Letras 12 de septiembre de 2015

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[ Letras ] DE CAMBIO

SUPLEMENTO DE CULTURA DE CAMBIO DE MICHOACÁN | NUEVA ÉPOCA | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 12 DE SEPTIEMBRE DE 2015 |

Encuentros mínimos con poetas muertos POR JORGE BUSTAMANTE GARCÍA || PÁG. POR JORGE PÁG. 22 BUSTAMANTE GARCÍA

Martínez Ocaranza

¡Gordos, gordos, gordos!

De bárbaros amores / 3

A LA SAZÓN SAZÓN. POR NETZAHUALCÓYOTL

CENTENARIO. POR RAFAEL CALDERÓN / VICTORIA EQUIHUA | PÁG. 7

El arte invisible

De mi propia vida CREACIÓN. POR OLIVER SACKS | PÁG. 6

ÁVALOS ROSAS | PÁG. 4

CINE CINE. POR SYLVAIN PROVILLARD | PÁG. 5

El buen bebedor ARTÍCULO ARTÍCULO. POR SALVADOR MUNGUÍA | PÁG. 8


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Encuentros mínimos con poetas muertos POR JORGE BUSTAMANTE GARCÍA

E

n la adolescencia me parecía que para ser poeta había que estar muerto: sólo los poetas muertos tenían el poder de la palabra. Mi papá hablaba de Bécquer, del Tuerto López, de Rubén Darío: to-dos muertos. El profesor que nos daba literatura disertaba sobre Guillermo Valencia, Espronceda o José Martí: todos muertos. El flaco Speaker predicaba a Unamuno, a Cervantes, a Barba Jacob: todos muertos. Era como si a los que vivían y escribían había que esperar que murieran para sentirlos poetas. Cuando llegué a Rusia sucedía igual: los poetas eran Pushkin, Lérmontov, Maiakovski, Esenin: todos muertos. Los que estaban vivos en los años setenta apenas se estaban construyendo. Había que esperar para sentirlos poetas, aunque algunos fueran realmente extraordinarios. En el curso de esos años moscovitas vi algunos de carne y hueso desde lejos. Poetas latinoamericanos que visitaban la URSS y que daban charlas y recitales a la comunidad latina. De lejos vi y escuché al cubano Eliseo Diego, a los colombianos Luis Vidales y Enrique Buenaventura, al nicaragüense Ernesto Cardenal, el único sobreviviente hoy de esos poetas. Eliseo Diego nos leyó en la Biblioteca de Lenguas Extranjeras, además de sus poemas, sus traducciones de Esenin, que realizó con ayuda de una traductora. Ella hacía la traducción literal de los textos de Esenin y Eliseo Diego les daba forma poética en español. El experimento a veces se sostenía, a veces no. En otra ocasión Luis Vidales, toda una referencia en la lírica colombiana desde la publicación de su primer libro Suenan timbres, desenrolló en el auditorio de la universidad una interesante charla sobre la poesía colombiana. Otro día Ernesto Cardenal habló de Solentiname y la lucha de liberación contra la dictadura somocista en su país: nos leyó, casi levitando, parte de su Canto nacional y su emblemática Oración por Marilyn Monroe con voz pausada y cadenciosa: “Ella soñó cuando niña que estaba desnuda en una iglesia (según cuenta el Times)/ ante una multitud postrada, con las cabezas en el suelo/ y tenía que caminar en puntillas para no pisar las cabezas”. Por allá en 1982, recién llegado a México, me dio por hacer entrevistas a escritores para un periódico colombiano. Hice una selección de los autores que había leído al menos parcialmente, averigüé teléfonos, los busqué. Algunos aceptaron generosos, otros me dieron vueltas, unos cuantos se sentaron en su gloria y me asestaron un rotundo no. Monterroso siempre estaba muy ocupado; amable, me daba explicaciones –él, que era maestro de la brevedad, me hizo el cuento largo. Pacheco aceptó, pero me advirtió que no le hiciera ninguna entrevista, no le gustaban, me invitó a su casa simplemente a conversar. Cuando llegué me alcanzó una hoja con un poema escrito —Ahí encontrará —me dijo— las razones por las que no doy entrevistas. Es una carta dirigida a un estudioso de Colorado. Leí: “Carta a George B. Moore para negarle una entrevista”. En un instante encontré las siguientes líneas y me quedó todo claro: “¿Cómo explicarle que jamás he dado una entrevista,/ que mi ambición

es ser leído y no “célebre”,/ que importa el texto y no el autor del texto,/ que descreo del circo literario?”. Muchos años después entendí que estas líneas eran el más vivo retrato del

El poeta Elías Nandino.

poeta, con versos de gran fuerza que descreen del circo literario, pero con asomos apenas perceptibles de cierta falsa modestia: ser leído y no “célebre”, importa el texto y no el autor del texto. Quién sabe, a lo mejor las dos cosas son importantes. Su conversación, fértil y sabia, fue para mí muy enriquecedora. Me abrió temprano las puertas de un país nuevo y fresco, pero al mismo tiempo complejo y doloroso, que aún estoy descubriendo y sufriendo. Salí directo a escribir la crónica de ese encuentro, que se publicó luego en la revista bogotana de Colcultura. Después lo vi muchas veces desde lejos caminando por las calles de la Condesa, donde ambos vivíamos. Vino a Morelia en distintos momentos. En uno de ellos lo llevé de su hotel del centro a una comida de amigos en las colinas de Santa María, embutidos los dos en un vochito viejo. Pacheco, que era un hombre robusto, parecía salirse por las minúsculas ventanas del auto. En el trayecto me habló de la historia de la ciudad con tanto lujo de detalles, que sólo pude mirarlo sorprendido. La última vez que lo vi me dejó una antología de su poesía, dedicada de su puño y letra con la generosidad de espíritu que lo distinguía. Cuando supe de su muerte me fui por las calles de Morelia con La fábula del tiempo entre mis manos. Leí muchos de sus poemas en una banca perdida del parque Cuauhtémoc, mientras en la ciudad atardecía. Quien sí quiso hablar largo en las entrevistas fue Luis Cardoza y Aragón. Cuando lo conocí,


