Aguardando el Dr. Garrido Carlos B. Delfante
Cualquiera puede simpatizar con las penas de un amigo; simpatizar con sus éxitos, requiere una naturaleza delicadísima. Oscar Wilde
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Aguardando el Dr. Garrido El conjunto de anécdotas que forman la novela corta “Aguardando el Dr. Garrido”, es la conclusión de relatos de diversos episodios de humor que representan auténticos sucesos convencionales del ser humano, haciéndolos gravitar en las características de algunos de los personajes que la componen, transigiendo para que el lector rescate a través del humor, algunos recuerdos que comúnmente suelen llegar a sobrevenirle en determinas circunstancias de su día a día. La
vinculación
de
aventuras
que
fueron
puntualizadas sobre el ángulo de lo burlesco, de lo atolondrado, de
lo
cándido,
permite
consentir la
manifestación de algunos procedimientos del auténtico muestrario de nuestra sociedad, los cuales muestran que nuestro semejante es un producto de la propia naturaleza donde habita. El
cinismo,
la
mofa,
la
mordacidad
y
la
desvergüenza de los personajes, son fruto de ellos mismos, y producto de las acciones de personas que existen en cualquier andurrial, o simplemente, significan una muestra de nuestro cotidiano.
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Conviene reír sin esperar a ser dichoso, no sea que nos sorprenda la muerte sin haber reído. Jean de la Bruyere
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Al principio, cuando me dijeron que tendría que ir a trabajar en esta nueva sección de la Empresa, yo pensé que mi tarea sería de puro tedio, y que la monotonía y el aburrimiento, debido a mi limitación en la función, se tornaría un acontecimiento repetitivo que significaría el fanal del ostracismo que guiaría mis futuros días. Sin embargo, para mi sorpresa, a medida que me fui poniendo al corriente de todo lo que sucedía en la antesala del doctor Garrido y, conociendo la diversidad de sus pacientes, o mejor dicho, de los otros empleados de la Empresa, ya que este no es un consultorio común y corriente, me di cuenta que estaba rotundamente engañada. Como dije antes, mi función pasó a ser la de: secretaria-auxiliar,
que
puede
ser
traducido
para:
recepcionista del consultorio médico que pasó a estar disponible para atender a los trabajadores de la Empresa. En un primer momento, el cargo que me ofrecían, me hizo imaginar que la obligación exigía estar al tanto de algunos pormenores y saber desplegar capciosamente las nociones de una enfermera auxiliar, ya que el puesto a ser Aguardando el Dr. Garrido
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desempeñado en un local con ese tipo de especificaciones técnicas, requiere, en mi mediocre concepto, tener esa pauta
de
habilidades
extracurriculares.
Con
todo,
nuevamente mi percepción era por demás exagerada. Antes de más nada, debo esclarecer que, la organización, o mejor dicho, la Empresa en la cual trabajo, es una gran autarquía independiente que se sostiene en base a la amalgama accionaria resultante entre la participación del capital del Estado, y de otros diversos grupos de inversionistas. No en tanto, estos últimos, poco suelen influenciar en la dirección del negocio, ya que la mayoría de las acciones fiduciarias de la organización, pertenecen al Gobierno de mi país; tal como suele suceder de igual forma en cualquier nación del planeta, donde es el Estado, quien se encarga de administrar sugestivamente de forma indirecta, la actividad desenvuelta en cualquier segmento de mercado que logra emplear una gran cantidad de mano de obra. Aquí tampoco es diferente, por lo tanto, casi toda la traslación, cambio o evolución de los empleados burócratas, depende entre otras cosas, del tipo de padrino que los cobije, ó mejor dicho, que los ayude a guindar puestos más interesantes y mejor remunerados, mismo que éste empleado no comprenda y no sepa, todas las
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responsabilidades de la función a la que fue designado. Lo mismo suele suceder con la contratación de algunos individuos que a veces son escogidos para ocupar los cargos denominados “políticos”. Esto me hace recordar una vez, cuando yo todavía era la secretaria del señor Sandoval, el mismo director del departamento administrativo que hoy ocupa un alto cargo en la superintendencia de la Empresa, que al recibir en su apartado a uno de esos oficinistas esforzados y bisoños recién contratado por mi entonces jefe, sin la necesidad de que éste realizase concurso; y cuando ese mismo empleado sintió en la propia carne, la natural represalia de los otros compañeros más antiguos que se sintieron preteridos ante la usurpación de un puesto que varios de ellos deseaban. El oficinista vino a reclamarle y exponer su voluntad en querer abandonar todo y mandarse mudar. Recuerdo que en esa oportunidad, el señor Sandoval, mi jefe, ante mi pasmo, y usando sus zalameros argumentos apaciguadores, lo convenció a continuar trabajando. Sin embargo, antes de alcanzar buen fin con su persuasión, escuche el siguiente dialogo entre los dos: -¡Señor Sandoval! Estoy desilusionado –comenzó por narrar el subalterno.
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-En la vida, hay momentos en que debemos soportar estoicamente nuestras frustraciones –comentó mi jefe, rostro sereno, bonachón. -No discuto ese punto. Pero ha de saber que los hombres de aquí, suelen escribir de un modo muy complicado, utilizando
y
viven
palabras
redactando
enmarañadas
los como:
documentos, “impeler”,
“deferir”, “optimización”, “desiderátum”, “obtener un fin colimado”, “enfoque sistémico”, “ideario animador de los trabajos”, y otras cosas por el estilo. Y como si fuese poco… -le continuó relatando ceñudo-, …mi superior jerárquico, de las minutas que yo preparo con todo esmero, cuando mucho, él aprovecha únicamente las iniciales de mi nombre. El señor Sandoval permaneció escuchándolo en silencio, mientras mantenía las manos juntas como quien se encuentra rezando para algún Santo en especial. Ante esa afonía de diálogo que pairaba en la sala, el requirente, vestido de un coraje adusto, continuó con su perorata: -¡Fíjese!, el hombre me raya toditas mis anotaciones. Porque si yo uso “mas”, él insiste en colocar “pero”; si al día siguiente yo lo imito usando “pero”, él prefiere colocar un “mas”…
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Yo vi que la fisonomía de mi jefe, al escuchar a su subordinado, se mantenía inalterada, salvo por una leve mueca de una risa angelical dibujada con esmero en su labios rosados. Parecería que esa actitud encorajaba a que el hombre continuase con la interminable retahíla de su perorata -Inclusive, ya intenté desorientarlo y adopté el “con todo”, –continuó disertando el empleado- ¡Pero fue peor la enmienda que el soneto! Parece que el hombre se sale de sus casillas. Una hora, me sustituye el “con todo” por un “sin embargo”, otras veces por un “no obstante”. -Te comprendo. Es normal –le expuso calmamente el señor Sandoval, aun con las manos entrelazadas en actitud de rezo, y donándole al empleado suplicante, una mirada de condescendencia como si fuese un ternero desmamado. -¡Para mí, no es nada normal!, –insistió el querellante-. ¡Especialmente, porque el sadismo que él demuestra, no para por ahí, no! Varias veces ya me salió con un “todavía”, y aun, fue capaz de gritar conmigo: -¡No sirve de
nada protestar,
“precario”!,
recalcando desdeñosamente el adjetivo cuando me lo decía; y por encima, me avisó que él siempre actúa de esa forma, porque uno de los principales desiderativos de su
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vida aquí en la Empresa, es estar cambiando preposiciones y prefijos conforme se le antoja… -¿Me diga? ¿Tiene cabimiento, una cosa así? – demandó malhumoradamente el denunciante. Luego de terminar de expresar su reclamo, noté que el
fastidiado
oficinista
dejó
caer
los
hombros
resignadamente, suspiró hondo, y enseguida remató con entonación exasperada: -¡Estoy harto, señor Sandoval! Creo que voy a largar el empleo que usted me recomendó. Yo había tenido otras oportunidades de presenciar diversos tipos de disparates aquí en la Empresa, pero en ese momento, me quedé abismada escuchando el rosario de asnerías que éste individuo relataba, al mismo tiempo que pensaba con mis botones: -Éste sujeto, tiene más humos que incendio en gomería… Pero de pronto, sacándome de mis cavilaciones, escuché que mi jefe chasqueó la lengua y expresó sereno: -Hay momentos en la vida, en que hay que tener paciencia, Pepé. Pues debo decirte que aquí, en esta Empresa… ¡nunca antes, alguien dejó de vencer!
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-¿Mismo, un tipo como yo? –inquirió el inseguro oficinista, mirándolo con ojos dilatados, igual a los de una vaca que entra en el brete que la lleva al matadero. -¡Obviamente! Tenés que entender que si no sabes nada, ya llevas una gran ventaja sobre los demás… comenzó a explicarle calmamente el señor Sandoval, al menear la cabeza en una rúbrica de señal positivo, y en cuanto el litigante, cobijando bajo esa mirada mansa como la de una rezadora de velorio, dominaba su rencor. -Aquí, mi impaciente muchacho, -insistió en explicarle mi jefe-, las cosas funcionan de esta manera: -Quien sabe, hace; quien no sabe, confiere; y quien no sabe hacer, ni sabe conferir, gerencía a los demás –y desplegó una sonora carcajada antes de rematarle: -Tengo mucha fe en ti, joven –agregó-. Con ese inusual talento tuyo, no demorarás mucho, y pronto conseguirás un cargo de jefe en cualquier sección de la Empresa. Claro, que las personas no pueden pensar que, para un funcionario lograr obtener una promoción, era un suceso tan fácil así como el señor Sandoval lo afirmaba, porque en ese sentido, la evaluación de desempeño de los funcionarios, siempre era realizada mediante el uso de un boletín de informaciones que cada jefe necesitaba llenar
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anualmente, describiendo en él todas las habilidades de sus subordinados; y ese procedimiento, era el que terminaba dando una impresión general del nivel de conocimiento de todo el cuadro de los empleados. No obstante, también debo aclarar que aquí, en esta Empresa, mismo que las decisiones se apoyasen en lo que informaba el referido boletín, siempre se había dado más valor al “QI” del individuo evaluado, sigla que tampoco debemos confundir con el “Coeficiente de Inteligencia” que poseía el abalizado, y si, con la acepción del “Quien lo Indicó”; para que se pudiese determinar el rápido progreso que éste tendría en los cuadros de la organización. Han de saber también que, perennemente elaborado en un estilo de libre redacción, ese tópico de los boletines, siempre rindió buenos dolores de cabeza para los miembros que integraban la “Comisión de Promociones”, ya que muchos de los informantes, se utilizaban de ese espacio como si ello fuese un verdadero campo de batalla para efectuar torneos de redacción, donde los adjetivos y los superlativos, eran la munición de uso común. Siendo así, no era de admirarse encontrar en esos intrínsecos boletines, a empleados que recibían un concepto “bueno” en el primer año de peritaje, pero que al siguiente, sólo se contentasen con recibir un “óptimo”. No
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en tanto, los “óptimo” ya ansiaban ser promovidos luego para un “excelente”. Y los “excelente”, en el futuro, sólo admitían,
como
mínimo,
ser
señalados
con
un
“extraordinario”. En muchos casos, utilizándose de una creatividad excesiva
de
ingenio,
algunos
informantes
vivían
identificando algunas otras habilidades que servían de “relleno” privilegiado en los boletines, como por ejemplo: saber leer y escribir otras lenguas, que no la española. Tener tal aptitud, pasó a ser una buena alternativa para mejorar el boletín de informaciones de algunos empleados con “QI”. Digo esto, porque una vez, cuando el propio Sr. Sandoval estaba casi al final de la revisión de uno de esos peculiares boletines personales, se sorprendió al encontrar dactilografiado en uno de ellos que, el informado: …“habla y escribe fluentemente el inglés”. De repente, lo vi interrumpir la lectura, levantar la cabeza, y al localizar donde estaba sentado el subordinado al cual le correspondía el mencionado boletín. A seguir, fue hasta su mesa, apoyó sus manos sobre el pupitre, y le preguntó: -Pepé, estoy acabando de revisar el boletín que contiene tu información anual.
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-Decime, ¿tú hablas y escribes inglés? “Pepé”, cuyo nombre de alcurnia es Pedro Pérez, ó “Doble P”, como normalmente lo llamaban los más íntimos, quien hasta ese día nunca había frecuentado un curso de lengua inglesa o de otra cualquiera, se sorprendió con la pregunta, pero ante la impar oportunidad que se le presentó, en ese momento creyó que no costaba nada mentir un poco para mejorar su concepto técnico, y a la misma vez, lograr impresionar a su jefe con sus habilidades lingüísticas. Entonces, vestido con la más pura ignorancia, levantó la cabeza, y le respondió: -¡Oui! Esa facunda respuesta que acababa de oír, fue suficiente para que el Sr. Sandoval volviese a su mesa y completase el tópico del boletín, agregando el siguiente aditamento: …“y francés también”. Sin lugar a dudas, de aquella época en que me desempeñe como su secretaria, guardo evocaciones singulares de las ocurrencias sucedidas en aquel departamento. Recuerdo que llegó a existir un tal de Gainnette, un empleado que poseía un “QI” especial, y vivía ligándose mucho más en la parte de los derechos laborales, que a los de las obligaciones de la función, porque debido a su
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expansiva volubilidad, no se podía contar mucho con él, ya que, vuelta y media, estaba ausente por causa de alguna enfermedad pestilencial, o por el óbito de algún pariente inventado descaradamente. Ese tipo de situación molestaba enormemente a mi jefe, sin embargo, eran las impuntualidades de Gainnette, más que sus ausencias, lo que lo irritaba enormemente. No en tanto, en aquel día, todos los colegas de la sección vieron a Gainnette llegar media hora antes de comenzar el expediente. Causó una estupefacción general cuando compareció apuntando con grandilocuencia: -¡Hola, gente! Justo hoy, que doy una de inglés, el nazista del Dr. Sandoval no está aquí para elogiarme. Justo en el momento que acababa de pronunciar su onírico pensamiento, sonó el teléfono. Era una llamada destinada al Sr. Sandoval la cual Gainnette atendió con prestancia. Todos lo oímos decir altisonante: -El doctor Sandoval todavía no llegó. ¿Quiere dejarle algo dicho? Del otro lado de la línea, alguien declaró: -Dígale a ese “hijo de una mala leche” de Sandoval, que su amigazo, el doctor Horacio, lo acaba de llamar, porque necesita hablar con él, con urgencia –proclamó el interlocutor con jactancia.
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Pero resulta que luego enseguida de la llamada, y aprovechando que ese escurridizo empleado estaba sorpresivamente a disposición en la oficina, el jefe de la sección lo llamó a su gabinete para solicitarle la realización inmediata de un servicio externo. Pero antes de salir, Gainnette se dirigió a mí, y me comunicó: -Cuando la fiera llegue, avísele que tengo que hacer un servicio externo, y debo demorarme un poco en la calle. Trasmítale que también tengo un recado para él, de parte del Dr. Horacio. A continuación, el empleado dio media vuelta sobre sus talones y sin pronunciar más nada, se mandó mudar… Solamente retornó al día siguiente. Cuando el señor Sandoval fue avisado que Gainnette finalmente había llegado, fue a su encuentro y lo interpeló a los gritos: -¡A usted, no hay vuelta que darle! Continúa siendo un relapso, sólo por su condición especial. -A propósito de ayer, ¿el señor no tiene nada a declarar? –mi jefe le expresó incontenido y con los cachetes hirviendo. Al escuchar el regaño, el funcionario lo miró con un mohín de escarnio, y recordándose del recado que le había
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dejado el Dr. Horacio, le respondió calmamente con una sonrisa en los labios: -A propósito, recuerdo que ayer lo llamó por teléfono el Dr. Horacio, y me contó sin vueltas, que usted es un grandisísimo hijo de puta…
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Por aquella época, yo tuve el adusto presentimiento de que las cosas en la Empresa no marchaban muy bien, porque en poco tiempo, fueron apareciendo unos tipos de lo más extraños a quien todos denominaban de: “Especialistas”. Recuerdo que eran empleados de una empresa extranjera, que había sido contratada para reorganizar la estructura funcional de la Sociedad. Enseguida, ellos fueron tomando cuenta de nuestra tranquila aldehuela, y nosotros pasamos a depender de ellos para todo. Fue en esa época que estos PhD en organización empresarial, hicieron surgir una palabra mágica: “planeamiento”, en la boca de todos. Fue justamente en ese período que, una pléyade de empleados que hasta el momento no quería nada con nada en el trabajo, y a su vez, eran catalogados como unos inhábiles en las funciones que desempeñaban; de una hora para otra, comenzaron a querer participar de cursos de especialización y pos-graduación; debiendo aclararles, que
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todos ellos fueron realizados con bolsas de estudio costeadas por los cofres de la Empresa. Por ese motivo, seguidamente escuchaba a mi jefe reclamar sobre esa situación esdrújula, y al verlo tan deprimido, buscando alentarlo, yo siempre intentaba afirmarle: -¿Pero ellos siempre vuelven más instruidos, no? -¡Ni
siempre,
m´hija!,
–él
me
respondía
afectuosamente con cara marota. -Algunos hasta empeoran –afirmaba en tono macilento. -Yo reconozco que los norteamericanos… –se interesaba luego en explicarme- …son un pueblo muy instruido y súper desembarazado, pero ellos están muy lejos de alcanzar la verdad, porque esos tipos todavía no han logrado descubrir cómo se hace para trasplantar cerebros de genios, y colocarlos en las cabezas de estos burros –me afirmaba malhumorado. Un tiempo después, me di cuenta que, a medida que iban finalizando esos cursos de especialización, esa plaga de nuevas lumbreras esclarecidas, al retornar con sus nuevos diplomas, comenzaron a llenar la Empresa con prácticas de trabajos llenas de pareceres, planes, programas, proyectos, procedimientos y tecnocracias, que
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insistían siempre en querer dactilografiar sus apuntes, utilizándose de un lenguaje hexagonal. Fue a partir de ese entonces, que todos dejaron de ser llamados de señores, y pasaron a llamarse de “doctores”; y hasta mi jefe, en aquel entonces, recibió una placa de metal en la puerta de su oficina que, en letras gravadas, se leía: “Dr. Sandoval”. No fue sólo la utilización del nuevo vocabulario del economés, lo que nació en esa época, sino que también, pasaron a ser utilizadas todas las otras jeremiadas de vocablos ecuménicos que empezaron a infectar los servicios de la organización; y no era raro observar los impresos
de
diversos
asuntos,
que
no
viniesen
acompañados de historiografías, gráficos de barras, una flebografía, una cronografía y otros tipos de parafernalias de técnicas y designios de la misma especie. Para que uno pueda darse cuenta del tamaño del exagero, una tarde, el Dr. Sandoval estaba reunido con otro jerarca de la empresa, y lo escuché protestar: -¡Esto ya es el colmo! Fíjese que, estos cráneos, llegaron a preparar un mapa donde constaba una ruta metodológica,
para
que
los
nuevos
empleados
consiguiesen encontrar donde quedaban los excusados sanitarios –pronunció adusto.
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-Después que implantaron ese derrotero, -continuó a quejarse-, no fue ni uno ni dos, fueron varios los que se orinaron de pie o se excretaron pierna abajo, sin que tuviesen tiempo suficiente de alcanzar los retretes… pronunció antes de realizar una pausa en sus comentarios. -Debes estar exagerando –murmuró su colega, leve sonrisa en los labios. -¡No te creas! Sólo hubo una manera de acabar con esa confusión –aseveró a seguir, desdeñoso-. ¡Tiraron todos esos planos en el retrete, y apretaron la descarga…! -¡Imagina, Sandoval! Pienso que lo que decís, no pasa de una extrema dramatización de tu parte –le comentó el otro superior, haciendo aspaviento con la mano, como si buscase quitarle crédito al chicheo. -¡Que exagero, que nada!, –protestó mi jefe- Yo todavía guardo conmigo algunos de los pareceres de la época. -Date cuenta, que cuando esos doctorcitos pasaron a ocupar los puestos de jefatura, te juro que yo pasé por malos momentos. Algunas veces, llegué a pensar: “¿Será que me volví burro de una hora para otra? ¡No estoy entendiendo patavinas lo que estos tipos escriben!” Por ese motivo… -agregó reprochando- …resolví hacer un curso
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de Administración de Empresas. Lo tuve que hacer, para poder aprender el estilo y el dialecto que ellos usan ahora. -¿Y tú crees que te sirvió para alguna cosa? -inquirió el
visitante,
ansioso
por
comprender
las
nuevas
asimilaciones gerenciales de su congénere. -¿Si me sirvió? ¡No te imaginás cómo! Hoy, ya puedo considerarme un tipo de lo más tranquilo -anunció el Dr. Sandoval. -Entonces, por lo que tú ahora me manifiestas, parece que el curso fue bastante interesante –pronunció su interlocutor, sorprendido por la confesión que acababa de escuchar. -¡Fue excelente! Pues te digo que antes, pensaba que el burro era yo. Pero ahora, ya no. -¡No me digas!, –expresó su colega- ¿Entonces, te convenciste? -¡Claro! Ahora más que nunca, estoy convencido que las bestias son ellos, y no yo –le respondió magnánimo. Sin lugar a dudas que, dentro del folklore de las ambigüedades particulares de los diversos prototipos que componían los cuadros funcionales de la Empresa, era capaz de encontrarse allí todo un espécimen juglar de empleados, que iban desde los más dedicados a sus
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labores,
hasta
los
extremadamente
haraganes;
principalmente, algunos que ahora ostentaban diploma de bachiller en alguna cosa, y abusaban de la condición de ser llamados de “Doctores”, aunque más no fuese de una sola estrella. Por
ese
motivo,
fue
que,
pensando
en
la
proliferación del tipo de graduaciones universitarias que se lograban obtener en esas Academias y Facultades sin tradición y sin que éstas poseyesen la quintaesencia de la educación, llegué a pensar que el Gobierno debería utilizar urgentemente algún tipo de categorización para definir los rangos de esos cursos, como por ejemplo: servirse de la misma clasificación utilizada con los hoteles. De esa forma, tendríamos los Doctores de una estrella, de dos, y hasta llegar a los de cinco estrellas, jerarquía que sólo podría ser dada a los más eficientes. En ese entonces, llegué a convencerme que esa sería una óptima idea. En fin, mientras no nos llegaba esa sugestiva simbolización que yo proponía, debíamos tolerar, para todos los efectos, a esos nuevos estilos de Doctores, viéndolos comandar sus jefaturas en un desmadre de descaros, tupés y petulancias, desplegadas para con sus pobres subordinados.
