Letras_10_Diciembre_2016

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[ Letras ] DE CAMBIO

SUPLEMENTO DE CULTURA DE CAMBIO DE MICHOACÁN | NUEVA ÉPOCA | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 10 DE DICIEMBRE DE 2016 |

Filmar la Gran Novela Americana Ewan McGregor se estrena con El fin del sueño americano POR SYLVAIN PROVILLARD | PAG. 2

Poemas CREACIÓN POR EMILY DICKINSON | PAG. 3

De la utilidad de lo inútil / y 2 FRAGMENTO POR NUCCIO ORDINE | PAG. 6

Sedante A LA SAZÓN POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS | PAG. 4

Sobre la paradoja del gato de Schroedinger

Poemas

CIENCIA Y TECNOLOGÍA POR MANUEL LÓPEZ MICHELONE | PAG. 8

CREACIÓN POR GISELA VALENCIA | PAG. 5


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Filmar la Gran Novela Americana ENSAYO :: Ayer fue el estreno mexicano de El fin del sueño americano, opera prima del actor escocés Ewan McGregor. Esta adaptación de la novela Pastoral americana de Philip Roth reaviva la cuestión de la factibilidad y necesidad de adaptar las grandes obras literarias estadounidenses a la pantalla grande. POR SYLVAIN PROVILLARD sprovillard@hotmail.com

L

a Gran Novela Americana es un concepto difícil de definir, por muy explícitas que puedan parecer las tres palabras de esta expresión. Hace referencia evidentemente a novelas escritas por autores estadounidenses sobre su país, asumiendo la sinécdoque que restringe América a Estados Unidos. ¿Pero qué se entiende por Gran Novela Americana? El adjetivo grande no se reduce a un término cualitativo sino que, en su más común aunque controvertida definición, abarca dimensiones históricas y sociales además de literarias. Según el creador de la expresión John William De Forest, autor de un artículo titulado The Great American Novel en 1868, cualquier novela que describa la realidad social estadounidense podría entrar en esta categoría. Redactado al final de la guerra de Secesión, el ensayo hace la apología de un movimiento realista para emanciparse de la literatura inglesa, citando como ejemplo La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe.

The Great American Novel: ¿quimera o realidad? Las definiciones más exigentes hacen la tarea de escribir la Gran Novela Americana casi imposible, ya que se trataría de una obra con una extensión considerable capaz de reflejar en toda su complejidad social las costumbres de un momento histórico dado. En el contexto estadounidense de los siglos pasados, es decir, en una nación joven que trata de unificar su pueblo a través de mitos fundadores y de un lenguaje común, este concepto se puede comparar a la prosa o poesía épica nacional (Hojas de hierba de Walt Whitman podría entrar en esta categoría). Hoy en día, la expresión ha perdido su vigencia: se quedó más bien como un ideal platónico de todos los escritores estadounidenses que quieren escribir el nuevo Moby Dick, El gran Gatsby o Matar un ruiseñor. En 1997, tres de los más reconocidos autores estadounidenses publicaron novelas que algunos consideran como las Grandes Novelas Americanas del final del siglo XX: Mason y Dixon de Thomas Pynchon, Pastoral americana de Philip Roth y Submundo de

Don DeLillo. Sin embargo, numerosos críticos y escritores convienen que esta noción se volvió obsoleta. DeLillo duda de su existencia misma: “Yo creo que es una invención europea. La gente solía hablar de eso en los tiempos de Hemingway, Steinbeck y Faulkner, pero ya no lo he oído mucho después. No sé, quizás la gente pueda también empezar a hablar de la gran película americana, del gran cine americano, pero no creo que exista una cosa así”.

Adaptar o no adaptar… “Está buena la peli, pero deberías de leer el libro, es mucho mejor” es una frase que seguramente han escuchado una y otra vez; por lo general, la sentencia resulta acertada. Las raras excepciones son obras de directores visionarios que lograron mejorar el guión ofrecido por el libro: entre otros, Coppola con El padrino, Hitchcock con Psicosis, Fincher con Perdida, El club de la pelea y El extraño caso de Benjamin Button, y Kubrick con La naranja mecánica, Dr. Insólito y El

resplandor, lograron tal hazaña. Sin embargo, muchos de los clásicos de la literatura estadounidense han sido adaptados a la pantalla grande con resultados decepcionantes, El gran Gatsby es un ejemplo de ello. La versión de 1974 tenía todo para producir una cinta lograda: la mayor estrella del cine de la época (Robert Redford), un guión de Francis Ford Coppola, una dirección de arte excepcional y hasta un vestuario de Ralph Lauren. A pesar de todo, el filme fue criticado vehementemente y nunca se ha convertido en un clásico del cine hollywoodense. La adaptación más reciente de Baz Luhrmann con Leonardo Di Caprio tiene méritos visuales, actorales e incluso narrativos pero no logra enfocarse en lo más importante de la novela: las acciones y emociones de los personajes. Para los que hemos leído y amado a Francis Scott Fitzgerald, algo siempre nos hace falta en una adaptación a la pantalla grande: su extraordinaria prosa. El lenguaje del autor de Suave es la noche es casi poético: ¿cómo traducirlo en términos cinematográficos?

