Óleo de Francis Sartorius sobre la explosión del buque La Mercedes.
El Maldito Tesoro de la Fragata Carlos B. Delfante
Dueños de sus destinos son los hombres. La culpa, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nuestros vicios.
William Shakespeare
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Introducción
La presente novela está fundamentada en hechos verídicos que ocurrieron al inicio del siglo XIX, y el cual posteriormente dio origen a la declaración de guerra entre los reinos de España e Inglaterra en 1805. Por aquella época, los caudales pertenecientes a la Corona Española componían un cuantioso tesoro de oro, plata y monedas acuñadas en Perú, estaban siendo trasladados a Cádiz por una escuadra de fragatas reales españolas, cuando de repente fueron despojados de sus barcos en la costa de Portugal. Por consiguiente, al tratarse de una historia novelada, dicho compendio se convierte en una antología descriptiva y verídica que se ha asentado sobre datos y documentos que permitieron al autor imaginar lo que en verdad ocurrió en aquel infausto viaje, cuando algunos personajes fidedignos se vieron obligados defender con sus vidas los leoninos Decretos Reales instaurados en 1802. Entre aquellos que realizaron el viaje, se encontraban algunos funcionarios de la corte y nobles integrantes de algunas familias aristocráticas que retornaban a su país, cuando el inesperado ataque por parte de la armada inglesa El Maldito Tesoro de la Fragatra
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finalmnte echó por tierra sueños y fortunas a tan sólo un dia de alcanzar su destino. Consecuentemente, el principal período del relato en que se desentraña esta aventura, ocurre durante el viaje de retorno que fue realizado en 1804 por la flota de la Armada Real española, hasta el momento del hundimiento de “La Nuestra Señora de las Mercedes” y el encarcelamiento del resto de la tripulación y el descomiso de los valores que las otras fragatas llevaban en sus bodegas.
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Sin duda, toda esta epopeya tuvo ocurrencia en una época por la que muchos se sienten fascinados: la España de finales de siglo XVIII y principios del XIX. Pues sobre seguro que éste periodo hace parte de los últimos años de lo que llegó a ser considerado un gran imperio, y el cual, en algunas ocasiones, se sintió estrechado por los resultados de sus propios deslices políticos, mientras que en otras se encontró obligado por las dos potencias que en aquellos años comenzaban a dominar Europa: Inglaterra y Francia. Por ese entonces, España se había visto forzada a actuar unas veces de aliado tando de un país como de otro. Lo que efectivamente la que llevó a finiquitar todo un imperio en menos de 100 años. Empero, algunas situaciones ocurridas en aquel tiempo, indican que más de dos siglos después, similares contextos siguen siendo cotidianos en la política internacional. Por lo tanto, en esta historia aparecerá una serie de personajes que fueron testigos directos de lo acontecido y en el qué algunos de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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sus protagonistas, llegaron a ser después héroes de la Guerra de la Independencia en países de América. Así pues, desde la llegada al trono del rey Carlos IV en el año 1789, hasta su abdicación a favor de José Bonaparte en el año 1808, España se vio estrechada entre dos guerras y en una otra que daba comienzo cuando este rey declinó. En dos de ellas, los españoles fueron aliados de los ingleses, y en la otra de los franceses. Pero para el caso que nos ocupa en esta ocasión, podría decirse que el origen del tema comienza en 1796 y duró, para efectos de la epopeya, hasta octubre de 1804, aunque como lo veremos, su trama siga muy candente hasta los días actuales. No obstante, vale destacar que en la ofensiva que se llevó a cabo antes de 1802, esta última terminó siendo una beligerancia que se dilucidó, sobretodo en el mar, y afectó tanto a las colonias españolas en América como a la misma península Ibérica. Pues al estar aliada con los franceses, España terminó por declararle la guerra a Inglaterra después de sufrir varios desagravios e intentos de invasión en algunas de sus plazas, tanto en las americas como en el mismo territorio nacional. En aquel entonces, Inglaterra consideraba que el gobierno de España había traicionado la coalición que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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otrora les llevara a enfrentarse juntos, a la Francia Republicana durante los últimos dos años; a la vez que conjeturaba que el acuerdo de paz que España había llegado con Francia en ese momento, no era del agrado de los ingleses, quienes se sintieron menospreciados. Por consiguiente, en los años siguientes los sajones se dedicaron a asaltar a los barcos españoles o invadir islas y ciudades. Ante tales realidades, el rey Carlos IV desidió declarar la guerra a Inglaterra, apoyado ahora por la Francia Republicana, la cual se encontraba inmersa durante aquellos años en una guerra civil de baja intensidad. No obstante, España que entonces tenía una gran flota de navíos de guerra, no fue un rival a la altura para los ingleses, quienes tenían mejores barcos, cañones y marineros. Puede decirse que estos llegaron a vencerlos en casi todos los enfrentamientos que se sucedieron entre los dos. Además, España terminó perdiendo la isla de Menorca, la isla de Trinidad y gran parte de sus barcos en la batalla del cabo de San Vicente, en la que la aptitud de algunos oficiales tildados de cobardes, terminó por ofrecer todo tipo de facilidades a los ingleses para nos demostrar,
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finalmente, que ellos serían los nuevos dueños de los mares por muchos años. ¿Y los aliados franceses? Vale destacar que por aquella época se promovía en Francia un golpe de estado, en el que su general más importante, después de vencer en varias batallas por Italia y Egipto, terminaría por acceder al poder. Y así, una vez subcripto a la autoridad máxima de Francia, Napoleón Bonaparte acaba entonces con el estado republicano en el año 1799, y llegando tiempo después a lo que todos ya sabemos, es decir, a Emperador. Pero cuenta la Historia que los galos fueron por libre en esta guerra, mientras que España fue tan solo su aliado por causa de su obsesivo interés: el de invadir Inglaterra, a la vez que facilitaba algo que Napoleón Bonaparte tanto codiciaba: tener la marina española actuando a su lado. Empero, cabe mencionar que por entonces los años se pasaban entre guerra y guerra, y los pueblos de Europa comenzaron a sentir los efectos de los embargos comerciales practicados entre los países beligerantes. La pobreza y mendicidad, así como la falta de productos básicos para la subsistencia, comenzaban a faltar en la población. La suma de todo lo mencionado y el cambio de Primer Ministro en Inglaterra, hizo entonces posible que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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franceses e ingleses acordaran un plan de paz. Pero estando los españoles y holandeses inmersos de un lado u otro en la guerra, terminaron por ser puros comparsas de estos dos, y con quienes se contó poco o nada para efectuar los acuerdos de paz. A la postre, el marzo de 1802, se firma la llamada “Paz de Amiens”, por la que los países en conflicto deberían devolver todas las posesiones y prisioneros, a sus países originales, salvo la isla de Trinidad y Ceilán, que quedaron en manos británicas. Por su vez, los franceses tuvieron que devolver Egipto a los turcos. Mientras que a España le devolvieron la isla Menorca, y ellos devolvieron los territorios que conquistaron a Portugal en la llamada Guerra de las Naranjas. José Bonaparte, junto al fututo rey de España y el representante ingles Lord Cornwallis, en definitiva cruzan las manos en señal de paz, como se aprecia en la representación pictórica de la época, observando a la derecha, sentado y con casaca marrón, a don Nicolás de Azuara, el representante de España en dicho evento.
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Dando secuencia a la historia, y ya habiéndose pasado dos años desde el final de dicha guerra, Manuel Godoy, que por ese entonces había retornado al gobierno después de un obligatorio paréntesis de varios años, ordena que fuese enviada una flota a las colonias de América, para con ella repatriar el oro y la plata que se había acumulado por esos años de guerra, de tal forma de volver así a llenar la hacienda real que había quedado vacía después de tantos gastos con la guerra recién finalizada. Fue entonces que el día 13 de Septiembre de 1802, el Primer Ministro Manuel Godoy decide escribir una carta para el Ministro de Marina Domingo de Grandallana, destacando
en
sus
líneas
sobre
la
impresindible
conveniencia de que se armase lo cuanto antes una El Maldito Tesoro de la Fragatra
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escuadra de guerra, con el fin y propósito de transportar los caudales de S.M. desde Lima y Buenos Aires a España. El ministro procedió con la premura que el asunto exigía, para que se llevasen a cabo lo cuanto antes tales órdenes, y el 6 de noviembre de 1802 se dispuso desde su gabinete el documento que ordenaba a que se preparase en el Arsenal de El Ferrol, a las fragatas La Mercedes y La Clara, las cuales debían trasladarse al puerto de El Callao (Lima, Perú) con el claro objeto de recoger una serie de caudales pertenecientes por un lado a la Real Hacienda de España y por otro, a diferentes particulares. Una
vez
abastecidas
y
equipadas,
ambas
embarcaciones emprendieron el viaje con fecha 27 de febrero de 1803, llegando en primer lugar al puerto de destino la fragata La Clara, el 21 de julio, mientras que La Mercedes, a causa de unas averías durante la travesía, tuvo que hacer escala en el puerto de Montevideo, arribando finalmente a su destino el día 7 de agosto de 1803, lo que nos lleva a especular que este fuese el primer mal pronóstico de todos aquellos que la seguirían. No obstante, unos días antes de su llegada, el 31 de julio para ser más exacto, el virrey del Perú había recibido órdenes expresas de la Corte para enviar a Cádiz, junto El Maldito Tesoro de la Fragatra
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con las fragatas Mercedes y Clara, a La Asunción, una embarcación de guerra de la misma c1ase que las anteriores. Pero a esta pequeña formación debían agregarse otras dos unidades más, La Medea y La Astrea, ya en el puerto de Montevideo, fondeadero al cual debían acudir las anteriores para reunificar la escuadra y cargar con otros caudales, a cuyo mando quedaría finalmente el brigadier Don José Bustamante y Guerra. De acuerdo con lo que había sido conjeturado por el prestativo ministro, la vuelta desde el Callao debería realizaese en los inicios de marzo de 1804, llegando a Montevideo el 5 de junio, y saliendo definitivamente hacia Cádiz, en España, el día 5 de julio de 1804. Y así, una vez que se acomoda al raudo cargamento a ser transportado, la pequeña flota parte del puerto de El Callao el día 31 de marzo de 1804 bajo el mando del jefe de escuadra Tomás de Ugarte, tomándose como buque insignia la fragata La Mercedes. Y una vez fondeados en el puerto de Montevideo a cuyas aguas llegaron con fecha 6 de junio de ese año, reciben órdenes de trasladar el cargamento monetario desde la fragata Asunción a la Medea, ya que aquella, por motivos que posteriormente veremos con más detalles, debía quedarse en el puerto de Montevideo. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Igualmente, fue sustiuida de la escuadra la embarcación de guerra Astrea por la fragata Fama. Por ello, la escuadra definitiva que partió con rumbo a España quedaría formada par las fragatas: Medea, Fama, La Santa Clara y Nuestra Señora de las Mercedes, aunque se hayan encontrado algunos documentos que muestran que estas naves dieron escolta a otros cuatro navíos de transporte de mercancías: El Castor, La Joaquina, Dos Amigas y Astigarra; si bien que estos barcos no todos los historiadores indiquen que hiciesen parte de la misma expedición, y no estaban junto a las principales en el día decisivo de esta aventura. Cabe agregar que la disposición firmada por el Ministro de Marina, establecía que el mando de la expedición de retorno cabería al Brigadier don José El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Bustamante y Guerra, por entonces Gobernador General de Montevideo, quien a la vuelta de las naves del Perú, debería enbarcarse en un buque insignia, mientras que la primera etapa del viaje sería responsabilidad del segundo comandante de la flota: don Diego Tomás de Ugarte. Entre tanto, los ingleses continuaban masticando entre dientes sin lograr engullir su inconformismo, donde apreciaban cada vez más que ellos habían resultado ser los verdaderos perjudicados en el tratado de Paz de Amines, pues Napoleón llegara a manipular los puntos del tratado a su verdadero antojo, a la vez que los británicos fueron tardos en darse cuenta de ello. Tal acritud culminó al siguiente año, con su definitivo envolvimiento en la guerra contra los franceses. Por su vez, el emperador francés prosiguía con su plan expansionista tanto en Europa como en el Caribe. Además, todo indicaba -al menos para los ingleses-, que Napoleón habría llegado a un acuerdo secreto con los españoles, por lo que estos le entregarían anualmente una cantidad de oro, entre otras condiciones, a cambio de su neutralidad en la guerra que acababa de comenzar contra Inglaterra. A partir de esa fecha, los ingleses se dedicarían, durante los próximos años, a tantear interceptar los barcos El Maldito Tesoro de la Fragatra
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españoles que vendrían cargados de oro, utilizando la excusa del hipotético tratado realizado entre Francia y España para financiar las guerras de Napoleón.
Así fue que, ya a la salida desde el Ferrol hacia América en marzo de 1803, los británicos intentaron en vano interceptar los tres mencionados barcos españoles, pero estos lograron esquivarse con destreza de los ingleses.
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Su
navegación
era
clásica
conforme
lo
determinaban las Ordenanzas de S.M., en fila una tras otra pues no había nada por lo qué temer, al no estar en guerra con nadie. Por tanto, desde hacía varias semanas que el pequeño convoy venía surcando a rumbo lento por la costa atlántica Argentina a la altura de la Patagonia, mientras los capitanes forjaban a voz de mando para que los pilotos se empeñasen en empinar las proas de los barcos hacia el norte y con destino al Río de la Plata. El contorno del Cabo de Hornos, mismo habiendo acontecido al inicio del otoñal mes de mayo, causó cierta sorpresa en don Diego Tomás de Ugarte, pues se había dado de manera por poco normal, sin aquella penuria de tener que enfrentarse con las comunes borrascas, torbellinos, marejadas, o tan sólo aquellos vientos fuertes y huracanados que normalmente trastornaban la vida de los marineros, e imaginando poner en riesgo sus embarcaciones y la carga que transportaban.
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Las tres naves habían partido de El Callao, Perú, el día el 31 de marzo con un enorme tesoro de reales y escudos. Monedas virreinales que habían sido acuñadas en la Ceca de Lima, y tan celosamente acomodado en sus bodegas. De por sí, la misión de la escuadra, que atendía la orden direta de Manuel de Godoy, el primer ministro del rey Carlos IV de España, era de una gran responsabilidad para el segundo comandante de la flota, dado el raudal cargamento
monetario
que
transportaban
bajo
la
disposición del Ministro de Marina, Domingo de Grandallana. Estaba claro en su mente, que los barcos pasaron a ser, en ese momento, los fieles depositarios de los caudales o impuestos que hubiese en América y destinados a pagar el tributo en Madrid a la Real Hacienda de la Corona Española. Cuando, además de esa carga “oficial”, también necesitaron recoger parte de la fortuna personal y otros enseres de comerciantes emigrados al continente americano, y que por alguna razón peculiar volvían a la peninsula. Pero de repente, durante una jornada que sucedió en los inicios de mayo, todo cambió. Las nubes negras que hasta muy poco tiempo atrás eran divisadas por el lado del barlovento, ahora ya se las veía avanzar apresuradamente y entreveradas entre remolinos oscurecidos que de una El Maldito Tesoro de la Fragatra
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forma precipitada se iban sobreponiendo entre ellas como si estas quisiesen bailar un vals macabro y lúgrubre. Todo llebava a creer, entre capitanes, oficiales y demás marinos, que cuando más, un furibundo temporal los sorprendería dentro de muy poco en alto mar. -¡Arriad la mayor! -bramó una voz sobre el fragor de la tempestad en la última nao de la escudra, la Nuestra Señora de las Mercedes. -¡Asegurad el trinquete! -volvió a vociferar la misma voz, ahora a pleno pulmón. No se escuchó respuesta alguna, pero se vio como varios hombres, ignorando las gigantescas olas que barrían la cubierta como si estas fuesen latigazos del diablo, comenzaron a trepar temerariamente por las jarcias dispuestos a recoger el velamen antes que los vientos de más de setenta nudos que soplaban en ese momento lo dañaran o, aún peor, terminaran por destrozar por completo el mástil de la nave. En ese momento, el teniente de navío Pedro Afán de Ribera, contradiciendo las órdenes del capitán José Manuel de Goicoa y Labart, se dedicaba a contemplar con ojos asustados la escena desde el castillo de popa, encontrándose completamente a merced de los elementos, mientras intentaba a cualquier costo que no lo arrastrase la siguiente ola. Mismo así, alcazó a pensar: El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-Mejor estar aquí en cubierta, que sufriendo el insoportable hedor a orines y vómitos de la sentina. Mismo que los retorcijones de barriga le pidiesen urgentemente por un retrete. El teniente contemplaba incrédulo cómo la que hasta unas horas antes parecía ser una soberbia embarcación, aunque ya tuviese 15 años surcando en los mares después de su botadura en la Habana, Cuba, era ahora zarandeada sin piedad y sin gracia por una montaña de una agua oscura que la golpeaba desde todas direcciones; rompiendo cabos, maderas y huesos, a la vez que lanzaba sobre los que se encontraban en el puente, una lluvia fina que el viento mismo convertía en afiladas agujas que herían allí donde la piel no estaba protegida. A tan dos passos de él, pero ya imaginando que bien podrían ser dos leguas, el capitán Goicoa y Labart entrecerraba los ojos apenas dejando abierta una línea tenue entre los parpados al intentar adivinar con su indefectible mirada por la presencia del resto de la flota, a la vez que ambicionaba querer ir con su atisbo más allá de los muros de agua y espuma que aparecían y desaparecían por arte da magia, juntamente cuando le señalaba al piloto un lugar imposible con la mano que le quedaba libre, y gritándole unas instrucciones a las que éste acentía sin entender la mitad de lo que oía. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Mientras, Pedro Afán, ya calado hasta los huesos y aferrado con todas sus fuerzas al pasamanos, se preguntaba aterrorizado si en realidad, esa era la voluntad de Dios de que acabara allí su viaje. No en tanto, la preocupacíon con mantener el rumbo cierto e impedir de alguna forma el desastre de su nave ante tan rabiosa tempestad, no aminoraban el temple del dinostiarra capitán de navío, un hombre reflexivo y que hacía apenas dos años fuera ascendido en el escalafón, cuando alcazó el grado actual en la armada de su majestad. Mismo así, José Manuel encontró nervios templados para detenerse por algunos segundos a elevar unas rápidas plegarias al Señor, rogando por su propia salvación, la de las naves y su tripulación, a la vez que imploraba que le permitiese arribar con éxito a Cádiz, y de allí a los brazos de Josefa, con quien se había casado por poderes antes de partir de Perú. Hacía más de cinco semanas que habían zarpado del puerto de El Callao amparándose tan sólo en la oscuridad de la noche. Eran tres fragatas hispánicas con poco más de 750 hombres de tripulación de marinería y armadas con 102 cañones de 12, las que se habían echado intrépidamente a la mar con un valioso cargamento que atiborraba las bodegas hasta el punto de ser necesario retirar parte de las piedras del lastre para hacer más sitio. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-Treinta y uno, cuarenta, cuarenta y cinco…, que más dan los días que llevamos en el mar, si al fin estamos metidos en este infierno -llegó a murmurar Pedro Afán de Ribera, con el rostro más blanco que los propios témpanos de hielo que encontraron flotando al sur de Chile antes de doblar el Cabo de Hornos. Pero a ese desastre casi eminente que tanto lo amedrontaba, había que agregarle el agua ya casi podrida, ya sea por las malas condiciones de su envase o su inicua provisión en tierras incas, la cual se había vuelto turbia y hedionda y llebava días racionada a un solo cuenco a la puesta del sol. Además, la verdura fresca había durado algo más de una semana, y hasta la carne seca, ahora infestada de gusanos, era tan solo un sabroso recuerdo. -¿Qué Cristo fue el que me mandó a esta endiablada nave? -maldijo el oficil en un mascullo que el agua y el viento llevaron lejos. La temible situación le hacía razonar que habían quedado tan reduzido espacio para guardar las proviciones en el barco, más por una cuestión de haberse sometido a las inflexibles órdenes de Diego de Ugarte, que se había apurado hasta el límite de lo posible, y deducía que si Dios no les impedia mostrarles tierra firme en pocos días, pronto serían una tripulación de fantasmas navegando hacia el otro mundo -meditó el sobresaltado teniente, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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agarrándose como podía a la balaustrada con tanta fuerza, que los nudillos de las manos se le había puesto blancos. Con todo, en la fragata La Asunción, la situación no era muy diferente a la que estaba ocurriendo en los otros dos barcos. Fue justo cuando el capitán de navío Juan Obando, resposable por dicha nave, se había ausentado quien sabe si para vaciar su alcancía de recuerdos, que sucedió un brutal golpe de mar que lo arrojó al suelo de repente, y con él, se escaparon algunos toneles de las sogas que los abrazaban y estos se echaron a rodar descuidadamente de un lado a otro, rompiéndose unos y amenazando otros con írsele encima. De ojos estremecidos, Juan percibió que toda la carga temblaba y se movía tal cual si estuviera viva, mientras él se veía largado de acá para allá sin atinar a encontrar agarre en alguna parte. Pronto percibió que no había lo que se pudiese hacer allí, y dando media vuelta, fue medio que tastabillando y recibendo empellones de cajas y sacos, hasta lograr alcanzar la escala por donde había bajado. Finalmente el capitán alcanzó la segunda cubierta, y guiándose instintivamente por los faroles de auxilio, pronto logró descubrir como subía a la primera, donde lo aguardaba otra desagradable sorpresa que ya se había
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hecho notificar con un ensordecedor ruido antes de que este asomara la cabeza por la escala. Aún no había tenido tiempo de mirar a su alrededor, tal vez por que la pesada cortina de agua no se lo permitiese, cuando escuchó un coro de voces que gritó: -¡Cuidado!-, y apenas si pudo alcanzar a echarse a un lado para evitar que un cañón lo aplastara. Las sogas que lo amarraban habían cedido, y la cureña en que estaba montado lo llevaba rodando de babor a estibor como si fuese una pelota, mientras arrollaba todo cuanto se cruzaba en su camino. Vale decir que los cuerpos tronchados de dos marineros daban cuenta de su paso, mientras los demás hombres que se agolpaban en aquella cubierta parecían estar jugando a un mortal cuatro esquinas al intentar huir con inestables pasos de las acometidas del cañón, el mismo que ya había logrado arrancar con sus topetazos una de las puertas de artillería por la que ahora entraba el agua en grandes chorros y que hacía aún más rebaladiza la madera y agrandaba el caos con su sofoco. -¡Rápido! ¿Dónde está el primer carpintero? bramó el capitán a todo pulmón-. Tapen lo cuanto antes esa puerta -ordenó con un ademán. A seguir, Juan Obando también se vió obligado a participar de aquellos quijotescos requiebros tal cual El Maldito Tesoro de la Fragatra
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estuviese bailando una zarzuela en su lejana tierra, hasta que finalmente consiguió alcanzar la cámara del timón donde el timonel, con la ayuda del segundo oficial que mismo aliquebrado se encontraba en el aposento, notó que ambicionaban a todo costo hacerse con el gobierno de la nave. -¡Rediós! Apagad ya ese farol -bramó el segundo oficial sin llegar a soltar el pinzote, el cual buscaba escurrírsele de la mano sana como si fuese una angila. Cuando el contramaestre lo apagó, la estancia quedó sumergida en la penumbra, apenas si iluminada por la tenue claridad que se colaba, mezclada con agua, por la escotilla del techo. Mientras tanto, a bordo de La Santa Clara, la segunda fragata del convoy, la cual era comandada por el experiente capitán de navío Diego de Alesón y Bueno, las circunstancias de la emergencia no eran diferentes en tan brutal tempestad. -Señor Miguel, -gritó éste en un esfuerzo de querer sobreponer su voz al escándalo de agua y maderos rotos que los ensordecía. -¿Qué
sucedió?
-exclamó
enérgico
mientras
buscaba asisrse de la baranda. El teniente de fragata Miguel De Barandica é Ibarra, se tenía como un marino experiente, pues había El Maldito Tesoro de la Fragatra
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estado durante el bloqueo de Cádiz por los ingleses los años 97, 98 y 99, y se halló en las lanchas cañoneras y en la de su navío cuando la defensa de la plaza, y allí sostuvo varios combates con los enemigos que le atacaron, así como en otras posiciones, siempre para proteger los convoyes que entraban en bahía procedentes de Sevilla y Sanlúcar. Empero, quiso el destino que a fines de diciembre de 1802 se embarcase en la fragata La Clara, al mando del capitán de fragata Diego de Aleson, con la cual dió a la vela de Ferrol para el puerto del Callao de Lima y de allí para el de Montevideo, con los caudales. -¡De seguir así, sobre seguro que iremos a pique! chilló el teniente con voz colérica, y ya empapado por la copiosa agua que se filtraba por la ventanilla rota. -¿Qué hay, pues? -demandó el capitán. -¿Qué hay? ¿Qué ha de haber? ¡Insolencia y estupidez, mi capitán! -gruño el subalterno.- ¡Eso es lo que hay! -¡Pues mirad bien y recordadlo, por si un día llegaís a tener la santa ocación de contárselo a vuestros parientes allá en el señorío de Bizcaya, en vez de servir aquí de almuerzo a los peces! -replicó don Diego a la vez que se atajaba el agua del rostro con una de las manos, mientras buscaba con su mirada penetrar entre la
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imponente colgadura de agua, para ver si alcanzaba a divisar en donde se encontraba la fragata guía. -Yo nací en la villa de Bermeo… -le contestó el teniente, pero ya era tarde, porque una fuerte oleada lo arrastró por la escalerilla, que si no se sujeta con fuerza en un rastrel, o se desnucaba o caía por la borda junto con el resto de las vituallas que en ese momento rodopiaban en el combés que ni perinola loca. Luego detrás de ellos venía manteniendo flote, como podía, La Mercedes, que en esos momentos era la tercera de la hilera que había partido de Callao con su capitán a puestos. -¡Así, ha de llevar su barco a la catástrofe! ¡Si continúa a negarse a recoger trapo, el gandísimo botarate ira desarbolar! -manifestó com apremio don José Manuel. -¡Mierda para él y para toda su estirpe! -agregó furioso, cuando el clarón de un relámpago le permitió vislumbrar, montado en la cúspide de una enorme ola, a La Asunción, que se estremecía como si fuese un pedazo de trapo viejo. -¿Notó, señor capitán? Ellos acaban de perder el velacho del trinquete y su verga, y no le doy una ampolleta de vida al palo mayor, si ellos no le cortan la jarcia. -avisó el oficial de mar que se encontraba al lado de su superior,
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luchando junto con el timonero para mantener de alguna manera el rumbo de la nave. -¿Qué podemos hacer? -preguntó, luego después de recobrarse del susto. -¡No podemos hacer nada, señor! ¡Rezad lo que sapás y confiad en que alguno de esos valientes marineros que están en el puente, sea capaz de librarlos del velamen! -voceó don José Manuel De Goicoa, entecerrando el sobrecejo y apretando los parpados para ver si distiguía las otras naves en medio de la oscuridad. Por su vez, luchando incansablemente para zanjar el aprieto del inclemente temporal, toda la tripulación de la Nuestra Señora de las Mercedes hacía lo posible y lo imposible para que sus arboladuras no se quebrasen ni sus velas se despedazasen en girones a merced del viento. Algunos de los marineros ya se encontraban con la ropa en guiñapos, tan desnudos y asustados como Adán en el día de la Creación. En ese momento, Pedro Afán de Ribera desidió acudir en ayuda de un grumete que se encontraba espantado y con la mirada perdida, quien parecía haberse convertido en una estatua de sal al ver una maldición. Pero al bajar la escalera del castillo de popa, se golpeó la cabeza contra los bordes de la tarima de la toldilla.
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-¡Infeliz! -gritó a toda voz, descargando en ella toda la rabia por el golpe recibido- ¡Salid ya a resguardo, o pronto servirais de alimento a los pejes de este océano! ordenó a boca jarro, a la vez que el zonzo párvulo aprendiz despertaba de su ensueño y se sujetaba apresuradamente de una cuerda. De repente, Pedro percibío que la puerta del castillo parecía haber desaparecido y el agua ya se colaba inclemente a cada nuevo golpe de mar. Entoces buscó acercarse hasta la portilla, aferrándose con fuerza al quicio, pero cuando dio por sí, en una nueva y violenta sacudida, ya estaba sentado sobre un tablón, con su brazo pasando tras el candelero del pasamano y con las manos entrelazadas frente al pecho, rezando en un balbuceo sordo. -No es la postura correcta ni el lugar más adecuado de hacerlo -murmuró entre dientes-, pero sin duda, es el momento de que lo haga -concluyó. De tal forma estaba, con los parpados apretados mientras luchaba por abstraerse un poco de la vorágine que lo envolvía, que se entregó a rezar por su vida en medio de un huracán. Y rogando a Dios por su alma y por los desafortunados hombres que luchaban por mantener en pie sus vidas en ese infierno de agua y viento, oyó, o más
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bien sintió en sus entrañas, un terrible crujido de madera partiéndose. Por otro lado, el capitán de navío José Manuel de Goicoa y Labart buscaba entretener el susto pensando que cualquier sacrificio posible en aras de la paz que fuera hecha en las circunstancias aflictivas que sobre España pesaban. Le pareciera pequeño el esfuerzo, el sobresalto y la oblación que tenía que pasar ante la tempestad, si con ello remediaba en algún modo la carestía, la necesidad, la miseria, nacidas de las guerras pasadas, en concurrencia con las malas cosechas y el estrago de la epidemia, recrudecida y espaciada como secuela de todo ello. Él no podía juzgar, porque callaba por tanto la voz pública, la que sufría paciente la mortificación de los agravios que a la patria le inferían los malditos beligerantes ingleses en su tenaz lucha, haciendo menudear sobre todo los de los cruceros y corsarios de la Gran Bretaña, vejando, deteniendo ó confiscando con fútiles pretextos a los bajeles españoles de comercio. Recordaba que no hacía mucho que se había enterado del caso en que la fragata de guerra inglesa Eolus pretendiera visitar y reconocer a la corbeta correo Urquijo sobre la isla de Santo Domingo, haciendo uso de su fuerza superior en combate, en el que le costó la vida al comandante Don Manuel Fernández Trelles, a uno de los El Maldito Tesoro de la Fragatra
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oficiales y a 13 marineros, resultando heridos cuatro oficiales y 16 individuos más, antes que cedieran a la violencia. Por entonces, la corbeta fuera saqueada por los vencedores y conducida á Jamaica, donde el Almirante de la escuadra la puso en libertad, sin admitir reclamaciones. Sin embargo, continuaban, del otro lado del océano, siendo en apariencia amistosas las relaciones de los dos Gobiernos, y aseguraba el de Londres sus pacíficas intenciones, cuando en realidad las dirigía, por la doctrina de W. Monson, a desviar y adormecer todo recelo, mientras ocasión se presentaba de descargar a mansalva y con provecho uno de aquellos golpes a lo Drake, Blake o Morgan, con que en todos tiempos venía enseñando no empacharle el respeto ni la escrupulosidad del derecho de otras gentes. Esta oportunidad, buscada para romper con una potencia que por su antiguo prestigio y por la extensión y rendimiento de las colonias, se consideraba peligroso auxiliar de Francia, y era la oportunidad que de un modo u otro habría de convertir la guerra pobre en lucha productiva, con que se recreaban de antemano desde el primer Almirante al último grumete en la marina inglesa, cuando se ofreció al saber que desde el Río de la Plata muy pronto harían viaje á España cuatro fragatas con el tesoro del Perú, sin misterio ni preparación alguna. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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En 1804 el Administrador General de la Real Aduana concede permiso para que salgan del puerto de El Callao la Plata, Oro, Frutos y Efectos consignados en las correspondientes pólizas, y llévense a bordo de las fragatas españolas nombradas, que seguirán viaje a los puertos de la Península y el de Cádiz, con arreglo a la instrucción de S.M. Obs: Documentos de los archivos históricos de la Armada Española
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No es posible dar continuidad a estos relatos, sin destacar la importancia que tuvo por aquella época don Alejandro Malaspina y Melilupi, no porque hiciese parte de esta epopeya y sí, porque éste fue un noble y marino italiano al servicio de España, en el horroso cargo de Brigadier de la Real Armada, y que se tornó célebre por protagonizar uno de los grandes viajes científicos de la era ilustrada, la llamada Expedición Malaspina (1788-94). No en tanto, al querer éste conspirar con otros para derribar al primer ministro Manuel Godoy, terminó por caer en desgracia, llevando al olvido sus grandes logros. Alejandro había nacido en Mulazzo, actual Italia, entonces parte del Gran Ducado de Toscana, el día 5 de noviembre de 1754. Sus padres fueron el marqués Carlo Morelo y doña Caterina Meli Lupi di Soragna, y entre los años de 1762 a 1765, él y su familia pasaron a vivir en Palermo, bajo la protección directa de su tío, el entonces virrey de Sicilia, Giovanni Fogliani d'Aragona. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Ya de 1765 a 1773, se dedicó a los estudios en el Colegio Clementino, en Roma, y aceptando en 1773 ingresar en la Orden de Malta. Allí vivió un año, donde aprendió los rudimentos de navegación en la flota de la Orden. Pero en 1774 ingresó en la Marina Real española, y el 18 de noviembre de ese mismo año termina por recibir el grado de guardiamarina. Al encontrarse al servicio de España durante los años 1775 y 1776, Malaspina toma parte en varias acciones armadas en el norte de África, siendo una de ellas, la de enero de 1775, una expedición en auxilio de Melilla, que por aquel entonces se encontraba asediada por partidas de piratas berberiscos. De 1777 a 1779, ya a bordo de la fragata Astrea, participó en un viaje de ida y vuelta a las Filipinas rodeando el Cabo de Buena Esperanza, y durante el mismo, terminó por se ascendido al grado de teniente de fragata en 1778, cuando entonces pasa a tomar parte directa en varias acciones realizadas contra los británicos en 1780, tras lo cual fue ascendido a teniente de navío. Sin embargo, en 1782, por motivos no muy claros, Alejandro Malaspina fue denunciado ante la Inquisición como hereje, pero logra no ser encarcelado ni juzgado, a la vez que toma parte en el Gran Asedio a Gibraltar. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Pero fue durante 1783 y 1784, que Malaspina, ahora actuando como segundo del comandante de la fragata “Asunción”, lleva a cabo un segundo viaje a las Filipinas. De septiembre de 1786 a mayo de 1788, en ese momento al mando de la fragata Astrea, realiza un tercer viaje a las Filipinas como comisionado de la Real Compañía de Filipinas. Esta vez se trataba de una vuelta al mundo. Por lo tanto, en septiembre de 1788, ahora junto con su colega don José de Bustamante y Guerra, proponen al gobierno español que sea organizada una expedición político-científica con el fin de visitar casi todas las posesiones españolas en América y Asia. Este viaje sería conocido posteriormente como “expedición Malaspina”. Dicha expedición zarpó de Cádiz el 30 de julio de 1789. Alejandro Malaspina, a su regreso a España el día 21 de septiembre de 1794, presentó un informe denominado: “Viaje político-científico alrededor del mundo”, que incluía un informe político confidencial, con observaciones críticas de carácter político acerca de las instituciones coloniales españolas, en donde era favorable a la concesión de una amplia autonomía a las colonias españolas americanas y del Pacífico, dentro de una El Maldito Tesoro de la Fragatra
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confederación de estados relacionados mediante el comercio. Pocos días después, en ese mismo septiembre, Alejandro Malaspina envía todos sus escritos, pero el gobierno juzgó poco oportuna su publicación bajo la situación política por entonces existente. Percibiéndose desencantado con sus logros, Malaspina pasó a tomar parte en una conspiración que sería llevada a cabo para derribar a Manuel Godoy, y lo que lo condujo a su arresto el 23 de noviembre. Y así fue que, tras un juicio dudoso, el 20 de abril de 1796 fue condenado a pasar diez años aprisionado en el castillo de San Antón de La Coruña. Pero durante su encarcelamiento, Malaspina aprovechó el tiempo para escribir diversos ensayos sobre estética, economía y literatura. No en tanto, Alejandro Malaspina no llegaría a cumplir la totalidad de la condena, pues a finales de 1802 fue puesto en libertad debido a las presiones del propio Napoleón, y a instancias de Francesco Melzi d'Eril, pero una vez indultado, es deportado a Italia. Malaspina partió para su localidad natal a través de Génova, asentándose finalmente en Pontremoli, a 10 km de Mulazzo, entonces parte del reino de Etruria. Allí se El Maldito Tesoro de la Fragatra
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involucró en la política local, hasta que en 1804 se desplazó a Milán, capital de la República Italiana. Fue entonces que en diciembre de ese año, el gobierno de la república le encarga la organización de la cuarentena entre la república y el reino de Etruria durante una epidemia de fiebre amarilla en Livorno. Posteriormente, en 1805 fue nombrado miembro del Consejo de Estado del napoleónico Reino de Italia en el cual se había transformado la República Italiana. Pero al año siguiente, en diciembre de 1806, se desplazó a la corte del reino de Etruria, en Florencia, siendo admitido en la Sociedad Colombina. Empero, al repasar la historia de este noble y marino, debe ser agregado que en septiembre de 1788, Alejandro Malaspina, junto con su colega José de Bustamante y Guerra, como ya expuesto, proponían al gobierno español la organización de una expedición con el fin de visitar casi todas las posesiones españolas existentes en América y Asia. No hay que olvidarse que la intensa actividad de exploración del Pacífico desarrollada tanto por Francia como por Inglaterra a finales del siglo XVIII, terminó por provocar la reacción del Reino de España, puesto que desde que la expedición de Magallanes cruzara el Pacífico El Maldito Tesoro de la Fragatra
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y descubriera las Filipinas, España había considerado el Mar del Sur como de su exclusiva propiedad, controlando las Filipinas en el oeste y la casi totalidad de su orilla este, desde Chile hasta California. Pero la injerencia de otras naciones en esas latitudes, no fue la principal razón de esta expedición. Fue fundamentalmente por causa del carácter científico realizado por las exploraciones francesas e inglesas, lo que terminó por provocar una respuesta de los intelectuales españoles. Era evidente que ellos tenían el deseo de emular los viajes de Cook y La Perouse a través de un océano que durante dos siglos y medio fue considerado como un mar español. Por consiguiente, el historiador Felipe FernándezArmesto nos señala lo siguiente: La monarquía española de la época, dedicaba al desarrollo científico un presupuesto incomparablemente superior al del resto de las naciones europeas. El imperio del Nuevo Mundo era un vasto laboratorio para la experimentación y una inmensa fuente de muestras. Carlos III amaba todo lo referente a la ciencia y la técnica, de la relojería a la arqueología, de los globos aerostáticos a la silvicultura. En las últimas cuatro décadas del siglo XVIII, una asombrosa cantidad de expediciones científicas recorrieron el imperio El Maldito Tesoro de la Fragatra
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español. Expediciones botánicas a Nueva Granada, México, Perú y Chile, reuniendo un completo muestrario de la flora americana. La más ambiciosa de aquellas expediciones -en la opinión de este hitoriador,- fue el viaje hasta América y a través del Pacífico por parte de este súbdito español de origen napolitano, llamado Alejandro Malaspina. Bajo su punto de vista, los propósitos de la expedición
serían
los
siguientes:
“incrementar
el
conocimiento sobre ciencias naturales (botánica, zoología, geología),
realizar
observaciones
astronómicas
y
construir cartas hidrográficas para las regiones más remotas de América”. Por tanto, el proyecto recibió la aprobación de Carlos III, dos meses exactos antes de su muerte. Y la expedición, que contaba con las fragatas Atrevida y Descubierta, zarpó de Cádiz el 30 de julio de 1789, llevando a bordo a la flor y nata de los astrónomos e hidrógrafos de la Marina española, como Juan Gutiérrez de la Concha, acompañados también por grandes naturalistas y dibujantes, como el profesor de pintura José del Pozo, los pintores José Guío y Fernando Brambila, el dibujante y cronista Tomás de Suria, el botánico Luis Née, los naturalistas Antonio Pineda y Tadeo Haenke. Pero la El Maldito Tesoro de la Fragatra
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calidad de la tripulación no se reducía a su dotación científica: asimismo participó en la expedición Alcalá Galiano, quien posteriormente moriría heroicamente en Trafalgar. Por entonces, los navíos que participarían de la expedición, fueron diseñados y construidos especialmente para el viaje y fueron bautizados por Malaspina en honor a los navíos de James Cook: Resolution y Discovery, (Atrevida y Descubierta).
