Recuerdos, emociones y sentimientos
Marcela Arancibia Moreno
Prólogo A los hijos doy estos testimonios esperando que sean importantes para ellos. Así también mis comienzos en transmitir mis emociones y sentimientos en cada una de las circunstancias vividas a través de los años. A los 70 en realidad no pensaba como sería llegar a los 80. Estaba vital, atenta a lo que la vida me daba, gozando la compañía sobretodo de los nietos que ya eran personas pensantes que tenían montones de proyectos. Todos estudiando alguna carrera en materias diferentes que los hacían más interesantes. También pienso que mis papás no alcanzaron a visualizar los años más maduros, ya que no llegaron a los 60 años. Quizá por eso me gustaría que los hijos y nietos en algo los recuerden, ya que ninguno de ellos los alcanzaron a conocer. Es una tarea no cumplida que tenía hace bastante tiempo. No puede una persona desaparecer sin dejar la más mínima huella. Así es como he tratado de sacar a la luz pasajes de su vida, que para mí fueron importantes, ya que de los seis hermanos sólo yo quedo. Ellos nunca fueron muy explícitos contando de la vida de los padres y quizá yo tampoco indagué mucho. Marzo 2015
Índice El padre que no conocí Recuerdos de mi madre Historia de un regalo Una vida de fantasía Esa casa, ese barrio, esa cuadra Amor adolescente Formar una familia Hace años Un nuevo ser Soy niño Paternidad No entiendo Mis milagros Mi hermana Bosquejos Mi historia Lejanía Recuerdos de juventud El paso de los años Ese amor tan complicado Árbol de invierno Amistad Ilusión Regalo de Navidad El amor: Mi quehacer de vida Luz de luna Miradas
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Muralla de adobes Nocturno Pensamientos Renacer Umbrales Estaciones Intimidad Mariposa El gusano ecológico Caminando Mi espacio Sensaciones Orden natural Vino mío Vieja casa Caminante Angustia Cada día Reflexiones a raíz de una tragedia El rap del Tai Chi La semilla 33 mineros Remembranzas Nuestra vida Lazos Vivir Una lágrima
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El padre que no conocí Era una silueta, casi una sombra, un tenue perfume, un aroma masculino; elegante traje de hombre impregnado de olor a tabaco. Su risa era otra en sociedad. Su picardía con las mujeres contrastaba con su austera seriedad en el hogar. Gozador de finos vinos, sobrio en sus comidas, pero al mismo tiempo exigente. Mi visión de pequeña lo veía compartiendo con sus amigos riendo feliz y pidiéndome que tocara en el piano alguna pieza que lo emocionaba. A veces viéndolo bailar, transmitía en su cara la atracción por su compañera. En ocasiones iban con mi mamá, convidados por algún amigo, al rodeo de Rancagua, y varias veces ganaron premios bailando cueca, que era algo que le encantaba, y hacía con mucha gracia y elegancia. Las señoras de sus amigos lo trataban con coquetería y él se dejaba seducir. Siempre enamorado de su esposa, aunque hubo algunos entusiasmos ocasionales que entristecían a mi mamá, que siempre terminaba perdonándolo. En su hogar, por haberse casado muy joven, seguramente se sintió invadido por sus cuatro revoltosas hijas mayores, donde la música, los cantos, amigos y pololos inundaban la casa. Tiempo pasado, donde la diversión eran las reuniones con amigos tomando bebidas sin alcohol y helados caseros, disfrutando de la amplia quinta familiar.
En el Club, con sus amigos, era el hombre socialmente integrado, simpático, alegre, amistoso, rutina que muchos caballeros de la época integraban a sus vidas. Un Club que no aceptaba señoras sino en ocasiones especiales. Ahí jugaban dominó, cartas, hablaban de política y otros temas de la vida del país. También se hacían confidencias más personales que nunca salían al exterior. Un caballero responsable, trabajador, con una familia compuesta por su esposa, seis hijos y alguna tía viviendo con ellos; se esforzaba en darles una vida tranquila, cómoda, donde el bienestar económico alcanzaba para la educación más los innumerables gastos que un hogar demanda. Su postura de hombre serio y estricto era su careta para mantener un cierto orden y respeto en esta familia numerosa. Cuando murió mamá su habitual retraimiento aumentó. La familia se había reducido a tres hijos solteros, mi hermana mayor, mi hermano y yo, la más chica, de sólo dieciséis años. Fue una época triste y solitaria la que vivimos en esos momentos por la pérdida de la madre. Pasaron más o menos dos años y él empezó una relación con una mujer joven con la que, después de un tiempo, decidió casarse. Ninguno de los hermanos estuvo de acuerdo con esta decisión, lo que lo obligó a abandonar la casa y comprar un departamento en el centro para vivir con su nueva señora. Nunca nos explicó con claridad sus planes, lo que no nos dio tiempo para asimilar esta nueva situación. Todo fue algo confuso sin palabras.