El actor escocés Ewan McGregor, actor y director de El fin del sueño americano.


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CREACIÓN

Poemas Emily Dickinson (1830-1886) El misterio del dolor Hay un elemento blanco en el Dolor; Yo no puedo recordar Cuando hubo de comenzar, Si fue durante el día Cuando en realidad no. No tiene futuro sino el propio, Sus reinos infinitos Jennifer Conelly, una de las protagonistas de la reciente película basada en una de las obras de Philip Roth.

Sin embargo, ninguna novela parece inadaptable para el séptimo arte: hasta existen películas basadas en Ulises y El despertar de Finnegan de James Joyce. Para muchos, intentar adaptar tales obras es una aberración: una gran novela tiene que ver tanto con la historia que narra como con el estilo del autor. Existen muchas versiones de Tom Sawyer y Huckleberry Finn pero ninguna transcribe el humor sabio de Mark Twain. Recientemente le ha dado al actor James Franco por adaptar a William Faulkner, con Mientras agonizo en 2013 y El ruido y la furia en 2014, con rotundos fracasos comerciales y críticos, por no lograr presentar la complejidad narrativa de los libros a través del lenguaje cinematográfico. Algunas novelas nunca deberían transformarse en películas, es lo que siempre pensó Jerome David Salinger, en particular acerca de su obra de culto El guardián en el centeno, a veces considerada como la Gran Novela Americana de los años 50. No es que el recluido autor odiara el séptimo arte (al contrario de su personaje Holden Caulfield) pero opinaba que “el peso del libro está en la voz de su narrador, las peculiaridades continuas de la misma, su actitud, su extremadamente peculiar y perceptiva actitud hacia el lectoroyente, sus reflexiones sobre los arcoíris de gasolina en los charcos de la calle, su filosofía o la manera de mirar los maletines de cuero y las cajas vacías de pasta de dientes. En una palabra, sus pensamientos. No puede separársele, de manera legítima de la técnica de la primera persona. Cierto, si la separación llega a hacerse, queda aún suficiente material para algo que pueda llamarse Una Emocionante (o quizá sólo Interesante) Tarde en el Cine. Pero encuentro esa idea, sino odiosa por completo, al menos lo suficientemente odiosa para evitar vender los derechos”. He aquí la razón por la cual nunca hemos visto a Holden Caulfield en la pantalla y también una explicación, si no de la imposibilidad de adaptar algunas novelas en cine, sí de la inutilidad de hacerlo.

El fin de un sueño americano Si muchos autores abandonaron el sueño de escribir la Gran Novela Americana, parece que Philip Roth lo ha intentado varias veces;

contienen el pasado, Percibiendo, iluminado, Un nuevo período de dolor.

Morí por la belleza Morí por la Belleza, pero apenas pude acostumbrarme a mi tumba, uno que murió por la Verdad se instaló en el cuarto contiguo. Me preguntó suavemente por qué caí. «Por la Belleza», respondí. «Yo por la Verdad, y ambas son una, por lo que somos hermanos», dijo él. Y así, como parientes reunidos en la noche, Hablamos de un cuarto al otro hasta que el musgo alcanzó nuestros labios y cubrió nuestros nombres.

Tomado de http://elespejogotico.blogspot.mx/

incluso escribió un libro titulado La gran novela americana, sobre une liga de beisbol que se volvió una organización comunista. Sin embargo, su novela más aclamada, con la cual ganó el premio Pulitzer, es Pastoral americana. La adaptación de McGregor no logra reproducir los conflictos de los personajes, comprobando nuevamente la dificultad de transcribir visualmente la prosa del autor y

la voz del narrador. Mientras el ya retirado Philip Roth sigue esperando una llamada de Suecia para otorgarle el premio Nobel que tanto desea (y que le robó Bob Dylan este año), nosotros abandonamos la esperanza de ver algún día una gran película adaptada de una gran novela americana, para disfrutar de la literatura y del cine como dos artes distintos y complementarios.