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Recuerdo que en las dependencias de la oficina, había un tal de Osvaldo, que se desempeñaba como jefe de un sector. Él, siempre podía ser visto con el pupitre limpito de papeles y archivos, mientras todos sus subordinados se ahogaban detrás de montañas de registros, pliegos y documentos por revisar y concluir. Ahora que lo recuerdo, me parece que lo estoy viendo: manos cruzadas atrás de la nuca, recostado cómodamente contra el respaldo de su silla giratoria, fumando su cigarrillo, leyendo cómodamente el periódico como si estuviese apoltronado en el living de su casa. Como si fuese poco, todavía desdeñaba provocando a los empleados diciendo a boca llena: -¡Adoro mi trabajo! Para ser más textual, ¡lo amo! -Para con eso Osvaldo –reclamaban algunos de sus subordinados. -¿Por qué tu no trabajas un poco, dándonos una mano con la documentación, eh? –encumbraban los más tiranizados. -¡No puedo, gente! Me gustaría mucho, pero soy bachiller en Administración –les exclamaba con acento socrático. -Recuerden
que
estoy
aquí
para
realizar
historiografías, estadísticas de producción, gráficos de
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barra, informes, y cualquier otro tipo de controles que sirvan para importunar la vida de los burócratas. -¡Uee! ¿Pero usted no dijo que ama el trabajo? – demandaban unos cuantos. -¡Dije y confirmo! Tanto lo amo, que soy capaz de pasarme el día entero, extasiado, mirándolos a ustedes cómo trabajan… ¡Y no me canso! Yo me imagino que la mayoría de los lectores estará pensando: ¡Que mujer exagerada! ¿Cómo puede existir una empresa que funcione de esta manera tan ambigua? Sin embargo, les afirmo el tipo de incidencias que aquí ocurrían, pueden ser encontradas a los millares en cualquier
tipo
de
empresas
del
sector
eléctrico,
siderúrgico, petroquímico, petrolífero, financiero, de telefonía, o en muchas de las tantas reparticiones administrativas de los grandes conglomerados donde, el enfoque político, siempre prevalece por sobre la funcionalidad de los empleados, y por encima de las metas lucrativas y de rentabilidad de la organización. Pues bien, para que vean el grado de las exorbitancias que aquí acontecían, otro de los sucesos que me estimuló extrañeza, fue el día que circuló el rumor de que, el Dr. Sandoval, estaba en la inminencia de asumir un alto puesto en la superintendencia.
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En ese momento, como en un pase de mágica, las pocas tareas que su sobrino Pepé ejecutaba, fueron rápidamente redistribuidas para otros empleados de las oficinas, y a partir de ese día, él pasó a curtir el expediente entero leyendo periódicos. No quiero que piensen que esa función era desmerecedora de su capacidad profesional. Lo que en realidad sucedió, fue que luego que el tío-protector asumió la función ministerial a la que fue designado, su sobrino también recibió una agradable sorpresa. Resulta que, a través del plan de “Clasificación de Cargos de Asesoría”, fue creada la función de “Pinzador de Noticias Periodísticas en Publicaciones Nacionales”, e, inesperadamente para todos, él fue agraciado con el nombramiento para ese puesto. Claro que
el
cargo,
fuera de
las ventajas
tradicionales que ya existían, también venía con algunas joyitas de añadidura, como derecho a: inmueble funcional, secretaria bilingüe, coche con chofer, amplia consignación de valores para representación, y otras prerrogativas que seguramente, hasta Dios dudaría que eran verdad. Pero para Pedro Pérez, más conocido como “Pepé”, siempre había existido una gran diferencia entre tener que leer la gaceta por obligación, que el hecho de hacerlo por
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puro diletantismo. Sin embargo, a partir de ese día, su atribución pasó a ser la de seccionar las noticias que juzgase de interés para el Directorio, recortándolas y pegándolas en hojas sueltas; y a seguir, enviarlas para que los integrantes del consejo las leyesen antes de las diez de la mañana. Para él, el único problema real, pasó a ser esa maldita fijación de horario, una exigencia a la que nunca logró subordinarse. Sin ir más lejos, a la segunda semana de estar desempeñándose en esa labor, Pepé fue luego interpelado por el jefe de gabinete, pues el intimado, venía atrasando sistemáticamente con la ejecución de su tarea. -Doctor, me disculpe, pero el jefe de la asesoría está solicitando los recortes de las noticias de hoy. ¿Ya están prontos? –le solicitó el empleado de forma meliflua y cortés. Pepé, poseso, perdió los buenos modales y retrucó: Todavía estoy analizando las noticias deportivas. -Pero ya son once y media. Está atrasado. Los hombres están reclamando –advirtió el hombre con comedimiento, buscando de no pisarle los cayos. -¡Así no es posible!, –bramó el injuriado Pepé, golpeando la mesa con la mano abierta.
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-¡Dígales que yo no trabajo sobre coacción! Si me siguen persiguiendo de esta manera, voy a terminar por largar el puesto. La verdad sea dicha, Pepé lo terminó largando, pero no por su propia voluntad. Pues resulta que poco tiempo después, él fue condescendientemente dislocado para un otro sector más mañero, en donde ni tener que leer el periódico, ya le era exigido. Por eso que, abstractamente hablando, yo pienso que en la vida, todo se renueva. Por ejemplo: la flor que marchita y cae, deja lugar a un nuevo broto; la noche que termina, anuncia una nueva mañana, y viceversa con el final del día; la primavera que se va, prenuncia el verano, mientras que el otoño que finiquita, advierte la llegada del invierno. Por eso, así como la muerte es compensada con el nacimiento de un nuevo ser, es necesario que los pensamientos de las personas se renueven despojándose de lo viejo y revistiéndose de lo nuevo. Hoy pienso y creo que, con esa forma de premeditar y discurrir, fue que Pepé siguió tocando su vida, como si se concibiese un hombre nuevo en un empleo nuevo.
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Hijo de una bienhechora, tradicional y desahogada familia, él nunca quiso nada con nada. En la época de estudiante, Pepé siempre anduvo con plata en los bolsillos, y de igual forma, tampoco se importaba con la elaboración de los deberes escolares. Con ese tipo de procedimiento tarambana, fue pasando los años de su vida zanganeando de un colegio regular para otro peor, hasta que finalmente un día logró recibirse de “Doctor” en Administración. No obstante, como a todo individuo siempre le termina por llegar el día en que debe sudar la gota gorda, así que el patriarca de la familia falleció, Pepé fue coercitivamente convidado para que administrase la empresa que la familia mantenía a más de tres generaciones, desde el siglo XIX. Para simplificar, diría que con apenas tres años de sus incesantes desatinos gerenciales, Pepé logró llevar esa industria a la bancarrota; pero gracias a un excelente relacionamiento que su madre mantenía con el Dr. Sandoval, él logró que fuese admitido como funcionario en nuestra Empresa, sin la necesidad, como ya mencioné, Aguardando el Dr. Garrido
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de tener que realizar concurso alguno. Al inicio, fue contratado como adjunto para asuntos de proyección. Un cargo puramente “político”. Al principio, cuando ingresó en la Empresa, él había adoptado la sabia técnica de sólo escuchar sin comentar, pero a medida que fue pasando el tiempo, como creo que ya lo detallé anteriormente, él consiguió caprichosamente escalar otros puestos y llegar hasta donde todos ya sabemos. Pues bien, después de éste ligero paréntesis, y volviendo al punto del capítulo anterior, en el ínterin en que él salió de la ingrata función de ser cazador de noticias en periódicos, Pepé fue designado para hacer parte de un comité
de
trabajo
que
había
sido
establecido
recientemente, con la finalidad de que ésta laboriosa junta, elaborase el planeamiento futuro de la organización. Resulta que un día, siendo él, uno de los tantos participantes en una reunión que había sido organizada por una firma de Consultores que había sido contratada por nuestra Empresa para estructurar la junta, y asistiendo a la disertación técnica enunciada por un renombrado gurú norteamericano que no recuerdo su nombre, Pepé comenzó a sentir que estaba siendo invadido por el uso de nuevos vocablos técnicos ininteligibles, que lo hacían
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removerse en la silla, como si estuviese sentado sobre un hormiguero. De pronto, al encontrarse allí medio perdido entre sueños despierto, escuchó una sentencia que lo sacó de su ostracismo: -Necesitamos urgentemente implantar un ideario animador de trabajos en la asesoría de planeamiento – sugirió un tipo con voz canora. -Si no tenemos directrices claras, nadie podrá salir adelante, y tampoco logrará perpetuidad. El prerrequisito elementar, es saber elegir las directrices institucionales, partiendo de la inminencia del hibridismo histórico de esta institución –proclamó otro de forma más cadenciosa que el anterior. -Todo irá depender de que se logre explorar eficientemente la pluralización de las variables del planeamiento estratégico, el que deberá ser conjugado, obviamente, con el planeamiento logístico –recordó y notificó otro de los académicos presentes en la reunión. -En todo caso, siendo el mismo un punto tan vital, deberá de existir la ensambladura de todas las partes, un desenvolvimiento más afinado de las tareas, y el correcto feed-back del procedimiento, principalmente del feed-
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back… –alertó uno de ellos de forma profesoral, encumbrando sonoramente el término ario occidental. -A propósito, Sr. Pedro Pérez –interrumpió el hombre, al dirigirle la palabra a Pepé- ¿El señor podría conceptuar en pocas palabras, lo que es un: feed-back? En ese momento, sin pestañar, Pepé tiró de letra la erudita indagación teutónica que le hacían, respondiéndole sin tartamudear: -Esa es una retroacción que sencillamente podría resumirse en: “Levantarse, reanimarse, y consolarse, como si uno estuviera sacudiéndose el polvo del camino, para enseguida, comenzar todo otra vez” –pronunció con presunción. Esa pomposa definición que fue dada por Pepé, luego despertó aficionados y arrancó algunos aplausos de la erudita platea. -Es la sentencia más perfecta que ya oí en toda mi vida. Un perfecto juicio ha sido utilizado para calificar y enjuiciar el asunto, -enunció el gurú, en un tono gutural profundamente señorial, y que fue prontamente transcrito de acuerdo con las palabras que interpretó el traductor. Sin miedo de equivocarme, les afirmo que la explanación de su reflexión, fue lo que posibilitó a Pepé,
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lograr conquistar definitivamente un óptimo concepto entre ese grupo de desconocidos Consultores. Enterada de esa contingencia oportunista, realmente, esa extrovertida situación me permitió revelarme y pensar como si lo que Pepé había expresado, significase que, las verdades de ayer, son las mentiras de hoy y viceversa, todo dependiendo del lado que lo analizamos, ya que éste puede ser cóncavo o convexo. Todavía ensanchándome dentro del mismo tema de la famosa conferencia, luego después que el comité constituido por los
empleados
y esos
consejeros
consultantes contratados encerraron el simposio, era necesario obedecer el clarísimo reglamento interno de la Empresa. Por consecuencia, fue ineludible tener que homenajear al famoso conferencista, ofreciéndole una cena en algún restaurante tradicional de la ciudad. En verdad, el gurú norteamericano, hasta ese momento había estado disertado incansablemente durante dos
días,
paseándose
sobre
los
diversos
temas
organizacionales y el requerimiento de las técnicas modernas de administración. El individuo tenía como un metro y noventa de altura, cerca de cuarenta años, de rostro pudoroso, pelo rubio, y se mantenía casi siempre sonriente. Siempre que habló y respondió a las preguntas
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que le formularon, lo hizo por intermedio de un intérprete contratado para ese fin. Pues bien, encerrada la conferencia, esa noche ya en la puerta del restaurante, algunos de los participantes deliberaban sobre los lugares que ellos deberían ocupar en la mesa. Anticipándose a cualquier designación previa, Pepé determinó de forma altisonante: -Quien se tiene que sentar al lado del gringo, es fulano, o zutano, para que le sirvan de intérprete. Yo no hablo inglés, y no siento envidia de quien lo habla – estableció sin pudores. Para consumar la práctica estipulada por Pepé, no existía problema alguno, porque uno de los nombrados, ya elaboraba calificadamente informes en inglés dentro de la Empresa, mientras que el otro, había residido buena parte de su juventud en los Estados Unidos y hablaba fluentemente ese idioma. Por unanimidad, el escogido final por el voto democrático, terminó siendo Marco Antonio, el sujeto que había vivido en el exterior. Durante la cena, el diálogo transcurrió de la siguiente forma: el gurú hablaba, Marco Antonio traducía, alguien del grupo respondía o preguntaba, Marco Antonio
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convertía la versión para el inglés, el gringo sonreía, y el circuito de la conversación recomenzaba todo otra vez. Llegado cierto momento de la cena, Pepé observó que el gringo asía su copa de vino con el dedo meñique en aquella posición fatal de etiqueta social escandalosamente afeminada, y no aguantando su procacidad, comentó en voz alta con uno de los colegas: -Este gringo tiene un aire de marica, para nadie colocar defectos. Sin necesidad de que Marco Antonio le tradujese nada, la respuesta del norteamericano lo penetró como un tiro de cañón, y por encima, en un español de dar envidia a cualquier profesor de la Real Academia Española. -¡Marica, no! Soy hombre con “hache” mayúscula – le zampó seco. Las carcajadas de todos irrumpieron en el ambiente, y el gringo agregó: -¿Qué te pensás? ¡Hijo de una chingada! Viví tres años aquí en este país, cuando vine a desenvolver mi tesis de doctorado. Sé muy bien lo que significa la palabra marica… ¡Porra! Semanas después, el paso siguiente, de acuerdo con lo recomendado por los consultores y los propios integrantes del comité, la Empresa instauró en definitivo,
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lo que pasó a denominarse: “Consejo Permanente para Planear el Planeamiento”, y para simplificar su extenso título, éste fue vaticinado con la sigla “CPPP”, teniendo como responsable a la cabeza de dicho consejo, a nada menos que Pedro Pérez, nuestro conocidísimo Pepé. Enseguida que la superintendencia de la Empresa instaló el nuevo CPPP, no demoró en surgir por todos los rincones, varios comentarios perversos y envidiosos, y elaborados por aquellos que fueron preteridos para integrarlo; pero fue Osvaldo el que se encargó de apuntar con sarcasmo: -Ese Consejo, para mí, es como una bestia cargada de “ene” burros. Ya impostado en el nuevo cargo, el primer acto administrativo del recién nombrado Asesor Jefe y apologista del “feed-back”, fue mandar confeccionar un sello de goma que causó la mayor fruición en todos los empleados administrativos. Resulta que ese precinto, además de llevar el nombre de la Empresa en la parte superior, y luego debajo de la línea punteada destinada para colocar la rúbrica o signatura; Pepé mandó colocar el letrero del nombre del consejo: “CPPP”; y luego abajo, el epígrafe de su cargo: “Acezor en Jefe”.
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-Quiero que este sello, quede pronto para mañana, ad libitum… Repito ¡Ad libitum! –dictaminó con arrobo, cuando entregó la orden de servicio; pero en ese momento, nadie fue capaz de discutir su orden, mismo sabiendo que contenía un error ortográfico, y que la traducción latina de ad libitum, significaba: no obligatorio. -¿Por qué dudar de la innovación gráfica del nuevo jefe? –pensaron todos los que vieron la orden de servicio, porque es comprensible que, un jefe que sabe lo que significa “ad libitum”, debería ser un genio, tener un cerebro privilegiado por el Santísimo, o cosa por el estilo. Además, éste ya había dado prueba de su sapiencia, cuando había ido incorporando al día a día de la oficina, palabras plenipotenciarias como: brain storm, in put, out put, draw back, follow up, on line, hardware, software, parochial self interest, cash flow, y otras tantas preciosidades más. Entonces, ¿por qué dudar? –pensaron todos-. Probablemente, la grafía de su cargo también estuviese en inglés, o en latín. Luego así que asumió el flamante puesto, Pepé tuvo la prerrogativa de escoger sus subordinados, y la segunda persona en la jerarquía del CPPP, fue nada menos que Vinicio, su pariente lejano y un burócrata taimado en el
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arte de complicar todo al máximo y con los mayores costos posibles. Vinicio tenía unos jeribeques dudosos, para no decir afeminados; un melindre que no era muy bien acepto por los otros colegas de la repartición. Resulta que, por haber sufrido de artritis, la mano derecha de Vinicio era escandalosamente recurvada para atrás, en aquella posición singular que utilizan los maricas al sujetar el pañuelo cuando participan en desfiles de fantasías. Pero en lugar del pañuelo, éste sujetaba permanentemente una pipa, un artículo que acreditaba ser muy apropiado para los que tienen que ejercer funciones de planeamiento. Para explicar conceptos y más conceptos de la administración
científica,
Vinicio
gesticulaba
frenéticamente en un ir y venir constante, y se le veía discurrir con acentuada elocuencia: -El planeamiento, debe ser muy bien planeado; tiene que tener interacción, interfaces, interceptación, ser intercambiable, tener un eslabón aglutinador –y era ahí que
realizaba
un
gesto
que
podría
considerarse
extremamente pornográfico, de manos entrelazadas en una saña de guirigay interminables. A la semana siguiente, Vinicio llamó a Víctor Hugo para integrar el grupo; un sujeto muy conocido entre
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todos, por ser un tremendo adulador y el mayor lameculos de la Empresa. Llegaba a ser un tipo nauseabundo, pues no dejaba a los jefes en paz con tantas lisonjas y angulemas que les hacía. -Este tipo, es más inútil que cenicero de moto – ilustraba
Osvaldo,
al
referirse
a
las
capacidades
profesionales de Víctor Hugo Demás está decir, que con el pasar de las semanas, el tamaño del CPPP fue creciendo, y continuó creciendo en volumen de integrantes pero no en progresos laborales o en la capacidad de generar nuevas ideas. Tal progreso, es lo que se puede considerar sencillamente, como una consecuencia del cumplimiento estricto de la ley natural que existe en el mundo, donde tales adelantos sirven eficientemente
para generar
hinchazón en las organizaciones burocráticas. -¿Por qué, que aquí habría de ser diferente? – concluí, ya comprendiendo un poco mejor la Empresa en que trabajaba.
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El
“Consejo
Permanente
para
Planear
el
Planeamiento”, poco a poco se fue desarrollando dimensionalmente, y para constituirlo y totalizar sus cuadros,
luego
aparecieron
nuevos
y
pintorescos
individuos, todos ellos llenos de voluminosos currículum vitae donde figuraban méritos como: Doctores en mapas estadísticos, Maestros en historiografías, Catedráticos en gráficos de barra, y otros graduados con diversos tipos de virtudes en: proyectos, procedimientos y tecnocracias. Una secretaria fue prontamente transferida para el sector, y al ser entrevistada por Vinicio, éste le preguntó si ella poseía algún tipo de doctorado, a lo que le respondió toda sonriente al mostrarle una su catadura voluble: -¡Sí! Soy “Pedagoga” en arremuescos y otras blanduras más. Decir que esta era una mujer objeto, sería muy poco adjetivo para calificarla. Era una esplendorosa muchacha a la que Pepé mandó incorporar inmediatamente en el puesto, sin discutir ni chistar.
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–¿Vos no te das cuenta que la tipa es doctorada en hacer cualquier tipo de monada en cabezas de jefes? –le dijo a Vinicio, cuando él le había proporcionado su opinión contraria. –Dicen… –le agregó disimulado, en secreto- …que ella era amante de uno de los Directores, y ya estaba casi a punto de llevarlo a la insolvencia, con apenas dos años de amancebamiento. -¡Ah! ¿Es ésta? –Escrutó Vinicio tomado por un nuevo ataque de artritis- Oí decir que ella es una verdadera usina nuclear. -¿Por qué? –preguntó Pepé. -¡Dijeron que no hay dinero que alcance para mantenerla! –Confesó riendo. -También me contaron…, -continuó, ya retorciendo la mano para sacudir un pañuelito invisible- …que a cada transada que daban, ella le alteraba considerablemente el flujo de caja y la cuenta bancaria del hombre. Poco después, también apareció en escena, una telefonista que era ahijada de no sé quién; y un otro tipo de aspecto zalamero y pegajoso, pero ellos lo admitieron por considerar que sería muy útil, ya que el sujeto estaba siempre por dentro de todos los chismes que ocurrían en la Empresa.
