personajes no valen nada por sí mismos, y sólo se me ofrecen como materiales susceptibles de elaboración, desarrollo y ornamentación. Hecha ya esta innecesaria advertencia, el autor desaparece de buena gana, y deja paso a la obra…
VARIACIONES SOBRE UN TEMA BURGUÉS
S y P se encuentran en el subterráneo y se saludan cálidamente. S comienza a contarle a P lo que le sucede. Le dice que su esposa no lo satisface en la cama, y que está harto de sus hijos pequeños. P le recomienda a S ir en búsqueda de una travesura con alguna otra mujer y enviar a los niños a un colegio de doble escolaridad. Ahora comienza P a sincerarse con S. Le cuenta que ha conocido a una muchacha encantadora, amable, dócil, modesta, pero un poco aburrida. Pide consejo a S, quien le dice que una mujer así es realmente un bien muy preciado, y que lo mejor que puede hacer contra el aburrimiento es buscarse alguna ocupación, algún pasatiempo. S y P se despiden con grandes abrazos, y prometen ambos seguir al pie de la letra los consejos que se han dado mutuamente. Variación I S y P se encuentran en el subterráneo y se saludan cálidamente. S intenta lucir sonriente, pero no lo consigue, y comienza a contarle a P lo que le sucede. Le dice que su esposa lo ha engañado con su hermano mayor, y que, para colmo, sus hijos
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Tema
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pequeños se han encariñado con él. P le recomienda a S buscarse alguna ocupación, algún pasatiempo para olvidarse de su esposa, y enviar a los niños a un colegio de doble escolaridad como castigo por su traición. Ahora comienza P a sincerarse con S. Le cuenta que ha conocido a una muchacha encantadora, amable, dócil, modesta, pero que no lo satisface en la cama. Pide consejo a P, quien le recomienda a S ir en búsqueda de una travesura con alguna otra mujer. S y P se despiden con grandes abrazos, luego de convencerse mutuamente de que la vida es complicada, y las mujeres aún más.
S y P se encuentran en el subterráneo y se saludan fríamente. S le dirige a P una mirada despectiva, y, ante una pregunta amable de su interlocutor, comienza a contarle de mala gana lo que le sucede. En verdad, se aburre mucho hablando con P, y para divertirse un poco, inventa una historia. Le dice que su matrimonio pasa por un muy buen momento, que su esposa está cada día más enamorada de él, y que sus hijos han obtenido excelentes calificaciones en la escuela. P, un poco envidioso, le recomienda a S ir en búsqueda de alguna travesura con otra mujer, para probar si realmente ama a su esposa, y enviar a los niños a un colegio de doble escolaridad para sacar mayor provecho de su dedicación al estudio. Ahora comienza P a “sincerarse” con S. A él también le aburre mucho esta charla, y para divertirse un poco, inventa una historia. Le cuenta que ha conocido a una mujer excepcional, sexualmente muy intrépida, pero que lamentablemente no se conforma con un sólo hombre. Sugestivamente, pide consejo a S, quién –muy ocupado con su teléfono celular y sin escuchar lo que su amigo le cuenta – le recomienda vagamente buscarse alguna ocupación, algún pasatiempo. S y P se despiden con un apretón de manos, muy aliviados de concluir con una conversación tan hipócrita e incómoda. Variación III La mujer de S y la mujer de P se encuentran en el subterráneo y se saludan amistosamente. La señora de S comienza a contarle a la otra lo que le sucede. Le dice que su esposo no la satisface en la cama, y que tiene la sospecha de que éste odia a sus hijos. La señora de P le recomienda a la mujer ser fiel a su marido y al
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Variación II
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sagrado matrimonio, y enviar a los niños a un colegio de escolaridad simple para que pasen más tiempo con su padre y aprendan a ganarse su “buen corazón”. Ahora comienza ella a sincerarse con la esposa de S. Le dice que se siente bendecida de poder contar con un hombre tan dócil, amable, modesto y trabajador como P, pero que después de tantos años de sana convivencia, empieza a aburrirse un poco junto a él. Pide consejo a la mujer de S, quien le dice que un hombre así es realmente un bien muy preciado, y que lo mejor que puede hacer contra el aburrimiento es buscarse alguna ocupación, algún pasatiempo. Las dos señoras se despiden con un abrazo sincero, luego de convencerse mutuamente de que los hombres son complicados, pero las mujeres no lo son menos.
S y P se encuentran en el subterráneo. S saluda a P con cierta reserva, mientras que su amigo le estrecha la mano con una sonrisa. P nota que S está demasiado callado, y le pregunta qué le pasa. S posa su mirada en el suelo durante unos segundos, y aunando fuerzas, comienza a contarle a P lo que le sucede. Le dice que su esposa no lo satisface en la cama, y que está harto de sus hijos pequeños. P le recomienda enviar a los niños a un colegio de doble escolaridad, e ir en búsqueda de una travesura con alguna otra mujer. S observa a su amigo con tristeza, y le dice que, en honor a la sólida amistad que los une desde hace tanto tiempo, debe confesarle algo. P se apresta a escucharlo con mucha atención. S le cuenta que ha conocido a una mujer excepcional, sexualmente muy intrépida. Luego, saca del bolsillo del pantalón su celular y le muestra a P una foto de la muchacha. El rostro de P palidece visiblemente, y balbuceando, se arroja furioso sobre su amigo. Tres policías acuden rápidamente al lugar y separan a los dos hombres. P, con la voz ronca por la conmoción, le reprocha a S su vil traición. S le responde que él no tiene la culpa de que su mujer no lo satisfaga en la cama y que la de P no se conforme con un solo hombre. Además, le recomienda a su amigo que cuide mejor de su esposa en lugar de andar constantemente en búsqueda de alguna ocupación, algún pasatiempo. Fuertemente asidos por los policías, S y P se despiden lanzándose mutuamente insultos e imprecaciones; y cada uno por su lado se convence de que no se puede ya confiar en los amigos, y aún menos en las mujeres.
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Variación IV
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GERHARDO VAN JUNKER
Gerardo Miguel Hidalgo. Nació en Villa Mercedes (San Luis) en Noviembre de 1991. AutodidacAutodida ta. Miembro del Grupo G Literario Arcadia. Participó en varias antologías. En 2013 fundó y dirige Editorial Rorschach, con la que publicó “Feria de sensasens ciones”. Tiene más de 10 libros
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en preparación e inéditos.
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El profesor Sigmund me mandó a llamar a su despacho. El enfermero empuja mi silla de ruedas a paso excesivamente lento, tanto así que podría haber visto las hojas caer si hubiera tenido conexión al mundo exterior, en aquel pasillo. Abrió la puerta con la frialdad característica de las personas que detestan su trabajo, detestan el trato considerado entre personas y detestan su estilo de vida porque no completan sus frustrados sueños de la infancia. La luz del día me encegueció por un momento, mientras el orangután-enfermero me dio el impulso necesario para detenerme antes de estrellarme en el escritorio y antes de golpear, mis rodillas viejas y cansadas… y vaya a saber qué otra cosa más. –Buen día Steve, hoy vamos a probar un método, que se inventó hace casi un siglo, denominado las manchas de rorschach. Consiste básicamente en que me digas la primera palabra que se te cruce por la mente al ver la tarjeta. ¿De acuerdo? Veamos… Empecemos por esta… Me mostró la primera. Parecía una mariposa pero mis labios pronunciaron “realidad”, lo que provocó la inevitable pregunta: ¿Por qué realidad? Porque allí no hay nada concreto. Noto leves líneas, que interpreto como sendas que llevan a la nada; poseen un centro oscuro como los tiempos en que estamos inmersos, por ende, allí veo realidad. El profesor con sus numerosos años de tratar a distintos pacientes, tomó nota de todo lo balbuceado por mí áspera –y por momentos afónica voz– y luego sacó la siguiente imagen. Parecía un perro; un perro callejero; calle-padre; el libre albedrío me llevó a pronunciar padre. Rememoré cómo escapé de él y mi vida en la intemperie junto con los perros –infaltables compañeros de experiencias–. Entre las muchas cosas que recordé, su rostro no era una de ellas; la cara de mi antepasado se encuentra amontonada en la pila del olvido, lleno de polvo. Simplemente se esfumó, pero siguen presentes su voz profunda y demoledora, agobiándome con sus gritos y con la ambición de que fuera copia fidedigna de él mismo. Su machismo, su política, su decadencia alcohólica, quisieron formar en mí su descendencia bastarda. Afortunadamente me detuvo Sigmund antes de explotar y cambió de tarjeta. La imagen ya no era del bicolor blanco y negro, sino que se agregaban el celeste y el rosa. Me inspiraba un roble, un ave y la torre de ajedrez (uno de mis juegos favori-
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LAS MANCHAS DE RORSCHACH
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tos); cuando el rey de los descalzos, perdió horas enseñándomelo, quedé profundamente perplejo y atónito por la torre, las direcciones de movimiento, su marchar elegante y fuerte y la trampa que logré tenderle. La torre fue la que me condujo por el brillante camino de la lucidez mental, con el cual derroté al rey cuando menos lo esperaba… – ¡Suficiente!–Increpó, acto seguido levantó el tubo del teléfono y llamó al enfermero– ¡Lleva al paciente a su cuarto! El orangután-enfermero me llevó de nuevo a la cárcel sin vida blanca, abandonándome delante de los ventanales de mi cuarto. Comencé a observar el exterior y pensé en las películas que le comenté al profesor…, pero lo que más ocupó mis pensamientos fue tratar de saber por qué asistí a mi propio funeral.
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ELENA NILDA PAHL
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Elena Nilda Pahl: Docente, narradonarrad ra oral, escritora. Autora de los libros de poesía “Cielito y cielo”, “La máscara rota” y de “Balcones e interiores” (Aforismos y poesías). poe Ha obtenido numerosos premios a nivel nacional e internacional por sus trabajos jos poéticos y en cuento. Reside en la ciudad de Río Cuarto (Córdoba) donde integra el grupo de narradores orales “Encuentros” y el de teatro “Farándula” de la UniverUnive sidad Nacional de Río Cuarto.
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METAMORFOSIS
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...Y sí, hubo que aceptar la cruda realidad, ya no serían los mismos, tan suaves y delicados. Mejor sería olvidar la violenta transformación que los volvió tumefactos, sanguinolentos, desmembrados. Algo turbio y pegajoso, amarillo como la envidia los masacró. Primero fue el afilado cuchillo, luego el vapor sibilante y después los sordos plop, plop, saliendo desde lo más profundo y cárdeno de la paila...Pero el aroma... ¡Ah!,¡el almibarado aroma!, del dulce a punto, como queriendo justificar el sacrificio de los pétalos de rosas.
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XOANA FERNÁNDEZ BORDÓN SEBASTIÁN SERDÁN
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Xoana Fernández Bordón nació en el año 1983 en Buenos Aires. Ha participado en diversos certámenes literarios a nivel nacional, tanto de poesía como de narrativa. El texto incluido en esta edición cuenta con la colaboración de Sebastián Serdán, nacinac do en el año 1979 en la Ciudad de Buenos Aires.
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19 DÍAS
El hombre extendió, sin quitar la vista del televisor, el brazo derecho hacia la puerta de la heladera. Al tocar el frío metal de la manija, viró su rostro en dirección al artefacto y encontró, imán mediante, una esquela escrita que lo perturbó, no porque los diecinueve palitos muy prolijamente alineados infundieran amenaza alguna, sino por la incapacidad de recordar cuándo o por qué los había dibujado. El único ser viviente en toda la casa, a parte de él, era un potus que el antiguo inquilino había dejado y que, a fuerza de ignorarlo, pronto dejaría el mundo de los vivos. Palpó sus bolsillos. Su voz, murmurante, iniciaba una repetición casi rítmica... tinta azul, diecinueve algos de tres (¡¿tres?!) centímetros cada uno, tinta azul, diecinueve... Minutos o meses, libros, pastillas, deudas... Pasados o próximos... mejor no indagar. ¿Mejor no indagar? Se sentó a descansar la vista. "No debo dormirme" intentó pensar... Se concentró en la planta moribunda que oficiaba de centro de mesa, escuchando distraídamente las últimas noticias de medianoche, hasta que tomó conciencia de la postura encorvada de su espalda por el reflejo en la ventana. Enderezó la columna y con determinación arrancó el papel de la puerta blanca, echando a rodar el imán por el piso.
Pero nada, al menos por el día de hoy. Restaba escarbar en días anteriores, pero el cansancio era inseparable de sus ojos. Buscó la birome de tinta azul, la encontró en su bolso. Trazó con énfasis un rayón que tachara el dibujo del papel definitivamente, acabando con el enigma, sorteando las conjeturas antes de que pudieran convertirse en reseñas imborrables. Pero sobre el papel sólo quedó una marca sin rastros de tinta. Dos veces. Tres. "Ésto se pone difícil". La hoja recuperó su lugar en la cocina con la vigilancia de otro imán en desuso. Humedeció la punta de la birome y volvió a probar... “buéh, ahora funciona” .Anotó en el mismo papel: LUNES 13 DE MAYO: ni libros ni deudas... mañana veremos... Tiempo de descansar.
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Hizo una regresión mental. Seis de la mañana: café sin azúcar, cincuenta minutos de colectivo, fábrica, diez horas, colectivo cincuenta minutos, casa, ducha, más café, televisión, cena. Cuanto más profundizaba más exactos eran sus tiempos.
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"Yo no hice eso". Un atisbo de desesperación cobraba fuerza entre sus músculos, inquietando sus pies, los dedos de sus manos, convirtiéndose en resoplidos y parpadeos nerviosos. Estaba claro que esa noche no se había levantado, y suponía que no administraba, en toda su vida, algún episodio de sonambulismo. "¿Qué está pasando?" Miró el potus marchito, recordó un mito acerca de tener esa planta en la casa, pero no podía vincular los sucesos. Evitemos la locura se dijo. Lo regó, lo cambió de lugar, y antes de acomodarse en el sofá a intentar relajarse con la televisión, súbitamente rebotó sobre sus pasos buscando la heladera: "dios mío... es tinta negra..." Unos minutos levantando cosas en la mesada alternadamente, revisando cajones con frenesí en busca de una lapicera negra que de antemano consideraba inexistente, hicieron evidente la rareza de la situación. Sin embargo, al darse cuenta del desorden que estaba causando, le pareció aún más absurda tanta preocupación. "Quizá sea un simple descuido" se dijo, y pensó que incluso más que preocupante era cómico tanto alboroto por un papel que pudo haber traído de algún lado sin darse cuenta y que, extenuado en la noche anterior, tal vez tampoco haya notado que el primer palito estaba tachado desde un comienzo. Para asegurarse del ridículo anotó, en él, la fecha: MARTES 14 DE MAYO: soy un idiota, y dibujo una carita feliz,
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El sol arañaba raudamente las ventanas. Ignacio despertó sorprendido por una claridad inusitada. Se incorporó en la cama tratando de ubicarse en tiempo y espacio. Miró el reloj en la mesita de luz: las manecillas habían detenido su movimiento en las seis en punto y un tono amarillo acaramelado invadía todos los rincones de su cuarto. Preocupado, corrió a la cocina, donde un gatito dorado sobre la heladera le indicó la hora: once y cuarto. Con rapidez tomó el teléfono inalámbrico y comenzó a marcar el número de la fábrica, al tiempo en que se cercioraba de la hora echando una nueva mirada a la panza del gato. No fue tan grande su sorpresa al ver que realmente era casi el mediodía y que por primera vez en siete años llegaría tarde al trabajo, como lo fue encontrarse nuevamente frente al papel de la noche anterior, con sus diecinueve marcas. Alguien pedía que contestaran del otro lado de la línea, Ignacio miró el teléfono e ignoró la voz. Estaba totalmente desconcertado. Se acercó al papel en la heladera, pasó sus dedos por la tinta que anulaba la primera de las diecinueve rayitas. Todavía quedaban las marcas que la presión de la lapicera había dejado al querer tachar todos los palitos. ¿Hola? ¿Hola?, el hombre se sobresaltó y retomó la llamada que había iniciado, quiso explicar porqué llegaría tarde pero en la administración no dudaron de concederle el día.
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para dejarlo pegado en el electrodoméstico, luego de una observación minuciosa de todos sus detalles. Un imán sobre el costado del termotanque le sugería la posibilidad de almorzar pizzas de todos los gustos. Ignacio recordó que estaba en ayunas, y la rutina de almorzar cada día a igual hora ya se hacía sentir. "Sí, qué tal, para hacerte un pedido... Yrigoyen 2042 primero A...“y el silencio invadió su oído. ¿Me escuchás?-... sí, sí, disculpe don, primero a, me dijo, quédese tranquilo don, yo mismo se lo alcanzo.Veinte minutos después un hombre lo miraba firmemente a los ojos, olvidando entregarle la caja que llevaba en sus manos. ¿Se siente bien señor? El hombre bajó su mirada hacia su garganta y su pecho, y al adelantarse para entregar la pizza, sin disimulo, giró su atención hacia la cocina, y repentinamente pretendió marcharse. ¡Hombre! ¿Qué pasa? ¿No me cobra? -Ah sí, discúlpeme Ignacio, son cincuenta.Pensó en no darle propina pero, si conocía su nombre, hubiera sido poco amable. Buscó unas monedas en su bolso mientras intentaba recordar a ese hombre de alguna otra ocasión. Quizá dijo su nombre en la charla telefónica, pero de por sí el silencio del sujeto ya lo había inquietado. ¿Lo habría confundido con el inquilino anterior? Aunque no creía que se llamara igual que él. Tenga, y gracias.
Mientras las preguntas surgían enérgicamente, el tipo mantenía la calma sin detener su marcha presurosa. Si se negaba a responder o quisiera escapar, lo pondría contra la pared tomándolo furiosamente de la ropa, lo insultaría, le gritaría, lo golpearía si fuera necesario. Al llegar a un puesto de diarios Ignacio se detuvo, no esperaba aquellas respuestas que lo sumieron en la inquietud, y fueron un eco perforándole los oídos. El hombre caminó con el mismo ritmo hasta la esquina donde dobló y desapareció. "Todos lo sabemos", ¿quiénes eran todos? "Yo no los taché", evidentemente conocía los hechos que lo perturbaban. Volvió sobre sus pasos, compró el diario para recuperar un poco la cordura. Sonaba el teléfono, sostuvo el periódico bajo su brazo y se apuró a meter la llave en la cerradura. Ingresó justo a tiempo para atender.
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Un minuto después la caja con la pizza caía torpemente sobre la mesada luego de golpear de punta contra la pared. Ignacio corrió por las escaleras del edificio y saltó a la calle buscando al hombre que parecía apurar el paso, aunque sin desesperarse. ¡¿Por qué hiciste eso?! ¡¿Quién sos?! ¡¡¿Cómo sabés mi nombre?!! -… Todos lo sabemos... y yo no lo hice... yo no los taché-. La salsa de tomate cubría del segundo al quinto palito del papel.
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- Buenas tardes, ¿Ignacio? - Hola, ¿Sofía? - Hola Ignacio, sí, Sofía, ¿cómo estás? ¿Qué te anda pasando querido? Hace días que estoy tratando de comunicarme con vos y no atendés el teléfono? - ¿Días? Pero si no hace más de una hora, una hora y media que hablamos. Te avisé que me quedé dormido y me dijiste que me tomara el día. - Te dije que te tomarás el día, “un día”, no una semana. Ya es lunes, en tal caso me hubieras avisado si tenías algún problema, vos tenés un desempeño intachable, si necesitabas días, sabés que no habría peros…
(Sucede, en muchas ocasiones de nuestras vidas, que realidades opuestas nos enfrentan convergiendo bajo un mismo escenario y un mismo paso inicial. Prematuramente podremos elegir nuestro primer paso no habiendo captado las señales que sacudieron nuestra mente y nuestros sueños. Sólo algunos meditarán en el reflejo de un detalle que a un Todo lo hará inequívoco, único, inevitable. Comprendiendo que, como una alfombra presta a desenrrollarse, se estarán gestando los próximos hitos, hazañas, y lo consecutivo. Probablemente sí, ahora, y bajo su nuevo estado onírico, Ignacio observara el papel -está en su mente, mientras él no lo decida no lo habrá dejado-, se vería a sí mismo definiendo el azar del dibujo, atento a sus expectativas, ansias y desvelos. Probablemente…) Es de noche. No hay sentido en hablar de tiempos, él ya no quiere saberlo. Cada mirada que posa sobre el papel dictamina un número distinto de marcas. A veces son más, a veces parecen menos, como un termómetro imposible. Como una burla magistralmente pergeñada. No sabe si llorar, aunque ya lo está haciendo, o si quedarse inmóvil en el frío piso de la cocina. Un cuchillo y un plato de madera han caído con él en su desmayo. El teléfono zumba un ruido alarmante desde quién sabe
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- ¿Una semana?, ¿de qué me estás hablando, Sofía?, ¿me estás cargando?- parecía un juego de palabras irónico, “un desempeño intachable”… tachable… palitos tachados.., "necesitabas días”… días… palitos… palitos tachados… días tachados… Sin soltar el teléfono y el diario se abalanzó contra la heladera, miró el papel sostenido por el imán, los ojos querían salírseles de las cuencas: ya eran siete las tachaduras. Dejó el teléfono sobre la mesada con la voz femenina sonando lejana, y abrió el diario, la portada confirmaba las palabras de la mujer: LUNES 20 MAYO DE 2013. Ignacio se agarró la cabeza y cayó desvanecido.
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cuándo, pero no parece alterar su momentánea paz. Comienza a tiritar. Los ojos del gato se balancean muy lentamente al ritmo de un tictac grave, lejano y estirado. El grifo gotea, y cada gota cayendo es una majestuosidad de resplandores y reflejos. Ignacio lo comprende, desde el piso, sin recuperar del todo el conocimiento: ya no es un autómata, ya no cumple órdenes. La calma lo encuentra. Al fin. El viento sacude las ventanas con un ulular sugestivo. El hombre repuesto ya del golpe contra el piso, se levanta y enciende las luces. Escucha las primeras gotas de lluvia contra el vidrio. Abre de par en par las ventanas del balcón y deja que el agua, el viento, la vida, todo, lo golpee. En su cabeza, el abultamiento doloroso. Se palpa. "Al menos no hay sangre, no ha de ser tan terrible"...y el timbre del teléfono dando vueltas dentro... ¿Cuántos días han pasado?, ¿Cuántos pasarán? Aún espera. El aire ingresa feroz, arrebatador en el departamento, la caja de pizza se mueve en la mesada, el potus ve inquietar sus hojas amarronadas, presto a un nuevo olvido. Ignacio se apura a cerrar la ventana. Acomoda la caja, toma un jarrito y riega la planta, "aún se puede salvar". Sobre la heladera, junto al reloj dorado hay una lapicera. El hombre, atiborrado de dudas, de anhelos, de ansias, no logra evitar la tentación. “Termino con esto de una vez” –pensó en voz alta, haciendo malabares con la birome entre sus dedos-.”Restan ocho. Ocho miserables y esquizofrénicos ¿días?... sí, seguramente”. “Y es mucho”. Sin quitar el papel de la heladera tachó uno. Otro. Otros más. Sonreía con orgullo, convencido de haber retomado el control de la situación. "Un papel no me va a joder la vida". Una tras otra, las marcas certeras invalidaron la voluntad escrita. Se alejó unos pasos como queriendo admirar una obra. Todo estaba claro, más que nunca, como debió ser. Sólo tres. "... y a ver cómo sigue el juego". Si bien no era hombre de desafíos, todas sus ansiedades se alineaban en el punto exacto de su espera. Tres días, porque sí. Porque así lo decidió en su arrebato. O en su hartazgo. Tres días para lo que venga. Y más vale que venga: no va a ser en vano todo este pesar. Y desconectó el teléfono, dió vuelta el gato-reloj sin mirarlo, guardó algo de dinero en su billetera y recogió el plato y el cuchillo del suelo guardando este último en su bolso. Y salió a la calle. Avanzó unos metros casi hasta el puesto de diarios. El agua junto al cordón corría ligera llevándose hojas, botellas y mugre. “Pasé toda una vida siendo del montón, siguiendo la corriente”, Ignacio se dio vuelta y emprendió la dirección contraria. Caminó sin rumbo. Al doblar una esquina una figura humana avanzó atravesando la noche y la lluvia rápidamente hacia él. En una fracción de segundo
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pensó en su cuchillo ¡estúpido! Debí traerlo en el bolsillo, no había tiempo de revisar el bolso. Sólo contuvo la respiración el instante previo a sentir una mano en su hombro y el olor a alcohol. “¿Tiene una monedita?” le dijo un viejo borracho. “No, no tengo”, le contestó entre asqueado y aliviado, alejándose de los dedos sucios del viejo que se recostó sobre la pared y se dejó caer entre unas bolsas de residuos. ¡Andá a la mierda! le gritó, tratando de reincorporarse. Ignacio se alejó lentamente sin dejar de mirarlo. “…si pudiera cam….biar mi vida…no cambi…aría nada…!”, el viejo se refregaba la cara empapada en lluvia con las manos huesudas “…aunque vuel….va el tiempo atrás…” el viejo levantaba el dedo índice y lo observaba embobado, “ya está escrito… todos tenemos (el indigente tose, carraspea) todos tenemos los días contados…” a Ignacio sus palabras lo sorprendieron, pero el indigente de pronto se levantó sin perder el equilibrio, y con una voz nueva, suave, sin los balbuceos y el temblor de ebrio, lo mira fijo a los ojos y le dice claramente “no se puede esquivar el destino”. El viejo se desplomó boca abajo sobre las bolsas, los dos brazos estirados como queriendo alcanzarlo, y con la voz ronca de borracho balbuceó o lloró o suplicó… una monedita por favor…. Ignacio… una monedita. Éste corrió bajo la lluvia hasta dejar de oír al borracho. (… Probablemente advertiría que en su afán de errar entre hastíos cotidianos y angustias magras, no ha trazado boceto alguno que pudiera repercutir en el lento desenlace de sus días. En efecto…) En su carrera por las calles mojadas y vacías tropieza con nuevas incertidumbres. Qué hacer, qué buscar, dónde ir. Percibe aromas distintos, lo humedad lo envuelve, el viento recrudece diseminando sus ideas. Quiere gritar. Se arrodilla sobre el asfalto empedrado, y su grito se confunde con una luz endiablada que aparenta volar hacia él. Trastabilla sobre sus manos desesperadamente y alcanza la vereda. Su alma entera parece palpitar buscando ayuda, pero no hay nadie alrededor. Decide volver. La puerta de su departamento lo detiene en su impulso desquiciado. Algo semejante al pánico lo vulnera y acobarda. Únicamente es el vértigo del sudor en todo su cuerpo lo que infiere el paso del tiempo. La puerta está abierta. Aunque lo alarmante para Ignacio es que el papel está clavado sobre ella con el cuchillo que debía estar en su bolso. Ya no parece conmoverlo el hecho de encontrar sólo un día sin marca. Sin dificultad arranca el cuchillo de la puerta. Tiembla su mano como una fiebre extraordinaria. –Ignacio… ¡Ignacio!- grita alguien en el interior del departamento. Y es una voz conocida, una voz que por algún motivo ha quedado en su memoria. Y entra entonces con una expectativa que le renueva la sangre y el aliento. Se abalanza furioso, cuchillo en mano, contra aquel hombre, sin prudencia ni dudas.
