Carretas del Espectro
Carlos B. Delfante
El valor del dinero es que con ĂŠl podemos mandar a cualquiera al diablo. Es el sexto sentido que te permite disfrutar de los otros cinco. William Somerset Maugham
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Introducción La obra de historia y ficción “Carretas del Espectro” se fundamenta en los hechos reales que ocurrieron durante el periodo de la primera Invasión Inglesa a Buenos Aires, cuando un gran tesoro compuesto por el acumulo de lingotes y monedas de plata que pertenecían a la Corona Española, debieron de rebato ser evacuados sigilosamente de la Capital del Virreinato del Río de la Plata. Por tratarse de una historia romanceada, la obra se convierte en un florilegio descriptivo y verídico asentado sobre datos y documentos que permitieron al autor imaginar lo que en verdad ocurrió con los satélites personajes que participaron de los hechos durante un corto lapso de tiempo, cuando algunos de los actores fidedignos se vieron obligados a defender políticas particulares y estratégicas vitales para ambas Coronas, y entre los que se pueden encontrar integrantes de la corte del Virrey Sobremonte, sujetos de estirpe que pertenecían a algunas familias aristocráticas españolas y criollas, el clero, donde cada uno a su vez le fue impuesto tener que defender diferentes ideas y los intereses del momento.
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El principal período del relato en el cual se desentraña esta aventura, ocurrió durante el invierno de 1806, cuando aún el territorio argentino vivía su penúltimo Virreinato. Por aquel entonces, parte de un gran Tesoro fue substraído por el ejército invasor y prontamente enviado a la Corte Inglesa, empero, una buena parte del mismo desapareció para siempre… ¿Será? Al elaborar la obra, se buscó llevar adelante una minuciosa copelación de datos que compusieron esta antología, y donde ha sido menester destacar y relatar todo el escenario previo a los acontecimientos, así como describir el ambiente donde habitaban los personajes.
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Durante aquella la noche y parte de la madrugada, el capitán Martín había conseguido atravesar con éxito las pocas leguas de distancia que lo separaban de su destino. La orden que había recibido fuera extrema y la situación le parecía ser más aún. Pero para lograrlo, había sido ineludible tener que cabalgar el tiempo todo a galope limpio y sin dar tregua alguna a su bayo, en cuanto se sentía protegido por un seguro grupo de soldados Blandengues de su confianza. Para alcanzar tal encargo con éxito, le bastaron algunas paradas rápidas para aguar los pencos, mientras que el resto fue realizado a toda carrera entre pastizales y campos vacíos. Sin embargo, durante el desolado transcurso, el brioso oficial no pudo dejar de percibir que sus caballos estaban agobiados, sudados, pero mismo así no quiso realizar cualquier pausa desnecesaria hasta que finalmente llegasen a la localidad de “El árbol Solo”. Una vez allí, pronto traspusieron el río para llegar al centro de la Villa. Más precisamente, aquella topa se Carretas del Espectro
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dirigía a la casona del Alcalde de la Villa de Luján, don Manuel de la Piedra. Luego después de la partida, aquella silueta alta y delgada que iba ahorcajada en la montura, se había colocado por delante del pelotón, y así cabalgó durante el tiempo todo. El yermo escenario no llegaba a apremiarlo en lo más mínimo, pero de cierta forma, durante todo el recorrido buscó mantenerse reticente, silencioso, evasivo, como si estuviese buscando esquivarse de alguna mirada inquisidora. Entendía que no era necesario que les dijese a sus subordinados cuales eran los motivos de aquella urgente partida. -De que valía hablar, si todos ya lo sabían -pensó el capitán Martín durante algunos instantes de duda, soplos de vacilación que luego apartaba como celoso militar que era.- El país estaban siendo invadidos -recapacitaba-, y eso requería movilización, premura y ejecución de órdenes ciegas. Por otro lado, también entendía que el aprieto de la situación no era para menos, y por eso no quería perder tiempo tejiendo comentarios desnecesarios con quien fuese. Si se había requerido de él para llevar adelante un plan que podría salvar los valores del erario de la Corona,
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entonces ¿para qué ilustrar el asunto con otros pormenores que nada decían a la tropa? Al capitán Martín le bastaba con que la orden que le fuera entregue esa misma tarde directamente del Virrey del Río de la Plata, estuviese clara, mismo que de ella resultase imperioso el sacrificio que el grupo sobre su comando debería realizar a toda costa. Por tanto, las emergencias no le habían dejado espacio a otras maniobras. Empero, aquella conversación continuaba a darle vueltas en la cabeza durante el apurado viaje: -Le pedí para que viniese deprisa, señor Martín, porque ya está todo decidido. Acabamos de nos reunir con el Obispo Benito Lué y Riega y con al secretario del Consulado de Buenos Aires, don Manuel Belgrano. Por lo tanto, ahora requiero su máximo esfuerzo. No hay más tiempo a perder -le anunciara el virrey con un tono de voz molesto. Mientras permanecía con el torso encuadrado frente al gobernante, el capitán notó que el virrey Rafael de Sobremonte estaba con el semblante agobiado, pero no cansado. Era una tensión diferente a la de los otros días la que ahora se le veía estampada en su fisonomía. Pensaba que era más bien a causa de la exacerbación, aunque para el oficial ya no era novedad verlo así durante algunos días Carretas del Espectro
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del último mes. Desde que les había llegado la mala noticia, el palacio se había visto siempre lleno de gentes esnobs que se avecinaban para traerle sus pesadumbres y enterarse de cuáles serían los planos para sortear la situación. -¿Llevaré conmigo las carretas, señor? -le había preguntado el capitán, a la vez que cavilaba lo que su señor se traía en mente, y permitiéndose imaginar por algún momento, de que su cometido fuese más sugestivo en lo relativo a la acción a desempeñar. -No, no. El punto de la orden a que me refiero, es otro, señor Martín. Por ahora definimos que los caudales saldrán más tarde, luego después que se le adjunten algunos otros peculios. Aún me falta ver lo que don Manuel de Sarratea quiere hacer -le había expresado el hombre de forma sensata y clara. Ante la expresión determinada del virrey, el oficial se mantuvo en posición de sentido, pero casi sin querer había fruncido el ceño cuando escuchó el nombre de Manuel, un sujeto que el capitán Martín consideraba ser un engomado impertinente, hijo de su tocayo, Martín Simón de Sarratea Idígoras, un nativo de Oñate, Guipúzcoa, y que no hacía mucho tiempo había vuelto de
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Madrid, a donde su padre lo enviara orgullosamente para apurar su educación. -El hombre aún no se ha definido sobre lo que quiere hacer con los caudales que pertenecen a la Compañía de Filipinas, -agregó el virrey mientras se paseaba impaciente a lo largo de la sala haciendo resonar los tacos de su botas, a la vez que su ayudante de órdenes se avivaba después de haberse perdido entre pensamientos nada conspicuos. -Si es así, Señor, así se hará, pero le reitero qué creo que frente a la situación que nos apremia, lo mejor sería que nos llevásemos ahora la parte de los caudales del Rey -le manifestó el contrariado oficial, percibiendo que aun habían dudas en la determinación de su superior, las cuales no se las había ventilado. No en tanto, el exacerbado virrey pronto notó que en la fisonomía de su auxiliar existía un sentimiento de preocupación desnecesario, y no demoró en insinuar: -Comprendo el tamaño de su desvelo, señor Martín, pero no se preocupe con ese tipo de emergencias, ya que le advierto que no seré capaz de dejar aquí una sola moneda para esos británicos, menos aún los lingotes de plata… Justamente en ese momento, las palabras de Sobremonte habían sido interrumpidas cuando un lacayo maestresala hacía alzar su voz grave al solicitar permiso Carretas del Espectro
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para entrar en la sala, advirtiéndole al virrey que ya estaba en palacio el ya esperado señor Manuel. Pero antes de que el virrey autorizara su ingreso a la habitación, se volvió de forma ríspida para su asistente personal, y le anunció impertérrito: -Lleve esta carta mía para el señor Alcalde de la Villa de Luján y, una vez allá, diríjase a la capilla y encuentre al padre Vicente Montes Carballo, a quien le entregará este otro mensaje del señor Obispo Benito Lué, el cual contiene las recomendaciones específicas que el señor capellán deberá seguir… ¿Entendido? -recalcó el abrumado virrey. -¿Y una vez cumplida la misión, Señor, que hago? quiso saber el comedido oficial. -Por ahora, ya es suficiente con esto. Sólo necesito que usted llegue lo cuanto antes en aquel paraje, y que me tenga todo pronto para cuando nosotros lo alcancemos. -¡Si, Señor! -reverenció el capitán-. Llegaré allí lo antes posible y aguardaré por usted. -Martín anunció de forma tajante, rostro serio, la frente alta y los ojos flamígeros. Obediente como se requería de él. Mientras tanto, en aquel mundo de la Madre de Dios, enclavada en medio de una llanura casi inhóspita que se explayaba de una manera casi plana desde el oeste Carretas del Espectro
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de la ciudad de Buenos Aires, quedaba la que era llamada de Villa de Luján, y resguardada de alguna forma por las estacas generadoras de atmosfera pastoril que cruzaban aquel desierto paraje. En ese momento, el padre Vicente Montes Carballo ya se encontraba encausando los preparativos necesarios para la misa de la mañana. La localidad tenía por aquel entonces menos de cuatrocientos habitantes o quizás un poco menos, y por lo general los vecinos eran campesinos y de otras labores más, quienes no en tanto esperaban morirse de alguna forma antes de tener que regresar a otros pagos. Además de la tropa del fortín, existían algunos otros lujanístas conversos que se ganaban la vida trabajando como vaqueros y peones en ese emponzoñado desierto. Sin embargo, el padre Vicente sabía exactamente cuántos eran los que asistían a la capilla para la misa de cada mañana. Eran cuatro: la anciana doña María, una viuda que, según los rumores que circulaban en la región, había terminado por asesinar a su esposo en una tormenta de polvo como treinta años antes; también acudirían los hermanos López, ambos peones que por algún motivo incierto preferían concurrir a la capilla por la mañana; e incluso el misterioso hombre viejo de cara marcada por la Carretas del Espectro
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viruela, que invariablemente se arrodillaba en el último banco y nunca tomaba la comunión. Todos los demás habitantes preferían acudir a la capilla en otro horario. Pero ese mañana de casi invierno, en aquel paraje de mala muerte, a Dios se le había antojado hacer soplar una fastidiosa tormenta de polvo. -No hay caso. Está clavado, siempre sopla una tormenta de polvo antes de que comience a llover, murmuró entre dientes el agobiado padre Vicente cuando tuvo que correr desde la casa parroquial de adobe hasta la sacristía, mientras buscaba proteger de algún modo la sotana y el sombreo con una capucha de lienzo negro. En ese momento, el cura llevaba el breviario hundido en el bolsillo para mantenerlo limpio. Pero de nada le servía. Sabía que a cada noche, cuando se quitaba la sotana y colgaba el sombrero en un gancho de la pared, la tierra y el polvo caían como si fuesen una cascada rojiza, como si aquello fuese sangre seca de algún reloj de arena roto. Y cada mañana, cuando volvía a abrir el misal, la arena crujía entre las páginas y le ensuciaba los dedos de polvo. -Buenos días, padre Vicente -le saludó Pedro mientras el sacerdote entraba apurado en la sacristía, y buscaba de algún modo cubrir de inmediato el marco de la Carretas del Espectro
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puerta usando una cortina que había sido confeccionada de yute bruta por alguna piadosa del pueblo; justamente, para intentar evitar de alguna manera la entrada de polvo en aquel templo de la Sagrada Virgen. -Buenos días. Pedro, mi monaguillo más fiel -le respondió el cura con una breve sonrisa, palabras que pronunció en cuanto pensaba para sí que, en realidad, aquel era su único monaguillo. A seguir se recogió a su silencio sacerdotal. Pedro era un muchacho simple, tanto en el sentido de ser mentalmente lento, como en el sentido de ser honesto, sincero, leal y afable. El chiquillo ayudaba al cura a decir la misa todos los días de la semana a las seis y media de la mañana y dos veces a los domingos, aunque también a la primera misa dominical sólo asistieran las cuatro personas de siempre y el puñado restante apareciese al medio día. El muchacho sonrió y aquella satisfecha sonrisa desapareció por un instante mientras se ponía la sobrepelliz limpia y almidonada sobre la túnica de monaguillo. El padre Vicente siguió de largo, acariciándose el cabello oscuro, y definitivamente abrió el baúl. Afuera, la mañana invernal estaba oscura como noche de desierto, Carretas del Espectro
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mientras la tormenta de polvo ambicionaba de alguna manera devorar el amanecer, y la mortecina lámpara de la sacristía era en el momento la única iluminación de esa habitación fría y desnuda. Entonces Vicente Montes Carballo se hincó de rodillas, rezó fervientemente y a continuación se puso la ropa de su profesión. Luego el cura se puso el amito, que se deslizaba sobre la cabeza como una túnica y le llegaba a los tobillos. El amito de lino blanco estaba inmaculado a pesar de las tormentas de polvo, y también el alba que venía a continuación. A la sazón se ciñó el cincho, rezando una plegaria. Alzó la estola blanca, la sostuvo con reverencia en ambas manos y se la colgó al cuello, cruzando las dos franjas de seda. Detrás de él, el afable Pedro se había quitado las botas sucias y buscaba calzar un par de zapatillas blancas de yute que su madre le había ordenado guardar allí para la misa. En ese ínterin, el padre Vicente se puso la tunicela, la prenda externa que mostraba una cruz bordada en la frente. Era blanca, con una sutil orla púrpura. Esa mañana -pensó taciturno- él daría una misa de bendición mientras administraba en silencio el sacramento de la penitencia
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para la presunta viuda y asesina, y para el desconocido que se arrodillaba siempre en el último banco. Pedro se le acercó, sonriendo de puro nerviosismo. El padre Vicente le apoyó la mano en la cabeza, tratando de aplastarle el cabello rebelde al tiempo que tranquilizaba al muchacho. Alzó el cáliz, apartó la mano derecha de la cabeza del joven para cubrir la copa velada y murmuró su sentimiento. Pedro dejó de sonreír, embargado por la gravedad del momento, y lo precedió en su marcha hacia el altar. Así que transpuso la puerta, el padre Vicente notó de inmediato que había cinco personas en la capilla, en vez de las cuatro de siempre. Los feligreses habituales estaban allí, los que al momento del padre entrar, todos se pusieron de pie y se volvieron a arrodillar en sus lugares de costumbre. Pero había alguien más, una persona alta y silenciosa ubicada en las sombras más profundas, allí donde el pequeño atrio entraba en la nave. No hubo caso, esa presencia extraña no dejó de perturbar al padre Vicente Montes Carballo durante el transcurso de la misa, por mucho que éste intentaba concentrarse en el sagrado misterio del cual formaba parte desde hacía poco.
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-Dominus vobiscum -pronunció el padre Vicente en voz alta, al mismo tiempo que pensaba que hacía más de mil y ochocientos años, según lo juzgaba él, que el señor estaba con ellos, con todos ellos. -Et cum espiritu tuo -volvió a decir el sacerdote, quien mientras Pedro repetía las palabras, movió la cabeza para ver si la luz caía un poco más sobre aquella silueta alta y delgada. Pero desventuradamente notó que aún seguía oculta entre las sombras. Durante el canon, el escrupuloso cura olvidó la misteriosa figura y logró concentrar toda su atención en la hostia que elevó presa en sus dedos romos. -Hoc est enim corpus meum, -pronunció claramente, sintiendo dentro de él todo el poder de esas palabras y rogando por la enésima vez que la sangre y misericordia del Salvador le lavara los pecados de violencia que había cometido antes de ser ordenado sacerdote. Como de costumbre, solamente los hermanos López se aproximaron a tomar la comunión. Luego a seguir el padre Vicente pronunció otra vez las palabras santas y les ofreció la hostia. En ese momento resistió sin muchas ganas al impulso de querer mirar hacia donde se encontraba la figura misteriosa.
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La misa terminó casi en la misma oscuridad en que había iniciado. El aullido del viento ahogó las últimas plegarias y respuestas. La pequeña iglesia no tenía electricidad, nunca la había tenido, y las diez velas fluctuantes de la pared parecían no hacer mucho esfuerzo para disparar una penumbra que se incrustaba estremecida y titilante en la cal de la pared. Entonces el padre Vicente dio la bendición final y se llevó el cáliz a la oscura sacristía, apoyándolo sobre el altar más pequeño. Pedro se apresuró a quitarse la sobrepelliz y ponerse su cazadora. -¡Hasta mañana, padre Vicente! -pronunció el muchacho así que calzó sus viejas botas y guardó las zapatillas blancas. -Sí, gracias Pedro. No te olvides… Demasiado tarde para responder. El niño ya había salido corriendo en dirección hacia la carpintería donde trabajaba con su padre y sus tíos. Mismo así, el sacerdote pudo percibir que una ligera nubecita de polvo rojizo enturbió el aire cuando el muchacho abrió la cortina. Normalmente, el padre Vicente se habría quitado sus prendas para guardarlas en el baúl. Más tarde las habría llevado para la casa parroquial para lavarlas. Pero esta mañana se quedó de tunicela y estola, alba y cincho y Carretas del Espectro
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amito. Intuía que las necesitaría, así como ya había necesitado ciertas veces de una armadura militar durante las operaciones de atropello que habían hecho miles de veces los malones indígenas. De repente, aquella figura alta y delgada, aun sumida en las sombras, estaba ahora de pie en la puerta de la sacristía. El padre Vicente esperó, resistiéndose como pudo al impulso de querer persignarse o de alzar la hostia como si buscase con su descabellado acto protegerse contra siniestros vampiros o el propio demonio. Le pareció que afuera, el chillido del viento se había convertido en un aullido espectral. Entonces vio la figura avanzar discretamente a paso comedido bajo la luz roja de la lámpara de la sacristía. En aquel momento Vicente reconoció que pertenecía al Teniente Coronel Martín, edecán, asistente personal y enlace del virrey Rafael de Sobremonte. -No, -se corrigió de inmediato al darse cuenta de su error-. Ahora era el capitán Martín, aunque los galones del cuello de su uniforme sólo eran visibles en la luz roja. -¿Padre Vicente Montes Carballo? -le preguntó el capitán con voz firme.
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El sacerdote lo miró serio y lo confirmó con un gesto de cabeza. Eran sólo siete y media de la mañana en ese mundo de veinticuatro horas. Sin embargo, el padre Santiago tuvo el vago presentimiento de que, por algún motivo, se sentía cansado. -¿Qué lo trae por aquí a estas horas, Capitán? ¿En qué puedo ser útil? -le preguntó con una pronunciación cordial, aunque en el fondo se imaginase que las horas a seguir pronto alternarían su tranquila rutina. -Padre Vicente Montes Carballo -repitió el capitán y esta vez el tono no era interrogatorio-. Estoy aquí para convocarlo para una reunión urgente en la casa del Alcalde de la Villa, el señor Manuel de la Piedra. Tiene usted diez minutos para recoger sus pertenencias y acompañarme. La convocatoria es efectiva y de inmediato -anunció con el mismo tono con el que comandaba a la tropa. El sacerdote suspiró y cerró lentamente los ojos. Casi sin querer apretó las mandíbulas y sintió locas ganas de gritar: -¡Por favor, mi Señor, aparta de mi este cáliz! Cuando abrió los ojos, notó que el cáliz aún estaba sobre el altar y el capitán Martín todavía lo esperaba a resguardo en la penumbra.
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-¿Necesito ir con mis vestimentas sacerdotales? preguntó un sorprendido cura. -No, no es necesario que lo haga, Padre. La situación por la cual se le requiere, es otra, padre Vicente -manifestó el oficial al dejar escapar un gesto de maledicencia. -Está bien. -Murmuró el clérigo demostrando respeto y obediencia, y a seguir comenzó a quitarse lentamente las prendas consagradas. -Si usted no se incomoda, lo aguardaré aquí mismo, en la sacristía, Padre, pues el viento allí afuera está insoportable. -Sí, sin problemas, capitán Martín. Ya estoy casi pronto -concordó el padre, que en esos momentos se sentía tomado por un torbellino hecho de pensamientos aciagos en su cabeza. Cuando empalidecido
al
fin
salieron
y macilento sol
de
la
sacristía,
el
que se encontraba
encubierto por nubarrones, se encargaba de a poco de disipar las negruras de la madrugada, y el abusivo e intolerante viento daba señal de querer sosegar, lo que de alguna manera hacía prever que la lluvia los alcanzaría en ese día.
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A medida que el siglo XVIII fue avanzando en el territorio argentino así como en las demás regiones hispanoamericanas que fueron conquistadas por los ibéricos, la carreta pasó a ser el principal vehículo de transporte que acabó siendo utilizado por miles de criollos, hábito que luego fue pasando de generación en generación, y terminando por constituirse en el importante símbolo de una época en la cual fue forjada la economía de una nación que supo transitar con éxito el camino de la conquista desde la época de la colonia española hasta la independencia y mismo tiempos después. Consta
que
también
fue
de
preponderante
importancia en la ruta de la plata (minería), donde se aprecia la evolución del transporte terrestre partiendo del uso de la energía humana, pasando por la utilización de animales, hasta llegar al empleo de maquinaria. Fue por tanto, a partir de la conquista española, cuando entonces llegan al territorio americano las bestias de carga, que
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entonces se sustituye el trabajo bruto de los indios en los más diversos territorios sudamericanos. Ocurre que durante el período novohispano, el transporte de mercancías se hacía por medio de una recua de mulas, y sólo a partir de cierto momento fue pasando gradualmente del uso de la energía humana al uso de la energía animal. Más tarde, la actividad comercial igualmente hizo uso de la carreta, un vehículo grande de dos o cuatro ruedas que tenían la capacidad de poder transportar hasta 1,800 kilos, y era tirada por 6 u 8 mulas o bueyes enganchados de dos en dos. El cargamento más valioso de las carretas que transitaban hacia los puertos era, desde luego, la plata que ya refinada y acuñada se enviaba a España. Efectivamente también transportaban cobre, cueros, sal, vicuña y azogue entre otros menesteres, con destino hacia los centros mineros lejanos o intermedios. En cambio, a su retorno, estas mismas carretas llevaban para la creciente población interiorana, una gran variedad de abastos a modo de equipo minero como mercurio, plomo además de otras herramientas destinadas principalmente a las labores tanto de la ciudad como del campo. Del mismo modo que para la vida doméstica eran llevados alimentos de todo tipo; ropa y calzado; productos elaborados o en bruto y de otras Carretas del Espectro
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regiones tropicales; yerbas olorosas y especias; artículos ultramarinos; enseres domésticos; artículos para el aseo y limpieza, así como para la salud y demás requerimientos que se exigiesen por entonces y que no fuesen posibles de ser elaborados en aquella región. Consecuentemente, para llevar dichas cargas de una ciudad a otra, se empleaban estos carretones rústicos que eran construidos de maderas ensambladas y atadas con tientos de cuero crudo, y los que en un principio tampoco empleaban clavos ni tornillos para ajustarse las partes. Sus ruedas con frecuencia tenían más de dos metros de diámetro, lo que les posibilitaba poder sortear todos los obstáculos del camino, en cuanto que la caja del carromato estaba techada con paja o cuero, según los casos. La gran mayoría contaba con ejes hechos con madera de naranjo y ruedas de lapacho, sin llantas, contando sólo con algunas grampas de hierro, mientras sus paredes eran la mayoría de las veces quinchadas con parantes de caña tacuara y su techo de juncos, cubiertos algunas veces con cuero de potro en su exterior, siempre atados con tientos. Como fue dicho, estas carretas o carromatos eran arrastrados normalmente por cuatro o seis yuntas de bueyes a los que dirigía el carretero, sentado en el yugo. Y salvo
casos
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excepcionales,
las
carretas,
bien
sea
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aprovisionadas de agua, alimentos o los bártulos y cacharros que fueran, marchaban en caravanas o tropas para que sus carreteros pudiesen defenderse mejor en caso de ataque de gentes beligerantes. Por ejemplo, en la propia Argentina, la tradición permitió que a posterior se la conociera por la “carreta de San Martín”, y una muestra similar es conservada hasta entonces en la finca del general Don Pedro Pascual Segura, quien fuera dos veces gobernador de Mendoza, y dueño del solar donde estuvo el campamento del ejercito de los Andes, denominado el Plumerillo, situado a una legua de la ciudad, y en donde San Martín hizo construir cuarteles de tapias para alojamiento de los jefes, oficiales y tropas. Consta que en ese célebre campamento se acantonó años después el ejército argentino desde 1814 a 1817, no faltando espaldones para tirar al blanco, una fábrica de pólvora, el famoso batán, donde se preparaba el género para confeccionar uniformes, la maestranza y otras dependencias; en fin, no carecía de nada el ejercito que iba a realizar la proeza militar más grande del nuevo mundo. Pero esta ya es otra historia que si bien comienza algunos años más tarde de la que ahora se pretende abordar, no se
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puede desechar que tuvo su inicio luego después de lo que aquí comenzó a ocurrir con el Virrey. Por lo tanto, estas eran las pesadas carretas de antaño que, a pesar de su lentitud, durante muchos años y todo uso, recorrieron las pampas en medio de los peligros ocasionados por los salvajes y salteadores, desafiando como podían las inclemencias de la naturaleza en viajes llenos de peripecias, y hasta sufriendo vuelcos en los arroyos y pantanos. Consta en registros históricos, que para su mayor seguridad, al igual que lo hicieron durante siglos los beduinos con sus camellos, las tropas de carretas formaban en los viajes una partida en caravana con el fin de salvar grandes distancias, mientras sus hombres se armaban como les fuese posible para resistir a los indios. También las utilizaron varios de los Generales que extendieron sus guerras por los cuatro puntos cardinales del continente, destinándolas al transporte de toda clase de víveres, cajones de fusiles, sables, carabinas y otros artículos indispensables para el parque y la maestranza, y convirtiendo el viaje, por ejemplo entre Buenos Aires y Mendoza, una travesía de 200 leguas, a ser realizado en no menos de tres meses entre ida y vuelta.
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Cabe destacar que en algunas áreas rurales de la Argentina, una legua equivale a 40 cuadras, es decir, 5.196 m (algunos la establecen en 5.190 metros). Dicho fondo de la legua significó inicialmente (siglo XVI) la distancia máxima desde el frente (la entrada) hasta el fondo (linde opuesto a la entrada) de una propiedad del tipo quinta, aunque luego la frase “fondo de la legua” pasó frecuentemente a significar el límite máximo que en una hora (e incluso una jornada) podía recorrer un jinete. Pero esta medida variaba según el uso que se le daba. Por ejemplo: la legua francesa medía 4,44 km (4.440 m), la legua de posta medía 4,00 km (4.000 m). No en tanto, la legua castellana se fijó originalmente en 5.000 varas castellanas, es decir, 4,19 km (4.190 m) o unas 2,6 millas romanas; y variaba de modo notable según los distintos reinos españoles, e incluso según distintas provincias, quedando establecida en el siglo XVI como 20.000 pies castellanos; es decir, entre 5,572 y 5,914 km (5.572 y 5.914 m). Efectivamente, esta carreta, aparte de su tradición histórica, pasó a ser uno de los vehículos más antiguos de transporte que se utilizaba en la República Argentina, siendo su característica más notable el tener los ejes y ruedas de madera sin llantas, las que al rodar iban Carretas del Espectro
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produciendo un estridente chillido que en el silencio del campo hacía anunciar su llegada desde varias cuadras de distancia. Pero como sabemos que las carretas no andaban solas y querer hablar de los bueyes y mulas no tiene razón alguna, el asunto preponderante es destacar el surgimiento del nuevo oficio de los troperos, un elemento humano que al explorar el servicio pronto acabó por convertirse en un espacio eficaz de cambio social. Pero lo que resulta más notable, es advertir cómo, en un tiempo relativamente pequeño o corto, esos carreteros lograban mejorar su posición económica, así como el acumular capital y reunir bienes. Tal suposición se desprende de la lectura de algunas memorias y testamentos dejados por algunos troperos, y en los cuales se indica por un lado, los bienes que estos entraron al matrimonio y luego, los que ellos poseían en el momento de testar. Lo que en varios casos puso en evidencia que, en relativamente poco tiempo, estos habían logrado sensibles mejoras en sus vidas. Para enriquecer mejor como eso sucedió, al tomar algunos casos paradigmáticos de lo que representó esa mudanza social, incluimos aquí los registros de los señores Melchor Videla y Mateo Delgado, troperos principales que Carretas del Espectro
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circularon por el interior argentino en la segunda mitad del siglo XVIII. -“Al contraer matrimonio –testó Melchor Videla– traje a él seis carretas aperadas cuyo número de bueyes eran los necesarios para viajar… Luego recibí como herencia de mis padres una cantidad de bienes no definida”. Pero también consta que su escuadrilla de carretas subió bruscamente, pues llegó a fletar partidas de hasta 38 carretas, y terminó por convertirse en el mayor tropero de la región. Por su parte, la historia de la movilidad social o el crecimiento económico de Mateo Delgado la podemos conocer a través de sus propias palabras: -“Cuando contraje matrimonio tenía por bienes míos propios seis carretas con algunos bueyes, de seis a siete por cada una. Don Francisco Basualdo mi suegro, después de casado, para hacer viaje para esta ciudad, me avió con 8 carretas y 100 bueyes, con cargo que le pagase en esta ciudad a don Santiago Puebla $100 y a don Ambrosio Vargas otros $100, lo que efectué. Verificados estos pagos, me aproveché de dichas carretas y bueyes con cuya ayuda y mi costo principal he reunido lo que hoy poseo”.
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A partir de su propio esfuerzo y trabajo personal, de a poco don Mateo logró consolidarse dentro de lo que podríamos llamar de “gremio de los carreteros”. Y dentro de las jerarquías que hemos usado en el presente texto, Delgado actuó como tropero principal, y logró ser el segundo empresario del rubro más importante de la región, después de don Melchor Videla. Según los registros de la Aduana, este servía la ruta de Buenos Aires a Mendoza con tropas de hasta 34 carretas. Pero notase que la evolución de su patrimonio fue muy interesante; al casarse, éste aportó al matrimonio bienes por valor de $1.000, en tanto que su mujer “no trajo cosa alguna”. Pero con su trabajo a través del tiempo logró acumular un capital que fue, a su vez, redistribuyendo entre sus hijos. -“Cuando se casó mi hija, doña María del Carmen, le di el dote de $1.000. Además, a mi hijo don Juan Francisco le tengo dado a cuenta de su legítima (herencia), 14 carretas y un carretón con 150 bueyes escogidos, 12 mulas mansas y $300 en plata”. Consta que también compró propiedades raíces, como la estancia que adquirió a Norberto Guevara. La prosperidad de sus negocios le permitió realizar una acumulación de capital que luego se tradujo en una Carretas del Espectro
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notable capacidad de operar como agente financiero, tal como se examinará más adelante. Otros dos grandes empresarios del rubro, como lo son Agustín Videla y Tomás Carrasco, experimentaron un proceso similar: “Cuando contraje matrimonio –señaló Videla– traje a él nueve carretas aviadas”. Pero resulta que con el tiempo logró crear una empresa floreciente. Su flota llegó a poseer 37 carretas que según él: “están bien aviadas, de todos los utensilios necesarios para ellas”. Además, Videla llegó a poseer viñedos, campos con alfalfares y ganado mayor, incluyendo bueyes, mulas y caballos. Poseía también “12 esclavos hombres y mujeres, entre chicos y grandes”. Pero más notable aún puede ser el caso de Carrasco; quien al casarse, ni él ni su mujer poseían bienes: “no trajimos cosa alguna al matrimonio, por lo que todo cuanto hay y hoy tenemos y poseemos, son gananciales”. Ello incluía, según él: -“El sitio en que vivo con lo edificado y plantado; cuatro alfalfares chicos; tropa de 12 carretas con 300 bueyes; las mulas y caballos que sirven a la tropa; un carretón usado y otro viejo; todo el ganado que se encuentra en la estancia de Melingüe a cargo de Colman, y
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lo que se encuentre en la esquina y pulpería que está a cargo de Feliciano Núñez”. Por tanto, el caso de Tomás Carrasco es muy relevante, porque con su trabajo, no sólo acumuló un apreciable capital, sino que se erigió como uno de los troperos principales de la región. Por otra parte, don Antonio Lemos sostuvo que: “traje al matrimonio dos alfalfares y una huerta de higueras; y mi mujer trajo una hijuela y una esclava”. Luego él se dedicó a los fletes y llegó a figurar en la categoría de troperos muy frecuentes, con partidas de hasta 15 carretas. Siguiendo la misma línea, los troperos Pascual Álvarez y Justo Alvarado, también muestran con claridad aquello que fue un nuevo fenómeno de movilidad social. Álvarez comenzó sin capital alguno y, en relativamente poco tiempo, con su trabajo, logró constituir una posición relevante. Tanto es que dentro del gremio del flete, don Pascual Álvarez llegó a figurar entre los troperos frecuentes; se especializó en la ruta de Buenos Aires a Mendoza, pero podía realizar servicios también entre éste y San Nicolás de los Arroyos; llevando en sus partidas entre 14 y 23 carretas. En su testamento, don Pascual afirma que:
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-“…cuando contraje matrimonio no entré en él bienes ningunos ni la dicha mi mujer tampoco. Todos los bienes que hoy poseemos son habidos durante dicho matrimonio”. Al cabo de su vida, sus propiedades incluían: “una tropa de 20 carretas aperadas con 300 y tantos bueyes, 30 mulas mansas, poco más o menos, una parte de estancia que compré en El Carrizal, y en ella 150 cabezas de ganado siendo 60 y tantas de ganado menor, 40 y tantas de ganado mayor y 80 y tantos caballos”. Además, tenía: “140 vacas en invernada, siete cuadras de tierra en alfalfares y otras junto a lo de Figueredo con alfalfares y una casita”; asimismo poseía dos viñas y otras dos carretas que había cedido a una hija. Pero la historia de don Justo Alvarado exhibe muchos aspectos parecidos. En el momento de casarse, cuenta que ingresó al matrimonio “…diez varas de terreno en el sitio de mi morada, en la traza de esta ciudad, y en las acequias de Gómez, $54 en un sitio que se me debía por legítima herencia paterna, pues todo el resto de su valor lo pagué con los gananciales”. Con su trabajo logró armar una sólida posición económica. Dentro de este oficio, Alvarado actuó como tropero frecuente en la ruta
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de Buenos Aires a Mendoza. Llegó a tener tierras cultivadas con alfalfa y una flota de más de 30 carretas. La movilidad ascendente se nota también en el caso de Eusebio Rodríguez, quien relata que al casarse “…no trajo mi mujer bienes algunos y yo traje una carreta con sus correspondientes bueyes”. Luego, tras la muerte de sus suegros, recibieron algunos bienes más, pero la base del crecimiento fue exclusivamente su trabajo personal. Llegó a poseer varias propiedades, incluyendo seis viviendas. Y así fue que en el oficio del transporte, don Eusebio Rodríguez llegó a estar en la categoría de troperos principales y se dedicaba exclusivamente a servir la ruta Mendoza-Buenos Aires; sus caravanas eran de hasta 26 carretas. La trayectoria de Francisco Coria es un otro buen ejemplo de la ascendente prosperidad social de los troperos de antaño. Natural de Santiago de Chile, don Francisco se avecindó en Mendoza, donde contrajo enlace con Isabel Quiroga, nacida en esa ciudad. Llega a citar que en el momento del matrimonio: “no entré bienes algunos y mi mujer trajo el sitio y casa en que vivimos”. Durante su vida de trabajo, Coria se desempeñó como carretero en la categoría de tropero poco frecuente, con viajes de
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Mendoza hacia Buenos Aires y Santa Fe. Como resultado logró mejorar su posición expectante. Al redactar su testamento, declaró que tenía, junto con los bienes originales: “el demás terreno que se encuentra en el sitio, parral de moscatel y todos los demás árboles y plantas que son habidos durante el matrimonio. Incluso, compré a Temporalidades 20 cuadras de tierra a censo redimible en $470”. Pero este fenómeno ascendente lo experimentaron no sólo los troperos principales, sino también los más modestos. Por tanto, Pedro Martínez también muestra la capacidad de avance social de este grupo. Martínez llevó al matrimonio: “$500 y mi mujer no trajo bienes ningunos”. Pero con el trabajo personal, este llegó a operar como tropero entre Mendoza y Buenos Aires, fletando caravanas de hasta 12 carretas. Luego logró mejorar el patrimonio familiar, el cual llegó a contar con “el sitio en que tengo edificada la casa de mi morada y además un viñedo en el Alto Godoy, entre otros bienes”. Creo que los casos aquí mencionados ya alcanzan como ejemplos para mostrar un sistema que operaba con bastante eficacia. Por lo tanto, el oficio de tropero fue un canal de ascenso y prosperidad social de singular Carretas del Espectro
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importancia en la época colonial, sin requerir para ello nada más que mucho coraje e intrepidez. Muchas familias se iniciaron casi sin bienes, o con recursos muy modestos, y al cabo de una vida de trabajo duro al frente de las tropas de carretas, en viajes fatigosos y no menos peligrosos a través de las pampas, lograron una acumulación de capital de distintas dimensiones, pero sin duda, capaz de exhibir una evolución clara del patrimonio, de menos a más. Pero no se puede descartar que el transporte carretero tuviera una doble función desde el punto de vista de la movilidad social, pues para aquellos criollos pasó a ser un mecanismo útil para ascenso y enriquecimiento. Empero, ese dispositivo sólo se lograba conjuntamente con la consolidación del proceso de explotación de otras capas sociales, fundamentalmente la situación de los esclavos de origen africano, que eran una parte importante de la rentabilidad que se generaba a través del transporte carretero. En este sentido, se puede aseverar que el sufrimiento humano de los esclavos, sin duda alguna, fue parte importante de la prosperidad de los hispano-criollos del Cono Sur. Tampoco podemos pensar que, tanto para los troperos, como la misma realización de los viajes, no Carretas del Espectro
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representaban riesgos calculables para los empresarios, pues el viaje de las tropas de carretas a través de las pampas llegó a plantear dificultades de diferentes tipos. Por ejemplo, para llegar de Mendoza a Buenos Aires, las carretas debían recorrer más de 200 leguas, atravesar ocho ríos y superar largos trechos sin agua. Por tanto, debían llevar provisiones, incluyendo agua para beber. Así mismo, a los problemas naturales habría que añadirse los culturales: no con poca frecuencia las caravanas eran asaltadas por malones indígenas; además, estaban las dificultades para disciplinar a los peones, especialmente en el plano del consumo de alcohol.
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Historiadores llegan a manifestar que el fuerte de Río IV tenía por misión principal, garantizar la seguridad de la población de Córdoba, además de la de los troperos y arrieros que recorrían el camino entre Mendoza y Buenos Aires. Consecuentemente, Río IV se fue convirtiendo poco a poco en un lugar de gran animación, tanto por la presencia permanente de los viajeros y sus carretas, hombres que llegaban a este punto a fin de reponer fuerzas, encontrarse en una pulpería, hablar de negocios y practicar aquella entrañable amistad de los viejos amigos. Pero Río IV se convirtió también en un lugar de conflicto cuando en 1740, el gobernador de Córdoba del Tucumán resolvió gravar el aguardiente en tránsito aplicándole un impuesto especial. Por aquel entonces se obligó a los troperos a detenerse, destapar sus botijas para verificar si llevaban vino o aguardiente, y entonces pagar el
correspondiente
tributo
de
$6
por
botija
(posteriormente, a mediados de 1741, este valor fue reducido a la mitad). Carretas del Espectro
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Empero, esa decisión acabó por causar un gran impacto en la industria de bebidas espirituosas, pues anualmente Cuyo remitía más de 8.000 botijas de aguardiente a Buenos Aires. Además, la tasa impositiva era altísima, ya que esta significaba casi el 50% del valor del producto que, tanto en Mendoza como en San Juan, su valor comercial por botija oscilaba entre $11 y $11 con 4 reales. Con tal ordenanza, las tropas de carretas tuvieron que acatar estas disposiciones, lo cual pronto acabó por generar una serie de consecuencias inesperadas. En primer lugar, los empresarios vitivinícolas debieron entregar dinero en efectivo a los troperos, para que estos lo llevaran en el viaje y pagaran dicho impuesto. Bajo estas circunstancias,
tampoco
tardó
en
producirse
una
conflictiva situación con el manejo del dinero, el que muchas veces terminaba por ser robado. Un informe que fue emitido por el Cabildo de Mendoza, aseveró que: “los guardias les quitan el dinero y las botijas de aguardiente”. Pero no conformes con esto, los guardias aun llegaban a despojar a los troperos de otros bienes. Así consta, por ejemplo, un registro que dice: “a don Pedro Sánchez le quitaron los platos de plata,
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cucharas, mate, pie y bombilla, ponchos, frenos y avíos, y lo mismo a don Domingo Morales”. Hubo también casos de cohecho o soborno: “…los guardas de Río IV obligaban a los troperos a realizar pagos ilegales para incentivarlos a no usar de la fuerza para entorpecerles el viaje”. Lo que también consta en un documento elaborado por el Cabildo de Mendoza, donde se da cuenta que con frecuencia: “se ve precisado el dueño a darle algo más de lo que le quitaron para que lo dejen pasar”. Por tanto, además del impuesto, los guardias sobornaban a los troperos para permitirles transitar hacia Buenos Aires. Sin embargo, el hecho de tener que destapar las botijas en medio del camino, terminó por generar un serio problema técnico. Los viticultores cuyanos habían logrado un importante avance en sus métodos de envasado y conservación de sus vinos y aguardientes para llegar hasta los puntos de venta con una calidad razonable. Pero estos procedimientos, que se constituía en el tapado de la botija con yeso y otros materiales, se hacían en las instalaciones de las bodegas, y hacía muy difícil repetir la operación en medio de las pampas. Por lo tanto, ante el registro que efectuaba la aduana de Río IV, las botijas debían continuar viaje de allí a Buenos Aires en malas condiciones. Carretas del Espectro
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Los documentos de la época han explicado el problema en los siguientes términos: “…para reconocer las dichas guardias de Río IV si son botijas de vino o aguardiente, las abren, y como nunca pueden taparse con la seguridad que se hace en Mendoza, porque van ya de camino en la carretería, se vierte muchísimo caldo, con lo que se ladea o zangolotea la botija en las caminatas, demás del mucho que hurta la peonada en el discurso del camino”. Resulta que al romperse el tapado original de las botijas, se generaban tres problemas: se deterioraba el vino en el largo viaje hacia Buenos Aires; se derramaba parte del líquido por causa del movimiento de las carretas; y se generaba una situación tensa con los peones, los cuales se veían tentados con la posibilidad de beber los vinos y aguardientes. Un otro documento insiste con estos temas: “se vierte muchísimo aguardiente, además del que votan los peones de la carretería con canutos, o del modo que pueden por causa de dicha apertura. Por tal motivo, llega a Buenos Aires la botija muy mermada”. Para simular el hurto, bastaba con usar un poco de la viveza criolla, y entonces los peones optaron por Carretas del Espectro
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agregarle agua, lo cual deterioraba aún más la calidad del producto. Otro documento explica el fenómeno en los siguientes términos: “como (las botijas) quedan mal tapadas, con el zangoloteo de la carreta, se vierten, además del mucho caldo que hurtan los peones en la distancia del camino que media de Río IV a Buenos Aires, a más que por que se llene la botija, los peones le echan agua y se echa a perder todo el vino o aguardiente”. Como puede ser notado, los viticultores cuyanos se vieron seriamente afectados por el destape de las botijas y el cobro de los impuestos. Sintieron que la industria de la vid y del vino estaba amenazada y pusieron en marcha un plan para obtener la derogación de la medida. Sobre todo, porque este tributo se sumaba a una abultada carga impositiva que aplicaba la Corona a una producción que no tenía ningún interés en fomentar, pues le hacía competencia directa a una de las pocas industrias que tenían los españoles en su propia tierra. Bajo estas circunstancias, muchos empresarios cuyanos consideraron que debían luchar con todos sus medios contra este impuesto. Para avanzar en esta dirección, los Cabildos de Mendoza y San Juan enviaron Carretas del Espectro
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al viticultor don Miguel de Arizmendi como su Procurador a la ciudad de Lima, para que lograra del virrey del Perú la supresión de este impuesto. Tal como se ha estudiado en otra parte, el viaje de Arizmendi a Perú se vio coronado con éxito. Pero la derogación del impuesto de Río IV demandó varios años. Mientras tanto, el problema seguía pendiente y los empresarios cuyanos buscando la forma de eludirlo. Por ello, luego trataron de atravesar las pampas al sur del fuerte de Río IV, para evitar de alguna forma los controles. Pero entraron así a territorio indígena, y las consecuencias fueron todavía más traumáticas. En efecto, los carreteros, huyendo de esta cobranza abrieron nuevo camino por el despoblado haciendo que los guardias de Río IV los persiguieran… “A algunas tropas de mulas, cargadas de aguardiente, para huir de la cobranza del impuesto, las han perseguido y a los arrieros, comisándolos, los guardias de Río IV, y los han llevado a la ciudad de Córdoba, donde han experimentado
el
perjuicio
de
perder
su
hacienda”. Por tanto, tenemos que los guardias encargados del cobro del impuesto no sólo controlaban el camino de Río Carretas del Espectro
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IV, sino un amplio radio de acción alrededor de este punto. Ellos patrullaban la zona para atrapar a los troperos que trataban de eludir el control, el destape de las botijas y el pago del impuesto. Y los problemas que se generaban a partir del subterfugio eran muy costosos: el tropero era arrestado, conducido por la fuerza a Córdoba, castigado y afectado en sus bienes y compromisos comerciales. Frente a esta amenaza, los troperos buscaron alternativas fuera del control real y efectivo de los hispano-criollos. Mientras más al sur de Río IV se realizara la travesía, menos riesgo tenían de caer en manos de los guardias, pero paralelamente aumentaba otro peligro: el malón indígena. Consta que la muerte del tropero Hermenegildo Quiroga fue el resultado de este intento de los carreteros por eludir la guardia de Río IV y sus impuestos. Don Hermenegildo debía viajar de Cuyo a Buenos Aires con 50 cargas, 200 mulas y 10 personas. Pero en lugar de seguir por la ruta tradicional, se internó por las pampas abiertas, al sur del fuerte del Río IV. Grande fue su sorpresa al encontrarse, inesperadamente, rodeado por un malón indígena, ante el cual se hallaba indefenso. Los hechos fueron narrados por don Vicente Delgado, vecino natural de la ciudad de San Juan, el cual señaló que don Carretas del Espectro
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Hermenegildo fue por el despoblado, dio en manos del enemigo y perdió la vida con sus peones; más de siete mataron los indios bárbaros y se llevaron todas las mulas, los arreos y cargas; solo tres quedaron vivos. La muerte de don Hermenegildo Quiroga y siete de sus peones no fue un hecho excepcional. Era parte del riesgo que corrían los troperos y arrieros en la realización de su oficio. Así que también hubo muchos otros casos de heridos y muertos en estos desolados caminos. Entre ellos podemos mencionar los que se suscitaron en torno a las pulperías del Desaguadero, en 1805. Sin embargo, las pulperías aisladas de la campaña, también
podían
convertirse
en
espacio
de
alta
conflictividad para las tropas de carretas. Sobre todo si los peones se entregaban al consumo de alcohol, se embriagaban y perdían luego todo sentido de la responsabilidad con las tareas y obligaciones asumidas antes de iniciar el viaje. En este aspecto, los sucesos de las pulperías tanto del río Desaguadero como otras, muestran un ejemplo interesante ocurrido por aquella época. Las pulperías de Desaguadero surgieron a fines del siglo XVIII, a unas 40 leguas al este de la ciudad de Mendoza, en la ruta entre ésta y Buenos Aires. Por lo tanto, el permanente flujo de Carretas del Espectro
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carretas terminó por asegurarles una clientela importante, y el negocio luego prosperó. Una tras otra, fueron abriéndose varias pulperías en este sector. El lugar elegido era muy adecuado para estos fines: era una parada casi obligatoria, pues allí se debía preparar el vado del río, ya que cuando este disfrutaba de mucho caudal de agua, podía ser preciso descargar las carretas para facilitar el cruce; luego era necesario volver a cargarlas, con lo cual, el trabajo era pesado e intenso. O bien, se podía aguardar unos días, hasta que el agua descendiera, y cruzar más fácilmente el río. En resumidas cuentas, sea para aguardar el momento oportuno, o para reparar fuerzas, la zona de Desaguadero pasó a ser muy adecuada para levantar allí un polo se servicios, abastecimiento y proveeduría para los troperos y carreteros. Los peones llegaban a este lugar después de cuatro o cinco días de un viaje cansador desde la capital cuyana. Por tanto, estos ingresaban con gran ansiedad a las pulperías para reparar fuerzas, alimentarse y gozar de un encuentro con amigos que llegaban de otras regiones. Entonces el vino circulaba con generosidad y algunos se emborrachaban. Al encontrarse achispados y en malas condiciones, a veces los patrones y capataces tenían Carretas del Espectro
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problemas para lograr que estos retomaran sus tareas, sobre todo en la delicada misión de cruzar el Desaguadero en balsas. No faltaron peones que se resistieron a sus capataces, e hicieron estallar conflictos. En algunos ocurrieron malos tratos, golpes, heridos y consta que hasta muertos hubo en los incidentes del 14 de abril de 1805, cuando un mes más tarde el caso ingresó a la Justicia. Consta que un grupo de siete troperos, entre patrones y capataces, se presentó ante las autoridades para denunciar los hechos y solicitar la clausura inmediata de todas las pulperías de Desaguadero. Estas fueron calificadas en términos de: “…escoria, tropiezo y mal de todas las tropas del Reino, pues, acostumbrados ya los peones a parar en ellas y haciendo uso de las bebidas que se les franquean, no sólo faltan a todo el trabajo, se quedan y abandonan las tropas y boyadas, sino que también defectúan de las balseadas donde
hacen
peligrar
la
carga,
siendo
imponderables los estrechos en que nos vemos los amos y capataces sin poder hacer caminar las tropas, sacar de aquellas pulperías a los peones, ni contener sus peleas y averías que han repetido con eso, sin que en tan riesgosas circunstancias Carretas del Espectro
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puedan
los
amos
valerse,
en
aquellos
desamparos, de arbitrio alguno ni libertar sus tropas y cargamentos que transitan expuestos por la embriaguez de las peonadas”. El documento de los troperos expresaba la acción de las pulperías en el sentido de romper las pautas de disciplina laboral entre los peones. Además del problema laboral, se produjo también una situación de rebelión general de los peones contra sus capataces y patrones, hasta llegar al derramamiento de sangre. El documento señala al respecto que: “…era notorio que asesinaron hace poco a don Joaquín Moyano sus propios peones; que caminaron enojados con el peón que los obligó a salir de las expresadas pulperías en las que mataron el 14 de abril a un mozo, los peones de don
Manuel
Peralta,
habiendo
estropeado
malamente al hijo de don Miguel Salomón que iba con su tropa de carretas sin que sea posible remediar los males que en general a todos causan aquellas pulperías y las embriagueces en ella de todas las peonadas en las tropas”. Los peones, alegres y borrachos en las pulperías, no estaban en condiciones de acatar las órdenes de sus Carretas del Espectro
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mandantes. Se rebelaron, mataron a un peón y a un empresario, a la vez que golpearon al hijo de otro “notable” del ramo de tropas de carretas. Lejos de la fuerza pública y de la autoridad oficial, en medio del desierto y desinhibidos por el alcohol, los peones se revelaron en forma clara y franca contra sus patrones. Claro que estos tipos de conflictos eran recurrentes dentro del gremio. Los troperos afectados por estos hechos eran empresarios conocidos en el medio. Don Miguel Salomón figuraba en los registros de Aduana desde 1797, prestando servicios en la ruta entre Mendoza y Buenos Aires. Por su parte, don Manuel Peralta era uno de los mayores troperos de la región. Llevaba cerca de un cuarto de siglo en este oficio. Su principal trabajo se encontraba entre Mendoza y Buenos Aires, aunque servía también las rutas entre la capital cuyana y otras ciudades, como Córdoba y Santa Fe. En los nueve años que fueron registrados por la aduana entre 1782 y 1799, don Manuel realizó 42 viajes con 633 carretas. Era uno de los cuatro troperos más importantes de Mendoza. A pesar de todo, se encontró ante esta difícil y conflictiva situación. Al observa lo relatado como un todo, tenemos que las pulperías aisladas de la campaña, la prepotencia de los Carretas del Espectro
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guardias y fortineros, la irrupción del malón indígena y los conflictos con los peones, eran sólo una parte de las dificultades que debían afrontar los troperos para llevar adelante su oficio, mantener diligente el servicio del transporte y garantizar el sistema regular de cargas entre cualquier ciudad del interior y Buenos Aires. Pero pesar de todos los obstáculos, el servicio de los troperos se abrió camino y logró asegurar el abastecimiento y el acceso a los mercados.