Así fue que, después de fondear durante unos días en las islas Canarias, navegaron por las costas de Sudamérica hasta el Río de la Plata, llegando a Montevideo el 20 de septiembre. De allí, siguieron hasta las islas Malvinas, recalando antes en la Patagonia. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Doblaron el Cabo de Hornos y pasaron al Pacífico (13 de noviembre), explorando la costa y recalando en la isla de Chiloé, Talcahuano, Valparaíso, Santiago de Chile, El Callao, Guayaquil y Panamá, para alcanzar finalmente Acapulco en abril de 1791. Al llegar allí, recibieron el encargo del rey Carlos IV para que encontraran el Paso del Noroeste, que se suponía uniría los océanos: Pacífico y Atlántico. Malaspina, en lugar de visitar Hawaii como pretendía, siguió las órdenes del rey, llegando hasta la bahía de Yakutat y el fiordo Prince William (Alaska), donde se convenció de que no había tal pasaje. Volvió hacia el sur, hasta Acapulco, a donde arribó el 19 de octubre de 1791 después de haber pasado por el puesto español de Nutka, en la isla de Vancouver, y el de Monterrey en California. En Acapulco, el virrey de Nueva España le ordena a Malaspina para reconocer y cartografiar el estrecho de Juan de Fuca, al sur de Nutka. Para tal, Malaspina requisó dos pequeños navíos, los Sutil y Mexicana, poniéndolos al mando de ellos dos de sus oficiales, Alcalá Galiano y Cayetano Valdez. Dichos barcos dejaron la expedición y se dirigieron al estrecho de Juan de Fuca para cumplir la orden.
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El resto de la expedición puso su proa rumbo al Pacífico, navegando luego a través de las islas Marshall y Marianas y fondeando en Manila, Filipinas, en marzo de 1792. Allí, las fragatas se separaron. Mientras que la Atrevida se dirigió a Macao, la Descubierta exploró las costas filipinas. Pero al estar en Manila, el botánico Antonio Pineda moriría por causa de unas fuertes fiebres. Reunidas de nuevo, en noviembre de 1792, ambas fragatas dejaron Filipinas y navegaron a través de las islas Célebes y las Molucas, dirigiéndose posteriormente a la isla Sur de Nueva Zelanda (25 de febrero de 1793), cartografiando el fiordo de Doubtful Sound. La siguiente escala fue la colonia británica de Sydney, desde donde volvieron al puerto de El Callao, tocando la isla de Tonga, y desde allí, por el Cabo de Hornos, regresaron a Cádiz el 21 de septiembre de 1794. La expedición levantó mapas, compuso catálogos minerales y de flora y realizó otras investigaciones científicas. Pero esta no abordó simplemente cuestiones relativas a la geografía o a la historia natural. En cada escala, los miembros de la expedición establecieron inmediato contacto con las autoridades locales eventuales
científicos
para
ampliar
las
tareas
y de
investigación. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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A su regreso a España, como ya insinuado anteriormente, Malaspina presentó su informe “Viaje político-científico alrededor del mundo”, que incluía un informe político confidencial, con observaciones críticas de carácter político acerca del estado de las instituciones coloniales españolas, a la vez que dejaba la opinión escrita favorable a la concesión de una amplia autonomía para las colonias americanas y del Pacífico, lo que le valió que, en noviembre de 1795, fuera acusado por Manuel Godoy de revolucionario y conspirador, y condenado a diez años de prisión en el castillo de San Antón de La Coruña, Galicia, España. El objetivo de Malaspina era realmente ambicioso. Aspiraba a dibujar un cuadro razonado y coherente de los dominios de la monarquía española. Para ello, no sólo contaba con los trabajos de sus colaboradores, sino que también investigó por entre los materiales de los principales archivos y fondos de la América española. Vale destacar que a través de sus diarios y escritos, tuvieron cabida los distintos aspectos de la realidad del imperio, desde la minería y las virtudes medicinales de las plantas hasta la cultura, y desde la población de la Patagonia hasta el comercio filipino.
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Y de esta forma culmina, siguiendo los principios de la Ilustración, la experiencia descubridora y científica de tres siglos de conocimiento del Nuevo Mundo y la tradición hispana de relaciones geográficas y cuestionarios de Indias. Y lo hacen bajo una fórmula característica del período, pues, imbuido del credo cientifista y naturalista de la Ilustración, lo que en realidad hizo Malaspina fue componer una verdadera física de la Monarquía. En fin, a su regreso, la expedición Malaspina había acumulado una cantidad tan ingente de material, como: la colección de especies botánicas y minerales, así como observaciones científicas (llegaron a trazar setenta nuevas cartas náuticas) y dibujos, croquis, bocetos y pinturas, que la tornó impresionante y, sin duda, la mayor que habrían de reunir en un solo viaje navegantes españoles en toda su historia. Pero de todo ese cúmulo de conocimientos y de la insuperable experiencia, apenas se publicó un Atlas con 34 cartas náuticas. Resulta que durante el proceso de Malaspina en 1795, se habían pretendido eliminar los materiales de la expedición, que, sin embargo, fueron preservados en la Dirección de Hidrografía del Ministerio de Marina en Madrid.
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El grueso de aquel trabajo habría de permanecer inédito hasta 1885, cuando el teniente de navío Pedro de Novo y Colson publicó su obra “Viaje político-científico alrededor del mundo” de las corbetas Descubierta y Atrevida al mando de los capitanes de navío Don Alejandro Malaspina y Don José Bustamante y Guerra desde 1789 a 1794. Desgraciadamente, algunos de esos materiales, como ciertas observaciones astronómicas y de historia natural, se habían perdido para siempre. No obstante, parte de las colecciones de historia natural acopiadas durante la Expedición, sobre todo las relacionadas con la Botánica, corrieron mejor suerte: el herbario de Luis Née fue donado al Real Jardín Botánico de Madrid, donde se conserva actualmente, y muchas especies fueron descritas gracias a estos materiales por su director de entonces, Antonio José Cavanilles. Se dice que hasta el siglo XX, la historia no habría sabido apreciar la verdadera magnitud de aquella empresa, cuyos objetivos de superar los logros científicos de ingleses y franceses fueron plenamente cumplidos. Tan sólo, recientemente, se ha comenzado a reconocer el valor de la información obtenida en la expedición de Malaspina, cumbre de la Ilustración española, pero aún sigue siendo El Maldito Tesoro de la Fragatra
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oscurecida en la historia por los viajes de Cook, de La Pérouse y de Bougainville, que, como señala Felipe Fernández-Armesto,
“siguen
teniendo
el
papel
predominante en el discurso y en la imaginación de los historiadores”.
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Finalmente, en los iniciales días del mes de junio, lentamente la flotilla fue abandonando las aguas de aquel empecinado océano Atlántico, y los tres barcos ya empezaban a navegar con penuria por aguas calmas rumbo a un puerto seguro, tanto para la carga cuanto para la cansada marinería y los estropeados navios. -Un par de días más, mi amigo, -notificó don Diego Tomás de Ugarte, algo afiebrado, para el teniente de marina Pedro Afán, y para que éste notificase la buena nueva al capitán responsable del navío La Mercedes-, y ya llegaremos a buen puerto para dar cuenta del estropicio y arreglar lo que de. -Pronunció sin mucha entonación, mientras fue haciendo un ademán con el brazo estendido para señalar superficialmente las avarias de una fragata casi fracturada. José Manuel desconfiaba del estado actual de salud del comandante. Pero qué podía hacer él, si menos útiles eran, sin duda alguna los internistas y cirujanos de las El Maldito Tesoro de la Fragatra
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fragatas que socorrían a los enfermos. No bastaba para juzgarlos el leer las listas de medicinas que según documentos, llevaban en sus botiquines. Y este, vale recordar que en aquel entonces se componía de aguas aromáticas, licores ácidos, jarabes, electuarios, extractos, píldoras, espíritus, sales, balsamos naturales, tinturas, polvos, escaróticos, aceites y ungüentos simples. Además, cuando se terciaba, existía la sierra, el cauterio, el bisturí, y hacían morder al desgraciado enfermo un trapo, como único anestésico, mientras el acometido se consolaba pensando que cualquier Tribunal civil o esclesiastico, por obtener una declaración, les haría sufrir mucho más con el potro, el ansia o el garrote. Ni que decir si el herido era un recluso o apenado, pues con él los instrumentos del cirujano casi acariciaría, por hondo que rajasen, sus carnes ya endurecidas por el frio, el calor o sus nervios ya embotados en el continuo sufrir. -Se me diera que ninguno de ellos le ha de servir para nada -masculló el capitán al ver la fisonomía febril de su superior. Por otro lado, desde la cubierta principal de La Clara, la visión resultaba espectacular para quienes en ese momento tuviesen la suerte de estar allí para observar por El Maldito Tesoro de la Fragatra
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la popa del barco la salida del sol, mientras la fragata navegaba lenta con rumbo a la ensenada. El montículo del Cerro de Montevideo, situado bien a la izquierda de la entrada del fondeadero, ya se podía vislumbrar en lejanía, recibiendo sobre su falda del lado este los ténues rayos de un sol de fines de otoño luego después de disipada la ligera bruma que desde la madrugada cubría el Río de la Plata. Era 5 de junio, cuando a media mañana las fragatas se encontraban echando anclas en la ensenada de Montevideo, mientras que el “Asunción”, el barco que más había sufrido el impacto de la tempestad y los malos tiempos al cubrir el Atlántico poco después del Cabo de Hornos, se veía medio inclinado sobre estibor. Luego después de los capitanes presentar relato de lo sucedido, el gobernador dispuso que se mandara efectuar lo cuanto antes una minuciosa pormenorización de los daños y estimar así los necesesarios reparos urgentes, pues su estadía era considerada peligrosa en ese puerto. Pero una vez finalizado el relato, se cosntató que los arreglos demandarían tiempo extra para la reparación, y la inconveniente necesidad de atrasar un par de meses la partida.
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Pero Montevideo, además de Plaza Fuerte, bastión militar de la frontera sur-este del Reino de las Indias con el Brasil, era un importante Apostadero Naval. Y la presencia de esas unidades de vigilancia en América, si bien al inicio prometía soluciones para los problemas de índole económica, estratégica y logística, exigía la satisfacción concordante de multiples cuestiones, es decir, la creación de un instituto orgánico que, bajo una dirección responsable, pudiera atender una relativa autonomía a la seguridad y defensa de una región continental. Por lo tanto, el Apostadero contaba ahora con un Juzgado de Marina, que además del Comandante, contaba con otros Oficiales de la Armada y varios empleados de cuenta y razón, junto con un contador que hacía de Ministro de Real Hacienda de Marina. De acuerdo con lo que apunta el historiador Homero Martinez Montero, dicha Junta de Apostadero ejercía plenipoderes de autoridad iguales a los de las Juntas de Departamento, siéndole privativo, peculiar y con inhibición de toda otra juridicción al entender en los asuntos económicos de la armada que ocurran en el Apostadero, sin necesidad más que de reunir cuentas en la Contaduria Mayor del Virreinato, Capitanía General o Gobierno en que causan los gastos, y de tener prontos el El Maldito Tesoro de la Fragatra
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buque o los buques que el jefe de aquél territorio pida para éste u outro servicio. Fue tal ocurrencia lo que obligó al hasta entonces Gobernador Bustamante, a modificar el plan primitivo pues, al ser informado de la trabajosa situación, acabó por desechar de vez el uso de la fragata Asunción, por considerarla inservible por varias razones, y ordenó que se añadiese de inmediato a la escuadra, la fragata La Medea que ya se encontraban fondeada en la bahía. -Señor, también debemos tener en cuenta que La Astrea está bastante demorada en su aparellamento y arreglos -informó el oficial de la armada. -¡Santo Cristo! -berró el brigadier, dando un murro en la mesa. -¿Qué más nos falta? -Si me permite, señor, -manifestó el oficial-, podemos suprimir a la Astrea y, mientras se reparan los otros navíos, debe estar llegando a puerto La Fama. Quizás sea más conveniente que aperellemos a ésta para continuar con la flota. -Óptima idea, señor. Aquí no hay quizás ni por ventura. -Sonrió el brigadier-. Así será, y además, que se providencíe la realización del transbordando inmediato del cargamento de la Asunción por esta no tener más condiciones de proseguir viaje. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Así pues, en la nueva escuadra de cuatro fragatas ahora se estibaría toda la carga que traían las anteriores, y además, toda la adicional proveniente de Buenos Aires, al mismo tiempo que se alojaría con algo más de holgura a las familias que regresaban a España tras cumplir su misión en aquellos Virreinatos. Pero eso ocurriría dos meses después. Entretanto, para la soldadesca marinera, además de representar el pago de un sobresaliente descanso para la dotación de exhautos marinos y el tiempo suficiente para sanar las magulladuras de aquellos que las habían sufrido, esta era una exelente oportunidad para divertirse en tierra firme y ahogar penas en alguna tasca o taberna de los aledaños del puerto. O quizás, para los más promiscuos, entregarse a los brazos calientes de alguna mujer. Fue así que, sumida en sus ventosos y frios días de junio, toda la ciudad de Montevideo fulguraba bajo un inabarcable firmamento surcado por nubes. La flota descansaba en el puerto, delante del arsenal, con sus palos desnudos recortados en ese cielo grisáceo. Mientras tanto, las barcas iban y venían, deslizándose despacio desde la orilla hacia las fragatas y vise versa. En los muelles, una interminable fila de esclavos extraían la carga de las barcas alineándola en la explanada El Maldito Tesoro de la Fragatra
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para que los funcionario de la Aduana la contasen, tasasen e inpeccionasen antes de dar su permiso para el almacenaje. Desde la cubierta superior de las fragatas se podía divisar las torres inacabadas de la Iglesia Matriz que se situaba en la calle San Joaquin, frente a la Plaza Mayor y el Cabildo. Lo demás, era, sin excepción, casas de un o dos pavimentos, a lo máximo tres. Pero lo que en realidad interesaba a los marineros, era más fácil de ser encontrado en las calles De las Bovedas, San Miguel, San Luis, todas paralelas con la ensenada, o por las trasversales calles San Vicente, Santo Tomás y San Benito. En esos alrededores, husmeando, siempre se congregaba una harta concentración de picaros de la ciudad, lo que fue notado al desender de la embarcación que los había traído de la fragata, Diego, Hernando y Lorenzo, quiene emprendieron luego camino para hacer el deshahogo del viaje en dirección a alguna puerta de taberna. -¡Almendras,
garrapiñada,
golosinas,
señores!
¿Quieren un asno?... ¿Fonda, posada fresca y aseada?...gritaba un enjambre de muchachos, mientras le tiraban de las mangas o de los pantalones.
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-¡Taberna del molinero! ¡Matambre, chorizo, vino de la Mancha o Carlón!… ¿Mozas, blancas, negras, indias, señor? -dijo al fin uno de ellos, palabras que hicieron despertar la atención de los marineros, mientras se abrían el paso a los manotazos, como quien busca espantar un enjabre de moscardones. Cruzaron la calle De las Bovedas y siguieron calle arriba por la de Santo Tomás a la que se asomaban sinuosas ventanas con íntimas celosías o los menos reservados balcones y ventanales adornados con vistosos hierros forjados, bajo los que se extendían tenderetes que exhibían de todo: verduras, fruras, pollos, conejos, pescado y carnes rojas. Más adelante, los establecimientos ya estaban mejor instalados, y allí se ofrecían tejidos de finas telas, cordelería, cueros. Ellos fueron andando hasta que dieron con las tabernas repletas de pellejos con vino, barricas de Jerez, botellas en los estantes junto con otras de vidrio labrado y licoreras con llamativos dibujos. A su vez, en un y otro sentido, había ese deambular constante de seres de la más variada especie humana: ricos, negociantes, nobles, marinos, indios mestizos, señores, esclavos y peones. ¡Ah! Y mujeres, muchas mujeres; hasta las singulares y excepcionales hembras,
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ricas o pobres, regaladas por marido, o las apuestas con todo tipo de abalorios, bordados, sombrillas y alhajas. Lorenzo estaba que se salía de la vaina de tanto asombro, puesto que era su primera vez en suelo Oriental. Sus ojos se abrían como dos monedas al contemplar el colorido que se exhibía ante ellos. Extasiado, se paraba a cada vez que se cruzaba con alguna moza, henchidas que andaban de coquetería, gallardas que manejaban con maestría velos y abanicos para enseñar y ocultar, con mágicos movimientos, escote, hombros, ojos y lunares. -¡Lorenzo, por Dios, no te pares! -le recriminaba Diego con voz sobresaltada. ¡La Virgen, qué pavada tiene este hombre arriba! le regañaba Hernando llevándose la mano a la cabeza. -¡Vamos! Es por allí -señaló Hernando-. No hace falta preguntar. Finalmente, los tres marinos entraron en una tasca atiborrada de gentes bajo una luz mortecina y el humo de los cigarros, y en donde borrachos curtían sus sueños recostados en el suelo dejando el lugar libre para los demás. -Eh, rico, ¿qué haces por aquí? -preguntó una zalamera voz femenina para un sorprendido Lorenzo. El joven se volvió y se encontró conjunto a una mujer alta y El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de estabilizada figura, cuyo rostro apenas veía a causa de la penumbra. -Pues vaya por Dios -se lamentó el muchacho. -Ay, rico, ¡qué encanto! ¿Cuántos años tienes? preguntó la mujer como si formulase una expresió maternalmente. -Diecisiete para servirla, señora -él murmuró bajito, como si sintese pena de ser tan joven. -¡Uy, diecisiete! Para… para servirme… ¡Ja, ja, ja…! ¡Qué encanto! Pues pareces más mozo, mi guapo. -Bueno -le dijo él-, señora, he de irme, pues mis amigos me esperan en aquella mesa -anunció balbuceando. -Anda, mozo, ¿a dónde vas con tanta prisa? respondió ella, agarrándole por el antebrazo-. Si ya te digo, para que tardar y esperar si podemos platicar los dos aquí, tan ricamente. Azorado, Lorenzo se quedó mudo ante la soltura de aquella mujer. Ella no perdió tiempo y aprovechó para llevarle una mano a la cara y hacerle una delicada y sensual caricia. Mientras, en una de las mesas cercanas, resonó una risotada femenina que se perdió ligeramente en el jaleo del salón. El muchacho dio un respingo y se apoyó en la pared mientras sus ojos buscaban el auxilio de sus amigos. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-¡Eh, que no muerdo, guapetón! -le dijo la mujer, que se aproximó de él y le besó suavemente en la frente. Lorenzo sintió sus labios húmedos, ardientes, y el aroma de jazmín que desprendía la mujer. Así, en esta nueva posición, la vio a la luz y se maravilló al descubrir unos ojos oscuros, grandes y brillantes, hipnotizadores, y la belleza resuelta de un rostro de piel clara, matizados por los reflejos del farol. Ella se echó el velo del encaje hacia atrás y él le vio ahora el pelo negro y sedoso. Comenzó a latirle el corazón frenéticamente y llegó a pensar que aquello no podía estar sucediéndole a él. -¿Qué pasa, guapo? ¿No te gusto? -preguntó ella, insinuante. -Sí, sí… Mucho -balbució él-. Muchísimo. -Pues, hala, majo -suspiró ella-, ven conmigo hasta mi puerta. Un ratito se pasa en cualquier parte. ¿No? -y tiró de él hacia una puertecilla que había en una esquina del estancia, sólo unos pasos más allá. Luego de trasponer el quicio, en la oscura habitación, Lorenzo sintió cómo le recorrían el cuerpo las manos hábiles de la mujer y su aliento ardiente en el cuello, entre beso y beso. Una especie de vértigo y un gran placer se mezclaban con una cierta sensación de temor e impaciencia. Sus ropas quedaron sueltas y su cuerpo El Maldito Tesoro de la Fragatra
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vibraba. Se abrazó a ella y buscó sus pechos llevado por un misterioso instinto, aunque era muy inexperto en estos asuntos. La mujer recorrió ahora los bolsillos de sus calzones y palpó detenidamente sus faltriqueras. Con enntrecortada y jadeante voz, le dijo: -El dinerito… ¿Dónde tienes el dinerito, rico? -¡Ay, madre! -exclamó el joven dándole un empellón y desenbarazándose de ella-. ¿Qué dinerito? ¡No tengo un real! -¡Ja! -replicó la mujer desde la oscuridad-. Con esas ropitas y esa pinta… ¡Vamos, guapo! Anda, saca el dinerito y vamos ya a lo nuestro. Lorenzo se apartó y quiso partir lo más alígero hacia la puerta, pero la mujer le agarró rápido por una manga. -¡Eh! ¿Adónde vas? -le gritó. -¡Soltadme! -exclamó él, entrando nuevamente en el mal alumbrado salón y arrastrándola consigo. -¡Cano! ¡Cano! -gritó ella. Enseguida se postó ante él, un hombretón de aspecto desagradable, vestido con una camiseta raída que dejaba al descubierto unos robustos hombros cubiertos de bello y unos musculosos brazos, a la vez que ceñia los puños de forma amenazadora. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-¿Qué carajo pasa aquí? -rugió -Este pazguato me ha puesto las manos aquí, en las tetas -llorisqueó la mujer soltando a Lorenzo, y llebándose las manos a los pechos. -¿Eso has hecho, bribón? -grunió el hombretón saltando sobre el joven y agarrándole fuertemente del cuello. En eso aparecieron Diego y Hernando que se veían preocupados por el deasaparecimiento repentino de su compañero. -Pero…
¿Esto
qué
es?
-preguntó
Diego,
estupefacto al ver la escena. -¡Ah! ¿Es su amigo? -contestó la desvergonzada de la mujer-. Pues ya ve, señor; el mozuelo me ha cogido los pechos y eso, como es natural, cuesta dinero. Que una no está puesta en la taberna para que pase el primer hijo de su madre y le eche mano a las carnes. -¡Lorenzo, por tu madre y la Virgen! -le gritó Hernando, fuera de sí. -Es que no… -llorisqueó él-, que ha sido ella. ¡Te lo juro! -¡Ay, ay! -se quejó Diego-. ¡Lo que nos faltaba! - Vamos -apremió la mujer-, ¿pagais o qué?
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-¿Cuánto cuesta? -preguntó un resignado Diego, ya llevándose la mano a la faltriquera para separar los níqueles. -Dos reales -contestó ella-; uno por cada teta. -¿Dos reales? ¡La madre que lo parió! Andad, cogedlos y soltad al muchacho-, dijo alargándole las monedas por encima de su cuerpo. La mujer cogió las monedas y el hombretón soltó al muchacho. Luego los tres metieron prisa y se retiraron de la taberna. -¡Diego, por la Virgen y todos los Santos! comenzó a jurar el muchacho una vez en la calle. -Anda, anda, tira para delante y cállate la boca -le dijo Hernando, a la vez que le daba pescozones en la nuca y en la cabeza. -¡Pero cómo serás tan mentecato! -pronunció Diego. -¡Madre mía, a quien has salido tan menguado! ¿No te das cuenta que esto aquí no es Sevilla y que uno no se puede fiar en nadie? ¿No te han dicho que no hablaras con persona alguna? -Dejadlo, que ya se le abrirán los ojos algun día intercedió Hernando largando una risotada-. ¿Al final, qué
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sabe esta criatura, si en su vida nunca ha salido de su pueblo? -¡Callate tú! -le espetó Diego-. Mira quién va a hablar. Que si se te llega a poner a tiro esa fulana, sobre seguro que te saca la paga de un mes. ¡Ay, Dios mío! suspiró-, ¿qué he hecho yo para que me toque esta cruz? -Vamos, vamos -intercedió Hernando-. Vamos en busca de una fonda, que hoy ya hemos hecho el día. -¡Esta bien, pero no te olvides que tenemos que volver a tiempo, pues el sargento de patrulla del muelle es muy riguroso si faltamos a la hora convenida para la recogida -manisfestó Lorenzo-. Y si nos atrasamos, de seguro, una vez a bordo dará parte al oficial de guardia y al encargado de la tropa de la guarnición. -Sí, hombre, sí -le contestaron los otro dos
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Otras veces, aprovechando aquellos días en que la jornada resultaba menos requerida en los barcos, los marineros bajaban a tierra para hecharse unos paseos juntos. Entretanto, también se aprovechaban los momentos para tejerse intrigas de todo tipo entre los propios oficiales de la guarnición, como es el caso a seguir, ya que en esa andaba el oficial Sánches andando en las afueras de la muralla, respirando aire limpio, pues decía que el pestilente vaho de la ciudad le hacía mal a la tos. -¿Qué tal con Perez? -le preguntó al grumete Tomás que lo acompañaba. -De
maravillas,
señor
-respondió
el
joven,
henchido de satisfacción. -Me alegro -observó el circuspecto Sánches-. Pero te advierto que este oficial es caprichoso. Por tanto, mejor andar de ojos bien abiertos.
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-Bueno, hasta ahora parece que le he caído en gracia, señor. Me dijo que mientras fuese discreto y no hablara por ahí de sus andanzas… -Humm… Ya le irás conociendo con el tiempo, muchacho. Tú ve despacio y hazte el indispensable. Y no te metas en nada; ver, oír y callar. ¿Comprendes? Si de verdad le caes bien, tendrás mucho ganado. No en tanto, Perez es un zorro viejo y sabe muy bien por donde se anda… -Sí, señor. -¿Con quién se ha reunido últimamente? -Sánches preguntó con rostro serio. -Bueno, ayer se juntó en la taberna de los Peces con un otro hombre con perilla y bigotes afilados que vestía de negro y que… -¡Idiota! -le increspó Sánches dándole un manotazo en la espalda. -¡Necio! No te das cuenta que esto es precisamente lo que no has de hacer. ¿No te advirtió Perez que no contases sus andanzas? En todo caso, volviendo a lo principal del tema, ya que historias similares a estas se sucedían todos los días con los marineros en descanso, finalmente Don José Bustamante y Guerra, el antiguo comandante de la corbeta El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Atrevida que había sido compañero de Malaspina en aquella campaña científica alrededor del mundo y más tarde nombrado Regente político-militar de esta plaza, entregó de vez el cargo para su sucesor, don Pascual Ruiz Huidobro, y se puso a cargo de todos los preparativos ya como Comandante en jefe de escuadra. Después de las devidas deliberaciones tomadas en conjunto con la comanadancia del Apostadero Naval, quedó definido que, para mejor resguardo de los caudales venidos de Perú y la carga agregada que ya llegara desde Buenos Aires, lo más indicado era componer la escuadra con las cuatro fragatas ya mencionadas anteriormente: La Medea, La Fama, La Mercedes y La Clara. Precavido y experiente, Bustamente también dispuso que se reforzaran las defensas de las naves y, por tanto, ordenó que la primera estuviese equipada con 40 cañones, del calibre de a 18 los de batería, y de ocho y seis los del alcázar y castillo. Para las otras tres fragatas, creía que les bastaría con 34 cañones cada una, con el máximo calibre de a 12 en batería, como lo eran todas las de su clase en la Armada española. -Esó será suficiente -le anunció a los capitanes al dar por teminada la reunión.
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-¿Vossa merced cree que nos toparemos con los bucaneros? -interpoló el capitán José Manuel De Goicoa y Labart, a la vez que miraba a sus otros compañeros cómo si buscase en ellos la respuesta. -No lo creo -le respondió el brigadier, alzando una ceja-, por eso, juzgo que tampoco debemos preocuparnos con llevar mayor armamento, dado el estado de paz en que nos encontramos y el exceso de carga en las bodegas. -¿Y en el caso de…?
-intentó acotar Diego de
Alesón y Bueno, otro de sus capitanes, pero su pregunta quedó en suspenso bajo la severa mirada de su superior. -Les ordeno que abarroten al máximo las bodegas, -avisó con energía-acomodando en ellas los fardos de lana de vicuña, los de cascarilla, los cueros y los galápagos de cobre. En cuanto a los lingotes de oro y de plata, estos se acomodarán en las armerías, y está por demás decirles que deberán contar con guardia permanente. Por otro lado avisó-, en las baterías han de ser dispuestos camarotes en los cuales se alojarán los pasajeros de distinción, ya que llevamos muchos. Esas fueron las disposiciones del brigadier, quien incluso asumió que en La Medea huviese una dotación de 279 hombres al mando del capitán de navío Francisco de Piedrola y Verdugo, y cómo este sería el buque insignia de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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la flotilla, en él iría también José de Bustamenate y Guerra, junto con su segundo comandante en jefe, si es que éste se mejoraba de su dolencia a tiempo de partir. Le seguiría La Santa Clara con 264 hombres al mando del capitán de navío Diego de Alesón y Bueno, seguido por La Fama, con 264 hombres al mando del capitán Miguel Zapiain y Valladares, y por último La Mercedes, con 282 hombres al mando del capitán de navío José Manuel De Goicoa y Labart. Al total, serían 1.089 hombres de tripulación y más de media centena de pasajeros. Además, las fragatas contarían con 184 cañones. Pero la partida de la expedición se tuvo que demorar por causa de las reparaciones que necesitaron ser realizadas en La Mercedes y La Clara, y eso les llevó dos meses, tiempo sobrado para que le precedieran noticias circunstanciadas del arreglo hecho en esta forma. -¡Capitán José Manuel De Goicoa! Déjeme decirle algo -expresó el oficial encargado del astillero del puerto, después que el capitán José Manuel, acompañado de su primer carpintero, el primer farolero y el oficial de datall, le exhibiesen una vez más la lista de los materiales requeridos para el arreglo de la nave-. En mi opinión, usted no estará realmente satisfecho hasta que ya no quede El Maldito Tesoro de la Fragatra
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aquí ningún clavo en el astillero y pueda usted pasearse en su alcazar ordenando botes de pintura cada día de la semana. -Pero si no hemos recibido ni la mitad de lo que le ha sido solicitado, señor -protestó José Manuel de forma educada. -¡Hagame caso, jovencito! -dijo el viejo oficial poniendo la mano sobre el brazo del capitán-. El buen capitán no necesita nunca nada del astillero. Se las arregla con lo que tiene. Cuida con esmero lo que es del Rey. Nunca tira nada, calafatea el casco con su propio lodo, refuerza a conciencia los cables con doble cuerda y los enguilla y precinta para que estos no rocen en ningún punto de la escobén. Cuida de las velas mucho más que a su propia piel y nunca larga las sobrejuanetes, que son peligrosas, innecesarias y ostentosas pero inútiles. Y el resultado es el ascenso, señor De Goicoa, porque como usted sabe, somos nosotros los que hacemos el informe al Almirante, y eso tiene mucho peso. Por lo demás, veo a La Mercedes muy bien equipada. Tal vez lo único que le falte es un poco de pintura. Claro, podría conseguirle pintura amarilla, aunque con gran irritación de los otros capitanes. -Bueno, señor, le agradecería que me consiguiese uno o dos botes -pronunció José Manuel paseando El Maldito Tesoro de la Fragatra
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despreocupadamente la mirada por el lugar donde se almacenaban los palos y otros aparejos. -¿Cuándo zarpa usted, capitán De Goicoa? -Tan pronto como se haya cargado toda el agua, realizados los transbordos y el convoy esté reunido anunció el capitán, sin demostrar mucho énfasis. -Dejeme estrecharle la mano, señor, y desearle suerte. Me alegro mucho de verlo -exclamó el oficial dando media vuelta y retirándose para otra dependencia del astillero. No en tanto, parecería que de una forma silenciosa, la maldición aun proseguiría a instaurar sus víctimas. Ahora era la vez del segundo jefe de escuadra don Diego Tomás de Ugarte, el anterior comandante de la flotilla, y quien ya llegara a Montevideo afectado de una dolencia, probablemente contraída durante el temporal. Por consiguiente, devido a la gavedad que su estado de salud tomaba, a última hora necesitó ser sustituido por don Diego de Alvear y Ponce de León, quien en aquel entonces planeara realizar el viaje junto con su esposa y ocho hijos menores enbarcado en la fragata La Mercedes. Como Diego de Alvear había obtenido hacía muy pocos días, su nombramiento para la patente de Mayor El Maldito Tesoro de la Fragatra
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General, era necesario obedecer el protocolo de la Armada, el cual mencionaba que en casos así, a quien se debía adjudicar el puesto, era al siguiente marino en el escalafón. -¡Señor Mayor, una carta del brigadier! ¿Se la subo? -Avisó un teniente, y un momento después, Diego notó que éste ya estaba a su lado, sonriendo con con inocente complacencia. Pero el Mayor estaba muy pendiente del contenido de cualquier carta dirigida por el brigadier Bustamante para él, y sólo respondió con una frase ocurrente y un ligero roce en su pecho: -Está bien, teniente. Puede entregármela aquí mismo. -¿Triste, mi amado esposo? -preguntó su querida María, luego de observar el rostro crispado de su marido. Don Diego miró a su esposa de soslayo sin permitir que su contemplación anunciase las malas nuevas. Entonces se dirigió directamente a su habitación, se quitó el abrigo y se desprendió de sus armas; luego examinó la carta por fuera, quizás con estremado recelo. -¡Demónios! -exclamó al fruncir el ceño. En ese momento le pareció que el sello estaba algo borroso, y aunque la tenía cerca de la vela y la luz le daba de lleno. Juzgó que eran los ojos los que le anublaban las letras. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Por fin se decidió a abrir la carta, que decía:
Mi muy honorable Mayor General, Meritorio Caballero de la Orden militar de Santiago y digno colaborador de los intereses de de Su Majestad, nuestro Rey, en tierras de las Indias, constituidas y por constituir, etcétera, etcétera, etcétera… Considerando que el Segundo Comandante de esta escuadra de S. M., don Diego Tomás de Ugarte, padece de una terrible enfermedad la cual nos revela que pronto esta lo llevará a su fallecimiento, pienso que no pudo seguir colocando en riesgo la noble encomienda a la que fui ordenado, tomando entonces la decisión de dejarlo internado en esta plaza para lo que el buen Señor disponga de mejor para él. Por la presente, se le require para que suba lo antes posible a bordo de La Medea y asuma el cargo de Segundo Jefe de escuadra bajo mi mando; con la obligación de ordenar a oficiales y
compañías
de
guardia-marinas
de
la
susodicha flota que se responsabilizen de sus respectivas tareas con el debido respeto y El Maldito Tesoro de la Fragatra
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obediencia hacia usted; y del mismo modo deberá
usted
observar
las
instrucciones
generales impresas, así como las órdenes e instrucciones que manen de Su Majestad y las que ocacionalmente reciba de cualquier oficial superior. De lo expresado anteriormente, ni usted ni ningún otro faltarán a su deber, de lo contrario responderán por su cuenta y riesgo. Esta es una órden para ser cumplida de inmediato. A bordo de La Medea en el puerto de San Felipe de Montevideo, 1 de agosto de 1804. Para Don Diego de Alvear y Ponce de León, recientemente nombrado Mayor General, y ahora Segundo Comandante de esta escuadra de Su Majestad.
Firma del militar
En vista de tan fundamental misiva, el nuevo segundo jefe de la escuadra necesitó ser transbordado a la fragata La Medea, dejando a sua familia instalada, como ya lo estaba, en La Mercedes. Lo acompañó su hijo El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Carlos, por ese entonces cadete del Regimiento de Dragones de Buenos Aires. Cabe agregar que Diego TomĂĄs de Ugarte estaba internado en el Hospital de Caridad de Montevideo, enfermo de gravedade, y viniendo a fallecer allĂ, en el mes de septiembre.
Documentacion original donde cosnta el detalle de la carga de cada fragata
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Antes de proseguir, se hace impresindible disponer de alguna noción sobre quien era el acreditado comandante que tomaba las desiciones de manera resuelta para el bien de la merced a la que había sido alzado por el Rey. Por lo tanto, buscando compilar datos de tan noble personaje que se vió envuelto en esta historia, no podíamos dejar de nominar la vida de Don José Joaquín de Bustamante y Guerra, quien había nacido en Ontaneda, Cantabria, una provincia de Vizcaya el día 1º de abril de 1759, y viniendo a fallecer posteriormente en Madrid, el 10 de marzo de 1825. Cuentan los biógrafos que su pasaje en la Historia se destaca por ser un marino y político español que descendía de los Bustamante de Toranzo y de los Guerra de Ibio; siendo su padre Joaquín Antonio de Bustamante y Rueda, natural de Alceda, y su madre Clara Guerra de la Vega, natural de Santander. Sin embargo, y como solía ser muy común en aquella época, aun sin haber completado los 12 años de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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edad, por motivos desconocidos, o tal vez por ser uno de esos vascuences amantes del mar, solicitó una plaza de guardia-marina en Cádiz en 1770, y un año después ya era alférez de fragata en junio de 1771. En su folio consta que sirvió en varias campañas de mar en una escuadra que estuvo al mando de don Pedro de Castejón; y emprendió su primer viaje a América pocos años más tarde cuando, por entonces, estuvo en Puerto Rico, Cuba y las Bahamas. Pero en sus inicios, la vida en el mar no le fue nada fácil, y en esa época primero se las tiene que ver con los piratas berberiscos; y a posterior lo apresaron los ingleses en el navío Santa Inés tras verse envuelto en una refriega en la que estos detuvieron su rumbo a Filipinas, por lo cual resultó cautivo durante un año en Irlanda, tiempo tras el cual le dejaron volver. Pero en 1782, Bustamante tomó parte activa en el combate naval de Gibraltar, ya que el sitio de 1779, también llamado de “El Gran Asedio a Gibraltar” era el tercero que se llevaba a cabo por España desde la pérdida de la ciudad, y destinado a recuperar la ya colonia británica, lo que terminó concurriendo como la campaña más importante que se realizó en la zona durante el siglo XVIII, donde vale nombrar que la misma tuvo como antecedentes los asedios de 1704 y 1727. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Igualmente, cabe aquí destacar que durante casi cuatro años de bloqueo naval, bombardeos y la novedosa utilización de las llamadas baterías flotantes, Gibraltar fue capaz de resistir a la última acción militar española sobre la ciudad, la que quedó registrada por los historiadores de la siguiente manera:
El acontecimiento según John Singleton Copley en su obra The Siege and Relief of Gibraltar, 13 September 1782
“A las 10:25 del día 13 de septiembre, las baterías de tierra, las explanadas de obuses emplazadas en el istmo, las lanchas cañoneras y las diez baterías flotantes, comenzaron a abrir fuego al mismo tiempo contra Gibraltar a un ritmo terrorífico. Por su vez, desde la ciudad se respondía con todas las fuerzas presentes y, ya desde las 12 de la mañana, todas las piezas de artillería utilizaron la
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bala roja con la esperanza de que las baterías flotantes no fueran como se decía, incombustibles. “En total, las diez baterías flotantes contaban con 142 cañones en línea y una dotación de 5.260 hombres. Durante toda la mañana continuó el fuego entre ciudad y las baterías hasta que, a las 5 de la tarde, se declaró un incendio en la Talla Piedra causado precisamente por la bala roja. Al poco tiempo la batería reventaba y tras ella la Pastora y la San Cristóbal. “Se cuenta que la explosión de las tres baterías pudo oírse en todos los pueblos de los alrededores. Paula primera comenzaba a arder con la detonación de las anteriores y el fuego se extendía al resto. Al convencerse de que pronto serían incendiadas y podrían caer en manos enemigas, el general Moreno mandó entonces que se quemaran todas las baterías. Las voladuras se realizaron con tanta precipitación, que muchos de sus ocupantes no habían tenido tiempo de desalojarlas. La mayor parte de ellos murieron, así como un gran número de los que se habían arrojado al agua, entre ellos el notable escritor José Cadalso. “Conmovido por la tremenda masacre que estaba teniendo lugar, el brigadier de marina inglés Roger Curtis, mandó acercar varias lanchas a los náufragos, a quienes El Maldito Tesoro de la Fragatra
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pusieron a salvo en la ciudad, contabilizándose unos 500 hombres. Mientras tanto, el día 14 llegaban a las playas de la bahía una gran cantidad de cadáveres. Se calcula que perecieron más de 2.000 hombres en las baterías flotantes y en las lanchas cañoneras que fueron alcanzadas por la munición. “El ingeniero D’Arzon quiso ver en aquella derrota, errores en la construcción de las baterías, y fallos en el sistema de circulación de agua que debía haber evitado los daños causados por la bala roja, que además, vale decir que nunca llegó a ser probada contra las embarcaciones. La disposición de las baterías frente a la ciudad tampoco fue la que el ingeniero hubiese deseado, pues se encontraban desplazadas de su posición, de modo que la Talla y La Pastora soportaron la mayor parte del fuego enemigo, y el resto de las baterías se encontraba demasiado lejos del muelle norte, punto más débil de la fortificación”... El desastre de las baterías flotantes resultó ser un duro golpe para el ejército sitiador, y desde Gibraltar se contemplaba con esperanza la destrucción de aquellos ingenios que, sin embargo, habían causado serios daños en las fortificaciones y numerosas muertes entre los sitiados.
