A TRAVÉS DE LA VENTANA Reflexiones sobre la pandemia

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Colección Ensayos y Miradas 1


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José Luis Vera Cortés compilador

Seminario de historia, filosofía y sociología de la antropología mexicana


D.R. @ 2021 Historiadores de las Ciencias y las Humanidades, A.C. Arquitectura No. 41, Int. 13, Copilco Universidad, Coyoacán, Ciudad de México, C.P.04360 hch1.ac@gmail.com Primera edición 2021 A través de la ventana. Reflexiones sobre la pandemia, ISBN: 978-607-9236-08-3 Colección Ensayos y Miradas, ISBN: 978-607-9236-07-06 Todos los derechos reservados. Se autoriza la cita parcial, siempre que incluya reconocimiento de autor y la fuente. Ilustración en portada: Xabier Lizarraga Cruchaga, “La sombra del miedo y el confinamiento”. Diseño editorial: Fernando Ordoñez

Las opiniones expresadas en este libro son responsabilidad exclusiva de sus autores y no necesariamente representan las de Historiadores de las Ciencias y las Humanidades, A.C.


Índice

Liminar

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Presentación

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Testimonios

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Crónica de una pandemia. Reflexiones instantáneas. Amalia Attolini Lecón

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El miedo y sus excusas. Reflexiones para antes de contraer la COVID-19. Ignacio Rodríguez García

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COVID-19. Cultivar, desestabilizar: imágenes del mirarse dentro para accionar distinto. Eugenia Macías Guzmán

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Opinión

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Reflexiones desde la cuarentena: la omnipresencia de la información como ¿solución a la pandemia? Juan Manuel Rodríguez Caso

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La COVID-19: una epidemia construida al avasallar a la naturaleza. José Luis Martínez Ruiz

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Un lugar para la clínica en los recuerdos del porvenir. Rafael Guevara Fefer

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Ensayos

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Desde mi ventana o el transcurrir de la vida en tiempos de pandemia. Hugo Eduardo López Aceves

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La peste. Percepción de antropólogo confinado. Carlos García Mora

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Soliloquios, evocaciones y autorreferencias sobre la COVID-19. José Luis Vera Cortés

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Liminar

Desde su creación en 2007, Historiadores de las Ciencias y las Humanidades, A.C., se ha guiado con el propósito de promover la investigación, la enseñanza y la difusión de la historia de las ciencias y las humanidades; para lograrlo, han sido diversos los esfuerzos colectivamente emprendidos, el programa editorial es uno de los más trascendentes. Con el presente volumen, A través de la ventana. Reflexiones sobre la pandemia, iniciamos la colección Ensayos y Miradas, que busca divulgar ensayos históricos y, en general, los conocimientos relacionados con la historia de las ciencias y las humanidades. Así, HCH amplía las formas en que pretende cumplir su objeto; no obstante, más allá de la diversificación, la nueva colección y el libro que la inaugura responden a la necesidad de reforzar los puentes que comunican la producción académica y los públicos no especializados. Nos inspira la idea de que la mirada de las humanidades sobre las ciencias y sobre sí mismas se legitima en la medida que retribuye algo a la sociedad que las sostiene. En esta misma vía, la de comunicar y retribuir, nuestro interés también está puesto en provocar la discusión sobre asuntos que en el siglo xxi destacan como desafíos sociales. La reflexión es parte de la responsabilidad que las y los historiadores compartimos en la búsqueda de las respuestas que nuestra sociedad demanda para entender los problemas que cotidianamente enfrenta. Y no cabe duda de que la actual pandemia de COVID-19 se ha convertido en un desafío de múltiples dimensiones que concentra, replica y acrecienta muchos de los problemas que aquejan cada vez más a nuestros países: la pobreza, la desigualdad social, sistemas sanitarios precarizados, investigación científica altamente ligada al interés de los capitales privados, étc. Por ello, la relevancia de las reflexiones que nutren las páginas que siguen. No obstante, es necesario hacer notar que tales reflexiones se realizaron como una iniciativa de quienes participan en el Seminario

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de historia, filosofía y sociología de la antropología mexicana, y que su producción tuvo lugar hace ya varios meses, en un momento temprano de la pandemia, por lo que tienen el signo de lo inmediato y lo emergente. Lo que hoy sabemos del SARS-CoV-2 y la enfermedad que produce, dista mucho de lo que se sabía y discutía en los momentos en que se escribió este libro, por ello, también debe observarse como una instantánea de lo que varios especialistas dedicados al análisis histórico y filosófico de la antropología experimentaban y pensaban en un momento determinado de la emergencia sanitaria. En Historiadores de las Ciencias y las Humanidades damos la bienvenida a esta colección y al libro que la inicia, y esperamos, deseamos, que con ellos se contribuya a que el pensamiento científico y humanístico ocupe cada vez un mayor espacio en el análisis y las posibles respuestas que nuestra sociedad proponga a sus desafíos. Miguel García Murcia Ciudad de México, enero de 2021.

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Presentación1

La solución trivial para seguir vivo, cuando la incertidumbre aprieta, se parece mucho a no vivir: letargo, hibernación, formas resistentes… Jorge WAgensberg

El primer caso de un enfermo por el virus SARS-CoV-2 se identificó en la ciudad de Wuhan, provincia de Hubei en la República Popular China en el pasado mes de diciembre. El 13 de enero, la Organización Mundial de la Salud (OMS) identificó el primer caso fuera de China; para el 27 de febrero se reportó el primer caso en México. El 11 de marzo la propia OMS calificó la situación como pandemia mundial. Para el mes de noviembre el número de contagiados en todo el mundo superó los 55 millones de personas y los fallecidos se aproximaban al millón y medio. Sin embargo, los efectos de la pandemia desbordan los fríos números de muertos y contagiados. Hoy, resulta imposible pensar en la pandemia como estrictamente un problema de salud pública. Se trata en el más amplio sentido de un “fenómeno antropológico global”, en la medida que involucra numerosos y diversos aspectos de la condición humana: económicos, históricos, políticos, ideológicos, religiosos, científicos, mitológicos, filosóficos, migratorios, racistas, de género, y un largo etcétera, porque, aunque se afirma comúnmente que el virus no conoce fronteras ni nacionalidades ni clases, el cómo se dispersa, infecta y mata, o el cómo se atiende en las instituciones de salud, sí las reconoce. Es por ello que algunos miembros del Seminario Permanente de Historia, Filosofía y Sociología de la Antropología Mexicana nos

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Agradecemos el apoyo de Carmen Vázquez Cea en la revisión de estilo.

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reunimos para conformar el presente volumen y mirar… ver a nuestro alrededor, ejercitando eso que se afirma constantemente cuando se reflexiona sobre el oficio de la antropología: mirar con “ojos de antropólogo”, y dado el carácter del seminario, abordar aspectos históricos, filosóficos y sociológicos de la pandemia. Nuestro Seminario pretende dar seguimiento a un primer ejercicio realizado por algunos de sus miembros durante 2019, cuando Carlos García Mora nos invitó a “mirar” Roma, la película de Alfonso Cuarón, intentando ir más allá de ser un mero asistente a una sala de cine que se enfrenta ante una historia contada con los recursos que la industria del cine nos pone en las manos. Se trataba de mirar el filme resaltando aspectos que como antropólogos estamos acostumbrados a describir en la dinámica social. Así surgió Roma. Feria de espejos, editado por Carlos García Mora. Acercarse a la actual situación y mirarla desde las diferentes áreas de la antropología y la historia, supone ir más allá del pasmo, de la sorpresa y la incertidumbre. Ante el aparente caos, involucra la posibilidad de desencriptar los complejos entramados de la realidad para hacerla más asequible; además, supone un intento por decodificar los signos en que está inscrita la historia que nos ha tocado vivir. Y hacerlo no a “toro pasado”, con una cómoda distancia temporal que permita evaluar de un mejor modo la trama y el drama de la realidad pandémica. Paradójicamente —y contrario a la tradición antropológica que eleva el trabajo de campo a condición sine qua non de su quehacer profesional— las miradas aquí reunidas son el producto de una atípica condición: están mediadas por la distancia que supone el confinamiento social. Ello, sin embargo, no descarta su valor reflexivo o la propia identidad del quehacer antropológico, pues ante la imposibilidad de llevar a cabo trabajo de campo de forma tradicional, emergen estrategias y técnicas alternas que por sí mismas plantean formas distintas de hacer trabajo de campo, sin perder su carácter como reflexiones antropológicas e históricas con valor y carta de identidad propias en la llamada “nueva normalidad”. Son miradas, sí, pero obligadas a la distancia que supone observar la realidad desde la ventana, en ocasiones a “bote pronto”. Son instantáneas

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cuya mayor virtud sea acaso su valor testimonial. Se trata, pues, de testimonios antropológicos e históricos de la pandemia; de miradas que buscan desentrañar las lógicas y las dinámicas en un mundo de incertidumbres y miedos; testimonios que buscan dar cuenta de lo que nos está sucediendo ahora mismo y que, en un intento de resultar eso —testimonios de la pandemia— lo hacen lejos de las a veces rígidas y formales narrativas de la comunicación científica en general, y antropológica en particular. Así pues, los nueve textos aquí presentados proceden de profesionales de diversas áreas de la antropología, la historia y la restauración. Todos ellos, miembros activos del Seminario Permanente de Historia, Filosofía y Sociología de la Antropología Mexicana. En estos textos se abordan diversos aspectos de la pandemia, desde reflexiones casi experienciales sobre la misma y sus consecuencias en ámbitos como la salud, la ciencia y la religión, pasando por reflexiones a propósito de la importancia de la ciencia y la información en la toma de decisiones; el papel de la clínica, la investigación y la atención médica; así como reflexiones que ven en la pandemia la factura a pagar por el abuso del actual sistema económico sobre la naturaleza y su expolio. Nuevas figuras han surgido en la actual situación y las reflexiones presentadas las abordan: el confinamiento, el distanciamiento social o la nueva normalidad, y derivadas de ellas, el teletrabajo, la educación en línea y la búsqueda de un nuevo orden social que posibilite llevar a cabo actividades que permitan el desarrollo individual y colectivo, en el nuevo escenario. Todo ello con un telón de fondo, pero simultáneamente como personaje, donde se desarrolla la trama: el miedo, no solo a enfermar, sino a la indefinición y la incertidumbre sobre a dónde se dirige ese nuevo orden y si será posible volver al mundo previo a la pandemia. Todo parece indicar que no será así, que más allá de la pandemia es posible que un nuevo orden mundial se avecine; tema no ajeno a las consideraciones desarrolladas en el presente volumen. En un intento de ordenar la diversidad de disciplinas, de miradas y de temáticas abordadas, el contenido del presente volumen se divide en tres apartados: Testimonios, Opinión y Ensayos. En el

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primer caso, Testimonios, se centra la atención en la experiencia en ocasiones ajena al acto de la abstracción y la teorización sobre la realidad que nos ha tocado vivir. Ello, convierte a los trabajos que conforman este apartado en narrativas de primer orden. De ahí su carácter fundamentalmente testimonial. El segundo bloque, Opinión, reúne trabajos que, reconociendo el valor de la experiensocial, lo hacen desarrollando una serie de juicios sobre los mismos, diversos aspectos de la pandemia. Por último, la tercera sección, menos formal, pero no por ello menos profunda, dando lugar al uso de una narrativa que por momentos se puede aproximar a lo literario, pero ello, con una intención decididamente didáctica o pedagógica, en la que la forma, a veces más inusual en los ámbitos les sobre la pandemia y sus diversos aspectos. Detallemos un poco. En el primer texto, “Crónica de una pandeloga Amalia Attolini Lecón, nos retrotrae al pasmo y la sorpresa experimentada al punto inicial de la pandemia. La emergencia de actitudes y acciones de refugio, donde los pasajeros de esa balsa llamada “planeta tierra” han hallado tiempo y espacio para entenbién nuevo telón de fondo que parece enmarcar la inusual situación que vivimos: el miedo. Attolini Lecón explora la situación tomando como referente el célebre y polémico experimento Acali, llevado a cabo por el antropólogo hispano-mexicano, Santiago Genovés, en 1973, en el que seis mujeres y cinco hombres atravesaron el océano gado es tomado como un símil para describir y entender lo que mensidad del océano”, como generalmente se refería Genovés a la balsa Acali, se trasmuta en metáfora de la vulnerabilidad y pequeñez de la condición humana experimentada en tiempos de pandemia.

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Una serie de preguntas emergen al final del documento: ¿quiénes seremos después del naufragio? ¿Qué desamparo quedará cuando las aguas regresen a su cauce? ¿Tendremos la fuerza interna para remontar el suceso? ¿Seremos mejores o peores personas? Un cierto pesimismo se desprende de la reflexión de la autora, pues considera que algo en la condición humana ha sido fracturado. En el segundo texto de este apartado: “El miedo y sus excusas. Reflexiones para antes de contraer la COVID-19” su autor, el arqueólogo Ignacio Rodríguez, nos expone con humor —y desde su muy particular punto de vista— un conjunto de reflexiones sobre aspectos diversos de la pandemia, como la desinformación, eje sobre el que se ha movido todo tipo de rumores sobre la naturaleza de los virus, de su replicación y de las medidas para su prevención, así como las titubeantes actitudes del sector salud a lo largo de los ya varios meses desde que fue calificada de pandémica la infección causada por el SARS-CoV-2, y la emergencia y proliferación de prácticas, como las videoconferencias en el mundo académico. El texto se aleja de las visiones melancólicas y taciturnas que el confinamiento ha causado en muchas personas y reivindica una postura radicalmente opuesta a la de la gran mayoría. Pero sobre todo, una categoría atraviesa longitudinalmente su reflexión: el miedo. Sin embargo, su autor nos intenta demostrar que en el fondo, se trata no del miedo a la finitud de nuestra propia existencia, por otro lado inescapable, sino un miedo más profundo y soterrado: el miedo a no haber vivido plenamente y considerar por ello nuestra existencia como insatisfactoria. Un testimonio ciertamente distinto al resto de los textos presentados, pero precisamente por ello original e interesante. En el tercer texto de la restauradora y especialista en la conservación de acervos documentales y en particular en la interpretación sobre el valor de la imagen como documento histórico, Eugenia Macías, “COVID-19. Cultivar, desestabilizar: imágenes del mirarse dentro para accionar distinto”, la autora aborda cómo las distintas experiencias del confinamiento nos han llevado a replantear nuestras dinámicas cotidianas en el ámbito de lo privado y doméstico. Lo hace a partir de testimonios propios y ajenos, solicitados ex

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profeso a amigos cercanos con la intención de desarrollar cuatro ejes reflexivos y sus narrativas respectivas: 1) Cultivar en la propia persona desde esta experiencia inédita de lo doméstico, 2) Las desestabilizaciones socio-personales que conlleva, 3) Imaginarios y autorepresentaciones en lo que da paz y alegría y está al alcance en este presente y 4) Nuevas resoluciones del mundo que deseamos vivir de ahora en adelante. El texto va acompañado de imágenes sobre las que su autora reflexiona en el contexto de los ejes planteados, hecho que confiere al texto un valor añadido por la singularidad de su aproximación. El segundo apartado, Opinión, empieza con el trabajo del biólogo e historiador de la ciencia, Juan Manuel Rodríguez, titulado: “Reflexiones desde la cuarentena: la omnipresencia de la información como ¿solución? a la pandemia”. En él, Juan Manuel aborda el tema de la información y específicamente su exceso en los medios electrónicos. La proliferación de las noticias falsas o fake news se convierte en un problema cuando hay que tomar decisiones que afectan la salud del colectivo. Y sin embargo, buena parte de la información disponible se presenta como objetiva y científica. El autor muestra cómo el conocimiento científico y el pensamiento mágico no representan necesariamente los polos de dos racionalidades excluyentes y, aunque su objetivo no sea distinguir la “buena” de la “mala” ciencia, tampoco los es la eliminación del pensamiento mágico o religioso para imponer a la ciencia como único conocimiento válido en el mundo de la pandemia. Se trata, propone Juan Manuel, de lograr un equilibrio, entender los contextos en los que surgen ambas formas de entender el mundo y de lograr un diálogo constructivo que posibilite tomar decisiones y hacer frente de una mejor manera a la crisis que hoy enfrentamos y que no es únicamente de naturaleza sanitaria. El siguiente trabajo, “La COVID-19. Una epidemia construida al avasallar la naturaleza”, del antropólogo José Luis Martínez Ruiz, aborda la emergencia de la pandemia como consecuencia del desarrollo de un capitalismo posmoderno, caracterizado por una actitud depredadora ante la naturaleza y una falta completa de sensibilidad frente a los contextos ecológicos que ha roto su equili-

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brio. Una de sus consecuencias más evidentes es, afirma el autor, el cambio climático, producto de acciones antropogénicas que, si bien han generado también progreso y bienestar, han mermado o nulificado la capacidad de resiliencia incrementando los riesgos a nivel planetario. Desde un posicionamiento enmarcado en el materialismo histórico, su autor identifica el origen de la pandemia como una de las consecuencias del desarrollo económico sustentado en la explotación irracional del entorno natural supeditado al capital y a sus intereses en una lógica neoliberal. El segundo apartado finaliza con el trabajo del historiador Rafael Guevara Fefer, titulado “Un lugar para la clínica en los recuerdos del porvenir”. En él, su autor se ocupa de lo que denomina la “experiencia clínica”, producto de una mixtura disciplinaria e histórica: la química, la fisiología, la biología, la microbiología, la física, la enfermería y la medicina científica, con sus decenas de especialidades. La clínica juega hoy un papel preponderante en la pandemia que vivimos y Guevara Fefer nos explica cómo fue que la práctica médica se constituyó primero en una disciplina científica durante el siglo xix a través de una serie de fundamentos cognitivos que le posibilitaron intervenir en el estado de salud de los pacientes y posteriormente ocupar el lugar de privilegio que tiene sobre todo hoy la medicina moderna. Reconoce la necesidad de hacer frente a la pandemia de un modo que involucre también a las ciencias sociales, pero a la vez reconoce cómo los practicantes de la clínica deben curar a las personas, arriesgando en el mismo acto su propia existencia. Rafael termina su reflexión planteando la preexistencia de la técnica a la propia condición de humanidad, cerrando así con una paradoja: la técnica que en un sentido nos humanizó, hoy está a punto de aniquilarnos. Como los primeros dos apartados, el tercero, Ensayos, reúne a su vez tres textos. El primero de ellos, “Desde mi ventana o el transcurrir de la vida en tiempos de pandemia”, del etnólogo Hugo Eduardo López, aborda el surgimiento de nuevas maneras de relaciones sociales condicionadas por los fenómenos derivados de la pandemia: el confinamiento, la distancia social y las nuevas racionalidades derivadas de las mismas. Todo ello, teniendo como telón de fondo de

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nuestra singularidad como nación la profunda desigualdad social que parece impregnar hasta los más pequeños matices de nuestra cotidianidad. La atención sanitaria brindada a la población afectada por la pandemia parece aquejada de una perspectiva productivista que “elige” quién debe ser salvado y quién no. Hugo, califica la pandemia como “una encrucijada civilizatoria” donde, además de la vida y la muerte, está en juego una posibilidad de futuro para los sectores más vulnerables y un proyecto de sociedad que deberá incorporar estos sectores como condición prioritaria del mismo. Así, la actual crisis, como suele afirmarse, refleja a su vez oportunidades no contempladas en el orden social cotidiano. La alternativa, considera el autor, es la instauración definitiva de la inequidad. El segundo ensayo, “La peste. Percepción de antropólogo confinado”, del etnólogo Carlos García Mora, entrecruza sus recuerdos de décadas de investigación en la zona purépecha a propósito de las epidemias y las pestes con lo que actualmente vivimos. Llama la atención, el culto a San Roque, santo patrono ante las pestes y las epidemias mencionado en el texto de García Mora. El autor expone con detenimiento las consecuencias de la pandemia en los planos de la salud pública, sus repercusiones económicas en la emergencia de una crisis mundial no vista hace varias décadas y la experiencia de los antropólogos mexicanos ante la pandemia y las repercusiones en su quehacer. Explícitamente afirma, y llama la atención que lo haga en pasado, no sé si como un intento de plantear en el papel una situación superada o si como un antropólogo inmerso en la visión histórica de los hechos actuales, intentando narrar desde una distancia temporal lo que aún hoy nos acontece: Un reto que enfrentaron los antropólogos de sus diferentes disciplinas fue el de cómo hacer la antropología de la epidemia de la COVID-19 en México. Ante la dificultad para realizar trabajo de campo, a menos que se quisiera aventurarse a pesar de todo, el comportamiento social sólo se infería de fuentes insuficientes o secundarias, a veces inexactas o sin comprobación, por ejemplo, la información periodística, siempre de mala calidad, sin valor estadístico, amarillista con frecuencia, pero fuente de conocimiento al fin.

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El autor desarrolla, además, algunas de las consecuencias en la práctica antropológica, derivadas, entre otras cosas, por la imposibilidad de realizar trabajo de campo y de los recortes presupuestales que ponen en riesgo a la viabilidad de la propia disciplina. El apartado y el libro cierran con un ensayo del antropólogo físico José Luis Vera, titulado “Soliloquios, evocaciones y autorreferencias sobre la COVID-19”. Partiendo de una experiencia personal del origen de la pandemia, su autor desarrolla diversos aspectos de la ción y el papel del tiempo en la pandemia, el distanciamiento social y algunas de las consecuencias de la llamada “nueva normalidad”, nuevo orden emergido de la crisis en sus aspectos sanitarios, económicos, sociales y simbólicos. Los autores de este pequeño opúsculo esperamos que las reque sean tomadas no sólo como ideas para pensar y pensarnos como sociedad, sino simultáneamente como las preocupaciones de un grupo de antropólogos e historiadores que decidieron externar sus miradas, preocupaciones e incertidumbres sobre una situación inusual como la que vivimos, y necesariamente mediadas porque aún hoy no sabemos cuándo, ni cómo terminará. José Luis Vera Cortés San Andrés Totoltepec, Tlalpan Otoño, 2020.