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en 1982, era un hombre de 80 años, despierto, activo, de gran curiosidad, conocedor de los más diversos asuntos, amigo de los Contemporáneos y varios surrealistas como Eluard, Breton, Robert Desnos, testigo directo de sucesos sin fin en México, Guatemala, Colombia y muchos otros países. Estuve en su casa de Coyoacán varias veces, afinando el texto de nuestra conversación. Cada vez agregaba o quitaba cosas. Su mujer, Lya Kostakowsky, delgada y alegre, siempre sonriente, era una amable anfitriona. Participaba en la conversación, a veces salía discretamente para dejarnos hablar a solas y regresaba al rato con tazas de café y bocadillos. El poeta vivía con la mitad de su corazón en México y con la otra en Guatemala, pero era un ser universal que parecía interesarse por todo. Cuando supo de qué país venía yo, se explayó, recordó con minuciosidad su estadía en Colombia de 1947 a 1948, mencionó a sus amigos poetas Fernando Charry Lara, Eduardo Carranza, Aurelio Arturo, Mutis y un largo etcétera. El 9 de abril del 48, cuando asesinaron al líder político Jorge Eliecer Gaitán, se encontraba en Bogotá como delegado en la Novena Conferencia Panamericana. La gente se sublevó, hubo disturbios graves, el centro de la ciudad fue incendiado, muertos y heridos por doquier, después llamaron a esa tragedia el Bogotazo, empezó un nuevo periodo de violencia de todos los colores y matices que aún hoy no cesa. Cardoza y Aragón y otros extranjeros de la Conferencia fueron involucrados mañosa e indirectamente en los sucesos, por lo que un grupo grande de escritores y artistas de la época publicó un manifiesto como desagravio al poeta. Al despedirnos la última vez, cuando pusimos punto final a la entrevista de varias sesiones, me regaló una foto donde aparecen él y Lya en la cubierta del barco De Grasse atravesando el Atlántico rumbo a Francia en 1948. Cuando se publicó la entrevista en Bucaramanga, volví para dejarle un ejemplar. Cardoza la

Luis Cardoza y Aragón y José Emilio Pacheco.

Una instantánea del autor del presente artículo con el poeta Elías Nandino. En la otra imagen, Luis Cardoza y Aragón y su mujer Lya Kostakowsky.

leyó de pe a pa delante de mí en la puerta de su casa. Le conmovió ver la foto inmensa en medio de las páginas centrales, escudriñó cada párrafo y al final me dijo entre una leve sonrisa: “salió bien, ¿verdad?, le va a gustar mucho a Lya”. Unos cinco años después los volví a ver de lejos en una librería del sur de la ciudad. Se veían bien, andaban con un grupo de personas y no me acerqué. Cuando me enteré de su muerte a principios de septiembre de 1992, salía yo de campamento geológico y me llevé El río: novelas de caballería. Me sumergí a intervalos en su corriente en las tardes vaporosas de tierra caliente, frente a una mina de cobre de la que he olvidado su nombre. Cuando viví en Jalisco conocí a Elías Nandino. Yo vivía en Ameca y él en Cocula: “de Cocula es el mariachi”, asevera el rumor popular. Se lo pregunté a Nandino, me dijo que era puro cuento, que el mariachi se fue dando paulatinamente y casi de manera simultánea en varias regiones rurales de Jalisco. Fue una tarde de regreso del campo que decidí pasar por Cocula para conocer al autor de Erotismo al rojo vivo y Eternidad del polvo, libros que había leído unas semanas antes. Nandino me recibió con gentileza y cuando supo de mi interés por su poesía, no paró de contarme historias divertidas sobre sus amigos del grupo

