Letras 6 de septiembre

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[ Letras ] DE CAMBIO

SUPLEMENTO DE CULTURA DE CAMBIO DE MICHOACÁN | NUEVA ÉPOCA | COORDINADOR: VÍCTOR RODRÍGUEZ MÉNDEZ | 6 DE SEPTIEMBRE DE 2014 |

Gustavo Cerati (1959-2014)

¿Puede un rockstar dar lecciones de agradecimiento? PORDIEGOFONSECA|PAG.6

CUANDOGABO VOLVIÓA ARACATACA

DELAREDACCIÓN/APRO|PAG.2

La fiesta de la insignificancia CREACIÓN MILANKUNDERA|PAG.5

Lúdica ALASAZÓNNETZAHUALCÓYOTL ÁVALOSROSAS|PAG.7

¡Adiós, mi capitán! ELTERCEROJOSYLVAINPROVILLARD | PAG. 8


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Cuando Gabo volvió a Aracataca Crónica del regreso del tren a Macondo DELAREDACCIÓN En junio de 2007 el escritor laureado con el premio Nobel de Literatura en 1982, Gabriel García Márquez, regresó veinticinco años después a su pueblo natal Aracataca, Colombia, en el “tren amarillo”, que reanudó su ruta para esa ocasión. El recorrido fue registrado en esta crónica de la revista Proceso. Pocos escritores en el mundo, sin duda, vivieron una experiencia similar en el entusiasmo de un pueblo por su narrador. El trabajo se tituló: “García Márquez lleva de nuevo el tren a Macondo”.

H

Santa Marta, Magdalena a sido una jornada extenuante, hasta cierto punto increíble y desproporcionada, pero, todo aunado, de ensueño: empezó cuando el “tren amarillo” de tres vagones, con unos 300 pasajeros, entre familiares y amigos de Gabriel García Márquez, funcionarios, periodistas y soldados, arrancó con el clásico pitido a las 11:17 horas de la Sociedad Portuaria de este balneario caribeño, hasta llegar, setenta kilómetros y más de tres horas después, a Aracataca, pueblo natal del escritor. Hacía veinticinco años que el autor de Cien años de soledad no volvía. Pero ése es el dato oficial, expresa a Proceso su hermano Jaime, ingeniero de profesión y hoy vicepresidente de la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), con sede en una casona de la ciudad de Cartagena, en cuyo despacho cuenta: Hace quince años hicimos un recorrido en auto, pero ni Gabito ni nadie nos bajamos, sólo era para ir a ver.

Y el pasado 30 de mayo el escritor consiguió que la empresa estatal Ferrocarriles de Colombia, a través de Ferrocarriles del Sureste, compañía privada concesionada, reabriera la ruta por lo menos hasta Aracataca, luego de más de 25, 30, 35 años -nadie se pone de acuerdo. En sus buenos tiempos recorría 761 kilómetros hasta las cercanías de Bogotá, y se trata de volver a conectar la capital con este puerto en cuyas afueras, en la plácida y jardinada, evocativa, espaciosa y triste quinta de San Pedro Alejandrino, murió el libertador Simón Bolívar. “Nadie lo había logrado, pero nosotros lo vamos a lograr”, dice Felipe Calle Botero, presidente de la empresa, ya dentro del tren, que hoy ya no es amarillo, sino azul y ha sido decorado con algunos motivos de mariposas amarillas, en evocación de Mauricio Babilonia, uno de los personajes alucinantes del libro del colombiano. Los tres vagones y la locomotora 1047 han estado detenidos casi dos horas (la salida estaba prevista para las diez de la mañana) por un puñado de maestros locales sumados a la protesta nacional, ávidos de llamar la atención del escritor y de las autoridades. Éste, quien firma libros en la sala de juntas de la estación por-

Los aldeanos tirados en vítores (“Gabo, Gabo”), a veces con pancartas y dibujos, algún muro decorado con las mariposas

tuaria, totalmente vestido de blanco, es esperado ya en un vagón por un centenar de periodistas y fotógrafos de prensa, radio y televisión tanto locales y nacionales como de las principales agencias internacionales y enviados de Italia y Dinamarca. “Me preocupa que en Aracataca vaya a desbordarse la gente”, confiesa Jaime García Márquez, ya el tren repleto y a punto de partir, sin estación alguna, en la explanada del puerto, cuando su hermano sube a bordo en medio del tumulto de la prensa. Y la avalancha no se hace esperar: tan sólo atraviesa el enrejado y sale a la calle y toma la primera ruta hacia las colinas por entre las colonias populares de los suburbios: San Martín, Pecaíto -la cuna del célebre futbolista Pibe Valderrama-, Ondas del Caribe (nombre también de la mejor estación de radio y Tv), Villa Betel… los habitantes salen de sus casitas, algunas muy humildes, y empieza a producirse lo que será casi una constante en cada poblado rural de la ruta bananera: los aldeanos tirados en vítores (“Gabo, Gabo”), a veces con pancartas y dibujos, algún muro decorado con las mariposas, la música, cántico, slogans, las manos saludando… Y cuando el transporte, viejo, sin cristales ni aire acondicionado, que nunca corre a más de 30 kilómetros, disminuye la velocidad debido a alguna pendiente, el pueblo se acerca al vagón de en medio y saluda al escritor con la risa, con los ojos, con los sombreros, y le da lo que tiene a la mano para que le firme autógrafos. “Era miércoles” -dice un personaje de Cien años de soledad mientras duerme. Y podría

haber añadido: Un miércoles que parece domingo. Día de fiesta impensable para ningún otro escritor en ningún otro pueblo de la tierra, podría conjeturarse. “Conjeturar… eso y seducir son las características de nuestra familia. Gabo lo dijo un día: somos seductores conjeturistas”, comenta Jaime García Márquez, el hombre que sería un perfecto imperturbable si no estuviera detrás de todo para arreglarlo y que se burla de sí mismo por su compulsión para hablar; y es que tras una larga carrera en la industria de la construcción, aceptó hace siete años la vicepresidencia de la FNPI (su director ejecutivo es Jaime Abello Banfi), a pedido de su hermano: “Tú no tienes intereses políticos ni literarios, y los periodistas no son fáciles -me dijo mitad en serio mitad en broma, como es él-. Serás el vicepresidente de la junta directiva, pero seguirás siendo pobre. Y sí, aunque subí la calidad de la vida, bajé mi nivel de ingresos.” Y cuenta que cuando estaba con su esposa Margarita en México preparando una edición de Cien años de soledad para Estados Unidos, habló tanto que el escritor le dedicó así el libro: Para Jaime y Margarita, sin un minuto de silencio.