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A pesar de todo, el asedio a Gibraltar se mantuvo en pie, y desde la parte española se decidió proseguir el bloqueo marítimo para impedir la llegada de víveres. En ese entonces, durante el asedio a Gibraltar, Luis de Córdova y Córdova mandaba la flota española anclada en la bahía de Algeciras. Pero el día 10 de octubre las tempestades hicieron perder el navío San Miguel, al éste acercarse demasiado a las murallas de la ciudad y embarrancar frente a ellas. Mientras tanto, en la ciudad de Gibraltar, la escasez de alimentos debía suplirse con la pronta llegada del Almirante Richard Howe. Entonces su escuadra fue divisada el 12 de octubre, pero los fuertes vientos la obligaron a alejarse del Estrecho, camino de Marbella, y sin poder descargar. Un día después, la escuadra española al mando de Don Luis de Córdova, salía de la Bahía de Algeciras para interceptarla. Pero una maniobra del almirante inglés permitió que su escuadra tomase ventaja y se resguardase en la ensenada de Tetuán, dejando allí varios de los transportes. Más tarde pondría rumbo a Cádiz, donde fue interceptada finalmente por la escuadra española. Por lo tanto, ahora la acción de Bustamante y Guerra era contra la escuadra de Lord Richard Howe, primer conde de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Howe, a pesar de que Bustamente se encontraba herido. Su barco había sido muy dañado en una batalla librada cerca de Cádiz. Así
pues,
tras
el
desarrollo
de
pequeñas
escaramuzas, la flota inglesa puso rumbo a Lisboa, y la española decidió no seguirla. Mientras tanto, los barcos de transporte que habían quedado en Tetuán, llegaron finalmente a Gibraltar el 15 de octubre con los alimentos necesarios. Durante estos días, las baterías de los sitiadores no dejaban de disparar contra la muralla de la puerta norte de Gibraltar, pero sin llegar a abrir brecha en ella. Las nuevas fortificaciones británicas en la falda de la montaña impedían además, las obras en las trincheras, y con ellas la correcta reparación de las baterías sitiadoras. Se dice que estas fortificaciones fueron excavadas en la roca por idea del sargento mayor Ince en 1782, comenzando a realizarse el 25 de mayo de ese mismo año. Los primeros trabajos iban encaminados a abrir túneles excavados en la piedra a modo de comunicaciones ocultas entre las baterías de la falda de la montaña, pero sin salidas al exterior. Los problemas de ventilación que se presentaron durante su construcción, obligaron a los obreros
a
abrir
respiraderos
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en
los
que
pronto Página 78
comprendieron que se podrían situar cañones. La Galería Windsor, la primera en ser terminada, estaba operativa en febrero del año siguiente, y contaba cuatro cañones y tenía 113 mt de longitud. Luego le siguieron dos baterías más: King's line y Queen's line. Pero mientras proseguían las hostilidades en Gibraltar, se entablaron de nuevo negociaciones entre Gran Bretaña, España y Francia con vistas a poner fin a la guerra. Las exigencias del rey español incluían siempre la devolución de Gibraltar, y por lo tanto se puso sobre la mesa la posibilidad de realizar intercambios con algunas posesiones de ultramar: Francia cedería Martinica y Guadalupe a Gran Bretaña, mientras España cedería a Francia, en compensación, Santo Domingo. Sin embargo, a espaldas se estaban preparando acciones militares conjuntas entre España y Francia, encaminadas a conquistar de los ingleses la isla de Jamaica, y para ello se estaban embarcando 40.000 soldados y hasta 70 barcos. Por ese entonces, José Joaquín de Bustamante se envuelve reservadamente en la proyectada conquista de la isla de Jamaica, acto que finalmente no logró llevar a cabo por causa de la Paz de París firmada en 1783.
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Ante la inminente amenaza sobre sus dominios americanos, el 30 de enero de 1783, Gran Bretaña ofreció al rey español reanudar las negociaciones. Tal evento resutó que el 3 de septiembre de 1783 se firmara el Tratado de Versalles, en el que Gran Bretaña reconocía a España la propiedad de la isla de Menorca, la cual había sido conquistada poco antes, las dos Floridas y las zonas de Honduras y Campeche. El tratado no contempló, sin embargo, la cesión de Gibraltar. Y tan pronto como se hubieron firmado los primeros acuerdos, se enviaron órdenes para poner fin a los enfrentamientos en el sitio. Por
consiguiente,
al
haberse
destacando
valerosamente en sus cruzadas, en 1784, y ya contando con una brillante hoja de servicios, José Joaquín de Bustamante y Guerra alcanza el empleo de capitán de fragata, a la vez que ingresa como caballero de la Orden de Santiago el día 21 de octubre de 1784. Tiempo siguiente, su espíritu inqueito lo lleva a proyectar junto con su camarada y amigo Alessandro Malaspina, quien, como ya mencionamos anteriormente, terminó siendo uno de los personajes más singulares de su época, un viaje científico por el mundo colonial de influencia hispana. Y en conclusión, en 1789 emprenden la llamada expedición de Malaspina con una tripulación El Maldito Tesoro de la Fragatra
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selecta compuesta por la mejor oficialidad del momento, a la que se añadieron botánicos, pintores, médicos y otros humanistas ilustrados, y navegaron entre 1789 y 1794 a bordo de las corbetas Descubierta y Atrevida, esta última dirigida por el mismo Bustamante, que como comentamos, habían sido construidas especialmente para el viaje. En ese entretiempo, Bustamente es recompensado con el grado de capitán de navío en 1791. Y para recapitular sobre dicha expedición, hay que recordar que partieron desde el puerto de Cádiz, franquearon el Atlántico para alcanzar Buenos Aires y Montevideo y, tras recorrer la Patagonia, salvan el Cabo de Hornos y, bordeando la costa oeste de los virreinatos de Perú y Nueva Granada, recorren Nueva España, California y Alaska. Dejan atrás América y ponen rumbo al Pacífico, navegando por la Polinesia, las Islas Marianas, las Filipinas, Macao, Mindanao, Nueva Guinea, las Nuevas Hébridas, Nueva Zelanda, Australia y el Archipiélago de los Amigos hasta el puerto de Callao. Demás está mencionar que cumplen con creces todas las expectativas científicas previstas. Como en dicho viaje se dibujaron modernas cartas de navegación y actuales mapas geográficos, además se confeccionarse
magníficas
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colecciones
minerales
y
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botánicas con especies hasta entonces desconocidas y se aportó una gran documentación visual con precisos informes referentes al estado social, político y militar de las colonias, tal hecho permitió enaltecer y atesorar aun más la cultura intelectual y administrativa de este aguerrido marino. Finalizada la expedición, José de Bustamante y Guerra a su regreso a España en septiembre de 1794, entrega el diario del viaje, y es recibido por el Rey con gran estimación, siendo de inmediato ascendido a brigadier como recompensa a su esfuerzo; pero su amigo Malaespina es encarcelado y Godoy requisa todo el archivo de la expedición, que permanece confinado y olvidado hasta que en 1885 otro militar lo recupera y publica, gracias a lo cual llegamos a conocer muchos detalles de la expedición. Otra recompensa del rey, permite que Bustamante fuese nombrado Gobernador de Montevideo en 1796, lo que lo llevó a asentarse en aquella ciudad el 11 de febrero de 1797. Además, se le nombra Comandante General de los bajeles del Río de la Plata, con la misión de poner en marcha su plan de defensa de la América meridional. Aunque el detalle de esta parte de la Historia será expuesto con más pormenores en el resto de la obra, cabe El Maldito Tesoro de la Fragatra
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mencionar que brigadier regresa a España en el año 1804, ya que había zarpado de Montevideo en tiempo de paz el día 9 de agosto, ahora al mando de una flotilla de cuatro fragatas cuando finalmente es interceptado al llegar frente a las costas del Algarve, Portugal, y el 5 de octubre vuelve a ser obstruido, inexplicablemente, por una escuadra inglesa al mando del comodoro Graham Moore, pues España estaba en paz con Gran Bretaña. Vista la inferioridad de su flotilla y herido, el Brigadier Bustamante rindió las fragatas que resistían, las que fueron apresadas y transportadas al puerto de Gosport en Inglaterra. Pero una vez liberado, vuelve a su tierra y se somete a un consejo de guerra en España, el que le absolvió. Asimismo, tuvo tiempo para luchar en la Batalla de Trafalgar, y en 1807 fue nombrado vocal de la Junta de fortificaciones y defensa de las Indias. En 1808 abandonó Madrid por no querer prestar juramento al rey intruso José Bonaparte y huye disfrazado de fraile a Sevilla, donde se pone al orden de la Junta Suprema Central, la cual lo asciende a Teniente General. Posteriormente, ese mismo Consejo de Regencia lo nombraría Presidente de la Audiencia de Charcas, luego de Cuzco, cargos a los cuales declinó por causas desconocidas. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Por entonces, decide abrazar el absolutismo de Fernando VII, y en 1810 es destinado a la Capitanía de Guatemala, en una época en la cual se desarrollaba una gran actividad independentista en América. Sin embargo, logra desarrollar una política reformista de corte ilustrado, pero ante la revolución de Hidalgo y Morelos en México, prepara tropas en Guatemala y crea el llamado “cuerpo de voluntarios de Fernando VII” y desde su puesto se enfrenta a los constitucionalistas locales, reprimiendo duramente a los insurgentes; posteriormente se opone a la constitución liberal de 1812, y denuncia a su sucesor nombrado, Juan Antonio de Tornos, Intendente de Honduras, por supuestas tendencias liberales, logrando su confirmación en su puesto por Fernando VII en 1814. Fue destituido en agosto de 1817 y volvió a España en 1819. Ese mismo año entra nuevamente a formar parte de la Junta de Indias. En 1820 fue recompensado con la Gran Cruz de la Orden Americana de Isabel la Católica y se le nombra director general de la Armada hasta 1822. En 1823 fue integrante de la Junta de expediciones a América, y un año después, volvió otra vez a la Dirección General de la Armada y trabajó en el Ministerio de Marina de Madrid hasta su muerte en 1825.
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En su testamento, hace constar la donación de una importante cantidad de dinero para sufragar las escuelas de niños de Ontaneda, las cuales habían sido fundadas por Francisco, su hermano. Cómo honrarías, fue Caballero de la Orden militar de Santiago en 1784, y el Rey le nombró Caballero de la Gran Cruz de la orden militar de San Hermenegildo y de la citada Gran Cruz de Isabel la Católica.
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Finalmente las naves se dieron a la vela partiendo de Montevideo la mañana del día 9 de agosto. Se las veía avanzando lentamente en la singladura mientras eran acosadas por una leve lluvia de invierno que los rozaba con leves vientos del sudeste, pero que hacían encrespar las aguas marrones del caudaloso estuario del Plata. -¿Podrás tu creerlo, Sánches? -dijo Perez, el oficial de la armada sirviendo en la Nuestra Señora de las Mercedes, al inquirirlo con cara de asombro, su pelo negro al viento, cara enrojecida y barba con destellos plateados salpicada de gotículas de lluvia, mientras surcaban la desembocadura de la bahía y las naves se alejaban hacia el este. -¿A qué te refieres? -quizo saber su compañero. -Al infortunio que le tocó vivir a Diego Tomás de Ugarte -anunció Perez con cierto pasmo, mientras no perdía de vista los trabajos que la tripulación estaba realizado en la jarcia y en el velamen. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-¡Si! Oí dicir que el estado de salud del señor Diego ha empeorado mucho en las últimas semanas. Tanto, que hasta nombraron al Mayor Diego de Alvear para sustituirlo, dejando aquí con nosotros a su mujer y siete hijos. -Menuda situación. -advirtió el más viejo de los dos. Es una gran pérdida, te lo aseguro. Pues desde luego, todos los marineros lo tenían en gran estima y confiaban enteramente en él. -Por cierto, digan lo que digan -afirmó Sánches-, será una gran pérdida para todos… ¿Y tú, como estás? agregó, al emplazar un semblante menos aciago. -¡Oh! ¡Gracias! Estoy mucho mejor. Me alegro de poder decir que ya estoy fuera de las garras de ese malintencionado matasanos que llevamos a bordo. -afirmó con cierta alegría en sus ojos… -Perez hizo una pausa en su comentario, al advertir un mal movimiento del aparejo, y luego manifestó contrariado: -Veintisiete años de servicio, diesinueve como oficial, y tenía que curarme a base de dieta blanda y agua. ¡Habrase viso! ¡Faltaba más! -Dicen que las pastillas y las gotas preventivas no son muy buenas, que son muy poco recomendables; aunque estas me ayudaron a salir del apuro en mi último El Maldito Tesoro de la Fragatra
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viaje a las Antillas, cuando perdimos dos tercios de la guardia de babor en apenas diez días por causa de la fiebre amarilla. -Advirtió un Sánches circunspecto, meditabundo, quizás por causa del desaborido cadalso de aquel viaje. -En todo caso, a mí siempre me protegieron de eso, y no digamos del escorbuto, la ciática, el reumatismo y la maldita sífilis; pero ahora nos dicen que no sirven para nada -manifestó para completar su exposición anterior. -Bien, -exclamó su compañero-, por mí, podrán decir lo que quieran esos jovenzuelos recién salidos de la escuela de cirujanos, con la tinta todavía húmeda en sus certificados, pero yo sí que confío en las gotas preventivas; y quando quieras, es sólo pedírmelas. Tengo un estoque extra junto conmigo. -¡Y en la botella! -añadió Sánches, dando una carcajada mientras se retiraba de cubierta por una escalerilla. -¿En la botella, qué? -alcanzó a gritar el otro. - No, nada… -Fue diciendo, mientras la voz se perdió en el viento. Efectivamente, el capitán de un navío se sienta en la popa y, llevando el timón, dirige la nave por donde quiere, de la misma manera que el estado mayor de la mente se asienta en la cabeza y rige todas las actividades del cuerpo El Maldito Tesoro de la Fragatra
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también según su voluntad. Pero la mente de José Manuel de Goicoa y Labart, ahora disfrutaba de otro pensamiento además de comandar la nave. Tenía previsto casarse frente a un altar católico de Donostia, su tierra de origen, aun ese mismo año con su amada Josefa Bermingham, después de haberlo hecho por poderes meses antes. -Dos meses más, y ya estaré junto a ella, -pensó con melancolía-. Pues peor de lo que ya nos fue, seguro que no no será -manifetó con augurio de alegría. Este experimentado marino donostiarra, que por aquel entonces tenía 47 años, sentía que se encontraba en el mejor momento de su carrera en la Armada. Con cierto orgullo recordaba que tan sólo con 19 años, había obtenido la real carta de guardiamarinas y, poco a poco, fue ascendiendo en el escalafón hasta que en 1802 alcanzó el grado de capitán de navío. Y como alto mando, al presente cobraba un sustancioso sueldo de 150 escudos de plata, muy superior a los 24 asignados al calafate, o los 15 del buzo. Pero no era con menos encanto que su periplo oceánico le había hecho trasladar a Rusia, Estados Unidos, Uruguay, Santo Domingo y Perú, entre otros muchos países, según lo relata la revista Bascongada, editada en 1900.
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Pero no se puede negar que fue su vasta experiencia y una excelente hoja de servicios, lo que le había llevado a qué en 1804, estuviese al mando de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, además de cubrir las diferentes rutas comerciales entre las colonias de América y España. Sin embargo, en ese momento estaba en el saltillo del pequeño alcazar, dirigiéndose a las taquillas que ocupaban de un lado al otro el alcazar, cuando de repente se desparó con una vista iluminada por un silencioso sol de mediodía en contraste con la obscuridad de la cabina, lo que imaginaba formar un mundo distinto. Se sentó con cautela, inclinándose hacia un lado, y comprobó que el lugar le parecía ahora más plácido. Más plácido de que costumbre -pensó-, pero halló mejor despejar un poco el lugar. -Por favor -pronunció con voz en inflexión oficial-, tenga la amabilidad de retirar mi cofre personal, y acomodarlo junto a mis efectos personales, en mi cabina, señor. -Ordenó a su segundo oficial, y se sentó un momento, saboreando la gloria de estar en aquel compartimiento. Allí no había cañones, porque de ser así, debido a los acomodos realizados para apropiar la carga especial, se hubieran tenido que colocar las bocas a seis pulgadas de la El Maldito Tesoro de la Fragatra
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superficie, y los dos cañones de doce, que hubieran ocupado mucho espacio, estaban situados justo encima; pero aun así no había mucho espacio, y lo único que cabía era una mesa colocada de través, aparte de las taquillas. A pesar de todo, el ingenio realizado por el carpintero no había quedado mal, y lo observaba entusiasmado y satisfecho, en especial las ventanas abatibles con cuarterones de cristal, brillantes como espejos, que formaban una perfecta curva, dando un toque de elegancia a la habitación. Pero, ¿por qué había algo todavía poco definido tras su exaltación? -caviló mientras dejaba la vista semi perdida en el mar-. ¿Serám los aliquid amari (momentos amargos) de mis años anteriores? Sacudió su cabeza para apartar los acerbos pensamientos, y preguntó para su Teniente de navio Pedro Afán de Ribera, donde estaba la cuenta de la lista del astillero. -Quiero revisarla -agregó sin displicencia. -Si señor -afirmó el prestativo oficial-. ¿Quiere que le explique las distintas partidas con detalle, señor? ¿O llamó al contador? -No hace falta. Primero quiero tomar contato directo con ella, señor Pedro. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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José Manuel era totalmente responsable con la contabilidad, aunque no le hacía ni pizca de gracia, pues una nave como aquella, necesitaba de una gran cantidad de proviciones: barriles de buey, cerdo y mantequilla, todos numerados y registrados; toneles de agua, barriles y cubas de vino, toneladas de galletas de mar, sopa desihdratada con la marca de la Marina; aparte de artículos para el condestable como pólvora, escobillones, tornillos, mechas, hierros para atacar los cañones, tacos y balas, ya fueren de barra, de cadenas, de metralla, enramadas o rasas, y de los incontables objetos para el contramaestre, y tan a menudo desperdiciados por él, como poleas, aparejo largo, simple y doble, racamentos, dados divididos en dos y en cuatro, dados planos, dados finos, dobles y sencillos, grilletes simples con correas y motones gemelos. Toda la lista ya le parecía una letania de cuaresma. Pero vale decir que aquí, José Manuel se encontraba como en su propia casa, porque la diferencia entre la polea simple de dos canales y una simple de talón, era tan clara como la que había entre el día y la noche, o entre lo bueno y lo malo, y en ocaciones, todavía más clara. Pero en ese momento, su mente, acostumbrada a enfrentarse a problemas físicos y concretos, estaba por completo fatigada. A través de la ventana, bajo la cual los libros con El Maldito Tesoro de la Fragatra
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las páginas marcadas abombaban la superficie de la taquilla, se puso a observar el luminoso aire y el ondulante mar. Entonces, se pasó suavemente la mano en su frente y dijo: -Señor Pedro, será mejor que repase lo que aun queda en otro momento. ¡Vaya endiablado montón de papeles! -protestó-. Cada vez estimo más, como un escribiente y un contador se convierten en miembros impresindibles para la tripulación de un barco. -Por supuesto que sí, señor Goicoa -concordó el oficial, totalmente convencido, a la vez que ordenaba los libros sobre la mesa. -Ahora tengo que ir al pañol para tenérmelas con el contramaestre, antes de dar el cañonazo de la tarde. Exteriorizó con el rostro descontraido. Al mismo tiempo que pisaba los últimos escalones para llegar la cubierta, Sánches se le arrimó por el costado de babor acompañado por un negro muy alto, y con una inclinación de cabeza, le dijo: -Con su permiso, señor. Aquí está el muchacho de quien le he hablado. -¡Ah! ¿Este es el marinero que ha subido con usted, señor Sánches? Tiene un aspecto muy robusto. ¿Cómo se
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llama? -le preguntó el capitán inspeccionándolo de arriba abajo con algo de perplejidad. -Richard King, con su permiso, señor -respondió Perez. -¡Nombre extraño, el suyo! -exclamó José Manuel con cierta vacilación- ¿De donde ha salido usted? -De África. Lo tragieron de muy chico como exclavo, pero se he ganado la libertad. -Interpuso el oficial -Está bien, no importa. ¿Dígame, sabe aferrar, arrizar y llevar timón, señor King? -quiso poner en claro el capitán, sin dar mayor relevancia al origen del marino. El negro, de una piel reluciente que ni betún de calzados, asintió con la cabeza. Emitió un gruñido y en su cara aparecieron destellos blancos. José Manuel frunció el ceño, pues entendía que aquella no era la manera de un subalterno dirigirse a su capitán, y mucho menos en su propio alcazar. -¡Acérquese, señor! -órdeno con voz firme-. ¿Acaso no hay una lengua civilizada en esa cabeza? El negro, de repente sombrío y receloso, negó con la cabeza y abrió unos ojos descomunales. Pero de repente el oficial Sánches carrapeó, y dijo: -Si me disculpa, señor, éste sujeto no tiene lengua. Se la cortaron los moros. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-¡Oh! -exclamó el capitán, estupefacto-. Bien, bien, lléveselo a proa. Más tarde le leeré la cartilla… ¡Señor King!, acompañe al señor Sánches abajo, que le ha de enseñar la camareta de los guardiamarinas. -Sí, señor. Muchas gracias… Por él, claro, manifestó el oficial con una sonrisa igual que la de su subordinado. -Ahora, si me disculpan, -anunció José Manuel,tengo que llegar al pañol antes que eses holgazanes terminen de trabajar. Durante los primeros días de cabotaje, la flota navegaba a velocidad constante rumbo al norteste, a lo largo del paralelo 50º W 35º S. El tiempo se mantenía estable. Nublado y fresco, sin llegar a ser muy frio, como sería normal en fines de invierno. José Manuel comprobó el estado del tiempo y la orientación de las velas, y advirtió la posibilad de un buen amanecer mientras aspiraba el aire puro, pues acababa de salir de la cabina. Se volvió y fue hasta la batayola, vacía de coyes a aquella hora de la mañana, y observó los otros barcos. Allí estaban todos, dispersos en una zona no muy amplia, mientras notaba enredado en su jarcia a Saturno, tan bajo en el horizonte que él, lo había tomado por un El Maldito Tesoro de la Fragatra
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lejano fanal de popa o una luz del palo mayor extraordinariamente grande. El crijir de las poleas al tirar suavemente de los cabos y las velas, la actividad de cubierta y la línea curva que formaban los cañones delante de él, inundaron su corazón de felicidad y estuvo a punto de dar un salto allí mismo. En momentos aí, la imagen de su amada le ahogaba la mente. -Señor Pedro, -dijo sobreponiéndose al deseo de estrecharle la mano al primer oficial que apareció a su frente-, después del desayuno tendremos que pasar revista a la tripulación y organizar las guardias y visitar el alojamiento. -Sí, señor. Ahora hay algo de desbarajuste porque los nuevos en la dotación están aun por clasificar respondió el Teniente Pedro. -No importa -concluyó el capitán-, al menos tenemos
bastantes
tripulantes
y
podríamos
luchar
fácilmente por ambos lados a la vez, lo cual es más de lo que tiene cualquier navío de guerra. Aunque me temo que nos han mandado lo peor de la dotación de la Astrea… ¿Supongo que no habrá ningún hombre de la dotación de la Asunción? -preguntó contrariado, por considerar aquella gente despreparada para luchar y cuanto más para enfrentar un temporal. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-Sí, señor, tenemos uno: ese hombre sin pelo y con un pañuelo rojo atado en el cuello. Era un gaviero de proa, pero parece estar todavía muy aturdido y azorado. -Un suceso muy triste, sin duda -comentó José Manuel haciendo una mueca y sacudiendo la cabeza, al recordar la terrible sensación que él mismo había sentido en aquella jornada. -En todo caso, parece ser una contradicción -agregó el capitán con la mirada perdida en el mar. -¿Una contradición, o una fatalidad, señor? -Es que recordé una conversación que mantuve aun en Montevideo con nuetro comandante Bustamante, cuando me dijo: “No se pude forzar la mente dispuesta”, aunque mejor sería haber dicho que una tripulación con sus
hábitos
totalmente
alterados,
con
el
sueño
interrumpido y privada de sus rameras, tampoco era la mejor arma. -Agregó José Manuel, absteniéndose de realizar nuevos comentarios pues el oficial de derrota y el timonel estaban muy cerca. En ese momento, notó que el oficial de derrota dava vuelta el reloj de arena, y cuando los primeros granos iniciaron el aburrido descenso hacia la ampolleta de la que apenas habían acabado de salir, con voz grave llamó, como si fuese un guarda nocturno, -Lorenzo-, y el infante El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de marina que estaba de centinela, se adelantó y dio tres campanadas. Entonces el capitán se encaramó al pasamanos de barlovento, se colgó de los obenques y subió por los flechantes. -Esto puede no parecer muy digno de un capitán-, pensó, deteniéndose debajo del aparejo de la cofa para ver qué holgura se podría dar a la verga con jaretas cruzadas y bien selladas. Desde la invención de estas plataformas llamadas cofas que se colocaban en la parte superior del palo, los marineros, por pundonor, han tratado de llegar hasta ellas por un camino raro y tortuoso, subiéndose por las arraigadas, que van desde las jaretas en el cuello del palo macho hasta las chapetas en el canto de la cofa. Se agarran a estas y van trepando como monos, colgando de espaldas a unos veinticinco grados de la vertical, hasta que alcanzan la cercha de la cofa y se suben por ella, ignorando totalmente el orificio cuadrado, junto al palo mayor, más práctico, que es la culminación natural del camino por los obenques. Un camino directo, seguro, con sencillos peldaños desde cubierta hasta la cofa. Pero ese orificio, esa boca de lobo, como algunos insisten en llamarla, puede decirse que no la usa nadie, exepto quienes nunca han navegado, o personas de alto El Maldito Tesoro de la Fragatra
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rango o con poca experiencia en la marinería. Pues cuando José Manuel pasó a través de ella, terminó por darle un susto tremendo al guardiamarina King, al punto que éste llegar a profirir un débil grito. -¡Tenga cuidado! -le dijo al hombre sin aguardar respuesta, que sabía que no vendría, y se subió con facilidad por los obenques del mastelero. Se detuvo en el tope, pasó un brazo por los obenques de la juanete y se apoyó cómodamente en las crucetas. Muchas horas había pasado allí castigado cuando era joven, de hecho había empezado a subir allí siendo tan pequeño, que podía sentarse fácilmente en la cruceta central con las piernas colgando; entonces se inclinaba hacia delante, se apoyaba en el palo con los brazos doblados y se dormía, quedando bien encajado a pesar de los giros violentos del asiento. Con todo, a pesar de que la altura le era cómoda, serían algo así como sesenta y pocos pies descontada la profundidad de la sobrequilla, José Manuel podía observar el horizonte hasta una distancia de diez millas. Recorió con la mirada toda esa distancia a barlovento. Las aguas estaban totalmente desiertas. Ni una vela, ningún mastro salvo los de la flotilla en la tensa línea del horizonte. La juanete que estaba por encima de él, de pronto tomó un color dorado. Luego a dos grados por la amura de babor, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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apareció el sol naciente con el borde brillante. Por unos momentoas, el capitán quedó iluminado, como si fuese un elegido. Después la luz alcanzó la gavia, se deslizó a lo largo de ella hasta llegar al pico de la vela cangreja y por último a cubierta, inundándola de proa a popa. De repente, el capitán estiró la mano hacia la burda de barlovento, se agarró a ella mecánicamente, como si se tratara del pomo de la puerta de su casa, y se deslizó suavemente hasta cubierta mientras pensaba: -Ya es hora de pasar revista. -¡Señor Pedro! - dijo arreglándose el uniforme-. ¡Todos a revista! El teniente pasó la orden y sus ayudantes bajaron corriendo mientras gitaban: -¡Todos a cubierta! Inmediatamente, la cubierta de La Mercedes, entre el palo mayor y el castillo de proa, parecía un hormiguero. Acudió toda la tripulación, incluso el cocinero que buscaba secarse rápidamente las manos en el delantal. Sentía que aun existía bastante incertidumbre entre los hobres, verlos allí colocados a babor, pensando en la doble guardia, con los recién llegados amontonándose inseguros entre ellos, con aspectos disímiles y afligidos.
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-¡Todos preparados para pasar revista, señor! Cuando usted quiera -gritó el teniente haciendo posición de sentido. -Muy bien, señor Pedro. -Respondió con las manos a la espalda-. Adelante. Requerido por el contador, el escribiente se acercó con el rol, y el primer oficial comenzó a citar los nombres… Pronto se escuchaba la respuesta, donde el nombrado daba su nombre completo, su puesto, fecha de enrrolamiento y edad… Además, debía mencionar si había anotaciones bajo “desorden”, bajo “enfermedades”, bajo “venéreas”, o cualquier dato valioso sobre el susodicho. La llamada continuó, nombrandose a las docientas y ochenta y nueve almas, pasando un de cada vez por los oficiales, marineros, grumetes e infantes de marina. Dejó de contestar solamente el condestable, que estaba enfermo. Luego comenzó la lectura de las Ordenanzas Militares, que a menudo iba seguida de un servicio religioso, y puesto que la mente de la mayoría de los tripulantes
ambas
relacionads,
sus
ceremonias rostros
estaba
adoptaron
íntimamente
una
expresión
profundamente devota al escuchar las palabras: “…para el mejor gobierno de las naves, los navíos de guerra y las fuerzas navales de Su Majestad, de las El Maldito Tesoro de la Fragatra
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cuales, bajo la providencia Divina, depende la salud, seguridad y fortaleza de su reino. Habiendo sido promulgadas las ordenanzas por Su Excelentísima Majestad el Rey Carlos IV, por y con consejo espiritual y temporal y el consentimiento de los nobles reunidos, hoy, en este Parlamento, y por la autoridad e los mismos, que en y a partir de mil ochocientos y dos… blá, blá, blá, se cumplirán y se ejecutarán los artículos y órdenes que aparezcan a continuación, tanto en la paz como en la guerra, en la forma que a continuación se describe…”. La misma expresión reverente fue mantenida durante toda la lectura, que no cambió al oírse: “…todos los oficiales de la corona, y todos cuantos, estando y perteneciendo a las naves o navíos de guerra de Su Majestad, siendo culpables de blasfemias, insultos, maledicencia, embriaguez, falta de aseo y otras acciones vergonzosas, recibirán el castigo que el cosejo de guerra considere ser adecuado imponerles…”. Ni cambió al repetír el eco: “sufrirán pena de muerte…”, o cuando oyeron: “…todo oficial de la corona, capitán y comandante de la flota que no anime a los oficiales y demás inferiores a luchar valientemente, sufrirá pena de muerte… Si algun miembro de la flota pide tregua o se rinde cobardemente y es hallado culpable en consejo El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de guerra, sufrirá pena de muerte. Todo el que por cobardía, negligencia o descontentamiento se abstenga de perseguir a los enemigos, piratas o rebeldes, vencidos o fugados… sufrirá pena de muerte… Todo oficial, marinero, soldado u otra persona perteneciente a la flota que golpee, desenvaine o haga gesto de hacerlo, o empuñe cualquier arma contra un oficial superior, sufrirá pena de muerte… Toda persona de la flota que cometiera el detestable y pervertido acto de sodomía con hombre o animal, será castigado con la pena de muerte”. La muerte figuraba en todos los artículos; e incluso cuando las palabras eran totalmente incomprensibles, la muerte tenía un tono claramente conminatorio y levítico, y la tripulación sentía un hondo placer. Al final de cuentas, eran palabras que estaban acostumbrados a escuchar a cada domingo y en acontecimientos extraordinarios como éste. Daría hasta para afirmarse sin miedo de equivocarse, que tales frases, de alguna manera les reconfortaba el espíritu. Pero al repasar lo que constaba en la “Real Ordenanza Naval para el servicio de los baxeles de S.M.” de 1802, más específicamente sobe el iten “Penas por delitos de la tropa y marinería embarcada”, encontramos algunos detalles que mencionan que los oficiales de mar, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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sargentos, cabos o soldados de infantería de marina (y del Ejército en caso de que estos estuvieran embarcados), tropa de artillería y gente de mar, tenían sus propias penas que diferían a la de los oficiales. La marinería y la guarnición, además, tenían castigos propios a sus respectivas clases. En general, las penas eran severas y gran parte de ellas contemplaban castigos muy duros, que iban desde la simple privación de la ración de vino, hasta la pena de muerte para los delitos más graves. Algo que era común a todas las marinas de la época. Lo primordial que tenía que saber un marinero o un soldado embarcado, es que debía tener obediencia ciega a sus oficiales, sin excusa alguna (inclusive a los guariamarinas que estuvieran de guardia o habilitados para alguna comisión). Esto era algo que se llevaba a rajatabla y no admitía discusión, por muy disparatadas que fueran las órdenes dadas por un mando. Aquellos debían obedecer en el acto todo lo que se les ordenase, y si luego el susodicho no estaba de acuerdo con ello, podía exponer su queja por los conductos reglamentarios, pero no podía dejar de cumplir la orden dada
porque
eso
le
supondría
un
castigo
por
insubordinación. En todo caso, este solía ser la muerte. Hay que pensar que en un buque de guerra, la disciplina El Maldito Tesoro de la Fragatra
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era lo único que lo mantenía unido y operativo. Tener una tripulación indisciplinada era un riesgo que ningún comandante de buque estaba dispuesto a asumir. Por consiguiente, preferían pecar de exceso que por defecto. Pero lo grave ya no era sólo no obedecer una orden, sino, además, amenazar a un oficial de guerra. El castigo por ello era bárbaro y cruel, ya que al agresor le cortaban la mano para seguidamente ser ahorcado. Hay que destacar que con la simple declaración de un oficial, se podía condenar a muerte a un sujeto, a no ser que hubiera dos testigos imparciales que dieran por incierto el testimonio de un oficial. Pero se presuponía que estos últimos se regían por un código de honor que les impediría inventarse acusaciones. En todo caso, como todos sabemos, en la Armada, así como ocurre en las demás profesiones, también había de todo. Era responsabilidad de los oficiales velar para que la tropa y la marinería no se amenazaran con las armas entre ellos por causa de alguna disputa. Si así fuera, les costaba un consejo de guerra. También se les recordaba a los marineros y soldados, que ellos debían respetar y acatar las órdenes de los cabos y sargentos, bajo la amenaza de no hacerlo, de tener que pasarse diez años en el presidio
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del arsenal, o de muerte si las armas hubieran tomado parte en la amenaza o insubordinación. Como no podía ser de otro modo, todo aquel sujeto que iniciara o fuera cómplice de un motín, aún en el caso de sólo incitar a los demás, tenía garantida una sentencia de muerte, con el detalle de serle cortada antes la mano si hubiera habido amenaza con alguna arma de por medio. Los demás amotinados que no habían empezado la asonada, pero que se habían sumado a una revuelta, tenían también su castigo. Entonces se echaba a suertes que uno de cada diez fuera ahorcado, siendo ejecutados todos, sin importar número, los que fueran principales en el motín. Esto valía también a los que no fueran miembros de la Armada y sólo viajaran en el buque. Todo esto tenía que ser revisto previamente en un consejo de guerra, pero si el buque navegaba en solitario, el comandante formaba un consejo con todos sus oficiales y, con las formalidades necesarias, ejecutarían la sentencia que resultase. En todo caso, si el motín surgiese a la vista del enemigo, el comandante y sus oficiales tenían permitido arreglar el asunto prontamente sin necesidad de consejo. También se incluían las faltas de respeto a los superiores, que debían ir a consejo de guerra, aunque se El Maldito Tesoro de la Fragatra
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advertía a los oficiales para que no se excedieran en el maltrato, porque el abuso de autoridad era también castigado por las Ordenanzas del Rey. Todo hombre de mar o soldado podía elevar una queja sobre lo que ellos considerasen como una injusticia. Primero, debían quejarse ante su comandante, y si este no actuaba con justicia, podían elevarla entonces al capitán general del departamento, o al comandante general de la escuadra, según correspondiera si se estaba en puerto o navegando. Pero ojo, si la queja era infundada, también llevaba su castigo al ser contemplado en un consejo de guerra. En caso de combate contra el enemigo, la cobardía se pagaba con la muerte. El que intentara esconderse o alzara la voz o arriase la bandera sin permiso, era pasado por las armas incluso en el mismo instante de ser sorprendido. Esto servía también para todos aquellos que echaran al agua alguna de las embarcaciones menores sin tener el permiso del comandante. Constaba en las Ordenanzas que, a los marineros que no acudieran a las faenas de levar, dar fondo, prepararse a combate, por peligro de temporal u otra causa cualquiera, debería ser castigado durante la jornada siguiente poniéndolo sobre un estay con dos palanquetas en los pies, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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o con la privación de vino por algunos días (para muchos, esto sería hasta peor. No olvidemos el caso del intento de motín en el navío San Juan Nepomuceno). Pero si era un soldado el que incurría en estas faltas, entonces se le podía castigar también con la privación de vino o arrestado con cepo o grillos. El que tuviera la osadía de prender fuego, con alevosía, a un buque, almacén o arsenal, o cortase los cables para que se perdiera una embarcación, perdería la vida haciéndole pasar por debajo de la quilla. Este castigo era terrible, ya que si el buque llevaba tiempo sin limpiar sus fondos, el desdichado que fuera pasado por ahí, sería destrozado de forma cruel por todo tipo de elementos incrustados en el casco. Es curioso que este bárbaro método de ejecución estuviera presente todavía en las ordenanzas de 1802, cuando en otras marinas esto ya había desaparecido muchos años antes debido a lo inhumano del método. De todos modos, no se conocen casos de que alguna vez hubiese que condenar a alguien a esto, porque, por ejemplo, los navíos de la Armada de Su Majestad que fueron quemados en aquella época, siempre fueron por accidente o para evitar su captura por el enemigo, y nunca por algún sujeto que lo hiciera a propósito. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Se tenía muy en cuenta que, por la ocultación de pólvora, aunque no llegara a una libra, se contemplaba una pena de presidio, además de quitarle la plaza al pañolero, sargento de artillería u oficial de cargo responsable del pañol donde se hubiera encontrado la pólvora oculta. Asimismo, todo hombre de mar o soldado que mediase para solucionar cualquier problema entre las tripulaciones o guarniciones (no siendo oficial o sargento, que por sus plazas estaban obligados a ello), debía ser recompensado con una gratificación de entre ocho, doce y veinte reales de vellón, sacados de la retención del vino de los culpados. También había gratificación de cuarenta reales a todo aquel que llevara a bordo a algún desertor. Por cierto, era considerado como tal, todo aquel que se ausentara de su buque más de ocho días, o se alejase del mismo dos leguas. Si hubiera una agresión entre los marineros o soldados, y esta acabara con la expiración de alguno de ellos, el agravante sería castigado con la muerte. Pero si no hubiera causado más que una herida (y siempre que no fuera grave), se le condenaba a diez años de presidio. Simplemente por sacar un cuchillo u otra arma, con intención de usarla, el sujeto ya era castigado con El Maldito Tesoro de la Fragatra
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veiticinco palos si era soldado, o de igual número de rebencazos (azotes con un rebenque) en la espalda si era marinero. Si había herida, entonces se pasaba a consejo de guerra con sus penas correspondientes. Además, el agresor debía correr con los gastos de la curación y el de subsanar los jornales o sueldos del herido en ese tiempo. Asimismo, los hombres de mar y tropa que bajasen a tierra y robasen algo, eran azotados y condenados a arsenales por el tiempo proporcionado a la entidad del hurto. Y si, además, el robo llevara aparejado un crimen, entonces el acusado era enrollado y descuartizado. Por lo tanto, el que era pillado robando podía ser sentenciado al presidio del arsenal si el valor de lo hurtado superaba el escudo de vellón. Pero en caso de no llegar a esa cantidad, era baqueteado o azotado, según su clase, y serviría tres meses sin sueldo. También iba a presidio el que malversase los efectos de cargo, con el agravante de que si era del cuerpo de artillería y hacía negocio con sus efectos, podía caerle la pena capital. Pero al ratero de alguna prenda de poco valor, se le castigaba de inmediato con seis carreras de baquetas si era soldado, u ochenta azotes sobre un cañón al hombre de mar, quedando después unos y otros con grilletes y sin ración de vino, siendo destinados tres meses a la limpieza El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de las chazas o de la proa, la zona de los beques de la tripulación, lo que no debía ser algo muy agradable de hacer. Todo aquel soldado u hombre de mar que forzara a una mujer honrada, casada, viuda o doncella, era condenado a muerte. Siendo de diez años de presidio si no hubiera habido consumación del acto pero sí de la amenaza (pero sin armas, en cuyo caso también habría pena de muerte). A los que votasen o injuriasen el nombre de Dios, la Virgen o de los Santos, o maldijesen, se les castigaba en el acto con penas de entre doce y veinte palos, con privación de vino por uno o dos meses y con destino en el mismo tiempo en la limpieza de proa o de las chazas de la tropa. Y aún se le podía imponer una mordaza o señal humillante por media hora o una hora. Pero si la blasfemia fuera especialmente escandalosa, se vería ante un consejo de guerra, pudiendo caerle hasta veinte palos y cuatro horas de mordaza en paraje bien visible del buque. Esto nos lleva a deducir lo cuanto esto debía ser dificil de prevenir, porque en momentos de apuro, como en combate o en maniobras arriesgadas en los palos, los hombres tendían a desahogarse blasfemando contra todo. Supongo que el celo del comandante y sus oficiales a este El Maldito Tesoro de la Fragatra
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respecto, les dejaría cierto margen a los hombres y no tendrían demasiado en cuanta un juramento dicho cuando, por poner un ejemplo, a un marinero se le caía una bala de ocho libras en un pie. Y claro que conociendo el gusto de los españoles para utilizar el improperio para todo, es difícil de imaginar que en un buque lleno de personas se castigara continuamente por ello. Más que nada, porque creo que sería materialmente imposible de llevar a cabo. En todo caso, al que faltase a misa el día de fiesta, al rosario y demás rezos diarios, se le castigaba con plantones y, el que no tuviera el respeto debido durante aquellos actos, se le castigaba con quince días a pan y agua si estaban en puerto, o sin vino durante ese tiempo si estaban en la mar, además de mandarlo limpiar la proa o las chazas de la tropa. No olvidemos que buena parte de las tripulaciones provenían de lugares tales como los presidios, o de la gente sin oficio ni beneficio. Es dudoso afirmar que estos se presentaran a escuchar misa sino fuera por la amenaza que se cernía sobre los que faltaran. Cuando una ordenanza contempla este tipo de penas, tal vez quiere decir que era algo más habitual de lo que pudiéramos pensar.
