Los Living (fragmento) Caminábamos por la calle Defensa y Beto me llevaba de la mano. A mí me molestaba –me daba vergüenza– que Beto me llevara de la mano porque ya era un chico grande pero cuando traté de soltarme me dijo que lo agarrara, que tuviera cuidado, que no me fuera a perder con tanta gente. Había, es cierto, ríos de personas, y casi todos gritaban Argentina. Yo nunca había visto tantas personas juntas. Pero tampoco había estado nunca antes en una guerra, y ahora estaba en una. Beto iba excitado; ya desde el día anterior estaba como loco. El día anterior había empezado muy normal; desde entonces, siempre sospeché de los días que empiezan muy normales –aunque eso me haga sospechar de casi todos. Pero ese día aprendí que las cosas que importan no se anuncian, y que la zozobra –para quien le hace caso– es permanente: eso fue, supongo, lo peor de esa guerra; ahora, cada vez que aparece algo importante inesperado pienso en esa guerra. Esa mañana estábamos en clase haciendo cuentas cuando entró la señorita Julia y dijo algo en el oído de la señorita Alicia. –Alumnos, de pie. Dijo la señorita Alicia y, cuando todos nos paramos, nos dijo que cantáramos el himno. Yo canté fuerte, porque ya me sabía toda la letra y sabía, también, que había varios que no la sabían; primero pensé en no cantar, para que se les notara, pero me dije que era el himno y que uno no hace esas cosas con el himno. El himno es nuestro canto más sagrado, nos había dicho la señorita Inés en primer grado, y yo le había preguntado a mamá esa noche qué quería decir sagrado; no sé, como si fuera santo, que hay que tratarlo con cuidado, me dijo mamá y yo no entendí bien pero se me quedó grabado: me gustó que hubiera una canción tan importante. Así que cantamos el himno, yo gritaba, la señorita Alicia me miraba aprobando –creo que aprobando, con ella nunca se sabía– y, cuando terminamos, nos dijo alumnos ha empezado la guerra. –Esa guerra que esperamos tanto tiempo ya empezó. Viva la patria, alumnos. –Viva la patria, señorita. Contestamos varios a los gritos y la señorita dijo que ésa era la respuesta de unos niños argentinos y que las tropas de la patria – dijo las tropas de la patria– habían desembarcado en las islas Malvinas y se calló como para esperar nuestra reacción, pero nosotros no hicimos nada salvo Hernández que le preguntó señorita qué son las Malvinas y, por un momento, pareció como si la señorita Alicia estuviera por llorar. –Hernández, qué triste que un niño argentino tenga que hacer esa pregunta. Hernández miró a su alrededor –nos miró a todos los demás– y no vio caras de tristeza sino más bien de joda; la señorita Alicia preguntó si alguien podía contestar la pregunta de Hernández y yo
dije que sí, que las Malvinas son unas islas que están en el mar, ésas que salen en la parte de abajo de los mapas, dije. –Muy bien, Remondo. Así son los niños argentinos. Dijo la señorita y yo no entendí así cómo pero me pareció mejor no preguntarle. Ella, de todos modos, siguió hablando y dijo que las Malvinas eran, en efecto –ella dijo en efecto– unas islas que se llamaban, dijo, las hermanitas irredentas, que los piratas ingleses –dijo piratas, eso que los niños querían ser– nos habían robado muchos años atrás y que ahora nuestros soldados estaban recuperando para nuestra patria. De pronto todo era nuestro, de los niños argentinos, de todos los argentinos, de la patria: nuestro. –Pero no se crean que esto va a ser fácil, niños. Esto es una guerra y todos vamos a tener que poner el hombro. Ricki me preguntó bajito poner el hombro dónde y yo le dije que se callara la boca; me gustaba que Ricki hiciera chistes conmigo pero el momento no parecía para chistes: estábamos en guerra. Yo había visto guerras en la tele y en mi libro de lectura, unas guerras de soldados con cascos y jeeps y bombas que volaban, otras guerras que no se entendían muy bien con patilludos a caballo, pero nunca pensé que yo iba a estar en una guerra, y menos así, en la escuela, cantando y gritando y escuchando a la señorita Alicia. Se veía que había guerras y guerras y que esta era de las fáciles. O por lo menos el primer dia había sido más fácil; ahora, ya el segundo, Beto me llevaba de la mano por la calle Defensa, y yo caminaba con vergüenza y pensaba que esto sí se parecía un poco más a una guerra de veras. –No cabe duda,/ no cabe duda,/ la reina de Inglaterra/ es la reina más boluda. Gritaban ocho o diez muchachos con camisetas argentinas, de la selección argentina. Yo le pregunté a Beto quién era la reina de la terra y Beto me dijo que más fuerte, que no me había oído: –¡La reina de la terra, Beto! –Shhhh, nene, no grités así, te van a oír. Yo no entendí, porque pensé que lo que