*** Es Margarita Vázquez, la secretaria eterna del escritor, quien ha ido coleccionando dedicatorias, entre muchos otros documentos, pero Jaime García Márquez, nacido en Sucre hace


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67 años, no la encuentra de momento en la cena que las autoridades le dan al escritor en apoyo al tranvía, cuyo proyecto total, informa la gobernadora del departamento Magdalena, costará 60 mil millones de pesos colombianos, el dólar a mil 800 (de viejospesos ). Pero ve a Carlos López Gutiérrez, cuyo abuelo “estuvo enamorado de mi mamá”. Y le pide que enseñe las dedicatorias que acaba de firmarle el escritor a sus tres hijos: José Arcadio (13 años), Amaranta (11) y Úrsula (9): José Arcadio, con un abrazo de su abuelo prestado.” Úrsula, cuando tenía nueve años. Una flor para Amaranta. (Con el dibujo de una flor)

*** En la medida en que avanzaba el día y el “tren amarillo” se internaba en los platanares y se acercaba a Aracataca, iba siendo saludado por más gente de todas las edades, a veces con banderolas y hasta banderas de Colombia, asaltado por los pobladores como si en él viajara un héroe de leyenda; y al mismo tiempo en su interior la temperatura subía, y las botellas de agua no alcanzaban, y las dos o tres de whisky que circularon desaparecieron casi instantáneamente entre los periodistas, encabezados por los locales, que ya iniciaban las canciones, mientras los fotógrafos no paraban de disparar sus cámaras. Alejandra Vega, de France Press, observaba emocionada, cuando detenía por un

Casi eran 38 grados de calor cuando el viejo tren llegó pitando a Aracataca, mientras un grupo de niñas y niños aventaba flores amarillas

instante su trabajo incontenible: Se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla.

A las 13:22 la locomotora atravesó Río Frío, donde una manta proclamaba: “Gabo, bienvenido a tu tierra”. A las 13:35 apareció Orihuaca a un costado de las vías. En Prado Sevilla, a un paso de Aracataca, se adelantó el jolgorio, y los jovencitos integrantes del grupo Efa Cabendi, instrumentistas, cantadores y bailarines de ambos sexos, estallaron en una improvisada plaza donde el tren se detuvo y la gente rodeó las ventanillas buscando a su escritor. El conjunto folclórico subió al coche de la prensa y desde ahí hasta Aracataca bailaron y cantaron con los periodistas colombianos: Para la gallina el maíz, pa’ los pollos el arroz, para los viejos las viejas, para las muchachas yo.

Casi eran 38 grados de calor cuando el viejo tren llegó pitando a Aracataca, mientras un grupo de niñas y niños aventaba flores amarillas. Durante 15, 20 minutos de jaloneos por acercarse a la máquina, fue imposible hacer nada. El piquete de soldados que guardaba el convoy no conseguía abrir un pasillo para que un Gabriel García Márquez un tanto asustado y pálido recorriera los 30 metros que lo separa-

ban de una típica calesa abierta guiada por caballos. El estribo del tren quedaba tan por encima del piso de tierra -algo que era imposible prever-, que debieron alzar por encima de las cabezas dos sillas de plástico, a falta de otra cosa, para el descenso del escritor: la primera resultó chica y la segunda apenas justa para bajarlo en andas, y casi en andas los miembros del ejército y los policías catacos, con la ayuda de los amigos y familiares cercanos (que llevaban camisetas amarillas y gorros blancos con la leyenda “El tren amarillo”), lo protegieron de una muchedumbre incontrolable y entusiasta que en algún momento del recorrido hasta la escuela donde estudió el escritor (luego de pasar por la biblioteca Remedios La Bella, la casa natal y el zocalito) atravesó bajo una manta que decía: Gabo: Te queremos no por ser lo que eres, sino por lo que eres, porque somos lo que somos sólo cuando estamos contigo.

Anota la frase así, tal cual, Clara Inés Acevedo, una estudiante de 15 años que se ha pegado a la prensa, cuando se da cuenta de que ningún periodista ha podido registrarla completa, debido al río humano que se lo lleva todo a cualquier parte. -¿Leíste Cien años de soledad? -le preguntan. -Así, así, para la escuela -dice emocionada. -¿Qué es García Márquez para ti? -¡Cómo es eso, si es Gabo!


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-¿Y qué vas a estudiar? -Periodismo. *** La comida se servirá en los patios de la escuela Montesori donde el escritor hizo el kinder y que hoy se llama Indegarma. Apenas se puede entrar. El calor ya es de 40 grados. Entre personajes de la novela, representados por jovencitos teatreros, cruza la señora Linda Félquez de Valencia cantando cuando un mariachi hace sonar Mujer. Habla de música mexicana (“soy larista de corazón”) y se identifica: Soy esposa de Guillermo Valencia, que estudió el kinder aquí con Gabo. Ellos dicen riendo que son amigos desde antes de los cien años.