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testimonios




Xabier Lizarraga, “La humanidad y la pesada carga de la pandemia”


Crónica de una pandemia. Reflexiones instantáneas

Amalia Attolini Lecón Dirección de Etnohistoria-INAH

Vuelva la noche a mí, muda y eterna, del diálogo privada de soñarte, indiferente a un día que ha de hallarnos ajenos y distantes sAlvAdor novo

Apenas empezaban a florecer las jacarandas en la ciudad cuando inadvertidamente, de golpe y porrazo nos cayó el chahuixtle. En un principio saltaron noticias por todos los medios, recomendaciones para no salir y suspensión de actividades cotidianas. Nos preguntábamos: ¿será cierto? Queríamos creer que eso acontecía muy lejos, allá por China, y que acá no llegaría. Pero al cabo de los días, quedamente, se fue colando por los resquicios de las paredes, por las muescas de las cerraduras, por las rendijas del entendimiento y se hizo verdad: el bicho ya estaba aquí y nos mataba. En la mudanza de los días que se escurren, los sonidos de la ciudad se van acallando, las calles se vacían, el silencio va creciendo. En medio de esto, paradójicamente, la tierra se puebla de trinos, silbidos de pájaros y avecillas que no se cansan de entonar su primavera por todos los rincones. De punta a cabo y de arriba abajo, cada uno va encontrando su acomodo en esta nueva existencia impuesta. La plasticidad del ser humano es portentosa, nos vamos amoldando a las circunstancias. Somos afortunados los que tenemos un quehacer intelectual, artístico o de cualquier índole que obliga a largas horas de labor cotidiana,

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porque nos da estructura, nos apacigua y nos protege frente a la locura que pernocta detrás de la ventana. La suspensión de la vida diaria nos obligó a inventarnos dentro de casa, y así, mientras, ordeno closets, escombro cosas viejas, desecho papeles, encuentro fotos de seres queridos y cosas ya olvidadas. Se va acomodando mi cabeza y de ahí también voy eliminando dolorosas despedidas, presencias de otros tiempos, cosas antiguas y extraviadas. Es el tiempo de la introspección, el tiempo de arar el suelo duro de los recuerdos. Se han abierto las cavernas selladas del alma y ha penetrado la luz. Aquí estamos frente a todas las reacciones posibles ante la muerte. La negación total, la descreencia, el azoramiento. En esta balsa en la que vamos todos, algunos se echan al agua, otros simplemente enloquecen y otros mantienen la realidad sujeta por los pelos. ¡Tenemos miedo! Las semanas se suceden y salen a relucir las agujas de tejer, el cuadrillé para el punto de cruz; aparece el equipo de carpintería, las herramientas para el jardín y los pinceles guardados. Se incrementan las series y películas por Netflix. Las actividades por Zoom son ahora nuestro contacto humano, las jornadas son todas parejas. Cocinamos, trabajamos, nos asoleamos, platicamos, en tanto permanecemos en ese rincón del mundo que es nuestra casa. La metamorfosis que sufre la sociedad es inédita, vivimos un momento histórico que tergiversa lo experimentado hasta hoy. Nos toca transformarnos, evolucionar, esperar que la ciencia encuentre la famosa vacuna y, mientras tanto, crece un poquito de dolor, un puñito de tristeza por la nostalgia del abrazo, de la caricia, del calor… Si Santiago Genovés viviera, estaría feliz porque tendría la oportunidad de reproducir la experiencia del Acali, pero esta vez no en la mar, sino en la realidad del planeta entero. Para quien no lo recuerde, la expedición-experimento de la balsa Acali tuvo lugar en 1973 con el propósito de probar el comportamiento humano en un laboratorio cerrado bajo condiciones adversas y peligrosas, en la que participó un híbrido y variado grupo de seis mujeres y cinco hombres de nacionalidades, religiones, idiomas, acervo cultural e ideas políticas diferentes; y por ende, con contrastes muy claros de

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carácter y personalidad que llevaron, según concluyó Genovés, “A la lucha por el poder como el primer factor de violencia en la balsa y lo es en el planeta”. Al mismo tiempo, el experimento de la embarcación Acali era para demostrar que las técnicas de navegación de los antiguos egipcios les podrían haber permitido entablar una vía de comunicación con América. Fue construida con papiro, siguiendo representaciones en antiguas pinturas y bajorrelieves egipcios y mesopotámicos. Zarpó desde las Palmas con destino a México, adentrándose durante 101 días en el Atlántico donde se vivió la azarosa aventura. En México, lo entendería cada familia forzada a vivir en un mismo espacio durante un periodo largo y sometida al encierro: una experiencia más del comportamiento humano en condiciones de enclaustramiento y de amenaza de muerte. De que no vamos a salir los mismos de este desconcierto, ni duda cabe. Nuestro mundo cambió, la globalización cobró su precio. Tal vez la naturaleza entró en un impasse para permitirnos reflexionar, es un “estáte quieto” frente a la vertiginosa carrera de ir quién sabe a dónde, sin ton ni son. Enfermarse en este tiempo, cuando no se puede acudir a ningún hospital es algo que aterra. Pero entonces nos acogemos a los remedios caseros y el instinto de sobrevivencia está más alerta que nunca. Nos pisotea la certidumbre de que esta cruel enfermedad no permite ni velar ni enterrar a nuestros muertos. El privilegio de ser joven quedó de manifiesto cuando en las salas de cuidados intensivos tuvieron que escoger entre dos enfermos en estado crítico y un solo ventilador; la preferencia se le dio a los jóvenes porque los viejos ya vivimos nuestra vida. Triste, deshumanizada verdad, aquí la ley del más fuerte prevalece. Se apela al poder de adaptación del ser humano: o te ajustas o te mueres. Y los más viejos somos los últimos de la fila. Durante esta catástrofe brotan las contradicciones, se ahondan los contrastes. Es un parteaguas histórico. Se manifiesta lo que ya venía fraguándose: la desigualdad total en el planeta. Aquí cada uno enseña el cobre. Se desbocan las precariedades e inequidades

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sociales. Se radicalizan las ideologías en múltiples escalas y dimensiones. La disputa es, hoy por hoy, que unos apuestan por la salud y otros por la economía. La ignorancia y la mala leche se combinan provocando desde la negación de la existencia del coronavirus que produce la COVID-19, hasta una crisis donde los intereses políticos encontraron tierra fértil. En México, no es lo mismo vivir en grandes mansiones donde caben familias holgadamente, a esos espacios estrechamente afligidos donde viven familias extensas en cuartos pequeños, donde cohabitan niños y adultos. Allí, donde el alcohol, la droga, la pobreza prohíjan los malos tratos, donde el machismo se exacerba y surge el espanto en ese caldo de cultivo de la ignominia. Es aquí donde lo más avieso de la condición humana brota descontroladamente, la violencia de género se señorea, al lado de otras perversiones. Después del naufragio, ¿quiénes seremos? ¿Qué reminiscencias y qué recursos del inconsciente colectivo, y de añejas herencias ancestrales, aparecerán para enfrentar lo siniestro? ¿Qué perturbaciones? ¿Qué desamparo quedará cuando las aguas regresen a su cauce? ¿Tendremos la fuerza interna para remontar el suceso? Cuando pase todo esto, proclaman muchos, seremos mejores: conoceremos el inicio de una nueva solidaridad. O igual, pensamos otros, seremos peores: más encarnizados, más egoístamente en lucha por la supervivencia, más desalmados… Y aquí nos encontramos, igual que un habitante del paleolítico, estupefactos ante el horror de una erupción, de un terremoto o de una tempestad. Ineptos para controlar el cataclismo, incapaces de meter las manos. Esta peste dejó al descubierto la abyección y lo sublime, lo excelso y lo miserable de la condición humana. Y sabemos, lo sabemos, que no volveremos atrás, que ya no seremos los mismos porque algo en las entrañas del mundo se ha fracturado.

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El miedo y sus excusas. Reflexiones para antes de contraer la COVID-19

Ignacio Rodríguez García Dirección de Estudios Arqueológicos-INAH

Llegó la pandemia En el ya lejano 2005 leí un apocalíptico artículo de National Geographic 1 que aludía a la alta probabilidad de que en un cercano futuro de indeterminada fecha la humanidad se viera azotada por una epidemia vírica de proporciones fuera de todo lo conocido hasta entonces. El autor refirió recientes episodios de virus de aves que, mutando, infectaron a miles de personas que vieron mermada su condición física y, en varios casos, murieron. La lectura me recordó temas que yo ya sabía: los virus son entes no vivos de los que no sabemos exactamente sus mecanismos de replicación, y tienen una alta capacidad para transformarse en cepas inmunes a los tratamientos efectivos contra las primeras cepas conocidas. También yo ya sabía que, en general, los servicios de salud no están preparados para enfrentar una gran epidemia, y menos en los países subdesarrollados como México, aunque el autor puso en duda la capacidad sanitaria de Estados Unidos para enfrentar una magna epidemia, con todo y que sea el país más rico del mundo. El autor fue profético: a causa de la COVID-19, al 21 de noviembre de 2020, México ha registrado oficialmente más de 100 000 muertes, y los Estados Unidos más de 250 000, encabezando así la lista mundial. Pero en ese 2005, el artículo, cuando mucho, se sumó a mi lista de incredulidades y desentendimientos sobre advertencias de peligros

Tim Appenzeller, “Tracking the Next Killer Flu”, en National Geographic, Washington, vol. 208, núm. 4, National Geographic Society, octubre de 2005, pp. 2-31. 1

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y complots, lista que ha seguido creciendo encabezada por la probabilidad de invasiones extraterrestres, seguida por un plan añejo e internacional de los Caballeros Templarios para hacerse con el control mundial —idea que cobró fuerza cuando el nombre de los Caballeros fue usurpado en las acciones terroristas del bombazo en Oslo y enseguida la masacre de más de sesenta jóvenes en la isla de Utøya, Noruega, el 22 de julio de 2011. La lista continúa con la intención de la CIA de subyugar a la población latinoamericana con un sucedáneo de la droga LSD (como en efecto intentaron en la década iniciada en 1970 con su población estudiantil californiana, siempre tan reacia a acogerse al conservadurismo) para, por fin, hacer realidad el estatuto continental de la Doctrina Monroe. Entre ese tipo de peligros y complots el artículo de National Geographic me pareció un sambenito más colgado por EE. UU. a sus rivales preferidos: Rusia, China, Irán y Corea del Norte, desde donde se “escaparía” el virus del Armagedón. Poco caso hice (y, la verdad, sigo haciendo) de esa advertencia y, en general, del conjunto de todas esas noticias e informaciones a las que di poco crédito y no mucha importancia, acostumbrado como estaba, y estoy, a oír un sinfín de calamidades que sucedían en otras partes del mundo, y en lugares lejanos a la ciudad de México: guerras étnicas en la ex Yugoslavia, brotes epidémicos de ébola en África, tensiones nucleares entre la India y Pakistán, extensión del crimen organizado en Coahuila y Tamaulipas, aumento mundial de la morbilidad a causa de obesidad y diabetes, el manotazo musulmán a la Torres Gemelas, una colisión entre trenes cargados de combustible en Corea del Norte, el calentamiento global, el tráfico de esclavas sexuales moldavas, oaxaqueñas y sudafricanas… Luego, en diciembre de 2019 deambulaba yo en un centro comercial de la ciudad de México cuando escuché en una pantalla de televisión sobre la aparición en China de una enfermedad causada por un virus, específicamente por un virus corona, que después sería llamada COVID-19 (acrónimo de COrona VIrus Disease 2019), noticia que, desde luego, rápidamente eché en mi bolsita del olvido ocupado como estaba calculando si los restos de mi aguinaldo me alcanzaban para regalarme, por Navidad, un escritorio elevable.

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Que yo olvidara la aparición de una enfermedad ocasionada por un virus corona (entonces el más reciente de una dinastía muy conocida entre los epidemiólogos), y que tenga por norma no tirarme a la angustia por calamidades como las mencionadas en el párrafo anterior, es una confesión que hago confortado desvergonzadamente por la altísima probabilidad de que el lector, como yo, sea parte de ese 89.984% de la población mundial a la que poco le importan las desgracias ajenas (si hacemos caso a la compañía transnacional de encuestas Gallup).2 Este porcentaje rebasa el 95% cuando sumamos a aquellos que “se preocupan” por, digamos, el calentamiento global, pero usan alegremente su automóvil, tienen en su casa dos o más pantallas de televisión o ¡motorizan sus persianas!, colaborando con el aumento de carbono en la atmósfera. Es decir, son personas que se preocupan con estulticia por el calentamiento, pero no hacen nada por disminuirlo ni les importa aumentarlo. A partir de febrero de 2020 el aumento de casos de la COVID-19 trajo aparejados otros aumentos como el de las noticias ad nauseam al respecto, las comparaciones del desarrollo de esta en diferentes países y las titubeantes declaraciones de las autoridades sanitarias que no saben bien a bien cómo tratar la enfermedad (ocasionando indignación en la ciudadanía). Pero, seamos honestos, poca gente —incluso con preparación universitaria— cae en la cuenta de que, si un gobierno supiera bien cómo tratar una epidemia, esta ni siquiera surgiría; así, es un pleonasmo decir “esta epidemia es culpa de las autoridades”. Dicho de otra forma: virus (o bacteria u hongo) + aparato gubernamental mal preparado = epidemia. Menos aún es la cantidad de gente que acepta, aunque se dé cuenta, que para que cualquier gobierno enfrente eficientemente una epidemia, debe imponer restricciones inflexibles a la ciudadanía aun a costa de ser acusado de autoritario. El obligado confinamiento ha traído a su vez el resquebrajamiento en la economía de personas, negocios pequeños, empresas

Jon Clifton, Gallup Global Emotions 2020, Washington, Gallup Inc., 2020, 20 pp. https://www.gallup.com/analytics/324191/gallup-global-emotionsreport-2020.aspx, consultada el 26 de noviembre de 2020.

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(incluido el narcotráfico, la prostitución y los deportes profesionales), bancos, países y amplias regiones continentales, etc. La enfermedad también trajo escaseces en febrero, marzo y principios de abril: en el mercado se agotaron cubrebocas, gel antibacterial, líquidos antisépticos clorados, guantes quirúrgicos y de limpieza, y ¡cervezas! Por fortuna, al 26 de noviembre de 2020, no se le ha ocurrido a ninguna cofradía, asociación piadosa u arzobispado realizar una procesión religiosa a la Catedral de México (o a la Basílica de Guadalupe, al Santuario de Chalma, al Cerro del Cubilete, a la Basílica de San Juan de los Lagos, a la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima, al Santuario de Izamal, etc.) para pedir a Dios que perdone nuestros pecados y se lleve la enfermedad, como ocurría con frecuencia durante la Colonia, el siglo xix y buena parte del xx. Por supuesto, en este siglo xxi no podía faltar un obispo (Ramón Castro Castro, de Cuernavaca) que declarara que la COVID-19 era un castigo divino por culpa del aborto, la eutanasia y la diversidad sexual3 (aunque, claro, olvidó la pederastia sacerdotal). Por otro lado, en un raro acto de racionalidad, tampoco los concheros, la chitontequiza ni otros grupos de danzantes “indígenas” han tenido la peregrina idea de quemarle copal a Tlazoltéotl para que se trague nuestros malos comportamientos y desaparezca las miasmas. La pandemia llegó y nos trajo principalmente desasosiego, pero también un oculto, soterrado y medular miedo, un miedo muy parecido a los magistralmente descritos por Howard Lovecraft, Stephen King y Samanta Schweblin. Pero también nos trajo a algunos intelectuales ganas de escribir sobre ella y sobre las consecuencias del confinamiento que trajo aparejado.

Verónica Bacaz, “COVID-19 es ‘un grito de Dios’ por culpa del aborto, eutanasia y diversidad sexual: Obispo de Cuernavaca”, en El Financiero, 22 de marzo de 2020. https://www.elfinanciero.com.mx/nacional/pandemia-del-covid19-es-un-grito-de-dios-por-temas-como-aborto-eutanasia-y-diversidadsexual-obispo-de-cuernavaca, consultada el 21 de noviembre de 2020.

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Reflexiones y flexiones mentales En efecto: mi muy estimado y admirado amigo José Luis Vera, miembro como yo del Seminario de Historia, Filosofía y Sociología de la Antropología Mexicana, tomó la iniciativa de convocar a los miembros del mismo a escribir sobre la pandemia. En mi ignorancia, la idea me pareció excelente por original, sólo para desilusionarme al día siguiente al comprobar que muchísimos gremios académicos en el mundo no sólo tuvieron la misma idea, sino que ya habían publicado y difundido sus opiniones, conocimientos y disquisiciones sobre la COVID-19, la pandemia, el confinamiento y sus consecuencias, incluso con enfoques antropológicos.4 Como me comprometí a participar en el volumen —llevado por el primer entusiasmo y lo mucho que me gusta escribir— tuve que hacer a un lado la posterior desilusión y sumarme a las nada originales huestes que escriben sobre lo que actualmente está de moda. Pero me niego a escribir sobre la COVID-19 en sí, o sobre las melancolías y taciturnidades que en algunas personas provoca el confinamiento; en casos graves, estas melancolías se transforman en depresión, que develan en los afectados una vida llena de fracasos y desesperanzas que conducen a pensamientos e intentos de suicidio.5 En realidad, el confinamiento no me ha afectado en absoluto en mi vida familiar ni en mi productividad académica; al contrario, ha significado una oportunidad de reflexionar con calma sobre ciertas consecuencias de la pandemia en el estado de ánimo de la población de la ciudad de México que, en general, ha provocado actitudes inadecuadas.

Para ejemplo, véase Priscilla Song y Joseph Walline, “Virtual Technologies of Care in a Time of Viral Crisis: an Ethnographic View from Hong Kong”, en Somatosphere. Science, Medicine and Anthropology, Eugene Raikhel (ed.), Universidad de Chicago, 6 de marzo de 2020, http://somatosphere.net/forumpost/ virtual-technologies-of-care/, consultada el 21 de noviembre de 2020. 5 Suicidio, Organización Mundial de la Salud, ONU, 2 de septiembre de 2019. https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/suicide, consultada el 21 de noviembre de 2020. 4

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Para empezar, ha sido triste comprobar que es mínima la defensa que ofrecen los cubrebocas que ahora todo mundo trae (algunas personas incluso los portan dentro de sus casas), porque los virus corona entran al cuerpo a través de las mucosas bucales, nasales y, nótese, oculares (además de heridas cutáneas). Como el tiempo de estabilidad del virus es de varias horas en el aire (y de dos a tres días en superficies con temperatura templada)6 y son partículas ingrávidas sujetas al capricho del más mínimo viento, llegan con facilidad a dichas mucosas. Con suerte, una persona combate (inadvertidamente) al virus si su saliva es suficientemente alcalina, la mucosidad de su nariz es espesa y alta en iones de sodio (pues el barrido mucociliar es la mejor defensa natural del pulmón, el principal órgano atacado durante la COVID-19) o si sus lágrimas, por un algún padecimiento, son ácidas. La flotabilidad del virus hace también poco útiles los baratos escudos faciales hechos con hojas de policarbonato o acetato tamaño carta o esquela que cubren el rostro desde la frente hasta el mentón, pero no los costados de la cara. Sólo las máscaras de careta completa ajustables a todo el contorno facial son efectivas, y únicamente cuando se complementan con filtros HEPA clasificados ISO 50 o 75 U. Pero esta información no se hace del dominio del público, quizá para no generar pánico, quizá porque algún funcionario de salud lo olvidó, quizá porque las caretas con filtros HEPA son costosas, quizá como parte de un complot iraní… Por otra parte, el confinamiento ha provocado un explosivo incremento de videoconferencias que, afortunadamente, han permitido que muchas personas continúen trabajando; pero desafortunadamente también ha mostrado la poca higiene de algunos individuos. No puedo dejar de mencionar que, quizá por estar dentro de sus hogares, algunos colegas aparecen en pantalla despreocupadamente en fachas, otros notoriamente sin bañarse con los pelos de su cabeza tiesos de grasa y sudor seco, algunos más Neeltje van Doremalen et al., “Aerosol and Surface Stability of SARS-CoV-2 as Compared with SARS-CoV-1”, en New England Journal of Medicine, carta al editor publicada el 17 de marzo de 2020. https://www.nejm.org/doi/10.1056/ NEJMc2004973, consultada el 21 de noviembre de 2020.

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olvidan que tienen su cámara encendida y escarban su nariz (¡saturando sus uñas con los virus corona atrapados en la mucosa!), y otros se rascan las axilas y ¡huelen sus dedos! Muy lamentablemente, hay personas que reaccionan negativamente a que se les llame la atención: cuando en diferentes momentos amablemente le sugerí a un miembro de cierto Seminario, y a una hasta entonces estimada académica, que eliminaran esas prácticas, ambos me respondieron: “—¡Ay sí, tú!, ¡como si tú no lo hicieras!”. O sea que, en vez de agradecerme la observación, reaccionaron sintiéndose ultrajadas por saberse sorprendidas en tan abominables modales, y su patética defensa fue sugerir que yo era tan sucio como ellas. A no dudar, si estas actitudes las tienen frente a las otras personas asistentes a las videoconferencias, lo mismo han hecho cuando estas no se acostumbraban, desde los inmemoriales tiempos en que sus mamacitas desperdiciaron miserablemente su tiempo intentando que aprendieran modales pulcros. Sí, lo reconozco, siempre me desagradaron los hippies y su filosofía, pero las videoconferencias son reuniones con otras personas, no con las cochambrosas computadoras de la gente sucia. Mi porfiriana educación y decencia también se rebela ante la falta de respeto a los demás que implica que un asistente a una videoconferencia no encienda su cámara (aunque, quizá, le dé pena aparecer sin bañarse, o quiera practicar sus hábitos sucios) y cometa la grosería que significa ver a otras personas y no permitir que lo vean; el Manual de Carreño desaprobaría estas prácticas, y en su línea editorial actualmente existen reglas de etiqueta para evitarlas.7 Pero lo que más me ha llamado la atención entre las consecuencias de la pandemia es la poca disposición de las personas a aceptar la posibilidad de morir, cuando es justo en crisis como esta cuando es más oportuno hacerlo, e incluso, ¿por qué no?, hasta filosofar sobre la muerte. Pero no: la gran mayoría de la gente prefiere rehuir el tema y concentrarse en usar en todo momento el cubrebocas, ver 8 reglas de etiqueta para tener una videoconferencia con éxito (con infografía), Protocolo y Etiqueta, Cronis, 21 de noviembre de 2020. https://www.protocolo.org/ laboral/8-reglas-de-etiqueta-para-tener-una-videoconferencia-con-exito.html, consultado el 21 de noviembre de 2020. 7

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feo a quien no lo hace, renunciar a saludar con abrazos y besos, y en casos extremos negarse totalmente a salir de casa y asomarse a la acera. Yo apreciaría tales actitudes si esas personas las acompañaran con medidas efectivas para enfrentar la eventualidad de enfermar, pero no hacen nada para disminuir los factores de riesgo que agravarían su eventual contagio: 1. Ya se ha dicho hasta la saciedad que el primero de estos factores es la diabetes, pero muy poca gente que no hacía ejercicio antes se ha puesto a hacerlo, desdeñando el beneficio que trae aparejado el quemar el azúcar sobrante (que destruye los riñones) en el organismo y estimularlo en su totalidad, incluyendo el páncreas que es el órgano que secreta la insulina. 2. También se ha informado profusamente que la obesidad es el siguiente factor, pero durante el desarrollo de la pandemia se ha empezado a detectar que el sobrepeso y la obesidad tienden a incrementarse agravando los casos de infección.8 El incremento se debe a que la gente come más estando en casa y quema menos calorías. 3. Y parece que tampoco hay tendencia a eliminar o disminuir otro importante factor de riesgo: fumar. Como es sabido, el ácido cianhídrico y el alquitrán (el hidrocarburo que mancha los dientes) del humo de cigarro irritan las sutiles y delgaditas paredes de los alvéolos y las adelgazan todavía más haciendo que se rompan y formen espacios más grandes, pero con menos superficie para el intercambio osmótico de oxígeno. De modo que, cuando el virus de la COVID-19 provoca que los alvéolos se llenen de líquido mucoso, estos se inflan aún más y se rompen como cenizas de varita de incienso, negando el aporte de oxígeno a la sangre. La negativa relación entre el tabaquismo y la COVID-19 fue establecida por la OMS por Dafina Petrova et al., “La obesidad como factor de riesgo en personas con COVID-19: posibles mecanismos e implicaciones”, en Atención Primaria. Barcelona: Amando Martín Zurro (ed.), Fundación Educación Médica, vol. 52 (7), 2020, pp. 496-500. https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC72474 50/, consultada el 21 de noviembre de 2020. 8

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enésima vez en mayo de 2020.9 A muchos fumadores esta pandemia no les dejará tiempo de comprobar si el sistema de fumar mediante el calentamiento electrónico del tabaco es menos dañino. Al parecer, el miedo a morir es menor que el miedo (o, seamos honestos, desidia o pereza) a hacer ejercicio, a casarse con una dieta rigurosa o a intentar superar la debilidad mental que impide enfrentar la ansiedad que trae aparejada el abandono del tabaco.