Contemporáneos y del colombiano Porfirio Barba Jacob, ese maestro terrestre, loco y marihuano, autor de algunos poemas dignos de la pluma mágica de un ángel. A sus 84 años Nandino me pareció un ser absolutamente vital, lleno de palabras y de músicas que se agitaban por todos los rincones de su inmensa casa de Cocula. Era un ser a esa edad tremendamente colmado de sueños, de miradas que indagaban los misterios del tiempo y de la vida, pero sin olvidar ni por un instante el cerco permanente de la muerte, ese irse apagando poco a poco, sin sentir, como si nos fuéramos sin saber a ciencia cierta si esto es una quimera o es la vida: “Cuando soñamos/ parece que vivimos,/ cuando vivimos/ parece que soñamos./ Y así,/ confundiendo los/ sueños, con la vida/ y la vida con los sueños,/ sin sentir/ nos apagamos”. Durante dos años lo visité esporádicamente en su casa, una casa recién renovada, tenuemente azulada, con un patio grande en la mitad y muchos cuartos alrededor. Nandino se sentía bien ahí porque podía deambular por los corredores, rociar las flores, las plantas de hojas grandes, recostarse en una columna de madera verde, dejar que la luz del sol le bañara sus años y sus antiguas fantasías. Tenía en su sala una especie de biblioteca pública a donde llegaban estudiantes ávidos de conocer la vida y la obra de su poeta municipal, convertido ya en una leyenda nacional. Era fácil advertir lo mucho que Nandino disfrutaba la visita de los jóvenes y fui testigo de cómo, con frecuencia, se convertía en un desbordado maestro de escuela que explicaba a sus alumnos, con lujo de detalles, todo tipo de asuntos, desde cosas elementales de geografía e historia, hasta complicados temas de medicina que él había asimilado a la perfección como médico de prostitutas, homosexuales, artistas, poetas y demás linduras que trató durante su vida profesional. En una ocasión, con el director de la Casa de la Cultura de Ameca, logramos convencerlo para que diera un recital de poesía en esa ciudad. Nandino accedió a regañadientes, pues ya no le gustaba viajar y prefería quedarse en su casa a lidiar con los fantasmas de su larga existencia, de su tardío aprendizaje en compañía de sus insomnios en las noches quemantes. El recital de Nandino en Ameca resultó memorable. Leyó poemas viejos, de sus libros publicados y poemas nuevos, recién salidos de su horno viejo y solitario, pero todavía ardiente. Contó, como solía hacerlo, innumerables anécdotas sobre sus compañeros de aventuras y letras, recomendó a los jóvenes presentes “vivir intensamente la vida, para no caer en imposturas y ser víctimas de prejuicios y mojigaterías que destruyen el placer y la alegría… Gocen, muchachos, gocen, gocen, es el único deber del ser humano”. El público, fascinado, aplaudía frenético, hasta tal punto que un centroamericano despistado y delirante que andaba por ahí, gritó de repente “que viva Sandino”, creyendo tal vez que el poeta Nandino era pariente lejano del famoso prócer nicaragüense. Regresamos a Cocula el mismo día en una pick up que yo usaba para el trabajo de campo. En el centro del asiento iba Nandino contemplando cómo la luz del coche atropellaba la negrura. La noche era profunda, pero intensamente salpicada por estrellas que miraban en silencio el infinito. Aún me parece escuchar la voz de Nandino en ese viaje, en esa noche alucinante. Pasaban las casas, los cañaverales, los árboles, las hojas, las cercas, las luces lejanas de los postes escondidos, y las palabras de Nandino juguetonas, irónicas, a veces tristes, sabias, saltaban por la cabina del vehículo. Llegamos por fin a Cocula: en su casa no había luz. Lo ayudamos a bajar, vino su ayudante a llevárselo y el poeta, medio tambaleándose, no dejaba de invocar a sus fantasmas. Nos


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despidió con un abrazo. Lo vi alejarse entre las tinieblas de esa noche y me pareció un hombre muy solo. Fue la última vez que lo vi. Mirándolo alejarse pensé intensamente en su leyenda y en su vida y no pude más que recordar sus descarnados versos: “Estoy solo,/ con mi soledad a solas,/ amoldado a ella/ como el vino a los muros de la copa,/ y viviendo la íntima galaxia/ del alcanfórico abejeo/ de una conversación en las tinieblas”. Los escritores muertos son soportables, los vivos incurables. Con los primeros mantiene uno una viva relación de lector, no hay nada que interfiera o que opaque la fuerza de la obra, no importa ya que hayan sido pedantes, cascarrabias, arrogantes, pijos o desamparados, engreídos, sabiondos, simpáticos o antipáticos, admirables o abyectos, sin injerencias de sus rasgos personales apreciamos mejor su obra. Si leemos Trópico de cáncer o Viaje al fin de la noche o Bartleby o Al otro lado del río y entre los árboles o Lo bello y lo triste, nunca nos pasa por la cabeza ni nos importa si sus autores fueron santos o ruines, borrachos o abstemios, heterosexuales, asexuales o suicidas, nada nos impide disfrutar de tan tremendos libros. Con los segundos, con los vivos incorregibles casi siempre surgen intromisiones estridentes, afinidades desafinadas, ruidos de fondo. Por eso aquí hablo sólo de los que ya se han ido y con los que conversé al menos una vez. Con algunos hablé más de una vez: el medio espía soviético, periodista, cronista y biógrafo Yuri Páporov; el cuentista transterrado José Luis González, autor de Mambrú se fue a la guerra sin mí; el latinista, traductor, tenor, activista y autor de Mal de piedra y Minas del retorno, dos títulos del geólogo frustrado Carlos Montemayor; Ernesto Mejía Sánchez, poeta nicaragüense que vivió y murió en México, de la generación de Ernesto Cardenal y Carlos Martínez Rivas, gran conocedor de la obra de Alfonso Reyes, me regaló su Recolección a mediodía y me concedió una larga y palpitante entrevista que apareció en Vanguardia Liberal de Bucaramanga a mediados de 1983: cuando le lancé a quemarropa la última pregunta “¿Para qué sirve la poesía?” me respondió con absoluta naturalidad algo que no he olvidado jamás: “La poesía no sirve para ganarse la vida, sirve para ganarse el alma”.

El escritor Tito Monterroso.

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¡Gordos, gordos, gordos! A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS …un guajolote era tu único orgullo y lo sacrificaste un día de copal y ensalmos. Del poema “Entre la piedra y la flor”, Octavio Paz.