Ya para entonces el pueblo se ha convulsionado, y cuando menos se espera aparecen densos nubarrones y las primeras gotas. “Que lloviera en Macondo, eso sí sería una solución berraca para terminar esto”, asienta Jaime García Márquez. Su primo Rogelio Uribe, de unos 60 años, narra entonces lo que llama “una historia macondiana”:

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Le oyeron decir en el vagón, cuando los ojos se le humedecieron al ver la gritería alborozada de los catacos, algo así como “no joda, y luego dicen que yo inventé Macondo”

Y en una camioneta conduce al reportero a un solar de 20 mil metros cuadrados, donde se levanta lo que será el Parque Cultural del Caribe, que dirige Carmen Arévalo, donde además de una biblioteca infantil que ya funciona estarán el gran Museo de Arte Moderno, la Cineteca del Caribe y la biblioteca Macondo (edificios casi terminados). Su acervo inicial será una donación de las más diversas ediciones de las obras del autor, que él mismo entregará, más una colección de 600 libros en torno de García Márquez y su obra, reunidas por el reconocido poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda, uno de sus mejores amigos y conocedores. A nosotros desde el centro quisieron eliminarnos como cultura caribeña -expresa quien fue también vicepresidente de la República, pero sobre todo historiador-. Este centro será fundamental para afianzarnos culturalmente, que no es otra cosa la que ha hecho García Márquez con sus obras.

que creí que era de ahí.” En su despacho de la FNPI, Jaime García Márquez relata que hace dos años fue invitado a Argentina para hablar durante un homenaje a su hermano mayor, “y sostenían que Gabito tiene un segundo nacimiento literario allá, y sin desmerecerles nada (porque son un pueblo muy culto y lo quieren mucho), es una cosa que nosotros los colombianos y los mexicanos nos negamos a aceptar”. Y si bien el 5 de junio de hace cuarenta años Cien años de soledad apareció en las librerías de Buenos Aires, García Márquez lo escribió en México, donde reside. *** Dicen que los íntimos del escritor le oyeron decir en el vagón, cuando los ojos se le humedecieron al ver la gritería alborozada de los catacos, algo así como “no joda, y luego dicen que yo inventé Macondo”. -¿Qué tanto hay de los Buendía en los García

Como los papás de mi novia no me aceptaban, mi mamá la hizo de alcahuete para que me escapara con ella. Nos casamos el 22 de julio de 1966 en la iglesia de Aracataca, y cayó una tormenta horrible, tan fuerte que una centella partió el árbol de la plaza en dos.

Isaías Cárdenas, fotógrafo de El Heraldo de Barranquilla, había relatado a los colegas otra historia macondiana durante el trayecto: Hace poco más de 32 años me subí a este tren, el Expreso del Sol, que hacía 30 horas a Bogotá. Cuando la gente no alcanzaba lo que llamaba tren de palitos (asientos de madera), se sentaba en cartones de cerveza. En la estación de Sevilla nos quedamos de ver mi novia y yo porque su padre había descubierto que nos veríamos en Aracataca, y ella me citó aquí. Era la misma que hoy es mi esposa.

Finalmente, ante el temor de que lloviera, dos autobuses llegan por la comitiva más cercana del escritor y se desvanecieron con ella, mientras un buen número de colegas escribían sus reportes en alguna oficina prestada o andaban dispersos por el poblado. Fuera de la escuela y en otros sitios se quedaron obras sin representar, coros sin cantar, espacios sin visitar. Las compañeras Luz Elena Acosta Álvarez, de la radio-televisora Ondas del Caribe, y Aremilde Pinto Pinedo, de la revista Visión 21, ambos medios de Santa Marta, cogieron un carrito de mulas y regresaron como pudieron. Homero, el corresponsal de La Reppublica, único reportero incapaz de fumar, había rogado que no lo dejaran encerrado en el Montesori mientras hacía la segunda parte de su crónica, pero el tren partió sin avisarle a nadie. Quedaba en el aire de Aracataca el fulgor desvanecido de los cohetones en un día que, sin duda, alguien recordará cómo, siendo niño, lo llevaron a ver al escritor Gabriel García Márquez. *** De sus oficinas de la dirección de El Heraldo, de Barranquilla, a casi dos horas de Santa Marta, sale Gustavo Bell con un ejemplar de la recopilación de artículos que García Márquez escribió para ese diario a finales de los cuarenta.

*** “Ya llegué de donde andaba,/ se me concedió volver”, podría haber cantado en cualquier momento, salido de un rincón del pueblo de Aracataca, en medio de la avalancha de más de cinco mil personas que vinieron a celebrar el regreso de su escritor, un mariachi “mexicano” de esos que ya forman parte de la vida cotidiana de Colombia. ¿Y por qué no? Si todo mundo en este país sabía (porque lo anunciaron todos los periódicos y todos los canales radiales y televisivos, y porque a todos importa) que este miércoles 30 de mayo Gabriel García Márquez regresaría a Aracataca en tren. “Estuve en México y fui a Guadalajara a conocer a Juan Gabriel -narra un taxista del puerto de Santa Marta que cuando vivió en Venezuela como trabajador migratorio vio un espectáculo del cantante de Ciudad Juárez en el Poliedro de Caracas-. Fui a Guadalajara por-

Márquez y viceversa? -se le inquiere a un Jaime ya reposado, al regreso, mientras bebe un whisky en la cena del impresionante hotel Suana de Santa Marta. Al Jaime que Carlos Fuentes dijo al conocer: “Así que tú eres el hermano sándwich”. -Yo no me he puesto a reflexionar al detalle sobre esto, pero debe de ser la misma cosa, porque cuando uno ve una cosa que igual no le llama la atención, si no le llama la atención es porque es igual. La verdad es que no debe haber alguna diferencia, porque no nos ha llamado la atención, y a Gabito menos. “No sé, pienso que es todo y nada. Si lo ves lupa por lupa, no encuentras nada, pero en su conjunto es la misma cosa.” Y se pone a narrar sin reparo, con aspavientos (en Cartagena de un ademán, frente al Portal de los Dulces de El amor en los tiempos del cólera, botó accidentalmente la grabadora de Proceso), las historias verdaderas de donde salieron Prudencio Aguilar y Remedios La Bella…