La vida y la muerte El tratamiento cultural del fenómeno de la muerte es uno de los temas de estudio más fascinantes de la antropología, y constituye otra aproximación al fenómeno psicológico del miedo a morir. En la antropología es un axioma que los hombres creamos a los dioses —y no al revés— entre otras razones, por el miedo de echarnos a nosotros mismos la culpa de las calamidades. Es un imperativo categórico estudiar y analizar el entramado de ideas y costumbres que las diferentes sociedades han creado para explicarse el fenómeno de la muerte, sea esta singular e individual o general y colectiva, como en el caso de una epidemia. El hecho en sí no cambia: todos habremos de morir y nos da miedo, y la incapacidad del ser humano de revertir esta verdad se matiza con las costumbres funerarias, pues estas, en efecto, no se hacen para los muertos, se hacen para los vivos: a ningún muerto le importa si le rezamos el novenario, le hacemos un coloquio de homenaje, le levantamos una estatua o le ponemos su nombre a un auditorio. Y desde luego que hay que ser muy proclive a los cuentos de hadas si creemos que el espíritu de ese muerto protegerá a sus seres queridos que le sobrevivan. Las costumbres funerarias son un recurso psicosocial desarrollado para Declaración de la OMS: consumo de tabaco y COVID-19, Organización Mundial de la Salud, ONU, 11 de mayo de 2020. https://www.who.int/es/newsroom/detail/11-05-2020-who-statement-tobacco-use-and-covid-19, consultada el 21 de noviembre de 2020. 9

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enfrentar el “enigma” de la muerte, que no es otra cosa más que nuestra negativa a aceptar que, cuando acontece, no hay después nada más: cesa nuestra conciencia, decae nuestro cuerpo a través de fermentaciones butírica y caseínica, y desaparecemos (a pesar de lo que digan las religiones). Pero que creamos que la muerte sea un enigma de ninguna manera significa que la vida no lo sea: quizá un piadoso filósofo de la biología me actualice, pero, hasta donde sé, no hay una definición científica unánime e incontestable de “vida”. ¿Qué es nuestra vida? En cuanto a la mía pienso lo siguiente: si el universo actual se creó hace casi 14 000 millones de años, según la más actual teoría del Big Bang, y dura al menos otro tanto, tendrá una existencia total de 28 000 millones de años. Si yo vivo hasta cumplir 80 años mi lapso de vida coincidirá con el 0.0000002857 % de la duración del universo, un porcentaje estadísticamente tan insignificante como el crecimiento de un vello en mi brazo durante medio segundo. También pienso esto: recuerdo a mi madre con mucha intensidad, a mi abuela materna ligeramente, no conocí a mi bisabuela y no me importa en absoluto quién o cómo fue mi tatarabuela: y sólo hasta el momento de escribir estas líneas estoy pensando, muy abstractamente, en mis demás ancestros. Pienso todos los días en mi hijo, me gustaría un nieto, me preocupa un poco que este y mi eventual bisnieto crezcan bajo un gobierno de izquierda trasnochada o uno de derecha persignada (totalitarios ambos), pero, la verdad, ya no me importa la suerte de mi tataranieto ni mucho menos la de las generaciones siguientes. Al lector le pregunto: ¿De verdad le importan esas lejanas generaciones de sus ascendientes y descendientes? ¿Cree que su chozno alguna vez pensará en él? Y si ese hipotético chozno lo hace, ¿le importará al lector cuando suceda? Si mi vida es infinitesimalmente intrascendente en el universo, si nadie pensó en mi futura existencia cuando corrían el siglo xix y los anteriores, si a nadie le voy a importar en el siglo xxii y menos aún en los siguientes, si voy a estar muerto durante muchísimos millones de años, si no puedo escapar a morir, ¿por qué dar cabida al miedo de morir (de COVID-19 u otra causa) lastrando esa brevísima vida que nos fue dada? La solución, en mi humilde pero sólido caso,

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se gestó en la educación que recibí de mis padres, mi hermano mayor, otros parientes, ciertos maestros y algunas de mis amistades pensantes. La primera cosa trascendente que aprendí cuando niño fue que algún día iba a morir, y la segunda fue que la vida es preciosa, pero justamente porque dura poco en el esquema universal de las cosas. Mis dos abuelas fallecieron cuando yo era niño, entonces creí que las personas sólo morían de viejas; pero en la adolescencia entré a una etapa, digamos, trepidante, en la que me di cuenta que las personas también podían morir jóvenes, súbitamente y, en muchos casos, violentamente. Con esas experiencias fui conformando, a partir de mi tercera década de edad, una actitud ante la vida que hoy, ante la probabilidad de morir de la COVID-19 (pues ya no soy adulto mayor, sino anciano menor; y aunque hago ejercicio, mi principal desventaja es que en mis mocedades frecuentemente boxeé con mi hígado asestándole numerosos ganchos de tequila, así que el pobre ya no suele sintetizar todas las proteínas plasmáticas: mi plasma ya no es calidad premium, denso y fluido, requisito indispensable para sostener una respetable población de anticuerpos), se parece enormemente a lo expresado por un antropólogo mexicano al que admiro mucho y cito con su permiso (respetando su deseo de anonimato): Total, si me toca la de malas siempre podré decir en mi beatífico lecho de muerte que asumí intensamente mi vida: llena de emociones, ternura, violencia, adrenalina, muchas ilusiones y metas cumplidas, y sin nostalgias lastrantes. Con pasiones amorosas y amores apasionadísimos que me han dejado seco. Con leales y sinceras amistades férreamente forjadas en batallas (bueno, más bien fueron peleas campales entre porras estudiantiles, pleitos sanguinolentos y sanguinorrápidos de cantina, y balaceras entre escoltas). Con hijos exitosos que no me salieron mujeriegos, drogadictos, políticos, ni mala gente, ni votaron por […]. Con una señora que, como otras anteriores, me adora. Con el gusto de haber arrasado bailando música disco y salsa (el tango me choca). Y no te cuento otro tipo de proezas porque te sonrojarías. Aplaudido como maestro en la ENAH, en la Ibero, en el Posgrado de Arquitectura de la UNAM y por cientos de guías de turistas (he

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dado clase en más instituciones, pero ahí no me han aplaudido). ¡Ah, me olvidaba!: satisfecho con lo que he logrado como antropólogo. Feliz y orgulloso de haber recibido sentidos y sinceros consejos profesionales, personales y hasta paternales de Rubén Cabrera, Román Piña Chan, Ignacio Marquina, René Millon, Eric Hobsbawm, Paul Gendrop, Florencia Müller, Julio César Olivé, Alfredo López Austin, Antonio Pompa padre, Leonardo Manrique, Javier Romero y Jorge Angulo. Con una tasa alrededor del 40% de éxito ayudando académicamente en mayor o menor medida a alumnos y colegas antropólogos (y una psicóloga) a ganar plazas y/o subir de categoría salarial en el INAH, la UNAM, la UABJO, el Colegio de Michoacán, la Ibero y la Anáhuac. O sea que ¡YA VIVÍ!10

La suma de todos los miedos Así pues, es tesis de este ensayo que ese soterrado miedo a morir que atenaza a la gente en esta época de pandemia, no es sino una elaboración mental que enmascara no tanto la desaparición física (que a todos nos llegará), sino el morir y darnos cuenta que nuestra vida fue aburrida, intrascendente, triste y miserable: miedo a reconocer que desaprovechamos ese brevisísimo lapso que compartimos con el universo para gozar de la vida. Por supuesto, hay miedos de categoría general que nadie quiere padecer: el secuestro de un hijo, sobrevivirlo, sufrir una dolorosa enfermedad terminal, ser comido vivo por una escuadrón de hienas, que el Síndrome de Alzheimer sea tan, pero tan cruel que nos permita únicamente darnos cuenta de que lo padecemos, que nuestros hijos pequeños se topen con pederastas al estilo de Marcial Maciel, Vaticano y Asociados, tener una apoplejía que nos incapacite hasta para hablar y limpiar nuestros excrementos, estar inconscientes en terapia intensiva acostados boca abajo para que nos drenen el exceso del infecto fluido espeso de nuestros pulmones y nos ventilen mecánicamente, etcétera.

Comunicación personal, 9 de mayo de 2020. Por respeto al lector, edité las palabras altisonantes y unas prescindibles opiniones políticas. 10

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Fuera de estos miedos medulares, hay otros que, más bien, existen en buena medida por la actitud mental de quien los sufre: considerar un divorcio como un fracaso, que nos arrebaten la patria potestad y no veamos crecer a nuestros hijos, perder el empleo y su confort anexo, quedarnos para vestir santos, ser estériles, ir a la guerra, que nuestros hijos mayores no nos dirijan la palabra, que alguno de nuestros padres fallezca sin darnos oportunidad de saldar cuentas, que la gente critique que nuestro/a cónyuge tenga 20 años menos, que nuestro/a hijo/a se case con alguien 30 años mayor y lleno de tatuajes, etc. Por supuesto, los intelectuales (como los de cierto ámbito en México de profesores-investigadores) no están exentos de miedos, muchos de ellos específicos y clasificables, como los derivados de la frecuente confusión que equipara grado académico con calidad académica; o como el de no culminar nunca el gran y revolucionario libro parteaguas de alguna disciplina científica. Pero sobre ello estoy escribiendo otro ensayo. Quiero concluir con el lector que es muy triste que, para muchas personas, su vida sea la suma de todos sus miedos, y que las excusas para no enfrentarlos los transformen en un contrahecho y putrefacto pánico atorado en la tráquea, el píloro o el ano: visceral y perpetuo; que la única salida sea la muerte. Finalmente, creo que a lo único que debemos tenerle miedo es a vivir con miedo. San Lorenzo Huipulco, Ciudad de México 26 de noviembre de 2020 Siglo I de la Pandemia Corona

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COVID-19. Cultivar, desestabilizar: imágenes del mirarse dentro para accionar distinto

Eugenia Macías Guzmán Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía-INAH

Una de las primeras y más permanentes experiencias del confinamiento ha sido el replantear dinámicas en el ámbito privado y doméstico. “¿Qué otros procesos he vivido en confinamiento?”, se preguntaba a sí misma una amiga hace algunos días. Su inquirir me hace sumar estas otras cuestiones: ¿Cómo nos hemos reencontrado con actividades y tareas que en épocas “normales” anteriores a la pandemia posponemos o que hemos ido abandonando en el trajín público? ¿Qué nos suscita detenernos a pensar un poco en esto? ¿Qué movimientos internos suceden en ello? Solicité a personas muy cercanas en alguno de los ámbitos donde me desenvuelvo que escribieran algo. Agradezco a Karina Andino, Germán Fraustro, Mariana Grediaga, Sharon Lima, Ángel Mota, Georgina Vázquez y Mauro Fernández Macías su apoyo para la realización de este texto. Iré por estas páginas como si platicara indagando en el caminar en un sendero, junto a dos de ellos cuyas palabras iniciarán cada apartado. Su escritura sensible fue un faro para ir entre las frases y narrativas de los otros para aludir a cuatro procesos: 1) Cultivar en la propia persona desde esta experiencia inédita de lo doméstico, 2) Las desestabilizaciones socio-personales que conlleva, 3) Imaginarios y autorepresentaciones en lo que da paz y alegría y está al alcance en este presente y 4) Nuevas resoluciones del mundo que deseamos vivir de ahora en adelante.

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1. Cultivar A veces, cuando la tarde nos llega como un alivio en la piel, me siento en el patio a observar las flores y los arbustos de un jardín, ese que hemos venido haciendo, poco a poco. Ángel motA

Hay quienes inevitablemente han comparado este confinamiento con otros en procesos de distintos periodos de su vida y cómo esta reflexión ha conferido nuevas lecturas a esas revisiones autobiográficas: “Alguien me narra una similitud entre el inicio de su maternar y el estar en casa actual por el confinamiento, sólo que la modalidad de ejercer su profesión y dar clases en línea ha sustituido el trabajo presencial que en esa etapa de su vida ella acotó para poder atender a su hijo” (Testimonio 1). Está también la siguiente relectura reconciliadora hacia el confinamiento: Hablando de evocación, me recuerda el encierro impuesto por mis padres durante mi vida a su lado, y lo encuentro como un buen entrenamiento, un importante legado que me permite enfrentar esta crisis. En esos tiempos, no contaba con medios de comunicación, lo cual lo hizo más rudo. Los recursos literarios eran limitados y la información del mundo exterior, escasa a niveles precarios. La situación actual es generosa: libros por toda la casa, un teléfono y computadora con internet, redes sociales. Información que fluye constantemente. Y libertad. Puedo decidir estar aquí y controlar también el impulso por salir (Testimonio 5).

Por otro lado, hay diversos dones activados por el confinamiento. Quienes tenemos hijos pequeños o muy jóvenes, señalamos como ventajas la disminución de desplazamientos por la ciudad y contar con más horas de sueño por no tener que llevarlos temprano por la mañana a la escuela o al camión del transporte escolar (Testimonios 0, 1, 3).

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El compartir momentos como sentarse a la mesa y comer junto con los hijos adultos un par de veces al día evoca la convivencia de su infancia. Uno agradece la luminosidad del conservar los puestos de trabajo y continuar siendo fructífero en lo laboral (Testimonio 5). El reencuentro con actividades abandonadas y cómo han articulado nuevas significaciones en la vida cotidiana es otra vertiente de dones recibidos en el dedicarle tiempo a las plantas del jardín, a uno, a libros dejados para después, al juego con las mascotas o a cocinar (Testimonio 2): “La normalidad no tuvo espacio para que uno comiera lo mismo que preparaba. La cuarentena restableció esta relación, le dio a mi cocina otros movimientos: el aceite ahora se acaba, igual que la cebolla o la sal; algunos platos se rompen y se reemplazan” (Testimonio 4). Hay quienes advierten continuidad de experiencias directas, físicas y situadas, simultáneas al confinamiento, entrelazando procesos de trabajo y de abastecimiento familiar. Mariana Grediaga, quien como restauradora continúa trabajando y dando seguimiento a un proyecto de intervención de patrimonio cultural en la comunidad rural de Tetecala en el estado de Morelos, compartió: “Nos da gusto comprar en las localidades, en donde hay un golpe fuerte de crisis, y bueno, todo es fresco y muy muy muy barato, comparado con los precios de locura de los supermercados de la ciudad” (Testimonio 3). Los testimonios citados textualmente en este apartado, nos dejan ver evocaciones de una etapa anterior de vida y cómo aportó herramientas para sobrellevar la restricción de no salir de casa, o la narración de hábitos recuperados que se traducen a la reincorporación de usos y prácticas de espacios domésticos, objetos, accesorios e ingredientes o el continuar vinculado a localidades rurales y lo que esto aporta a la experiencia.

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2. Desestabilizar y desmontar Aquí, el calor se espera con la mirada en la ventana, con el contar de los días. Conseguir flores en el mercado Jean Talon, rojas, blancas o violetas, es imaginar la soledad diferente, es estar con la naturaleza como para vencer la angustia, estar con una fragilidad que nos abrace en la tristeza de lo perdido. Ángel motA

La materialización de la amenaza a la especie humana en una época de su historia en que se vivía con control casi total de enfermedades por virus y bacterias, se concretó en la suspensión de actividades presenciales fuera de casa. De espectadores pasamos a protagonistas del confinamiento y de los brotes de pánico expresados en la adquisición excesiva de bienes de consumo: Ha sido inevitable experimentar miedo ante la inminente realidad que genera incertidumbre, sin embargo, por una parte, que mis hijos adultos tengan la posibilidad de permanecer en casa y conservar sus empleos ha sido un elemento de tranquilidad. Trabajan largas jornadas, no virtualmente sino realmente. Yo no podría verlos partir al desempeño de sus actividades fuera de casa sabiendo que eso implicaría jugarse la vida día tras día. Pienso un poco en aquellos tiempos en los que las madres veían partir inevitablemente a sus hijos a la guerra. Aunque después de que había comenzado el proceso del “nido vacío” se revirtió al grado de que por momentos parece ser el “nido invadido”, soy afortunada (Testimonio 5).

Otra de las implicaciones más ineludibles de la experiencia del confinamiento en casa es la desestabilización de usos y costumbres que dábamos por hecho, casi automáticamente en las prácticas mismas, con alteraciones o tristezas de tiempos libres vividos lejos de familiares a los que todavía no ha sido posible ver (Testimonio 2) y que, cuando lo hagamos, sea con desconfianza: “Lo que realmente me estresa es la idea de un virus letal que no me deja compartir afuera

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con familia, amigos y público presente. Lo que ha cambiado sustancialmente es la confianza con la que yo solía permitir que la gente se me acercara” (Testimonio 1). En las apreciaciones de las personas que escribieron para este texto, las tensiones sociales pre-existentes a la pandemia desmontan ficciones inventadas para afianzar nuevos procesos de poder y desigualdad en esta circunstancia mundial. Mariana reflexionó: Me preocupa el estado general del mundo y la crisis internacional, el alejamiento de la igualdad de oportunidades entre las personas y las decisiones de los gobiernos tomadas por un solo individuo envuelto en poder. Cada vez me convenzo más de que tanto el neoliberalismo como la figura de los presidentes son inútiles para la humanidad — claro, entre un sin fin de cosas — […] la casi inexistente esperanza para las nuevas generaciones se ve oscura y débil […] Creo que la mirada desde casa sobre la pandemia en este 2020 se queda tan corta, como desde mis ojos a la ventana. Lo que sucede afuera es más grande que el mundo (grandototote) que una vez conocimos, en cuanto a tragedias y problemas por venir […] Dos cosas que me han parecido divertidísimas es que los gobiernos se pusieron de acuerdo para suspender las misas y los partidos de fútbol […] por unos meses pudimos probar su poca utilidad para la vida en el planeta (Testimonio 3).

Los testimonios aquí citados expresan la aparición de otros miedos aparejados a la vivencia de riesgo y alteraciones en la confianza y cercanía en las relaciones familiares y sociales detonadas por el confinamiento y los contagios de COVID-19, pero por otro lado, se perciben desmontajes de ficciones con las que operan dinámicas políticas y recreativas en las sociedades a nivel mundial.

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3. Visualidades de paz y alegría en este presente Es como asomarse a la ventana a ver los volcanes o las nubes o la lluvia y respirar el aire limpio. mAriAnA grediAgA

Mientras esperaba la retroalimentación de estos amigos-hermanos de vida sobre este collage de espejos del mirarnos dentro que es esta pandemia, pensé en cómo no se me había ocurrido pedirles una foto de sus lugares de paz y alegría en casa. Si uno de mis gozos es encontrar respiros en el pensar mi mirar imágenes, ¿por qué no había incluido un espacio para ello aquí? Volví sobre mis pasos y les pedí la fotografía. A una de estas personas le fue imposible darme una imagen. Me explicó que en la casa familiar donde vive no tiene un espacio que sienta que le pertenece. Sin embargo, con toda una vida como cantante profesional, me compartió algo muy pleno desde otro rastro de memoria: las voces de su hijo, de sus amigos, el canto, la música, mirar la lluvia, esos lugares luminosos y generadores de regocijo y tranquilidad en su vida (Testimonio 1). Este mismo sentido abrió Mariana Grediaga con la imagen de ella con su hijo y su perro (Figura 1), para enfatizar en la visualidad, los seres que queremos y la vida que nos sembramos mutuamente, día a día: Las siguientes tres imágenes, de Ángel Mota, escritor méxico-canadiense residente en Montreal y otras dos amigas, activan vinculaciones con la certeza insondable que impulsa en nuestras vidas la naturaleza. Figura 1. Sin título, autora y Sus jardines internos y los que matecortesía: Mariana Grediaga. rializan para procurarse lugares de Junio, 2020. paz: adecuar la casa con una hamaca

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para sentirse como en un “pueblo mágico” (Figura 2, Testimonio 2), las plantas, árboles y flores como espacios de calma que se construyen paulatinamente y que nos abrazan la fragilidad para sentir estos elementos de ahora en adelante desde lo más humano (Figuras 3 y 4, Testimonios 5 y 6):

Figura 2. Sin título, autora y cortesía: Sharon Lima. Junio, 2020.

Figura 3. Sin título, autora y cortesía: Georgina Vázquez. Junio, 2020.

Figura 4. Sin título, autor y cortesía: Ángel Mota. Junio, 2020.

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También estamos quienes nos reencontramos con otros nosotros mismos al retomar actividades que los desplazamientos urbanos impedían: cocinar, hacer yoga. Nuestras imágenes son los espacios y los utensilios de ese vivirnos distintos (Figuras 5 y 6. Testimonios 0 y 5)

Figura 5. Sin título, autora y cortesía: Eugenia Macías. Junio, 2020.

Figura 6. Sin título, autor y cortesía: Germán Fraustro. Junio, 2020.

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4. Resoluciones Jamás volveré a ver un jardín como antes, jamás sentiré las flores como antes, sentiré el sol como un augurio, como ese momento que nos hace humanos y parte de un todo. Ángel motA

Las prácticas nuevas o restablecidas desde el hogar también permiten acometer la vida cotidiana enriquecida por costumbres nuevas o readoptadas: “Más allá del interior también han surgido nuevas relaciones: con la calle, con el mercado (el del espacio físico), con el otro mercado (el de las pláticas sobre el precio o las temporadas), con los marchantes, con los catálogos en línea o con los fantasmas del recetario” (Testimonio 4). Y hay certezas que se han ido consolidando en los afectos a raíz del confinamiento: “Siempre se debe de dar el tiempo para visitar más continuamente a la gente que se ama porque la vida es muy cambiante […] encontrar nuevas formas de divertirme y sobre todo de cultivarme, así como estar más cerca de mi familia y amigos” (Testimonio 2). Para Mariana Grediaga el presente de los vínculos se ha vuelto un puente para transitar la pandemia: “Vivir y sentir el día de hoy, el momento que tengo aquí, me ayuda a no deprimirme, a ocuparme del instante y a concentrarme en estar bien, a decir ‘los te quieros’, que mis afectos me inspiran, a gozar mi vida que es muy afortunada, y a no olvidar la maravilla de estar viva” (Testimonio 3). Como lo que relatan estas personas en los testimonios anteriores, a mi también me gusta la calma del estar en casa y tener sueño suficiente. Pero los pesimismos respecto a la justicia en el mundo se confirman con la conciencia dura del contraste entre mi situación y la de muchísimos mexicanos y otros ciudadanos en diversos países que no han podido mantener el confinamiento como medida de prevención de salud. Cansa y preocupa la cantidad brutal de horas frente a la computadora, el teléfono celular y las redes y plataformas como contacto

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con el mundo. ¿Qué pasaría si siguiéramos en cuarentena indefinidamente y se nos acabaran nuestras reservas de recuerdos de experiencia? Es triste percatarnos de lo destructivo que somos los humanos desde nuestra “hegemonía” en el planeta, es bueno confiar en que la vida, el universo y la naturaleza tienen sus propios ciclos de regeneraciones. Los vínculos son bocanadas de aire fresco. Los encuentros con uno mismo en el espacio doméstico son agentes de autofortalecimiento interno. A veces, da risa; otras, preocupa y unas más enoja el constatar cómo la pandemia ha desmantelado ficciones de instituciones, prácticas, sistemas socioeconómicos y la acción de los políticos. Mi hijo de catorce años cultiva este confinamiento desde su autogestión con la guitarra autodidacta, el dibujo, la lectura, acondicionamiento físico, capoeira, posibilidades de vida plena dentro de casa. Sin embargo, desde ahí escribió para este texto: “C-U-A-R-EN-T-E-N-A. 10 letras y 4 sílabas. Parecería una palabra normal, pero no […] conlleva bastantes sentimientos, malentendidos, distanciamientos y hasta descansos […] Hay gente que lo aprovecha para ser creativa o hacer cosas nuevas y hay gente que no […] ¿quién soy yo para juzgarlos si de hecho soy igual a ellos?” (Testimonio 7). Angustia cómo crecerán nuestros hijos si las pandemias y diversas violencias comienzan a volverse algo cíclico. ¿Cómo transitarán sus vínculos y su experiencia vital? Sólo queda un puro presente y sus gestos posibles.

Fuentes Testimonios 0 al 7. Manuscritos, correos electrónicos, notas en Whatsapp, junio, 2020. Testimonio 3. Mariana Grediaga. Testimonio 6. Ángel Mota, dieron consentimiento de que su identidad se explicitara en el texto.

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Los testimonios fueron aportados por personas residentes en la Ciudad de México, excepto el Testimonio 6, aportado por Ángel Mota residente en Montreal, Canadá. Figuras 1 a 6 proporcionadas voluntariamente por sus autores, quienes autorizaron su reproducción en este texto.

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opinión




Xabier Lizarraga, “La investigación científica para sobrevivir”


Reflexiones desde la cuarentena: la omnipresencia de la información como ¿solución a la pandemia?

Juan Manuel Rodríguez Caso Facultad de Filosofía y Letras-UNAM

Pocos podíamos imaginar que nos tocaría vivir una situación como la que sobrevino con la COVID-19. La “reclusión” obligada cambió en muy poco tiempo todo a lo que estamos acostumbrados y, de paso, ha generado nuevas “costumbres”, como quedarse en casa y realizar en ese espacio todas nuestras actividades, incluso el trabajo. En este breve escrito me baso en lo que me ha tocado vivir a lo largo del confinamiento, lo que en ningún momento resta importancia a la complicada situación que mucha gente está viviendo tanto en México como otras partes del mundo. Un aspecto fundamental dentro de todo lo que implica la cuarentena es la información. Todo lo que leemos, escuchamos, vemos, y que de una u otra forma llega a nosotros, es vital para nuestro diario vivir. En la actualidad, la información se obtiene en buena medida a través de medios electrónicos, y en los últimos años el internet ha ganado un protagonismo enorme en la vida de mucha gente. Mucho se habla del papel que juegan las redes sociales (Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat, WhatsApp, LinkedIn, entre otras muchas, más las que se acumulen) en la difusión de información en tiempo real. Nunca dejará de sorprenderme la facilidad con la que ahora se puede saber lo que está pasando en casi cualquier parte del mundo en el mismo momento en que suceden las cosas. Esta globalización de la información, aunque enormemente ventajosa en muchos sentidos, ha impulsado de manera definitiva un curioso fenómeno en los últimos años: las “noticias falsas”, comúnmente denominadas fake news.

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El “mundo” que nos presenta internet es sumamente particular: no tiene filtros. Con esto último me refiero a la posibilidad de que, sin grandes problemas, cualquier persona puede acceder por igual a una revista científica, a un periódico, a un blog, a su red social favorita, a un foro en favor del nazismo, a una conferencia defendiendo el “terraplanismo”, o a artículos manifestándose en contra del uso de vacunas. Pero todo lo anterior no significa ni remotamente que cualquier persona pueda tener claridad sobre todo lo que se puede encontrar en la red. Por ejemplo, todo lo relacionado con COVID-19, coronavirus, pandemia, y cualquier otro término relacionado, no es un tipo de información que la gente entienda a cabalidad, a pesar de la familiaridad que podemos tener ahora con todo ello. Esto va de la mano de la creciente tendencia a que todos nos creamos que somos el especialista en turno: “epidemiólogo de redes”, es la profesión de moda. Cada día que pasa de la pandemia vemos las noticias, y así muchas otras personas. Tarde o temprano, toda esa información puede terminar por abrumar. Tenemos periódicos, noticiarios, radio, internet, redes sociales para “enterarnos” de todo lo que pasa día a día, hora a hora, minuto a minuto. Además, en México tenemos por ahora los discursos patrocinados por el gobierno que, día a día, buscan proporcionar “información oficial” sobre la situación de la pandemia. Pero, dado el ambiente de polarización existente en los últimos años, confiar en la “información oficial” se ha vuelto parte de un problema muy serio para mucha gente. A pesar de que en la coloquialmente llamada “telenovela de las siete”, un médico especializado en epidemiología presenta un sinnúmero de gráficas y discursos “confiables” sobre la situación, hay toda una variedad de opiniones e interpretaciones sobre si sus dichos son verdaderos o falsos. ¿Tenemos que hacerle caso a la autoridad por el hecho mismo de ser autoridad? O, dado que nos presenta “datos sustentados en la ciencia”, ¿están libres de ser presentados o interpretados a partir de algún interés político, económico o ideológico? Según la lógica, seguir lo dicho por la autoridad por el hecho de serla es falaz, pero también es una manera simple de hacer las cosas. Alguien más nos dice qué hacer y nosotros simplemente lo hacemos. Por otro

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lado, la etiqueta de “científicamente comprobado” es posiblemente una de las más grandes mentiras que escuchamos día a día, porque al final básicamente remite al mismo criterio de autoridad, en el que por el “sólo” hecho de ser científico quien lo dice, hay que hacerle caso sin ningún tipo de crítica. ¿Qué necesitamos para valorar la información de manera crítica? ¿Cómo podemos diferenciar la información “buena” de la “mala”, para poder tomar decisiones sobre nuestra salud y la de los que nos rodean? ¿Por qué es importante saber qué hacer con la información? Las respuestas a estas preguntas son relevantes no solamente en tiempos de pandemia, sin embargo, dada la conciencia que se ha generado alrededor del impacto que puede tener la COVID-19 en la salud, se vuelven más relevantes.