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El dinero que se aprehendía en juegos de azar o de envite, dados, tabas u otros vedados, o fuera de los puestos públicos señalados por el comandante, se aplicaba a la compra de verduras para los calderos de la tropa y marinería. Pero el que hiciera trampas o alboroto en los juegos permitidos, era castigado con veinte o treinta rebencazos en la espalda si era hombre de mar, o igual número de palos si fuera cabo o soldado. Lo mismo le caía a quien llevara las cartas o los dados marcados. Al que lo pillaran borracho, lo ponían en el cepo durante cuatro días a pan y agua. Si era reincidente (algo muy normal, por otra parte), se le quitaba la ración de vino hasta que se enmendara, dándole cada vez que reincidiese, seis zambullidas en el agua desde el penol de la verga mayor. También estaba prohibido fumar fuera de los lugares establecidos. Es fácil comprender que las penas por esto fuesen duras, ya que el riesgo de incendio era muy alto: quince días de prisión a pan y agua estando en puerto, u ocho días sin vino y destinado a la limpieza general, siendo más graves según el lugar donde fuera pillado. A los que no iban aseados se les ponía el cepo durante ocho días a pan y agua. Y el que tiraba inmundicias por las portas, era destinado a la limpieza de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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proa si era hombre de mar, o el mismo tiempo en la limpieza de las chazas de la tropa si era soldado. Era castigado también todo aquel que se hiciera con algún efecto de alguna de las presas que se hicieran. Les podían caer hasta diez años de presidio. El que sin licencia abriera escotilla sellada, arca, fardo, pipa, casa o alacena en que hubiera géneros, perdía la parte que le correspondía de presa, pudiendo ser juzgado en consejo de guerra si llegara a robar o maltratar a algún prisionero. A los oficiales y gente que marinasen y realizara una presa, siempre que ésta fuera de provecho, se les doblaba el sueldo durante el tiempo que estuvieran embarcados, sin descuento de la parte proporcional que por su empleo y plaza les correspondiera de la misma. Los castigos de retención de vino, cepo, grillo, cadena, destino a limpieza y aún palos, podían ser ejecutados por los comandantes de los buques, aún navegando en escuadra, y también los castigos de azotes en el cañón o baqueta si el buque navegaba en solitario, sin tener que dar parte al general de escuadra, si navegaban o al capitán general del departamento si estaban en tierra. Los demás castigos más severos debían ser informados a sus superiores antes de se ejecutar cualquier El Maldito Tesoro de la Fragatra
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pena. Para que toda la tripulación estuviera al corriente de los castigos y penas, se leían a diario las ordenanzas por parte del comandante. El desconocimiento de las mismas no eximía de responsabilidad a nadie. Pero también existían penas particulares para la tropa y marinería. Todo lo visto anteriormente servía tanto para la tripulación (hombres de mar) como para la guarnición del buque (tropa de infantería o del ejército). Debido a la extendión de la ordenanza, diremos por encima que también había castigos específicos para ambas clases. Esto tenía que ver con los deberes particulares de cada uno. Todos los centinelas del buque eran soldados. Estos se ocupaban de controlar los accesos sensibles de un buque, como el pañol de pólvora, armas, las escotillas de provisiones, la cámara del comandante... Es por ello que la omisión de la vigilancia llevaba pareja un castigo ejemplar, así como la insubordinación a sus cabos o sargentos o a las agresiones entre ellos. Abandonar su puesto de guardia, en tiempo de guerra, era castigado invariablemente con la muerte, siendo sustituida por seis años de presidio si era en tiempo de paz. Los soldados jamás podían ser castigados con azotes sobre cañones o recibir rebencazos, como les pasaba a la El Maldito Tesoro de la Fragatra
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gente de mar. Ellos eran baqueteados por sus propios compañeros en lo que se llamaba: carreras de baquetas. El modo de proceder en estas carreras, era el siguiente: debía ser presenciado por el oficial destinado por el comandante, para que previniese el mayor o menor rigor con que debía ejecutarse. La tropa debía usar su correaje de su fusil, formando dos filas o una rueda en el sitio que se elijiese, entendiéndose como una carrera la formación de treinta hombres. De igual modo, la marinería era castigada por delitos comunes a su clase, como el maltrato a patrones, contramaestres o guardianes. Pero también había castigo a estos, si se extralimitaban en sus deberes con sus hombres, y hasta pudiendo ser rebajados a último grumete de un bajel según la gravedad del delito. Los azotes sobre los cañones se hacían con el acusado puesto sobre el cañón, presentando su espalda y siendo azotado por un contramaestre o uno de los ayudantes de estos, los llamados guardianes. Los azotes sobre el cañón era el castigo más duro que sufrían los marineros, aunque era menos severo que el castigo en un enjaretado que utilizaban los británicos en sus buques. Los rebencazos eran llamados así, porque para el castigo se utilizaba el rebenque, que era una fusta larga y El Maldito Tesoro de la Fragatra
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flexible que era utilizada por los contramaestres o guardianes para azuzar a los rezagados en las maniobras marinas, o a los que pillaran ociosos o contraviniendo alguna orden. Este no podía ser utilizado más que con la gente de mar, estando prohibido su uso contra los soldados. En definitiva, la vida de un marinero y un soldado a bordo de un buque era dificil, pero también es verdad que los delitos más graves pocas veces ocurrieron, y que los artículos correspondientes a ellos servían más que nada para atemorizar que otra cosa. Todos sabían que en alta mar, el comandante de un bajel era el dueño y señor de sus vidas, y hacer algo que fuera grave, iba parejo con un castigo terrible que ninguno estaba dispuesto a sufrir por muy mal que se estuviera. Luego, como siempre, todo dependía del carácter del comandante y de sus oficiales; si estos eran proclive a la férrea disciplina o no. O si llevaba a mucha gente de leva o de matrícula, esta última considerada honrada y poco dada a los excesos. Pero algunas veces eso ya era cuestión de suerte.
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Al ponderar los acontecimientos acaecidos en el puerto de Montevideo, tampoco podemos excluir lo que menciona la historia sobre otro importante personaje que forma el elenco de esta leyenda. Me refiero a nada menos que a Don Diego de Alvear y Ponce de León, quien había nacido en Montilla, Córdoba, España, el 13 de noviembre de 1749, tornándose psteriormente un importante militar y político español perteneciente a la saga hispano-argentina de los Alvear. A su vez, éste era por cuna, nieto del fundador de las bodegas “Alvear” de Montilla, y fue el padre del no menos importante político argentino Carlos María de Alvear, y el abuelo del también político argentino Torcuato de Alvear, y bisabuelo de Marcelo Torcuato de Alvear, quien llegó a presidente de Argentina entre 1922 y 1928. Se dice que al nacer, sus padres tomaron el nombre de su abuelo, Diego de Alvear y Escalera, aquel que fuera el fundador de la vitícola bodega en esa localidad El Maldito Tesoro de la Fragatra
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cordobesa en el año 1729. Pertenecía, por tanto, a una importante familia dedicada al negocio vitivinícola en la Andalucía del XVIII. Consta en su biografía, que en su infancia había cursado estudios en centros jesuitas, primero en los de Montilla y luego de Granada, hasta que la expulsión de los jesuitas en 1767, le obliga a volver a su Montilla natal. A los 21 años, tras dar ingreso en la armada española como guardiamarina en el año de 1770, logra alcanzar de inmediato el grado de brigadier en 1771, y así llega al Rio de la Plata en 1774 para entonces tomar parte activa en la que fuera llamada “Guerra de Sacramento” o “Expedición de Ceballos” que se realizó entre los años 1776-1777. El singular nombre de esa expedición, tiene origen en el hecho de tratarse de un conflicto colonial que había surgido entre España y Portugal por la disputa y el control sobre la colonia del Sacramento (en el territorio de la Banda Oriental, actual Uruguay), y en el cual las fuerzas españolas fueron dirigidas por Pedro de Cevallos. Trasendente acto que llevó, después de una resolución favorable a los intereses españoles, al rey Carlos III a crear el virreinato del Río de la Plata, nombrando entonce virrey al victorioso general, Pedro de Cevallos.
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Fue bajo este nuevo virreinato, que a Diego de Alvear y Ponce de León le tocó vivir durante casi treinta años de su vida. Y allí continuó su ascendiente carrera militar llegando al puesto de general, contrayendo matrimonio en 1781, con la joven porteña María Balbastro, y con la cual tuvo nueve hijos.
El Virreinato del Río de la Plata en 1783.
Entre las principales labores desarrolladas por Diego de Alvear en esta etapa de su vida, se destaca su participación en la delimitación de la frontera entre los territorios portugueses y españoles. Se trataba de una El Maldito Tesoro de la Fragatra
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empresa que, como muchas de las otras emprendidas por el rey español Carlos III, se mezclaban los ideales Ilustrados junto con los objetivos políticos del momento. De tal forma que, tras el fin de tan largo conflicto colonial, ambos reinados decidieron establecer claramente los límites fronterizos entre sus posesiones. Por entonces, Carlos III ordenara qué para realizar la tarea, debía dividirse la frontera a ser delimitada en cinco tramos, lo que facilitaría así su estudio. A Diego de Alvear le correspondió una de estas divisiones a estudiar; en concreto, la de zona que quedaba circunscripta por los ríos Paraná y Paraguay. Allí se pasó 18 años (de 1782-1800), levantando
planos
topográficos,
haciendo
estudios
botánicos y elaborando informes sobre el proceder de los indios tupís y guaranís. Pero resulta que en julio 1804, Diego de Alvear es alzado al puesto de Mayor General, y una vez que había dado por finalizados sus trabajos en la región, pretendía volver a su tierra natal. Por lo tanto, no vió mejor oportunidad que aprovechar la conformidad de la partida de la flota y así se embarca en Montevideo con destino a España. Pero como ya fuera mencionado anteriormente, en dicho puerto había caido enfermo don Diego de Ugarte, el
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segundo comandante de la flota, y quizo el destino una vez más entretejer sus aciagas telarañas. Consiguientemente, tal motivo terminó siendo el pábulo por el cual Diego Alvear y su hijo Carlos María se tuvieron que trasladar el día 7 de agosto de 1804 -o sea, dos días antes de la partida-, a la fragata capitana “La Medea”, embarcación en la cual navegarían hasta que llegase aquella nefasta mañana del 5 de octubre de 1804. Empero, por causa de la impertinencia ocurrida, en las bodegas de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes quedó almacenada para su transporte, las riquezas acumuladas tras todos esos años de servicio en el Río de la Plata, así como su esposa y sus otros ocho hijos, por no haber espacio suficiente en la nave capitana. Pero el cinco de octubre de 1804 tuvo lugar la llamada “Batalla del Cabo de Santa María”, cerca de la costa portuguesa del Algarve, cuando los barcos españoles se tropezaron con una flota de guerra británica que, a pesar de que ambos países estaban en paz por el acuerdo regido por
el
Tratado
de
Amiens,
estos
amenazaron
belicosamente a los españoles. No en tanto y como a posterior veremos con más detalles, los acontecimientos se precipitaron, y un cañoneo intimidatorio británico alcanzó la santabárbara de la El Maldito Tesoro de la Fragatra
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fragata “La Mercedes”, que se hundió en el acto llevándo consigo las riquezas acumuladas por Diego Alvear y las vidas de su esposa e hijos. Tan solo se salvó el primogénito, Carlos María de Alvear,
porque se
encontraba junto con él en el otro barco. Tras el hundimiento de “La Mercedes”, la flotilla resultó capturada y llevada a Inglaterra, donde Diego de Alvear tuvo que permanecer prisionero, aunque con honores y privilegios. Resulta que la trágica pérdida familiar de Diego de Alvear tuvo grande eco, y el gobierno británico decidió resarcirlo en parte, por las pérdidas económicas que había supuesto el hundimiento de La Mercedes. Pero en diciembre de 1805 decide regresar a España y en 1806 se instala en Madrid. Vale datacar que fue en este particular cautiverio donde terminó por conocer, yendo a misa-, a la joven irlandesa Luisa Ward, con quien acabaría contrayendo matrimonio en segundas nupcias el día 20 de enero de 1807, celebrándose los conyugios en su vieja Montilla. De este nuevo matrimonio nacen a posterior siete hijos. Al continuar atado a la carrera militar, en agosto de 1807, Alvear es colocado a cargo de las unidades de artillería que defendían la ciudad de Cádiz, cargo con el El Maldito Tesoro de la Fragatra
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cual participa en la defensa de la ciudad frente a las tropas francesas que habían invadido España en 1808, pasando dicho país de aliado a enemigo. No obsatnte, ante el nuevo desafío, Diego de Alvear organiza eficientemente la defensa de la ciudad frente a los francos, siendo uno de sus primeros logros conseguir que la flota francesa de Rosilly, internada en la bahía de Cádiz hasta entonces, ya que un mes y medio antes Francia era aliada de los españoles, se rindiese en junio de 1808. Otra importante aportación de nuestro personaje por aquellos tiempos, fue la reorganización de las milicias de Cádiz, un cuerpo compuesto por dos mil voluntarios llamados “Voluntarios distinguidos de Cádiz”. No en tanto, en marzo de 1810 Diego de Alvear sería nombrado gobernador politico-militar de la Isla del León -hoy San Fernando-, y su notoriedad en la defensa de Cádiz le valdría el recibimiento de la Gran Cruz de San Hermenegildo. Por tal hecho, el escritor extremeño José de Espronceda dedicará posteriormente un poema a Diego de Alvear, intitulado: “A Don Diego de Alvear”. Tras la Guerra de Independencia, Diego de Alvear decide pedir licencia para marchar nuevamente a Inglaterra. Ésta le fue concedida, de modo que vive en Gran Bretaña entre 1814 y 1817. Quizás estos años El Maldito Tesoro de la Fragatra
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viviendo en territorio británico tengan que ver con ciertas simpatías liberales exteriorizadas a posterior por Diego de Alvear. No podemos olvidar su estrecha relación con la defensa de Cádiz, ciudad en la que se proclamara la constitución española de 1812. Fue allí que el rey Fernando VII no había titubeado en imponer la autoridad absolutista y en perseguir a los liberales. Otra vez de vuelta a Eapaña en 1817, se recluye en Montilla y se dedica a cuidar el negocio vitivinícola familiar, aunque los acontecimientos políticos del país le llevarán a participar activamente en otro contexto. Es que en 1820 se instaura en España el Trienio Liberal y, en 1821, un grupo de fuerzas militares acantonadas en Córdoba trataron de reimplantar el absolutismo. Diego de Alvear se opone a ello organizando una milicia de voluntarios en Montilla, la que resistirá frente a los sublevados hasta la llegada de refuerzos que acabarían de vez con el movimiento rebelde. Como reconocimiento, en 1822 es nombrado Comandante de la Milicia Nacional de Montilla y en 1823 vuelve a Cádiz. Sin embargo, la reinstauración del absolutismo en 1823 supone para Diego de Alvear la vuelta a Montilla, y el hecho de ser varias veces detenido y vuelto a poner en libertad, lo que termina por originarle un fuerte quebranto El Maldito Tesoro de la Fragatra
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económico. Igualmente, durante ese periodo se le retiran y devuelven sus títulos y honores en varias ocasiones, a capricho del monarca, hasta que en 1829 recupera todos ellos. Finalmente morirá en Madrid, el 15 de enero de 1830. Sin duda alguna, se trataba de un hombre que hablaba múltiples idiomas: latín, inglés, francés, español, italiano, portugués e incluso tupí y guaraní, habiendo aprendido
estas
dos
últimas
lenguas
durante
el
desenvolvimiento de su labor geográfica en el sector occidental del Gran Chaco. Además,
poseía
amplios
conocimientos
astronómicos y matemáticos ligados a su actividad militar tanto en la armada como en la artillería, y a la labor que desempeñó al delimitar la frontera entre las posesiones coloniales españolas y portuguesas en la zona del Río de la Plata. Entre las obras que había escrito, cabe mencionar “Descripción de Buenos Aires” y “Demarcación de los territorios de España y Portugal” Pero la Historia de Don Diego de Alvear y Ponce de León, según el punto de vista del biógrafo Cesáreo Fernández-Duro, es más romántica e intelectual, cuando nos cuenta:
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“Digna es de notoriedad la vida que D. Diego de Alvear y Ponce de León, brigadier de la Armada, que consagró al servicio de la patria en época azarosa de guerras y de perturbaciones políticas que ponían á prueba las condiciones de los hombres. Los que en cualquier tiempo se elevan por la inteligencia y la energía sobre el nivel ordinario, dejan memoria honrosa que es bueno conservar; los que reunen al saber la virtud, y al deber sacrifican la conveniencia, dan más alto ejemplo que señalar por enseñanza. “En este concepto es de elogiar el trabajo empleado en recoger documentos que acreditan las acciones individuales, y en agruparlos de modo y manera que sirvan a la historia general en cualquiera de sus ramos auxiliares ó complementarios, y lo es doblemente el que ha presidido á la composición de la biografía de este marino ilustre, porque no se debe á registrador de archivos, ni á literato de profesión, ni á historiador necesitado de precisos datos; lo ha llevado á cabo una señora que, sin pretensiones de escritora, antes bien, temerosa de los escollos en que estrellarse suele la osadía al navegar por las ondas de la publicidad, casi siempre peligrosas para la mujer, logra dominar la preocupación instintiva, impulsada por el noble y grandioso estímulo del amor filial. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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“Se habían publicado en Montevideo estimables trabajos científicos, adjudicándolos á persona que no hizo más que copiar los originales. Olvidadas las causas y circunstancias del horrible combate naval del cabo de Santa María en 1804, andaba desfigurado en relaciones poco escrupulosas. No se conocían los pormenores de defensa de la isla gaditana en los primeros momentos del alzamiento nacional contra la invasión de los franceses, aplicando las historias particulares del suceso, por falta de antecedentes,
lauros
ó
responsabilidad
acaso
no
equitativamente distribuídos. Quedaba con todo ello relegada la figura del brigadier D. Diego de Alvear del lugar en que la suerte y sus méritos le colocaron, y á devolvérselo acude el afecto entrañable de Doña Sabina de Alvear, su hija, reparada con el escudo de la verdad. “Que fué buen caballero, prudente, entendido, valeroso, amantísimo de la patria, de sólida virtud, de heroica abnegación, demuestra con actos en que siempre resplandeció la dignidad, en narración que no peca de concisa ni de ampulosa, pero que tampoco se constriñe á la sequedad del relato, como labor de mente cultivada. “En el libro escrito por Doña Sabina de Alvear se divide en tres agrupaciones principales los hechos de su progenitor. La primera lo da á conocer como hombre de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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ciencia formado en las escuelas de Juan, de Mazarredo y de Tofiño. Designado para dirigir una de las cinco divisiones que habían de marcar los límites entre las posesiones de España y de Portugal en la América del Sur, y tocándole reconocer las cuencas de los ríos Paraná y Paraguay, pasó dieciocho años en inmensos despoblados, abriéndose paso con el hacha por selvas impenetrables, remontando las corrientes, trepando á las montañas, luchando con la inclemencia, la necesidad, los indios salvajes, las fieras y los insectos. “Dando tregua á los
trabajos
geodésicos
y
topográficos con que se obtenía lo que pudiera llamarse retrato exacto del terreno, en los mapas, hacía los descriptivos ó históricos variados que dan á conocer la laguna Merin ó el Salto del Iguazú, portento de la naturaleza; las razas de indios tupís y guaranís; sus costumbres y lenguas; la fauna y la flora; la navegación y comercio. “Con estos trabajos astronómicos y descriptivos que comprenden el antiguo virreinato de Buenos Aires y las intendencias del Paraguay, la Plata, Charcas, Cochabamba, Salta, la población del Chaco y los curiosos pueblos de Misiones, formó Don Diego obra manuscrita en cinco tomos que denominó: Diario de la segunda partida de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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demarcación de límites entre los dominios de España y Portugal en la América meridional. Una parte se dió á luz en Montevideo en 1882, según va dicho, suponiéndola producción del ingeniero D. José María Cabrera; otra, inédita, ha ido á parar al Museo Británico de Londres, suerte común á los malogrados esfuerzos que en las otras divisiones de demarcación hicieron por el Sur: Valera, Azara, Aguirre, Oyarvide, y por el Norte Requena, Solano, Iturriaga, Diguja, con muchos más hoy oscurecidos, y cuyos papeles dispersos tanto habían de enaltecer, compilados, el saber de los marinos y naturalistas de aquel tiempo, y lo que por conocimiento del Nuevo Mundo se les debe. “Servirían al propio tiempo para hacer patente por qué procedimientos la sagacidad y la constancia de los portugueses, supliendo á la fuerza y aprovechándose de nuestra genial apatía, fueron moviendo el meridiano ideal convenido en Tordesillas hasta comprender el imperio inmenso del Brasil dentro de su limitación, ficticia tanto como las causas que al fin se alegaron para extremar la cuestión añeja, porque en realidad (y esta es observación acertada de la autora) el rompimiento entre las dos naciones que debieran en todo ser hermanas, unidas por muchas circunstancias de naturaleza, situación, clima, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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idioma, carácter y glorias que las han hecho iguales casi en los varios sucesos de su historia, y por do quiera que su irrisión civilizadora las ha llevado á descubrir y plantar la cruz de Cristo por los espaciosos ámbitos del mundo, el rompimiento no interrumpió aquella tan providencial á la par que gloriosísima competencia en las artes, en la literatura, en las armas, y especialmente en sus atrevidas navegaciones, por intereses fronterizos en que se disputara un centenar de leguas de territorio, sitio por exigencias de otras naciones, aliadas respectivas, que las empujaban con daño propio, á la satisfacción de su perpetua rivalidad. “La segunda agrupación del libro presenta á Don Diego de Alvear en las funciones más propias del oficial de marina. Terminada su comisión de límites embarcó de regreso á España en la escuadra de cuatro fragatas que mandaba el general D. José Bustamante, llevando consigo á la esposa que compartió los azares de la exploración terrestre y á los hijos que alegraron su feliz unión; pero, ya á bordo, por uno de esos accidentes previstos en las ordenanzas al preceptuar el orden en la sucesión de mando, tuvo D. Diego que pasar al buque de la insignia, nombrado
la
Medea,
separándose
de
la
familia,
acomodada en la Mercedes.
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“Cincuenta y siete días llevaban de viaje y celebraban con gozo la vista de la costa ibérica, cuando cuatro fragatas de mayor porte y fuerza se acercaron, enviando á las españolas intimación de acompañarlas á Inglaterra de buen grado, evitando las consecuencias de un combate cuyo resultado no cabía poner en duda. Rechazaron, no obstante, los jefes la proposición, doblemente extraña, por asegurárseles no haber tenido alteración el estado de neutralidad que España guardaba con Francia é Inglaterra en la tierra que ambas naciones se hacían, y sin reparo en la inferioridad de la fuerza, ni en las ventajas que la premeditación y el barlovento ganado daban á los ingleses, respondieron con valentía al disparo de sus cañones, dirigiendo Alvear el combate, por causa de la dolencia que imposibilitaba al general. Estruendo espantoso ensordeció á los combatientes á poco rato: había volado la Mercedes; haciendo su desaparición más desigual la lucha, en la Medea sobre todo, que tuvo desde aquel momento que sufrir el fuego de dos de las mayores enemigas. Alvear lo resistió todavía más de una hora por honra de la bandera, sin que el rostro revelara las angustias del alma, que al deber militar subordinaba el natural imperioso deseo de indagar si acaso entre los restos de la
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fragata destruída no flotaba con vida que rescatar la mujer amada ó alguno de los siete niños que iban en compañía. “Solo cuando la nave desmantelada sucumbió sin remedio, cesando el cargo de su comandante, penetró en el corazón del hombre la pena del inmenso infortunio que en un instante le arrebataba familia, gloria y fortuna. “Conocida es la impresión que en el mundo, sin excepción de Inglaterra, produjo el acto calificado de abominable en el manifiesto y declaración de guerra con que España protestó de su alevosia; en el número extraordinario de las publicaciones la reflejaron por entonces el poema de D. Juan Maury, titulado La agresión británica, y el opúsculo que dedicó al Príncipe de la Paz otro poeta marino, el dulce Arriaza, llamándolo Apelación al honor y conciencia de la nación inglesa. La señora de Alvear ha encontrado en las cuerdas sensibles del corazón femenino tonos delicados para enaltecer la resignación cristiana y la fortaleza del que en la adversidad y por corolario de la agresión vino á ser autor de su existencia. “Esclarece en la última parte la que tocó á D. Diego en la defensa de la isla gaditana, cuando cambiados como por ensalmo en amigos los más tenaces adversarios de España, y en enemigos los aliados de la víspera, invadieron su suelo los ejércitos victoriosos de Napoleón, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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dándolo por conquistado. Era entonces Alvear jefe de la artillería de marina del departamento; dispuso las baterías que rindieron á la escuadra francesa de Roselly; emplazó las que cubrían el acceso por tierra principalmente hacia el puente de Suazo, y al avanzar el mariscal Víctor su vanguardia, en Febrero de 1810, confiado en entrar fácilmente en Cádiz, la metralla le hizo mudar de parecer. Cambióse al mismo tiempo el de los que desconfiaban de los medios de resistencia y se reanimó el espíritu de los apocados, adquirida con las armas la certeza de tener en la extremidad de la Península y de Europa el baluarte de la independencia, donde vino á refugiarse el Gobierno, donde se reunieron las Cortes extraordinarias, origen de nueva era en el estado político, y de donde partieron las medidas de liberación. “Don Diego de Alvear, como gobernador militar y político de la isla de León, sirvió bien y fielmente; la autora
lo
especifica
utilizando
las
anormales
circunstancias de reconcentración de la savia nacional en tan reducido espacio para intercalar noticias amenas y curiosas. Por necesidad llega á las del período de reacción absolutista, y el lector quisiera hacer buenos los incalificables decretos del Gobierno, borrando de la historia y suprimiendo en realidad de verdad, más bien que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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los llamados años, aquellos otros de violencias, atropellos y persecuciones que un brutal caciquismo hacía insufribles en los pueblos. Ni los servicios ni los sacrificios hechos á la patria libraron al marino distinguido de las amarguras del funesto período pasado en Montilla en calidad de impurificado y de sospechoso por ende. “Debió á la Providencia larga vida y numerosa prole; no tuvo que agradecer á los hombres la recompensa ni aun la consideración á que era acreedor. La posteridad le hace justicia, y honra póstuma le cabe en que sean la ternura de una hija y la ilustración de una discípula factores del libro útil y agradable dedicado á su historia.
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-Muy bien, -dijo el capitán José Manuel de Goicoa-. ¡Haga la señal veititrés con dos cañonazos por sotaviento, señor teniente! Izaremos la carbonera y la trinquetilla, y tan prono como usted vea que nos acercamos al convoy, largue las sobrejuanetes de inmediato… Señor Perez, encárguese de que el velero y sus ayudantes se pongan enseguida a trabajar en la vela de la cuadra mayor y que los tripulantes pasen a popa uno a uno. Señor Sánches, vamos a preparar el reparto de las guardias. -Creo que debemos nombrar a un oficial de derrota, enseguida, señor. Estamos faltos de uno, y no dudo que lo encontremos entre estos marineros de primera. -anunció José Manuel-. Bien, señor Sánches, por lo que se refiere al resto, tan pronto como termine con las descripciones, vaya a decirle al señor Pedro que quiero verlo. -Creo que tendremos que organizar la guardia casi exactamente con cincuenta hombres, señor teniente. -
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manifestó el capitán levantando la vista de los cálculos así que Pedro Afán se aproximó. -Ocho en el castillo de proa, ocho en la cofa del trinquete… ¡Pero señor Pedro, venga! Siéntese aquí y permitanos beneficiarnos de su consejo -le anunció con cordialidad y una mueca de sonrisa-. Tenemos que confeccionar la lista de guardias y distribuir a los hombres antes de la comida. No hay ni un minuto a perder. Mientras todo ocurria, el capitán pudo observar que la considerada disposición de las tareas le estaba tomando el tiempo correcto, pero en cuanto advertía la rápida movilización de los tripulantes, afanosos en cumplir con las ordenanzas que los oficiales repartían a gritos, notó una sombra a su lado. -¿Qué pasa ahora, señor Manuel? -preguntó sin al menos darse el trabajo de verificar quien era. -Señor, murmuró el pálido escribiente-. Dijo el señor contador que tengo que entregarle todos los días, a esta hora, los recibos y las papeletas para que los firme, y el libro de contabilidad pasado a limpio para que lo revise. -Perfectamente -anunció José Manuel en tono amable-. Todos los días laborales. Pronto aprenderá usted los que son laborales y los que no lo son. -Entonces
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comprobó la hora y añadió:- Aquí tiene los recibos para los hombres. El resto enséñemelo en otro momento. En ese instante, el joven King iba vestido con pantalones de loneta y una camiseta rayada que le daba un aspecto de oruga. Llevaba un cable con un pasador alrededor del cuello, porque estaba a punto de tomar parte en el aparejo de la vela cuadra mayor. El capitán se quedó observándolo con atención, tratando de saber qué clase de hombre era. De repente, con esa mezcla de fácil gracajo y amable deferencia
que
muestran
espontáneamente
tantos
marineros, el teniente Pedro Afán de Ribera hizo una breve inclinación de cabeza y pronunció: -Bien, señor, ¿por donde prefiere empezar? ¿Quiere que vayamos directamente a la cofa? Desde allí, vuestra meced podrá divisar toda la actividad de cubierta. Bajo la perspectiva del capitán, toda la actividad de cubierta se concentraba en apenas unos diez metros a popa y a dieciséis en la parte anterior de la fragata, y todas eran eran perfectamente visibles desde donde estaban. -¡Excelente! ¡Excelente! -dijo al fin, frotándose las manos. Tal vez sea algo difícil de comprender lo que se sucedía en aquellos tiempos a bordo de una fragata de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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guerra, por lo tanto, del mismo modo como lo fue advertido anteriormente, buscamos lo que ha quedado registrado a ese respecto en la “Real Ordenanza Naval para el servicio de los baxeles de S.M.” de 1802, ya que existía una norma primordial a la hora de tener en cuenta el alojamiento de oficiales, tropa y marinería: “La batería alta de todo buque de guerra debía estar siempre en disposición de hacer uso de ella en zafarrancho de combate, estando prohibida su utilización como lugar de descanso de la tripulación”. Esto significaba que, en un navío de tres puentes, las dos baterías de artillería inferiores estaban dedicadas para los alojamientos, cuando fuera menester su utilización como tales, dejándose la tercera batería libre. Pero en un navío sencillo, de dos puentes, toda la dotación descansaba en la primera batería, quedando la segunda zafa. Esto suponía que en puerto, cuando el número de hombres de guardia era muy corto, la mayoría de la gente se concentraba en un espacio reducidísimo. En alta mar, al menos la mayoría de las veces, la mitad de ellos se encontraba de guardia y había más comodidad, si es que puede utilizarse esa palabra en un buque de guerra de aquella época.
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Empero, cada clase debería alojarse en los diferentes recintos del barco. El general, o el comandante con mando particular, tenían a su disposición toda la cámara alta o del alcázar con su camarote, normalmente el de estribor en navíos de dos puentes. En los de tres puentes, podía escoger cualquiera de la cámara alta o la de en medio, quedando la que el general dejase de las dos, para el capitán de bandera, siempre y cuando no hubiese otro general subalterno embarcado. Pero si en un navío de tres puentes no había general, el comandante podía elegir la cámara que más le gustase, sirviéndose de la otra para lo que quisiera disponer. No en tanto, en el caso de ser un navío insignia con su plana mayor y contando con mayoría de generales a bordo, estos ocuparían los camarotes del alcázar, toldilla y crujía de la cámara baja, cuidando el comandante del buque de qué, si sobraba algún camarote en el alcázar, este fuera ocupado por los tenientes de navío y fragata que cupiesen, de manera que ellos estuvieran más a mano en las ocurrencias de la maniobra cuando no se hallaren de guardia. A estos alojamientos tenían preferencia los oficiales de marina a los del Ejército, si había alguno embarcado.
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Normalmente, en el navío insignia había un número muy grande de oficiales que sobrepasaba con creces el número de alojamientos. Por lo tanto, para acomodarlos, estaba permitido colocar en la Santabárbara, o debajo del alcázar, unos alojamientos temporales consistentes en lonas clavadas y catres volantes, con el objeto de que en caso de zafarrancho pudiesen ser retirados prontamente. Por otro lado, los guardiamarinas tenían que formar todos ellos un único rancho, siendo los últimos, tras los oficiales de guerra y el contador, en poder elegir sitio. En el raro caso de que una vez alojados todos los oficiales y guardiamarinas
quedara
algún
camarote
libre,
el
comandante podía adjudicárselo a los pilotos segundos y terceros, a cirujanos y maestres de víveres. Sin embargo, una vez realizado el reparto de camarotes, no se podía variar su composición, ni para desalojar a un oficial más nuevo que otro, ni por causa de goteras u otras incomodidades que huviesen. Además, caso hubiese un necesario intercambio de camarotes, este tenía que contar siempre con el visto bueno del comandante. El primer piloto, siendo un oficial activo, podía elegir el alojamiento que le correspondiese por su grado y antigüedad con los demás oficiales, teniendo preferencia a ellos en los de la toldilla, ya que era el lugar más El Maldito Tesoro de la Fragatra
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apropiado para sus tareas. Los segundos pilotos se alojaban también en la toldilla, siempre y cuando no hubiera oficiales que hubieran tenido que escogerlos por no haber otro lugar. Si así fuese, se les pondría un lugar provisional en la Santabárbara. En el caso de que fuera de transporte un general de la Armada en un buque no perteneciente a escuadra, y que hubiese mandado o fuera a mandar otra nave, el comandante del buque le cedería su camarote y la mitad de su cámara. Pero si ese general no fuera a tener mando de una escuadra, entonces sólo ocuparía el camarote. Vale destacar que en la Santabárbara se alojaban, preferentemente, los dos capellanes, el sargento de artillería de cargo, el primer cirujano y el maestre de víveres. Pero para lograr tener lo más pronto posible las baterías listas en zafarrancho, se prohibían los catres permanentes, las alacenas o cualquier otra cosa que embarazase los camarotes. Esto sólo era permitido en los de la toldilla, que no estorbaban, y en los cuales, dentro de los cajones de popa de las cámaras y jardines, se podían depositar objetos como los instrumentos náuticos de los oficiales, guardiamarinas y pilotos para su mejor custodia.
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Para todos los demás alojamientos, se proveían catres de lona colgados. Estos catres de lona eran los comúnmente llamados coys, que no eran más que unas hamacas guarnecidas con barrotes de media vara de largo a la cabeza, con bolinas y dos ganchos. A todo individuo de tropa, así como de dotación y transporte, se le daba uno a cuenta del Rey. Siendo el receptor del mismo el responsable de su cuidado, ya que la pérdida o deterioro por negligencia del mismo, corría a su cargo deduciéndose de la paga. Del mismo modo, todo oficial y hombre de mar, dependiente de provisión o siendo criado de oficial de guerra, debía tener su coy guarnecido, permitiendo catre solamente al primer contramaestre. La
extensión
de
cada
alojamiento
en
los
entrepuentes, había de estenderse desde la murada hasta la medianía, colgándose los coys en los ganchos que había para tal efecto y en disposición de no estorbar el paso de las rondas, dejando libres los alrededores de las escotillas mayor y despensa, prohibiéndose los alojamientos cubiertos en los entrepuentes. Y cuando se los permitía, tenía que ser nada más que de simple lona, clavada por alto y en disposición de arrollarse, nada más que en los
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ranchos de cirugía, pilotos terceros, oficiales de mar y sargentos. Se prohibía, por meras cuestiones de espacio, que ningún hombre de tropa o de mar embarcara colchón o cajas. Eso sólo se les consentía a los oficiales de mar y a los sargentos. Los cuales tenían que poner el colchón liado en el coy cuando se recogiera, y las cajas colocadas en el sollado o en el lugar donde hubiese mandado el comandante. Así mismo, se les señalaba también un lugar en el sollado o pañoles de la despensa, para que los oficiales, guardiamarinas y demás de la plana mayor depositaran sus baúles, no quedando en sus alojamientos más que los catres colgados y la ropa precisa para su uso, dentro de en un baulsito pequeño, o en una maleta que pudiera liarse junto con el colchón y que se lograra poner cómodamente en los parapetos señalados. Por otro lado, en el navío insignia de un general, tenía que ser habilitado un camarote de firme a la cara de proa o de popa de la rueda del timón, según la capacidad del buque, el cual estaba destinado para la mayoría general (oficialidad superior). Las reposterías eran de tamaño reducido tanto para el comandante y oficiales como para el general, y se establecían con mamparos de lona en la El Maldito Tesoro de la Fragatra
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crujía de los puentes, normalmente a la bajada de las escalas del alcázar. Evidentemente que todo lo contado hasta ahora, era relativo a la oficialidad de guerra y a los mayores de un navío, quienes contaban con algo de espacio e intimidad. Pero esto no era igual para toda la triúlacíon, y el gran porcentaje de los hombres a bordo se las tenía que apañar diferente. A la tropa de infantería de marina y la marinería, se los acomodaba según la capacidad del navío, siempre bajo la regla de que, tanto los marineros como los soldados, guardasen el mismo espacio entre unos y otros si hubieran de estar estrechos, pero concediendo más anchura para al soldado si el navío diera más proporción. No en tanto, todo era realizado bajo una estricta distribución, En navíos de tres puentes, por ejemplo, la primera batería se destinaría a la guarnición, observandose para los artilleros de marina, las chazas contiguas a la puerta de la Santabárbara de un costado. Cabe explicar que una chaza era el espacio que había entre porta y porta de cañón. Para acomodar la infantería de marina, quedaba el resto de esa banda y toda la de la otra, exceptuando las dos chazas fronteras con la escotilla mayor, y las dos últimas de cada banda a proa. Los sargentos debían interpolarse entre la El Maldito Tesoro de la Fragatra
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tropa para mantenerse atentos a la disciplina de los hombres. Las chazas de escotilla de esa batería, quedaban una para los segundos cirujanos, boticarios y sangradores, y otra para los dependientes de la provisión. Las chazas inmediatas a la tropa, se destinaban para guardianes, carpinteros y calafates, así como para armero, farolero, maestro de velas, buzo y cocinero, ya sean todos en un mismo rancho o a individuos sueltos pertenecientes a varios. Las últimas chazas de una banda correspondían a los ranchos de los pajes y las de la otra banda a los criados de oficiales que cupiesen. Del mismo modo, en la segunda batería de un navío de tres puentes, se disponía la chaza proel de estribor, al lado de las reposterías, para el práctico y terceros pilotos, y la correspondiente de babor para los criados del general, del comandante y del mayor general, exceptuandose los mayordomos, quienes podían colgar su catre en las reposterías respectivas. Todas las demás chazas, a una y a otra banda, hasta la segunda proel de cada una, se aplicaba para la marinería, uniéndose por brigadas o guardias, las de popa a una banda y las de proa a otra, e interpolados los ranchos de guardias de estribor con las de babor, para que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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así las chazas correspondiesen a tantos de una como de otra, siguiendo esta regla con la tropa de la primera batería, ya que era necesario el uso alternado en cada sitio por dos personas para un propio coy y la buena alineación del navío. Por tanto, toda la dotación del navío dormía siempre en sus lugares acordados según la guardia a la que correspondiese, y no colgaban sin ton ni son sus hamacas. Y aunque no lo pareciese, en esta maraña había un orden de coys de las baterías. Finalmente, las dos chazas proeles de
estribor,
eran
destinadas
para
el
rancho
de
contramaestres y guardianes, y las de babor para el de carpinteros y calafates. Empero, en los navíos de dos puentes, la dotación (guarnición y tripulación) se acomodaba toda en la primera batería. La segunda, como hemos comentado, quedaba libre. Y es así que en esa atestada primera cubierta, se encontraban los artilleros de marina en la primera chaza contigua a la puerta de la Santabárbara. Es de suponerse que ha quedado claro de qué, tanto en los de tres puentes como en los de dos, estos artilleros estaban alojados muy cerca del pañol de pólvora, y eso era para en caso de zafarrancho, poder acceder a él rápidamente.