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Y hunde secamente su cólera, su angustia, su multitud de frustraciones contra él, que parecía aguardarlo en silencio. Aquel hombre que ahora tiene su mismo rostro, sus manos, sus mismos ojos quietos. Ya no oye al portero del edificio gritando desesperadamente su nombre, ni el ladrido del timbre, ni las sirenas llegando. Sólo puede ver su cuerpo en el frío piso de la cocina, su torso apagado sobre un charco de sangre, (En efecto no hay papel. Y nunca lo hubo.) la ostentación de un cuchillo atravesando la carne. Ignacio está exhausto y ensancha su pecho para disfrutar del aire, se recuesta sobre su propio cuerpo y cierra los ojos aliviado.
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JORGE DURAN
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Jorge Duran participa un año en talleres teatrales en el ConservaCon torio Nacional de Buenos B Aires. Fue alumno lumno de Galina Tolmacheva en Mendoza. a. Funda Teatro del Hombre y Pequeño Teatro. T Co fundador de Laa Avispa en MenM doza. Su cuento La Fidela recibió el premio de la FAO F y de la Ed. Del Árbol rbol Bs. As. La Ed. Orola Madrid, premió Adiós Mamá.. Y Ed. Vita Brevis, España, el cuento El negrito. Dirigió Laa zorra y las uvas en el Colegio Esquiú en Mar del Plata.
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Casi un ranchito la casa. Por Guaymallén… Caía la tarde… Un alto olor a molienda llegaba de las bodegas cercanas. Alcancé a ver su figura debajo del parral, al fondo de la casita. Alto, desgarbado, de pie, la pierna derecha sobre una silla de totora, encima el bandoneón, el cuello casi colgando sobre el pecho, la melena larga. El fuelle totalmente abierto hasta donde daba. Lo venía cerrando despaciosamente mientras desgranaba una melodía muy dulce, los ligados largos y el compás bien marcado me decía que era un tango y que no debía confundirlo con Bach u otro clásico. Volvía a abrir el fuelle y se perdía en improvisaciones lentas que remataba con acordes fortísimos de una belleza muy sugestiva. En la puerta, una puertita de caños y alambre tejido había dos niñas. Con timidez les pregunté si me podía parar un momento a escuchar. -Pase –Me dijo la más grandecita, de unos diez años. -Pase hasta el fondo.- no le diga nada y siéntese a escucharlo. Tomé asiento en una sillita petiza de totora. Él tenía un puchito apagado en la comisura de los labios. Notó mi presencia, levantó un poco la cabeza, me miró y luego la giró en sentido contrario y volvió a sumergirse en su misterio musical. No puedo decir cuánto tiempo estuve así. Debí seguir mi camino pues ya estaba retrasado. Dije gracias a las niñas. - La más grandecita volvió a hablar: - Gracias a usted, señor. Mi papá toca todas las noches en el “Gaucho Florido”, frente al parque. Al cabo de unos días fui al “Gaucho”. Desde la vereda se escuchaba: “Ensueños” un tango muy sentido y ejecutado de una manera profunda y dramática si es que vale el término. La noche era cálida. Sabía que el lugar era una especie de parada de mujeres de la noche donde se bebía y servían algunas minutas. Me quedé un buen rato en la vereda. Me afirmé en los hierros de un puentecito sobre el canal y cuando terminó el tango entré.
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EL BANDONEONISTA
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Sobre cuatro cajones de cerveza habían improvisado un escenario y ahí estaba el músico. Sobre el piso su sombrero boca arriba para recibir algún dinero. Sentí una gran desazón. El hombre era un artista. Fui hasta el escenario y dejé un billete en el sombrero vacío. Afuera, mientras caminaba en la noche el hombre arrancó con “Adiós Nonino.” Sentí como una urgencia de volver al “Gaucho” y beberme todo el vino que encontrara… Pasaron varios días sin poder sacarme de la mente la figura del hombre tocando su bandoneón. No pude quedarme así… Logré averiguar que padecía una enfermedad. Le daban ataques sorpresivos y varias veces le había sucedido tocando en una orquesta. Pensé en esas dos niñas… Pensé mucho en ese músico sin trabajo y enfermo… No dejo de pensar en ellos.
Todos los días viajo en el subterráneo de la línea C (Constitución – Retiro) en la ciudad de Buenos Aires. En algunas oportunidades encuentro a personas que ya las he visto anteriormente. A ese hombre que no dejaba de mirar, creo haberlo visto con anterioridad. Pero no en el subterráneo, de esto estoy segura. Cabello blanco no muy abundante arriba, pero si largo atrás y se toma la colita con un elástico dorado. Alto, delgado, las manos muy blancas, pulcras, los dedos largos. Lleva un anillo con una piedra negra. Su rostro realmente habla. No es una persona común que pase desapercibida. Sobretodo gris, camisa blanca y corbata negra. No, este hombre no es una persona cualquiera… En uno de los bolsillos del sobretodo sobresaliendo hacia arriba lleva algo así como hojas pentagramadas mezcladas, con piezas de música. Hoy hubo mucho trabajo en la oficina. Estuve muy ocupada y me olvidé totalmente del hombre del subterráneo.
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PARA ELISA
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Ahora que estoy en mi departamento, me vuelvo a acordar del hombre, tanto que no puedo leer el libro que empecé hace unos días. Hace ya un par de semanas que no lo he vuelto a ver. No sé porqué causa quedé tan preocupada por esa persona… Pasaron varias semanas y esta tarde lo he visto desde el taxi que me lleva. Hago detener el coche y bajo raudamente. Por más que busco y busco por las calles alrededor de donde lo vi. No puedo encontrarlo. Es por el barrio de San Telmo. Entro al Británico a tomar un café y me recrimino a mi misma esta circunstancia tan absurda que me ocurre. Me prometo sacarme esta idea de la cabeza. -¡Que me importa quién es! -¿Me importa acaso? -¡No, no, para nada!.. Esta última semana también he tenido mucho trabajo. Después de ocho días de no haberme acordado del hombre, hoy mientras que caminaba por San Telmo otra vez, creí escuchar su voz. Sí, creo haber escuchado su voz. -¿Pero acaso lo he sentido hablar anteriormente? -¿Acaso conozco su voz? Volví a la casa donde creí escucharla. Casita pequeña. Una puerta muy alta con vidrios biselados y dos ventanas a los costados con cortinas blancas pesadas. Alguien tocaba el piano. Mejor dicho alguien ejecutaba torpemente “Para Elisa”. Estoy segura que alguien habló. Pero si seguía parada ahí tendría problemas. Opté por retirarme. Cuando llegué a la casa de mi amiga por la calle Carlos Calvo pensé en contarle el caso pero se me fue de la mente por un par de horas debido a la interesante conversación de mi amiga contándome algo de su viaje a Europa. Me sentí contenta por eso, luego no quise hacerlo pensando en que tenía que superar esto. Tomamos el té y hablamos cosas banales. Han pasado algunos días y no me he acordado del hombre hasta hoy. Caminaba por la avenida Alvear en el barrio de Recoleta y vi de atrás a un hombre de sobretodo gris con papeles en el bolsillo. Lo seguí hasta sobrepasarlo y al darme vuelta para cerciorarme de su aspecto noté que no era él. -¡Así no puedo seguir! -me dije. -¡Así no puedo seguir!.. Días después caminaba por la vereda aquella de San Telmo y al pasar por la casita pequeña escuché la voz. Alguien tocaba “Para Elisa” torpemente.
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Si, escuché perfectamente cuando dijo: -Mi bemol, mi bemol, corrigiendo al alumno torpe. Corrí a la casa de mi amiga y le conté todo de un tirón. Fuimos hasta la casa donde escuché la voz y le preguntamos a la señora que nos atendió, acerca del profesor de música. -Sí, -nos dijo. -Mi hijo que hoy tiene treinta años y es pianista fue su alumno, pero el profesor ya murió hace muchos años. -Se llamaba Germán. Trajo entonces una foto del hombre. Ahí estaba: de pie al lado del piano vertical. La camisa blanca, la corbata negra, el sobretodo gris con las partituras en uno de los bolsillos. Una mano sobre el hombro del niño mostraba el anillo con la piedra negra. Claro, su rostro era más joven.
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IVÁN ALBERTO PITTALUGA
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Iván Alberto Pittaluga nació en Avellaneda eda en 1961. Es docente y escritor. Ha sido finalista en los concursos Sigmar (2010 y 2012) y Elevé (2011). Desde 2009 concurre al taller literario "Entre"Entr líneas" que coordina la licenciada Elsa Todoroff.
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La carta-documento había llegado al mediodía. Muriel estaba recalentando el arroz y unas sobras de la noche anterior cuando golpearon la puerta (el timbre no funcionaba). El empleado de correo le dio la carta y siguió su trabajo, buscando otros morosos en el mismo piso del monoblock. Muriel releyó varias veces el mensaje, buscando inútilmente un resquicio para la esperanza. El olor a quemado la trajo de vuelta a la realidad. Puteando, apagó el gas, pero ya era demasiado tarde. El arroz se había echado a perder. Lo tiró a la basura. No había más para comer, pero no le importó: la mala noticia le había quitado el apetito. Se dejó caer en un sillón, que crujió y se inclinó peligrosamente. Estaba viejo y vencido, pero todavía resistía. Como ella. En el centro de la pequeña habitación, húmeda y oscura, estaba la mesa redonda, cubierta por un gastado mantel de franela verde. Alrededor se habían sentado, en otros tiempos, elegantes señoras de Barrio Norte. Muriel, la echadora de cartas, alquilaba entonces un departamento en la calle Posadas. En esa época, hasta tenía una recepcionista. Cobraba lo que se le ocurría por echar las cartas y adivinar el futuro. Había que pedir turno con un mes de anticipación. Pero todo comenzó a cambiar cuando Muriel supo que tenía un don: podía predecir la fecha exacta de la muerte de su cliente. La primera en recibir esa predicción la tomó en broma. Un mes después, tal como Muriel había dicho, la enterraban en el cementerio de la Recoleta. La segunda salió furiosa del encuentro. Seguramente por eso cruzó la calle sin mirar y la atropelló el colectivo. La clientela de las echadoras de cartas depende del boca a boca. Cuando acertó por tercera vez, las amigas de la difunta hicieron correr la voz: Muriel era una bruja que tenía un pacto con el diablo. Las antiguas clientas ricas desaparecieron, persignándose para alejar a los malos espíritus. Los que empezaron a venir fueron sus posibles herederos. Querían saber cuando su pariente pasaría a mejor vida… y ellos también. No funcionó. Muriel les dijo cuando morirían ellos. Pero no podía saber la fecha de la muerte de un tercero. En pocas semanas, se quedó sin clientes. Logró que la recepcionista renunciara, amenazándola con decirle la fecha de su muerte. Pero dejó de alquilar en la calle Posadas y se fue a Belgrano, después a Villa Adelina, siguió cuesta abajo hacia José C. Paz y finalmente terminó su descen-
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CASTILLO DE NAIPES
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so en ese cuarto miserable del Barrio Pepsi, un inmenso monoblock en Florencio Varela, donde se le acababa de quemar el arroz. Llevaba tanto tiempo sin echar las cartas que dudaba si su don se mantenía intacto. ¿Tal vez, como sus clientes, la había abandonado? Sonó el timbre. ¿Sería la policía que venía a desalojarla? No, era un hombre joven, bien vestido. - ¿Sra. Muriel Mendiondo? Soy Norberto López Prieto, de la compañía de seguros “La infalible”, ¿puedo pasar? Norberto López Prieto sonreía como si tuviera una careta atada a la nuca. Traía una propuesta: querían contratarla para la sección “Seguros de vida”. - Antes de darle el seguro, usted entrevista al cliente, le tira las cartas y después nos dice cuál es la fecha de defunción, entonces nosotros decidimos si nos conviene darle el seguro de vida o no, ¿Me sigue? - ¿Y me van a pagar? – preguntó la anciana. - ¡Por supuesto, abuela! ¡Un sueldazo! Firme acá y le doy un adelanto. - Bueno, no voy a negar que estoy muy necesitada. Pero, ¿podría hacerme antes un favor? ¿Me dejaría echarle las cartas? El hombre de la sonrisa de plástico no se opuso. Se sentaron en la mesa y Muriel mezcló las cartas grasientas. Las fue sacando una tras otra, dejándolas boca arriba. - ¿Y, abuela? ¿Cuánto me queda? – dijo Norberto, sin dejar de sonreír. Muriel sacó una última carta del mazo. Miró a los ojos al hombre y dijo tristemente: - Nada. No le queda nada. - ¿Cómo? En ese momento, el ruinoso monoblock se vino abajo. Cemento, maderas podridas, vidrios y personas se desplomaron ruidosamente, levantando una nube de polvo que tardó horas en disiparse. Los diarios y noticieros comentaron que el viejo edificio cayó de golpe, como caen los castillos de naipes.
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En la vieja casona de Altolaguirre al 1200, hoy abandonada, funcionó hasta el año pasado el “Taller de Suicidios” de Maru Esquivel. Se reunían los viernes, a las seis de la tarde. El primer día, las diez asistentes (porque eran todas mujeres) participaron de un cine debate basado en la película “Mar adentro”, de Alejandro Amenábar. Se sumergieron tanto en la patética historia de Ramón Sampedro que aplaudieron cuando su amiga lo envenena con cianuro potásico. A algunas participantes el tema les pareció un poco fuerte, pero a la mayoría las entusiasmó. Ese mes se la pasaron viendo películas de suicidas, como “Plegarias para Bobby” de Russell Mulcahy, donde un adolescente gay se suicida por la intolerancia de su madre y “Fiesta de despedida” de Randall Kleiser, donde un enfermo de VIH invita a sus amigos a una fiesta antes de ingerir una sobredosis de barbitúricos. Tres asistentes desaparecieron para nunca más volver, pero eso no desanimó a Maru. El segundo mes lo dedicaron a leer biografías. Leyeron sobre el tirano corintio Periandro, de quien Diógenes Laercio cuenta que, para evitar que sus enemigos descuartizaran su cuerpo cuando se quitara la vida, ideó un astuto plan. El monarca eligió un lugar apartado en un bosque y encargó a dos jóvenes militares que lo asesinaran y enterraran allí mismo. Pero las órdenes del maquiavélico Periandro no acababan ahí: había encargado a otros dos hombres que siguieran a sus asesinos por encargo, los mataran y sepultaran un poco más lejos. A su vez, otros dos hombres debían acabar con los anteriores y enterrarlos algunos metros después, así hasta un número desconocido de muertos. Las participantes, entusiasmadas con la propuesta de Maru, estudiaron a diferentes personajes literarios que decidieron dar por terminadas sus vidas: a Césare Pavese que se liquidó con una sobredosis de barbitúricos, a Sylvia Plath que abrió el gas y se dejó morir, a Ernest Hemingway que se voló la tapa de los sesos de un escopetazo y a John Kennedy Toole quien se encerró en su auto y se envenenó con los gases del motor. A medida que desaparecían los escritores, también desaparecían las participantes. El grupo se estabilizó en cuatro seguidoras fieles. A partir del tercer mes, Maru explicó las teorías de Lombroso, quien en “Genio y Locura” señala que los grandes creadores son normalmente gente desequilibrada. También les hizo leer a Kay Redfield Jamison, quien estableció una relación entre los procesos creativos y los desórdenes psiquiátricos y, por supuesto, a James
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TALLER DE SUICIDAS
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C. Kaufman, que en su prolijo estudio sobre unos dos mil escritores muertos, llegó a la conclusión que los talentosos tienen más posibilidades de suicidarse que los mediocres. La tasa de suicidios es mayor entre los que se dedican a la poesía y todavía más alta en las poetisas realmente buenas. Para amenizar las reuniones, Maru invitaba, de vez en cuando, a policías, bomberos y médicos forenses para que contaran los suicidios más interesantes que habían conocido. También visitó la casona el filósofo nihilista Cornelio Destroyer quien disertó sobre su último bestseller: "La vida es una mierda". En los encuentros siguientes, las participantes produjeron poesías, sonetos, haikus y limericks en abundancia. Las musas revolotearon frenéticamente por la vieja casona de Altolaguirre durante esos viernes de primavera. Maru, emocionada por el increíble talento de sus discípulas, las animó a publicar un libro con esas maravillas. Las cuatro mujeres chillaron de alegría y financiaron una edición barata que les salió bastante cara. A fin de año, Maru las desafió con un concurso de suicidios. Ya sea porque la consigna no estuvo bien formulada o porque las participantes se excedieron en su enardecimiento, la actividad fue una verdadera hecatombe: una se pegó un tiro, otra se arrojó de un décimo piso, una tercera se cortó las venas. La ganadora fue, indiscutiblemente, Sonia Martinetti, quien metió la cabeza en la máquina de picar carne de la carnicería de su marido. Las cuatro suicidas fueron veladas juntas en el saloncito estilo inglés donde se reunían los viernes. Después de dar su más sentido pésame a cada uno de los numerosos parientes, Maru les mostraba, entre lágrimas, el librito donde las fallecidas habían publicado sus creaciones. Aunque el precio del pequeño volumen era exorbitante y las poesías eran mediocres, ninguno dejó de comprar un ejemplar.
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LUCIANA PECHACEK
FISURAS DE LO REAL
Luciana Pechacek nació en San Isidro, Provincia de Buenos Aires en 1979. Publicó el relato "Los peces ces de papá" en la AntoAnt logía Literaria Profesor Di Marco 2013, Editorial Aguirre y "Apagar la rar dio" en la selección de relatos breves Prendí la radio y se encendió el aire, Editorial Planeta Color.
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Llego a la ciudad agotada y después de una breve siesta - no sólo soy compradora y morfona, encima me gusta dormir - decido ir a la Plaza de Armas. ¿Realmente se parece a la de Lima, como sospecho? Camino por el Paseo Puente. Paro por un churro gordo, corto y relleno de dulce de leche. Y vuelvo, cien metros después, a buscar otro. En Buenos Aires los churros son más finos, largos y dorados. En Puente 801 decenas de personas comiendo empanadas en Zunino. Merodeo por la esquina, espío, saco una foto. Entro. Aprendo que “de pino” son de carne. No me les animo. Observo a los comensales. Comen parados y toman jugo o café. En Santiago se toma café instantáneo. Sigo y doy con un PreUnic. Me gustan las perfumerías en general y las extranjeras en particular. Es agradable bañarme, de vuelta en casa, y oler a África, Chile, España. Compro un shampoo, un acondicionador de cacao y, cuando me estoy yendo, una crema hidratante de Garnier. A las pocas cuadras, otro PreUnic y una promoción: dos acondicionadores de cereza y mora al precio de uno. Hace frío. De repente, un La Polar y un tapado fucsia a 14.995 pesos. Lo compro, claro. Me prometo volver por ropa interior y zapatos. Y por las empanadas de Zunino. Tengo la hipótesis de que hay poco que vivir después de haber comido una de ésas, hojaldrada y con bastante queso. Acomodo la mochila. ¿Adónde iba? Sólo sé que tengo un tapado fucsia. Entonces aparece, pelada, inmensa, gélida: la Plaza de Armas. Hay poco verde y mucho cemento. Entro a la Catedral, quiero refugiarme en su calor. Los santos me asustan, en especial uno cuyo nombre no me acuerdo - aunque puede que me confunda con Lourdes, metida en esa gruta oscura en la Basílica de La Merced. ¿Cómo soy católica si les temo a los santos? Se me ocurre una idea para un próximo relato: una compulsiva cuya llegada a una plaza se dilata por tanta compra y cuando llega, se desilusiona, no es tan bonita. Empieza la misa. Saco fotos y los feligreses me miran mal. He estado en muchos templos del mundo y nunca me habían mirado feo por ser turista. Quiero anotar la idea para escribir después el cuento pero no puedo. Sería el colmo: los creyentes golpeándose el pecho al grito de “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa” y yo acodada en la pila bautismal, usándola de escritorio. Mejor busco un bar y anoto mientras tomo un café. Salgo. Ya anocheció. Los edificios alrededor de la plaza se llenan de luces anaranjadas. La gente va o
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PLAZA DE ARMAS
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viene, hay músicos tocando, puestitos con tarotistas y angeólogos, una estatua humana me chifla, un borracho me lleva puesta (¿O me lo llevo puesto yo?), un señor pinta paisajes con tinta marrón y un palito. No busco el bar. Prefiero anotar más tarde. Quiero dar otra vuelta por la Plaza.
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Andrés Norberto Baodoino (Norberto berto Dresan): Nació en Buenos Aires en 1956. Docente y escritor. Autor del libro “Rimas de amor y sueños del alma” (Abril 2013). Mención y AntoAnt logía del XXIX Certamen Nacional De Poesía “Letras Argentinas de Hoy 2013” y del XXXVI Concurso Internacional dee Poesía y Narrativa 2013 "La Fuerza de la Palabra”. Finalista, Antología y Mención Especial del Concurso Poesía UDA 2013 del Sindicato Unión Docentes Argentinos. Misiva de agradeagrad cimiento del Vaticano en respuesta a un poema mío enviado a Su Santidad FrancisFranc co.
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ANDRÉS NORBERTO BAODOINO
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Los destellos del sol asoman detrás de un monte e iluminan las copas de los arbustos, se reflejan sobre el pasto y con la helada de la madrugada forman mil luces de colores. La sombra de los árboles casi sin hojas se proyecta sobre el suelo como un gran fantasma, mientras un zorzal con su gorjeo aflautado y reiterativo sacude sus plumas en una rama. A lo lejos el canto del gallo despierta a los animales. Mañana de invierno. Estancia La Potranca, es el nombre que los antepasados le habían puesto pero en realidad es un haras en la actualidad, sitio donde se crían caballos para carreras. La casa del dueño Adrián Lero, un joven empresario que visita regularmente el lugar para controlar sus negocios. Cerca del hogar del patrón como lo llaman sus empleados, está la casa del encargado Lorenzo, un hombre conocedor de su trabajo que con eficiencia se ganó el respeto del propietario. Ahí vive con su mujer María que, además de las tareas del hogar ayuda a su esposo en el cuidado de los animales. Su hijo Leandro con apenas veintidós años colabora como un experto con su padre en la alimentación y reproducción de pura sangre, mientras su hermana Paula un año menor, se ocupa de las compras de insumos. Con ellos y algunos peones que llegan de otro campo se trabaja con mucho entusiasmo pero con tranquilidad; los días pasan en medio de bromas y mates, entre asados y cuentos. Nada hacía suponer que la calma que reinaba en el lugar un día iba a cambiar bruscamente. Máximo es el que administra el dinero que produce el haras, asesora en la venta, paga el sueldo a los empleados, se ocupa de los bancos y del movimiento de dinero. Por lo general pasa dos o tres veces por semana, especialmente cuando está Adrián. La tranquilidad y armonía se rompe cuando aparece Reinaldo, el jockey que entrena a los caballos, un hombre joven pero conocedor de sus virtudes y de su experiencia; es bastante pedante y altanero. Para colmo gusta de Paula, cosa que molesta demasiado a su papá Lorenzo. —Este muchacho no me cae bien, siempre detrás de nuestra hija, que se ocupe de su trabajo —enojado el padre. —Tranquilo querido, ella sabe bien lo que quiere —contesta su esposa—. Además él cuenta con el beneplácito del dueño porque en lo suyo es bueno. No compliquemos las cosas.