A

l guajolote parece no importarle su apariencia. Es un ave que se mueve con la templanza de un pavo real aunque los aztecas lo hayan satirizado con el nombre de monstruo grande (llega a medir hasta 1.17 metros de largo). Es inocente, tampoco sabe que es el ave más popular en las comilonas de Navidad, Día de Gracias o la boda de rancho de mi compadre Celedonio. El guajolote, igual se pavonea para hacerse presente en nuestros imaginarios más ostentosos. Al ejemplar que cloquea en mi corral lo tiene sin cuidado que un tal Benjamín Franklin haya querido ponerlo como símbolo en el escudo de Estados Unidos en lugar del Águila Calva. ¡Es cierto! Eso quería el inventor, científico y fundador de una de las naciones más notables del mundo; y no más porque el citado pajarraco tornasolado fue el “San Salvador” de los integrantes del Mayflower tras la odisea de su desembarco en 1620. Esta gallinácea esponjada tampoco hace caso del apelativo “jesuita”, de cuando sus antepasados fueron llevados por primera vez a España por la Orden de Ignacio de Loyola; ignora que Charles Dickens adornó a su estirpe en cuentos de indulgencia, utilizando el nombre “turkey”. Los ingleses creyeron que proveía de Turquía cuando también lo consagraron como el mejor platillo navideño; además, su serena existencia desconoce el uso argentino de la palabra “pavo” para designar a una persona supuestamente estúpida. El mote de gallina de las indias usado también por los españoles o el dinde (de Indias) que le endilgaron los franceses, ni le viene ni le va aunque su ADN lo identifique física y hasta espiritualmente con sus primas orientales, las que en lugar de gritar: “gordo, gordo, gordo”; emiten un estridente: “ya guru deva ouuummmmm”. Quesques de México dicen los mexicanos aunque ahí como lo ven: todo zancón y panzón, este

pavo prieto no anda buscando nacionalidad. Cierto, se la pasó picando bellotas, cereales silvestres e insectos en los bosques de Norteamérica desde el mioceno (hace aproximadamente 23 millones de años), pero apenas hace mil años fue domesticado por los aztecas y sus esclavos tributarios. Hoy, los estadunidenses lo crían en granjas infinitas para satisfacer los mercados: de la tradición histórica, de la gastronomía exótica europea, de la alimentación saludable “pos” moderna y del mole de nuestro paisanos al otro lado del Río Bravo. Y claro que los y las estadunidenses tienen sus tradiciones y sus propias pavadas (es el mismo guajolote nomás que grazna en inglés). Y sucede que los traumas novohispanos son mucho más profundos y arraigados que los de nuestros semejantes estadounidenses, por eso nos gusta decir -ya cada vez menos, afortunadamente- que sólo los mexicanos tenemos médula cultural. En realidad, al igual que el guajolote, todos tenemos moco y panza que nos critiquen. … pues resulta que los fundadores de la patria de las barras y las estrellas llegaron al actual estado de Massachusetts un jueves de 1620. Y los guajolotes fueron el alimento bienaventurado que les permitió sobrevivir los primeros días después del desembarco. Desde entonces, el último jueves de cada noviembre, se conmemora un hecho histórico al estilo norteamericano: devorando la carne de un nuevo mundo. El Día de Acción de Gracias.

LA NOTA, LA RECETA, EL REMEDIO El pavo es un manjar. Por eso fue adoptado, primero, en las cortes europeas, esas que engulleron sin miramientos lo mejor del continente americano. Pero su aspecto poco importa sobre sus valores nutritivos y deliciosos. Es un animal cuya carne es prodigiosa en proteínas y baja en grasas, buena para el corazón; por eso es uno de los alimentos más empleados en dietas y comidas libres de grasas; curiosamente, también en tragazones. Es blanca, rendidora, abundante, suave y jugosa. Es ideal para hornearse con cuidado exhaustivo y rellenarse con generosidad.


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El arte invisible ENSAYO :: La esencia misma del lenguaje cinematográfico se revela casi siempre en la sala de edición: tanto el hilo narrativo como la intención y la emoción de una película son tejidos por el montaje. Sin embargo, los editores trabajan en la sombra. A pesar de su complejo y trascendente trabajo, rara vez se (re)conoce el talento de estos artistas invisibles. POR SYLVAIN PROVILLARD sprovillard@hotmail.com La noción de dirigir una película es la invención de los críticos -toda la elocuencia del cine se logra en la sala de edición. Orson Welles

Un asunto de trabajo…

E

s virtualmente imposible darse cuenta de la hercúlea carga de trabajo y de las incontables habilidades que se requieren para editar una película; para eso, hay que hacerlo al menos una vez en la vida. Cuando edité mi primer cortometraje, me tardé dos meses, a razón de dos a tres horas diarias: 300 horas de trabajo para un corto de 16 minutos, sin contar los sempiternos tiempos de espera al momento de la renderizacion. Pensaba entonces que era justamente porque estaba aprendiendo el oficio que me había tomado tanto tiempo. La ingenuidad me acompañó hasta el siguiente trabajo de edición, que requirió más tiempo todavía que el primero. Editar es entrar a un laberinto lleno de imágenes y sonidos, y resolver un rompecabezas con infinidad de combinaciones. El editor tiene que ser paciente por naturaleza, ya que su trabajo le exige proceder por etapas, y algunas de éstas pueden resultar francamente tediosas. Antes de acometer la parte creativa, hay que visionar todo el material filmado –que puede representar hasta doscientas horas en el caso de un largometraje hollywoodense- para poder descartar todas las tomas irrecuperables, las que no funcionan por errores técnicas o actuaciones fallidas. El paso siguiente es sincronizar imagen y sonido con la ayuda de la claqueta. Sólo entonces el editor puede empezar a armar un montaje inicial. Después de deshacerse de las claquetas, veladuras y fragmentos superfluos, se organizan los planos según las indicaciones del guión y del director: lo que se podría llamar el ensamblaje inicial se va a transformar poco a poco en el rough cut, es decir, en un montaje mucho más preciso, con escenas armadas y un enfoque particular para lograr la continuidad perfecta. Cuando el director y el productor aceptan esta edición, toma el nombre de first cut. Es recomendable dejar reposar esta versión para visionarla con ojos descansados y mirada fresca. Sigue entonces un trabajo de alta precisión durante el cual el editor se va a enfocar en los detalles de cada plano. Parecería que la obra ya quedó lista, pero falta todavía todo el trabajo de sonido (composición de la música, diseño y mezcla), de efectos visuales y colorimetría (etalonaje digital), y de diseño de créditos y subtítulos. Se