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Dando prosecución a la descripción, tenemos que la chaza frente a la anterior era destinada para los sargentos de infantería; los pajes en la de proa de estribor; los criados en la opuesta a estos; los contramaestres y guardianes en la segunda proel de estribor; los carpinteros y calafates en su opuesta; los segundos cirujanos, boticarios y sangradores en la de estribor de la escotilla mayor; los dependientes de provisión en su opuesta. La infantería de marina, desde una de estas hasta la de sus sargentos; y las proeles, desde la escotilla mayor, en las dos bandas, hasta la de contramaestres y maestranza. Las popeses hasta la de artilleros de marina estaban destinadas para la marinería, quedando una chaza intermedia para el práctico de costa y los pilotos terceros; al armero, farolero, maestro de velas, buzo y cocinero se les daba media o una chaza entera si fuese posible, y si no, se tenían que repartir con el rancho de los dependientes de provisión. Como ha quedado demostrado, la marinería y la infantería nunca se mezclaban. Por seguridad, ello se tenía prohibido. Es que por prevención, se disminuía así el riesgo de que ambas fuerzas se pusieran de acuerdo en un motín, y por ello la infantería se colocaba siempre a popa,
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cerca de la zona sensible del navío, y para su posible protección. Por otro lado, tanto los patrones de falúa como de lancha, debían arranchar acomodación juntos. En puerto, donde la gente se encontraba más estrecha en los entrepuentes, a estos se les permitía dormir debajo del alcázar, para que de esa manera estuviese pronto más rápidamente el servicio de tener listas sus embarcaciones menores a las que ellos estaban destinados. En esas ocasiones, los pajes también podían domir en aquel lugar, en la banda de babor y siempre a la vista del centinela de la cámara; los criados del comandante y oficiales harían lo propio en la parte opuesta, pero todos con la obligación de tender sólo el coy sin demás accesorios del mismo, y recogerlo al toque de zafarrancho para pasarlo al lugar que tuviesen destinado. En caso de duda o disputas referentes a los alojamientos, el último que tenía la palabra en ello, como en todo lo demás, era el capitán, quien podía disponer lo que creyera conveniente en cada caso. Por último, cabe destacar que en las Ordenanzas de 1802 también se menciona el alojamiento en otros buques menores al navío de línea, que si es de importancia en este caso, igual vale enterarse: El Maldito Tesoro de la Fragatra
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“En las fragatas y otros buques menores se arreglarán los alojamientos, adaptando a su capacidad el orden de preferencia que queda establecido para todas clases; siempre bajo el principio de que ha de estar zafa y pronta su batería a toda hora, sin otro camarote que el del capitán cuando lo tuviere en la cámara del puente, por no haberla alta con chopeta o toldilla; en el cual caso para los fusiles de dotación a mano se dispondrá un armero debajo del alcázar fuera de la cámara de la batería, aumentando competentemente para las ocasiones de lluvia, en que los de la tropa de guardia en puerto no puedan tenerse en el de la carroza de la escala; y la policía de los alojamientos, aseo y propiedad general será proporcionalmente en todas sus partes, según se instituye y explica para los navíos”. Lo que sí es el caso, es que también existían los reglamentos o regímenes para el descanso, y sobre ello se han encontados dibujos ilustrativos de elaboración propia del sitio “Todo Babor”, además de algunos textos al respecto que han sido extraídos del artículo “El navío de tres puentes en la Armada española”, de José Ignacio El Maldito Tesoro de la Fragatra
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González-Aller Hierro, así como información que hemos tomado de las Ordenanzas de 1802. Allí se cuenta que los únicos alojamientos espaciosos del navío de tres puentes, eran los del general y el del Comandante del navío. El primero estaba situado a popa, en la cubierta del alcázar, y el segundo en la del entrepuente. Incluían una cámara y un camarote. Los oficiales, en número de 23, se alojaban en camarotes múltiples a popa de la primera cubierta. Inmediatamente a proa de estos compartimentos, sin apenas más separación que unas lonas, se arranchaban los 37 oficiales de mar. La tripulación y guarnición del navío, compuesta por 848 hombres en un barco de tres puentes, dormía en coys o hamacas colgados de los baos, entre las piezas de artillería. Los oficiales poseían cámara propia, y la dotación armaba mesas para comer, que luego eran desmontadas para dejar el lugar de trabajo despejado. Según la Real Ordenanza de 1802, se disponía que los oficiales, al igual que ya lo hacía el resto de tripulación, descansaran en hamacas o coys. Y así consta en en documento oficial: “... no habrá catres de firme, alacenas, ni cosa que embarace en los camarotes para el pronto uso de la artillería; y sólo podrá haberlos en los El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de la toldilla, en los quales, como en los caxones de popa de las cámaras y jardines, podrán depositarse los instrumentos naúticos de los Oficiales, Guardiasmarinas y Pilotos para su mejor custodia; en los demás alojamientos se proveeran
de
disposición
de
lona
colgada
quitarse
con
[coys]
y
en
brevedad
en
zafarrancho”. Las hamacas presentan la enorme ventaja de poder ser replegadas fácilmente en el momento del zafarrancho, y de ofrecer una protección extra en caso de combate, ya que se ponían plegadas en las batayolas de cubierta y ofrecían protección contra astillas y armas ligeras. Suspendidos, atenúan además el efecto del cabeceo del buque. Al mismo tiempo que evitaban en los marineros las mordeduras de roedores, quienes atacanban las orejas, las puntas de los dedos y sobre todo, los ojos. Los suboficiales de mar tenían el privilegio de tener una pequeña separación de madera en la hamaca. En 1767, por la Real Ordenanza de 30 de abril, se establecía que cada individuo de Batallones de infantería de marina tuviese su cama también con separación. Los Sargentos ya la gozaban desde 1763. Pero la tropa y la marinería
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dormían de forma separada en la misma batería. La infantería más a popa y los marineros más a proa.
Las hamacas tenían que estar muy juntas para dar cabida a tanta gente.
Pero según las referidas Ordenanzas de 1802, en los navíos españoles de tres puentes, la primera batería estaba destinada para el alojamiento de la guarnición del navío, esto es, la infantería y artillería de marina. Siendo los artilleros alojados cerca de la Santabárbara, y la tropa de infantería en el resto, con sargentos interpolados entre ellos para mantener la policia y el orden. También dormían en esta primera cubierta, los guardianes,
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carpinteros y calafates, así como los segundos cirujanos, boticarios y sangradores. También solían alojarse, si había sitio, el armero, farolero, maestro de velas, buzo y cocinero. En la segunda batería de un navío de tres puentes, se alojaban el práctico y terceros pilotos, cerca de la repostería en el costado de babor. A estribor de estos, los criados del general y demás altos oficiales. El resto de esta cubierta estaba destinada a la marinería. Estando formados por las guardias de estribor o babor según quien estuviera de guardia. En los navíos sencillos, o de dos puentes, se alojaban todos en la primera batería. Los artilleros de marina cerca de la Santabárbara, y a continuación, los oficiales de mar y mayores y la infantería de marina, destinando el resto del espacio para la marinería. Pero había que dejar siempre, tanto en un tres puentes como en un buque sencillo, la tercera batería en el caso de los primeros y la segunda en la de los otros, totalmente despejada, para el pronto uso de la misma en caso de tener que ser utilizada. De ahí, que a la hora de dormir se tuvieran que hacinar las dotaciones en las baterias o batería restantes.
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Pero los coys no podían ser colgados en los lugares donde estorbaran el paso de las rondas, o en los alrededores de las escotillas mayor y despensa, quedando las diferentes chazas (espacios que median entre dos portas de una batería) para sus respectivos ranchos.
En la imagen superior tenemos una ilustración con las hamacas o coys colgados en los baos. El sistema de descanso con los coys daba muchas ventajas a la hora tanto de espacio, facilidad para recojer y dejar despejada la batería así como el óptimo descanso en un entorno como el marino en el que había balance constante del buque y el uso de las hamacas mitigaba en parte el movimiento.
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Las hamacas se colgaban entre dos baos.
Imágen ilustrativa de la primera batería de un navío de 74 cañones, con la dotación descansando en las hamacas (coys).
Es posible imaginarse de como, para un grumete novato, debería ser terrible la experiencia del descanso a bordo de un navío de línea en alta mar, donde, en un espacio reducido, tenían que colgar sus hamacas varios centenares de hombres. A la vez que pasaban por diversas El Maldito Tesoro de la Fragatra
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estrecheces por causa de la cercanía de estas “camas” suspendidas, donde era fácil escuchar los ronquidos y aspirar las malolientes ventosidades, además del crujido del barco al balancearse ocacionando decenas de disímiles ruidos de madera, las ratas moviéndose por el suelo, los murmullos de algúnos marineros sin ganas de dormir, de otros que se levantaban para ir al beque a hacer sus necesidades, y el picar de la campana cada hora... Sin duda que para un novato era difícil la tarea de conciliar el sueño, pero no hay como la dura tarea diaria de a bordo y el escaso tiempo disponible para dormir, para provocar el sueño en el más intranquilo de los hombres. Y eso que en alta mar, al menos ellos disponían de más sitio, ya que la mitad de la tripulación descansaba mientras la otra mitad estaba de guardia. No en tanto, en los puertos era peor, ya que el número de hombres de guardia era mucho menor, hacinándose en las baterías cientos de hamacas colgadas por doquier. Claro que aquí no había ruidos del buque en movimiento, pero seguramente la pestilencia y los otros ruidos “humanos” serían casi algo peor. Al amanecer se recogían todas las hamacas y, tras un concienzudo plegado en forma de salchichón (que coloquialmente era así llamado), eran subidos al alcázar y El Maldito Tesoro de la Fragatra
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castillo, manteniéndose el orden de cada rancho, donde se colocarían apretados en las redes de las bataloyas, que además de ser un lugar ideal al almacenaje (donde tenían una relativa ventilación), servían de protección en los combates ante las balas de fusilería enemigas.
En la imagen se ve la disposición en detalle de las hamacas de la dotación.
Estos salchichones estaban numerados y eran retirados al anochecer tras la cena. Normalmente, el marinero o soldado que no estaba de guardia, montaba su coy y el de un compañero que se encontrara de guardia, y así, en el cambio de la misma, el que venía de guardia iba directo a descansar, teniendo que recojer el suyo y el del compañero a la hora del toque de diana.
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Cuando la tripulación no dormía en los coys, estos se liaban y se colocaban en las batayolas del navío para manetner las baterías despejadas. Los coys estaban numerados para que su dueño supiera siempre cual le correspondía. Ilustración de Todo a babor.
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Para el capitán José Manuel, las tareas en el barco no se suspendían nunca, y en una otra inspección que él determinó realizar días después junto con el oficial Sánches, se dirigieron a los alojamientos y, al acercar el farol a la camareta de guardiamarinas, escuchó la voz del subordinado, disculpándose: -Le ruego que tenga cuidado con el bao, señor. Tengo que pedirle disculpas por el olor, seguramente que es de Lorenzo, que está ahí. -¡Oh, no, no lo es! -exclamó Lorenzo soltando rápidamente el libro. -Eres cruel, Sánches, -murmuró a reagaña dientes con profunda indignación. -Es un camarote bastante lujoso, señor capitán, teniendo en cuenta los demás -explicó Sánches-. Entra algo de luz por el enjaretado, como ve, y también entra un poco de aire cuando los cuarteles están quitados.
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-¡Mmmm! comentarios,
-murmuró
mientras
el
capitán
observaba
las
sin
hacer
indicaciones
realizadas por el oficial. -Recuerdo que cuando serví en la bañera de la “Santa Balbina”, las velas se apagaban por falta de aire y no teníamos nada tan oloroso como Lorenzo. -manifestó el oficial, al continuar con su tono de pulla. -Seguramente, -saltó el muchacho como si fuese impulsionado por algún resorte misterioso-, porque aquella era una embarcación velera de la Armada Real inglesa que les fuera tomada en batalla. Pero consta que si no había ningún Lorenzo, por lo menos estaba el teniente de navío Juse van Halen… -Me lo imagino -dijo José Manuel al recordar aquel rubio teniente, y se sentó mirando hacia Lorenzo en la penumbra. -¿Cuántos se alojan aquí? -preguntó a seguir. -Ahora
sólo
tres,
señor,
pues
faltan
dos
guardiamarinas -empezó a relatar Lorenzo-. Los grumetes cuelgan los coyes junto a la bodega de cereales. Solían comer el rancho con el condestable antes de que éste se enfermara, pero ahora vienen aquí, se comen nuestra comida y por encima nos manchan los libros con los dedos grasientos. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-Estudia
usted
matemática
geométrica,
señor
Lorenzo -preguntó el capitán cuya vista, habituada ya a la oscuridad, podía distinguir ahora un triángulo dibujado con tinta. -Sí, señor -dijo éste en voz alta-. Y creo que casi tengo la solución. Y la tendría, -pensó para sí-, si este grandísimo animal no se hubiera entrometido, refiriéndose a Sánches en pensamiento. -¿Le gusta mucho, o es sólo un pasatiempo, señor? inquirió José Manuel arqueando una ceja y observando el rostro del muchacho, para ver si descubría allí cualquier señal de disimulo. -Le doy mi palabra de honor, señor, de que estoy muy orgulloso de esto. -¡Ya lo creo que puede estarlo! -exteriorizó el capitán aun con los ojos fijos en los pequeños navios dibujados alrededor del triángulo-. ¿Y podría decirme qué se entiende por navío en lenguaje náutico, señor? -Este tiene que tener tres palos con velas cuadras, señor -le respondió amablemente-, y un bauprés, además de que los palos tienen que estar divididos en tres: macho, mastelero y mastelerillo; porque nosotros nunca llamamos navíos a una polacra.
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-¿Ah, no? -exclamó el capitán, dejando escapar una mueca socarrona. -¡Oh, no, señor! -pronunció el muchacho con la mayor seriedad-. Ni a una gata, ni a un jubeque; porque aunque usted crea, señor, que los jabeques tienen bauprés, en realidad se trata de una especie de de servioleta arriostrada. -Pues bien, me fijaré muy especialmente en eso que usted me ha dicho -manifestó José Manuel-. Y supongo que usted ya estará acostumbrado a vivir aquí -obsevó poniéndose de pie con cuidado, agregando-: Al principio, este lugar le debe parecer un poco reduzido. -Sólo un poco, señor. Con el tiempo la gente se acostumbra. -Óptimo -contestó para Lorenzo, y virándose hacia el oficial, ordenó-: Veamos ahora el resto del barco. Siguieron adelante y pasaron junto a otro infante de marina que estaba de centinela. Y andando a tientas por aquel oscuro espacio existente entre dos enjaretados, José Manuel terminó por tropezar con algo blando e inmediatamente oyó un ruido metálico seguido de un furioso grito: -¡Ey! ¿Es qué el muy maricón no ve por donde mierda anda? El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-¡Vamos, Estéfano, cállese la boca! -vociferó Sánches-. Es uno de los hombres atados con grilletes, encadenados. -le explicó al capitán-. No se preocupe por él. -¿Por qué está encadenado? -Por ser indecente, señor -aclaró el oficial con cierto remilgo. -¡Vaya! -exclamó luego después de zanjar el insidente-. Esta es una habitación de buen tamaño, aunque sea baja. ¿Será para los suboficiales, me imagino? -No, señor. Aquí es donde los marineros comen el rancho y duermen. -Y el resto de los hombres, más abajo, me supongo presumió José Manuel haciendo un gesto comedido. -Más abajo ya no hay habitaciones, señor. Fueron retiradas para acomodar más carga. Debajo de nosotros está la bodega, sólo con una pequeña plataforma como sollado. -Entonces… ¿cuántos hombres hay? -Bueno, contando a los infantes de marina, los grumetes y los pajes, ciento y vientinueve, señor. -De todas formas, me parece ser materialmente imposible que todos puedan dormir aquí. -exclamó el
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capitán, aunque no estuviese subyugado por lo que percibía. -Con todos mis respetos, señor, duermen todos los que no están en su turno. Como ve, los coyes se cuelgan de proa a popa, y cada hombre dispone de catorce pulgadas para colgar el suyo. El bao de la crujía mide veiticinco pies y diez pulgadas, lo que permite veitidos plazas. Puede ver las cifras escritas aquí, señor. -Sí, puede ser, pero creo que un hombre no puede descansar derecho en catorce pulgadas. -discordó José Manuel, llevándose una manos a la cabeza para rascarse atrás de la nuca, y quizás pensando en otra solución. -No, señor, concuerdo que no es muy cómodo, pero puede hacerlo en veitiocho; porque teniendo en cuenta que estamos en un navío con el sistema de dos guardias, siempre están en cubierta haciendo guardia casi la mitad de los hombres, de modo que sus plazas quedan libres. -Hasta puede ser -manifestó el capitán-. Pero incluso en veitiocho pulgadas, un hombre debe de estar tocando a su vecino. -En ese caso. Señor, le aseguro que esta es una proximidad tolerable; caben todos aquí y quedan resguardados de la intemperie. -Sí, eso sí. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-Fíjese, señor, se hacen cuatro hileras, desde el manparo hasta este bao -fue explicando el oficial a la vez que realizaba gestos con la mano para acompañar sus palabras-, y de ahí hasta el otro; luego hasta el bao que tiene el farol colgado delante; y la ultima entre éste y el mamparo de proa, junto a la cocina. El carpintero y y el contramaestre tienen sus camarotes allí. La primera hilera y parte de la siguiente, es para los infantes de marina; luego están los marineros que ocupan dos hileras y media. Y de esta forma, con un promedio de veinte y pocos coyes en cada una, caben todos, a pesar de ese mástil, señor. -Si es así, me da la impresión de que esto más parecerá una alfombra de cuerpos, aunque sólo haya la mitad de los hombres. -Desde luego, señor, pero es así. -¿Y donde están las ventanas? -averiguó el capitán. -No tenemos nada parecido a lo que usted menciona por ventanas -anunció Sánches moviendo la cabeza-. Hay escotillas y enjaretados en el techo, pero desde luego, casi todos se tapan cuando hay viento. -¿Y la enfermería? -Tampoco ha quedado mucho lugar disponible para ella, señor. En honor a la verdad, los enfermos ahora disponen de literas colgadas arriba, a estibor, frente al El Maldito Tesoro de la Fragatra
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mamparo de proa y junto a la cocina, mientras se les permite utilizar la chupeta. -¿Y eso, qué es? -Bien, no es exactamente una chupeta, se parece más con una portañuela, no es como en un navío de línea, pero sirve de algo. -¿Para qué? -¡Mmm!.. Me cuesta explicárselo, señor -dijo el oficial sonrojándose-. Es un lugar muy necesario para todos. -¿Un excusado? ¿Un retrete? -¡Sí! Eso mismo, señor. -¿Y qué hacen los demás, usan orinales? -¡Oh, no señor! ¡Por Dios! Salen por aquella escotilla, y van hasta la proa; pero si los beques de la tripulación están ocupados, hay unos sitios a ambos lados de la borda… -¿Al
aire
libre?
-interrumpió
José
Manuel,
admirándose con el relato. -Sí, señor. -Asintió el oficial educadamente. -¿Y qué sucede si el tiempo es inclemente? -Aun así, van a la proa. Aunque pienso que en momentos como esos uno se las aguanta, señor.
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-¿Y duermen ciento vientinueve juntos aquí abajo, sin ventanas? Bien, -expresó meneando la cabeza-, si alguna vez en esta habitación pone el pie alguien que tenga fiebre de Malta (brucelosis), o la peste, o el cólera morbo… ¡Qué Dios se apiade de todos! -Amén, señor -expresó Sánches absolutamente horrorizado ante la firme y segura convicción de su capitán. El capitán se dio por satisfecho y pidió disculpas, pues alegó que necesitaba volver al castillo del alcazar, pues tenía otros asuntos a tratar. Una vez allí, se entretuvo revisando
los
mapas
náuticos,
algún
informe
meteorológico y otras diversas proyecciones que decían sobre la navagación. Algunas horas se parsaron, pero cuando José Manuel levantó la cabeza, abrió ojos de asombro y pronunció con voz firme: -¿Qué diablos pasa, señor Manuel? Entre o salga, no se acañe que aquí hay muy buena gente. No se quede en la puerta como un maldito gallo de cuaresma. -Señor, -expuso el tímido escribiente-, usted dijo que le podía traer los papeles que quedaban antes del té, y su té ya está a camino.
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-Bien, bien. Eso dije, sí -replicó el capitán-. ¡Dios mío, es un montón infernal! Déjelos aquí, señor Manuel. Me ocuparé de ellos dentro de un rato. -Los de encima son los que mandó pasar en limpio, sólo tiene que firmarlos, señor, -avisó el escribiente ya saliendo de espaldas. -Gracias, señor Manuel, puede retirarse. José Manuel echó un vistaso en algunos de los papeles, luego hizo una pausa y exclamó irreflexivamente: -¡Aquí lo tiene! Eso es exactamente. Es en esto que consiste ahora nuestra tarea de proa a popa en la Armada de Su Majestad. -Chillaba ya con la hoja suspensa en el aire por una de sus manos-. -Unas veces por seguridad y en otras tal vez por rachas de suerte. Uno se siente arrasado por una gran corriente de fervor patriótico y dispuesto a lanzarse en lo más reñido de la batalla, y entonces le piden que firme una cosa como esta. -Entonces le pasó al teniente Juan la hoja cuidadosamente escrita, donde se podía leer: A bordo de La Mercedes, fragata de Su Majestad, en alto mar, Señor, Le ruego tenga a bien formar consejo de guerra contra
Leonel
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Enciso
Vidal
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perteneciente a la fragata de la cual tengo el honor de ostentar el mando, por haber cometido el perverso delito de sodomía con una cabra, en el establo, la noche del 21 de agosto. Con gran honor queda de usted, señor, su más obediente y humilde servidor. Para el Exmo. Brigadier Comandante General de la flota de S.M.… Don José Bustamante y Guerra. -Es extraño como la ley siempre insiste en la perversidad de la sodomía -observó el teniente Pedro Afán-. Aunque conozco por lo menos dos jueces que son pederastas, y también, por supuesto, abogados… ¿Qué le pasará? -¡Oh!, lo colgarán. Sin duda lo colgaran de un penol, y asistirán botes de todos los barcos de la flota - explicó José Manuel echando un nuevo vistaso al papel. -Esto parece ser un poco excesivo, señor capitán. -¡Oh, desde luego que lo es! Un aburrimiento infernal, testigos por docenas pasando por el buque insignia, días perdidos… y cuando más, la tripulación de La Mercedes convertida en el hazmerreír de todos.
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-¿Por qué denuncían algo así? ¿Cuál es su opinión, señor? -Pienso que a la cabra hay que degollarla, eso es normal, y se les servirá a todos quienes lo han delatado. Manifestó José Manuel con las manos atrás de la espalda y la vista dirigida al mar. -¿No podría usted desembarcar a los dos, en costas distintas si así lo exigen sus valores morales, y luego seguir navegando tranquilamente? -No es una mala idea lo que usted propone, señor Pedro, -expresó con la ira de su voz un poco aplacada-, pero no se olvide de la importancia de la carga que tranportamos y lo alejado que estamos de cualquier costa… Pensaré al respecto y después veremos. -¿Un poco de té, teniente? ¿Con leche? -José Manuel ofreció cortezmente. -¿Leche de cabra, señor? -Bueno, supongo que sí -dijo el capitán alzando los hombros. -Entonces mejor sin leche, gracias -dictaminó el oficial. -El condestable continúa enfermo. ¿Tiene usted novedades? ¿Sería oportuno que yo lo visitase para ver
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que puede ser hecho por él? -preguntó José Manuel al pretender cambiar el inoportuno tema. -¡Oh, sí, señor! Es una buena idea, sin duda. -Entonces, creo que dentro de poco iremos hasta la cámara de oficiales. Se supone que debería estar allí, ¿verdad? -En realidad, su camarote está en otro sitio, señor. La cámara de oficiales, ahora se utiliza como lugar donde comen los oficiales. -Se ven grandes cambios en estos días. Y no imagino cuál será el resultado de todo eso. -Bueno, pienso que el resultado será totalmente satisfactorio,
señor
-dijo
el
teniente
depositando
lentamente el posillo de té vacío sobre la mesa. -No sé, señor Pedro. Todas esas locuras. -exteriorizó el capitán en boz baja-. La verga de la vela mayor. Los cañones. Las levas de las que pretendía no saber de nada. Todos esos tripulantes nuevos, sin espacio para alojarlos cómodamente. El sistema de dos guardias. Además, el señor Sánches me ha informado que abundan las murmuraciones. -mencionó José Manuel haciendo un movimiento de cabeza de forma negativa, aunque no parecía muy preocupado con todo ello.
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-Tal vez las haya, señor. Todo el sistema anterior fue cambiado por órden del brigadier comandante y las nuevas Ordenanzas del S.M. Los viejos compañeros de rancho fueron separados. Pero creo que nosotros seríamos muy frívolos si no apoyamos los retos oficiales. Entonces, creo que todo puede salir bien, señor. -Puede ser, puede ser -concordó el capitán, que conocía las pasiones de su teniente desde hacía tiempo-. Asimismo, las cosas pueden animarse algo más bajo la nueva autoridad. A los hombres les gustará una vez que se hayan acostumbrado, de eso no hay duda. Y también los oficiales, por supuesto. Estoy seguro qué lo que falta, es que los oficiales lo apoyen, y usted verá como todo irá viento en popa, señor Pedro. -¿Cómo dice? -preguntó éste aplicando el oído, porque alguien había hecho mover los cañones, y en medio al sonido atronador que acompañaba esa operación hubo de repente un fuerte estallido acalló la conversación. -Viento en popa, decía. Si los oficiales lo apoyan, verá que todo irá de viento en popa. Y cuando usted se haya pasado en el mar tanto tiempo como yo, señor Pedro, sabrá que eso es lo que se necesita para capitanear una flota como esta, además de ser un marinero experto, por supuesto. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-Sin duda, señor. Sin dudas. -concordó el oficial moviendo su cabeza en reciprocidad con su repuesta. -No se olvide que cualquier maldito marinero puede llegar a gobernar un barco en la tormenta -continuó mencionando en tono educativo-, y que cualquier ama de casa en calzones puede lograr mantener limpias las cubiertas, e incluso las entrecubiertas, pero se necesita tener cabeza -insinuó José Manuel dándose golpecitos en la suya-, y una gran dosis de sensatez, y estabilidad emocional, así como dotes de mando para lograr ser el exitoso comandante de una flota de guerra. -Es verdad, señor. Y esas cualidades no se encuentran en el primero que pasa, ni en cualquier listillo. -Pues es lo yo que ledigo, señor Juan. Usted ya vió lo que ocurrió con el fallecido Diego de Ugarte.
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El tambor redoblaba y su sonido retumbaba en la escotilla de La Mercedes. Los pequeños, hijos del Mayor General Diego de Alvear, unos de la mano del fraile António, mientras los menores estaban de la mano de la linda porteña María, su madre, se encontraban asoleándose en la cubierta superior de la fragata, todos entretenidos y admirados con tamaña correría. A la par de la resonancia, los hombres de la tripulación de marinería comenzaron a subír corriedo atropelladamente, y el ruido atronador de sus pisadas les hacía parecer a los niños, que la percusión del atabal era más apremiante y enérgica de lo que era. Sin embargo, salvo uno que otro, todos los tripulantes tenían una expreción tranquila, porque para ellos ese redoble significaba la llamada a sus puestos, el rito de la tarde que muchos ya habían celebrado miles de veces, corriendo cada uno a un lugar determinado, un cañon asignado de
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antemano o a un específico grupo de cabos que ya conocían de memoria. No obstante, a ninguno de los pasajeros que en ese momento se encontrase husmeando en la cubierta, le habría parecido que toda esa actuación era digna de elogio. ¡Habían cambiado tantas cosas en la cómoda rutina de antaño! Ahora el manejo de los cañones era distinto, y más de una veintena de inquietos marineros tenían que ser empujados como borregos hacia donde debía ser su lugar, y eso causaba risa a los chiquillos. El combés estaba tan abarrotado, que los marineros se pisoteaban unos a otros. Durante
diez
minutos
la
dotación
estuvo
hormigueando por la cubierta superior y las cofas. El capitán los observaba tranquilo desde detrás del timón, mientras el teniente Pedro Afán lanzaba órdenes y los oficiales y guardiamarinas se precipitaban a cumplirlas con vehemencia, atentos a la mirada del capitán y concientes de que su ansiedad no iría a mejorar las cosas. José Manuel entendía que durante el desarrollo de esas maniobras siempre existe confución, aunque no tan terrible como aquélla, pero su innato sentido del humor e incluso el placer de sentir el revuelo que se formaba en aquella fragata bajo su control, lo complacía, pues el El Maldito Tesoro de la Fragatra
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tiempo le había enseñado a superar otras emociones más justificadas. -¿Por qué se comportan así, mamita? -preguntó uno de los chicuelos, deleitado con tanto movimiento de gente. -¿Por qué corren con tanto afán? -quiso saber uno de los mayorcitos que estaba aferrado de la mano del fraile Antonio. -El objetivo de cada hombre, -comenzó por explicar el religioso-, es que sepa con anterioridad, exactamente adonde debe dirigirse en caso de acción de guerra o en una emergencia -manifestó mientras extendia su mano para explicar los lugares donde los marineros deberían acudir. -¿Pero, qué es una emergencia? -interpoló uno de ellos tirándole de la sotana. -Emergencia es una ocurrencia, un acontecimiento sorpresivo, un acto o peripecia que sobreviene de repente, un accidente que ocurre cuando uno menos lo espera… fue disertando el fraile Antonio con voz mansa, pero se vió interrumpido por el mayorcito de ellos, que le preguntaba: -¿Estamos en guerra? -No, no estamos, por la gracia de Dios -y se persignó tres veces como para desechar el mal.- No se olviden que las cosas no saldrían bien, si cuando necesario los hombres El Maldito Tesoro de la Fragatra
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tuvieran que quedarse pensando. Las brigadas de artilleros ya están ocupando sus posiciones allí. ¿Las ven? Y también los infantes de marina al mando de su oficial, a este lado, -mencionó girando el cuerpo para indicar mejor el lugar. Por lo que se podía distinguir, todos los marineros del castillo de proa ya estaban colocados en sus lugares; y los del combés estaban finalizando la ocupación de sus puestos. Entonces el fraile ajustó la vista como buscando espantar el reflejo del sol en el agua, y volvió con la interesente explicación que matenía a los chicuelos entretenidos. -Como pueden ver, hay un oficial para cada cañón, y a su lado hay un artillero que se ocupa de limpiar y cebar dicho cañón, el sirviente, y un otro con cinturón y alfanje que pertenece al destacamento de abordaje. -Sí, los vemos. Pero también hay otros. -Bueno, es que también hay un velero, que deja el cañón si, por ejemplo, se tienen que cambiar las vergas durante la acción de guerra; además, hay un bombero, aquél con el cubo. ¿Lo están viendo? -Pero no hay fuego. -Chilló uno de los niños-. ¿Para qué se necesita un bombero? -preguntó otro.
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-Fuego no hay, pero su tarea conciste en estar preparado para apagar cualquier fuego que pueda producirse. -¡Señor fraile! ¿Usted estuvo en algún barco que se prendió fuego? -quizo saber uno de ellos, poniendo cara de circuntancia. -No, pero un otro religioso que conozco, sí. Él estuvo personalmente en un hecho de tal magnitude, y les confieso que es un acontecimiento muy triste. -reveló sacudiendo la cabeza mirando al vacío más allá de la borda. -¿Por qué no nos cuenta como fue? -Por lo que he oído, algún majadero había almazenado paja en la entrecubierta, junto al tubo con la mecha
retardada
para
los
cañonazos
de
señales.