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LA AMBICIÓN
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—En eso tienes razón, dependemos de esto para vivir —dice el hombre y continúa—: —Me propusieron un negocio, se trata de sembrar en un campo que alquilaron acá cerca. Necesitan inversión por lo que deberíamos poner ahí nuestros ahorros. —¿Te parece, no será arriesgado? dice María—. No olvides que estamos pagando el departamento que compramos a nuestro hijo, pronto se casará. —Es gente del lugar y para mí, segura; o nos atrevemos o nunca tendremos un futuro mejor —manifiesta Lorenzo. En un par de días arregla condiciones con esta gente, en la que participan varios inversores con el fin de sacar rédito de sus ahorros en algunos y del capital para otros. Avisado por su mujer de que viene el patrón deja de lado sus asuntos para recibirlo. El tema es la venta de un potrillo y se quiere asegurar que todo esté en orden. —Hola don Adrián ¿Cómo está usted? —saluda el encargado. —Muy bien y me alegra ver que acá todo camina de diez —contesta el dueño. —Usted sabe señor que además de una labor, ésta es una dedicación —replica Lorenzo. —A propósito, ¿me da un parte del caballo que vamos a vender? —dice Adrián. —Es un zaino de tres años y medio, ya tiene los cuatro dientes incisivos permanentes, cuello y espalda larga, cruz prominente, cuartos traseros musculosos, cuartilla flexible, alzada de un metro con sesenta y un peso aproximado de trescientos cincuenta kilos —señala el capataz. —Perfecto, buen informe, entonces ya podemos vender. Esta gente quiere un pura sangre bueno —manifiesta contento y agrega—: Ya me comunico con Máximo para que arregle todo con ellos. Pasan unos días y el negocio se cierra, los interesados ven al animal, les gusta y cierran trato. Solo les queda concretar el intercambio del dinero que retiraría el administrador por el potro. Las cosas parecen marchar muy bien y encarriladas, si el haras produce se aseguran el trabajo, el propietario hace sus negocios y todos contentos. Pero como tormenta de verano aparecieron las nubes oscuras y el cielo azul pasó a negro. Indignado con pesadumbre entra Lorenzo a la casa donde su mujer cocina, se desploma sobre una silla a la que casi parte las patas, apoya sus manos sobre la mesa y como si tuviera una pesadilla, se toma la cabeza con sus manos. Respira profundo y le cuenta a María la mala noticia, era evidente que ella tenía razón por el riesgo
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sobre los ahorros; esta gente no eran más que estafadores que si bien habían alquilado las tierras con documentos adulterados con el cuento de progresar y cultivar soja, la misión era quedarse con la plata y fugar. Así lo hicieron, desaparecieron, se los tragó la tierra, nunca mejor dicho y con ellos todo el dinero. María irrumpe en llanto mientras toma con las manos su delantal, como una niña que abraza su muñeca por las noches buscando protección. Se dan un fuerte abrazo y tratan sin reproches de consolarse; se habían quedado sin plata y con deudas, debían empezar de nuevo. Los días siguientes no fueron fáciles pero debían continuar, por supuesto sin decirles nada a los hijos. Llegado el mediodía del sábado, Adrián Lero pasa a buscar el dinero producto de la venta que trae Máximo en un maletín. Los peones con sus labores de cuidado y limpieza de los caballos, Lorenzo y Leandro atendiendo un potrillo que había nacido un mes atrás y Reinaldo montando un corcel que era parte del entrenamiento que le debía dar, sin antes y como era costumbre, revolotear como ave de rapiña a Paula, que elegantemente se hacía la distraída y se refugiaba donde estaba su madre. El administrador ya había llegado con el efectivo, el que no se presentaba era el dueño y ya era la tarde, así que decidieron llamarlo para saber que sucedía. —Hola señor, soy Lorenzo y estamos preocupados por usted, Máximo hace mucho que está. —Si debí llamar para avisar, estoy retrasado se rompió mi camioneta y la están arreglando, cuando termine voy —dice Adrián. Comunicado esto cada uno volvió a sus quehaceres mientras el hombre con el dinero, del cual no se separaba, decide dar una caminata para aminorar la espera y Leandro, que ya había terminado la tarea con su padre va al pueblo por unas compras personales. Así al cabo de un tiempo llega el propietario con su camioneta arreglada, saluda a todos y pregunta por su administrador; todos se miran y no saben qué decir, lo habían visto caminar solo y salen a buscarlo. Un grito desgarrador congela el alma de todos menos el de una persona. — ¡Patrón! ¡Patrón! Venga pronto esto es un horror —llora María. Sobre el piso de una caballeriza está tendido Máximo boca abajo muerto, con un puñal clavado en su espalda; un gran charco de sangre lo rodea. El maletín con el dinero no está. Todos desde la puerta miran azorados, con espanto, no entienden que está sucediendo. En eso llega el muchacho que había ido de compras y se suma al grupo. Adrián todavía con temblor en su cuerpo les dice que no debían entrar ni tocar nada y procede a llamar a un conocido de su padre, el inspector de policía
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Miguel Lisboa. Un hombre casi por jubilarse pero de una gran experiencia. Había entrado a la fuerza policíaca, comenzó como agente, luego oficial, subinspector y finalmente el cargo que posee, funcionario de la secretaría de gobierno. Después de una hora por el camino de entrada aparece un auto con dos personas, estacionan en la casa principal. Baja un joven, ayudante del detective recientemente ingresado a la institución y un señor robusto, alto, de traje gris, camisa blanca, corbata, sobretodo azul oscuro abierto y sombrero negro. Sin duda impacta la figura de Miguel Lisboa. Se presenta, estrecha un abrazo con Adrián y saluda con su mano a cada uno de los presentes. Pide ver la escena del crimen, observa detenidamente junto a su colaborador todas y cada una de las cosas que hay en el lugar; por supuesto a la víctima y el arma homicida. Los invita a pasar a la sala principal y una vez todos reunidos comienza con los interrogatorios: —Saben ustedes el motivo de mi presencia, les pido traten de ser lo más explícitos y claros en sus respuestas. Recuerden cada cosa porque puede ser relevante, lo importante en estos momentos no son los hechos sino los detalles, que me puedan dar pistas de lo sucedido —suena con tono terminante Lisboa, y continúa—: —Por lo que podemos apreciar Máximo lleva un par de horas fallecido, dígame señor Adrián ¿Dónde estaba usted en ese momento? —En la ruta, mi auto se rompió y tuve que esperar su reparación. Cuando llegué nos encontramos con el hecho consumado. —Señora María la misma pregunta, espero su exposición —observa el oficial. —Siempre estuve con mi hija, prendimos el hogar en la sala que estamos y luego fuimos a las habitaciones de arriba, pusimos en funcionamiento las estufas para calentar los ambientes, acondicionamos la habitación del señor y la de huésped. —Deduzco por lo recién expuesto que usted señorita Paula corrobora lo dicho por su madre. —Totalmente, señor inspector. Después de cruzar un par de palabras bien temprano con Reinaldo vine a la casa, terminamos con las cosas de la cocina, pasamos a esta sala e inmediatamente fuimos a las otras habitaciones en el piso superior ante la llegada del dueño y con la posibilidad que viniese acompañado también la de invitados. Estuvimos mucho tiempo arriba —afirma la muchacha. El detective con su sabiduría lograda a través de los años y como zorro viejo, observa a cada uno de los allí presentes mientras formula las preguntas, buscando
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gestos o titubeos que le puedan dar una pista. Mientras su ayudante toma nota, continúa con el interrogatorio: —Muy bien, su turno señor Lorenzo ¿Qué hizo usted durante la tarde? —Estuve atendiendo un potrillo que hace poco nació, curando una lastimadura producto de un alambrado y observando su crecimiento para volcar en una planilla que tenemos para control de los animales. Luego limpiamos el lugar. —Dice limpiamos, es decir estaba acompañado ¿Es eso cierto? —pregunta Miguel. —Así es —afirma el encargado—. Estuve con mi hijo que colaboró en las tareas, pero después se fue al pueblo para hacer unos trámites y cuando volvió como el señor Adrián, ya lo habían asesinado. — ¿Es de esa manera como lo cuenta su padre, señor Leandro? —interroga el policía. — ¡Exacto! Así ocurrió —replica el muchacho. —Por lo que puedo deducir, en algún momento usted Lorenzo se quedó solo ¿Qué hizo entonces? —interpeló Lisboa. —Cuando terminamos con el potrillo mi hijo se marchó y yo acicalé a la yegua para que pudiera amamantar a su cría, me quedé acá observando que todo estuviese en orden —declara el interrogado. El oficial camina por la sala dando vueltas, mira a los presentes e inmerso en la tesis que va armando, piensa todo lo dicho. De esta manera interroga también a los peones que habían estado juntos haciendo tareas de mantenimiento, por lo que era difícil que fuese uno de ellos ya que nunca se separaron. Salvo que hubiesen participado todos y repartido el botín, cosa poco probable pues sería muy evidente. Debía haber otro móvil, otra causa, otro asesino. Llegó el turno del jockey para declarar. Era el último testimonio. —Cuénteme por favor que hacía usted durante la tarde —consulta el agente. —Mi tarea consiste en hacer caminar y correr a las yeguas y potrillos, eso estuve haciendo. Pero en un momento como hacía mucho frío decidí venir a la casa a tomar algo caliente, como la señora María no estaba me serví café, me senté un momento frente al ventanal que da al parque y ahí es cuando vi todo —dice Reinaldo. —Cuente qué observó, por favor. —Con gran estupor vi a Lorenzo cuando apuñaló por la espalda a Máximo, lo arrastró dentro del establo y se quedó con el dinero. ¡Él es el asesino!
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Se hizo un gran silencio, todas las miradas apuntaban hacia el acusado quién irrumpió con voz alta y enérgica diciendo: — ¡Mentira! ¡Yo sería incapaz! Siempre he sido humilde pero un buen hombre y de principios. Tú me inculpas porque yo no quiero que te acerques a mi hija, porque nunca me caíste bien. Es una venganza seguramente. Miguel Lisboa pide calma, se hace a un lado con su ayudante, hablan por unos minutos, observan lo anotado por éste. Con la mano derecha frota su barbilla, camina hacia donde estaba el jockey y le pregunta: —Por favor, dígame ¿A qué hora entró usted a la sala? ¿Estaba el hogar prendido cuándo entró en busca de algo caliente? ¿No había nadie aquí? —Estaba cayendo la tarde, no sé exactamente la hora pues no tengo reloj; sí estaba solo en la sala y el hogar efectivamente estaba prendido. A decir verdad acá el ambiente era cálido y afuera mucho frío, así que tomando mi café vi todo lo sucedido. El inspector camina hacia el ventanal, pasa su dedo índice por el vidrio qué deja una marca, ya que al frío de afuera contrarrestaba el calor de adentro por lo tanto el cristal esta empañado. Se dirige al jinete y mirándolo fijo le dice: —Explíqueme señor Reinaldo, a través de su declaración ¿Cómo hizo para ver lo sucedido con los vidrios totalmente empañados? —y con vos firme continuó: Si yo, al lado del ventanal, no puedo ver ¿Cómo hizo usted sentado en el sillón para distinguir lo que pasaba afuera? Un fuego recorre su cuerpo, su cara enrojece de repente, su respiración se hace agitada. Calla por unos segundos y comienza a tartamudear sin saber qué decir. — ¡Usted es el asesino! —sentencia Lisboa y continúa diciendo: —Enterado estoy por conversaciones con su patrón del interés que tiene por Paula, de la negativa del padre a esta relación y de su pedido con Adrián de ser algún día el capataz del lugar. Visto y considerando los hechos deduzco que en un descuido apuñaló al pobre difunto, no con el fin de robo sino de culpar a Lorenzo quedando a su disposición el cargo vacante y con ello conquistar el corazón de la adolescente, es decir matar dos pájaros de un tiro. Llevando sus manos a la cara Reinaldo suelta un profundo llanto. Lo han descubierto en su macabro plan, pero por ser un inexperto y debido a su ambición cometió un pequeño error que el detective inspector no pasó por alto y pudo desenmascarar. Lo había dicho al comenzar su alocución “Lo importante son los detalles”. El ayudante le coloca las esposas, dan aviso al comisario y al juez interviniente.
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Retiran el cuerpo, llevan preso al asesino y devuelven el maletín con el dinero que estaba escondido entre el forraje de la caballeriza. De a poco todo vuelve a la normalidad, Adrián ayuda a Lorenzo con sus deudas reafirmando su confianza en lo personal y laboral. Contratan otro jinete recomendado por un conocido y el joven empresario se encarga de ahí en más de sus negocios. Es llamativo como la ambición por el dinero vuelve malvada a ciertas personas. Los celos por ver en otros lo que ellos no tienen y la envidia de desear el gozo ajeno, son las penas que en algún momento deberán pagar. Pero la balanza de la justicia tiene dos platos, para el bien de nosotros en uno está el amor.
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GONZALO RODRÍGUEZ
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Gonzalo Rodríguez nació en MonMo tevideo el 4 de octubre de 1955, escritor por reciente afición (una de tantas), ganando mención especial en concurso de cuento breve en ANCAP, 2005 (Uruguay), mención especial en concurso Paco Espínola 2008 (Uruguay), 1er. y 3er. premio en concurso de microcuentos LiL brería Mediática 2010 (Venezuela), 2º premio en concurso Ciudad Galdós 2011 (España), mención especial en concurso de minicuenminicue tos por sms del programa “La Máquina de Pensar” 2012 (Uruguay)
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Yo no había querido partir así, por lo menos esa era mi sensación. Me di cuenta, sin entender, que ni siquiera había preparado equipaje para ir tan lejos… Fue en una mañana espléndida. Se levantaba la bruma del amanecer, el aliento que la tierra exhala y que desaparece con las primeras luces y la brisa. En un arrebato de lucidez, recordé en ese instante a Vasconcellos, “... un viento friíto, friíto...” Y era así el viento que penetraba por la ventanilla del auto, rodando por la carretera, a muchos, muchos kilómetros de cualquier poblado. El barullo de la ciudad era solo una quimera, un recuerdo de algo que viví horas antes, horas trocadas en años. Calles, casas, gente, ¿dónde estaban? No las veía; antes bien, miraba devorando con placer el verde y morado, el oro que el Sol desparramaba a mi alrededor. La carretera cortaba el paisaje en dos. Era una serpiente interminable que se retorcía, subía, se hundía, desaparecía y reaparecía entre sierras. Los cerros, como olas quietas a distancia nostálgica, confundían su gris verde en el horizonte, opacos tonos que quise tocar, en una carrera absurda, deseando llegar allí. Y cuando estuve, más se alejaron. Estaba solo. ¿Y dónde, entonces, las ciudades, la gente? ¿Y mis hijos? ¿Y mis amores? Miré mecánicamente al interior del auto, atrás, a mi costado, buscándolos, aun a sabiendas de lo inútil de ello. Eran parte de mi vida, la mejor parte. Pero ahora no había más que eso, únicamente kilómetros de prados y cerros, hasta el límite visible. ¿Y más allá? No había más allá, no existía. Y si la gente que amaba no estaba allí, ¿en realidad tampoco existía? En mi mente sí, en mi recuerdo, sí. Recordé sus rostros, sus voces, sus abrazos... Pero no estaban. No sé cómo fue. En mis meditaciones y mi comunión con la mañana y el campo, me sorprendió aquello. El sonido me sobresaltó. No comprendí el suceder de tantas cosas comprimidas en un solo segundo. ¡Tantas cosas!, ruidos, golpes, miedos, culpas, dolor… En un instante demente, estuve en el gris verde, en la pradera, entre las nubes; los vi. Vi a mis hijos, la vi a ella; vi a mis padres, mis amigos, mi piano, mi mar, mi niñez; escuché la música, escuché a Beethoven, amé a mis amores, acaricié, besé, lloré. Me hablaron, me gozaron. Me amaron, me odiaron. Odié, mentí, hice mal, hice bien, fui torpe, viajé, recordé, olvidé. Todo en un segundo, un agujero negro que me tragó en frenético viaje. Ya no estaba en el auto. Volaba, miraba desde algún lugar; me observé a mí mismo, y no me importó.
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SIN RETORNO
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Era de buena madera, de rica artesanía en las molduras y los robustos bastidores. El color amarillento y desparejo fue alguna vez blanco satinado. Así lo revelaban las aristas menos expuestas. Un ostentoso marco rodeaba el vano con estrías a diferentes niveles, sobresaliendo del muro varios centímetros. La abertura, desde su umbral hasta el dintel, alcanzaba los tres metros El picaporte, al lado izquierdo, había sido segado y, en su lugar, un amasijo de pasta cubría el agujero donde antes giraba un bronce. Hasta el ojo de la llave fue cegado. Las paredes, decrépitas como la puerta, mostraban irregulares tonalidades entre gris claro, blanco y amarillo, que se mimetizaban con manchas de humedad provenientes del alto techo de bovedilla. Las manchas se confundían con sombras, mutando al efecto de la escasa luz que penetraba por un ventanuco en lo alto. Más abajo de este, el nicho de un interruptor eléctrico estaba toscamente relleno con papel. En las noches se repetía la metamorfosis entre manchas y sombras, cuando la lámpara estaba encendida. Ella colgaba de un precario cable, que nacía de un hueco lejano en el centro del techo. A veces bailaba, merced a una corriente de aire que penetraba por una oculta hendija. La danza de sombras y manchas mantuvo la atención de Pedro desde que la lámpara se encendió, como todos los días, a la misma hora. Algunos pegotes en la superficie de la bombilla se agigantaban y cobraban vida en las paredes. Iban y venían cuando algo soplaba desde afuera. Formas imprecisas que estimulaban su imaginación. Una de ellas se movía sobre la puerta. Saltaba sobre las molduras del bastidor. Los ojos de Pedro, como dos péndulos de opaco azul, seguían el vaivén. Continuó moviendo los péndulos, hipnotizado, hasta que los posó repentinamente a un lado de la puerta, y los dejó allí, quietos. Quedó tenso. Parpadeó varias veces y miró fijo para asegurarse de lo que veía: un negro y fino espacio vertical entre el borde de la hoja y el marco. La línea recta de éste, se unía perpendicular a un ángulo de escasos grados, también negro, en el dintel. La puerta, no tenía dudas, estaba abierta. Pedro quedó mirando la puerta unos instantes. Había olvidado las sombras y las manchas. Se hacía preguntas: “¿Habrá sido una corriente de aire? ¿Cuándo sucedió, cómo…?” No recordaba haberla visto así antes. Se levantó de su cama, dio unos pasos sobre el frío piso de monolítico, con cautela, acercándose hasta quedar a dos metros de la puerta. Se detuvo. La oscuridad a través de la hendidura era absoluta. Allí, parado y mirando hacia la negrura, pensó que nunca había visto salir a na-
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LA PUERTA
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die. Ni entrar. “¿Siempre estará oscuro detrás de la puerta, allí dentro? ¿Qué tan profundo será ese pozo de silencio?...” De improviso, una sombra se movió sobre la madera, y los goznes crujieron. Su sobresalto fue tal, que casi cae al retroceder, sin dejar de mirar la puerta. Quiso tranquilizarse: “Fue una leve ráfaga”. Se quedó muy quieto y estiró el cuello, adelantando la cabeza, al acecho. Aguzaba sus oídos tratando de captar algún sonido, cuando el latido del reloj en su mesita de noche llamó su atención. Le taladraba la cabeza aquella monótona monserga de las horas. Fue hacia la mesita, tomó con decisión el reloj y lo escondió bajo la almohada, convencido de que entre lienzos y plumas ahogaría su mecánica palabrería. Se volvió y se paró un poco más cerca de la puerta; en un principio, el silencio era total, pero segundos luego le pareció oír pasos muy lejanos, que cesaron de repente. Escudriñó con ansiedad el estrecho abismo. Silencio otra vez... Seguía inmóvil, hasta que se estremeció tal como si despertase de un sueño, y sintió el frío en la desnudez de sus pies. Los miró: había salido de su cama sin calzarse. Cuando era niño, alguien lo había asustado:-El Diablo te va a llevar de los pies, si no te portas bien...-Desde entonces, no pudo dormir nunca con los pies destapados. “¿Estará el Diablo detrás de esa negra hendija?” Súbitamente, se sacudió, volteó su cabeza hacia atrás y recordó que debajo de la almohada estaba el reloj, que seguía martillando sus tímpanos y su cerebro. Corrió hacia su cama y tomó con ira aquella máquina. Luego de arrojarla fuertemente contra el piso, vio su corazón saltar y rodar enredado en una espiral de fino metal. Otras vísceras se desparramaron mientras sonaba por última vez una de las campanas, golpeando contra un badajo de monolítico. -¡Ahora me dejarás en paz!-, gritó Pedro, y giró otra vez hacia la puerta. La fina abertura permanecía oscura y él pensó que, sin picaporte ni llave, nadie hubiera podido abrirla del lado opuesto. Solo él podría haberlo hecho, empujando hacia allá. ¿Lo hizo y no lo recordaba? -¡No, no fue así!- Estaba seguro. -¡Sé muy bien lo que hago!- Algo cortó en seco su monólogo: escuchó el golpe de algún cacharro y un breve carraspear, más allá de la puerta, lejos... Calzó sus pies, vulnerables y fríos. Vencería al miedo con el miedo: acercó su desgreñada cabeza a la negra abertura; sus oídos no recibieron sonido alguno, y una discreta brisa pasó breve por su rostro, el aliento que salía de aquella boca apenas abierta. Entrecerró sus ojos mientras los forzaba a ver en el vacío. Nada. Podría empujar la puerta, tan sólo un poco, un poco... Su mano izquierda se levantó lentamente hasta casi tocarla, pero no se atrevió. No sabía qué encontraría detrás ¡Oyó pasos en una escalera! Eran distantes pero nítidos. Se apartó de la puerta como si hubiese tocado una brasa. “¿Vendrá alguien?” Su mano derecha temblaba en forma
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compulsiva. No quitaba su mirada del espacio estrecho entre el marco y la hoja. Nada. Retrocediendo lento, terminó sentado en la cama. Así quedó unos minutos, sin ver ni escuchar algo distinto a las sombras y el silencio. -¡Claro! ¿Por qué no lo pensé antes? ¿Por qué no se me ocurrió?- Sus ojos estaban habituados a la luz del ambiente. No vería nada al otro lado de la puerta, con esa luz. Esperaría a que se apagara, a una hora determinada, antes de dormirse. “¿A qué hora?” No tenía ya el reloj. “¿Faltará mucho aún?” Vaciló unos instantes. Decidió no pasarse así toda la noche: quitaría la bombilla eléctrica. Llevó la mesita de luz hacia el centro de la habitación; se subió y se dispuso a ello. Aún estirándose no llegaba a asirla. Dio dos o tres pequeños saltos, hasta que su temblorosa mano derecha sintió el calor cercano. Logró golpear la lámpara una vez, y cayó al suelo. El movimiento de la bombilla infundió frenética vida a las sombras y las manchas. Sombras que se agrandaban, se movían, se estiraban, mutaban. -¡No, atrás!-, gritó Pedro. Tuvo fuerza suficiente para incorporarse y arrojar con ira una de sus zapatillas hacia la luz. Una sorda explosión desparramó añicos de vidrio y penumbra por todo el cuarto. Corrió hacia la puerta pero, sin atreverse a tocarla, gritó por la abertura: -¿Quién es? ¿Quién está allí? ¡Miren... no hay luz, veo mejor!- Podía ver un tenue resplandor más allá de la puerta. Tímidos, llegaron breves sonidos, se insinuaron lejanas voces, algo se fue avivando. Algo se movía, alguien corría, alguna luz se encendía. -¿Quién es? ¿Quién está?-Daba gritos. Estaba paralizado ante la puerta. Algo crecía allá dentro.-¿Ya vienen, ya vienen?-Por el estrecho espacio llegaban, más y más cerca, ruidos, luces, pasos y golpes. Pedro reía ahora, tocaba su cabeza con la mano izquierda, levantaba sin control la derecha, señalando la puerta: -¡Que vengan, que vengan... no hay luz y los puedo ver, vengan!-Los pasos eran nítidos. Algo corría allí atrás, algo daba voces, algo iluminaba... Algo rozó la puerta, se escucharon cerrojos, sonaron voces. La puerta se abrió, no fue Pedro... ………………. Un pobre rayo solar atravesaba el cristal sucio del ventanuco, incrustado en lo alto del muro. En la pared contraria, un haz de luz acariciaba las manchas de humedad. Las lamía de arriba abajo, pero sin embargo no se movían. Por un instante, la bombilla eléctrica pareció encendida con una luz prestada. El haz siguió su camino sobre la pared, hasta dar con la cama de Pedro. Él observaba el entorno con su rostro distendido y una sonrisa perenne. No tenía miedo, ni ansiedad, ni preocupación. Todo estaba en orden: las manchas, las sombras, la lámpara, la puerta. Mirando hacia la puerta cerrada, se preguntó cuándo vendrían ellos otra vez.