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Antes de proseguir con esta historia, y a manera de explicar un poco más como era el escenario general en el cual se desarrolló todo el contexto en inicio de los 1800´s, resalto que en el año 1514, la entonces reina Juana I de Castilla le concedió a Lorenzo Galíndez de Carvajal, para sí y sus herederos, un muy distinguido título que le permitía explorar el Correo Mayor de Indias y con ello el monopolio del correo en la América hispánica, contando con el menudo goce de todos los beneficios que este servicio
postal
pudiese
producirle.
Este
privilegio
posteriormente fue confirmado por el rey Carlos V, lo que permitió que la familia Carvajal monopolizase los servicios por más de dos siglos hasta 1768. Finalmente, en 1748 el correo llegó en definitiva a Buenos Aires sin ser la prerrogativa privilegiada de un solo hombre. Por entonces, el rey de España Carlos III durante la segunda mitad del siglo XVIII, llegó a consolidar un sistema de postas por medio de la utilización de caminos que permitiesen la gestión de realizar cambios de caballos Carretas del Espectro
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además de proporcionar el descanso de los usuarios de los medios de transporte de la época. Por consiguiente, los caminos por los cuales viajaban los correos se convino llamar: carreras de postas. Por aquella época, antes de la creación del Virreinato del Río de la Plata, -hecho que ocurrió en el año 1776-,
la
región
administrativa
que
actualmente
corresponde a la República Argentina, dependía de Lima, actual capital de Perú, situada a miles de kilómetros de distancia y con la consecuente peripecia que significaba tener que comunicarse a través de zonas inhóspitas, salvajes y yermas. Por lo tanto, fueron creados los caminos que permitiesen unir los centros poblados más importantes, tales como Buenos Aires, Santiago en Chile, Potosí, en la actual Bolivia y Lima, además de otros vecindarios importantes que empezaron a surgir con la colonización. En Argentina, este recorrido pasó a ser conocido como el Camino Real del Oeste y comenzaba en la actual Provincia de Buenos Aires, y en él fueron instaladas las postas con sus no siempre bien vistas pulperías. Consecuentemente, partiendo de Buenos Aires y hablando exclusivamente de esta provincia, las postas estaban ubicadas en Puente de Márquez (7), Cañada de Escobar Carretas del Espectro
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(6), Villa de Luján (8), Cañada de Rocha (2), Cañada de la Cruz (5), Areco (6), Chacras de Ayala (5), Río Arrecifes (7), Pueblo de Arrecifes (8), Fontezuelas (5), Arroyo de Ramallo (6) y Arroyo del Medio (5). Así seguían estas a lo largo de todo el recorrido del Camino Real hasta su destino, Lima, sin necesidad de agregar que por este camino comenzaron a circular los troperos con sus enormes caravanas de carretas y mulas. Esta iniciativa generó la oportunidad de que germinara, casi siempre por motivos económicos de ocasión coyuntural, la fundación de las famosas pulperías, unas bodegas exploradas por los visionarios hispanoscriollos para aprovechar el permanente flujo de carretas que aseguraba una clientela importante, y generaba a su vez otros prósperos negocios. Pero en aquella época el límite entre la civilización y el desierto era bastante confuso. En lo que por entonces se convino llamar de desierto, vivían numerosas tribus indígenas como los Pampas (Tandil y Sierra de la Ventana), los Ranqueles (en la región central de la pampa seca), los Pehuenches (en la zona del río Neuquén y al sur de la cordillera) y los Voroganos (en el sur de Buenos Aires). Por tanto, vivir en la frontera de la civilización hasta ese momento existente, Carretas del Espectro
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no era nada fácil, pues a veces hasta el hambre llegaba a ser un enemigo más peligroso que los propios indios. Con frecuencia, las provisiones se acababan antes de tiempo y los vecinos tenían que ingeniárselas: cazar mulitas, avestruces y cuises, comer caballos o los pocos yuyos duros que se encontraran en la pampa y hasta hervir las cinchas de cuero de los arreos para meter en el puchero. Además, las enormes distancias entre un lugar y otro entorpecían las comunicaciones y, si se necesitaban refuerzos o armas... no había más remedio que esperar. Pero antes de comenzar los años del 1800, no podemos dejar de considerar que los indios atacaban no solo a las caravanas de carretas, y sí a las estancias o poblaciones que se fueron fundando a lo largo y a lo ancho del inmenso territorio. Y a estos acontecimientos se les pasó a llamar de “Malón”, pues los fieros indígenas se llevaban las haciendas además de cautivar a los niños y mujeres como un trofeo. Por tanto, a consecuencia de estos ataques se dio origen a la creación de una línea de frontera y a los llamados por entonces fortines, los que fueron establecidos aquí y allí como forma de protección. Pero la vida dentro de sus demarcaciones era muy dura y llena de castigos y penalidades.
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Explícitamente en Argentina, estos fueron el principal punto estratégico de batalla para la “Conquista del Desierto”, o sea, un territorio no controlado por los españoles y luego explorado por los criollos. Por ende, se convino la construcción de líneas de fortines que avanzaban dentro del “desierto”, aunque ocasionalmente esas mismas líneas retrocedían ante los contrataques de los pueblos aborígenes, o avanzaban si se conquistaba una nueva región. En tales fronteras bastante móviles, los fortines solían estar localizados entre sí a unas pocas “leguas”, frecuentemente a unos 10 kilómetros, -o de acuerdo con la medición tradicional de la legua en Argentina-, a tan sólo “un par de leguas” uno de otros. Por entonces, las dos principales líneas de fortines se encontraban una al sur, entre la región pampeana y el Cuyo, y una otra al norte, en la región chaqueña. Pero hacia finales de los 1880s, la función de los fortines en lo que se denominaba por entonces como “lucha contra el indio”, se volvió obsoleta. Aunque no parece haber existido nunca un modelo único para todos los fortines, cabe decir que estos solían estar construidos del siguiente modo: emplazados sobre el terreno más elevado, con una rústica empalizada de
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troncos dispuestos verticalmente en forma de “palo a pique”.
Tal empalizada era con frecuencia el único muro perimetral, o sea, un muro de planta rectangular que rodeaba a un recinto de unos 100 a 500 mt². En el interior del recinto se ubicaban ranchos que hacían las veces de cuadras y barracas, y los tales ranchos generalmente eran la vivienda de la oficialidad o del comandante fortinero. Además estaban la barraca de las tropas, un arsenal, una rudimentaria prisión o celda, un depósito de alimentos, un establo, y más raramente existían una capilla, una enfermería e incluso una pulpería.
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Dentro del recinto estaba ubicado un corral para la caballada y un mangrullo o torre de vigía de no más de 10 metros de altura, confeccionada casi siempre con leños y recubierta en ocasiones por un techado de “sacate”. Un pequeño cañón era usado con la pretensión de infundir temor a los posibles atacantes, aunque la más de las veces se utilizaban sus salvas a modo de “telégrafo” para dar señales a otros fortines. Aparte del muro perimetral, si el suelo así lo permitía, estaba este en su parte externa circundado de un foso lo más ancho y profundo posible, como para ser permisible detener o dificultar la acometida de fuerzas a caballo. No obstante, para sus habitantes, la vida en un fortín no era fácil: la alimentación era mala, estaban mal vestidos y podían ser castigados por cualquier motivo, además de que los soldados ni siquiera tenían la certeza de recibir la paga a tiempo. Por consiguiente, debido a su valor estratégico, los caballos -sin los cuales no se podía salir detrás de los indios-, eran considerados más importantes que los hombres. Tanto es así, que por las noches, pese a las bajísimas temperaturas, los animales eran los únicos que tenían mantas aseguradas. Carretas del Espectro
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Todos aquellos que servían como soldados, se levantaban al alba y trabajaban todo el día. Atendían la caballada, fabricaban adobe, cavaban fosas y preparaban la tierra destinada a chacras estatales, todo al margen de las patrullas cotidianas. Así lo escribió el comandante Manuel Prado en su obra La Guerra al Malón (Eudeba, l960): “... Las mujeres de la tropa eran consideradas como fuerza efectiva de los cuerpos; se les daba racionamiento y, en cambio, se les imponían también obligaciones: lavaban la ropa de los enfermos, y cuando la división tenía que marchar de un punto a otro, arreaban las caballadas. Había algunas mujeres -como la del sargento Gallo- que rivalizaban con los milicos más diestros en el arte de amansar un potro y de bolear un avestruz. Eran toda la alegría del campamento y el señuelo que contenía en gran parte las deserciones. Sin esas mujeres, la existencia hubiera sido imposible. Acaso las pobres impedían el desbande de los cuerpos”. Con el pasar de los años, muchos de estos fortines fueron los que dieron lugar al surgimiento de las ciudades interioranas de Argentina, como por ejemplo las de Tandil, Carretas del Espectro
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Bahía Blanca, Villa Mercedes, San Rafael, Morteros, Chascomús, San Antonio de Areco, Salto, Rojas, Lobos, Navarro, Monte, Ranchos, Chos Malal, Río Cuarto, Banderaló, General Daniel Cerri, etc. Al margen de todo esto, la pulpería pasó a ser casi hasta los inicios del siglo XX, el establecimiento comercial representativo de las distintas regiones de Hispanoamérica, encontrándose ampliamente difundidas desde centro América a los países del Cono Sur. Su origen data de mediados del siglo XVI, y por entonces proveía todo lo que fuera indispensable para la vida cotidiana: comida, bebidas, velas (bujías o candelas), carbón, remedios y telas, entre otros enseres. También era el centro social de las clases humildes y medias de la población rural, cuando allí se reunían los personajes típicos de cada región a conversar y enterarse de las novedades. Era en estos lugares donde se podía tomar bebidas alcohólicas, se realizaban riñas de gallos, se jugaba a los dados, a los naipes, entre otros diferentes retozos. Los establecimientos no eran más que la viva expresión de la cultura local, como en el caso rioplatense en donde los parroquianos solían contar con una o dos guitarras, para que los gauchos “guitarreasen” y cantasen, Carretas del Espectro
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como igualmente organizaran payadas y bailes entre los mismos. Las primeras referencias que quedaron escritas, pertenecen a cronistas y viajeros del siglo XVII. La más antigua delinca de Garcilazo de la Vega, refiriéndose al pulpero con esta denominación, y diciendo que éste era un “...nombre impuesto a los más pobres vendedores...”. Pero quien primero legisló su actividad fue Felipe IV en 1631, y en la Ley XII las avala por “... Necesarias para el abasto”. “Las pulperías. Lugar mítico, espacio real, escenario común, institución y leyenda. Fue refugio de la paisanada, encuentro obligado para el ocio y el esparcimiento, alto en la huella, punto de referencia social, reducto de los excluidos y provisión de vidas no reclamadas para la “defensa” de la frontera. Pero también fue el modo de vida elegido por el sencillo comerciante español primero, el criollo después y finalmente recurso del gringo”. En un documento del Archivo General de la Nación, se las describe como teniendo una ventana enrejada al exterior, bajo una enramada, con los concurrentes a pie o a caballo detrás de la tranquera. Otras Carretas del Espectro
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descripciones realizadas por los viajeros del sur de la provincia de Buenos Aires, las refieren como una pieza muy larga, con “cielorraso” de paja, poca luz proveniente de estrechas ventanas de vidrio polvoriento, o tan solo como una choza miserable para el despacho de aguardiente. El comandante Manuel Prado en su libro “La Guerra al Malón”, dirá que... “Era un rancho largo, sucio, revocado con estiércol, especie de fonda, prisión, pulpería y fuerte...”. En fin, un enclave para todo en el confín de la frontera con el indio. En general, todos coinciden en describirla como una casa también de barro, cuadrada o larga, baja, rodeada de una zanjita para que corra el agua, cocinada por el sol y como una isla en una mar de pastos duros. No en tanto, un poco mejores, por el mayor acceso a materiales, como la piedra, la madera o el hierro, eran las de los suburbios de Buenos
Aires
o
Montevideo
(hablando
de
las
rioplatenses). Sin embargo, en la región rural todas eran parecidas. Nada más que un espacio mal iluminado con algún farol, de piso de tierra, mesas y bancos de madera y cuero, siempre deteriorados. En el fondo, algún estante rodeado de un amplio mostrador, siempre enrejado, Carretas del Espectro
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característica esencial y peculiar de la pulpería, para defensa del dueño de posibles ataques de gauchos “achispados” por la bebida, o de ánimo matrero. Cuando buscamos referencias a su nombre, vemos que
existen
dos
corrientes
explicativas:
de
los
“americanistas” que hacen derivar el nombre de la voz mejicana “pulque”, o de la mapuche “pulcu”, o de los “hispanistas” que se apoyan en el latinismo “pulpa”. En el primer caso, es poco probable que ese sea su origen, dado que el contacto con el indio como para incorporar vocablos fue muy posterior al 1600, cuando definimos que ya se conocían las pulperías. En cuanto a la denominación española, el “pulpear” era comer bien, por llamar pulpa a la carne. Pero volviendo al vocablo mejicano, “pulquear” era tomar aguardiente de maíz, que se elaboraba por la fermentación de la pasta machacada del maíz, que llamaban “pulpa”. Así que probablemente, de la conjunción de estas dos voces puede que derive el término “pulpería”. De todas formas, hay más crónicas históricas que apoyarían a la génesis hispánica, dado que en el 1600, no tenía el Río de la Plata casi contacto con viajeros provenientes de Méjico. Una otra narración cuenta que en el caluroso mediodía del 13 de febrero de 1788, Ramón Gadea, que Carretas del Espectro
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ejercía el oficio de pregonero de la ciudad de Buenos Aires, acompañado en el momento por el escribano, tropas y banda militar, leía a viva voz un bando que emitiera el Gobernador Intendente don Francisco de Paula Sanz: “…los pulperos debían colocar un mostrador en la
puerta
o
esquinas
de
sus
despachos,
impidiendo así el paso de concurrentes al interior”. La intención era que quienes viniesen, compraran y se fueran, sin reunirse a tocar la guitarra acompañada de abundante vino carlón y aguardiente. Es que varios hechos delictivos, peleas y muertes terminaron por alarmar a las autoridades del momento. Pero el cumplimiento del bando para el pulpero, no era negocio. Y así, encubiertos por las sombras de la noche, el 5 de Marzo, diversos grupos recorrieron las calles destruyendo los mostradores que colocaban los pulperos obedientes al mando. No en tanto, el sumario que se levantó para investigar el hecho, no arrojó resultado positivo alguno. Comenzó entonces una larguísima puja entre el Gobierno defensor de las buenas costumbres y el orden y el interés de los pulperos. El argumento más eficaz de éstos (quienes debieron organizarse en gremio para su mejor defensa), era que llovía muy seguido en Buenos Carretas del Espectro
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Aires y no se podía atender la clientela en la puerta. Este extenso conflicto acompaño al gobierno de la Colonia hasta el cambio de siglo a la Revolución de 1810, y a las juntas y los triunviratos. Finalmente el 15 de Junio de 1812, se dio por encerrado este largo capítulo entre las autoridades españolas primero y nacional después, merced al escrito del Caballero Intendente de Policía, don Miguel de Irigoyen que proponía al triunvirato: “…No saquen a la calle los mostradores, pero sí que entre el camino de la puerta y el mostrador haya una 1/2 vara para que las gentes puedan ser bien atendidas a la vez que se impida la junta de borrachos”. Por entonces se recomendaba también tener gente de confianza que ayudase a mantener el orden. Así fue como terminó de configurarse oficialmente la fisonomía de estos locales, con su espacio mostradores y rejas. Por otro lado, aquel breve lapso de las invasiones inglesas, para los pulperos resultó ser una novedad la aparición de ellos en el Río de la Plata, pues a pesar del asombro y la exasperación que causó la incursión, no dejaron estos de atender sus comercios.
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Consta que una vez iniciada la organización de la defensa de la cuidad a cargo de don Santiago de Liniers, se restringió el horario y la permanencia de gente en la pulpería y cafés, a fin de que estos se ocupasen de la obligación civil de instrucción militar para la defensa y fabricación de pertrechos. Esta restricción continuó a posteriori, dado que el gobierno patriota detectó en estos lugares sociales como los más propicios para la confabulación contra las aspiraciones independentistas. Sin embargo, en la medida que los comercios, por el paso de los años, pasaron de dueños españoles a criollos, este peligro disminuyó. También han quedado registros de coplas, nunca editadas, que ilustran la costumbre que surgió de arengar las corrientes políticas del momento mediante el canto. Las primeras coplas registradas son alusivas a la lealtad a Fernando VII, con marcado tinte político adverso a los franceses: “…para libertarnos de las anarquías y lo Francmasones
de
la
Francia
impía,
La
Provisional y Gubernativa Junta que ha formado Buenos Ayres viva”. Éste es solo el estribillo de una extensa composición que ilustra la puja surgida en la junta de Carretas del Espectro
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Buenos Aires, ante la situación en España. Pero luego aparecieron las composiciones que exaltaban el espíritu de la independencia. El exponente más conocido de esta expresión y realidad literaria de la época, fue Bartolomé Hidalgo. Sus cielitos, cuya aparición se registra en el Río de la Plata entre 1810 y 1816, compuestos por él o recogidos en sus viajes pampeanos, llegan a transmitir el estado emocional de los criollos de la época: “Paisanos, los maturrangos. Quieren venir a pelear. Preparemos los lazos. Para echarles un buen pial, Cielito, cielo que sí, Cielito de mi consuelo. Como sigue la historia”. A pesar de las continuas penalidades dirigidas hacia las reuniones en las pulperías, éstas continuaron dado que estaban integradas en el alma del pueblo, que heredó del espíritu Hispánico el gozo por las reuniones en las posadas. Además, con distintos nombres, estos comercios existían desde Lima hasta los confines fronterizos con el indio. Pero en la medida en que la Gran Aldea fue creciendo y derivando en ciudad, sus distintos gobiernos (Martín Rodríguez y sobre todo Rivadavia) legislaron para
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desarraigar esta costumbre que consideraban anacrónica para una sociedad civilizada. Después, cuando el criollo de la Pampa pasa a ser perseguido y reclutado para incluirlo en las levas de gauchos para la frontera, Martín Fierro dirá en sus versos: “De carta de más me viá, sin saber a dónde dirme, más dijeron que era vago, y entraron a perseguirme”. Es que el gaucho perseguido se acercaba a las pulperías y ahí caía la Partida con el Juez de Paz, que hacía una arriada en montón. Claro que esa misma leva también fue una vieja costumbre hispana trasladada a nuestra tierra. Pero como todo pasa del apogeo a la marginación, cabe mencionar que desde el mismo momento de la fundación de Buenos Aires por parte de Juan de Garay, existían leyes que determinaron la aparición de las luego llamadas pulperías, para utilizarlas como provisión y medio de vida. Luego se legisló, como vimos, sobre su forma, también sobre el funcionamiento y sobre todo, todos los impuestos que debían abordar. Los
nuevos
siglos,
las
nuevas
ideas,
las
concepciones políticas, sociales y culturales, hicieron que,
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junto a las nuevas leyes que regían su existencia, las llevaran lentamente a la marginación y la desaparición. En
las
ciudades,
las
pulperías
se
fueron
transformando en almacenes, pero en los suburbios fue donde más sobrevivieron, y también en el campo, ya con la forma y designación de almacén de ramos generales. Por lo tanto, la pulpería y el pulpero, como toda creación humana conllevan en sí como tal, con toda la carga de imperfección y de necesidad del momento histórico en que le toca ser, fueron un período destacado de la historia nacional y mantienen la aureola vernácula que recubre la inmensidad anónima de hombres hechos e instituciones que nos precedieron en el entramado complejo de nuestra identidad.
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Puede que lo dicho hasta el presente en la narración de la epopeya que esta obra busca abarcar, signifiquen meros detalles fastidiosos por no ser más que sentencias que revelan informaciones periféricas. Empero, aunque no se busca dilatación al intentar entender las diversas fisiologías políticas, económicas y sociales de una época colonial en lo interiorano de Argentina o Sudamérica, es imperativo querer desarrollar tanto el ambiente de los personajes como el escenario que conllevó a la gesta en cuestión, principalmente por causa de invasión inglesa en las aguas del Plata y lo que con ella acaeció. Por
ello,
tiene
una
especial
preeminencia
comprender como se desarrolló el local principal de aquel teatro. Y eso ocurrió a partir del año de 1615, cuando entonces surge el primer núcleo poblacional en el Camino Real desde Buenos Aires a Perú, justamente en el cruce del río Luján.
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Aunque antes de comenzar a incursionar por este histórico poblado, vale destacar que aquellas primeras moradas que se construían en las villas que iban surgiendo aquí y allí, eran muy humildes. Eran casonas de adobes con techos de caña y barro. Y que recién alrededor de 1800 los registros historiográficos hablan de casas con revoques de barro pintados a la cal, y a veces con un zocalillo de distinto color o revestido de piedra laja. En casi todas ellas era característica la ancha puerta a la calle, de hojas macizas de algarrobo, adornadas con clavos de cabeza y un gran aldabón redondo. Por su vez, las ventanas tenían rejas de madera o de hierro forjado. Los solares urbanos, por lo general, tenían 24 metros de frente por 60 de fondo, aunque los había bastantes mayores. En las casas de las familias más pudientes, la puerta de calle se abría a un zaguán interno con arco de medio punto y piso enladrillado o con un camino de lajas, con habitaciones a uno y otro costado. Muchas de esas casas tenían hasta tres patios. El primero se comunicaba con la sala en la que se recibían las visitas; el segundo estaba rodeado por las habitaciones, mientras que el tercero, al fondo, era destinado a la huerta familiar, la cocina y las industrias domésticas.
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Invariablemente, por el fondo de todas las casas normalmente corría la acequia que proveía de agua a la familia. Donde era común ver dos tinas, una para aclarar el agua de consumo y otra para el baño. La vida familiar interiorana en la época de la colonia también tenía costumbres
y rutinas muy
arraigadas. Sólo los hijos varones podían estudiar y ayudar a sus padres en los negocios o la política, o de lo contrario iban a servir a la iglesia. Las mujeres se casaban muy jóvenes y estaban totalmente dedicadas al hogar, aunque también podían servir al clero. Muy pocas aprendían a leer y escribir en sus casas. Luego de un día de actividad, que incluía un almuerzo familiar y una larga siesta, al atardecer las campanas de las iglesias o capillas llamaban a la oración. En ese momento la familia se reunía con sus criados y el padre o la madre guiaban el rezo del rosario. Terminado el rosario, y a la luz de las velas, se cebaba mate y luego la familia hacía una comida sobria. Aunque antes de irse a dormir, en algunas casas se jugaba a las cartas o se leía en voz alta. Por los sábados, los amigos de la familia se reunían en tertulias en las que se conversaba y se escuchaba tocar algún instrumento musical.
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Por su vez, el gran número de iglesias y capillas daban la idea de que el país tenía un alto grado de religiosidad. Era común por las noches hacer sonar las campanas, bajo cuyo sonido acudía una multitud de fieles. Las costumbres de la época mostraban que clases bajas asistían temprano, y las grandes señoras iban a misa de las doce, llevando grandes mantos negros sobre el rostro, además de rosarios y crucifijos, y una esclava las seguía detrás portando el devocionario. También las fiestas religiosas eran populares y muy solemnes. Por ejemplo, la de Nuestra Señora de Luján, patrona de esa Villa, era tan importante que en ella formaba
el
ejército,
y concurrían
las
principales
autoridades de la región para asistir al Tedeum en la iglesia. También se celebraba con gran pompa la fiesta de Carretas del Espectro
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Corpus Christi, cuando la tradicional procesión recorría las calles más centrales de la ciudad, a la que asistían autoridades
eclesiásticas,
congregaciones,
pueblo
y
ejército. Por otro lado y en forma semejante, la fiesta de Santa Clara, la segunda Patrona de Buenos Aires, se celebraba también con gran suntuosidad. Asimismo eran innumerables las fiestas realizadas en honor a distintos santos,
además
de
destacarse
especialmente
las
celebraciones de Semana Santa. Y como todo lo sucedido en esta historia se propició especialmente en este paraje que mencionamos, eso nos lleva a buscar datos desde su origen, cuando encontramos que fue el 3 de febrero de 1536, o sea 44 años después de Colón descubrir el continente, que Mendoza, el hijo de doña Constanza de Luján, acabó por fundar el fuerte a orillas del Plata en honor a la Virgen protectora de los navegantes, y al que llamó “Puerto de Santa María del Buen Aire”. Desde aquellos lejanos tiempos viene la raíz histórica de esta ciudad, ya que entre los 800 hombres que descendieron de aquellas 14 carabelas que atracaron por estos litorales, se encontraba un caballero que dejaría su
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nombre a un pueblo y a una Virgen generadora de un gigantesco movimiento de Fe: el Capitán Pedro de Luján. Empero, algunas hipótesis llegan a sostener que el nombre de Luján deriva de la nación de los indios Lojaes (primitivos habitantes de esas tierras), mientras que basados en antiguos documentos, otros biógrafos alcanzan a afirmar que el río ya llevaba el nombre de Huyan o Sehuyan. Sin embargo, la discusión quedó cerrada por el peso de la tradición, o de la versión histórica que pasó a ser la más aceptada, aquella que afirma que el río lleva el nombre del capitán español que perdiera la vida en sus orillas, luego de la batalla que los conquistadores fueron derrotados en su lucha contra los indios Querandíes, un 15 de junio de 1536, día en que se celebraba la festividad de Corpus Christi. Mismo pareciendo una fábula romanceada, la historia cuenta que los indios poco esperaron para incendiar las naves y el caserío de los intrusos, y que entonces, unos 300 españoles salieron en son de escarmiento y en procura de víveres. Al toparse con los nativos, sufrieron una avasalladora derrota que les ocasionó 38 bajas, entre las cuales se encontraba Diego de Mendoza y el Capitán Luján.
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Durante el fragor de la batalla, el caballo del capitán Pedro de Luján se “espantó” sin que éste pudiera sujetarlo por encontrarse mal herido; y llegando a la orilla derecha de un río que hoy lleva su nombre, el caballero español cayó ya sin vida, siendo su despojo encontrados días después y su caballo pastando en las cercanías. Según aseveran algunos otros estudiosos, el combate debió haberse librado no muy lejos de donde 100 años más tarde se produciría la milagrosa detención de la Carreta de la Virgen, y el Capitán Luján, habría venido a sucumbir en los alrededores de un paraje que años más tarde fue llamado “El Árbol Solo”, y en donde tiempo después nacería la gran ciudad mariana de Luján. Se dice que desanimados por la indómita bravura presentada por los Querandíes, los conquistadores no tardaron en abandonar estas tierras. Entre tanto, en aquella inmensa desolación, el ganado vacuno y caballar que transportaban empezó a multiplicarse a gran escala y en estado salvaje, al tiempo que los indios comenzaban a familiarizarse con estos animales y a adquirir una inigualable destreza en el manejo del caballo, elemento con el que dieron vida a aquellos aterradores malones que tanto atormentaron posteriormente a los españoles.
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Luego de pasados otros 44 años, en 1580, los conquistadores vuelven a la carga, esta vez a las órdenes de don Juan de Garay, quien fundó un nuevo fuerte en el mismo lugar donde lo había hecho don Pedro de Mendoza. En ese mismo momento, el explorador e colonizador comenzó a repartir tierras entre sus acompañantes, y un límite natural para la citada distribución de “suerte de estancia”, lo constituyó el propio río Luján, el cual, a la llegada de Garay, ya era llamado con ese nombre. Queda claro entonces que el río era llamado Luján, y la vasta región que éste atravesaba, era denominada “Valle de la Muerte”, “Valle de la Matanza”, o “Valle de Corpus Christi”, por causa de la batalla del 15 de junio de 1536; y dentro de esta zona estaba lo que se concilió llamar de “El Árbol Solo” (posiblemente hasta fuese un solitario sauce), el cual sirvió de referencia geográfica para el reparto de estas tierras. Pero aquel sitio no era nada más que campo pelado cuando sucedió el “Milagro de la Carreta” en 1630. No era nada más que la imponente soledad de la pampa, un sauce y un vado de tierra firme por donde atravesar el río. Tampoco se puede dejar de tener en cuenta que las primeras “suerte de estancia” en esta región fueron adjudicadas en los primeros años del siglo XVII, cuando Carretas del Espectro
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se da fe que al capitán don Marcos de Sequeyras, le fueron asignadas estas tierras el 24 de octubre de 1637. Poco tiempo después, el hombre construyó el casco de su estancia -un simple rancho de adobe y paja- a orillas del río. Pero la razón por la cual debieron transcurrir algunas décadas desde el primer reparto de tierras, hasta que en el paraje llamado “El Árbol Solo” se establecieran los primeros españoles, parece no ser la gran extensión de tierras asignadas, ni la riqueza natural que ellas ofrecían, ni la abundancia del ganado vacuno y caballar que parecía manar de la tierra, pues estos no resultaron ser elementos suficientes para que los conquistadores vieran sus sueños realizados. Más bien, esto ocurrió porque la soledad encontrada en esas tierras, sumado a la constante acechanza de los malones, fue lo que en la mayoría de los casos hizo con que los improvisados estancieros decidieran finalmente cambiar sus extensas tierras por un poco de tranquilidad, la cual seguramente la encontraban en Buenos Aires, abandonando así sus sueños de ser terratenientes. Por esta razón, sucesivamente las tierras volvían a ser asignadas y nuevamente abandonadas por idéntico motivo, hasta que un día volvían a recibir a nuevos dueños. Carretas del Espectro
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No obstante, en cada nuevo intento, cada estancia iba transformándose en un puesto de avanzada, en un puesto de frontera. Por tanto, nada más que eso fue este paraje en sus orígenes, un puesto de frontera en medio de una inmensidad de la pampa; y antes aún, nada más que un punto perdido en medio del reino del silencio que gobernaba esas interminables soledades. Un lugar sin nombre siquiera, y sin motivo alguno para tenerlo, pues la fustigaban los pastos resecos por el sol de enero, o la ingobernable furia del pampero, además de la siempre acechante ferocidad de la indiada, notándose explayada alguna yunta de ñandúes allá a lo lejos y poco más, muy poco más... Pero cuentan que en los tiempos de la escarcha, era peor aún, pues una rotunda nada se cernía sobre estos campos, nada que delatase la presencia de la vida, donde nada más grande, abierto, callado y misterioso que la profundidad del silencio de estos campos donde hoy se yergue una ciudad en la cual los caminos de la Fe y de la Historia se han dado cita, y que permite elevar el nombre de Luján hasta un sitial de privilegio en la historia social, política y religiosa de la nación Rioplatense. Y fue así que, con todas aquellas marchas y contramarchas, en medio de esa falsa calma que precedía a Carretas del Espectro
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la tormenta tanto de los malones como del pampero, que el español se fue abriendo paso a través de la inmensidad. Aquello era Luján, el imperio de la incertidumbre, de la amenaza y de una monotonía impregnada de constante zozobra. Corría el año 1630, y si bien era Lima la capital del Virreinato, y el centro cultural y económico de América del Sur tenía lugar en Potosí, era hacia esos lugares que había que dirigirse por cualquier asunto de cierta importancia. En consecuencia, los más diversos viajeros que partían desde Buenos Aires para aquellos distantes parajes, se veían obligados a tener que atravesar por el vado del río que se encontraba en las cercanías de un punto geográfico llamado “El Árbol Solo”, en cuya zona, años más tarde nacería la ciudad de Luján. Pero vale resaltar que al inicio, éste no era el único camino para dirigirse hacia las Provincias del Norte, ya que había un otro que seguía poco más o menos el recorrido de la actual Ruta Nacional Nº 8, y el cual terminó por ser declarado en desuso en 1663, al mismo tiempo que se ordenaba la utilización obligatoria del que pasaba por el pueblo de Luján, el cual recibió además, como ya mencionamos, el nombre de “Camino Real para los Reinos de Chile y Perú”. Carretas del Espectro
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En todo caso, las raíces más profundas de esta historia, nos llevan hasta un nombre, el de don Antonio Farías de Sáa, un portugués residente en Sumampa (jurisdicción de Córdoba del Tucumán, hoy Santiago del Estero), quien por aquel entonces quiso construir una capilla en su propiedad, para dedicársela a la Imagen de la Pura y Limpia Concepción de la Santísima Virgen María. Dicen que en aquel momento le encargó a un amigo suyo que vivía en Pernambuco (al nordeste de Brasil), una imagen de María, sabiendo que aquel lugar, al igual que Bahía, ya era famoso por la fabricación de imágenes religiosas construidas en terracota. Equivalentemente, el centro y sureste de Brasil, (Minas Gerais y São Pablo), también fueron prestigiosos centros de fabricación de este tipo
de
imágenes,
y
documentos
recientemente
descubiertos, parecen indicar que en el Valle de Paraíba (jurisdicción de San Pablo) fue donde se modeló la referida a efigie. Pero por otro lado, lo que no está en discusión es el origen brasileño de la estatua, pues en general, las imágenes importadas procedían de Europa o del Alto Perú y eran de madera policromada. Nunca se supo la razón, pero lo cierto fue que el paisano de Brasil, en lugar de una, le envió a Sáa dos imágenes. Una conforme lo había Carretas del Espectro
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solicitado Farías, que era la de la Pura y Limpia Concepción de la Santísima Virgen María, y la otra era de la Madre de Dios con el niño Jesús en sus brazos, y que fue la que realmente llegó a Sumampa, ya que la otra imagen fue la protagonista del milagro fundador del culto a la Virgen de Luján. El 21 de marzo de 1630, el navío “San Andrés” arribó al puerto de Buenos Aires transportando las dos sagradas imágenes, las que junto con el resto de las mercancías fueron decomisadas en la Aduana, en tanto que Andrea Juan (dueño del navío) y sus acompañantes, fueron detenidos, posiblemente por tratarse de un asunto de contrabando. La oportuna intervención de don Bernabé González Filiano, de gran poderío económico en aquellos tiempos, y un amigo de Andrea Juan y de Farías, hizo posible que todos fueran liberados y que pudieran proseguir con el itinerario preestablecido. Por lo demás, después de solucionar su problema con la Aduana, el portugués Andrea Juan debió esperar un tiempo hasta que una caravana de carretas partiera con el mismo rumbo que él debía emprender y así unirse a ellas, ya que tan largo viaje no podía ser realizado de otra manera. De modo que, a principios del mes de mayo comenzaron la marcha como Carretas del Espectro
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un viaje más, ignorando que a pocas leguas les aguardaba un hecho sobrenatural que inscribiría su nombre en los libros de historia y que daría origen a unos de los cultos más grandes de la fe mariana. La lógica recomendaba tomar por el camino de “El Árbol Solo”, pero razones comerciales o de amistad, hicieron que marcharan por el otro. Fue así que, al anochecer del primer día, la caravana se detuvo frente al río de las Conchas, en un lugar llamado más tarde de paso de Morales (hoy partido de la ciudad de Morón), y una vez que reanudaron el camino y vadearon el río, llegaron al atardecer del segundo día, a orillas del río Luján en la localidad de Villa Rosa, haciendo noche en una propiedad que entonces se conocía como la estancia de Rosendo. La permanente amenaza que constituían los indios, sumada a otros peligros propios de esas desolaciones, hacían necesaria la presencia de jinetes armados que custodiaran la caravana a lo largo de todo el viaje, y fue de esta manera como llegaron a acampar toda la noche, formando una especie de fortín con las carretas para protegerse entre sí, mientras los animales pastaban, bebían agua en el río y se reponían del cansancio de una larga jornada de trajín.