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Además, integraron a un jefe de secretaría, porque el tipo era extremadamente católico y participaba de unos veinte movimientos religiosos diferentes. Del mismo modo, aceptaron a un asistente de jefatura, que era un borrachín achispado que no hablaba cosa con cosa, pero el sujeto era un auténtico porra loca, colmado de tempestades cerebrales bestiológicas. Una vez completado el brioso equipo del CPPP, finalmente el Consejo atinó que ya estaba pronto para deliberar, y terminó por marcar fecha para la primera reunión del grupo, ya casi un mes después de haber sido instaurado. Llegado el establecido momento, fue Pepé quien abrió la reunión con su elocuente discurso inaugural: -¡Señoras y señores! Es un placer poder contar con todos ustedes aquí en el CPPP. En esta primera reunión, la pauta no será tan rígida cuanto al horario, que normalmente será de las ocho a las once, pues nuestro encuentro de hoy, tiene la finalidad de presentar a los integrantes de este predilecto grupo, y aprovechar la ocasión
para
esquematizar una
cena mensual
de
confraternización entre todos nosotros. -Menos mal –comentó uno de ellos.
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-Tengo una otra reunión marcada para las diez y media –avisó con un atisbo de preocupación. -No hay problema –exteriorizó Vinicio con la voz enrevesada, por causa de la pipa que sostenía entre dientes- Verás que en menos de treinta minutos, liquidamos la factura –le afirmó tajante. Realizadas las presentaciones de cada uno, Pepé pasó al segundo ítem de la pauta: la cena mensual de confraternización. -Colegas, tengan la finesa de ofrecer algunas sugestiones para nuestra cena mensual. Vamos a ser prácticos y objetivos, para ver si hoy podemos irnos un poco más temprano para casa. El que tenga sugestiones, que levante el brazo –solicitó. Fue lo mismo que ofrecer dulces a los niños. Fueron para más de diez los brazos levantados, todos queriendo hablar. Eran ocho horas y quince minutos cuando habló el primero, diciendo: -En mi modesta opinión, creo que la cena debería ser realizada en una churrasquería, y propongo que el valor a ser pago, yazga del cociente extraído del total del gasto por el número de participantes, excluidas las mujeres. ¡Claro…!
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Como era de esperarse, la secretaria y la telefonista le apoyaron prontamente la moción, no sin antes, trasmitirle un amplio y exagerado sonriso. Ya que la secretaria estaba en poder de la palabra, aprovechó el momento para disertar sobre la función social que tiene la cena, y comenzó a explicarles cómo esta sucedía en la Edad de Piedra. Ante la mirada quebrantada de todos, continuó la litúrgica narrativa hasta lograr aproximarse del momento que andaba ahí por vuelta de los dos mil años antes de Cristo. Fue en ese instante, que un otro participante del grupo, de un tirón, terminó por arrebatarle el micrófono de las manos, y la mandó sentarse. El individuo que había avisado que tenía una otra reunión marcada, miró preocupado su reloj de pulso, y notó que ya eran como nueve y cuarenta y cinco. -¡Felizmente!, –el hombre dijo para sí en su cavilación fastidiada- Si alguien no se animaba a quitarle el micrófono a esta piraña, seguramente saldríamos de aquí, a las mil y quinientas. Mientras estaba enfrascado entre esas deliberaciones de vertebradas braquiales de la secretaria, el hombre escuchó la voz de Pepé anunciando sonoramente:
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-Diez minutos de pausa para un cafecito. Después, continuaremos. De vuelta al salón y reiniciados los trabajos deliberativos sobre la pauta pendiente, otros integrantes del grupo pidieron la palabra, y allí comenzaron a escucharse sonoras definiciones que, más bien, eran inspiradas en la pronunciación de las expresiones idiomáticas que los burócratas usan y abusan como autodefensa, o probablemente, que también me pareció ser una mistificación lingüística que ellos utilizan para esconder la indigencia de ideas. A mí, al enterarme de toda esa elocuencia desplegada, se me hizo increíble descubrir como los burócratas son incapaces de lograr conjugar verbos en el tiempo presente del indicativo, y pasan a recurrir a la palabra colocación, y a verbos en el pretérito futuro, como forma de conseguir rellenar sus disertaciones. El claro ejemplo de mi razonamiento, esta a seguir. -Yo propondría la siguiente colocación… –comenzó a pronunciar el jefe de secretaría- …nosotros pegaríamos el número de empleados del CPPP, adicionaríamos el número de convidados obligatorios, totalizaríamos y multiplicaríamos por el número de reuniones mensuales, acrecido de veinte por ciento para solventar las cenas
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extras y, ó, las invitaciones de última hora… –como nadie lo interrumpía, sacó un maquinita de calcular de dentro del bolsillo del traje y, mientras discursaba, comenzó a realizar cálculos apretando ágilmente los dedos en las teclas. -…Ahí, la gente haría una pesquisa de mercado sobre los precios cobrados en las churrasquerías locales, expresó sin tirar los ojos de la maquinita-, aplicaríamos noventa y nueve punto cinco por ciento del índice nacional de precios al consumidor, a fin de poder recomponer la erosión monetaria prevista para los próximos doce meses; después, multiplicaríamos por el precio medio de churrascarías por persona por el factor fijo treinta y dividiríamos por… -¡Un momentito! –Interrumpió el lameculos- Con la venia de todos… -expresó recorriendo su mirada halagüeña
entre
los
presentes-
…digo
aquí,
mi
considerado Doctor, que sus colocaciones han sido irreparables. No en tanto, yo sugiero que, a su propuesta, le sea adicionado más cinco por ciento, a título de verba de contingencia, la que sería destinada para atender algunos gastos imprevistos, como por ejemplo: puros o toscanos para los jefes, whisky para el Dr. Sandoval, rosas para las
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madamas, regalitos inesperados, propinas, choferes, maniobristas, etc., etc., etc. -¡Apoyado! –Intervino aquel pusilánime asesor zalamero, que siempre acompañaba al jefe en todo lo que éste decía y hacía- Pero si me permiten que haga un aparte en la colocación -añadió-, creo que aun nos faltaría considerar las ventajas comparativas que ofrecen algunas otras casas de pábulo, que no las churrascarías, y también, el desvió padrón del precio medio de cada churrascaría… Aquel mismo individuo que había avisado que tenía otro compromiso en su agenda, escuchaba a los discursantes con sentimiento de desgana y mortificación. Sin quitar los ojos de su pulso, viendo las agujas del reloj correr apresuradas, sospechó que el blablablá avanzaría por tiempo inconmensurable. Volvió a mirar los punteros del reloj y cuando percibió que eran diez horas y veinticinco minutos, pidió la palabra y derramó toda su verborragia encima de los otros burócratas. -¡Caterva de incompetentes! ¿Quieren saber de una cosa? Somos una manga de engañadores. ¡Somos un grupo de trabajo de la puta que lo parió! ¡Que CPPP que nada, esto debería llamarse de GTPQP! ¡Ilusos! ¿Dónde mierda fue, que yo vine amarrar mi caballo? –derramó el hombre en un extraordinario vómito de palabras y saliva.
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Todos se quedaron mirándolo boquiabiertos, y después de expeler un hondo suspiro que sonó como un relincho, retomó su discurso sulfurado. –Somos veinte personas con curso de doctorado en Administración Pública, que estamos reunidas hace dos horas y media para discutir como mierda hacer para organizar una cena para treinta hombres y mujeres, y no logramos llegar a conclusión alguna. Yo sugiero que se interrumpa inmediatamente la reunión, y la continuemos el próximo lunes. ¡Quién está de acuerdo conmigo, que permanezca sentado; quien es contrario a mi idea, que se levante! –anunció determinado. Yo pienso que su determinada reacción anímica, podría bautizarse como una: “Acción Psicológica de Inducción Grupal”, que es una gesta largamente practicada en todos los parlamentos del mundo, y de igual forma, en los consejos de administración de sociedades de economía mixta. Por el resultado logrado, me di cuenta que el hombre exploró esa iniciativa admirablemente, ya que su sugestión fue aprobada unánimemente, y justo en tiempo de él poder cumplir con su otro compromiso. Sin embargo, la situación no cayó en el olvido de Pepé, que muy pronto lo delató para su padrino, el Dr. Sandoval.
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-¡Ese tipo es un subversivo organizacional! –Acusó en la reunión- Quiere resolver todo, usando procesos empíricos de administración, sin complejidades y sin gastos para los usuarios. Carece de una visión global de la problemática coyuntural del mercado de trabajo que tienen los administradores de empresa –le expuso enervado. -Hay que tener paciencia, Pepé. –repitió el Dr. Sandoval meneando la cabeza en disconformidad con la acusación. –Él tiene un buen “QI”. -¡Es
un
semi-analfabeto!,
–exteriorizó
Pepé,
inflamado-. Imagínese usted, que el otro día, porfió conmigo, luego conmigo, que tengo doctorado en estructuras organizacionales modernas, diciéndome que la palabra “asesor” se escribe con dos “eses”, y no con “ce” y “zeta”, como está en el sello que mandé hacer. -¿A usted le parece… –prosiguió exaltado- …que puede tener cabimiento que un PhD, tenga que quedarse maniatado al uso de grafías ultrapasadas por la administración científica? Si no fuese por respeto a usted, tío, ya le tendría propuesto su demisión sumaria. -¡Calma, Pepé! No lograrás nada, con ganarte enemigos en las trincheras. Tenés que recordar, que aquí, para poder vencer y progresar, la guerra es un práctica perpetua, y cuanto menos enemigos uno tenga, mejor –
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expresó pacientemente el Dr. Sandoval, buscando la concordia se su ahijado. -¡Está bien! Le voy a dar una última y postrera oportunidad. –Concordó Pepé a regañadientes- Pero si ese doctorcito de paparrucha volver a pronunciar cualquier otra bestialidad en la reunión del CPPP del próximo lunes, le pido a usted, desde luego, que me autorice para excluirlo del grupo, y colocarlo inmediatamente a disposición del jefe del departamento de personal –aviso sulfurado, ante la mirada condescendiente del Dr. Sandoval. El lunes, el que primero pidió la palabra al inicio de la reunión, fue el catedrático en gráficos de barras, proponiendo: -Yo solicitaría permiso para sugerir la inclusión extra pauta, de un asunto que debe ser considerado como urgente y súper prioritario. -¡Concuerdo! –autorizó Vinicio desplegando un movimiento que denotaba estar siendo acometido por un nuevo ataque de artritis en la mano. -Es que yo pienso que debemos definir el asunto del fondo extra, para poder utilizarlo en los festejos de la fecha Navideña de los familiares del CPPP.
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Aquel mismo individuo que había solicitado interrumpir la reunión anterior, se levantó de su silla como si fuese expelido de la misma, y actuando análogo a aquel payaso que es accionado por el resorte de una caja de sorpresas, y los interpeló con sarcasmo: -¡Disculpe! Sólo por curiosidad, Doctor. ¿Por acaso, mudaron el calendario gregoriano? ¡Navidad en febrero, ni aquí, ni en la China! -¿Por qué no se dejan de joder, miríada de necios? – vociferó fuera de sus casillas, saliva de odio acumulada en la comisura del labio. Ocurrió exactamente como Pepé amenazara, pues con los testimonios tajantes de Vinicio, Víctor Hugo, y la copia del acta redactada por la eficiente secretaria, el funcionario fue encuadrado disciplinalmente, y más allá de perder las ventajas del puesto que ocupaba, nunca más lo vi integrar cualquier otro grupo de trabajo en nuestra Empresa. -¡Bien hecho! Es para que aprenda a tener sensibilidad con asuntos los prioritarios –se desahogó victoriosamente el vengativo Pepé, en aquel momento. Claro está, que el inicio de los trabajos del comité fue conturbado, pero luego éste se fue afirmando en sus
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deliberaciones y pasó a ser una junta importante para auxilio del directorio de la Empresa. Recuerdo que, atendiendo a los requisitos exigidos para una administración científica en una empresa gobernada de esta forma, un día les fue solicitado su prestante auxilio, en razón del creciente ausentismo de los empleados que, en esos momentos, ya venía asumido proporciones alarmantes, y a punto de inquietar a los miembros del directorio que, preocupados con el asunto, anteriormente habían ordenado pesquisas y más pesquisas que fueron efectuadas por renombrados psicólogos, sin que estos consiguiesen determinar el verdadero problema. Solicitada la cooperación del CPPP para maquinar e suscitar la prescripción del problema, Pepé, el asesor jefe del consejo, fue llamado para una deliberante reunión con la superintendencia. -¡Pepé! –determinó el Dr. Sandoval- Nosotros estamos preocupados, porque los empleados se están poniendo apáticos, negligentes, perdularios, y durante la jornada laboral, se pasan disfrazando el tiempo con reuniones del tipo brain storm, o inventando mapas estadísticos e informes de ficción.
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-En ese caso, para elucidar de vez la cuestión, yo creo que lo lógico sería realizar un censo sanitario – prescribió Pepé como justificativa. -¿Para qué? Ya le advierto que ni los mejores psicólogos que contratamos, lograron dar en el clavo – señaló uno de los integrantes del directorio. -¿Quién sabe, el problema no tenga origen en algún virus o una epidemia cualquiera? –señaló Pepé como quien busca ganar tiempo, o no sabe lo que hacer. Semanas después fueron siendo recopilados los datos del padrón con el registro de todos los empleados de la Empresa. La información mostraba que los funcionarios buscaban algunos especialistas médicos para tratar sus males. -Dr. Sandoval… -avisó Pepé en la reunión del directorio- …los datos nos muestran que 10% de los empleados recurren a ginecólogos, 15% van al pediatra, pero el 70% de ellos van al dermatólogo. Cuando Pepé terminó de presentar números tan grandilocuentes, los integrantes de la superintendencia se quedaron petrificados y aturdidos con la veracidad de la información estadística. Uno de ellos no se contuvo, y expresó exasperado:
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-Que vayan al ginecólogo y al pediatra, puede ser comprensible, y lo entiendo. Deben ser las mujeres y los hijos de los empleados, los que recurren a esos especialistas. –Chilló el hombre- ¿Pero qué diablos de tanta solicitación, para ir al dermatólogo? -Ya me tomé la libertad de estratificar los datos – anunció Pepé con toda su prestancia habitual- Pero si me permiten, ustedes notaran que, el gráfico siguiente, muestra
que
exponiendo
el el
universo pliego-
de …es
consultantes… formado
-dijo
casi
que
exclusivamente por hombres… -¿Y para que miércoles los hombres van al dermatólogo? –interrumpió alarmado el Dr. Sandoval. -Por lo que indican los informes, son todos portadores de úlcera escrotal –anunció el asesor jefe del CPPP, dando mucho más énfasis en las palabras que anunciaban la denominación de la lesión. -¿Úlcera
de
qué?
-preguntó
uno
de
los
superintendentes, frunciendo las cejas. -¡Disculpen!, -agregó Pepé- pero, por lo que yo interpreté…, -enunció con una mueca de sarcasmo…parece que ese menoscabo, es causado por el hecho de estar rascándose las bolas, de una forma general e irrestricta.
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En vista de lo expuesto, la determinación final de la superintendencia, considerando la problemática de sus empleados y sus interminables ausentismos del trabajo para visitar al médico, fue la resolución de implantar un consultorio de servicios médicos en las dependencias de la propia empresa, y es ahí que entra en esta historia, lo que yo me propuse a relatarles desde el inicio.
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Como manifesté en las páginas iniciales, yo tenía una cierta aprensión en lo concerniente a desempeñar mi función de manera correcta; pero, para que no se sientan engatusados por mis relatos, vuelvo a aclarar que este consultorio, por sus características peculiares, que yo sepa, no se parece en nada con los millares que existen en cualquier clínica, sanatorio u hospital. Cuando en definitiva fue asentado en una de las salas que quedan al final del corredor de la planta baja del edificio, la Empresa necesitó buscar a un distinguido profesional que fuese capaz de llevar adelante la pleitesía que ahora, la organización rendiría a sus empleados. Siendo así, atendiendo a la recomendación expresa que fue dada por el Dr. Sandoval, y en aquel momento aprobada, unánimemente, resultó la contratación el eficientísimo Doctor Garrido, un eminente especialista en Gerontología que, necesitado de reforzar sus ingresos mensuales, aceptó con placer el encargo que le fue dispuesto.
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El Doctor Garrido era un hombre algo obeso, blanco, casi lácteo. Tenía manos gordas y dedos absurdamente cortos. Los lentes, armazón de carey, insistían en bajar hasta la punta de la nariz sin que se preocupase en recolocarlos en el debido lugar, y eso le dejaba un acentuador aire fofo en el rostro. De espíritu bonachón, alegre, simpático; su cintura, desde hacía mucho tiempo se había extendido hacia adelante como si se hubiese tragado un globo inflado, o estuviese pronto para parir; pero esa condición no le molestaba para nada, y no le quitaba la agilidad de sus movimientos. Podía engañar la edad, cosa que por señal, siempre lo hacía. Señalaba tener 45 años, pero en realidad, ya había doblado los 50 hacía como seis meses. De cualquier manera, era un hombre que le agradaba sentirse más joven. Por su condición obesa, vivía levantándose los pantalones con la ayuda de los codos, mientras se reía sin entreabrir los labios. Casi siempre escondía la barriga e inflaba el tórax, en la inútil intención de transformar en músculos, la gordura fláccida que lo envolvía. De cualquier modo, a pesar de ese requisito, pisaba leve, invariablemente suave. Se podía decir que, en lugar de caminar, se deslizaba.
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Siempre se vestía exorbitándose en el uso de ropas juveniles. El alfayate, al principio, intentara vestirlo a manera de los clientes cincuentones, pero luego abandonó su propósito, cuando el Dr. Garrido insistió en continuar mostrándose joven. Cuando lo vi por primera vez, su índole abstracta me llamó la atención, porque fuera de su porte físico casi incalificable dentro del ejemplar normal de un macho característico, noté también que el pelo se le había volado del cráneo desde muy temprana edad, y para disimularlo, usaba debajo de su nariz, un bigotito al estilo Lee Van Cleef. Sin embargo, puedo afirmar que su personalidad me captivó a primera vista, pues daba para percibir que era un hombre espontáneo, expansivo, y siempre intuitivo para descubrir los malestares de las personas que atendía, mismo que su especialidad hiciese referencia a la ciencia de la vejez. Al inicio, durante algún tiempo, reflexioné sobre los motivos que indujeron al directorio para efectuar su contratación, llegando a pensar que, tal vez, se apoyasen en la idea intimista de Platón, que afirmaba que se envejece como se ha vivido y de la importancia que significa prepararse para la vejez. No en tanto, igualmente
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me invadía la duda, ya que Aristóteles dogmatizaba que existen tres etapas en la vida: la primera, la infancia; la segunda, la juventud; y la tercera, la más prolongada, la edad adulta. Pero a esta última, yo la completaría con la etapa de la senectud, que es cuando finalmente las personas llegan al deterioro y a la ruina de su existencia. Sin embargo, después que lo fui conociendo mejor, me incliné a pensar que no había nada de extraño en su contratación, a no ser, claro, la unión de dos pretensiones caprichosas: el buen sueldo que el Doctor Garrido recibiría por tres horas diarias de trabajo, y la satisfacción y concusión personal de Dr. Sandoval, al nombrar un nuevo apadrinado en la Empresa. No teniendo mucho que hacer para ocupar mi tiempo en la antesala del Doctor, a no ser escuchar las conversaciones y los chismes de los pseudos enfermos y las anécdotas del propio facultativo, con las que siempre estaba a tiro para reconfortar cualquier tipo de malestar que padeciesen sus pacientes, inclusive, recomendándoles tomarse un Mejoral o una Aspirina para subsanar el fastidio y recetándolos tal cual se encara una terapia cualquiera; entonces, me dediqué a regocijarme a contento con las intrigas que acontecían en mi alrededor.
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Una de las que más me marcó, posiblemente por ser la primera de todas las historias hilarantes que se sucedieron aquí, fue la que Pepé me relató una semana después que fui transferida, y la cual reproduzco conforme él me lo describió: -En ese momento -me dijo él-, la mujer entró en la sala, pareciendo una loca, y apuntando: ¡Estoy en las últimas! -¡Calma!, le solicité con asombro, sin imaginarme el porqué –apuntó Pepé. -La mujer no obedeció a mi pedido. Entonces, demostrando un histerismo preocupante, comenzó a desvestirse,
mostrándome
heridas
inexistentes
y
malestares probables, mientras hablaba con toda prisa arrojándome una palabra detrás de la otra, sin que yo lograse acompañar los síntomas que me describía. -¿Doctor, esto que tengo aquí, puede ser un cáncer? –me señalo, agarrándose una parte del abdomen con las dos manos en pinza. -Bien… -intenté explicarle sin éxito. -Mire como esta amoratado –me interrumpió ella, antes mismo de que yo pronunciase al segunda palabra. -Ya leí mucho sobre ese asunto –apuntó la mujer¿Esta mancha oscura puede ser un carcinoma, o no? Tengo
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pavor de cáncer, doctor. ¿Y mi pulmón? Examine –indicó determinada, mientras se quitaba la blusa y el corpiño para que yo apoyase mi oído en la espalda sin que nada lo obstase. -Su pulmón… -comencé a explicarle. -En el caso de que yo todavía tuviese un pulmón – me interrumpió ella. -¿Y as palpitaciones que siento, doctor? Son constantes. ¿No será arritmia? Hay horas que pienso que mi corazón paró. Me quedo helada, sintiendo un torpor en el cuerpo. El brazo se me duerme…. El brazo izquierdo… Izquierdo –acentuaba con ojos rútilos. -¿No es cosa del corazón? ¿Cuáles son los síntomas del infarto? –agregó ella. -El infarto… -llegué a balbucear. -¿Y el hígado? Toque en mi hígado para ver –exigió la mujer, sin querer escuchar mis alegaciones. -Yo obedecí por obedecer, y lo toqué –dijo Pepé con cara de circunstancia- Escuché que sonó un “tum-tum” sordo. -¿Si yo no estoy con hepatitis, debo estar muy cerca? –anunció ella. -La señora está nerviosa –conseguí expresar, construyendo por fin una frase completa.
