LIBRO COCO PACHECO, 40 AÑOS

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COCO

40 A単os


2 El Ăşltimo cocinero


El mar de Chile y Chilo茅 son mi inspiraci贸n. La cocina es mi pasi贸n. Mi familia y mis amigos son mi fuerza.

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Editor ejecutivo: Jorge “Coco” Pacheco Zapater. Dirección Creativa y Diseño: Carlos Donaire Celis. Redacción y edición de textos: Federico Gana Johnson. Foto de portada: Pin Campaña (Tratamiento de imagen: Cristián Orozco). Fotografías gastronómicas: Marcelo De La Torre Martin. Estilismo gastronómico: Antonia Gana Del Solar. Diagramación: D&DLP Gastromedia Chile. Colaboraciones fotográficas: Miguel Etchepare, Pablo Godoy, Eduardo Núñez, Jacqueline Phillips, archivo Coco Pacheco y Carlos Donaire. Impresión: Quad Graphic Chile. Supervisión preprensa digital: Rigoberto Lemus, Quad Graphic Chile. © Jorge Pacheco Zapater Registro Propiedad Intelectual: Nº: 233.461 I.S.B.N.: 978-956-353-300-2 Impreso en Chile


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De amistad y oficio

L

a lección de vida que mi querido amigo Coco Pacheco permanentemente proyecta dice relación con la grandeza de su espíritu y su natural vocación pedagógica. Creo que siendo la humildad la madre de las virtudes, Coco es un virtuoso que siempre se ha enorgullecido de sus orígenes llevando adelante la cocina de Chile a niveles internacionales. Para mí es un privilegio ser su amigo y compartir permanentemente con él y nuestras familias las maravillosas tierras colchagüinas y chilotas. Navegar en el sur en su lancha La Flor del Mar me inició, hace muchos años junto a Coco Legrand, en el gran cariño que hoy los tres sentimos por esa tierra que navegamos cada año como una verdadera peregrinación. Hoy día es difícil encontrar en nuestro país un cocinero

pues normalmente se autodenominan Chef y mientras más sofisticada su comida más cerca de la gloria se sienten. El Coco por otra parte se enorgullece de ser Cocinero y comparte secretos con todo el mundo a través de los múltiples libros que ha publicado. Como profesor somos muchos los alumnos que hemos disfrutado de sus clases y recetas con los productos del ancho mar chileno. Este libro es un nuevo eslabón en su larga cadena de compartir sus experiencias y conocimientos, lo que hace con maestría y acompañado de hermosa imágenes Felicitaciones y muchas gracias Coco por tu generosidad y grandeza de chileno.

Carlos Cardoen Cornejo PhD

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Indice

Humildemente, las mejores galletas

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Primeras imágenes que nunca olvidaré

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Siempre rumbo sur

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Mi historia en breve

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Revolviendo la olla por Chile y en la TV

60

Agradecerle a la vida

70

Hacia otros campos

84

Los que dejaron huella

96

Recetario de viajes

102

¡No se puede vivir tanto, sin tener buenos amigos!

110

Después del incendio

130

Un cocinero no tiene memoria pero...

144

La proa se dirige al sur

150

Indice de recetas

164

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Humildemente, las mejores galletas

D

esde pequeño es de cuando me vienen estas impresiones. Jamás olvidaré el aroma inconfundible de las galletas de corazón hechas por mi santa madre, Dolores Zapater. Esa mezcla maravillosa de huevos, harina, azúcar y mucho cariño. Y que, como dice ella, no tienen secreto alguno salvo reposar la masa de un día para otro. Hoy, casi a sus noventa años mi madre, Lola para la familia y para los amigos, continúa horneando las galletas con la forma de corazón en su viejo molde de fierro fundido que heredó de la Madre Herminia, impregnándolas de aroma infinito y paciencia de abuela. En cada Navidad prepara docenas y más docenas, dedicadas a sus seres queridos. Llega hasta altas horas de la madrugada, horneando. Introduce las galletas en cajitas, las amarra con una cinta y les pone a cada una y con su puño y letra el nombre de los afortunados que probarán sus galletas de corazón. Las ha ido regalando año a año, yo siento profundamente el cariño que ella deposita. Esta costumbre de Lola es algo que cada día que