El “conflicto” que conlleva “saber” de ciencia Es claro que para valorar la información que se genera particularmente desde la práctica científica y médica, se requiere que cualquier persona tenga ciertos antecedentes o cierta formación que le permita entender y valorar lo que se está afirmando. Es irónico, pero pareciera que la mayoría de las veces, como lo señala el historiador británico Thomas Dixon en su Breve introducción a los estudios sobre ciencia y religión, la ciencia implica un alto grado de “creencia”, dado que al ser “conocimiento científico” en automático se da por bueno, en la medida en que además estamos hablando de un conocimiento (aparentemente) superior e infalible a otras formas de conocimiento. Y tal superioridad e infalibilidad se hacen extensivas a quienes las proclaman. Vivimos en una época muy particular para el desarrollo y la difusión de la ciencia. La enorme proliferación de movimientos negacionistas (antivacunas, contra el cambio climático, contra la evolución, a favor de la Tierra plana, contra el Holocausto, y un creciente etcétera) es para preocuparse —un fenómeno creciente debido al internet—, sobre todo cuando son abanderados por diferentes gobiernos alrededor del mundo que, mediante el apoyo

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popular, pretenden establecer esas visiones como dominantes. Recientemente, la historiadora estadounidense Naomi Oreskes discute la crisis de credibilidad que tiene la ciencia, sobre todo frente a la avalancha de información que nos rodea. Uno de los puntos más interesantes de su planteamiento tiene que ver con la certeza que genera el conocimiento científico, sobre todo porque parece asumirse que la práctica científica está íntimamente ligada a “intereses extracientíficos”, es decir, existe la percepción pública de que si la práctica científica se realiza desde una posición política está “contaminada”. Sin embargo, cuando uno profundiza en el estudio de la ciencia desde la historia, la filosofía y la sociología, se puede apreciar la diversidad de intereses que la rodean. Lo que hay que entender es que la práctica científica es llevada a cabo por individuos que la desarrollan dentro de un contexto geográfico y temporal, lo que implica una gran cantidad de influencias e intereses. Al final del día, la práctica científica tiene un papel central en el desarrollo de las sociedades actuales y, a pesar de todo, vemos cómo hoy en día mucha gente mantiene firmes creencias en el pensamiento mágico, o incluso que, ante situaciones como esta pandemia, la religiosidad aumenta notablemente. Desde la antropología, trabajos como los del antropólogo polaco-británico Bronislaw Malinowski no pierden vigencia, sobre todo en relación con el pensamiento mágico. ¿Por qué mucha gente encuentra “respuestas” en la magia y no en la práctica científica? ¿Pretendo aquí hacer una crítica destructiva hacia el conocimiento científico y promover una agenda anticientífica? La cuestión no es decidirse entre dos posiciones extremas, como se suele presentar tradicionalmente a la ciencia y la religión (o el pensamiento mágico), sino más bien el saber qué hacer con la información que recibimos todos los días. El problema suele ser que la manera en la que se nos presenta el conocimiento científico en un salón de clase, en un artículo, en una conferencia o en un congreso —a pesar que desde los estudios sociales de la ciencia es claro que la práctica científica no conlleva nada parecido a una especie de “pureza” u “objetividad”— es común que los científicos (y en esto tiene mucho que ver una formación alejada casi siempre de las humanidades y

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las ciencias sociales) no salgan muy seguido de su burbuja, y es que, al final del día, practicar ciencia es una cuestión de privilegio, limitada por diversos factores a una élite. Algo similar pasa con el pensamiento mágico en la medida en que existe una narrativa popular en la que se equipara a cualquier religión con ignorancia, con formas “erradas” o “atrasadas” de ver y entender el mundo. En la práctica, se reafirma una visión en la que existe una gran lejanía con otras formas de conocimiento, o incluso, se fomenta un conflicto. En la enorme mayoría de los casos, la ciencia comprendida como una forma de entender el mundo (para diferenciar de una metodología científica), se suele presentar como la única alternativa, y al final del día es posible que, si hay que elegir, la gente que usualmente no tiene mayor contacto o comprensión de la ciencia se decida por otras opciones. Creo que una parte importante de que la gente no sienta confianza en el conocimiento científico y apele a otras formas de conocimiento tiene un trasfondo social y educativo. Por un lado, los científicos son un grupo pequeño y privilegiado que tiene costumbres y lenguaje propio, y todo eso resulta arcano para la enorme mayoría de la población (a veces, y a pesar de lo ocioso, hablar de la comunidad científica me recuerda a las prácticas esotéricas de una sociedad secreta como los masones). La enseñanza de la ciencia en la escuela, sobre todo a nivel básico en un país como México, no suele estar a cargo de gente involucrada de manera constante con la práctica científica misma, sino que, en el mejor de los casos, son profesores que han tomado algún curso relevante y poco más. Y dado el cada vez más escaso apoyo a la ciencia en México, el resultado inevitable es que el acceso a la misma sea mucho más complicado para la mayor parte de la población. (situación aparte es el escaso interés que tiene en general la comunidad científica en la divulgación y difusión de la ciencia, más que nada porque no “da puntos” para el curriculum vitae). Entonces, si estamos hablando de un conocimiento arcano para la mayoría, como señala Malinowski: es una cuestión cultural y de grupo el que ante circunstancias difíciles —y en el que uno se puede llegar a sentir indefenso—, se busca la respuesta en la magia. Se proporciona con ello un

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sentimiento de seguridad o de esperanza a partir de una serie de creencias que difícilmente se pueden probar en los términos que exige la práctica científica. ¿El conocimiento científico es realmente “la” solución a los problemas del mundo? Es posible que así sea, pero no hay que olvidar que no existe tal cosa como la “ciencia pura”, sino que la práctica científica está sujeta a los más diversos intereses. Hoy en día, se nos presentan números y gráficas para explicarnos la situación de la pandemia: muertos, positivos, contagios. La intención es tranquilizar a la población con la finalidad de que pueda tomar las mejores decisiones posibles para su salud y la de sus seres queridos. Pero, ¿podemos encontrar tranquilidad en lo que no entendemos? Vemos las discusiones entre matemáticos sobre los modelos a partir de los que se toman decisiones de salud y no parecen ponerse de acuerdo. ¿Cómo vamos a estar más tranquilos si vemos que no se ponen de acuerdo los “especialistas”? El problema de fondo en la situación actual de pandemia es lo que se suele denominar “cultura científica”. Una idea muy popular es que la ciencia está basada en consensos absolutos entre sus practicantes, y cualquier crítica debe ser mal vista. En la realidad, lo más normal para un científico es estar discutiendo con sus pares todo el tiempo a través de publicaciones, de seminarios, de conferencias, de clases. La ciencia no proporciona en ninguna circunstancia verdades absolutas sobre ningún tema. En el mejor de los casos, tenemos aproximaciones a un fenómeno en particular a partir de evidencias y propuestas teóricas concretas. Pero las teorías cambian con el paso del tiempo; pueden surgir nuevas evidencias para un fenómeno, y siempre habrá nuevas motivaciones para buscar nuevas respuestas. Lo anterior lleva inevitablemente a preguntarse qué tanto debemos saber de cualquier tema, como para poder asegurarnos de que podemos tomar decisiones “informadas”. ¿Qué tanto le debemos hacer caso a los “expertos”, a los “especialistas”? Y aun a pesar de todo, ¿qué tanto importa lo que sabemos, lo que creemos, al momento de tomar decisiones? No son preguntas de fácil respuesta. Los expertos y especialistas no dejan de ser personas falibles y con multitud de sesgos e intereses, pero lo que debe de aprender

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a valorarse es su conocimiento específico. Eso es lo que resulta más complicado, porque requiere de bases que la mayoría no tenemos. Un punto relacionado es que al momento de valorar el conocimiento especializado lo sepamos adecuar a partir de nuestra propia situación, pero mucho dependerá de los intereses individuales para que al final tomemos lo que a priori resulte de utilidad para nuestras decisiones. Hay un concepto que me parece cada vez más necesario dentro las discusiones académicas, el de honestidad epistémica. En pocas y formales palabras, se refiere a la posibilidad de escoger entre la posibilidad de realizar o no conductas inapropiadas dentro del quehacer científico. En lo personal, creo que debe de ampliarse esa idea hacia algo mucho más básico: reconocer los límites del discurso propio. De antemano, la práctica científica tiene límites tanto de método como de objeto de estudio, y es por ello por lo que, por el simple hecho de que un científico haga una declaración, no tiene que darse por válida así nada más. Un científico no es un “todólogo”, a pesar de poder tener una cultura general muy amplia. En la medida en que no se practica la honestidad epistémica, con mayor facilidad se cae en diferentes falacias al momento de opinar. El conocimiento en general, y el científico en particular, es tan especializado hoy en día que hay que ser muy crítico con lo que uno escucha, lee y ve. Pero una cosa es ser crítico y otra, muy diferente, es asumir que todo es falso. Esa honestidad epistémica es aplicable a cualquier persona. Si vamos con un médico cuando no estamos bien de salud es porque, de alguna manera, esperamos (o confiamos) que esa persona con conocimientos más especializados sobre cuestiones de salud nos indique un tratamiento a partir del cual mejorar. Buscar asistencia o diálogo con otras personas no debería implicar una lucha continua por tener la razón, sino una actitud de apertura a la crítica y a la autocrítica. Es posible que conforme pase más tiempo, la confianza de la gente en el conocimiento científico disminuya en la medida en que la situación de la pandemia sea más complicada: mayor número de infectados y fallecidos, mayor desempleo y consiguientes problemas económicos, problemas crecientes para el acceso a la salud,

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mayores tensiones sociales, y un largo etcétera. Ahora bien, acercarse al “pensamiento mágico” no es necesariamente un sinónimo forzoso de rechazar de facto lo que la ciencia puede aportar a nuestra vida diaria. De hecho, es posible que la mayor parte del tiempo se “acepta” el conocimiento científico y los desarrollos tecnológicos sin mayor discusión.

Las soluciones vienen de personajes “extraños” Acercarse a la ciencia debería de ser una actividad lúdica y no un problema existencial o de decisión forzada. La ciencia no debe ser patrimonio exclusivo de unos cuantos, sobre todo si pensamos que no existe tal cosa como un estereotipo del científico. Más bien, es una imagen contra la que hay que luchar día con día. Hay que alejarse de la típica visión de un personaje que es hombre, viejo y con bata, para dar paso a la normalidad de los seres humanos, es decir, a la diversidad. Un científico puede darse en las más variadas y “extrañas” formas; o bien, el uso del conocimiento científico lo puede ejercer cualquier persona en la medida en que se apropie del lenguaje y las metodologías. Dado que es válido y necesario hacer críticas a la práctica científica, a los científicos y a sus “resultados”, podemos voltear a ver algunas de esas opiniones. Aunque sumamente controversiales, propuestas tan extremas como la del tristemente célebre matemático y “terrorista” Theodore J. Kaczynski, mejor conocido como Unabomber, establecen una dura crítica al modelo social en el que hemos vivido desde el surgimiento del capitalismo.1 Un consenso que se ha consolidado alrededor de la pandemia es que lo que estamos viviendo es el resultado de la profunda crisis ecológica que pocos ven y muchos preferimos ignorar, todo por, al final, mantener un “estilo de vida” promovido desde la idea del “progreso”.

Véase Theodore J., Kaczynski, “Industrial Society and its Future”, https:// www.washingtonpost.com/wp-srv/national/longterm/unabomber/mani festo.text.htm. Consultado el 21 de junio de 2020.

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Irónicamente, las críticas hacia los problemas de fondo que nos tienen hoy encerrados y cada vez con mayor miedo han sido destacadas y criticadas por diversos autores desde muy diferentes trincheras. Personajes como el Papa Francisco, a través de la encíclica Laudato si’ (18 de junio de 2015), y teólogos y filósofos como los siempre controvertidos Pierre Teilhard de Chardin y Leonardo Boff han puesto el dedo en la llaga al recordar que TODOS vivimos en un mismo espacio, que tenemos una casa común y que, a pesar de nuestras diferencias, tenemos un origen común. En especial, la obra de Teilhard de Chardin (que ha servido de base a las reflexiones tanto del Papa Francisco como a la numerosa obra ecológica de Boff) nos recuerda que “todo está conectado con todo”. Retomo estas opiniones no por mera casualidad, sino para mostrar que hay pensamientos que conjuntan diferentes formas de entender el mundo, y que son un toque de atención que no habría que obviar por diferencias ideológicas. Por un lado, la ciencia y las creencias religiosas y espirituales pueden ir de la mano al momento de valorar problemáticas como las que han surgido con la pandemia; por el otro, hay que tener claro que el quehacer científico surgió y se ha desarrollado dentro de un modelo económico/social. Algo que queda claro cada día que pasamos en el encierro es que es necesario un replanteamiento de fondo sobre la manera en la que funciona la sociedad contemporánea en su conjunto. Tal resignificación debe partir de una posición de humildad, de autocrítica, y de diálogo constructivo. A pesar del alud de información, nadie tiene claro cuándo se va a terminar la pandemia o cómo se resolverá. El conocimiento sobre el virus se da a paso “lento”, pero realmente no es algo que pueda acelerarse. Son otros los conocimientos que pueden darnos mayor tranquilidad o esperanza en estos días. El equilibrio que cada uno podamos hacer con toda esa información es lo que nos permitirá tomar decisiones que satisfagan nuestros intereses.

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La COVID-19: una epidemia construida al avasallar la naturaleza

José Luis Martínez Ruiz Instituto Mexicano de Tecnología del Agua

COVID-19, Naturaleza y globalización En el texto conocido en español como Formaciones económicas precapitalistas (Formen), publicado en 1971 por la editorial Siglo XXI y precedido por una aguda presentación de Eric J. Hobsbawn, Karl Marx planteaba la génesis del modo de producción capitalista a través del análisis de los modos de apropiación-transformación de la Naturaleza mediante el trabajo realizado por ciertas sociedades que precedieron al sistema capitalista. El tema central de las Formen se relaciona con el proceso de “separación del trabajo libre con respecto a las condiciones objetivas de su realización con respecto al medio de trabajo y al material de trabajo”,1 y que al evolucionar posibilitó la aparición de los vínculos capital-trabajo, dineromercancía y circulación-mercado. Este proceso implicó también un cambio sustancial en la relación primigenia entre el trabajo y la naturaleza de las primeras formas sociales de organización, para apropiarse de los recursos naturales, bajo cuyo estatus dichas formaciones podían, de acuerdo con sus condiciones objetivas de existencia, lograr su autorreproducción y mantener así sus modos de vida en vínculo con el medio natural. Es precisamente sobre esta relación del trabajo con el medio natural en el contexto actual de la pandemia que quiero llamar la atención, respecto a la irrupción “repentina” e “inesperada” de la COVID-19, digna de un episodio de la serie televisiva The Twilight Zone, y que ahora recorre el mundo Karl Marx y Eric J. Hobsbawm, Formaciones económicas precapitalistas, México, Pasado y Presente, 1971, p. 51. 1

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como un fantasma, esparciendo su aliento de muerte en la inmensa mayoría de las naciones asentadas en los cinco continentes.

Vínculo y concepción de la Naturaleza en las formaciones precapitalistas Marx consideraba que, en las primeras colectividades humanas, la tierra —léase “la Naturaleza”— cumplía tres funciones esenciales para su desenvolvimiento. Primero, era vista como “el gran laboratorio, el arsenal que proporciona tanto el medio de trabajo como el material de trabajo”;2 segundo, suministraba la base para el asentamiento de los humanos, y tercero, proporcionaba un espacio creativo de representaciones de la subjetividad (cultura, cosmovisión, religión) que encarnan a la Naturaleza o se expresan en la forma de divinidades, con la misma base espiritual, religiosa o mística en que la figura de un déspota, sátrapa o supraautoridad podría surgir. En estas formas precapitalistas, su régimen económico tiene como fundamento la agricultura y la propiedad de la tierra —entiéndase una región geocósmica del planeta—, y su “objetivo económico es la producción de valores de uso”.3 Aquí, los integrantes de este tipo de sistema de producción consideran las condiciones materiales en que se realiza o se objetiva el trabajo como su pertenencia; las conciben y trabajan “como naturaleza inorgánica de su subjetividad”.4 En cierto modo, el ser humano y la Naturaleza, aunque diferenciados, pertenecen a un mismo orden: el orden de la vida y de los ciclos naturales. El propósito es mantener el modo de vida comunitario y su forma de apropiarse del hábitat. La Naturaleza le pertenece al ser humano de la misma forma que aquella es “propietaria” de este, en quien predomina el valor de uso sobre el valor de cambio. Este modo de apropiarse de la Naturaleza, mediante el trabajo y los medios (instrumentos-tecnología) que crea para este fin, se

Ibid., p. 52. Ibid., p. 62. 4 Idem. 2 3

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modificó radicalmente con la presencia, evolución y consolidación del sistema capitalista, en el que lo que domina y define el modo de producción es el valor de cambio, por encima del valor de uso; en otras palabras, la búsqueda de la riqueza y su acumulación. Este conjunto de factores y condiciones —como la expansión e intensidad con base en la división-especialización del trabajo; el crecimiento del intercambio de mercancías; el uso del dinero y su evolución en otras formas abstractas de operaciones financieras como sustento para operar el mercado; la acumulación del capital y la globalización del mercado en la era postindustrial del modo de producción capitalista— ha conducido a una etapa de hiperprogreso que se caracteriza, como diría Hobsbawm, “por una creciente emancipación y control” de la sociedad postindustrial con respecto a la Naturaleza. Uno puede pensar, como Marx, que este desarrollo extraordinario de las fuerzas productivas desata las posibilidades de hacer real una era utópica de la humanidad: así, a la manera de Charles Fourier, alza la voz Marx: Pero in fact, si se despoja a la riqueza de su limitada forma burguesa, ¿qué es la riqueza sino la universalidad de las necesidades, capacidades, goces, fuerzas productivas, etc., de los individuos, creada en el intercambio universal? ¿[Qué, sino] el desarrollo pleno del dominio humano sobre las fuerzas naturales, tanto [sobre] las de la así llamada naturaleza como [sobre] su propia naturaleza? ¿[Qué, sino] la elaboración absoluta de sus disposiciones creadoras sin otro presupuesto que el desarrollo histórico previo, que convierte en objetivo propio a esta totalidad del desarrollo, es decir del desarrollo de todas las fuerzas humanas en cuanto tales, no medidas con un patrón preestablecido?5

Sin descartar esta posibilidad utópica que pasa por transformar y superar el capitalismo —aquí incluyo como variantes de este sistema a los socialismos de Estado vigentes en naciones como Rusia, China, Cuba y otras más—, me pregunto in fact: ¿qué sucede en este momento con la interacción entre el sistema económico mun5

Ibid., pp. 65-66.

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dial y la Naturaleza? ¿Qué efectos o impactos ha provocado este distanciamiento-emancipación de la Naturaleza por parte del ser humano? Un efecto de esta nueva forma de apropiarse del reservorio natural es percibir los recursos naturales como materia de insumos de producción; así, esta óptica economicista y tecnocrática ha provocado que las acciones antropogénicas afecten el equilibrio natural de los ecosistemas. Esta forma de dominio sobre la Naturaleza ha generado (y genera, ciertamente) progreso y bienestar, pero también ha mermado y en ciertos casos nulificado la capacidad de resiliencia de los ecosistemas, y no solamente a nivel regional, sino que ha incrementado los riesgos a nivel planetario, y si a ello le agregamos el cambio climático, los impactos se agravan aún más.

La COVID-19: capitalismo postmoderno y ecología La base operativa del sistema capitalista es la producción con base en el trabajo, objetivado en los recursos naturales —fabricación y circulación de mercancías—: al tener esta filosofía productivista como objetivo prioritario obtener riqueza (ganancia), trata a la Naturaleza como materia inerte o simple insumo. Este proceder, al ampliarse e intensificarse planetariamente durante el siglo xx, ha originado un impacto devastador en los ecosistemas que se ha recrudecido en los últimos 20 años y ha causado serias alteraciones entre los seres vivos y su entorno natural, lo que, a su vez, ha tenido consecuencias sistémicas, una de las cuales es que la salud se convirtió en una mercancía más. Vemos entonces que la Naturaleza es concebida en el marco de un antropocentrismo despótico, que la percibe como materia prima para el proceso de producción; es decir, se desnaturaliza, deja de percibirse como sujeto divinizado, como acontecía en las sociedades antiguas. Es de notarse que, no obstante, el desarrollo capitalista globalizado, los pueblos que actualmente denominamos originarios perciben a la Naturaleza como una entidad autopoyética o viva. La visión capitalista entra en conflicto con la cosmovisión de estos pueblos originarios, ya que al considerar a la Naturaleza como

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objeto o insumo en el proceso productivo del modo de producción capitalista, esta ya no es el espacio o materia de representaciones de la subjetividad humana. En la Naturaleza, como cuerpo inorgánico, ya no prevalece el vínculo con la comunidad de los sujetos vivientes; ahora la relación dominante es entre el sistema económico mundial y la Naturaleza como reservorio para la producción, y no para la existencia, convertida en un recurso puramente material, objeto de explotación sujeto al desenfrenado intercambio universal del mercado global. Al reducir la Naturaleza a un mero insumo de producción se olvida que se trata de una estructura compleja que alberga sistemas vivos que establecen relaciones interactivas con su medio ambiente, sede de elementos inorgánicos donde ocurren, entre otros fenómenos, el ciclo hidrológico y el ciclo del carbono, fundamentales para la presencia de la vida y el sostenimiento planetario en sus condiciones físicas y químicas actuales. Dicha falta ha puesto en riesgo las condiciones que permiten la existencia humana y otras formas de vida. Agrego también, con base en los planteamientos de Marx, que los imperios económicos han tratado como parte del material de los recursos naturales a otras sociedades y grupos humanos, lo que dio origen al esclavismo y al colonialismo tradicional y actual, tal y como sucede en el presente con los pueblos originarios, considerados por el gran capital como un “recurso” para liberar fuerza de trabajo. De ese modo, se corta de tajo la relación de los pueblos con su entorno natural y, en consecuencia, se implantan procesos productivos de alta rentabilidad, inclusive en ciertos proyectos considerados ecológicos, como los megaproyectos eólicos en el territorio de los huaves o ikoots en el istmo de Tehuantepec, Oaxaca. Así, la emancipación del ser humano de la Naturaleza trajo consigo, entre otras situaciones, la subsunción formal y real de las economías precapitalistas a la economía mundial regida por el capitalismo ultramoderno; la dependencia de los centros que rigen y dominan la globalización del mercado y el colonialismo interno en las formaciones sociales no imperiales y subsumidas a este; el fetichismo de la mercancía, al grado que a veces adquiere las funciones de las antiguas divinidades paganas. Esta ruptura entre los seres

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humanos y su hábitat natural y social ha sido una consecuencia del desarrollo tecnológico y comercial, que en su evolución histórica hizo surgir una oposición dialéctica entre la Naturaleza —sistema hipercomplejo de relaciones interactivas bióticas y abióticas— y el sistema capitalista postmoderno, tensado por la dinámica progresiva del desarrollo de sus fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. En dicha contradicción ya no es sostenible la relación de nuestro actual modo productivo con la Naturaleza, a riesgo de un colapso de la humanidad. Vislumbro, por decirlo así, que el medio para cambiar esta relación no son los sujetos sociales enajenados por el progreso, incluidos los que se consideraban agentes revolucionarios en los siglos xix y xx, como los obreros y los campesinos. Es por eso que en la actualidad la izquierda y la derecha tienden a parecerse entre sí en sus medidas económicas y ambientales, pero tampoco es una opción el libre mercado, tal como lo sigue pregonando la corriente neoliberal. Ahora el medio de transformación revolucionario sólo es posible a través de la liberación de la Naturaleza mediante sujetos sociales desalienados, en una renovación de su relación con ella. Al convertirse este cuerpo inorgánico en una entidad en contradicción con el sistema económico mundial postindustrial, se genera una lucha “ecosistémica planetarizada” —algo semejante a una lucha de clases— entre la Naturaleza y el ser humano moderno, en su condición de producto de la sociedad postindustrial en ruptura con su medio natural. No queda otra que cambiar nuestro modo de vida, y eso incluye nuestra forma actual de concebir y relacionarnos con la Naturaleza.