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-¿Por acaso, yo debería estar calma? ¿Y qué me dice de mis riñones, que no funcionan derecho, he? Y no le digo nada sobre la cistitis, un infierno que no me da un único día de sosiego. -Mientras ella me narraba su inflamación en la vejiga, -expuso Pepé-, fue quitándose la pollera para mostrarme mejor las varices que nacían en los tobillos y subían pierna arriba. A esas alturas, demostrando toda mi paciencia, yo hacia todo lo que ella me mandaba. -Apriete aquí –mandaba. -Yo apretaba. -Mire aquí –indicaba. -Yo miraba. -Empuje aquí –decretaba. -Yo empujaba. -Ausculte, presione, experimente, observe –ella dictaminaba que ni una loca, con la voz cada vez más exaltada e intransigente. -Yo observaba
auscultaba, y
obedecía
presionaba, con
mucha
experimentaba, tranquilidad,
manteniendo una calma que me pareció no ser mucho del agrado de la mujer que, en ese momento, no usaba en el cuerpo, nada más allá que los zapatos que acababa de sacarse.
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-¿Ya vio mi pie? –preguntó. -Estoy viendo –comenté. -¡Pie plano!, –decretó-. Eso puede ser la causa de mi cansancio. No en tanto, yo uso zapato ortopédico. El pie plano, no tiene nada que ver con el cansancio, ¿o sí? -No, no tiene –expuse apático. -Sin embargo, parece que no hay un palmo cúbico de aire en esta sala, para que yo pueda respirar. Mire como sudan mis manos –expresó estirando los brazos hacia mí. -Realmente, yo vi que ella estaba sudando. -La mujer fue narrando que tenía dolores en el estomago por la mañana, el intestino no le funcionaba a contento, la vesícula debería estar haragana, sentía que el páncreas le quedaba como si hubiese comido brasas incandescentes, la orina era oscura un día, encarnada en otros. -A esas alturas, -apuntó Pepé- no me abalé un instante siquiera, principalmente, porque la mujer, enteramente desnuda, deliberadamente se acostó sobre la camilla para que le realizara un examen más detallado. -Puede vestirse –indiqué determinado y sin tocarla. -¿Cómo? ¿Sin que usted me examine el bazo? -Yo, con el dedo medio en posición rígida, y apoyado sobre el bazo, golpeé varias veces el él.
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-Ahora, vístase –ordené con un tono de voz más enérgico. -Ella me dijo que se sentía imposibilitada de hacerlo. Sentía ese tal síntoma de postración que tanto me hablara. -¿Vio? Menos mal, que me dio aquí en el consultorio, para que usted no piense que está tratando con una hipocondriaca, o cosa semejante. -Como yo percibí que el asunto se explayaba interminable, decidí darle un vaso de agua revuelta con una cucharita. No había nada más que agua pura en el vaso, pero al beber el agua marejada con la cucharita, la mujer llegó a sentir un gusto amargo en el líquido que bebió, e forjó una careta de asco. -¿Qué fue, que el señor me dio para beber, doctor? – me preguntó, con un tapujo de repugnancia en el rostro. -Nada –dije indulgente. -Necesito saber el nombre de ese remedio, doctor. ¡Es milagroso! En dos minutos me dejó otra mujer. Estoy reanimada, recuperada –pronunció excitada. -¡Vístase, por favor! –ordené nuevamente. -Ella comenzó a vestirse sin lograr parar de hablar de enfermedades… Dolores de cabeza al atardecer, una punta de fiebre al inicio de la noche, insomnio progresivo,
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pérdida de apetito por causa de las Cibalenas y los Mejorales que se tomaba. -Con eso que usted me dio para tomar, doctor, parece que digerí un buey –dijo espontanea, mientras continuaba a vestirse lentamente. -¿Y la memoria? No es raro que a veces me falle, ¿sabe?, –continuó hablando. -¿Será amnesia, doctor? ¿Esa enfermedad existe de verdad, o es una invención que la gente ve en las películas? Fíjese, tengo los ojos enrojecidos. Hay una mancha en uno de ellos… ¿La ve? En el derecho. ¿No será un tumor? -La señora… -Tengo los pechos doloridos, doctor. Hay veces que no soporto el corpiño –interrumpió, mirándose una amontonado de pieles flojas y arrugadas, que le llegaban casi al ombligo. -Como le dije… –volví a insistir-, …la señora está muy nerviosa. -Si fuese solamente el sistema nervioso, sería óptimo –recomenzó a hablar sin parar- En ese caso, me tomaría unos sedativos, algún tranquilizante, y pronto. Pero mi estado general, es un verdadero drama.
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-¿Será
que
debo
hospitalizarme?
–irrumpió
nuevamente-. Dígame la verdad, doctor, ¿será que necesito ser operada? ¿Es caso de cirugía, o…? Lo que usted me indique, prometo que yo lo hago. -Entonces, haga lo siguiente –pronuncié resuelto – Vaya ver al médico. -¿Cómo? -Yo soy el Doctor Pedro Pérez, economista. El Doctor Garrido atiende en la última sala del corredor. -En ese momento, ella se apuró a terminar de vestirse, y luego salió de la sala, tan despavorida como entró.
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Algunas veces, las personas venían solas al consultorio, para tratarse con el Dr. Garrido; pero en otras ocasiones, solían venir acompañadas. Eran parejas de mujeres, de hombres, madres con hijos, esposas con sus respectivos pares, mujeres con vecinas, amigas o parientes. No existía un único padrón. Pero sin lugar a dudas, cuando venían acompañadas, era el momento propicio
para
que
surgieran
esas
impagables
conversaciones que tanto me divertían. Yo
opinaba
que
al
estar
acompañadas,
invariablemente ellas se comportaban como si tuviesen la imperiosa necesidad de ventilar sus temas o sus chismes, sin conservar el más mínimo remordimiento o recato, y poco importándose quien las estuviese oyendo. A mí, me dejaba la sensación de que parecía que lo hacían adrede. Fue así, que una cierta mañana comparecieron al consultorio dos comadres, y mientras aguardaban su turno, al principio, ellas comenzaron a conversar bajito, pero a medida que soltaban la lengua, el tono de voz fue aumentando hasta llegar claro y nítidamente a mis oídos. Aguardando el Dr. Garrido
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Todo el mundo sabe que no es necesario hablar muy alto cuando se está en un ambiente de silencio aséptico, como el que existe en la antesala de un médico. Por eso, cualquier murmurio incontenido, puede asemejarse a un grito. Tampoco deben imaginarse que yo fuese una indiscreta o estuviese pendiente de esas charlas, pero en realidad, declaro que lo tomaba como un pasatiempo, así como quien se dedica a llenar crucigramas, palabras cruzadas, o leer fotonovelas; cosa que también me encantaba, pero eso, lo hacía exclusivamente cuando no habían pacientes. En ese día, lo que me despertó la atención, fue escuchar la palabra: ¡Fi-bro-ma! así, deletreada y articulada con un irrefutable énfasis en las sílabas, como si la mujer que la pronunciaba, le quisiese dar la importancia que juzgaba merecida. -Pero eso, no es nada grave –le comentó la acompañante. -Sólo que en el caso de ella, parece que… -e impuso una reticencia con cara triste, insinuando que existía alguna cosa peor por detrás del tumor que había sido diagnosticado.
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De orejas paradas que ni perro perdiguero, hice lo posible para disimular mi interés por el asunto, mientras no pude dejar de observar a su amiga, religiosa profesional, persignándose toda espeluznada. -¡Santa María! ¡Qué horrible! –pronunció al hacerse repetidas cruces sobre el rostro, mientras Nuestra Señora, de pie en el estante de la sala, les dedicaba una mirada condescendiente; algo que me hizo reconsiderar que todas nuestras señoras de porcelana, siempre son dadas a ese tipo de sentimiento indulgente. -¿Y el médico, que le dijo? –preguntó así que terminó de persignarse. -Que tiene que ser operada. -Pobrecita. Tan joven –murmuró la devota. -Diecisiete… recién cumplidos –añadió la otra con una voz resumida. -Si Dios quiere, no ha de ser nada malo –admitió y deseó la fervorosa amiga. -El padre de la nena estaba de viaje para el norte. Fue avisado por telegrama. Volvió sin cuidar de anticipaciones que, era de suponer, el fibroma en cuestión debería precipitar –comentó la mujer. -¿Y que dijo cuando se enteró? –quiso saber la piadosa.
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-Mira, yo te voy a contar el secreto, tintín por tintín. Es de fuente fidedigna, así que óyeme con atención apuntó la que sabia toda la historia, luego después de haber despertado la curiosidad de su compañera. A continuación se acomodó mejor en la silla, y comenzó: -¿Fibroma? ¿Qué diablos es esa cosa? –el marido preguntó asustado, así que llegó en su casa viniendo, no del aeropuerto, y si, de la casa de una joven que él siempre presentaba como su secretaria. -La mujer intentó explicarle, pero al final de la revelación, dejó en el aire la terrible posibilidad. –El tumor puede ser… -finalizó, resignando la conclusión a los cuidados de la inteligencia del marido. -¿Cáncer? –expresó él, al pronunciar la palabra que la esposa no se animara a articular, a pesar de que a ella le gustase mucho andar insinuándola por cualquier cosa. -En ese momento, la esposa lloró como respuesta. -¿Ella sabe? –quiso saber el padre de la nena. -No, pero creo que desconfía., y yo no consigo controlarme cuando la miro –llorisqueó la esposa- Ella consigue leer en mis ojos, que yo estoy preocupada. -El hombre, que estaba apoyado en la ventana fumando un cigarro, lo tiró por sobre la espalda sin importarse donde caía, enseguida se dio vuelta, se mordió
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los labios, estregó las palmas de las manos en el rostro, con fuerza, mientras fue dando formas desagradables a su boca. –¡Increíble!- pronunció mientras se refregó las manos rápidamente, se aproximó del sofá donde se sentó cruzando las piernas, doblando los brazos y curvándose para adelante. Enseguida, sopló fuerte y sin necesidad. Y sin mirar para la esposa, fue hablando: -¿Se puede morir? -Si es eso mismo… -murmuró la esposa, y dejando la duda mariposear en el aire de la sala. -¿Y operando? -No sé…, no sé… -balbuceó y comenzó a llorar fuerte. -Él se levantó del sofá, y fue hacerle cariños en la cabeza, justo donde los cabellos blancos de la mujer ya daban su aire de gracia. Él también tenía ganas de llorar, pero presintió que no era el momento de hacerlo. Alguien tenía que ser fuerte -pensó. -Le vamos a conseguir un buen médico –anunció determinado- Ella se opera, y verás que pronto se recupera… ¿Lo descubrieron en el comienzo…? –Hizo una pausa y el hombre vio crecer la preocupación dentro de sí- ¿Lo que fue, que el médico te
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dijo? ¿Está en el comienzo? –fue preguntando inquieto, ante el mutismo de la esposa. -Ella asintió con un leve movimiento de cabeza, sollozando y secándose las lágrimas con la punta del delantal. Llegó a sonarse la nariz con el pañuelo que le fue extendido, sin lograr darse cuenta de que el perfume que había en el lienzo, era la fragancia que utilizaba la secretaria. -La empleada, callada, de acuerdo como mandaba la situación, ofreció educadamente la bandeja donde ahumaban dos tacitas de porcelana china. –¿Un cafecito, Dr. Antonio?- le ofreció comedida. A esas alturas, confieso que yo también sentía ganas de llorar, pero cuando la mujer dijo que la empleada estaba escuchando toda la conversación, aparté mi tristeza y comencé a sentir aquel sentimiento de aborrecimiento causado
por
la
curiosidad
del
ser
humano,
y
silenciosamente, emití mi ideológico pensamiento: “cómo es peligroso comer bien, cuando se está junto con quien eructa mal”. -El Dr. Antonio aceptó. Se tomó el café fuerte, como a él le gustaba, dándole varios sorbitos –agregó la chismosa-. Distraídamente, él mantenía la mirada volcada
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para el horizonte. De la ventana veía el mar, por donde un navío corría lento por el mar abierto y límpido. -¡Ya sé! La voy a mandar a Europa –sentenció drástico. -Creo que es mejor –concordó ella. -En ese momento, la joven llegó. El padre la vio un poco pálida y flaca, ambas cosas, aumentadas por el negro que vestía. -¿Tuvo un buen viaje, papá? –preguntó la nena, voz educada, aproximándose para darle un beso en la mejilla. -Óptima –respondió él, justo cuando la madre se retiraba para que la hija no viese que volvía a llorar desconsolada. -¿Y tú, hija, como estás? –preguntó el Dr. Antonio. -Más o menos... ¿Mamá ya le contó? Estoy con un problemita. El doctor cree que es un quisto. -Esas, son bobadas –pronunció él, buscando tranquilizarla. -Si es mismo un quisto, es… -pronunció resabiada, dejando la duda para experimentar cual sería la reacción de su padre. -En el caso que sea, ¿no?... Entonces, es. ¿El médico no te dijo que es un quisto? ¿Para qué darle más vueltas? -Dijo, pero…
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-Si él dijo, es porque es –glosó el padre, quitándole desasosiego al asunto. -La nena miró por la ventana, observando la nesga de mar que daba para ver. La imagen la incitó a salir para caminar y tal vez, para esconder un poco de su perplejidad. –Voy a caminar un poco –anunció determinada. -Óptimo, voy contigo –se auto convidó el padre. -A ella no le gustó mucho la idea, pero no permitió que su padre quedase sabiendo. Entonces, salieron como dos hermanos. Él ponderó que, mientras caminaban, comenzaría a preparar el espíritu de su hija para el viaje que él ya había decidido. -Cuando volvieron como dos horas después, la nena apuntó feliz de la vida, rostro emocionado, sonriente: -¡Mamá! ¿Adivina lo que gané de papá? -No se –articuló la madre. -¡Un viaje! –anunció felicísima de la vida. -En ese momento, los padres se entendieron con una simple mirada, y la madre programó en el rostro, una sonrisa acobardada. Justo en ese momento, el Dr. Garrido me hizo señas para que la paciente entrase, y tanto la acompañante
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religiosa, como yo, nos dimos cuenta que nos quedaríamos sin el fin de la historia. -Espera un poquito. ¿Y cómo terminó? ¿La operaron? –insistió la amiga. -Fue mandada para Ámsterdam –asentó la mujer, al incorporarse de la silla. -La madre la acompañó. Mandaban noticias de allá. Todo corría bien, -dijeron. -¿Pero se salvó, o no? -Regresaron bastante tiempo después de lo previsto. Y al fibroma, le dieron el nombre de Carlos Augusto… ¡Era rubio! –pronunció con sarcasmo, mientras asía el picaporte de la puerta, pronta para entrar en la sala del Dr. Garrido.
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Realmente, estoy segura que no da para yo afirmarles quienes eran los peores; si los hombres, o las mujeres. Con el pasar del tiempo, me convencí que no hay una diferencia acentuada entre el comportamiento lenguaraz demostrado por ambos sexos. Todos demuestran idénticos costumbres al sentarse en las sillas de la antesala, y desde allí, impeler sus regurgitaciones paparruchas. Cierta vez, casualmente se encontraron en el vestíbulo, dos empleados de la Empresa. Uno era jefe de un sector administrativo. El otro, había sido su subordinado durante algún tiempo. Después de saludarse con quisquillosa cortesía, se dedicaron a hojear unas revistas viejas, pero como el Dr. Garrido estaba atrasado, el que se desempeñaba como jefe, quebró el hielo que los separaba. -¿Qué es lo que usted opina, colega, de esa información que está varando nuestro escritorio? – preguntó el hombre, intentando romper la animosidad.
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-¡Depende! Los informes nos inducen a que tal insinuación, estaría superada –respondió el antiguo subordinado, cauteloso, usando merodeos sobre el tema. -Sin embargo, debo decirle que todo apunta a nuestros empleados, con un índice menor de enfermedades mentales, si comparados con los de otras organizaciones… –el jefe aseveró con una entonación de desazón. -Yo creo que no es necesario continuar indagando sobre ese asunto, jefe. Estoy convencido de que todas esas pesquisas están totalmente desactualizadas. Tome como ejemplo el departamento que usted comanda –le exteriorizó imperturbable. -¿Qué tienen los funcionarios de mi departamento? -La mitad, está a camino de volverse loca… -No es posible. ¿Y la otra mitad? –indagó el hombre. -La otra mitad, parece que continúa. Como si nada, ante mi presencia, las personas ventilaban todo tipo de cuestiones como si yo fuese un mero objeto de decoración, un florero sobre la mesa, un cuadro en la pared, un libro en el estante; elementos que solamente sirven para la ornamentación del ambiente. Parecería que ante mí, no existían pudores que los limitasen. Digo esto, porque recuerdo que una vez, un
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hombre llegó quejándose de un malestar insólito: dijo que no dormía. Contó que todo anochecer, se acostaba, prendía el ventilador que insistía en permanecer oscilando en movimientos de ir y venir como el de las cabezas en negativa, abría la ventana que daba para el foso de ventilación del edificio, prendía la radio en el volumen más bajo posible, se preparaba para dormir… y no dormía. Acostado en su lecho de mortificante insomnio, dijo que permanecía escuchando los ruidos de la casa. Los vasos que se quebraban en la cocina; la hija adolecente estrujándose en el sofá de la sala con su novio; el deslizar del velocípedo de su hijo menor andando por el corredor para arriba y para abajo; la tos de la suegra en el dormitorio contiguo. Y él, sin conseguir dormir. Contó que la esposa, al acostarse, le preguntaba infaliblemente: -¿Ya estás durmiendo, Manuel? -Casi –le respondía él, mientras se viraba con el rostro para el ventilador, para ver si éste le refrescaba el desvelo. Por no dormir, dijo que sabía todo lo que ocurría en la calle de su barrio durante la noche. El minuto exacto en que su vecino llegaba en casa; el momento justo en que el vigilante nocturno hacía sonar su silbato para avisar a los
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ladrones que se apurasen, porque la ley venia a camino; la hora puntual en que llegaba el lechero, el panadero, el diariero; y el preciso momento que aparecían los mocetones malcriados para afanarse la leche, el pan, el diario. -Se de todo, sobre todo lo que ocurre por la noche, menos cómo hacer para conseguir dormir –se quejaba. Pero contó que lo que más lo incomodaba, era la pregunta matinal de su esposa, la que no se despertaba en toda la noche, ni para mover la vejiga. -¿Dormiste bien, Manuel? -Más o menos –siempre le respondía lo mismo, para no preocuparla-. Porque ni ella sabe que yo no duermo nunca –dijo preocupado. Lo más increíble –contó-, era que no sentía falta física del sueño. Pero cuando no aguantó más la falta psicológica, fue cuando terminó por confesarle a su mujer, el problema que sentía desde hacía mucho tiempo. -¿Sabes de una cosa, María? Yo no consigo dormir. -Toma un comprimido –ella sugirió con naturalidad, pensando que mi insomnio sucedía en esa fecha querida. -Tú no me entendiste –insistió él- Hace ocho años que no duermo. Para ser más exacto, son ocho años, dos meses, catorce días y veintitrés horas –le recalcó, después
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de conferir que ya marcaban las once de la noche, en un despertador inútil como un consejo de abuelo. -Si está dudando de mi, permanece despierta para ver –reclamó el marido. -Ella aceptó y se quedó sentada en la cama, reposando la espalda en la almohada que había doblado sobre el respaldar de la cama, preparándose para la vigilia. Ante la mirada atenta del Dr. Garrido, el hombre fue relatando su historia con voz preocupada: -Esa noche, ninguno de los dos, dormimos. Ella en vigilia. Yo en la mía. Solamente ella bostezaba, principiante que era en el arte de no dormir. Cosa que yo tiraba de letra desde hacía ocho años, dos meses, y quince días, ya en ese momento. -Por la mañana, yo me fui para el trabajo mientras ella permaneció durmiendo, descansando para la larga noche de desvelo que tendría luego más. -Repetimos ese trajín durante quince días, hasta que nuestros hijos, hartos de estar mendigando comida para los vecinos, sugirieron que deberíamos ser un poco más prácticos, y llevarme de una vez a un médico. -Quien sabe, el hombre no soluciona el problema de papá, y mamá prepara la comida para solucionar el nuestro –propusieron nuestros hijos.