El antes y el después de la edición en el cine.

entiende ahora por qué la postproducción de una cinta puede durar más de un año. Cuando se trata de una película profesional, uno dispone de material de alta tecnología, gente calificada y millones de dólares. En otros casos, tenemos que hacerlo todo sólo con una computadora y un programa de edición. Todos conocemos directores y actores famosos, incluso compositores de música para cine y guionistas. También algunos directores de fotografía logran cierta fama, aun si nadie los reconoce en la calle; el mexicano Emmanuel “El Chivo” Lubezki es uno de ellos, ganador de los dos últimos Óscares de su categoría (por Gravedad y Birdman), además de su extraordinario trabajo con Terrence Malick (en El árbol de la vida). Sin embargo, resulta un reto casi imposible, aun para los cinéfilos más fervientes, nombrar a un solo editor. Entre 1924 y 1966, Daniel Mandell editó más de 70 películas, ganó tres Óscares y colaboró con Fritz Lang, Howard Hawks, Otto Preminger, Frank Capra, Joseph L. Mankiewicz, William Wyler y Billy Wilder. Otro genio de la edición, quien trabajó en el anonimato más cruel, sin llevarse ni siquiera un Oscar al Mejor Montaje, se llama Owen Marks: entre los 96 filmes que editó se encuentran El tesoro de la Sierra Madre, Ángeles con caras sucias, La selva petrificada y Casablanca, todas protagonizadas por Humphrey Bogart, que

sin duda le debe a Marks un poco de su carisma en la pantalla. Mandell y Marks son dos arquetipos de los editores hollywoodenses de la primera mitad del siglo XX: ilustres desconocidos.

…y de lenguaje Los primeros filmes de la historia del cine carecen totalmente de edición. Los hermanos Lumière en Francia y Thomas Edison en los Estados Unidos concibieron aparatos para grabar y reproducir imágenes. Los galos, creadores del cinematógrafo, no creían en el futuro de su invento: ¿para qué pagar por ver algo que puedes ver gratis en la calle? No vislumbraban los descubrimientos de quienes se pueden considerar como los primeros directores del séptimo arte: Georges Méliès (Viaje a la luna, 1902) y el asistente de Edison, Edwin Porter (Asalto y robo de un tren, 1903), realizaron los primeros cortometrajes de ficción, creando así las bases del lenguaje cinematográfico. La mayoría de las reglas que establecieron el lenguaje cinematográfico de la primera mitad del siglo XX se las debemos a D.W. Griffith (“el maestro de todos nosotros”, según Charlie Chaplin), el primer director en hacer un uso consciente y eficiente de técnicas como el montaje alternado, el flashback, el close-up y el famoso corte invisible. Su obra maestra, El nacimiento de una nación, se volvió un manual para todos los editores: entre muchas otras herramientas, este filme de 1915 nos enseñó cómo lograr una continuidad perfecta, usar un plano cerrado para crear emoción y manejar los movimientos de cámara con una intención narrativa. Pocos años después, los directores rusos perfeccionaron y enriquecieron esta gramática del cine. Dziga Vertov ilustró sus experimentos y su tesis sobre el montaje (luego llamada kino-pravda, cine-verdad) en el fascinante El hombre de la cámara (1929). Serguéi Eisenstein, quien utilizó estas técnicas con fines propagandísticos en una URSS mayoritariamente analfabeta, decía sobre la edición: “El hecho básico de la yuxtaposición de dos planos por el simple procedimiento de pegarlos no es tanto una suma de ambos sino una creación”. La mejor prueba de ello es el famoso


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efecto Kuleshov: el director ruso mostró a una audiencia una secuencia en la que se intercalaba la misma toma del rostro de un actor con las de un plato de sopa, una niña en un ataúd y una mujer en un sofá; la audiencia percibió que la expresión del actor cambiaba en cada secuencia, expresando hambre, luto y deseo. Así es como el montaje manipula a los espectadores.

CREACIÓN

De mi propia vida* Oliver Sacks

Un asunto de mujeres… En los primeros 50 años del cine, los editores eran sencillamente considerados como obreros calificados. La gran mayoría eran mujeres, contratadas por sus habilidades manuales; las cortadoras de película (también conocidas como parchadoras) trabajaban en Hollywood tal como los obreros de Ford armaban automóviles en Detroit (el taylorismo también se aplicó a la industria del séptimo arte). La edición cinematográfica seguía reglas estrictas que las editoras respetaban para armar las escenas, como si estuvieran tejiendo o cosiendo. Curiosamente, la tradición femenina en el mundo de la edición siguió después de los años 50, pero de manera distinta. En el universo cinematográfico, predominantemente masculino, muchos directores prefirieron trabajar con editoras por contar con una visión alternativa y, sobre todo, por su capacidad de entender al director. ¿Qué serían los filmes de Woody Allen sin Susan E. Morse, los de CostaGavras sin Françoise Bonnot y los de Martin Scorsese sin Thelma Schoonmaker (quienes tienen 35 años y 19 películas editando juntos)? En la misma tónica, el nombre de Cécile Decugis pasó al olvido, aún cuando fue la instigadora de la mayor re- Imaginen que volución en el montaje de pudiéramos editar los últimos 65 años, al editar las primeras obras de nuestras propias los jóvenes cineastas François Truffaut y Jean-Luc vidas, cortar las Godard. La editora de Sin partes malas, aliento, piedra angular de la Nueva Ola francesa, fue hacer una elipsis la primera en usar el jump de los momentos cut, que consiste en saltar de una toma a otra sin di- aburridos solvencia ni continuidad, violando así las reglas dictadas por Griffith 50 años antes. Fue otra editora, Dede Allen, quien aplicó las técnicas creadas por los franceses en Hollywood, en la cinta Bonnie y Clyde de Arthur Penn. Otro director que debe mucho a la Nueva Ola es Quentin Tarantino, quien justamente contrató a una editora llamada Sally Menke para todas sus películas, hasta su trágica muerte en 2010. Tarantino y a quien consideraba su “colaboradora número uno, y por mucho” comparaban su relación a un matrimonio criando un hijo (la edición de Pulp fiction duró casi nueve meses). Irónicamente, Tarantino decía que se enojaba con ella si no podía leerle la mente al cien por ciento, y que no era suficiente si sólo se la leía el 80 por ciento tiempo; Sally, por su lado, se quejaba que pasaba más tiempo con Quentin que con su esposo…

