Los sin cara

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Los sin cara. Marcel Schwob

Los recogieron a los dos, uno al lado del otro, en la hierba quemada. Sus ropas habían

volado

hechas

jirones;

la

conflagración de la pólvora había borrado el color de los números; las placas de metal estaban destrozadas. Parecían dos trozos de masa humana. Porque el mismo fragmento de chapa de acero, silbando en línea oblicua, les había llevado la cara, de modo que yacían sobre las matas de hierba, como una doble masa de cabeza roja. El auxiliar mayor que los apiló en el


coche los cogió sobre todo por curiosidad: el efecto, realmente era muy singular. No les quedaba nariz, ni pómulos, ni labios, los ojos se le habían salido de las órbitas destrozadas, la boca se abría como un embudo, agujero sanguinolento con la lengua

cortada

vibrando

y

estremeciéndose. Nadie podía imaginar tan extraña visión: dos seres de la misma estatura, y sin cara. Los cráneos cubiertos de cabellos muy cortos, llevaban dos placas rojas, simultánea e igualmente talladas, con huecos en las órbitas y tres agujeros para la boca y la nariz. En la ambulancia recibieron los nombres de Sin Cara nº 1 y Sin Cara nº 2. Un cirujano inglés, que hacía el servicio como


voluntario, se quedó muy sorprendido ante el caso, y se tomó el gran interés. Curó las heridas y las vendó, hizo puntos de sutura, extrajo las esquirlas, modeló aquel amasijo de carne, y acabó construyendo dos coronillas, cóncavas y rojas, idénticamente perforadas al fondo, como las cazoletas de las pipas exóticas. Colocados en dos camas una junta a otra, los dos Sin Cara aparecían entre las sábanas con una doble cicatriz redondeada, gigantesca y sin significado. La eterna inmovilidad de aquella herida tenía un dolor mudo; los músculos rotos ni siquiera reaccionaban en las costuras; el terrible impacto había anulado el sentido del oído, hasta el punto de que la vida sólo se

manifestaba

entre

ellos

por

los

movimientos de los miembros, y por un


doble grito ronco que salía a intervalos entre

sus

paladares

abiertos

y

los

temblorosos muñones de sus lenguas. Mientras

tanto

los

dos

mejoraban.

Lentamente, sin duda, pero aprendieron a dirigir sus gestos, a desarrollar los brazos, a doblar las piernas para sentarse, a mover las endurecidas encías que aún revestían sus cimentadas mandíbulas. Hubo algo que les proporcionó un gran placer y que se pudo reconocer por una serie de sonidos agudos y modulados, aunque sin poder silábico: fue el hecho de fumar unas pipas cuyas boquillas estaban taponadas con piezas de caucho ovaladas, para poder llegar a los bordes de la cicatriz de sus bocas. Acurrucados

entre las mantas


aspiraban el tabaco, y las bocanadas de humo salían por los orificios de sus cabezas: por el doble agujero de la nariz, por los pozos iguales de sus órbitas, por las comisuras de las mandíbulas, entre los esqueletos de sus dientes. Y cada escape de humo

gris

que

surgía

entre

las

resquebrajaduras de aquellas masas rojas era saludado con una risa sobrehumana, como un gorjeó de campanilla que se ponía a vibrar, mientras el resto de la lengua chapoteaba débilmente. Hubo una gran conmoción en el hospital cuando una mujer de largos cabellos fue llevada por el interno de servicio a la cabecera de los Sin Cara y los miró uno tras otro con gesto aterrado, y luego se deshizo


en lágrimas. En la consulta del médico en jefe explicó, entre sollozos, que uno de ellos debía de ser su marido. Le habían incluido entre los desaparecidos pero aquellos dos heridos, como no tenían ninguna seña de identidad, pertenecían a una categoría especial. Y la estatura, así como la anchura de los hombros y la forma de las manos le recordaban terriblemente al

hombre

perdido.

Pero

estaba

espantosamente perpleja: de los dos Sin Cara ¿cuál era su marido? Realmente aquella mujer era encantadora: su vestido barato le moldeaba el pecho y tenía, debido a su largo pelo recogido como una china, el dulce rostro de una niña: El inocente dolor y la incertidumbre casi


risible se mezclaban en su expresión y contraían sus rasgos como los de una niña a la que acaban de romper un juguete. De modo que el médico en jefe no pudo evitar sonreír, y como era un poco grosero, dijo a la mujer que le miraba de soslayo: ¡Bueno!, ¡Qué importa! ¡Llévate a los dos Sin Cara, los reconocerás cuando los pruebes! Ella al principio se escandalizó, y desvío la cabeza, ruborizándose como una niña vergonzosa; luego bajó los ojos y pasó la mirada de una cama a otra. Las dos masas rojas cosidas seguían descansando en las almohadas con aquella misma ausencia de significado que las convertía en un doble enigma. Se inclino hacia ellos; hablo al oído de uno, luego de otro. Las cabezas no


tuvieron ninguna reacción, pero las cuatro manos experimentaron una especie de vibración, sin duda porque aquellos dos pobres cuerpos sin alma sentían que había junto a ellos una mujercita encantadora, que tenía un olor muy agradable y los absurdos y exquisitos modales de un bebé. Ella todavía dudó durante un tiempo, y acabó por pedir que le confiaran a los dos Sin Cara durante un mes. Los llevaron en un coche grande y cómodo, siempre uno al lado del otro; la mujer sentada enfrente, lloraba sin cesar ardientes lágrimas. Y cuando llegaron a la casa, una vida extraña empezó para los tres. Ella iba continuamente de uno a otro, espiando una

indicación,

esperando

un

signo:


Acechaba aquellas superficies rojas que no volverían a moverse jamás. Miraba con ansiedad las enormes cicatrices cuyas costuras iba distinguiendo gradualmente, del mismo modo que se conocen los rasgos de las caras amadas. Examinaba uno a uno como se contemplan las pruebas de una fotografía sin decidirse a elegir. Y poco a poco la terrible pena que le oprimía el corazón, al principio, cuando pensaba en su marido perdido, acabó por fundirse en una calma irresoluta. Vivió como la persona que ha renunciado a todo, pero que vive por costumbre. Las dos mitades destrozadas que representaban al ser amado, jamás se reunieron en su afecto,

pero

sus

pensamientos

iban


regularmente de uno a otro, como si su alma hubiera oscilado del mismo modo que una balanza. Mimaba a los dos como sus “maniquíes rojos”, y se convirtieron en muñecos

grotescos

que

poblaron

su

existencia. Fumando sus pipas, sentados en sus camas, en la misma actitud, exhalando los mismos torbellinos de vapor, lanzando simultáneamente los mismos gritos inarticulados se parecían mas a gigantescos títeres traídos de Oriente, a sangrientas máscaras venidas de ultramar, que a seres animados de una vida consciente y que habían sido hombres. Ellos serán sus monitos, sus hombrecillos rojos, sus dos mariditos, sus hombres quemados, sus cuerpos sin alma, sus


polichinelas

de

carne,

sus

cabezas

agujereadas, sus cholas sin cerebro, sus caras de sangre; ella los arreglaba por turno, les hacia la cama, le bordaba las sábanas, les mezclaba el vino, les cortaba el pan, los hacia saltar sobre el entarimado; jugaba con ellos, y, si se enfadaban, los castigaba sin postre. Bastaba una caricia para que estuvieran junto a ella, como dos perros falderos; ante un gesto duro, sé agazapaban

y

parecían

animales

arrepentidos. Se acercaban a ella, la rozaban y le pedían golosinas: los dos poseían escudillas de madera en las que sumergían periódicamente sus máscaras rojas.


Aquellas dos cabezas ya no irritaban a la mujercita como antes, ya no la intrigaban como si fueran dos caretas bermejas puestas sobre rostros desconocidos. Los quería, como a dos niños pequeños. Decía de ellos “Mis muñecos están acostados, mis hombrecitos han ido de paseo”. No entendía por qué venían del hospital a preguntar con cuál se quedaba. Para ella era una pregunta absurda: era como si le exigieran que cortara a su marido por la mitad. Solía regañarlos como hacen las niñas cuando sus muñecas son malas. Decía

a

uno:

“Escucha

pequeño,

tu

hermano se ha portado muy mal, ha sido muy malo y le he puesto de cara a la pared; no levantaré el castigo hasta que me pida perdón”. Después, soltando una risita,


daba la vuelta al pobre cuerpo, dulcemente sometido a la penitencia, y le besaba las manos. A veces también les besaba sus horripilantes costuras, y se limpiaba la boca inmediatamente después apretando los labios, a escondidas. Y se echaba a reír a carcajadas. Pero imperceptiblemente se acostumbró más a uno de ellos, porque era más dulce. Fue

algo

inconsciente,

porque

había

perdido completamente la esperanza de reconocerlos. Le prefirió como al animal favorito al que se prefiere acariciar, le mimó más y le besó más tiernamente. Y el otro Sin Cara, se fue poniendo triste, progresivamente, sintiendo a su alrededor cada vez menos la presencia femenina. Se


quedo encogido en sí mismo, a veces acurrucado en su cama, con la cabeza metida entre los brazos, como un pájaro enfermo. Se negó a fumar mientras el otro, que ignoraba su dolor, seguía aspirando el humo gris que exhalaba emitiendo gritos agudos por todas las ranuras de la máscara de color púrpura. Entonces la mujercita se ocupó de su marido triste, aunque sin comprender demasiado. Él movía la cabeza en su seno y sollozaba con el pecho, una especie de gruñido ronco le recorría el torso. Fue una lucha de celos en un corazón oscurecido por las sombras, unos celos animales nacidos de sensaciones con recuerdos confusos,

seguramente

de

una

vida


anterior. Ella le cantó nanas como a un niño y le calmó con sus manos frescas posadas en su cabeza ardiente. Cuando le vio muy enfermo, gruesas lágrimas cayeron de sus siempre alegres ojos sobre el pobre rostro mudo. Pero pronto sintió una punzante angustia, porque tuvo la vaga sensación de gestos ya vistos en una antigua enfermedad. Creyó reconocer movimientos antaño familiares, y la posición de las manos demacradas le recordaba

confusamente

unas

manos

semejantes, muy queridas en un tiempo, y que habían rozado sus sábanas ante el gran abismo abierto en su vida. Y los lamentos del pobre abandonado se le clavaron en el corazón. Entonces, en medio


de una jadeante incertidumbre, contempló de nuevo aquellas dos cabezas sin rostros. Habían dejado

de

ser

dos

muñecos

púrpuras, aunque una fuera extraña y la otra quizá la mitad de sí misma. Cuando el enfermo murió, toda su pena despertó. Realmente creyó que había perdido a su marido; corrió, llena de odio, hacia el otro Sin Cara y se detuvo, presa nuevamente de compasión infantil, ante el miserable maniquí rojo que fumaba alegremente, modulando sus gritos.


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