Entonces… ¡Bum! -dijo, acompañando la expresión con las manos. -Toda la paja ardió y una llamarada alcanzó inmediatamente la vela mayor. El crujir de las llamas se podía oír a una milla o más de distancia fue pronunciando con voz pausada mientras le ponía emoción al relato-. Y me dijeron que a veces brotaba una llamarada que se elevaba en el aire crepitando y ondeando como si fuese una gran bandera. Todo fue tan repentino, que los El Maldito Tesoro de la Fragatra
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tripulantes no pudieron llegar a los palenquines -finalizó con la voz entrecortada, mientras tomaba en sus manos el crucifijo que llevaba colgado en el pecho, acercándoselo a los labios y lo besó. Los niños estaban absortos y embelesados con las historia que a veces les narraba por el clérigo, pero mientras tanto, el alcazar estaba lleno. Allí se encontraba el segundo oficial de la nave ocupándose del gobierno de la fragata, el píloto al timón, el sargento de infantería con su grupo de armas ligeras, el señalero, parte de la guardia de popa, los astilleros, el escibiente y otros. Pero José Manuel y el teniente Pedro paseaban de un lado a otro como si estuvieran solos; el capitán altivo, rodeado de la majestuosa aureola de capitán, y Pedro Afán atrapado en ella. Todo aquello le parecía muy natural para José Manuel, que conocía la marcha de estos acontecimientos desde que era muy joven, pero su subalterno estaba inquieto, su rostro era una máscara que daba la impresión de quien se encontraba frente a esa situación por primera vez, y experimentaba una sensación no del todo desagradable, pero era como si estuviera muerto en vida. Para los niños, aquellos hombres atentos y absortos le parecía que estaba del otro lado de una pared de cristal, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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y el mayor de ellos preguntaba a su madre si no estarían muertos y no eran más que fantasmas. -No, hijo mío. Ellos sólo están esnimismados en sus pensamientos. La rutina de las maniobras de zafarrancho era repetitiva pero necesaria para poder mantener ocupada y activa a una tripulación que estaba formada por doce oficiales, seis guardiamarinas, veinte oficiales de mar, treinta y seis soldados de infantería, sesenta y ocho artilleros, ochenta marineros, cuarenta y tres grumetes, seis pajes, un contador, dos capellanes, dos cirujanos, tres pilotos y dos cocineros. Eran docientos ochenta y un hombres además de José Manuel y treinta y tres pasajeros, lo que totalizaba trecientas y quince almas solamente en La Mercedes. Pero
durante
un
atardecer,
con
las
fuertes
apariciones de vientos arrachados, les llegaron los primeros bandazos, tan sorpresivos y violentos que crearon una inocultable preocupación en la marinería y en los asustadizos pasajeros, A los sonidos que el viento arrancaba del desmelenado colgamiento de cabos sueltos, se agregó también el ruidoso roce de los barriles, la caída de cajas y jaulas, y el violento desplazamiento de los fardos, que mal El Maldito Tesoro de la Fragatra
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trincados, coronaban la troja de popa de la nave, ocasionando cierta confusión en los pobres marineros y haciéndoles gastar energía para intentar contener los desplazamientos y choques de bultos y personas. José Manuel, a pesar de los constantes sacudones de las olas, del espectacular desorden que colmaba la cubierta superior, y asistido por el constante ulular de las jercias guitarreadas al viento, se mantenía firme al lado del piloto, que buscaba mantener el rumbo a toda costa. De repente un oficial gritó algo que decía respecto a algún velame, y se hizo un silencio, al que pareció contribuir el escándalo sonoro de las olas y el viento, durante el instante que el capitán cruzó la mirada con su teniente. En ese momento, el bigotazo de José Manuel se arqueó sobre la boca y se unió a la barba del mentón, provocando la sensación de disgusto, la contención intencional de saliva para soltar algún escupitajo, o la catapulta sonora para las correspondientes maldiciones y aluciones al infierno. Empero, nada de eso sucedió y, retomando su natural altanería luego de un fuerte resoplido, ensayó una pausa intimidatoria hacia la receptiva obsecuencia del timonero y éste, sin mediar palabra y amacándose con las manos presas al timón para
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mantener equilibrio, lo encaró esperando por alguna órden que no vino. El barco se quejaba de proa a popa con velas, palos, hombres y gente que eran amontonados y barridos de la cubierta por los hirvientes golpes de agua y espuma, las que se disputaban todo lo que se movía o no estaba bien amarrado, y la fragata sólo recobró la navegabilidad a partir
del
tercer
zambullón,
que
dejó
libres
de
transpiración, mugre, moscas y mosquitos a todo ser viviente y con movimiento sobre la cubierta. Aunque el insinuado huracán daba muestras de haber seguido de largo, el oficial Sánches, ajeno al tumulto de voces, quejas y lamentos, continuó abrazado al palo mayor, mientras el todavía no repuesto King, agachado a sus pies, levantaba la cabeza con intención de oír lo que le intentaba explicar su superior, quien sin mayor esfuerzo trataba de demostrar que ni el temporal había logrado disminuir la llamativa seguridad de su figura ni el convincente tono de su voz, aunque no lograra sobreponerse con ella a la ruidosa unanimidad del agua y del viento: -Tragar agua de mar con uno en el mar, es sabido que sirve para adelgazar las tripas, pero tragarla a bordo es como un castigo de Dios por no saber ser buen marino; El Maldito Tesoro de la Fragatra
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aunque aquí, cuando esto sucede, la mar no hace distingos entre villanos y reyes. -Al fin logró escuchar el oscuro King. Y ante la estupefacta atención de algunos otros marineros, repitió en voz alta para sí mismo, irguiéndose contra el agua y el viento, como si fuese parte de un papel que debía desempeñar durante la tormenta para mantener el buen ánimo de sus compañeros: -Gracias doy al Altísimo por enviarme al lugar donde la naturaleza, los hombres y hasta los animales se han unido para matar a los hombres que no hicieron las cosas como mi muy Real Alteza lo ordenó y cómo Dios lo espera de todo buen cristiano -y se calló bruscamente al sentir cerca de sí la presencia de un otro oficial. -El señor capitán José Manuel pide por vos -dijo el oficial cuando encontró la tranquila mirada de Sánchez. Tras escuchar la autoritaria invitación, abandonó la posición física que había adoptado durante la tormenta, se mostró de pie con seguridad a pesar de los bruscos rolidos y se dispuso a seguir al oficial, quien con más asombro que autoridad, al verlo tan entero de cuerpo, le recordó: -El capitán pide por vos. -¡Sí!, hombre. Que a eso voy -respondió Sánchez que ni miró al oficial y comenzó a avanzar hacia el El Maldito Tesoro de la Fragatra
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rectángulo oscuro que aparecía debajo del estropeado castillo de proa donde se encontraba reunida toda la autoridad, mientras acompañaba con ritmo de atleta los sorpresivos cabeceos de la nave, aunque su andar se parecía mucho más con el aquejamiento de un soldado de infantería que experiencia de marinero. Pero antes de alcanzar la entrada del pequeño habitáculo de proa, apareció José Manuel con toda su resplandeciente humanidad, con su pesada vestidura de noble y señor, pero sin poder disimular la palidez que denunciaba en su rostro el mal de mar y que le marcaba más aun el círculo negro de sus ojos. Parecía haber salido para tragar aire puro, como anhelando el encuentro con esa violenta niebla salobre que lo embalsamaba todo en medio del atemorizado achicarse defensivo de las personas, el jabonoso deslizarse de bultos y los raudos izamientos de agua a los que la cola del huracán imponía sonoras rasgaduras marinas contra la banda a estribor. Y aunque el viento y el oleaje comenzaban a insinuar la esperanzadora calma, ninguno de los dos parecía estar muy dispuesto al diálogo, pues a medida que se aproximaban, parecían querer esquivarse por la involuntaria paralización que a trechos imponía el barco a cualquier persona con experiencia o sin ella en la El Maldito Tesoro de la Fragatra
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vida de a bordo, o que intentara mantener la verticalidad mediante la ridícula y a veces peligrosas vacilaciones de equilibrio. José Manuel, que había ordenado la comparecencia del oficial Sánchez, tras haber abandonado la seguridad de su cubículo y sufrir en persona lo que pasaba a bordo como consecuencia del temporal, consideró más justo y apropiado atender a la necesidad del momento que a la información que sería proporcionada al oficial. Y para mostrar que el mal tiempo no lo afectaba, a manera de recepción mientras otro que se llegó por detrás y le arrimaba el hombro para evitar una nueva y pronunciada escora lo arrojara contra cualquiera de las bandas de la nave, a los borbotones soltó las siguientes palabras: -Señor Sánchez, por Dios y por el Rey, vaya de inmediato en busca del doctor y el carpintero, que no hay más tiempo a perder. Y sin agregar palabra, el capitán se enderezó desprendiéndose de quién lo ayudaba a mantenerse erguido y, como quien avanza a tientas para imponerse a los vacíos donde caían sus pisadas, se dirigió a popa seguido por el geométrico y obligado avance de baile de sus oficiales, con un deslizable fondo de esa alargada masa formada de tablas, sogas y alquitranes. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Ya unidos por el desespero de salvar sus vidas, los soldados y tripulantes, apretados entre sí para soportar el balanceo y el loco cabeceo de la embarcación, pensaban en lo mal que estarían pasando en las otras naves de la flotilla y, aunque no lo digieran, todos repetían mentalmente lo que habían escuchado del timonel, el hombre más requerido y ayudado por la tripulación en medio de esa mar que parecía unirlos a todos, aunque nadie sabía para qué, y quien no se cansaba de repetir a cuantos le preguntaban con la mirada, porque en ese momento con el viento, el agua y el loco movimiento, algunos se mostraban como habiendo perdido la palabra. Y así mismo el hombre gritó: -Contentaos hombres, pues sabiendo que tierra firme quedó hace mucho para atrás -gruño el timonel- y que esto -pronunció cabeceando hacia la tormenta- como empezó termina, cuando pasar navegaremos en aguas mansas; entonces os olvidareís de esta mar y no habrá tardanza que dure para alcanzar Tierra Firme, porque todo se os ofrecerá ante los ojos, el olfato y la esperanza -y escupió contra el agua que no dejaba de abofetearle la cara, a la vez que echaba el cuerpo sobre la caña del timón, como para demostrarles a todos que nada le haría cambiar el rumbo, y que todo lo dicho por él se cumpliría. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Durante la mayor parte del viaje, el capitán José Manuel, cuando no estaba inspeccionando la tripulación y el barco, se la pasaba en el alcazar sumergido en sus responsabilidades administratvas junto al contador, el contramaestre y los oficiales de mando. Las exigencias de su cargo tenían que ver con el rol, el cuaderno de la ropa, los permisos, el registro de la enfermería, los gastos generales, gastos del condensable, el contramaestre, el carpintero, suministros y devoluciones, contabilidad general de las proviciones junto con los certificados de la cantidad carne, cereales, de alcoholes, vino, cacao y té consumidos, sin olvidar el diario de navegación, el libro copiador y el libro de pedidos. Pero en esa tarde, puesto que había comido en exceso y nunca había tenido facilidad con los números, pronto perdió la ecuanimidad. La gran mayoría de los asuntos los trataba con el contador, pero José Manuel se fue enfureciendo debido a su propia confusión, y ya le parecía que aquél le El Maldito Tesoro de la Fragatra
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presentaba la interminable lista de sumas y balances con demasiada ligereza. Además, el contador le hacía firmar los documentos, facturas, acuses de recibo y recibos a sabiendas de que José Manuel no sabía lo que firmaba. -Señor
contador
-dijo
finalmente
el
capitán,
sosteniendo el libro de registro en la mano.- Aquí hay una noticia bastante alarmante, ¿no le parece? -No se cual, señor -expresó el hombre sin inmutarse. -Entonces se la voy a leer: “…Al atardecer moderado y claro, se suben los mastelerillos, se abre el barril de carne de número 73, parcialmente podrido…” -¿No le parece que es una inscripción bastante temible, como para qué esta pase inadvertida? -pronunció el capitán con el entrecejo fruncido. -Razón encuentro en lo que usted me dice, señor, ¿pues qué quiere que haga con lo poco que sobró después del temporal? Porque esto que aun tenemos, a nosotros nos lo debemos, cuando por hambre la muerte se nos viene encima. -Bueno, no necesita ser tan mordaz, hombre, pero será mejor que alerte ya al galeno para que se prepare para lo peor, pues esto pasa a ser una necesidad ante la cual no estamos en condiciones de renunciar. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-Ha dicho una gran verdad, señor, porque no siempre el mar suele ser peor lo que de él se sabe, que por lo que de él se presiente. Y si usted me permite, señor anunció el contador al momento que recogia libros y papeles-, ya me retiro pues por hoy hemos terminado. Pero antes de continuar a narrar los hechos, nuevamente presiento la importancia de recorrer a las disposiciones que dictaba la “Real Ordenanza Naval para el servicio de los baxeles de S.M.” de 1802 cuando esta hace referencia al respecto de los médicos-cirujanos y los sangradores que iban a bordo de sus buques. Por lo tanto, vale destacar que el cirujano de la clase de primero o segundo, se presentaba por primera vez antes de embarcarse, al jefe del Arsenal y al comandante del buque al que había sido asignado. Este verificaba su recibo mediante el pliego correspondiente, reconociendo antes, si fuera preciso, los efectos a su cargo. Ya hemos mencionado anteriormente lo que se llevaba en el botiquín, así que cada médico-cirujano debía embarcar su propia caja de instrumentos para las operaciones propias de su facultad. Estos utensilios eran a cuenta de la Real Hacienda, el que antes de su embarco era inspeccionado para verificar su estado por parte del director
de
su
cuerpo
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o
los
ayudantes
de
los
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departamentos, certificándose el estado y cantidad, para que una vez embarcado fuera registrado por el comandante del bajel por si luego hubiera alguna pérdida o deterioro por omisión o malicia. Quedaba, por lo tanto, certificado por el contador y visado por el comandante. Normalmente, se solía mirar mucho más de que no se andase escaso de torniquetes, ya que en caso de combate estos eran de suma importancia. El cirujano era el encargado, una vez hecho su cargo en el buque, de ir al hospital del departamento a proveerse de las cajas de medicinas destinadas para su buque. Examinando el estado de las mismas, su cantidad y calidad. Entonces, a partir de ese momento pasaba a ser responsable de las mismas. Era habitual que por la mañana y tarde, el cirujano primero reconociese a los hombres que dijeran estar enfermos, haciéndoles si era el caso, poner nombre y plaza en documento, enviando una baja al hospital (si estaban en puerto) o a la enfermería (si estaban en la mar). Esta baja se entregaba al oficial de guardia. Así mismo, el cirujano tenía que vigilar el considerable aseo y la disposición de la enfermería de a bordo, así como la asistencia de sus segundos, sangradores y enfermeros. Era su obligación también controlar y El Maldito Tesoro de la Fragatra
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examinar el estado de los alimentos asignados a la enfermería, dando cuenta al comandante de las faltas que notase. Pero cuando el cirujano observaba el surgimiento de enfermedades que podían ser consideradas contagiosas en los convalecientes, podía luego proponer al comandante la separación posible de los mismos en el caso de no ser posible enviarlos a tierra. Por otro lado, las ropas de esta clase de enfermos eran, o bien quemadas, o echadas al agua. Estando en puerto, todas las mañanas debía realizar la curación de los que padecían achaques de poca entidad, y estando obligado a practicarlo a cualquier hora del día que fuese necesario, tanto en su buque de destino, estando o no de guardia, como en cualquier otro que se le llamase o enviase. A todos los hombres que curase, tenía que tomarles el nombre y dar parte al oficial de guardia, declarando también la gravedad y circunstancias de su convalecencia. El médico cirujano debía llevar nota diariamente de los que entraban y salían de la enfermería, así como de la ordenación de los medicamentos, el progreso de las enfermedades y de las calidad de las que dominaban, ya fuese por el clima o la estación y todo cuanto pudiera ser El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de interés para la comunidad médica, a quienes debía presentar al término de la campaña todos los datos interesantes. No hay que olvidar que la investigación médica, por entonces era realizada de forma empírica, y que la experiencia acumulada por un cirujano en una campaña, podía ser de suma utilidad a otros cirujanos en el futuro. Éste también debía informar al comandante del buque, especialmente cuando se iba a salir a la mar en poco tiempo, del estado de los enfermos a bordo. No era raro que por alguna enfermedad, sobre todo en lugares tropicales, se impidiera hacerse a la vela a un buque por falta de hombres para poder tripularlo. No en tanto, bajo pena de ser separado de su plaza, el cirujano no podía informar a nadie más que al comandante, sobre el estado de un enfermo, hasta que éste no le diera el visto bueno. De igual forma, estaba obligado a enterarse del plan de combate y de como había de establecerse la enfermería para cuando la realización del mismo, preparando con anterioridad para los simulacros de zafarranchos de combate, los vendajes y demás utensilios necesarios para asistir a los heridos, y poder así hacerlo con la presteza conveniente. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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El primer médico-cirujano tenía bajo su mando a los segundos cirujanos, quienes tenían la obligación de ser los que preparasen las medicinas cuando no había boticario a bordo. Si fuera así, serían los boticarios los que tendrían a su cargo la caja de las medicinas, y estando estos a las órdenes de los primeros y segundos cirujanos. A su vez, el boticario podía exponer queja al primer cirujano, si hallase que en las recetas que le mandaban estas no estuvieran bien regladas. Los médicos-cirujanos a bordo, eran oficiales mayores y como tales debían ser tratados por el resto de la tripulación. Tras los oficiales de guerra, eran los siguientes en el escalafón. Del mismo modo, los sangradores a bordo eran considerados oficiales de mar y estaban a las órdenes directas de los médicos-cirujanos, en cuanto a su ejercicio y demás ramos de asistencia de los enfermos, preparación de medicinas menores, cuidado y aseo de la enfermería y la reposición de los efectos de ella que se pusieran a su cargo. Y fur por eso que, encontrandose en el momento frente a frente con el cirujano, el capitán José Manuel le avisó: -He destinado mejor lugar para que se intalen.
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-En buena hora, señor, porque después del temporal, estamos abarrotados de gentes con brazos, piernas y cabezas quebradas -aunque mientras lo dijo, miraba al cielo con aire ausente, dando a entender que en realidad él no estaba allí. -… su puesto, por ejemplo, -escuchó decir al capitán José Manuel-, estará abajo, en lo que llamamos la bañera. Y no es que sea una verdadera bañera, igual que el castillo de proa no es un verdadero castillo, en el estricto sentido de la palabra, pero la llamamos la bañera, y allí tendrá usted los baules de los guardiamarinas como mesa de operaciones, y luego tendrá que tener a punto todo el instrumental -expesó al fin con las manos en la espalda. -¿Tendré que vivir allí, señor? -No, no. Le daremos algo mejor. Incluso cuando ya esté bajo la disiplina de las Ordenanzas que se den, -dijo el capitán sonriendo-. Usted se dará cuenta de que nosotros todavía honramos la erudicción, por lo menos al punto de concederle un espacio privado de diez pies cuadrados, y tanto aire fresco en el alcazar como quiera respirar. El cirujano asintió con la cabeza y luego dijo en voz baja: -Y dígame, ¿si estuviera bajo la disciplina naval, podría azotarme ese hombre? -Y señaló con la cabeza en dirección al teniente Pedro Afán. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-¿El segundo oficial? -exclamó José Manuel con sorpresa. -¡Sí! -respondió el cirujano mirándolo con atención, inclinando la cabeza ligeramente a la derecha. -Pero si es el segundo oficial… -expeso el capitán, mientras se puso a cavilar que si el cirujano hubiera llamado popa a la proa de La Mercedes o quilla a la perilla, le hubiera sido fácil comprender. Pero que un cirujano confundiera la cadena de mando, la relación entre la posición de un capitán y su segundo oficial, de un oficial por nombramiento y un oficial asimilado, cambiaba de tal forma el orden natural de las cosas, socavaba de tal manera el eterno universo que la mente de José Manuel no pudo captarlo desde el principio, y a pesar de que no había sido un alumno extraordinario y no sabía lo que era un hexámetro, reaccionó bastante rápido y dijo: -Mi estimado amigo, creo que usted se ha confundido. El segundo oficial está subordinado al capitán. Espero que me permita explicarle el orden de los rangos en la Marina de Su Majestad en alguna ocación. Pero en cualquier caso, a usted nunca lo azotarán, no, no, usted no será azotado por en cuanto -anãdió el capitán mirándolo con afecto y cierto asombro, porque la ignorancia de ese hombre en esta materia, era sin duda El Maldito Tesoro de la Fragatra
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enorme; tan increíble, que ni siquiera la amplia mentalidad de José Manuel había podido concebir algo semejante. -El problema en sí, mi estimado cirujano, es con el estado de los suministros y la comida a bordo del navío. Alertó finalmente, después de sacudir las otras ideas de su cabeza. No en tanto, para mejor comprender la situación que dice respecto a los alimentos, vuelvo a acudir a los dibujos elaborados por el sitio anteriormente mencionado y a algunos textos que han sido extraídos del artículo “El navío de tres puentes en la Armada española”, de José Ignacio González-Aller Hierro, donde se dice que a popa del palo trinquete, en la cubierta del combés, iban instalados el horno de panificar y la cocina. Igualmente, es comprensible sospechar que sobre los buques, guisar era sin duda una fuente de problemas. Las necesarias y considerables reservas de leña, las cuales ocuparían un espacio precioso, y el fuego, que debería ser mantenido siempre encendido, les harían correr riesgos permanentes de incendio. Por eso que, cuando había temporal o mar gruesa, no había comida caliente a bordo. Por lo tanto, casi siempre existíanía tres clases de raciones en los buques. La primera, se llamaba de carne salada o cecina y tocino; la segunda de bacalao, aceite y El Maldito Tesoro de la Fragatra
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vinagre, y la tercera de queso y aceite. Con cada una de estas raciones se suministraba bizcocho, vino, menestra fina, agua y sal. La ración de agua normal, cuando en buenas condiciones, consentía de cuatro cuartillos diarios por persona, y la distribución de comida a lo largo de la semana, se hacían de acuerdo con las normas que se establecían de ante mano La ración de queso sólo se suministraba durante los temporales, ya que los fogones estaban apagados por la evidente peligrosidad del movimiento del barco. Igualmente, durante la Cuaresma se proveía a la dotación, de una ración de bacalao el viernes y el sábado de cada semana, así como desde el Domingo de Ramos hasta el de Resurrección. La ración destinada para la dieta de los enfermos, se componía de bizcocho blanco, gallina y carnero o cabra. El bizcocho de mar era conocido como galleta, a la que se la cocía varias veces para lograr darle la dureza y la sequedad necesaria para su almacenamiento durante largas temporadas. En aquellos tiempos el alimento ya formaba parte de la remuneración de las tripulaciones, y por lo tanto las raciones eran reglamentadas y suficientes en calorías, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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incluso superiores a las raciones de otras categorías sociales en tierra. Estas eran calculadas para alimentar a un obrero, y se situaban por encima de las 5.000 calorías, por hombre y al día. Pero si la alimentación era abundante, cabe destacar que las raciones pecaban por su toxicidad, monotonía, el desequilibrio en glúcidos y en proteínas, además de la carencia de vitaminas.
550 gramos de bizcocho 80 gramos de tocino salado 120 gramos de judías secas 69 cl de vino 93 cl de agua.
De entre 55 a 65 % de las calorías eran aportadas por el pan o el bizcocho (torta de pan, cocido dos veces, muy duro, muy seco, poco levantado y destinado a ser conservado por mucho tiempo). La alimentación también comprendía verduras secas, salazones (el bacalao salado se conservaba un mes, el buey dos meses, y la carne de cerdo dieciocho meses) y condimentos como vinagre, para El Maldito Tesoro de la Fragatra
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digerir la alimentación salada y poco variada y combatir avitaminosis, además de mostaza, pimienta y guindillas. En todo caso, los alimentos frescos como carne fresca, frutas, legumbres y verduras, se agotaban y/o pudrían rápidamente y por lo tanto eran raciones reservadas solamente para las escalas. Asimismo, para poder efectuar los largos viajes, los animales necesitaban ser embarcados vivos. Y aunque esa práctica perjudicaba la higiene a bordo, resolvía en parte el problema de los víveres frescos. Basta decir que sobre las cubiertas, era común verse acumular gran cantidad de jaulas de aves de corral con patos, gansos o pavos, ya que estos no sufrían el mal de mar, y eran preferidos a las gallinas que se podían morir de ello. Por supuesto que todo ese corral estaba destinado a mejorar la dieta del estado mayor y para abastecer el “caldo de ave”, que revitalizaba a los enfermos y a los heridos. Por otro lado, se sabe que una parte importante de las calorías era aportada por el alcohol, y por ello se servía un litro de vino al día y por hombre, completado por una porción de aguardiente, el que también podia ser utilizado para recompensar a los hombres, galvanizar a los combatientes, o reconfortar a los heridos. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Pero
gracias
al
complemento
de
reservas
clandestinas, sumamente disimuladas, el alcoholismo se constituia en uno de los mayores peligros a bordo, ya que originaban grescas, principio de rebeliones, desobediencia y accidentes. Aunque esto se daba más en la marina británica, donde las bebidas eran más fuertes. Los británicos tomaban cerveza, y si esta se acababa, tomaban vino o ron, según en que mar se hallaran. Hay registros que indican que en la escuadra inglesa del Mediterráneo, tenía entre sus bebidas favoritas el vino dulce español de mistela, al que llamaban cariñosamente “Miss Taylor”. Y entre la oficialidad británica, los buenos vinos franceses y españoles regaban las comidas y cenas. Algo parecido con lo que ocurría entre los oficiales españoles. Para efectuar las comidas, desde finales del siglo XVIII y principios del XIX, a la hora del rancho, los miembros de la dotación del navío (la tripulación y guarnición) armaban mesas y bancos con tablas subidas desde la bodega. Estas mesas eran sólo unas toscas tablas que permitían montarse y desmontarse en poco tiempo. Después de terminado el rancho, se volvían a desarmar para dejar los puentes depejados. Pero a la hora de comer, los rancheros se agrupaban entre los sirvientes El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de cada cañón. Mientras tanto, las piezas estaban abatiportadas fuertemente para evitar su movimiento por el balanceo del buque. Cabe destacar que anteriormente a la utilización de este sistema, la tripulación comía donde podía, y ese “donde podía”, normalmente era en el suelo, sobre la cubierta sin mesas ni bancos a disposición. Los oficiales de guerra eran los únicos que podían permitirse tener una comida relativamente lujosa. A diferencia de la dotación, estos recibían una paga para tramitar la compra de alimentos frescos. Era la llamada gratificación de mesa, y lo que les permitía comprar ganado, alimentos variados y bebidas tales como vinos de calidad y aguardientes. Eran los pajes y criados quienes les servían los alimentos a los oficiales y se encargaban de preparar la cámara para los altos mandos como si de un banquete cortesano se tratara. El resto de oficiales de más baja graduación y los guardamarinas, aún que sin tanto boato, gozaban también de estos privilegios alimenticios. Pero el mayor problema radicaba en la conservación de los víveres, ya que estos estabán siempre bajo la amenaza, inevitable en cualquier una de las embarcaciones de aquella época, de los escapes de agua salada. Así, en el El Maldito Tesoro de la Fragatra
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momento de realizar los grandes cruceros, se corrompían: las salazones se estropeaban y las verduras se pudrían. Además, a pesar de las precauciones que se tomaban para protegerlos de ratas y conservarlos en buen estado, (se ponían en tablas de abeto, dobladas con telas y protegidas por láminas de hierro), los bizcochos de mar eran particularmente frágiles. Mal cocidos, se estropeaban, enmohecían y se hacían añicos, o cachitos, los que a su vez servían para alimentar las aves de corral embarcadas. Y así como la harina, estos eran rellenados por gorgojos, y por otros huevos de insectos. Pero con respecto a la carne, aparte de los problemas ya mencionados, era práctica común en aquella época lidiar con abastecedores muy poco escrupulosos, ya que al abrir los barriles, un grueso hueso hacía peso, y esto se encontraba a menudo en el fondo de los toneles de carne salada.
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En la imágen superior podemos observar la disposición de los ranchos entre los cañones. Con las mesas y bancos montados, traídos de la bodega, al igual que los útiles para el rancho. Nada de lujos, algunos tazones de madera, vasos y sin cubiertos. Cada marinero utilizaba su navaja reglamentaria para sus quehaceres diarios y bien valía para comer.
Ese desperdicio mencionado en los barriles de carne, además de las predaciones causadas por los roedores, existían en proporciones tales, que los cálculos de las raciones se volvían rápidamente caducas y sus estoque se reducían a lo casi vital. Por lo tanto, esa mala alimentación tenía efectos devastadores sobre las tripulaciones, cuyo estado inicial de salud era a menudo malo debido a la desnutrición, a la avitaminosis y\o debido al propio alcoholismo. Algunos alimentos que buscaban su sustitución fueron posteriormente probados, como las tabletas de caldo, muy de moda al fin del siglo XIX, pero estas no fueron la panacea esperada. Lo que hace conocido el caso del motín de la “Bounty”, un barco de la Royal Navy
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británica que tenía como misión buscar el “árbol del pan” en los mares del Sur para poder alimentar a su flota. Una solución para tantear mantener el nivel cualitativo de las raciones, era que los oficiales los valorasen aln probar el bizcocho o el pan de los marineros, los alimentos de los enfermos y el caldo de la tripulación. Además, cada dos semanas, estos debían prestar asistencia a la visita del cirujano, para examinar “la boca y las encías” de los miembros de la tripulación. Pero las ordenanzas son muy prudentes en ese sentido, y no hacían referencia a los dientes, por la razón de que estos, a menudo, ya habían desaparecido desde hacía tiempo, puesto que se caían a causa del escorbuto. Era común en aquella época, que el marinero con escorbuto fuese un individuo desdentado, incapaz de lograr comer alimentos sólidos, pudiendo consumir sólo papilla o el bizcocho mojado en un líquido cualquiera, normalmente vino con agua. Empero, habría que esperar por el fin del siglo XVIII, para que los instrumentos de pesca se volvieran obligatorios a bordo de los buques de guerra. Aunque todavía era un acto muy raramente practicado, pues a los marineros les repugnaba la pesca (y si bien no le damos el
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debido crédito, en general, muchos tripulantes no sabían nadar). Igualmente, un otro gran inconveniente era el agua potable. En todas las marinas del mundo, el agua se llegó a plantear como un problema no resuelto hasta el siglo XIX. En efecto, como cada hombre consumía por término medio, tres litros de agua al día (uno para la bebida, uno para la sopa y uno para la preparación de las comidas), la fragata La Mercedes, así como las demás de la flota, tenía que llevar en sus bodegas un estoque mínimo de setenta mil litros para esta travesía. Algo así como quiñentas barricas de 150 litros cada una y el considerable espacio que ello exigía. Debemos suponer que la capacidad del radio de acción de un navío, en términos de navegabilidad, era de tres meses como máximo, pero esto varíaba conforme el arreglo que se hiciese con la cantidad de toneles de agua dulce embarcados. Pero aun así, tenemos que considerar que el agua se alteraba rápidamente en esas barricas de madera, colocadas en la bodega o sobre el puente. Al cabo de algunos días, un olor repelente salía de ellos debido a la descomposición de los sulfatos contenidos en el agua, los que se transforman en sulfuros al contacto con la madera de los toneles. Al aire libre, los sulfuros vuelven a ser unos El Maldito Tesoro de la Fragatra
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sulfatos y el ciclo se produce repetidas veces. Según la tradición, solía decirse que el agua debía “pudrirse” tres veces antes de ser potable. Incluso, los barcos que no realizaban cruzeros, los abastecimientos de agua dulce podían ser renovados en aguadas a lo largo del litoral, pero hacía falta que el agua recogida fuese bacteriologicamente sana, lo que era a menudo lejos de ser el caso. Pero cuando se habla del avituallamiento, algunos informes indican que un galeón de la carrera de las Indias, requería por cada hombre 850 kilos de la capacidad del barco, calculando ocho meses para alimentos y cuatro para agua. El transporte se hacía dentro de diversos tipos de barriles y tinajas, que variaban en tamaño y forma, habiendo cuatro tamaños de barriles, varios de toneletes, seis tamaños de cajas de madera. Los barriles más grandes tenían una capacidad de 27,5 arrobas aproximadamente, y las botas de vino eran de 30 arrobas. También se necesitaban cestos de mimbre, tanto rígidos como flexibles, canastas de esparto. Como utensilios de cocina se necesitaban calderos de cobre, de un peso entre 40 y 45 libras. Juegos de pesas y medidas para distribuir las raciones diarias, balanza de cruz, hachas, embudos, escobas, platos y tazas, cazos, jarras, cántaros etc. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Conforme el digujo que muestra como era la estiba de la carga
Claro que la información puede variar de acuerdo con el navío, pero en general, la bodega principal se encontraba entre el trinquete y el mamparo de proa, donde se hallaban las diferentes secciónes:
el pañol de cables, con las anclas de respeto,
cables y estachas. En los costados de este pañol, se acomodaban 45 arrobas de brea en cinco cajones, 16 arrobas de brea en 24 bollos, tres cajones de cuarenta arrobas cada uno de hierro labrado para clavazón, y 1000 aros de hierro para las pipas.
Pañol de velas, encima, en el sollado.
Conteniendo las velas de respeto dos juegos: cebadera, trinquete, velacho, mayor, gavia, mesana y sobremesana, y un juego de las demás. También se incluía repuesto de motonería y jarcia. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Pañol
de
leña:
Debajo
del
pañol
del
contramaestre.
Pañol de víveres y agua: a continuación del
mamparo popel, se situaban las pipas de agua, vino, aceite, vinagre, barriles de cecina y sacos de sal.
Sollado, a estribor se situaba la enfermería
conteniendo de tres a seis petates, y la estancia del cirujano, con armario y baúl donde se guardaba los productos de farmacia y servia ocasionalmente de mesa de operaciones.
Pañoles de pan y arroz, hacia popa y en las dos
bandas se estibaba la carga de bizcocho y arroz, y a babor se situaba el entarimado para la distribución.
Pañol del condestable, situado a popa, y
conteniendo las cucharas, atacadores, baldes, botafuegos, tacos, barras de apalancar.
Piques de proa y popa: estiba de balas de
menor calibre. Ya mencionamos lo referente a víveres, pero vale destacar que comúnmente la alimentación para marineros y soldados consistía en galleta o bizcocho, agua, vino o sidra, tocino, cecina, bacalao, queso, arroz, habas, garbanzos, aceite de oliva y vinagre, verduras frescas,
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ajos, cebollas, aves de corral, huevos, pasa, almendras, y azúcar. El bizcocho era la última provisión que se subía a bordo, y solía ir en cajas cerradas o en toneles, que inclusive llegaban a estar forrados interiormente de hojalata, calafateados y exteriormente cubiertos de otro metal, todo ello para prevenir la humedad, aunque lo normal era que el bizcocho de ablandara y se pudriera. Cuando escaseaba, a los trozos sueltos (llamados mazamorra) se le añadía aceite, ajo y agua, y se confeccionaba un guisado. Cuando la mazamorra estaba podrida y agusanada, se solía cocinar con ella una sopa que era comida de noche. El bacalao se llevaba seco, abierto y atado en grandes fardos, debiéndo ser conservado al aire libre, al igual que el jamón y el tocino, siendo estos últimos colgados de la balaustrada de los corredores de popa, dándose el caso de quedar al alcance de los tiburones cuando el barco cabeceaba violentamente. Las aves de corral iban en cubierta, dentro de gallineros, reservándose los huevos para los oficiales y enfermos, y en algunas veces se transportaba cerdos o corderos además de cabras. Otras vituallas que se solían incluir, eran las anchoas (en barriles), pasas de sol y lejía, ciruelas pasas, higos, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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azúcar, carne de membrillo (en cajas), cebollas, alcaparras (en jarras), y mostaza (en jarras). También se llevaban en poca cantidad verduras frescas, ajos, cebollas y pimientos, así como alimentos especiales para enfermos, heridos y oficiales de alta graduación: patos, gansos y gallinas, en gallineros sobre cubierta, corderos, cerdos o vacas, y huevos (que se guardaban en barricas sumergidos en agua del mar). Para la preparación de la ración, se utilizaba el siguiente menaje: ollas de cobre, calderas y hornos; cuchillos, cuartillos de madera (para las raciones de vino y agua), cucharas de hierro, galletas (vasijas pequeñas de caño torcido), escudillas, platos de madera, morteros, gamelas, etc. La operación de avituallamiento de una flota se desarrollaba en varias fases: planificación, adquisición, transporte, almacenamiento y distribución. Como ya hemos dicho, salvo las salazones, el resto de los alimentos eran perecederos, y el coste de los mismos era elevadísimo. En tiempos de Felipe IV, se calculaba que avituallar de alimentos una armada de 88 navíos, costaba 541.799 maravedíes (32.508 €). Pero para avituallar bien, había que comprar con astucia, ya que el precio del trigo fluctuaba de estación en estación y de año en año. Así que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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cuando se sabía que la marina necesitaba comprar trigo, el precio subía en la región que fuese, y por eso se llevaba a cabo la negociación en secreto. La cantidad media anual de trigo que necesitaba la Flota de Indias correspondía a la producción de 9.000 fanegas, las galeras necesitaban entre 27.000 y 75.000 fanegas y la flota atlántica hasta 120.000. Otro problema que solía darse, era que si bien se disponían de las existencias, no había medios para almacenarlos tal como sucedió en 1639. Había vino de sobra, pero no se disponían de los 1.667 toneles necesarios para almacenarlos, y para construirlos se necesitaban 43.000 duelas, 22.000 aros de hierro y toneleros suficientes para trabajar durante seis meses. Un nuevo problema era el transporte de los víveres, que se hacía por medio de carretas, cosa difícil por la escasez de carros y animales. Por ejemplo, para transportar los 1.667 toneles de vino se necesitarían de 1.248 animales de tiro, cosa que en aquella época fue casi imposible de conseguir. Asimismo, las inclemencias del tiempo convertían en impracticables muchos caminos, con el consiguiente retardo en los abastecimientos de la flota. En todo caso, la alimentación de un marino español consistía diariamente en una libra y media de bizcocho y dos pintas de vino al día. Las normativas prescribían seis El Maldito Tesoro de la Fragatra
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libras de cerdo al día, cuatro días a la semana, y los otros tres, seis de bacalao. Dos días también una mezcla de arroz y garbanzos, además de aceite de oliva y vinagre. En caso de tormenta, dado como mencionamos de que era peligroso encender fuego, se cambiada la ración de carne por seis libras de queso. Otro dato interesante que nos permite comprender mejor lo que se sucedia con aquella flota y su valiosísima carga para la Corte, era la cantidad aproximada de alimentos que cargaba un galeón de 500 toneladas para una navegación de 90 días, lo que no es el caso, pero nos permite imaginar el tamaño de los bultos que debía transportar: Bizcocho Vino 20 Arroz Garbanzos Tocino/cecina Aceite Vinagre Queso Bacalao
14.000 kg. 20.250 litros 567 kg. 567 kg. 2.180 kg. 200 kg 455 kg. 344 kg. 1.032 kg.
Otro material que portaban era el vinagre destinado para enfriar la artillería, la provisión de carbón y leña para cocinar, velas y hachones para la iluminación nocturna, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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tanto del personal como para los faroles de popa, cinco anclas de diferente peso, y dos anclotes para atoar. Inclusive, la farmacia de un galeón se componía de los
siguientes
emplastos,
productos:
jarabes,
aceites,
zumos
y
aguas,
conservas,
elixires, espíritus,
ungüentos, vinos, extractos, píldoras, gomas, polvos, sales, tinturas, bálsamos, raíces, hojas, flores, semillas y frutas, mercuriales, y productos varios. Eso incumbía que debido a estas condiciones de vida enbarcados, la gran amenaza para la vida de un marino era las enfermedades a bordo. Lo que según las estadísticas de la Royal Navy, la mortalidad debido a esto, era del 83 % entre los años 1776-1780, cayendo al 33,3 % entre 18101812. Pero pasaría debajo de este umbral, sólo durante la segunda mitad del siglo XIX. Debe
ser
destacado
que
la
mortalidad
por
enfermedad era bastante superior a la causada por los combates y los naufragios. Se cuenta que en 1790, el navío británico Hannibal, de 74 cañones, perdió 200 hombres en el Caribe a causa de la fiebre amarilla. Por lo tanto, todas las patologías estában presentes a bordo, y esa era una preocupación constante del capitán de La Mercedes, ya que las más comunes eran las referidas a la
alimentación,
como
El Maldito Tesoro de la Fragatra
el
escorbuto,
los
daños Página 214
gastrointestinales provocados por el alimento salado, los salazones podridos, la mala dentición; al agua, (la bebida corrompida era caldo de cultivo del tifus); y a las falta de higiene (favorable en la proliferación de enfermedades contagiosas
como
enfermedades
cólera,
transmitidas
sarampión, por
viruela
parásitos:
y
tífus,
enfermedades de piel. Y no hay que olvidarse de los accidentes de trabajo, como caídas, fracturas, heridas, ahogamientos... Además, el propio medio marino podía agravar las enfermedades pulmonares (tuberculosis), las afecciones articulares como artritis, artrosis, reuma articular agudo con
complicación
cardio-respiratorio;
los
estados
“preescorbúticos” que favorecían los traumas del tipo “artrosis crónica” con dolores y rigideces. Por otro lado, una
otra
complicación
frecuente
en
las
lesiones
traumáticas profesionales o en el combate, era el tétano.
La falta de verduras y frutas frescas en la dieta daba aparición al escorbuto. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Al escorbuto se sobreponía el tifus y la tifoidea, lo que dejaba impotente la medicina del momento. Pero era el escorbuto el más temido desde hacía mucho tiempo, como lo demuestra su sobrenombre “peste del mar”. Esta era una enfermedad de avitaminosis (falta de vitamina C), y estaba a la cabeza de las enfermedades mortales. Normalmente aparecía al cabo de 75 días de mar, presentándose con un debilitamiento progresivo, dolores en las piernas y las articulaciones. Las encías se ulceraban y sangraban, los dientes se caían. Luego le sobrevenían las equimosis, úlceras, hemorragias más o menos graves. Por consiguiente, el enfermo presentaba alteraciones del estado general, pudiendo morir sino se le trataba correctamente. Se dice que por puro empirismo, los británicos descubrieron la eficacia del jugo de limón para luchar contra el escorbuto, mientras que la vitamina C fue descubierta solamente en 1928. Pero como el jugo de limón pierde su eficacia al cabo de algunos días, y los marineros eran reticentes a su consumo, la solución fue encontrada, siempre de modo empírico, por el cirujano de Nelson, que lo añadió al aguardiente de caña, “el ron”. Así como la vitamina C se cristaliza cuando en contacto con el El Maldito Tesoro de la Fragatra
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alcohol y conserva sus virtudes, esta mezcla era puesta en el ron, y el grog se hace de uso obligatorio en la Royal Navy, tanto en las guerras de la Revolución y Napoleónicas hasta mediados del siglo XIX. Por lo tanto, desgraciadamente para Napoleón y sus aliados, son los ingleses los que innovan frente a las enfermedades, y quienes pasaron a tener la capacidad de navegar sin interrupción. Claro que
por entonces
se sabía que una
alimentación sana frenaba el escorbuto, pero los dientes perdidos ya no se podían recuperar. Por último, a todas las enfermedades orgánicas, había que añadir las enfermedades psíquicas de los hombres. El ámbito de rigidez disciplinaria, un espacio sin intimidad y limitado físicamente sin posibilidad de escapar, o las tensiones del combate, bien podían ocasionar graves trastornos a un hombre sano. Los médicos aconsejaban dejar a los marineros, los días de fiesta y el domingo por la tarde, a que se entregaran al baile y otros juegos, como si ello fuese una especie de válvula de escape; llevandonos a pensar que el recreo era tan necesario para el hombre como los alimentos. Además, siempre que se podía, al llegar a puerto se permitía a las tripulaciones pasar un tiempo en tierra, lo El Maldito Tesoro de la Fragatra
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que muchos aprovechaban para frecuentar prostíbulos o emborracharse sin medida. Y no era raro que a la vuelta del permiso, muchos llegaran en un estado más que lamentable. Pero, al menos, parecería que estos estaban dispuestos a pasar otra dura temporada en alta mar. Consecuentemente,
conforme
lo
mencionamos,
cuando se llegaba a algun puerto, la mayoría de los marinos bajaban a tierra para emborracharse y frecuentar los prostíbulos, pero los que debían quedarse de guardia en el barco, a veces recibían la visita de mercaderes relajándose entonces la axfisiante atmósfera de disciplina, además de disfrutar de mucho más espacio y tranquilidad. La imágen siguiente muestra una escena a bordo de un navío, en los cuales no era raro que prostitutas, o las mujeres de los marineros, subieran en los buques atracados en los puertos, cosa que no ocurría en los buques españoles de la Armada del Rey.
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Mencionamos anteriormente que en aquella épca las enfermedades mas frecuentes solían ser, en primer lugar el escorbuto, como consecuencia de la falta de ácido ascórbico, presente en cítricos y algunas frutas y verduras. Pero a consecuencia de esa falta, se reduce también la capacidad del cuerpo para producir colágeno, y sin éste, el revestimiento de los vasos capilares se suelta y la sangre escapa a los tejidos vecinos. Los síntomas resultan ser manchas oscuras en el cuerpo (pequeñas hemorragias), articulaciones hinchadas, heridas que no se curan, encías inflamadas
y sangrantes
que
hacen
imposible
la
alimentación, y la consecuente pérdida de dientes. Pero otros males padecidos eran el mareo, la disentería, diversas fiebres y el estreñimiento. El alivio a este último, como producto de la dieta alimenticia que se llevaba a bordo, consistía en realizar periódicamente edemas colectivos.