H

ace un mes me encontraba bien de salud, incluso francamente bien. A mis 81 años, seguía nadando un kilómetro y medio cada día. Pero mi suerte tenía un límite: poco después me enteré de que tengo metástasis múltiples en el hígado. Hace nueve años me descubrieron en el ojo un tumor poco frecuente, un melanoma ocular. Aunque la radiación y el tratamiento de láser a los que me sometí para eliminarlo acabaron por dejarme ciego de ese ojo, es muy raro que ese tipo de tumor se reproduzca. Pues bien, yo pertenezco al desafortunado 2%. Doy gracias por haber disfrutado de nueve años de buena salud y productividad desde el diagnóstico inicial, pero ha llegado el momento de enfrentarme de cerca a la muerte. Las metástasis ocupan un tercio de mi hígado, y, aunque se puede retrasar su avance, son un tipo de cáncer que no puede detenerse. De modo que debo decidir cómo vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica, intensa y productiva que pueda. Me sirven de estímulo las palabras de uno de mis filósofos favoritos, David Hume, que, al saber que esta-

ba mortalmente enfermo, a los 65 años, escribió una breve autobiografía, en un solo día de abril de 1776. La tituló De mi propia vida. “Imagino un rápido deterioro”, escribió. “Mi trastorno me ha producido muy poco dolor; y, lo que es aún más raro, a pesar de mi gran empeoramiento, mi ánimo no ha decaído ni por un instante. Poseo la misma pasión de siempre por el estudio y gozo igual de la compañía de otros”. He tenido la inmensa suerte de vivir más allá de los 80 años, y esos 15 años más que los que vivió Hume han sido tan ricos en el trabajo como en el amor. En ese tiempo he publicado cinco libros y he terminado una autobiografía (bastante más larga que las breves páginas de Hume) que se publicará esta primavera; y tengo unos cuantos libros más casi terminados. Hume continuaba: “Soy... un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto pero poco dado al odio, y de gran moderación en todas mis pasiones”. En este aspecto soy distinto de Hume. Si bien he tenido relaciones amorosas y amista-

…y de compras Walter Murch, pionero del diseño de sonido y editor de George Lucas y Francis Ford Coppola, nos explica que su objetivo es justamente que la edición no se note, de ahí el nombre de “arte invisible”. El editor trabaja con el subconsciente del espectador y controla la historia, la música y el ritmo; moldea las actuaciones; redirige y reescribe la película durante el proceso. Con una atinada alegoría culinaria, el malogrado actor Philip Seymour Hoffman nos define a su manera la importancia de la edición: “Una película se hace en la sala de edición. El rodaje de una película es casi como ir de compras, juntar todos los ingredientes y asegurarse de tenerlos todos antes de salir de la tienda. Y después tienes que tomar esos ingredientes y hacer un buen pastel…o no”. La magia de la edición reside en poder fracturar el tiempo, alargarlo o acelerarlo. Imaginen que pudiéramos editar nuestras propias vidas, cortar las partes malas, hacer una elipsis de los momentos aburridos, y vivir nuestros mejores instantes en cámara lenta y plano cerrado sobre el objeto de nuestra felicidad. Creo que todos lo haríamos. Mientras no sea posible, seguiremos yendo al cine.

El escritor y neurólogo Oliver Saks (9 de julio de 1933 – 30 de agosto de 2015).


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des, y no tengo auténticos enemigos, no puedo decir (ni podría decirlo nadie que me conozca) que soy un hombre de temperamento dócil. Al contrario, soy una persona vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas mis pasiones. Sin embargo, hay una frase en el ensayo de Hume con la que estoy especialmente de acuerdo: “Es difícil”, escribió, “sentir más desapego por la vida del que siento ahora”. En los últimos días he podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada. Por el contrario, me siento increíblemente vivo, y deseo y espero, en el tiempo que me queda, estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento. Eso quiere decir que tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacer el tonto). De pronto me siento centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el informativo de televi- Mi generación está sión todas las noches. ya de salida, y cada Voy a dejar de prestar atención a la política fallecimiento lo he y los debates sobre el calentamiento global. sentido como un No es indiferencia desprendimiento, sino distanciamiento; sigo estando muy un desgarro de parte preocupado por de mí mismo Oriente Próximo, el calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío; son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al que me hizo la biopsia y diagnosticó mis metástasis. Tengo la sensación de que el futuro está en buenas manos. Soy cada vez más consciente, desde hace unos 10 años, de las muertes que se producen entre mis contemporáneos. Mi generación está ya de salida, y cada fallecimiento lo he sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca hay nadie igual a otros. Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla. Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano —el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte. No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores. Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.