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Algunas adaptaciones de Grandes Novelas Americanas que valen la pena Lo que el viento se llevó (1939) Vivien Leigh y Clark Gable dieron vida a los míticos personajes imaginados por Margaret Mitchell en el mayor éxito comercial de la historia y una de las primeras superproducciones hollywoodenses a color. Las uvas de la ira (1940) Apenas un año después de la publicación del libro de John Steinbeck, John Ford rodó el retrato del sufrimiento de una familia del Medio Oeste forzada a exiliarse a California. La gran película y la gran novela de la Gran Depresión. Moby Dick (1956) Ray Bradbury escribió el guión de la película dirigida por John Huston, la más famosa de todas las adaptaciones del clásico de Herman Melville. Aunque la cinta no puede desarrollar los temas más profundos de la novela es, sin embargo, una gran película de aventuras, en parte gracias a una de las mejores actuaciones de Gregory Peck. Matar un ruiseñor (1962) Después de encarnar al capitán Ahab en Moby Dick, aparece nuevamente Gregory Peck, esta vez en la piel de Atticus Finch, un honesto abogado que intenta luchar contra el racismo presente en su pequeña ciudad de Alabama. Esta adaptación del libro de Harper Lee es quizá una de las mejores, seguramente porque la novela en sí tiene muchos elementos cinematográficos y una narración más fácil de plasmar en la pantalla grande. El último de los mohicanos (1992) Si la novela muy descriptiva de James Fenimore Cooper llega a aburrirlos, la cinta de Michael Mann es una buena opción para descubrir la historia de Nathaniel, el hijo adoptivo y mestizo de un indio, magistralmente interpretado por Daniel DayLewis. Beloved (1998) La novela con la cual Toni Morrison ganó el premio Pulitzer fue puesta en escena por Jonathan Demme, el director de Philadelphia y El silencio de los inocentes. Oprah Winfrey y Danny Glover protagonizan este drama sobre los horrores de la esclavitud, que respecta la narración laberíntica de la novela.

Cartel promocional de Pastoral americana.

Sedante A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS ROSAS

C

ede la tarde. Una madre calienta el agua a fuego lento, con cariñoso tiento. Prepara la tina. La acomoda con firmeza en un recoveco cálido, cerca del ventanal donde centellean las primeras luces y la luna regala un gesto giocondo. La mujer vuelca el agua sobre el coso; ofrenda, con suavidad, una cálida cascada sobre el fondo de madera. Los vapores emergen a la vista y al tacto cuticular. Ella se dispone a elegir un corazón. Lo deshoja tiernamente. Acomoda suavemente los cogollos sobre la tibia superficie. Deja que floten, que se expandan, que exuden, que se mezclen con la liquidez y disposición del agua mineral. Apenas un minuto de suspiros. Sobre el ambiente flotan los efluvios de las lechugas embriagadas. Llegó el momento. Es hora de tomar al bebé con todo cuidado, desnudarlo poco a poco; dejar que descienda hacia la bañera como el sol recién se acomodó detrás de las montañas. Es hora de la más placentera ablución. Se trata de un baño de lechugas, una de las costumbres más amorosas y efectivas para lograr un sueño justo, profundo y reparador. No sólo se trata del vegetal de hoja más extendido del Planeta Tierra. Es una planta mágica, capaz de reconciliarnos con el descanso. ¡Sí! tiene un mínimo valor calórico y un alto valor nutritivo por: su riqueza en vitamina C, su frescas disposición de sales minerales de rápida absorción y, por elementos como el hierro y el selenio; todas estas virtudes, tan teologales, como para conseguir metabolizar proteínas y, a mediano plazo, proveer de potencia y máxima vitalidad a un centurión romano. Por el momento, eso no nos importa. Lo que nos ocupa esta noche, cálida y perpetua, es reconocer que su esencia contiene grandes dosis de lactucina, un tranquilizante natural. Su proeza es todo un sueño; el prodigio de hacerla nuestra antes de dormir para recrearnos, plácidamente, en brazos de

Morfeo. La lechuga vela las armas de una guerra sana. El nombre genérico de la lechuga es “lactuca” y procede del latín lac (leche). Tal etimología refiere a un líquido lechoso (de apariencia láctea). Se trata de la savia que brota de los tallos. El origen de su cultivo se remonta a 2 mil 500 años. Tiene sus raíces en el sur de Europa y se expandió al resto del continente durante la época romana. Desde entonces, era considerada una planta ritual y medicinal entre: egipcios, persas y, por supuesto, entre los propios romanos. Pura gente erótica y combatiente como puede apreciar. Para amanecer fresco y ligero como una lechuga es menester incluirla lo más posible en nuestra cena. Una ensalada, aliñada con proteínas, vegetales o animales, es uno de los mejores alimentos que pueden consumirse antes de sosegarse. La fresca verdura ayuda a desdoblar, de manera más rápida y efectiva, las complejas estructuras de las proteínas. Estas hojas, ya sean romanas, francesas, orejonas, o de batavia; como usted guste y mande, al combinarse con la carne; por ejemplo, atenúan la pesadez, agilizan la digestión y abrevan al descanso que provocan ambos alimentos: el vegetal y la proteína.