La lucha por el planeta entre la Naturaleza y el sistema económico mundial Los nuevos virus desatados son consecuencia de las graves afectaciones a los ecosistemas, provocadas por la superexplotación de la sacrosanta actividad del trabajo, objetivado bajo el actual sistema económico mundial. En el presente, estos agentes infecciosos, al

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igual que las mercancías, circulan y se globalizan en el intercambio universal, y han puesto de manifiesto natural e históricamente esta contradicción en el seno de la oposición de las relaciones sociales de producción y el desarrollo de las fuerzas productivas. Es interesante que a los virus —‘veneno’ en latín— se les clasifique en la frontera entre los entes vivos y los no vivos, y que las actividades antropogénicas que han alterado los hábitats, la biocenosis y los factores abióticos hayan creado un espacio para que, por causas antrópicas y no naturales, prosperen estos microorganismos, instalándose a nivel celular dentro de otros organismos. De esta manera, a diferencia de otras plagas y epidemias que han sucedido en la historia de las sociedades, la propagación de la COVID-19 —por su génesis, su forma de propagarse, su difusión masiva, intensa, letal y que abarca los cinco continentes— lo ha convertido en un “agente revolucionario sin control”, en un fenómeno natural extremo engendrado a partir de la lucha ecosistémica planetarizada entre la Naturaleza —como entidad que soporta la vida y sus componentes inorgánicos, y que permite en el planeta las condiciones para que la especie humana pueda existir como tal— y el modo de producción globalizado. La aparición de este virus (y otros semejantes), sin importar si se generó “naturalmente” o en laboratorio, es producto de las condiciones objetivas en que se desarrollan las fuerzas productivas y sus relaciones sociales de producción, y se enmarca en la contradicción mayor que se establece entre la Naturaleza y este modo de producción globalizado. Aparte de las desigualdades y asimetrías socieconómicas que provoca el hipercapitalismo, otro de sus efectos a considerar es el aumento y la propagación masiva de las enfermedades infecciosas, directamente vinculados a la deforestación y pérdida de la flora y la fauna. Entre más se altere el equilibrio y la resiliencia de los ecosistemas, más se propiciará que ocurran brotes masivos pandémicos como el de la COVID-19.

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La COVID-19, una epidemia construida al avasallar a la Naturaleza No es fortuito que la gestación de la COVID-19 haya sucedido en China, país que en estos últimos años ha tenido el mayor índice mundial de producto interno bruto (pib). Para obtener este crecimiento de su productividad, China recurrió a un proceso de industrialización que ha avasallado los recursos naturales y ha recurrido a una intensa explotación de su fuerza de trabajo. Wuhan, capital de la provincia de Hubai, es buen ejemplo de la pujanza industrial del gigante asiático, pues cuenta con una población mayor a los 11 millones de habitantes y es uno de los principales centros financieros, económicos, políticos e industriales de la China postmoderna, con un gran desarrollo en infraestructura de vías de comunicación terrestres, aéreas y fluviales. Aquí se localiza la presa más grande del mundo, Tres Gargantas, que por sus dimensiones y capacidad es la mayor infraestructura para generar electricidad en el mundo, además de numerosas empresas e inversiones en centros industriales, e instancias de investigación y desarrollo tecnológico. Wuhan es el prototipo de un centro postindustrial económico que, a diferencia de otros países, es regido por un Estado con gobierno socialista, pero con un sistema productivo capitalista, al fin y al cabo. Por lo dicho anteriormente, no es fortuito que en diciembre de 2019 el virus COVID-19 haya brotado en un mercado mayorista de mariscos de esta región, lo que obligó al gobierno de Beijing a tomar medidas de confinamiento, de prevención higiénica para evitar contagios y de atención hospitalaria emergente, al grado que encapsuló a toda la provincia de Hubai, restringiendo las entradas y salidas de su población por vía del tráfico aéreo, fluvial y terrestre. En este gran mercado de Wuhan se comercializan mariscos, pescado y animales vivos. Una de las posibles cadenas de transmisión —como ha sucedido con la gripe aviar A-H5N1, o la gripe porcina H1N1— es que el virus SARS-CoV-2 se haya hospedado primeramente en un animal; en este caso, se han identificado —mas no confirmado— como transmisores el murciélago de herradura (Rhinolophus sp.) y el pangolín chino (Manis pentadactyla), especie de armadillo que se vendía en el mercado mencionado. 76


Un aspecto a señalarse en cuanto a disponer de sitios de venta a gran escala, es la interacción entre el desarrollo industrial, los complejos urbanos y los hábitats y biotopos de los ecosistemas. Además, el crecimiento de la población ha propiciado la creación de criaderos masivos para la alimentación y la agroindustria, así como el aumento de centros urbanos que crecen a expensas de los entornos naturales y que demandan servicios de toda índole (energético, de provisión, tecnológico), por lo que la opción desarrollada por las sociedades actuales es la producción, distribución y consumo masivo de todo tipo de mercancías. En consecuencia, al desaparecer los entornos naturales por acciones antropogénicas, se ha causado la pérdida de la cubierta vegetal de extensas superficies —miles de hectáreas de bosques y selvas—, lo que ha provocado una grave alteración al equilibrio y a la capacidad de resiliencia de los ecosistemas y ha contribuido a la intensificación del cambio climático. Ello ha generado condiciones propicias para la gestación de virus naturales que, al hospedarse en los animales y saltar a los humanos, se convierten en agentes infecciosos devastadores que desencadenan enfermedades zoonóticas mortíferas. En ese sentido, ya sea un murciélago, un armadillo u otro animal el huésped del coronavirus, importa saberlo porque, al conocer su cadena de transmisión, se puede encontrar la forma de combatirlo; pero aquí lo que quiero resaltar es que la actual pandemia se gesta desde las entrañas del modelo económico mundial que priva en las sociedades postindustriales y que tiene subsumidos a los sistemas económicos no altamente desarrollados como los de la mayoría de países de África, América Latina, Asia y otras regiones del mundo. En ese contexto, puede afirmarse que la COVID-19 es una epidemia construida, que revela que, en el fondo, el problema estriba en la relación enajenada del ser humano (establecida a través del mercado mundial) con la Naturaleza. Este modo de producción capitalista es soportado por la ciencia y la tecnología al servicio de intereses lucrativos, las cuales, por más intentos que los trabajadores del conocimiento hagan por liberar el capital cognitivo y sus aplicaciones en beneficio del bien común y del medio ambiente, terminan como una fuerza subsumida a la economía mundial globalizada en contra de la Naturaleza, que finalmente queda reducida a un 77


insumo, materia prima de los procesos de producción y circulación desenfrenada de las mercancías lanzadas urbi et orbe.

La huelga general de la COVID-19 Al estallar la “huelga general de la COVID-19” que paralizó de golpe las actividades antropogénicas estructurales vinculadas al modo de vida soportado por el sistema económico mundial, se captaron en los medios masivos de comunicación convencional y en las redes sociales —a través de lo que yo llamo selfmass-media— imágenes y audios en los que la Naturaleza (y la vida que alberga) recupera su libertad de manifestarse y reconquistar su posición como entidad viva frente a su opositor, el modo de producción capitalista globalizado. Al quedar prácticamente sin tráfico vehicular y detenida la mayor parte de sus actividades comerciales y productivas, pumas, zorros, osos, patos, jabalíes, zarigüeyas y otros animales empezaron a deambular por las ciudades en las que sus pobladores se vieron obligados a confinarse en sus casas. Escenas parecidas se observaron en zonas de veraneo y sitios recreativos concurridos por su belleza, como las playas turísticas, antes atiborradas, adonde ahora, al retirarse los humanos, se vieron acercarse delfines, tiburones, lobos marinos y parvadas de gaviotas, pelícanos y otros tipos de aves; el trinado de los pájaros sustituyó en varios lugares de las urbes al ruido de los motores, y hubo una intrusión masiva de monos macacos en la ciudad de Lopuri, en Tailandia. En la atmósfera y los mares disminuyó la contaminación de sus aguas y la polución de sus aires al reducirse sustancialmente las emisiones de CO2, y no es exagerado pensar también que la flora pueda aprovechar la parálisis de la actividad y la presencia humanas para ocupar espacios conquistados por las urbes. Esta pandemia ha puesto de manifiesto, en el caso de México y otros países, la precariedad y falta de seguridad económica de una inmensa mayoría de sus ciudadanos; la necesidad de establecer una cobertura universal de salud es urgente. En México, más de 44 millones de mexicanos no cuentan con suministro diario de agua

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en sus hogares y 8 millones carecen del servicio de agua entubada en sus casas (INEGI 2018). Esta inequidad en el acceso al agua incrementa la vulnerabilidad a la COVID-19 y en general a las enfermedades infecciosas. La asociación de una comorbilidad con este virus —puesto que abundan entre nuestra población padecimientos como hipertensión, diabetes, obesidad y otros—, solo se ve agravada por una mala nutrición, debida al alto consumo de alimentos que contienen aditivos, grasas saturadas, un elevado índice glucémico, altas cantidades de sodio y exceso de calorías. Este tipo de alimentos es producido por industrias alimentarias que comercializan lo que se conoce como “comida chatarra”, que en México tiene gran arraigo en las familias, especialmente entre la población considerada en condición de pobreza. El impacto de la COVID-19 será mayor en estos sectores; por ejemplo, en la Ciudad de México, la alcaldía de Iztapalapa es la que tiene más carencias y limitaciones en el servicio y abastecimiento de agua para consumo humano y es donde se reporta mayor número de fallecimientos a causa de la COVID-19.6 En los sitios donde prevalezcan situaciones similares, veremos que el impacto de esta epidemia tendrá un mayor índice de mortalidad.

“Coronavirus en la CDMX: Las colonias con más casos de COVID-19”, Mediotiempo, 5 de noviembre de 2020, consultado el 10 de noviembre de 2020 en https://www.mediotiempo.com/otros-mundos/coronavirus-en-la-cdmx-lascolonias-con-mas-casos-de-covid-19.

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Fuente: Editorial Medio Tiempo, 10 de noviembre de 2020.

Conclusiones Si algo ha logrado la pandemia de COVID-19, es poner en primer plano el enfrentamiento de la Naturaleza y el régimen de producción capitalista globalizado. En ese sentido, considero que, hoy por hoy, esta es la principal contradicción a superar, de la cual se derivan otras, como la pobreza, la salud, el derecho humano al agua y al saneamiento, la migración, la resiliencia de los ecosistemas, etcétera. Se trata, pues, de que la vida planetaria, tal y como la hemos conocido como especie humana, se encuentra en riesgo. El planeta

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ya existía antes de la aparición del Homo sapiens sapiens y todo parece indicar que continuará en el caso de que desaparezca el ser humano. Ello nos mueve a la necesidad de pensar y configurar un nuevo orden económico mundial que implique cambiar nuestra relación con el planeta, representado como Naturaleza.

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Un lugar para la clínica en los recuerdos del porvenir

(A los queridos José Luis Ramírez y Mariana Tavera, personajes principales de las batallas contra la COVID-19)

Rafael Guevara Fefer Facultad de Filosofía y Letras-UNAM

Sigue sorprendiéndome que las historias clínicas que escribo se lean como si fuesen cuentos, carentes, podríamos decir, del riguroso sello de la ciencia. Me consuelo pensando que ello obedece sin duda a la naturaleza del tema y no a mis inclinaciones personales. signund freud El capitalismo salvaje sigue siendo capitalismo salvaje, solo que ahora tiene fiebre. JuliÁn Herbert

Para empezar La poderosa fuerza para curar enfermedades que utilizamos en el siglo xxi es producto de una mixtura disciplinaria e histórica, en la que la química, la fisiología, la biología, la microbiología, la física, la enfermería y la medicina científica —con sus decenas de especialidades— se han mezclado en eso que se conoce como la “experiencia clínica” para sumar esfuerzos y saberes por conocer cómo enfermamos. Al mismo tiempo, tal experiencia permite a las ciencias desarrollar dispositivos para curarnos, tales como vacunas o antivirales. La “experiencia clínica” también permite dar soporte

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y asistencia; por ejemplo, a través de oxígeno, analgésicos y desinflamantes, suministrados con precisión, para que nuestros cuerpos enfrenten las batallas inmunológicas que se han presentado, y así poder sobrevivir. Una vez que pasa lo peor de alguna severa infección en vías respiratorias, quienes nos curan también nos dan apoyo para recuperar el funcionamiento total de tejidos dañados y superar el malestar remanente para recuperar la salud plena. Asombrosos han sido los resultados de la tecnología y la ciencia que curan; estos son parte de la llamada Tecnociencia, concepto de actualidad que se usa para referirnos a aquellas prácticas de producción de conocimiento que sirven para crear mercancías con alto valor de cambio en medio de un proceso de producción globalizado, porque logran conectar saberes científicos y tecnológicos. La Tecnociencia ha sido una reciente promesa más de la modernidad y sus productos, así como el fundamento de nuevos modos de violencia en las sociedades capitalistas que habitamos y nos habitan. Esta hunde sus raíces tan lejos como se quiera; aquí, arbitrariamente, su antecedente es la llamada Big Science, que permitió la bomba atómica, y es más que lo que contienen las palabras técnica y tecnología.1 Asombra que tanto saber técnico sea siempre insuficiente ante las enfermedades que se vuelven insoportables e inmanejables por la desigualdad, la pobreza, y otras lacras propias de un mundo que va por su siguiente revolución industrial; un mundo que nos ha llevado a vivir cada día más en grandes ciudades de dimensiones no humanas, que generan riesgos no conocidos, que siempre son no naturales, pues no existen otros. Lo que sí existe en la naturaleza son eventos como erupciones, virus que evolucionan y nos hacen evolucionar, terremotos, o glaciaciones que son catastróficas para nuestra especie, y que no podemos evitar ni predecir; esto, aunque la ciencia ha dado cuenta de estas, ampliando nuestra comprensión de las dinámicas de la naturaleza orgánica e inorgánica que nos rodea y de la que somos parte.

Tal como lo expone, entre muchos otros, Javier Echevarría en La revolución tecnocientífica, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2003. 1

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Desde hace muchísimas lunas, sabemos que las aguas, los aires, los fuegos y las tierras no nos permiten un estilo de vida tan frívolo y devastador como el que promete el mercado mundial a todas las personas en este siglo xxi; tiempo presente en el que habitan sociedades diversas que tienen un común denominador: la desigualdad y un capital que impone su agenda evidente o subrepticiamente, haciéndonos creer que los estados nacionales modernos toman decisiones científicas por razones humanitarias, de salud pública, de sobrevivencia, o porque no tenemos opción frente a escenarios naturales como el de una pandemia, mismos que atravesamos cual tempestad hecha de azar y necesidad. Estos orgullosos estados modernos llevan poco más de doscientos años celebrándose a ellos mismos por tratar de gobernar científicamente usando teorías científicas sociales y naturales que les permiten ser los garantes de la salud pública. Para cumplir con su cometido, han usado datos estadísticos sobre cuántas personas mueren, cuántas nacen, cuántas se casan, cuántas son asesinadas, cuántas son criminales, o cuántas son mujeres, hombres, niños, jóvenes o viejos, cuántas se enferman del corazón, del síndrome metabólico, de tabaquismo, de alcoholismo u otra adicción y, por supuesto, cuántas sufren de Síndrome Respiratorio Agudo Grave (sArs) por el coronavirus de la COVID-19. En las últimas décadas nuestros gobernantes han sido omisos e irresponsables, al punto de que el ciudadano es el responsable por el bienestar de la comunidad imaginada que integra su nación. Documentar nuestro pesimismo ante nuestros líderes económicos y políticos es fácil: resulta una necedad insultante que, sabedores de que hay virus en otros mamíferos que pueden enfermarnos, esto no impida que a esos animales los transformemos en alimento sin atender los posibles riesgos de tal hábito, sin prevención alguna. Esta práctica común y corriente va más allá del riesgo, es una expresión prístina de qué tan necios somos en estos tiempos que corren. Nuestros ancestros del siglo xix sabían que los animales que consumimos eran un contenedor de agentes patógenos que podrían atacarnos; su sabiduría les alcanzó para diseñar técnicas, leyes y

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reglamentos para el manejo de la fauna que se volvería nuestro alimento, con la intención de cuidar la salud pública.2 Entonces, re-necio resulta consumir más carne de la que necesita el mamífero que somos para nutrirnos, según la ciencia; igual de necio es producir tanta basura que no se degrada; y más necedad hay cuando curar no es un antiguo arte altruista o una acción humanitaria, sino una industria muy redituable que especula con la salud, un derecho humano que, como tantos otros, es letra muerta en algún oscuro capítulo de leyes locales o internacionales. Afirmar que vivimos en la globalización quizá deba ser matizado, pues cierto es que hay comercio mundial profusa e inextricablemente conectado, y que eso trae consumos culturales similares por todas partes; también cierto es que no habitamos una cultura global y estamos a años luz del ciudadano universal kantiano. El mundo actual está compuesto de prácticas y discursos diversos: unos milenarios, otros antiguos y algunos muy recientes, que cohabitan en tensión y al borde del conflicto. No pudimos o no quisimos atender el riesgo; ahora tenemos que poner toda nuestra atención en una epidemia viral (COVID-19) que probablemente no acabe con la especie. En cambio, ha vulnerado la robusta autoimagen de los orgullosos Estados nacionales que supuestamente tienen gobiernos e instituciones que, junto con el saber científico, nos cuidan hasta de nosotros mismos. Va para unos doscientos años que las ciencias y los Estados que las han cobijado nos prometieron que sus logros permitirían un progreso sostenido que nos llevaría a mundos mejores. Ahora las ciencias sociales son más modestas: saben que sólo pueden ayudarnos a conocer más sobre los riesgos que implica nuestra vida en común.3 En la atmósfera de atmósferas que ha sido la información sobre la pandemia, se echan de menos las voces y la experiencia de la Véase Blanca Irais Uribe Mendoza, Juan Manuel Cervantes Sánchez y Ana María Román de Carlos. Una mirada a la historia de la medicina veterinaria: a través de la vida y obra de José de la Luz Gómez, México, UNAM-Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia, 2011. 3 Véase Zygmunt Bauman, Para qué sirve realmente un sociólogo, Barcelona, Paidós, 2014. 2

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clínica. No hemos escuchado suficientemente a quienes están curando enfermos que atraviesan por burocracias, discriminaciones, estigmas, constipaciones, toses, fiebres, gripes, anosmias, diarreas, faringitis, laringitis, cefaleas, fallas respiratorias y hasta pulmonías que fueron causadas por un coronavirus nuevo en el cuerpo de los humanos —de una familia ya conocida—, que padecieron síntomas y malestares que son semejantes y distintos a los ya conocidos desde hace siglos. En cambio, en este país todas las tardes escuchamos la voz autorizada de un epidemiólogo exponer y explicar qué es una pandemia, particularmente la de COVID-19, y cómo diablos vamos a salir de ella desde las acciones de gobierno, junto con nuestro esfuerzo por mantenernos en casa los que podemos, cuidando a los otros al cuidarnos. Al hacer su chamba, el epidemiólogo de marras despliega un saber interdisciplinario que incluye ciencias duras, blandas, formales, empíricas, naturales y sociales, así como dotes para atajar y construir opinión pública. A ratos, me parece un médico decimonónico, de esos que se encargaban de labores varias: diseñar programas de vacunación, controlar las aduanas, inventar saberes como la antropología física, dar cátedra, fundar instituciones, hacer políticas de salud pública; personajes un poco lejanos a quienes nos miran los ojos, la nariz, la garganta y nos escuchan la respiración, para luego extendernos una receta; personajes cuyo saber —epidemiológico— es comprendernos como especie y población, no como personas singulares en las que la enfermedad se encarna de modo distinto por nuestra genética, nuestros hábitos, nuestra salud mental y la otra, nuestra edad, nuestras condiciones socioambientales, nuestra religión, nuestra cultura, nuestro género y nuestro presupuesto. Antes, en el siglo xix, cada enfermo era un universo en sí mismo a quien había que curar. Ahora los enfermos son parte de algún caos llamado enfermedad, síndrome o condición, descrito y tipificado por los especialistas en algún manual. Tales expertos han diseñado protocolos de tratamiento que muchas veces obvian al sujeto enfermo, y lo atienden como a un autómata que arregla algún mecánico con su experiencia, ayudándose de otro manual, el de mantenimiento.

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Para continuar Había una vez un siglo xix en que la medicina se hizo científica. Lo logró al haber dado cuenta acuciosamente de síntomas y particularidades de miles de enfermos, para dar con un número finito, pero indeterminado, de enfermedades. Las viejas historias clínicas decimonónicas eran descripciones profusas y “de densidad casi novelesca”.4 Tras un proceso de descripción minuciosa del ojo clínico que miraba a través de teorías médicas y que domesticaba el azar con la incipiente estadística, la nueva medicina científica dio con un número de enfermedades y etiologías, así como curas o paliativos para el malestar de las personas.5 Esta avanzó tanto durante los siglos xx y xxi que —en mi opinión— el consultorio dejó de ser un lugar que observaba personas, para convertirse en un cubículo en el que un sabueso vestido de bata blanca —descendiente de Holmes y Watson o si se prefiere de Víctor Frankenstein— rastrea alguna enfermedad que aqueja a nuestra especie, en un proceso en el que el enfermo importa menos que resolver el elusivo acertijo que se advierte a través de los signos y síntomas que manifiesta. El acertijo se adivina científicamente con los cinco sentidos del médico, que en ocasiones se ayuda de fantásticos artilugios como el estetoscopio o de sofisticadas tecnologías de última generación como la resonancia magnética. Otras veces, para resolver el misterio que entraña al paciente, se recurre a los siempre dolorosos análisis de sangre o a muchos otros estudios que solo sirven para aumentar el número de indicios, que de ninguna manera suplen la “experiencia clínica” del sujeto que diagnostica, y luego procede a proponer un tratamiento de deber ser individualizado. Llegar hasta aquí no fue fácil, fue necesario conocer los malestares a través de indicios, pues el mejor modo —y más científico— de saber qué aqueja al enfermo es esperar a que muera y luego realizar

Véase Oliver Sacks. “Escotoma. Una historia de olvido y desprecio científico”. En Historias de la ciencia y del olvido, Madrid, Siruela, 1996, pp. 13-62. 5 Véase Ian Hacking, La domesticación del azar. La erosión del determinismo y el nacimiento de las ciencias del caos, Barcelona, Gedisa, 1991. 4

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una autopsia. El paradigma indiciario que es fundamento de la medicina científica tiene un linaje de larga data; puede rastrearse hasta los primeros cazadores, quienes a través de rastros y huellas indiciales podían reconstruir qué había sucedido con alguna posible presa y, más aún, prever adónde se dirigía. Los indicios permitían saber qué pasó con algún valioso animal y ver su futuro próximo, para poder llevarlo a un banquete como menú. Resulta una tensa paradoja que el milenario conocimiento sobre la caza de animales, como el pangolín que nos tiene en riesgo, sea también lejano antecedente del paradigma médico que nos ha permitido curarnos desde el siglo xix.6 Así que haber obtenido una lista de enfermedades y un conjunto de síntomas para cada una de ellas fue una bendición del método científico decimonónico. Aunque la medicina es una ciencia dura y blanda al mismo tiempo, no basta con diagnosticar, es necesario curar. Esto último es una acción cuyo éxito implica altas dosis de experiencia previa, es decir ensayo y error, así como el adaptarse a la respuesta singular de cada paciente. Tan cierto como que hay aves que atraviesan el pantano y no se manchan es que hay personas que hospedan virus y no se enferman. Esta verdad de Perogrullo también ha sido posible por las observaciones clínicas, y nos recuerda la polémica decimonónica entre la fisiología y los cazadores de microbios, quienes consideraban que la enfermedad es producto de un agente patógeno (virus, bacteria u hongo), pero no reparaban, u obviaban, que tales microagentes no enferman del mismo modo a todas las personas e incluso algunas ni sufren enfermedad alguna. La polémica fue útil para consolidar la gnoseología de la medicina. A toro pasado, hoy la podemos trascender porque sabemos que la enfermedad no es sólo un asunto de nuestra biología, sino que es parte de nuestra cultura y del modo en que construimos sociedad. La medicina es tan ancha que es ciencia social y natural, ciencia

Véase Carlo Ginzburg. “Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales”, en Mitos, emblemas e indicios. Morfología e historia, Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 138-176.

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dura y blanda, al mismo tiempo. Cuando decimos blanda no es peyorativo, es una caracterización de una taxonomía que también emergió en el siglo xix y que a las tribus académicas actuales les permite generar identidad. Por nuestra parte consideramos: ...qué de duro tiene un quehacer científico que juega con bolas de billar o con partículas de Dios. Duro —como dice mi socióloga favorita— resulta que la gente no se mate, que vote, que conozca y exija sus derechos. Duro es evitar la corrupción, la violencia simbólica y la otra. Duro es lograr que la gente pague impuestos, que la desigualdad no sea la norma en la práctica, que la discriminación no sea moneda corriente. En fin, duro es conocernos para vivir mejor.7

Duro, como difícil, arduo, arrojado, aventurero e imprescindible, es detener una pandemia, fenómeno social que para ser enfrentado requiere de las ciencias sociales. Pero, sobre todo, duro es curar a las personas arriesgando la vida misma, la salud de familiares y la reputación, tal como han hecho en los últimos meses miles de personas expertas en medicina y en enfermería, quienes, ante un agente patógeno inédito en humanos, han tenido que arriesgarse e improvisar para salvar vidas y para acumular la información necesaria para conocer la historia natural de un virus poco conocido que últimamente habita en carne humana y puede producir pulmonías mortales; microbio que, al replicarse, ha dado al traste con las economías de países chicos y grandes, que simultáneamente ha dejado en ridículo a arrogantes estados nacionales que no han sabido cómo cuidar a sus ciudadanos y cuyos gobernantes, por décadas, han descuidado las políticas de salud pública, dejando en la indefensión tanto a enfermos como a quienes intentan curarlos. Valga una reflexión final. Tal vez es posible pensar que antes de que existiera nuestra especie ya existía la técnica, pues los expertos han observado rastros de su existencia en otros homínidos. Pero cierto es que en los tiempos que corren, “Nuestra técnica hasta Véase Rafael Guevara Fefer, “Lo duro de las ciencias blandas”, en Lo duro de las ciencias blandas. Microensayos sobre la sociedad contemporánea, la ciencia y su historia, México, UNAM, 2014, p. 57.