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CREACIÓN

La fiesta de la insignificancia Milan Kundera Alain medita sobre el ombligo

No habrá cáncer

Era el mes de junio, el sol asomaba entre las nubes y Alain pasaba lentamente por una calle de París. Observaba a las jovencitas que, todas ellas, enseñaban el ombligo entre el borde del pantalón de cintura baja y la camiseta muy corta. Estaba arrobado; arrobado e incluso trastornado: como si el poder de seducción de las jovencitas ya no se concentrara en sus muslos, ni en sus nalgas, ni en sus pechos, sino en ese hoyito redondo situado en mitad de su cuerpo. Eso le incitó a reflexionar: si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los muslos, ¿cómo describir y definir la particularidad de semejante orientación erótica? Improvisó una respuesta: la longitud de los muslos es la imagen metafórica del camino, largo y fascinante (por eso los muslos deben ser largos), que conduce hacia la consumación erótica; en efecto, se dijo Alain, incluso en pleno coito, la longitud de los muslos brinda a la mujer la magia romántica de lo inaccesible. Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en las nalgas, ¿cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Improvisó una respuesta: brutalidad; gozo; el camino más corto hacia la meta; meta tanto más excitante por ser doble. Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los pechos, ¿cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Improvisó una respuesta: santificación de la mujer; la Virgen María amamantando a Jesús; el sexo masculino arrodillado ante la noble misión del sexo femenino. Pero ¿cómo definir el erotismo de un hombre (o de una época) que ve la seducción femenina concentrada en mitad del cuerpo, en el ombligo?

Aproximadamente en el mismo momento en que Ramón renunciaba a la exposición de Chagall y elegía pasear por el parque, D’Ardelo subía la escalera que lleva a la consulta de su médico. Aquel día, faltaban tres semanas para su cumpleaños. Desde hacía ya muchos años, había empezado a odiar los cumpleaños. Por culpa de las cifras que les encasquetaban. Aun así, no conseguía ignorarlos porque, en él, era más fuerte el placer de ser festejado que la vergüenza de envejecer. Y aún más desde que, esta vez, la visita al médico añadía un nuevo matiz a la fiesta. Era el día en que le comunicarían el resultado de todos los exámenes que le darían a conocer si los sospechosos síntomas descu-

El secreto encanto de una grave enfermedad Fue ahí, cerca de las grandes damas de Francia, donde Ramón se encontró con D’Ardelo, quien, el año anterior, era aún su colega en una institución cuyo nombre a nadie le importa aquí. Se detuvieron uno frente al otro y, tras los saludos habituales, D’Ardelo, en un tono extrañamente exaltado, empezó a contar: —Amigo, ¿conoces a La Franck? Hace dos días falleció su amado. Hizo una pausa y en la memoria de Ramón apareció el hermoso rostro de una mujer célebre a la que sólo había visto en fotos. —Una agonía muy dolorosa —siguió D’Ardelo—. Lo vivió todo con él. ¡Ella ha sufrido muchísimo! Cautivado, Ramón miraba esa cara alegre que le contaba una historia fúnebre. —Imagínate, en la noche del mismo día en que ella lo había tenido moribundo entre sus brazos, estaba cenando conmigo y unos amigos y, no te lo vas a creer,

Ramón pasea por el Jardin du Luxembourg Más o menos mientras Alain reflexionaba acerca de las distintas fuentes de seducción femenina, Ramón se encontraba en las proximidades del museo situado cerca del Jardin du Luxembourg, donde, desde hacía ya un mes, se exponía la obra de Chagall. Él quería ir a verla, pero sabía de antemano que nunca se animaría a convertirse por las buenas en parte de esa interminable cola que se arrastraba lentamente hacia la caja; observó a la gente, sus rostros paralizados por el aburrimiento, imaginó las salas en las que sus cuerpos y su parloteo taparían los cuadros, y no tardó más de un minuto en dar media vuelta y encaminarse parque a través por una alameda. Allí, la atmósfera era más agradable; el género humano parecía escasear y estar más a sus anchas: algunos corrían, no por ir deprisa, sino por gusto; otros paseaban tomando helados; otros aún, discípulos de una escuela asiática, hacían en el césped lentos y extraños movimientos; más allá, en un inmenso círculo, estaban las dos grandes estatuas blancas de las reinas de Francia y, aún más allá, en el césped entre los árboles, en todas las direcciones, esculturas de poetas, pintores, sabios; se detuvo delante de un adolescente bronceado que, seductor, desnudo debajo de su pantalón corto, le ofreció máscaras que reproducían las caras de Balzac, Berlioz, Hugo o Dumas. Ramón no pudo evitar sonreír y siguió su paseo por ese jardín de los genios, quienes, rodeados por la amable indiferencia de los paseantes, debían de sentirse agradablemente libres; nadie se detenía para observar sus rostros o leer las inscripciones en los pedestales. Ramón inhalaba esa indiferencia como una calma consoladora. Poco a poco, apareció en su cara una larga sonrisa casi feliz.

biertos en su cuerpo se debían, o no, a un cáncer. Entró en la sala de espera y se dijo por lo bajo, con voz temblorosa, que dentro de tres semanas celebraría a la vez su nacimiento tan lejano y su muerte tan cercana; que celebraría una doble fiesta. Pero, en cuanto vio la cara risueña del médico, comprendió que la muerte se había dado de baja. El médico le apretó fraternalmente la mano. Con lágrimas en los ojos, D’Ardelo no pudo pronunciar palabra. La consulta del médico estaba en la Avenue de l’Observatoire, a unos doscientos metros del Jardin du Luxembourg. Como D’Ardelo vivía en una callecita al otro lado del parque, decidió volver a atravesarlo. El paseo entre los árboles le devolvió un buen humor casi juguetón, sobre todo cuando rodeó el gran círculo formado por las estatuas de las antiguas reinas de Francia, todas ellas esculpidas en mármol blanco, de pie en poses solemnes que le parecieron divertidas, casi alegres, como si con ello esas damas quisieran saludar la buena nueva que él acababa de recibir. Sin poder dominarse, él las saludó dos o tres veces con la mano y soltó una carcajada.