quería era oírme o, mejor dicho: entendí que en la guerra las cosas son muy distintas de cómo son todos los días. Beto se agachó un poco y me dijo que la reina de Inglaterra era la reina de Inglaterra, la jefa de nuestros enemigos y que por eso los pibes la puteaban. Yo le pregunté por qué era tan boluda y Beto me dijo que no preguntara boludeces –y me lo dijo en serio. Yo conocía a Beto: sabía que a veces hablaba en serio y, esas veces, no esperaba que nadie le contestara nada; para él hablar en serio era hablar solo. Íbamos por la calle, no por la vereda, y algunos coches pasaban muy despacio tocando la bocina. Caminábamos rápido porque todos caminaban rápido: se notaba que en una guerra había que ir a la misma velocidad que los demás –y a mucha. –Beto, ¿en las guerras la gente camina como loca, no? Le pregunté, y Beto me miró como si le hubieran dado ganas de pegarme. Yo entendí que en las guerras la gente no habla tanto: más bien camina y grita, así que me puse a gritar con los demás que no cabía ninguna duda. * *
* Justo adelante caminaba una pareja, la edad de mamá y Beto, con bluyines. Él tenía el pelo un poco largo; ella cortito; los dos eran bastante altos. Él le decía que quién hubiera dicho que al final iban a terminar saliendo a la calle por estos milicos hijos de puta y ella le dijo que hablara más bajito, que los podían escuchar y él que qué importaba y quién lo hubiera dicho. Cualquiera lo hubiera dicho, Tommy, le dijo ella, si en este país la gente compra cualquier pescado. No digas eso que no es momento para pelearnos entre nosotros, le dijo Tommy, ni se te ocurra decir eso. Ella le dijo que ella decía lo que se le cantaba el orto y él le dijo y qué orto y se rió, y ella también se rió, y yo pensé que algunos disfrutaban mucho de las guerras. * * * Todos mirábamos hacia un lugar donde no había nada que mirar. Éramos miles, millones amontonados en la plaza, mirando el frente rosado de la casa rosada –que era, me había explicado Beto, la casa del presidente de la patria– y yo le pregunté a Beto qué estábamos haciendo ahí sin hacer nada. Cómo sin hacer nada; estamos esperando. Yo no había entendido, todavía, que esperar era una de las actividades que más tiempo ocuparían en mi vida, una actividad compleja hecha de paciencia o falta de paciencia, resignación a cierto orden desordenado de las cosas, frustración constante porque lo que tendría que llegar no llega todavía interrumpido con picos de frustración extrema –por qué carajo estoy acá esperando qué se habrán creído que soy yo para hacerme esperar como un idiota–, ilusión alborozada por lo que pueda pasar cuando se acabe –entonces ella ni siquiera me va a decir hola qué tal sino que directamente me va a abrazar y besar apasionadamente con ese olor a jazmines que solía tener–, temor horrible por lo que pueda pasar cuando se acabe –pero en cuanto le vea la cara me voy a dar cuenta del resultado del análisis, porque no puede ser que el tipo tenga la misma cara si te va a decir que está todo bien, que te podés ir a tu casa y tomarte unos vinos o que te tienen que internar para partirte el corazón en dos–, y, para unos pocos, sólo para los verdaderos artistas de la espera, desazón por lo que pueda pasar cuando se acabe porque nada les da más placer y tranquilidad que el momento, limpio, repleto de sí mismo, en que están esperando. Esperando qué, qué estamos esperando; que hable el general, dijo Beto, que salga al balcón, que hable. Yo le pregunté si iba a hablar de la guerra. Y claro, de qué querés que hable. –¿Y nos va a decir que ya ganamos? –Capaz, ni idea. –¿Cómo ni idea? Había masas: grandes, chicos, mujeres esperando. De a ratos la guerra era un embole. En la guerra había señores con carritos que vendían cocacolas, cubanitos, gorros y otras cosas que se necesitaban. Había muchos policías, también, pero el resto de las personas los saludaban con sonrisas, no como solía ser, que los veían y apartaban la mirada. Había señores y señoras con carteles
que decían viva la patria, muerte a los ingleses, muerte a los piratas, las malvinas son argentinas, y todos saludaban como si se conocieran o, mejor, como si fueran amigos que llevaban semanas sin verse; había un señor disfrazado de pirata –con un sombrero negro de ala ancha, un parche en el ojo y un gancho en la mano– y cuando pasaba todos lo silbaban y le gritaban puteadas y él sonreía satisfecho porque estaba haciendo algo bueno, ayudando en esto de la guerra. Un grupito de chicos y chicas tenía una bandera azul y roja y trataba de prenderle fuego. Beto me dijo que mirara, que era una bandera inglesa y que por eso estaban por quemarla. El que la sostenía era un flaquito pecoso, pelo colorado, y la que trataba