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MARÍA SOLEDAD RICO
FISURAS DE LO REAL
María Soledad Rico, Rico nacida en Buenos Aires en 1979. Publicó el cuento "La caída", en antología "Murmullos en el papel", Dunken. Actualmente, trabajando en propr yecto de publicación de cuentos.
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“Te dije que guardaras guita para comer algo decente… Además hay cuentas que pagar Carlos. ¿Vos sos o te hacés? Me tenés harta.” Dijo Marina, retorciendo los labios para detener el mentiroso llanto. Me ponía furioso cada vez que la veía llorar, era, sin dudas, un acto manipulador. Hubo veces en que hasta llegué a golpearla al ver asomar sus putas lágrimas. A diario discutíamos por lo mismo, era insoportable. Ella me decía que yo cobraba y el dinero iba desapareciendo sin dejar otra cosa más que libros en el camino. Yo era el único que trabajaba, tenía derecho a gastar mi dinero en lo que se me diera la gana. Conseguir este trabajo en la librería fue lo mejor que me pasó en la vida. Soy un gran lector y esto… Esto era el paraíso. En un principio la convencí de hacer las compras con la excusa de que me hacían importantes descuentos por ser empleado de la librería. Pero con el tiempo las cosas empezaron a cambiar de color, se volvió muy pesada. Mordiéndose la falsa angustia, Marina se fue a su cuarto y me dejó al fin solo. Pasé la noche primero entre lecturas y luego sumiéndome en la oscuridad de la cocina, con la única preocupación que me absorbe realmente: pensar en cuál es el libro que voy a comprar al día siguiente. Eso me llena de satisfacción más allá de quitarme el sueño. Afortunadamente, aún cuento con lugar disponible en mi biblioteca. A las paredes del departamento atornillé un mueble con estantes que construí con mis propias manos. Ocupa, prácticamente, desde el techo hasta el piso. Todas las paredes del living, pasillos y el cuarto están tapizadas de hermosos libros. Los hay de todos los tamaños, colores y gustos. Si hay algo en lo que no me puedo mantener es en una línea de lectura. Leo todo. Por suerte no cuento con mucha ropa, lo que me permitió quitar los roperos y guardar todo bajo la cama. Marina no estuvo de acuerdo, pero no me importó porque lo primordial era hacer más lugar para los libros. Al día siguiente, Marina me sorprendió todavía en la cocina. Tenía una valija en su mano. Me estaba dejando por otro más joven y con más dinero. Me dijo que estaba cansada de mí, que nunca hablábamos de nada, que vivíamos en la miseria por mi culpa, que nunca cogíamos y no se qué paparruchadas más.
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BOOKS
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FISURAS DE LO REAL
Infeliz, no entendés nada… Ojalá te mueras antes que yo así voy a tu entierro y bailo sobre tu tumba. Mejor si te vas, para lo único que servís es para gastar mi plata. En cuanto pegó el portazo volví automáticamente a mi rutina. Todos los días caliento agua en el calentador eléctrico y uso el mismo saquito de té durante una semana. Después de tomarlo me preparo la vianda para el trabajo, que consta de algunos fideos sin aceite ni nada. A diario el mismo plato para no perder el tiempo pensando en frivolidades. Por las noches a veces, si se me antoja algo exótico y sin que los vecinos me vean, revuelvo la basura ajena a la pesca de algo no mohoso para cenar. Por suerte, a algunos parece que les sobra el dinero y tiran cosas en perfecto estado. Las duchas con agua fría vienen bien para reactivar las funciones cardíacas, lo leí en uno de mis libros de medicina. Así es que me hicieron un favor cuando me cortaron el gas. Mientras tenga el calentador eléctrico voy a poder seguir tomando mi té y cocinando mis fideos, que es lo único que necesito para subsistir, además de mis preciosos libros, así que se pueden meter el agua caliente en el culo. Y nada de jaboncitos ni champucitos, esas cosas son de puto. Antes de partir hacia el trabajo, me pongo mi uniforme, al cual trato de lavar pocas veces para que no se destiña. Tuve que ajustar otra vez un poco más el cinturón. Me preocupa, ya casi no me quedan agujeros para retroceder y no quisiera tener que agujerearlo, fue un regalo de mi padre para mi cumpleaños número catorce. Debe ser por culpa de la hija de puta esta, me estresó tanto que me hizo adelgazar hasta quedar piel y huesos. Rumbo al trabajo, suelo pasar por un frondoso parque y siempre que miro sus bancos, sueño sentarme en alguno de ellos a leer al sol. Inmediatamente caigo en la realidad, es una total estupidez sacar a los libros de la seguridad de mi casa. Podría pasar cualquier cosa, que me sorprenda la lluvia o que algún pájaro los cague… Se arruinarían. No, inmediatamente la idea es abortada, aunque la imagen mental de la lectura al sol siempre se hace presente al día siguiente. Los días laborales transcurren generalmente en tranquilidad, salvo por algún que otro imbécil que me interrumpe al momento de estar eligiendo el libro que me voy a llevar ese día. Metódicamente, uno por día como mínimo, bien envuelto en papel y luego en una bolsa. A veces son dos o tres, depende de mi bolsillo. Puedo ahorrar bastante más ahora que no pago por la electricidad. En uno de mis libros explicaba paso a paso cómo hacer para colgarse de los cables maestros que abundan en lo alto de las calles.
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Al llegar a casa, ceno rápidamente para poder empezar a leer lo antes posible ya que un libro debe ser terminado en no más de cuatro noches. Y así todos los días de mi vida pasan en la más absoluta felicidad. No necesito ninguno de los lujos de pequeño burgués que se da la mayoría de la gente. No necesito esposa, ni televisión, ni teléfono, ni nada, solo mis libros y siempre estarán esperándome al volver a casa.
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JULIAN PISCHETZ
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Julian Pischetz: Nacido en 1977. Lector, escritor y dod cente. Reside por estos días en la ciudad de Mendoza. En el momento de editarse ed la antología Fisuras de lo real trabaja en una serie de micro relatos que giran en torno a la violencia explícita.
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TUMBA SIN NOMBRE
El viento acaba de acariciar el frío metal como si fuera una navaja rasurando un lánguido rostro. Las vías del ferrocarril que parecían muertas han empezado a retumbar. José es el mótorman del convoy, su mirada muestra cierto interés por el futuro cercano. Ninguna estación lo espera, tampoco existen ya pasos a nivel que modifiquen su destino. Nadie cambiará de trocha, ni siquiera el chancho imprecará a un polizón dentro de la formación para alterar el devenir. José se desliza, como sus sueños, desde la máquina hacia el último eslabón de la formación. Sin darse cuenta da vuelta la copa del gobernador, pero este ni siquiera parece haberse dado cuenta, es más, José acaba de percibir que la rechoncha figura del temible político ya no se encuentra en el lugar, ¡nada se encuentra en su lugar! Los ejes de la máquina deambulan por el corredor, el vapor de la caldera forma figuras confusas en el cielo, el silbato de la locomotora pita penal y el foguista, tan entrañable amigo, deja su uniforme y se alista en el 101 de paracaidistas. Sólo queda él, dudando de su existencia pretérita y futura. ¿Será un fantasma? ¿Tal vez el resabio de algún hechizo egipcio? ¡No mi amigo! si fuera así el final estaría mucho más cerca de lo aparente. Acaba de empezar el viaje. Todos saben que él no lo sabe. ¿Pero lo presiente? Sacude su cabeza, trata de despejar las nubes que embotan su mente, apura otro trago y da un paso hacia atrás, aunque, tal vez no lo sepa, o a lo mejor no quiere darse por aludido, acaba de emprender el último salto hacia el abismo, ya no hay vuelta atrás; pero siempre está el pasado, diferente en cada caso. José, el mótorman, tal eternauta bizarro, acaba de penetrar en el mundo de lo inimaginable.
Vuelta a casa Retorna al hogar, confundido tal vez, siempre decidido. Su mujer lo espera con los quejidos de su inseparable desazón y el eco del hambre en cada rincón. José entorna la puerta, pero ya su mujer no está, ella murió plácidamente en un pasado que es imposible rememorar. La puerta apunta hacia el sol, la luz cada vez se hace más insoportable, el ruido metálico estremece los huesos del mótorman, la desespe-
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El viaje eterno
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ración de lo inagotable se vuelve cada vez más omnipresente. José solo atina a aferrarse del freno y jalar violentamente de él. Sólo ha logrado abrir la puerta, y con el mínimo resplandor que se proyecta desde la cocina, observa la silueta de su mujer, ella está a punto de estamparle un golpe por haber llegado borracho tras horas de ausencia, supone que gastó los pocos dineros con los que contaban.
El tren acaba de reabastecerse con agua, extraña figura para una maquinaria diesel. José trata de despertar al foguista, pero algo que parece ser un resplandor de un pasado inexistente le hace caer en cuentas de que la máquina hace cincuenta años que no se mueve a vapor. Despabila sus pensamientos y entra en razón; nunca ha llevado un tren a vapor. El silbido de la máquina cada vez se hace más presente, el crepitar de los maderos anuncia la potencia máxima. El mótorman piensa... se acaba el carbón, ya no hay estaciones de agua para recargar los depósitos. Confundido se da vuelta y se encuentra en la penumbra de la habitación de su pequeño hijo, desnutrido, a punto de desvanecerse, ¡pobre niño!, si hubiese sido alimentado mínimamente podría llorar o gritar de hambre. El guarda aparece y reclama más velocidad, desde la capital le han informado que están atrasados. José, con toda la calma de un buen desesperado, observa las chispas que surgen al contactar la maquinaria con los rieles, ¿rieles? ¡Esta ruta jamás fue concluida! El puente sólo es un abismo que divide la nada. El niño intenta tomar aire para sollozar, pero nadie le enseñó... El gobernador quiere entrar en pánico, golpea la tapa de madera de un cajón sordo enterrado en un cementerio desconocido. El chancho abre sus ojos con terror; ¡el foguista! El foguista es solo una ilusión de máquinas pasadas que se movían con vapor. El llanto inexistente de su hijo atormenta a Juan. Su mujer levanta el brazo sosteniendo violentamente el palo de amasar. La máquina en sus últimos estertores ha llegado a la estación. Pero José se apeó en el medio de la nada, todavía lo acompañan el silbido incesante y el llanto ahogado de su infancia. La puerta continúa abierta, Juan intenta abrirla con empeño, su madre cada vez que la cierra ríe macabramente. El tren vuelve a partir de la estación, no existe final.
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Infancia
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Mariano Contrera Contre nació en Lobos, Buenos Aires, Argentina, en donde vive hasta la fecha. Luego de finalizado inalizado el colecol gio secundario, estudió profesorado en inglés, trabajantrabaja do de esta profesión en varias escuelas de la zona. En 2010 lanzó l su primer libro “La idea fija”, con más de 400 ejemplares vendidos. A principios de 2013 publicó su segundo libro, “Media hora de felicidad” que ya cuenta con 300 ejemplares vendidos. Recientemente Mariano haa sido premiado en concursos interinte nacionales desarrollados en Uruguay y dos en España.
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MARIANO CONTRERA
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Hacía un tiempo ya que mi padre había fallecido, no tanto como para olvidar el asunto, pero lo suficiente como para poder volver a entrar en su casa sin angustia o tristeza. Había llegado el momento de clasificar sus pertenencias, y ver cuáles eran para limpiar, ordenar o tirar. Vivía solo el viejo Héctor, mi madre había muerto hacía cerca de diez años, y él nunca quiso moverse de su morada, a pesar de ser demasiado grande para una sola persona. Mi hermano Patricio, mayor que yo y un tanto más sensible, no estaba en condiciones de hurgar las pertenencias de nuestro padre sin echarse en lágrimas, por lo cual la tarea recayó sobre mí. Fue simple, no había demasiada suciedad, ni demasiadas posesiones innecesarias, no acostumbraba el viejo Héctor acumular porquerías, todo lo inservible lo tiraba, y lo que estaba en desuso lo donaba a Cáritas, según él allá por el año no sé cuánto debieron recurrir irremediablemente a la caridad por mucho tiempo, mi abuela los crió sola a él y a mis cinco tíos con el sueldo de una empleada doméstica. La mayoría de su ropa (salvo por una camisa que tomé para mí, y el sweater que le regalamos para el último cumpleaños que permanecía aún sin estrenar) fue regalada a una familia necesitada que conocíamos, y los muebles fueron llevados a un remate (excepto por un roperito que me llevé, y una cómoda que fue a parar para mi hermano), sólo quedaba revisar el altillo. Me adentré sigilosamente, procurando no golpear mi cabeza con el bajo nivel del techo, y a la vez mirando los escalones para no tropezar con nada. Lo primero con lo que me topé fue una enorme caja con juguetes maltratados y destruidos de nuestra infancia, la cual llevé a casa para una clasificación más intensiva. Cuadernos viejos de nuestros colegios primarios, carpetas y demás, dudé entre sacarlas afuera para el cartonero o llevármelas, opté por lo segundo, quizás Patricio me lo reprochara después. Un televisor blanco y negro, una vieja antena de parrilla toda doblada, algunos libros y enciclopedias antiguas, algunos discos de tango, y un Winco que atesoré para mí. Luego más bolsas de apolillada ropa vieja, alguna incluso de cuando nosotros éramos chicos, amarillentos diarios antiguos, revistas “Gente” de los años setenta y ochenta, “TV Guías”, y “Para Ti” (seguramente éstas últimas pertenecientes a mi madre). Fue en una caja más pequeña, como del tamaño de una caja de pizza, que encontré un álbum de figuritas, cuidadosamente envuelto en una bolsa de celofán, era del mundial del ’62, y mientras lo estudiaba detenidamente con la linterna comprobé que estaba casi lleno, y digo casi porque luego mirándolo en mi casa
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IVAIR SNOCKSOVICH
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comprobé que sólo una figurita faltaba, la del número cuatro de Checoslovaquia, un tal Ivair Snocksovich. Los demás diez rostros duros y ataviados con gruesos bigotes eran testigos de la falta de uno de sus compañeros de equipo. El tiempo pasó, rematamos los muebles, vendimos la casa (afortunadamente apareció un comprador al poco tiempo), fuimos cerrando la herida y haciendo el duelo, pasó el bastante tiempo como para que revisara todos los juguetes que había en aquella caja encontrada, sin necesidad de llorar frente a mi hijo. Cada autito traía a la memoria una navidad en familia, el muñeco de He-Man mi cumpleaños número doce, el auto de los Cazafantasmas mis catorce, ése fue el año en que el tío Rubén se puso en pedo, después encontré un muñeco de Mr. T, me lo dieron en la navidad del ochenta y cuatro. Había una réplica del “Auto fantástico” pegada con cinta aisladora, que mi hermano deliberadamente había pisoteado luego de una discusión de fútbol (él de Boca, yo de River, en esa época fanáticos los dos, hoy en día ya dejó de importarnos en lo absoluto). Limpié el tocadiscos que había encontrado, y escuché nuevamente luego de muchísimos años uno de los pocos discos de vinilo que poseo, Led Zeppelin II. Usé la camisa a rayas del viejo, y su sweater a rombos, ya había pasado el lapso suficiente como para recordarlo sin necesidad de que la memoria me jugara una mala pasada emotiva y me hiciera llegar a los sollozos, podíamos recordar ya los momentos divertidos, las locuras de papá, las maldades que les hacía a los vecinos, y cosas así. Fue en ese entonces, a cerca de un año de su muerte, que volví a encontrar el álbum de figuritas, lo saqué de la bolsita de celofán y lo estudié en detenimiento. Los colores psicodélicos de su portada hacía fácil notar que databa de mediados de los sesenta, estaba en perfectas condiciones de conservación, y las figuras en su interior estaban prolijamente adheridas, ni torcidas, ni chorreadas de pegamento. Sólo faltaba algo en esa fatídica página, en la cual la figurita número setenta y nueve no estaba, Ivair Snocksovich. Por cómo estaba conservado, en condiciones impecables, y envuelto en nylon, supe que era algo importante en la vida de mi viejo, algo que desde su temprana adolescencia estaba pendiente, durante años no había dejado de buscar la figurita que le faltaba, ésa, la difícil, porque todo álbum tiene una que es la difícil, no sé si es un mito o si verdaderamente la cínica fabrica deliberadamente imprime menos cantidad de una figurita en particular con la intención de que sea virtualmente imposible de conseguir. Busqué en internet, y descubrí que hay miles coleccionistas, que compran éstas cosas, álbumes tanto inconclusos como llenos, pagando muchísimo más dinero por los que estén completos, entré en foros especializados y pregunté por la que necesitaba, si alguien sabía dónde podría encontrarla, -No existe, es un fantasma- me dijeron directamente, según éstos fanáti-
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cos y conocedores del tema, la fábrica no había impreso ningún ejemplar de Ivair Snocksovich. Ante mi descreimiento me explicaron la historia que todos los coleccionistas especializados conocen. Aparentemente la imprenta Gandulfo Hermanos S.A. se estaba fundiendo, estaba en convocatoria de acreedores, debía mucha guita y los cheques rebotaban, se la jugaron, decidieron sacar el dichoso álbum mundialista (el primero en el mundo con motivo de una copa de fútbol) a nivel nacional, con una tirada de impresión enorme. Todo iba viento en popa, hicieron tantos ejemplares como pudieron, fueron progresivamente imprimiendo todos los equipos participantes y uno por uno los jugadores del mundial, todos los protagonistas, pero faltándoles muy poco, y con muchos productos ya rondando la calle, llegó la liquidación antes de tiempo. Apareció la orden del juzgado de desalojar las instalaciones de la fábrica adquirida por una imprenta de libros de cocina, quedándoles pendiente para imprimir exactamente una figurita, Ivair Snocksovich. Busque lugares específicos de coleccionistas en Capital y, aunque no lo pudiera creer, había cientos de especialistas en éste “arte de completar y coleccionar álbumes”, cómo citaba la página del club argentino de figuritas. En varios locales me ofrecieron comprármelo, pero ninguno sabía nada del paradero del aguerrido defensor Checoslovaco. Era reconocido por tener en su mano izquierda un dedo supernumerario, jugó cincuenta y tres partidos en su selección, anotando doce goles (según Wikipedia). Jugó solamente en el fútbol local de Checoslovaquia, en una época en que las transferencias al exterior no eran tan comunes como hoy en día. En una obscura galería comercial casi abandonada del barrio de Colegiales, húmeda y fresca a pesar del calor reinante en el exterior, local dieciocho, se encontraba una de esas tiendas especializadas, “Juntar y pegar”. Un muchacho alto, grandote, detrás de un pequeño y frágil mostrador de vidrio con pequeñas figuras envueltas en bolsitas de celofán, no había nada en el diminuto local, nada en las paredes, ni afiches, ni plantas, ni decoración de ningún tipo, solo el hombre, el mostrador, y una repisa detrás con un par de carpetas. Le mostré el álbum, y le expliqué la historia de mi viejo. -¡Ah, Héctor! ¿Vos sos el hijo? Mira vos…qué grande que estás. Siempre me hablaba de vos y de tu hermano. ¿Cómo anda el viejo?- Tenía una voz ronca y profunda que combinaba perfectamente con su gran tamaño. -Muerto.- Respondí. Demasiado seco tal vez, pero no había mucho más que decir. -Uh, lo siento mucho. Mirá, él siempre venía, una vez al mes más o menos, siempre buscando eso mismo que buscás vos. Esa figurita en particular, pero yo le
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expliqué que era imposible de conseguir, busqué por todos lados, a cada viaje que voy a comprar pregunto, me fijo en convenciones… todos me dicen que es imposible, que la fábrica se fundió antes de imprimirla. Es un fantasma, nunca nadie la vio, no existe.Averigüé al tiempo, mediante un amigo que trabaja en el Registro Nacional de Sociedades y Empresas, que la imprenta había estado radicada en la ciudad de San Carlos, provincia de Santa Fe, por lo que mis siguientes vacaciones emprendieron el rumbo de la mencionada ciudad, muy bella por cierto, con un río y algunas playas. Me costó convencer a mi esposa de ir a descansar allí, pero con la excusa de que es muy seguro para nuestros hijos y tranquilo para relajarnos nosotros, finalmente aceptó. No quise revelar mis verdaderas intenciones respecto a la ciudad, porque hubieran sido tratadas con desmedro, calificando toda la campaña de búsqueda cómo una reverenda boludez. Desde que descubrí el álbum, y sobre todo a partir del momento en que comprobé que hasta sus últimos días mi padre no había dejado de buscar la dichosa figura del balompié, no pude dejar de pensar en el pobre viejo, mi viejo. Soñaba con él, vagando en éste mundo sin poder partir al cielo hasta no dejar sus cuentas saldadas aquí en la tierra, y su cuenta pendiente era precisamente ésa. La noche antes de partir a Santa Fe, con las valijas ya listas, sin poder dormir divagaba y alucinaba, Héctor aparecía en la obscuridad de mi habitación, rogándome la concreción de su único proyecto inconcluso. Todo lo que supo proponerse en vida mi viejo logró conseguirlo, comenzando con superar una infancia difícil. Creció con lo justo y sin caprichos, en una familia pobre de las afueras de Lobos, trabajó desde chiquito en la pequeña granja de su familia, plantaciones a pequeña escala de tomates lechugas, acelgas, etc. Punteaba y araba, cargaba baldes y baldes de agua para regar los almácigos, cosechaba y volvía a plantar. Su historial de esfuerzo desmedido no aminoró cuando se enamoró de mi madre, alta y hermosa, rubia, de familia con buen pasar, le costó muchísimos, demasiados rechazos, pero ganó por cansancio luego de tres años de perseguirla con flores, bombones y poemas. Se casaron, y a fuerza de romperse el culo trabajando logró levantar la casa en la cual vivimos todos hasta hace pocos años. Nació mi hermano mayor, y a fuerza de más sacrificio pudo conseguir un ascenso en su trabajo que bastara para darle de comer, al nacer yo la exigencia no bajó, busco un segundo trabajo. Nunca se quejó, nada se interpuso entre él y sus sueños, no hubo un día de mi infancia en el que recuerde haberlo visto quejándose, o de ml humor, o sin ganas de jugar con nosotros. Por eso mismo no podía dejar de pensar en él, y sabía que la muerte no sería obstáculo suficiente como para detenerlo
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en la búsqueda de su única cuenta pendiente, ésa figurita de mierda, ése fantasma de su niñez. Tanta suerte tengo que al llegar a San Carlos llovía como perro, llegamos al hotel, nos instalamos, almorzamos allí mismo y nos volcamos a la siesta. Habré dormido media hora, a pesar del cansancio de haber manejado toda la mañana, un sueño incómodo (no alcanzaba a calificarse como pesadilla) me despertó, otra vez imágenes de mi viejo. Tomé un café en el barcito del hotel, e intenté averiguar todo lo posible sobre la imprenta. Afortunadamente San Carlos es una ciudad pequeña, de unos cuarenta mil habitantes, por lo que no me fue difícil obtener información. En el edificio que pertenecía a la fábrica actualmente hay un pequeño centro comercial, me dio la dirección acompañada de las correspondientes instrucciones sobre cómo llegar, pero no sin antes advertirme que los tres hermanos que formaban la sociedad habían fallecido, quedando en la ciudad sólo un nieto, otro de los hermanos Gandulfo murió sin descendencia, y el tercero tuvo un solo hijo que vive actualmente en Méjico. Mi única opción era encontrarme con este tipo, y averiguar si existían ejemplares de lo que yo buscaba. Visité el lugar, compré un mate de recuerdo en un local de la galería comercial, en las antiguas instalaciones fabriles. Haciéndome el boludo obtuve diversas informaciones con los lugareños, hasta que obtuve el paradero del heredero de Gandulfo Hermanos S.A., vivía aún al lado de la que supo ser la fábrica, en la casa que una vez perteneció a sus padres. Ya que estaba allí me la jugué y le toqué timbre. Había hecho cuatrocientos kilómetros y estaba a diez metros de la casa del tipo, no iba a irme sin intentarlo. Me atendió una nena, supuse que sería la hija, inmediatamente la madre tomó su lugar, preguntando con la desconfianza común de los días que corren cuál era mi propósito allí. Le expliqué que buscaba a alguien que tuviera algo que ver con la imprenta, que tal vez su marido podría ayudarme. No estaba, o eso dijo al menos, le aseguré que volvería a pasar antes de irme. El segundo día en la provincia fue soleado, por lo que disfrutamos de un día de playa y diversión en familia, aunque no podía sacarme de la cabeza el verdadero motivo del viaje. Cenamos afuera, en uno de los pocos restaurantes de la ciudad. El tercer y último día en San Carlos fue caluroso en extremo, cerca de treinta y siete grados, por lo que escasamente salimos del río, fuimos a media mañana y solo dejamos el agua para un frugal almuerzo bajo las plantas. Contemplando el paisaje, extremadamente relajado y semi adormecido por la pesadez del día, comencé una especie de introspección express. Al sol, sentado sobre una gran piedra y con los pies en la fresca agua, y con un ridículo sombrero de paja, lo vi a mi viejo, como a diez metros, en el medio del curso del río, caminando sobre el agua al estilo de
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Jesús. Le grité, pero no me oyó, le hice señas con ambos brazos en alto pero no me vio, me miró, y siguió caminando, alejándose. Quería contarle que estaba siguiendo la pista de la figurita que le faltaba, que estaba cerca de averiguar algo, que había hecho cuatrocientos kilómetros por él, que era el último regalo que podía darle, que era parte de todo lo que no pude decirle en vida, de todo lo que no alcancé a agradecerle cuando estaba. Con la excusa de ir a comprar cigarrillos, dejé a mi familia allí y partí al pueblo, volví a la morada junto a la ex imprenta, toque timbre y esperé, en la ventana cerrada junto a la puerta se corrió una cortina, y unos ojos me estudiaron, volvió a cerrarse y al cabo de unos largos segundos apareció un tipo. Saludos de cortesía pero a la vez con extrema desconfianza, le transmití la necesidad de hablar con alguien cercano a la cerrada compañía, era el indicado, Gabriel era su nombre, como el ángel. Estaba en bermudas y ojotas, mojado, evidentemente recién salido de la pileta. La historia de mi viejo fue resumida, le mostré el álbum que llevaba oculto en la guantera del auto, le rogué ayuda, le dije lo ingrato que había sido con mi viejo, le confesé la cantidad de veces que no quise atenderlo en el teléfono, las oportunidades que no aproveché para agradecerle la educación que me pagó, los domingos en los que evitaba visitarlo, que despreciaba sus asaditos familiares. -No puedo ayudarle, perdóneme, no existe esa figurita, no se fabricó, es una sombra, es un fantasma. Disculpe.- Le di la mano, le pedí perdón por los problemas y me fui. Subí al auto y en el asiento del conductor lloré. Lloré como cuando mi padre me cagaba a pedos de niño y me mandaba a la habitación, o como cuando me pegaba un buen bife correctivo. Con la frente apoyada en el volante, haciendo berrinches como un pendejo, aprendí la última lección que mi viejo pudo darme, supe que era inútil seguir sombras o fantasmas, era inútil vivir tras los sueños. Por varios minutos putié a todos, a Dios por ser tan irónico, a los hermanos Gandulfo por ser tan crueles, toqué bocina y golpeé el tablero del auto hasta que la mano me dolió, maldije a viva voz a mi familia por romperme las bolas, a mi esposa, al auto, a Ivair Snocksovich, a Checoslovaquia, país de mierda, hijos de mil putas todos, manga de forros. Unos golpecitos en el vidrio me sobresaltaron y me forzaron a calmarme, sequé las lágrimas con la manga de la camisa y bajé el vidrio. Era Gabriel, como el ángel. -Tome, es la figurita que le falta, hicimos una de prueba, una muestra de impresión antes de lanzar la colección, es la única. A veces está bien perseguir fantas-
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mas, a veces existen. Ahora váyase, deje de hacer escándalo en el barrio o llamo a la policía, y no se le ocurra volver jamás.-
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FELIPE DÍAZ GALARCE
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Felipe Díaz Galarce, 1985. Creció en la zona de TalaTal gante, Chile. Ha desarrolladesarroll do su experiencia en torno al teatro y realización aua diovisual. Actor, dramaturdramatu go, director y diseñador teatral. Publicó “Rodeo’s”, Valparaíso 2012, Corazón de Hueso. En proceso de edición se encue encuentran“Papá “Papá Noel, Mamá Tampoco” y la co-escritura co junto a Lizardo Catalán “Maniquíes: Profilácticos & Caramelos”. Todos los textos han sido llevados a escena por la compañía de Teatro Turba, residente en Valparaíso, Chile.