LA NOTA, LA RECETA, EL SECRETO Té de lechuga para dormir: la parte más benéfica es el tronco y las hojas inmediatas. Para una pieza regular es equiparable medio litro de agua. Se deja hervir el líquido. Los trozos se incorporan a la ebullición durante cinco minutos. La olla se retira del fuego y se deja reposar por 10 minutos. Se procede a colar. Tómelo 20 minutos antes de acostarse. Sus efectos somníferos son parecidos al del opio, o al de los medicamentos de patente, pero sin detestable consecuencias, y con un costo mucho menor, en todos los sentidos. Duerma en paz, que dormir es morir para resucitar mejorado.


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CREACIÓN

Poemas Gisela Valencia Yo le tejí la trenza a María

Que desea hacer suplicas entre sus piernas, finalizar las vías de su trenza

Su trenza era una sarta de cuentas

Yo le destejí la trenza a María… profana, le destejí la trenza.

Un rosario por el que mis dedos se iban tropezando Cada hilván me acercaba a la oración final Peticiones que concluyen los misterios

"El señor cura no quería admitirme en su escuela,

Y comienza la travesía:

Porque era yo hijo de un mal pensamiento"

Corromper plegarias

-Castellanos, Rosario Balún Canán.

Rendirse a los denuedos que no paran de urdir Inquietarse en el silencio de la ceremonia

Perpetua tierra de infecundos, tierra que ha enmudecido

Hasta dejar exhalar las aguas benditas de su manantial

Tierra que quedó paralizada con la afrenta de otros vientos

Yo le tejí los cabellos a María

Un alter ego que florece del maguey, punzando con sus espinas

Cada hebra desprendía el incienso

Las manos de hombres que no los sembraron.

Que me impulsaba a bajar el aliento sobre la espalda

Raíces lamiéndose las heridas, enterradas por pieles blancas

Sentir en los cabellos la presencia de su ermita

Hombres de otras tierras, de ciudades secas, invasores de campos

María sintió en su piel el choque de mis suspiros

Sin artillería, guerreros sin enemigo buscando el lance.

En su turbación se erguía mi vehemencia

Tierra metálica, tierra con hijos que ya nacieron muertos,

Un camino de huellas peregrinas que bajan a colmar la sed

Tus vísceras se fueron con otra madre, quedaste huérfano

En

Llorando sin saber rezarle al oro,

l Ese

a Valle

Y viste el despojo de tus palabras g

De

Y viste la succión de tu tierra r

En tu propia casa te hiciste reén i

Para cobijarte del terror, tu nueva madre m

Te envolvió en una pálida bandera, a

Una frazada que entendías era el calor de tantos cuchillos s

El refugio que a cambio de tus joyas te ofrecía el enemigo.

Ea pues, señora, vuelve tus ojos y ruégame que bese tus frutos

Solías reverdecer antes de que el mar te traicionara

Muestra tu misericordia y baja hasta encender la luz del feligrés

Entre los pies descalzos había marca de esa tierra maternal ahora estéril Ahora cubierta de máscaras, de pieles que el sol no contaminaba Ahora sumisa a un padre crucificado para que su furia no desemboque En tantos hijos, unos hijos del color de su siembra, unos hijos pecadores Aferrados al silencio que no los defendía, aferrados a sus hermanos Que veían como la cruz también los crucificaba por no depositar sus tesoros fúnebres En el manto estelar de otra madre, en los barcos santos de otros dioses.

Gisela Valencia nació en Morelia, Michoacán, en 1995. Estudiante de la terminal de lingüística de la Facultad de Letras de la UMSNH. Ha participado en diversos talleres de poesía de la misma Facultad, en el taller de poesía documental a cargo de Javier Taboada, así como en el taller de poesía "El bosque sin senderos" impartido por Ernesto Lumbreras. Fue miembro del Segundo Diplomado en Creación Literaria de la SEMICH. Asistió al taller de cuento de la SEMICH impartido por José Agustín Solórzano. Ha publicado en las revistas Delatripa y Revista 6 mil 83.