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-¿Hace cuanto tiempo que no duerme? –indagó el Dr. Garrido. -¡Ocho años! –apuntó el hombre, orgulloso de vivir tanto tiempo despierto. -¿Y cuál es el problema? Usted, sin dormir, vive mucho más –disertó el Dr. Garrido, rostro serio. -Claro está, que si durante el día siguiente, usted no se siente cansado -añadió. -No, no quedo. Pero por la noche, me pongo enfadado, me doy vueltas de un lado al otro, intentando dormir. -¡Pare de intentar! –determinó el doctor- Por la noche, salga, ande por la calle, camine, pasee, escriba, lea un poco. ¿A usted no le gusta leer? -No mucho. Leo un poco, sólo para llamar el sueño –confesó el despabilado. -¿Por qué no para de leer? –arriesgó a decir el Dr. Garrido, altamente dispuesto a solucionar el antipático problema que tenia frente a sí. -Es que existen libros tan buenos… -¿Ya intentó tomar psicotrópicos? -¡Ya! -Respondió el desvelado, y enumeró seis. -¿Y los mio-relajantes? ¿Somníferos? ¿Barbitúricos?
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-Tomé de todo, doctor. Probé con analgésicos, antiespasmódicos, drogas hipnóticas, soporíferos de toda clase –completó el paciente, citando siete nombres de cada uno. -Igualmente, no duermo –afirmó a seguir. -¡Caballero! –Diagnosticó el Dr. Garrido, en un encumbrado tono de victoria- Usted solamente tiene un problema: ¡No duerme! -Ya sé. -¿Y si ya lo sabía, porqué vino a verme? -Porque no consigo dormir. -Ya me lo dijo. -Por mí, doctor, no tengo mucha queja por no dormir, pero fue mi familia la que insistió para que viniese a verlo. ¿Usted sabe, doctor, como es la familia para ese tipo cosas, no sabe? -¡No!, –decepcionó el Dr. Garrido-. Soy huérfano y soltero. -¿Y entonces, que es lo que usted me recomienda, doctor? –preguntó el fastidiosos paciente. -Yo creo que usted… –apuntó solemnemente el Dr. Garrido- ….debería salir de aquí, pasar en una de esas tiendas especializadas, y comprarse urgentemente un televisor.
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-Aproveche el momento, porque ahora hay unas liquidaciones muy buenas. Un tiempo después, me crucé con el hombre en la puerta de la Empresa, y le pregunté curiosa: -¿Cómo se siente? -¡Fue un santo remedio, doña!, –me respondió feliz de la vida. -Hoy duermo la noche entera, y sueño como un angelito… En colores y todo.
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Algunas veces, al escuchar discretamente lo que las personas cuchicheaban en la sala, quedaba enterada de historias sórdidas y escandalosas que ocurrían con alguno de sus parientes, y notaba que ellas las narraban como si estas fuesen epopeyas dignas de mención honrosa. Una de las que me causó más sobresalto, fue la que describió una mujer para su acompañante, diciéndole con aquel aire de prepotencia imperiosa que tienen algunas matronas que carecen de sentido común. -Mi primo Eduardo, -comenzó a narrarle-, en aquel entonces era gerente de una sucursal del banco Nacional, situado en una localidad apartada que queda perdida por los quintos de los infernos –pronunció acompañada de un aspaviento para señalar despechadamente el lugar. -Como él siempre tuvo un espíritu desenvolvedor, comenzó a efectuar centenas y más centenas de vultuosos prestamos a ciento ochenta días de plazo, tomando el cuidado de apoyar los empeños, con ficticias operaciones de compra-venta. Para los efectos contables, esas
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negociaciones eran clasificadas como si fuesen resultantes de la venta de productos agrícolas. -¿Eso
no
era
considerado
un
procedimiento
prohibido? –quiso saber la acolitada dama, mientras yo ya juzgaba que se trataba de alguna estafa, o desfalco de fondos. -¡De ninguna manera! –afirmó la mujer, con encono de mal genio, al hacer una pausa en su relato, para sonarse la nariz. -Sin embargo, -expresó al retomar su cuento-, un determinado día, en la matriz del banco, un director se juzgó aprensivo cuando analizó el cotejo del arqueo de la sucursal, y preocupado, fue a hablar con el presidente de la organización de fomento, para ponerlo de sobre aviso sobre la situación. -Estoy desconfiado –le señaló suspicaz, el director-, pues sospecho que este gerente, es un tremendo de un inconsciente. Fíjese, -apuntó mostrándole el balance de la sucursal- …el hombre ha comprometido muchos millones en transacciones con granos de cereales, justo en un momento en que el mercado está en receso. -Esa situación, me da lo que pensar. ¿Será que son operaciones avaladas con títulos “fríos”? –insinuó el director.
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-¡Ya entendí! Ellos dispusieron para que los auditores fuesen a verificar si era verdad… ¡Me imagino! –acotó la otra, en cuanto yo pensaba que, en ese caso, sería mejor mandar a los guardiaciviles. -Que nada. Era muy lejos. Lo llamaron para una reunión en la sede del banco, para que él les rindiese esclarecimientos. -¡Ah, sí! –exclamamos las dos juntas. Yo, en silencio, por supuesto. -En la reunión, el presidente fue luego insinuando maliciosamente para sentir la reacción de Eduardo, preguntándole a quema ropa: -Tengo informaciones seguras de que, por lo menos, noventa por ciento de los negocios que han sido efectuados por su agencia con base en notas promisorias rurales, están con el agua al cuello, por ser asentadas en títulos “fríos”. ¿Qué es lo usted tiene a declarar? -¿Noventa por ciento?, –le exclamó Eduardo haciendo aspavientos. -¡Es un exagero, señor presidente! Pero ochenta, hasta que admito… -y le sonrió rencilloso. -Que inconsciente, ¿cómo es que él fue a comportar de esa forma? –exclamó la amiga con cara de pulla.
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-Bueno, para abreviar, demás está decirte que lo destituyeron del cargo de gerente, en la hora, y el banco instituyó un proceso jurídico-laboral para echarlo, porque él tenía estabilidad en el empleo. Pero resulta que consiguió obtener la jubilación, por causa de los veinticinco años que tenía de servicios en la institución, y así se zafó del sumario. -Tuvo mucha suerte. Lástima que perdió el empleo tan bueno que tenía. ¿A qué se dedica ahora, o está parado? -Está mucho mejor que antes –anunció la mujer, con una gesto de superioridad- Porque no sé si sabes, continuó diciendo-, Eduardo era graduado en Derecho, y al salir del banco, decidió montar su propio bufete de abogacía, especializándose en la defensa de aquellos pobres deudores que el banco accionaba por falta de pago de los préstamos que él mismo les había deferido como gerente. -¿Y nadie le reprochó? –preguntó la pasmada acompañante. -El juez de la comarca. -¿Cómo? –preguntó su acompañante. -El magistrado, medio desconfiado, algún tiempo después notó que, en varias contestaciones de defensa,
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existía la misma lógica de refutación de las imputaciones, donde estaba redactado: -“Vuestra Excelencia no puede acoger la ejecutiva propuesta por el creedor, pues el préstamo fue realizado sobre compromiso verbal del entonces gerente del banco, para ser saldado suavemente, en la valsa, y a perder de vista. Mi constituyente no tiene culpa si ese gerente, era un individuo incompetente, exorbitado en los poderes que le fueron otorgados por sus superiores, y era un elemento totalmente atolondrado y trastornado. Mi rogativa, es que se considere el caso, como moratoria”. -¡No entendí! –comentó la otra. -Claro, mujer –exclamó la pedante señora, ante el candor de la ingenuidad de su acolitada- Resulta que el mismo que firmaba la petitoria judicial, era el mismo nombre del que había firmado los documentos de los préstamos de la institución. Algunas otras veces, las personas se daban cuenta de que yo las estaba escuchando. Unas no se importunaban; parecía que lo hacían adrede, y hasta aumentaban la voz para que las escuchase mejor. Otras, no. Me miraban como si quisiesen comerme con los ojos. En ese momento, yo les dedicaba una sonrisa amarilla como yema de huevo, al otorgándoles mi disculpa por el desliz de mi indiscreción.
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De igual forma, era divertido estar allí. Nada que ver con el traqueteo que tenía antes. No me podía quejar de la suerte que me había tocado. No fueron pocas las veces que volvía para casa riéndome sola, recordando parte de las historias que las personas contaban en la antesala. Hubo una vez en la que, al llegar a la antesala, se encontraron dos viejos compañeros y comenzaron a rememorar épocas pasadas y amigos en común, hasta que uno de ellos preguntó si el otro se acordaba de un tal de Silvino, que, por lo que me pareció al principio, se trataba de un juerguista de primera línea. Cuando me di cuenta, el más veterano de los dos, le comenta a su amigo: -Sabes que Silvino vivía mucho más para el club, que para la familia. La mujer no podía contar con él durante los finales de semana. -Es verdad, el siempre vibró mucho con los torneos que organizaba –concordó el más joven. -Pero, ¿qué le pasó? ¿Largó el club? –le preguntó sobresaltado. -Nada que ver. Cuando ganaron el campeonato estadual, él avisó:
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-Pueden dejar conmigo. La fiesta va a ser realizada en mi casa de playa. ¡Bebida y comida por mi cuenta! –les dijo de forma desprendida. -¡Mira vos! Se transformó en un pródigo –comentó el amigo. -Sabes que él siempre fue un maestro en la cocina. La fama de sus busecas temperadas, iba lejos. Esa fue la comida que preparó un jueves para comer junto con cincuenta personas. -Estaba todo combinado: sábado a partir de las diez de la mañana –les había avisado rumboso. -¿Y se fueron todos a la playa? –se adelantó a preguntar el otro oyente. -El problema fue que, en aquel día combinado, el diablo andaba suelto. La camioneta que haría el transporte de los comes y bebes, tuvo un desperfecto mecánico en medio del camino, y la fiesta tuvo que ser adiada para el domingo. -¿Y la comida? ¿Qué hicieron? -Silvino se olvidó de preguntarle al conductor, preocupado que estaba en echar un telefonema a todos los convidados, avisando del aplazamiento. Pero una buseca preparada desde el jueves, por más que pongas la olla en la
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heladera, siempre estás con un pie atrás. Y resulta que esta quedó como seis horas fuera del refrigerador. -Me imagino, podría ser como una bomba de tiempo con efecto retardado. -Pues bien, dame tiempo que ya te digo –impuso el locutor. -El domingo la gente fue llegando en la hora combinada, y la cerveza y el vino comenzó a correr suelto. Sólo que por las tantas, cuando fueron a poner la olla en el fuego, apareció uno de esos con espíritu de chancho, y lo interpeló en voz alta: -¡Silvino! ¿Y si la buseca está estragada? Está hecha hace casi una semana… ¿Estás seguro que no se echó a perder? -Supongo que tenía razón en desconfiar, y más, si sabía que había estado tanto tiempo fuera del hielo – comentó el otro amigo. -No, nadie sabía. Solamente Silvino, que en ese momento se quedó resabiado con el comentario del hombre, y pensó si éste no tendría razón en lo que decía – apuntó el relatante, haciendo unas caretas extrañas mientras contaba la historia. -¿Y, entonces?
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-En ese momento, apareció uno que decía ser tercerañista de medicina, medio metido a entender todo sobre botulismo, y con sus explanaciones, dejó a la patota más aprensiva de lo que estaba. Después de mucha discusión, el sujeto propuso: -¡No conviene arriesgar! Mejor, es darle un plato al perro, para que coma. Esperamos dos horas. ¡Si el perro se muere babando, ciertamente está estragado! –les dijo perentorio. -¿Y los otros le creyeron? –el amigo preguntó con acento de asombro. -La propuesta fue aprobada por unanimidad. Entonces, ya con la barriga hinchada de tanta buseca, el perro corrió para la playa con Horacio, un botija de seis años, hijo menor de Silvino. -El resto de la gente se quedó en la rueda, conversando, jugando baraja, contando chistes, tomando unos tragos, hasta que, por las tres de la tarde, alguien que debería estar con la barriga roncando, anunció: ¡Vamos, gente! Hace más dos horas que el perro comió, y está vivito y coleando. ¡Vamos a darle a la buseca de una vez! -¡Que coraje! Se la comieron, nomás –murmuró el acompañante.
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-Como una hora después, todo mundo ya estaba tirado por los rincones, descansando y haciendo la digestión después de haber comido como leones; pero de repente, se sobresaltaron cuando vieron llegar a Horacio llorando a lágrima suelta, y con el perrito muerto en los brazos. -¡Papá! ¡Bilú murió! –gritaba el niño desconsolado mientras corría al encuentro de su padre. -¿No me jodas? –pronunció el compañero del relatante -Fue un Dios nos acuda. Todos se pusieron como desesperados. Un pánico total –fue narrando el relator de la historia. -Algunos se metían los dedos en la garganta para vomitar, otros corrían atrás de leche, otros agarraban el agua caliente de los termos, para tomársela -agregó. -De película… De película… –repetía el otro, sin saber si reía o lloraba. -¡No
te
imaginas!
Hubo
hasta
maridos
prevaricadores, hincados confesando traiciones a sus esposas. Otros, rezaban en voz alta encomendándose al Santísimo. El pobre de Silvino, como loco, corriendo atrás de unos y otros para ayudarlos. -¿Y por qué no fueron para un hospital?
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-Como te dije, Silvino estaba ocupado atendiendo a quien podía, y sólo como una hora después, tuvo la preocupación de preguntarle a su hijo: ¡Horacio! ¿Bilú se murió babando? -No papá. Murió atropellado por un auto, que huyó.
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Algunas veces, cuando no había nadie aguardando por la llegada del Dr. Garrido, para matar el tedio, me entretenía leyendo fotonovelas. Otras, cuando apuntaba algún paciente que, sintiéndose desamparado, quería ocupar el tiempo contándome alguna de sus peripecias, se me hacía más fácil pasar el tiempo. El mío, y el de esa alma que me parecía sentirse un poco más próxima de mí. No tengo como negar que esos soliloquios de pensamientos escondidos, me entretuvieran, y a la sazón, al ponerles una cara formal y respetuosa, yo las dejaba vagar por recuerdos u odiseas y episodios, que hasta me permitía
pensar
que
sus
relatos
les
consentían
descontextualizar lo que les oprimía el alma. Fue así, un día en el que apareció una convaleciente que, posiblemente pensando que yo era algún tipo de nigromante, comenzó a dar rienda suelta a su lengua para narrarme la triste historia de su hija adoptiva. No puedo negar que el asunto me conmovió, y a medida que ella hablaba, la perturbación fue creciendo dentro de mí, cuando discurría sobre ciertos hechos de la Aguardando el Dr. Garrido
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joven; hasta que en un determinado momento, se puso a narrar un suceso reciente en la vida de la desdichada muchacha. -Ella siempre contesta al atendimiento del modo grotesco como es llamada. Sin embargo, cuando responde, no hay odio en su mirada. Ella siempre mantiene una contemplación que parece amortecida por una bruma cenicienta que, supuestamente, le cae sobre los ojos. -¿Conmigo? –preguntó ella, sin agrietar los ojos, cuando percibió que alguien a sus espaladas, la llamó. -Hoy hay fiesta en el club. Tú no vas a faltar, ¿correcto?
–le
anunció
quien
la
había
llamado
peyorativamente. -La interpelación escondía una sonrisa de mofa, y quien la dijo, hizo que la pronunciación sonase casi como un estilete, con el que la amiga bonita buscó herirla. -¿A qué horas? –preguntó mi hija, sin rencor en las palabras. -A las diez, como siempre –le avisó la bonita. -Enseguida las dos se separaron. Fueron diferentes los caminos que ellas tomaron… Ahora, como en la vida – dijo la mujer con entonación tan triste, que me emocionó. -¿Sabes? -Me preguntó- Carmen es bonita, de un rubio envidiable, cabellos lisos, que le caen vacilantes
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sobre un par de hombros desnudos. Sus senos minúsculos, pequeños limoncitos maduros, parecen apenas querer decorar el bustier importado que utiliza. -Ernestina es la brujita, la de ojos sin brillo, la de risa ausente..., mi hija –completó la mujer, voz comprometida. -Ya en casa, escoge un vestido que le parece ser el más indicado. Se lo coloca por sobre el cuerpo y se mira al espejo. El rostro se contrae ante la alharaca de la decepción. Realiza una nueva tentativa con el vestido azulado. También es de desagrado, la sensación que la asalta cuando realiza el mismo intento. -En el guardarropa, con las puertas desatrancadas de par en par, no hay mucho más para escoger. Ella se tira sobre la cama, con la almohada doblada para recibir su perplejo abrazo. -¿Será que él, va? –se pregunta confusa. -Él, es Julián, un chico de quien todas gustan. Por un momento se arrepiente de admitir que Julián opte por ella, tan flaca, tan fea. -¿Julián y la Brujita? Que atrevimiento –reflexiona mi hija con ambigüedad. -A seguir, rola en la cama y se extiende de espaldas, abandonándose y fijando una mirada sin razón en el
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candelabro donde una lámpara quemada, insiste en no querer iluminar una parte de la pieza. -Se sienta y cruza las piernas a la moda de Buda. De lejos, se ve que hay desconsuelo en Ernestina, la muchacha nunca preferida. -Hizo dieciocho años la semana anterior, y mismo así, no fue a la fiesta de debutantes. La fiesta era de ella, y ella no fue. -¿Para qué? ¿Para quedarme sentada, como siempre? –se respondió taciturna, cuando yo le pregunté por qué no iba. -Sin embargo, ese día, ella no sabía explicar lo que le acontecía. Había una cosa que la instigaba a ir. Una esperanza diferente, un impulso intempestivo, algo como un presentimiento venturoso. -Fastidiada, molesta, sintiendo no caberle el corazón en su pecho, se levantó de golpe. La ducha, enseguida llenó el baño de una neblina tenue. Con la toalla, hace un turbante para dar protección para sus cabellos. Se deja estar bajo la ducha, mojándose hartamente de los hombros para bajo. -En veinte minutos ya está sentada delante del tocador, delineándose los ojos, coloriendo las pálpebras.
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Desprecia el lápiz labial. Ya pronta, le parece burlesco. Se siente más bonita en aquel instante. Menos bruja, nada fea. -¡Aceptable!
–Caviló
silenciosa-
Soy
una
adolescente como las otras o, por lo menos, parecida con mis amigas –determinó presumida. -¡Mis amigas!, –reaccionó irritada-. Fue de ellas que nació mi apodo. Por causa de ellas nació el desprecio que me manifiestan todos los muchachos. -¡La Brujita! ¿Quién es que se atreve a salir con Ernestina? –decían ellos. -Voy al club, mamá –ella me avisó que salía cuando se sintió estar pronta, dejándose llevar de la mano por la incerteza, caminando por la estrada de: “quién sabe lo que me sucederá”. -Era una fiesta de disco. Ray Conniff llenaba el salón con el placentero y romántico sonido por todos esperado. Hay chicas sentadas alrededor de las mesas y jóvenes, de lejos, mirando, eligiendo, proyectando los ojos como si fuesen águilas en acechanza. -De repente está Julián, vistiendo un blazer de talle impecable. Su perfume llega hasta donde está Ernestina. Mismo así, desde tan lejos, ella lo aspira. Es la presencia subliminal del hombre que espera, de aquel que, ¿quién sabe…? –duda Ernestina con sarcasmo.
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-A los más emprendedores y atrevidos, se les ve ir hasta las mesas y realizar los convites para que las mozas bailen con ellos. Otros, desde lejos, apenas exhiben un ademán con el giro del dedo indicador, indecisos, tímidos, vergonzosos. Ese fue el gesto que Julián le envió. -En la cabeza de Ernestina: “gira el mundo, gira”. -Ella le responde que si, con apenas un meneo de cabeza discreto. En ese momento, le tremen los labios, la mirada se le contrajo, mismo, a pesar de la tentativa de no dejar que él percibiese su sentimiento irresoluto. -Julián camina sonriente. Lleva la vida vibrando bajo sus pies, la dicha va estampada hasta en el blanco de sus dientes. Ella siente que hay un amor floreciendo en aquellos ojos que la miran carialegres. -La aprensión la domina. Ernestina no sabe si conseguirá danzar, pero recapacita que es necesario que sí, que lo haga mejor que nunca, y más lindo que todas las otras. -Julián no nota la perplejidad de los rostros que, en ese momento, ya es unánime y general en el salón. Su paso decidido va al encuentro de la mesa donde está Ernestina, sola. -Ella se levanta, apoyándose en el respaldar de su silla.