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El viaje no estuvo exento de cambios bruscos antes de llegar a nuestro destino. Cuando nos proponíamos cruzar el paso de los Libertadores una tormenta nunca antes vista en el mes de febrero había cubierto los caminos con una densa nieve, provocando aluviones que hicieron crecer el río arrastrando animales, vehículos y casas. Tras almorzar en el último restaurant antes de la cordillera fui a la botillería a comprar una cerveza y le conté nuestra situación a la señora que atendía. Ella se preocupó porque habían anunciado lluvia para esa noche y nosotros nos habíamos dado cuenta que nuestra carpa no tenía forro que nos cubriera. Salí a fumar, mi amiga se lavaba los dientes, las nubes estaban encima cuando llegó un joven de rostro familiar. Tras conversar con su madre el joven sale y nos cuenta que vive en Valparaíso al igual que nosotros, que hablará con su padre que es director del único colegio del caserío para ver donde podemos pasar la noche y continuar con nuestro viaje al día siguiente. Antes que termináramos de hablar llega una camioneta con un señor de semblante picaresco, al bajarse me dio la impresión de saber la situación de antemano. Dice que podrá alojarnos en su casa, aunque que será incomodo porque viene toda su familia a celebrar el cumpleaños de una de sus hijas con una fiesta de disfraces.. Tras matear durante casi una hora, nos entregaron antifaces para no desentonar. Recuerdo nítidamente que el joven porteño entró vestido de guerrero romano a la botillería familiar, desatando carcajadas en el recinto por la manera de sacar una decena de botellas de diversos licores, su padre tuvo que hacerle un juego de luces del vehículo para que se detuviera de una vez, apenas podía traerlas. Todo el pequeño pueblito estaba en la fiesta, mal que mal el padre de la festejada era toda una celebridad: un músico director de la escuela y dueño de la botillería. El hecho de que estuvieran todos disfrazados hizo que nuestra presencia pasara desapercibida. Mientras yo bailaba con una monja desenfrenada, mi amiga bailaba con un viejo zorro pequeño, el zorro de las espadas y el antifaz. El resto de la noche fue una ridiculez muy agradable. La monja siguió siendo casta y el zorro terminó siendo el héroe de mi amiga. Al otro día no abrieron el paso, nos despedimos de la familia muy agradecidos prometiendo volver, tuvimos que pasar por el paso que está más al sur, cerca de Talca interrumpiendo la llegada a nuestro primer destino: Mendoza, al que solo llegaríamos después de tres días.
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LA FRONTERA BLANCA
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El extremo calor nos hizo decidirnos por un hostal con piscina. Nos bañamos con alevosía. El viaje había sido largo. Cuando nos disponíamos a salir llegaron a compartir la pieza dos franceses. Mi amiga de pronto comenzó a buscar algo que nunca encontró. Comenzamos a dialogar ya que ellos hablaban en español bastante bien. Venían haciendo dedo desde Uruguay, justo por la ruta que después seguiríamos. Les conté que somos de Valparaíso; asombrados, nos dicen que se dirigen a ese puerto. Algo nos estaba soñando. Se trataba de un músico y un productor de la banda “Las Malas” de la cual mi amiga era seguidora. Acordamos esperar abajo junto la piscina. Hablamos inglés y español a duras penas con unos holandeses que venían de Bolivia, contaban que no lo habían pasado muy bien, así es que le recomendé Valparaíso y Chiloé, aunque nunca había estado en la famosa isla. Al rato llegaron los franchutes. Decidimos salir a caminar y tomar unas cervezas, nos habían dado un dato de una zona donde se tocaba música en vivo. En el trayecto nos topamos con una murguita de cinco músicos, como si Cupido juntara grupos también. Flechamos de inmediato. “Che, ¿dónde van?” Preguntó un pibe. “Pa’ allá a escuchar a los músicos” dijo mi amiga.”Nosotros pal otro lado, ¿vamos?” dijo una voz picante. Miré a los franceses y dije “ya po”. Fumamos unos cigarritos de la risa hasta atontarnos y nos fuimos con un par de cervezas a una plaza. Eran tres argentinos, un mexicano y un italiano que estaba aprendiendo a tocar el charango. Una muestra de música increíble. Una recitación musicalizada se mandó un pibe moreno de voz profunda que hablaba de una tragedia de amor protagonizada por chorros del bajo mundo. El otro pibe de origen mapuche según recuerdo, interpretó una canción altiplánica muy sentida. Y por último, el mexicano moreno se lanzó un cover de “19 días y 500 noches” de Sabina, enamorando perdidamente a mi compañera de viaje. Fue la última noche que vi a mi amiga antes de partir a la provincia de Córdoba.
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MENDOZA SE LLEVÓ A MI AMIGA
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LA PRIMERA DE LAS ÚLTIMAS COPAS.
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El joven al fin logró cruzar la Cordillera de los Andes para ver a su madre en las sierras de Calamuchita, Argentina. De su equipaje sacó una botella de vino obsequiado por una pintora que había retratado sus ojos mirando el océano pacifico. La madre le dijo que nunca bebió vino por miedo al pecado de embriagarse. Él apuntó con su dedo un espejo que reflejaba la “Última Cena” de Velásquez. Ella respondió de igual manera indicando una réplica del “Beso de Judas” de Caravaggio que estaba justo detrás del joven, como si quisiera decir que la célebre traición tenía su origen en el exceso de la bebida. Él descorchó la botella sonriendo, sirvió dos copas y la besó en la frente. Tras unos segundos, ella llevó instintivamente las manos a su boca, dejando salir un vapor de entre sus dedos, luego levantó la copa con parsimonia y dijo “a tu salud”. Los ojos del joven no pudieron abrirse más. Mientras se escuchaba la tormenta, una luz del cielo entró por la ventana para fotografiar el “Triunfo de Baco”, una tercera pintura que estaba en la cocina donde se encontraba la pequeña familia. Ella cerró los ojos, murmuró algo indescriptible como si hablara con su espíritu, bebió su copa de un solo trago y asimismo la de su hijo. Éste con los ojos acuosos dijo “mamita…tengo que contarte algo…”. Ella interrumpió la confesión y volvió a llenar las copas, le acercó una, cogió la suya y dijo “quédate conmigo hasta el final, acá también hay vino delicioso que nos puede acompañar”.
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MARTÍN CARBONETTO
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Martín Carbonetto nació en QuilQui mes en 1979, provincia de Buenos Aires. Lanzó el libro “Fricciones” con el escritor Alberto R. Suárez, con quién más tarde publicó una selección de relatos fantásticos denominada “Dos os plumas, un tintetint ro”. Actualmente se encuentra concluyendo un nuevo libro de cuentos y corrigiendo su primera novela, “Thertaris y la herejía de un dios”.
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Si usted transita mi casa, la que fue de mis padres y antes de mis abuelos, notará el estilo Luis XV que se mantiene en todos los ambientes. Advertirá además, que algunos muebles son originales y valiosísimos, pero que la mayoría son reproducciones. También, estoy seguro, verá que poseo en las salas como el living varios cuadros que despertarían la codicia de un coleccionista. Por otro lado apreciará, dispersos en los amplios salones, adornos de buen gusto, cortinados pesados, acogedoras alfombras, candelabros de bronce, fuentes de plata y alguna que otra escultura, sobre todo en las antecámaras o en los vestíbulos que dan hacia las escaleras. Continuando con la recorrida, al detenerse frente a mi orgullosa biblioteca, verá cuán buenos son los volúmenes que atesoro, cuán antiguas son algunas de aquellas obras y sus encuadernaciones y, si observa con sumo detalle, podrá deleitarse no sólo con el meticuloso orden en que están colocados (géneros, autores y años en que fueron escritos) sino también, aunque requerirá para ello algo más de conocimientos por su parte, que de cuanto autor se ve no falta obra alguna. Todo eso lo notará con mayor o menor interés, pero hay otra cosa que no escapará a sus sentidos, por ser justamente susceptible de observación y extrañeza, algo que hasta hace muy poco no formaba parte del decorado general y que es de mi absoluta responsabilidad. En todos los ambientes, en cada rincón, he instalado centenares de lámparas eléctricas y de aceite, veladores, algunos reflectores, velas, e incluso, aunque suene disparatado, antorchas. En mi residencia, desde hace un tiempo, no existe la oscuridad, no hay un mínimo de oscuridad sobre ningún sector. ¿Que si he tenido un sueño, una pesadilla? No lo llamaría así. Pero le decía. He estudiado cada haz de luz que se desprende desde el exterior con cada momento del día, en cada estación del año, para cada circunstancia climática posible y, sobre todo, estudié cada fotón que es arrojado por las luces artificiales al llegar la noche, realicé al menos un millar de cuentas y ecuaciones con el único fin de mantener las luces en el mayor equilibrio posible, sin que nada pueda proyectar una sombra demasiado profunda. Usted se ríe, claro. Permítame terminar de contarle y sacará sus propias conclusiones. Si bien esta obsesión parece ser propia de un loco, no corresponde a una enfermedad; esa esperanza no existe. Es un medio de supervivencia, una necesidad imperiosa para evitar revivir el horror que he sufrido. Veo que lo escandalizo, pero créame que después de lo que le contaré, usted podría comenzar a tomar en mayor
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OSCURIDAD
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consideración los llantos de los niños por las noches cuando se los deja en sus cuartos a oscuras. Dicen que cuando somos pequeños poseemos un nivel de percepción que vamos perdiendo a medida que maduramos o comenzamos a ser más lógicos. Sin embargo ahora creo que en realidad lo único que nos salva de la locura es el olvido, olvido de cosas que no queremos volver a ver. Escúcheme, preste atención. Fue una noche de invierno, no recuerdo la fecha. Había cenado luego de un largo día de trabajo en mi escritorio, y pronto me fui a la cama. Me recosté y apagué la luz luego de intentar leer unos párrafos vaya uno a saber de qué libro inútil. Instantáneo fue el momento en que me rodearon las tinieblas de mi habitación. Estaba alcanzando el estado de duermevela cuando comencé a sentir un leve cosquilleo en el rostro, común, muy similar al que podría causar el roce de un pelo de la barba contra las mantas. Me moví de lado, pasé mi mano por la mejilla para quitarme la residual sensación de picazón y continué en lo mío. Sin embargo, instantes siguientes, ya con los ojos pesados, percibí un sutil movimiento de las sábanas contra mis piernas, como efectuado por otra fuerza que no provenía de la inmovilidad de mi cansado cuerpo. Fue casi imperceptible, un roce demasiado suave como para que me molestara. Por ello volví a darme vuelta y continué con el sueño, y esa vez de manera exitosa. Pero, ¡ay!, cuántas de esas sensaciones nos albergan mientras entablamos batalla con el dios de la inconciencia y les restamos lógica importancia. A la noche siguiente, por supuesto, volví a la impostergable rutina de conciliar el sueño. En esa oportunidad, desvelado, permanecí durante algunas horas leyendo en la cama, y cuando el cansancio llegó, apagué en acto maquinal la luz, quité el almohadón del respaldo y me relajé para pasar la noche. Fue allí cuando una corriente extraña de aire besó mis labios, demasiado fría. Noté entonces que tenía la ventana entreabierta (por suerte pienso ahora) y se lo adjudiqué a ello. Me incorporé para cerrarla y evitar un posible resfriado. Regresé veloz a las mantas en completa oscuridad y silencio. Me dormí, no recuerdo más. ¿Cómo? ¿El viento? No esté tan seguro, espere, aún no termino. Todo aquello, ahora lo sé, sólo fueron advertencias, mensajes o certidumbres que yo no había tomado en cuenta, que nadie lo hace jamás. ¿Acaso me dirá que nunca sintió ese tipo de molestias, casi imperceptibles? A la noche siguiente el frío me empujó más temprano de lo normal al amparo de las cobijas. Terminé el libro, pero no tuve ganas de levantarme por otro, por lo tanto busqué de manera forzada un sueño que no tenía. Apagué la luz y permanecí con los ojos abiertos, pensando en cualquier cosa, e instantes seguidos comencé a
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notarlo. Vi cómo aquella oscuridad, la que nos envuelve a todos por igual en cualquier punto, que es la misma que compartimos sin quererlo, no está conformada sólo por insuficiencia de luz. No. En esa negrura hay otras luces, variaciones internas que si uno logra hacerlo con atención, notará que las sombras varían, moviéndose de un lado hacia otro. Pero lo que realmente me alarmó fue ver cómo, de pronto, el haz de claridad que ingresaba por la puerta desde el vestíbulo fue eclipsada de golpe, anulada, despojada de mi vista sin que nada ni nadie generase una sombra, como si algo (debo llamarlo así pues no podría definirlo) se interpusiese en mi campo de visión. No dudé, y me lancé sobre el interruptor del velador, pero para cuando la bombilla se encendió, no puede notar nada fuera de lo normal, no hasta el momento de volver a apagarla. En ese instante comprobé que la claridad volvía a ingresar débil desde el pasillo. Qué fue aquello, se pregunta usted. Créame que yo me pregunté lo mismo. Es cierto que no buscaba respuesta, y tampoco hubiese sabido qué hacer con ella, pero esos instantes de duda no son evitables. Sin embargo, y luego de aquellos interrogantes y con algo de temor por lo extraño del caso, pude dormirme. Lo realmente terrible, y por lo cual hoy mi casa está amparada por la gracia de la luz, es lo que sucedió a la noche siguiente. Me encontraba recostado, sin siquiera recordar lo vivido la pasada jornada, cuando a los minutos de estar a oscuras y acomodándome en mi lecho, volví a notar que la constante claridad que ingresaba a mi habitación era velada, como si alguna clase de silueta hecha de silencio y negrura se hubiese parado al pie de mi cama. Presentí, debo admitirlo, que algo me observaba desde las tinieblas, algo que no podemos ver o no se deja ver. Me paralicé por segundos, los latidos en mi pecho aumentaron, mi respiración se entrecortaba. Alcancé el interruptor, pero al accionarlo la bombilla no encendió. ¿Un corte de luz? Tal vez, aunque poco afortunado. Luego de algunos segundos observé cómo la tenue claridad volvía a ingresar. Sin embargo, algo había visto, estaba seguro de aquella presencia, pude distinguir la fantasmagoría materializada en la sombra. Nervioso tomé un cigarrillo, pero cuando lo encendí, cuando la cerilla arrojó un súbito fulgor en toda la estancia encegueciendo mis dilatadas pupilas por segundos, al cabo de ello, vi a escasos centímetros de mi cara algo parecido a un rostro, algo a lo que siempre temí, algo innombrable e indescriptible que se agazapó y huyó profiriendo un doloroso aullido que hirió mis oídos y mi alma, que perturbó para siempre mi existencia. Ahora sé que algo nos acecha en la noche, siempre, en cualquier lugar, desde tiempos inmemoriales, desde su perverso mundo de tinieblas y sombras.
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Sí, así como lo escucha. ¿No me cree?, le sugiero que haga la prueba entonces. Esta noche, antes de dormir, apague la luz y espere, observe a su alrededor y verá, lo verá usted mismo.
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Juan Carlos Vecchi nació el 16 de non viembre del año 1957 en la ciudad de Olavarría, Provincia de Buenos Aires, Argentina, donde aún reside. Publicó “LATIDOS” (poe(po mas y aforismos; edición independienindependie te de 1.000 ejemplaejempl res, 1982); “DIARIO DE A BORDO” (realismo mágico, relatos y cuentos, editorial Argenta, 3.000 ejemplares). Además, participó en innuinn merables antologías as cooperativas nacionales e internacionales. Recibió la distinción “El escritor del año” durante la “Muestra de libros en Olavarría” (2011). ActualmenActualme te, tiene varios libros inéditos y coordina talleres literarios desde el año 1995 (nivel inicial y avanzado). do). Es corrector de estilos literarios y asesor técnico literario.
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JUAN CARLOS VECCHI
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LA FRAZADA O LA MUERTE
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La mirada podría ser una de esas miradas que se pierden en cualquier historia, pero es Gabriela Flores la mujer sentada en uno de los bordes de la cama mirando la fotografía de su bisabuela materna. El genealógico hábito nocturno de los treinta centímetros hacia la derecha movió su mirada hasta la blanca cabellera de su abuela. Movió la cabeza un poco más, siempre hacia la derecha; en la dulce sonrisa de su madre solía encontrar ese método para mitigar su incondicional melancolía. La suya no colgaba en la pared del débito familiar; no se estremeció al pensar que no faltaba mucho para ser un cuadro más. Después recostó la tristeza de su cuerpo sobre la amorosa textura de una de las frazadas, la frazada tejida por su abuela; estiró un brazo hacia el costado y se tapó con la otra frazada, la frazada que había tejido su madre.. Acuartelada en aquel tejemaneje congénito de ausencia, se preguntó por qué nunca había tejido una frazada ella misma. Fue entonces cuando soltó la risa hasta el cielorraso al darse cuenta que siempre le había quedado más cómodo dejarse morir que aprender a tejer una frazada.
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JUAN RUY PACHACÚTEC
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Rodrigo Spinozzi nació en Córdoba en 1994, comenzó a escribir a los 14 años, siendo sus detodet nantes las historias fabufab losas y las leyendas aborígenes. Actualmente estudia en la UBA y vive en el partido de La MaM tanza, Bs As.
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El frío en la nuca se inyecta en las vértebras y corre cuesta abajo. La oscuridad total en los alrededores y las voces enmudecidas por completo. Nulos pasos, nulos vagabundos, nulos ruidos. El viento esboza una sonrisa siniestra y arranca el quejido de una puerta. La copia descolorida de mi cuerpo sobre la calle se estira, como si algún demonio quisiera llevársela. El desierto se ha insertado en las casas, dueño del tiempo y del calor, y el color del mundo se escapa con el vaho como un alma estrujada entre ramas. “… no pasa nada… los ruidos, son inventos. Para explicarse fenómenos… es cosa de palurdos”. Las casas forman un pasillo por el cual solo corre el viento, como queriendo huir de aquél lugar porque está seguro de que es mala idea encontrarse allí. “Los espíritus llegan al mundo a las tres de la mañana”. Los ojos corren desesperados al reloj. Tres y cinco. Tres. Tres. Y cinco. El cerebro se encoge. El oído se achica esperando recibir sonidos a leguas de distancia, totalmente comprimido y los sentidos se reconcentran. Sobreviene el deseo de ser como el Timbó, alto y lleno de oídos, ni los pasos del zorro se le pierden. “Es mentira. Los espíritus se quedan en el hanan pacha”. A lo lejos un aullido suave, casi como una respuesta, hace que todo el esqueleto se descalabre. El paso aumenta su ritmo. La mirada apunta en derredor ansiosa de reencontrar el automóvil. Pero las luces parecen engañar. “Dicen que arrastra cadenas y escupe fuego. Dicen que sus ojos son los ojos de Satanás. Dicen que las desgracias que te trae su aliento son eternas. Dicen que no le gustan los extraños…” Electricidad en la espalda. Pispiar una sombra entre las maderas, pasar atolondrado. El corazón da un repentino vuelco. Pierde la consciencia, no puede reaccionar. Convertido en piedra. La piel vuelta hielo, el corazón desbocado, los músculos inmóviles… y el sonido del viento y el crujir del árbol y la plaza desolada y las luces apagadas y… El gato que emerge de entre las chapas, maullando agitado. Entre siseos echa a correr hacia la dirección contraria.