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De la utilidad de lo inútil / y 2 FRAGMENTO FRAGMENTO:: . Introducción del libro La utilidad de lo inútil. POR NUCCIO ORDINE

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os verdaderos poetas saben bien que la poesía sólo puede cultivarse lejos del cálculo y la prisa: «Ser artista —confiesa Rainer Maria Rilke en un pasaje de las Cartas a un joven poeta— quiere decir no calcular ni contar: madurar como el árbol, que no apremia a su savia, y se yergue conûado en las tormentas de primavera, sin miedo a que detrás pudiera no venir el verano». Los versos no se someten a la lógica de la precipitación y lo útil. Al contrario, a veces, como sugiere el Cyrano de Edmond Rostand en las frases finales de la pièce, lo inútil es necesario para hacer que cualquier cosa sea más bella: ¿Qué decís? ¿Que es inútil? Ya lo daba por hecho. Pero nadie se bate para sacar provecho. No, lo noble, lo hermoso es batirse por nada. [Que dites-vous?… C’est inutile?… Je sais! | Mais on ne se bat pas dansl’espoir du succès! | Non! non, c’est bien plus beau lorsque c’est inutile!].

Tenemos necesidad de lo inútil como tenemos necesidad, para vivir, de las funciones vitales esenciales. «La poesía —nos recuerda una vez más Ionesco—, la necesidad de imaginar, de crear es tan fundamental como lo es respirar. Respirar es vivir y no evadir la vida». Esta respiración, como evidencia Pietro Barcellona, expresa «el excedente de la vida respecto de la vida misma», transformándose en «energía que circula de forma invisible y que va más allá de la vida, aun siendo inmanente a ella». En los pliegues de las actividades consideradas superfluas, en efecto, podemos percibirlos estímulos para pensar un mundo mejor, para cultivar la utopía de poder disminuir, si no eliminar, las injusticias generalizadas y las dolorosas desigualdades que pesan (o deberían pesar) como una losa sobre nuestras conciencias. Sobre todo en los momentos de crisis económica, cuando las tentaciones del utilitarismo y del más siniestro egoísmo parecen ser la única estrella y la única ancla de salvación, es necesario entender que las actividades que no sirven para nada podrían ayudarnos a escapar de la prisión, a salvarnos de la asûxia, a transformar una vida plana, una novida, en una vida fluida y dinámica, una vida orientada por la curiositas respecto al espíritu y las cosas humanas. Si el biofísico y filósofo Pierre Lecomte du Noüy nos ha invitado a reûexionar sobre el hecho de que «en la escala de los seres, sólo el hombre realiza actos inútiles», dos psicoterapeutas (Miguel Benasayag y Gérard Schmit) nos sugieren que «la utilidad de lo inútil es la utilidad de la vida, de la creación, del amor, del deseo», porque «lo inútil produce lo que nos resulta más útil; es lo que se crea sin atajos, sin ganar tiempo, al margen del espejismo forjado por la sociedad». Este es el motivo por el que Mario Vargas Llosa, con ocasión de la entrega del premio Nobel de 2010, manifestó acertadamente que un «mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y

mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños». Y quién sabe si a través de las palabras de Mrs. Erlynne —«En la vida moderna lo superfluo lo es todo»— Oscar Wilde (acordándose probablemente de un célebre verso de Voltaire: «le superflu, chose très necéssaire» [«lo superfluo, cosa muy necesaria»]) no quiso aludir precisamente a la superfluidad de su mismo oficio de escritor. A aquel «algo más» que —lejos de connotar, en sentido negativo, una «superfetación» o una cosa «superabundante»— expresa, por el contrario, lo que excede de lo necesario, lo que no es indispensable, lo que rebasa lo esencial. En suma, lo que coincide con la idea vital de un flujo que se renueva continuamente (fiuere) y también —como había señalado ya algunos años antes en el prefacio de El retrato de Dorian Gray: «Todo arte es completamente inútil»— con la noción misma de inutilidad. Pero si se piensa bien, una obra de arte no pide venir al mundo. O mejor dicho, recurriendo de nuevo a una espléndida reflexión de Ionesco, la obra de arte «exige nacer» de la misma manera que «el niño exige nacer»: «El niño no nace para la sociedad —expone el dramaturgo— aunque la sociedad se apodere de él. Nace para nacer. La obra de arte nace igualmente para nacer, se impone a su autor, exige ser sin tener en cuenta o sin preguntarse si es requerida o no por la sociedad». Ello no impide que la sociedad pueda

(...) cuando prevalece la barbarie, el fanatismo se ensaña no sólo con los seres humanos sino también con las bibliotecas y las obras de arte, con los monumentos y las grandes obras maestras