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Los viajeros, reunidos en torno a la fogata, nos permite imaginar que conversarían seguramente de sus cosas, mientras se iba poniendo a punto la carne en el asador, y una vez saciado el apetito, a medida que el fuego se iba apagando, uno a uno los troperos eran vencidos por el sueño, mientras que un centinela de turno vigilaba las inmediaciones. Y cuando las primeras luces del nuevo día comenzaron a asomar en el interminable horizonte para dar vida a una nueva mañana de aquella primera quincena de mayo de 1630, los preparativos para reanudar la marcha estaban
llevándose
a
cabo,
cuando
entonces
lo
sobrenatural se hizo presente. Como si estuviese amarrada a la tierra por una fuerza invisible, la carreta no se movía de su lugar, muy a pesar de que los robustos y pacientes bueyes emplearan todas sus fuerzas. No advertido del misterioso suceso, el carretero ató otras yuntas, a la vez que los troperos de la caravana iban rodeando la carreta, movidos por la curiosidad y con ánimo de ayudar. Luego de mil inútiles tentativas, por consejo de los demás, el carretero bajó toda la carga al suelo (que no era mucha) y los bueyes lograron mover la carreta con toda facilidad. El caso mantenía perplejos a todos los presentes, dado que con esa misma carga se había viajado normalmente los días anteriores. Carretas del Espectro
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Se cargaron nuevamente los bultos, y la carreta volvió a quedar inmóvil. Los rudos y experimentados troperos estaban atónitos. Uno de ellos (quizá por inspiración Divina) sugirió bajar a uno de los cajoncitos, pero los bueyes no pudieron avanzar. Se propuso entonces, subir dicho cajón y bajar el otro, con lo cual, la carreta volvió a moverse con toda normalidad. Aquí fue cuando llegó la admiración a romper el silencio, al soltarse la lengua de todos en piadosos clamores y con los ojos a liquidarse en lágrimas de enternecimiento, levantando todos ellos el grito y repitiendo a una voz: -¡Milagro! ¡Milagro! ¡Esto es obra de Dios! Pasado este primer momento, se apoderó de todos ellos la natural curiosidad de contemplar la prenda de tanto valor que estaba encerrada en aquella arca. Uno de los asistentes, no sin profunda emoción, y sí con legítimo estremecimiento, procedió a la apertura del cajón; y todos fueron testigos de que el tesoro que contenía era bien en efecto, como lo había declarado el portugués conductor del carretón, un bello simulacro del bulto de la Purísima Concepción de la Virgen, como de media vara de alto. ¡Encantadora y hermosa se presentó a los ojos de todos los circunstantes la Sagrada Imagen de María Carretas del Espectro
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Inmaculada! Y cuenta la leyenda que llenos todos de la más dulce emoción y piedad y postrados en tierra la veneran; e imprimen en ella sus más fervientes besos, entre los tiernos afectos que pronuncian sus lenguas en alabanzas a Dios y a su dulcísima madre, y abundantes lágrimas de gozo y de consuelo que corren de sus ojos. Así estuvieron algún tiempo suspensos, llenos de alegría ante la Sagrada Imagen; pero, luego que sus tiernas demostraciones de amor dieron lugar a los discursos, cuando entonces resolvieron llevarla todos juntos y con el mayor respecto y devoción a la propia morada de don Rosendo. Formaron, con este fin, todos los asistentes, una procesión sencilla y acompañaron así formados a la Santa Imagen, con más fervor y enternecimiento que aparato y solemnidad. Llegados a la humilde morada de don Rosendo, la depositaron luego en el aposento más decente de ella, y habiéndola colocado en el rústico trono que, en medio
de
sus
cortos
alcances,
le
improvisaron,
nuevamente se postraron unánimes a rendirle homenaje. Después de haber, de esta suerte, satisfecho las ansias de su devoción para con la Soberana Señora, los felices troperos con harto sentimiento se despidieron de la venerable Imagen, para proseguir su camino hacia su Carretas del Espectro
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destino, llevándose consigo aquella otra Imagen destinada a la Ermita de Sumampa, y esparciendo la voz de los prodigios de que habían sido testigos, por todos los pagos de su tránsito; de modo que al poco tiempo, la fausta nueva fue conocida en todos los ámbitos de la Gobernación del Río de la Plata y de la de Tucumán. También cabe mencionar que la detención de la carreta habría sucedido en la actual localidad de Villa Rosa, (partido de la actual ciudad de Pilar) ubicada sobre la ruta que une la ciudad de Pilar con la de Escobar. No demoró mucho para que el Milagro comenzase a difundirse, al tiempo que los fieles iban llegándose hasta la estancia de don Rosendo. Y tres años del portento fueron necesarios para construir una ermita junto a la casa que en principio había servido de improvisado oratorio; y de tal forma que un modesto rancho de adobe y paja, con una cruz en lo alto era que lo distinguía en aquella dilatada soledad, y lo que fue la nueva morada de la Santa Imagen que estaba colocada en un nicho apoyado sobre un rústico altar. Y así, en aquella pequeña y humilde ermita, transcurrieron unos 40 años más, durante los cuales el primer y principal propagador del culto fue un esclavo de nombre Manuel que había venido como una mercadería a
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más en el cargamento que vino desde Brasil acompañando a la Imagen. Desde el momento del Milagro, el negro Manuel fue consagrado por completo al cuidado de la Santa Imagen, aseando el altar y no dejando que por causa alguna le faltase luz ardiente a su ama, reconociéndose él mismo como el verdadero y exclusivo esclavo de la Virgen. Atendiendo a los enfermos, enseñando el camino de Dios y consolando a los afligidos, eran las obras de misericordia en las que los peregrinos lo veían siempre ocupado. En su venerable ancianidad, vestido de tosco sayal, con una larga barba blanca a manera de ermitaño, y con un profundo aspecto místico, lo encontró la muerte, supuestamente en 1686, a los 82 años de edad, cuando el esclavo de la Virgen había alcanzado una gran influencia sobre los creyentes, llegando a ser amigo y consejero de todos ellos. Y hallándose el negro Manuel en la última etapa de sus enfermedades, dijo un día que su ama le había revelado que había de morir un viernes, y que el sábado siguiente lo llevaría a la gloria. En efecto, su muerte aconteció el día mismo que había dicho. Y por tradición y por sus insuperables méritos, su cuerpo fue sepultado
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detrás del Altar Mayor, descansando a los pies de su siempre bien amada Madre. No resultaría extraño que, a la distancia de tantos años, alguno datos sobre Manuel hayan sufrido algunas deformaciones, y que el pueblo llegara a idealizar un tanto la vida de quien sin duda, fue la figura más querible de esta monumental obra de fe, siendo por ello que su memoria ha de perdurar siempre bendita en el corazón de los creyentes. Pero corría ya el año 1666, y tanto la estancia de Rosendo como la capilla, debido a la indolencia de los dueños, habían caído en un total abandono, debiéndose al negro Manuel que el culto hubiese permanecido vivo en aquellos largos años de desolación. Casi cuarenta años habían pasado desde aquella gloriosa mañana de mayo de 1630 y el culto aún no había sido oficializado. La máxima jerarquía eclesiástica hasta entonces no se había expedido sobre el “Milagro de la Carreta”, y siendo sus dueños clérigos de gran influencia, creyeron mejor librarse de un problema al vender la sagrada Imagen a doña Ana de Matos (viuda de Sequeyra), cuando esta le destinó una habitación de su casa para el culto de María, siempre cerca del río, pero ahora en la cercanía de “El árbol Solo”, en donde años más tarde florecería el caserío Carretas del Espectro
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fundacional de lo que es hoy Luján, la ciudad mariana de nombradía internacional. Empero, la firme voluntad de quedarse para siempre en esas tierras, había sido expresada por la Madre de Dios mediante el histórico prodigio con el que se iniciaba la gloriosa cadena de mil gracias y favores de tan grandiosa trascendencia. Pero las dificultades no faltarían, y esto nos enseña que en la vida, ningún logro auténtico, firme y perdurable, se obtiene sin perseverancia, sin tenaz lucha en los momentos difíciles. Por aquel entonces todo parecía atentar contra el culto: los devotos, muy obedientes de la voz oficial de la Iglesia, observaban con preocupación que a 40 años del Milagro, el culto no había sido oficializado; la estancia y la capilla habían sido abandonadas por sus dueños; el camino había sido anulado por el Gobierno, y el negro Manuel era reclamado por sus dueños desde Buenos Aires. Un sombrío panorama insinuaba la irremediable extinción del culto. Pero no era voluntad de Dios que esto sucediera. En aquella inmensa desolación sólo surcada por el indio y el furioso viento pampero, el estoico “Esclavo de la Virgen”, sin recursos materiales, con su sola inspiración Divina, Carretas del Espectro
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pudo mantener viva la llamada de aquel agonizante culto a María. Pero la oportuna aparición de doña Ana de Matos, cambiaría felizmente tan angustiante situación. Doña Ana se presentó entonces ante el rector de la Catedral de Buenos Aires para adquirir los derechos sobre la Sagrada Imagen, pues Juan de Oramas (el heredero universal de don Diego Rosendo), quien siendo un hombre absolutamente práctico como administrador, no dudó en acceder al deseo de la dama mediante el pago de $200. Una vez cumplida la correspondiente tramitación, la señora acudió presurosa a la desolada ermita, y se trajo consigo a la Santa Imagen, dejando allí al negro Manuel. Pero una vieja tradición afirma que esa misma noche, la sagrada
Imagen
volvió
por
sus
propios
medios
(translocación) a la ermita de Rosendo, junto al negro Manuel. En consecuencia, al día siguiente, en la casa de doña Ana se agotaron todos los recursos buscándola sin éxito, hasta que un presentimiento los llevó hasta la vieja ermita, donde la hallaron junto a su fiel negro. Colmada de asombro, no comprendiendo del todo a aquella extraña situación, Ana de Matos dio la orden para que el traslado se efectuara nuevamente hacia su estancia, y volvió a colocar la efigie en el mismo lugar del día anterior; y para mayor tranquilidad, dispuso de una Carretas del Espectro
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guardia especial en torno a la habitación, para que no se repitiera el extraño suceso de la jornada anterior. No obstante tales medidas de seguridad, sin que nadie pudiera explicarse cómo, la Sagrada Imagen volvió a desaparecer, siendo hallada junto a su devoto esclavo, quien había quedado desolado en la abandonada estancia de Rosendo, sumido en la decepción y la angustia más profunda. Entonces, sintiéndose seriamente afligida por la doble desaparición, doña Ana comenzó a presentir que en todo aquello había algo de sobrenatural, algo de origen divino; razón por la cual no se atrevió a efectuar un tercer traslado sin antes exponer debidamente el misterioso problema ante el obispo Fray Cristóbal de Mancha y Velazco, y ante el Gobernador don José Martínez de Salazar. Luego de un exhaustivo y concienzudo examen de la singular situación, ambas autoridades coincidieron en la necesidad de tomar una imperiosa decisión: efectuar ellos mismos el traslado. Y eso fue exactamente lo que sucedió, conformándose a tal efecto una gran comitiva integrada por lo más representativo de la sociedad de Buenos Aires y una considerable cantidad de público que se unió a ella. Una vez en la estancia de Rosendo, el Obispo procedió a informarse minuciosamente de todo lo Carretas del Espectro
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sucedido, inspeccionando el lugar, examinando uno a uno a todos los testigos de las misteriosas desapariciones, y luego de esto reconoció sí, la invisible intervención de la mano de Dios, antes de autorizar la histórica traslación. Fue así entonces que, la Sagrada Imagen fue levantada en andas y, en solemne procesión comenzó de a pie aquel traslado encabezado por un obispo y un gobernador, muy ancianos ya, mientras también iba entre todo aquel público un esclavo, el preferido de la Virgen, el negro Manuel. Según algunos biógrafos, dicho traslado debió efectuarse en los finales del año 1671, y que quizás en una fecha muy cercana al 8 de diciembre, como preparativo de una fiesta de la Pura y Limpia Concepción. El trayecto fue cubierto en dos jornadas sucesivas de peregrinar rezando a través del campo, hasta que por fin arribaron al rancho de Ana de Matos, en donde por espacio de tres días se celebraron solemnes misas, se rezó el Santo Rosario, se cantaron las letanías y los himnos a María Inmaculada. Finalmente, el Prelado dejó autorizado oficialmente el culto a la Pura y Limpia Concepción del Río Luján, quedando así, luego de 40 años del Milagro, canonizada la devoción de un pueblo y proclamado por siempre, el nombre de Nuestra Señora de Luján.
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Ahora sí, la Imagen de María se quedaría para siempre en estos lugares. Vendrían luego el oratorio junto a la casa de doña Ana, y más tarde distintas capillas antecesoras de su octavo lugar de culto, la actual Basílica Nacional de Luján. Pero resulta que una vez que fue oficializado su culto, la afluencia de peregrinos fue creciendo a pesar de que el pequeño oratorio no tenía clérigo estable, razón por la cual, los oficios religiosos no eran más que acontecimientos aislados. Pero la siempre creciente ola de devotos hizo pensar a doña Ana de Matos en la construcción de un lugar más propicio para albergar la Imagen de María. Y a título de donación perpetua, cedió entonces un predio para edificar una Capilla, más una cuadra a la redonda para que allí se establecieran los primeros pobladores, y más una porción de estancia al otro lado del río, que ayudaría a solventar los gastos demandados por el culto. Por tanto, con fecha 2 de octubre de 1682 quedó formalizada la donación, aunque en 1677 por cargo del Fraile Juan de la Concepción (conocido por la historia como Fray Gabriel), se habían comenzado a cavar los cimientos y se estaba construyendo el horno de ladrillos necesario para la obra. Carretas del Espectro
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Igualmente,
agrupándose
junto
a
la
capilla,
dispuestos a hacer frente común a la indiada, los primeros vecinos lujanenses fueron dando forma al caserío fundacional, aunque en un principio más que pobladores estables, eran sólo devotos que pasaban algunas noches en improvisadas chozas, dejaban sus súplicas y ruegos, y volvían a sus lugares de origen. Así nació este pueblo: humilde y silencioso, sin la llegada de un enviado del Rey para presidir la ceremonia de fundación, como era de costumbre en aquellos lejanos años. Y tal vez a eso se deba el hecho de que, aunque la aldea hubiera nacido
antes,
sólo
en base a
la
documentación puede confirmarse su existencia hacia 1740. Pero las paredes del Sagrado Recinto estaban a medio levantar y algunos materiales se hallaban acopiados para continuar con los trabajos, cuando el Fray Gabriel debió trasladarse a Chile, con lo que la obra quedó virtualmente paralizada. Sin embargo, un nuevo y trascendental suceso vendría a dejar una profunda huella en esta historia, al aparecer en escena un protagonista clave: el primer Capellán de la Virgen. Se llamaba don Pedro de Montalbo, y quien era licenciado además de clérigo presbítero. Carretas del Espectro
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Radicado en Buenos Aires, el hombre de Dios se hallaba al borde de la muerte, cuando impulsado por su gran devoción por la Santísima Virgen, decidió realizar el penoso y largo viaje en un pesado carretón, hasta los mismos pies de la Sagrada Imagen de Luján. La tisis pulmonar que padecía, complicada con una severa afección cardiaca lo redujeron al último extremo, tanto que, una legua antes de llegar hasta el pequeño Oratorio junto a la casa de doña Ana de Matos (hoy calle Dr. Muñiz junto al río) “una crisis respiratoria terminó con su vida”, según el parecer de los que lo conducían. Y en ese estado lo presentaron ante el negro Manuel, quien de inmediato le frotó el pecho con el sebo de la lámpara que ardía sin cesar ante la Bendita Imagen, hasta que el moribundo volvió en sí. Mientras esto sucedía, Manuel le hablaba de la confianza que debía tener en María, ya que ésta “lo quería para su primer Capellán”. Le preparó además una infusión con abrojos y cardillos, y más un poco de lodo que él solía recoger del vestidito de la Sagrada imagen al regresar Ella de aquellas misteriosas fugas nocturnas de las que habláramos anteriormente. Al tiempo de comenzar a ingerir este brebaje en nombre de la Santísima Virgen María, ya encontrándose bastante reestablecido, el licenciado prometió entonces Carretas del Espectro
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cuidar a la Santa Imagen hasta sus últimos días de vida, en caso de recuperar definitivamente su desahuciada salud. Y sin más, quedó libre de su ahogo asmático y enteramente sano, a lo que todos los testigos no dejaron de calificarlo como un nuevo Milagro. Una vez que cumplió el buen hombre con su promesa, ya que provisto formalmente del título de Capellán, vivió y trabajó en Luján, hasta el día de su muerte. Como
mencionamos,
al
momento
de
llegar
Montalbo a Luján, las paredes del proyectado Santuario se encontraban a medio levantar, y convencido de que la Virgen se merecía algo más grande que el pequeño oratorio
en
donde
se
encontraba,
se
dedicó
empeñosamente a terminar la obra. Movió todas sus relaciones, inclusive obtuvo un importante respaldo económico del Gobernador de la Provincia, venció mil obstáculos, hasta que finalmente logró la inigualable satisfacción de inaugurar el nuevo Santuario al que se trasladó la imagen en solemne procesión, en 1685, posiblemente, el 8 de diciembre, pudiendo considerarse a este año, como el punto de partida de las tradicionales fiestas de los 8 de diciembre. Por su vez, la fama del Santuario llegó incluso hasta el Viejo Mundo y eran muchos los hombres de mar que al Carretas del Espectro
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lanzarse en sus intrépidos viajes, se encomendaban al patrocinio de tan Milagrosa Madre. Y muy pronto la nombradía de tan excelsa Señora, llegó a Roma, y fue el Papa Clemente XI quien concedió la primera indulgencia plenaria: “a la Capilla Pública de la Santísima Virgen María, llamada de Luján, situada en la campaña de Buenos Aires, en las Indias”. El Fundador del primer grande templo a María de Luján, falleció en 1701 y sus restos fueron sepultados en este Santuario; su fe religiosa y su celo por el culto a la Virgen, pasaron a la posteridad como modelo y ejemplo; su título de Primer Capellán de la Virgen, es con el cual la historia trata de rendir homenaje a la memoria del Licenciado don Pedro de Montalbo. Casi cien años se pasaron sin que hubiese otros eventos significativos, a no ser la evolución económica de la región y los adelantos que ella siempre trae consigo. Pero vale destacar algunas de esas efemérides, como aquella que, buscando poblar la región, en 1771 el gobierno central quiso crear la Reducción Jesuítica de San Francisco Javier con indios pampas traídos de la región de Córdoba e instalarlos en la zona de Luján, la que fue abandonada por los indígenas a los pocos meses, al Carretas del Espectro
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declararse otra epidemia de viruela. En todo caso, la primera escuela se funda no de forma oficial en el año 1722, y en 1730 Luján es erigida en parroquia, cuyos límites eran la cañada de la Cruz, el río de la Plata y el de Las Conchas (hoy Reconquista). Finalmente, en 1740 la Santa Imagen es colocada en un templo provisorio hasta que se concluyera el que comenzara a levantar el obispo Juan de Arregui nueve años antes. Aunque en 1742, doña Magdalena Gómez, viuda de Díaz Altamirano y dueña de la estancia que fuera de doña Ana de Matos, por medio de su testamento dona una manzana con destino a plaza pública y le ordena a sus herederos que vendan los solares necesarios para la formación del pueblo en torno al santuario mariano, cosa que se practica al año siguiente. Otra disposición que trajo mudanzas, ocurrió en 1752, ya que para frenar los constantes ataques de los aborígenes se crea el cuerpo de Blandengues y la Guardia de Luján. Y en 1753 se derrumba en definitivo la iglesia iniciada por el obispo Arregui, destruyéndose la “capilla de Montalbo”. Mientras que el 24 de agosto de 1754, se comienza la edificación de un templo parroquial bajo la dirección de don Juan de Lezica y Torrezuri, quien se
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sentía agradecido por los favores recibidos por parte de Nuestra Señora. Pero Lezica y Torrezuri logra que el Cabildo de Buenos Aires aprobase la construcción de un puente sobre el río Luján, contando con el subterfugio de que cuyos ingresos de los primeros años se destinarán a las obras del templo parroquial. Se pasa otro año, y el 11 de junio 1755 el rey Fernando VI al fin permite la obra del puente y aprueba que su producido se aplique a la edificación del templo. Por consecuencia, el 17 de octubre el gobernador de Buenos Aires, José Andonaegui, accediendo al pedido de los vecinos del santuario de Luján representados por Lezica y Torrezuri, le da el título de Villa a la aldea formada en torno al templo parroquial, de 260 habitantes. Ya contando con el título de Villa, en 1756 se instala el Cabildo, Justicia y Regimiento (único de españoles en la campaña bonaerense), y la jurisdicción se extiende entre los ríos Areco, de la Plata y Las Conchas, aunque el rey Fernando VI sólo ratifique la erección de Luján y la Villa y la creación de su cabildo recién dos años después, en 1759. Todo iba viento en popa y en 1758 se concluye el puente sobre el río Luján, -primero de la campaña bonaerense-, y el Cabildo de Luján proclama al rey Carlos Carretas del Espectro
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III con la acuñación de una medalla conmemorativa, teatro y corrida de toros. Durante la década de 60 se instituye a la Virgen como Patrona y se inaugura, el 8 de diciembre, el templo construido bajo la dirección de Lezica en el mismo lugar en que hoy se levanta la Basílica. Además se instala en Luján la primera estafeta y se crea la primera escuela oficial de la campaña bonaerense. Así es que Luján obtiene su primera escuela, con maestros que antes de luchar contra el analfabetismo deben hacerlo con los padres de los niños, que se niegan a enviarle sus hijos, al punto que uno de ellos golpea fieramente a un maestro, “estropeándole la máquina humana”, según lo grafica un acta del Cabildo. Pues bien, Lujan tiene ahora escuela y el primer médico rentado. Y en poco dos abogados iniciales. Ambos recibidos en Charcas. Y ciudadanos americanos. Uno es José Francisco de Ugarteche, paraguayo, futuro diputado en las asambleas de 1813 y 1825. El otro, Julián de Leiva, vecino de Luján, quien como síndico del Ayuntamiento de Buenos Aires, el 25 de Mayo de 1810 tendrá una pregunta famosa y no menos evidente: “¿Dónde está el pueblo?”. Santuario, posta, villa, paradero de Blandengues, defensa contra el malón salvaje, “poblao” en mitad del Carretas del Espectro
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campo, Luján ve pasar de tanto en tanto las carretas, muchas de ellas salitreras que vienen de las Salinas Grandes, proximidades de Bahía, rumbo a Buenos Aires. Así había terminado el siglo XVIII en la Villa, ya contando con la primera Oficina de Correos y terminando la construcción de la Casa Cabildo y Cárcel, hasta que, en 1806, el virrey Sobremonte se detiene en la Villa de Luján de viaje a Córdoba.
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Al abrir la puerta, una vieja sirvienta de tez mestiza y con el aspecto de ser una buena y servicial matrona, se hizo a un lado para que el padre Vicente y el capitán Martín entrasen, no sin antes bajar la cabeza calladamente en un atento movimiento de genuflexión con el que les exteriorizaba un buen día apenas susurrado. -¡Pasen, por favor! -les ordenó ella a seguir, mientras sujetaba la aldaba de la pesada puerta. -El señor Manuel dijo que los aguarda en el salón principal -aclaró enseguida con voz disminuida como si estuviese contándoles alguna inconfidencia. Luego después de cerrar la puerta, la mujer se adelantó a ellos y los precedió por el corto camino mientras iba arrastrando los pies y emitiendo una leve farfulla al estilo de quien busca con el mínimo esfuerzo no despertar al que aun duerme, o quizás esconde en sus pasos el descontento que los años le proporcionan. -¡Buen día, señor Alcalde! -expresó el cura, al ser el primero a trasponer el dintel de la habitación. Su rostro Carretas del Espectro
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demostraba estar indiferente, aunque en su interior bullesen mil incógnitas. Al entrar, sin querer sus ojos recorrieron toda la estancia y no pudo dejar de observar que un mobiliario austero tomaba cuenta del lugar. Era la primera vez que el padre Vicente visitaba esa parte de la casa. Don Manuel los recibió parado debajo de un crucifijo donde un Jesucristo de rostro severo e implacable expresaba una mirada que parecía dividir a los hombres en buenos y malos, rectos y probos. Al padre Vicente le pareció que para los ojos de ese Cristo no existía un tercer grupo. -Buen día para usted también, señor Padre. Pronunció el alcalde al momento que doblaba la carta que había estado leyendo. -Por favor, arrímese aquí para que podamos conversar entre todos. Usted también, señor Martín. -Antes de más nada, le comunico que tengo una carta del señor obispo Benito Lué y Riega para usted, padre Vicente, pero le adelanto que no necesita tomarse el trabajo de leerla, por lo menos ahora, -le aclaró don Manuel frunciendo los labios-, ya que la urgencia de los asuntos que nos reúne aquí, exigen cierta premura.
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-¿Usted está al tanto de lo que sucede ahora en Buenos Aires, Padre? -preguntó a seguir, con el rostro severo que exponen todos aquellos que pronuncian palabras inexorables. -Digamos que en parte, sí -concordó el cura, a la vez que buscaba recoger un poco el vuelo de la sotana y se sentaba en un confortable sillón de terciopelo rojo. -¿De qué “parte” usted se refiere? -quiso entender el alcalde, mientras dirigía una mirada inquisidora hacia el capitán Martín. -Si disculpa mi intromisión, señor Alcalde, le diré que no he conversado aun con el padre Vicente, pues entendí que sería mejor que estuviésemos todos juntos. Al escuchar el pretexto dado por el oficial, el cura no pudo esconder un gesto de desconformidad, ya que ambos hombres estaban hablando de alguna cosa que decía a su respecto y de lo cual no imaginaba que fuese. -Está bien, señores, pues ya que ahora estamos todos aquí en esta confortable sala, no necesitamos andar con evasivas. Para Dios, -pronunció el padre antes de mudar el tono de voz-, no hay diablo que le impida ni demonio que le estorbe; pues ni todos los demonios juntos, ni toda la creación entera revelándose, oponiéndose, resistiéndole, pueden detener la mano de Dios. Carretas del Espectro
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-No es para tanto, señor Padre -acotó el oficial, sintiéndose desorientado por causa de la jaculatoria. -Pues en Lucas 11:20 está dicho que, “Por su dedo son echados fuera los demonios”, porque en Su Supremacía, Él es infinitamente superior a todo -le recitó el sacerdote, quien juntó la palma de sus manos para acentuar un poco más su plegaria. -¡Amén! -respondió don Manuel sin llegar a persignarse. -Entonces, ¿me van a decir qué ocurre? -Demandó el padre Vicente mientras buscaba la mirada de sus interpelantes. Pensaba que su invocación había logrado despertar la atención de los dos. -¿Sabe usted algo sobre esos herejes de los ingleses? -Se adelantó a preguntarle el capitán. -Que hace como un mes que ellos están en nuestra costa y tienen insanas intenciones de atacarnos -le respondió el padre Vicente con segura alusión. -O tal vez… -pausó su frase en un suspenso-, como puedo deducir por vuestro comportamiento actual, pienso que ya nos han vencido. -dijo con una fehaciente certeza. -Parte de lo que usted dice es verdad, Padre concordó don Manuel mientras se reburujaba en su sillón-. Pero también es vedad que quizás a estas horas, esos Carretas del Espectro
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bastardos ya se encuentren pisando nuestro suelo, si es que nuestros valerosos habitantes y las milicias que se encuentran acantonadas y comandadas por el inspector Arce para ejercer la defensa de la ciudad, no lograron parar su avance. -¡Sí! ¿Quién sabe? Hasta ayer por la mañana los barcos aún estaban rondando las orillas de Quilmes… señaló el capitán, pero fue interrumpido por una nueva pregunta del padre: -¿Es verdad que sus barcos superan las dos docenas? -Por ahora se ha visto a seis barcos de transporte y seis de guerra. Pero puede que algunos otros luego acudan en su ayuda. No lo sabemos aún -esclareció el demacrado capitán, en quien las horas de desvelo ya le comenzaban a imprimir una aureola negra alrededor de los ojos. -¿Y supongo que nuestra reunión tenga algo a ver con eso? -El padre Vicente preguntó con tono desconfiado mientras mantenía sus ojos clavados en los ojos del cansado capitán. -Exactamente, Padre -le afirmó don Manuel-. Por lo tanto, debo confesarle que se ha preparado una rápida evacuación de los fondos acumulados en lingotes y monedas de plata que pertenecen a la Corona, y se ha dispuesto su expeditivo envío para la ciudad de Córdoba Carretas del Espectro
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por medio de un convoy de carretas custodiadas con tropas de caballería. -¡Madre
Santísima!
-exclamó
el
clérigo
persignándose tres veces, y abriendo sus parpados de tal forma, que sus ojos parecían querer saltar de las orbitas. -¿Esa es una confesión que debo considerar como siendo una clériga confidencia? -Preguntó estupefacto. -¡No es para tanto, señor Padre. -Le respondió don Manuel-. No estamos en su iglesia y todo esto luego se sabrá… Empero, -continuó a decir el alcalde-, tenemos entendido que el señor Rafael de Sobremonte traerá consigo a su familia y un grupo de amigos, ya que está predispuesto a dejar pronto la capital del Virreinato en manos de sus segundos, para que, según las circunstancias, estos negocien honrosamente la capitulación en caso de que nuestras líneas se rindan. Mientras el alcalde le explicaba cuáles eran los planos del virrey, el capitán Martín no pudo esconder un bostezo y abrió una boca enorme para expulsarlo. El hecho de estar sentado le iba aflojando los músculos después de tantas horas de resistencia. Pero mismo así alcanzó a escuchar el sermón del padre Vicente: -Pues pienso que la comprensión de todo esto nos debe motivar, mis hermanos, a hacer un cambio radical en Carretas del Espectro
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“nuestra actitud de fe”, basados en la Supremacía de Dios. Pues el mismo Señor Jesucristo dijo: “Si puedes creer, al que cree todo les es posible” -Marcos 9:23-; y si nos parece difícil decir a un monte: “pásate de aquí para allá” y que éste se pase -Mateo 17:20-, y veamos lo que hizo Dios cuando honró la fe de Josué… -¡Amén!
¡Señor!
-corroboró
el
oficial
interrumpiéndole la cantilena en cuanto se despabilaba pasándose las manos sobre el rostro. -Sí, amén, Padre; que Dios nos perdone y también nos bendiga. Quizás en los próximos últimos días, Él hará de nosotros dos o tres. -Asintió don Manuel doblando el pescuezo para mirar la imagen del exánime crucifijo que estaba sobre su cabeza. -¿Para cuándo se espera la llegada del convoy? Indagó el cura, ya con el rostro circunspecto. -No creo que demore mucho -anunció un reservado oficial, cuyo acento de falta de duda sobre lo que ocurriría no alcanzó a sorprender al alcalde. -En verdad, suceda cuando suceda y lo que suceda, padre Vicente, nosotros debemos estar preparados para recibir el séquito y su escolta -manifestó don Manuel empujando su pera hacia el frente, como si con ello
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estuviese dando mayor importancia a lo que sobreviniese a futuro. -Cuando llegué, usted me dijo que tenía una carta del obispo Benito Lué… -exteriorizó el sacerdote con palabras dirigidas para el alcalde, y dejando que la vacilación asomase en su mensaje. -¿Por acaso, es un pedido de apoyo a la causa? terminó por ponderar. -Justamente, señor Padre -le confirmó el capitán Martín al apuntar repentinamente hacia el rostro del clérigo con el dedo índice. -Por lo que usted me describe, señor Manuel, entiendo que serán algunas docenas de carretas las que llegarán día más día menos -corroboró el cura con las manos unidas como quien se dispone a rezar una plegaria. -Yo diría que pueden ser más de un centenar. Corrigió el rendido soldado-. No se olvide que además del tesoro real, debe venir también la familia del señor Sobremonte acompañada por una muchedumbre de los amigos de siempre. -Entonces, déjeme recapitular -exteriorizó el padre, al comprender un poco mejor la situación-. Cómo no se trata de simples troperos ni de tan sólo soldados o milicias, nosotros necesitaremos acomodar confortablemente a Carretas del Espectro
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todas esas nobles familias. ¿Es verdad? -raciocinó con serenidad. -Por supuesto que su especulación está correcta, padre Vicente -confirmó el alcalde enarcando las cejas para dar más énfasis-. Es por ello que el capitán Martín precede a la comitiva. -Este siervo cuya fe es un producto de conocer, comenzó a pronunciar el sacerdote con voz solemne-, entiende y confía en la Supremacía de Dios, y coloca nuestra capilla a disposición de la familia del Virrey y de los amigos que lo acompañan. Creo que podremos priorizar mujeres y niños para cobijarlos bajo el humilde techo de la casa de Nuestra Señora de Luján -afirmó, dándose una palmada sobre su rodilla. Al querer ser tan perentorio en sus palabras, el cura Vicente imaginaba que ese mismo sería el contenido de la misiva que le fuera enviada por el señor obispo y la que aún no había logrado echar mano. -Evidentemente que sí, Padre -afirmó don Manuel-. Pero entiendo que le faltará ayuda para llevar adelante tan noble encomienda. Por lo tanto, me tomé el atrevimiento de mandar llamar a don Andrés de Migoya, para ver si su señora esposa puede auxiliarlo en el cometido. Está un
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poco atrasado, pero creo que pronto lo tendremos por aquí -aseveró el hombre, queriendo ser prevenido. -No es necesario tanta preocupación de su parte, don Manuel. Ya cuento con la ayuda de doña María del Pilar y su beata hija Eugenia, pero no niego que manos sobresalientes siempre serán bienvenidas -testificó el cura moviendo lentamente la cabeza en subibaja para confirmar su opinión. -Óptimo, pues pienso que devotas demás no le han de faltar, señor Padre -manifestó el capitán levantándose del sillón que ocupaba, y cruzando las manos en la espalda como si estuviese preparándose para meditar. -Además, tenemos que solucionar otra cuestión que nada tiene que ver con quién acompaña al señor Virrey apuntó el soldado luego de dar tres pasos en dirección a la pared. El padre Vicente miró sorprendido a ambos hombres, pero luego se repuso al premeditar que el tema al cual el capitán se refería, tendría que ver con los peculios del tesoro real. -Desde luego que sí, señor Capitán. -Afirmó don Manuel, anteviendo que el asunto que deberían tratar ahora serían los caudales del Fuerte, aparte de remediar las acomodaciones de Rafael de Sobremonte y su familia. Carretas del Espectro
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-¡Pues bien!, -exclamó el alcalde-. Me detuve a meditar sobre ello, y concluí que lo mejor sería que los guardásemos en el Cabildo -anunció el hombre con firmeza en la vos. -Tengo entendido, señor Alcalde, que nuestro Virrey ha sido bien claro en sus disposiciones, y en lo que atañe al resguardo de los caudales -enfatizó el soldado con el rostro tenso. -¿Tiene usted certeza que conviene guardarlos en el Cabildo? -Le preguntó a quemarropa. Si bien el tema que allí se estaba tratando no era de desconocimiento de ambos hombres, no en tanto sí lo era para un sorprendido clérigo que, ignorante sobre los asuntos de estado, notaba que los meandros de la trama escondían mucho más que el resguardo de un tesoro fabuloso. -Para una mayor seguridad, estoy dispuesto a guardar las cajas en el propio Cabildo de la Villa. Aquí quedarán depositadas bajo una severa vigilancia, y hasta que el propio señor Sobremonte lo determine -enfatizó don Manuel, totalmente consciente de que el lugar sugerido ofrecía las debidas garantías. -Pues al contrario de lo que usted ha pensado, señor Alcalde, le diré que yo estuve recapacitando si no era Carretas del Espectro
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mejor dividirlas -pronunció un sugestionado oficial al hacer un alto en su vago caminar por la habitación. -Claro que todavía no expuse mi idea al señor Virrey, pero la lógica y la prudencia así lo indican -acotó con discreción. -Comprendo su reflexión, señor Martín, pero no se olvide que aquí contaremos con el apoyo de toda la soldadesca del fortín y de los custodios que vienen de Buenos Aires -deliberó don Manuel, manteniendo la mirada perdida a través de la ventana. -Aunque en todo caso, creo que su sugerencia puede hacer sentido, principalmente por las vicisitudes que nos rodean. -Exteriorizó el hombre, al reconsiderar sobre posibles emergencias. -Pienso que no es prudente que se deje al acaso que tanto capital sea responsable por quebrar la honradez de quien sea, ni que este estimule el deseo de apropiarse de él… -enunció el oficial, cuando de repente lo pillaron las palabras del sacerdote: -¿El señor Virrey se alojará en su casa, señor Manuel? -preguntó el padre Vicente al sentirse sesgado de todas aquellas deliberaciones. -Por supuesto, señor Padre. En mi casa, y el la contigua al Cabildo, la cual ya tomé las precauciones de Carretas del Espectro
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mandar preparar para recibirlos -anunció el alcalde, subrayando con más afectación “su casa”, como si esta fuese un palacio a la altura del virrey. -Me parece muy cordato de su parte, don Manuel expresó el cura, acentuando su afirmación con un movimiento de cabeza, como si ello fuese una condición para no querer melindrear al alcalde. Al final de cuentas, le faltaba juego de cintura para esos tipos de oficios y requiebros. -En fin -suspiró don Manuel dejando hundir su cuerpo en el sofá-. Pensar que hace tan sólo unos meses llegamos a ventilar varias posibilidades, y hasta floreció entre más de uno la intención de establecer la capital del Virreinato aquí mismo, en Luján. -¿No me diga? -manifestó de manera irreflexiva un cura cada vez más sorprendido con lo que oía. -En un principio, sí -se vio obligado a concordar el capitán Martín, acompañando sus palabras con una mueca, pues le pareció que el comentario realizados por el alcalde estaba fuera del contexto de la reunión. -Pero en aquel momento -comenzó diciendo el concienzudo oficial- muchos de los engomados de la Corte votaron contra, pues eso obligaría a ellos a tener que
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acantonarse en un lugar yermo y distante de las vieneses que toda corte proporciona. -Hace sentido lo que nos cuenta, Capitán. ¿Imagina usted al obispo y toda la curia viviendo aquí, en la Villa? Comentó el cura con un tono jocoso. -Y ni que hablar de los Sarratea, de los Belgrano, los Escalada, los Rodríguez Peña, a don Juan José Paso, Hipólito Vieytes, Agustín Donado, Terrada, Darragueira, Chiclana, Castelli, French, Beruti, Miguel de Azcuénaga, Manuel Alberti, Domingo Matheu, Juan Larrea, Mariano Moreno, a los Viamonte y los Guido, así como tantos otros -enunció el capitán como si estuviese rezando el rosario, y con un beneplácito sonriso en el rostro. -Pero qué eso hubiera resultado fantástico para nosotros aquí, que no les quepa duda alguna, señores agregó el alcalde frotándose las manos al conjeturar no solamente sobre el avance económico que eso daría a la región, sino también en el propio impulso político que ganaría la Villa, y el suyo propio. -Pues bien, señores, mejor vamos a lo nuestro, que esos sueños y utopías no nos conducen a nada -les expuso el capitán de forma categórica, pretendiendo acabar de vez con los ensueños y quimeras de simples pueblerinos.
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-¡Señor Alcalde! ¿No dijo usted, que ya mandó llamar a don Andrés de Migoya? -le preguntó el oficial de manera un poco impertinente-. Quiero conocerlo, para tener certeza de que todos aquí hablamos la misma lengua. -Hablar, ciertamente que la hablarán, Capitán, pues el hombre es un español de pura cepa que se ha afincado aquí en las redondeces -pronunció don Manuel dando una carcajada. -Sí, don Manuel, su broma hace sentido, pero es que yo pretendía pegar un poco las pestañas antes de que nos alcance el correo con las últimas noticias, -apuntó el demacrado oficial, cuyas cuencas de los ojos se veían rodeadas de un anillo negro. No se puede poner en tela de juicio que dentro de aquella sala, estaban reunidos tres indivisos individuos con preocupaciones diferentes, con ansiedades e inquietudes desiguales, las cuales de alguna manera los hacía soportar las expectaciones del momento observándolas desde diferentes ángulos de esperanza. Cada uno veía la oportunidad que ahora se presentaba aportando una perspectiva desigual, ya que a cada uno el futuro le era incierto, preocupante. Montones de preguntas ululaban en sus mentes, pues, ¿qué sería del alcalde don Manuel de la Piedra si se Carretas del Espectro
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instalase allí el Virreinato?; ¿qué sería del padre Vicente si toda la Curia emplazase la administración de la Iglesia en la Villa?; ¿qué sería del capitán Martín si el ejército invasor alcanzara sus intenciones? Eran muchas las dudas y las aprensiones que se escondían en sus mentes, ya que dependiendo del movimiento dado por el propio Rafael de Sobremonte y los aristócratas caballeros y patricios que componían su gobierno, esas determinaciones influenciarían de manera diferente en sus vidas. Ni que decir de los británicos. -Con su permiso, señor Manuel -advirtió la mestiza sirvienta, luego que abrió la contrapuerta que daba para la estancia. -Sí, Josefa, puedes entrar. ¿Nos has traído el mate? le preguntó el alcalde una vez que la mujer asomó su pesada silueta por la puerta entreabierta. -No, señor Manuel, el mate no… -corrigió luego ella con la mirada sumisa clavada directamente en el suelo en un claro gesto de respeto a su amo. -¿Entonces, qué? -Ha llegado el señor Andrés, y pregunta por el Señor. -avisó la humilde criada. -¡En buena hora! -prorrumpió don Manuel saltando de su sillón y poniéndose de pie-. No lo haga esperar, Carretas del Espectro
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Josefa. Vaya, vaya, tráigalo aquí de inmediato -le ordenó haciendo un ademán en arco con el brazo izquierdo. El capitán y el padre no hicieron más que entrecruzar sus miradas mientras observaban al alcalde acomodarse a la bartola la pelliza afelpada con la cual se abrigaba la espalda. El padre Vicente no se contuvo y elevó de pronto sus ojos hacia aquel crucifijo de contemplación severa, como si buscase en Él un sustentáculo firme para los quebrantables pasos que debería dar durante los próximos días. -¡Buenos días, Señores! ¡Buenos días, Padre! resonó de pronto en la habitación la voz de don Andrés, la cual venía acompañada de una delicada y sucesiva inclinación de cabeza para confirmar el cumplido. -Qué suerte que ha llegado, don Andrés. ¡Lo esperábamos! -pronunció el alcalde aproximándose para estrecharle la mano. -Disculpen mi retraso, señores míos, es que a camino me detuve en la casa de don Epifanio. -Al padre Vicente usted ya lo conoce, señor Andrés, pero quiero presentarle al edecán de nuestro Virrey, el señor capitán Martín -le señaló don Manuel con una sonrisa simpática en los labios con la cual apartaba cualquier expectación. Carretas del Espectro
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Pero sin que el hombre lo percibiese, el capitán ya estaba observando de arriba bajo al recién llegado. Era como si estuviese examinando a un forajido. Quizás en su íntimo, desconfiase que, por la apariencia simple del hombre, se tratara de un salteador cualquiera dispuesto a la menor oportunidad hacerse con el botín. Pero al ver la amenidad con que el padre Vicente y don Manuel lo trataban, apartó luego esa idea de su cabeza. -…El viento calmó un poco, pero les apuesto que no pasa de hoy para que el tiempo mude y tengamos lluvia dijo el hombre, cuando el capitán Martín se dio cuenta que estaba perdido en confusas cavilaciones. -Debe ser el cansancio-, pensó. -Si es así como usted lo afirma, señor Andrés comentó a seguir el oficial buscando encuadrarse de alguna manera en la conversación-, los caminos pronto quedaran
estropeados,
lo
que
perjudicará
nuestro
cometido. -¿Es verdad que van instalar el gobierno central aquí? -Les preguntó don Andrés, mientras paseaba sus ojos entre los tres hombres que en ese momento lo miraban con cierta lasitud. No obstante, el contexto de la pregunta cayó mal a los oídos del desconfiado capitán, pues le pareció que Carretas del Espectro
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había demasiada ansiedad en el comportamiento de ese extraño. -No se sabe, mi amigo -respondió al alcalde mientras fue tomándolo por el brazo-, todo dependerá de cómo se desembaracen las cosas en Buenos Aires. Seguramente que hoy viernes 25 tendremos novedades. -Pues entonces mande, don Manuel, que mi familia y yo estamos a disposición para lo que se necesite anunció el hombre sacando pecho. -Todo se sabrá a su debido tiempo, señor Andrés. Mejor no precipitar las cosas -sugirió el capitán con entonación recia, como si con el tono de sus palabras estuviese encuadrando a un subordinado. -Está bien. Será mejor que mantengamos la calma apaciguó el alcalde-, estamos todos nerviosos por saber lo que sucede, y nada lograremos discutiendo sobre el sexo de los ángeles en las nubes. -¡Válgame
Dios!
-exclamó
el
padre
al
ser
sorprendido por aquella frase que le pareció inelegante. -¿No tiene usted otros parangones para utilizar, señor Alcalde?
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Los perturbadores hechos ocurridos durante aquel periodo conflictivo, dejan en manifiesto lo que a algunos historiadores como Enrique de Gandía o Rafael Garzón se les dio por juzgar, al alegar que el descrédito sufrido por el virrey Rafael Sobremonte podría haber correspondido a las intrigas y conspiraciones elaboradas por las logias masónicas de inspiración británica que por aquel entonces buscaban favorecer la independencia en varios países de América. Por consiguiente, todo hace creer que como paso previo a una posible revolución, se habría intentado generar el mayor descrédito posible sobre la figura del entonces Virrey. En cierto sentido, también puede decirse que Sobremonte tuvo bastante mala suerte, mientras que sus detractores fueron más afortunados, empezando primero por Liniers y siguiendo por todos aquellos que después liderarían la famosa Revolución de Mayo. No obstante a lo realmente haya sucedido, la propia historia y los historiadores han condenado a este hombre Carretas del Espectro
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por su fracaso militar, y por haber preferido apoyarse en las fuerzas del interior del territorio argentino antes que en las de Buenos Aires, confundiendo así la historia Argentina con la de su capital. En todo caso, cabe destacar que mientras en la provincia de Córdoba se recuerda a Sobremonte dándole su nombre a calles, paseos y hasta un departamento de dicha provincia, no existe en Buenos Aires lugar alguno que lo homenajee. Al nacer en Sevilla, el 27 de noviembre de 1745, había sido bautizado como Rafael de Sobremonte y Núñez del Castillo, Angulo Bullón y Ramírez de Arellano, recibiendo posteriormente el título de III Marqués de Sobre Monte, y de Caballero de la Orden de San Hermenegildo. Así pues, este noble y militar de pomposo nombre, fuera enviado por el rey a su protectorado argentino donde a seguir se convirtió en Administrador Colonial Español y en el Brigadier de Infantería de los Reales Ejércitos, Virrey Gobernador y Capitán General de las Provincias del Río de la Plata y sus Dependientes, además de Subinspector General de las Tropas de todo su Distrito, Presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, Superintendente General Subdelegado de Real Hacienda, Rentas de Tabaco y Naipes, del Ramo de Carretas del Espectro
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Azogues y Minas y Real Renta de Correos en este Virreinato. Eses eran los encargos de Don Rafael de Sobremonte, Núñez, Castillo, Angulo, Bullón, Ramírez de Orellana, Marqués de Sobre Monte. Consta que desde 1784, y durante casi quince años, fue gobernador intendente de Córdoba del Tucumán, destacándose allí como un excelente administrador. Bajo su regencia, mandó limpiar y arreglar las calles de la ciudad de Córdoba, ordenó la construcción de la primera acequia que llevó agua corriente a esa ciudad, proveniente del río Primero, y también la construcción de las defensas contra las crecientes del río, como asimismo el Paseo de la Alameda (hoy Paseo Sobremonte). Actuando sobre su tutela, abrió la escuela gratuita y del gobierno, mandó construir escuelas en la campaña, creó la Cátedra de Derecho Civil en la Universidad de San Carlos; mejoró administrativamente la atención del vecindario al dividir la ciudad en seis barrios; como de igual modo encargó el primer alumbrado público y fundó un hospital de mujeres. También durante su gestión se mejoraron las condiciones de trabajo en las minerías, y se dio impulso a las mismas en distintas provincias de la actual Argentina. Consecuentemente, su actuación permitió mejorar la Carretas del Espectro
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situación de la justicia, por entonces muy descuidada por causa de la distancia con Buenos Aires. No en tanto, para hacer frente a las contantes beligerancias de aquella época, mientras ejercía su administración, Sobremonte fue el responsable por el establecimiento de diversos fortines y poblados como una condición directa para lograr combatir a los malones indígenas. Entre ellos se encontraban los fortines de Río Cuarto, La Carlota, San Fernando, Santa Catalina, San Bernardo, San Rafael (Mendoza), Villa del Rosario, y otros más. Pero no todo le fue fácil en Córdoba del Tucumán, pues durante aquel gobierno debió hacer frente a un partido opositor que por entonces era liderado por los hermanos Ambrosio y Gregorio Funes, que vivían a hostigarlo de manera casi permanentemente, ya que estos se prevalían de la posición del propio Gregorio como canónigo de la Catedral de Córdoba. Sin embargo, después de desarrollar tan auspiciosa administración provincial, en 1797 Sobremonte es nombrado subinspector general del ejército del Virreinato. Y fue actuando en ese cargo que se esforzó en asentar condiciones de resistir militarmente a una posible invasión británica, o hasta desde Brasil, pasando por entonces a Carretas del Espectro
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fortificar especialmente las plazas de Montevideo y Colonia del Sacramento. Y para lograr tal efecto, regentó una espectacular maniobra de todos los cuerpos militares disponibles en Colonia, realizando un entrenamiento para buscar repeler una nueva invasión inglesa a esa ciudad, como la ocurrida en enero de 1763 por el mal sucedido capitán MacNamara. Y ya procediendo como subinspector general del ejército, se preocupó en preparar un reglamento de milicias regladas para el virreinato, tomando como base las instrucciones existentes en el Reglamento de Cuba. Como consecuencia, el rey Carlos IV termina por aprobar el reglamento el 14 de enero de 1801, cuando lo pasó a denominar como: “Reglamento para las Milicias disciplinadas de Infantería y Caballería del Virreynato de Buenos Ayres, aprobado por S. M. y mandado observar inviolablemente”. Por esa época, el entonces virrey Joaquín del Pino Sánchez de Rozas Romero y Negrete, ya septuagenario, cayó enfermo en abril y murió diez días más tarde. Por tanto, el 11 de abril de 1804, al producirse su fallecimiento deja designado a Rafael de Sobremonte como su sucesor en el virreinato del Río de la Plata. Carretas del Espectro
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Es preponderante también destacar que en aquel mismo año, Gran Bretaña y España acababan de declararse la guerra luego después de producida la hostilidad contra cuatro fragatas Reales españolas, así como el consecuente arresto de un millonario tesoro en el cabo de Santa María, a orillas de Portugal, motivos por los cuales la sede de gobierno de Buenos Aires quedaba expuesta a un ataque inglés en cualquier momento. Anteviendo una posible ofensiva británica es sus territorios, Sobremonte buscó pedir auxilio a la corte española, pero el primer ministro Manuel Godoy le contestó que la Corona no disponía de recursos, a la vez que le sugería que lo principal era que los vasallos del rey se defendiesen como mejor pudiesen. Tal vez por faltarle vivencia en las armas, el nuevo virrey creyó que el casi seguro ataque inglés se produciría en las costas del territorio de la Banda Oriental, y por tanto buscó fortificar especialmente la ciudad de Montevideo, una plaza amurallada que era fácil de defender por tropas españolas, pero también por los posibles invasores que por ventura la ocuparen. Por ende, envió allí a las mejores tropas que entonces disponía. En aquel período, los cuerpos militares del virreinato habían sufrido muchas bajas durante los últimos tiempos, Carretas del Espectro
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en particular, durante la sublevación indígena liderada por Túpac Amaru II en el territorio peruano. Sin embargo, toda la ayuda que Sobremonte recibió de la Corte fueron unos cuantos cañones y la sugerencia de armar al pueblo para la defensa. Pero en un primer momento, el virrey tuvo miedo en darle armas a los criollos, sugestión que no admitió llevar en cuenta por considerar que esta era una estrategia peligrosa para los intereses de la Corona. Por consiguiente, fue así que, en el momento crucial de la invasión, puede decirse que los oficiales con que contaba eran pocos e incapaces, y la flota de guerra a su disposición era aún más reducida que antes. Existe constancia de que en 1806 su ejército contaba con 2.500 hombres, casi todos milicianos, que por entonces no sabían ni cargar un fusil. Entre otras medidas que el virrey hallaba pertinentes tomar ante un posible ataque, fue la de nombrar al francés Santiago de Liniers como el comandante del puerto de Ensenada de Barragán, lugar distante a unos 70 km al sur de Buenos Aires, y con la misión específica de proteger la costa. Luego todo se precipitó, y a principios de junio de 1806 se da inicio a los entretantos de la primera de las dos Invasiones Inglesas. Efectivamente, el 24 de junio, el Carretas del Espectro
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virrey Sobremonte recibió el informe referente a la aparición de los barcos británicos en la costa Argentina mientras él asistía con su familia a una función en el teatro, cuando entonces fue interrumpido por un oficial que le comunicó el amago de desembarco del enemigo en dicha localidad, lo que finalmente acabó por no concretarse ese día. La comunicación que le había sido enviada por Liniers, le señalaba que se trataba de “despreciables corsarios, sin el valor y resolución de atacar”. Pero a pesar de ello, Sobremonte se retiró del teatro antes de que terminara la función, dirigiéndose de inmediato al Fuerte de Buenos Aires, donde redactó una orden para organizar la defensa. Revisando
documentación
sobre
la
época,
encontramos que una crónica de aquel momento destacaba: Jueves, 24.06.1806 – sociales ÚLTIMO MOMENTO: 19.00 horas El Señor Virrey ya se encuentra en el Teatro Argentino frente a la Iglesia de la Merced. Función de gala con el estreno, para América, del gran éxito de Leandro Fernández de Moratín,
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“El sí de las niñas”, estrenado exactamente cinco meses antes, en el Teatro de la Cruz de Madrid. Vale recordar por si existe algún distraído en Buenos Aires que no sepa que es una velada muy especial para el señor virrey, el marqués de Sobremonte: festeja el cumpleaños de su futuro yerno, don Juan Manuel José de Marín y Quintana, novio de su hija María del Carmen. Tras el banquete en el Fuerte, alrededor de las seis y media de la tarde, la familia del virrey se dirigió al teatro, donde ya estaba reunida la crema y nata de la sociedad porteña. Iluminación con lámparas de aceite para alumbrar a las aristocracias españolas (Alzaga, Santa Coloma, Sarratea, Villanueva, Rezábal) y criollas (Lezica, Ocampo,
Basualdo,
Peña,
Balbastro,
Anchorena). Se espera que este momento de esparcimiento sirva, además, para esfumar los inquietantes rumores que circulan desde hace más de un mes, sobre la presencia de una escuadra inglesa paseándose por el estuario del Río de la Plata. Hagamos silencio. La función ya está por empezar. Carretas del Espectro
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A la mañana siguiente, los barcos enemigos aparecieron nuevamente frente a la costa de Buenos Aires y fueron bombardeados desde el fuerte, pero a las pocas horas pusieron rumbo a las costas del sur de la ciudad. El virrey Sobremonte no estaba seguro de que se tratara de un verdadero ataque, por lo que envió al brigadier inspector Arce a impedir un posible desembarco en la localidad de Quilmes. Pero estando al frente de 500 hombres, éste los dejó desembarcar sin atacarlos, seguro de que los ingleses no podrían cruzar los bañados que separaban (y separan aún) la playa de las barrancas. Pero los invasores cruzaron y los hombres de Arce huyeron, con lo que el 26 de junio los ingleses pudieron iniciar su marcha sobre la ciudad.