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transcurre se esfuma un poco más en la vida en general, porque es más fácil comprar las galletas y no complicarse la existencia. Y así sucede con muchas recetas que desaparecen con el paso del tiempo, porque nosotros mismos no nos damos el espacio para regalar a nuestros amigos y a nuestros familiares. ¡Y pensar que con tan poco podemos entregar amor, que eso es lo que escasea en estos tiempos! La cocina tiene esa magia. Podemos conquistar por el sabor y el aroma como también podemos desilusionar y ello dependerá de cada uno de nosotros. La pasión, la concentración y el amor son los tres condimentos esenciales para un buen resultado que llevar a la mesa. Al cumplir mis 40 años como cocinero, puedo asegurar que absolutamente todos los días continúo aprendiendo algo nuevo. Y creo que es justamente esta constante la que hace entretenido a mi mundo, me mantiene en plenitud y así soy muy feliz. Quiero compartir con ustedes estas galletas de corazón y este libro. Se las brindo muy cordialmente. ¡Buen provecho!.


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Primeras imágenes que nunca olvidaré

Y

o nací entre Recoleta y avenida La Paz, en el barrio árabe. Uno de mis primeros recuerdos es trabajando con mi papá, en la Vega Central. Hacía lo posible por ayudarlo moviendo canastos, acomodando sacos, amontonando el carbón, pesando el trigo. Y vigilando, siempre en la Vega hay que vigilar y yo era el hombre de confianza de mi papá. Como niño, debo haber molestado bastante, también. Mi padre era hombre de pocas palabras, todo lo solucionaba regalando a granel. Hasta los 21 años viví relacionado con la Vega, aprendí no sólo a distinguir el frescor y la calidad de los productos con sólo mirarlos, sino algo más fundamental todavía: aprendí la importancia del trato entre las personas. Aprendí que dar la palabra es más importante que cualquier contrato escrito, vale más que todo. Porque lo viví entre los vericuetos del gigantesco mercado que alimenta a Santiago, creo que el camino a la satisfacción en la vida se hace en la comunicación directa con la gente. Mis primeros veraneos fueron en carpa, en Isla Negra. Mi papá llegaba los fines de semana, directo desde la Vega. Nos llenaba la carpa con melones y sandías, cajones de duraznos, sacos de choclos, atados de zanahorias y cebollas, un saco de papas para cada semana, varias cajas de tomates. Era generoso mi padre, su ejemplo me sirvió para construir mi mundo propio con los amigos. Desde niño creo en la amistad, es un tesoro

muy preciado. Tal como dar la palabra. La abuela Aurelia nos acompañaba en la playa, instalada en la cocina bajo la carpa. Mis primeros banquetes con comida del mar los preparábamos en tambores llenos con agua de las olas y con las jaibas vivas cazadas de entre las rocas. Si estaba nublado buscábamos pulgas de mar para hacer un caldillo, era mi especialidad. Sofritas las pulgas quedan rojas como camarones. Las machacábamos y terminaban en una sopa crujiente. También entre las rocas había cochayuyo y ulte, que es más tierno. Para mí es inolvidable el causeo de ulte con tomates. Pescábamos pejerreyes en el estero de Córdoba. Cuando subía la marea y cruzaba el mar, con la resaca se pasaban los pejerreyes. Con gusanos, un ganchito de cualquier alambre, un palo, un corcho, estábamos listos. El mar y la playa abierta eran nuestra despensa. Mi primo tenía un rifle, cazábamos conejos y pájaros. Después aprendí a no disparar más a los animales. Nunca más tomé un rifle, fue otro despertar de mi conciencia. Para mirar la naturaleza con otros ojos fue el mar el que aportó los primeros pasos. Los otros pasos vinieron mucho después. En Santiago fue muy entretenida mi vida de barrio. En las calles jugábamos pichangas eternas de árabes contra chilenos. La señora Blanca nos convidaba hojas de parra, ella se quedaba toda la noche llenando zapallitos y hojas de parra, moliendo carne para el kubbe, que después nos daba a probar.