«apoderarse de la obra de arte»: y aunque sea cierto que «puede utilizarla como quiera» —«puede condenarla» o «puede destruirla»— queda en pie el hecho de que la obra de arte «puede cumplir o no una función social, pero no es esta función social» (p.120). Y si «es absolutamente necesario que el arte sirva para alguna cosa, yo diré —concluye Ionesco— que debe servir para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada y que es indispensable que las haya» (p. 121). Sin esta conciencia, sería difícil entender una paradoja dela historia: cuando prevalece la barbarie, el fanatismo se ensaña no sólo con los seres humanos sino también con las bibliotecas y las obras de arte, con los monumentos y las grandes obras maestras. La furia destructiva se abate sobre las cosas consideradas inútiles: el saqueo de la biblioteca real de Luoyang efectuado por los Xiongnu en China, la quema delos manuscritos paganos en Alejandría decretada por la intolerancia del obispo Teóûlo, los libros heréticos consumidos por las llamas de la Inquisición, las obras subversivas destruidas en los autos de fe esceniûcados por los nazis en Berlín, los espléndidos budas de Bamiyán arrasados por los talibanes en Afganistán o también los manuscritos del Sahel y las estatuas de Alfaruk en Tombuctú amenazadas por los yihadistas. Cosas inútiles e inermes, silenciosas e inofensivas, pero percibidas como un peligro por el simple hecho de existir. En medio de las ruinas de una Europa destruida por la ciega violencia de la guerra, Benedetto Croce reconoce los signos del advenimiento de los nuevos bárbaros, capaces de pulverizar en un solo momento la larga historia de una gran civilización: […] Cuando los espíritus bárbaros [recobran vigor] no sólo derrotan y oprimen a los hombres que la representan [la civilización], sino que se dedican a destrozar las obras que para ellos eran instrumentos de otras obras, y


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destruyen hermosos monumentos, sistemas de pensamiento, todos los testimonios del noble pasado, cerrando escuelas, dispersando o incendiando museos y bibliotecas y archivos […]. No es preciso buscar ejemplos de tales cosas en las historias remotas, porque las de nuestros días los ofrecen con tanta abundancia que incluso hemos perdido el sentimiento de horror por ellos.

Pero también quien erige murallas, como nos recuerda Jorge Luis Borges, puede fácilmente arrojar los libros a las llamas de una hoguera, porque en ambos casos se termina por «quemar el pasado»: Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la ediûcación de la casi inûnita muralla china fue aquel primer emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones —las quinientas a seiscientas leguas de piedra opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado— procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó.

Lo sublime desaparece cuando la humanidad, precipitada en la parte baja de la rueda de la Fortuna, toca fondo. El hombre se empobrece cada vez más mientras cree enriquecerse: Si diariamente defraudas, engañas, buscas y haces componendas, robas, arrebatas con violencia —advierte Cicerón en las Paradojas de los estoicos—; si despojas a tus socios, si saqueas el erario […], entonces, dime: ¿significa esto que te encuentras en la mayor abundancia de bienes o que careces de ellos?

No sin razón en las páginas finales del tratado Sobre lo sublime, una de las obras antiguas más importantes de crítica literaria que han llegado hasta nosotros, el PseudoLongino distingue con claridad las causas que produjeron el declive de la elocuencia y del saber en Roma, impidiendo que nacieran grandes escritores después del fin del régimen republicano: «Ese afán insaciable de lucro que a todos nos infecta […] es lo que nos esclaviza […]. La avaricia es, ciertamente, un mal que envilece» (XLIV, 6). Siguiendo estos falsos ídolos, el hombre egoísta no dirige «ya su mirada hacia lo alto» y «la grandeza espiritual» acaba marchitándose (XLIV, 8). En esta degradación moral, cuando «se cumple la paulatina corrupción de la existencia», no queda espacio para ningún tipo de sublimidad (XLIV, 8). Pero lo sublime, nos recuerda todavía el Pseudo-Longino, para existir requiere también libertad: «La libertad, se dice, es capaz por sí sola de alimentar los sentimientos de las almas nobles, de dar alas a la esperanza» (XLIV, 2). También Giordano Bruno atribuye al amor por el dinero la destrucción del conocimiento y de los valores esenciales sobre los que se funda la vida civil: «La sabiduría y la justicia —escribe en De immenso— empezaron a abandonar la Tierra en el momento en que los doctos, organizados en sectas, comenzaron a usar su doctrina por afán de lucro. […] La religión y la ûlosofía han quedado anuladas por culpa detales actitudes; los Estados, los reinos y los imperios están trastornados, arruinados, los bandidos como los sabios, los príncipes y los pueblos». Incluso John Maynard Keynes, padre de la macroeconomía, reveló en una conferencia de 1928 que los «dioses» en los que se funda la vida económica son inevitablemen-