De bárbaros amores CENTENARIO MARTÍNEZ OCARANZA :: Entrega 3. “Porque morir es darse en abundancia de bárbaros amores”. Ramón Martínez Ocaranza, Elegía de los triángulos.

Rafael Calderón (Morelia, 1976)

C

uándo leí por primera vez a Ocaranza? Ya no sé ni importa. Lo que puedo afirmar es que su nombre un buen día se quedó grabado en mi memoria y casi estoy seguro: sucedió para la eternidad, y esa intemporalidad que registran su poesía, fue lo que me hizo buscarlo dentro y fuera de la tradición lírica de Michoacán. Lo que sí es que recuerdo que la primera vez que tuve en mis manos algún referente de sus poemas fue a través de una antología y está por demás decir que está realizada en un formato excepcionalmente único, determinada por la densidad de páginas –es verdad– la edición menor al tamaño bolsillo se vuelve hasta la fecha rigurosamente única. Aquella antología lleva por nombre Nosotros somos yo editada por José Mendoza Lara desde la editorial de la Universidad Michoacana; el autor del prólogo y de la selección –otro poeta– José Antonio Alvarado que, por cierto, ya conocía. En primera porque había sido mi profesor y de alguna manera su nombre lo relacionaba con la poesía contemporánea; eran los últimos años del siglo XX. Además, debo decir que mi generación preparatoriana lleva el nombre del poeta originario de Jiquilpan, como constancia para el tiempo transcurrido y recuerdo todavía aquel día de la clausura porque recibí un ejemplar de Nosotros somos yo y entre saludos a otros compañeros también tuve noticias ciertas que

habían obsequiado Vocación de Job; finalmente un ejemplar se quedó conmigo: se lo arrebaté de las manos a alguno de los afortunados. Por esto Morelia para Ocaranza es la ciudad ideal para la amistad, la visibilidad de la rosa, el escenario del tiempo, y todo lo que transcurre entre la vida pública y es la que determina la voluntad de la lectura de poesía.

Victoria Equihua (Capula, 1996)

A

l cerrar los ojos aún repetía en silencio: Porque la muerte desconoce la soledad de las magnolias. Esa noche soñé con caballos, con el canto de las flores y el olor de los cementerios. Los siguientes días seguí pensando: ¿Quién se atreve a quitarle la primavera a las flores para bañarlas de ceniza y soledad? Fue un descubrimiento y comprendí que ya no quería otra cosa más que resolver el enigma de la patología del ser, fue ese el primer poemario de Martínez Ocaranza que tuve entre mis manos, fue un obsequio, lo saqué algunas veces de mi mochila mientras iba en camión, quería llegar a devorarlo, a jugar, a poseerlo. Tras la primera lectura encontré la palabra que me dio insomnio por varias semanas: Antipoesía. Después de sorprenderme, asustarme, adorarlo, odiarlo, intentos de exorcismo y asesinato, resolví simplemente terminar de leer el libro, podría ponerme en un plan intelectual y decir que no toda lectura es para todos, o podría ser humilde y decir que es verdad que no todo es para todos, y que llega un momento en que pareciera que nada es para nadie, así me sentía leyendo aquello, pero seguí, y seguí, hasta hoy, que incluso hago un texto sobre mi primer contacto con su poesía. Sigue en la página 8

Oliver Sacks, catedrático de Neurología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York, es autor de numerosos libros, entre ellos Despertares y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. © Oliver Sacks, 2015. Este artículo se publicó originalmente en The New York Times. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Ramón Martínez Ocaranza en una foto de Alejandro Delgado.


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Martínez Ocaranza es quien despedazó los signos para convertir al hombre en metáfora de tiempo, no puedo decir que desde que leo a Don Ramón soy mejor persona, o que gracias a él estoy donde debo estar, sería mentir, lo que sí puedo decir es que mis nociones de poesía se dividen en un antes y después de leer su obra. Ocaranza se convirtió en el Virgilio que me ha llevado por los círculos siniestros de la poesía, en primera porque era y es lo que había estado buscando, y en segunda, porque quise. Una de las principales cosas que me hicieron predicadora de su palabra fue la versatilidad de su poesía, su carácter experimental, atrevido, y ¿por qué no decirlo? divertido (perdóname, Ramón, por ser una alumna tan blasfema). Desde su maestría en el manejo del lenguaje, la intertextualidad constante, la multidisciplinariedad continua, hasta sus metáforas de obsidiana que se clavan por la pupila y llegan a la memoria de nuestro nacimiento, de nuestra muerte anterior. A través del verso, fue desentrañando, deshojando los rincones, lejanos unos entre otros, de la conciencia, la inconciencia y la entraña empolvada del hombre. Su propuesta poética evoluciona, cambia de una obra a otra, de un poema a otro, la mayoría reconocemos o vemos en Martínez Ocaranza la reinvención del poeta maldito, un Baudelaire que flota entre la sombra y la cantera, con el puño en alto, como signo de su rebeldía, daba un paso de la locura al teorema de Pitágoras, vagaba de aquí para allá, desde la injusticia a la paradoja de la existencia, pareciera difícil de creer que es la misma persona la que escribió: “Un campo de encendidas amapolas sería mi corazón si tú quisieras”, y aquella que dijo: “ Morir o no morir, pero ser héroes de nuestra propia soledad humana.”. Conocí a Ramón Martínez Ocaranza cuando ya no había manera de conocernos, lo encontré, me encontró en un buen momento, cuando yo empezaba a cuestionar la existencia de la existencia misma. Te admiro Ramón porque convertiste un otoño encarcelado en un racimo de golondrinas, no sé si hubo algo que te hizo sufrir en este mundo, no sé de tu dolor, no te acompañé en tu lucha, no sé de tu amor, desconozco tu soledad, pero cuando te leo, a veces, inevitablemente, lloro o sonrío, porque naciste para esto, Ramón, puntual, libre como el llanto de las estatuas, para que otros conocieran el fuego que late bajo la tierra, para ser infinito como el tiempo, para que tu muerte fuera una noche de magnolias.