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“Uno de mis primeros recuerdos es trabajando con mi papá, en la Vega Central. Hacía lo posible por ayudarlo moviendo canastos, acomodando sacos, amontonando el carbón, pesando el trigo. Y vigilando, siempre en la Vega hay que vigilar y yo era el hombre de confianza de mi papá”. Mi primer colegio fue la Academia de Humanidades, en Recoleta. Era disléxico pero entonces esa enfermedad no se había descubierto. Una vez me llevaron al doctor porque creían que yo era tonto. Me fui acomplejando y me vino una tartamudez bastante pronunciada, repetí curso y me echaron por inepto. Como castigo me matricularon en el Liceo Valentín Letelier pero también “di bote”. Según los profesores, había que ponerme interno, en un colegio. Así llegué al Internado del Patrocinio San José, que fue una especie de cárcel donde estuve siete años. Solamente una vez al año salíamos a vacaciones. Está casi de más decirlo pero el colegio siempre fue un inmenso sacrificio en mi vida. Como tenía malas notas, para Navidad siempre me regalaban libros pero yo quería juguetes, un volantín, un carretoncito de madera, un autito a pedales!.

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“Al cumplir mis 40 años como cocinero, puedo asegurar que absolutamente todos los días continúo aprendiendo algo nuevo. Y creo que es justamente esta constante la que hace entretenido a mi mundo, me mantiene en plenitud y así soy muy feliz”.

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“Como estudiante, no tenía libros ni cuadernos, tenía solamente cosas para comer y algunas revistas. Mi pupitre era como un bazar, una despensa perfecta. Arrendaba las revistas a los compañeros que seguían las aventuras de Superman, del Llanero Solitario, de Tarzán. En el Okey semanal venían muchas series que todos esperaban con devoción, yo compraba un ejemplar y lo comercializaba”. En el Internado estaba identificado con el número 57 y yo no quería ser un número, quería que me mandaran a una isla, quería estar cerca del mar! Me arrancaba por el murallón de atrás y me iba a la casa. Sin embargo, me echaban de vuelta al colegio, mi mamá decía que no podía arrancarme y salir sin permiso y, entonces, regresaba sin ver el mar. Pero un día me envalentoné, pasamos el murallón con mi gran amigo Pato y nos fuimos a Valparaíso. Nuestra idea era que en el puerto íbamos a sobrevivir comiendo pescado pero esa noche llegamos apenas al cercano cerro San Cristóbal y subimos ayudándonos con los cables del funicular, lo que era peligrosísimo. Pasamos la noche arriba en el sector de la Virgen, extenuados, medio muertos de hambre y de frío y a las siete de la mañana del día siguiente volvimos a la casa dando término así a la gran aventura nacida de nuestras fantasías infantiles. La comida no podía ser peor en el Internado y yo era regodeón para comer (y sigo siendo). Le pedía a la mamá que me llevara comida y nunca me faltó nada. Paltas, jamones, patés, huevos duros. Al contrario, me sobraba. Como estudiante, no tenía libros ni cuadernos, tenía solamente cosas para comer y algunas revistas. Mi pupitre era como un bazar, era una despensa perfecta. Arrendaba las revistas a los compañeros que seguían las aventuras de Superman, del Llanero Solitario, de Tarzán. En el Okey semanal venían muchas series que todos esperaban con devoción, yo compraba un ejemplar y lo comercializaba. Vendía chicles Bazooka, fiaba y daba crédito como en cualquier kiosco de barrio de ahora. A los compañeros “mateos” les ofrecía trueque: que me dejaran copiar o que directamente me hicieran las pruebas, por productos comestibles. Puede que así me haya empezado a gustar el negocio de la buena cocina. Creo que allí en la sala de clases nació Aquí Está Coco, el olfato comercial que me caracteriza y del cual estoy tan agradecido.

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“En el Internado estaba identificado con el número 57… y yo no quería ser un número, quería que me mandaran a una isla, quería estar cerca del mar! Me arrancaba por el murallón de atrás y me iba a la casa. Sin embargo, me echaban de vuelta al colegio, mi mamá decía que no podía arrancarme y salir sin permiso y, entonces, regresaba sin ver el mar”.