Carta abierta de Beatriz de Moura* Barcelona. Septiembre 2014 Queridos lectores, Me alegra inaugurar el nuevo año lectivo aportando al catálogo de Tusquets Editores mi traducción de La fiesta de la insignificancia, la última –hasta ahora– novela de Milan Kundera, cuyo manuscrito francés llegó inesperadamente a mi mesa a principios de este año, como para celebrar con nosotros el 45 cumpleaños de la editorial. Después de ver su obra completa encumbrada a los más altos honores académicos tras entrar en la mítica colección La Pléiade de la editorial Gallimard, no me ha extrañado que Kundera se saliera por peteneras a sus 85 años con un libro que no por breve rebosa menos de ideas iluminadas por un inteligentísimo sentido del humor. La fiesta de la insignificancia es una desen-

fadada y espléndida composición en forma de fuga que se nutre de las más sutiles variaciones en torno al tema que da título al libro: «La insignificancia, amigo mío», nos advierte, «es la esencia de la existencia. (…) Está presente incluso allí donde nadie quiere verla». Envidio a quienes a partir de ahora podrán leer esta novela por primera vez. Confieso que ha sido una de las traducciones del francés más difíciles que he hecho de este autor: en particular, debido a la aparente indisciplina para con las reglas sagradas de la lengua francesa. Pero ha sido un gozoso placer poder acompañarle en este ejercicio que desacraliza la gravedad de casi todo. ¡Que lo pasen bien! Beatriz de Moura. * Editora de Tusquets y traductora de La fiesta de la insignificancia.


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¡estaba casi alegre! ¡Cuánto la admiré entonces! ¡Qué fortaleza! ¡Eso es apego a la vida! ¡Reía con los ojos todavía rojos de llorar! ¡Y eso que todos sabíamos cuánto lo había querido! ¡Debió de sufrir muchísimo! ¡Esta mujer es una fuerza de la naturaleza! Tal como ocurriera un cuarto de hora antes en el consultorio del médico, unas lágrimas brillaron en los ojos de D’Ardelo. El caso es que, al hablar de la fuerza moral de La Franck, él pensaba en sí mismo. ¿Acaso no había vivido él también todo un mes en presencia de la muerte? ¿No había estado también su fuerza de carácter sometida a una dura prueba? Aunque ya fuera un mero recuerdo, el cáncer permanecía en él alumbrado por una frágil luz que, misteriosamente, le encandilaba. Pero consiguió dominar sus sentimientos y pasó a un tono más prosaico: —Por cierto, si no me equivoco, tú conocías a alguien que sabe organizar cócteles, que se encarga de la comida y lo demás, ¿no? —Sí, es verdad —dijo Ramón. —Es que voy a organizar una pequeña fiesta por mi cumpleaños. Después de los comentarios exaltados sobre la célebre Franck, el tono ligero de la última frase le permitió a Ramón una leve sonrisa. —Veo que tu vida es alegre. Curioso; esa frase no le gustó a D’Ardelo. Como si su tono demasiado ligero anulara la extraña belleza de su buen humor, mágicamente marcado por el pathos de la muerte cuyo recuerdo seguía muy vivo en él: —Sí, no está mal —dijo, y, tras una pausa, añadió—, aunque... Hizo otra pausa y añadió: —Sabes, acabo de ir al médico. El desconcierto en el rostro de su interlocutor le gustó; prolongó el silencio de tal manera que Ramón ya no pudo sino preguntar: —Entonces, ¿hay problemas? —Los hay. D’Ardelo calló y, de nuevo, Ramón no pudo sino volver a preguntar: —¿Qué te ha dicho el médico? En ese mismo instante D’Ardelo vio en los ojos de Ramón su propia cara como en un espejo: la cara de un hombre ya mayor, pero todavía guapo, marcado por una tristeza que lo hacía aún más atractivo; se dijo entonces que ese hombre guapo y triste pronto celebraría su cumpleaños y la idea que había surgido en él antes de su visita al médico volvió a cruzarle por la cabeza, la magnífica idea de una doble fiesta que celebrara a la vez el nacimiento y la muerte. Siguió observándose en los ojos de Ramón y, luego, con voz queda y suave, dijo: —Cáncer... Ramón tartamudeó algo y, torpe, fraternalmente, rozó con su mano el brazo de D’Ardelo. —Pero hoy eso tiene tratamiento... —Demasiado tarde. Pero olvida lo que acabo de decirte, no lo cuentes a nadie; vale más que pienses en mi cóctel. ¡Hay que seguir adelante!—dijo D’Ardelo y, antes de continuar su camino, alzó la mano a modo de saludo, y ese gesto discreto, casi tímido, tenía tal inesperado encanto que Ramón se emocionó.

Mentira inexplicable, inexplicable risa El encuentro de los dos antiguos colegas terminó con ese hermoso gesto. Pero no puedo evitar una pregunta: ¿por qué había mentido D’Ardelo? El propio D’Ardelo se lo preguntó a sí mismo inmediatamente después y tampoco él supo darse una respuesta. No, no se avergonzaba de haber mentido. Le intrigaba más bien ser incapaz de entender el motivo de esa mentira.