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-Tal vez sea mejor permanecer sentada y esperar a que él llegue –alcanza a pensar indecisa en ese instante transitorio. -Tarde demás. No hay más tiempo. -¿Quieres bailar conmigo? –escucha de la boca de Julián, y ve que la pregunta viene acompañada de una suave sonrisa. -Sin vacilar, Ernestina se entrega por entera para aquel par de brazos que se extienden a su frente. Se esconde en el cuerpo de Julián, mientras los dos se arremolinan embalados por el ritmo que estaba dictando el estereofónico. -¡La Buja y el Príncipe! –piensa ponzoñosa e irónica, mientras baila, baila, baila, y se deja llevar por el compás y la fuerza de aquel par de brazos fraternales. -Ellos danzan una música y otra más. Ante el asombro de todas, el par no se deshace durante la noche entera. -Hasta mañana –ella dice, ya en la puerta del edificio donde vive, esperando, quien sabe, por un invitación para ir al cine, para dar un paseo, ir al parque… -No, Ernestina –articuló Julián sin titubeos- Ni mañana, ni nunca más. Le voy a decir a todos, que fuiste tú, la que me dio salida…
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-No te pongas triste…. No, no llores. Lo hice, apenas para que ellos no continúen a llamarte de brujita. -Entonces, quedamos así, yo te llamo por teléfono mañana, y tú me respondes, que no. -Él le da un dócil beso en la frente, entra en su coche y se va. -Ernestina, de pie en el portal, acompaña al auto que parte, escolta con la mirada aquel coche que se lleva a Julián, destruyendo con sus ruedas el sueño de bruja. -¡Buen día! –expresó el hombre que lavaba el hall del edificio. -Ernestina no respondió. El ascensor estaba en la planta baja. Mismo así, subió por las escaleras los dos pisos que la conducirían a casa. -El rostro, lo tenía mojado por el llanto, no en tanto, sentía el alma lavada, la esperanza brotando, alumbrando un futuro, quizás… -Esa madrugada, la brujita de Ernestina, durmió más bonita.
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Yo se que algunos pueden pensar que mis relatos son puras fantasías. Simples trastos que han salidos de la nada, o como producto de una imaginación tan vasta en visiones delirantes. Sinceramente, eso me duele un poco, porque yo solamente busco narrar los acontecimientos de acuerdo ellos como ocurrieron, o en armonía con la forma que yo los presencié. Pero el daño que me causan esos recelos, es pasajero, ya que de inmediato recapacito y veo que no tengo culpa de que existan personas tan incrédulas en nuestro mundo. Ya me había avisado el Dr. Sandoval sobre el comportamiento escéptico del ser humano, principalmente cuando me alertaba por medio de los peculiares dictados que él utilizaba cuando buscaba reconfortarme, repitiéndome si cansar: -¡Abre el ojo! Esa persona, es más ordinaria que canapé de mondongo. No en tanto, algunas otras veces me daba consejos con un poco de malicia:
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-¡Cuidado, muchacha! Ese tipo, es más peligroso que cirujano con hipo. Sin embargo, el que mejor definía esos arrobos tontos del proceder de la humanidad, probablemente por ser un estudioso en el asunto, era el propio Dr. Garrido cuando, con paciencia, me explicaba: -Dentro de poco, la ciencia ya estará en condiciones de obtener la estructura genética de una buena persona. Todavía no estoy seguro cuándo ocurrirá, pero será, sin duda, antes que hayamos definido qué es una buena persona. Muchas veces, esos arrobamientos de erudición socrática del doctor, me sorprendían, porque de acuerdo con lo que él me advertía sin reticencia, era que todo aquello que un médico no consigue curar, se llama virus, que viene a ser como el hijo de un matrimonio que fue formado por un microbio y la nada. Pero no sé si yo se los consigo manifestar claramente, de cómo es actúa el génesis de todas esas cosas, con la misma clareza que lo hace él, porque en el momento en que él me lo explicó, estaba surgiendo un comadreo interesante en la sala de espera, y yo me distraje un poco.
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Resulta que cuando me senté en mi silla, agucé el oído para oír a dos comadres: -¿Es verdad, que el Dr. Eustaquio está inmovilizado en una cama? –Preguntó una joven recién llegada, al dirigir la palabra para la secretaria de ese mismo hombre, mientras ambas aguardaba su turno para ser atendidas por el Dr. Garrido. -¡Sí! es verdad –confirmó la otra, llena de voluntad, y loca para contarle el más reciente chisme sobre su jefe. -¿Fue algún accidente grave? Si sabés lo que ocurrió…, contámelo… ¡No seas mala! –suplicó la colega con ojos bailando. -Parece que doña Matilde estaba sin sueño, comenzó a explicar la otra-. Y aquella noche, parece que era un videotape de las últimas quince madrugadas. Pues mismo que ella se despertase temprano, como siempre lo hacía, bastaba comenzar el crepúsculo, que el sueño se le iba. -El Dr. Eustaquio, llamaba de cisma, aquella falta de voluntad para dormir, que la esposa tenía. Aquella noche no fue diferente –ponderó la secretaria del hombre. -¿Y qué pasó? -Bueno, ella reclamó diciendo: ¿Cisma? Porque no es contigo –reaccionó doña Matilde, realmente cismada.
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-Claro que es, Matildecita querida –insistió el marido, que siempre trataba a la esposa en el diminutivo, pero sin ponerle cariño a las palabras. –Sólo puede ser cisma, -le dijo-. A las seis, o a las siete de la tarde, tú ya estás con sueño. Pero te acostás para dormir, y el sueño pasa… Ahora apaga la luz y hace un esfuerzo... Llama el sueño, que viene. -Ella obedeció, y apagó la luz, no antes de doblar la punta de la hoja de la Selecciones, marcando la página donde debería recomenzar la lectura al día siguiente. -Primero cerró los ojos con mucha presión. Después, alivió el esfuerzo que imprimía en las pálpebras y forzó una relajación. -¡Ah! si tuviese tiempo, haría yoga –ella pensó resignada. -Pocos minutos después, el marido roncaba a pierna suelta. Por el contrario, todo indica que roncaba desde la primera conversación que mantuvo con la esposa. Solamente se despertara un instante para tejer sus consideraciones acerca de la encucación de su mujer y, luz apagada, volvió más que de prisa para entregarse a los brazos de Morfeo, entregándose a él con un rostro de ángel.
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-Él dormía sonriendo –comentó la secretaria-. Era bonito ver como dormía. Lástima que doña Matilde, una vez más, estaba sin sueño, y los ronquidos de Eustaquio la molestaban un poco. -¡Qué pena! –pensó ella- y retomó la Selecciones, justo en la parte donde se informaba sobre cómo se procedía a la pesca de la ballena. -Pero justo en el momento que la revista enseñaba como se arponaba el mamífero, doña Matilde escuchó el primer barullo en la planta baja. -No sé si tu sabes, pero ellos viven en una casa de altos y bajos, -esclareció la secretaria-, bien enfrente al parque. La mujer desconfió que fuera un ladrón; pero, por miedo o por comodidad, prefirió pensar en otra hipótesis. -Deben ser ratas –pensó ella, ya que no tienen gato. -¡Ay! ¡Cruz credo! –manifestó la atenta oyente, poniendo cara de asco. -De cualquier manera, -acotó la otra-, ella encontró prudente depositar la revista sobre la mesita de luz y aguzar el oído a la espera de un nuevo ruido que, de ninguna manera, deseaba que se repitiese. -¡Y se repitió! –anunció con estrepito. -La
puerta
de
la
cocina,
con
aquel
ruido
característico, denunció que había sido abierta, lo que
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eliminaba por completo la hipótesis de las ratas. Enseguida, algo tilinteó. Ya no había lugar a dudas. Doña Matilde tremía… -Eustaquio –dijo ella en voz baja, al recostar de leve el codo en la espalda de su marido, temiendo, vaya a saber, que si ella lo hiciese con más fuerza, como en verdad el marido se lo merecía, eso provocase la atención del ladrón. -Eustaquio, apenas se acomodo mejor… Ella volvió a insistir en la apalpada, pero ahora de manera menos cariñosa. -¡Eustaquio!
¡Despertate!
–le
ordenó
con
exasperación en la voz. -¿Humm? –balbuceó el marido, más dormido que despierto. -Hay gente, allá abajo –informó doña Matilde en un hilo de voz. -¿Escuchaste,
Eustaquio?
–insistió
segundos
después. -Él escuchara, pero no valía la pena decirle que sí. Prefirió un nuevo “humm”, virándose para el otro lado. -¡Eustaquio!, -reclamó doña Matilde con mucho miedo-. Yo escuché un barullo en la plata baja.
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-Me pareció ser un tilinteó de vasos –le dijo segundos después de aguijar el oído para escuchar mejor. -Anda a saber si los muchachos no se dieron bien en la playa y, en lugar de volver el lunes, decidieron hacerlo hoy –experimentó alegar Eustaquio. -No coló. Doña Matilde le destruyó su hipótesis. –Si hubiesen resuelto volver hoy, seguro que no irían querer hacerlo a estas horas –consideró ella, voz preocupada. -En la mesita de luz, el despertador acusaba que ya eran pasadas las tres horas de la mañana. Al escuchar el barullo siguiente –el arrastrar de una silla-, doña Matilde mencionó otra sugestión: -¡Bajá, Eustaquio! Anda a ver, sino, yo no duermo. -Él pensó en decirle que, de cualquier modo, ella no dormía, pero, felizmente, trabó la frase a tiempo, y pronunció otra. -Deben de haber vuelto temprano. No vinieron aquí, porque pensaron que estuviésemos durmiendo. A lo mejor, uno de ellos sintió hambre, y bajó a comer cualquier cosa… -el hombre se lo dijo con tanta convicción, que hasta él mismo acreditó en lo que pensaba. -En el piso de abajo, un cajón fue abierto. El ruido les llegó con nitidez absoluta. Doña Matilde no dijo nada.
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Se limitó a mirar a su marido mientras, con el brazo extendido, apuntaba para el posible lugar donde el cajón había sido abierto. -Ella lo miró con indignación, de cómo quien dice: ¿y ahora, lo que me decís de esto? -Ladrón no hace barullo, Matildecita –explicó Eustaquio, hombre de excepcionales argumentos. –Tenés que tenerle miedo al silencio –añadió, voz pastosa, somnolienta. -Doña Matilde no podía soportar más. Tomó una deliberación determinada, que por señal, era una repetición. -¡Bajá de una vez, Eustaquio! Anda a ver, sino, yo no duermo. -¡Oh, Matildecita! Si yo me levanto, pierdo el sueño y mañana tengo que estar temprano en el escritorio. Esto que tú haces conmigo, es una inhumanidad –protestó. -¡Shhh! –pidió doña Matilde, con un dedo en los labios y la mano haciendo concha en el oído, en busca de descubrir nuevos ruiditos. No demoraron. Escuchó pasos en el piso inferior. -¿Oíste? –preguntó con un aire de victoria, que servía para reforzar su tesis.
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-Nada –mintió Eustaquio –Tú, es la que estás escuchando demás, mujer. -Los
pasos
que
doña
Matilde
imaginaba,
comenzaron a subir la escalera de madera. Eran pasos de hombre, lo que ella imaginaba estar escuchando. -Es un hombre –exclamó absorta. -¿Y nuestros hijos, que son? ¿Mujercitas? –protestó Eustaquio, aborrecido, abrasándose un poco más fuerte de la almohada. -Doña Matilde estaba extremamente atemorizada. Los pasos crecían. Eran incontrovertibles y certeros. No entendía cómo era posible que el marido no los escuchase. Entonces, intentó convencerlo de otra forma. -Eustaquio, no estoy segura de haber cerrado con llave, la puerta de calle. -Claro que no la cerraste. Por eso que nuestros hijos lograron entrar –respondió Eustaquio, argumentador de una eficiencia irreprensible. –Vamos, Matildecita, dormí –ordenó refunfuñando. -En ese momento, los pasos llegaron al piso de arriba. Ella sintió y advirtió: -Él ya está en el corredor, Eustaquio. -Y del corredor, van a entrar a su cuarto... Eso, si no fueren Adres y Gustavito –alegó el marido-. Apagá esa luz
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de una vez, mujer encucada –expresó, y por cima, se golpeó con el indicador en la propia frente, para no tener que repetir “cuca”, algo que ya se estaba tornando monótono. -Ella obedeció. Luz apagada, se puso de pie, ya que el marido continuaba abrazado de la almohada, dando la sensación de no creer que, patentemente, había un ladrón dentro de su casa. -Doña Matilde, de pie en medio del dormitorio, curvó el cuerpo en dirección a la puerta, sondando el pasillo por donde venían los pasos en dirección a su cuarto. Los pasos pararon. -Él viene para acá. Hay un hombre en el pasillo – dijo atemorizada. -¿Qué libro estás leyendo? –le preguntó Eustaquio, sin darse el trabajo de virarse para la mujer- Apuesto nuevamente, que es uno de Agatha Christie. -¡Shhh! -Duerme, mujer. -Hay un hombre aquí –insistió la esposa, lívida, trémula, hablando con voz opaca y lo menos proyectada posible. -¡Hay un hombre aquí! –volvió a repetirle.
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-Los pasos volvieron a hacerse escuchar en el pasillo. Doña Matilde miró en vuelta de sí. Escogió el abat-jour de metal de arriba de la mesita de luz. Se puso al lado de la puerta que esperaba ser abierta a cualquier momento. -Se podía oír la atosigada y sufrida respiración de doña Matilde, mismo que ella tentase respirar solamente por la boca, como manera de no denunciar su presencia, allí, junto a la puerta, portátil levantada, pronta para el golpe. -De repente, el pestillo de la puerta giró despacio. Ella se heló por dentro. La puerta comenzó a ser abierta. -Doña Matilde desistió de la portátil. Bajó la mano que la sujetaba, incapaz que era de cometer una violencia. -¡Hola, mamá…! ¡Ueeé! ¿Donde está papá? -Ella salió corriendo para la ventana y miró para la calzada, donde Eustaquio gemía y gritaba, por causa de la fractura del perineo.
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No sé si ya lo mencione anteriormente, pero la sala de Pepé, disculpe, del Dr. Pepé, como había que llamarlo ahora, estaba situada muy cerca de la nuestra, y por eso, seguidamente venía a visitarnos para contarnos algunas de sus anécdotas, aprovechando el momento para soslayar sus tareas, o posiblemente, para evitar de ser acometido por alguna ulcera escrotal. Cierta vez, él nos visitó para contarnos sobre una intriga ocurrida con el Dr. Sandoval pocos días antes, cuando el hombre en cuestión participaba de una entrevista televisiva para la National Geographic. Al dejaren la puerta abierta, yo tuve la oportunidad de escuchar su relato, porque irreflexivamente, apunté mis orejas para escuchar la conversación que mantenía con el Dr. Garrido en su sala. -Una salva de aplausos marcó la entrada del Dr. Sandoval en la sala –enunció Pepé vibrante, al inicio de su relato. -Con el maquillaje que le colocaron, se le distinguía con un aspecto simpático y rosado; tenía las mejillas Aguardando el Dr. Garrido
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suavemente sonrosadas. Fue altamente reverenciado por los presentes –prosiguió narrando-, cuando fue conducido al lugar de destaque: una mesa elevada cerca de un metro y medio por encima de las sillas, dispuestas de manera de formar una especie de auditorio –Pepé disertó de forma coloquial. -Sobre la mesa, había dos docenas de vasos de cristal portando idéntica cantidad de bebida. Nada más. El silencio del Dr. Garrido y por supuesto, el mío, encorajó al lenguaraz del sobrino de mi antiguo jefe, a continuar su relato. –La televisión comenzó su trabajo –puntualizó- Un locutor, pantalón más corto que lo exigido por la moda, bien del tipo como los gringos acostumbran a usarlos, habló en close-up: -El prestigiado Dr. Sandoval –explicó el animador-, iniciará ahora una presentación especial, a ser gravada especialmente para el programa televisivo de la National Geographic. -Osvaldo, que en ese momento estaba parado en un rincón de la sala a la cual había entrado por engaño…, dijo Pepé, señalando con su mano para fuera de la sala, como si su gesto permitiese que el Dr. Garrido identificase
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a quien correspondía el nombre- …observaba sin comprender el motivo de la reunión. -Al ver la muchedumbre allí reunida, quiso preguntarle a un contiguo lo que significaba ese amontonado de gente, pero un “shhh” insistente lo obligó a callarse. -El Dr. Sandoval se levantó de su silla y empezó a expresar una porción de frases en inglés, privando a Osvaldo, monoglota empedernido, de la respuesta pretendida. Terminada su locución, el Dr. Sandoval volvió a sentarse y las luces se apagaron. Enseguida, la cámara de televisión fue transferida para un lugar peor que el director juzgó mejor, y la grabación recomenzó. -Es para la National Geographic –expresó el vecino de Osvaldo, respondiendo la única cosa que este energúmeno ya sabía. -Entonces, en ese momento comenzó la función – acotó Pepé con una sonrisa que más me pareció ser de ironía. -El Dr. Sandoval agarró el primer vaso, se lo llevó a la boca y sorbió un trago pequeño sin tragar el líquido. Lo hizo danzar de carrillo a carrillo, lo trajo para delante de la boca haciendo delicados piquitos con los labios, levantó el mentón, pareció gargarear, después, depositó el líquido en
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un recipiente de plata que le fue extendido por una muchacha simpatiquísima, pollera cortita. Recién entonces él tomó el micrófono y habló con seguridad inglesa: -White Label –anunció directo. -Vibrantes, fueron los aplausos que sublimaron las palabras del Dr. Sandoval que, acto continuo, tomó el segundo vaso con su mano redonda. Repitió todo, otra vez. Gargareó, hizo el líquido correr por toda su boca, lo trajo hacia adelante, que hasta quedaba cómico verlo hacer esos piquitos de paloma, -comentó Pepé con ojos alegres- A seguir simuló una gárgara, depositó el líquido en el recipiente, y tomó nuevamente el micrófono para anunciar concluyente: -Dimple –expresó. -Los aplausos indicaban un nuevo acierto y la destreza del hombre. A esas alturas, a nadie le cabían dudas que el Dr. Sandoval era un insuperable probador de whisky. -¿Los identificaba, sólo con un buchito? ¿Sin tragar nada? –le preguntó el Dr. Garrido, que hasta ese momento, se había mantenido más silencioso que muerto dentro del sarcófago. -¡Sí!, –afirmó Pepé, que, imperturbable ante la pregunta, continuó con su narración-. En ese momento, -
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dijo- Osvaldo, en la platea, puso una cara de: ¿cómo es posible?, y se levantó para ver, un poco más de cerca, a ese sujeto increíble que era capaz de, con una simple gárgara, tener la petulancia de adivinar, sin engaño, la marca del whisky. -¿Y qué sucedió? –quiso saber el doctor. -Él llegó junto a la mesa, justo en el momento que el Dr. Sandoval hacia un nuevo piquito con el líquido del tercer vaso, y lo expelía en el recipiente. -Al alcanzar la mesa, lo escuchó pronunciar: Passaport… -Otra vez aplausos efusivos invadieron la sala, pero el Dr. Sandoval no estaba satisfecho. Levantó la mano pidiendo silencio y agregó: …y fue fabricado en el Brasil –pronunciando la sentencia con voz grave. -La respuesta correcta, fue lo suficiente para que surgiese
una
explosión
de
aplausos
y
silbidos
entusiasmados, acompañados de efusivos gritos de “bravo”, “muy bien” y “fantástico”. -¿Y ese tal de Osvaldo, que hizo? –intentó descubrir el Dr. Garrido. -Bueno, Osvaldo asistió de cerca a la cuarta y a la quinta
prueba,
donde
Aguardando el Dr. Garrido
el
Dr.
Sandoval
identificó
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certeramente un Vat 69 y un Johnny Walker etiqueta negra, por su orden, y con la mayor facilidad. -Eso, para Osvaldo fue demás -comentó Pepé- No se aguantó y entró en escena –apuntó largando una carcajada, seguramente porque se recordaba del hecho. -El personal de la televisión debe haberse puesto enfurecido, ¿o me equivoco? –balbuceó el Dr. Garrido, admirado, mientras el otro sostenía su risotada. -¡Tiren ese tipo de ahí!, fue lo que gritó el director de la grabación –logró decirnos Pepé entre carcajadas. -¿Lo deben de haber sacado a patadas? – observó mi jefe, ya riéndose sin saber de qué. -¡No! El Dr. Sandoval se los impidió. Porque intuyó que era uno de sus admiradores, y como él pensó que, a los fans, no se les da otra cosa que no sea cariño y autógrafos, permitió que lo dejasen allí. -Fue muy condescendiente ¿Pero, qué ocurrió a seguir? -Osvaldo agarró un vaso vacio y derramó una bebida en él, sin que el Dr. Sandoval lo viese. Enseguida le extendió el vaso con cara de: ¿y ese? -¡Oh! pronunció la platea, como siempre suele suceder en esos casos.