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Siempre rumbo sur

C

uando salía del Internado en las vacaciones, viajaba al sur con mi madrina, la señora Julieta y su marido, don Víctor Menem. A Tenglo íbamos. En la isla no había nadie pero buscaba cómo no aburrirme. Oscurecía y se acababa todo. Se apagaban hasta el día siguiente las lámparas a parafina y la señora Clorinda, que vivía al frente, nos contaba cuentos de miedo. Los hijos de los pescadores eran mis amigos, me ayudaron a abrirme hacia el mar. Una vez atravesamos de Tenglo a Puerto Montt en la noche, remando de ida y de vuelta. Fue mi primera gran travesía, muchas horas en la noche remando y sin saber para qué. ¡Es que necesitábamos ser hombres! Otras veces los pescadores nos invitaban a navegar. Yo lo hacía en el lanchón número Siete de la Cooperativa de Pescadores. Pasábamos varios días en altamar. Era un tripulante más, me pagaban la cuota como tripulante habitual y, al momento de cancelar las cuentas de toda la comida que se compraba, nos dividíamos el costo total. ¡Me estaba haciendo hombre! Si pescábamos mil doscientas sierras, por ejemplo, yo las contaba y las vendía. Sabía sumar y restar, era hábil en las cuentas, veía los precios de venta y las oportunidades. La vieja ley de la oferta y la demanda. Negociaba con los comerciantes que esperaban en tierra y después iba a comprar los víveres. En otras palabras, me convertía en indispensable. Además, a cada uno de los tripulantes le tocaba cocinar, día a día y yo administraba. Llenaba las cajas de víveres para una semana y, cuando estaba lista la carnada fresca, nos hacíamos a la mar. Navegábamos por Curaco de Vélez, por Chonchi, por Dalcahue, por Queilén, por Quinchao. Era un viaje infinito, como las mareas. Como mi pasión por el mar. Sin embargo, yo todavía era un niño, un especimen raro porque desde Santiago mi madre me enviaba de viaje con ropa muy

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de vestir. ¡Yo arriba de un lanchón con pantalones blancos, elegantísimo! Cuando volvíamos a nuestras casas después de las travesías, yo insistía en dormir en el suelo porque echaba de menos lo duro en la cubierta del lanchón. El “pije de blanco” me apodaba mi amigo del alma Christian Youanne, con el que salíamos a remar y siempre fumando, como los hombres grandes. Cigarrillos Opera fumábamos. ¡Es que yo quería ser grande! El escenario de tierra firme tampoco lo podré olvidar. “Vaya a buscar habitas”, ordenaba la tía, siempre instalada en la cocina impregnada del olor al pan amasado y la tierra fresca. Siempre había papas en un saco, a la espera de ser cocinadas. Es desde mi infancia que no creo conocer algo más único que una papa fresca. Tenía diez años cuando vi por primera vez cómo se recogía el mar y me impresionó para siempre observar como se va y deja todos sus tesoros. Me levantaba muy temprano con un gualato, que es una especie de pala con cucharita especial para sacar mariscos de la arena. Donde hay un hoyito de agua, ahí hay un marisco y entonces se usa el gualato. Volvía a la casa con navajuelas, tacas, cholgas, choritos, erizos, ostras, piures, jaibas, pescados atrapados en las bajas de las mareas. Mi madrina Julieta me rogaba que no trajera tanto. Es que la fauna sureña es infinita. Un día me invitaron a bucear, me llevaron para que moviera la bomba de la respiración, que es la máxima responsabilidad porque el buzo se mantiene vivo gracias a uno, nomás. Y aprendí a subir el chinguillo, es glorioso verlo aparecer lleno de impresionantes choros “zapato”. Yo siempre andaba trayendo un cuchillo de scout y dos limones. Los choros negros los devolvía al mar, los amarillos iban directo a mi boca. Una vez me arrebaté, estuve el día entero durmiendo. Fue de tanto comer yodo.


“Es desde mi infancia que no creo conocer algo más único que una papa fresca”.

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