Un día, estando yo sola, llegó calladamente para llevarse sus artículos personales. Nos encontramos los dos en lo alto de la escalera del segundo piso y, sin pronunciar palabras, nos abrazamos y lloramos, con un sentimiento tan hondo que sobraban las palabras y sólo reinaba la emoción. Este fue un recuerdo guardado por muchos años sin que nadie lo conociera, y fue en ese momento cuando sentí que había llegado a conocer su parte sensible e íntima, que a nadie había dejado ver.
Recuerdos de mi madre Como muchas señoras de esa época, para la mamá su casa era parte de su vida, aunque a veces intentó algunos negocios. Gallineros, ya que la quinta era muy grande, mermeladas, una fábrica de cartuchos de papel, lo que era más por entretención, con una visión de negocios que no era muy real, todo esto, que era de corta duración, apoyada económicamente por el papá, que siempre fue muy generoso en todo lo que ella pedía. Cuando cambiamos de casa, más moderna y con jardín de porte normal, la vida social de ella creció. Se juntaba con varias amigas a jugar a las cartas, en diferentes casas. Todos los hijos le teníamos un cariño entrañable. Era nuestro refugio, compañía, alegría, todo lo que un hijo necesita para sentirse acompañado y feliz. Sus ojos celestes transmitían su inmensa bondad y su personalidad extrovertida, alegre, locuaz y cálida, contrastaba con la del papá, formando una pareja que se complementaba perfectamente. Siempre súper enamorada de su marido, pero muy presente para todos sus hijos. Íbamos al cine, a Gath&Chávez a los miércoles infantiles, yo creo que ella gozaba más que yo. Fui su compañera, ya que tres de los seis hermanos estaban casados. Me traía libros de cuentos cada vez que estaba enferma en cama, lo que hacía que prolongara mi enfermedad aprovechando de regalonear y gozar con esos libros, que era lo que me hacía más feliz.
Con ese carácter generoso y amoroso todo el mundo la quería. Me traía pasteles que yo escondía y no le convidaba a nadie. Ella se reía de mi golosería. Cuando llovía, al ir a despedirme para ir al colegio, me decía “pobrecita con este día tan feo, métase mejor en mi cama”. Poníamos la radio y dormíamos otro rato. Me acuerdo que decía “no hay nada mejor que la cama, el paraíso sería ver una película acostada”. Ese sueño lo pude realizar yo muchos años después. Esos días alegres cambiaron sorpresivamente. Esa madre cariñosa, llena de vida, yacía en una cama impedida de caminar sin ayuda. Esa vida rodeada de gente amiga, de salidas entretenidas, de irnos al cine juntas a gozar con alguna película argentina y enamorándonos de esos actores tan atractivos… esa vida ya no existía. De pronto todo cambió, la tristeza se apoderó de su vida. Yo, sólo una niña de nueve años, no quise aceptar que la enfermedad la tenía acorralada y me alejé de ella; no quería ver a esa madre que casi era una desconocida para mí. Arrancaba de la casa paterna yéndome donde alguna hermana casada. Partía con maleta y mi uniforme para ir al colegio. Nadie se dio cuenta que el dolor que no quería ver se estaba convirtiendo en otro dolor más para esa mamá tan querida. Cuando murió, seguí rechazando la idea de mi propio dolor. Nunca fui al cementerio, nunca nadie me vio llorar y ese dolor quedó en mí, y en algunos momentos, pienso por qué no me di cuenta de cuánto nos necesitábamos las dos. Me alivia esa pena, hablándoles con el corazón a los hijos, y preocupándome de sus sentimientos, pero la pena sigue ahí.