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-Claro, le hizo un desafío –exclamó el Dr. Garrido, meneando la cabeza. -El Dr. Sandoval mostró que aceptaba, cuando tomó el vaso en la mano. Y para demostrar su indolencia, se puso de pie. Sabía que estaba siendo desacatado, pero observó que no estaba mal que Osvaldo lo hiciera. Total, ya le había sucedido antes en un otro encuentro similar, y él había acertado el resultado. -Quiere decir que aceptó el reto, ¿mismo sin saber de lo que se trataba? -Eso mismo, porque en aquella otra ocasión, se trataba de un whisky americano, y pensó que de esta vez, no sería diferente –confesó Pepé, serio. -¿Y esta vez acertó? –preguntó el Dr. Garrido, que por causa de tantas interrupciones, parecía más cargoso que mosca de tambo. -A seguir, el Dr. Sandoval sorbió un trago pequeño. La platea se mantuvo muda, que también se levantara para ver mejor. -El hombre paseó la bebida por dentro de los cachetes, y dejó traslucir una mueca extraña. No esperó que la chica simpática y de pollera corta, le alcanzara el recipiente de plata ni realizó aquel piquito gracioso que
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siempre hacia. De inmediato, escupió la bebida en el piso, y dio un murro en la mesa. -¡Señor! –bramó aborrecido el Dr. Sandoval- Esto aquí, es… ¡esto es orín! -¿No me digas? –anunció el doctor con cara de espanto, mientras yo, en mi silla, me destornillaba a reír. -En ese momento, las luces y la cámara se viraron para el rostro de Osvaldo que, imperturbable, miraba al Dr. Sandoval y le decía: -Yo sé, que es orín, pero a ver, me diga… ¿de quién? ¿de quién?
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Temo haberme desquiciado por completo, o haber perdido la noción del bien y del mal, de la decencia; porque me he acostumbrado tanto a escuchar infamias, que no logro imaginarme como sería la vida, si ellas no existiesen. En realidad, lo que me despertaba mucha deferencia, eran esos tipos de personas de índole maliciosa y desalmada, que les gustaba contar pérfidamente los sucesos de los demás, como si ellos consiguiesen mantenerse ajenos a las ocurrencias, tal como lo que aconteció un día, cuando dos chusmas comenzaron a ventilar la historia de un conocido. Así ocurrió una vez cuando una pareja de empleados se encontró en la antesala, y la mujer le preguntó al acompañante, si se había enterado de la desdicha y el infierno que estaba viviendo un tal de José Pedro. -No sé. ¿Qué le pasó? –quiso saber el rodrigón. -Mira, la historia es la siguiente, -señaló la mujer, acomodándose en la silla. –Parece que al hombre, lo habían internado por causa de una “miastenia grave”, que es una enfermedad auto inmune caracterizada por… Aguardando el Dr. Garrido
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-¿A José Pedro? –expresó el hombre, poniendo tremenda cara de sorprendido. -¡No! A él, no. Fue un otro hombre, el que agonizó durante días, mascando un remordimiento de alguna cosa que le parecía que había quedado inconclusa en su vida. -Parece que en esos días, su corazón se fue apagando con rapidez, y pasaba muchas horas concentrado en el fatigoso proceso de despedirse de la vida y desprenderse del cuerpo. A ratos, el moribundo disponía de escasas fuerzas para poder hablar –fue disertando la mujer, rostro cabizbajo, mirada perdida. -¡No pasa de hoy!, le había dicho el médico, cuando anunció para Josefina con voz pesarosa…, -agregó ella. -¿Josefina? ¿Y quién es, esa mujer? –preguntó el acompañante, voz de pasmo. -¿Qué importa? Era la esposa del que se estaba muriendo, -expresó ella, dando de hombros para quitarle importancia a la susodicha. -¡Ahh! Disculpá mi interrupción…, seguí nomas con tu novela. -Pues bien, al oír el parecer médico, la esposa del hombre explotó en un llanto inconsolable. Harían, en el mes siguiente, diecisiete años de casados –se recordó ella, entristecida.
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-Tenga paciencia, Josefina… -atinó a pedirle el compadre en un balbuceo, mientras contenía su lloro, y se conmovía con el lloro de Josefina. -Él se va a morir, José Pedro… Él se va a morir… era todo lo que doña Josefina lograba decirle entre sollozos. -¡Ah! ¡Sí!, ya sé a quién te referís, –comentó el oyente del relato, sonrisa en los labios. -Ahora caí en la cuenta de quién era la mencionada. -¿Recién? Que pasmado que sos –glosó la mujer, antes de proseguir con su apenado relato. -Pues bien, parece que después de la triste noticia, a Josefina le tuvieron que dar calmantes, le aplicaron inyecciones de no sé qué, y finalmente ella durmió. No en tanto, aun así, ella gimoteó varias veces mientras dormía un sueño pesado. -Estirado en el lecho de un cuarto del hospital, el marido agonizaba. De la vena del brazo, subía un tubo a través del cual le era suministrado el suero y, de la nariz, salía una gárgola de marciano. De diez en diez minutos, una enfermera se apresaba para tomarle la pulsación, y le inyectaba un líquido rosado. -Pocas esperanzas -se decían entre ellas-. La presión arterial sumamente baja, andaba por el piso.
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-¿Quien? –interrumpió el sorprendido escucha. -Las enfermeras, hombre…, fueron las enfermeras, las que comentaron –apuntó la relatante, voz excitada, ceño fruncido. -¿Y doña Josefina? –volvió a interrumpir el amigo, compungido. -Continuaba durmiendo –ella le respondió con fisonomía retraída- En realidad, en la enfermería, todos se preocupaban, aparentemente, con el estado de la esposa, de que con el del enfermo, ya que, de acuerdo con los últimos boletines, el pobre Evaristo, no tenía nada de agradable esperándolo. -Por lo visto, su defunción se daría a cualquier hora –comentó el hombre. -Era lo que todos esperaban. Pero en verdad, doña Josefina se despertó madrugada alta. La habían colocado en el dormitorio contiguo al de su marido en coma. -Evaristito… -pronunció ella, disminuyendo aun más la apariencia del marido. -Todavía está vivo… –informó la enfermera, sin olvidarse de quitarle las esperanzas, cuando le agregó subrayando la conjunción adversativa: -Pero… -Quiero hablar con él –la esposa determinó compulsiva.
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-Le aconsejaron lo contrario. Le hicieron ver que su actitud sólo serviría para empeorar la situación del moribundo. No valía la pena obligarlo a realizar un esfuerzo. Tenía, de acuerdo con el Dr. Gómez, pocas horas de vida. Minutos, ¿quién sabe? Era un milagro que aun estuviese vivo –le explicaron para desanimarla. -No importa. Yo quiero ver a mi Evaristito… Evaristito no se puede morir. Yo quiero verlo –insistió doña Josefina, llorisqueando. -¿Al final, la dejaron? –indagó el que escuchaba todo con ojos de lechuza. -La dejaron. Cuando ella entró, Evaristo, en el sendero de la muerte, vestía su rostro con el mismo color del pijama. Las ojeras profundas, más lo ennegrecían por causa del rostro pálido. En verdad, un tono casi enverdecido. La habitación tenía aquel olor incalificable de la hora suprema. -Evaristito –pronunció ella, bajito, mismo que sus palabras careciesen de cualquier acento de cariño. -Evaristo quiso abrir los ojos. Agitó suavemente la cabeza para un lado y otro de la almohada, levantó la mano apenas unos pocos centímetros de las sábanas. Con todo, daba, tal vez, la máxima prueba de que vivía, de que escuchaba.
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-Tú vas a recuperarte pronto, mi Evaristito… -Él no se movió. La enfermera, parada al lado, volvió el rostro para mirarla. Doña Josefina le hizo una señal, y la consultó junto a la ventana. -¿Él sabe cuál es su situación? –ella articuló en un susurro. -Sabe. Para decir la verdad, está resistiendo más que lo presumible… Está clínicamente muerto –le apuntó la enfermera con voz melancólica. -¿Y doña Josefina? –quiso saber el oyente, replegando los labios en una mueca. -A ella, la enfermera le mostró la ficha del enfermo. La presión arterial ya, por dos veces, anduvo por vuelta de los siete por dos. -Pobre mujer –el rodrigón exclamó consternado. -Doña Josefina lloró bajito. No quería trasmitirle al marido, esa sensación de desesperanza que la dominaba por entero. Pensó en los hijos, en la casa que quedaría vacía sin la presencia de su Evaristito querido, siempre tan lleno de vida, siempre irradiando felicidad, siempre con sus pillerías, que era la palabra predilecta con la cual ella definía las calaveradas del marido.
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-Evaristo, inmóvil, ya no conseguía hablar. Ella intentaba arrancarle una palabra siquiera. Un “ay”, aunque más no fuese. Pero el hombre no pronunciaba nada. -Evaristito… ¿Cómo te estás sintiendo? -Silencio… En la habitación, sólo se escuchaba el silencio. -Evaristito… Oh, mi Dios. Hablá alguna cosa con tu Josefina… Evaristito de mi alma, decime alguna cosa – rogaba la mujer al lado del lecho. -Evaristo mudo, inerte. -Ella colocó el oído sobre el pecho de su marido. Demoró para escuchar las frágiles batidas del corazón, que ya se desligaba poco a poco de la vida. -Él no puede hablar más, señora –anunció la enfermera con entonación sincera. -¿Sabe?, –indicó a seguir- El doctor le hizo una traqueotomía. -Doña Josefina no comprendió bien esa difícil palabra a la cual se refería la enfermera, pero escuchó aquello con un dolor que le partió el alma. -Traq… -no pronunció la palabra toda, por pura incapacidad, pero consiguió trasmitir una emoción laudable.
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-¡Pobre hombre! Tal vez, ya estaba más muerto que vivo –comentó el oyente con conmiseración en su mirada. -En ese momento, doña Josefina pidió para estar a solas con su marido. La enfermera refutó. Tenía órdenes expresas de no abandonar un segundo al enfermo. -¿Pero ni muriéndose? –volvió a preguntar el otro. La relatante no respondió al ambiguo comentario. Se limitó a mirarlo y agregar: -En eso, providencialmente, apareció el médico, y concordó. -Deje, Emilia –le ordenó a la enfermera- Un poco más, un poco menos… ya hicimos todo lo que podíamos – el médico añadió con bondad en el tono de sus palabras. -Los dos salieron de la habitación, y doña Josefina trancó la puerta por dentro. Evaristo parecía ya haber muerto, de tan inmóvil que estaba. La esposa se aproximó silenciosamente, y se sentó al borde de la cama. -Evaristito, mi querido, tú no puedes morirte sin que yo te haga una confesión –anunció la mujer con ojos de ternera desmamada. -Es una pena que tú no puedas hablar, pero de cualquier manera, sé que me estás escuchando –concluyó con pesar. -¿Y el marido? –balbuceó el que escuchaba el relato. -Evaristo, totalmente inerte.
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-¿Sabes, Evaristo?, –comenzó a mascullar doña Josefina- Necesito hablarte de un hombre –atacó serenaYo y él, vamos a casarnos luego después que tú te mueras. Hace algún tiempo que teníamos pensado en esa posibilidad. -¡Que maldad! –acotó el que daba oídos a la historia. -El moribundo continuaba inerte. Entonces llena de coraje, la mujer le dice con voz entre firme y contenida: -Nosotros nos damos tan bien, que sólo faltaba mismo, que tú te murieras. Si tú vivieses, no valía la pena intentarlo, porque quien tiene dinero, sos vos. Él vive de sueldo. Pero ahora, eso no tiene importancia. Yo soy tu heredera y ahora… -Josefina fue interrumpida, porque en ese momento golpearon en la puerta. -Ella abrió. Pensó que ya no importaba que tuviese que salir de la habitación, porque ya le había dicho todo lo que tenía que decir. Recompuso, en el rostro, la expresión de condolida tristeza. Salió de la habitación, dando entrada una enfermera, ladeada por dos médicos. -¡El tipo se murió! –exclamó el que escuchaba, y yo lo pensé junto con él.
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-¡Que nada! –dijo la mujer-. Doña Josefina, después que salió, fue a sentarse en la antesala, al lado del compadre José Pedro. -¿Qué tal? ¿Cómo está Evaristo? –éste le preguntó, oprimido por la congoja. -Sin solución –fue lo único que ella expreso, antes de comenzar a llorar. -¿Lo qué? –insistió en saber el compadre. -Y yo también –exclamó el oyente, concordando con la pregunta. -Josefina levantó la vista y lo miró para decirle: Esta prácticamente muerto. No puede hablar. Sólo escucha… alcanzó a pronunciar antes de una nueva crisis de llanto que duro algunos segundos. -¡Pobre Evaristo! Estará sufriendo mucho… –le comentó José Pedro meneando la cabeza para acompañar su pena. -Así mismo como lo vez, no sé si logra escuchar lo que uno le habla… Pero igual tomé coraje, y le conté que me voy a casar… -Doña Josefina –llamó la enfermera desde el fondo del pasillo. ¡Pronto! Se murió –pensé yo a estas alturas del relato, atenta que estaba a cada palabra dicha.
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-Al momento, la esposa se levantó autómata cuando alcanzó a oír la voz sobresaltada de la asistente: -Él comenzó a reaccionar; ¿No es increíble? Creo que se salva… -anunció la enfermera con cara de felicidad. -El doctor no garante, pero parece que el enfermo no va morir. –dictaminó con gran alegría. -¿Entonces, se salvó? –quiso averiguar el escucha. -Bueno, para resumirte, ya que me tengo que ir pronunció la mujer-, en ese momento, el que realmente lloró desconsoladamente, fue el compadre José Pedro.
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De tanto convivir confinada entre situaciones adversas, algunas veces mis emociones se veían invadidas por los dolores y las congojas ajenas, provocándome de tal forma, que era imposible que yo lograse apartarlas de mis pensamientos. Digo esto, porque fue lo que me ocurrió con mi amiga Ana Paula, que desde que el Dr. Garrido le dijera que sería imposible que consiguiese quedar embarazada, la alegría de vivir le huyó de su vida, como en un pase de mágica. Al final de cuentas, Ana Paula nunca había hecho nada por merecer ese castigo de Dios. -A partir de ese día, -me dijo-, pase a sentirme una mujer por la mitad, o media mujer. Ella pensaba así, porque opinaba que se creía incapaz de poder cumplir con la más noble de las tareas de una mujer: ser madre. -Es mejor morir –me apuntó desahuciada de cualquier emoción. Intenté esperanzarla de alguna forma, argumentando para que aceptase la realidad de la vida con más esplendor, pero ella me apuntó que por esa infame enfermedad que, Aguardando el Dr. Garrido
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estrambóticamente llamaban de neurofibromatosis, todo a su alrededor perdiera el encanto, la magia o la fascinación. A partir de ese momento, se metió en una cárcava de apatía y desinterés, que me daba pena verla. Danzarina de las mejores, ella ya no poseía más ánimo para aceptar las invitaciones que le hacían para concurrir a fiestas o veladas en clubes nocturnos. -¿Para qué? –desdeñaba con dejadez, haciendo una mueca entristecida. -¿Para que en una de esas trasnochadas, yo conozca una persona por quien me interese, y luego quiera ennoviar, casarme…? –despotricaba a seguir mostrando su falta de interés. -Por lo menos te distraes un poco –yo intentaba argumentar sin éxito. -¿Casar por casar? ¿Para tener un hombre a mi lado? –preguntaba sin esperar respuesta. Ella misma se las daba. –Si no puedo tener hijos, prefiero morir soltera – sentenciaba adusta. Un día, por aquella época, leí en una de esas revistas que yo acostumbro a ojear en mis horas de tedio, sobre una entrevista que fue realizada con un artista famoso, donde declaraban que éste, era “hijo adoptado”.
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Pronto, –concluí entusiasmada-, ¿Por qué no habíamos pensado antes, ni ella ni yo, en esa alternativa? -¡Ah! Nunca pensé en adoptar –me expresó sin demostrar cualquier tipo de sensibilidad con la idea, al momento que se lo conté. Se quedó titubeando, y luego me preguntó vacilante: -¿Y si no logro ser, para un niño adoptado, la madre que el menor necesita? No supe lo que decirle, pero Ana Paula se quedó masticando y desmenuzando mí pensamiento por cerca de tres semanas. Eso sucedió hasta que una otra amiga que no conozco, le sugirió un concepto salvador: -Hay tanto menor abandonado en las calles. ¿Por qué no agarras a uno, te lo llevas para tu casa y haces una experiencia? Si da cierto con él, incontestablemente, dará mucho mejor, cuando lo adoptes oficialmente –concluyó apocalíptica. -Tienes razón –caviló mi amiga- ¿Y por qué no? A partir de ese momento, Ana Paula comenzó a salir todas las noches en busca de menores sin hogar, andando por lo oscuro de los callejones de la ciudad, metiéndose en lugares hasta donde los perros desconfiaban de andar allí, con miedo que les diesen caza y, después de muertos, los
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vendiesen como chanchos. Mientras tanto, Ana Paula se decía a sí misma: -No tiene importancia si es negrito, o muy flaco, si... Ya no le importaba quien fuera. Quería un menor. Uno cualquiera, a quien pudiese ayudar durante algún tiempo, dándole calor, techo y comida; alguien con quien podría “practicar”, para que algún día, ¿quién sabe…? –se preguntaba esperanzada. -Moza, ¿me da unas monedas? –escuchó que le decían en el medio de esas oscuridades tenebrosas por donde caminaba con paso decidido. El menor la miraba con ojos dilatados y mojados. Una camiseta harapienta y llena de manchas y agujeros, tapaba su desnudez. Pies descalzos. -¿Dónde está tu padre? –quiso saber Ana Paula. -No tengo padre, no, señora. -¿Y su madre? -No sé nada de ella, no señora. Nunca supe – pronunció el menor con remilgo. -¿Quieres ir para mi casa? –propuso Ana Paula, ante la esplendida oportunidad que se le presentaba. En los ojos del menor, se encendió un brillo de gratitud e incredulidad.
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Ana Paula, no pudo dejar de percibirlo. Un torbellino de vicisitudes pasaron por su cabeza. Luego pensó en contarle a su amiga, al día siguiente, toda la felicidad que estaba sintiendo. Mal podía esperar a que despuntase el día. Estaba en el comienzo de un plan que ya andaba imaginando ser imposible de realizar. Hacía dos semanas que merodeaba por esas sórdidas callejuelas en busca de un menor, y todo lo que había conseguido hasta ese momento, era que le ofreciesen pastillas, chicles, y otras bojigangas sin sentido. -¡Ven conmigo! –ordenó, indicándole, con la mano trémula y valerosa, para que el menor la acompañase. Recorrieron el camino, en silencio, sin conversar sobre asunto alguno. Ana Paula apenas imaginaba las ropitas y los juguetes que compraría para el menor; el club donde lo llevaría para enseñarle a nadar; el colegio donde sería matriculado… –Capaz que no sabe leer ni escribir, pobrecito- pensó melancólica. -Deja, que cuando Dios tarda, es porque viene en camino –le dijo al menor, en pensamientos. Continuó a paso firme masticando ideas. –Y, reflexionaba vanidosa- un hijo adoptado, tiene más valor. Porque un acto de tal magnitud, convierte a la madre adoptiva, en casi una heroína. En su caso –caviló
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inmodesta- bastante acrecido, porque mucho más allá de la adopción que haría, había la recuperación de un pobre menor abandonado, mendicante de limosnas y restos de comida en los callejones sucios y en los fondos de los restaurantes. Finalmente llegaron a su apartamento. Subieron. El menor, caminaba a dos pasos detrás de ella, silencioso, inexpresivo, cauteloso, medio sin entender ese maravilloso regalo que le acababa de cair del cielo. Entraron. Finalmente se vieron a la luz de la lámpara. –Pobrecito, todo sucio –Ana Paula exclamó, ya con las manos sobre la boca, para tapar las palabras de su sobresalto. -Si… -murmuró el menor, bajando la cabeza, todo avergonzado por la penosa situación en que se encontraba. -Te voy a bañar – pronunció determinada. El agua caliente de la ducha, enseguida creó un vaho opaco en todo el cuarto de baño. Ana Paula se agachó para quitarle la camiseta andrajosa y, en un salto, al quitarle los calzones, reculó hasta el espejo empañado y exclamó aturdida: -¡Nene! ¿Cuántos años tenés? -Cuarenta –le respondió el enanito, asustado.
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Demás está decirles que ahora, la pobre Ana Paula anda en busca de marido, y ya no se importa si tendrán hijos o no. Lo que quiere, es tener alguien para cuidar. Esas situaciones que envolvían casos con hijos propios o ajenos, eran muy comunes de ser oídas en el aséptico entorno de la antesala, cuando las personas, allí reunidas, aventaban algún tipo de historia envolviendo retoños. Cierta vez, dos matronas se pusieron a conversar de las vicisitudes ajenas, hasta que en determinado punto del coloquio, una de ellas expresó con entonación martirizada: -Un señal incontestable de que nos estamos convirtiendo en ancianos, es cuando nuestros amigos del día a día, contemporáneos y más o menos de la misma edad nuestra, comienzan a ganar nietos. -¡Ay! No me hables –se quejó la otra- En mi vecindario, entonces, ni te digo. Lo que tú me decís, se ha convertido en una verdad universal. Ahora, poco se ve nacieren hijos. Sólo nacen nietos –le expresó con semblante retraído por causa de la congoja que le generaba el recuerdo. -De cualquier manera, -acotó la primera- …abuelo, es como si fuese: un padre con azúcar –comentó con acentuación satisfecha.
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-Es verdad. A mí me parece que es la persona que más se entusiasma con la llegada de un niño en la familia. -Puede ser, pero hay casos de algunas abuelas, que llegan a ser extremamente sublimes al punto de, cuando ven a la primera nieta por primera vez, como es el caso de Coca, mi vecina, ellas llegan a enunciar con exagerada alegría: -¡Que
belleza!