te genios del mal. De un mal necesario que «por lo menos durante otros cien años» nos forzaría a «fingir, nosotros mismos y todos los demás, que lo justo es malo, y lo malo es justo, porque lo malo es útil y lo justo no lo es». La humanidad, por consiguiente, debería continuar (¡hasta 2028!) considerando «la avaricia, la usura y la cautela» como vicios indispensables para «sacarnos del túnel de la necesidad económica y llevarnos a la luz del día». Y sólo entonces, alcanzado el bienestar general, los nietos —¡el título del ensayo, Las posibilidades económicas de nuestros nietos, es muy elocuente!— podrían por ûn entender que lo bueno es siempre mejor que lo útil: Nos vemos libres, por lo tanto, para volver a algunos de los principios más seguros y ciertos de la religión y virtud tradicionales: que la avaricia es un vicio, que la práctica de la usura es un delito y el amor al dinero es detestable, que aquellos que siguen verdaderamente los caminos de la virtud y la sana sabiduría son los que menos piensan en el mañana. Una vez más debemos valorarlos ûnes por encima de los medios y preferir lo que es bueno a lo que es útil. Honraremos a todos cuantos puedan enseñarnos cómo podemos aprovechar bien y virtuosamente la hora y el día, la gente deliciosa que es capaz de disfrutar directamente de las cosas, las lilas del campo que no trabajan ni hilan.

Aunque la profecía de Keynes no se haya cumplido —la economía dominante, por desgracia, insiste hoy en día en mirar tan sólo a la producción y el consumo, despreciando todo aquello que no sirve a la lógica utilitarista del mercado y, en consecuencia, continuando con el sacrificio de las «artes de la vida» al lucro—, aun así su sincera convicción no deja de ser valiosa para nosotros: la auténtica esencia de la vida coincide con lo

También Giordano Bruno atribuye al amor por el dinero la destrucción del conocimiento y de los valores esenciales sobre los que se funda la vida civil

El escritor italiano Nuccio Ordine.

bueno (con aquello que las democracias comerciales han considerado siempre inútil) y no con lo útil. Una decena de años más tarde, desde un ángulo muy distinto, también Georges Bataille se preguntó, en El límite de lo útil, sobre la necesidad de pensar una economía atenta a la dimensión del antiutilitarismo. A diferencia de Keynes, el ûlósofo francés no se hizo ilusiones sobre los presuntos nobles propósitos de los procesos utilitaristas, porque «el capitalismo no tiene nada que ver con el deseo de mejorar la condición humana». Sólo a primera vista parece tener «por objeto la mejora del nivel de vida», pero se trata de una «perspectiva engañosa». De hecho, «la producción industrial moderna eleva el nivel medio sin atenuar la desigualdad de las clases y, en deûnitiva, sólo palía el malestar social por casualidad» (III, I, 3, pp. 59-60). En este contexto, tan sólo lo excedente —cuando no se utiliza «en función de la productividad»— puede asociarse con «los resultados más bellos del arte, la poesía, el pleno vigor de la vida humana». Sin esta energía superûua, alejada de la acumulación y el aumento de las riquezas, sería imposible liberar la vida «de consideraciones serviles que dominan un mundo consagrado al incremento de la producción» (p. 378). No obstante, George Steiner —gran defensor de los clásicos y de los valores humanísticos «que privilegian la vida de la mente»— ha recordado que, al mismo tiempo, de manera dramática «la elevada cultura y el decoro ilustrado no ofrecieron ninguna protección contra la barbarie del totalitarismo». En numerosas ocasiones, por desgracia, hemos visto pensadores y artistas que se mostraban indiferentes ante opciones feroces o, incluso, moralmente cómplices de dictadores y regímenes que las ponían en práctica. Es cierto. El grave problema planteado por Steiner me hace venir a la cabeza el estupendo diálogo entre Marco Polo y Ku-blai Kan que cierra las Ciudades invisibles de Italo Calvino. Apremiado por las preocupaciones del soberano, el infatigable viajero nos ofrece un dramático fresco del inûerno que nos rodea: El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el inûerno y volverse parte de él


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hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio.

¿Pero qué podrá ayudarnos a entender, en medio del inûerno, lo que no es infierno? Es difícil responder de manera categórica a esta cuestión. El mismo Calvino en su ensayo Por qué leer los clásicos, aun reconociendo que los «clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado», nos pone en guardia contra la idea de que «los clásicos se han de leer porque “sirven” para algo». Al mismo tiempo, no obstante, Calvino sostiene que «leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos». La cultura, como el amor, no posee la capacidad de exigir —observa con razón Rob Riemen—. No ofrece garantías. Y, sin embargo, la única oportunidad para conquistar y proteger nuestra dignidad humana nos la ofrece la cultura, la educación liberal.