de prenderle fuego era muy parecida: una especie de hermana, linda pero bastante inútil para el fuego. Al final, después de varios intentos, pudieron encenderla; el flaquito la levantó prendida, trozos con fuego se salían, volaban, y la gente alrededor primero aplaudió y después gritó Argentina Argentina, y mientras gritaban de pronto gritaron mucho más porque una voz, por los altoparlantes, había dicho argentinos y argentinas. Yo no lo veía: todos gritaban más, agitaban lo que podían, saltaban, levantaban los brazos. Yo también estaba feliz, como todos, pero me pasaba algo más: ese señor que hablaba me daba mucha envidia. Yo pensé que alguna vez quería hablar y que muchos saltaran, que yo quería ser uno que hace saltar a las personas. La voz oscura seguía gritando: –…que el mundo sepa que un pueblo con voluntad decidida como el pueblo argentino: si quieren venir que vengan, les presentamos batalla... Gritó, y yo ya entonces entendí que presentarles batalla era algo que a nos gustaba especialmente: todos festejaban, tiraban cosas para arriba, la gozaban; ojalá yo también pudiera presentarla. Beto me levantó y me sentó sobre sus hombros: miré personas que saltaban, personas que gritaban, personas que revoleaban banderas argentinas; estaban todos tan felices que me atacó una idea: pensé que mi padre, en ese lugar donde estaba, también debía estar feliz, ahora mismo, por la misma causa –y que por primera vez hacíamos algo juntos. Entonces terminé de entender que la guerra era lo mejor que nos podía haber pasado. * * * Mamá nos recibió con cara de enojo –era la primera persona que veía con cara de enojo en todo el día– y le dijo a Beto que cómo se le había ocurrido llevarme a ese lugar tan peligroso. Beto la miró, sacudió la cabeza, me miró, dijo mujeres; mamá nos trajo café con leche con vainillas y medialunas de confitería. Beto dijo que si esto seguía así la próxima vez iba a comprar una gruesa de banderas inglesas para venderlas en la calle; mamá le dijo con su mejor tono de asco si no le daba vergüenza pensar en la plata cuando nuestros soldados –dijo nuestros soldados– peleaban en la guerra. Beto le dijo que al contrario, que no era por la plata, que ella siempre pensaba lo peor de él porque era un bruto que hacía chapa y pintura pero que él ya le iba a mostrar que podía hacer algo bueno y al mismo tiempo ganar una parva de billetes y yo le
pregunté si no podíamos vender unas banderas que se quemaran más fácil: digo, por ejemplo, las untamos con alguna cosa que se queme y las vendemos como banderas para el fuego, dije, y Beto me miró como si hubiera dicho algo espantoso. Después habló despacio, marcando cada sílaba: –Qué idea increíble. No se le ocurrió a nadie, a nadie, y se le viene a ocurrir al pendejo éste. Juan, vos sos un genio. Yo no sabía cómo era ser un genio, pero me pareció que era algo bueno, algo que hasta podía servir para la guerra. * * * Vidal vivía en una de esas casas viejas de Barracas, con galería y un patio al costado, cantidad de geranios y malvones; aquella tarde de sábado casi todos los chicos y chicas del grado festejábamos su cumpleaños en el patio. Vidal tenía una pollera escocesa, camisa blanca y pelo suelto, sin las trenzas; tenía, sobre todo, unos zapatos rojos con taquitos, como de señorita, y caminaba diferente, sacando culo –o lo que fuera que tuviese en el lugar donde algún día tendría el culo. Los grandes estaban adelante, comiendo, conversando; nosotros jugábamos a la mancha, al poliladron, hasta que Vidal gritó chicos, paren, chicos, ahora tenemos que jugar a la guerra. –¿Cómo a la guerra? –Si, a la guerra, ingleses contra argentinos. El problema fue que nadie quería ser los ingleses. Ramiro dijo que las nenas tenían que ser inglesas, y Micaela le dijo que se fuera a cagar. Yo pensé en salir a defenderlo pero no ví la forma: las nenas se reían, se veía que no iban a aceptar –aunque era lógico que los ingleses fueran ellas, porque en la guerra los argentinos eran todos hombres. –Tá bien, Ricki y yo somos los ingleses. Ricki me miró sorprendido, alarmado. Yo traté de decirle no te preocupes con los ojos –pero no supe cómo. Le dije que se acercara y le expliqué en voz baja: vamos a sacrificarnos por la patria. ¿A sacrifiqué? A sacrificarnos, boludo, por la patria argentina: nos defendemos un poco, peleamos, tiramos unos tiros, matamos dos o tres argentinos pero después dejamos que nos ganen, Ricki, nos morimos. Ricki me miró, se sonrió: ¿y cómo nos morimos? No sé, nos cagan a tiros y bombazos y nosotros nos retorcemos y gritamos y caemos y al final nos morimos y entonces los argentinos ganan. Ricki me guiñó un ojo: creo que fue la primera vez que parecía orgulloso de ser amigo mío. (...)