El poeta Ramón Martínez Ocaranza.

SÁBADO 12 DE SEPTIEMBRE DE 2015

El buen bebedor ARTÍCULO :: POR SALVADOR MUNGUÍA La realidad es una horrenda alucinación ocasionada por la falta de alcohol. Ernest Hemingway:

L

a vida es de por sí dura. Uno bebe por infinidad de motivos: por una mujer, por educación, por necesidad, por protección, por ocio, por angustia, por tristeza, por placer, en fin, hay mil razones. El problema del alcohol radica cuando algunos bebedores transitan hacia el lado oscuro de la fuerza, ahí donde la voluntad y la palabra se sustituyen por la discusión sin argumento, por el insulto, por el pleito, por la estupidez, por la falta de responsabilidad. Pero, me atrevo a afirmar que un bebedor tiene más posibilidades de triunfar en la vida que una persona sobria. ¿Cómo poder confiar en una persona sin vicios? Imposible tarea. El choque de vasos y copas no es un acto en vano, gracias a ese hermoso gesto han surgido camaraderías, cofradías y hermandades. Se han firmado tratados, se han otorgado empleos, se ha conciliado conflictos, se han perdonado deudas y traiciones, incluso, se han engendrado críos, quizá de otro modo la humanidad no hubiera prosperado. “El vino es la cosa más civilizada del mundo”, dijo el escritor Ernest Hemingway. Para llevar la fiesta en paz, un buen bebedor debe aspirar a dos cosas fundamentales: saber con quién y qué beber. Un buen bebedor sabe con precisión cuál bebida lo acompañará por los trances más complejos de su vida. Ese trago que reanima los buenos sentimientos y que sirva también como aliciente y consuelo frente a la tristeza. Me refiero a una bebida con carácter, fuerza y elegancia, como el whisky, el ron, el tequila, el mezcal, la ginebra, el vodka. El paladar de un hombre serio y responsable está plenamente acostumbrado y preparado; vino tinto durante las comidas, cerveza a medio día y para antes de acostar. Un hombre con convicciones odia los cocteles, odia los digestivos empalagosos, esos que se han inventado para satisfacer otros paladares, el de las señoritas por ejemplo. El buen bebedor sabe que debe mantenerse alejado de cualquier bebida que tenga más de dos colores, rechazar con firmeza tragos de nombres exóticos. El buen bebedor se lleva bien con el cantinero, de no hacerlo se corre el riesgo de ingerir bebidas con escupitajos, orines, o en el peor de los caso, veneno para ratas. Un buen bebedor no toma con popote, mucho menos en un vaso de plástico, su boca y su mano debe estar acostumbrado al contacto con el vidrio. El buen bebedor no baila, bebe. El buen bebedor es agradecido siempre que una mujer lo arrastre a la bebida. Ordena la bebida de su compañera y nunca bebe menos que ella. Se asegura de haber bebido más de cinco bebidas fuertes antes de pedirle matrimonio. Y si la mujer se excedió en copas, habrá que deshacerse pronto de ella: llevarla a la cruz roja o dejarla en su casa; las mujeres borrachas son un estorbo y un albur para el hombre liviano. Una mujer muy borracha se convierte en un cheque al portador, y cargar con la chequera

siempre es peligroso. Un buen bebedor prefiere la cantina sobre el bar de moda, la cantina es el hogar que nunca tuvo. El buen bebedor sabe que beber puede ser parecido a boxear; puede balancearse un poco, sujetarse y hasta recargarse en las cuerdas, pero nunca tocar la lona. Desafortunadamente están por encima los malos sobre los buenos bebedores, ese que llega a golpear a la esposa, aquel que maneja un vehículo o el que se pelea cada ocho días. El mal bebedor, el mala copa, esos seres que después de cagarla se arrepienten, es gracias a todos ellos que la cruda

moral existe. La cruda moral, esa lucha contra la resignación, ese dolor infringido por nosotros contra nosotros mismos. La cruda moral dependerá de qué tan idiota hayas sido, puede durar un día, un mes, toda la vida, puede ser el antídoto contra la borrachera. Y la cruda sin borrachera previa es igual a un interruptus sin coito. Entonces, no ser un idiota, para que, la mañana, la tarde o semana siguiente, evitar el mensaje de arrepentimiento: “mi vida, ya fui a jurar, y no vuelvo a tomar”. Tampoco sirve ser un cobarde, se debe enfrentar con dignidad la resaca: sin lamentos ni gemidos de dolor. La resaca es el contacto más cercano con la muerte, son formas de ir resucitando a lo largo de la vida. Frank Sinatra afirmó: “pena dan los abstemios, que al despertar ya no pueden aspirar a sentirse mejor en lo que resta del día”. Yo acostumbro a beberme diario un caballito de mezcal en ayunas, me ha servido más ese primer trago al despertar que un jugo de naranja, ha sido el bálsamo para despertar y tener mejores ideas y sentimientos, ha sido el remedio para enfrentar la realidad, y la realidad es dura. Twitter:

@chavamunguias


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