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ahora se sitúa en la naturaleza [esta que también es nuestro propio cuerpo], como un ejército de ocupación en territorio enemigo, sin saber nada del interior del país, siéndole trascendente la materia de la cosa: un regreso de la conciencia de la materia, a la búsqueda de la materia misma”.8 Así las cosas, podríamos aventurar que la técnica al parecer existe desde antes de que hubiera este ser que somos, y la hemos perfeccionado al punto de aniquilarnos.

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Véase Ernest Bloch, El principio Esperanza, vol. 2. Madrid, Aguilar, p. 270.

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ensAyos




Xabier Lizarraga, “La esperanza puesta en una vacuna”.


Desde mi ventana o el transcurrir de la vida en tiempos de pandemia

Hugo Eduardo López Aceves Dirección de Etnología y Antropología Social-INAH

“Fue muy raro no escuchar gritos del público”, dijo el boxeador estadounidense Shakur Stevenson, al bajar del cuadrilátero en la primera pelea a puerta cerrada en Las Vegas. “Le pegaba a mi rival y nada, todo en silencio”, afirmó con estupor, cercano al declarado por Alejandro Pájaro Dávila, cuando peleó en Michoacán sin “el respetable” y con transmisión por redes sociales: “Cuando uno entra a la arena lo primero que se siente es el griterío de la gente”, contó. 1 Con estas declaraciones, recogidas apenas en los primeros días del mes de junio pasado, trato de otear, desde mi ventana, qué cauce habrán de entretejer las “nuevas” maneras de relaciones individuales con esa masa denominada sociedad, todo ello provocado por un virus que viaja sin pasaporte. Cuán extrañas, sorprendentes y quizá hasta necesariamente ingeniosas serán, no lo sabemos, de modo que ¡a soltarle cuerda al papalote! Comienzo tomando nota de los sujetos mencionados, es decir, dos personas con nombre, apellido y profesión, datos apenas mínimos para construirnos cierta idea de su identidad, es decir, de la conciencia que alguien tiene de sí mismo. Con este conocimiento a cuestas, siempre contenido en nuestra individualidad, podemos asumir que en ella se funden las condiciones física y social del cuerpo que poseemos. En él, en tanto es nuestro parámetro, tenemos la

Juan Manuel Vázquez, “‘Le pegaba y nada, puro silencio’; Stevenson revela la cara del boxeo en tiempos de coronavirus”, La Jornada, 11 de junio de 2020, consultado el 28 de septiembre de 2020, https://www.jornada.com.mx/ 2020/06/11/deportes/a11n2dep

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posibilidad permanente de establecer parecidos o diferencias con el resto de nuestros “semejantes” o, para decirlo de otra forma, de construir relacionalidades. En tan complejos días muchas personas tratan de vivirlos con lo habido, es decir, poniendo en juego los recursos disponibles para la preservación de sus vidas y familias. Sin embargo, dice el dicho, “no solo de pan vive el hombre”. Por ejemplo, aun si un adolescente clasemediero cuenta con internet, agua corriente y ropa limpia, comida segura, cuarto propio y padres pacientes, no deja de sentirse frustrado porque el “justificado” encierro de su corporalidad no compensa el agobiante vacío social que lo aísla de sus semejantes, de sus compas. Sin duda, tan pesada carga cada quien la vive de acuerdo a su contexto cotidiano y el entramado de su existencia configurado por la edad, el género y la clase, factores cuyas características y combinación hacen fácil pensar que habrá tantos casos como individuos. No obstante, la suerte de muchísimos, además, arrastra el siniestro anclaje del racismo y la discriminación, un binomio persistente y siempre al parejo de la historia humana. En países como México y los conformantes de la idea llamada Latinoamérica, el maridaje de estos fenómenos ha tenido por expósita la desigualdad social, la condena que muchos padecen “por no saber enfrentar los desafíos de la vida”. Tan cómoda sentencia, enarbolada habitualmente por los sectores sociales más favorecidos, cifra su visión del mundo en la “frankensteinización” de los privilegios mantenidos a ultranza, el color de la piel como parámetro de “éxito”, la inercia material o simbólica, inherente a los bienes, las “alcurnias” heredadas o supuestas, la visión de que las ventajas tienen un origen casi genético y quizá hasta la creencia de asumir que su status quo debe de ser una condición permanente y sobre todo merecida. No puedo resistir la tentación de acudir a “Plástico” y “Ligia Elena” de Rubén Blades como ilustraciones de lo anterior, respectivamente, por su caracterización del consumismo como constructor de identidades y el tono jocoso con que traza el juego recíproco entre clase y racismo. Sin embargo, más allá de la “puntada”, creo

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que en estos retratos subyace la idea de que la existencia de algunos busca su regularidad convirtiéndola en una meta o un coto, es decir, consolidando la continuidad de un orden social específico. Desde luego, tal caracterización esboza sus prerrogativas y no la circunstancia de la mayoría empobrecida, hoy calibrada por la cantidad de contagiados y lamentables fallecimientos. La huella de tan terrible impacto se ha ubicado en alcaldías como las de Iztapalapa y Xochimilco, sobre todo para la segunda, en el poblado de San Gregorio Atlapulco, azotado antes por el sismo de septiembre de 2017 y ahora señalado por concentrar el mayor número de infecciones. El daño generado por la pandemia en estas demarcaciones políticas, provocado en parte históricamente por la inequidad estructural derivada de los gobiernos neoliberales, ilustra cómo la naturalización de la desigualdad social es, a fin de cuentas, la “normalidad” a preservar por algunos sectores. Sin embargo, es justo en la continuidad de nuestro “orden de las cosas” —incluso asumido en ocasiones hasta por los más desprotegidos—, donde se agazapa el cambio o, al menos, la transición hacia otros derroteros, esto observando las conductas ocasionadas por la contingencia. Una ocurrió por la oleada de temor que al principio desató el triaje, criterio cotidiano empleado por el servicio de urgencias en los hospitales. Al saberse que la edad figuraría como un factor para ser atendido, no faltó quien se sintiera descartado de antemano por rebasar, digamos, los sesenta o setenta años. En un rango así se llegó a considerar como criterio de importancia la productividad futura del infectado, de modo que era “razonable” suponer que la “vida útil” de un treintañero sería preferida. Sin embargo, otra situación se planteaba cuando nuestro sesentero sospechaba espantado que, dada su edad, se le podría eliminar de todos modos a pesar de ser un jubilado con derecho a ser atendido, irónicamente, tras haber consagrado a la sociedad su “vida útil”. Más allá del mal diseño que en su momento le fuera criticado, el protocolo mostró que sigue prevaleciendo la idea de que los ancianos son seres prescindibles. Su descarte, principalmente desde una perspectiva productivista, nos interroga sobre cuál es la noción de

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anthropos sobre la que reposa hoy nuestra sociedad. El grado de complejidad existencial inscrito en la cuestión nos lleva a entender que la pandemia, como ya se ha dicho, ha contribuido a calibrar los múltiples fenómenos que integran la trama social contemporánea, donde sus sectores más debilitados no sólo han tenido que sobrellevarla, sino también a los efectos agravados de la desigualdad social. ¿Qué puede cambiar, o al menos anunciar la transición hacia un cambio? Nada fácil es responder a esto. Quizá pudieran plantearse algunas ideas volviendo a las conductas de la población en un mundo puesto de cabeza. Por ejemplo, lo impensable: ver en las instituciones bancarias a la gente realizar sus operaciones con el rostro cubierto como exigencia, cuando antes ocultarlo despertaba la sospecha de un ilícito potencial. El sentido de estos comportamientos se basa en una simple acción: el uso del cubrebocas. No deja de sorprender que la aplicación de este aditamento, cuya denotación oficial es ser una medida preventiva prioritaria, se volviera motivo de polémica en tanto connota ideas como las de responsabilidad, solidaridad o conciencia ciudadana. En buena medida, esta percepción colectiva ha ocurrido por el impacto de las redes sociales y los medios convencionales de comunicación. Sin embargo, los mismos señalan constantemente que muchas personas rechazan usarlo o lo hacen de manera incorrecta, lo cual además de estigmatizarlos, nos induce a percibir a “nuestro prójimo” como una amenaza latente. Antes de la pandemia, en una sociedad donde el anonimato había reducido a sus integrantes a los elementos mínimos identitarios, es decir, al género y la edad —además de la amplia gama de estereotipos conocidos o en formación—, ahora el cubrebocas lo ha resignificado, acaso positivamente, al simbolizar su empleo por los individuos como un acto de compromiso global. En ello quizá no estamos precisamente ante un nuevo modelo de humanidad, sino una vez más acompañados por nuestra vieja respuesta de actuar con un sentir colectivo, siempre impulsado, en teoría, por el bien común. Gracias al ejercicio de nuestro derecho de réplica frente a cualquier circunstancia, es posible considerar que la contingencia será superada, aunque sin perder de vista la eterna contradicción humana,

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ejemplificada por la lucha heroica de los médicos y el personal sanitario en la llamada primera línea y, como deplorable contraparte, la inacción del gobierno de los Estados Unidos. Si bien la pandemia es un fenómeno global de orden sanitario, en primera instancia, no cabe duda del impacto que también ha tenido en las esferas política y económica, cuyos efectos son reiteradamente publicitados. No obstante, quisiera acercarme ahora al saldo emocional inducido en las personas por tan compleja circunstancia, pensando en quienes viven envueltos por una zozobra permanente. Me refiero a los ocupados en empleos informales, el trabajo sexual, el doméstico, los encargados de suministrar agua a la población, electricidad, transportación, servicio de limpia y, quizás en el punto más crítico, los desempleados. Algunos de ellos, además de sobrevivir con ingresos bajos, reducidos en el mejor de los casos, y en el peor, nulos, por añadidura enfrentan el riesgo de contagiarse en cualquier momento, de modo que sus actividades podrían ser consideradas de alto riesgo. Es de Perogrullo recordar que la presencia de la discriminación y la desigualdad yace fundida en este “orden de las cosas”. No obstante, sumado a tales fenómenos, creo que la contingencia agregó también al acontecer individual y colectivo un matiz superlativo: la conciencia cotidiana de la muerte. En Pensar la muerte, Vladimir Jankélévitch dice que, como fenómeno médico y demográfico, la muerte resulta de lo más banal. Incluso cuando sucede como tragedia personal en tercera persona, todavía es un hecho distante para el individuo, pero ocurrida en segunda persona, la muerte de alguien cercano es la experiencia filosófica privilegiada porque es tangencial a los allegados: “Es la más parecida a la mía sin ser la mía, y sin ser para nada la muerte impersonal y anónima del fenómeno social”.2 En esos términos, la muerte del anónimo acaso impacta socialmente al volverse un registro contable, no así cuando acaece en un familiar, un amigo o un colega. Quizás antes de la pandemia la

Vladimir Yankélévitch, Pensar la muerte, México, Fondo de Cultura Económica, 2017. 2

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carga existencial de la muerte apenas aparecía de soslayo en la mente de muchos; en cambio, su cumplimiento como una posibilidad masiva es hoy una realidad contundente. Ensombrecidas por tan funesto panorama, cuántas personas han visto su cotidianeidad e incluso hasta su visión de futuro trastocada, al saber que su existencia quedó condicionada por nuevos factores. Por ejemplo, si antes una enfermedad controlable como la diabetes permitía una vida razonablemente buena para el enfermo, ahora, en tanto comorbilidad, puede resultar fatal. Desde la perspectiva individual, los inconvenientes de la contingencia se pueden relativizar partiendo del género, la edad y la clase. En su combinación como variables, sin duda, cabe la construcción de proyectos, pero en tanto expectativas para la vida no son seguras, ni mucho menos libres de cualquier contingencia. Vista así, la actual pandemia se insertó en el devenir humano como un elemento más de incertidumbre que, a fin de cuentas, carece del poder suficiente para destruir a nuestra especie, como ocurrió con la llamada “gripe española” de 1918 a 1920. Sin embargo, en comparación con su antecesora histórica, “nuestra pandemia” está inserta en un contexto de premonición casi catastrofista. Quizás a este contexto podríamos nombrarlo —tomando prestada la expresión de Alicia Bárcena, la secretaria ejecutiva de la CEPAL— como “encrucijada civilizatoria”, es decir, el de una “situación difícil en que no se sabe qué conducta seguir”.3 Sin duda, tal situación no es otra que la circunstancia en que el mundo hoy se debate, la del prácticamente absoluto trastocamiento de las condiciones necesarias para la vida. Si como se ha dicho, el surgimiento del virus que nos aqueja es el resultado de una zoonosis, esta no ocurrió aisladamente, sino como un concomitante de la deforestación, el agotamiento de los recursos naturales, el cambio climático y demás consecuencias producidas por un modelo civilizatorio demencial.

Webinario Internacional Pos Covid/Pos Neoliberalismo, la pandemia y el futuro de América Latina: Estado social y desafíos económicos, con la participación de Alicia Bárcena y Rafael Correa, transmitido en vivo el 18 de junio de 2020, https://youtu.be/cA9FhT6qRxc 3

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Ahora bien, estando la humanidad en un “punto muerto”, ¿cuál o cuáles podrían ser las conductas a ejecutar? Considero que las acciones a escala del individuo no ayudan mucho, sino más bien cuando hay una incorporación con sus semejantes identitarios, donde no es obligatoria la articulación del género, la edad y la clase en los mismos términos, sino acaso por una causa o un propósito, tal y como sucedió en Estados Unidos por las protestas del movimiento Black Lives Matter ocasionadas por el asesinato de George Floyd, las cuales fueron apoyadas por otras minorías como la latina y la asiática. Desde luego, una reprobación así podría ser sólo reactiva, lo cual marcaría su condición pasajera. Sin embargo, a fin de cambiar el “orden de las cosas” —tan caro a sus vigilantes y promotores— es crucial mantener la vigencia de las inconformidades, por ejemplo, las sostenidas por los familiares de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y la de los bebés de la guardería “ABC”. Con motivaciones tan fuertes y particulares como las dichas, pareciera algo no “tan” difícil vencer globalmente a la pandemia, reduciendo el número de los contagios y por tanto el de fallecimientos con el “simple” uso del cubrebocas. No obstante, como hemos visto directamente en nuestro país o sabido de otros, muchos individuos no lo utilizan; de ahí que la lucha sea casi inviable si hay sectores de la población carentes de una adecuada conciencia de la realidad enfrentada. En esa condición, y si hay quienes sólo esperan el regreso del orden preexistente, estamos frente a un desafío global que demanda una conciencia también planetaria, no sólo para enfrentar la contingencia, sino fundamentalmente para la resolución de los fenómenos en concomitancia. Sería injusto e impreciso adjudicar a estas personas la responsabilidad absoluta de las complicaciones de la pandemia, máxime cuando las culpables directas son las grandes corporaciones industriales y financieras, además de los gobiernos cómplices que las solapan y protegen. Sin embargo, es necesario también aclarar que a muchas actividades colectivas como las fiestas patronales de un pueblo originario, la celebración de la Semana Santa por un pueblo indígena y hasta a un concierto juvenil se les ha colgado con excesiva prontitud el sambenito. Tal descrédito se anticipa sin reflexionar

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antes en su importancia como eventos que refrendan la identidad colectiva, el papel de la alternancia de los ciclos para la regularidad de la vida o la necesaria ritualidad etaria para la estabilidad psicológica y emocional. Con lo anterior intento remarcar cuán fundamental es tanto el trasfondo sociocultural de las conductas colectivas, como la necesaria responsabilidad y compromiso de cada individuo. En dado caso, estas expresiones grupales son la mejor evidencia de que, en la diversidad cultural, la humanidad tiene la clave para comprender la lógica de las distintas conciencias identitarias. Asimismo, en ellas también radica la fuerza creadora de una sana rebeldía, acaso el ingrediente primario para afrontar y posibilitar un cambio de rumbo global, si nos planteamos como meta la forja de una interculturalidad simétrica. En lo inmediato, el emprendimiento de las acciones preventivas sigue siendo la mejor vía para enfrentar la pandemia, y en el mediano plazo, obtener la pronta disposición de vacunas efectivas. Por lo demás, sólo en la unidad política de las conciencias podremos remontar los múltiples efectos negativos de la contingencia y, quizá en un no muy largo término, conjurar también la cancelación de un futuro incierto que sólo engendra temor y desconfianza. Quizá entonces nos sea dado vislumbrar nuevas relacionalidades, ya sin las secuelas del consumismo exacerbado o la ampliación del distanciamiento clasista. En tanto, acaso la muerte en tercera persona nos dolerá ahora más, sobre todo por quienes la sufrieron en soledad, sin la cercanía de sus seres amados, con la cancelación de los ritos mortuorios más elementales. Así, lejos todavía de su culminación, espero que las secuelas de la pandemia sean las primeras señales de una humanidad en marcha hacia su transición. Ojalá sea tal y no el asentamiento definitivo del Pandemónium sobre la tierra.

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La peste. Percepción de antropólogo confinado

Carlos García Mora Dirección de Etnohistoria-INAH

El pobre hombre no sabía cuándo se iba a acabar aquello, hacía dos o hasta tres viajes al día, a veces con dos, con tres, cuatro o hasta con cinco cuerpos…1 rAquel eugeniA roldÁn de lA fuente

En medio de la penumbra de la noche y el pesado silencio que envuelve a los atemorizados pobladores, se escucha —cada vez más cerca— el toque pausado y mortuorio de un tambor avanzando por las calles de tierra. Este sonido precede al de la carreta jalada por mulas, con la que los sepultureros van recogiendo los cadáveres de las casas donde la peste ha cobrado vidas. Los cuerpos son tan numerosos y el contagio tan generalizado que ninguna honra fúnebre es posible, sólo se cargan y se llevan a las fosas cavadas sin descanso. Ya no hay espacio en el cementerio del atrio del templo, ni el cura acepta que allí se entierre ningún apestado, por lo que se dispone abrir un panteón a la orilla del barrio San Miguel. Un presagio de la peste, como se llamaba a la enfermedad contagiosa y grave que causaba gran mortandad, lo conocieron unos huacaleros cuando habían llevado a vender su mercancía a San Juan Parangaricutiro. En el camino, se cruzaron con una mujer toda

Raquel Eugenia Roldán de la Fuente. “La carreta del sepulturero”. En Cuentos. Literatura infantil y juvenil, Red Estrategia, en https://www.encuentos.com/ cuentos-para-adolescentes/la-carreta-del-sepulturero/

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“granizada”, quien les preguntó en purépecha a dónde iban y de dónde venían, a lo que le respondieron: —San Juanuksï nirásïnka, Charápani wératini (‘Vamos a San Juan, salimos de Charapan’). —Jiní Charápanksïni erókasïnka (‘Allá en Charapan los espero entonces’).2 Así les dijo y así los esperó, pues al regresar se encontraron con que una enfermedad mortífera e incurable había cundido en el pueblo. Entonces, ellos cayeron en la cuenta de que se habían topado con la peste misma en forma de mujer. Pasado al menos un siglo, en 1973, mi esposa y yo escuchamos este relato de boca de los ancianos del pueblo. En la Sierra Purépecha, las temibles pestes fueron cíclicas, desde la era novohispana, pues ocurrían de tanto en tanto. Hubo generaciones que vivieron sin sufrir ninguna, pero otras las padecieron y dejaron huella de esa herida en la memoria comunitaria. Asimismo, nos relataron que, durante ese suceso u otro anterior o posterior de similar gravedad, un general charapanense de apellido Solórzano —estando en la cosecha del maíz— comió un alimento contaminado que lo enfermó gravemente. Para su fortuna, logró salvarse y, en agradecimiento, mandó levantar una capilla consagrada al culto a la imagen de San Roque, santo patrono ante las pestes y las epidemias, en un predio que dio en llamarse El Rokiu, es decir, ‘la casa de san Roque’ en purépecha. Con el tiempo, aquel terrible año se fue olvidando y la construcción quedó en desuso y se derruyó. Muchos años después, allí se levantó la Casa de Cultura, a espaldas del templo parroquial de Charapan. La imagen pasó a manos particulares y todavía se conservaba hasta recientemente, cuando aún fue posible fotografiarla, pero luego fue sustraída del poblado al fallecer su propietaria. Así, se perdió el último rastro físico de la peste. Incluso, la tradición acerca de aquel tiempo aciago se fue diluyendo y los jóvenes ya poco o nada saben de aquella calamidad que estuvo a punto de acabar con el pueblo (Figura 1).

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Traducción al purépecha del colega Benjamín Lucas Juárez.

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Figura 1. Imagen de San Roque bajo el portal de una troje en San Antonio Charapan, un pueblo purépecha de la Sierra de Michoacán. Carlos García Mora, ca. 2018.

La epidemia recordada en Charapan es difícil de identificar, pues durante el siglo xix llegaron a México seis enfermedades “de cuarentena”: el cólera, la peste bubónica, la fiebre amarilla, la viruela, el tifo y la fiebre recurrente. Específicamente, en Uruapan —en cuya jurisdicción se hallaba Charapan— se padecieron pestes de tifo (1833) y cólera (1833 y 1850), amén de una moderada de viruela (1841). Por esos años, Charapan carecía de médicos, medicinas y métodos para combatir tales morbos. Tiempo después, sobrevino en

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Michoacán la influenza “española” de 1918 que acabó con muchas vidas, entre ellas la del temible bandolero villista Inés Chávez García. Hoy en día, gracias a sus lecturas e indagaciones, historiadores y antropólogos mexicanos han sabido acerca de las pestes que asolaron al país desde antes de su independencia, como cuando sor Juana Inés de la Cruz cayó presa de una devastadora epidemia de tifus exantemático. Asimismo, ellos sabían del mortífero brote de influenza —mal llamada “española”— provocada por el influenzavirus A-H1n1 que, en 1918, segó millones de vidas en los Estados Unidos, China, España, Francia, Italia, México y otros países, algo de lo que siguen bien informados los virólogos. Los historiadores y los antropólogos nunca imaginaron que ellos mismos se verían envueltos en una peste moderna, tal vez porque pensaron que eso era algo del pasado lejano. Sin embargo, un microscópico agente infeccioso, el virus SARS-CoV-2 —comúnmente llamado coronavirus— provocó la COVID-19 en buena parte del país. Los propios estudiosos debieron confinarse en sus casas —como sus lejanos antecesores— e, incluso, como lo hicieron en el medievo europeo en el siglo xiv —aunque sin el extremo rigor de entonces— cuando se propagó la devastadora peste negra, una variedad de la peste bubónica o del carbunco. Solo aquellos que habían tenido el tino de consultar a la virología se percataron de que las epidemias son cíclicas e ineluctables. Con todo, ellos vivieron una peste de modo muy diferente a como la sufrieron los habitantes en la Sierra de Michoacán en el siglo xix. Los pobladores purépechas —aislados y sin conocer siquiera la luz eléctrica y rodeados de un denso bosque— se encerraron en sus casas, tanto de día como envueltos por la oscuridad nocturna y en el silencio sólo roto por rezos y llantos de quienes se sintieron dejados de la mano de Dios, castigados sin misericordia por la peste incontenible. Enterados de los años terribles de las pestes históricas, buena parte de los colegas se tomaron en serio lo de la COVID-19. Por ello, se guardaron en sus estudios alumbrados con luz eléctrica y con sus computadoras prendidas. Asimismo, participaron en videoconferencias que cobraron gran auge y que les permitieron mantenerse

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comunicados con sus homólogos e, incluso, por ese medio intervinieron en seminarios y en mesas redondas. Se las ingeniaron para proveerse de alimentos y artículos básicos gracias a las ventas “en línea” que, igualmente, tuvieron un crecimiento inusitado. Notoriamente, aun guarecidos, se abastecieron también aprovechando el servicio a domicilio de misceláneas, restaurantes, farmacias y otros comercios locales, en sorpresiva revancha respecto de los ahora riesgosos supermercados que antes habían avasallado a las “tienditas”. Todo ello pudo darles a los enclaustrados la impresión de estar a salvo y retirados de la epidemia, pero los periódicos y las revistas —que también se allegaron—, así como la información y las imágenes obtenidas en la Internet, develaron qué tan cerca estaban de ella y la cruda realidad: hospitales saturados, funerarias y panteones trabajando sin parar, relatos calamitosos describiendo las experiencias con los efectos de la enfermedad, con la toma de muestras para detectar el virus y con la muerte en total soledad y sin honras fúnebres. Se enteraron de vez en vez de conocidos que cayeron contagiados y, a veces, de alguno que no logró reponerse y murió. No, la peste no estaba lejos: proliferaba cada vez más, si bien sólo un porcentaje bajo de infectados moría; el resto supervivía, aunque algunos con secuelas a largo plazo. Pronto se asumieron varias circunstancias ineludibles, a saber: • La pandemia de la COVID-19 y el agravamiento de la crisis económica preexistente ya habían sido augurados. • La COVID-19 no tenía cura hasta no contarse con una vacuna o, al menos, con un medicamento que impidiera la proliferación del virus una vez que ha ingresado en el cuerpo. Una vana esperanza era que el agente infeccioso de marras se inactivara por sí mismo, como lo hizo —en el verano de 1920— su antecesor de 1918. • Los factores económicos y políticos hacían imposible prolongar indefinidamente el recogimiento y la paralización del trabajo. Tras largo acatamiento del confinamiento, las clases dominantes y, hay que decirlo, también las trabajadoras, tomaron la decisión: “Que mueran los que tengan que morir”,

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el encierro debía cesar. Las primeras, debido a su obsesión por mantener y acrecentar su riqueza; las segundas, por su imperiosa necesidad de trabajar para supervivir. • El coronavirus llegó para quedarse indefinidamente, pues estaría presente por un tiempo impreciso de larga duración que obligaría a cambiar la manera habitual de vivir. En consecuencia, había que imaginar la vida futura en tales nuevas circunstancias. Acerca del primer punto, vale la pena detenerse. Ya en febrero de 2014, el número 2 de ese año de la revista Muy Interesante, una publicación comercial de difusión científica que se vendía en supermercados y expendios de periódicos y revistas, se tituló La pandemia que viene.3 Esta dedicó sus páginas a las enfermedades que se preveía que podrían sobrevenir. El contenido mencionaba la influenza pandémica de 2009 provocada por el virus A-H1n1/09, así como al coronavirus causante del síndrome respiratorio de Oriente Medio, el cual causó la primera muerte en 2012. Entonces, las variedades de dicho virus ya eran comunes, aunque en lo general sólo causaban males leves en las vías respiratorias. El peligro era que experimentaban reconfiguraciones que producían mutaciones nuevas, de manera que una epidemia causada por una nueva variación era previsible. Por supuesto, la revista procuraba una síntesis muy simplificada de estudios que obraban en artículos e informes científicos, pero tenía la ventaja de dar a conocer su existencia. En fin, la información, aunque con toda suerte de calidades o ausencia de ellas, fue creciendo conforme se iban reuniendo los datos y se emprendían investigaciones aceleradas de la COVID-19 y de sus implicaciones de diversa índole. Un paréntesis. Entre autores sin experiencia clínica ni de laboratorio que se asumieron con voz de autoridad, alguno divulgó en las redes sociales que toda enfermedad infecciosa requería de un virus, un medio para reproducirse, un modo de transmisión y un huésped

Gerardo Sifuentes, “La pandemia que viene”, Muy Interesante, núm. 02 (febrero de 2014).