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Al observar los acontecimientos desde el obtuso ángulo que envolvía las políticas imperialistas del Viejo Mundo y las muchas luchas que se sucedieron en los mares y sus ayuntamientos, cabe destacar que la Inglaterra del Siglo XVI no era una potencia para ser colocada al mismo nivel de España, ya que recién estaba comenzando a desarrollar su marina. Y los que por aquella época actuaban mayormente en los mares, eran tan sólo los piratas, como Drake que asolaba las costas americanas, así como Cavendish y otros. Vale decir que lo que en realidad hizo Inglaterra durante los siglos XVI y XVII, no fue más que hostigar a España en el mar y en los puertos americanos, desarrollando por doquier una especie de guerra de guerrillas marítimas a través del uso de algunos “empresarios” privados. Flagelos a lo que también se le sumó Portugal y Holanda. Como ejemplo de esa política, vale mencionar que en 1760 los sajones llegaron a colaborar con los Carretas del Espectro
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portugueses en un ataque a la Colonia del Sacramento (Uruguay). Después, en 1962 fue la expedición “privada” del Almirante Robert MacNamara, la que salió de Gran Bretaña con escala en Río de Janeiro, contando con nueve buques de guerra y 3.000 soldados, quienes atacaron Colonia como paso previo a invadir Buenos Aires. Pero fracasaron en el intento y el Almirante murió en el primer combate. En 1765 estos también hacen un paso fugaz por las Islas Malvinas, reclamando su soberanía y creando en ese entonces las bases “ilegales” para en 1833 buscar ocuparlas definitivamente, echando entonces a sus pobladores, a los colonos y a los presos del Río de la Plata que allí redimían su pena con la sociedad. Pero eso ya es otra historia a ser contada, y desde entonces y en lo restante de ese siglo, sólo se dedicaron al contrabando de mercaderías y a la venta de esclavos negros en las colonias. Mismo antes de los 1800´s, los ingleses, siempre ávidos no sólo de gloria sino de los bienes ajenos, habían incursionado por el Río de la Plata ya que Montevideo había sido fundada en 1726. Pero el 5 octubre de 1804, un día antes de llegar a Cádiz, justo en el cabo de Santa María, en la costa Carretas del Espectro
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Portuguesa, el comodoro inglés Graham Moore sirviendo a las órdenes de S.M. británica, mismo no estando ambas naciones en guerra, ataca y apresa tres de las cuatro fragatas españolas que, desde Montevideo y al mando de su ex gobernador y ahora Comandante de la flotilla Don José Bustamante y Guerra, transportaban un millonario tesoro español que se dice, estos debían de entregar a Francia; un hecho fundamental que acabó por motivar la declaración de guerra por parte de España a Inglaterra. Vale recordar que en una de esas naves, la “Nuestra Señora de las Mercedes”, viajaba a España la familia del ex-gobernador de las Misiones Jesuíticas Mayor Don Diego de Alvear, falleciendo en aquel ataque su mujer y siete de sus hijos, mientras Don Diego y su hijo mayor Carlos, que pertenecía al Cuerpo de los Dragones del Ejército Argentino, salvaron la vida por encontrarse en otra nave, “La Medea”. Pero la carga fue apresada y todos fueron llevados a Londres, donde con el tiempo Don Diego vuelve a casarse, y recibiendo su hijo Carlos la educación en institutos ingleses. Posteriormente el muchacho ingresará al Ejército de España. Como consecuencia de una guerra que terminaría por marcar el nuevo vértice de la historia naval en el mundo futuro, el lunes 21 de octubre de 1805 los ingleses Carretas del Espectro
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terminan por derrotar en Trafalgar a las flotas aliadas de España y Francia. Como resultado, los sajones se quedan con el dominio naval sobre todos los mares. Pero es sabido que mismo después de la gran batalla naval, España aún continuaba entregando fuertes sumas a su estimado “aliado” Napoleón, las cuales obtenía de los “tesoros” extraídos de sus colonias americanas. Por tanto, ya hacia fines de 1805, la posibilidad de una invasión inglesa corría suelta por las calles porteñas y preocupaba a la gran mayoría de las familias de Buenos Aires. Y no era para menos, pues esta capital sudamericana, con sus 45.000 habitantes, era uno de los puertos más prósperos del Nuevo Mundo, después de Nueva York, la ciudad más grande por entonces en la América anglosajona, quien ya contaba con unos 85.000 habitantes. Por
ende,
sopesando
los
acontecimientos
beligerantes que venían siendo desarrollados por los británico, fue que el entonces virrey del Río de la Plata, Rafael de Sobremonte, halló mejor solicitar refuerzos militares a España, un pedido que reiteró sin éxito en varias oportunidades. Más bien lo hiso por entender que los cuerpos militares del virreinato habían sufrido muchas bajas Carretas del Espectro
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durante la sublevación indígena liderada por Túpac Amaru II en Perú, aunque siempre le fuera reiterado como única respuesta, que armara lo mejor posible al pueblo para que ellos mismos luchasen por su defensa. Pero el virrey seguía insistiendo en negarse a darles armas a los criollos, pues muchos de ellos ya actuaban influenciados por las mal vistas ideas revolucionarias, y creía que esa sería una estrategia peligrosa para los intereses de la corona. Sin embargo, el jueves 2 de enero de 1806 arribó al puerto de la Ensenada de Barragán, el bergantín mercante Espíritu Santo, cuyo capitán fue entonces interrogado por el alférez Navarro por orden del Capitán de Puerto, Santiago de Liniers, hombre de origen francés al servicio de la corona española. En su momento, el capitán del navío mercante, Francisco Paula de Fernández, informó haber avistado una flota británica en el puerto de Todos Los Santos, Bahía, Brasil, el pasado mes de diciembre de 1805. No en tanto, les comunicó que esa flota era parte de la expedición organizada por Sir David Baird, y que se dirigía a la colonia holandesa del Cabo de la Buena Esperanza. Cuando el virrey Sobremonte recibió la confidencia de que una gran flota británica se había aprovisionado en el puerto de Bahía, buscó expeditivamente seguir las Carretas del Espectro
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medidas estipuladas por la corona, y más que de prisa organizó las escasas tropas virreinales de que disponía para la defensa del estratégico puerto de Montevideo, el único fondeadero que poseía suficiente calado para permitir la entrada de buques de guerra, lo que de por sí ya lo convertía en la plaza militar más importante sobre el Río de la Plata. Fue Santiago de Liniers, entonces, quien recibió la orden de armar una flota para resguardar ambas costas del río y cerciorarse de la libre navegación entre Montevideo y Buenos Aires, siendo para ello designado comandante del puerto de Ensenada de Barragán, a unos 70 km al sur de Buenos Aires. Vale agregar que Liniers había sido enviado a estas tierras en 1788, para desempeñarse como Capitán de Puerto, y era hermano del Marqués de Liniers, un poderoso comerciante francés que vivía en Buenos Aires. No obstante, es sabido que ambos hermanos pertenecían al grupo de porteños que en aquella época simpatizaban con Francia. Dando proseguimiento al tema, y no queriendo dar vistas largas al asunto ya que el momento le parecía apremiante, el entonces gobernador de la Plaza de Montevideo convocó de inmediato a los habitantes y a las milicias para organizar la defensa ante una posible Carretas del Espectro
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invasión inglesa. A dicha convocatoria pronto acudió Juan Bautista Azopardo, segundo comandante de la fragata corsaria Dromedario; y a este se le asignó la lancha de obuses Invencible Nº4 para que realizara las misiones de vigilancia costera. Por entonces, la tripulación tuvo que componerse con parte de la perteneciente a la lancha Dromedario. Dando proseguimiento a los hechos de aquel entonces, en ese mismo enero de 1806 se producía la segunda conquista del Cabo de la Buena Esperanza por un ejército británico al mando del teniente general David Baird. Por consiguiente, la captura para la corona británica de la colonia holandesa del Cabo, en Sudáfrica, había sido lograda con aquella misma flota que había causado alarma en el Río de la Plata. Consecuentemente, también por esos días Napoleón triunfaba en las batallas de Jena y Auerstaedt, hecho que consolidaría a Francia como una potencia hegemónica en Europa. Empero, no podemos olvidarnos que Inglaterra ya dominaba casi todo el acceso comercial marítimo entre el Océano Atlántico y el Océano Índico. A su vez, por esa misma época, el Comodoro Popham
mantenía
asiduos
contactos
con
algunos
comerciantes establecidos en Buenos Aires, entre ellos Carretas del Espectro
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William Pío White, a quien le debía una importante suma de dinero. En consecuencia, y no sólo pretendiendo recibir la deuda que Popham tenía con él, el 28 de marzo llega al Cabo proveniente de Buenos Aires, el barco negrero Elizabeth, el cual habría llevado en su correo una carta de White en la que éste indicaba al Comodoro que se encontraba en la ciudad de Buenos Aires un tesoro de más de un millón de pesos originarios de las minas de Potosí, y que se encontraba listo para ser enviado a España en la mejor oportunidad. En la carta lo incitaba a comandar el asalto a esa ciudad, ya que una vez apropiado del botín, Popham bien podría saldar su deuda. En in primer momento, el oportunista y codicioso comodoro intentó persuadir al Gobernador Baird para que éste le brindara su apoyo para invadir los territorios en el Río de la Plata, valiéndose para ello de varios argumentos y evidencias mencionadas por su amigo White en la carta, además de garantizarle que recibirían el apoyo de la población local. Pero en aquella primera intentona de persuasión, el general no accedió a su pedido. Empero, la cosa muy rápido mudó, y el 14 de abril la flota británica finalmente se encuentra pronta para cruzar el Atlántico en dirección al Río de la Plata, cuando Carretas del Espectro
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entonces el Gobernador Baird nombra general al coronel William Carr Béresford y lo designa para que lidere el pretendido ataque a Buenos Aires. Así es que el 29 de abril finalmente llega la escuadra a Santa Elena, una isla del océano Atlántico ubicada a más de 2.800 kilómetros de distancia de la costa occidental de Angola, en África. Fue por entonces que Popham logra persuadir al gobernador de la isla para que le facilite otros 280 soldados para lograr efectuar su misión con éxito, y envía una carta a Londres dando a conocer los motivos por los cuales se dirigía a Sudamérica, asentando todos sus argumentos en el memorándum de 1804. Pero lo que Popham desconocía en ese momento, era que el entonces primer ministro William Pitt había muerto recientemente, y que en su lugar había asumido William Wyndham Grenville, del partido opositor Whig. Empero, una vez que ya estaban de este lado de la orilla del Atlántico, ahora en el mes mayo, Popham decide enviar a la fragata HMS Leda por delante de la escuadra para que sondease la situación en el Río de la Plata, y el día 19 despacha a un oficial y tres marineros con un bote rumbo a las costas cercanas de Santa Teresa, para que estos tomasen notas del litoral y la zona.
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Pero resulta que los infortunados hombres fueron capturados por una partida de milicianos que luego los trasladan sin demora a Buenos Aires, donde después de tomarles declaración, el Virrey resolvió no tomar ninguna medida adicional a las ya convenidas, quizás porque no obtuvo ninguna información del cautivo oficial, o porque estos prisioneros muy probablemente desconocieran todos los detalles del plan (por causa de su bajo rango). Entonces los cautivos resultaron confinados en Las Conchas. Por consiguiente, a partir de aquel año las cosas comenzaron a mudar por estas latitudes cuando se instalara entonces la estación naval británica en África del Sud, desde donde los ingleses habían comenzado la ocupación del territorio sudafricano, echando de allí a los colonos holandeses hacia el interior del país. Poco tiempo después la toma del Cabo, la tropa inglesa ya estaba ociosa, aunque cabe enfatizar que la propia mente del Contralmirante Home Riggs Popham no se encontraba holgazana, ya que este continuaba sugestionado con la idea venir de robar el tesoro que se estaba acumulando en las colonias españolas del Río de la Plata.
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Si bien que en los planes del gobierno de Gran Bretaña ya figuraba una invasión posterior a varios lugares del continente americano, por causa de otras prioridades consideradas más urgentes, ellos habían encarpetado momentáneamente los mismos. Así que, lo que en aquel momento sucedió en estas bandas, nos lleva a creer que la misión que comenzó a gestarse en costas africanas, pueda ser definida como una especie de “empresa privada” o “piratería”, ya que no contaban con órdenes expresas de S.M. Británica ni con la aprobación de su gobierno. Por lo tanto, todo hace creer que una vez convencido Popham de las inmensas riquezas que habría guardadas en Buenos Aires y de la indefensión de la misma, amén del apoyo local -según las palabras del propio White- que le prestaría la población, éste se convierte en la “cabeza” mentora del emprendimiento. Efectivamente, gastando poca saliva y usando muy buenos argumentos, ya que en ciertos casos el dinero facilita las cosas,
que finalmente Popham consigue
convencer al comandante David Baird, a que le “suministrase” los 1.600 hombres necesarios, a cambio de una buena “comisión” del botín obtenido. El General Baird definitivamente da su visto bueno para que se realizara la tarea, pero como ya mencionamos, Carretas del Espectro
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antes termina por nombrar al General William Carr Béresford, hombre de su entera confianza, como el Jefe de la expedición. Cabe aludir que en ese momento Baird podría encontrarse en una posición algo incómoda, lo que explicaría por qué le otorgó a Popham el Regimiento 71 escocés, uno de los cuerpos más sólidos del ejército del Reino Unido, por entonces al mando del teniente coronel Denis Pack, para que se consumara una misión que no había sido aprobada oficialmente. En todo caso, también vale recordar que los gobernadores ingleses de las colonias remotas, tenían el poder de decidir acciones militares de urgencia. Y por su vez, la ley británica también establecía porcentajes específicos sobre los botines de guerra capturados y que eran entregues a los participantes y, en particular, a los militares de alto rango, quienes podían recibir importantes sumas. Además, todo nos hace pensar que si la expedición partía sin la ayuda de Baird y fracasaba, Popham podría acusar a Baird ante un tribunal de guerra. Pero como sea, antes de llegar al Río de la Plata, estos sujetos habían tejido una inmensa red espionaje para garantir las posibilidades exitosas de la invasión, a través del uso de espías, comerciantes de la ciudad y simples mercenarios. Carretas del Espectro
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En definitiva, una vez que partieron, estos concluyeron que debían dirigirse directamente a Buenos Aires, porque la oficialidad lo creyó más conveniente; y esto nos hace pensar que en esta decisión influyó la seguridad de hallarse en la ciudad los tesoros reales pronto a embarcarse rumbo a España. Pero sobre el tema de la elección de Buenos Aires como plaza a ser atacada, existen documentos en los cuales consta que Béresford le comunica a Baird que él era partidario de ir contra Montevideo, pero se decidió a aceptar el plan de Popham, de atacar Buenos Aires, porque la flota carecía de todo, y ya se habían consumido todas las provisiones: “fue nuestra propia escasez la que nos decidió atacar primeramente a esta plaza”. Ya a principios de junio de 1806, seis barcos de transporte y seis de guerra navegaban dentro del Río de la Plata; historiadores registran que uno de ellos, la fragata Narcissus: (…) detuvo una goleta de bandera portuguesa, un poco más arriba de Montevideo (…) había además a su bordo un escocés llamado Russel, (Oliver Russell) quien se ocultó y fingió no comprender nuestro idioma, pero después de un prolijo examen, confesó ser súbdito naturalizado Carretas del Espectro
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de Buenos Aires, después de una residencia de años, que desempeñaba el puesto de practico real en el Plata. (…) La noticia dada por Mr. Russel fue que una gran suma de dinero había llegado a Buenos Aires desde el interior del país para ser embarcada con rumbo a España en la primera oportunidad, y que la cuidad estaba protegida solamente por poca tropa de línea, cinco compañías
de
indisciplinados
blandengues,
canalla popular (…) No obstante, fue el propio Russell quien les informa sobre la conveniencia de desembarcar en Quilmes, ya que este era un lugar de fácil acceso hacia el interior del país, según lo es reconocido posteriormente por Béresford. De todas formas, es aleatorio pensar que ellos ya tenían prefijados los posibles lugares de desembarco, y que uno de ellos era Quilmes.
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El centinela de la torre del fortín distinguió desde su puesto, la tenue nube de polvo que el apresurado caballero levantaba atrás de sí con su veloz galopar. Sin embargo, el soldado no se sobrecogió con la imagen que sus ojos percibían. Así como estaba siente que no era necesario que esperase por la aproximación del subrepticio jinete, pues ya sospechaba quién sería. Minutos después, el excitable teniente Antonio entró en la pieza donde se encontraba descansando el capitán Martín, para despertarlo. -¡Señor!, parece que un correo se aproxima -le avisó al moverle levemente el brazo. -¿Ya llegó? Tráigalo aquí inmediatamente -le respondió el somnoliento capitán todavía aletargado por el sueño. -A estas horas ya debe estar entrando en el fortín, Señor. -Óptimo, entonces hágalo que venga sin más demoras y me entregue el mensaje lo cuanto antes. Carretas del Espectro
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Necesitamos prepararnos para lo que vendrá -dispuso Martín, mientras se acercaba a la jofaina, determinado a echarse agua en el rostro para despabilarse de vez. -Así será, Señor -le respondió el solícito teniente haciendo la venia y dándole la espalda para retirarse de la habitación. El capitán Martín buscó componer de algún modo su zurrado uniforme pasando la mano para alisarlo y ajustando la chamarreta, mientras pensaba con ansiedad sobre los últimos acontecimientos que estarían ocurriendo en la capital. En ese momento eran tantos los enigmas que le atormentaban el pensamiento, que el hombre no llegó a percibir la entrada del cabo de su pelotón, perfilándose y extendiendo la mano derecha con el sobre que contenía la tan esperada misiva. -Gracias, señor Cabo -pronunció el sorprendido capitán, a la vez que extendía su mano para tomar el pliego del correo. -Póngase a voluntad, pues sé que ha dado todo de sí para llegar aquí lo antes posible -expresó el capitán, en agradecimiento por el esfuerzo que el cabo había realizado. -¡Si, Señor!
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-¿Cómo están los caminos? -le preguntó el oficial con una suave sonrisa mientras desataba el folio. -Los caminos están tranquilos y desiertos, Señor, pero creo que en bastante mal estado para las carretas que saldrán esta noche de la capital. Aquel cometario lo cogió de sorpresa, y Martín suspendió por un segundo el mecánico movimiento que sus dedos realizaban para abrir el despacho, en cuanto cruzaba sus ojos con los de su subordinado, quien lo miraba impasible. -Y se pondrán peor si llueve -alcanzó a comentar el capitán justo en el momento que abría la hoja y pasaba a concentrarse en la lectura de la información recibida. -Pues creo que antes de que ellas lleguen hasta aquí, se descortinará una lluvia descomunal, Señor -llegó a comentar el cabo, manteniendo la firmeza de su postura. -No se preocupe con esos detalles, hombre de Dios, seguramente
también
sortearemos
con
éxito
ese
inconveniente -refutó el capitán, abstraído en la lectura. -Ahora puede retirarse -le ordenó-. Descanse un poco, que seguramente más tarde necesitaré de sus servicios. Minutos después el presuroso oficial salía de la pieza y se dirigía a paso firme hasta el ayuntamiento en Carretas del Espectro
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busca del alcalde Manuel de la Piedra. Pretendía comunicarle las nuevas que había recibido desde la capital. -Veo que ha descansado un poco, señor Martín pronunció el alcalde así que le estrechaba la mano-. ¿Ha llegado el correo? -preguntó al suponer el motivo de la visita. -¡Sí! Y si las carretas parten de Buenos Aires esta misma noche, conforme está previsto, yo creo que el domingo ya estarán por aquí, señor Alcalde -manifestó el capitán con el rostro circunspecto. -¿Hay alguna mención de cómo nosotros debemos proceder a su llegada? -inquirió el hombre, pensando más en la honorable comitiva que llegaría y en lo que debería providenciar para el resguardo de los valores que estos traerían junto. -Primero, debo advertirlo que se trata solamente de los caudales reales… -comenzó a explicar el oficial, en un remilgo. -Ya me lo imaginaba, señor Martín, pues pienso que nuestro Marqués querrá defender primero nuestras posesiones sin el constreñimiento de salvaguardar solamente el oro Real. -Nunca se sabe, mi Señor, lo que en realidad puede pasar por la cabeza de un noble aristócrata, pero no creo Carretas del Espectro
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que sea prudente nosotros discutirlo ahora. -Ponderó el oficial con reluctancia. -Entonces, dígame pues que novedades nos envían ahora. -En el caso específico que le mencioné, el señor Sobremonte dictamina que, por las dudas, se separen los caudales del Rey y los recursos de la Real Compañía de Filipinas, de todos aquellos que se hallaban depositados en la Caja Real pertenecientes a particulares. -Me parece muy sabia medida -manifestó Manuel de la Piedra, al momento que cavilaba la oportunidad de agregar los propios a la Caja Real-. Principalmente -acotósi los invasores vienen en busca de ellos. -¿Tiene algo en mente, señor Alcalde? -quiso saber el oficial al percibir que la imaginación del hombre discurría por caminos diferentes. -Creo que sí, pero es mejor que primero lo hablemos con el padre Vicente, al final de cuentas, pienso que en las iglesias siempre hay un lugar secreto donde los curas guardan sus Santos Secretos -pronunció el hombre junto con una carcajada comedida, no fuese que Dios lo castigase por su infame apostasía. -Bueno, hombre, esa parte se la dejo a usted -avisó Martín sin inmutarse-. Yo me retiraré dentro de poco con Carretas del Espectro
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un pelotón de apoyo, yendo al encuentro de la caravana para reforzar su custodia. -Está bien, así lo haré. Pero cuénteme más, Capitán. ¿Cómo está la situación en la capital? ¿Se menciona algo? ¿Hemos logrado contener la invasión? -Usted tiene muchas preguntas y yo muy pocas respuestas -señalo el concienzudo oficial, no queriendo con su relato generar miedos innecesarios. -Pero si no las tiene usted, por aquí no las tiene nadie, Hombre -rebatió el contrariado alcalde-. No sea tan comedido, pues todos aquí estamos dentro del mismo barco -agregó el regidor de ceño fruncido. Al sentirse intimado a tener que contar sobre el desarrollo de los acontecimientos, el rostro del oficial se contrajo en una duda, pero consideró que no había porqué negar lo que dentro de muy poco todos ya lo sabrían. Reflexionó entonces sobre su determinación y comenzó: -Señor Manuel, cuando yo partí, el señor Virrey estaba festejando el cumpleaños de su futuro yerno, don Juan Manuel José de Marín y Quintana, que, como usted sabrá, es el novio de su hija María del Carmen. -Sí, ya sabía sobre el noviazgo de su amada hija, expuso el alcalde alzando las cejas.
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-Pues bien, ese fue el último momento que yo estuve con él. Pero estaba informado que tras el banquete en el Fuerte, como alrededor de las seis y media de la tarde, él y su familia deberían dirigirse al Teatro Argentino, que queda frente a la Iglesia de la Merced. -¿No me diga? -ilustró el hombre, sintiendo una puntada de envidia de todos aquellos que llevaban una vida distinguida en la capital. -¿Y se puede saber qué obra esplendorosa ellos pretendían asistir mientras se nos quema el rancho? agregó como si se juzgase celoso de lo que ocurría. -Creo
que
su
comentario
es
imprudente
y
precipitado, Señor. Pues mismo que la situación fuese apremiante,
comprenderá
que
hay
compromisos
ineludibles a los cuales el señor Virrey está obligado a participar, mismo como usted lo menciona, “que se nos esté quemando el rancho”. -Le expreso mis más humildes disculpas, Capitán. manifestó el descuidado alcalde bajando sus ojos al suelo-. No fue mi intención manifestar cualquier disconformidad con las prontitudes del señor Virrey y su familia, ni tampoco con la crema y nata de la sociedad española o porteña. Tal vez sean estas soledades lo que hace perturbar mis pensamientos. No se olvide usted que pronto nos Carretas del Espectro
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llegaran muchas responsabilidades -expresó con voz comedida y un rostro imperturbable, buscando salvar la situación. -Acepto sus justificaciones sin más ponderación, pero le recalco, señor Manuel, que no podemos perder la cabeza ante cualquier imperiosa circunstancia que se nos presente -enunció el capitán Martín, no sin dejar de percibir que la mirada del alcalde se mostraba conturbada. -En todo caso, -agregó a seguir-, le diré esa era una función de gala con el estreno, para América, del gran éxito de Leandro Fernández de Moratín, “El sí de las niñas”, el cual ha sido estrenado exactamente hace cinco meses en el Teatro de la Cruz de Madrid. Dicen que es una obra maravillosa -acotó por fin. -Que esplendido sería si un día se nombra a Luján como la Capital del Virreinato. Bien que esos tipos de acontecimientos distinguidos y linajudos los podríamos tener bajo nuestras propias narices. ¿No le parece, Capitán? -Sepa disculparme, señor Manuel, pero tales conjeturas no agregan nada en este momento. Yo debo partir dentro de poco, así que tenga usted a bien dispensarme de esta grata tertulia, y no se olvide de
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encontrar lo cuanto antes una solución junto al padre Vicente. Luego del intercambio de los cumplidos habituales, el capitán se marchó hacia el fortín en busca del teniente coronel Antonio de Olavarría. Pretendía comunicarle de las primicias contenidas en el correo, si es que este ya no las sabía. -Hay aquí acantonadas dos compañías con 150 soldados cada una, señor Teniente. Por lo tanto, le comunico que tengo órdenes expresas de partir lo antes posible con por lo menos 80 Blandengues, como forma de reforzar las tropas que se encuentran bajo el mando del inspector Pedro de Arce, quien en estos momentos debe estar observando el posible desembarco británico en Quilmes. Sin embargo, mientras pronunciaba esta resolución, mal sabía el capitán que por esas horas del día 26, los sucesos eran bien diferentes de lo se imaginaba, y los ingleses ya se encontraban en suelo argentino. Por otro lado, el propio teniente Antonio ya desconfiaba que esa disposición le llegaría tarde o temprano, pero acreditaba que él sería incluido en ella, pues al final de cuentas, aquella región era puro pajonal y desierto en derredor,
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recostada sobre el río que servía también de antemural para los indios pampas, serranos y tehuelche. -¿Alguna objeción, señor Teniente? -preguntó el capitán con voz autoritaria, cuando percibió trazos de aspereza en el semblante del subordinado. -No, Señor, ninguna. -No es eso lo que dice o expresa su rostro, Teniente. Su propia fisonomía lo acusa. -Bueno, señor Capitán, es que yo estoy totalmente dispuesto a acompañar a mi tropa bajo cualquier circunstancia, pues pienso que de nada serviría que me queda a guardar un local como este, si nos vemos invadidos por la canalla inglesa. -Bien dicho, mi Teniente. Estoy seguro de que si tenemos muchos otros soldados con su mismo temple, nuestro Ejército saldrá triunfador en esta contienda manifestó un agradecido oficial que había cambiado su tono de voz y ahora le estaba dando solemnidad a sus palabras. -Gracias, mi Capitán. ¿Quiere que elija a alguien específico para hacer parte de la tropa? -le respondió el feliz teniente, al considerarse parte integrante del pelotón. Sin más demora, el destacamento luego quedó organizado y al caer la tarde ya se veía a los hombres Carretas del Espectro
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galopar a todo trote en busca de su destino. Sin embargo, ya no se podía advertir la común polvareda que se desprende de los cascos de los caballos cuando cabalgan a toda prisa, pues una lluvia fina e insistente había comenzado a caer y ya fijaba charcos en las hondonadas del camino.
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En efecto, al producirse la primera invasión inglesa a Buenos Aires, los sucesos dejaron claro que las órdenes que
impartían
del
virrey
Sobremonte
desnudaban
cualquier otros intentos que no fuesen los de revelar una monarquía española en América, organizada únicamente con el intuito de extraer y acumular “tesoros” en sus territorios, a la vez que marginaba con su terca intentona todo lo relativo a la política gubernamental, social y de defensa militar de sus provincias. Por tanto, Sobremonte, al ser colocado frente a ese duro y difícil trance, probó que su carácter no estaba a la altura de la situación. Y hasta llegó a creer que los invasores no realizarían sus propósitos con las escasas fuerzas que traían, descuidando aun entonces, de armar y disciplinar a los vecinos. Le bastó a él con limitarse a organizar algunas partidas para que vigilaran las costas durante las noches. Así venía ocurriendo desde el 17 de junio, día en que fueron vistos los buques ingleses en el estuario, y hasta el 27 del mismo mes, en que desembarcaron en las playas de Carretas del Espectro
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Quilmes y marcharon arrogantemente sobre la ciudad, cuando por esos días el Virrey no hizo más que dar órdenes y contraórdenes, se movió de un lado para otro lado, paseó por las calles acompañado de grandes comitivas de ayudantes y, en el momento que se decidió a distribuir armas y municiones, lo hizo en una forma torpe, inconveniente y ridícula. Al tomar los apuntes de Pedro Cerviño, vemos que en su diario nos da los siguientes datos acerca de esa tosca distribución realizada el día 25 de junio, y allí encontramos que: “A las dos de la tarde -dice Cerviño- tocaba de nuevo la generala, y dada la señal de alarma corrieron todos con precipitación al cuartel; allí recibieron de mano del sargento distinguido que hacía de Brigada don Antonio del Nero, una espada, una pistola, una canana y porta-espada, entregándosele suelta una piedra y cuatro cartuchos. Inmediatamente, y sin darles lugar a la colocación del armamento expresado, los hicieron salir a tomar sus caballos en la calle, en donde el ayudante de plaza, don José Gregorio Belgrano, sin permitirles la menor demora, los hizo partir con la mayor precipitación, llevando Carretas del Espectro
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por esta razón todo el armamento en las manos, hasta el puente de Gálvez, en donde hallaron al capitán general con algún tren volante y varios edecanes, que los hizo hacer alto. Con ese motivo procedieron los
soldados
a acomodar su
armamento, del que ya habían perdido alguna parte de los cartuchos y piedras, faltando en todas las llaves, la zapata para colocar aquellas”. Igualmente, se sabe que un otro momento singular que llegó al extremo de ser considerado risible, se produjo cuando dos esclavos que ingresaban a la ciudad después de haber presenciado en la playa de Quilmes el desembarco de los ingleses, fueron llevados de una guardia a otra guardia, hasta trasladarlos a la presencia del Virrey, aunque también conste que más tarde llegaron otros informantes trayendo noticias abultadas e inexactas. Pero solamente aquellos dos negros, esclavos de la chacra de don Juan Antonio Santa Coloma, fueron los que vieron bien y narraron los hechos sin fantasía. Al enterarse de los pormenores, y según la expresión de un privado del Virrey, “aquello no era cosa de broma”, y fue en virtud de esos datos que se resolvió avanzar con
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las fuerzas disponibles hacia el camino que traían los ingleses. Realizándose este propósito y ya frente al enemigo, se revisaron las armas distribuidas, y que consistían en: “…espada y pistola: de éstas, las más estaban sin piedra por el desorden y precipitación con que se les hizo su entrega, y las demás, o todas las que carecían de ese efecto, tenían el que las balas de los cuatro cartuchos por individuo, no venían, de modo alguno, al cañón de la pistola”. Esta desbarajustada circunstancia, mismo
que
probase la absoluta nulidad de los jefes militares y la del propio virrey, no amedrentaron a la gente dispuesta a la lucha, y antes no hizo más que estimularla a pedir que se les permitiese la entrada, proponiéndose la derrota enemiga con sólo la atropellada de los caballos. El brigadier Arce, que por entonces mandaba aquella malaventurada división de soldados bisoños y desarmados, se concretó a presenciar la marcha de los invasores, colocándose en medio de un cuadro formado por los Blandengues y las milicias. “…de modo que estaba cubierto por dos filas de hombres
así
por
vanguardia,
como
por
retaguardia, sin el menor recelo de ser herido, Carretas del Espectro
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pues aunque estaba a caballo, éste era un petizo semiburro”. Cuando el oficial resolvió salir de esa equivocada inacción,
fue
para
ordenar
algunas
operaciones
descabelladas que no llevaron perjuicio alguno a las filas invasoras. Momentos después hizo tocar retirada, y ésta se convirtió en una desordenada fuga. Fue a la distancia que se logró reunir a la mayor parte de los dispersos, y entonces el brigadier Arce no hizo más que increpar a soldados y oficiales, declarándoles que “lo habían dejado solo”, y al subir el tono de su voz, como si con ello buscase contestar a los posibles reproches de su conciencia, exclamó: “¡Si alguien cree que ordené la retirada por cobardía, desafío al más valiente para que salga en el acto a batirse de hombre a hombre conmigo!” Mientras estas escenas ridículas se desarrollaban en el campo de los defensores, del otro lado, los soldados ingleses seguían tranquilamente su marcha sobre la capital, donde el Virrey buscaba poner en orden sus cosas particulares, dispuesto que estaba a encabezar la huida.
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-¡Está todo dispuesto, Señor! -avisó el brigadier José Ignacio de la Quintana, en ese entonces Jefe Militar de la ciudad y Comandante de las Fuerzas del Virrey. -¡Mi amigo! -exclamó el sugestionado virrey-, ¿quién has dejado tú, como responsable por la instrucción a ser dada a los solados de la defensa? -le preguntó el magnetizado Sobremonte. -No hay por lo qué preocuparse, Señor. Ya está todo preparado. Será el Inspector Arce aquí en la ciudad, mientras que la artillería estará al mando de Antonio Olondriz, además, el Capitán Liniers les dará todo el apoyo posible por el río. También tengo dispuesta la caravana para partir, así que usted lo disponga, mi Señor. -¿Y quién ha encargado usted de tan difícil comisión, amigo José Ignacio? -quiso saber Sobremonte, impaciente, más que nada, en querer preservar los caudales y poco preocupado en defender una ciudad que ya le parecía indefensable. -Será el adiestrado carretero Mateo Delgado. Y no se alarme, mi Señor, pues este es un hombre muy ducho en sus oficios, y que, además de ser de nuestra entera confianza, conoce al dedillo aquellos caminos -le comunicó el tío político del virrey.
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-¡Óptimo!
Entonces
creo
conveniente
que
mandemos llamar a los señores Belgrano, Villanueva, Rezábal y los otros, para que podamos ultimar cuanto antes los detalles. -Concretó el hombre de Su Majestad por estas orillas, pretendiendo avisar a los intimados sobre el resguardo de los caudales de la corona y otros menesteres. -Mi Señor, ¿tiene usted algún inconveniente de que haya dejado la artillería bajo el mando del sexagenario Olondriz? -preguntó el brigadier, más que nada para certificarse que su determinación era de agrado del virrey. -No veo inconveniente alguno en su determinación, mi amigo, para el caso en que los enemigos fuercen el paso del Riachuelo, aunque creo que habría que ordenarle a éste la defensa del Fuerte sin reparar en los perjuicios que ello pudiera ocasionar en la ciudad y sus edificios. Manifestó Sobremonte con la mirada perdida. Poco después Sobremonte también se puso en marcha junto con unos 600 hombres. Era la tropa de caballería que había pernoctado en Barracas, además de la anexión de otros voluntarios que habían venido de Olivos, San Isidro y las Conchas. En ese momento iban con rumbo hacia el oeste. Muchos de los que componían su séquito, entendían que, con su actitud, el virrey buscaba atacar a los ingleses Carretas del Espectro
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por la retaguardia, cruzando el Riachuelo por el Paso de Burgos, mientras las fuerzas defensoras buscaban cerrar el avance inglés por el Paso de Gálvez. Pero cuando el virrey, desde la Convalescencia alcanzó a ver a las fuerzas defensoras
retrocediendo
ante
el
decidido
avance
británico, percibieron que él había mudado de opinión cuando giró ligero hacia el oeste y, al llegar a la calle de las Torres (hoy Rivadavia), abandonó la ciudad por los corrales de Miserere. Vicente Fidel López, que en ese momento se encontraba junto al grupo también formado por algunos de los jefes militares, alcanzó a comentar y más tarde anotar: -“estos van cabalgando como si los persiguieran de cerca”. Pero antes de emprender la huida, Sobremonte quiso recordar una vez más a su tío político, el brigadier don José Ignacio de la Quintana, -entonces jefe militar de la ciudad-, las órdenes que tenía de defenderla, aunque le prescribiera que si la suerte le fuera adversa, que buscase negociar con el enemigo una capitulación honrosa. -“Si tiene tropa y armamento, señor de la Quintana, le cabe defender la ciudad; pero si no lo tiene, entonces entréguela” -le dijo el virrey al acompañar sus palabras
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con un gesto displicente, mientras ordenaba con la mano para que su adalid se retirase de la sala. A esta altura la suerte ya estaba echada. El día 27 de junio, convencido de la ineficiencia de todas sus contradanzas, y cuando los invasores ya pasaban el Riachuelo y entraban en la ciudad, estando ya con el pie en el estribo, aún tuvo tiempo para orientar al coronel José Pérez Brito para que éste se reuniera con algunos jefes militares, cabildantes e integrantes de la Real Audiencia, a las 7 de la tarde, para que acordasen juntos los puntos de la capitulación. A esas alturas, Sobremonte ya había despachado los fondos reales a Luján y su propia familia estaba reunida en la quinta de Liniers (cercana a Plaza Once o Miserere) para emprender el viaje al interior cuando lo quisiera el virrey. Y así entraron las tropas inglesas en una ciudad a la que habían abandonado sus autoridades, sin dar a los vecinos más noticia del gravísimo hecho, que aquellos tres cañonazos de alarma disparados en la fortaleza.
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El ejército invasor, bajo las órdenes del mayor general William Carr Béresford, estaba formado por un total de mil seiscientos cuarenta hombres y plasmaba una plaza con sus diez y seis caballos y ocho cañones de diversos calibres. Todas esas fuerzas habían venido en doce diversos navíos: Diadem, Reasonable, Diomede, Narcisus, Leda, Encounde, Walker, Triton, Methanto, Ocean, Wellington y Justinia. Lo que vale agregar, es que las fuerzas mencionadas habían logrado pasar el Riachuelo el día 27, sin haber encontrado en su camino de avance ningún obstáculo que les pusiese limitación, lo que permitió que en la tarde del mismo día al fin entrasen en la ciudad en desfile por columnas. Luego llegaron a las puertas de la fortaleza y tomaron posesión de ella. “Fugado el virrey, rendidos los jefes y soldados, resignadas las autoridades, inerme y al parecer conforme la población, pudo el conquistador creer en la realidad de su conquista. Al día Carretas del Espectro
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siguiente de estar instalado Béresford en la fortaleza,
comenzaron
a
acudir
las
corporaciones, haciendo cabeza el obispo y su clero; se juramentaron oficiales y empleados, prestaron pleito homenaje y ofrecieron su valioso concurso “moral” los prelados y priores de convento. Pronto volvieron a abastecerse los corrales y mercados, a abrirse las tiendas y pulperías, como que, por circular en manos inglesas, no perdían los pesos y doblones su conocida efigie española. Si no hubo función de comedias en todo julio, lidiáronse toros en el Retiro, jefes oficiales colorados formaban relaciones en sus respectivas esferas. Las mismas familias en cuyas casas se hospedaban los oficiales, trataban a éstos con afabilidad… Decididamente, aquello andaba a maravilla y la contagiosa ilusión del comodoro, se trasmitió al general. Como Sancho en la ínsula Barataria, comenzó Béresford a creer en su gobernación, y prodigó las órdenes, decretos y reglamentos, a nombre del soberano británico. Así irían pasarse algunas semanas sin que los incautos vencedores se dieran cuenta exacta de la Carretas del Espectro
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situación. Habiendo asaltado la casa y con facilidad suma desalojado a sus dueños, los intrusos se instalaron en ella y armaron francachela, sin sospechar que los propietarios estuvieran juntando a los vecinos y preparándose para volver”. A su vez, los registros oficiales dan cuenta que el dinero que irían tomar los invasores, formaba un total de 1.438.514 pesos. Pero del dinero que posteriormente fuera entregue a Popham, quien por entonces mandaba la escuadra inglesa, sólo fue posible recuperar 130.000. No en tanto, la sorpresa de las primeras horas se cambió más tarde por indignación, cuando el numeroso vecindario de Buenos Aires se dio cuenta de que el miedo vergonzoso del Virrey los había arrojado bajo la dominación de un poder extraño. “Buenos Aires era conquista inglesa: y lo era por el abandono que de su derecho y su honor hicieron los agentes de la corona castellana. En ese día caducó la soberanía de los reyes. El pueblo no podía esperar la reivindicación de su nombre y la emancipación de su persona, sino de su propia energía y su naciente conciencia
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nacional. Días futuros reservaban un alto galardón a su ánimo viril…” Por lo tanto, Santiago Liniers, nada más que por inspiración propia, y ayudado después por los principales vecinos, quiso tomar a su cargo la obra de la reconquista. Y en la tarea, secretamente cumplida en cuanto abarcaba los preparativos en la misma ciudad que había sido conquistada, tomaron participación algunos miembros del Cabildo, los comerciantes y los vecinos. En esos precisos instantes se formó la conciencia popular que hizo desaparecer el poder de los virreyes, gobernadores, capitanes, etc., del régimen monárquico, cuando cada individuo salió a buscar unión con su vecino para desalojar al invasor, y ponía en juego su voluntad inspirándola en un ideal. La victoria en esas condiciones, tenía necesariamente que revelar una gran trascendencia política, como así quedó revelado posteriormente en la historia argentina. Sobre el “amor a los monarcas”, una frase de declamaciones inconscientes, había un orgullo de raza, herido por el invasor, y además otros dos sentimientos. El primero, a pesar de todo, más fuerte que el segundo: el sentimiento católico de la religión tradicional en el virreinato, y el amor al suelo en que se había nacido o se Carretas del Espectro
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tenía el hogar y la familia. Pero no es conveniente saltearnos la historia y su secuencia de hechos, ya que para que todo esto sucediera, tendrían que pasarse otros treinta días. En resumo, gobernaba el virreinato el Señor Sobremonte,
un
funcionario
que
era
apegado
al
formalismo de las altas posiciones administrativas y sin contar con las virtudes esenciales de un patriota. Con esas cualidades, no servía de garantía alguna para la colonia ni para los pueblos del virreinato, cuando se vivían tiempos en que España sufría el desorden interior y los ultrajes del absolutismo napoleónico, y justo cuando en los pueblos americanos empezaba a sentirse el movimiento de una idea emancipadora. Lo que se vio en realidad durante esos días, es que Sobremonte, sin armas y sin fuerzas militares, ordenara a último momento armar las milicias, mientras buscaba ejercer una débil defensa de la ciudad. Sin embargo, al contrario de buscar aparejarse para hacer frente a las fuerzas invasoras, lo que éste tenía muy bien organizado, era una rápida evacuación de los fondos acumulados en lingotes y monedas de plata, los que rápidamente buscó enviarlos a la ciudad de Córdoba con un convoy de carretas custodiadas con tropas de caballería, además de Carretas del Espectro
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llevar consigo a su familia y amigos, y dejando a la capital del Virreinato en manos de sus segundos para que negociaran la capitulación. Como en ese momento el comodoro Popham mantenía bloqueados los puertos de Buenos Aires, Montevideo y Maldonado, el iluminado Santiago de Liniers sintió que era su tan aguardado momento de intervenir, y concluyó que lo mejor sería emitir una patente de corso a favor de Juan Bautista Azopardo, quien pronto alistó la goleta Mosca de Buenos Aires. Esta patente le permitía ejercer la vigilancia en el área del Río de la Plata a la vez que tenía comisionada la atención sobre la escuadra enemiga y la notificación de cualquier otro posible desembarco. Desde un principio, la flota británica fuera avistada frente a Montevideo el 8 de junio, y el 24 de junio Béresford había amagado un desembarco en la Ensenada, realizando maniobras frente a Punta Lara y abriendo fuego contra las fortificaciones. Recapitulando los hechos, el 25 de junio una fuerza de unos 1.600 hombres al mando de Béresford, entre ellos el Regimiento 71 de Highlanders, al fin desembarcó en las costas de Quilmes sin ser molestados. Recién al día siguiente se dispuso en Buenos Aires la marchar hacia Carretas del Espectro
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ellos, bajo el mando del nuevo inspector del Ejército, coronel Pedro de Arce, quien cuando estuvo frente al enemigo rompió fuego, aunque la carga posterior de las tropas invasoras forzase a una retirada general de los defensores.