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¿Puede un rockstar dar lecciones de agradecimiento? ARTÍCULO ::InmemoriamGustavoCerati(1959-2014).PORDIEGOFONSECA

U En el futuro, las gracias ceratianas perderán la capacidad de evocar —y agradecer. El tiempo también hará con ellas lo que hace con nosotros, desgraciados carnales, y les limará el sentido

na noche, durante los acordes finales de «De música ligera», Gustavo Cerati dudó y su titubeo cambió la forma como una generación entera demuestra cortesía. Era 1997 en el estadio de River Plate, la noche del último concierto y la despedida final del largo adiós de Soda Stereo. —Graciassss… Hoy, mientras esperamos en vano que se levante de la cama de un hospital de Buenos Aires, completar los puntos suspensivos de aquella noche no encierra misterio, pero entonces nadie sospechaba aún que la gratitud, para disfrutarse, debía comerse entera. —…totales. Esa noche la banda de rock que llevó el rock en español a toda América Latina se desgajaba. Esa noche, también, el ídolo que había declarado que su lugar no lo ocuparía nadie dijo que Soda no sería nada —de nada— sin esos fanáticos que habían devorado sus canciones durante trece años. Las palabras saltaron de la boca de Cerati mientras buscaba el calificativo preciso y, por probar, el hombre probó con todo lo que tenía: un gracias sin reservas, la única forma de poner un punto final. Gracias totales, y otro mundo empezó: ahora todos agradecemos —o simulamos agradecer— al ciento por ciento. Tiempo después del show, Cerati, Zeta y Charly Alberti contarían que aquel gesto fue espontáneo, que nada se había planeado, que se dio porque debía darse, y ya. Quienes esperan ganar un concurso o una elección ensayan el agradecimiento frente al espejo, preparan el discurso en un papelito, memorizan la sonrisa, la pose, la caída de ojos. Pero ese día Soda Stereo no había afinado su gratitud junto con los instrumentos para el clímax del cierre. Aquella improvisación mínima —el recurso incontrolable de una explosión sináptica— resolvió

nuestra incapacidad expresiva y nos mejoró los modales. El agradecimiento totalitario de Soda abolió cualquier búsqueda de elocuencia, pues después de la gratitud absoluta, nada más queda. Hasta esa noche, las gracias se servían en dos tamaños: simples «gracias» —secas, parcas, displicentes, justas, desgrasadas— y «muchas gracias» —amorosas, sobradas, excesivas pero nunca definitivas. Por eso las cinco sílabas que pronunció Cerati están hoy en los balbuceos de los futbolistas de todas las divisiones, al calce de algunos e-mails muy efusivos y en la prosa burocrática de las primeras páginas de libros, tesis y manuales donde físicos, politólogos e ingenieros escriben también «Gracias totales». Convertido en súbita e inesperada autoridad de la gratitud, el valor casi mítico de Cerati ha hecho que aquel agradecimiento sea en Latinoamérica una marca indeleble, un guiño generacional, un modo de decir que sabemos reconocer a los demás con todo lo que tenemos. Las gracias totales están ahora en todas partes, tal vez no siempre ubicuas, pero sí omnipresentes. Cuando Soda volvió a reunirse para su gira de despedida —la definitiva, ahora sí—, el fervor de la masa convirtió la reunión en la oportunidad de corresponder, así que dos millones de latinoamericanos hincharon estadios y clubes para decir, diez años después, que de nada, que por favor, faltaba más, si son suyas, gracias de qué. Si alguien se convierte en algo —si Soda fue la banda más famosa de los noventa, si Cerati un símbolo— es por el ojo y juicio ajenos. Asunto de contrato social, las gracias se dan y no se reclaman, pero cuando son devueltas se concreta la premisa de que necesitamos de los demás, pues nadie es un eremita autosuficiente recluido en la luna. Aquella noche en el estadio de River Plate, mientras miles lo adoraban, Cerati repartió la


LETRAS ~ CAMBIO DE MICHOACAN | 7

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grandeza de su éxito con quienes lo hicieron posible y les regaló los reflectores en el momento indicado: cuando la multitud quería agradecer a él, a Zeta y Alberti, el hombre se despojó del ego como si fuera piel seca. Sin saberlo Cerati fue un hijo pródigo de Cicerón, que veía a la gratitud en la columna de las virtudes que se alzan sobre los vicios, nacidas de cierta aparente inclinación natural a amar y apreciar a quienes nos rodean. La frase de Cerati no sólo amplía nuestro vocabulario, sino también nos ofrece la posibilidad de ser libres. Sobre todo si entendemos, como Stalin, que la gratitud es una enfermedad propia de los perros, y que ser agradecido no siempre es una virtud. En Cartas a un joven disidente, Christopher Hitchens pone a la gratitud cerca del estado de adoración incuestionable de las religiones, que conjuran un mundo de conformismo: el agradecido comprende al otro, se integra, se somete al gregarismo —un dios nos castiga por algún tonto vicio humano, y nosotros lo agradecemos—. Por eso dar las gracias está bien, pero obviarlas también es señal de buena salud. Si la modernidad fundó el pensamiento ingrato, la posmodernidad decidió que no había que respetar ninguna herencia, incluida la vida en sociedad. El uso demagógico de la gratitud es moneda de uso común entre las mafias, los narcos, los malos políticos y gente como el cantante de cruceros Silvio Berlusconi. Para ellos repartir favores es una forma de cosechar lealtad, una cárcel para la voluntad ajena: hacer al otro sentirse comprometido. Un gracias que todo lo da, como el de Cerati, alcanza para saldar cualquier deuda. En el futuro, las gracias ceratianas perderán la capacidad de evocar —y agradecer. El tiempo también hará con ellas lo que hace con nosotros, desgraciados carnales, y les limará el sentido porque —se sabe— el uso desgasta, y el agradecimiento es también un jabón. En verdad, lo que tienen de buenas esas gracias es su valor espectacular pues nadie muestra gratitud a diario con profundidad. Hemos hecho del agradecimiento un trámite. Escupimos las gracias unas veinte veces al día, y, desprovistas de todo contexto, livianitas y traslúcidas, las volvemos una palabra comodín, un mecanismo reflejo. Así de despintadas van igual al médico que sacó el tumor maligno como al verdulero que con su poder olímpico nos da las manzanas sin machucones, a quien nos cede su sitio en el bus como al burócrata que —porque debe hacerlo— sella por fin el documento que había cajoneado por siglos. En el pasado, las gracias exigían una reverencia profunda: el agradecido doblaba el cuerpo y agachaba la cabeza, y exhibía la nuca y perdía contacto visual con el otro. Así, indefenso, a la merced de alguien que podía portar una espada impaciente, demostraba su sinceridad. Hoy ya no se agradece como galantes caballeros de salón y —la verdad sea dicha—, señora, nuestra relación con las gracias es más pedestre que trascendental. Ya no ponemos la cabeza —ya no la ofrecemos— por gratitud; ahora es una torcedura de cuello mínima, como si reconocer al otro supusiera un esfuerzo desmesurado. Agradecemos de paso —por e-mail, con twits, en chat y con mensajes de texto— en un procedimiento de forma aplanado por la velocidad. Las gracias son, a menudo, algo parecido a rascarse los ojos al despertar, bostezar o meterse un dedo en la nariz: acción inconsciente, costumbrismo, vapor. Algo así sucederá con las «gracias totales» de Cerati. Se perderán los colores, se volverán un trapo viejo; el eco de su autoría se acallará, y aparecerá, al fin, la sorna. Alguien, alguna vez, recordará que Soda Stéreo, una banda gasífera y estereofónica abrazó la gratitud absoluta, pero para la mayoría esa despedida de Cerati será sólo una