Por tal motivo creo que, en cualquier caso, es mejor proseguir la lucha pensando que los clásicos y la enseñanza, el cultivo de lo superfluo y de lo que no supone beneficio, pueden de todos modos ayudarnos a resistir, a mantener viva la esperanza, a entrever el rayo de luz que nos permitirá recorrer un camino decoroso. Entre tantas incertidumbres, con todo, una cosa es cierta: si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad… El libro La utilidad de lo inútil, del profesor y pensador calabrés Nuccio Ordine, ha sido editado por Acantilado y traducido por Jordi Bayod.

Sobre la paradoja del gato de Schroedinger CIENCIA Y TECNOLOGÍA :: POR MANUEL LÓPEZ MICHELONE

L

a física moderna empezó probablemente en 1901, cuando Max Planck sugirió la existencia del cuanto de energía, que no era otra cosa que la energía mínima que algo puede tener en el universo. Pero, además de eso, Planck hizo notar una idea revolucionaria en su tiempo: no existe la continuidad, sino que la energía pasa de un estado al siguiente en un camino discreto. Por decirlo de una manera coloquial, se puede ir del estado 1 al estado 2, pero no se puede ir al estado 1.1, por ejemplo. A partir de la idea del cuanto hubo un explosivo desarrollo de las ideas que se conformaron años después cómo la interpretación de Copenhague y que claramente ha mostrado el poder de la mecánica cuántica. El físico austriaco, Erwin Schroedinger, en 1935 trabajo sobre una idea que igualmente revolucionó el conocimiento del modelo cuántico: la función de onda. Para ello ideo un experimento mental. Plantea un sistema que se encuentra formado por una caja cerrada y opaca, en donde hay un gato en su interior. Hay también una botella de gas venenoso y un dispositivo que contiene unas partículas radioactivas. Ésta tiene una probabilidad del 50% de desintegrarse en un tiempo dado. Si la partícula se desintegra, entonces el veneno se libera y por ende, el gato muere. La mecánica cuántica plantea una ecuación de onda para el sistema gato-caja-venenopartícula. De acuerdo con estos principios, la función de onda es la superposición de todos los estados posibles, pero esta función que no tiene interpretación física- hasta que hay un observador que mide la función y que la colapsa. Mientras esto no ocurre, el sistema es una superposición de todos los estados vivos y muertos del gato. Dicho de otra manera, ¿cómo puede el gato estar en algún momento vivo y muerto a la vez? Ésta es la paradoja del gato de Schroedinger. Schroedinger da en el clavo a plantear el problema de la medición. Como ya sabemos,

lo que medimos es modificado por el observador y obviamente nos tardamos en saber esto porque el fenómeno se nota a escala atómica. En la interpretación de Copenhague, en el momento que abramos la caja, la sola acción de observar modifica el estado del sistema por lo que vemos un gato vivo o un gato muerto. El colapso de la función de onda es irreversible e inevitable de todo proceso de medida. Curiosamente para Einstein el problema parece tener otra vertiente. Como el creador de la teoría de la relatividad no creía mucho en algunos conceptos de la mecánica cuántica y esto de la función de onda no terminaba de gustarle. Decía en el caso del gato: “no sabemos si el gato está vivo o muerto, es simplemente falta de información”. Pero... ¿es así? Schroedinger dice, contrario al sentido común, que mientras nadie mire en el interior de la caja, el gato está en dos estados a la vez, vivo y muerto. Y esta superposición de estados es una consecuencia de la naturaleza ondulatoria de la materia. Dicho de otra manera: El hecho de observar altera lo que observamos, por lo que en el fondo no es ignorancia de un estado en sí, sino una ignorancia de la superposición de todos los estados. Y si desconocemos todos los estados, no es incorrecto decir que el gato está vivo y muerto hasta que colapsemos la función de onda, es decir, abramos la caja. La pregunta aquí es ¿qué pasaría si en lugar de un gato metemos una persona viva en dicha caja con el mismo procedimiento, es decir, que tiene el 50 por ciento de estar vivo o muerto por el decaimiento de la partícula? ¿Cambia en algo la situación? Aparentemente sí, pues ese voluntario es finalmente un observador de sí mismo. ¿Funciona aquí entonces los estados de superposición de la función de onda o son imposibles pues la función viene colapsada desde un principio? Usted, lector, lectora, ¿quién piensa que tiene la razón?


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