El desembarque en Quilmes
Se sabe que Sobremonte intentó una estrategia de defensa, armando tardíamente a la población y apostando sus hombres en la ribera norte del Riachuelo, confiando en poder atacar a los británicos de flanco. Pero el reparto de armas resultó ser un caos, y las desorganizadas tropas no pudieron detener el rápido avance inglés, de modo que el virrey quedó fuera de la ciudad, sin posibilidad de intentar nada en contrario. Cuando el día 27 de junio las autoridades virreinales que permanecieron en la ciudad aceptaron la intimación de Béresford y entregaron Buenos Aires a los británicos, en la tarde de ese mismo día, las tropas británicas desfilaron por la Plaza Mayor (actual Plaza de Mayo) y enarbolaron en el Carretas del Espectro
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fuerte la bandera del Reino Unido, que permanecería allí por 46 días. Entonces, el territorio bajo dominio británico fue rebautizado bajo el nombre de Nueva Arcadia, en alusión a la tierra pastoril griega de tanto peso en las fábulas neoclásicas. A su vez, Manuel Belgrano, secretario
del
Consulado de Buenos Aires (y de todo el virreinato) y Capitán Honorario de Milicias Urbanas, manifestó la necesidad de reubicar el Consulado en el mismo lugar en donde el Virrey estuviese, y se dirigió ante Béresford a presentar la solicitud. Mientras tanto, los demás miembros del Consulado juraron el reconocimiento a la dominación británica. Cabe destacar que Belgrano prefirió retirarse “casi fugado”, según sus propias palabras, a la Banda Oriental del Río de la Plata, donde pasó a vivir en la capilla de Mercedes, dejando en claro su postura al pronunciar su célebre frase: “Queremos al antiguo amo o a ninguno”. Por otro lado, el formalista virrey abandonó la capital en la mañana del 27 de junio y se retiró con destino hacia Córdoba junto con algunos centenares de milicianos que no obstante no tardaron en desertar. Contrario a lo que menciona una persistente leyenda, este no llevaba consigo los caudales, ya que los mismos habían sido evacuados Carretas del Espectro
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dos días antes de acuerdo a un plan que había sido trazado anteriormente. Pero una vez que el enemigo se encontró en el poder, su comandante, Béresford, demandó la inmediata entrega de los caudales del Estado y advirtió a los comerciantes porteños que, en caso contrario, retendría las embarcaciones de cabotaje capturadas e impondría pesadas contribuciones. Pero aun estando en la Ensenada de Barragán cuando se produjo la invasión inglesa comandada por el codicioso comodoro Home Popham, el capitán Liniers vio pasar los buques y dio aviso al virrey Rafael de Sobremonte, pero no recibió orden de atacar, sino de regresar a Buenos Aires. Cuando el 27 de junio se encontró frente al hecho consumado de la toma de Buenos Aires por parte de los británicos y la huida a Córdoba del virrey, entonces Liniers consiguió permiso del gobernador británico para visitar la capital. Una vez llegado allí se puso en contacto con los grupos que organizaba Martín de Álzaga para intentar la expulsión de los ingleses, y viajó luego a Montevideo, donde su gobernador, Pascual Ruiz Huidobro, lo proveyó
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de hombres, armas y municiones, además de una escuadrilla de botes. Por otro lado, en una de las salidas de la Mosca, el bergantín HMS Protector y una goleta británica no identificada a la fecha, entablaron combate con la nave corsaria. Dada la inferioridad de fuego, Azopardo decidió fijar rumbo a la costa sur del río con dirección a Quilmes, donde quedó varado intentando salvar el navío. Los británicos aprovecharon la oportunidad para asaltar el buque corsario desembarcando cuatro embarcaciones livianas que izaron bandera negra. La primera barca fue capturada con un oficial y cinco marineros, mientras que las tres restantes regresaron a los buques que se encontraban fondeados fuera del alcance de los cañones de la Mosca. Previsor, Azopardo organizó en tierra una posición defensiva ante un posible contragolpe británico, y cuando volvió la crecida, volvieron a balizas. Empero, los prisioneros fueron remitidos a Buenos Aires y las bajas totales del navío corsario computaron tres marinos. Dentro de esa cadena de hechos, en julio de 1806, el almirante Sir Charles Stirling, que había participado de la Batalla del Cabo Finisterre, fue designado comandante del navío HMS Sampson con la orden de transportar las tropas Carretas del Espectro
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del general Samuel Auchmuty a Buenos Aires para brindar soporte a Popham. A su vez, en Montevideo, la noticia de la caída de Buenos Aires en manos de los ingleses produjo una gran preocupación, ya que era previsible que el objetivo final de los ingleses fuera apoderarse de toda la rica región del Plata. Por lo tanto, Pascual Ruiz Huidobro no era partidario de enviar una expedición a reconquistar Buenos Aires, dado que en esos momentos solamente contaba con una dotación militar de alrededor de quinientos hombres. Sin embargo, los habitantes de Montevideo, de los campos y los poblados vecinos, se pusieron a disposición del Cabildo y del Gobernador dejando el ofrecimiento de contribuir con hombres y recursos para reclutar un ejército, y así desalojar a los intrusos ingleses de Buenos Aires antes de que les llegaran nuevos refuerzos. En una sesión que se realizó en el Cabildo de Montevideo el día 18 de julio de 1806, se resolvió declarar que el abandono de su puesto por el Virrey Sobremonte, y el juramento de sujeción a los ingleses realizado por el Cabildo de Buenos Aires, colocaba al Gobernador de Montevideo como la máxima autoridad delegada del Rey de España en esta parte del continente; y en consecuencia, éste debía emplear esa autoridad para desalojar a los Carretas del Espectro
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invasores de Buenos Aires y así preservar a la ciudad de Montevideo. Bajo ese auspicio se reclutó en pocos días un ejército de 1.600 hombres, encuadrados en las unidades militares con asiento regular en la ciudad. Pero ocurrió, entretanto, que los barcos de la escuadra inglesa aparecieron frente a Montevideo, creando una importante amenaza para su seguridad.
De
modo
que
el
Gobernador
decidió
permanecer al frente de las defensas; y encomendó el mando de la fuerza expedicionaria que se dirigiría a Buenos Aires, a Liniers. Éste llegó a la Colonia del Sacramento y allí lo esperaba una escuadrilla reunida por el capitán de fragata Juan Gutiérrez de la Concha dejando el suelo oriental el 3 de agosto. Como por entonces Popham vigilaba las costas y el río de la Plata, las fuerzas de reconquista lideradas por Liniers esperaron que se precipitara cierta tormenta conocida en la región como sudestada: un temporal que dura días y que produce un intenso oleaje. Por consiguiente, mientras se desplegaba la sudestada, cruzaron el río sin ser vistos, a metros de los buques ingleses y llegaron al Tigre a principios de agosto. Pero al desembarcar, se encontró con la desagradable sorpresa de
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que los ingleses habían logrado desbaratar un contingente de fuerzas leales, que supuestamente debían unírsele. Fue de tal modo que finalmente el 12 de agosto de 1806 se iniciaba la reconquista de Buenos Aires, cuando Liniers atacó la ciudad, venció a los ingleses y obligó a su gobernador, William Carr Béresford a rendirse. En ese momento los rioplatenses se apoderaron de 26 cañones y de las banderas del regimiento 71. Posteriormente estas insignias británicas fueron expuestas en la iglesia de Santo Domingo de Buenos Aires. Pero nuevamente avanzamos demás con la historia, y este hecho no hace más que dejar pasar por alto las maquinaciones del entonces virrey, ya que la noche del 25 de Junio de 1806, el alcalde de la Villa de Luján, Manuel de la Piedra, había recibido una orden directa del Virrey Rafael de Sobremonte para que custodiase hasta la ciudad de Córdoba las 104 barras de plata y 42 cajones de plata sellada, que formaban parte del tesoro real amenazado por los ingleses.
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Durante el trayecto, el convoy se movía lento, no solamente por lo estropeado que se encontraba el camino, sino por el cuidado que ese diverso centenar de personas tenía con las bestias y con la carga. El propio don Mateo Delgado, un carretero habituado a esas lides quien durante la travesía de la columna venía ahorcajado en una de las carretas, también estaba preocupado, pues desconfiaba el ejército enemigo podía aparecer de vez para tomar lo que por derecho no era de ellos. Perdidos en esos pensamientos azarosos, de repente el hombre escuchó el aviso: -¡Atención! ¡Una partida se nos viene por el lado del poniente! -Gritó de repente uno de los troperos que venía por delante de la larga fila. -Son de los nuestros -exclamó de inmediato uno de los soldados, una vez que distinguió las divisas de aquella leva que se les acercaba, buscando con su voz determinada aquietar los ánimos de los compañeros y el suyo propio, pues no había duda de que todos estaban tensos, nervioso Carretas del Espectro
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y preocupados con la responsabilidad de la faena que traían entre manos. Cuando finalmente las dos fuerzas se encontraron, el alivio cundió sobre ellos y el capitán Martín pudo enterarse de algunos pormenores, si bien que no eran muchos, pues al salir las carretas en la noche del 25, las fuerzas enemigas ya habían desembarcado en Quilmes y eso el capitán ya lo sabía, salvo que el señor Virrey había dispuesto el uso de un grupo de defensores para cerrarles el paso y hacerlos volver a los barcos. -¡Teniente Olavarría! -Vociferó de repente el capitán Martín sin más demora. -Es mejor que usted siga directo hacia el Riachuelo con toda la fuerza que traemos, y se una lo cuanto antes al inspector Arce en la defensa de la ciudad. -Así será, Señor -respondió el satisfecho teniente al percibir la oportunidad que tenía de poder mostrar sus destreza militar. Mientras
el
anhelante
grupo de oficiales
y
subalternos parlaban a un lado del embarrado camino cambiando opiniones sobre lo que resultaría mejor en ese momento, las carretas continuaron a pasar lentamente por ellos haciendo chirriar sus ruedas, en cuanto escuchaban a los bueyes bufar por causa del esfuerzo que realizaban. Carretas del Espectro
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-Creo que si proseguimos con este ritmo de mala muerte, no llegaremos nunca -comentó el preocupado capitán Martín. -¿Qué nos sugiere? -preguntó alguno. -No sé, -respondió el sesudo capitán-, pero lo que más me pregunto es cómo haremos para acelerar la travesía hasta Luján -agregó, esperando a que alguno de sus subalternos contribuyese con alguna bendita sugestión. -Lo mejor sería que no parásemos más -anunció uno de ellos. -Sólo resta saber si don Mateo concuerda y si los bueyes aguantan el tirón sin descansar -comentó otro. -Déjenlo por mi cuenta -les respondió a seguir el recio capitán Martín-. Yo me encargaré de convencerlo para que mañana al amanecer podamos entrar finalmente en Luján. Mismo siendo temprano y la lluvia persistiera aunque sin mucha intensidad, la llegada de esa multitud a la ciudad causó luego un singular rebullicio, tal era la aglomeración de carretas, soldados, troperos y peones que, aliados a los pueblerinos y una plétora de perros que no paraban de roznar mientras les ladraban porfiados a los cansados bueyes y caballos, se fueron reuniendo de a poco frente a la puerta del Cabildo. Carretas del Espectro
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Frente a esa misma puerta estaba parado un solemne alcalde acompañado por el cura Vicente que, en un gesto maquinal, se entretenía bendiciendo a cada carreta. Habían sido avisados de antemano, durante la madrugada, por un prudente mensajero del ejército. -Si me permite, señor Alcalde -pronunció el capitán Martín con una leve inclinación de cabeza en señal de respeto a la autoridad constituida, mientras lo tomaba por el brazo y lo apartaba del agitado grupo que lo rodeaba. -Le diré que mis sugerentes pensamientos fueron hechos realidad, ya que una nueva resolución del señor Sobremonte, nos ruega que se separen las cajas que contienen los valores. -En buena hora me lo dice, señor Capitán. ¿Tiene usted noción de como las identificaremos? -quiso saber don Manuel alzando una ceja. -Bien fácil. Debemos separar todas aquellas que no tengan el sello Real o de la Compañía de Filipinas. Anunció el capitán en susurros. -Así lo haremos entonces -concordó el subrepticio alcalde en un murmullo. -¿Por acaso, usted ya tiene algún lugar definido? -le preguntó el capitán Martín, mientras movía la cabeza de
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un lado a otro para cerciorarse de que nadie los estuviera escuchando. -Pienso que lo mejor, por ahora, es que dejemos todas las cajas juntas aquí en el Cabildo, pero por la noche llevaremos aquellas correspondientes para la bóveda subterránea de la Iglesia. Creo que en aquel lugar estarán más que seguras. -Manifestó el alcalde poniendo cara de circunstancia para disimular un poco su revelación. -¿Por acaso el padre Vicente Montes Carballo ya está de sobre aviso? Imagino que usted no ha perdido tiempo en preparar las cosas para que no nos cojan desprevenidos
-pronunció
el
capitán
Martín
con
entonación socarrona, mientras que en su delgado y demacrado rostro se dibujaba una sonrisa suspicaz. -No sería para menos, señor Martín, al final de cuentas, de alguna manera yo también defiendo los intereses del Rey de sus súbditos, mismo que vivamos en este fin de mundo. En ese momento, al realizar una pausa en sus religiosas consagraciones exorcistas dirigidas a quienes pasasen a su frente, el padre Vicente percibió que aquellos dos hombres mantenían una coloquial conversación apartados a un lado de la entrada del Cabildo. Sin más comedimientos buscó acercarse a ellos, para enterarse si Carretas del Espectro
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alguna nueva disposición alteraría lo que ya había sido combinado. -¡Buenos días, padre Vicente! -saludó el capitán con una sonrisa-. Disculpe no haberlo saludado antes, pues no quise interrumpir sus devotas intenciones. -Agregó recomponiendo el rostro y dejándolo más solemne. -Desde ya dese por disculpado, señor Capitán, pues hoy por la mañana, de diferentes maneras, todos tenemos nuestros propios compromisos ante Dios y nuestro Rey -le respondió el clérigo con voz afable. -Es verdad, Padre, aunque creo que para algunos esa tarea sea más ardua que para los demás. -Concordó don Manuel de la Piedra de manera cordial. -Si no los interrumpo, señores, puedo saber si todo continúa como combinado -apuntó el cura, dirigiendo su mirada hacia los dos para ver si descubría en alguno de ellos alguna confidencia. -Todo continúan como antes en el cuartel de Abrantes -le respondió jocosamente el alcalde, mucho más para despistar los oídos de algún vivaracho que estuviera a observarlos. -Si usted no se incomoda, señor Capitán, me gustaría saber de qué cantidades estamos hablando. Nada más para estimar el espacio necesario dentro de la bóveda Carretas del Espectro
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cuchicheó el cura juntando las palmas de la mano como si estuviese rezando una plegaria al Santísimo. -Estamos hablando de 104 barras de plata y 36 cajones de plata sellada de a dos mil pesos cajón, padre Vicente. Aunque no todo se guardara allí. ¿Cree usted que haya algún inconveniente en lo que planeamos? -preguntó el alcalde para cerciorarse que todo estaba bien. -¡Válgame Dios! -Dijo el cura en voz alta- ¡Por la Virgen Santísima!, -añadió-, si con todo ese dinero se podría construir un enorme Santuario para Nuestra Señora. -Ni pensarlo, señor Padre -murmuró el oficial encarándolo
con
severidad-,
nosotros
somos
los
guardianes de esos valores, mismo que ellos sirvan para muchas finalidades que no aquellas que Su Majestad le dará. -Quédese tranquilo, hombre de Dios, que mi hablilla no fue nada más que un pecaminoso acto de mi parte, como hombre de frágil carne que soy. Le prometo que me penitenciaré por haber pensado algo así -le expuso el padre Vicente bajando su mirada al suelo en señal de humildad. -Por las dudas -anunció el capitán Martín-, les comunico que he mandado llamar al señor Valentín Olivares, que como saben, es el Alguacil Mayor de esta Villa. Carretas del Espectro
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Al escuchar el nombre de don Valentín, el alcalde lo miró extrañado. Era la primera vez que escuchaba entre ellos mencionar al alguacil y no esperaba que el capitán lo quisiese incluir en el grupo que estaría al tanto de los pormenores. -¿Le parece a usted, señor Capitán, que es menester circunscribir otras personas para dar cuenta de este enfadoso encargo? -inquirió el alcalde, buscando entender que ideas tenía el cauteloso oficial. -Diría que no. Ya somos suficientes… -¿Y entonces, por qué? -preguntó el padre Vicente antes que el oficial completase su esclarecimiento. -En todo caso, digamos que es mejor así, señores. Por lo menos don Andrés de Migoya estará mejor vigilado y menos tentado a cometer un disparate. -¿Usted se refiere al español? -acotó don Manuel con cara de espasmo al registrar su protesto-. Pero si ya le dije que el hombre es de confiar, señor Capitán. -Qué se yo -señalo éste-, tal vez quiera proteger mejor lo que nos han confiado, y como no lo conozco y no sé muy bien aún a que grupo este hombre pertenece, nada mejor que rodearnos de todas las providencias posibles. -No hay dudas de que su mente maquiavélica raciocina diferente que la nuestra, señor Martín -arguyó el Carretas del Espectro
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cura, sopesando la astuta salida del capitán, al pretender incluir un esbirro que otorgaría más seguridad a lo que se pretendía. -¡Sí!
Nada
de
confiarse
solamente
en
las
providencias que nos dará Dios. Cuando todo estuvo descargado de las carretas y guardado en una bien custodiada habitación del Cabildo, don Mateo Delgado se despidió del capitán Martín y de don Manuel de la Piedra, anunciándoles que luego más se retiraría a las afueras del pueblo y acamparía en las orillas del rio para aguar los bueyes y los caballares, además de permitir el descanso de los agotados peones y carreteros. En todo caso, si era menester continuar con el trayecto hacia Córdoba, no era más que avisarlo. -Todo depende de cómo se precipiten las cosas en la capital, señor Mateo, pero así que sepa algo, le avisaré de inmediato. -Por pura intuición -insinuó el cansado don Mateo-, nomás le diré que la cosa se pondrá fea por aquellos pagos. -¿Tiene usted alguna información que nosotros aun no disponemos? -quiso saber el exaltado alcalde allegándose a su lado como garrapato al perro.
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-Nada más que lo que saben ustedes, señores, pero lo dicho no es nada más que una subjetividad de mi parte en esos asuntos un tanto ladinos. -Pero su visión beatífica nos augura lo peor, señor Mateo -pronunció el cura Vicente mirándolo a los ojos, mientras buscaba en la mirada de los otros dos hombres por alguna respuesta sagaz. -Es que pienso que si no tomamos las debidas providencias cuando todavía era posible, calculo que ahora es un poco tarde para que reaccionemos ante esa canalla británica que nos acecha en nuestras propias orillas. Recitó el hombre dando de hombros para quitar importancia a sus palabras. -Bueno, no hay que precipitarse y pensar en lo peor. Lo mejor es mantener el espíritu en alto y tener fe en el Señor. Quizás cuando nos lleguen nuevas informaciones sobre el desarrollo de la contienda, todo no pase de un gran sobresalto. -Enunció el clérigo dando aliento a los que dudaban. Cuando la noche del sábado 26 cayó en la Villa, todos los vecinos ya se habían recogido a sus casas para rezar el rosario y pedir unidos en familia por el buen término de la disputa que se entablaba en la capital, y para que ella no los alcanzase allí, en ese desolado paraje. Carretas del Espectro
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Por alguna que otra ventana, desde sus postigos se escapaban hilos de luz que se había fugado de algún candil. Vez que otra se escuchaba el ladrido de algún perro haciendo frente a la sospechosa oscuridad de la noche. Desde lo lejos, a veces se oía el relincho de un caballo mañoso y asustado por causa de algún movimiento en la lobreguez de la noche. Y salvo el crepitar de la leña del brasero que la tropa había encendido para asar la carne con que saciarían su hambre, enfrente al Cabildo y a la iglesia todo estaba quieto. -Los hombres ya están prontos, señor Capitán anunció un teniente de voz ronca. -Entonces comencemos lo cuanto antes. Pero antes hágame otro favor, vaya a buscar al señor Cura, y dígale que se prepare. Poco después el capitán Martín partió al encuentro del soliviantado alcalde para concretar el inicio del traspaso de los caudales que ellos guardarían en el subterráneo de la iglesia. -Ya vamos comenzar, don Manuel. -le anunció con voz firme-. Usted se queda aquí y anota con precisión cada bulto que salga de esta habitación. -¿Y los demás? -preguntó el hombre, mismo no haciendo sentido lo que decía. Carretas del Espectro
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¿El dinero? -respondió el oficial con otra pregunta. -¡No! Pregunto por los otros, por aquellos que…. -Yo estaré allí afuera, con el resto de la tropa y en prontitud -se anticipó a responder el capitán-. El padre Vicente y don Andrés, se quedarán en la bóveda de la iglesia, mientras que don Valentín permanecerá en la sacristía volviendo a anotar cada volumen que allí ingresa. -Me parece correcto, así no corremos riego alguno confirmó don Manuel, ya más tranquilo.
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La llegada del soldado que portaba un nuevo correo los sorprendió cuando ya era noche adentro, luego después que ellos habían terminado de separar y guardar los valores, y los mayorales se encontraban reunidos frente al calor de la estufa de la casa de don Manuel, charlando conjeturas mientras tomaban vino y licor para alegrar el espíritu. -¿Qué noticias nos trae? -sondeó el frenético alcalde, así que el capitán levantaba los ojos de la nota que el prestadizo soldado le había entregado, el cual mientras la leía, se le había ido crispando el rostro al sabor de lo que contenía la misiva. El soldado, que hasta ese momento se mantenía inmóvil, de pie, a sólo dos pasos de la puerta, dejó pasear su mirada por aquel insólito grupo compuesto por el alcalde, el cura Vicente, el alguacil, el colono de cara redonda, Andrés de Migoya, y el delgado capitán Martín. Pero lo que a él más le llamó la atención, fueron las manchas de polvo y barro que había en el ruedo de la Carretas del Espectro
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sotana del padre, llevándolo a pensar que eso era algo infrecuente cuando se trataba de una tertulia en la casa de algún noble patricio. Y en esas especulaciones estaba perdido el hombre, que no alcanzó a escuchar la pregunta realizada por don Manuel. -¿Noticias graves, señor Capitán? -¡Señores! -anunció reciamente el capitán Martín haciendo con que su voz se tornase estridente en la sala-. Con grande pesar, debo comunicarles que nuestras fuerzas no fueron competentes lo suficiente para detener al invasor inglés, y a estas horas sus huestes ya deben haber traspasado fácilmente el Riachuelo -esclareció a seguir el oficial con un acento de congoja en la pronunciación. -¿Pero, cómo? ¿No lograron detenerlos en el puente de Gálvez? -indagó el alguacil, a quien se le instaló una mueca de espasmo en el rostro cuando hizo la pregunta. -Dicen que el puente fue quemado -aclaró el consternado capitán-, y que los ingleses llegaron tarde para impedir su destrucción, aunque cuando estos alcanzaron la pasarela fueron recibidos por el fuego de artillería de nuestros defensores que, en ese momento, estaban apostados en la otra orilla del Riachuelo. -¡Que tragedia! ¿Quién los comandaba? -quiso saber el cura, también con el rostro afligido. Carretas del Espectro
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-¿A los Ingleses? -le respondió el capitán con otra pregunta, mientras la hoja de la misiva le temblaba al estar presa reciamente en la mano derecha. -Por supuesto que no. Me refiero a los nuestros aclaró el padre Vicente. -Pues le diré, que por lo que mencionan, era don Miguel de Azcuénaga y el coronel de ingenieros Eustaquio Giannini a quienes se les había establecido la obligación de conducir la fuerza de infantería, mientras que nuestra artillería estaba al mando del sexagenario Antonio Olondriz. -¡Joder! -protestó español Andrés de Migoya en un arrebato de ira, mientras el rostro se le encarnecía. -Disculpe, padre Vicente. No pude contener mis ínfulas ibéricas -se justificó a seguir, más ruborizado que antes. -No se preocupe, ciertamente el Señor, con su bondad Divina sabrá comprender los motivos de su ira, señor Andrés -le respondió cortésmente el clérigo. -Pero cuéntenos, Capitán, ¿qué es lo que ha pasado? -insistió el preocupado alcalde. -¡Un desastre, don Manuel! ¡Un desastre! -¿Cómo que un desastre? -indagó el alcalde.
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-Pues me comunican que el señor coronel José Pérez Brito iría a reunirse hoy a las 7 de la tarde, hecho que a estas horas ya debe haberse cumplido, con algunos jefes militares, cabildantes e integrantes de la Real Audiencia, para entonces comunicarles oficialmente que el señor Sobremonte les participa su intención de retirarse al interior, para el caso que los enemigos forzasen el paso del Riachuelo; no sólo eso, sino que le habría confiado al coronel el mando militar de la plaza, ordenándole “la defensa del Fuerte sin reparar en los perjuicios que pudiese ocasionar en la ciudad y sus edificios”. -¡Una catástrofe, señores! -pronunció entonces el alguacil-. Pues la decisión de este hombre me hace parecer que la suerte de la ciudad está echada. -¿Y ahora, qué? -insistió el cura, sin llegar a comprender muy bien la extensión de lo sucedido. -Nuestro Virrey -comenzó a relatar el capitán, realzando la voz para dar más afectación a lo que debía contar-, logró reunir cerca de 3 mil hombres con los que marchó a Barracas, con la supuesta intención de enfrentar allí a los ingleses. Y afirman que se ubicó en la Convalescencia para observar el movimiento inglés, y que llegó a constituir su cuartel general en la quinta del sevillano don Antonio Dorna, en Barracas, ordenando Carretas del Espectro
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movimientos para una tropa que ya estaba fatigada por el encuentro con los ingleses en Quilmes. -¡Joder! No hizo nada más que movimientos estratégicos tardíos e inconsecuentes -protestó el español con el puño cerrado. -Además, señores, nuestro Virrey ubicó a un millar de los “urbanos” en el edificio de Marcó, al pie de la barranca y dejando el Parque Lezama a sus espaldas -continuó relatando el afectado oficial. -¿Y en qué resultó? -indagó el alguacil con el rostro duro. -Otro grupo, los oficiales y soldados del “Fijo”, reforzado con voluntarios, ocuparon la ribera interna del Puente Gálvez, con la orden de quemarlo en cuanto se acercara el enemigo, cosa que se hizo alrededor de las 4 y media de la tarde. -¿Entonces, quiere usted decirme que fuimos nosotros los culpados? -manifestó el cada vez más indignado Andrés de Migoya. -Sí, sobre este hecho no hay duda alguna, -tuvo que concordar el capitán Martín-, pero lo han hecho con tanta desorganización que, en la otra orilla, dejaron en pie algunas casas, tras las cuales se guarecieron los invasores ingleses y hasta desampararon allí varias lanchas y botes Carretas del Espectro
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que sin duda les serán a ellos de mucha valía para cruzar más tarde el río, si es que ya no lo hicieron. -Mucho me temo -pronunció el cura, persignándose, es que todo se torne incontrolable y esos canallas herejes de los británicos destruyan nuestra capital, y luego todo el país. -¡Calma! No nos precipitemos lanzando augurios fementidos, señor Padre. En algún punto del territorio, ciertamente nuestras fuerzas y la unión de los vecinos nos tornará capaces de poner freno a ese caballo desbocado. Declamó el alguacil, depositando la mano derecha sobre la culata del revólver que llevaba colocado ostensivamente en la cintura. -¿Por acaso, señor Martín, se menciona algo en la misiva sobre las disposiciones del señor Virrey, con respecto a mudarse para nuestra Villa? -¡No!, no comentan nada -afirmó el capitán Martín, frunciendo la boca en un gesto molesto. -Pienso que todo dependerá de cómo se salga nuestro señor Virrey en Barracas. -comentó un absorto alcalde que, con la mano en la barbilla, no paraba de caminar nervioso por el recinto.
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-No en tanto, yo pienso que si la mala suerte sigue acompañando al Marqués, en dos o tres días también lo tendremos por aquí. -Conjeturó el meditabundo alguacil. -Para mí, el Marqués de Sobremonte no tiene mala suerte ni lo acompaña la fatalidad, pues él me resulta muy protocolar, culón, lampiño y pelucón -protestó don Andrés, haciendo resaltar más de lo normal en sus palabras el típico acento ibérico. -¿Quién sabe, si en lugar de mencionar escarnios tan sólo movidos por la exaltación de nuestros sentimientos exasperados, nos unimos todos para orar y suplicar por el alma de todos aquellos que han donado valientemente sus vidas para defender los territorios y las poses se Su Majestad? -Profirió el cura Vicente, repasando la mirada por los rostros de sus compañeros. Mientras aquellos cinco hombres se explayaban en ese parloteo sin ton ni son y dominados por el enardecimiento, el soldado que había traído la misiva permanecía en pie junto a la puerta, de tal modo que a él le daba la impresión de que allí nadie se había molestado en llevar su presencia en consideración. Fue cuando el individuo halló por bien carraspear para llamar la atención de ellos.
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-¿Qué hace usted aquí, señor infante? -le preguntó el capitán, al sorprenderse por la presencia del mismo. No en tanto, el cura Vicente llegó a pensar que aquella postura tiesa del hombre, más se asemejaba a una fría estatua de sal, como le había ocurrido a la esposa de Lot cuando se volteó a ver cómo era destruida Sodoma. Enseguida se persignó. -Aguardo su determinación, Señor -le expuso el cansado soldado. -Está dispensado. Vaya a descansar. Si por acaso luego necesito de sus servicios, se lo haré saber -concluyó el superior, haciendo un ademán para que se retirara de la habitación. -Creo que nosotros también deberíamos descansar un poco, pues tengo certeza que mañana tendremos muchas novedades con lo qué ocuparnos -propuso el demacrado alcalde, después de mirar las agujas del reloj de pared. Sin embargo, el cura alzó su vista y la clavó en aquel extraño crucifijo mientras enmendaba una plegaria silenciosa.
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No obstante, se sabe que durante la noche del sábado 26 los ingleses no intentaron realizar el cruce del río, dado lo avanzado de la noche. Pero durante toda la madrugada ellos tuvieron que soportar los disparos realizados desde los dos cañones que los defensores habían acercado hasta la orilla del río. El propio virrey Sobremonte constituyó su cuartel general en la quinta de su compatriota sevillano Antonio Dorna, en Barracas, donde pasó la noche del 26 reflexionando sobre cuál debería su siguiente paso. Y así amaneció el domingo, de un lado, los 1600 ingleses esperando por las luces del alba para forzar el cruce del Riachuelo; mientras del otro, los 500 defensores de la ciudad, mal armados, todos mojados, esperaban guarecidos como podían tras unos cercos de tunas. Pero luego que el capitán Kennet cumpliera la tarea de reconocimiento que fuera ordenada por Béresford, y como tal vez para ellos, los ingleses invasores, la situación y circunstancias no podían admitir la menor demora, su Carretas del Espectro
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comandante mandó acercar 11 piezas de batería cerca de la orilla, haciéndola escoltar por la compañía de Cazadores del 71, con la infantería detrás, que quedó puesta a cubierto en las casas que no se habían destruido durante la quema apresurada del puente. El intercambio del fuego fue nutrido de ambos lados, pero un grupo de marineros ingleses logró cruzar a nado el río, bien en medio del fuego cruzado, y logró volver con botes y lanchas. Los primeros fueron usados para el paso de la infantería, mientras que los segundos para, amarrados unos a los otros, armar un puente provisorio que permitiera el paso de la artillería y de los caballos. Cuando los primeros botes ingleses llegaron a la otra orilla, las fuerzas defensoras de la ciudad se desbandaron, dejando la ciudad a merced de las fuerzas invasoras. En ese momento, la defensa de la ciudad presentó notorios errores tácticos que ya han sido comentados anteriormente, así como los comandantes se dieron el lujo de desoír otras ideas, como la de atacar al ejército inglés por la retaguardia, así que estos lograsen franquear el río, una solicitud que fue realizada por 500 marinos mercantes que requirieron el préstamo de fusiles para llevar adelante la acción.
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Luego después de haberse establecido el recio combate, el virrey Sobremonte marchó con unos 600 hombres, la misma tropa de caballería que había pernoctado con él en Barracas, además de la unión de otros vecinos voluntarios que habían venido desde Olivos, San Isidro y las Conchas, y juntos tomaron rumbo al oeste. Muchos de los que hacían parte de su escolta presumieron al inicio que, con ese movimiento táctico, el virrey intentaría atacar a los ingleses por la retaguardia, cruzando el Riachuelo por el Paso de Burgos, mientras las fuerzas defensoras se ocupaban de cerrar el avance inglés por el Paso de Gálvez. Mero engaño, pues cuando Sobremonte pudo ver desde la Convalescencia que las fuerzas defensoras retrocedían sin demoras ante el agresivo avance inglés, enseguida dio orden para que todo el grupo virase hacia el oeste. Pero al llegar a la calle de las Torres (actual Rivadavia), algo lo hizo mudar de opinión y abandonó la ciudad atravesando a galope los corrales de Miserere, junto a sus jefes militares. La caravana llegó a la chacra de Monte Castro cuando era casi medio día. Era una amplia propiedad cubierta de sauces, ombúes y durazneros, donde Sobremonte almorzó junto a su querida Juana María de Carretas del Espectro
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Larrazábal y la Quintana, la hermosa esposa porteña con quien había tenido doce hijos y, mismo así, aun exteriorizaba un aspecto jovial dentro de sus 43años. Todos allí lo aguardaban ansiosos para saber los pormenores de los acontecimientos y poder entonces enterarse del incierto futuro que los aguardaba. Allí estaban reunidos desde el mayor de sus hijos, Rafael de casi 23 años, hasta el menor de todos, José María Agustín, con tan sólo 6 años recién cumplidos, además de los amigos y los lameculos de siempre que se ocupan de merodear toda corte. -Mi querida Juana, -le dijo su marido cuando estaban solos en su dormitorio-, tened todas las cosas prontas, pues dependiendo de las noticias que me traigan esta tarde, partiremos lo cuanto antes para Córdoba. -¿Y nuestros hijos, qué será de ellos? -le preguntó ella con pequeñas lágrimas en los ojos. -Por supuesto que vendrán con nosotros, mi amada Juana. He ordenado para que preparen cuatro galeras, a fin de que ellos viajen confortables junto a nosotros. -¡Ay!... -suspiro ella entre sollozos, llevándose enseguida un pañuelo a los ojos para enjuagar un par de gotas de lágrima que pretendían escaparse por ellos.
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-No te preocupes, amada mía -le dijo su marido con un tono consolador-. Nosotros estaremos muy bien escoltados por nuestra guardia cordobesa, además de contar con la protección que nos ofrecen estos rudos soldados de aquí y toda la comitiva que nos acompañará manifestó el virrey de forma cordial manteniendo la voz tranquilizadora, a la vez que le tomaba sus manos entre las suyas para reconfortarla. -Si no es por eso que lloro, mi amado marido. Acotó Juana entre gimoteos-. Más bien, pienso en lo que dejaremos para atrás y lo que será de los pretendientes de nuestras hijas. -pronunció en entrecortados suspiros. -No te preocupes con tantas puerilidades, querida mía, que cuando establezca nuevamente la corte en Córdoba, no escatimaré esfuerzos para reunir una fuerza de voluntarios para intentar la reconquista de la capital. A la hora del té, Sobremonte se reunió con parte del séquito de comparsas que le acompañaban, para discutir y barajar con ellos las posibles alternativas. Fue cuando por fin creyó que en ese momento, lo mejor era nombrar a su tío político, el brigadier José Ignacio de la Quintana, como Jefe Militar de la Ciudad, dándole órdenes expresas de defenderla, pero no sin dejar de recalcarle que, si la suerte le fuera adversa y Dios no lo asistiese como era de esperar, Carretas del Espectro
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que entonces buscase negociar con el enemigo una capitulación honrosa. En esas estaba el virrey cuando de repente le piden audiencia y hacen entrar en la sala al cabo Guanes que venía acompañado de varios oficiales. -¿Quién dijo que era usted, Señor? -le pregunta el sorprendido virrey. -Cabo Bernardo Guanes, su Excelencia, para lo que usted guste mandar. -Enunció el hombre con aquel tipo de pronunciación que es muy peculiar entre los paisanos crecidos en los pampas, y a su vez sonando chusca al ser comparada con la de los engominados que estaban en la habitación. -Pues entonces diga de una vez a qué ha venido -le reprochó el nervioso virrey ante el silencio y la admiración de quien lo cortejaba en la sala. -Me habían dicho que estaba descansando, pero veo con orgullo que no es cierto, su Excelencia. -anunció el cabo. -Pues, ya ve que no. Así que me abrevie de hipocresías desnecesarias. En ese momento, los asombrados componentes de la comitiva se entregaron a cuchichear sobre las posibles ocurrencias que estarían aconteciendo en el campo de la Carretas del Espectro
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contienda, llegando a sospechar que los apóstatas británicos se les venían encima. -Yo le traigo una partida de gentes -anunció el cabo con voz sonante-, y es para plantarles lucha a esos bandidos; pues se dice que una tropa inglesa salió para acá. Para eso, yo aporto dos cañones, tres carretas de munición y siete artilleros… ¡Estoy a sus órdenes, patrón! Sobremonte lo miró de soslayo por escasos segundo y, en silencio, recorrió la mirada de los presente en la tertulia, como si estuviese esperando que ellos le confirmasen lo que él iría a responder. Nadie dijo nada. -Pues le diré, señor Cabo, que ya puede usted llevarse todo, porque aquí no hace falta -anunció el virrey de forma prepotente. Guanes
le
responde
atónito:
-Perdone,
su
Excelencia, pero aquí estamos para lo… -¿Ya escuchó al Marqués, paisano? -le gritó el exaltado brigadier José Ignacio. -El Virrey ha de partir de inmediato, y lo que precisa no son más carretas, sino más prisa… -continuó a explicarle cuando se vio obstaculizado por el rampante del virrey.
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-Está dispensado, Cabo -le interrumpe el virrey moviendo la mano en abanico para indicarle que se retirara de inmediato. De pronto el cabo Guanes se encuadra juntando los pies
y
haciendo
sonar
fuertemente
los
talones,
respondiéndole en voz alta: -Pues, Señor, si usted dispensa brazos y municiones estando con el enemigo al frente, será porque estamos perdidos… -lo increpa- …o porque recula y nos vende a todos. -¿Recula? ¡¿Recula y nos vende?! -le gritó el virrey, con el rostro tomado por la ira y con los labios tremiendo. Pero justo en ese momento Sobremonte retrocede algunos pasos y se cae al piso, mientras continúa a vociferar a todo pulmón y con el rostro enrojecido, concreta: -¡Tírenle, maldito, mátenlo! -¡Que lo hagan! -le retrocó el cabo sacando pecho-. Yo soy de aquellos que prefiere morir de un tiro que escondido en el monte… En ese instante, un oportuno oficial que había venido con la comitiva, desenvaina rápidamente su sable y lo apoya sobre el sombrero del cabo Guanes, pero realizando
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el mandoble sin darle el golpe, mientras le dice en voz baja: -Cállese, paisanito, que esto ya no tiene remedio… -¡Amárrenlo! ¡Amárrenlo! -continua a gritar el virrey desde su ingrata posición. Cuando fue agarrado con cierta violencia, finalmente el hombre es detenido por orden del virrey, mientras éste es auxiliado por sus secuaces a levantarse y componer la ropa. -Se lo ha ganado. ¡Que lo estaqueen! -ordena el brigadier José Ignacio de la Quintana cuando ya se están llevando al cabo de la habitación. -¡No! ¡Que lo fusilen! -Vocifera el Marqués de Sobremonte queriendo hacer valer las prerrogativas de su cargo. -No importa, mi Señor. El hombre morirá de todos modos, bajo la lluvia y la helada -concreta su tío político de manera apaciguadora. -Pienso que ahora será mejor que usted se prepare para partir, mientras yo me voy al Fuerte. -Le avisó el brigadier, dando a entender que la reunión estaba liquidada. Todos salen de la sala, menos Sobremonte, que recomienza a pasearse por la habitación con las manos Carretas del Espectro
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sujetas atrás de la espalda, poniéndose a meditar sobre los pasos a tomar. De repente, la puerta se abre de vez y nota la agitada llegada de su esposa. -¿Qué os ha pasado, esposo mío? -dijo ella con las manos aun sujetando un poco en alto el revoloteo del vestido, como intentando de que el ruedo no le imposibilitase dar los largos pasos con que debió dirigirse a la habitación. El hombre la miro con cara de espanto, como si viese en su mujer la aproximación de Satanás. Quiso balbucear alguna cosa, pero las palabras se negaron a salir de su boca. La indignación causada por el malcriado cabo aun persistía, y era claro que aquella actitud había hecho mella en su ánimo. -¿Estás herido, Rafael? Me han dicho que estabas en el suelo… ¿Qué ha sucedido? ¡Pensé que los ingleses ya estaban en nuestra puerta! -exclamó la mujer de manera frenética y con los ojos enrojecidos por causa del llanto. -No ha sido nada, mi querida Juana. Tastabillé y caí al suelo. Pero estoy bien, no te preocupes. -¿Y esos gritos, qué fueron? -Indagó la enternecida esposa, sujetándole el brazo en una evidente muestra de que buscaba en su esposo la manera de aplacar el miedo que sentía. Carretas del Espectro
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-Pues ya ves, te digo que no ha sido nada, mi linda Juana. Fue sólo un desentendido con uno de los paisanos que quiso faltarme con el respeto, y me vi obligado a ponerlo en su lugar. -¡Ay! -suspiró ella- ¿Cuándo será que tendremos paz otra vez? -agregó ahogando su lamento con un lloriqueo. -Será cuando lleguemos a Córdoba. Te lo aseguro, Juana de mi alma -manifestó el marido con voz calma, mientras le tomaba las manos entre las suyas. -Te pido ahora que te cerciores lo cuanto antes de que todo esté pronto, pues al alba partiremos, mi querida concluyó, dándole un beso en la mejilla. -¿Es verdad lo que me dices, Rafael? -pronunció la esposa imprimiendo una leve sonrisa en sus labios. -¡Sí! Estoy determinado a partir, Juana. Ya tomé las precauciones necesarias y he dejado a de la Quintana como jefe militar de la ciudad. -Entonces vamos, pero antes necesitas descansar un poco, mi querido Rafael. El viaje nos será largo y fatigoso con este tiempo horrible -señaló ella, al tomarlo de la mano retirándose juntos del salón.