Historia de un regalo En Santiago, hace ya cierto tiempo, fui elegido por una jovencita de 9 años, en su día de cumpleaños, para formar parte de su vida. No fue fácil para su padre pensar en comprarme, porque yo no era algo fácil de pagar. Llegué a la casa de la que iba a ser mi dueña y pude ser parte de su familia. Mi pequeña ama -mi nueva dueña- me compartía sus penas, sus alegrías y también sus sueños. Estuve presente cuando su mamá enfermó y ya esos lindos momentos de intimidad con mi amita terminaron. Su tristeza me conmovía, pero siempre mi compañía la consolaba. Tres años después murió su papá y la soledad en su vida se hizo más profunda. Mi compañía, junto con su primer amor, fueron los que iluminaron esos años donde la niebla fue parte de sus días. Llegó el momento tan esperado en que su matrimonio completó esa linda relación. Así, mi nuevo hogar chiquito, fue un oasis de amor y tranquilidad. Los años pasaron y la casa fue creciendo con la llegada de cuatro hijos, que siempre me miraron con cariño y yo los dejaba jugar conmigo. Fueron uno a uno aprendiendo lo que es la disciplina, el placer de acariciarme y la compañía que podía ser para ellos.
Pero con los años, sólo el mayor de ellos me adoptó como su leal amigo, y así fue como mi ama decidió que yo viviera en casa de él. Y me convertí en una compañía muy importante para ese joven tímido, más bien solitario, que llegó a amarme profundamente. Cumpliendo las leyes de la vida, los años siguieron, y mi nuevo amo partió con su señora y dos hijos a Francia, y yo volví con mi querida amita, que con cariño me acariciaba y yo la acompañaba en muchas tardes cuando la nostalgia hacía presa de ella. También ella y su marido, con todos los hijos ya casados, iniciaron una nueva vida en Copiapó, con un nuevo trabajo en el lugar donde estaban dos de sus hijos, la segunda y el menor. Fue otra vida muy diferente, pero tenía la compañía de la mayor de las nietas que llenaba parte de su vida conmigo, ya que la abuela le había enseñado a cuidarme y acariciarme. Fueron años muy felices. En esos momentos, mi amo llegó de Europa y reclamó mi presencia en Santiago. Mi nueva amiguita lloraba pensando en esa separación tan dolorosa para ella. Al ver esa pena tan honda, sus otros abuelos llegaron a un acuerdo con mi amo y pasé a pertenecer a mi nueva dueña. Acostumbrado a los cambios, mi destino tomó un nuevo rumbo y partí con mi nueva familia a La Serena, compartiendo con ellos su vida.
Pero mi nueva amita empezó a trabajar y encontró al que sería su compañero de vida y partió a vivir a Santiago, dejándome solo, pero muy a gusto con esta familia que ya me había adoptado como propio, y donde el nieto menor, a veces me aporreaba, pero yo lo amaba porque no me gustaba sentirme solitario. Vinieron tiempos difíciles para la familia, la situación económica era angustiante y tuvieron que tomar la dolorosa decisión de deshacerse de mí. Pero como un ángel salvador, el novio de una de las nietecitas, decidió quedarse conmigo y así apoyar a sus futuros suegros. Así fue como cambié de residencia al irme al departamento de mi nuevo amo, donde mi vida transcurrió en soledad y abandono. Ya nadie me acariciaba. Pero otra vez mi destino tuvo un vuelco, ya que mi nuevo amo, ahora casado con una de las nietas, partieron a España a obtener nuevos títulos en sus profesiones y yo volví a casa de mi anterior familia, la que estaba llena de recuerdos y amores. Ahora espero nunca más alejarme y que me adopten y me cuiden en mis días en que me sienta cansado de tantos cambios, pero lleno de sensibilidad y con la certeza de que puedo inspirar y hacer feliz a otros miembros de esta familia. Soy un piano de mucho abolengo y mis notas guardan 70 años de recuerdos con sus penas, ilusiones y alegrías que esta familia me ha confiado. Todo lo que en el transcurso de los años me transformaron en un eslabón importante para ellos, lo que gracias al amor de un padre, hizo posible que durante tanto tiempo, pudiera compartir la felicidad de muchos gracias a mi sonido y compañía, que entregué con mucho amor.