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Además, el capitán José Manuel tenía otras preocupaciones, porque la cucaracha de a bordo llegaba a tener pulgada y cuarto de longitud, era de color carmelita, tenía seis patas, dos largas antenas y cuatro alas. Y pronto había constado esa plaga en el buque después de sobrepasar los trópicos. Su desasociego era tamaño pues este tipo de insecto comunica a todo cuanto tocan un olor desagradable, y suelen roer la ropa y los libros. Atacan y destruyen gran cantidad de los víveres, y hasta se hbían dado casos de voladuras de navíos, ya que estos insectos roen los estopines y provocan la deflagración. Por lo tanto, la mejor forma de librarse de la plaga es el humazo. Para ello se saca del buque todo lo que contiene, se cierran las escotillas y se preparan hornillos con mercurio que se calientan en la bodega, el problema es que eso no afecta al huevo. Por otro lado, la ventaja de tener cucarachas en el barco, es que estas se comen a las chinches. Pero también estaba la rata, que es el animal navegante por excelencia, y suele ser el primero en habitar la nave, se multiplica grandemente y molesta más por lo que destruye que por lo que come. Además, causa averías en las mercancías transportadas, y llegan a perforar la
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tabla de costado, por bajo a línea de agua, llamándose estos agujeros enrrataduras. De igual modo, existían todo tipo de piojos en los navíos: pedículus, pedículus capitis, pedísculo vestimenti y pedículo tabescentium. Al primero de ellos pertenecen las ladillas, que establecen la vivienda en los sobacos, barbas, y partes genitales del humano. Esta clase de miseria era frecuente en los hombres embarcados, y se comunican de unos a otros por el roce o el contacto. El segundo se establece en el cuero cabelludo, el tercero en el cuerpo y los vestidos, y el último ataca a los enfermos. Estos parásitos son propios de los navegantes cuando les faltan los medios y el tiempo para lavar la ropa y asearse, viviendo juntos y amontonados sin desnudarse, con lo cual la piojería crece y se esparce, pasando desde los soldados de rancho a las cámaras de popa, y desde los coyes de los marineros hasta las literas de los oficiales. También la sarna era una miseria que se contagiaba fácilmente entre los hombres de mar. La causa en un insecto acárido y genero Sarcoptes. -“Menos asquerosas que los piojos son las pulgas, pero más pícaras y bullidoras por andar de ceca en meca removiéndose entre las carnes y las ropas para elegir distintos sitios donde chupar, que chupadores son estos El Maldito Tesoro de la Fragatra
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insectos”. -Recitó el cirujano cuando José Manuel lo interpelaba sobre estas tribulaciones que los afectaban. Vale aclarar que las pulgas se multiplican de modo asombroso, principalmente donde viven hombre y animales, y además no hay mucha limpieza. Pero la pulga en el insecto que menos molesta a los navegantes, aunque ha habido plagas de tal magnitud que han obligado a los marineros a echarse al agua. Así como las pulgas, las chinches son chupópteras. Estas se alojaban en las grietas y rendijas de las maderas, con lo que un barco resulta el lugar propicio para criarlas a millones. Su actividad es nocturna. Una hablilla cuenta que el bergantín-goleta Ebro, llegó a infectarse de tal manera de chinches, que toda la tripulación tenía que dormir en cubierta, colocando en las escotillas centinelas con farol y escoba para eliminar a la masa que subía al anochecer. Tampoco era el caso de La Mercedes, pero los buques que venían del Centroamérica, al regresar con maderas de cualquier tipo, transportaban entre sus rendijas a los escorpiones. Estos, de día permanecían ocultos, saliendo de noche a cazar insectos, con lo que acaecía ver marineros picados, sobre todo porque iban descalzos.
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Pero en el exacto momento en que José Manuel hablaba con el médico-cirujano, y establecía con él los cuidados necesarios para conbatir las plagas que ya pincipiaban a dar su cara en la fragata, se aproximó Pedro Afán y en posición de sentido, anunció firme: -Todos en sus puestos, señor, con su permiso pronunció levantando ligeramente su tricornio. -Muy bien, señor Pedro -confirmó José Manuel.Vamos a prácticar un poco con los cañones -ordenó a seguir-. Es hora de zafarrancho. Quizás así, los hombres en movimiento reduzcan sus malestares y dolencias. -Me parece bien, señor. -Concluyó el cirujano-. Pero que no se le vaya la mano y finalice por causarme otras incomodidades. -No se preocupe, mi amigo. Pero tenga pronto todos los vendajes y demás adminículos necesarioss para asistir a los heridos, además de las medicinas que se requieran. Por las dudas. -Afirmó sin escarnio. Vale decir que un cañon de seis libras puede no lanzar una gran cantidad de metal, ni atravesar dos pies de roble a más de media milla de distancia, como lo hace uno de treita y dos libras, pero sí lanza una sólida bala de hierro colado de tres pulgadas y media a mil pies por segundo, lo que es algo desagradable de recibir. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Pero mover un cañón de a 24 o a 36 libras, los más grandes que portaba un navío, no era cosa fácil y algunas veces algún hombre resultaba herido. Los más grandes pesaban casi 4 toneladas, incluídos los 900 kilos de la cureña, lo que hacía la tarea difícil, y sobre todo muy pesado poder maniobrar estas moles de hierro para cargarlos o limpiarlos. No era raro que en el movimiento en alta mar se destrincaran, provocando un desastre si entonces no se era capaz de detener el cañón, el que libremente, iba de una banda a otra convirtiéndose en un ariete de varias toneladas, que además de romper huesos, aplastaba lo que se pusiera por delante. Para evitar tales accidentes, los cañones se trincaban de forma férrea cuando no eran utilizados. Normalmente, se trincaba el cañón abatiportado, esto es, con la boca del cañón encajada en la parte superior de la porta y trincado con sus aparejos de tal forma que estaba perfectamente inmovilizado y no podía desplazarse. Los artilleros montaban entonces sus mesas y asientos con tablas entre el espacio que dejaban entre cada cañón para el rancho. En el sitio “Todo a Babor”, una revista divulgativa de la Historia naval, existe una descripción sobre el Armamento que portaban los buques de la Real Armada. Por lo tanto, es conveniente repasar tal trabajo con la El Maldito Tesoro de la Fragatra
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finalidad de facilitar la comprención de las ocurrencias de aquella época.
Los Aparejos del cañón:
1.- Braga o braguero. Fuerte cabo que era el que evitaba que el cañón se desplazase en el retroceso. 2.- Palanquines. Cabos que utilizaban los sirvientes del cañón y que mediante aparejos y motones ajustaban la pieza para colocarla en batería tras el disparo o para moverlo. 3.- Este palanquín trasero era también utilizado para mover el cañón, en este caso hacia atrás y que servía también para dejarlo sujeto cuando este estuviera inactivo.
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En la imagen superior tenemos al detalle los motones de los palanquines. Gracias a estas piezas se podía ajustar sin problemas la pieza de artillería.
Cuando el cañón no estaba en son de combate, y para evitar que los cañones pudieran moverse a consecuencia de tempestades o por el normal cabeceo del buque, estos eran trincados de manera que fueran inmovilizados
totalmente
sin
peligro
para
ningún
tripulante. Había varias formas de hacer esto, la más El Maldito Tesoro de la Fragatra
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común era el cañón abatiportado y la otra era abretonado, tal y como indicamos en las imagenes siguientes: La libra española y la francesa eran sensiblemente de menos peso que la libra inglesa. Así, una bala de a 36 libras francesas equivalía a 38,8 libras inglesas. Una de 24 libras francesas era equivalente a 25,9 libras inglesas y una de 18, a 19,4 libras inglesas. La libra francesa no difería mucho de la libra española, aunque está última era un poco más ligera. Cuando se empezó a estudiar en España el cambiar el pesado calibre de a 36 libras por el de 30, sobre todo en los cañones recamarados y los obuses de Rovira, se estaba intentando aligerar en algo el peso del proyectil sin perder nada de potencia o poder destructivo para hacer más manejables los cañones más pesados.
Una comparativa de tamaño de los diferentes tipos calibres de los cañones. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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El
calibre
de
30
libras
español
equivalía
prácticamente al 32 inglés. Con lo cual se tenía ya visto a este calibre inglés como mucho más efectivo que el pesado 36 libras. Los obuses del calibre 30 también fueron ampliamente utilizados en la Armada.
Los Proyectiles del cañón
Cada tipo de proyectil, ya sea bala rasa, metralla o palanqueta, tenían diferentes calibres para cada tipo de cañón. Y los diferentes tipos de proyectiles eran empleados, según la táctica escogida: La bala normal, para traspasar los cascos; eran simples masas esféricas de hierro colado. Una bala de 36 libras y a 15º de elevación, podía alcanzar los 3.326 metros; la de 24 libras 3.113 metros; la de 18 libras 3.028 metros; la de 12 libras 3.071 metros y la de 8 libras 3.100 metros. Estos últimos que contaban con gran alcance, eran
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utilizados como cañones de mira o de caza. Aunque el alcance efectivo no pasaba de más de mil metros. La palanqueta podía ser: a la española, con dos balas unidas por una barra; a la francesa, dos medias balas unidas de la misma forma; y a la inglesa, que consistía en una masa de hierro batido o colado compuesto de dos pirámides hexagonales truncadas y de un prisma también hexagonal, que las unía por sus bases menores. A finales de siglo la Real Armada española adoptó este tipo de palanqueta a la inglesa, por considerarla más efectiva. El alcance de la palanqueta era de un tercio del de la bala. Por ello la experiencia hacía preferir la palanqueta a la bala en distancias menores a 400 metros, pues producía mayores estragos al arrancar grandes astillas a las maderas y poseía más probabilidad de conseguir un desarbolo.
Cañon de finales del siglo XVIII y principios del XIX - Por Javier Yuste. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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La metralla se componía de conjuntos de balas pequeñas como las de fusil, o trozos de hierro, apilados y sujetos a un platillo por medio de un saquillo de loneta. El saquillo de metralla para cañones de a 36 libras, se formaba con cinco tongas de a cinco balas de una libra y media cada una. El alcance de la metralla era de dos tercios del de la bala. Cosme Damián Churruca y Elorza llegó a recomendar no tirar metralla a distancias superiores a 400 metros, por espaciarse demasiado los proyectiles, y sólo balas a partir de los 600 metros y con doble munición, además de palanqueta y metralla dentro del mismo tiro, a tiro de pistola o tocapenoles. Esta última modalidad de disparo representaba un evidente riesgo de que reventase el cañón, si no era dosificada convenientemente la carga de pólvora. Los ingleses, no obstante, acostumbraban a emplear dos balas en este caso. Como ya lo citamos, muchas veces el tiro era realizado con balas calentadas al rojo sobre un brasero, pero esta maniobra era rara debido a los riesgos de incendio. En todo caso, las granadas se cargaban de pólvora negra fina, y se activaban en el momento del disparo.
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No en tanto, con el objeto de incendiar una embarcación en caso necesario, cada navío estaba provisto de camisas de fuego, consistentes en unos telares de forma cuadrangular sobre los que se adosaban saquetes de lienzo y lona con pólvora en su interior y recubiertos de betún. Para su empleo, había que unirlas con cadenotes al costado que se pretendía quemar, y después de acuchillar el artilugio, se encendía la mecha. Los frascos de fuego eran de vidrio delgado con forma de calabaza, rellenos de pólvora, con el tapón recubierto de cera y dotados de mecha. Estos se arrojaban en la cubierta del enemigo durante los abordajes, como si fueran granadas de mano y con el mismo designio, provocar incendios. Para mejor comprensión sobre lo dicho, en el artículo de la Revista General de Marina titulado “Presencia de la Marina en los combates del puente Sampayo” de Carlos Martínez-Valverde, hay un pasaje en el que una batería de dos cañones marinos de a 24 libras, son utilizados para su servicio en tierra contra los franceses en 1809. El oficial del Ejército Ruibal estaba al mando de dichas piezas. Pero para ver el modo de sentir y de actuar de la gente de mar de la batería de a 24, tomemos la palabra de Ruibal:
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“El fuego se generalizó —dice—. Los marineros de mi batería introducían en los cañones, sobre la bala de a 24, una palanqueta y, sobre ella, un saco de metralla. La pólvora que tenía que vencer aquella carga monstruosa la despedía con detonaciones espantosas. Los artilleros del Ejército temían reventaran las piezas, pero los marineros decían que no aumentando la pólvora no hay peligro. El piloto me dijo —sigue Ruibal—: Esté usted sin cuidado, los cañones no revientan. En la guerra que tuvimos con los ingleses sostuvimos muchos combates navales, y cuando nos acercábamos al abordaje cargábamos siempre como usted ve, y nunca reventó un cañón. Créame, no aumentando la carga de pólvora, no hay cuidado; entre nosotros suele decirse: «pólvora, poca, y metralla, hasta la boca». Si podemos matar de un cañonazo diez enemigos, ¿por qué hemos de matar sólo cuatro?”. Sigue Ruibal: “Era tan violento el estruendo de las dos piezas, que a cada disparo sentía un dolor intenso en los oídos. A mediodía yo y mis tiradores estábamos casi sordos”. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Los Complementos del cañón
De izquierda a derecha vemos un cartucho de pólvora, un estuche portacartuchos, el cuerno de pólvora del cabo de cañón para cebar el oído de la pieza, el punzón que se utilizaba para perforar el cartucho una vez que se había introducido en el ánima, y para la limpieza del ánima del cañón los artilleros tenían uno o varios cubos o cubetas llenas de agua.
Herramientas para el uso del cañón
- Atacador. Era la herramienta que empujaba los cartuchos, bala y taco de estopa al interior del ánima del cañón. Había otra versión flexible para su utilización cuando por causa del mar o la imposibilidad de abrir la porta por cualquier otra razón, había que dejar el cañón cargado.
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- Esponja. La esponja se mojaba con agua y refrescaba el ánima tras un disparo, lo cual servía además para apagar los posibles rescoldos de pólvora que eran un verdero peligro si no era bien limpiada el arma, ya que de no ser así, podía explotar cuando se metiera un nuevo cartucho de pólvora en el interior.
- Cepillo - Para mantener el ánima del cañón bien limpia, tras la esponja se pasaba el cepillo para retirar la suciedad acumulada tras el disparo.
- Rascador - Si había que sacar del ánima del cañón el taco, proyectil y pólvora que por cualquier motivo no habían sido disparados, se utilizaba esta herramienta.
- Espeque y pie de cabra - El pie de cabra era una fuerte barra de hierro que se utilizaba para poder frenar el cañón cuando este retrocedía tras un disparo, para ponerlo de nuevo en batería y para orientar el cañón cuando se iba a disparar siguiendo las indicaciones del cabo de cañón. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Los utilizaban dos sirvientes, uno a cada lado del arma. Los espeques eran barras de madera que se utilizaban para auxiliar en el movimiento.
- Botafuego - Antes de la invención de la llave de artillería, se aplicaba la ignición del cañón mediante este sistema de mecha encendida sobre un chifle de madera. Era menos seguro, porque se corría el riesgo de que se apagara por diferentes causas y hacía más lento el disparo del cañón, con la imprecisión y problemas que podía acarrear esto en pleno combate.
- Botafuego experimental - Es de llave de chispa con forma de pequeño fusil estilizado; era empleado para dar fuego, desde cierta distancia, a las piezas de artillería. Posiblemente fue un artilugio experimental ideado en Cartagena por Francisco Martínez hacia 1780, y para sustituir el procedimiento de chifle y mecha en vigor en todas las marinas de aquella época. La atribución viene dada por la leyenda Martínez que lleva el botafuego en una chapa. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Diseño que manifiesta la máquina de dar fuego a todo cañón. Delineado de Benito Méndez. Imagen: Museo Naval de Madrid.
- Llave de fuego o de artillería - Era constituida por una llave de chispa de fusil montada sobre un soporte de madera, que se hacía firme a la pieza por medio de dos fajas de loneta. Inicialmente, se colocaba a la izquierda del oído para no variar la posición de los sirvientes del cañón cuando se empleaba el chifle y la mecha, porque el que tapaba el oído estaba siempre a la derecha, y el que daba fuego al cañón, a la izquierda. Se atribuye su invento al capitán de navío británico sir Charles Douglas, que lo aplicó en el Duke, de 98 cañones, cuando lo mandó de 1778 a 1781.
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Su uso en la Real Armada se produjo tras la desgraciada batalla de San Vicente en 1797, en la que todos los buques británicos las llevaban y se demostraba su superioridad al botafuego. Cosme Damián Churruca, fue el encargado, a instancias de Mazarredo, de examinar algunas llaves de artillería para poder introducirlas en la Real Armada y modernizarse en este apartado. Entonces Churruca ideó una llave que parecía aventajarse a la que utilizaban otras marinas extranjeras, por lo que fueron aceptadas y aprobadas, y comunicando por R.O. del 14 de abril de 1801 para que se generalizase su uso en los buques de S.M. Hasta finales de 1804, Grandallana no ordenara su construcción con prontitud y en cantidades masivas, per eso no dio tiempo a hacer tal cantidad de llaves necesarias para armar tantos buques en tan poco tiempo y sólo pudieron prepararse varios navíos con este tipo de llave. Por lo tanto, el resto de la flota tuvo que llevar llaves de pistola o fusil, montadas sobre tacos de madera, como se muestra en la fotografía. A pesar de ello, Churruca señaló que durante la batalla de Finisterre, que aún con estas llaves sustitutivas eran preferibles a tener que disparar mediante el botafuego.
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Plano de la llave de cañón aprobada por S.M. para el uso de buques de su Real Armada. Ferrol 18 de agosto de 1804, Cosme de Churruca Joséph Posu Bermudez. Imagen del Museo Naval de Madrid.
Llave de artillería montada sobre taco de madera. Foto del Museo Naval de Madrid.
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Llave de artillería de finales del siglo XVIII, que iba adosado a la culata del cañón mediante un acople de madera, o ya posteriormente, al propio cañón que tenía el resalte ya hecho de fábrica. Foto Museo Naval de Madrid.
Cómo se disparaba con llave de artillería A continuación, explicamos gráficamente los pasos que se seguían para disparar mediante llave de artillería.
El cabo de cañón, con el cuerno de pólvora cebaba el oído del cañón.
Listo para disparar se apuntaba la pieza, mientras el personal se retiraba para no estorbar en el disparo. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Tras la orden de fuego el cabo de cañón, a distancia prudencial para evitar el violento retroceso del cañón, tiraba de la delgada driza, que accionaba el mecanismo de disparo de la llave, produciendo el sílex de la misma ignición en la pólvora del oído del cañón y comunicando así el fuego a la pólvora del ánima del mismo, que expulsaría al exterior el proyectil.
Cómo se disparaba un cañón El disparo de un cañón implicaba un número fijo de pasos que los artilleros debían ejecutar de manera casi mecánica, para poder hacer una regular cadencia de tiro. Cada uno de estos pasos era importante, por lo que no podían saltarse sin riesgo de explosión del cañón o de cartuchos debido a la imprudencia o mal manejo. De ahí la importancia que le daba el capitán José Manuel al constante ejercicio de carga y disparo del cañón de forma regular por parte de su tripulación. Un cañón de 24 libras o de 36, los más grandes y pesados que portaba un navío, eran manejados cada uno por entre 8 y 14 hombres, dependiendo si se disparaba por El Maldito Tesoro de la Fragatra
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una banda o las dos a la vez. Hay que tener en cuenta que la dotación de un cañón manejaba dos cañones. El de estribor y su espejo de babor. Normalmente, se disparaba por una sóla banda, pero en caso de tener que disparar por las dos, se dividían los hombres y se ayudaban entre ellos para cargar los dos cañones.
Imagen de la sección de un navío de 74 cañones. Observese la limitada altura de los entrepuentes. En la batería superior tenemos un cañón dispuesto en retirada. En la batería baja un cañón abatiportado. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Así lo determiaba la R.O. de 1802 cuando indica: “El señalamiento y destino para el servicio de la artillería será solo respectivo a los cañones de una banda”. (Artículo 5, título quinto de las ordenanzas).
El Cañón
La imágen corresponde a un cañón de a 36 libras, y esta era el arma básica de cualquier barco de guerra de la época. Los había de diferentes calibres, que íban desde los de 8 libras de los más pequeños, hasta las 36 libras de los más grandes. No en tanto, La Mercedes estaba equipada con los cañones de a 12, además de los obuses. Todos ellos se cargaban por la boca del cañón y, en un principio, se aplicaba fuego mediante una mecha para disparar, siendo sustituído a finales del XVIII por los tirafrictor o llaves de artillería, siendo más seguros y rápidos. Una bala de cañón de 36 libras (más de 15 kilos) El Maldito Tesoro de la Fragatra
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podía abrir un boquete en los macizos costados de los navíos que podían tener 60 centímetros de grosor. En España llegaron a fabricarse excelentes piezas en la Real Fábrica de Cañones de La Cavada, en el término municipal de Riotuerto. Estos podían ser servidos desde sólo 6 hombres en los cañones de a 8 libras, hasta 12 o 14 artilleros en las piezas de calibres más altos. Sin embargo, al atenerse a las disposiciones contantes en las Reales Ordenanzas de 1793, cuanto a la dotación, indicaba lo siguiente en el artículo 3, título quinto: “Se considerará la fuerza del Equipage, y el calibre y tamaño de la Artillería, para determinar el
número
de
hombres
de
cada
cañón,
computando de diez a doce para los de 36 y 24, nueve a once para los de 18, siete a nueve para los de 12, cinco a siete para los de 8 y 6, y tres a cinco para los demás calibres menores”. Debenos tener en cuenta que de todos los hombres que servían cada cañón, había varios que estaban destinados a otras comisiones en combate. Entre ellos se destacan: un trozo (grupo) de abordaje, contra incendios, para ayudar a las maniobras de los marineros (halar, bracear y demás), retirar a los heridos o a los muertos, los El Maldito Tesoro de la Fragatra
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que eran sacados en pleno combate de las dotaciones de los cañones según las necesidades. Por lo tanto de esos 14 hombres que manejan un sólo cañón de a 36, el grupo iba disminuyendo por las diferentes causas a lo largo de un combate, con la repercusión que esto tenía en el disparo y manejo de la pieza. De ahí, que los navíos fueran con muchísima más tripulación en tiempo de guerra, que lo normal cuando se navegaba en tiempo de paz. Por consiguiente y en referencia a lo que citamos, las Ordenanzas en su artículo 23 del título primero, dicen: “Los ranchos podrán tener más gente de la que se aplica al servicio de un cañón, y aun deberán tenerla siempre, porque ha de comprenderse en ellos para el uniforme servicio y disciplina a todos los que se han de emplear en combate, tanto en la maniobra, como en lampacería, pañoles, enfermería y otros destinos”. A su vez, los Artilleros de las brigadas de Artillería de Marina eran muy solicitados, y normalmente no había suficientes para dotar un navío con ellos. Por lo tanto, los que había eran preferibles en las baterías: “Si alcanzase para ello el número de Artilleros de Brigada, no contados los que han de emplearse en pañoles, se destinará uno a cada El Maldito Tesoro de la Fragatra
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cañón, para que le gobierne como Cabo, y él de Mar se colocará a su izquierda, para remplazarle si falta o es llamado a otra atención”. (Artículo 6). Y también: “El Condestable y Cabos de Artillería, ó bombardero que exerzan de Cabos, se destinarán con la preferencia del siguiente orden hasta donde alcance su número: primera, segunda, tercera
batería,
pañol,
alcázar,
castillo”.
(Artículo 8). Pero no todo funcionaba a las mil maravillas, por eso que cuando faltaban artilleros de marina, se disponía que: “No alcanzando el número de Artilleros de Brigada al de cañones, se destinará solo uno para los del alcázar, y otro para los del castillo: y bastando los restantes para los de las baterías, se señalará una a cada uno: y no alcanzando a esto, se confiará a cada uno el cuidado y dirección de dos cañones, no su servicio material de Cabo: y si resultase posible aplicar un Artillero por cañón a una de las baterías, se preferirá
la
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segunda,
como
de
menos Página 245
interrumpible servicio en casos de mar y viento, y más a propósito para el acierto de las punterías importantes”. (Artículo 7)
Imagen superior: Puentes de artillería de un navío de línea de dos cubiertas de cañones. De arriba a abajo tenemos la cubierta del alcázar o castillo que solía portar cañones de 8 libras u obuses de varios calibres (normalmente de 24 o 30 libras), después la segunda batería que solía armar cañones de 18 libras; por último la primera batería con cañones de 24 o 36 libras.
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El Obús
La imágen superior corresponde a un obús de a 48 libras con cureña puesta sobre corredera. La segunda corresponde a un obús de a 24 libras, en cuanto que la inferior se refiere a una corredera para la cureña del obús. A diferencia de los franceses, los españoles buscaron y plantearon una buena alternativa a las carronadas. Los obuses marinos proyectados por el comisario General de Artillería Francisco Javier Rovira, eran piezas ligeras pensadas y para ser usadas para lanzar principalmente granadas con tiro directo, y aumentar aun más los fuegos altos de los buques. La munición que podía emplearse en El Maldito Tesoro de la Fragatra
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estos obuses, eran bombas y metralla, aunque por la dificultad técnica y el manejo para el lanzamiento de las primeras, no se utilizaron, quedando prácticamente los obuses para el disparo de metralla a corta distancia. Si se hubiera conseguido un buen método para poder disparar bombas con efectividad y sin peligro, los obuses de Rovira hubieran llegado a ser unas armas temibles, que hubieran dado una gran ventaja artillera a los buques españoles.
Obús de a 24 libras con sus aparejos y con cureña puesta sobre corredera. Gracias a la corredera la pieza podía moverse de forma lateral de manera muy parecida a las carronadas, dotando al obús de más margen de maniobra que una cureña convencional. Las correderas también fueron probadas con cañones recamarados.
En un principio, fueron fundidos obúses de a 24 libras en 1791, tras las pruebas realizadas con carronadas. Estos se instalaban principalmente en el castillo o toldilla de los navíos en cureña puesta sobre corredera, aunque en sus inicios fueron montados también en cureñas de cañón. Se podían llevar en grandes cantidades en estas partes El Maldito Tesoro de la Fragatra
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altas de los navíos, porque ellos eran de poco peso. Un obús de a 24 libras pesaba tan sólamente como un cañón de a 6 libras. En el año 1798 se publicó un Reglamento específico de Obuses, donde se indicaban el número de estas piezas a montar, desde los grandes navíos de línea hasta balandras y embarcaciones menores, con diferentes calibres y número según el tipo de buque. Esta reglamentación fue actualizada de nuevo en 1803. Por aquella época, en la Real Armada existían de los calibres de a 48, 36, 30, 24, 12, 8 y 4 libras, siendo estos últimos utilizados a bordo de las lanchas en los desembarcos o cuando ejercían de fuerza sutil en los apostaderos. Solían ser servidas por sólo 4 o 6 artilleros. En ese entonces, La Mercedes llevaba 8 Obuses de a 24 y 12 de a 3.
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Arriba tenemos un obús montado sobre corredera antes de ser disparado (a) y tras el disparo vemos como el obús ha retrocedido hacia atrás (b). Lo malo de este sistema, era que el retroceso era más violento debido a la menor distancia que en una cureña normal. Pero lo bueno, es que era más cómodo su servicio.
Tal y como hemos dicho anteriormente, la corredera tenía la ventaja de poder maniobrar lateralmente con facilidad, gracias a dos pequeñas ruedas que incorporaba detrás, y sin necesidad de utilizar los pies de cabra tal y como
limitadamente
se
hacía
con
las
cureñas
convencionales. Así que, tirando de uno de los palanquines y dejando el otro sin tocar, se movía la pieza lateralmente basculando El Maldito Tesoro de la Fragatra
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gracias a un fuerte perno que iba unido al costado del buque.
Para ejemplo, y tal y como se muestra en la imagen superior, en la actualidad se pueden ver a bordo de la fragata estadounidense USS Constitution, carronadas con cureñas montadas sobre correderas, tal cual debían estar los obuses españoles montados por aquella época. También lo podemos ver en la imagen siguiente en una excelente maqueta del Santísima Trinidad, con su cuarta batería armada de obuses de a 24 libras con este tipo de cureñas.
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Modelo y fotografía de Félix Moreno Sorli. Cortesía de Juan Carlos Mejías.
Diseño a dos vistas, horizontal y vertical, de cañones bomberos del calibre 68 inglés, de los cañones del calibre 32 inglés en la primera batería y de los cañones del calibre 32 inglés en el alcázar y castillo, de la corbeta Villa de Bilbao; de los cañones del calibre 32 inglés del bergantín Volador, de los diferentes Tipos de munición y jarra de pólvora empleados en el servicio de cañón. Ferrol 30 de mayo de 1846 José Novoa y Vázquez. Imagen: Museo Naval de Madrid.
Disposición de obúses en un navío de 74 cañones, según la reglamentación de 1798. Según las disposiciones existentes, a continuación es posible observar dos dibujos que muestran la disposición de los obuses a bordo de un barco de 74 cañones, y de un navío de tres puentes. Aunque esta disposición, por reglamento, solía variar normalmente en cuanto al número El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de piezas y calibres, segĂşn la disponibilidad en arsenales de
tales
piezas.
Las
carronadas,
cuando
eran
ocasionalmente utilizadas alguna vez, eran montadas en lugares similares a estos.
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Carronada.
La imágen corresponde a una carronada de a 32 libras instalada en la toldilla de un navío. Cabe destacar que la carronada era un tipo de cañón ideado por el inglés Boyne y fundido en Carron (Escocia); no tenía muñón, siendo sustituido por un robusto perno de hierro que atravesaba por el ojo de un resalte de metal que tenía esta pieza en la parte inferior; en comparación con los cañones normales, este era de fácil manejo, poseía mayor calibre de los proyectiles, un menor riesgo a los sirvientes en combate, y se podía hacer con el un fuego más vivo y mejor dirigido; sin embargo, tenía menor alcance y las cubiertas de los navíos sufrían mucho con los disparos. La Real Armada de España los probó por primera vez en 1785, a bordo del navío Santa Ana, aunque su uso en los navíos de línea fue normalmente de forma esporádica, y no era raro disponer de algunas si se terciaba, seguramente provenientes de buques ingleses capturados, y que al encontrarse depositados en los El Maldito Tesoro de la Fragatra
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arsenales, fueran del agrado de algún comandante que ordenara montarlas a bordo de su buque. Por ejemplo, durante la batalla de Trafalgar, 4 de los 15 navíos españoles llevaban carronadas de los calibres de a 32, 28 y 10 libras. Aunque era más frecuente su uso en unidades más pequeñas, sobre todo en buques mercantes, corsarios o pequeños buques de la Armada. Solían ser servidas por sólo 3 ó 4 artilleros. De todos modos, el uso de las carronadas en los navíos estaba contemplado en las ordenanzas, en el artículo 34 del título V de las de 1793, cuanado se dice: “Cuando hubiese carronadas en la segunda batería, ó en la segunda y quarta, sus cartuchos se depositarán con separación de caxa pero en un propio pañol, pues no cabe equivocarse al solicitarlos y recibirlos”.
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El Pedrero
La imágen representa un pedrero de a 3 libras con su vista frontal. El pedrero era un arma de bronce o hierro de pie y medio de longitud, que se cargaba por la culata con una pequeña bala de 3 libras, en este caso. Iba montada en una horquilla giratoria e instalada en las bordas de los buques o, principalmente, en los faluchos y botes. Se cargaba también con metralla para batir el combés enemigo, y obenques en los abordajes. Era manejada por un sólo hombre. El Mortero.
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El mortero está dividido en tres partes, el primer cuerpo o vientre, el segundo cuerpo, y el tercer cuerpo o caña, finalizado en el brocal del mortero; lleva dos asas y placa fundida con el vientre del mortero; en la parte exterior tiene un receptáculo para la pólvora, llamado cazoleta, que en el caso de este modelo, representa un rostro; iba fijo a una madera que simula la cubierta de una bombarda o lancha bombardera donde iba montado. Su utilización cayó en desuso a finales del siglo XVIII, tras la aparición de los cañones bomberos (obuses). Foto y texto del Museo Naval de Madrid. Proceso de carga del cañón
En el momento del combate, era imprescindible tener a mano tinas de agua en cubierta con algunos lampazos mojados, de manera de apagar cualquier posible fuego. Ademas de tener listos los pertrechos con los que se tenían que servir cada una de las piezas, tenían que tener siempre los llamados pertrechos de respeto o recambio, cureñas, ruedas, ligaduras, cuchillos, martillos… Todo ello El Maldito Tesoro de la Fragatra
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repartido en tres puestos: La Santabárbara, el palo mayor y el trinquete, para poder acceder a ellos desde cualquier lugar del buque en un momento de necesidad. Los cajones de cartuchos de fusil, eran distribuidos también, así como los barriles de granadas y una mechera llena de mechas. En algunas ocasiones, ante el enfrentamiento al mal tiempo en la mar, las tripulaciones de los buques se veían obligadas a arrojar parte de su artillería al agua. Y la artillería que solía arrojarse al agua, era la que iba situada en la cámara baja, la de encima y debajo del alcázar, la del combés y las de encima y debajo del castillo de proa. Pero la utilización de las armas y artillería a bordo de los buques, tenía que ser considerada en función de varios factores:
Si se apuntaba para dar en la proa o popa,
tenían que tener en cuenta el andar de uno y otro navío.
Si tenían que tirar a desarbolar, debían
apuntar a los dos tercios de los palos a la altura de la cofa, que era donde se producían los mayores estragos.
Si la intención era echar a pique el buque
contrario, la puntería tenía que hacerse de forma que la bala diese en la medianía del casco. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Si querían disparar al horizonte, los cañones
de la primera batería tendrían que apuntar a la primera del enemigo; los de la segunda a la segunda; los del alcázar y castillo, al alcázar y castillo contrarios. Atender además al movimiento del navío, lo que era imprescindible para disparar con puntería en la mar. La práctica mostraba que como pauta general, para acertar en la mar, había que dar a la pieza alguna elevación más de la correspondiente, para que poco más o menos a la mitad de la caída del balanceo del buque, estuviese la puntería en el objeto que se deseaba batir. Los cañones situados por barlovento tenían de por si suficiente elevación, por lo que se les daba fuego en el momento del balance o caída. Una vez disparado un cañón, se arriaba la porta mientras se volvía a cargar, y una vez cargado se abría de nuevo poniendo el cañón en batería. También, otros factores importantes que había que considerar además del movimiento del buque, era el hecho de que los tiros efectuados de mar a tierra, son más cortos que los que se hacen de tierra al mar. Con lluvia, también los tiros son de menos alcance que cuando hay nieblas o el tiempo está nublado. Del mismo modo de que los que se El Maldito Tesoro de la Fragatra
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hacen de noche, no son tan largos como los que se hacen de día, siendo a su vez de día de más alcance cuando el sol esta más elevado sobre el horizonte. El uso paso a paso
Se introducía primeramente un cartucho de pólvora hasta el fondo del ánima, mediante un atacador.
Tras el cartucho de pólvora le seguía el proyectil, (bala rasa, palanqueta o metralla), y se taponaba con un taco de estopa, que evitaba que se deslizase el conjunto y así se quedara el proyectil junto con la pólvora en el fondo de la recámara.
El cabo de cañón agujereaba el cartucho de pólvora mediante un fino punzón que introducía por el oído del cañón. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Se cebaba entonces el oído con pólvora rápida proporcionada por el cuerno que llevaba el cabo de cañón.
Si no se disponía de llave de artillería, se aplicaba el fuego mediante mecha, con el botafuego. Con la llave, el disparo era efectuado tirando de una pequeña driza, que hacía saltar el mecanismo y, mediante un sílex de este, se producía una fuerte chispa que encendía la pólvora rápida del oído del cañón, y producía a su vez la ignición del cartucho. Este segundo método era el más utilizado desde finales del XVIII, quedando el botafuego como método de reserva por si fallaba la llave.
Esto provocaba la ignición de la carga de pólvora y empujaba con gran violencia al proyectil al exterior, arrojando a su vez el taco desintegrado y pavesas ardiendo. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Con la esponja, previamente mojada en agua, se refrescaba el interior del ánima y se apagaban los posibles rescoldos encendidos que hubiera en el interior de la recámara. Este refresco había que hacerlo a fondo cada pocos tiros, pues el cañón podía llegar a ponerse al rojo vivo y llegar a explotar, deformarse por el calor o sufrir alguna fisura. Los cañones españoles fundidos en la Cavada tenían la ventaja de avisar antes de explotar, porque se desquebrajaban cuando estaban a punto de estallar, lo cual daba tiempo al menos de alejarse.
Con el cepillo, se retiraban los restos y se limpiaba el ánima, quedándo el cañón listo para repetir el proceso de carga.
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Organización de los artilleros en la carga y disparo del cañón
Con respecto al correcto manejo de las piezas de artillería, encontramos que en las Ordenanzas de 1793, se prescribía que: “La enseñanza del manejo del cañón ha de empezarse encomendando la de cada uno á un Artillero
de
Brigada
para
la
explîcación
particular de las obligaciones de cada puesto, esto és, del cabo, del primero, del segundo, del tercero y demas sirvientes de derecha é izquierda, como se trinca y destrinca el cañon, se asegura dentro y se saca á bateria, se embica, se eleva y se ronza, como se colocan, toman y sirven los útiles y municiones, por quien y en que forma se vá a buscar las que faltan, particularmente el cartucho
para
la
carga
sucesiva,
y
las
precauciones en el uso de la mecha: todo con El Maldito Tesoro de la Fragatra
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arreglo al Título de Exercicios del Tratado del Real Cuerpo de Artillería”. Por lo tanto, cada grupo de 8 a 14 hombres que formaban parte del manejo de un cañón (y su espejo de la otra banda), se agrupaban en torno a un rancho. Cada uno de ellos tenía un cometido específico en la carga, manejo y disparo
de
un
cañón.
Siendo
los
movimientos
continuamente ensayados para conseguir realizarlos en el menor tiempo posible y de la forma más segura en combate. En cada cañón había un responsable absoluto al que los demás hombres debían obedecer al punto, que era el cabo de cañón, y normalmente correpondía a un artillero de marina o un artillero de preferencia, hombres con experiencia y que ya sabían el oficio perfectamente, y eran los que tenían por misión, además de coordinar todos los pasos de carga y limpieza, cebar el oído del cañón, apuntar y disparar mediante el aplique de botafuego, o tirar de la driza de la llave de artillería en su caso. Luego estaban los demás artilleros, expertos formados por hombres de esta clase, y marineros y grumetes, quienes se ocupaban de las herramientas variadas de limpieza, refresco y carga del cañón. También se ocupaban de tirar de los palanquines para, con la ayuda El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de otros hombres que portaban espeques, poner el cañón en batería tras la carga, listo para disparar. Por último un paje (que no eran en muchas ocasiones más que niños de 11 o 12 años) o un joven grumete, quienes se dedicaba en exclusiva a correr a la Santabárbara a por cartuchos de pólvora y transportarlos al cañón o cañones asignados. Aparte, muchos hombres debían saber no sólo su función determinada, sino donde situarse para no estorbar a la gente, tanto de su pieza como las aledañas. Hay que recordar que en combate, podían juntarse en una sóla batería más de 200 hombres y todos haciéndo complicados movimientos, portando muchas herramientas distintas, con poca luz, pendientes del balanceo del barco, el retroceso de su cañón y el de los demás, el humo, el agotamiento... Entonces, como mencionamos, no era extraño, por tanto, las fracturas de miembros por atropello o golpe debido a descuídos. Es posible a continuación observar, de forma resumida, los diferentes pasos que había que realizar para disparar un cañón de a 36 libras: Tras recibir el cartucho del paje (a la izquierda de la imágen), un artillero se encargaba de introducirlo en el ánima, otro el proyectil elegido, mientras a un lado del cañón se situaba un otro artillero con un atacador listo para El Maldito Tesoro de la Fragatra
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introducir un taco de estopa y empujar todo con su herramienta al interior del ánima.