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Una
copiosa
e
inclemente
lluvia
se
había
descortinado durante toda la madrugada, pero mismo así, al clarear el día 28 la caravana ya estaba formada y a camino, lo que hacía que los caballos, burros y bueyes hundiesen sus patas sin compasión en el barro de aquella vía rumbo a Luján. Al hacerlo, las ruedas de las carretas iban dejando profundos surcos que el agua pronto se ocupaba de llenar. Buenos Aires había quedado para atrás, así como las tierras de Monte Castro, ya que, en la cabeza del Marqués, esa ciudad representaba poco y nada para la economía virreinal de aquella época; por tanto, Sobremonte se disponía en el momento a consolidar y apuntalar su posición militar desde Córdoba, donde una vez allí podría reunir las tan anheladas fuerzas necesarias para gestionar una nueva lucha por la reconquista; esa vez sobre bases militarmente más sólidas, se había dicho en cierto momento, pero eso debía ser realizado antes de que a los invasores les llegasen nuevos refuerzos desde Inglaterra. Carretas del Espectro
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Fue así que, colocándose al frente de una columna de más de 2.000 hombres, entre ellos soldados, hidalgos, patricios, vecinos, paisanos, sirvientes, pajes y todo aquel arquetipo de gente disímil que hace agigantar una multitud, el virrey emprendió su melancólico traslado hacia la Villa de Luján primero, pues era allí que se encontraba guardado el tesoro real hasta su llegada. Sin embargo, una vez tomada oficialmente la ciudad de Buenos Aires por el jefe inglés, los comerciantes locales no perdieron tiempo en ofrecerle los caudales públicos a cambio de que éste hiciese la devolución de los barcos y lanchas que les habían tomado, así como entregarle también los capitales privados que se había llevado Sobremonte. Todo se principió luego después que el general Béresford se había instalado en la fortaleza, cuando entonces comenzaron a acudir al fuerte las más diferentes corporaciones. Haciendo cabeza de ellas concurrió el obispo y su clero, a la vez que le ofrecieron su valioso concurso “moral” los prelados y priores del convento. Luego le siguieron y juramentaron diversos oficiales y empleados gubernamentales que se dispusieron a prestarle el respetuoso homenaje, de tal forma, que pronto se Carretas del Espectro
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volvieron a abastecer los corrales y los mercados, se abrieron las tiendas y las pulperías, como que, por circular en manos inglesas, no perdían los pesos y doblones su conocida efigie española. Vale resaltar que un poco antes de concurrir al fuerte, el obispo Benito de Lué y Riega, el fray Francisco Tomás Chambo, además de otros curas y prelados, se hallaban reunidos alrededor de un candente brasero, confabulando y buscando esquivar el frio. Pero aquel cenáculo no ocurría en la catedral, y sí en la casona de un destacado importador de sotanas. -¡Hijos!, -pronunció de pronto el obispo en aquella inusitada reunión, mientras el fray Tomás se masajeaba los pies-, debemos tomar, con la ayuda de Dios, decisiones urgentes. -Es verdad, señor Obispo -concuerda el fray-. Nuestra ciudad de Santa María de los Buenos Aires acaba de ser invadida por protestantes, que, sin considerar aquí otros males, su sola presencia es una ofensa a la Virgen Santísima. -También he de recordarles que estos infieles siempre tuvieron el alma habitada por el demonio y, después de los judíos, constituyen la raza más codiciosa de
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la tierra. -Agregó el fray Tomás mientras continuaba frotándose los pies helados. -Digamos pues, que desviados, alejados de Roma, y ahora aquí, los vemos izando sus banderas y pregonando sus beneficios comerciales -concluyó el obispo con voz harmoniosa, así como si estuviese recitando un Salmo. -Con todo respeto, señor Obispo, -interrumpió el fray Tomás-, pero creo que con su sermón nos toma usted para el pedorreo. En ese momento, la fisonomía de los curas se puso tiesa ante las inconvenientes palabras mencionadas por el fray Tomás, pero notaron que el obispo, en lugar de enojarse, se sonreía. -Todos aquí sabemos que estos ingleses son infieles y endiablados -añadió el fray-. Pero también es cierto, su Excelencia, que debemos tener en cuenta que estos infieles han vencido, que ocupan hoy el Fuerte, y que nuestro muy católico Virrey Sobremonte halló mejor huir para salvar el pellejo; pero aquí estamos nosotros, los sacerdotes de la Fe de Roma, sin armas y a su merced. -Eso también es verdad, hijo mío. ¿Por acaso tiene alguna sugerencia… directa y práctica, Fray Tomás? -le preguntó el obispo refregándose las manos entumecidas por el frío. Carretas del Espectro
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-¡Por favor, su Excelencia! La cosa es más que evidente. -acota el fraile con el rostro ceñido- ¿O acaso olvidamos que la religión nos prohíbe a nosotros, humildes
pastores,
maquinar
contra
las
potencias
seculares…? -¡Sí! Ante todo, estuve meditando que es necesario y urgente dejar en claro esta cuestión ante el Comandante Béresford, que por lo demás, es todo un caballero… -se justificó el obispo. Frente a tal disertación compasiva, los curas callaron piadosos. Entonces el fray Tomás se levanta, fastidiado, busca un documento que había dejado guardado dentro de su breviario, y regresa a sentarse y refregarse sus pies. -Curas, curas teníamos que ser… -protesta el fraile una vez acomodado en su silla-. Si me permiten, desde hace unos días he estado tomando nota de mis plegarias. Veamos si la Gracia ha querido iluminarme… -¿Pretende leerlas? -le pregunta el demacrado obispo sin mover un músculo del rostro. Al final de cuentas, si en su ascenso hubo algo de nepotismo, eso no significó que él no fuera el mejor hombre para el puesto. Era excepcionalmente
inteligente,
de
gran
integridad,
ocurrente, magnánimo y agudamente consciente del absurdo de los hechos y la gente que lo rodeaba. A la vez, Carretas del Espectro
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estaba profundamente convencido de que, como principal vicario de Cristo en Santa María de los Buenos Aires, tenía autoridad sobre todo el mundo por debajo de Dios pero por encima del hombre. Alguien que juzga a todos y que no es juzgado por nadie. -Si usted me permite, sí, mi Excelencia -expresó el fraile apartándolo de sus reflexiones. Los demás prelados allí reunidos no entendían, o no hacían cuestión de entender lo que allí ocurría. Prefirieron todos permanecer en silencio. Pero tras obtener el consentimiento que le fuera otorgado por el nuncio con aquel movimiento universal de cabeza que significa aprobación, la voz del fray Tomás comenzó a resonar cadenciosa en la cálida habitación: “Excelentísimo Señor: -les comenzó diciendo-. Venimos en nombre de los cuerpos que representamos y en cumplimiento de las capitulaciones celebradas, a dar a Vuestra Excelencia la debida obediencia y las gracias afectuosas por la humanidad con que nos han tratado; y aunque la pérdida del gobierno en que se ha formado un pueblo suele ser una de sus mayores desgracias, también ha sido muchas veces el principio de su gloria…” -¿Qué les parece hasta aquí? -les preguntó el fraile Tomás al levantar los ojos del papel. Carretas del Espectro
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Finalizada la pregunta, se escuchó un leve murmurio tomar cuenta de la sala, y el hombre se entretuvo en observar los gestos de aprobación que le fueron dados por todos. Entonces, fray Tomás, de pie, retoma la lectura: -…“Confiamos en que la suavidad del gobierno inglés nos consolará del que hemos perdido, pues aun cuando nosotros y Vuestra Excelencia podamos profesar distinta religión, convenimos todos en que hay un Dios que premia a los buenos y castiga a los pérfidos…” -Justísimas palabras, fray Tomás -manifestó el obispo, dando leves golpecitos de aplauso con las palmas de la mano, pero más bien era un gesto realizado para apartar el frío que sentía. Entonces agregó de forma cordial: -Y ahora, ¿qué les parece si tomamos un té? El revoloteo de sotanas que se siguió a la propuesta del obispo, significaba que todo el grupo concordaba con la sugestión, y el fray Tomás no tuvo más remedio que suspender su lectura. Entonces, éste se separa del grupo, que sigue charlando y bebiendo té. Minutos después, el obispo le ordena que se junte con los demás y continúe con su lectura. -“…La fidelidad a este principio divino, -les comenzó a decir-, ornamento principal de la Nación Carretas del Espectro
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Inglesa, nos inspira confianza en que Vuestra Excelencia observará cuanto nos ha concedido generosamente. Y podéis confiar en que no faltaremos en nada a lo prometido, y que nuestra conducta y persuasión servirán de ejemplo y de estímulo a todos los demás”. A su última palabra le siguió un silencio general, y repasando la mirada entre los asistentes, anunció con voz tierna: -Y así concluimos, señores. ¿Están ustedes de acuerdo? -finalizó, esperando ahora por comentarios que no vinieron. -En todo caso, -advirtió el obispo-, hay que ver lo que es mejor, si entregarla personalmente, o enviársela por anticipado por manos de un mensajero. -Soy de la opinión de que es mejor llevarla personalmente, y discutir luego con el Comandante Béresford cualquier punto que sea necesario -puntualizó el fray Tomás, ya contando con la anuencia de todos. En todo caso, esa misma tarde del lunes 28 de junio, una vez que el enemigo ya se encontraba en el poder, su comandante, el general Béresford, halló por bien demandar al brigadier de la Quintana y sus oficiales por la inmediata entrega de los caudales del Estado, además de hacer incluir en su petición todos los fondos públicos que Carretas del Espectro
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estuvieran en Buenos Aires el día 25, advirtiéndolo que de no siendo atendido prontamente su reclamo, haría saber a todos los comerciantes porteños que retendría las embarcaciones de cabotaje capturadas y les impondría pesadas contribuciones. De tal modo que, poco antes de redactar el primer bando
del
nuevo
gobierno,
Béresford
pregunta
nuevamente a los cabildantes dónde estaban los caudales del tesoro real, y porque estos no habían sido entregados hasta ese momento. Los cabildantes pretendieron argumentar que esos caudales habían salido de la ciudad, la noche del 25 de junio, por orden expresa del Virrey, y que por lo tanto estos no quedaban comprendidos en las capitulaciones propuestas por Buenos Aires y aprobadas bajo palabra por el propio Béresford. -¿Capitulaciones? -el comandante pronunció de manera colérica-. Es verdad que el gobernador me remitió un papel, pero también lo es que yo no lo tomé en cuenta. Y si entramos en la ciudad, no fue por virtud de ese papel, sino por no haber hallado oposición -argumentó Béresford. -Entonces, su actitud nos lleva a creer que ha habido poca formalidad de su parte, al negarse Vuestra Excelencia a firmar dicho documento antes de que sus tropas entrasen Carretas del Espectro
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a la ciudad. -Los cabildantes le contestaron de inmediato con entonación socarrona, haciendo notar la natural y característica viveza criolla. -No se olviden, nobles Señores, que cuando yo intimé al gobernador para que hiciese entrega de la plaza, le ofrecí respetar la religión, las personas y las propiedades; y lo he cumplido, así como también le exigí el tesoro real. -Pronunció Béresford levantando la voz en demasía, mientras lanzaba en sus palabras una velada amenaza a la ciudad. No bien acababa de pronunciar su ultimátum, en ese preciso momento llega uno de sus edecanes y le informa que había llegado al fuerte el brigadier de la Quintana, quien volvía para hacerle una visita de cortesía. Béresford le indica que lo dejen entrar y lo recibe sumamente enojado, no perdiendo oportunidad para recriminándole la falta de cumplimiento en la entrega de caudales. De la Quintana entonces le contesta: -¿Pues qué quiere usted, Vuestra Excelencia? ¿Qué nosotros tengamos que ponernos a pelear entre hermanos por los caudales que ahora se reclaman? -Por si no fui claro antes, le reitero por última vez, señor brigadier de la Quintana, que quiero ya los caudales reales -vociferó el hombre, visiblemente fuera de sí. Carretas del Espectro
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-Entonces -argumentó el brigadier-, creo que no me queda más recurso que escribirle al señor Virrey para reclamar por los caudales -pronunció el hombre haciendo un displicente movimiento de hombros. Un profundo silencio tomó cuenta de la habitación, mientras los dos hombres mantenían las miradas desafiantes clavadas en los ojos de uno y otro. -Pues bien, que sea éste el momento -concordó finalmente Béresford el brazo a torcer. Como no había tiempo para andarse con más demoras, el brigadier de la Quintana decide escribir la lacónica carta a Sobremonte, poniéndolo al tanto del requerimiento de Béresford, mientras agrega en su última estrofa: -…esta ciudad se ve al mismo tiempo reconvenida por lo mismo y con el sentimiento de que, por defecto de esos caudales, pueda variar el general de los sentimientos de humanidad y protección que le ha asegurado. Sin más vacilación, establece entonces que el propio inspector Arce sea el responsable de llevar en manos el referido mensaje, no sin antes avisarlo que esperaba por la respuesta ese mismo día.
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-Imposible, Señor. -alega el oficial abriendo sus ojos en demasía-. A estas horas la comitiva ya debe estar en la Villa de Luján… -Ni que la vaca tosa, señor Arce -le gritó el brigadier con severidad-. Estoy seguro que saliendo ya, usted encontrará el cortejo aun en medio del camino. Por tanto, le recomiendo que tome todo cuidado para que esta vez las cosas le salgan bien, ¿comprendió, señor Arce? El inspector, afligido, se retiró para reunir una escolta de pocos hombres y luego se lanzó a toda carrera por los campos encharcados. Una lluvia fina y un viento ladino le ofuscaban la vista y le ocultaban el sendero. A la mañana siguiente los hombres retornaron al fuerte cansados, por causa una larga noche de cabalgada, a la vez que portaban la respuesta del testarudo de Sobremonte. Cuando el brigadier de la Quintana recibe la correspondencia de manos de Arce, rompe el lacre y se pone a leerla con cierta impaciencia. La carta era sucinta y despertó en el hombre cierto grado de ofuscación. -“Responda a ese usurpador británico, que en la rendición, estos no estaban comprendidos en los derechos que da la guerra, como tampoco los recursos de la Real Compañía de Filipinas que, aunque se hallen bajo la Carretas del Espectro
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protección
real,
es
una
compañía
particular
de
comerciantes” -estaba sucintamente escrito. Sin demostrar estar de malhumor o algún otro vínculo de destemplanza en su fisonomía, el brigadier de la Quintana se dirige nuevamente en busca de Béresford, para entregarle oficialmente la respuesta de su señor Virrey, aunque dentro de sí ya anteveía cual sería la reacción del dominador Comandante. -¡Maldito sea! -protestó éste cuando se enteró de la respuesta- ¿Qué se cree este prepotente? ¿Qué se saldrá con la suya? -despotricó furioso mientras el brigadier lo miraba con cara de circunstancias. -¡Créame, Señor! -anunció el irritado comandante-. Ahora seré yo mismo quien le mandará un nuevo y definitivo ultimátum. -Por estas horas, seguramente que lo encontrará en la Villa del Luján -le respondió de la Quintana haciendo una mueca. -Qué sea, señor de la Quintana. ¡Que sea! Pero puede que también lo sea en el infierno -agregó el colérico hombre dejando escapar unas gotitas de saliva por entre sus labios. -Y le digo más, señor Brigadier, si ese brabucón de media onza insiste en continuar negándose a entregar los Carretas del Espectro
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caudales, le mandaré también un pelotón inglés para que vea que no estoy para bromas. Poco más tarde, el comandante Béresford hizo despachar nuevamente al inspector Arce, esta vez portando un mensaje claro, de que no aceptaría otra alternativa que el envío de los tesoros reales sacados “de extranjis” por Sobremonte. Ante la premura que el caso exigía, y ante la perspectiva de que fuesen decretadas las pesadas contribuciones que el usurpador les impondría si no se devolvían los caudales, el Cabildo no vaciló en enviar también una urgente comisión a Sobremonte, rogándole que entregara el tesoro a un destacamento inglés que habría de ser enviado dentro de poco en persecución del mismo.
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Esa noche el virrey durmió en Luján, más precisamente, se albergara en la casa contigua al Cabildo, no para custodiar los valores allí depositados, sino más bien porque era la única vivienda en condiciones de abrigar con un poco de comodidad a toda su familia. -Maldita lentitud -llegó a quejarse Juana una vez que los dos se encontraban solos-. Además, este barrizal y esta humedad me dan asco. El marido la miró sin contestarle nada, o quizás no quiso en ese momento echar más leña en la hoguera de las vanidades de su mujer. -¿A qué hora piensas que podremos retomar la marcha, mi querido Rafael? No me siento segura aquí, tan cerca de Buenos Aires -recriminó la mujer haciendo pucheros con los labios, una vez que su marido se mantenía callado. -Pienso que no será posible hasta la salida del sol. Pero tú no deberías alterarte así, mi amada Juana. Esto ya
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estaba previsto. El problema es este exceso de gentes y, aparte de tener que movilizar los caudales completos. -¿Qué pretendes decirme con eso de los “caudales completos”? -interpeló la esposa. -¿Qué esperabas tú, abandonar la única razón de esta incomodidad? -recriminó ella, visiblemente ofuscada. -¡No! Sólo te digo que el transporte se nos hace muy lento. Pero pienso que aún podemos agilizarlo -le respondió su marido, mientras comenzaba a quitarse la ropa para irse a dormir. -¡Pues yo no veo cómo las carretas puedan, como tú mismo me dices, “agilizarse”, teniendo que andar en medio de este barro del infierno y con esta lluvia del infierno! -protestó ella, subrayando lo que decía respecto a la ligereza del convoy. -Tómalo con calma, amada Juana, con calma. Por favor, no me exasperes más de lo necesario. -¡No veo cómo! -insinuó ella. -Pues verás que mañana la plata se transportará a buen paso. Garanto que tú nunca has visto como nueve mil onzas trajinarán tan veloces… Deberías tranquilizarte -le aconsejó sin remilgos. -Pues yo te digo que haber llegado ya a Córdoba, es lo único que me tranquilizaría -manifestó la impertinente Carretas del Espectro
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mujer, que en ese momento estaba sentada frente al espejo pasándose el peine sobre la larga cabellera. -Olvídate de todo, Juana de mi alma. Descansa, que pronto todo se ha de solucionar. -Si es así, entonces habrá que tener calma. Pero pienso que lo que retrasa la marcha no es tu oro, sino la plata… las siete carretas, el tesoro del Rey… -agregó la perturbada esposa. -¿Ah sí? Entonces, dime cómo transportarlo sin carretas y… -pronunció el virrey, parando en seco lo que estaba haciendo. -Calma. Con calma -respondió Juana con desprecio. -Si tú osas usar otra vez la palabra “calma”, juro que te desheredo -rezongó el esposo mientras miraba la imagen de ella que se proyectaba linda a través del espejo. -No hará falta, mi querido Rafael. -Sonríe ella-. Al César lo que es del César… y al Marqués lo que es del Marqués. ¿No lo crees? Sobremonte no vio motivos de por qué no reírse con lo que acaba de escuchar, y al hacerlo, le responde: -Eres una maldita cínica… -Gracias, mi amado esposo, pero aun pienso que la frase bien podría ser otra. ¿No te parece? -¿Cómo cuál, por ejemplo? Carretas del Espectro
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-¡Al Inglés lo que es del Rey, y al Marqués su propio oro! ¿No te suena mejor? -Tienes razón, mujer. Es una buena sugerencia… Pero aquellas palabras del virrey fueron cortadas de repente por los sorpresivos golpecitos de los nudos de alguna mano en la puerta de la habitación. Los dos enmudecieron y les tomó de asalto nuevas dudas. -¡Sí, adelante! -ordenó tajante el hombre, mientras su esposa se ponía de pie y se cubría el torso con una mantilla. -¡Disculpe, señor Rafael! -se justifica su mayordomo con voz remilgada-. Es que el señor de la Piedra me pide para verlo con urgencia. -Pues bien, lo veré ya. ¡Dígale que me aguarde! En un par de minutos estaré con él -Concuerda, al mismo tiempo que frunce el rostro en un mar de vacilaciones. Minutos después, Sobremonte entra en una amplia sala donde ya lo aguardaban el alcalde, el capitán Martín, el cura Vicente, un par de vecinos que no conocía, y el alguacil de la Villa. -¿A qué debo la interrupción de mi descanso, Señores? -pronunció el virrey con voz insolente. -Hallamos mejor conversar hoy, su Excelencia -se disculpó su edecán. Carretas del Espectro
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-Pues bien, ¿sobre qué? -Nuestra intención es preguntarle lo qué hacer con el tesoro, su Excelencia -anunció el alcalde flexionando un poco la rodilla derecha y bajando la cabeza en señal de respeto. -¿Qué hacer? -le contestó el hombre haciendo resaltar la voz en demasía. -Pues les diré que mañana temprano se irá conmigo enmendó con firmeza. Todos permanecieron mudos, hallaban que esa sería la respuesta de su virrey, pero la intención de la visita era otra. -No se queden ahí parados, -increpó el virrey-, donándome
sus
miradas
inquisidoras,
sabuesas
y
curiosas… Ustedes parecen vacas en el brete del matadero. -Si me disculpa, señor Virrey, -articuló el capitán Martín-, pensamos que se podría organizar una línea de defensa con una pequeña división de voluntarios de milicias, como para plantarle frente a esos bandidos, mientras usted… -¿Con qué? ¿Con quiénes? -arguyó Sobremonte-. Eso ya lo hemos tentado antes contra esos bárbaros sin obtener efecto alguno.
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Nadie tuvo tiempo para responder pues el hombre estaba poseso y con la voz alterada. -Y ya lo ven ustedes, -enmendó el virrey un poco recompuesto-, aquí estoy yo reculando como se puede para mi querida Córdoba. -Debo decirle, su Excelencia, que nos han llegado noticias frescas de que, tras la captura de Buenos Aires por parte del ejército inglés, muchos de los voluntarios se han negado a aceptar la rendición y se ocultaron en las quintas y en los campos, mientras en la ciudad se están comenzando a organizar ya algunos focos de resistencia comentó el capitán Martín. -Quizás si les hacemos frente por aquí, -buscó articular el alguacil saliendo en defensa de lo que fuera dicho por el capitán-, podemos dividir sus fuerzas y vencerlos. El virrey observaba en silencio a esos potestativos hombres y sus enaltecidas ideas patrióticas, que se les había antojado llegar a esas horas a perturbar su descanso. Maquinalmente, se puso a sopesar las alegaciones que los inflamados hombres le hacían, y buscó evaluar el riesgo que representaba, una vez que fuesen derrotados nuevamente por los ingleses, tener que interrumpir sus planes de llegar sano y salvo a Córdoba. Carretas del Espectro
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-Como no tenemos un uniforme en común, su Excelencia -mencionó el cura párroco de la villa, Vicente Montes Carballo-, hasta pensé en proveer a esta tropa con cintas celestes y blancas de treinta y ocho centímetros de largo, que son exactamente los colores de nuestra Virgen Santísima, y las que les servirían como un elemento de identificación… -¡Joder, señor Padre! Qué estas no son horas de que andemos con mariconadas -protestó el siempre acalorado de don Andrés de Migoya, interrumpiendo la disertación del cura. -¡Señores! -anunció el virrey haciendo resonar nuevamente su voz-. ¡Está decidido! Partiré apenas claree el día. Ahora disculpen que me retire, pues necesito descansar. -Pero, Señor -intercedió el capitán Martín con la fisonomía conturbada-. Si usted parte ahora con los caudales, de seguro que no logrará recorrer una legua, ya que el barro y la lama del camino cubrirán de inmediato las ruedas de los carromatos. -En ese caso, -respondió Sobremonte sin mover un músculo de la cara-, partiré con mi séquito al amanecer, y usted, señor de la Piedra, será el responsable por custodiar
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hasta la ciudad de Córdoba las 104 barras de plata y los 42 cajones de plata sellada que le he enviado. El alcalde lo miró boquiabierto al ser sorprendido por tal determinación. Sin duda que esa epicúrea osadía echaba por tierra sus planes de instalar en la Villa la nueva sede del virreinato. Pero no tuvo como negarse a tan inoportuno pedido. Mismo así, intentó esbozar un último alegato: -Si nuestro Excelentísimo Virrey así lo dispone, así se hará. -Le respondió de forma pusilánime-. En todo caso, mientras los caminos no mejoren, debemos precavernos ante la posible llegada de esos bárbaros. -Ni siquiera haré un desvío en nuestra marcha hacia Córdoba, pero les dejaré aquí los caudales del Rey, bajo la protección de Dios, que como saben, tiene predilección por su Majestad. -le respondió el petulante del virrey. -¡Y por su Virrey! -acotó el alguacil con una disfrazada sonrisa-. Porque si esos piratas encuentran un millón de pesos fuertes en Luján, no creo que insistan en perseguirlo a usted, Señor. -Si deja los caudales aquí, mi Señor, ¿qué partida, por más británica que sea, se arriesgaría a atacar a vuestra escolta? -Enmendó el capitán Martín
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-¡Sí! -concordó uno de los vecinos con los ojos más abiertos que lechuza a media noche-. Déjenos algunos hombres en Luján para custodiar el cebo… -¡Ninguno! Los necesito a todos -retrucó el virrey al interrumpir el pedido del hombre-. Y usted, señor Alcalde, tome las providencias necesarias -dictaminó con énfasis. -¡Que Dios y la Santísima Virgen nos ampare! manifestó el cura Vicente mientras se persignaba tres veces. Al amanecer, mientras se organizaba la partida, los alcanza el sudado inspector Arce con una escolta de caballeros que les traía nuevas noticias. No eran muy alentadoras para el virrey, ya que al leerla fuera informado del ultimátum del comandante inglés y su obstinación en echar mano de una vez a los caudales. -¿De extranjis? -grita el virrey cuando lee la misiva del inglés. -Ya llegará el momento oportuno de darle a este majadero su propio merecido -agregó de pecho inflado y con el pie apoyado en el pescante de su carruaje. -¿Debo volver con alguna respuesta, su Excelencia? -Le pregunta el impaciente Arce, ya cansado de tantas idas y venidas en vano.
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-¡Señores! -anunció con pompa el virrey-. Mi silencio será suficiente para que a este inglés le sirva como respuesta. Todos a sus puestos, saldremos ya -ordenó implacable, pero alguien se le acercó y colocó su mano sobre el antebrazo. -Si me permite, su Excelencia -notificó el capitán Martín sin afectar la voz. -¿Qué es lo que sucede ahora, señor Capitán? -Es que varias de las familias y de las milicias porteñas que lo acompañan, han manifestado su deseo de interrumpir aquí el viaje. -Eso no me sorprende para nada -le contestó el virrey enarcando una ceja-. De seguro, ellos también estarán invocando algún motivo oportuno e impertinente, imagino. -Señor, es que su mayor parte se niega a tener que abandonar sus hogares. -Pues entonces que se queden con esos bárbaros canallas, a quienes también les han de lamer sus botas mañana -pronunció finalmente el virrey arreglándose el gorro. -De prisa, vámonos ya de aquí -le gritó al auriga antes de cerrar la puerta de su galera con fuerza en demasía. Carretas del Espectro
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Mientras la caravana empezaba a moverse con parsimoniosa lentitud, el desilusionado virrey se entregó a meditar sobre lo sucedido, dejando que su vista se perdiera en los desolados campos de la región. -¡Rafael, mi querido Rafael!… -le dijo de repente su amada Juana para ver si lo sacaba de su desaliento. -¿Te das cuenta? Apenas dejamos Luján y ya el barro nos cubre la mitad de las ruedas. Noto que nuestra galera avanza, pero es como si no avanzara. Como si el barro quisiese detenerla para siempre, como sucedió una vez aquí con la Virgen. -Lo sé, amada mía, lo sé, Y es más, ahora ya son baqueanos y arrieros los que me persiguen; no los invasores. -Tal vez tú no te has dado cuenta, querido Rafael, pues estabas absorto en tu meditación, pero varios han llegado a pegar el hocico a los vidrios, y hasta me han escupido. Además, los niños pordioseros me arrojaron piedras y ratas muertas. -Nunca lograremos comprenderlos -murmuró el marido, aun con los ojos perdidos en un horizonte cada vez más incierto. -Pueblo miserable. Suciedad de gentes. Perros de lomo negro y patas descalzas... -comenzó a blasfemar Carretas del Espectro
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Juana-. ¿Me pregunto qué es lo que hace el Marqués de Sobremonte metido entre la espuma rabiosa de los bárbaros? -Yo mejor diría, ¿qué hace el Virrey huyendo del criollo, y ya no del inglés? -le respondió el entristecido esposo. -¡Sí! ¿Qué hace? -Pues te digo que debo huir. No hay otra cosa que esta huida. Es el destino, por eso que los brutos que aquí se quedan, jamás podrán comprenderlo. Juana sonríe de manera irónica y le advierte: -Yo creo que igual, no podremos hacerlo… -¿Cómo, qué no? ¿No lo has advertido, Rafael? Sólo nos queda la escolta cordobesa; los demás han desertado… -ella pronunció balbuceante. -Pronto percibirás que es mejor así, mi querida Juana. Verás que sin ellos avanzaremos más rápido… ¡Sí, mi amado esposo! Pero noto que mi carroza se hunde entre ellos…
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Durante el transcurso del día, la extraña procesión del virrey fue alcanzada por una nueva partida de soldados que venían acompañados por cabildantes de Buenos Aires. Le traían una carta pidiéndole la entrega del tesoro que se había llevado, y le relataban que el nuevo comandante inglés estaba dispuesto a valerse de severas sanciones económicas y comerciales, además de éste estar dispuesto a formar un destacamento con órdenes expresas de perseguir y obtener los caudales como fuera, Tropa esta que por esas horas imaginaban que se encontraba ya a camino. -Este hombre es de una persistencia de hierro comentó el virrey, rodeado por sus cohortes y los quejosos cabildantes. -Persistencia y tenacidad, su Excelencia, como no la he visto igual y encontrada entre muy pocos -agregó el capitán Martín. -¿Qué opinión tiene usted, señor Martín?
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-Diría que mientras se salven los dedos, pienso que es mejor que se vayan los anillos, mi Señor -murmuró el oficial en vos baja. -¿Cómo así? No lograré entenderle si a usted sigue insistiendo en hablarme por metáforas -protestó el virrey con la mirada ambigua. -Pues a mí me parece que bastaría con que le entreguemos sólo una parte de los caudales, para que saciemos la sed de esos herejes, su Excelencia. -¿Cuándo tú dices “una parte”, te refieres a la mayor, o a la menor? -Pienso que usted debe entregarles la mayor, su Excelencia, ya que esta es más difícil de guardar y defender -aconsejó el capitán con disimulo. -Al final de cuentas, recuerde que ellos saben que el tesoro es de más de un millón de pesos plata, mi Señor. -¡Ay! -suspiró Sobremonte- Allá se van los caudales de Su Majestad… -¡Sí! Ciertamente se irán, pero de igual modo usted continuará con vida y con su fortuna -le dijo el oficial al cortar el lamento de su amo. -Entonces, creo conveniente que juegue la última carta de que dispongo ahora. Tiene usted razón, mi estimado Capitán. Y si todo sale bien, no deje que me Carretas del Espectro
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olvide de tener en cuenta su notoria ayuda -acentuó el aturdido virrey ante la mirada seria de su subordinado. -¡A ver! -pronunció el virrey en voz alta- Que alguien traiga ya una pluma y papel para redactar un mensaje. -Disculpe mi intromisión, su Excelencia -preguntó uno de los cabildantes que hacía parte del grupo, pero que los discretos hombres lo mantenían apartado mientras confabulaban. ¿Se la enviará al señor ministro de real hacienda don Félix Pedro de Casamayor, o al general Carr Béresford? -A este petulante no le daré ni las horas -comentó el intransigente del marqués frunciendo el ceño. -Pero si usted no manda entregar el tesoro, arderá Troya -retrucó un cabildante con expresión de sorpresa. -¡No sea tan melodramático, Hombre! -rezongó el virrey mirándolo de reojo-. ¿Por acaso piensa su señoría que no sé lo que estoy haciendo? -No estoy poniendo a tela de juicio sus ordenanzas, su Excelencia, pero pienso que últimamente no nos quedan muchas alternativas… -Pues entonces, mejor sería que usted cierre su boca y deje de ser teatral -refunfuño el virrey, que ya se preparaba para dictar la misiva. Carretas del Espectro
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La misma estaba dirigida al alcalde de la Villa de Luján, y en ella hacía constar que se entregasen y que sólo volviesen a Buenos Aires, los caudales del Rey y aquellos encargados a Manuel de Sarratea que pertenecían a la Compañía de Filipinas, debiendo continuar los demás del Consulado y particulares que se hallaban depositados en la Caja Real en dicho día, así como los suyos propios y otros de similar naturaleza, y que no se los comprendiese en el retorno, dándose a estos al destino que ya le había señalado anteriormente. El virrey mandó sellar la carta y ordenó que colocaran el nombre del destinatario en el espejo frontal. Finalmente se dirige al cabecilla de la partida que había tenido la impertinencia de interrumpir su camino a Córdoba, y le orienta para que vuelva lo antes posible a Luján. Sin embargo, esa misma mañana el general Béresford no estaba dispuesto a continuar perdiendo tiempo. Su propio ayudante, el capitán Arbuthnot, del Regimiento 20 de Dragones Ligeros, fue inmediatamente designado a perseguir y obtener los caudales reales que se imaginaba se encontraban a camino de Córdoba.
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-¡Señor Arbuthnot! -le dijo el comandante así que el hombre se perfiló a su frente-. Confío a usted tan delicada misión, porque sé que está capacitado para comandarla. -¡Gracias, Señor! ¿Puedo escoger la escolta, Señor? manifestó el agradecido capitán, al advertir que su superior lo encontraba idóneo para llevar a cabo una gestión de suma importancia. -Por supuesto. Pero tenga a bien elegir su escolta entre los 30 mejores soldados del invencible Regimiento 71 “Highlanders”. -¡Sí, Señor! Creo que también destacaré a los tenientes Graham y Murray para que me acompañen en la misión. -También
he
tomado
providencias
-acotó
el
comandante de forma determinada-, para que el criollo Francisco González le oficie de guía en el trayecto. -¡Sí, Señor! Gracias. Sin duda alguna será un excelente apoyo -elogió el capitán de forma rimbombante. -Pues bien, capitán Arbuthnot. Ya que hablamos de contar con “excelente apoyo”, también creo conveniente que usted lleve junto al señor William White. -¿El señor White? -quiso saber el hombre, sin alcanzar a comprender los motivos de tan asombrosa indicación. Al fin de cuentas, era un extraño para él. Carretas del Espectro
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-No es menester que le diga, señor capitán, que este prestigioso señor, además de ser un compatriota, ha sido nuestro principal aliado e importante mentor de nuestra llegada, al mismo tiempo que conoce la región tan bien como la palma de su mano -concluyó el general Béresford de manera elocuente y fastuosa. -Le daré todo mi apoyo, Señor. Nunca está demás poder contar con quien conoce el talante de estos salvajes latinos -finiquitó Arbuthnot, dejando aparecer en su rostro una sonrisa de satisfacción. -Pues entonces, ande, hombre, que el dinero vuela y el tiempo se evapora -ordenó el comandante una vez que daba por terminada la reunión. Antes de traspasar el umbral, el capitán retrocede sobre sus pasos y lanza una última pregunta: -¿Por
casualidad,
Señor,
tenemos
alguna
información de donde se encuentra el pecio? -sonsacó el capitán, para cerciorarse de qué dirección tomar. -El virrey se ha retirado para Córdoba tomando el Camino Real, y sé que se detuvo ayer en la Villa de Luján. Por lo tanto, puede que aun esté allí, o haya partido recientemente. Cabe a usted descubrirlo, Capitán. determinó el superior.
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Por suerte, mientras esto ocurría en el Fuerte, el Alcalde Manuel de la Piedra había recibido el mensaje del virrey a buena hora, y había tenido el tiempo justo de reunirse con el alguacil Valentín Olivares y con el clérigo Vicente Montes Carballo, antes que el pelotón de los ingleses llegara a la Villa esa noche. Cuando la tropa llegó a la una de la mañana a la villa de Luján, los hombres se sorprendieron de no ver el destacamento del fortín apertrechado para combate, ni la existencia de defensas que indicasen una posible protección del lugar. Todo les pareció que estaba tranquilo demás. -¿Qué ha sucedido aquí? -preguntó el suspenso White al notar tanta serenidad entre los pobladores, a quienes, mismo siendo tarde de la noche, se los imaginaba asustados e impresionados cuando viesen llegar el contingente de invasores. -¡No lo sé, señor! -le contestó el también impresionado capitán Arbuthnot-. Pero busquemos ya por la autoridad del fuerte para saber lo qué ha ocurrido agregó con determinación. No fue necesario que lo hicieran, pues la figura de los tres hombres apareció de repente frente a la puerta del
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Cabildo, como si ellos estuvieran al acecho resguardados por las sombras de la noche. Pero ocurrió que la partida británica que se encontraba al mando del capitán Thomas Arbuthnot, estaba lejos de comportarse con la debida corrección británica que todos allí esperaban. -¡Los aguardábamos, Señores! -pronunció el alcalde con cierta parsimonia, pero con voz resuelta de quien sabe lo qué hacer. El capitán, los tenientes y el propio White cruzaron sus miradas buscando entender la extraña escena que tenían por delante. Todos fruncieron el ceño por hallar que se trataba de alguna celada, pero al fin decidieron desmontar de sus caballos y aproximarse al triunvirato que los recibía con una detractora sonrisa, mismo que esta no fuese amarilla. Entonces los tenientes buscan detener al alcalde de la villa, amenazándolo de muerte si no le decían dónde estaban escondidos los caudales. -Economicemos tiempo, señores. Traigo órdenes expresas de mi comandante, para coger los caudales que se han llevado de Buenos Aires -articuló el capitán después de hacerles la venia con cortesía. -¿Saben ustedes a dónde están? -agregó perentorio.
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-Aquí mismo, señor Capitán -le respondió el alcalde no sin antes mirar el rostro de sus comparsas. -¿Aquí…? ¿Aquí en esta Villa? -tartamudeó a seguir el incrédulo White, quien aún desconfiaba que se trataba de alguna estratagema de los lugareños y de su virrey. -Claro que sí, Señor -aclaró el cura Vicente, que el tiempo todo había estado con el crucifijo que le colgaba del cuello agarrado entre sus manos. -Pues entonces, señores, tengan a bien indicarme en donde lo han guardado, para que lo retiremos lo cuanto antes… -Por supuesto -dijo el alguacil-, pero me interesaría saber cómo es que han de llevarlo, si ni carretas o mulas traen. Nuevamente el capitán, los tenientes y el propio Pío White intercambiaron sus miradas indagadoras, ya que ese punto había sido desconsiderado. -Queremos verlo primero -les señaló White para salvar el momento. -¡Sí! Llévenos hasta donde está, señores -ordenó el capitán como medida paliativa, mientras reconsideraba un solución de cómo llevárselo. -Síganme, Señores, es por aquí -les indicó el alcalde señalando con la mano derecha la puerta del Cabildo. Carretas del Espectro
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Ya apropiados de la casa capitular, los soldados ingleses no dudaron en comenzaron a saquear los archivos y a romper los muebles del lugar… “Rompieron las llaves que guardaban el archivo, sacaron y rompieron los papeles que quisieron”, según lo señaló un testigo de la época. Empero, una vez que los siete hombres hubieron ingresado por el pasillo que los llevaba hasta la habitación donde se encontraban guardadas las reservas, los celosos Blandengues que custodiaban el tesoro tomaron sus armas e hicieron mención de apuntarlas, pero de inmediato el alguacil les hizo señas para que se tranquilizasen. Cuando entonces abrieron la puerta, los cuatro británicos se quedaron perplejos ante la visión de tamaño botín. -¡Señores! -anunció el alcalde sin mucho alarde a la vez que buscaba apaciguar aquella horda de valentones. -Aquí están las 75 barras de plata y los 36 cajones de plata sellada de a dos mil pesos cajón. Es todo lo que tenemos. -Vuelvo a preguntarle, señor Capitán, ¿cómo pretenden llevarlas? -Indagó el alguacil sin elevar la voz. Al percibir su error, de inmediato, el capitán Arbuthnot ordenó a sus dos tenientes para que estos eligiesen a la mitad de los hombres de la tropa, y que Carretas del Espectro
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saliesen lo cuanto antes en busca de carretas, mulas o cualquier cosa que fuese de interesante para efectuar el trasporte. -Si los vecinos no le hacen la entrega por las buenas, tráiganlos juntos para que los pasemos por el chicote -les ordenó el capitán con el rostro colorado. -¡Si, señor Capitán! -Respondieron estos al unísono y se retiraron a toda prisa. El alcalde, el cura y el alguacil nada digieren. Se limitaron a observar las determinaciones que los hombres tomaban
mientras
ellos
intercambiaban
miradas
cautelosas, regocijándose por dentro de haber logrado eludir a los ingleses sin despertar sospecha.
Los británicos se apoderan del tesoro en la Villa de Luján en 1806. Acuarela de F. Fortuny. Actualmente en el Museo Histórico de Luján Carretas del Espectro
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Agregando una nota de color, el restante de los soldados del Regimiento 71 que se habían quedado en la plaza, se entretuvieron jugando al fútbol, rompiendo las tejas de la cárcel y calabozos, cuando subían a buscar, sin ningún cuidado, la pelota que se colgaba en el techo. -“Quebraron todas las tejas de la cárcel y calabozos, pues con motivo de bajar la pelota con que se divertían andando sobre las tejas, como si caminaran sobre sólido terreno”-llegó a testificar uno de los vecinos. Cabe preguntarse: ¿será esta mención el primer antecedente histórico de haberse jugado al fútbol en la Argentina? En fin, no se sabe, pero cuando aquella tropa partió a la mañana siguiente rumbo a Buenos Aires, se llevaron con ellos a un par de carretas y dos docenas de mulas cargadas. Nada desconfiaron estos hombres que en las bóvedas de la iglesia habían quedado escondidas otras 29 barras de plata y 6 cajones de plata sellada.
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La caravana que retornaba alcanzó la capital en la mañana del día 2 de julio. El general Béresford los recibió personalmente en el Fuerte, donde ya había instalado su comandancia. Tanto al capitán Arbuthnot como al distinguido señor William White, se les veía hinchados de orgullo y vanidad por el deber cumplido, mismo que los motivos de uno no fuesen iguales a los del otro. -¿Lo han traído todo? -preguntó el comandante con los ojos brillantes de alegría. -¡Sí, Señor! -anunció el capitán con una sonrisa indulgente-. Son 75 barras de plata y 36 cajones de plata sellada… -Ya lo veo, pero me gustaría mucho poder saber cuál es al valor en metálico a que todo esto corresponde, señor Arbuthnot. El oportunista de White ya lo tenía todo calculado, y dando un paso adelante, pronunció canoro:
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-El botín consiste en la suma de un millón doscientos noventa y un mil trescientos veintitrés pesos plata, señor Comandante. -¡Nada mal, mi amigo! Nada mal -exclamó el comandante con un amplio sonriso y los ojos brillando aún más que antes. -Si me permite, señor General, allí está el señor Francisco González y su gente, queriendo recibir su paga. -Comunicó el extremado capitán. -Lo sé. Habíamos combinado que los honorarios se los pagaría a su retorno -manifestó el comandante-. Pero que espere un poco más, porque ahora los convido a entrar y a brindar por nuestro bien merecido triunfo. Al final de cuentas, es por ello que vinimos -razonó el hombre señalando las cajas con el pecio que ya estaba en su poder. Sintiéndose de buen humor como hacía días no lo concebía, o tal vez achispado por el alcohol con el que festejó la recuperación del tesoro, el general Béresford terminó por firmar el acta donde estaban impresas las condiciones de la rendición de Buenos Aires. -Al final de cuentas, ya no hace sentido alguno negarme, pues tenemos en nuestro poder los caudales del virreinato -pronunció magnánimo para su edecán.
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Cuando al fin quedó sólo en la que había sido la sala de trabajo del virrey, Béresford se entregó con placidez a recordaciones sobre lo sucedido. Las informaciones del espía inglés William Pío White al final de cuentas tenían cabimiento. El tesoro que había sido reunido en la capital del virreinato y que aguardaba por el mejor momento para ser enviado a España, estaba ahora sobre su custodia. Tampoco tenía dudas de que correspondía a una fortuna en lingotes y monedas de plata; además de que, al contar con la información correcta sobre la poca o nula defensa militar de la ciudad, todo no había significado más que una oportunidad que no había sido desaprovechada. Luego después se entregó a garabatear cálculos y cómputos en un papel. Y observando con cuidado la ordenanza vigente del régimen de S.M. británica sobre presas, llegó a la conclusión que debería separar del botín, la suma de un millón para ser enviada a Inglaterra. Sobraban así 291.323, 00 pesos plata para ser distribuido entre la pandilla, a lo cual habría que restarle primero la abultada parte que correspondería para sí y para los jefes de la expedición saqueadora. Cuando creyó que la lista había quedado concluida y revisada, mandó llamar al contralmirante Pohopan y al capitán Arbuthnot para que se reuniesen con él. Carretas del Espectro
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-He aquí la lista que elaboré, determinando con la exactitud que corresponde, los valores correspondientes al reparto del botín que obtuvimos en esta exitosa expedición… -les manifestó elocuentemente con una sonrisa burlona. -Saqueadora
-le
murmuró
lisonjeramente
el
contralmirante. Sin hacer reparos al inconveniente comentario de Pohopan, a quien sólo lo miró arqueando una ceja, el comandante propuso leerles el inventario: -Por la gracia a mi concedida por Su Majestad, blá, blá,
blá…,
determino
la
paga
de
los
valores
correspondientes: -
Al señor gobernador del Cabo, General David Baird,
quien nos facilitó las tropas a cambio de una buena paga: la suma de veintitrés mil novecientos noventa libras (Libras 23.990,00) -
Al señor general William Carr Béresford: once mil
ciento noventa y cinco libras (Libras 11.195,00) -
Al señor contralmirante Pohopan: siete mil libras
(Libras 7.000,00) -
A los señores Jefes de Tierra o Capitanes: siete mil
libras (Libras 7.000,00)
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-
A los señores Capitanes y Tenientes de marina:
setecientos cincuenta libras (Libras 750.00) -
Para los señores Tenientes de Tierra o Alféreces de
marina: quinientas libras (Libras 500,00) -
Para los señores Sargentos o Suboficiales: ciento
setenta libras (Libras 170,00) -
Para cada soldado y marinero: treinta libras (Libras
30,00) -¡Óptimo, mi general! Me parece que ha hecho un buen trabajo -pronunció el contralmirante al levantar el vaso de whisky para agradecer por la parte que le cabía. -Más que óptimo, señor Contralmirante. Diría más bien… ¡Excelente por lo que a mí me toca! -corrigió el capitán Arbuthnot con un sonriso ancho dibujado en su rostro. -No en tanto, mi estimado Comandante, -ponderó Pohopan ahora con el rostro serio-, creo oportuno recordarle que, como jefe de las Fuerzas Navales de S.M., puesto que me cupo honrar al sojuzgar ésta bien sucedida misión, soy de la opinión que, una vez obtenido y apresado el botín, que éste se embarque de inmediato en alguno de nuestros barcos, y que levantemos anclas lo cuanto antes alejándonos prontamente de estas extremadas
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playas, no sin antes, mi Señor, realizar un previo bombardeo a esta maldita ciudad. -Bien recordado, señor Pohopan, y aunque no esté totalmente de acuerdo con eso de “un previo bombardeo”, concuerdo que no debemos confiarnos en estos criollos y mucho menos en esos linajudos españoles que ahora nos quieren lamer las botas. -Pues a eso mismo me refiero, señor Béresford. Estamos rodeados de bárbaros, y muchos de ellos ya están exteriorizando de alguna manera sus ínfulas de protesta y reconquista… -expuso el contralmirante interrumpiendo su pensamiento para sorber un trago de su bebida. -Principalmente en lo tocante al tesoro que le robamos -subrayó a seguir el alegre Pohopan. -Hasta puedo imaginar, previdente como es usted, señor Pohopan, que ya tenga algo premeditado a ese respecto. ¿Correcto? -Pues bien, señor Comandante. En los últimos días me he ocupado en conjeturar sobre algunos pormenores, y he deducido que no es conveniente que nuestra flota se retire de vez de estas orillas. Por tanto, creo que lo mejor sería escoger a la fragata Narcissus, al mando del venerable capitán Donelly. -Expuso el hombre que hacía con que sus palabras retumbasen en el ambiente. Carretas del Espectro
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-¿No le parece peligroso enviar solamente a este hombre? -preguntó el dubitativo capitán Arbuthnot-. Al final de cuentas, debemos considerar que serán dos meses de viaje -agregó con preocupación. -¿Quién osará querer atacar la bandera de Su Majestad Imperial? ¿Por acaso ha quedado algún bergantín en pie después de Trafalgar? -le respondió el contralmirante a los gritos y de manera colérica. -¡Señores! ¡Señores! Calma, que nuestra pelea es contra otros -interfirió Béresford al percibir que sus hombres se exaltaban por nada. -Sepa excusarme, señor Comandante. Creo que todo lo ha ocurrido en estos días nos ha dejado con los nervios de punta -pronunció el capitán con cara de circunstancia, ponderado a tiempo que, de seguir discutiendo con el orgulloso de Pohopan, tendría todas la de perder. -Es verdad, mi Señor. A veces perdemos la compostura
por
bobadas
-buscó
disculparse
el
contralmirante, sin al menos mirar al capitán. -Imagine usted por un instante, mi Comandante, como no estarán los ánimos de estos serviles del rey español y la de todos los engomados que le hacían la corte al huidizo e hipócrita de su virrey -acotó con sarcasmo.