frase de fama incomprensible e inmerecida. Las gracias totales serán, al fin, lo de menos. Mientras, haremos bien en practicarlas a conciencia, eligiendo momento, pompa y circunstancia y tomando distancia de la gratitud indiscriminada, sin peso ni forma. El agradecimiento honesto es y debe ser un acto consciente en el que decimos más que palabras. Para agradecer hay que poner el cuerpo y hacerse cargo de su peso. Cerati, por conciencia, oficio, o vaya a saber uno qué, lo intuyó. El cierre de aquel show de Soda en River Plate no exigió palabras posteriores: Cerati dejó el futuro en nuestras manos en el punto final que siguió a las «gracias totales». Cerati culminó una historia sin guardarse nada para sí: agradeció todo. Soda, la mayor banda de la historia del rock en español, quedó en nuestras manos porque siempre estuvo en ellas. En la aceleración líquida de hoy, el agradecimiento se parece cada vez más a un freno en el ciclo, basura innecesaria en el buzón de correo atestado. Pero no lo fue aquella noche veloz de Buenos Aires ni con una banda «de música ligera» celebrándose a sí misma. Entonces Cerati rompió cierto molde. Una estrella de rock beligerante que agradece pierde algo de su brillo contestatario, empieza a apagarse. Pero hay mérito cuando un virtuoso de ego oceánico que no tiene rebeldías pendientes es capaz de echarse encima la tela de la humildad para reconocer el préstamo social de la fama. Sí, mamá, es lo que corresponde, pero el agradecimiento no es una axiología. Cerati, un ídolo del rock latinoamericano, podría haber exigido en aquella primavera argentina sacrificios al pie del escenario, pero si el agradecimiento es función de la humildad, entonces sus gracias totales fueron una exhalación redentora. La palabra «eucaristía», después de todo, significa acción de gracias, y la conclusión de la ceremonia que lo convertiría en mito fue incuestionable. Unos segundos antes de la unción, en la última estrofa de la última canción, Gustavo Cerati cantó que de aquel amor «de música ligera, nada nos libra, nada más queda», la guitarra hizo chan-chan y la multitud se abrió para él. Entonces el divo dio un paso adelante, se entregó en gratitud a sus devotos y abrió los brazos en cruz. Ensayo publicado en la revista electrónica Etiqueta Negra 102 (8 de marzo de 2012).

Lúdica A LA SAZÓN :: POR NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOSROSAS El amor es como la gelatina, si lo tomas en tus manos se queda, si lo presionas se escurre y se va Tuntún (cómico mexicano).

T

rémula transparencia que se alborota gustosa cuando le cae la cuchara. Antes quieta y reservada, luminosa, y muy pintada. ¿Verde, amarilla, anaranjada? ¿Será?… siempre será enamorada. ¡Ummm!… delicioso que sea alivianada. Así desliza fugaz hacia la jadeante panza. Genial esa seducción de saberse saboreada. Nomás ahí de pasadita saluda, guiña, y engaña. Parece que fuera mucha y se nos convierte en agua. Y es que apenas da lugar pa´ agarrarla en la meneada. Entra pronto por los ojos y de pronto se resbala. No nos deja llenadera, nomás desearla y desearla. De a rato te sientes llena y no quieres más pitanza. Esa materia vistosa, que resulta muy dudosa, es una cosa gustosa que no es dura ni es acuosa. Es una forma graciosa de moléculas en danza. Primero, de tan caliente, se amolda a cualquier tinaja. Ya luego, de que se enfría, nos deleita con estampas: de flores, de alguna estrella, o del conito de vidrio al que se queda aferrada. Me gusta la gelatina, me gusta desde chamaca, es una cosa curiosa que suaviza mis entrañas, acojina mis rodillas, a mi cabello resalta; también fulgura mis uñas y mis músculos resalta. Es la tregua de hospital cuando de comer se trata. Yo no quiero un caldo frio, ni tampoco la espinaca. Yo quiero a mi gelatina… de cualquier dolor me sana. Es la tregua de color en un sitio muy matraca. Hace poco me contaron que sola no es la gran cosa, que su proteína es buena sólo casada con otra, que su poder magnifica con verduras y con carnes; sólo en guisos especiales que los franceses preparan pa´ sus grandes agasajes. Me cuadra la jaletina no le aunque que sea de casa: es la pura proteína de una infancia de abundancia; de sabores, de juegos, de cariños, y bonanzas; de mesas que eran radiantes por haber amas de casa.

LANOTA,LARECETA,OELREMEDIO

Prepara una gelatina para embellecer piel y cabello. Prueba con un té de canela endulzado con miel. Adquiere grenetina sin sabor. Para un litro, vacía tres cucharadas copeteadas en una taza con agua fría. Revuelve hasta eliminar grumos y deja reposar por cinco minutos. Luego, en ¾ de litro de infusión caliente, agrega la mezcla, revuelve, y refrigera. La combinación miel, canela, y grenetina resulta en uno de los agentes más estimulantes para renovar la piel.