¡Tres
quilos,
cuatrocientas
y
cincuenta gramas! ¡Cincuenta y un centímetros! ¡Qué hermosura de niña: es mi cara! -Eso es verdad. Pero no te olvides, que siempre los abuelos tienen por costumbre exagerar bastante. ¿Te imaginas, si algunos de esos nietitos terminan por convertirse en alguna de esas “preciosidades”, como la de algunos de esos abuelos que andan por ahí? -No te quito la razón –apuntó la otra, y se quedó pensativa, absorta en algún recuerdo abstracto. Poco después, como si buscase querer estimular a la alegre abuela que estaba a su lado, la otra le preguntó: ¿Cuál fue el nombre que le pusieron? -Támara. ¿Muy bonito, no? –afirmó la mujer, con facciones radiantes. -¿Estás loca, mujer? ¿Qué les dio por ponerle el nombre de fruta?
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-¿Y por qué no? –inquirió con pasmo en la voz. -Porque si a las hijas de la gente, con nombres comunes como: Elvira, Cristina, María, Luisa, Antonia; la caterva ya anda loca en la vuelta, para comérselas. ¿Te imaginas lo que no sucederá con una niña con nombre de fruta? -No te comprendo –apuntó la mujer, con aire de sospecha. -Porque yo pienso que ellos no van querer esperar a que madure…
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Las historias tristes, me deprimían. Llegué a quejarme para el Dr. Garrido, de que me veía obligada a escuchar jácaras y habladurías de toda especie, y esos hechos, muchas veces me dejaban con dolor de cabeza. -No te compliques la vida con esas superficialidades del ser humano –él me respondía sugestivo- Tomate una aspirina, que luego pasa –me aconsejaba incontinenti, con acento escolástico. Esta vez no fue diferente, tanto es, que ni lo consulté y me tomé el analgésico sin dilación, mientras me entretenía escuchando la conversación de dos sujetos jóvenes que, cómodamente apoltronados en las sillas algodonadas, comentaban el infortunio de un otro compañero. -¡Albarico! Su mujer fue atropellada. Está internada en Traumatología. ¡Vaya lo más rápido posible! –alguien le avisó, así que atendió el telefonazo. -¿Él estaba en el escritorio? –preguntó el coadjutor, a su lado.
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-¡Sí! La noticia lo agarró desprevenido. Le explicó al jefe, y recibió permiso para salir. Agarró el blazer y partió deprisa, vistiéndolo en el ascensor, mientras ya imaginaba por lo que lo esperaba. -Atropellada. ¿Pero, cómo…? -La mujer tenía treinta años, él, veinticuatro. Se habían casado hacía siete meses, y hacía cinco, que ya estaba arrepentido. Me dijo que fue atrapado por la inexperiencia, eludido por el sexo fácil, jamás encontrado. -Soy viuda –ella le habría dicho cuando lo conoció. –Con sed –le agregó, guardando un sonriso sin voluntad. -Que ingenuo –acotó el otro, mientras escuchaba el relato. -Albarico tropezó, incauto, ante esas palabras que le parecieron eróticas. Poco tiempo después, estaba más enredado que ni pelea de pulpos. -Un metejón, digamos –acrecentó el coadjutor, con una risita irónica. -Todos los amigos lo aconsejaron para que pensase mejor. –Ella es seis años más vieja que vos –le dijeron. -Pero no aparenta –refutaba Albarico, con tirria. -Puede no aparentar, pero tiene. ¿Y cuando tú tuvieres cuarenta? Ella tendrá cuarenta y seis. Las arrugas
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estarán por todo el cuerpo, Albarico –casi todos le argumentaban si éxito. -Yo no sé porqué, insistían tanto en advertirlo en relación con la edad de Celina. Al final de cuentas, él era mayor de edad, y sabía lo que hacía. -¿Y de ahí? –quiso saber su compañero, viendo que el amigo se le iba por las ramas de la divagación, y antes que la conversación se pusiese más aburrida que mirar señal de ajuste de televisión. -¡Taxi! –gritó Albarico cuando ganó la calle. -Le dio al chofer, la dirección del hospital. El tránsito parecía más agravado que lo normal, lo que en ese instante lo llevó a considerar que todos se habían confabulado para que él llegase atrasado, quien sabe con la mujer ya… -Dios quiera que no sea tarde –dejo escapar en voz alta, mientras el conductor lo miró por el espejito, e ignoró la acotación. -Ellos no se importan. Están acostumbrados con ese tipo de cosas –añadió el otro, en amparo del sombrío profesional desconocido. -Albarico recordó que, esa misma frase, “Dios quiera
que
no
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sea
tarde”,
había
sido
dicha
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exhaustivamente por los amigos, cuando les participó de su noviazgo. -¿Tarde, por qué? –él les preguntó sobrecogido cuando se lo dijeron. -Porque si tu no abrís los ojos… -le habían insinuado sus amigos con sarcasmo. -Él les mostró que tenía los ojos bien abiertos, y casi entraron en lucha corporal. A partir de ese día, pasó a llamar de idiota, a todos aquellos que le daban consejos imbéciles. -Acaba de una vez con eso, Albarico –algunos todavía insistían en decirle. -¿Y él, se casó? –averiguó el que escuchaba el entristecido relato. -Ustedes no saben lo que es amor –Albarico les zampaba en la cara, indignado con todas esas alevosías injuriosas que hacían contra su amada. -Más tarde, se casó en la Iglesia de Nuestra Señora Aparecida. Pocos amigos comparecieron a la ceremonia. La mayoría, pensaba que no valía la pena ser testigo de un suicidio. -Una actitud, para allá de correcta –comentó el compañero.
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-No hubo luna de miel. Albarico quería ir para un balneario, pero estaba sin dinero y, esa situación, le prohibió cumplir con ese sueño. Celina fue comprensiva. -¿Luna de miel… para qué?, –ella glosó- Luna de miel, es la vida entera –le dijo haciéndole unas caiditas de ojo. -Que románticos –ilustró el otro con remoquete. -A Albarico, esa frase le cayó bien. Valió hasta un beso. Todo tan lindo. Y mientras miraba por la ventanilla del taxi, recordó que estaban próximos del día en que comprarían un coche. -¡Coche! –la palabra lo trajo a la realidad. -¿Sería un auto el que la atropellara? –pensó, pero imaginó que podría ser un ómnibus, y sufrió mucho más. -Si es así, difícilmente podrá escapar –caviló melodramático. -Dios me libre –murmuró el amigo. -Dentro del taxi, Albarico se golpeó la mano en la cabeza, haciendo aquel gesto característico de querer ahuyentar un mal pensamiento. No admitía a la mujer, muerta. Pero mismo así, sabía que, entre los dos, ya no existía aquel encanto antiguo. Ya le descubriera defectos, aceptaba pareceres contrarios, adicionaba los suyos al de sus amigos…
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-… y ronca –puntualizó. -¿Mentira? –balbuceó nuevamente el coadjutor. -Eso mismo decían todos, pero Albarico respondía: El que sabe soy yo, que duermo con ella. -Bien que te avisamos –surgía alguno, queriendo hacerle ver que tenían razón cuando le expusieron esos percances. -Pero yo no estoy arrepentido –protestaba- Celina es muy afectuosa conmigo, es buena para mí, y me quiere -se disculpaba indiferente. -Esta
cierto,
¿pero
y
tú?,
–los
amigos
le
preguntaban- ¿Tu la quieres? -Demoraba a responder un “que si”, confirmando con su silencio,
un “que no”. Ciertamente, se había
iludido. Pero también era cierto que se acomodaba con la situación. La mujer tenía una buena mano para la cocina – vivía repitiendo- Tienen que ver el puchero que ella prepara –los azuzaba irónico. -No quería pensar en esas cosas, pero igual pensaba. –Tal vez no hubiese más chance –especuló- Atropellada. Y ni sabía si había sido en la calle donde viven, o en la salida del supermercado. –Hoy es jueves, día de hacer compras mayores –raciocinó con preocupación.
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-¡Más ligero, amigo! –le ordenó al conductor, para terminar de una vez con su inquietud. -Sólo colocando asas, compañero –justificó el profesional del volante. -El taxímetro cortaba el tránsito como podía, en un enmarañado de automóviles circulando en plena tarde. -Me imagino –comento el otro, apático. -Al llegar al cruce de una avenida, él divisó a Jacinto, su amigo del alma. Con extrema presencia de espíritu, gritó por la ventanilla: -¿Jacinto, estás haciendo alguna cosa? -¿Y el amigo, que le dijo? ¿Consiguió hablar con él? -Cuando se arrimó al taxi, Albarico le contó de la mujer atropellada, y le pidió al amigo que lo acompañase hasta el hospital. Jacinto tenía lo que hacer, pero concordó en ayudarlo. -¿Es cosa grave? -le preguntó el amigo, ya dentro del coche. -Nadie sabe –Albarico le contestó esquivo. -En ese momento, Jacinto aventó la posibilidad de la mujer morirse, como si el hecho fuese una gran ventaja para su amigo. -Que mala leche le resultó el amigo –comentó el coadjutor.
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-Cruz credo, Jacinto –fue lo que Albarico le respondió. -Está bien, disculpa –alegó su amigo- Es que yo pensé que… -No pienses. No pienses. ¿Te parece bien? –Albarico le dijo todo encrespado. -El amigo se mantuvo en silencio el resto del trayecto, y cuando finalmente llegaron al hospital, les informaron que Celina estaba en la enfermería 18. -Entonces, quiere decir que ella estaba viva –definió el oyente del relato. -Albarico quiso saber más detalles. -Y… ¿hay peligro? –insinuó para el practicante que lo atendió. -El enfermero los miro sin disimulo, y acostumbrado que estaba a vivir el tiempo entero entre situaciones amargas, no se esforzó para disfrazar la situación. -¿Peligro?, –les dijo- No hay chances de escapar. Fractura de cráneo con hundimiento del hueso parietal derecho –sentenció. -¡Mira vos! –exclamó el que escuchaba el relato, mientras a mí, me dejo con una pena horrible por los esposos.
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El relatante bajó la voz como si el tono ya presagiase lo peor de la historia, y mando ver diciendo: -Hecho un desesperado, Albarico corrió en busca de la tal enfermaría. -Una enfermera, más vieja que Matusalén, lo contuvo en la puerta sin dejarlo entrar. -No puede entrar –le dictaminó seca. -Mi mujer se está muriendo –él le expresó incontenido. -Cuando finalmente se identificó diciendo quien era y el nombre de la esposa, lo dejaron entrar. -Por aquí –le indicaron, llevándolo hasta el lecho de la mujer. -¿Todavía vivía? –quiso saber el oyente del relato. -En la cama que le indicaron, había una mujer morocha. -Mi mujer es blanca –Albarico protestó perentorio. -La Celina atropellada, fue esa. Si no es esa, entonces su mujer no fue la atropellada – le explicaron. -En
ese
momento,
Albarico
lloraba
desconsoladamente. Pero solamente Jacinto percibió que el llanto no era de alegría…
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-¿Alguna novedad? –preguntó el Dr. Garrido a su secretaria-auxiliar, cuando ingresó a la sala. -El señor Rodríguez lo llamó por teléfono, tres veces –le dijo ella, con una sonrisa afectuosa, pero con una expresión que carecía de naturalidad. El Dr. Garrido no sabía quién era ese tal de Rodríguez que le telefoneaba seguidamente. Por eso, no tenía la menor intención de atender. -Si llama nuevamente, dígale que llegué y salí. Avísele que ni sé a qué horas vuelvo –propuso con tono determinante, mientras la mujer afirmaba positivamente con continuos movimientos de cabeza. Quince minutos después, el señor Rodríguez volvió a llamar. La secretaria-auxiliar le transmitió el recado conforme le ordenaron. -Es mejor que él vuelva antes de las cuatro. Dieciséis horas paras ser más claro –estableció la voz desde el otro lado del auricular-. Voy a volver a llamar a las cuatro en punto. Si él no estuviere, será peor para él.
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Dígale que tengo las fotografías –expresó con acento severo. -¿Cómo? –ella alcanzó a balbucear. Era tarde. El señor Rodríguez ya había colgado. No en tanto, la secretaria-auxiliar se preocupó más que lo lógico. -¿Fotografías? –caviló con intranquilidad. No era un asunto suyo y sabía que no debía entrometerse. Pero igual quedó preocupada con el tono de voz con el que había sido anunciada la misiva. Le trasmitió a su jefe tintín por tintín, el mensaje de ese tal de Rodríguez le había comunicado, inclusive, reproduciendo el acento amenazador con que le fueron pronunciadas las palabras. -¿Qué fotografías serán esas? –Preguntó el Dr. Garrido. -No sé. El hombre, apena me dijo que tiene las fotografías –ella reveló. -Está bien. Cuando me llame nuevamente, yo atiendo. Por algunos minutos, el doctor se quedó pensando en su sala, tentando adivinar a que fotografías se refería ese tal de Rodríguez, que ni conocía.
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El tiempo demoró en pasar, castigándolo. Estaba afligido. -¿Fotografías?- se preguntaba seguidamente. La secretaria-auxiliar, igualmente, también estaba nerviosa. En dado momento, aprovechando que estaban solos en el consultorio, el Dr. Garrido se aproximó hasta su mesa para conversar un poco sobre el asunto. -¿Cuál es su opinión sobre esa cuestión de las fotos? –le preguntó. -No se –expresó azorada - Pero estoy con miedo – añadió. -Esa cuestión de fotografías, me huele a chantaje –el Dr. Garrido enunció con una expresión asustadiza en su semblante. Los dos sudaban. Querían descubrir, antes de las cuatro, que era lo que deseaba ese tal de Rodríguez, a quien, ambos, ya llamaban de cretino. A las cuatro en ponto, la sonaja del aparato sonó estridente. -Rodríguez- fue la primera y única palabra que el hombre expresó desde el otro lado del auricular. -¿En qué puedo ayudarlo? ¿Desea hablar con quien? –ella se esforzaba en pronunciar, para simular calma.
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El Dr. Garrido, en su sala, se secaba el sudor de las manos en la pierna del pantalón, mientras escuchaba en la extensión del aparato. -Usted sabe con quién quiero hablar. No se haga la idiota –gruño la voz desde el otro lado de la línea-. Le dije que llamaba a las cuatro, y sé que él está ahí. Dígale que es Rodríguez, y pronto…, y que tengo prisa. El Dr. Garrido hizo una señal con la mano, de que estaba todo bien, para su secretaria-auxiliar. Buscó respirar hondo, llamando la calma, y a seguir, con voz estudiadamente tranquila, expresó: ¡Hola! -Tengo las fotografías –escuchó que le decían con acentuación severa. -No sé a lo que el señor se refiere, caballero –dijo caballero forzando la naturalidad, trabando el cretino que prefería haber dicho. -No tengo tiempo a perder. Por señal, usted ya me tomó tiempo demás –se quejó Rodríguez- Voy a decir todo de una sola vez y sin repetir, ¿entendió? Sin aguardar por un si ó un no, continuó hablando: Un apartamento en la Avenida Patria, en el cuarto piso, Fotografié con teleobjetivo. Las fotos están nítidas. Creo que a usted le gustaría comprar los negativos. Quiero cincuenta mil.
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-¿Lo qué? –bramó el Dr. Garrido. -Le dije que no iba a repetir. Ahora me escuche. En el bar San Antonio, en la plaza Alegría. Lo estaré esperando en el mostrador. Allá, haremos un canje. ¡Pero cuidado! Un amigo tiene copia de las fotografías. Si mete la policía en esto, él las entrega a un periódico, y a quien más le pueda interesar. Pero si se porta bien, después le mandaré las copias. Rodríguez colgó el teléfono, antes de que el Dr. Garrido pudiese hablar cualquier cosa, o protestar por lo rastrero y deshonesto gesto. Se quedó en silencio parado al lado del aparato, mirando a su secretaria-auxiliar. No necesitó explicar. La extensión de la línea, ya le contara todo. -¡Cincuenta mil! –finalmente exclamó aturdido. -Lo peor, es la inseguridad de recibir las copias – añadió la secretaria, agregando más perplejidad con su comentario. -Eso puede ser una de nunca más acabar, de dinero – murmuró el hombre, pensativo. -¿Y si usted llama a la policía? –sugirió la secretariaauxiliar, íntima, ciertamente fotografiada. -¡No! Yo voy a ir a ese lugar… Solo.
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En el bar San Antonio, a esa hora no había mucho movimiento. El Dr. Garrido pasó, de coche, vigilando el interior del bodegón. Vio poca gente dentro y calculó que Rodríguez fuese el tipo que estaba de marrón, cínicamente reclinado sobre la punta del mostrador, frente a una botella de agua mineral. Estacionó media cuadra adelante, y prefirió volver a pie. –Por las dudas –presagiando lo peor. Se aproximó del mostrador. El hombre a su lado, ni se movió. -Una Sprite –solicitó para el bodeguero. Abierta la botella, estableció conversación con el sujeto que estaba a su lado. -Mi nombre es Garrido… Doctor Garrido. El individuo ni lo miro; se limitó a preguntar. -¿Cuánto vale su nombre? Él entendió como si fuese una contraseña. –Debe ser el crápula- pensó para sí. -Dicen que vale cincuenta mil –pronunció con la máxima indiferencia posible. -En metálico, ciertamente. -Cheque visado –dijo el Dr. Garrido. El hombre se mantuvo callado por algún tiempo. Pidió un whisky.
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El Dr. Garrido, nervioso, a la Sprite, ni la tocó. Rodríguez se tomó el whisky en dos sorbos rápidos. Hizo una careta, escupió en el piso, y carraspeó. -Entonces, ¡ta! – dijo finalmente, aceptando el cheque. Se cambiaron, bajo el mostrador, el cheque y un sobre pardo. Antes de salir, el Dr. Garrido quiso certificarse de que los negativos estuviesen dentro del sobre. Salió después de hacerle recordar al otro, que aguardaba por las copias. Fue al apartamento de su secretaria-auxiliar, que lo aguardaba frigidísima. Ella sugirió que quemasen los negativos. Él, prefirió, antes, mandar revelar. Recibió las copias al día siguiente. Junto con la secretaria-auxiliar, abrió el sobre amarillo de la Kodak. Allí estaban las fotos que habían costado cincuenta mil; y en todas, aparecían la misma mujer y un hombre moreno de patillas largas. El Dr. Garrido se quedó confuso…, él era claro, gordo y pelado.
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BIOGRAFÍA DEL AUTOR Nombre: País de origen: Fecha de nacimiento: Ciudad:
Carlos Guillermo Basáñez Delfante República Oriental del Uruguay 10 de Febrero de 1949 Montevideo
Nivel educacional:
Cursó primer nivel escolar y secundario en el Instituto Sagrado Corazón. Efectuó preparatorio de Notariado en el Instituto Nocturno de Montevideo y dio inicio a estudios universitarios en la Facultad de Derecho en Uruguay. Participó de diversos cursos técnicos y seminarios en Argentina, Brasil, México y Estados Unidos. Experiencia profesional: Trabajó durante 26 años en Pepsico & Cia, donde se retiró como Vicepresidente de Ventas y Distribución, y posteriormente, 15 años en su propia empresa. Realizó para Pepsico consultoría de mercadeo y planificación en los mercados de México, Canadá, República Checa y Polonia. Residencia: Desde 1971, está radicado en Brasil, donde vivió en las ciudades de Río de Janeiro, Recife y São Paulo. Actualmente mantiene residencia fija en Porto Alegre (Brasil) y ocasionalmente permanece algunos meses al año en Buenos Aires (Rep. Argentina) y en Montevideo (Uruguay). Retórica Literaria: Elaboró el “Manual Básico de Operaciones” en 4 volúmenes en 1983, el “Manual de Entrenamiento para Vendedores” en 1984, confeccionó el “Guía Práctico para Gerentes” en 3 Aguardando el Dr. Garrido
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Obras en Español:
volúmenes en el año 1989. Concibió el “Guía Sistematizado para Administración Gerencial” en 1997 y “El Arte de Vender con Éxito” en 2006. Obras concebidas en portugués y para uso interno de la empresa y sus asociados. Principios Básicos del Arte de Vender – 2007 Poemas del Pensamiento – 2007 Cuentos del Cotidiano – 2007 La Tía Cora y otros Cuentos –
2008 Anécdotas de la Vida – 2008 La Vida Como Ella Es – 2008 Flashes Mundanos – 2008 Nimiedades Insólitas – 2009 Crónicas del Blog – 2009 Corazones en Conflicto – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. II – 2009 Con un Poco de Humor - 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. III – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IV – 2009 Humor… una expresión de regocijo - 2010 Risa… Un Remedio Infalible – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. V – 2010 Fobias Entre Delirios – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VI – 2010 Aguardando el Doctor Garrido – 2010 El Velorio de Nicanor – 2010 La Verdadera Historia de Pulgarcito - 2010 Misterios en Piedras Verdes 2010
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Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VII – 2010 Una Flor Blanca en el Cardal 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VIII – 2011 ¿Es Posible Ejercer un Buen Liderazgo? - 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IX – 2011 Los Cuentos de Neiva, la Peluquera - 2012 El Viaje Hacia el Real de San Felipe - 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. X – 2012 Logogrifos en el vagón del The Ghan - 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. XI – 2012 El Sagaz Teniente Alférez José Cavalheiro Leite - 2012 El Maldito Tesoro de la Fragata 2013 Carretas del Espectro - 2013
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