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ESO NO ES UN RUIDO
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Nuevo intento de moverse. Los brazos rodean el torso una vez másy las piernas vuelven a andar. Los cabellos se agitan y el corazón parece no poder calmarse. Los vistazos son cientos y buscan cualquier cacharro. La boca tiembla. “Eso no es un ruido”, intentando convencer al cerebro de que lo que acaba de escuchar no es maligno. Pero ya intenta correr. Otro ruido casi golpea su cuerpo. Es el ladrido del perro como quién responde a la tortura. Un latigazo de adrenalina. El perro ladra sin parar. Luego oscuridad. El farol se rinde y no arroja más destellos. Algo le aprieta el pecho hasta más no poder. Ya no sabe si seguir andando pero ahora los ladridos parecen aumentar, quiere dejarlos atrás. Repentinamente mira el reloj. ¡Son las tres y diez! Ya sus pasos aumentan de velocidad cuando todos los otros faroles se extinguen y las luces mueren; las pocas restantes, mueren. Ahora un nuevo aullido esta vez frente a él. Se frena en seco. Los perros ladran detrás. Delante también. Mira en derredor. Algo le azota la columna. Los ojos en todas las direcciones desesperados, y la respiración sin tregua. La primera ráfaga de viento. Vuelve la parálisis. Y el efecto asmático, y todos los monstruos en su cabeza. No quiere ver. No quiere ver nada. El viento viene detrás como una avalancha, atrapa las hojas y unos papeles, y se los arroja en la cara; siente el frío horrible y sabe que el monstruo le romperá el cuello con sus fauces. Sabe su desgracia porque el viento lo envuelve. No ve nada al final del callejón. Mugre. Negro. Viento. Gira sobre sus pies, porque ahora quiere correr, quiere buscar el auto, meterse en él, y huir… y es allí cuando deja de moverse. Porque ahora sí que se estremece por completo. Le duelen las vértebras. Ahora sí que siente el mutismo doloroso. Porque ve los ojos llenos de rabia y de sudor volcánico, y ve las fauces de una mula endemoniada de la desgracia pintada. Siente un profundo dolor y ve su alma escapársele de la boca. Vomita su pena y reconoce a las personas maltratadas y a los hombres torturados por su rebenque. Recuerda algún peón diciéndole que tendrá su merecido… Tendrá su merecido. Su merecido. Lo tendrá. Los ojos de fuego. Se los merece.
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ANSELMO MIGUEL MOLINAS
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Molinas Anselmo Miguel. Nacido y resires dente desde 1945 en Argentina, Argentin ciudad de Santa Fe, la del litoral paisaje isleño isleñ y los puentes transgresores. Ejerció la docencia cia y la investigación en los niveles medio y superior. Todavía anda por la vida y en familia, suele enojarse con sus escritos pero ama la literatura. Cuenta Cue con algunos antecedentes literarios: novelas inéditas, poesías y relatos. Ha obtenido premios, menciones y participación en publicaciones colectivas nacionales e internacionales.
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EL EFECTO CARICIA
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No se creía inmortal. Solo lo tomó por sorpresa el momento. Entendió que era demasiado pronto para presentarse así, sin aviso previo. En ese segundo supo que todos los cuidados por perdurar se diluyeron y no encontró razones. De un día a otro su lugar cambió. Ahora era él. Quiso mostrar lo que antes pareció no importarle. Nos amaba. Nosotros lo sabíamos. Aún así, le faltó tiempo.
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BENITO BOLIVAR
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Benito Bolívar es un escritor Venezolano, nacido en 1987, quién desde el 2011 vive en la Argentina. Hasta ahora ha tenido diversos blogs dónde da a conocer sus escritos, y el cuento acá presentado es su primera publicación formal, con lo cual da inicio a su carrera como joven escritor. Actualmente está preparando una recopilación de cuentos.
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Él es un Mimo, siempre calza zapatos de charol, tan desgastados que dan cuenta de lo mucho que ha andado. Viste un pantalón negro, siempre el mismo, muy ajustado desde el tobillo hasta la cadera para darle el sostén necesario en cada paso. Usa una remera manga larga que alterna rayas horizontales negras y blancas, realmente ya son amarillas y grises, que buscan representar un horizonte más atractivo que el que lo rodea a diario; remata el atuendo con un sombrero redondeado en la parte superior y de ala corta que ata en su base con una cinta de seda negra y lo decora con una flor color carmesí, falsa evidentemente, ¿Pero qué sería de él sin un poco de esperanza representada en ese único color? Por último, se le ve la cara siempre tan blanca como la niebla, una lágrima de color ébano un poco por debajo del ojo izquierdo, y en los labios, con la misma tétrica tintura, una sonrisa exagerada, porque como buen Mimo nunca está ni triste ni feliz, sino que es un poco de ambas emociones, realmente es un poco de todo y de nada al mismo tiempo. Con este maquillaje muestra y oculta su identidad, esconde sus emociones y se prepara para imitar lo que sea que suceda en su entorno, a fin de cuentas, su cara es como un lienzo blanco y se puede moldear al gusto del que transita a su lado. Desde pequeño aprendió de sus mayores que no hay mejor elección en la vida que la de ser un Mimo, tratando de imitar, agradar y de encontrar un lugar, uno que nunca es suyo; todo el tiempo intentando suplantar un lugar que ya fue ocupado. ¡Pero no importa! el imitar es una de las formas de vivir la vida y el único mandamiento que puede tener un Mimo, al menos así lo escuchó siempre y lo convirtió en su única verdad. Este Mimo todos los días se vestía, maquillaba, suspiraba y salía a la vida a buscar ese lugar concurrido y de moda, iba imitando personas, cosas, animales, situaciones, verdades, mentiras, pensamientos, sentimientos, todo y nada, siempre cosas ficticias, ¡Sí, ficticias!, porque cuando todos ven un mimo actúan, con la intención de divertirse con la imitación que les ofrece ese sujeto tan común y extraño. Así fue transcurriendo su vida, pasando de la niñez a la adultez, y convirtiéndose en todo un maestro de la imitación, perfeccionando su técnica con cada nueva imitación, tomando retos mayores cada día, cumpliendo hazañas asombrosas, siendo reconocido por eso, en fin, cosechando éxitos. Hasta que un día al despertar, entendió que había sufrido una metamorfosis, ya no existía ropa, sombrero, flor, maquillaje color negro, blanco o carmesí, sino que ahora, todo esto, era su piel. Al fin era un
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EL MIMO
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Mimo de carne y hueso, uno de verdad, un Mimo por excelencia, podemos decir que finalmente era ¡El Mimo!, así que embargado de una felicidad irrisoria salió a la misma vida de siempre, esperando que notaran que ahora ya no fingía, que de verdad era un Mimo, uno que, a fin de cuentas, no podía hacer nada más que imitar una y otra vez lo que veía, sin detenerse nunca, sin pensar en nada más que imitar una y otra vez, una y otra vez, y otra, y otra más, ¡y sí!, ¡otra más!; ya nada lo podía sacar del estado de imitador perfecto y gracioso que constituía su vida... Así transcurrió otro tanto de su existencia, hasta que un día cualquiera e igual a los demás al tratar de verse en un espejo no vio nada, su reflejo no existía, pero no le extrañó el cambio fue tan gradual y en tanto tiempo que no le sorprendió en lo más mínimo; ahora el mimo no es blanco y negro, de carne y hueso, ahora es plateado y de vidrio, más grande de lo que se recuerda y totalmente plano, sin dimensiones, aunque es capaz de reflejarlas todas. Después de su segunda metamorfosis, sólo siente resignación. Sale de vuelta a esa vida de tantos años que en nada cambió aunque todo es diferente, salió una vez más reflejar, como el perfecto espejo que es, la vida que ve y percibe. Ahora el Mimo puede reproducir emociones auténticas, un sueño logrado después de tantos años, reproduce perfectamente la felicidad de la sonrisa que antaño tenía, el amor de los ojos iluminados, la tristeza de la lágrima color ébano, la sorpresa de la boca abierta, la desconfianza de los ojos entornados, el miedo de los ojos desorbitados, la pasión de un corazón que palpita sin cesar, la lujuria de un cuerpo que transpira, los nervios del tartamudeo y el desprecio de una nariz respingada, pero es capaz de sólo eso, reproducir, nunca sentir de verdad y casi nunca algo sincero o loable, el mundo dónde está no lo es, nunca lo fue, pero ahora es cuando puede comprenderlo. El Mimo ya no piensa, sólo existe en la rutina de levantarse y recordarse siendo un niño feliz, luego recuerda sus años de Mimo no consumado, su aprendizaje constante y su ropa desgastada, después cuando se convirtió en El Mimo! El perfecto Mimo de carne y hueso, y ya no puede recordar desde cuando es un espejo. Sale de nuevo a la vida y ve tantos Mimos en el mismo camino que él transitó y transita, siguiendo sus pasos, y sólo pocos, muy pocos de hecho, quitándose la ropa, el maquillaje, los miedos y decidiendo ser diferentes, aunque nota que cada vez son menos los que lo hacen. Viendo esto el Mimo observa otra cosa, un detalle que nunca vio, existen diferentes tipos de Mimos, no todos son iguales, sino que vienen en series, y sólo un ojo tan afinado como el de él es capaz de ver los diferentes tipos de Mimos.
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Con esta nueva revelación camina de arriba abajo, entendiendo que los Mimos siempre se han imitado entre ellos, que la originalidad no existió nunca, ni nada que imitar ya todo existía y era imitado, de hecho son millones de Mimos imitándose unos a otros, buscando un lugar dónde encajar, un lugar ya ocupado por otro, un lugar que no le pertenece a nadie, porque nadie quiere el que tiene sino el que imita, el que intenta en vano, y sin éxito, reproducir. Hay tantos detalles que ahora están claros para él, que por primera vez en su vida se sorprende de verdad, porque mas allá de entender la realidad de la vida de los Mimos se da cuenta de que no sabe ser otra cosa, que no puede ser otra cosa, y ahora tiene que vivir sabiendo que pudo haber sido cualquier otra cosa, pero eligió ser Mimo y se convirtió en el mejor de todos y ya no puede retroceder, sino seguir siendo el ejemplo de todos los demás Mimos, seguir siendo el punto a alcanzar y a superar, seguir siendo el vivo ejemplo de que el esfuerzo puede valer la pena y que se puede llegar a ser perfecto. Ante esto grita, llora, ríe e intenta decir que este camino a lo mejor está mal y que sin duda lleva a la infelicidad y la soledad, así lo fue y es para él, pero los Mimos no gritan, lloran, ríen y mucho menos hablan, sólo imitan. Ahora ya por terminar su vida, el Mimo lo hace imitando, buscando un lugar que ya está ocupado y que no le pertenece, buscando un lugar que nunca ocupará, como siempre lo hizo, aunque esta vez con la tranquilidad que da la resignación de saberse el mejor de su tipo, y este absurdo detalle lo hace, al menos así lo cree él, diferente del resto y con esto deja de ser un Mimo/Espejo y se consagra como El Gran Mimo, el único en su estilo, el único con sus logros, el único que es diferente entre un mundo lleno de muchos como él. Se consagra como tantos otros millones antes, durante y después de él.
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ELVER HERRERA
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Elver Renferi Herrera nació en Guatemala en 1960. Publicó: “La búsqueda” escrito en 1976 en el Barrio Santa Teresa de Nueva Concepción. ción. “Trágica noche” se escribió en PostPos ville, Iowa, 2004. RefugiaRefugi do político en Canadá 1992-1994. 1994. Esclavo moderno (ilegal) durante 13 años, 2 meses y 11 días en los Estados Unidos. Actualmente, trabaja como organizador internacional del sindicato de trabajadores: trab United Food and Commercial Workers. Tiene un libro inédito sobre la redada de la planta de Agriprocessors en Postville y otro de cuentos en preparación.
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¿Era o no era? La vio entrar entre rechiflas y gritos, ya casi desnuda. Ella agarra el tubo cromado de metal y se impulsa hacia arriba abriendo las piernas. Él ve cómo aplauden aquellos estúpidos desde las mesas y otros le tiran billetes. ¿Era o no era Araceli? Se mordió los nudillos sin dejar de mirar a esa mujer, sin dejar de preguntarse. Tambaleándose en un vértigo de tequila, se acercó al escenario. Las miradas se tantearon en la distancia y recordó el idilio en Nueva Concepción. Nunca fue del agrado de doña Joaquina, quien le estudiaba de pies a cabeza al igual que a un insecto. Cristian y Araceli se conocieron en la iglesia, y se volvieron inseparables. El inocente y tembloroso beso no tardó en llegar. La escuela cerró, a través de escritos dejados en lugares secretos y ayuda de amigos se comunicaron en las vacaciones. En la secundaria, soñaron: él quería ser ingeniero, y ella bailarina. Doña Joaquina falleció. Araceli no tenía más parientes, así que la posibilidad de quedarse era improbable; la familia residía en la ciudad y allá tendría que ir ella a vivir. Después del funeral, se quedó un tiempo. Esa mañana salieron a estudiar… y el atardecer los sorprendió en una covacha con rumores del campo, desnudos en la hamaca. Un nuevo día despuntó. Las promesas se unieron a la triste despedida: el bus arrancó y él guardó el rostro de ella como si fuese una fotografía. Cristian emigró para empezar la universidad y se reencontró con Araceli. En los moteles se refugiaron y se juraron amor eterno. Una tarde de abril fue a proponerle que vivieran juntos. La actitud misteriosa de Araceli antes de su desaparición le cuentan los afligidos parientes. Uno de la familia piensa que se debió al trato que le dio la bruja de doña Joaquina. Entre argumentos a favor y en contra, alguien le pregunta si han reñido. —Hacíamos planes para casarnos cuando me graduara. Otro familiar agregó: —Pues ya preguntamos con sus amistades, y no saben nada. Por un momento pensamos que se había ido a vivir con vos.
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LA BÚSQUEDA
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— ¡Conmigo no está! La última vez que conversamos, me despedí de ella en esta misma puerta. Apesadumbrado, Cristian visitó hospitales y departamentos de Policía. Nunca se rindió. Y ahora, pasados cincuenta meses y una noche, allí está ella frente a él. Cristian se encamina a la salida. La luz de la calle lo recibe llorando. Enciende un cigarrillo bajo el rótulo Club de Bailarinas del Barón Azul. La infatigable búsqueda ha concluido.
Gregorio recordó cuando la vio por primera vez en el pasillo, el júbilo al saber que compartían la misma aula. Y esa emoción a la salida, poder acompañarla a la casa. Una tarde de junio, a sus dieciséis cumplidos, tomó valor, olvidó el cosquilleo que le alborotaba el estómago y le propuso que fuera su novia. La crisis de nervios que debió enfrentar cuando la presentó ante sus parientes y el alivio al ver con satisfacción que sus padres la aceptaban como parte de la familia. Escuchar decir a Florencio, su padre: —Estoy contento por tu decisión, m’hijo: ella te hará muy feliz. Y pensar que ahora, pasados cinco años de esa declaración de amor, ella deseaba ser su mujer y así formar la familia soñada. La abraza, la estrecha en un beso que ella corresponde amorosamente. Los alarma el repique de campanas, y a lo lejos alguien que grita: — ¡Están robando en la iglesia! También los vecinos del parque oyen los gritos. Las campanas siguen sonando. La noticia no tarda en esparcirse por el pueblo y las luces de las viviendas se encienden una a una. Empuñando linternas, candiles y quinqués, la gente se precipita a las calles y se reúne en el graderío del santuario. — ¡Los maleantes están ocultos en la parte de arriba! —dice una voz histérica. — ¡Capturémosles y los linchamos para que aprendan esos infelices ladrones! — ¡De aquí no salen con vida esos desgraciados! ¿Escucharon? ¡No salen vivos! El viejo campanario queda en silencio.
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TRÁGICA NOCHE
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La pareja de enamorados corre hacia la multitud, que se ha armado con machetes, palos, azadones y hachas. Entre la oscuridad y la densa niebla es difícil divisar a los saqueadores. — ¡De este lado hay un ratero! Todos ven de dónde provino el bramido y una mano sobresale en medio de la turba señalando el techado. Sin pensarlo, Gregorio suelta a Gloria, brinca y se encarama en la barandilla sobre el ventanal, encima de la parte baja del alféizar. Ayudado por amigos y conocidos trepa al techo. Con dificultad llega a la azotea para alcanzar la zona del frente donde supuestamente el ladrón se encuentra oculto. Un fogonazo desgarra la noche y silencia el griterío. La sombra entre las tinieblas siente un dolor agudo, acaso en una de las vértebras. Es una bala rabiosa que a su paso ha perforado carne y hueso. La sangre le empapa la camisa. Tambaleándose, logra agarrarse a una de las cruces en reparación. Las fuerzas le abandonan. Los ojos se abren, y de un solo golpe se tragan el cielo y sus estrellas sin luna. El cuerpo cae a un costado del portón de la iglesia. Entre murmullos y vivas, los curiosos rodean el bulto humano que yace en la tierra. La penumbra le cede el paso a la claridad con los candiles y quinqués y las linternas le iluminan la cara al muerto. A grandes zancadas un vecino se aproxima, lleva una escopeta. Sofocado por el esfuerzo, se va abriendo camino a empujones. — ¡Le di! —grita—. ¡Lo tenemos al muy maldito! Hincado en el suelo alguien del grupo examina el cadáver y reconoce la voz. Se levanta. En él hay confusión y angustia. Suspira hondo y con tono lastimero le dice al recién llegado: — ¡Mataste a tu propio hijo, Florencio!
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CLAUDIO PAGGI
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Claudio Pagginació nació en Junín (Bs.As.) en agosto de 1962. Es Ingeniero ro por la UNLP. Desde pequeño ha sido un incansable lector. A punto de cumplir los cincuenta se animó a volcar en papel las historias, ya desesperandesespera zadas, que habitaban su mente. Sus relatos están hechos de un barro que, por momentos, logra parecerparece se a la carne.
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La noche es muy fría, a las nueve Diego bajó del tren en Del Viso y hace una hora que camina por las calles de un barrio apartado, un barrio de obreros y empleados municipales, de casas bajas y modestas. Es viernes y tiene pensado encontrarse luego con sus amigos para salir por allí a tomar algo y ver si tiene la suerte de cruzarse con la Colorada. Todos los negocios han cerrado y las calles, salvo por un grupo de chicos que pasan hablando fuerte, están vacías. Los perros han buscado refugio y no molestan y sólo un gato, de color indefinido, lo mira sin interés desde lo alto de un pilar. Este quehacer de Diego viene de muy atrás, desde que tenía diez años. Ahora, que tiene veintidós, ya es un oficio y él, un experto. Sin verlos ha aprendido a intuir los fondos de las casas. Si lo contara, si contara a sus amigos lo que hace las noches de los fines de semana antes de encontrarlos, ellos primero se sorprenderían pero luego, cuando Diego les relatara los detalles, lo mirarían creyendo que les miente, que nada de lo dicho por él es cierto. Sin embargo nadie supo nunca de su debilidad, o su vicio. Nunca, con nadie, se confesó de sus actividades prohibidas. Ahora Diego se detiene, su experiencia, o un sexto sentido, le indica que esa casa tiene lo que él busca. Es una típica casa de barrio que tiene a la derecha el portón de un garage que, posiblemente, nunca albergó un auto. La línea del frente, hasta el vecino, se completa con un tapial bajo del que emerge una reja sin pretensiones. Dos metros hacia dentro y luego de un breve jardín, la puerta de ingreso y dos ventanas, una a cada lado. En el extremo de la izquierda un pilar alto. El frente está pintado de un color rosa desvaído y desde un nicho, pequeño e iluminado, situado al costado de la entrada, una Virgen de Luján custodia al hogar y a sus moradores. Diego puede ver a través del cortinado, de lo que supone es el comedor, la luz inconstante y de colores variables de un televisor y se imagina a la familia entera sentada frente a él. Esa visión siempre lo tranquiliza, ya que puede suponer que no lo molestarán mientras haga lo suyo. De día, cuando el sol brilla en lo alto y todas las cosas se muestran tal cual son, Diego reflexiona sobre su pasión, y toma conciencia del riesgo que asume cada vez que se entrega a ella. Se plantea seriamente abandonar, vencer el deseo que lo domina, dejar definitivamente en el pasado este hábito tenaz. Se dice a sí mismo que
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EL SECRETO
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debe buscar algo nuevo que lo ayude a renunciar o, si fuera necesario, que lo obligue a no hacerlo más. En otras ocasiones ya lo había intentado, como cuando había logrado que Mario, un amigo de su padre, que tenía la concesión de la cantina del club, lo aceptara como su ayudante en esas horas entre pasada la tardecita y la medianoche en la que se encontraba para salir con sus amigos. Aquella vez pasaron dos semanas en la que su actividad prohibida no pudo tentarlo, pero el sábado de la tercer semana, cuando Mario le pidió que fuese a los fondos del club a buscar, entre un montón de trastos, unos caballetes para armar unas mesas, ya allí, en medio de ese desorden de cosas en desuso volvió a sentir el deseo que creía vencido. Una hora después, cuando regresó con los caballetes y comenzó a armarlos en el salón, Mario, desde atrás del mostrador, le hizo un gesto con su mano, como preguntándole dónde había estado. Diego le respondió ambiguamente y allí quedó todo. Pero ni el viernes siguiente ni ningún día más Diego volvió a aparecer por el club. Esta noche en Del Viso Diego palpa en su bolsillo y se asegura que ella esté allí, plateada y poderosa; luego, de un salto elástico y sordo trepa al pilar, camina rápidamente por el tapial medianero que lo lleva hasta el frente de la casa y de un nuevo salto gana el techo. Esta parte es siempre la de mayor riesgo, es el momento en el que se siente más vulnerable. Un auto doblando por la esquina, un vecino que sale a sacar la basura y ¡zás! Diego quedaría al descubierto y no restaría otra acción que la huída. Correr, correr cuadra tras cuadra, doblando aquí y allá con total aleatoriedad, deseando que nadie lo siguiese y sintiendo cómo el aire va inflamando sus pulmones y secando su boca. Había pasado ya varias veces por esa situación y precisamente por ello disfrutaba tanto cuando llegaba al techo sin sobresaltos. Todo había comenzado cuando tenía unos diez años y al igual que ahora vivía con sus padres en su casa de Carapachay. Diego, que era hijo único, pasaba las siestas del verano solo, en el fondo del patio, donde su padre cultivaba una pequeña huerta. Una de aquellas tardes, sentado a la sombra, con la espalda apoyada contra la medianera del terreno vecino, en el que vivía un matrimonio de ancianos pequeñitos a los que él conocía de verlos sentados en el frente de su casa, se le ocurrió trepar al tapial para descubrir cómo era la casa de ellos, sin saber que lo que vería del otro lado lo marcaría para siempre y lo llevaría luego a buscar lo mismo en otros lugares.
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Lo que vio aquella tarde Diego fue sólo un galpón, algo que en su casa no había. Era un galponcito modesto, apoyado en la medianera, con los costados cerrados con ladrillos colocados de canto y el frente abierto. Desde donde Diego estaba no podía ver lo que en él se guardaba y entonces el veneno de la curiosidad se le inyectó en la sangre. Ese día ya eran casi las cuatro y media, hora en que la siesta terminaba en el barrio y llegaba la hora del riego y la merienda. Diego decidió esperar un día más. Aquella noche soñó con el galpón de los Otero. Al otro día, a la hora de la siesta, cuando supuso que sus padres ya estaban dormidos, presuponiendo vagamente una simetría de conductas al otro lado del tapial, lo cruzó y se metió en el galponcito. Fue para Diego una experiencia maravillosa. En un caos de frascos y cajas pudo ver toda una colección de clavos, rollos de alambre de distintos diámetros, una guadaña algo oxidada, sin el mango, pero, aún así, amenazante; martillos, pinzas, dentro de una caja de cartón una agujereadora manual para madera con ocho mechas distintas y bellas, una trampa para ratas y muchas cosas más que provocaron el nacimiento de ese obsesivo interés que el tiempo sólo acentuaría. Una y otra siesta Diego cruzaba el tapial y visitaba el galpón de los Otero, nunca se llevó ni siquiera un clavo, él no buscaba la posesión de una u otra cosa, admiraba el sitio tal como estaba. Si hubiese podido llevarse a su casa el galponcito íntegro lo hubiese hecho, pero no entraba en sus planes saquearlo. Una tarde encontró a don Otero conversando con su padre y a la noche lo enviaron a la cama sin cenar, no sin antes escuchar de sus padres que se sentían defraudados y que deseaban que el hambre lo hiciera recapacitar de sus malas acciones. Sin embargo Diego no comprendió. Sabía que robar no estaba bien, pero él no se había llevado nada en aquellas visitas. Respetuoso del mandato paterno no volvió a cruzar el tapial de los Otero, y así fue cómo Diego inició su profesión de voyeur de galpones. Hasta los quince años despuntó su vicio visitando, con excusas, corralones, carpinterías y talleres; pero pasada esa edad, cuando tuvo el permiso de sus padres para empezar a salir de noche con sus amigos, sintió que la oportunidad de volver a visitar un galponcito suburbano retornaba. Ahora está sobre un techo de una casa obrera en Del Viso, donde nadie sabe quién es él. Diego camina suave sobre el techo y vuelve a bajar al tapial medianero del otro lado de la casa. Al fondo, como intuía, ve, bajo la luz fría de la luna, el
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brillo de las chapas del galponcito, siente su corazón acelerarse, tiene la ilusión de que hoy va a sorprenderse. Sin embargo algo no está bien, encuentra que la puerta de alambre está cerrada con un candado y entonces recorre su perímetro buscando un lugar alternativo por donde ingresar. Unas gallinas despiertan ruidosamente y antes que Diego pueda tomar la decisión de huir alcanza a ver la silueta de un hombre recortada bajo el marco de la puerta, allá en la casa, rodeada al instante por el resto de su familia. Diego los oye murmurar y ve al hombre avanzar hacia el fondo con cautela. Ha perdido la oportunidad de escapar y opta por ocultarse pero cuando la cercanía le muestra que el dueño de casa empuña un arma el miedo lo altera y corre tratando de llegar al tapial. En su mano brilla, metálica, la linterna. El hombre, muerto de miedo y pensando en su familia que lo aguarda dentro de la casa, levanta el arma y dispara. Diego siente un puño que golpea su espalda, sus manos y sus piernas se le hacen ajenas y llega a su boca el sabor tibio de la sangre. Un mes después, cuando su familia no tenía ya donde buscarlo y se comenzaba a ilusionar con un Diego de viaje por allí, identificaron su cadáver en la morgue. Primero sus padres y luego sus amigos, al enterarse de lo sucedido, no pudieron comprenderlo. La policía allanó su cuarto y luego toda su casa sin hallar nada que pudiese suponerse robado.
