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Hace unos años que me pidieron presidir la Comisión para el Centenario de la Estatua de la Libertad y de Ellis Island (el punto de llegada de los inmigrantes, en la bahía de Nueva York), me encontraba inmerso en la tarea de salvar la empresa Chrysler. Las personas me preguntaban: «¿Cómo has aceptado el encargo? ¿No son suficiente las actividades que tienes?». Sin pensarlo, lo que me impulsaba era el cariño que sentía hacia mis padres, que solían hablarme de Ellis Island. Recordé que al llegar no conocían el idioma, ni sabían qué hacer cuando desembarcaron en el país. Eran pobres, no poseían bien alguno.
La isla representa la dura experiencia que conllevaba arribar al nuevo mundo. La época en que mis padres vinieron a Estados Unidos fue parte de la revolución industrial que cambió la faz de la tierra. ¿Sabremos actuar tan bien como ellos a la hora de afrontar el cambio, o vamos a quedarnos a la intemperie? ¿Debemos refrenar nuestras ilusiones y reducir nuestro nivel de vida? Quiero decirles que no tiene por qué ser así. Pensémoslo bien. El siglo pasado puede iluminar la senda de los próximos cincuenta o más. Se nos ha enseñado a distinguir entre lo bueno y lo malo, que el trabajo esforzado es la única garantía de éxito, que las cosas se logran con el sudor de la frente, y que es necesario rendir el máximo. Estos son los valores que forjan la grandeza de una nación.
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Y éstos son los valores que encarna la Estatua de la Libertad. La gloriosa estatua es, precisamente, un hermoso símbolo de lo que significa ser libre. La realidad es Ellis Island. La libertad no es más que el billete de entrada; pero para subsistir y prosperar, hay que pagar un precio. Estoy satisfecho porque he conseguido triunfar, necesité casi cuarenta años de duro trabajo. Recuerdo que a mediados de los 40’s empecé a trabajar para la Ford en calidad de ingeniero en práctica. Me incliné por el departamento de ventas que dejaba mucho mejores rendimientos por lo que puse en contacto con Frank Zimmerman, mi mejor amigo en el curso de capacitación. Zimmerman fue el primero en ser aceptado en el programa de adiestramiento y el primero en terminarlo. Al igual que yo, optó por dejar a un lado la mecánica, y había conseguido ya convencer a la persona idónea para que le diesen trabajo en el departamento de ventas, sección de camiones, en el distrito de Nueva York.
En 1959 McNamara sacó al mercado un coche a la medida de sus deseos. El Falcon fue el primer automóvil de tamaño intermedio y, por decirlo de alguna manera, era un coche barato. También fue todo un éxito de aceptación, ya que sólo en el primer año se vendieron 417 mil unidades, hecho sin precedentes en la historia del automóvil y más que suficiente para reportarle a McNamara la presidencia de la Ford.
Sin dudarlo, estar al frente de la división Ford han sido los años más felices de mi vida, lleno de ilusiones, de sueños ambiciosos, entregados por completo al trabajo, con una moral en alto.