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-Debo concordar una vez más con usted, señor Pohopan. ¿Y por acaso, puede usted decirme cómo piensa convencer al capitán Donelly? -investigó el comandante. -Pienso que no será difícil, mi Señor, pues además de lo que le corresponderá recibir como parte del botín, le ofreceré otras cinco mil y quinientas libras por concepto de flete, para que lleve los caudales a Portsmouth. -Un valor justo -concordó Béresford cómodamente sentado en su sillón. -¡Concuerdo! -intervino el capitán que, después de la amonestación, se había mantenido en silencio-. Al final de cuentas, le corresponderá trasladar una carga de un total de alrededor de cinco toneladas de pesos plata. Pero mientras estos parloteos ocurrían dentro de las paredes del Fuerte en Buenos Aires, distante de allí, en la Villa de Luján, acontecía una otra reunión no menos peculiar, donde estaban cuatro hombres de aspectos totalmente diferentes, así como eran diferentes sus motivos y deseos. Sin embargo, el verdadero porqué de estar allí reunidos, era sólo uno. Y sobre él discutían, -Pues yo les digo que estos ingleses no son nada bobos. Pronto descubrirán que los hemos engañado y se nos vendrán encima como abejas a la miel -increpó el alguacil, buscando apabullar a sus comparsas. Carretas del Espectro
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-Comprendo su inquietud, don Valentín, pero bastará con mantener la boca cerrada para que los británicos no sepan donde lo hemos guardado -arguyó el padre Vicente con la candidez característica de un persona religiosa. -¡Coño! No me haga reír, Padre. ¿Piensa usted que está en el paraíso, por si acaso? -despotricó don Andrés de Migoya haciendo destacar su peculiar acento español. -Las blasfemas no nos ayudaran a librarnos de nuestros pecados. Dios dejará caer el peso de su mano sobre todos aquellos que maldigan en vano… -comenzó a ensalzar el cura con un sermón insípido. -¡Señores! -interrumpió el acalde-. Recuerden que asumimos una responsabilidad enorme cuando nos dispusimos a hacer valer el último pedido de nuestra Excelencia, el señor Virrey. -Además, debemos considerar que todos sabemos que es imposible guardar secreto cuando tanta gente ha participado de nuestra burla y, en especial, cuando el asunto envuelve una fortuna de por medio. -Justificó el alguacil, moviendo la cabeza con un tic nervioso. -Ni lo podríamos defender, mismo que formemos tropas de voluntarios y los juntemos a los pocos soldados
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que han quedado en el fortín. Seríamos fácilmente derrotados -articuló el padre Vicente como disculpa. -Yo soy de la opinión que lo saquemos de aquí lo cuanto antes -apuntó el alcalde. -¡Ah, sí! ¿Y se puede saber para donde quiere usted mandarlo, don Manuel? -quiso saber don Andrés junto con una careta. -Pues si el propio señor Virrey no fue competente para defender lo que le era por obligación, lo justo sería que le entreguemos lo que hemos salvado poniendo en peligro nuestras propias vidas -alegó don Manuel. -Es lo justo -apoyó el padre Vicente-. Se lo enviaremos a Córdoba junto con las plegarias de nuestros vecinos -manifestó al momento que se persignaba con fervor. -Déjese de santiguados, Padre, que las papas queman -protestó don Andrés-. ¿No se da cuenta usted, que si se lo mandamos ahora, con el estado en que están los caminos, no tardarán esos impíos sajones en echar mano encima? -Pero podemos sacarlo de aquí, ahora, avanzar un poco por el camino. Luego escoger un lugar seguro en donde enterrarlo hasta que disminuya el interés o se cansen
de
buscarlo
-argumentó
el
alguacil
con
determinación. Carretas del Espectro
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-¿A usted le parece conveniente? -preguntó el alcalde. -Si están de acuerdo con el plan, conozco un lugar excelente para nuestro propósito -anunció el ministril. -¿Por acaso podemos saber primero a dónde es? investigó don Andrés. -Estaba pensando en la cañada de los Leones, por tratarse de un paraje con cerrito, pozos y lagunas capaces de confundir al más hábil de los baqueanos. -Me parece que es muy lejos -opinó el alcalde, sopesando el tiempo que llevaría para alcanzar el objetivo. -No tanto. Son tan solo unos 130 km. al Noroeste, señor Manuel. Y nos bastará con dos días de viaje para llegar y cumplir con el cometido -anunció don Valentín Olivares, quien ya se incluía entre los que harían parte de la misión. ¿Quién puede ir en esta misión? -quiso saber don Manuel. -Yo no podré acompañarlos -testificó el padre Vicente-. No puedo dejar la parroquia abandonada, y mucho menos mis prácticas monacales. -Lamento, pero yo tampoco los acompañaré refrendó don Manuel-. No es posible que deje sin amparo a esta Villa -argumentara con el rostro serio y reflexivo. Carretas del Espectro
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-Es verdad, don Manuel. ¿Quién sabe lo que se le puede ocurrir a esos impíos? -Comentó el español, quedándose perdido en sigilosos pensamientos al igual que sus comparsas. -Bueno, agregó-, si así lo determinan vuestras mercedes, sobramos el señor Valentín y yo -concluyó don Andrés sin ninguna reluctancia. -Como Alguacil Mayor de esta Villa, creo que tengo la obligación de conducir a los comisionados en esta ardua tarea. -Además, es solo usted quien conoce el lugar argumentó el padre Vicente. Una vez organizada la partida y cargadas las carretas, el alcalde de la Piedra ordena entonces a sus dependientes que sigan por el camino real y que dirigiesen su ruta a las Pampas, y así que posible, enterrasen las barras y cajones en el paraje delante de los cerrillos, y en distancia igual hasta la cañada de los Leones (actual partido de Suipacha, Provincia de Buenos Aires).
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Como fue posible apreciar hasta aquí, los problemas del alcalde de la Piedra no culminaron cuando una parte de aquel tesoro volvió a Buenos Aires, sino que pronto aumentaron, porque días después los ingleses se enteraron de la trampa que les habían tendido cuando el resto de los caudales no habían sido adjudicados. -¡Malditos! ¡Sinvergüenzas! ¡Canallas! -comenzó a maldecir e insultar de forma rabiosa el general Béresford, así que fuera enterado por William White, de que una parte de los caudales habían quedo escondidos en la Villa. -Y no son pocos los valores, mi Comandante -agregó el espía británico, al observar la turbación del hombre. -¿De cuánto se trata? -Gritó el agitado general, dejando aparecer algo de espuma rabiosa en la juntura de sus labios. -Se habla de que son 29 barras de plata, y de 6 cajones de plata sellada que nada dicen en los informes presentados -agregó el interlocutor, haciendo un mohín de desprecio. Carretas del Espectro
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-¡Malditos! -volvió a vociferar el conturbado general-. ¿Se piensan por acaso estos desfachatados, que pueden lograr estafarme tan fácilmente? -Seguro que no, mi Señor. Por eso creo que debemos actuar sobre lo caliente… ¿Se sabe, por un acaso, para donde se lo han llevado? -interrumpió el comandante un poco más sosegado y razonando mejor sobre la estratagema de los adalides locales. -Aun, no, señor Comandante. Pero seguramente que si nosotros torturamos a más de uno allá en la Villa, creo que pronto lo sabremos. -Tiene usted razón, mi amigo White -concordó el inquieto general, que no paraba de andar de un lugar a otro por la espaciosa sala. -¿Puedo darle mi sugestión, señor Béresford? -¡Sí! Sabe usted que siempre la he estimado. Ya nos ha dado buenas muestras de que sus insinuaciones y consejos son atinados. ¿Por qué no tenerlas en cuenta ahora? -propuso el general con determinación. -Pienso que sería conveniente que ordene al capitán Arbuthnot que reúna de inmediato una partida de hombre dispuestos a todo, y salga lo cuanto antes.
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-En eso mismo estaba pensando, mi estimado White. Inclusive, pienso que debe llevar junto con él al comisionado Francisco González. El hombre ya demostró estar de nuestro lado… -Por supuesto, Señor -confirmó el inglés con una inclinación de cabeza-. Bien se ha merecido la paga por su labor, aunque pienso que su trabajo no ha sido completo y no merece ahora otro jornal. -Prometo que lo tendré en cuenta, señor White confirmó Béresford haciendo una mueca. -Aún más -intervino el confidente soplón-, tengo un grupo de doce españoles que dispuestos a terciar con nuestros hombres en esta maniobra. -Me parece formidable, señor White. Me parece formidable ver como usted transita con frugalidad entre esos hombres de aspecto sospechoso. Admiro su temple. -Gracias, Señor. Aunque le confieso que un poco de temor siempre se siente, mismo cuando se anda de ojos bien abiertos. -Óptimo, señor White. Pero le recuerdo que mientras nosotros nos entretenemos con esas mesuras, se nos va el tiempo y el dinero, incluso el tesoro escondido -manifestó Béresford para encerrar el dialogo que mantenían.
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-Pues bien, no le tomaré más el tiempo que lo necesario. Ahora cabe a usted tomar las riendas del asunto -declaró el espía del rey, y luego se retiró. A su salida, el general se dirigió a su mesa y allí garabateó algunas órdenes para su capitán. Luego enseguida mandó que fuesen llamarlo a su presencia. -¿Sabía usted, señor Capitán, que parte del tesoro ha sido robado? -anunció el flemático general con ojos saliendo chispas. -¡Imposible!
-advirtió
el
sorprendido
oficial-.
¿Cuándo ha sido? -Interpeló estupefacto. -No ha sido aquí, ni parte de lo que hemos capturado -notificó el general, buscando aquietar el ánimo de su exaltado oficial-. Me refiero a lo que estos desfachatados e insolentes criollos han escondido en algún lugar. -¿Pero cómo, si yo mismo verifiqué la nómina de los caudales antes de retirarlos del Cabildo? -Usted verificó lo que le dieron para verificar, Capitán -respondió Béresford arqueando las cejas. -Ellos han buscado engañarnos en cierto momento. No sé si durante el trayecto cuando los caudales salieron de aquí, o cuando estaban sobre custodia de algún acólito atrevido y lameculos del virrey.
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-Supongo que usted pretenda que me encargue de la misión de encontrar y traer los caudales perdidos -expresó el oficial de manera inclemente. -¡Perdidos, no! ¡Robados! -corrigió el general de manera exacerbada. -Como sea, Señor. Estoy dispuesto a asumir tal encargo con toda determinación -articuló el capitán Arbuthnot postrándose con firmeza ante su superior. -Pues bien, no esperaba menos de usted, mi Capitán. Ahora acaudille de una vez a su tropa y se junte al criollo Francisco González, además de una docena de españoles que ha reunido el eficiente del señor White. Una vez que se logró reunir a todo el contingente, los determinados caballeros salieron a revienta caballo rumbo a la Villa de Luján. Nuevamente nadie los esperaba. Mejor dicho, no los aguardaban dentro del punto de vista de defensa ante un posible ataque enemigo. Todo en el pueblo demostraba estar en el más perfecto orden. -¿Nuevamente por aquí, señor Capitán? -pronuncio el alcalde gesticulando estar sorpresa por la nueva visita de un contingente de invasores. -Sabía usted que tarde o temprano nosotros descubriríamos el desfalco que ha sido realizado pronunció el oficial aun sobre su montura. Carretas del Espectro
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-Nosotros no sustrajimos nada -anunció el increpado alcalde, sintiéndose ofendido con la acusación que le hacían. -Sus palabras no hacen más que demonstrar que es verdad mi imputación sobre la causa en cuestión, Señor. -Los caudales que ahora usted busca, señor Capitán, no han sido robados, escamoteados o sustraídos por nadie, pues ellos no pertenecían ni eran propiedad del tesoro de nuestro Rey -recitó don Manuel con parquedad dictando un discurso ya imaginado de ante mano. -Eso se verá después, señor Alcalde. Ahora estoy dispuesto a usar la fuerza si necesario, para que descubramos el paradero de la plata que se ha evaporado. -Le parece que encontrará aquí, a algún vecino dispuesto a traicionar a Su Majestad y al propio virrey, señor Oficial. Su retórica es muy bonita, pero a mí me suena insustancial. -Eso lo veremos -respondió el hombre-. ¡Desmontar! -ordenó de un grito. Los soldados obedecieron de inmediato y se perfilaron en posición de ataque como si estuviesen ante un enemigo oculto, pues ante sus ojos sólo se veía a algún que otro curioso en la plaza.
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-No es necesario tanto alarde, señor Capitán -se oyó decir entre el barullo de los sables al ser desenvainados. Era la voz del cura Vicente, que al observar la comitiva desde la iglesia, se apuró en salir en ayuda del alcalde. -Noto que tan noble comitiva no viene en misión de paz, señor Capitán -agregó luego de ser saludado por el soliviantado oficial. -Si ustedes así lo quieren, juro que no habrá paz hasta lograr nuestro cometido -amenazó el oficial mirando hacia el alcalde. -¡Por favor! señor Capitán, no jure en vano. Dios no tiene por costumbre perdonar a los infieles que hacen uso de votos insustanciales y frívolos -le retrucó el clérigo con una mirada suave y penetrante. -Pues bien, les voy a repetir la pregunta una vez más. De no obtener la respuesta que satisfaga mi curiosidad, seré obligado a obtenerla por medio de la intimidación y hasta la tortura si así se lo requiere amenazó nuevamente el capitán Arbuthnot colocándose frente al alcalde con las piernas abiertas y los brazos en bocajarro. -Ahórrese las palabras, Señor, pues si lo que usted quiere es saber el destino del pecio, nada tenemos a confesar, pues este ha salido ya con destino seguro a Carretas del Espectro
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Córdoba hace tres días -declaró el cura Vicente, ante la mirada furibunda de don Manuel, quien si pudiese, le hubiese dado un bofetón en la cara. -¿Por el Camino Real? -fue lo único que atinó a preguntar el oficial. -Por el único que es posible llegar con cierta seguridad, aunque nadie está libre de sufrir algún ataque malón en el medio del camino -expuso el cura poniendo cara de circunstancia. Los engañados invasores no tuvieron más remedio que montar a toda prisa, y así siguieron durante dos días el camino de Córdoba persiguiendo el rastro de las carretas con el dinero. Cansados de tan inútil esfuerzo, al volver del infructuoso viaje, ellos, junto a los rastreadores españoles, encontraron finalmente las marcas de las ruedas apuntando en dirección a los pozos y lagunas de Los Leones, donde en verdad estaban enterrados los caudales. -¡Señor Francisco! Tenga por bien ordenar a sus baqueanos para que encuentren de una vez ese maldito tesoro -dictaminó el frustrado capitán, a quien el agotamiento de tantos días cabalgando le habían consumido las energías.
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-¡Señor Teniente! Que la tropa descanse mientras estos hombres hacen las pertinentes diligencias -le comunicó a seguir a los no menos extenuados soldados. Así transcurrieron las horas del tercer día, unos descansando mientras que otros buscaban afanosamente lo que el destino se negaba de cierta forma revelarles. -Señor Capitán -le comunicó el comisionado Francisco González, embarrado hasta el alma-, hemos recorrido estos pajonales de arriba abajo, y nada. Parece cosa del diablo, pero aquí no hay nada. -¿Cómo, que nada? -pronunció de voz alterada el oficial-. ¿Y el rastro de las carretas, que son? -Pues no sé decirle, Señor. Ellas llegan a cierto punto y se separan en diferentes direcciones. Algunas de esas huellas, el barro las ha ocultado, mientras que surgen otras más adelante sin llevarnos a lugar alguno. El capitán Arbuthnot no tuvo más remedio que volver a Buenos Aires de manos vacías, presintiendo desde ya lo que lo aguardaría a su llegada.
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Al relatar los imaginarios hechos paralelos que se supone ocurrieron con los personajes de esta historia, algunas reseñas han sido encontradas que merecen ser mostradas aquí, aunque hasta el presente mucho se ha escrito y especulado sobre la suerte que corrió el famoso Tesoro Real desde cuando los ingleses se dejaron ver en el Río de la Plata en aquel lluvioso invierno de 1806, cuando luego de tantas idas y venidas, parte del mismo terminó en manos del invasor. Aun así, han quedado preguntas sin respuesta, como por ejemplo: ¿qué parte de él llegó a sus manos? ¿Es verdad o no, que una parte fue escondida en algún lugar?, y si fue así, ¿todo se entregó a los ingleses, o un porcentaje quedó “perdido” para siempre, o cayó en manos de algún oportunista? ¿Es verdad lo que cuentan sobre el español afincado en Luján, don Andrés de Migoya, que alcanzó a manotear un cajón de metálico, agregando que con ese dinero levantó una casona, en la que ocho años después se Carretas del Espectro
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hospedaría el general Belgrano al cabo de sus derrotas en Vilcapugio y Ayohuma? A pesar de que muchos historiadores han buscado informaciones con el esmero y la dedicación que el caso exigía, no se han encontrado registros oficiales que viabilicen la solución de tantos rompecabezas y acertijos, no pasando lo que se cuenta, de simples iniciativas y ficciones de aplicados escritores. Mismo así, con el respecto que se merece quien lo escribió, me tomo la libertad de transcribir aquí de manera cronológica, algo de lo que ocurrió durante del mes de julio de 1806, según lo ha publicado Marcelo de Biase en el sitio “lagazeta.com.ar”. Viernes, 02.07.1806 – capitulaciones Condiciones concedidas a los habitantes de la ciudad de Buenos Aires y de sus dependencias por los Generales en Jefe de las fuerzas del mar y tierra de Su Majestad Británica: 1° Se permite a las tropas de Su Majestad Católica que estaban en la ciudad al tiempo que entraron las de Su Majestad Británica, juntarse en esta Fortaleza y salir de ella con todos los honores de la guerra, rindiendo entonces las armas y Carretas del Espectro
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quedando
prisioneros
de
guerra;
pero
los
Oficiales que sean naturales de la América del Sur, o casados con nativas del país, o domiciliado en él, podrán continuar residiendo aquí mientras se
conduzcan
como
buenos
vasallos
y
ciudadanos, jurando fidelidad a Su Majestad Británica, o podrán ir a la Gran Bretaña con los debidos pasaportes, dando previamente su palabra de honor de no servir hasta que se haga el canje regular. 2° Toda propiedad privada, de buena fe, perteneciente a los empleados, así militares como civiles, del gobierno anterior, a los Magistrados y habitantes de esta ciudad y sus dependencias, al Ilmo. Sr. Obispo, clerecía, iglesias, conventos, monasterios,
colegios,
fundaciones
y
otras
instituciones públicas de esta clase, permanecerá como siempre libre y en nada se le molestará. 3° Toda persona, de cualquier clase y condición que sea, de esta ciudad y sus dependencias, será protegida por el Gobierno Británico, y no se le forzará a tomar las armas contra Su Majestad Católica, ni persona alguna de la ciudad y sus dependencias las tomará, ni obrará hostilmente Carretas del Espectro
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contra el Gobierno o tropas de Su Majestad Británica. 4° El Ilustre Cabildo con todos sus miembros, y los habitantes conservarán todos los derechos y privilegios de que han gozado hasta ahora, y continuarán en el pleno y absoluto ejercicio de sus funciones legales, así civiles como criminales, bajo todo el respeto y protección que se les pueda dar por el Gobierno de Su Majestad Británica, hasta saberse la voluntad del Soberano. 5° Los archivos públicos de la ciudad tendrán toda protección y ayuda del Gobierno de Su Majestad Británica. 6° Quedan como hasta ahora los varios derechos e impuestos que exigían los Magistrados y oficinas recaudadora; quienes cuidarán por ahora para recolectarlos y aplicarlos del mismo modo y a igual efecto que antes, por el bien general de la ciudad, hasta saberse la voluntad de Su Majestad Británica. 7° Se protegerá el absoluto, pleno y libre ejercicio de la Santa Religión Católica, y se prestará el mayor respeto al Ilmo. Sr. Obispo y todos sus venerados Ministros. Carretas del Espectro
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8° La Curia Eclesiástica seguirá en el pleno y libre
ejercicio
de
todas
sus
funciones
y
precisamente en el mismo orden que antes. 9° Se conceden gratuitamente a sus dueños todos los buques del tráfico de la costa del Río, según la proclamación 30 del próximo pasado. 10° Toda propiedad pública, de cualquier clase que sea, perteneciente a los enemigos de Su Majestad Británica, se deberá fielmente entregar a los apresadores; y así como los Generales en Jefe, se
obliguen
a
hacer
cumplir
con
exacta
escrupulosidad todas las condiciones anteriores para el beneficio de la América del Sur, así el Ilustre Cabildo y Tribunales se obligan de su parte a hacer que esta última condición se cumpla fiel, debida y honorablemente. Dada con nuestro sello y manos en esta Fortaleza de Buenos Aires hoy 2 de julio de 1806: W. C. Béresford, Mayor General, Home Popham, Comodoro, Comandante en Jefe José Ignacio de la
Quintana,
Gobernador
y
Brigadier
de
Dragones. Witness the above signatures - Testigos de la firma Carretas del Espectro
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Francisco de Lezica Anselmo Saenz Valiente Geo. W. Kenett, Secretario Militar
Viernes, 02.07.1806 - carta a Baird Béresford remite los primeros informes al General Baird en Ciudad del Cabo y al Ministro de Guerra, partes que saldrán recién a mediados de julio, cuando zarpen los barcos respectivos. “Aunque tengo motivo para creer que la conducta observada con los habitantes de esta ciudad, desde el momento de nuestra ocupación, los ha reconciliado en alguna forma con nosotros, como un gran número de ellos es afecto a un gobierno que ha existido aquí desde la fundación de la colonia -escribe a Baird-, algunos aprovecharían sin duda la oportunidad, de dejar nosotros la plaza con una débil guarnición, para irritar al pueblo y sublevarlo contra nosotros”. Con visión profética, en un informe técnico, prevé que ante un ataque, no podrá sostener durante 24 horas su posición en el Fuerte, pues está dominado por casas de altos. Reclama de Ciudad del Cabo 2 mil infantes y 600 de
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caballería para asegurar la ciudad que parece (sólo parece) mansa.
Sábado, 03.07.1806 - igual que ayer, igual que hoy, igual que siempre “Hace hoy seis días que los ingleses han tomado esta plaza con sólo 1.600 hombres; el pícaro, vil, cobarde e indigno Virrey que teníamos nos ha entregado con la mayor ignominia, separando sin duda a designio cuantas fuerzas teníamos, y llevándoselas consigo, para franquear el paso al enemigo”… De una carta de Juan Manuel de Pueyrredón a su tío y suegro, don Diego.
Domingo, 04.07.1806 - fidelidad al Rey Por intermedio del Cabildo, el gobernador Béresford exigió a las autoridades civiles que seguían en sus puestos que, a las doce del 7 de julio de 1806, ante su presencia y la del comodoro Popham para que prestaran su “juramento de obediencia y lealtad a S. M. Británica”. Cabe recordar que el día 2 de julio, de acuerdo a las capitulaciones firmadas en esa fecha, la tropa española, sin sus oficiales, formó en la calle 25 de Mayo, frente a las oficinas del capitán Alexander Gillespie y juró su lealtad
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al rey Jorge III, a cambio de no ser embarcados y retornados a España.
Lunes, 05.07.1806 - llegaron los caudales Custodiados por los soldados del Regimiento 71, llegaron de Luján los caudales reales devueltos por Sobremonte. Se presentaron reclamos de algunos vecinos, indicando que había en esos fondos, montos particulares. Béresford prometió analizar caso por caso y hacer lugar al reclamo de ser justificado. Miércoles, 07.07.1806 – juras Respondiendo a la convocatoria de Béresford, al mediodía se presentaron para jurar fidelidad a Su Majestad Jorge III de Inglaterra, los funcionarios que ocupaban cargos públicos, militares y eclesiásticos prestaran juramento. El juramento fue realizado por todos los funcionarios, con la excepción de la Real Audiencia y de Tribunal de Cuentas, cuyos miembros pidieron permiso para retirarse de la ciudad y unirse a Sobremonte. Otros que no se presentaron al juramento fueron Francisco Ignacio de Ugarte, Manuel Belgrano y su sustituto en el Consulado, Juan José Castelli. Belgrano adujo enfermedad, para evitar el juramento, saliendo de la Carretas del Espectro
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ciudad, porque Béresford estaba decidido a que prestara el juramento. “Los demás individuos del Consulado, que llegaron a extender estas gestiones, se reunieron y no pararon hasta desbaratar mis justas ideas y prestar el juramento de reconocimiento a la dominación británica, sin otra consideración que la de sus intereses” -cita Belgrano. “No digo a Vuesa Merced nada sobre el juramento de estos benditos veteranos hechos de motu propio” -escribe el vecino Gaspar Santa Coloma en una carta personal-. “Abiertas las calles de Buenos Aires para salir y quedar fuera y aptos para la reconquista, el teniente coronel Gutiérrez, con cuatrocientos hombres, en el paso Chico, bajó a prestar el juramento de su motu propio; mi paisano Rameri, con cien hombres blandengues de Santa Fe, destinado en la Ensenada, bajó a hacer su juramento, y por este tenor procedieron todos los militares, que es una vergüenza y también muchos vecinos que prestaron su juramento, a bien que no fui yo”. Miércoles, 07.07.1806 – bandos Carretas del Espectro
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“El Exmo. Sr. Gobernador tiene por justo mandar por esta proclamación que, todos los que tengan armas (…) las entreguen a los Alcaldes de sus respectivos barrios, bajo el concepto de que él no lo verifique hasta el 12 del corriente mes, y se le encuentren las armas será castigado pagando doscientos pesos de multa”. Bando del gobernador de Buenos Aires, general William Carr Béresford Jueves, 08.07.1806 – convivencia Mientras las autoridades virreinales y los vecinos más acomodados recibieron de buen grado a los ingleses, dando muestras de hospitalidad y colaboración, las clases más bajas, el pueblo en general, se mostró opuesto a los ingleses, como lo señala la anécdota citada de la moza de la fonda Los Tres Reyes. Ya Alexander Gillespie señalaba la buena recepción a la ciudad, de parte de las mujeres porteñas. “Los balcones de las casa estaban alineados con el bello sexo, que daba la bienvenida con sonrisas y no parecía de ninguna manera disgustado por el cambio”.
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Una joven Mariquita Sánchez de Thompson (de 19 años entonces) declaraba en su libro de memorias “Las milicias de Buenos Aires: …es preciso confesar que nuestra gente de campo no es linda, es fuerte, robusta, pero negra. Las cabezas como un redondel, sucios; unos con chaqueta otros sin ella, unos sombreritos chiquitos encima de un pañuelo, atado a la cabeza. Cada uno de un color, unos amarillos, otros punzós; todos rotos, en caballos sucios, mal cuidados; todo lo más miserable y más feo. Las armas sucias, imposible dar ahora una idea de estas tropas. De verlos aquel tremendo día, dije a una persona de mi intimidad: si no se asustan los ingleses de ver esto, no hay esperanza”. En cambio, “El Regimiento 71 de Escoceses, mandando por el general Pack; las más lindas tropas que se podrán ver, el uniforme más poético, botines de cinta punzó cruzadas, una parte de la pierna desnuda, una pollerita corta, una gorra de una tersia de alto, toda formada de plumas negras y una cinta escocesa que formaban el cintillo; un chal escocés como banda sobre una casaquita corta punzó. Este lindo Carretas del Espectro
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uniforme, sobre la más bella juventud, sobre caras de nieve, la limpieza de estas tropas admirables, ¿qué contraste tan grande?”. A pedido de Béresford, sus oficiales fueron alojados en las casas de los principales vecinos. Eso les permitió a los ingleses convivir y confraternizar con los vecinos más importantes de la ciudad. La proverbial belleza de las porteñas no había pasado desapercibida para los ingleses. “El bello sexo es interesante, no tanto por su educación como por un modo de hablar agradable, una conversación chistosa y las disposiciones más amables” -cita Gillespie-. “Era invierno cuando nos adueñamos de Buenos Aires; durante esa estación se daban tertulias, o bailes, todas las noches en una u otra casa. Allí acudían
todas
las
niñas
del
barrio,
sin
ceremonia, envueltas en sus largos mantos, y cuando no estaban comprometidas, se apretaban juntas, aparentemente para calentarse, en un sofá largo, pues no había chimeneas y se utilizaba el fuego solamente con frío extremo, trayéndose al cuarto en un brasero, que se coloca cerca de los
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pies, y entonces ningún extranjero deja de sufrir jaqueca por los vapores del carbón”. Por las tarde, la banda del 71 de Highlanders ofrecía conciertos en el paseo de la Alameda, oportunidad que las damas más requeridas de la ciudad (como las Marcó del Pont, Escalada o Sarratea) paseaban del brazo con .los oficiales británicos, para delicia de los chismosos porteños. Un cadete del batallón de Santa Elena, se convirtió al catolicismo y se casó con una criolla, sirviendo como oficial (capitán, anota Gillespie) de Liniers, luego de la Reconquista. Béresford, con Pack, Campbell y Folley, eran infaltables al mate de la tarde, que los convidaba la familia Rubio (José Rubio de Velasco y Juana Rivero, los anfitriones) que tenía su casa en la calle San Carlos (actual Alsina). En cierta oportunidad, tras pasear por la huerta con el anfitrión, Béresford descubrió a la pequeña hija de José Rubio, la graciosa María del Rosario, ataviada con la capa, el kepí y la espada del general, dando órdenes a un pequeño regimiento que había formado con los sirvientes y esclavos de la casa. El padre reprendió duramente a la niña que se puso a llorar; Béresford alzó a la niña y le prometió traerle un regalo al día siguiente. Cumpliendo la Carretas del Espectro
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promesa, le trajo un tambor y un bastón de mando, nombrándola mariscala de su ejército. La pequeña Rosario se tomó en serio su cargo, porque visitaba los cuarteles británicos, acompañada de un esclavo negro que llevaba el tambor, dándoles órdenes a los soldados que fingían seguir sus órdenes, para regocijo del general Béresford. Desde entonces, la pequeña Rosario sería reconocida como la “mariscala del 71”. “Los más de nuestros oficiales se alojan en familias particulares -recuerda Gillespie- que les otorgaban las más bondadosas atenciones que asentaron el cimiento de amistades recíprocas. Dieron muchos ejemplos de bondad natural de corazón y era tan frecuente y tan generalmente demostrada, que nos convencieron de que la benevolencia era una virtud nacional”. Tal vez, confiado en esa hospitalidad, Béresford había hecho desembarcar su puro sangre, al que solía montar algunas tardes, llegándose sin custodia hasta los altos de Barracas, desde donde podía divisar, con su catalejo, la ciudad a su mando, la flota británica en el Plata y la pampa, infinita, extendiéndose contra el horizonte. Pero bajo la superficie, la reacción contra el invasor, ya se estaba gestando. Carretas del Espectro
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Viernes, 09.07.1806 – el héroe de la Reconquista “Poco después de la rendición de Buenos Aires, el coronel Liniers, emigrado francés y capitán de su armada bajo la monarquía, que mandaba una poca fuerza en Ensenada, consciente de su insuficiencia para defenderla, resolvió servirse de los desastres recientes de su gobierno, mediante un sagaz golpe de artería” -escribe Alexander Gillespie sin disimular su disgusto por el héroe de la Reconquista. “Cuando en 27 de junio de 1806 se apoderaron los ingleses de esta capital; me hallaba yo en la ensenada de Barragán, comisionado por el Virrey Marqués de Sobre Monte; reconociendo que este súbito acontecimiento había ocasionado en los espíritus el último desaliento” escribe Santiago de Liniers. Anteriormente lo vimos asistir, casualmente, al desbande de las fuerzas defensoras en el Riachuelo. Se retiró a su quinta, en las afueras y esperó los acontecimientos. “Me determiné, ante que los infortunios del Estado se propagasen más, a acercarme a esta ciudad con el fin de examinar las fuerzas de los enemigos, su disciplina y método de servicio. Hice con vista de todos mis combinaciones y el resultado de ellos me aseguraban Carretas del Espectro
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la probabilidad de la reconquista, siempre que encontrase gente esforzadas que voluntariamente quisieran seguirme a la grande empresa”. Dos días después, el martes 29, Liniers arriba a la ciudad, alojándose en la casa de su suegro Martín de Sarratea, gerente y socio de la Compañía de Filipinas, frente a Santo Domingo. Por su condición de militar, Liniers gestionó un permiso ante las autoridades británicas, permiso concedido con la ayuda de su amigo, colaborador de los invasores, Tomás O’Gorman. Según los informes de Béresford, Liniers se presentó ante el gobernador invasor, aduciendo que estaba disgustado con el servicio español por lo que iba a dejar la carrera de las armas y dedicarse al comercio, con su suegro Sarratea, quien avaló su afirmación. Por tal motivo, no le exigió a Liniers, como al resto de los oficiales españoles, su palabra de no combatir contra los ingleses. “Fingió una gran franqueza enviando su sumisión y la de su guarnición al general Béresford, con el pedido de que se le permitiese entrar en la capital, cuando consumase su ofrecimiento, empeñando su palabra como prisionero de guerra; estableciendo también su intención de abandonar la carrera militar para dedicarse como antes al comercio” -atestigua Gillespie-. “Bajo esta Carretas del Espectro
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seguridad fue admitido, y aunque por su delicadez no se le arrancó una promesa
escrita, sin
embargo una,
igualmente imperativa, fue declarada por él verbalmente, a ese fin, bajo palabra”. Ese mismo día 29, Liniers asiste a misa, en la Iglesia de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento. Tras las conquista, según el libro de actas de Santo Domingo, “se experimentó decadencia y cierta frialdad en el Culto por la prohibición que se expusiese el Santísimo Sacramento en las funciones que de la Cofradía que tuvo a bien mandar el ilustrísimo señor Obispo de esta Diócesis. El domingo primero de julio no hubo más que una misa cantada sin manifiesto, y habiendo concurrido a ella el capitán de navío señor don Santiago de Liniers y Brémont, que ha manifestado siempre su devoción al Santísimo Rosario, se acongojó al ver que la función de aquel día no se hiciera con la solemnidad que se acostumbraba”. Allí pasa de la iglesia a la celda prioral y encuentra al prior fray Gregorio Torres (el de la arenga obsecuente a Béresford) y le asegura: “Hoy mismo, en el transcurso de la misa, he hecho ante la imagen sagrada de la Virgen un voto solemne. Le ofreceré las banderas que tome a los británicos si la victoria nos acompaña. Yo no dudo que la obtendré si marcho a la lucha con la protección de Carretas del Espectro
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Nuestra Señora”. No obstante la tradición, para Paul Groussac, la promesa de las banderas no fue hecha el 1° de julio, sino el 9 o 10 de julio, cuando se embarca para Colonia. Liniers asiste a la velada en agasajo a Béresford, por la devolución de las embarcaciones a sus originales propietarios, realizada en la casa de su suegro. Allí conoce al general conquistador y a sus oficiales. “La permanencia de Liniers en Buenos Aires no duró más tiempo que el suficiente para darse cuenta de nuestro número, de nuestro sistema militar, y establecer, con algunos elegidos en el poder, un plan de revuelta simultánea” -anota Gillespie. Tras recorrer la ciudad, tomando debida nota de las debilidades de los invasores, Liniers pasa a transformarse, naturalmente, en el líder de la resistencia. Convence a las otras facciones conspiradas (como la del grupo de Sentenach) de seguir su plan: viajar a Montevideo y pedirle al gobernador Pascual Ruiz Huidobro, 500 hombres con experiencia militar, con los que planeaba reconquistar la ciudad, sumando a los voluntarios que pudiera reclutar Juan Martín de Pueyrredón en la campaña bonaerense.
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“En este tiempo y desde mucho antes, enjambres de agente franceses estaban desparramados en el país, cuyas personas y residencias se conocían bien por este aventurero desleal” -dice con encono Gillespie, de Liniers-. “Justamente contaba con ellos como cómplices, siempre que sus servicios fueran necesarios, y aunque no pudiera reclamar aquellas habilidades, o esa presa, sin embargo compensaba aquellas deficiencias con una artería sin principios y con una confianza mayor en los recursos ajenos, que en los propios. Una vida disoluta y los hábitos despreciables que usualmente engendran semejantes asociaciones, lo habían hecho generalmente conocido y quizás popular entre muchos de clase inferior. De estos podía sacar miles que le siguiesen al campo”. Esa noche del 9 de julio de 1806, Santiago de Liniers pasa la noche en oración, en el santuario de la Recoleta, rezando por el éxito de su intento de reconquista, que se iniciará al día siguiente cuando parta hacia la Banda Oriental. Sábado, 10.07.1806 – 58 fieles a SMB Tras la jura de los funcionarios, Béresford ofreció la posibilidad de que los vecinos de Buenos Aires juraran, voluntariamente, su fidelidad al monarca inglés. Para eso Carretas del Espectro
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habilitó una oficina, en la calle Santo Cristo (actual 25 de Mayo), adonde podían acercarse los vecinos desde el 10 de julio de 1806. Quien recibía los juramentos, era nuestro conocido capitán Alexander Gillespie: “… casi todas las tardes, después de oscurecer, uno o más ciudadanos criollos acudían a mi casa para hacer el ofrecimiento voluntario de su obediencia al gobierno británico y agregar su nombre al libro, en que se había redactado una obligación. El número llegó finalmente a cincuenta y ocho y la mayor parte coincidían en decir que muchos otros estaban dispuestos a seguir su ejemplo; pero se contenían por desconfianza del futuro y no por ningún escrúpulo político, o falta de apego a nosotros”. De esos 58 vecinos porteños que juraron fidelidad a Jorge III no se conservan sus nombres, al desaparecer el libro que registraba sus nombres. Posteriormente a la Reconquista, Liniers solicitó dicho cuaderno a Béresford que adujo haberlo perdido en esos días en que las fuerzas porteñas recuperaron la ciudad. Pero el libro estaba celosamente guardado por Gillespie que lo entregó al Foreign Office en 1810. En los archivos ingleses no se encuentra el libro, aunque sí las cartas que obran de recibo de la entrega del libro por Gillespie a las autoridades británicas. El libro pudo ser retirado del archivo por el Carretas del Espectro
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marqués de Wellesley, Ministro de RREE británico, o destruido por el ministro Canning para no comprometer el nombre de los juramentados. Lo que sí es más que probable, es que los nombres de Juan José Castelli y Cornelio Saavedra estuvieran en ese grupo de 58 vecinos que juraron fidelidad a la corona británica. En una nota de septiembre de 1810, Gillespie expresa “de los seis miembros que constituyen la primera junta revolucionaria de Buenos Aires, tres se registran en esa lista”. Sábado, 10.07.1806 – parte Liniers Discretamente y sin llamar la atención, tras la noche en oración en el santuario de la Recoleta, Santiago de Liniers se embarcó en el puerto de Las Conchas hacia Colonia, en la Banda Oriental (Uruguay). En las mismas horas, Juan Martín de Pueyrredón hace lo propio y se encontrarán en los próximos días en Montevideo. Domingo, 11.07.1806 – confianza “Tengo confianza en que la conducta adoptada para con la gente aquí, tendrá como resultado el hacerles comprender el honor, la generosidad y la humanidad del carácter inglés…” Carretas del Espectro
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De una carta del gobernador William Carr Béresford a Lord Castlereagh, Secretario de Guerra británico. Domingo, 11.07.1806 – el gran equilibrista Por sus espías, Béresford estaba al tanto de los dos grupos políticos que se perfilaban en la sociedad porteña: los criollos y los españoles. Béresford planeó manipular a ambos bandos, para sostenerse en el poder, hasta que pudieran llegar los refuerzos británicos que avalaran los frutos de la aventura militar que perpetraron con Popham. Por eso, sus primeras medidas son de mantener a todos en sus cargos, respetar las costumbres de la población y liberar el comercio, reduciendo los derechos de aduana, para ganarse el favor de los criollos. En un primer momento, mientras descifraban la actitud futura de Béresford, el grupo esperó antes de tomar una decisión. La primera oposición a los conquistadores provino del grupo de los españoles que veían en peligro su cómoda posición económica. El grupo criollo mantuvo reuniones con Béresford para que Gran Bretaña asegurase la independencia de la colonia, a cambio de ayudar a Inglaterra en su expedición. El miedo principal de los criollos era que, de colaborar con los ingleses, debieran soportar la devolución de la colonia a España (como Carretas del Espectro
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Inglaterra había hecho con Guadalupe y Martinica, más de una vez, tras sendos tratados de paz) y soportaran la represalia de los españoles, una vez que éstos recuperaran el poder. Cuando Béresford no pudo prometer el apoyo británico (básicamente porque no tenía órdenes para eso, porque su gobierno no había aprobado inicialmente la operación militar), el grupo criollo dejó al gobernador británico librado a su suerte. Algunos como Castelli o Belgrano, en una actitud prescindente; otros, como Pueyrredón, uniéndose a las fuerzas españolas y yendo, directamente, al enfrentamiento militar con los invasores. Un hecho fortuito reforzó el fracaso del coqueteo con los criollos. Para estos días, se supo en Buenos Aires de la muerte del primer ministro William Pitt y el desalojo de los tories del gobierno británico; en su lugar, asumió la oposición, los whigs, partidarios de la conquista militar, más que de los acuerdos políticos. Como citara Cornelio Saavedra en sus Memorias: “Pasado el primer espanto que causó tan inopinada irrupción, los habitantes de Buenos Aires acordaron sacudirse del nuevo yugo que sufrían”.
Lunes, 12.07.1806 - las andanzas de Sobremonte
Carretas del Espectro
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Tras su huida del campo de batalla, llegó a Córdoba el marqués de Sobremonte, donde se ordenó un Te Deum en agradecimiento por el feliz arribo a la ciudad mediterránea. De inmediato, se puso a reclutar gente para reconquistar la ciudad que (él todavía no sabía) había perdido definitivamente. Lejos estaba de sospechar que sus días como virrey estaban por llegar a su fin y que Liniers le arrebataría la gloria. Durante su estada en Córdoba, Sobremonte tuvo la mala idea de interceptar la correspondencia privada que iba de Buenos Aires a Perú para conocer la opinión que el pueblo porteño tenía de su persona. No encontró una sola carta en que no se lo tildara de traidor, cobarde e ignorante en las artes de la guerra. Encolerizado amenazó a los vecinos de Buenos Aires con la horca y la guillotina, cuando reasumiera el poder, discursos que llegaron a la ciudad y dispuso a los porteños a no esperar su expedición “salvadora” para reconquistar por sí mismo la ciudad. “Desde que se supo en Buenos Aires que venía Sobremonte no cesaron los porteños de tomarles el pelo a los cordobeses” -escribe el historiador Carlos Roberts. La imagen de Sobremonte (el “virrey Tras del Monte” desde su huida) era de mofa y burla. Las coplas populares circularon por la ciudad tras la toma inglesa, que Carretas del Espectro
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mostraban la gracia y la improvisación criolla que hicieron decir a Alexander Gillespie “como en todos los países lindantes con un estado natural, la poesía parece el genio conductor de las clases inferiores en esta parte de América del Sur, pues al pedírsele a cualquiera que tome la guitarra, siempre la adaptará a estrofas improvisadas y convenientes, con gran facilidad”. Desde el lado inglés, la opinión sobre Sobremonte no distaba de la de los porteños. Gillespie acierta en un breve párrafo: “El marqués de Sobremonte, virrey de la provincia, había sido de los primeros en abandonar el campo, y fue también el primero en dejar el asiento de su dignidad y gobierno. Todas las lenguas hablaban libremente de su conducta, y no dudo de que su fuga precipitada dio un golpe serio y duradero a la autoridad y al honor de la Corona, en la estimación popular”. Pero, la más clara de las opiniones de Sobremonte, provienen del propio Béresford, cuando juzga, con acertada previsión, la amenaza de reconquista del virrey: “Si un jefe activo y emprendedor viniera mandándolas, sin duda podríamos Carretas del Espectro
hallarnos
en
una
situación Página 291
desagradable. El virrey, sin embargo, no es de manera laguna de tal carácter y siendo impopular frustrará, espero, en gran parte, las disposiciones de cualquier suyo de energía y habilidad. Fue con estas esperanzas que no hice ninguna tentativa para apoderarme de S.E., lo que podría haber hecho, pues viaja con toda su familia
en
coches,
sobre
caminos
casi
intransitables por las lluvias, y yo había juntado 400 caballos para montar ese número de infantes, para con dos piezas, perseguirlo; pero las consideraciones mencionadas me indujeron a desistir”.
Martes, 13.07.1806 - planes de reconquista Uno de los primeros pedidos de Béresford a los cabildantes, fue que se cumpliera con las raciones solicitadas para su ejército. Por motivos estratégicos, Béresford solicitaba raciones por mayor cantidad que la que necesitaban sus hombres. Como escribe Alexander Gillespie: “Para disimular nuestra debilidad se exigían raciones más allá de las necesidades reales, pero nuestras guardias formaban todas las mañanas y Carretas del Espectro
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marchaban desde la plaza principal, donde a veces se reunía mucha gente, entre la que había oficiales disfrazados que, contando la fuerza de cada una y estableciendo sus diferentes puestos de servicio, fueron, naturalmente, en menos de una semana, perfectos dueños de la relación de nuestros efectivos, junto con los puntos más vulnerables
de
la
ciudad
que
ocupaban
respectivamente”. Cuando la población porteña comprendió que las fuerzas inglesas eran menores de la pensada en un primer momento, se empezó a poner en marcha los planes subversivos para retomar la ciudad. Tres planes operaban simultáneamente. En primer lugar, la expedición de Sobremonte desde Córdoba. Desde Montevideo, se estaba preparando otra expedición, al mando del gobernador Pascual Ruiz Huidobro. La tercera era una insurrección en la misma ciudad, que contó con el financiamiento de Martín de Álzaga. Desde el 29 de junio, empezaron los planes conspirativos en Buenos Aires. El grupo de la revuelta urbana estaba encabezada por el ingeniero Felipe Sentenach, Gerardo Estevé y Llac, Fornagueira, Valencia, Franci, Esquiaga, Anzoátegui y Dozo, entre otros. Se Carretas del Espectro
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armaron comisiones secretas para ir reuniendo armas, fondos, promover la deserción de los soldados ingleses, etc. La labor del clero, erosionando la posición inglesa, no se limitaba sólo a arengar a los feligreses, como atestigua Gillespie: “los sacerdotes, en distancia considerable, ejercían aún los domingos todas sus facultades para estimular a sus oyentes a tomar las armas”. Una anécdota, revela el compromiso del clero en la rebelión. En esos días, los ingleses habían interceptado una manada de alpacas y vicuñas que venían del altiplano, a Buenos Aires, como regalo de España a la Emperatriz Josefina, la esposa de Bonaparte. Los ingleses pensaron cambiar de mano el regalo y enviarlos al duque de York. Hasta embarcarlo a Londres, los ingleses confiaron la manada a un paisano, José Díaz, que todos los días entraba y salía del Fuerte con su manada. Pero Díaz hacía algo más que sacar a pasear al rebaño: ponía al tanto al fray Pedro Agustín Cueli de todo lo que ocurría en el Fuerte, amén de lograr la deserción de dos soldados ingleses, escondiéndolos en la calera de San Francisco, en Monte Grande.
Carretas del Espectro
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El 3 de julio se avisó a Montevideo de este movimiento urbano y el 8 de julio se llevó una gran reunión en casa de Martín de Álzaga, rico comerciante vasco, uno de los principales vecinos de Buenos Aires. En las labores de espionaje, el capitán Juan de Dios Dozo (hombre de Álzaga) logró ingresar a la logia masónica inglesa Southern Cross, instalada en Buenos Aires por los oficiales del ejército invasor, donde trabó contacto con Rodríguez Peña, Manuel Aniceto Padilla y Juan José Castelli, criollos integrantes de la logia. Varios planes se barajaron, sin mucho orden. Una propuesta fue una pueblada para tomar de improviso al ejército inglés cuando estuviera formado en la plaza, tomando lista, degollándolos antes que tuvieran tiempo de reaccionar. Otro plan era tomar las naves británicas ancladas frente al Fuerte, abordándolos con botes, y llevarlos a Montevideo. Esta última idea parece que llegó a oídos de Béresford, a través de su red de espías locales, pues dispuso un operativo, desembarcando tropas de marinería, con el objeto de tomar por sorpresa a los conjurados si intentaban desarrollar su plan esa noche, cosa que no se hizo. Otra idea, propuesta por el rico estanciero Martín Rodríguez, era raptar a Béresford y sus oficiales cuando Carretas del Espectro
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salían a pasear por Barracas, a la altura del Puente de Burgos. Se lo hizo desistir de ese intento y se le encomendó que juntara fuerzas con Pueyrredón. Hubo un plan, sí, que empezó a ponerse en marcha: volar el cuartel de la Ranchería, donde estaba establecido el Regimiento 71. Ni la expedición de Sobremonte ni la rebelión urbana, reconquistarían Buenos Aires. El héroe de esa acción sería Santiago de Liniers que había elegido, con intuición militar y política, la opción más promisoria para sus objetivos (reconquistar la ciudad y sacarse de encima al virrey Sobremonte): pedir la ayuda a Montevideo.