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SÁBADO6DESEPTIEMBREDE2014

¡Adiós, mi capitán! ELTERCEROJO ::Comomuchosdelosgrandescómicos,RobinWilliamseraunpayasotriste.Eldepresivoactordedicósuvidaahacerreíralagente,enlo cotidiano,enelescenarioyfrentealascámaras.El11deagostoelcapitánWilliamsdecidióquesuviajeyahabíaconcluido.PORSYLVAINPROVILLARD sprovillard@hotmail.com

¡Oh capitán! ¡Mi capitán! Nuestro espantoso viaje ha concluido; el barco ha enfrentado cada tormento, el premio que buscamos fue ganado; el puerto está cerca, las campanas oigo, toda la gente regocijada, mientras los ojos siguen la firme quilla de la severa y osada nave: Pero ¡oh corazón! ¡Corazón! ¡Corazón! Oh las sangrantes gotas rojas, cuando en la cubierta yace mi Capitán caído, frío y muerto. Walt Whitman

E

l poema Oh Captain! My captain! de Walt Whitman, que el profesor John Keating recita con tanta convicción a sus alumnos en La sociedad de los poetas muertos, encuentra un eco particular a la hora de la muerte del actor que interpretó al inspirador maestro de literatura. La obra fue compuesta en honor al presidente Abraham Lincoln, sin embargo hoy la podemos dedicar a Robin Williams. Su viaje ha terminado y los tormentos que tuvo que enfrentar se acabaron. También creo que ganó el premio que buscaba: hacer reír a la gente fue una forma de terapia, para él y para los demás. El doctor Patch Adams, persona real que encarnó Williams en la película homónima, dedicó su vida a aliviar el sufrimiento de sus pacientes, a través del humor y la risa; el comediante hizo lo mismo, de manera espectacular, a lo largo de su tumultuosa existencia. El joven Robin McLaurin Williams empezó a temprana edad a provocar la risa de su madre para atraer su atención. El comediante era un joven tímido y callado quien, como algunos de los alumnos de La sociedad de los poetas muertos, venció su timidez al entrar en el grupo de teatro de su secundaria. Después de estudiar actuación tres años en una universidad californiana, fue aceptado en la prestigiosa Julliard School en Nueva York,

junto con actores como William Hurt y Christopher Reeve. Después de apantallar a todos sus profesores, incluso en sus interpretaciones dramáticas, el director John Houseman (quien aprendió el oficio actoral al lado de Orson Welles), le aconsejó dejar la escuela al final del primer año, en tanto que no podían enseñarle nada que no supiera ya. Los mayores dones que tenía Williams para la comedia eran su energía, su presencia física, su talento de imitación, su capacidad de improvisación y, finalmente, (como él mismo lo llamaba) su locura: “La vida solo te da una pequeña chispa de locura. No debes perderla”, declaró una vez el actor capaz de sorprender a cualquiera en cualquier momento. Conocemos a Williams por sus papeles cinematográficos, la mayoría de ellos cómicos. En lo personal, nunca logró hacerme reír en sus cintas tanto como en sus espectáculos de stand-up. La comedia en vivo era su pasión y el escenario su paraíso. Ahí empezó su carrera, en los clubes de comedia de la región de San Francisco. Ahí iniciaron también sus problemas de adicción a la cocaína y al alcohol. “La cocaína es la manera que tiene Dios de decirte que estás ganando demasiado dinero”, dijo años después con ironía. Cuando su amigo John Belushi murió de sobredosis en 1982, Williams dejó las sustancias por una adicción mucho más sana: el ciclismo. Sin embargo, el actor, en lucha permanente contra una severa depresión, empezó a tomar alcohol de nuevo en 2003, y no había logrado encontrar la paz interior desde entonces. “Era único. Llegó a nuestras vidas como un alien y terminó tocando cada elemento del espíritu humano”, fue el homenaje de Barack Obama al enterrarse de la muerte del actor. El presidente estadounidense hizo referencia a la serie televisiva Mork y Mindy, en la cual Williams interpreta a un simpático extraterrestre y gracias a la cual Williams se volvió famoso.

Para personas inteligentes, sensibles y talentosas como él, la actuación casi se convierte en una cuestión de sobrevivencia. Después del escenario y la televisión, el cine llamó a Robin Williams. Algunos de sus filmes son decepcionantes, pero nunca lo he visto conformarse con lo mínimo: su entrega a los personajes era total. Curiosamente, sus papeles más memorables fueron dramáticos. Después de ser Popeye en la cinta de Robert Altman, tuvo el papel protagónico en El mundo según Garp, comedia dramática adaptada de la novela de John Irving. La década entre 1987 y 1997 correspondió al apogeo de su carrera, con películas cómicas taquilleras como Mrs. Doubtfire, Jumanji e incluso Aladdín, en la cual hace la voz del genio. Sin embargo, lo que mejor recordamos son sus interpretaciones en dramas: Good morning, Vietnam es una película que se basa esencialmente en las improvisaciones de Williams como locutor de la radio que escuchan los soldados estadounidenses durante la guerra; Despertares, historia real de un neurólogo que logra despertar a pacientes catatónicos; Pescador de ilusiones, cinta del Monty Pyhthon Terry Gilliam, uno de los ídolos cómicos de Williams, y Mente indomable, en la cual Williams quiso ayudar a dos guionistas y actores desconocidos: Ben Affleck y Matt Damon. Cuando me preguntan qué maestro tuvo más impacto sobre mí e influyó en mi decisión de volverme profesor suelo contestar que son dos: Alain Novak, mi profesor de inglés de la prepa, y John Keating. El maestro anticonformista de La sociedad de los poetas muertos fue y sigue siendo un modelo de vida y pensamiento para mí. Robin Williams interpretó a este personaje con mirada triste, sonrisa atenta y sueños inmortales con tanta convicción que me es difícil separar al actor de su personaje. Adiós, capitán… bienvenido al club de los genios cómicos muertos.

Arriba, Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos y Good morning, Vietnam. Abajo, a la izquierda, Despertares y Mrs. Doubtfire. A la derecha, Pescador de ilusiones.


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