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JAIRO MANUEL SÁNCHEZ HOYOS
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JAIRO MANUEL SÁNCHEZ HOYOS, nacido el 27 de febrefebr ro de 1951 en morrocoy, CoC lombia. Enamorado de la lectulect ra y aficionado a la escritura. Ha publicado dos d novelas y un cuento. Para este diciembre 2013, publica la novela el Grito largo de los Senderos. Finalista en varios concursos de poesía y cuentos, en MéxiMéx co, España y Argentina. En Chimbarongo, Perú recibió mención especial en el concurconcu so de cuento realizado ealizado por la biblioteca de ese municipio. Aparece en varias antologantolo ías de América y España.
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El pueblo se acostó entusiasmado, serían dos tardes de carreras y una noche de verbena, en honor a San José. Todo estaba listo para escuchar las alegres y melodiosas notas de la prestigiosa Banda 6 de Enero de Momil, la de la fama en el momento. Dicha agrupación partió muy de madrugada a tocar el alba. Era una madrugada fría y oscura, constantes lampos sobresalían por los lados de los montes de María, la Alta, en donde había llovido toda la noche, básicamente en Ovejas, donde nace el arroyo de Pichilín que pasa por Toluviejo, la meta donde se llevaría a cabo este compromiso patronal. Viajan entretenidos, tomándose del pelo y riendo hasta más no poder, cuando… ¡Plan!, se partió el cardán. El viejo camión había “sacado la mano”. Tocó andar a pie el resto del camino. Encabezaba la marcha Flirticia, quien era la del bombo, lo hacía sobre el lomo de “Sonsa”, una vieja mula cedida por uno de los feligreses. Ya casi para llegar les surgió otro inconveniente, Pichilín estaba de “bote en bote”, ni siquiera se veía el puente. Pero esto no amilanó la marcha del grupo, es más, fue en este preciso momento cuando a ella se le ocurre la súbita idea de anunciar la banda, pues, con esto elevaría los corazones y pondría los ánimos en vilo, deseosos del regocijo. Así que en medio del puente, se acomoda bien, bien, el bombo y con la mano zurda, porque era zurda, dejó caer el mazazo. Queriendo ella atraer la alegría, ¿por qué tenía que sobrevenir la desgracia? La Sonsa, que además de sonsa, venía legañosa, soñolienta y pasmosa, pegó un brinco de a cinco, lanzándola a la del bombo al vacío. Sin tiempo que perder los hombres se lanzaron a las gélidas y revoltosas aguas. Pero por más que buscaron, jamás dieron con el cuerpo de la infortunada mujer. Desde entonces, cada vez que crece el arroyo, se escucha, corriente abajo, el triste sonar de un bombo.
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EL CASO DE FLIRTICIA.
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LUIS FELIPE VALENCIA TAMAYO
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Luis Felipe Valencia Vale Tamayo (Manizales, Colombia) Escritor y profesor de Literatura y Humanidades en la Universidad de Manizales.. Ha obtenido diversos reconocimientos tanto en Colombia como en España y México por su producción literaria, destacándose en los géneros de ensayo ens y cuento. Además de la Literatura, lo apasionan el periodismo, el cine y la música, actividades que gusta mezclar en su quehacer personal y profesional.
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Ocurre siempre, pero aquella vez causó más tristeza de la que uno puede tener por normal. Las veces anteriores fueron las reinas, la selección de fútbol, el equipo de ciclistas, los tríos y cantantes del pueblo. El camino fue el mismo. A todos los despedimos y les deseamos buena suerte en el mismo lugar en el que se ve gigante la valla que dice por un lado “Vaya con Dios, esperamos que vuelva pronto”. Llevamos los músicos, los grupos de danzas de las escuelas, los niños con pequeñas banderitas que ellos mismos elaboran. Cada adiós es el mismo: las madres dejan atravesar sus rostros por las lágrimas y novios y novias se estrechan en abrazos que ya desean interminables. Así nos reconocemos en el pueblo y festejamos las oportunidades que tenemos de llevar la bandera a otros lugares. Cuando viajó Alina, todos creímos que traería la corona. Cuándo va a pensar uno que hubiera mujer más bella que Alina, la reina desde chiquita. Lastimosamente, regresó sin nada de lo que todos le presentimos. No lo pudimos creer. Hasta la bruja, vecina nuestra, mantuvo su presagio sobre nuestra reina negando cualquier posibilidad de equívoco suyo. “Le robaron la corona, mijita; una cosa dicen las cartas y otra dicen los hombres... ¡desgraciados!”, dijo, bravucona, Elvira. Todos sobrellevamos la triste derrota de Alina, la reina del pueblo, la reina que todos quisimos, la que los jóvenes desean, aunque intimidados; la que los viejos queremos a nuestro lado pero no podemos complacer. Ah, si el viejo pudiera y el viejo quisiera... Lo cierto es que reina sí teníamos, la más bella; pero qué le íbamos a hacer si para el resto del mundo no fue la mejor. Luego vino lo de los muchachos de la selección. Tantos años de trabajo y esfuerzo. Yo mismo pasé muchas noches viéndolos entrenar como guerreros. En el día practicaban con la bola, examinaban estrategias y ensayaban cobros para el sagaz portero; en la noche entrenaban como reclutas, haciendo sentadillas, lagartijas, abdominales. Como la cancha no tiene luz, sólo los resplandores de las casas vecinas, los muchachos de la selección de fútbol entrenaban en medio de los niños que se atravesaban jugando sus llevas y escondrijos. Vistos todos los esfuerzos de los jugadores, el pueblo entero se animó a apoyarlos. Doña Clelia se comprometió a elaborar los uniformes; don Paco el de la abundancia quiso patrocinar el equipo con una buena renta. El padre, a fuerza de algunas súplicas de sus grupos catequéticos, donó parte de la recaudación de la misa de un domingo sólo para que ellos pudieran viajar. Y todos nos hicimos a la idea de que nadie jugaría mejor que nuestros mu-
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UN PUEBLO SIN CONSUELO
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chachos, que en el campeonato ellos arrasarían y se llevarían no sólo los aplausos sino todos los títulos. Los veíamos jugar y para nosotros eran magos con la pelota. Despedimos a nuestra selección con bombos y platillos, seguros de que traerían la copa. No fue así. Una vez más, nos robaron; los muchachos dijeron que un árbitro les había cogido ojeriza desde el principio del torneo y los perjudicó en la primera fase con decisiones infames. El pueblo quedó triste, descompuesto... La única consolada fue Alina, que sintió que alguien más vivía en carne propia lo que ella ya había sentido. Nos empeñamos en sacar adelante una nueva gesta. Los muchachos del fútbol quisieron dedicarse a otra cosa, olvidaron sus talentos con la bola y optaron por dedicarse a los pedales. Se unieron a un incipiente grupo de ciclistas que tenían los vecinos de nuestras tiendas. Esforzados y valientes, día a día mostraban con qué facilidad ascendían esas cumbres que nos rodean. Los veíamos enrutarse como en una montaña rusa y llegar a casa a desafiar las penalidades de nuestra dieta con una alimentación realmente escasa. El pueblo tuvo una vez más una esperanza. Así las cosas, todos colaboramos para que ellos se alimentaran mejor y tuvieran la oportunidad de llevar su pedaleo a las altas competencias del mundo. El equipo se ensambló, y para nosotros cada ascenso a la cumbre que hacían nuestros escaladores excitaba los pensamientos y las imágenes de los triunfos y reconocimientos venideros. Los despedimos allí mismo donde también se recibe a los que llegan. Los abrazamos, les empacamos parte de nuestras comidas y les echamos todas las bendiciones que teníamos guardadas en el alma para ocasiones especiales. Denodados atletas regresaron con la mirada caída. Los habían saboteado, dijeron. Tras dos pruebas iniciales maravillosas, una mañana de competencia los jueces descubrieron sustancias prohibidas en la habitación de nuestros ciclistas. Los perjudicaron. Pura envidia. En el pueblo todos sabíamos quiénes eran los mejores; pero nadie quería saber lo que nosotros pensábamos. La desolación se notó en todas nuestras miradas; una rabia interna parecía hacerse común denominador de nuestros empeños. Pero no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista. Había aún cosas qué mirar en todos aquellos que viven en nuestro pueblo. ¿Y nuestras voces? ¡Por Dios! ¿Podrán en el mundo igualarse nuestras voces? Ángeles, voces de ángeles. El pueblo se unió para apoyar al trío. Los escuchamos embelesados en la plaza y también momentos antes de la despedida que le dimos. Viajaron a representarnos, a traer las alabanzas que suscitarían después de escuchados, a traer las noticias de aquellos que, sorprendidos, quisieran saber dónde habían dado su primera nota. Pero no fue así. Regresaron con sus instrumentos y sus voces tristes. Dijeron que todo se lo
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habían robado, que melodías como las que ellos expresaron no pudieron ser mejoradas, que todo el mundo lo supo. Sin embargo, perdieron. Los jueces los habían damnificado, no porque sus voces no fueran hermosas sino porque tenían en mente mejores rostros. Sí, de acuerdo con el trío, perdieron por feos. Hubiera ido Alina, que también canta muy lindo. Pero nadie en el pueblo lo tuvo presente. Ahí sí como dicen, después de miado para qué bacinilla. A pesar de la tristeza, el pueblo se repuso. Nos levantamos a los pocos días con los deseos de continuar nuestras vidas como si nada de esto hubiera pasado. Pero vino un hecho que alteró nuestras vidas y aún nos hace sonrojar, más que entristecer. Al pueblo había llegado un bello curita; bello en todos los sentidos: amable, cordial, de rostro angelical. Mejor dicho, a los pocos días de estar entre nosotros nos demostró su santidad en pequeños actos cotidianos de pura nobleza. Confieso que yo, que hacía mucho no me confesaba, tuve por fin un hombre al que quise tener como administrador de mi perdón. Nos hicimos amigos de él y él se hizo amigo de todos. A quien conocíamos le hablábamos de las bondades de nuestro cura párroco, joven, entusiasta y con aroma de santidad. La fe en nuestro padre se propagó y, por primera vez en mucho tiempo, hombres y mujeres distintos de los vecinos del pueblo leyeron la valla en la que se da la bienvenida a los foráneos. Bautizos, primeras comuniones, matrimonios, extremaunción, todos quisimos que fuera otorgado por él. Incluso hubo quienes dejaron a un lado la Confirmación sólo por el hecho de que venía el obispo o su vicario para concederla. No, así no quisieron las cosas. Fue la fe las que nos colocó en un lugar del mundo, y el padre como lugar de peregrinación. Organizó un bello santuario y un lindísimo oratorio en los que propios y extraños por fin nos conocíamos. Hasta que llegaron las gratas noticias. En la misa del domingo, el padre anunció que había sido llamado a Roma y que debía ausentarse por unos días. Lo aplaudimos, claro, pero también lloramos al perderlo, así fuera por poco tiempo. En peregrinación, lo acompañamos hasta el lugar en el que siempre nos hemos despedido los vecinos. Lo abrazamos, lo besamos, le obsequiamos nuestras lágrimas. Cuando lo vimos lejos, fue que se escuchó la voz de Leticia: “Ese hombre va a ser nuestro Papa”. La miramos sorprendidos. No lo pensamos dos veces, inmediatamente captamos que el padre no había querido decirnos nada, de puro modesto, pero él debía saber que viajaba a Roma para que allá hicieran todo el proceso para acercarlo al papado. Nuestra esperanza creció: un santo como él no se encuentra a la vuelta de la esquina, menos en un mundo tan infiel. Los peregrinos que llegaban supieron de
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nuestra historia; el lugar del que había salido el próximo Papa creció en visitantes y todos nos alegramos de ocupar un sitio en el corazón de los demás. Periodistas, escritores, hombres de fe y curiosos pasaron por esta tierrita. Pasó el tiempo y no recibimos las noticias que esperábamos. Llamamos al obispo y no nos quiso contestar. El misterio nos alentaba pero también nos confundía. Teníamos todos los preparativos para recibir a nuestro triunfador padrecito hecho Papa. Y regresó, triste, cabizbajo, con el rostro ensombrecido sin la sonrisa habitual que le conocimos. Apareció en la iglesia cuando caía la tarde y nos estábamos haciendo a la idea de que se trataba de un día más sin verlo. “¡Padre!”, gritó el joven sacristán, que lo vio primero que todos. Venía sin sus hábitos, venía sin su cuello blanco, venía como un joven citadino que quiere impresionar a las jovencitas de una fiesta. No era el mismo que conocimos. No llegó a ser Papa, ni siquiera alcanzó a continuar su vocación sacerdotal. Regresó a disculparse, a implorar nuestro perdón y a llevarse a Alina. No había viajado a Roma, se fue a encontrar con el obispo para asumir con entereza su pecado. Entre lágrimas, dijo que no revelaría ninguna de nuestras culpas, que lamentaba el embarazo de Alina y que algún día regresaría para reír un rato con nuestras gracias. No es necesario que regrese para que lo recordemos. Por él vienen a vernos, por él los periodistas nos preguntan la historia del hombre que salió de aquí convertido en Papa y regresó a responder por un niño. Por él nuestro pueblo se ha quedado triste, orando día y noche, sin risa, sin reinas, sin equipo de fútbol, sin ciclistas, sin voces y sin canciones. Es lo peor que nos ha podido pasar. No le endilgo culpas a nadie, en el fondo hemos sido nosotros mismos los que todo lo hemos hecho.
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ELIZABETH CORTEZ
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Elizabeth María Cortéz nace en Guaymallén, provincia de Mendoza. A los cuatros años se traslada con sus padres a BueBu nos Aires donde reside en la actualidad. Es profesoprofes ra de inglés y desde hace varios años se dedica a la escritura. Ha publicado artículos sobre la Guerra civil española en la revisrevi ta Carta de España. Tiene un libro de cuentos inédiinéd to, Tiempos peregrinos.
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ESTELA Y LOS CERROS
Después de almorzar, casi nunca dormía la siesta. Ese mediodía preparó un té con limón que bebió de un sorbo porque se le hacía tarde. Tomó el guardapolvo que colgaba del perchero, subió a la moto y bajó por la calle Pueyrredón hasta la Esquina de la Virgen. Le extrañó no encontrar a Martita en la puerta. Hacía tanto calor que probablemente había cerrado el almacén más temprano. Dobló por Drummond para acortar el camino y así llegar antes del atardecer a visitar a los pacientes que vivían en los cerros. Manejaba lentamente por temor a perder el equilibrio como le había sucedido al esquivar al perro de los Artero que parecía saber sus horarios y estaba al acecho cada vez que oía el ruido de la moto. Viró a la izquierda y pensó que era inútil pasar por la carpintería de Luis porque rara vez lo veía. El portón abierto, desvencijado, le permitía sin embargo percibir de lejos su figura cortando madera con la sierra. Al pasar por la iglesia, no se persignó pero se tocó la cadenita con la cruz que llevaba debajo de la remera. Se acordó de la medalla con la imagen de la virgen que le habían regalado al tomar la primera comunión y que besaba antes de irse a dormir o cuando tenía prueba en la escuela. A Estela siempre le había llamado la atención el aro blanco incandescente que usaban los curas alrededor del cuello de la camisa que contrastaba con la sotana oscura. Más tarde supo que a los sacerdotes había que decirles “padre”. Entonces tenía dos padres: Manuel y ese otro padre espiritual al que le debía respeto y obediencia como le había inculcado su madre. Sintió un tirón en la rodilla derecha como cuando se arrodillaba para confesar sus pecados a través de las celosías de madera del confesonario que sólo le dejaban ver las pupilas brillantes del cura. ¿Qué cosas tan graves hacían los niños ante los ojos de Dios para tener que arrodillarse? Hasta le parecía gracioso y un poco absurdo repetir siempre lo mismo: los enojos con Martita por alguna tontería o cuando le contestaba mal a su abuela. De todos modos se esforzaba por darle seriedad a lo que estaba contando. Se mostraba arrepentida para merecer el perdón y sentirse aliviada de haber cumplido una vez más con el rito dominical. Dejó atrás la plaza del pueblo y entró en el camino de las fincas. De a poco el aire iba impregnándose del aroma de los duraznos. Las copas de los álamos se abrazaban de vereda a vereda dejando apenas reflejar los rayos del sol en el asfalto. Al
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A mis padres
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cruzar el río, detenía la moto. Se bajaba y lo primero que hacía era tocar el agua. Se descalzaba, se arremangaba los pantalones y contemplaba sus pies sumergidos mientras que el agua corría lentamente entre las piedras. Chapoteaba despacito para no salpicarse la ropa. El sol ardiente le daba en la cara y la invitaba a meterse en el agua. No corría ni una brisa como el día que se escapó de su casa en bicicleta. El sol derretía la brea del asfalto pegándose en las ruedas de la bici. Pedaleaba haciendo un gran esfuerzo con todo el cuerpo sobre todo con las pantorrillas que se le hinchaban y a veces se le acalambraban. De pronto una bajada y a gran velocidad se lanzaba cuesta abajo soltando las manos del manubrio. Se ponía de pie y sus brazos eran alas. Gritaba de felicidad en medio de la soledad de la montaña que le devolvía el eco de su voz. Un cielo despejado y un vientito cálido le anunciaban la proximidad del río. Dejó la bici debajo de un arbusto y caminando entró en la zona de los ripios. Se acercó al río con paso lento. Se agachó a recoger agua con las manos. Bebió un poco y se lavó la cara. De a poco iba abandonándose al placer del agua. Ni siquiera se había dado cuenta de que no había llevado malla. Se sumergía lentamente. Una extraña sensación se apoderó de Estela al sentir que se adentraba en el río cada vez más. De golpe se le salió una alpargata y dejó que se la llevara la corriente. No podía parar de reír mientras los shorts de jeans iban adhiriéndosele al cuerpo al igual que la remera. El pelo mojado se le pegaba a los hombros y a la espalda. Después se tiraba sobre la arena y dormitaba un poco dejando que se le secara la ropa. Un silencio profundo se quebraba con el rumor del agua y el piar de algún pájaro. ¡Cuánto tiempo había pasado! Sin embargo ese recuerdo volvía con fuerza. De algún modo, Estela buscó preservar esos momentos felices a lo largo de su vida. Volviendo a los cerros, permitiéndose ese pequeño paréntesis de éxtasis que le daba la suficiente energía para seguir a pie por la cuesta empinada que bordeaba al río hasta llegar a la casa de adobe de Rosa en la inmensidad andina. No tuvo necesidad de golpear las manos porque uno de los hijos de Rosa estaba jugando con el perro que apenas la vio, la recibió con un ladrido amistoso. Entró en la casa y Rosa estaba acomodando unas vasijas en unas cajas que llevaría a la feria del barrio Namuncurá el fin de semana. Allí había conocido a la doctora Estela Valiente, médica de familia y jefa del hospital San José. Rosa había enviudado hacía cuatro años y vivía con los tres hijos menores .El hijo mayor se había ido a Buenos Aires a probar suerte. Estela se sentó a la mesa. Contemplaba silenciosamente a esa mujer joven, callada, con la espalda un poco encorvada y un gesto de dolor en el rostro que apenas esbozó una sonrisa al verla. El encuentro con Rosa le hacía dudar de sus certezas. La
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realidad con la que se enfrentaba desmoronaba su mundo de verdades absolutas, su vida resuelta, el sentido práctico que aplicaba para resolver situaciones. Entonces comprendió que no debía demorarse más. Puso el maletín sobre la mesa, sacó el recetario y una caja de medicamentos. -¿Cómo te encontrás, Rosa? -Aquí me ve doctora, con este pie que parece una empanada. -Sí, se ve hinchado. Ha sido una quemadura profunda. Vamos a ver cómo está. Estela se acercó a ella, se agachó y después le pidió a Juan que le acercara el banquito que había usado días pasados. Juan fue rápidamente a la pieza y se lo trajo. Con sumo cuidado, Estela apoyó el pie lastimado de Rosa y fue lentamente sacándole la venda. -Está un poco mejor, pero la piel muy enrojecida todavía. ¿Te duele? Apenas entré vi que estabas parada acomodando cajas. Te había dicho que no abusaras. Necesitás reposo, Rosa. Al menos por una semana más. Estela sacó una crema del maletín y suavemente fue pasándola alrededor de la quemadura hasta llegar a la llaga más profunda. Rosa apretaba fuertemente la boca y cerraba los ojos. -Ahora te dejo otra caja de antibióticos que vas a tomar cada seis horas. Son fuertes así que los tenés que tomar con un vaso de leche tibia. La semana que viene vengo, pero si te sentís mal, ya sabés, le decís a Juancito que me vaya a buscar a casa o se acerque al hospital. Estoy todas las mañanas hasta la una. -Entonces, este fin de semana tampoco puedo ir a la feria. -Si apenas podés apoyar el pie. Quedate tranquila. Vengo a mitad de semana para hacerte las curaciones. -Gracias, doctora, Si no fuera por usted, nadie viene por aquí. Estela miró a Juan y a Elenita, la hija menor de Rosa, y apoyando la mano en el hombro de Elenita, dijo: Ustedes me la cuidan a la mami. En poquitos días nomás va andar de aquí para allá como antes. Estela acomodó el maletín. Juan la acompañó a la puerta y se despidieron. De ahí, se fue rápidamente al rancho que estaba un poco más debajo del de Rosa. Allí vivían dos viejitos, doña Blanca y don Emilio, un viejo cascarrabias que no se resignaba a dejar de cosechar tomates y duraznos cuando lo llamaban de alguna finca en Chacras de Coria. En época de vendimia se iba a cosechar uvas para hacer el vino él mismo. Doña Blanca preparaba mermeladas de duraznos y siempre le regalaba a Estela unos cuantos frascos para que repartiera en el hospital. Don Emilio padecía de hidropesía coronaria. Sin embargo parecía desentenderse de la enfermedad. En vano
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eran los cuidados de su mujer que apenas podía con él. Rara vez hacía el régimen de comida que la doctora le mandaba porque decía que él no tenía nada. -Me quieren enfermar, nomás, decía siempre enojado. -Anda flojito de la memoria. Lo sacamos de un infarto, le recordaba Estela. -Pasaba a mejor vida, doctorcita. -Déjese de bromas, hombre. Un infarto no es cualquier cosa. Usted puede hacer vida normal, comer y beber, pero con medida. Doña Blanca era una mujer de edad avanzada pero sana y muy activa. El matrimonio tenía dos hijas pero ninguna de ellas los visitaba. Estela nunca quiso preguntar nada sobre ese tema. Esperaba que quizás algún día fuera Doña Blanca la que le contara. En una de las visitas de Estela, Doña Blanca estaba muy angustiada y se sinceró con la doctora. Las dos hijas se habían peleado por una herencia que un hermano de la mujer le había dejado al morir. Era una casa chica en Guaymallén. Cuando una de las hermanas se enteró de esa herencia, hizo firmar un documento a la madre donde la casa heredada aparecía como una donación que ésta le hacía a su hija menor, por consiguiente desheredaba a la otra. Así fue que la se quedó con la casa se separó para siempre de la familia. Doña Blanca había sido estafada por su propia hija. Golpe duro que la tuvo en cama con una depresión aguda cerca de un año. Estela la visitaba a diario para reconfortarla y ayudarla a pasar ese mal trance. Así transcurría la vida de Estela. El contacto con los pacientes de los cerros había dado un giro a su vida. Sentía una especial debilidad por ellos que se hallaban marginados de todo. ¿Qué era todo? El progreso del que ella gozaba. Tener un buen auto, una casa confortable, dinero para irse de vacaciones en verano y en invierno todos los años. Una profesión respetable y la seguridad que le daba saberse imprescindible o con autoridad para decidir lo que nadie pondría en duda. “Ahí viene la doctora”. Esa frase bastaba para sentirse omnipotente, para que un pasillo de hospital se convirtiera en la esperanza o la tristeza de muchos que esperaban en silencio. El peso de su palabra, de un diagnóstico. Todo recaía sobre sus espaldas. Los pacientes de los cerros eran almas solitarias que le habían revelado un mundo más allá de la ciencia. Un mundo más humano.