Miércoles, 14.07.1806 - Córdoba capital del virreinato Sobremonte nombró a Córdoba como capital provisional del Virreinato y ordenó que ninguna persona fuera de Buenos Aires, debiera obedecer a las autoridades de facto de la ciudad. El mismo día, llega a Montevideo Juan Martín de Pueyrredón con sus amigos Arroyo y Herrera para conferenciar con el gobernador Ruiz Huidobro.
Jueves, 15.07.1806 - jura española
Carretas del Espectro
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En este día, vencía el plazo que tenían los oficiales españoles, tomados prisioneros por los británicos, para decidir si querían ser embarcados de regreso a Europa o permanecer en Buenos Aires, dando su palabra de tomar parte en la guerra. Todos optaron por esta última alternativa, por lo que debieron presentarse cuatro veces por semana, en la oficina del capitán Gillespie, para testimoniar su presencia.
Jueves, 15.07.1806 - reunión conspirativa El 15 de julio fue nombrado Sentenach como jefe de la revolución urbana financiada por el comerciante español Martín de Álzaga. La conspiración se puso bajo la advocación de Nuestra Señora de la Concepción. Detrás del apoyo de Álzaga, se adivinaba la intención de bloquear un eventual acuerdo entre los independistas y Béresford (todavía en búsqueda del apoyo inglés a la independencia del Río de la Plata) y su apetencia por tomar el poder, cuando se lograra la Reconquista. En su camino se cruzará Liniers que contará con el apoyo criollo, el primer choque entre dos figuras que protagonizarán la vida política porteña de los siguientes años, paradójicamente ambos fusilados por la Revolución de Mayo, por su fidelidad al monarca español. Carretas del Espectro
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También en este día, Llac recibió una carta del gobernador de Montevideo, Pascual Ruiz Huidobro comunicándole
que
preparaba
una
expedición
de
reconquista que desembarcaría en el puerto de Olivos, instándolo a tomar la ciudad si Béresford salía a batirlo y, en el caso que así no fuera, intentara tomar los cuarteles.
Viernes, 16.07.1806 - ciudad tranquila “Esta ciudad y alrededores aparenta no sólo tranquilidad, sino que cada día aumenta la satisfacción del pueblo; y de mi información puedo afirmar que los comerciantes, y sin distinción todo habitante no español, en mayoría, desean permanecer bajo la protección de S.M.B.”. De una carta del gobernador William Carr Béresford a Lord Castlereagh, Secretario de Guerra británico.
Viernes, 16.07.1806 - Liniers llega a Montevideo Llegado seis días antes a Colonia, este viernes arribó a Montevideo, Santiago de Liniers con el objeto de entrevistarse con el gobernador Ruiz Huidobro para ofrecerle un plan para reconquistar la ciudad de Buenos Aires. Carretas del Espectro
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Sábado, 17.07.1806 - llegó Pueyrredón Proveniente de Montevideo, llegó Juan Martín de Pueyrredón tras entrevistarse con Liniers y Ruiz Huidobro. Llegado a San Isidro, Pueyrredón, junto a sus amigos Arroyo y Herrera, se pusieron a la tarea de reclutar hombres en los partidos de San Isidro, Morón, Pilar y Luján, para colaborar en el intento de Reconquista de la ciudad.
Sábado, 17.07.1806 - se van los fondos Debido al mal tiempo reinante, recién el sábado 17, al mando del capitán Donnelly pudo zarpar la Narcissus en la que había sido embarcado, los días previos, los tesoros reales devueltos por Sobremonte sumados a los otros fondos incautados en la ciudad. “Me encuentro ahora en condiciones de enviarle mi estado de cuentas del dinero que ha sido recibido como premio, bajo los términos de mi acuerdo con el gobernador en ejercicio de la plaza, previo a mi entrada a la ciudad” notifica escrupulosamente Béresford en una nota al Secretario de Guerra británico. La suma ascendía a 1.086.208 dólares, con la deducción hecha de otros
Carretas del Espectro
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205.115 dólares, “para las exigencias del Ejército y de la Escuadra”.
Domingo, 18.07.1806 - reunión cumbre Se produce en Montevideo, la reunión entre Santiago de Liniers y el gobernador Pascual Ruiz Huidobro (“un marino muy acicalado y cuyo cuerpo evaporaba más olores que una perfumería” según recuerda Paul Groussac), con su junta de guerra. Tras la caída de Buenos Aires, el Cabildo de Montevideo declaró que el gobernador Ruiz Huidobro era la autoridad suprema del Río de la Plata y el indicado para encabezar el intento de reconquista de la ciudad. En esta decisión, se deja olímpicamente de lado al virrey Sobremonte. Huidobro estaba en los preparativos de la expedición reconquistadora, cuando el 10 de julio recibió una carta de Liniers, poniéndolo al tanto de la situación de la ciudad y ofreciendo sus servicios como militar. Con 500 hombres, prometía, él estaba seguro de reconquistar Buenos Aires. El gobernador lo convocó a Montevideo, para la reunión que tenía lugar ese domingo 18. Liniers encontró que Huidobro estaba muy avanzado en la formación de las tropas y que, lo único que lo Carretas del Espectro
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detenía, era el aviso de Sobremonte que estaba llegando con sus tropas de Córdoba. Huidobro dudaba de sí esperar al virrey, para compartir fuerzas. Liniers lo convenció de no esperar al virrey y el gobernador, con acuerdo del Cabildo, dispuso darle el mando de las tropas, mientras él se quedaba a esperar el posible ataque de Popham sobre la ciudad de la Banda Oriental. Esta reunión destrabó los conflictos y puso a Liniers de cara a su destino. Lunes, 19.07.1806 – deserciones “Habiéndose probado sin la menor duda que muchos habitantes de esta ciudad y otros en la campaña están poniendo en uso todo medio para inducir a los soldados y sujetos ingleses a que desistan de su fidelidad y deserten sus banderas (…) cualquier
habitante u otro que sea
descubierto, empeñándose en seducir así algún soldado
o
sujeto
inglés,
será
castigado
inmediatamente con pena de muerte” Con estas palabras, el bando del gobernador de Buenos Aires, general William Carr Béresford ponía en evidencia el trabajo de zapa de la insurgencia porteña para debilitar al invasor. Uno de los aliados en el intento de Carretas del Espectro
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seducir a soldados ingleses para desertar, fue el clero, aprovechando la existencia de muchos católicos irlandeses en las filas británicas, muchos reclutados contra su voluntad; además, se buscaba atraer a los mercenarios italianos, alemanes y españoles que acompañaban a los invasores. Poco después de este bando, León Sanginés, oficial de Blandengues, fue sorprendido tratando de hacer desertar a un británico; su pena de muerte se conmutó por prisión, la que efectuó en Inglaterra, liberado recién en 1809. Carlos Roberts cita el caso del asesinato de un soldado británico que había desertado, por la misma persona que lo había inducido a desertar y que lo tenía escondido en su casa, atemorizada de ser ajusticiada si era descubierta su acción. Martes, 20.07.1806 – Dios bendiga a los sudamericanos “Acá estamos en posesión de Buenos Aires, el mejor país del mundo, y de lo que veo de las disposiciones de sus habitantes, no dudo que si el gabinete accediera a sus proposiciones y lo mandara a usted acá, que su plan tendría tanto éxito de este lado como del otro. Trate mi amigo Carretas del Espectro
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de venir. (…)Desearía que Ud. Estuviera acá. Me gustan prodigiosamente los sudamericanos, Dios los bendiga mi querido general”. Carta de Sir Home Popham a Francisco de Miranda Martes, 20.07.1806 – cambios de aire En informes a su gobierno, Béresford dice que a mediados de julio tuvo noticias de las conspiraciones en Buenos
Aires
y
de
que
Liniers
había
salido
clandestinamente de la ciudad. El 20 de julio tomó conocimiento,
con
gran
disgusto,
que
su
amigo
Pueyrredón estaba reclutando gente en la campaña. A fines de julio vería como muchas familias empezaban a irse de la ciudad y aumentar la deserción de sus tropas. El
humor
estaba
cambiando
en
la
ciudad
conquistada. Miércoles, 21.07.1806 – el túnel Entre los tantos planes conspirativos urbanos, la mayoría desechados por impracticables, hubo uno que empezó a ponerse en marcha: volar el cuartel de la Ranchería, donde estaba establecido el Regimiento 71. La idea era excavar un túnel, desde el Colegio San Carlos, Carretas del Espectro
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hasta llegar bajo el cuartel. Una vez allí, se minaría el lugar y al explotar el reducto inglés, se combinaría el atentado con el ataque de unos 500 hombres que Pueyrredón estaba reuniendo en la quinta de Perdriel. El propio Sentenach, disfrazado, entró al cuartel de la Ranchería,
para
reconocer
la
disposición
de
los
dormitorios y estimar las medidas que debían utilizar los excavadores. Desde los altos del café de Pedro José Marcó,
enfrente
de
la
Ranchería,
vigilaban
los
movimientos de los ingleses. El túnel comenzó a excavarse, pero el plan no se llevó a cabo. Liniers logró disuadir a los conjurados urbanos de posponer sus planes, por el temor de que una acción fuera de tiempo provocará una represalia sangrienta contra los habitantes de la ciudad. En su lugar, pidió reunir hombres, al tiempo que él mismo pediría el apoyo de Montevideo. No obstante la precaución con que fueron llevadas las obras de excavación del túnel, los ingleses ya estaban al tanto del hecho, como lo prueba las anotaciones del capitán Alexander Gilespie: “Frente al cuartel del regimiento 71 había un seminario perteneciente a la orden de San Francisco, que con todas las casas contiguas, Carretas del Espectro
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gradualmente
se
abandonaron
por
los
estudiantes e inquilinos. Una calle angosta mediaba entre ambos y se cavó una mina desde el colegio hasta el ángulo suroeste de las cuadras de los soldados. Un muchacho tambor en una de ellas dio cuenta a su sargento de haber sido repetidamente molestado por un ruido durante la noche, como si procediese de trabajadores subterráneos. Se acudió a un expediente, poniendo varios mosquetes, cañones para arriba, suavemente asegurados en el suelo, sobre los que se colocaron algunos alfileres, de modo que se desarreglaran a la menor concusión. Una mañana se hallaron en el suelo, mas, aunque se ordenó una investigación, nada se descubrió, porque la boca de la mina no pudo retrasarse; pero el hecho se descubrió después: se trataba de un infernal complot para hacer volar nuestros hombres mediante treinta y seis cuñetes de pólvora”. Jueves, 22.07.1806 – instrucciones “En tal inteligencia se pondrá Vuestra Señoría hoy mismo en marcha; pues que todo está dispuesto para que Carretas del Espectro
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no se demore un momento” rezaba las instrucciones del gobernador Ruiz Huidobro a Santiago de Liniers, dadas el 22 de julio de 1806. “se le confirió el mando, no solo de los quinientos hombres escogidos de la mejor tropa, y más también se aumentó este número con el de cien de la compañía de Migueletes que se acaba de formar en esta Plaza, armada y uniformada en los mejores términos, haciendo extensivo el mando en jefe de Vuestra Señoría a las fuerzas de mar que están a las órdenes inmediatas del Capitán de Fragata Dr. Juan Gutiérrez de la Concha y los buques que transportan la artillería, municiones y víveres para las tropas de la expedición” Entre
aclamaciones,
la
expedición
sale
de
Montevideo el 22 de julio, cruzando el portón de San Pedro. Liniers viste “el brillante uniforme azul y rojo, flordelisado de oro, de capitán de navío, y en el pecho, la cruz de caballero de Malta; con su alta estatura, su robusta presencia, su belleza risueña y varonil que formó parte de su prestigio entre las muchedumbres. Saludaba, eterno feminista, a las mujeres apiñadas en los balcones y azoteas, anunciando la victoria que le tenía prometida aquella voz secreta, misterioso confidente de todo conquistador. ¡Al fin tenía su hora histórica!” describe con orgullo su compatriota Paul Groussac. Carretas del Espectro
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Lo que no contaban las instrucciones era la fuerte sudestada, temporal que afectarás las operaciones militares de los próximos días, tanto para las fuerzas invasoras como para las de la Reconquista.
Sábado, 24.07.1806 - Lady Shore “No había cerrado la noche cuando se nos acercaron algunos paisanos nuestros, sobre cuyas historia individuales se cernía mucha oscuridad” nos cuenta Alexander Gillespie sobre unos compatriotas que se acercaron a las tropas inglesas, la noche de la toma de Buenos Aires. “La mayor parte eran personas poco recomendables” los cita Carlos Roberts. “Algunos, según se nos dijo, habían sido sobrecargos, o consignatarios, que abusaron de la confianza en ellos depositada, haciéndose así eternos desterrados de su país y de sus amigos, mientras otros se componían de ambos sexos que, por una violación de nuestras leyes, habían sido desterrados de su protección, y cuyos crímenes, en parte de ellos, habían sido todavía más oscurecidos en su tinte, como perpetradores de asesinato. Estos eran algunos culpables del delito de Juana Shore” prosigue Gillespie. ¿Qué era el delito de “Juana Shore”? Carlos Aldao, traductor y anotador del diario de Gillespie, “Buenos Aires Carretas del Espectro
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y el Interior” aclara: Jean Shore era la favorita del rey Eduardo IV de Inglaterra cuya historia sirvió de base a una tragedia escrita por Nicolas Rowe (“The Tragedy of Lady Shore”). El eufemismo alude al crimen de adulterio. Pero Carlos Roberts tira otra pista: “Criminales de ambos sexos que habían llegado en la fragata Lady Shore”. En 1797, se produjo un motín en el barco inglés “Lady Shore” que llevaba prisioneros a la colonia penal de Australia. Los amotinados entraron a Montevideo con bandera
francesa,
pero
las
autoridades
españolas
confiscaron el navío, apresaron a los hombres y distribuyeron a las mujeres (alrededor de unas setenta) entre las familias de ambas orillas del Plata. Algunas cayeron en la prostitución, pero otras lograron afincarse en estas tierras, como Mary Clarck (“Doña Clara, la inglesa”) quien se casó con el capitán Taylor y, en 1810, abrió el primer hotel de Buenos Aires, en la actual 25 de Mayo, entre Corrientes y Sarmiento. “Quienes nunca hayan salido de su tierra para una región lejana del mundo, no pueden tener sino débil idea de
los
nobles
sentimientos
inspirados
por
la
consanguinidad nacional. Cada ser brotado de ella, con quien nos encontramos, parece que mereciese no solamente nuestra atención sino nuestra amistad; los Carretas del Espectro
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errores se borran y lo estrechamos contra nuestro pecho. Todos los de esa lista, exceptuando una sola mujer disoluta, fueron colocados en empleos decentes y se condujeron bien y todos compitieron en buenos oficios para nosotros. Los servicios parciales de algunos pocos para
nuestros
estuvieron
desamparados
prisioneros,
expiaron
soldados, muchos
mientras grandes
pecados” los recuerda Gillespie. Mal mirados por la clase acomodada porteña, los desterrados británicos eran, sin embargo, bien recibidos por el pueblo, porque se habían convertido al catolicismo para adaptarse a su nueva tierra del exilio. “Las clases superiores señalaban este grupo con execración -atestigua Gillespie- pero el populacho los recibía como campeones de la causa católica, por haber librado al mundo de tantos herejes abominables, mientras la iglesia los recibía como preciosos elegidos en sus campañas espirituales, y como súbditos convenientes para sus absoluciones impías y expiatorias”.
Lunes, 26.07.1806 - bando de los esclavos Cuando los ingleses tomaron la ciudad, los negros esclavos porteños creyeron que había llegado su hora para la libertad y comenzaron a sublevarse en masa. Carretas del Espectro
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Pueyrredón (entonces coqueteando con los ingleses) le pidió a Béresford que tomara medidas, para reestablecer el “orden”. El gobernador inglés dictó un bando en la que informaba “que habiéndose notado en la ciudad que los negros y mulatos esclavos, después de tomada la plaza han pretendido y pretenden sacudir la subordinación a que por su estado están ligados, faltando a la obediencia que deben a sus respectivos amos, y negándose a todos aquellos ejercicios, en que por su constitución han sido empleados hoy; se le haga entender que permanecen en el mismo estado en que estaban, sin variación alguna, que deben estar sujetos a su amos, obedecerles en un todo con absoluta subordinación, y no andar ociosos por las calles, bajo la más rigurosas penas que tenga a bien imponer el Exmo. Señor Mayor general británico”. El bando aprovechaba para exigir la apertura de pulperías, tiendas y almacenes que habían cerrado por la inseguridad que se vivía en la ciudad, con la promesa británica de que se impondría una férrea vigilancia. Para los negros esclavos de Buenos Aires, la invasión británica no representaba ningún cambio en su estado. Martes, 27.07.1806 – concierto en la Alameda
Carretas del Espectro
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Ya con el aire enrarecido y con las noticias de que se estaba preparando la resistencia a la invasión, Béresford presenció el concierto de la banda de gaiteros del Regimiento 71, junto a sus oficiales, en el Paseo de la Alameda (la costa del río, hoy Leandro N. Alem – Paseo Colón). Eran habituales, a la tarde, los conciertos de la banda del regimiento 71 de Highlanders en el paseo de la Alameda, oportunidad que las damas más requeridas de la ciudad (como las Marcó del Pont, Escalada o Sarratea) paseaban del brazo con .los oficiales británicos, para delicia de los chismosos porteños. Fueron tan populares esos conciertos que su director fue requerido como maestro de música por las familias más acomodadas de la ciudad. “Tal era la pasión femenina por la música, que el maestro de banda del regimiento 71 fue invitado a convertirse en profesor, muchas discípulas acudieron a él, y
como
era
excelente
compositor,
sus
pequeñas
composiciones se compraban inmediatamente” -anota Alexander Gillespie-. “Hicieron todo lo posible para retenerlo después que nos enviaron al interior, sin lograrlo; pero amasó dinero suficiente para asegurarle
Carretas del Espectro
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comodidades mientras
estuvo prisionero en aquel
continente”. Pola Suárez Urtubey señala que, no obstante este interés, había profesores de música en la Buenos Aires colonial. Enumera a don Víctor de la Prada quien se destacaba en la flauta traversa y clarinete, Carlos Neuhaus (violinista húngaro) y David C. De Forest norteamericano, quien vivía en la casa de Bernardino Rivadavia y fue corneta del cuerpo de Húsares de Pueyrredón. Miércoles, 28.07.1806 – en una chacra en las afueras de Buenos Aires “Más o menos del día 20 de julio supe también que algunas personas, que por la Capitulación se habían convertido en súbditos británicos, habían abandonado la ciudad y estaban reuniendo tropas” escribió Béresford. Por estos días, Juan Martín de Pueyrredón y el comandante de Blandengues Antonio de Olavarría estaban reclutando gente en la campaña bonaerense, para apoyar a las fuerzas de Liniers que venían en camino. “Había un Pueyrredón, una persona que con frecuencia había estado conmigo, uno de los más encumbrados, tanto en honor como en fortuna, que estaba dispuesto a utilizar lo primero y sacrificar lo último para Carretas del Espectro
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lograr su objetivo” escribe con despecho Béresford. Pueyrredón, perteneciente al partido criollo de la independencia, había tanteado la posibilidad de que la aventura inglesa desembocara en una emancipación asistida por los británicos. Cuando comprendió que Béresford no tenía órdenes para asegurar esa alternativa, se puso en el bando de la Reconquista. Desde su regreso de Montevideo, Pueyrredón reclutó caballadas y hombres de los partidos de San Isidro, Pilar, Luján y Morón. Contó también con el apoyo de los caciques más cercanos que pusieron a su disposición las indiadas para pelearles a los ingleses. En principio, acumuló sus fuerzas en Luján, pero el 28 de julio marchó a las Chacras de Perdriel (actual partido de San Martín, cerca de Campo de Mayo) la estancia de don Domingo Belgrano, padre de Manuel (en esa estancia nacería, años después, José Hernández, el autor del “Martín Fierro”, hoy un museo), punto más cercano a la ciudad. Jueves, 29.07.1806 – ejercicios militares Tal vez como parte de una campaña psicológica, Béresford comandó los ejercicios militares que se realizaron en la fecha. Partieron del cuartel de la Carretas del Espectro
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Ranchería, 600 ingleses en formación hacia la Recoleta y luego, hacia los corrales de Miserere (la actual Plaza Once), terminando la tarde con una parada militar en la Plaza Mayor. Justamente, en el amanecer de ese día, el Encounter había divisado una flotilla de cañoneras en las cercanías del puerto de Colonia. La flota, al mando de Gutiérrez de la Concha atacaron al bergantín inglés que aprovechó el viento para escapar, si bien con algunas averías, de los barcos enemigos. Ese mismo día, también, llegó Santiago de Liniers a Colonia, dos días antes que sus tropas, retrasadas por la fuerte sudestada. Sábado, 31.07.1806 – la víspera de Perdriel Béresford obtuvo de sus espías, la información de que se estaban reclutando las milicias, en la noche del 31 de julio, “en un punto que se llamaba Perdriel”. Esa noche, tras concurrir a un concierto en el Teatro de la Comedia, se puso al frente de poco más de 500 hombres del regimiento 71, 50 infantes de Santa Elena y 6 piezas de artillería y salió al encuentro de los conjurados.
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Epílogo
La Reconquista de Buenos Aires tuvo inicio y conclusión en la Villa de Luján. De allí salieron las tropas de voluntarios juntados por Juan Martín de Pueyrredón para pelear a los ingleses en Perdriel. Y allí recalaron vencidos el general Carr Béresford y varios de sus oficiales, entre ellos el coronel Pack, jefe del 71 Regimiento de rifleros escoceses. Confinados en los altos del Cabildo, en 1807 ambos son remitidos a Catamarca ante la inminencia de una segunda invasión británica. Pero al llegar cerca de Pergamino aparecen
los señores
Saturnino Rodríguez Peña y Aniceto Padilla, quienes arguyen órdenes verbales de Liniers para que les sean entregados los prisioneros. Así se hizo. Y todos huyeron. Rodríguez Peña y Padilla se radicarán en Río de Janeiro con pensión vitalicia de 300 libras anuales, giradas por la corona inglesa. Recapitulando antes de avanzar con los relatos, en el Combate de Perdriel, librado el 1 de agosto de 1806 a 20 km de la ciudad de Buenos Aires, las tropas británicas Carretas del Espectro
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vencieron y dispersaron a una pequeña división de voluntarios de milicias, inferior en número, armamento, organización y entrenamiento. Sin embargo, al ser incapaces de eliminar por completo las fuerzas reunidas en la campaña, estos no pudieron evitar su reunión con el ejército
que
al
mando
de
Santiago
de
Liniers
reconquistaría la ciudad pocos días después, el 12 de agosto de 1806, poniendo fin a la primera invasión inglesa al Río de la Plata. Como antecedentes a estos hechos, dice el coronel José Melián en sus Apuntes Históricos: “Pronto encontramos un caudillo. Don Juan Martín de Pueyrredón nos pasó la palabra, que al instante halló eco en todos nuestros amigos. Nos alistamos más de 300 que debíamos reunirnos armados en un día dado en la Chacarita de los Colegiales. Desde allí nos sería fácil conmover la campaña”. Mientras tanto, en el periodo que va del 9 al 17 de julio, en Montevideo, comisionado secretamente por el cabildo de Buenos Aires, el 9 de julio Pueyrredón pasó a la Banda Oriental junto a su socio y amigo Manuel Andrés Arroyo y Pinedo y a Diego Herrera. Allí llegó el día 14 y se reunió con su gobernador Pascual Ruiz Huidobro, Carretas del Espectro
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sumándose luego el capitán de navío Santiago de Liniers quien arribó el día 16. Ese mismo día Pueyrredón recibió el encargo de volver a Buenos Aires para organizar fuerzas voluntarias de apoyo, además de juntar caballadas y víveres para la fuerza principal que partiría de Montevideo al mando de Liniers. El 17 regresó con Arroyo y Diego Herrera y tras desembarcar en San Isidro con la ayuda principal de Herrera, encaró su misión de levantar la campaña. Por su vez, la Villa del Luján fue el centro de reunión elegido. Y en el periodo que va del 18 al 30 de julio,
allí
convergieron
también
las
fuerzas
de
Blandengues de los fuertes de Chascomús, Salto, Rojas y Luján y de paisanos y peones de San Isidro, Pilar, Morón, Navarro, Exaltación de la Cruz, y otras poblaciones de la zona. El comandante Antonio de Olavarría, responsable del regimiento de Blandengues, marchó a unirse junto a Pueyrredón con sus hombres y dos pedreros de a 2 traídos de los fortines de la frontera. Muchos de aquellos paisanos respondían a caudillos o hacendados de quienes eran clientes. Pero en ese momento era Pueyrredón quien asistía a sus milicianos con sus propios recursos y con los suministrados por el asturiano Diego Álvarez Barragaña, Carretas del Espectro
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cubriendo los jornales de 4 y medio reales con que se los compensaba por el trabajo perdido. El propio capitán Manuel Luciano Martínez de Fontes mencionaría tiempo después que reunió y costeó una fuerza de 200 hombres que llevó a Luján para entregarlos al comandante Olavarría, montando muchos en caballos de su propiedad. Como no tenían un uniforme en común, el cura párroco de la villa, presbítero Vicente Montes Carballo les proveyó de cintas celestes y blancas de treinta y ocho centímetros de largo (colores y altura de la virgen respectivamente), que desde ese entonces les servirían como elemento de identificación. El día 28 la fuerza de apoyo salió de Luján con 800 hombres siguiendo por el Camino Real y, tras cruzar el río Las Conchas (Río Reconquista), se dirigieron rumbo a la Cañada de Morón. De allí siguieron entonces a la Chacra de Perdriel, en la actual localidad de Villa Ballester Oeste, Partido de General San Martín y propiedad entonces de Domingo Belgrano, padre de Manuel Belgrano, secretario del Consulado y futuro general patriota, a quien le había sido alquilada a esos efectos por Martín de Álzaga. Al anochecer del 31 de julio de 1806 llegaban a Perdriel alrededor de 1050 hombres, al sumarse las fuerzas Carretas del Espectro
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del hacendado Martín Rodríguez. Allí habían ido sumándose en pequeños grupos los 900 hombres reclutados en Buenos Aires a las órdenes de Juan Trigo y Feijoó. Estratégicamente Perdriel había sido elegido como campamento por su posición trascendental, ya que estaba ubicada a cerca de 20 km al oeste noroeste de Buenos Aires, pero también de Olivos (13 km) y de Las Conchas (15 km), que eran los lugares donde Liniers podía desembarcar. No obstante el sitio elegido presentaba desventajas: “…nuestro punto de reunión no fue bien elegido, pues a tan corta distancia de la ciudad era muy fácil
sorprendernos.
Béresford
no
tenía
caballería. Si nos hubiéramos situado en la Cañada de Morón o en el Puente de Márquez, podíamos haber juntado más de 1000 paisanos. Entonces sin atacar de frente a los ingleses, a fuerza de amagos y escaramuzas, los habríamos fatigado, hécholes quemar sus municiones; y estando cortados, sin retirada, habría quedado en nuestro poder el coronel Pack con sus tropas”.
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Confiando en no haber sido detectados y contando con días para el arribo de Liniers y el inicio de la campaña, los hombres recibieron permiso para ausentarse y muchos se dirigieron a la ciudad. De los restantes, sólo unas pocas decenas contaban con armas de fuego. El entrenamiento y organización de las milicias era prácticamente inexistente. Los voluntarios respondían fundamentalmente a su caudillo y se carecía de oficiales y suboficiales que los dirigieran. Incluso el mando superior era confuso: si bien Juan Martín de Pueyrredón contaba con el encargo del Cabildo y el mandato de Huidobro, no tenía jerarquía militar alguna, mientras que Olavarría era militar de carrera y comandaba a las únicas tropas veteranas, que por otra parte constituían hasta el momento el grueso de la división. Esto se tradujo en la división de hecho de las fuerzas. Mientras los voluntarios de Pueyrredón permanecían acantonados en el casco de la chacra, las fuerzas de Olavarría permanecieron separadas al noroeste de la posición, cercanos al río de las Conchas y en lo que sería la retaguardia ante un avance británico desde Buenos Aires. Pero finalmente llegó el día del ataque (1 de agosto). Desde mediados de julio el comandante inglés William Carr Béresford sabía que se conspiraba, y desde el 20 de Carretas del Espectro
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ese mes que Pueyrredón reunía voluntarios en la campaña. Esa misma noche del 31 de julio, mientras disfrutaba con sus oficiales de una función en el Teatro de la Comedia, recibió informes confirmando la reunión de tropas en Perdriel. Dispuso de inmediato que parte de las fuerzas quedaran acuarteladas en estado de alerta y otras, al mando del coronel Denis Pack, jefe del regimiento 71 Highlanders, se aprestaran a marchar. Sobre el futuro de los principales personajes de esta historia,
nombramos
primero
la
destitución
de
Sobremonte, ya que el 14 de agosto de 1806 un Cabildo Abierto en Buenos Aires había quitado al virrey el mando militar de la ciudad. Sobremonte, quien entonces viajaba a Buenos Aires junto con tropas reclutadas desde Córdoba, se vio en la necesidad de recibir una comisión enviada a convencerlo de no entrar en la ciudad. Finalmente aceptó el virrey delegar el mando de las fuerzas de la capital en Liniers y el mando político de la ciudad en la Audiencia, trasladándose las tropas cordobesas a Montevideo. El 12 de octubre llegó a esa ciudad, pero recibió un rechazo general, por esa razón instaló su campamento con las fuerzas que había llevado en las Piedras, a cuatro leguas de Montevideo.
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Sobreponiéndose las fechas, es 12 de agosto se rindieron en Buenos Aires las fuerzas inglesas de la primera invasión al mando del general Béresford, ante el comandante de las Fuerzas Patriotas, el capitán de navío Santiago Liniers y Brémond.
La Reconquista de Buenos Aires. William Carr Béresford entregó su espada a Santiago de Liniers.
Fueron un poco más de 1500 oficiales, suboficiales y soldados, además de unas 60 mujeres y niños que acompañaban la expedición. Entre ellos un general, varios jefes de regimiento, oficiales antiguos y de rango, músicos, banderas, banderolas de regimiento y guiones. No en tanto, la flota naval inglesa al comando del contralmirante Sir Home Riggs Popham se retiró de Ensenada sin presentar combate, abandonando a su suerte Carretas del Espectro
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a los derrotados soldados ingleses ya “prisioneros de guerra”. Ya considerados prisioneros, los oficiales y tropa reciben
sus
sueldos
normalmente,
pagos
por
las
autoridades de Buenos Aires y, durante los primeros tiempos que viven en la ciudad de Buenos Aires, fueron alojados en el Fuerte, en la “Ranchería” fuera del fuerte, y en los cuarteles abandonados de la ciudad. No en tanto, los oficiales se alojaron en casas de familias importantes, comiendo en las posadas y pulperías de la ciudad. Con respecto a los heridos ingleses, algunos, los menos lesionados, se encontraban alojados en casas de familia bajo atención médica, mientras que los más fueron enviados para el Hospital Belén, quien fuera creado para estos fines, donde llegaron a estar hospitalizados 37 ingleses. Dicho nosocomio estaba bajo la dirección del Fray José Vicente, de San Nicolás, el enfermero mayor Fray Blas, de Dolores, y como secretario y ayudante el Fray José, del Carmen. No
obstante,
ante
las
noticias
previas
y
posteriormente confirmadas de una nueva invasión inglesa a Maldonado (en la Banda Oriental), el Cabildo de Buenos Aires le ordena a Liniers que providencie el traslado y la internación de la totalidad de los prisioneros. Muchos de Carretas del Espectro
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ellos ya se encontraban detenidos en los fortines de campaña, como la Guardia de Salto, Rojas, San Antonio de Areco, Villa de Luján y otros más. Por consiguiente, se decide internar bajo fuerte custodia a 500 de los prisioneros en los fortines del oeste, a otros 500 a los del norte, y 500 prisioneros más en los del litoral y Misiones, todos a cargo de los Húsares de Puyrredón. Cabe mencionar que los principales jefes ingleses ya se encontraban encarcelados en la Villa de Luján gozando de amplias facilidades y consideraciones, cuando fueron entonces destinados a Catamarca de forma urgente, al recibir los integrantes del Cabildo bonaerense el informe de que Montevideo estaba en manos inglesas. Por consiguiente, el 10 de febrero de 1807 se da inicio a la marcha a caballo desde dicha Villa a los siguientes prisioneros: el general Béresford; al jefe del Regimiento 71, coronel Dennis Pack; el capitán y asistente Robert W. Patrick, al mayor de brigada Alexander Forbes; al capitán de Dragones y edecán del general, Roberth Arbutnot; al teniente Alexander Mac Donald de la Real Artillería; al teniente Edgard L´Estrange del Regimiento 71; y al cirujano Santiago Evans también del 71.
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A cargo de la custodia de estos, es designado el capitán de Blandengues Manuel Luciano Martínez de Fontes, destinado al fuerte de Rojas, quien debió presentarse en Luján dos días antes, y allí le fue impuesta la misión por el oidor del Cabildo de Buenos Aires, Juan Bazo y Berry, acompañado por el teniente de infantería Pedro Andrés García, quienes se habían dislocado a Luján para entregar las dictámenes del traslado de los prisioneros quienes fueron custodiados por 18 hombres y el tropero Manuel Álvarez, con órdenes directas de proveer carne a la escolta y a los prisioneros. El general inglés sería transportado en una sopanda. Dicha custodia cesaría en el paraje conocido como “La Encrucijada”, donde comenzaba el camino que conducía hacia Catamarca, destino final de los prisioneros. Allí debían entregar los ingleses a otra escolta que sería enviada especialmente desde Córdoba, para su cuidado y vigilancia hasta Catamarca. En ese momento, el capitán Martínez debería requerir del oficial a cargo de la nueva custodia, la entrega de un recibo con la cantidad de prisioneros constando en el mismo el nombre de cada uno de ellos. El día 12 de febrero los baqueanos eligen acampar en la estancia de los Padres Betlemitas, próxima a Carretas del Espectro
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Arrecifes, a unas 40 leguas de Buenos Aires. Desde allí el capitán Martínez oficia al gobernador de Córdoba, Victorino Rodríguez para que prepare todo lo atinente para que los prisioneros ingleses continúen su camino hasta Catamarca. En el oficio explicaba que el equipaje de los ingleses iba acomodado en siete carretas con sus peones, otra con galleta y además una sopanda con cajones y para uso del general inglés. Informaba aun, que los oficiales ingleses eran 8, acompañados por 4 mujeres con dos niños y quince criados. El 16 llegaron Saturnino José Rodríguez Peña y Manuel Aniceto Padilla a la estancia de los curas Betlemitas, acompañados por los soldados Machuca y Medina del Batallón de los Cuatro Reinos de Andalucía participantes de la reconquista de Buenos Aires. Como acotación extra, se menciona que la hermana del capitán de Blandengues Manuel Luciano Martínez de Fontes, María Magdalena, estaba casada con Juan Ignacio Rodríguez Peña, hermano del mencionado Saturnino J. Rodríguez Peña. Este vínculo familiar estaba acrecentado porque Manuel Luciano se había casado con María de la Concepción Amores, hermana de Gertrudis Amores, quien se había casado a su vez con Saturnino José Rodríguez Peña. Carretas del Espectro
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Pues bien, al llegar, estos manifestaron que debían entregar una carta de Liniers al general Béresford, y que le tenía que transmitir al capitán Manuel Luciano una orden verbal impartida por Liniers y por el Cabildo de Buenos Aires, que decía “que debía entregar bajo custodia al general inglés y a otro oficial prisionero”, con la finalidad de trasladarlos a Buenos Aires, que así lo exigían “razones de servicio, el bien del monarca español y los intereses de la Patria”. Comunicado esto último, el general inglés eligió que lo acompañase su amigo y futuro cuñado, el coronel Dennis Pack, a la vez que se le informó al capitán Manuel Luciano que este debía esperar con sus custodios en la estancia de Fontezuelas durante siete días, que allí recibiría nuevas órdenes. A los seis días este recibió una carta de Saturnino Rodríguez, en la que le avisaba que al llegar a Buenos Aires, encontraron tan mal la situación, que debieron viajar con los oficiales ingleses a Montevideo. Fue entonces que el capitán Martínez de Fontes advirtió que había sido víctima de una trampa. A seguir, el capitán se presentó detenido el día 8 de marzo ante el teniente Mariano Gazcón, quien lo condujo arrestado a sus órdenes
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hasta Buenos Aires, donde fue entregado a las autoridades locales. Al enterarse de la “fuga y traición”, la clase media y baja que había sido la que formara el principal núcleo de las fuerzas de reconquista, quedó contrariada e irritada con los oficiales ingleses que se habían fugado. Estos mismos hombres habían dado su pala de honor de “No” escaparse, ni volver a tomar las armas contra la ciudad, el virreinato del Rio de la Plata y de España. No aceptaban que al haberse dado todo tipo de facilidades y libertades bajo su palabra de honor, estos demostraron ser los caballeros que no eran. El proceso final a los verdaderos culpable, lo inicia el Fiscal Caspe el 6 de diciembre de 1808, encontrándose algunos de ellos prófugos. De cualquier manera, ha quedado la duda, si la orden que transmitió Saturnino José Rodríguez Peña al capitán Martínez de Fontes fue una orden verdadera o falsa, dado los intachables antecedentes del secretario privado de Liniers, Saturnino Rodríguez Peña y del Secretario privado de Martín Álzaga, Juan de Dios Dozo. En todo caso, los tres principales involucrados fueron embarcados el día 8 de septiembre de 1807 desde
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Montevideo hacia Rio de Janeiro en un navío de guerra inglés enviado por británico almirante Murray para tal fin. Como premio por la organización y fuga del general Béresford y del coronel Dennis Pack, y por su actitud a favor de Gran Bretaña, Saturnino José Rodríguez Peña, Manuel Aniceto Padilla y Antonio Luis de Lima -patrón de la balandra portuguesa “Flor del Cabo”-, fueron gratificados con una pensión de trescientas libras anuales hasta su muerte. Ha quedado pendiente hasta el momento la información referente al destino que se dio al Tesoro confiscado. Y sobre él, retrocediendo algunos meses, el día 17 de septiembre el capitán Donelly finalmente lo desembarcó en Portsmuth en ocho carros de tiro. Cada uno de ellos con seis caballos de tiro adornados con banderas, penachos y cintas azules. Allí fue acompañado por la banda militar del apostadero y una escuadra de marineros de Pophan, con uniformes rojos y el capitán sentado sonriente en uno de los carros. El día 20 del mismo mes llegaron a las afueras de Londres, y el tesoro desfiló por las calles de la ciudad. En ese momento, los “Voluntarios Leales Británicos” bajo las órdenes del coronel Prescot, escoltaron el tesoro y sobre las banderas estaba escrita la palabra “Tesoro”. Carretas del Espectro
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Cerraban la columna los “Voluntarios de Claphan” y una excelente banda británica tocaba “Dios Salve al Rey” y “Rule Britannia”. Pararon entonces en la casa del coronel Davidson cuya señora ofreció cintas con letras de oro que decían: “Buenos Aires - Pophan - Béresford Victória”. Finalmente el tesoro llegó al Banco de Londres donde más de dos millones de dólares de aquellos tiempos, fueron depositados. En definitiva, el gobierno inglés, dado el éxito de la expedición, la autoriza post facto y sus bucaneros son aplaudidos como héroes del imperio. Pero todo eso ocurrió dos meses después que parte de aquel tesoro fuera embarcado en Buenos Aires, y mientras tanto ellos aún no sabían en Inglaterra que aquel baluarte territorial había sido perdido. Con respecto a aquella parte del tesoro que había sido tan bien escondida, nada se sabe de aquellas 29 barras de plata en el valor de cuarenta y tantos mil pesos que escaparon a la diligencia de los invasores. Hemos investigado si existe algún otro documento que hable sobre el particular pero no hemos hallado ningún rastro hasta el momento. En verdad, el expediente de su búsqueda se inicia con un pedido de informe a Manuel de la Piedra para que Carretas del Espectro
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identifique la cantidad exacta de barras de plata y cajones con plata sellada que los ingleses desenterraron de las lagunas y pozos de Los Leones. De la Piedra aduce que él no sabe con exactitud y que sus dependientes tampoco. En un otro informe solicitado a Valentín Olivares, Alguacil Mayor de la Villa de Luján, sobre el particular, éste dice que los ingleses se llevaron 75 barras de plata y 36 cajones de plata sellada de a dos mil pesos cajón y que dejaron de buscar por no poder hallar más el restante de los caudales. Por lo tanto, además de las 29 barras de plata, les falto desenterrar 6 cajones de plata sellada que nada dicen los informes presentados. En definitiva, parece que parte del tesoro de Sobremonte fue enterrado a unos 130 km. al Noroeste de Buenos Aires, en pozos y lagunas que forman el nacimiento del actual río Luján (en el partido de Suipacha), y no encontrado por los ingleses que, cansados éstos de buscar dejaron unas 29 barras de plata y 6 cajones de plata sellada; las que suponemos volvieron a la capital, y, guardadas por celosas manos, sirvieron para financiar los futuros movimientos independentistas de la República Argentina;
aunque
no
hemos
encontrado
indicios
documentados de ello.
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Biografías
Azopardo, Mercedes G. (bisnieta) (1961) Coronel de Marina Juan Bautista Azopardo Serie C Biografías Navales Argentinas Nº 3. Capítulo I. Invasiones Inglesas. pág. 20-21 .Secretaria de Estado de Marina, Subsecretaria, Departamento de Estudios Históricos Navales. Martínez de Fontes y la fuga del General Béresford. Pág. 88. Escrito por Oscar Tavani Pérez Colman, Oscar Ricardo Tavani. Publicado por Editorial Dunken, 2005 Junta Departamental de Colonia - Segunda Invasión Inglesa (1807) http://www.lagazeta.com.ar/robo.htm - EL ROBO Y LA TRAICIÓN DE LA INVASIONES INGLESAS - 1806/1807] Emilse y Marta Echeverría. 2006. ¿Dónde descansan los muertos británicos? Invasiones Inglesas 1806-1807. Jorge A. Bossio. “Historia de las Pulperías”. Archivo General de la Nación (en adelante AGN), División Colonia, Sección Gobierno. Cabildo de Buenos Aires. Archivo. Sala 9 19-5-5, Fojas 670 en adelante. Dpto. Documentos Escritos del Archivo General de la Nación. Scenna, Miguel Ángel. Las brevas maduras. Memorial de la Patria, Tomo I, Ed. La Bastilla, Bs. As., 1984. Garzón, Rafael. Sobremonte, Córdoba y las invasiones inglesas, Ed. Corregidor Austral, Córdoba, 2000. Carretas del Espectro
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Bischoff, Efraín, Historia de Córdoba, Ed. Plus Ultra, Bs. As., 1989. Roberts, Carlos, Las invasiones inglesas, Ed. Emecé, Bs. As., 1999. Ruiz Moreno, Isidoro J., Campañas militares argentinas, Tomos I y II, Ed. Emecé, Bs. As., 2004-2006. Lozier Almazán, Bernardo, Martín de Álzaga, Ed. Ciudad Argentina, Bs. As., 1998. Wiñazki, Miguel. “Sobremonte. Una historia de Codicia Argentina”. Ed. Sudaméricana. Bs. As. 2001 Crónica Histórica Argentina. Tomo I, Ed. CODEX, Bs. As., 1968. The proccedings of a general court martial, etc for the trial of lieutenant general Whitelocke — London, 1808;—2vol. www.lagazeta.com.ar/robo.htm www.lujanet.com.ar/detmus.htm conocelujan.blogspot.com www.taringa.net http://www.revistacontratiempo.com.ar/alonso_tesoro_sobremo nte
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BIOGRAFÍA DEL AUTOR Nombre: País de origen: Fecha de nacimiento: Ciudad:
Carlos Guillermo Basáñez Delfante República Oriental del Uruguay 10 de Febrero de 1949 Montevideo
Nivel educacional:
Cursó primer nivel escolar y secundario en el Instituto Sagrado Corazón. Efectuó preparatorio de Notariado en el Instituto Nocturno de Montevideo y dio inicio a estudios universitarios en la Facultad de Derecho en Uruguay. Participó de diversos cursos técnicos y seminarios en Argentina, Brasil, México y Estados Unidos. Experiencia profesional: Trabajó durante 26 años en Pepsico & Cia, donde se retiró como Vicepresidente de Ventas y Distribución, y posteriormente, 15 años en su propia empresa. Realizó para Pepsico consultoría de mercadeo y planificación en los mercados de México, Canadá, República Checa y Polonia. Residencia: Desde 1971, está radicado en Brasil, donde vivió en las ciudades de Río de Janeiro, Recife y São Paulo. Actualmente mantiene residencia fija en Porto Alegre (Brasil) y ocasionalmente permanece algunos meses al año en Buenos Aires (Rep. Argentina) y en Montevideo (Uruguay). Retórica Literaria: Elaboró el “Manual Básico de Operaciones” en 4 volúmenes en 1983, el “Manual de Entrenamiento para Vendedores” en 1984, confeccionó el “Guía Práctico para Gerentes” en 3 volúmenes en el año 1989. Concibió el “Guía Sistematizado para Administración Gerencial” en 1997 y “El Arte de Vender con Éxito” en 2006. Obras concebidas en portugués y para uso interno de la empresa y sus asociados. Carretas del Espectro
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Obras en Español:
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Principios Básicos del Arte de Vender – 2007 Poemas del Pensamiento – 2007 Cuentos del Cotidiano – 2007 La Tía Cora y otros Cuentos – 2008 Anécdotas de la Vida – 2008 La Vida Como Ella Es – 2008 Flashes Mundanos – 2008 Nimiedades Insólitas – 2009 Crónicas del Blog – 2009 Corazones en Conflicto – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. II – 2009 Con un Poco de Humor - 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. III – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IV – 2009 Humor… una expresión de regocijo 2010 Risa… Un Remedio Infalible – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. V – 2010 Fobias Entre Delirios – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VI – 2010 Aguardando el Doctor Garrido – 2010 El Velorio de Nicanor – 2010 La Verdadera Historia de Pulgarcito 2010 Misterios en Piedras Verdes - 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VII – 2010 Una Flor Blanca en el Cardal - 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VIII – 2011 ¿Es Posible Ejercer un Buen Liderazgo? 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IX – 2011 Los Cuentos de Neiva, la Peluquera 2012 El Viaje Hacia el Real de San Felipe 2012 Página 335
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. X – 2012 Logogrifos en el vagón del The Ghan 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. XI – 2012 El Sagaz Teniente Alférez José Cavalheiro Leite - 2012 El Maldito Tesoro de la Fragata - 2013 Carretas del Espectro - 2013
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