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vulnerable. Dado que solo lo último podía evitarse, él sostenía que había que procurarse condiciones de salud y de estabilidad nerviosa y mental que acrecentara las defensas del cuerpo, mediante la meditación, el ejercicio físico moderado y las actividades culturales y artísticas. Este tipo de sugerencias superficiales poco guiaban a sectores que vivían al día y que presentaban factores de riesgo como la edad, la insuficiencia pulmonar o la diabetes. Ciertamente, había que evitar el miedo y la ansiedad, pero, ante todo, debía precaverse la infección, pues la mera “meditación” no la evitaba. Ese tipo de orientaciones tuvieron la ventaja de evidenciar que, en ocasiones, se ignoraban factores sociales. Si bien las pestes históricas fueron supervividas por individuos con suficientes defensas orgánicas, quienes las tenían disminuidas integraban clases bajas que vivían en condiciones infrahumanas. La medicina y la virología sin enfoque social emiten indicaciones necesarias pero incompletas, pese a su base científica. Tal ocurre en México, donde mucha gente vive del trabajo informal y el comercio ambulante o es población rural sin servicios urbanos. Ante esos sectores, las campañas útiles para las clases medias urbanas suelen ser irreales. Agréguense a ello las diferencias entre las culturas regionales e incluso étnicas que se adaptan de modos particulares ante la enfermedad y la muerte, por ejemplo. Ese era el caso de los poblados rurales donde el imperativo por realizar sus fiestas patronales lleva a los habitantes a correr el riesgo del contagio. Esta y otras circunstancias culturales también hay que considerarlas para emprender campañas sanitarias más eficaces. Paréntesis aparte. Un reto que enfrentaron los antropólogos en sus diferentes disciplinas fue el de cómo emprender la antropología de la epidemia de la COVID-19 en México. Ante la dificultad para realizar trabajo de campo, a menos que se quisiera correr el riesgo de enfermar, el comportamiento social solo se infería de fuentes insuficientes o secundarias, a veces inexactas o sin comprobación; por ejemplo, la información periodística, siempre de mala calidad, sin valor estadístico, amarillista con frecuencia, pero fuente de conocimiento al fin. Asimismo, podían obtenerse fotografías, videos, estadísticas, artículos científicos, ensayos académicos y testimonios

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personales de infectados y sus parientes, así como de médicos y enfermeras, disponibles en la Internet y en la propia prensa, amén de comunicaciones obtenidas por correo electrónico, entre otros recursos a la mano que permiten atisbar alguna tendencia. Con habilidad e imaginación creativa era factible inferir más de lo que en un primer impulso parecería. Tal vez fuera posible presumir la composición y las características de la población infectada, enferma y fallecida. ¿Qué sectores sociales habían sido mayoritariamente afectados y cómo fueron contagiadas las personas afectadas? ¿Qué factores provocaban el comportamiento imprudente o francamente insensato de un porcentaje impreciso de cada capa social? Parecía difícil responder a esto solo con estadísticas sanitarias, pues se requería también de información de campo, aunque algo podía deducirse de lo que se reflejaba en las fuentes citadas. En efecto, los recursos mencionados permitían formular hipótesis acerca de cómo estaban reaccionando los pobladores de cada región del país; qué diferencias se percibían en su comportamiento; cómo se manifestaba la religiosidad en una epidemia causada por un enemigo invisible, desconocido e imprevisible; cómo se explicaba la despreocupación generalizada de grandes sectores de la sociedad mexicana. Otras preguntas de mayor fondo en los campos económicos, geoestrágicos, científicos y farmacéuticos fueron formuladas por los analistas. Por lo demás, apenas podía hacerse antropología aplicada, pero algunas acciones debieron llevase a cabo para apoyar, al menos, a sectores populares afectados gravemente en su economía, como los artesanos rurales, por ejemplo. Emprender tareas de ayuda de campo directamente con los enfermos implicaba exponerse al contagio —como lo hacían médicos y enfermeras—, aunque podía intentarse de manera indirecta. Desde el punto de vista de la ciencia básica, la antropología tiene aportes particulares. Dos ejemplos son los estudios acerca de las redes parentales y de la organización religiosa comunitaria, temas tradicionalmente privilegiados por esta disciplina. Tales campos de estudio aportan consideraciones útiles. ¿Qué papel están jugando

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las relaciones de parentesco en la estrategia de los grupos domésticos ante la epidemia? ¿Qué tanto debe entenderse el imperativo de llevar a cabo las ya mencionadas fiestas religiosas de las comunidades que impide suspenderlas, pese al alto riesgo de contagio implicado en esos actos comunitarios? ¿Cómo estaban reaccionando las culturas regionales y las de cada clase social? Asimismo, la antropología física ha identificado las enfermedades y las epidemias, y ha investigado sus efectos en el pasado lejano; además, desde un enfoque interdisciplinario, ha desarrollado la especialidad denominada antropología médica. En esto último, también se han involucrado la antropología social y la etnología, que han estudiado las prácticas curativas y la mentalidad acerca de la salud, la enfermedad y la muerte. Otro fenómeno, interesante para la economía y la antropología económica, fue el auge —así fuera temporal— de los ingresos del pequeño comercio abastecedor. Si bien algunos medios digitales de grandes empresas que ofrecían “ventas en línea” prosperaron notoriamente, también es cierto que, al menos temporalmente, la demanda de productos a “la tiendita de la esquina” aumentó espectacularmente. Este pequeño comercio ya antes había adoptado la entrega de mercancía a domicilio, con lo cual enfrentó el despiadado desplazamiento de que fue víctima por parte de las cadenas de supermercados (Walmart, Soriana y otros) y de la extensa red de las pequeñas y mal llamadas “tiendas de conveniencia” (Oxxo y similares). Tal estrategia les permitió mantenerse a flote y aprovechar la crisis provocada por la epidemia, y entrar en auxilio de la población encerrada en sus domicilios. Por supuesto, un análisis con enfoque clasista es necesario para explicar el desarrollo general de la crisis. En efecto, esto se hizo evidente en el hecho de que tanto el hacinamiento en las viviendas así como el contacto con muchas personas y la aglomeración en tianguis, mercados, transportes públicos y otros espacios similares son circunstancias que pusieron a los trabajadores en mayor riesgo. Además, la diabetes, la obesidad y otros padecimientos fueron agravantes que afectaron a las familias de clases bajas debido a su alto consumo de azúcares y de grasas animales. En cambio, los grandes

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empresarios adoptaron posturas ideologizadas y obligaron a sus empleados a trabajar en lugares cerrados y con escasa o ninguna separación entre ellos, pese a que se detectaban infectados en esos sitios. En consecuencia, la conducta, las condiciones y las circunstancias de cada clase social son elementos necesarios en cualquier análisis integral. Por lo mismo, ninguna generalización es realmente válida si omite considerar la heterogeneidad clasista. Al mismo tiempo, el examen de la epidemia también se enriquecía si iba del presente al pasado y viceversa, en vez de hacer tabula rasa del tema. Esto es, incorporar una visión integral. Así, por ejemplo, ha resultado interesante traer a cuento la historia de la influenza de 1918, con tantas semejanzas a la actual crisis sanitaria, sobre todo si se contemplan todos los factores involucrados, tanto biológicos como sociales, económicos, culturales y políticos, entre otros. Sin duda, un fenómeno que —desde un principio— llamó la atención de los observadores fue la ya mencionada conducta social y cultural del común de la gente. ¿Cómo explicar el confinamiento de algunos grupos domésticos y la libertad de movimiento que se permitieron otros? La evidente despreocupación fue algo iterativo históricamente, pues lo mismo pasó en México durante la citada influenza en 1918. Además de las vertientes clasistas, históricas y económicas, las políticas también había que considerarlas. Vale la pena dedicarle unos párrafos. Un tema tanto de psicología social como de politología fue la crítica aguda de algunos sectores que se resguardaban hacia quienes no lo hicieron, o incluso, el rencor ante la conducta despreocupada, retadora, de sectores que se “rebelaban” a las recomendaciones de las autoridades sanitarias. Acaso esta censura fuera una reacción clasista de estratos de la pequeña burguesía o de las clases medias de diferente extracción y de diversos orígenes étnicos y regionales. Respecto de la rebeldía social, esta desembocaba en una tendencia de oposición política antigubernamental con tres derivaciones diferentes y hasta opuestas: • El recelo de sectores de clases trabajadoras y de clases medias, y el de pueblos originales ante lo que consideraban imposicio-

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nes gubernamentales. En ocasiones, esa consideración llegaba al extremo de dar por hecho que estaban ocurriendo acciones premeditadas de asesinato de la población (inyecciones letales en hospitales para acelerar la muerte de infectados, dispersión del virus simulando fumigaciones, disparos de rayos láser al cerebro con los detectores de temperatura corporal, etcétera). • Las acciones antigubernamentales promovidas por el empresariado, los partidos de la derecha política, los financieros y las agencias nacionales y extranjeras interesadas en aprovechar la crisis para su beneficio. • La interesante reacción, promovida o espontánea, de personeros de ideologías nativistas de pueblos originales, quienes alabaron que las comunidades se rebelaran realizando sus fiestas religiosas, con la consiguiente aglomeración, reafirmando así —sostuvieron— su identidad y su autonomía al oponerse ante medidas para prevenir la epidemia de un virus que no creían que existiera. Como parte de esa corriente, se difundió un cartel en Facebook con la pregunta: “¿Tú conoces a un enfermo?”, respondida debajo con la afirmación: “Yo tampoco”. Ahora bien, por más que la psicología social podía abordar esta cuestión, había que tomar en consideración la promoción política de campañas incentivadoras planificadas para circular rumores a gran velocidad de boca en boca y, hoy en día, en mensajes difundidos por las redes digitales y la telefonía celular. Todo ello con el objetivo de crear ambientes sociales que pudieran ser utilizados con algún propósito político. Otro fenómeno igualmente interesante fue la convergencia del empresariado y el poder ejecutivo cuando ambos llamaron a recuperar la “libertad” personal y a salir sin miedo para renovar la vida cotidiana, actitud en algo similar a la del régimen brasileño. Si bien este apuro era entendible por la necesidad de reiniciar las actividades laborales, suponía deshacerse de las obligaciones gubernamentales y empresariales y responsabilizar a cada uno de lo que le

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sucediera. De nuevo, que murieran los que tuvieran que morir, la economía de las grandes empresas tenía que continuar su desarrollo. Ahora, la responsabilidad ya no sería del gobierno federal ni de los empresarios sino de los gobiernos estatales y municipales y, sobre todo, de los propios ciudadanos. Si había víctimas de la COVID-19, sería culpa de la propia gente que dejaba de cuidarse a sí misma. Por otra parte, el hecho de vivir en un entorno contaminado por un virus tan agresivo suponía asumir cierta actitud. En consecuencia, un tema más para el estudio de la psicología fue la aprensión personal y colectiva por la aparición repentina de una enfermedad incurable e incontenible; aprensión experimentada por el riesgo a enfermarse, ya sea uno mismo o alguno de los seres queridos. Nada nuevo del todo. Con las debidas proporciones guardadas, los temibles cánceres y el sida carecían de cura, por lo que ya se vivía con moderado temor, mayor por los primeros tan impredecibles y silenciosos. Un miedo relativo, pues —además de que dichos males no presentaban la explosiva virulencia de la COVID-19— por lo general ello ha estado lejos de convertirse en una hipocondría, pero sí en lo que se piensa de cuando en cuando. Como fuera, parecía que se tendría que vivir eludiendo constantemente el contagio, lo cual supondría cambios en la rutina diaria, en el trabajo y hasta en las relaciones sociales y personales, un tema, entre otros, que sería motivo de estudio. Baste pensar en el efecto que causa la suspensión de contactos físicos que son expresiones protocolarias, pero que también son un recurso para expresar sentimientos, cercanías, afectos. Todo ello llevaba a tomar conciencia de que la “normalidad” se había esfumado sin remedio. Cabría preguntarse cómo se vivieron las pestes sin cura en la Nueva España, azotada de vez en vez por estas y que solo cesaron tras causar innumerables fallecimientos. Podríamos presumir que debió de tenerse una concepción fatídica de la existencia. Entonces, la esperanza de vida era de por sí baja y la mortandad infantil alta, así que debía de vivirse con un pensamiento fatalista, acompañada por una religiosidad fuertemente abrazada, a veces, como único asidero. Tal visión novohispana, ¿ha perdurado en la mentalidad

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popular que hasta la fecha se manifiesta en expresiones como “…si Dios presta vida…”? Ahora bien, ante la crisis provocada por la COVID-19, autoridades de instituciones como el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) sugerían a sus investigadores que se abocaran a estudiar temas relativos a la epidemia en particular y a las epidemias en general. Varios colegas lo podrían hacer, pues era un tema que ya había sido abordado por ellos. Sin duda, el conocimiento de la historia y la antropología de las epidemias podía aportar algunos de los elementos considerados al tomar decisiones prácticas. Al menos, eso solían pensar los estudiosos de las ciencias sociales, aunque, por lo regular, lo que se sabía es que los políticos ni leían, ni les interesaban dichos estudios. Como sea, una breve polémica tuvo lugar: ¿había que abandonar las líneas de estudio que se estaban desarrollado y abocarse a esta temática? Prevalecía la convicción de que, incluso en situaciones en las que el país enfrentara graves problemas, al menos un sector de la comunidad científica tenía que luchar por continuar el trabajo de años, impedir que se desmoronara lo que con gran esfuerzo logró levantarse. Tenía que atender lo apremiante del presente, pero debía pensar también en garantizar el futuro de la disciplina y en evitar que trabajos en desarrollo se truncaran. Como diría Johannes Kepler, refiriéndose a la investigación científica: cuando la tormenta amenaza con hacer naufragar al Estado, nada más noble que lanzar el ancla de los pacíficos estudios de la ciencia que, para él, fructificaban en el territorio de la eternidad.4 Una consideración suplementaria era que, si se dejaban vacíos en algunos campos de la antropología nacional, estos serían llenados por antropologías extranjeras, especialmente estadounidenses. Si con tanto denuedo se había logrado recuperar el predominio antropológico, este debía mantenerse.

Paráfrasis, citada en Clara Inés Ríos Acevedo, De las vidas, las guerras y las ciencias. Y de las reflexiones y vivencias sobre la educación. De Pericles a Einstein, Colección Aula Abierta. Bogotá, Magisterio, 2007, p. 151.

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Por lo demás, era innecesario asignarles otro tipo de labores a los antropólogos dando por supuesto equivocadamente que ellos, al recluirse, se habían quedado sin tareas por realizar. Ellos acumulaban tal cantidad de material durante sus investigaciones que, aun recluidos, tenían compromisos, trabajo sobrado y actividades largamente pospuestas: clasificar documentos, catalogar fotografías, redactar artículos, terminar libros, preparar conferencias, escribir ponencias, leer obras científicas y otras numerosas tareas de diversa índole. ¿Se supuso que los investigadores estaban ociosos, pero cobrando su salario y, por ello, era preciso ponerlos a trabajar dedicándolos a la antropología y a la historia de las epidemias? Ciertamente, debían considerarse las circunstancias por las cuales pasaba el INAH. Con motivo de los apremios sanitarios y económicos del país, según argumentaba el gobierno federal, era preciso que redujera su gasto a un desmesurado 75%, algo que nunca se había visto desde su fundación en 1939. Por ello, una gran proporción de las labores mismas del Instituto se suspenderían o se reducirían a su mínima expresión. ¿Un paso previo para su buscada desaparición o una crisis nacional realmente grave que requería medidas de esa envergadura? En esta situación, se hizo imperiosa la defensa de la institución y la necesidad de mostrar el papel que jugaba en la vida nacional, incluso demostrando que también tenía una función que desempeñar en la crisis. En verdad, se requería la participación de la comunidad científica para detener su destrucción. Por cierto, en ningún momento se presentaron las cifras del gasto que se estaba ejerciendo en la lucha contra la COVID-19 y la protección a la población ni, mucho menos, se informó en qué rubros se usarían los recursos que ya tenía asignada la institución y que se le retiraban para, supuestamente, enfrentar la crisis. ¿Cuáles eran realmente las prioridades gubernamentales que llevaron a sacrificar al INAH y a otras instituciones similares? Para los antropólogos era prematuro llevar a cabo el análisis de los fenómenos de diversa índole que se iban sucediendo, pues era tiempo primero de colectar datos. En cambio, autores de otros gremios se habían aventurado a formular predicciones. Una fue la

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de que “nada volvería a ser lo mismo”. Incluso, se llegaba a predecir cambios sustanciales de la sociedad. Miraban el pasado y relacionaban la Primera Guerra Mundial y el desarrollo de los movimientos revolucionarios armados en México con la influenza de 1918 y los drásticos sucesos posteriores. Algunos predecían que al presidente de los Estados Unidos le sería imposible reelegirse en 2020 por su desastrosa actitud ante la epidemia que en su país cobró una de las mayores proporciones en el mundo, predicción que olvidaba que en la historia sucedían procesos que contradecían tales lógicas. La reelección podría ocurrir porque la crisis agitaba con furia a las bases sociales que apoyaban al candidato republicano y que salían a votar en masa. Mayores agravantes eran el anacrónico y antidemocrático sistema electoral estadounidense que impedía que el voto popular designara a su presidente, y que en esa nación también se practicaba el fraude. La complejidad de la realidad rechazaba conclusiones precipitadas, aunque esta vez atinaron en su predicción… si bien el candidato republicano, pese a perder la elección, recabó una cantidad enorme de sufragios. En México, cambios a fondo se veían poco factibles. Ciertamente, ocurrieron en aspectos tan urgentes como reconstruir y ampliar permanentemente el sistema de atención médica en todo el país. La administración gubernamental venía procurando mejoras importantes, aunque limitadas a su visión asistencial y proclive a un utópico capitalismo humanizado. Nada auguraba la implantación de una verdadera red hospitalaria y clínica popular, ni un plan para implantar un servicio médico generalizado como en Cuba. En verdad, la administración se empeñaba en erradicar la corrupción imperante, por ejemplo, en la adquisición de medicamentos en los servicios públicos. Sin embargo, fue evidente la incapacidad del sistema sanitario para dotar de equipo mínimo de seguridad a todos los médicos, las enfermeras y los auxiliares de los hospitales que atendieron los casos graves de enfermos de la COVID-19, con la consiguiente e inaceptable gran cantidad de muertes de dichos profesionales que la enfrentaron en primera línea. ¿Adónde habían ido a parar los recursos que les retiraron a diversas dependencias con el propósito de atender la crisis sanitaria?

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¿Hubo un cambio de fondo en la manera de hacer antropología o en los paradigmas que la guiaban? Más allá de la infiltración de “teorías” oportunistas, nada anunciaba cambios significativos, como no fueran los de tipo generacional que ya estaban ocurriendo desde antes de la crisis. Sí se agravaría el desempleo, ya de por sí grave, de los egresados de las escuelas antropológicas. Esto provocado, entre otros factores, por los ya mencionados recortes brutales de los presupuestos institucionales que se sumaban a los que ya venían aplicando las administraciones anteriores. Con todo, tal vez, las disciplinas antropológicas, en especial la antropología social, pero también la física y, a la larga, la etnología, se verían impelidas a tratar el conjunto de problemas causados por la peste moderna. Acaso el análisis de esa problemática impulsaría enfoques más adecuados a la nueva realidad. Si la epidemia se prolongaba por mucho tiempo, ciertamente las consideraciones clasistas y políticas estarían siempre presentes en cualquier análisis si se procuraba que este fuera integral. Una reflexión del brusco cambio en el ambiente social sería necesaria. La aguda repercusión de la caída del empleo y los ingresos, así como la quiebra de pequeñas empresas y negocios familiares afectaría al entorno de lleno. Ahora bien, toda crisis, pese a su alto costo social, económico, cultural y psicológico, supone también un reto que alienta a la adaptación creativa y a la generación de iniciativas y proyectos. Alzarse sobre un hábitat dañado es difícil, pero ello había sido posible en el pasado y, por ende, lo sería en el presente.5

Aunque este ensayo está destinado para difusión abierta, al menos cabe a citar dos autores: Oziel Ulises Talavera Ibarra (“Las crisis de mortalidad en Valladolid-Morelia, Pátzcuaro y Uruapan, Michoacán, México [1631-1860]”, Revista de Demografía Histórica 36, núm. 2 (2018): 125-166) y Darío Ledesma (“La peste en México durante la revolución: La influenza española de 1918”, De política 2.0 y otros demonios, consultado el 5 de agosto de 2013, https://depolitica20yotrosde monios.wordpress.com/2013/08/05/la-peste-en-mexico-durante-la-revolu cion-la-influenza-espanola-de-1918/?fbclid=iwAR3qngh1ue97). El autor agradece la revisión del escrito original a la colega Catalina Rodríguez Lazcano y a la historiadora Magdalena García Mora.