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CLAUX
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Claudia Beatriz Schuardt naci贸 en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires el 5 de marzo de 1968. Su pasi贸n fue siempre iempre la literaliter tura y pese a escribir habitualmente, es su primera publicaci贸n.
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PESADILLA Un trueno despertó a Pablo Obregón. Estaba transpirado y agitado como si hubiera corrido y con un terrible dolor de cabeza. La luz de un relámpago lo ubicó en la habitación de la casona que había alquilado junto al lago para tratar de empezar su nueva novela. Era un escritor joven y talentoso que estaba en ascenso, pero desde que su novia Leonela lo había dejado no había podido escribir ni una sola línea más, y la editorial lo presionaba para publicar algo suyo.
“Leonora caminaba descalza por la casa oscura. A cada paso se podía escuchar el crujir de las maderas del piso hueco. La casa definitivamente la inquietaba. Afuera, un viento de tormenta comenzaba a agitar las ramas de los pinos de la entrada, provocando un ulular casi fantasmal. El cielo se tornaba gris oscuro a medida que empezaba a gotear sobre el techo de chapas. Leonora creyó escuchar un ruido seco en la planta alta, y se sobresaltó. Lenta, muy lentamente, comenzó a subir las escaleras. Miró por la ventana. El lago apenas se distinguía entre la lluvia, que ahora era intensa. Cuando Leonora volvió los ojos hacia arriba vio una sombra que se arrojaba sobre ella y sintió los escalones que se clavaban en su cuerpo…”
FISURAS DE LO REAL
Un nuevo trueno, esta vez más violento que el anterior, lo hizo saltar de la cama. Desde que había llegado a esa casa, llovía; y aunque ese clima hubiera sido ideal para escribir algo, el total aislamiento había llegado a inquietarlo. A algunos escritores la soledad les parecía buena compañera; él prefería escribir en un bar rodeado del bullicio de la gente. La tormenta afuera era inquietante, pero el cielo (casi permanentemente iluminado por los relámpagos) le permitió caminar hacia el ventanal sin intentar prender la luz. Las cortinas se agitaban vivamente llenando la habitación de un aire refrescante. Pablo se sentó en el piso con su cuaderno y la lapicera en la mano: “La inusitada fuerza de un trueno me despertó de la pesadilla. Todavía podía sentir en mi cabeza los gritos de Leonora, mientras veía cómo el criminal la arrastraba tomándola de su largo pelo negro por toda la habitación”, escribió Pablo casi automáticamente a la luz de un nuevo relámpago. Sintiéndose inspirado caminó hacia la cama e intentó sin éxito prender el velador para poder seguir. No sabía cuándo volvería de nuevo la luz, y malhumorado, se volvió a acomodar en la cama para volver a dormirse. Sin embargo, la Musa proféticamente siguió susurrándole al oído:
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Pablo volvió a despertarse sobresaltado. Afuera la lluvia seguía cayendo con tenacidad, pero ya era de día. El velador estaba prendido. Suspiró aliviado. Sobre la mesa de luz el anotador contenía un párrafo que Pablo no recordaba haber escrito, pero indudablemente era su letra. Seguramente con los vasos de whisky de la noche anterior lo había olvidado. Se metió al baño para tomar una ducha que lo despejara y recordó los gritos de Leonela en su pesadilla. Moría por llamar a su novia, pero pensó que en realidad ella merecía llevarse un buen susto, como en la historia que estaba escribiendo. Quizá sus palabras, plasmadas en aquellas hojas, traspasaran la frontera de la ficción y pudieran volverse realidad. Pablo salió de la ducha y bajó las escaleras con cuidado. Abrió la puerta y el aire lo envolvió, refrescándolo todo. Ahora parecía que la lluvia iba a dejar de caer de una vez y permitiría a Pablo ver de nuevo el sol. Subió nuevamente para buscar el anotador y su lapicera, volvió a bajar y se acomodó en el sofá para seguir escribiendo:
Leonora, venciendo su miedo al agua, había tomado un bote en el muelle y le había pedido al dueño que la llevara muy lejos. Nunca pensó que Paulo se transformaría de esa manera. Cuando lo conoció le pareció un hombre encantador y gentil, pero a medida que pasaban los días, y especialmente desde que habían decidido vivir juntos, el príncipe fue dejando paso a la bestia. Aunque Leonora buscaba justificar su comportamiento cada vez más violento, pronto comprendió que debía continuar su camino lejos de él. El problema fue que cuando le planteó la separación, Paulo enloqueció, dándole a Leonora una paliza descomunal, que la envió por unos días al hospital. Y aunque Paulo todos los días la visitaba, mostrándose arrepentido y pidiéndole mil veces perdón, mientras juraba que no volvería a hacerlo, Leonora, en cuanto se sintió en condiciones, se fue del hospital y sin pasar por su casa, se dirigió al puerto y tomó el primer bote que encontró para que la llevara lejos de la ciudad, a alguno de los pequeños poblados escondidos a orillas del lago.
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“Leonora sintió el cuerpo de su agresor desnudo y mojado moviéndose sobre ella y percibió su excitación. Aunque tenía el cuerpo dolorido y estaba un poco atontada, consiguió estirar el brazo para alcanzar una estatuilla que había sobre la mesa y golpeó violentamente la cabeza del hombre. Afuera seguía lloviendo insufriblemente, como desde que había llegado a la casa del lago.
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Allí buscaría empezar una nueva vida, lejos de Paulo, de su violencia, de su locura…”
“Temblando por el miedo que le provocaba el agua desde que salió del muelle hasta que llegó a la casa del lago, pero decidida a cambiar de vida, Leonora alquiló por unos meses una casa en la orilla, un lugar de aspecto tenebroso, con falta de mantenimiento y arreglo, pero donde seguramente Paulo no la encontraría. Una vez por semana, el dueño del bote le traería las provisiones necesarias para su supervivencia, hasta que Leonora consiguiera trabajo en el pueblo cercano. Pero ahora el destino volvía a meterse violentamente en su vida, y ella se sentía nuevamente aterrada: un desconocido se había metido en la casa, la había atacado y ella lo había golpeado. Parecía estar muerto. Leonora salió corriendo hacia fuera bajo la lluvia. Todo estaba lleno de barro, de modo que a cada paso Leonora se hundía o se resbalaba. Estaba empapada y tenía frío, además de sentirse dolorida por la caída de la escalera. No sabía a dónde escapar. La lluvia era intensa y la tarde iba apagando, sumando oscuridad a la tormenta. De pronto, alguien la tomó de su pelo largo y frenó su carrera. No podía verlo, pero sabía que era el hombre que la había atacado. Se tiró violentamente sobre ella, hundiendo la cara de Leonora en el barro, mientras ella intentaba contener el aire. Se sentía asfixiada; si él no la soltaba, moriría. De pronto el atacante le levantó la cabeza del barro y, pasándole el brazo por el cuello, la arrastró hacia el lago. Leonora gritaba aterrada. Le tenía fobia al agua y su agresor parecía saberlo. Leonora pateaba y gritaba. El hombre la sostenía firmemente mientras se metía con ella en el lago, hasta que el agua helada le llegó a la cintura. Allí la volvió a tomar del cabello y le hundió la cabeza en el agua, una y otra vez, mientras Leonora gritaba inútilmente cada vez que su cabeza
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Pablo se sintió repentinamente cansado. No sabía ni siquiera por qué había elegido a Leonela como la heroína de este esbozo de novela, quizá porque la extrañaba demasiado, porque el amor suele ser cruel, no permitiéndonos olvidar a quien amamos, quizá porque en el fondo se sentía un poco culpable del fracaso de la pareja, pero en su novela el villano era él. Tal vez, poniéndose en el lugar de Leonela, lograría comprenderla un poco y acercarse nuevamente a ella. Pablo se vistió y, aprovechando la pausa en la lluvia, fue a pasear por la orilla del lago, que ahora parecía cubierto de una neblina fantasmal. Disfrutando del terror que hubiera sentido Leonela al cruzar el lago, sabiendo que ella no sabía nadar, decidió continuar con el proyecto de su novela:
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salía del agua, hasta que casi no tuvo más aire. El agua helada le cortaba el rostro, se metía por su nariz y su garganta, quemándola; Leonora intentó respirar, pero una gran bocanada de agua entró en sus pulmones y mientras se ahogaba sentía todavía a su agresor empujándola más y más hacia el fondo. ¿Por qué?, pensó por última vez, mientras su cuerpo se hundía lentamente y el rostro del desconocido iba transformándose en el de Paulo, que la miraba y sonreía tras una cortina de agua.”
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Pablo miró hacia el horizonte. Mañana sería un gran día. Había dejado de llover y empezaría a escribir su novela. Se frotó la cabeza. Aunque todavía le dolía, el golpe pareció despertarle de nuevo la inspiración. A lo lejos, un cuerpo de mujer en las aguas del lago se hundía definitivamente, abrazada a la muerte.
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CLAUDIA COSTANZI
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Claudia Costanzi, nació en Córdoba Capital. Se publicaron dos de sus cuentos "El miedo" y "La Rata Blanca" en la antología "Café de Letras Memorias de un Taller" y el último, además, en la Revista Rumbos. Ganadora del segundo premio con el relato "Las flores son para los muertos" en el Concurso Literario de Poesía y Narrativa “La “ Fuerza de la Palabra”, a publicarse en la antología "La Fuerza de la Palabra 2013".
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- Sería conveniente que hiciéramos terapia, pero terapia de pareja – me dijo Sergio con absoluto convencimiento aquella tarde de otoño, mientras se balanceaba sobre su silla. Reaccioné incómoda ante la iniciativa – No me parece, hace poco que estamos saliendo. ¿Qué pasaría entonces si tuviéramos una convivencia de cinco años? Efectivamente, había conocido a ese hombre unos nueve meses atrás y, pronto, comenzamos una relación amorosa. Él era un cuarentón atractivo, empleado jerárquico, viudo, con hijos adolescentes, que decía amarme y ansiaba pasar por segunda vez por el registro civil. Mis amigas, al observarlo, no dejaron de advertir excitadas que el sujeto parecía un “buen partido”. Sin embargo, Sergio estaba intranquilo, inseguro, incómodo, es como que se diluía sin consideración la magia de los primeros tiempos, esa magia gracias a la cual, con el afán de seducir, sólo mostrás y ensanchás lo bueno que tenés para ofrecer. Con el discurrir de los días el tono de Sergio se volvió imperativo – Quiero que hagamos terapia, pero terapia de pareja. - ¿Por qué? En verdad tenemos problemas pero creo que son cuestiones individuales que, obviamente, llevamos luego a la relación. Se trata, en todo caso, de hacer terapia pero cada uno por su lado y así lo nuestro va a mejorar – propuse. Es cierto que atravesábamos por algunas dificultades las que, según mi modesto entender, tenían su epicentro en los celos, la desconfianza y ciertas rarezas de Sergio. Por razones que desconozco él dudaba de todo y de todos; así fue como comenzó a cuestionarme la manera de vestir, la forma de caminar, el tono de mi voz, el matiz de mis palabras, la longitud de los tacones de mis zapatos, la consistencia de mi maquillaje, el volumen de mi peinado... - Es que sos una histérica en el sentido científico del término – me apuntó una noche, un tanto compasivo y otro tanto acusador, mientras compartíamos un café. Seguramente lo indagué con el gesto de mi rostro porque siguió: – Estuve leyendo mucho sobre psicología y encajás justo en esa dolencia mental, sino fijate – agregó a la par que me extendía unas hojas de papel en las que había fotocopiado un artículo, en apariencia médico:
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TERAPIA
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– En esta nota se develan las características de una personalidad histérica y vos reunís a varias y eso nos ocasiona complicaciones en la pareja. Tomé los apuntes y leí la larga lista de particularidades, al parecer propias de esa “patología” – Dejate de embromar – le espeté molesta, –nada que ver, yo no soy así. - ¡Eureka! – gritó – esa es una de las señales inconfundibles, todo histérico niega que lo es. Lo miré atónita – Entonces no puedo defenderme, o me come el tigre o me come el león – aseveré y me fui enojada, previo tirarle por la cabeza los dos libros de autoayuda que, según él, me iba a prestar a fin que los leyera para comprender acabadamente “mi problema”, pero sólo en los párrafos que se había tomado el trabajo de subrayar a efectos que no me distraiga. Desde ahí en adelante, Sergio comenzó a manifestar síntomas que me alertaron. Por ejemplo, repetía hasta el cansancio sus palabras como si su interlocutor fuera idiota; se lavaba las manos con inusitada frecuencia, incluso antes y después de tocarme, y los dientes y la lengua antes y después de darme un beso; verificaba si había cerrado la puerta de su casa al salir exactamente cinco veces cada vez; le propinaba diez estiraditas a su prepucio y diez palmadas a sus testículos como ritual previo a hacer el amor y retrocedía veinte kilómetros o más para volver a su vivienda sólo a fin de cerciorarse que estaba cerrado el paso del gas. Por si todo eso fuera poco, se le dio por revisar mi cartera y mi celular en busca del “cuerpo del delito”, quizá, y por comer las empanadas con cuchillo y tenedor separando la carne de la masa con obsesiva prolijidad. Fastidiada y con preocupación, casi le rogué que pensara en abordar una consulta con un psicólogo a la mayor brevedad; al negarse terminantemente, cual si fuera una mácula en su currículo, accedí a su solicitud de hacer terapia de a dos pero ocultando mi soslayada y real intención: que algún profesional del rubro le revisara el cerebro. Aquella tarde de otoño Sergio me miró tras pestañear quince veces, ni una más, ni una menos. Sentado sobre la cama y mientras balanceaba exageradamente su delgado torso me dijo - Sería conveniente que hiciéramos terapia, pero terapia de pareja. Su voz trémula retumbó en las paredes de su dormitorio blanco del hospital psiquiátrico y yo asentí, pues daba igual.
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Tomé el pequeño sobre púrpura perfumado, seguramente con su agua de colonia favorita, que me extendían las manitos temblorosas de mi tía Matilde, y sonreí. - Es muy importante que lo entregues esta misma tarde. El Sr. Rodríguez vive en la casita de las tejas de la calle arbolada, justo al lado de la despensa – me dijo la anciana con esa voz que parecía desgranarse a la caída de cada palabra. Luego, entornó los parpados al susurrar - Y quien dijo que esto no es amor… La miré; quizá mis ojos lanzaron una pregunta porque, sin permitirme esbozar alguna cosa agregó, desde su lecho de enferma – Él debe estar confundido ya que hace varios días no me ve, exactamente cinco, los que llevo postrada en esta cama, y no quiero que piense que lo he abandonado. En efecto, desde el lunes pasado mi tía vieja se encontraba sumergida en su camita de una plaza, rodeada de píldoras y ungüentos, de vapores y palanganas, de rosarios y estampitas. Desde el lunes, su frágil salud había empeorado y nosotras, sus tres sobrinas, turnándonos la acompañábamos por aquellas horas que dolían a encierro y a pena. Matilde supo ser una mujer bonita y simpática en sus años mozos que, por esos vericuetos de la vida, se quedó soltera. Nos contaba historias porque, al parecer, las historias le sobraban. Nos hizo saber que de joven los pretendientes no le eran escasos y que uno de ellos fue el hombre que repartía la leche en un carro, casa por casa, allá lejos en el tiempo; sólo a ella le envolvía los botellones con papel celofán en su ambición de resultarle agradable. El hijo del farmacéutico no se quedó atrás por eso, cuando le vendía la diadermina, haciéndose el despistado y a escondidas de su padre le llenaba el envase con esa crema hasta el tope, cosa que la cliente se beneficiara con la yapa. Y ni que hablar de las rondas domingueras del brazo de sus amigas por la plaza del barrio; los muchachos se deshacían en miradas mientras que los más osados le lanzaban algún piropo moderado, pues transcurrían otras épocas y ella era una chica de buena familia. También nos comentaba que su madre, a la sazón nuestra abuela, fue una dama jodida que, por codiciar el mejor partido para su hija, le corrió literalmente a todos los festejantes en razón de no cubrir sus elevadas expectativas, uno por uno, sin piedad y sin siquiera avizorar que quedaría para “vestir santos” por culpa de tanta exigencia.
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Y QUIÉN DIJO QUE ESTO NO ES AMOR
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Matilde era muy sumisa, así que se limitó a obedecer los mandatos de su progenitora, sin cuestionarlos, bajando la cabeza ante todo varón que se le arrimaba a dos metros de distancia, más o menos. Y así, sin escrúpulos, a la tía la atropellaron los años pero, según alardeaba permanentemente, no por eso se esfumó su encanto para con el “sexo opuesto”. - ¡Y quien dijo que esto no es amor!- exclamó ilusionada la vez que su médico de cabecera le palmeó un hombro para finalmente chantarle un fraternal besito en la mejilla y aconsejarla – Cuídese de la gripe que este invierno viene con todo para los mayorcitos. Lo mismo vitoreó la octogenaria en aquella oportunidad en que el joven taxista, que siempre la trasladaba, le tomó la mano para recalcarle que era la pasajera más amable de todas a la par que la alertaba sobre los peligros de un posible tropiezo con el cordón de la vereda al descender del vehículo. A sus sobrinas, sus relatos se nos aparecían como las fantasías de una anciana que se lamentaba por no haberse casado y parido unos cuantos hijos y el doble de nietos. Es que el gesto cordial de cualquier hombre solía ser interpretado por la tía como un acto de enamoramiento categórico. Aquel sábado soleado concurrí, en varias oportunidades, a la casita de las tejas del Sr. Rodríguez para cumplir con el recado de Matilde, pero nadie me atendió. Pensé y pensé que hacer con el sobre púrpura que bailoteaba entre mis dedos. Este hombre se había instalado en el barrio unos seis años atrás. Era un señor mayor y jubilado que salía a caminar a diario, religiosamente. En su recorrida, pasaba por el frente del domicilio de Matilde. Ella le tenía calculado los horarios así que, a las seis de la tarde en punto, después de tomar el té y acicalarse, se apostaba en la verja de su jardín de geranios a esperar la aparición del caballero con su paso lento y ceremonioso. Y todos los días igual, él la saludaba y ella le devolvía el saludo, intercambiaban unas seis palabras cada uno sobre el estado del tiempo para seguir el Sr. Rodríguez su camino y para meterse la tía en el silencio de su casa, a soñar, indudablemente. En el anverso del sobrecito púrpura sólo se leía el apellido del destinatario. Les conté a mis hermanas el extraño pedido de la tía y mi fracasada misión de entregar la misiva; ambas rieron abiertamente. - Vaya a saber quién es ese sujeto y qué disparate escribió la viejita en su carta. Sabemos que fantasea. Dejá las cosas como están en honor a su dignidad – me aconsejó una. - Ese hombre es un vecino más que la trata amigablemente, eso es todo. La tía no está en su sano juicio, así que olvidate del tema – repitió la otra.
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Y me olvidé del asunto, pero sólo a medias. Al poquísimo tiempo Matilde murió. Sus sobrinas nos encargamos de la ceremonia de rigor a la que asistieron algunos pocos parientes y, para mi sorpresa, el misterioso Sr. Rodríguez. Antes de que sus restos fueran trasladados al cementerio el hombre se me acercó, se encontraba ataviado como quien asiste a una boda, impecable traje negro, camisa blanca almidonada, moñito y jazmín en el ojal. Con un solemne ademán sacó de uno de sus bolsillos un sobrecito azul dirigido a la tía y me lo extendió; yo busqué presurosa en mi cartera hasta dar con el sobre púrpura, se lo entregué. Ninguno de los dos articuló palabra. Sentí una rara mezcla de remordimiento y profundo alivio. Sucedidas las horas y ya relajada del trajín, desplegué la misiva que me arrimaron las manos temblorosas del Sr. Rodríguez para leer con fascinación lo que él supo escribir: “Querida Matilde: y quien dijo que esto no es amor…”. Guardé con cuidado la sucinta esquela de aquel caballero, perfumada seguramente con su agua de colonia favorita, y sonreí.
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WALTER TOSCANO
Poemas y cuentos breves suyos han sido publicados en revistas y libros de antología del Perú y México. Tiene distinciones o premios nacionales e internacionales en pintura, poesía, mini ficción, humor gráfico y caricatura. smorto_subte@hotmail.com, www.waltertoscano.blogspot.com, www.facebook.com/WalterToscanoArt ista?fref=ts
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Artista plástico, caricaturista, ilustrailustr dor, performer,, realizador de muñecos de trapo, cuentista breve y poeta pep ruano. Codirige la marca de diseños alternativos Trapos & Cartones; ha publicado las revistas Piel de KamaKam león (literatura) eratura) y PerroKalato (arte gráfico internacional).
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KAFKA
A los nueve meses tuvo contracciones y, luego de desvanecerse, fue hospitalizada de emergencia. Después de dos horas, el llanto de un recién nacido la despertó. Entre sus patas ásperas, Franz Kafka imaginaría su epitafio: Conoció el crujido antes de echarse a volar.
HORMIGAS II
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¿Por qué con tanto apuro las hormigas tocan entre sí sus bocas? ¿Algún trozo de alimento comparten con sutiles besos? Yo las observo, desde mi cama, transitar apresuradas y sin pausa. Una gran línea zigzagueante atraviesa el cielo raso de mi habitación de puerta a ventana externa. ¿Qué deliciosa comida alberga mi cuarto sin que yo lo sepa? Intentaré descubrir el origen de sus movimientos. Sin embargo, ya es hora de la cena y mi estómago hormiguea de hambre. Hoy contaré menos hormigas antes de dormir.
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Prólogo……………………………………………………………....
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Michael Benitez Ortiz………………………………………………..
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Ricardo Felipe Nieto Pavía…………………………………………..
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Denise Elizabeth Griffith…………………………………………….
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Miguel Oviedo Risueño……………………………………………...
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Ricardo Guidi………………………………………………………..
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Tata Evangelista……………………………………………………...
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Santiago Quelal Pasquel……………………………………………..
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Mariano Tangari………………………...…………………………...
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Gerhardo Van Junker………………………………………………..
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Elena Nilda Pahl……………………………………………………..
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Xoana Fernández Bordón / Sebastián Serdán………………………..
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Jorge Duran…………………………………………………………..
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Iván Alberto Pittaluga………………………………………………..
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Luciana Pechacek……………………………………………………
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Andrés Norberto Baodoino………………………………………….
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Gonzalo Rodríguez…………………………………………………..
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María Soledad Rico………………………………………………….
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Julian Pischetz……………………………………………………….
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Mariano Contrera……………………………………………………
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ÍNDICE
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97
Martín Carbonetto……………………………………………………
101
Juan Carlos Vecchi…………………………………………………..
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Juan Ruy Pachacútec………………………………………………...
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Anselmo Miguel Molinas……………………………………………
111
Benito Bolívar………………………………………………………..
113
Elver Herrera…………………………………………………………
117
Claudio Paggi………………………………………………………...
121
Jairo Manuel Sánchez Hoyos………………………………………...
126
Luis Felipe Valencia Tamayo………………………………………...
128
Elizabeth María Cortéz…………………………………………….....
133
Claux………………………………………………………………….
138
Claudia Costanzi……………………………………………………...
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Walter Toscano……………………………………………………….
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FISURAS DE LO REAL
Felipe Díaz Galarce………………………………………………….
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A veces, el lenguaje narrativo es ese ciego punto de fuga de lo real, una hendidura en el más absoluto silencio del mundo. La buena literatura es silencio. Es la fisura de la totalidad que habla a través de lo universal. Es la Fisura de lo Real. Presentamos a ustedes un recorte arbitrario, una inquisitiva manera de mirar la literatura y de entender una poética. Presentamos treinta y tres narradores de habla hispana de diversas partes del mundo. Treinta y tres voces que representan una porción del universo que ya, literariamente, es irrepresentable. Treinta y tres colores distintos y a la vez unidos por la misma pasión: la escritura. Desocupado lector, como dice el Quijote, dejamos en sus manos un muestrario de lo que se está escribiendo. Sólo un recorte, apenas uno más de los tantos que hacemos a diario de la realidad. Además de Argentina y España, tenemos recortes desde Chile, otros de Perú, Puerto Rico y Venezuela, unos más de México y otro tanto de Uruguay. Sin olvidar a Colombia ni a Ecuador, como así tampoco a las voces españolas de Estados Unidos. (Fragmento del prólogo)
FISURAS DE LO REAL
Jorge Córdoba.
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