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Soliloquios, evocaciones y autorreferencias sobre la COVID-19

José Luis Vera Cortés Escuela Nacional de Antropología e Historia-INAH

Algunas de mis horas más gratas fueron las que transcurrieron durante los prolongados chaparrones de primavera y otoño, que me recluían en casa mañana y tarde arrullado con su incesante fragor, cuando un crepúsculo temprano anunciaba un largo anochecer en el que muchos pensamientos tenían tiempo de arraigar y desarrollarse. Henry dAvid tHoreAu

Preludio He cumplido cuatro meses de una reclusión no elegida, ni asignada, pero sí asumida. El 11 de marzo pasado, día en el que la OMS hizo la declaratoria mundial de la pandemia, abordé un avión rumbo a Valencia, España. La intención era visitar a unos queridos amigos y vivir las fiestas de Fallas de la ciudad. Dos días antes se habían cancelado debido al aumento del número de contagiados por el SARS-CoV-2. Llegué a media tarde al Aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid el 12 de marzo. Me pareció que había pocos viajeros en el aeropuerto, al menos para sus estándares. Italia acababa de cerrar sus fronteras en el norte. Cientos de rostros, los que se podían observar por no ir cubiertos con tapabocas, tenían una expresión de preocupación, pero tal vez siempre es así en las terminales aéreas. Los viajeros se dirigen a múltiples destinos y siempre existe algo de incertidumbre y miedo. Tal vez eran solo los rostros normales de personas que van a algún lugar. Un par de horas más tarde tomaba tierra nuevamente en la ciudad de Valencia. Una vez alojado en casa de mis amigos, salimos a tomar un trago al Barrio del Carmen, sitio de marcha tradicional de los valencianos. Las calles y los bares

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estaban inusualmente vacíos, pensé que sería debido a que solo eran las nueve de la noche y ya se sabe que la marcha española empieza más tarde, pero la situación no cambió. Una camarera nos contó el rumor de que pronto, como medida sanitaria, cerrarían bares y restaurantes. Poca cosa me pareció menos probable en ese momento. Valencia sin vida callejera y nocturna era impensable. El día siguiente todo se precipitó… Los bares y restaurantes cerraron y se hizo un llamado a no salir de casa. Un día después el presidente recientemente elegido al gobierno español, Pedro Sánchez, después de una larga espera en los medios, anunció el estado de alarma sanitaria. Todos los negocios fueron cerrados, excepto comercios con productos de primera necesidad. Todos los lugares donde fuera posible la reunión de personas como cines, centros comerciales, teatros, iglesias, fueron cerrados. Se estableció la prohibición de salir a la calle si no era estrictamente necesario, so pena de ser interrogados y multados por la guardia civil. “Quédate en casa” fue la recomendación repetida hasta el cansancio en las redes y los medios de comunicación. El rumor atemorizante del cierre de fronteras catalizó mi decisión de volver lo antes posible a México. Dos días después de la declaratoria del estado de alarma ingresé a lo que, en ese momento, me pareció perturbador e incluso atemorizante: el aeropuerto de Valencia. Un galerón casi completamente vacío, como un viejo cascarón que reproducía el mismo escenario que observé de camino a él: una ciudad sin gente. En las pantallas del aeropuerto que anunciaban las llegadas y salidas una palabra sobresalía sobre las demás: CANCELADO. En el mostrador de la línea aérea existía una incertidumbre total sobre si se mantenía en pie el vuelo a Madrid para tomar la conexión a México. Los pocos usuarios deambulaban nerviosos, caminando por los recovecos del aeropuerto de Manises. Para ese momento, el cubrebocas se había vuelto una prenda común en el vestuario de todos los viajeros. El vuelo, retrasado, finalmente aterrizó en Madrid. Sabía que tendría que atravesar corriendo a la mayor velocidad posible de la terminal 4 a la 1, si no quería perder el vuelo de regreso. La ausencia de las características multitudes en ese aeropuerto y las bandas eléctricas que crucé a la mayor velocidad que

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podía, cargando una maleta de mediano tamaño, me permitieron llegar a la puerta de abordaje cuando más de la mitad de los pasajeros ya había ingresado al avión. Once horas de vuelo en un avión lleno de mexicanos que, como yo, regresaban apresuradamente a su país para no quedar varados durante un tiempo indefinido en algún país extranjero. Durante mi breve viaje, en ningún momento estuve con tanta gente reunida como durante el vuelo de regreso. Finalmente, en la madrugada del 17 de marzo el avión llegó a la Ciudad de México. Al salir del avión nos esperaba una trabajadora del aeropuerto con termómetro en mano. Esa fue la única medida restrictiva a la vuelta, ni preguntas sobre el viaje, tiempo y lugar de la estancia, nada. Tomé un taxi a casa, dispuesto a pasar encerrado en ella las próximas dos semanas como medida de seguridad al haber pisado territorio español, que era junto con Italia y China uno de los tres países más afectados por la pandemia. En México el contagio masivo apenas empezaba. Han pasado ya cuatro meses desde mi regreso. Mis catorce días de cuarentena inicial se empalmaron con el “Quédate en casa” local. Reconozco que se ha tratado de una experiencia íntima y personal; sin embargo, en muchos aspectos, ha sido también una experiencia colectiva en una medida de la que aún no somos cabalmente conscientes, entre otras cosas, debido a que no ha acabado aún.

El confinamiento: entre Kaspar Hauser y Henry David Thoreau Tal vez sea coincidencia, pero dos historias han marcado mi vida adulta por diferentes motivos y causas, y ambas hacen referencia a la experiencia del confinamiento. Por un lado, la película El enigma de Kaspar Hauser. Cada uno por su parte y Dios contra todos, de Werner Herzog, y la posterior lectura del libro Caspar Hauser o la indolencia del corazón, escrito por Jakob Wassermann, y que sirvió de inspiración al propio Herzog. Por otro lado, está la maravillosa narración de Henry David Thoreau sobre su experiencia de aislamiento en un

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bosque en Massachusetts durante dos años y dos meses: Walden. O la vida en los bosques. Dos experiencias del aislamiento radicalmente diferentes. En el primer caso fue forzado. Kaspar Hauser es una especie de mito. No puede enmarcarse en el contexto de la vida feral como los llamados niños salvajes; tal vez el de Aveyron es el más célebre y famoso de todos por haber sido descrito en diversos libros, pero también, y coincidentemente, por haber sido filmada su vida por François Truffaut. Hasta donde se sabe, Kaspar fue criado en aislamiento en un sótano, desde muy pequeño, de tal forma que no pudo elegir tal circunstancia. Multitud de mitos se refieren a su existencia y a las causas de su reclusión. Probablemente uno de los más sólidos sea aquel que justifica el hecho en su posible origen como hijo bastardo de algún noble. En cualquier caso, el nombre de Kaspar Hauser pasaría a la posteridad no solo por el drama del aislamiento obligado, sino por dar nombre a los experimentos de aislamiento social de animales realizados durante las décadas de los 50 y 60 del siglo xx por psicólogos que, fundamentalmente, intentaban discernir algo muy propio de la época: el conflicto “innato vs. aprendido”. El segundo caso, el aislamiento elegido por Thoreau, animado bajo el argumento de que el ser humano se había convertido en instrumento de sus propios instrumentos e insuflado de un espíritu utopista, pero también en respuesta y desacato ante la autoridad hacendaria que lo encarceló por negarse a pagar impuestos. Ahí escribiría otro de sus libros célebres: La desobediencia civil. En el primer caso el confinamiento fue obligado, en el segundo, el de Walden, elegido. Ambas experiencias son radicalmente opuestas en sus causas, pero están hermanadas en el hecho de la reclusión en solitario. En nuestra sociedad, el confinamiento asignado u obligado está destinado a los indeseables, a los delincuentes y a los locos. Por ello, la elección de Thoreau parece insólita y resalta a la vez el carácter anómalo de la decisión y del propio Thoreau como un anormal. Porque la reclusión en esta sociedad es normalmente un castigo reservado a las personas que por sus actos o su peligrosidad han de ser separados de la sociedad y confinados y recluidos contra su voluntad.

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Por todo lo anterior, el confinamiento derivado de la existencia de la COVID-19 resulta insólito. No es precisamente un castigo, la peligrosidad existe, pero no es el confinado el que la ostenta. Es del riesgo del no aislamiento de donde emerge el peligro. Y así la ecuación se invierte. Ya no es debido a la peligrosidad y los actos contra ley del anormal que se decide la reclusión del mismo, sino que la decisión se convierte en un “acto de libertad”, y es para evitar el peligro, en este caso encarnado en un ser microscópico, que se elige el confinamiento. Evidentemente los términos de elección, libertad y confinamiento han de ser revisados. Mientras que en otros países la reclusión ha sido obligatoria, en México es una sugerencia que se trasmuta en un marcador de clase y de potencial económico. Solo aquellos que pueden hacerlo, ya sea por su disponibilidad de recursos o por su inserción laboral, pueden “elegir” el confinamiento. Los desposeídos y los que viven al día no pueden ejercer ese “acto de libertad” de elegir quedarse en casa o salir a buscarse la vida. Así, y a diferencia de los indeseables, el recluido encarna el privilegio de la elección y de la posibilidad de quedarse en casa. Aun así, y dependiendo de una multiplicidad de factores, la experiencia de la reclusión no es sencilla ni necesariamente agradable. Para quien el confinamiento ha significado siempre un castigo, experimentarlo, aunque sea debido a su condición de privilegio, resulta una experiencia extrema. Y no me refiero en específico al distanciamiento social, que abordaré más adelante, sino a la dilución de las fronteras que separan lo público de lo privado y a la contradicción del hecho de que el ejercicio de la voluntad y la decisión están limitados, claramente impedidos por el miedo y el riesgo real del contagio si se elige romper el confinamiento. Por lo anterior, la voluntad utopista de Thoreau no está presente en la posibilidad de elegir o no el confinamiento en tiempos de la COVID-19, pero tampoco la imposición de hacerlo debido a la condición de peligroso, indeseable o anormal, como en el caso de Kaspar Hauser. Si el confinamiento no es entonces impuesto ni elegido, solo puede ser asumido, en el mejor de los casos, como consecuencia de la

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condición de privilegio de unos pocos, y ello nos confronta y nos refleja como una sociedad profundamente desigual y asimétrica.

El tiempo: entre Rip Van Winkle y Marcel Proust En el célebre cuento corto de Washington Irving, “Rip Van Winkle”, el protagonista, homónimo para más señas, se queda dormido en el bosque, solo para despertar al día siguiente veinte años más viejo. Rip Van Winkle es a todas luces amable y buena persona, pero causa tristeza debido a que ha perdido una gran porción de su vida en estado inconsciente. Lo importante no es el transcurso de veinte años en una vida, sino la falta de certidumbre de qué pasó con ese tiempo. Un tiempo perdido, sin experiencia y sin evocaciones, y sin embargo Rip Van Winkle es simplemente veinte años más viejo. La vida cotidiana y su rutina configuran nuestra percepción del tiempo. Solemos singularizar los días a partir de nuestras acciones y de los espacios donde esas acciones se desarrollan: la familia, el trabajo, el descanso, el gimnasio, el cine, etcétera. Y estos espacios y hechos configuran y matizan los días, las semanas, las estaciones, los años y nuestra existencia completa. Con el confinamiento, lo primero que potencialmente desaparece es la frontera entre lo público y lo privado. Luego, si uno tiene la suerte de desarrollar una actividad laboral que pueda llevarse a cabo desde casa, puede que sea capaz de organizar su tiempo para llevar a cabo las actividades básicas y cotidianas en el espacio hogareño; si no es así, una drástica reducción de actividades aquejará la cotidianidad del confinado. En cualquier caso, para unos y otros, el confinamiento supone una ruptura con el orden cotidiano y, aunque pueda hallarse en el aislamiento un cierto placer y hasta confort derivado de vivir una especie de vacaciones sin fecha de caducidad, una cierta repetición monocromática de la actividad cotidiana construye poco a poco un nuevo orden, y debido a ello surge una nueva percepción del tiempo, donde los días comienzan a parecerse alarmantemente unos a otros.

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La nueva rutina emerge rápidamente, cíclica y repetitiva. Como con el protagonista de la famosa película de los 80, Atrapado en el tiempo (o El día de la marmota), en la que todos los días parecen convertirse en el mismo que, cotidianamente, se repite con pocas variaciones. Ante la aparente eterna repetición, algunos intentan introducir nuevas dinámicas que den sentido y permitan diferenciar el tiempo, pues la incapacidad de hacerlo supone y sugiere la imposibilidad de la memoria, sugiere despertar veinte años después sin experiencias, más viejos y sin memoria. Como una especie de Rip Van Winkle, que no se quedó dormido, pero cuyo resultado es el mismo: un ser sin recuerdos, excepto aquellos originados previamente al sueñoconfinamiento. Y como somos seres memoriosos, la otra posibilidad para controlar y dar sentido al paso del tiempo y su aparente repetición es precisamente domeñar el tiempo haciendo uso de los recuerdos. La evocación se convierte en estrategia de aprehensión de un orden ante la ausencia de este, al menos tal y como lo conocimos y experimentamos antes de la situación de excepcionalidad que supone el confinamiento. Como consecuencia indirecta de la búsqueda de un orden a través de los recuerdos, surge la nostalgia del tiempo vivido, pero no de ese tiempo amorfo y sin lógica aparente, sino el de las personas y los hechos que han marcado nuestra existencia vital. La búsqueda de un orden pasa por la memoria; esta se trasmuta en nostalgia que luego se dinamiza en una especie de intento de recuperación de lo que nos constituye como individuos. Conforme transcurre el tiempo del confinamiento aumentan las tomas de contacto, las llamadas inesperadas a antiguos amigos o familiares, la búsqueda de personas con significado importante en esa otra vida... las notas en botellas tiradas al mar que intentan recuperar afectos, si no perdidos, sí lejanos o distantes en el espacio de los afectos. En otros casos, como un intento de recomposición de lo que debió o pudo ser y no fue. El nuevo orden supone en un sentido la desaparición del anterior, y en el tránsito a él puede emerger un maquillaje de lo evocado, un intento de recomponer-recuperar lo que nos define como personas.

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Otra alternativa que surge de la evocación como estrategia de recuperación del orden perdido aparece justo en el lado opuesto, y es la posibilidad de la reinvención, no solo de un nuevo orden, sino de un nuevo Yo. Y aunque seductora, esta posibilidad incorpora un pequeño ser que, como el virus, se multiplicará hasta ocupar la totalidad del cuerpo de su hospedero, hasta habitarnos en pleno como sociedad. Ese nuevo ser se llama miedo. Antes de abordar esa posibilidad enunciada en lo que hemos dado en llamar la “nueva normalidad”, abordo brevemente el distanciamiento social, una de las consecuencias del confinamiento, pero que no puede reducirse a él.

El distanciamiento social: a pesar de Harry Harlow Como primates que somos, nos caracterizamos por ser animales expresivos con emociones complejas. Empiezo este apartado haciendo referencia a un rasgo tan importante como el mencionado en el apartado anterior. Además de ser seres constituidos por la memoria, somos organismos que reaccionamos ante nuestro entorno y nuestros congéneres estableciendo vínculos emotivos que juegan un papel fundamental en nuestras relaciones sociales. A finales de la década de los 50, el psicólogo Harry Harlow publicó uno de los más interesantes y polémicos estudios basados en los llamados “experimentos Kaspar Hauser”, ya mencionados al principio de este texto. Utilizando pequeños monos rhesus bebés, pertenecientes a la especie Macaca mulatta que, justo después del nacimiento, fueron separados de sus madres y privados de cualquier contacto social, Harlow intentó mostrar cuáles eran las principales necesidades de estos modernos Kaspar Hauser: el alimento, el contacto social o la socialización. Las crías fueron obligadas a interactuar selectivamente con madres sustitutas de alambre, pero provistas de alimentos, y con madres sustitutas cubiertas con toallas que proporcionaban un contacto más agradable, pero sin alimento. Sistemáticamente las

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crías buscaban, antes que el alimento, el contacto físico con sus madres sustitutas de felpa; parecía que más que el alimento, los monitos bebés buscaban el contacto físico. A reserva de que los estudios de Harlow fueron considerados los causantes del surgimiento del movimiento pro derechos de los animales y que derivaron en la publicación del célebre libro Liberación animal de Peter Singer, y también de lo cuestionable de sus métodos de investigación, sus resultados mostraron algo que sabíamos a propósito de la importancia del contacto físico y de la vida social de los primates humanos y no humanos. Con el confinamiento por la COVID-19 no solo surgen formas alternas de diferenciar y ordenar el tiempo, sino también formas alternas de interacción social, caracterizadas en su mayoría por un principio fundamental: es importante evitar el contacto físico, la proximidad social, la intimidad. Un cierto desconcierto parece caracterizar los encuentros sociales durante la pandemia. Extrañas danzas salutatorias se llevan a cabo entre los involucrados, surgen dudas, incomodidades, rigidez en los nuevos rituales sociales de saludo e interacción social. Una mano agitada a una prudente distancia, un ligero levantamiento de cejas, en los casos más distantes; un contacto de puños, antebrazos o hasta un choque de pies en los casos más arriesgados. Hace algunos años, Edward T. Hall propuso que los seres humanos interactuamos socialmente de diferentes modos en función de lo que llamó Proxémica, creando con ello una disciplina encargada del estudio del distanciamiento interpersonal y de cómo las diferentes culturas matizan esas distancias. Clasificó el espacio de interacción social en una fase íntima, una personal, una social y una pública, todas ellas con fases cercanas y lejanas. Existen grupos culturales que Hall denominó “de contacto”, que suelen interactuar socialmente en distancias consideradas íntimas, mientras que existen otras culturas que intentan maximizar las distancias de interacción. Y sin embargo, la distancia condiciona el tipo y la intensidad de la interacción social. La pandemia obliga a maximizar las distancias de interacción personal y social, y ello genera desconcierto. Se sugiere u obliga,

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dependiendo el caso, evitar el contacto social y, de ser estrictamente necesario, reducirlo aumentando la distancia, evitando el contacto físico, y todo ello con medidas de protección como el cubrebocas, el gel antibacteriano, el uso de guantes, caretas, desinfectantes, lavado constante de manos y seguramente un largo etcétera que aún nos falta por ver. Todo ello en el contexto de los espacios públicos, pero en el caso de las personas cuyo confinamiento se lleva a cabo en pareja o en familia se sugiere también extremar precauciones, pues algunos, si no todos los miembros del núcleo familiar, pueden salir de sus domicilios por diferentes motivos. El riesgo se hace presente en todo momento, así que, si algún miembro de la familia presenta síntomas, un subaislamiento se hace inevitable: reducir el contacto físico a lo estrictamente necesario. En el nuevo escenario, en la nueva normalidad, parece que todos somos sospechosos hasta que se demuestre lo contrario.

¿Por qué le dicen nueva normalidad cuando quieren decir miedo? La emergencia de la COVID-19 resaltó lo enormemente lábil de muchos aspectos del mundo en que vivimos. Normalmente los sistemas sociales son en un sentido conservadores; intentan mantener un orden social inmutable. Las sociedades son capaces incluso de absorber ciertas tensiones generadas en el interior de sí mismas con el objetivo de retrasar el cambio y así mantenerse constantes. El papel de muchas de sus instituciones sociales es precisamente ese, perpetuar un orden social reproduciendo entre los ciudadanos formas de pensamiento y de acción. Y, sin embargo, la aparición de una microscópica partícula pseudoviviente, causante de la actual pandemia, en solo cuatro meses ha generado la mayor crisis económica y social desde la Segunda Guerra Mundial. La primera reacción de muchos países ante la declaración de la pandemia fue instrumentar un plan de resistencia para unos cuantos meses, luego de los cuales volveríamos a la normalidad acostumbrada. Tal posición duró poco tiempo, pues un miedo mayor al

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contagio y la enfermedad, la crisis económica o el confinamiento y el aislamiento social empezó a surgir casi de inmediato: el miedo a que la excepción se convirtiera en regla y que, por un tiempo imposible de calcular por ahora, la inestabilidad se hiciera cargo de lo cotidiano, todo ello bajo el eufemismo, por sí mismo contradictorio, de la llamada “nueva normalidad”. La excepcionalidad de los procesos emergidos por la COVID-19 podrán convertirse en el futuro en cotidianos, en la regla y la norma en la medida que se mantengan a lo largo de un tiempo considerable, una vez que el miedo que está detrás de todas esas nuevas prácticas se institucionalice; es decir, cuando el miedo al contagio y a la enfermedad, pero también a la estigmatización social se normalice y se reproduzca con la misma celeridad del virus en nuestros espacios públicos y privados, en los medios de comunicación, en nuestras universidades, en las familias o las empresas, incluso en la soledad más personal e íntima, será en ese momento cuando la “nueva normalidad” habrá ganado a pulso su carta de identidad. Por el momento es miedo, sí, pero a la incertidumbre de cuándo terminará la pandemia, a la incertidumbre de si la ciencia será capaz de encontrar un tratamiento o una vacuna próximamente, si el virus será eliminado o si, por el contrario, llegó para quedarse y tendremos que aprender a vivir con ello. Mientras tanto, algunos ven en el contexto el origen de nuevas formas de relación, de producción y de educación, fundamentalmente centradas en el teletrabajo y la educación en línea. Un mundo donde no hará falta transportarse al lugar de trabajo ni a la escuela, con el consecuente ahorro en instalaciones y desplazamientos. Un nuevo mundo donde seamos capaces de innovar estrategias pedagógicas que superen los “caducos” esquemas de la relación maestro-alumno interactuando en un aula. Un mundo donde el tiempo y la actividad sean eficientes y productivos. Un mundo donde los individuos sean eso y no sociedades interactuantes, organizadas, rebeldes o inconformes. Un nuevo mundo para un nuevo tipo de ciudadano. Un nuevo mundo confinado, productivo, distanciado, ordenado, controlado. Un nuevo mundo donde el miedo sea capaz de instaurar un nuevo orden, una nueva norma-

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lidad. ¡Utopistas del mundo, uníos!, parecen decir estos heraldos del nuevo orden. Sin embargo, para la creación de ese nuevo orden hacen falta personas que trabajen para que ello sea posible. No solo médicos o científicos; jueces y abogados que formalicen las nuevas prácticas, que tipifiquen los nuevos delitos, que determinen las penas correspondientes a los mismos; de fuerzas públicas que sean capaces de garantizar las nuevas reglas de “convivencia”. Hoy, en Alemania o España, se habla de la necesidad de aumentar el número de “rastreadores”, que son las personas encargadas de dar seguimiento a la cadena de contagio, hasta encontrar al llamado “paciente cero”, para así poder eliminar los nuevos brotes del virus hasta antes de la llamada transmisión comunitaria. Pero entre la utopía y la distopía hay pocas diferencias que no sean simplemente de sentido. ¿Quiénes y bajo qué criterios diseñarán este nuevo mundo feliz? ¿La nueva normalidad será más libre, democrática, justa e igualitaria? En Walden, Thoreau llevó a cabo su propia utopía. Para muchos, su error fue realizarla en solitario, pues olvidó la condición social del ser humano. Para muchos, cualquier proyecto de naturaleza utópica deberá considerar ese hecho, o no ser. ¿La “nueva normalidad” será capaz de considerarlo como condición intrínseca de la condición humana y como piedra de toque de cualquier proyecto que busque la instauración de un nuevo orden?

A modo de cierre Distopía: una recreación libre de la inversión utópica Ha llovido sin parar los últimos tres días. El agua se estanca y hay charcos por aquí y por allá. Hilos finos del líquido escurren por las paredes de los viejos edificios de la también vieja ciudad. Hace solo una semana me entregaron los resultados de mi prueba para COVID-19. “Positivo”; leí ante los ojos escrutadores de la secretaria que me entregó el resultado, y que estoy seguro lo

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había leído. También estoy seguro de que conocía mi condición de asintomático. Una expresión de rechazo y asco al mismo tiempo afloró en su falsa sonrisa. Seguramente para ese momento ya se habría activado el protocolo y un conjunto de rastreadores, como perros de caza, estarían tras mis huellas en poco tiempo. Al principio de la pandemia, los “positivos” simplemente eran aislados durante un tiempo. Poco después las medidas se recrudecieron. Ahora el protocolo solo señala: “SUPRESIÓN”, pero nadie sabe exactamente qué significa. Lo que sí sabemos es que quien ha sido condenado a supresión no ha vuelto a ser visto, al menos hasta ahora. Apenas me dio tiempo de pasar por casa, recoger ropa y dinero y salir por piernas. Si la mejor manera de esconder un diamante es en un vaso de agua, he decidido esconderme entre la multitud de personas que deambulan por el centro de la ciudad. Después de la crisis inicial, miles de personas se quedaron prácticamente en la calle, y por ella se desplazan buscándose la vida, día y noche y de las más diversas y no siempre confesables maneras. La multitud y las mascarillas, obligatorias desde hace ya mucho tiempo, me podrán camuflar entre la multitud, aunque temo que durante la toma de la muestra hayan introducido algo en mi cuerpo que permita que los rastreadores den fácilmente conmigo, como buitres guiados por la pestilencia de un cadáver. No hay que presentar blanco fijo, tengo que moverme; entre mayor sea la multitud, mejor. Pero también aumenta el riesgo de que cualquier persona a mi lado pueda ser un rastreador y que, así como mi estrategia es pasar inadvertido entre la multitud, la suya sea exactamente la misma. No he dormido en días y el cansancio invade hasta la más pequeña célula de mi cuerpo. Con la lluvia se ha vuelto aún más pesado caminar de aquí para allá sin rumbo fijo, como una especie de ratón en laberinto que busca justamente no encontrar la salida, sino permanecer en él, pues no sabe lo que le podría esperar afuera. Mis pies están hinchados y llenos de ampollas. El frío y la humedad constante los han convertido en pesadas cargas que cada vez me cuesta más trabajo mover. Desfallezco, mis pies se doblan y

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caigo de rodillas junto a un viejo edificio iluminado apenas por una antigua farola. La lluvia no para de caer, pequeña, constante; parece que no cesará nunca. Tres cuerpos se detienen frente a mí, no puedo ver su cara pues bloquean la luz de la farola. Y si pudiera, no vería más que tres rostros, seguramente con mascarilla, como los miles de personas que me rodean y que se mueven constantemente como si de abejas en un panal se tratara. Son ellos, los rastreadores, han dado finalmente conmigo. Ya no hay miedo, solo tristeza. Recuerdo a mis hijos, a mis amigos, al tiempo que, sin expresión, una lágrima lenta y espesa escurre por mi mejilla. La lluvia se une a ella y la precipita al suelo en el que, al estrellarse, se funde con los charcos y la tierra acumulada durante siglos en esa vieja ciudad…

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, editado por Historiadores de las Ciencias y las Humanidades, A.C. Febrero del 2021.




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