Vista superior de la carga del cañón
En el dibujo, vemos como dos artilleros (el nº 3 y 4), se ocupan de la carga del cartucho, proyectil y taco, mientras el resto de artilleros se prepara a ambos lados de los palanquines, dispuestos a tirar para entrar el cañón en El Maldito Tesoro de la Fragatra
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batería. Este supuesto sirve cuando sólo se dispara por una banda, y todos los artilleros disponibles manejan un sólo cañón. En el caso de que hubiera que disparar a dos bandas al mismo tiempo, los artilleros se repartían equitativamente en las dos piezas. En este caso el segundo jefe de pieza (nº2) hará las veces de cabo de cañón en la pieza espejo. Tras la carga del cañón y aprovechando el balanceo del navío, se metía la pieza en batería. Para ello se utilizaban los pies de cabra, mientras otros artilleros tiraban de los palanquines de los costados del cañón. Era una tarea muy pesada y la que más desgastaba a los sirvientes, ya que había que mover una mole de casi 4 toneladas. Repetir en combate todo esto una y otra vez, suponía un tremendo esfuerzo. Mientras tanto, el paje de la pólvora había ido velozmente a por más cartuchos.
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Vista superior del cañón en bateria
A la orden del cabo de cañón (nº 1) se tiraba con fuerza de los palanquines. Al tiempo que cuatro artilleros ayudaban en la tarea empujando con los pies de cabra y frenando el cañón para evitar que reculace durante el proceso.
Como indicábamos anteriormente, el elevado peso del cañón hacía que cualquier movimiento fuese un suplicio, aun así, el cabo de cañón ordenaba a los hombres El Maldito Tesoro de la Fragatra
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que se situaban a los costados del cañón con pies de cabra y espeques, para moverlo de izquierda a derecha y dejarlo situado en la dirección indicada. Otro hombre, siempre bajo las indicaciones del cabo de cañón, manejaba la cuña de elevación, que se encontraba bajo la culata del cañón. Si metía más la cuña, significaba que el ánima apuntaba más alto (a la arboladura), si la sacaba, apuntaba entonces al casco o cerca de la lumbre del agua.
Vista superior del cañón mientras es movido para dejarlo en la posición deseada
Si el cabo de cañón (nº1) creyese necesario girar la pieza a la derecha o a la izquierda, todos los artilleros se colocarán en el palanquín conveniente y tiraraban de él,
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permaneciendo el palanquín contrario sin tocarse. Los sirvientes de los espeques ayudaban en la maniobra.
Una vez colocado el cañón en la posición deseada, los hombres se retiraban a un lado o hacia atrás, para evitar que tras el disparo el retroceso los hiriese. El cabo de cañón entonces, tras hacer un agujero en el cartucho a través del oído del ánima mediante un punzón, se hacía a un lado y acercaba el chifle con la mecha para iniciar el disparo. Si el cañón tenía llave de artillería, el cabo de cañón no tenía que acercarse tanto, ya que una larga driza le permitía disparar sin riesgo.
Los hombres destinados al freno de la pieza, se iban situando en sus puestos listos para intervenir. Tras la orden El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de disparo del oficial jefe de la batería, se disparaba el cañón, quel de forma instantánea, tras el disparo, reculaba hacia atrás violentamente, mientras la batería se llenaba de humo y pavesas.
Inmediatamente, varios artilleros frenaban el cañón interponiendo sus pies de cabra en las ruedas delanteras. Si había más artilleros (que en ese momento no estaban ocupados con el cañón espejo de la otra banda), también frenaban las traseras, al tiempo que otros sirvientes se ocupaban de tirar con fuerza los palanquines para asegurar el cañón.
Los artilleros encargados de las herramientas de esponja y cepillo, refrescaban y apagaban los rescoldos de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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la recámara que pudieran permanecer encendidos y retiraban los restos para iniciar de nuevo la carga del cañón. En ese momento, el paje de la pólvora llegaba con nuevos cartuchos, que había transportado en sendos portacartuchos de madera. Se tenía en mente que, debido al evidente riesgo de explosión, no era conveniente almacenar en las cercanías del cañón muchos cartuchos de pólvora, por lo que el paje debía estar al tanto de los cartuchos que se iban gastando, para ir a por más. Como se ha visto, el disparo de un cañón era algo engorroso y no se hacía en un minuto. Unos artilleros entrenados podían limpiar, cargar y disparar en tres o cuatro minutos un cañón de a 24 y 36 libras. Menos de ese tiempo implicaba que los artilleros debían trabajar más a destajo, algo que terminaba por dejarlos exhaustos y empeorando mucho más los siguientes tiempos de carga. Así que, aquella leyenda de que una dotación británica era capaz de tener un cañón cargado en un minuto, es difícil de creer, pero en el hipotético caso de que así fuera, esto resultaría imposible de mantener en buen nivel durante un combate naval, en el que se podía llegar a estar más de 4 horas luchando. Como es lógico, al principio de un combate este tiempo de carga y disparo era corto, pero tras varias horas, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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el esfuerzo pasaba la factura y este se dilataría de forma proporcional al cansancio, heridas de los hombres o la falta de alguno de ellos. En las baterías Lo descrito anteriormente nos permite imaginar lo que en realidad se sucedia en un conbés, pero mejor que la imaginación, es saber lo que cuenta un documento que ha sido encontrado, y el cual describe el temple de los hombres de arillería durante un combate: “Hay que imaginarse lo que debe ser la batería de un barco con 28, 30 y hasta 32 cañones de mayor calibre tirando al mismo tiempo desde los dos lados en un entrepuente estrecho y medio inundado, para comprender fácilmente cuáles deben ser la vigilancia, la agilidad, la sangre fría y la habilidad necesarias para evitar el desorden y la confusión en medio de esta multitud de hombres amontonados entre el humo, el ruido, los estragos del enemigo, los gritos, la agitación que todas estas cosas no pueden dejar de originar en el alma de los combatientes”. (Salazar, 1828). El ataque por una o las dos bandas El Maldito Tesoro de la Fragatra
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En el dibujo a seguir se puede observar cual era la disposición de los artilleros de la primera batería de un navío de 74 cañones, en una banda, o cuando había que combatir con las dos a la vez.
El ataque por una banda era el más normal en una batalla naval de dos escuadras formadas en línea de combate. Otro punto muy importante que abordaremos con más detales a posterior. No en tanto, o bien se combatía a estribor o babor, y sólo cuando una de las dos líneas atravesaba al oponente, era que se podía llegar al combate con las dos bandas. En ese caso, los artilleros se dividían. Evidentemente que la mayor rapidez en la carga de los cañones se hacía cuando se manejaban sólo los cañones de una banda. Al dividirse los artilleros, el tiempo de carga y disparo se llegaba a doblar o triplicar. No en tanto, para evitar que la estructura del navío sufriera por el disparo de docenas de cañones a la vez El Maldito Tesoro de la Fragatra
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durante un espacio de tiempo largo (hay que tener en cuenta que los navíos de a 36 libras suponían casi 4 toneladas de potencia de retroceso), los cañones podían llegar a destrincarse de sus aparejos o dejar un costado del buque dañado. Poner una artillería inadecuada al diseño del navío, podía suponer regresar al astillero antes de tiempo. Y eso ningún capitán lo aceptaba. Cada bateria estaba al mando de un oficial de guerra, quien se ocupaba de mandar disparar progresivamente las piezas a su cargo, para dirigir así el fuego y retenerlo cuando se hiciera necesario. Además, controlaba que los cañones estuvieran bien servidos y no faltaran cartuchos o evitar la acumulación de estos, eso por el riesgo de explosión que ocasionaría. Consta que en la batalla de Trafalgar, no todos los navíos españoles de dos puentes montaban cañones de a 36 libras en sus primeras baterías, ya que no todos tenían la fortaleza estructural de sus costados preparada para ello, teniendo que conformarse con los de a 24 libras. Los de tres puentes sin embargo, podían llevarlos perfectamente. Un ejemplo de este tipo de problema es el caso de la fragata Flora, que en el verano de 1805 fue armada con cañones de a 24, en vez de los de a 18 con los que había estado armada siempre. Su comandante observó que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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durante la campaña, la estructura de la fragata había sido dañada por este motivo, por lo que recomendó volver a montar los cañones con los calibres originales. Pero cuando un navío se retiraba de la acción y era perseguido,
había
que
disparar
con
los
cañones
guardatimones (o sea, por las dos portas a la popa del buque que se puede ver en la imágene siguiente). Eso ocurría para intentar desarbolar o dañar en parte el velamen del cazador, y evitar que este les de alcance. Estos cañones no estaban fijos en ese puesto, correspondían a los dos últimos de estribor y babor de la primera batería, los cuales se desplazaban a sus nuevos cometidos. En los navíos de tres puentes podían ser colocadas hasta cuatro cañones. Empero, en las fragatas y buques menores, estos cañones correspondían a los situados en la toldilla, que se colocaban en el coronamiento de popa.
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Obs: Dibujos e información pertenecientes al sitio “Todo a Babor”, y a la obra de Luis Villoslada
Por su vez, en la proa de los navíos se encontraban los cañones de mira, o de caza, que correspondían a los dos cañones situados más a proa del castillo. Estos eran utilizados cuando un navío u otro buque menor, perseguía alguna embarcación, tratando de disparar a la arboladura de esta para provocar su ralentización en el andar y poder alcanzarlo. En los buques menores, como los rápidos jabeques utilizados en corso o guardacostas, debido a su especialización en la persecución de mercantes y pequeños barcos de guerra enemigos, se montaban dos cañones de caza de mayor calibre que los utilizados en sus baterías.
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Problemas a bordo en La Mercedes los había por demás durante el viaje, si bien cabe señalar que todos ellos hasta el momento habían sido factibles de contornar por parte de una oficialidad entrenada para solucionarlos, pues nada de grave acometía a la tripulación o sus pasajeros por esos días. Por lo tanto, mismo teniendo que enfrentar esas pequeñas contrariedades que surgían aquí y allí, el Capitán de navío José Manuel de Goicoa y Labart buscaba, además de estarntretenerse en las diversas tareas de comando que exigían su debida atención, ocupar el máximo de tiempo de la travesía marítima adiestrando a la tripulación en constantes zafarranchos. Sus experiencias anteriores le llevaban a considerar como una tarea impresindible para mantener la moral en alto a la vez que preparaba a las gentes para cualquier contigensia. Su celo con esta cuestión era enorme y por ello se pasaba
revisando
siempre
que
podía
las
nuevas
Ordenanzas que estaban en vigor desde hacía poco tiempo El Maldito Tesoro de la Fragatra
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y las cuales debía cumplir a contento. Estaba conciente de que la severidad en el cumplimiento de las mismas, era lo que le permitiría gozar un futuro mejor, aunque él no alcanzace a imaginar que su destino ya estaba trazado por Dios. Pero sabiendo de los disabores que una guarnición era capaz de provocar al estar embarcada durante tanto tiempo y en condiciones tan disímiles, entendía que era sumamente necesario detenerse siempre que posible a repasar y disecar los nuevos regímenes constantes en la “Real Ordenanza Naval para el servicio de los baxeles de S.M.” de 1802, para que los enunciados de sus artículos y sus disposiciones le sirvieran para salvaguardar los cuidados y ocupaciones de la tripulación. Y sólo repazando estas disposiciones y reglamentos, nos será posible comprender mejor lo que en realidad ocurría en la cabeza de José Manuel durante esos días en alto mar. Consecuentemente, al revisar dichas Ordenanzas reales, podemos observar que la tropa de infantería embarcada, como la de artillería de marina, era lo que constituía la guarnición en sí. Y a cargo de esta, se encontraba un oficial o un sargento para su disciplina. Estos estaban enteramente subordinados al comandante y demás oficiales de guerra, y los soldados debían conocer a El Maldito Tesoro de la Fragatra
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todos ellos para obedecerlos sin demora. También debían saber quienes eran los guardiamarinas, a quienes también debían prestar toda obediencia siempre que estos se hallaran de guardia. Del igual forma, la tropa también debía conocer a los pilotos, oficiales mayores, de mar y, por supuesto, a los sargentos que hubiera en el buque, para no faltar a todos ellos con la debida obediencia y repetar la hierarquía. Así que, en el capítulo de la Ordenanza que hace referencia a las guardias de centinela, consta que en las guardias de puerto, la tropa de la guarnición debía ser dividía en dos o tres trozos iguales, para alternarse en la guardia, debiendo ser mudada a cada 24 horas siempre a las 8 de la mañana. Por lo tanto, media hora antes se tocaba a asamblea, a cuya señal la tropa entrante se congregaba en el combés o en otro paraje del navío que se les hubiera señalado, para que los sargentos pudiesen examinar si estos integrantes tenían su armamento correspondiente e iban vestidos y aseados como convenía. Los centinelas se mudaban cada dos horas. Y, por intermedio del sargento o cabo, recibían las prevenciones que el oficial de guardia hubiera mandado al centinela en su puesto, teniendo que obedecerle en todo lo que este dispusiese. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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La tropa de guardia debía vestirse con el uniforme y correaje completo, a no ser que en verano se les dispensase el uso de la casaca. Pero en los días de saludo u otras ocasiones especiales, no podía haber ninguna excepción. De noche podían usar los uniformes de mar de faena y gorra de manga, pudiendo sin desvestirse, descansar debajo del alcázar la mitad de los centinelas aunque
manteniéndose
prevenidos
ante
cualquier
ocurrencia, mientras quedaba la otra mitad en sus puestos. Durante el día, era obligación de los soldados mantenerse siempre prontos en el combés, pasamanos, castillo o donde dispusiera el oficial de guardia, a cuyas órdenes debían estar siempre. A pesar de que la tropa de guardia debía relevarse a cada 24 horas, hay que destacar que caso hubiese alguna urgencia que necesitara a todos los hombres de nuevo en servicio, estos no podían rehusar en hacerlo, ni servirles de disculpa la fatiga que pudieran tener de la guardia anterior. Se entraba de nuevo al servicio y punto final. Pero si surgía alguna comisión, y una buena parte de la tropa de infantería tenía que desembarcar ocacionando con ello una disminución de la fuerza a bordo de manera considerable, y con ello no alcanzase la restante gente para cubrir los puestos de la guardia, la tropa de artillería estaba El Maldito Tesoro de la Fragatra
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obligada a auxiliarlos en este cometido, proveyéndose de las mismas armas que los infantes y bajo la sujeción del cabo o sargento de los mismos. No obstante, la tropa de guardia estaba solamente a las ordenes de los oficiales destinados a la misma, sin cuyo consentimiento no se podían dejar relevar, ni aun por los oficiales de su compañía, ni admitir comisión alguna, fuese cual fuese el motivo, ni entregar a terceros el arma para su reconocimiento. Sin embargo, en la sección de la Ordenanza que dice respecto a las guardias de mar, se encuentra que estas guardias eran utilizadas para auxiliar a la marinería en los trabajos y faenas pesadas de la mar, y la tropa se dividía en dos o más cuartos, según la disposición del comandante del bajel. Resultando que, con la presencia de su fuerza y la que exigía el servicio de las maniobras, hacían la guardia de mar con su uniforme de esta clase, sin armas ni correaje. Claro que el uniforme de mar era uno más cómodo y sufrido, permitiendo de manera más confortable la realización de las faenas, al contrario que el de casaca. En el mar, la guardia se mudaba sin las mismas formalidades de puerto, pero a cada cuatro horas, y, a estilo de la marinería, subía la entrante, a toque de campana, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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debiéndose contar siempre con la anticipación necesaria. Los soldados de infantería que tenían que tomar la centinela, subían también con sus cinturones, sables y bayonetas, tomando el fusil de los armeros de la cámara. Normalmente, el local de la tropa de guardia de mar, era habitualmente el alcázar, sin poder desampararlo aun después de acabada la misma, donde debían permanecer esperando hasta que la entrante volviese con los centinelas que los iban a sustituir. En este tipo de guardias de mar, los soldados tenían la obligación de ayudar a la pronta ejecución de las maniobras que se llevasen a cabo, con el trabajo de halar sobre cubiertas por los cabos de labor que fuera menester, y virar los cabestrantes. Aunque la tropa de artillería debía acudir preferentemente a los trabajos de su cargo con arreglo a las órdenes del comandante u oficial de guardia. En todo caso, había otras ocupaciones necesarias, pues si se descubriese que el navío estaba haciendo agua de manera considerable, se empleaba toda la tropa necesaria a las bombas, así como en desarbolos y otras urgencias, en el embarco y desembarco de víveres, aguada, artillería y pertrechos. En definitiva, en todas aquellas tareas que se necesitase utilizar la fuerza bruta, y particularmente, en las El Maldito Tesoro de la Fragatra
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que se empleara a todo el equipaje, los de infantería estaban obligados a realizarlas con el mayor silencio y orden; estándo prohibido emplearlos, excepto si se presentaban voluntarios, a las tareas propias y peculiares al oficio marinero, como era el trabajo que tenía que ser realizado por los altos, entre otros. Como estos soldados, en este tipo de guardia, se ocupaban nada más que de la maniobra de labor, si la navegación discurría de tal forma que no se hacía necesaria su intervención durante mucho tiempo, era normal que se hallasen muchas veces ociosos, pero aun así, estos no podían estar dormidos ni recostados sin que se lo permitiera el oficial de guardia, así como tampoco separarse del puesto bajo el pretexto de ampararse de las lluvias u otros sucesos. Empero, las Ordenanzas cuidaban también de otras particularidades, pues a pesar de que la tropa de infantería y la de artillería de marina debían tener una debida instrucción antes de su embarque, ya a bordo, los hombres tenían que conocer cual era el puesto que cada uno debería ocupar en el plan de combate, ya fuera para el servicio de artillería, fusilería o rondas, y para proceder correctamente cuando fuera requerido, ya no sólo a los zafarranchos reales, sino que también a los doctrinales de ejercicio de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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las diferentes armas, ya fuera de cañón, armas de chispa o blancas. La tropa embarcada en los buques, además de su paga, que era igual al servicio en tierra, tenía derecho a una ración entera de la Armada al día, mientras estuviera destinado a bordo, pero descontándose el tiempo que subsistieran enfermos en el hospital. Igualmente, podían recibir sus pagas al principio de las campañas de mar, de lo que tenían que cuidar los oficiales y sargentos para que las percibieran. La
tropa
de
infantería
y
artillería,
estando
embarcada, pasaban revista de la misma forma que la tripulación (gente de mar). Y en los días de misa, la tropa debía concurrír con el aseo correspondiente, tras haber sido llamada tres veces por el toque de tambor. Entonces, la guardia de infantería formaba una columna de tres o cuatro hombres de frente en la banda en que estuviese el altar, con un oficial a la cabeza, y todos sin armas, para así poder estar de rodillas. Se nombraban 4 hombres de la guardia para situarse de custodia en los extremos del altar, y allí permanecían descubiertos, con los sables terciados. Todo soldado estaba obligado a tolerar que sus superiores les castigaran con palos o varas las faltas leves que cometiesen, pero si estos se excedían en la cantidad y El Maldito Tesoro de la Fragatra
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modo, el soldado podía quejarse al superior inmediato del que le había castigado. En los castigos de baquetas a bordo, el soldado usaba el correaje de su fusil, lo mismo que en tierra, y nunca de rebenque o baderna, formándose dos filas o rueda según la capacidad del sitio y la disposición del comandante del buque. Por falta de conducta u otras relativas a la policía interior, el soldado podía sufrir castigos sin necesidad de un consejo de guerra. Normalmente, según como fueran, se les castigaba con privación de paseo, plantón, destino a limpieza de los alojamientos, arresto de cepo o grillos por 24 horas, y hasta una paliza que no pasara de doce golpes. Pero si el soldado perdía una prenda de su uniforme, se le privaba de su ración de vino, estando en puerto, por los días necesarios para con su producto reemplazarla. Ya en alta mar, el servicio era tan duro, que la ración de vino no se lo solía quitar a nadie. Esa diferenciación entre la tropa y la marinería, se llevaba a extremos tales, que se les prohibía que hubiese familiarización entre ellos. Dormían y comían separados, y no se juntaban ni para jugar. Ni siquiera se les castigaba de la misma forma. Todo eso facilitaba que ambos cuerpos no establecieran relaciones amistosas, y esto para que, en El Maldito Tesoro de la Fragatra
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caso de motín o alguna insubordinación de la gente de mar, los soldados no tuvieran ningún problema “moral” para reducir a los marineros por la fuerza. Los soldados, siempre marciales, orgullosos de ser soldados y no marineros, hombres a los que solían despreciar, eran además, los únicos que llevaban una verdadera uniformidad a bordo y el armamento siempre a mano, y hasta podían llegar a maltratar a los marineros que estaban en inferioridad de condiciones. Pero para intentar que esto no ocurriese, estaba regulado un castigo por desacato a los marineros, algo que no existía a la inversa. Con referencia a este punto, un artículo de la Ordenanza dicta: “Pues han de vivir en paz y en buen orden los soldados y marineros”, y el soldado que atropellara, insultara o se burlara de un marinero, sería castigado a discreción por el comandante, con cepo, grillos o privación de vino. Pero si el soldado llegara a amenazar con el uso de las armas, o golpease a algún marinero, entonces las penas eran mucho más duras. Los soldados que estaban libres de guardias, y estando en puerto, podían tener licencia para bajar y pasearse, según el número que hubiera señalado el oficial en detall, y exceptuándose siempre a todos aquellos que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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hubieran demostrado tener mala conducta o faltas anteriores. No en tanto, tenían que volver a bordo a la puesta del sol, a cuya hora su sargento o cabo de guardia debía informar al oficial de guardia de las novedades en su vuelta. Normalmente, los sargentos, cabos y soldados distinguidos, tenían más tiempo disponible, y tanto estos como los demás soldados que estuvieran casados en la población, podían dormir en sus casas, según lo dispusiera el comandante. A su vez, el rancho de la tropa al igual que la marinería, una vez que los formaban, los soldados no podían ser cambiados sin permiso. Además, no podían ser rancheros más de 24 horas, teniendo que alternarse en esta función todos los miembros del rancho, excepto los sargentos. Los rancheros recibían su ración y la guisaban junto a la de sus compañeros, pero la tenían que apartar para poder comerla solo después de haber servido a sus compañeros. El soldado nombrado como cocinero para toda la tropa, debía servir en su puesto durante un mes, quedando en ese tiempo dispensado del servicio ordinario de guardias, tanto de día como de noche. Los rancheros diarios de tropa, ya sea de guarnición o de transporte, eran mudados después de la comida de la mañana, la cual se realizaba allí mismo y en presencia del El Maldito Tesoro de la Fragatra
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cabo, cuando tenían que entregar las sobras del rancho y de sus útiles, de los cuales eran responsables. El que inutilizaba o extraviaba alguna pieza, se le cargaba el valor de la misma en su asiento. Los sargentos, tanto de infantería como de artillería, formaban todos juntos su propio rancho. La tropa no comía ni dormía nunca, mezclada con la marinería. En cada rancho de tropa, sus individuos podían hacer la separación de pan y vino que quisieran para el almuerzo, y sin necesidad de hacerlo con todos los demás ranchos, sino cuando pudieran y quisieran. No obstante, las comidas de tarde y de mañana, las hacían unidos y a las horas establecidas por el comandante del bajel o el de la escuadra, al mismo tiempo que la marinería, tanto en puerto como en la mar, pero en dos tandas, primero la franca y luego la de guardia, mudándose entre tanto por la primera. La tropa, como ya lo hemos dicho, comía separada de la marinería, y lo hacía en el combés o en la última batería, y no en el alcázar ni castillo, si no lo previniese así el comandante en circunstancias de crecidos transportes, o en la que conviniese esta excepción, pero nunca en los entrepuentes.
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Era obligación de los soldados, que se nombraban de manera alternativa, conducir los barriles de agua que correspondiesen a la ración de toda la tropa, así como a la cocina del equipaje para que se les guisase la comida, como al almacén destinado como depósito de donde bebían por el día. Luego, tras su uso, debían devolver los barriles vacíos a la boca de la escotilla, para entregarselos al bodeguero o alguacil de agua, según de quien los hubieran recibido. Por cierto, sólo se podía ir a ese almacén donde podían beber agua, a las horas indicadas para ello, que normalmente correspondía después de las comidas, siendo llamados a cada rancho para que, por orden, fueran a beber en presencia del cabo de escuadra o de guardia. Tal medida era así realizada, porque el agua siempre estaba racionada y, de no vigilarse, su consumo en demasía podría ocacionar apuros en los viajes largos. Cuando los soldados tenían que lavar su ropa, lo hacían en la proa, salvo otra indicación del comandante quien podía disponer que se pusieran algunas tinas en alguna chaza del combés, pero ello era para todos aquellos que a sus expensas trajeran agua dulce de tierra para enjabonarla, en cuyo caso era obligación del soldado verterla en la proa para no ensuciar la chaza.
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De igual modo, los soldados estaban obligados a alternarse por semanas en el servicio de cuartelero de sus respectivos alojamientos. Mientras durase este, estaban exentos del servicio ordinario de guardias y otro cualquiera que no sea la salida de armas. Cabía a los cuarteleros cuidar los alojamientos de la tropa, y no permitir gente escondida en las chazas, ni que hubiera nadie jugando en ellas, ni que hubiera otros individuos hurgando en las mochilas de los demás, sino en la suya propia, y vigilando con particularidad a los que se les consideraba sospechosos de ratero. Si atrapaban a uno de estos, lo tenían que presentar al oficial de guardia para que se ocuparan de él. Los cuarteleros, además, recibían de sus respectivos cabos las rasquetas y escobas necesarias para el aseo del alojamiento a su cargo, e igualmente eran los que llevaban las basuras o escombros que hubiera a las tinas destinadas a ello, sin valerse para ello de los pajes, siéndoles también prohibido arrojar desperdicios por las portas, costados u otro lugar del navío. Del mismo modo como se ha descrito anteriormente, también existían las obligaciones peculiares de la tropa de infantería a bordo, como:
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De guardia - Cuando la guarnición entraba de guardia, había que seguir a risca unos rituales marciales. Una vez formados, el cabo llamaba por su número a los soldados que entraban de centinela, y estos debían salir al frente de la formación. Ellos le seguían para entregarse cada uno a la presencia de la que aquel le había asignado. El cabo le informaba de las órdenes del puesto y las instrucciones correspondientes, como por ejemplo, que bajo ningún motivo podía entregar su arma a persona alguna una vez estando de centinela, aun con el pretexto de reconocerla por encargo de su capitán o comandante de la guardia. Mientras la guardia entrante se dirigía a sus puestos, la saliente desfilaba por el pasamanos de estribor, donde se despedía. Todo ello bajo los movimientos militares ordinarios. Después, colocaban sus fusiles en el armero, colocandose unidos y con distinción a cargo del centinela a que estuvieran cargados. Seguidamente, el sargento reconocía los fusiles de dotación que tenían que estar siempre disponibles en la puerta de la cámara. Era muy importante que estos fusiles estuvieran en buen estado, porque eran los más inmediatos en su uso en caso de necesitar armas de fuego.
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Los centinelas de guardia en los pasamanos, toldilla y castillo, deberían tener siempre el fusil cargado. Pero si durante la guardia no había habido motivo alguno para dispararlo, (en cuyo caso se volverían a cargar) lo tenían que verificar a la voz del oficial o sargento en el pasamano, tras el relevo al día siguiente, y antes de ser despedidos. Los soldados de centinela empezaban al toque de retreta. Cada cuarto en cuarto de hora, hasta el toque de diana al alba, los soldados daban las alertas de este modo: “Centinela de tal parte alerta”. Empezando por el de la toldilla llamando al del portalón de estribor, este al de babor, este al del castillo, y siguiendo así al fogón, y por los puestos de entrepuentes desde la proa a la Santabárbara, y finalizando por las puertas de las cámaras en la superior. Los soldados que en puerto estaban destinados a patrullar en tierra, o para ir de ronda en bote o lancha, recibían del cabo o sargento cinco cartuchos por hombre, los cuales debían restituir a su regreso si no los hubiesen consumido en legítimo servicio. Los soldados destinados en busca de hombres que habían faltado al embarque, no era necesario que fueran con fusil, sino solamente con sus sables y bayonetas. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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A estos también le cabían otras tareas. Había soldados de la tropa que, por orden del sargento encargado del apresto de armas para combate de la dotación, se encargaban de recibir y preparar en la Santabárbara, los cajones de cartuchos, las cacerinas, piedras de fusil y pistola, cajas de granadas, frascos de fuego, y así conducirlos a la cámara alta, municionando a la tropa y marinería y demás; también, era obligación de estos soldados el repartimiento de armas y artificios siempre que hubiera que dar o rechazar un abordaje. Así mismo, para ayudar al maestro armero, y siguiendo las prevenciones del oficial en detall, se nombraba por intermedio del sargento a varios soldados para ayudar al maestro armero en la limpieza de las armas de la dotación. Con la obligación de tener que hacerlo con el mismo esmero que limpiaban las suyas, y sin ninguna opción de gratificación. A esta obligación, debían alternarse a cada cierto tiempo todos los componentes de la tropa, siempre que no estuvieran de guardia. No obstante, similares a las obligaciones de la tropa de infantería, también existían las peculiares de la tropa de artillería a bordo. Por lo tanto, los artilleros de marina estaban obligados a asistir, en el buque de su destino, al armado o desarmo del mismo, para recibir la artillería, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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montarla en sus cureñas y guarnirla con su jarcia correspondiente, así como las portas, conducción, embarco y estiba de la pólvora y de todos los pertrechos y efectos pertenecientes a la artillería del bajel. Además de calibrar y separar las balas que había que embarcar y distribuirlas por todas las chilleras correspondientes, formar los repuestos de combate, preparando en este caso todos los útiles y municiones. Finalmente, estos artilleros podían emplearse, tanto en puerto como navegando, en todas las faenas y trabajos relacionados con el servicio de la artillería, así sea en su buque, como en otro cualquiera de la escuadra o en tierra, según donde se les enviase. Estando en puerto, la tropa de artillería también hacia guardia. Normalmente, la realizaban la tercera parte o la mitad de los que hubiera. A la hora que se mudaba la guardia de infantería, entraban los de artillería por detrás de esta en el alcázar, con su sargento o cabo a la cabeza, vestidos con su uniforme reglamentario, con cinturones y sables; formaban entonces frente a los salientes, que esperaban de igual forma, ejecutándose el relevo, tomando para ello el permiso de los oficiales entrantes y salientes. Si se hallasen en faenas propias de su ramo, y de noche, les estaba permitido hacer la guardia en traje de mar, para no tener que cambiarse por el uniforme. Durante El Maldito Tesoro de la Fragatra
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la misma, permanecían en los lugares que estuviese de guardia la tropa de infantería, con el fin de formarse cuando hubiera que hacer honores y otros servicios que mandase el comandante de la guardia. La guardia de artillería proveía un centinela de día dentro de la Santabárbara, encargado de la custodia de los pertrechos y de que nadie extrajera ninguno sin la orden expresa del sargento de cargo y del de guardia de su cuerpo. De noche, bajo el cuidado de la luz del farol, otro centinela era puesto en el lugar que el comandante tuviese dispuesto el depósito necesario para cualquier ocurrencia, así como los cohetes y la cartuchería de la tropa de guardia, debiendo tener a su cuidado la mecha, que tenía que estar constantemente encendida. Si se disponía de noche poner la mecha debajo del castillo, o en otra parte de abrigo, se proveía igualmente para su custodia un centinela de los artilleros, además del anterior de los pertrechos de su ramo. Pero si el número de soldados de artillería fuese tan corto que no pudiesen dar más que un centinela, tendría preferencia el que estaba situado en la Santabárbara, haciendo las de pertrechos y mecha, la guardia de infantería. Ningún artillero de marina podía salir de su buque para otro o para tierra, sin vestir su correspondiente El Maldito Tesoro de la Fragatra
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uniforme. Además, tenía que ir bien aseado y sin más armas que su sable. Aunque si salía a trabajar en faenas propias de su profesión, podía hacerlo con la ropa de faena. Este uniforme de faena o de mar, era igual al de los infantes de marina, exceptuando el emblema del gorro. Aunque los artilleros, al igual que los infantes, cuando se embarcaban ya tenían una instrucción, igualmente
solían
juntarse
con
frecuencia
en
la
Santabárbara con sus sargentos y cabos para repasar la teoría adquirida en sus escuelas, y adquirir allí otras que surgieran. Además, se solía señalar las horas y días para la práctica del ejercicio de cañón y obús, con fuego real o sin él, en los que tenían que ser particularmente diestros. Los artilleros de marina, así como sus sargentos y cabos, eran los encargados de asistir a los ejercicios doctrinales de artillería
por
parte
del
resto
de
la
tripulación.
Normalmente, en caso de combate, el cabo de cañón era un artillero de marina. Para el servicio de mar, o mientras el buque navegase, el destacamento de artillería con sus sargentos y cabos, se repartía según lo estipulase el comandante del buque, en dos o tres guardias, que practicaban con el traje señalado para entonces, mudándose la guardia a las mismas horas que la gente de mar. Durante esta guardia, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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se mantenían en el alcázar para ejecutar todo lo que mandasen los oficiales de guardia perteneciente a la artillería, debiendo cuidar la seguridad de la misma, y de la portería en los malos tiempos, en los cuales debían inspeccionarlas frecuentemente, dando parte al oficial de guardia de cualquier ocurrencia. Pero si no tenían ninguna faena propia de su oficio, asistían junto a la infantería de guardia a los trabajos de cabestrante y maniobras bajas, debiendo proveer, como en puerto, de centinelas de Santabárbara y mecha. Una vez que los miembros de la artillería de marina desembarcaban del buque, tanto sea para concurrir a una expedición, o cualquier otro servicio con la artillería del Ejército, formaban ambas en un solo cuerpo. Otras
disposiciones
semejantes
regían
las
responsabilides de los contramaestres, guardianes y patrones de lancha y bote a bordo. Eso se debía a que los superiores inmediatos de la gente de mar, eran los contramestres y guardianes. Entre los primeros, había un primer contramaestre que era el principal responsable frente al comandante del buque, y también era el que disponía a los segundos contramestres y guardianes en sus obligaciones. Su equivalente en el Ejército, serían los sargentos para los El Maldito Tesoro de la Fragatra
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contramaestres y cabos para los guardianes. Pero la importancia del contramaestre a bordo, era clave para tener una marinería obediente y a su vez mantener igualmente operativo el estado del navío. Como veremos, estos tenían muchas responsabilidades a su cargo. Por lo tanto, tener a bordo a un buen contramaestre, primero era algo que todo buen comandante debía procurar, y pese a ser los contramaestres unos simples oficiales de mar, estos eran respetados por los de guerra, porque ellos eran gente de mar muy experimentada. Cuando un navío era armado para campaña, el primer
contramaestre,
junto
con
sus
ayudantes,
inspeccionaba el estado de los pañoles, jarcia y velas, bitas, guindastes, cáncamos para la motonería, argollas para bozas de cables y todo lo demás correspondiente al buen laboreo y firmeza de la maniobra. También debía revisar la arboladura de labor y respeto, como también el velamen, dando cuenta a su comandante de las faltas que notase. Ni que decir de la importancia que en un buque a propulsión a vela tenía que tener el buen estado de aquellas zonas que revisaba el contramaestre primero. Y
según
lo
dispusiese
el
comandante,
los
contramestres eran los encargados de arreglar la estiba de un buque, algo muy importante para no perjudicar las El Maldito Tesoro de la Fragatra
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cualidades veleras. Una mal estiba podía suponer perder nudos, o hundir demasiado la proa o la popa en las cabezadas. Y una especial atención tenían los enormes barriles del agua a los que había que estar al tanto de su consumo, para ir distribuyendo esta carga continuamente en la bodega, de manera que ello no afectase a la estabilidad del navío. Una vez que el navío estaba listo para salir de campaña, el contramestre primero recibía y firmaba el pliego de cargo, de todos los elementos correspondientes a su jurisdicción. Entonces notificaba al oficial de detall, que normalmente solía ser el segundo comandante del buque, las cosas que no estuviesen de buen servicio y se necesitase cambiar, a fin de que se reemplazase lo más pronto posible. Todos sus pertrechos necesarios se almacenaban en los pañoles del contramaestre, entregando las llaves de acceso a los mismos, al oficial de guardia que era el encargado de cederlas a los contramaestres cuando estos necesitasen abrirlos. Para custodia y cuidado de aquellos pertrechos, el contramestre primero proponía al oficial de detall cuatro hombres de su confianza, de las clases de artilleros y marineros. Dos para ocuparse de los pañoles, y otros dos para la bodega. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Diariamente,
los
contramestres
y
guardianes
revisaban los cables, así como la seguridad de la arboladura de respeto, la lancha, botes y las anclas. Así como el aparejo, su aseo y el de todo el casco. Ellos eran directamente responsables de toda avería que se produjese por no haberla revisado. Estos trabajos de inspección debían hacerse aún cuando no estuviesen de guardia. El primer contramestre siempre tenía que estar presente, aún no estando de guardia, durante las maniobras marineras de consideración. Así como en el embarco y desembarco de víveres, pertrechos o colocación de pesos. Para todas estas maniobras, los contramestres y guardianes usaban el pito, el popular chifle con su característico silbido. Los guardianes y cabos de guardia eran los que se ocupaban, además, de la instrucción marinera de los marineros y grumetes poco expertos, y con especialidad de los pajes, sobre los que tenían que tener una especial vigilancia porque, al ser poco menos que niños, eran los más débiles a bordo. Los guardianes debían vigilar que las faenas en la mar se hicieran en el mayor silencio, y que no se oyera más voz que la de mando. Tenían que ocuparse de que los cabos de labor estuviesen siempre dispuestos y zafos, y poner marineros allí donde hiciera falta. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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En puerto, tanto los contramestres como los guardianes, realizaban guardias de 24 horas, y en la mar a cada 4. El primero y segundo contramestre en el alcázar, y los guardianes en el castillo. Estando todos subordinados a los oficiales de guardia. En proximidad de combate o tempestad, era obligación de estos oficiales de mar preparar todos los pertrechos y utensilios correspondientes y necesarios para dichos casos. El destino en combate del primer contramestre, era sobre el alcázar, junto al comandante, su segundo contramestre en el castillo, y los guardianes donde entonces les señalase el comandante. Los
contramestres
y
guardianes
debían
ser
obedecidos y respetados por toda la gente de mar. A estos debían mandarlos, con empeño pero sin excederse ni faltar a la moderación en los castigos, evitando familiaridades y tratos con la marinería. Como hemos comentado, los contramestres y guardianes eran oficiales de mar que estaban subordinados a los de guerra, a cuyas órdenes debían obedecer sin réplica, aunque en las faenas peligrosas podrán aconsejar a estos sobre lo que su práctica les sugiriese para el mejor desempeño y acierto. Un buen comandante no hacía oídos sordos a lo que un experimentado contramestre le El Maldito Tesoro de la Fragatra
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aconsejaba hacer
en
alguna maniobra difícil.
La
experiencia, era un grado, y más aun en alta mar. El primer contramestre, o el que estuviese de guardia, tenía la obligación en puerto de dar parte al oficial de guardia, de aquellos hombres que no hubieran regresado del permiso a dormir a bordo. Así mismo, ellos no podían abandonar el buque sin licencia del oficial de guardia a quien debían presentarse a la vuelta en caso de tenerla. Todos los consumos de los géneros a cargo del contramestre, debían ser notificados al comandante o al oficial de detall. Los patrones de lancha y bote eran considerados oficiales de mar, inferiores a los segundos guardianes y, por tanto, bajo las órdenes de contramestres y guardianes. Los patrones eran marineros experimentados, distinguidos por su conducta e inteligencia. Debían hacerse respetar por la gente a su cargo, que eran los tripulantes de la embarcación menor a su cargo. Además, debían tener sus embarcaciones siempre aseadas y dispuestas para su utilización en cualquier momento. Eran responsables de su cuidado hasta el punto de tener que pagar las reparaciones que por su negligencia o falta de celo sucedieran. Para ello, en puerto, donde solían estar en el agua en el costado El Maldito Tesoro de la Fragatra
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del buque o en muelle, tenían siempre una guardia constante en sus embarcaciones, de dos o tres individuos de su dotación, y los restantes la hacían de noche a bordo cuando les tocaba, como a los demás de la tripulación. En la mar hacían la misma guardia, pero en el alcázar los de los botes, y en el castillo los de la lancha, conservando igual destino para combate. Si la lancha de algún buque faltase en los muelles a la hora prefijada de recogida de tripulación, los patrones de las otras embarcaciones estaban obligados a recoger a la gente. Pero todos los patrones estaban obligados a no admitir individuo alguno, ropa ni otros géneros, sin el consentimiento del oficial de guardia, bajo pena de ser castigados ellos mismos a proporción del delito. Para ello, era obligación registrar las embarcaciones, asegurándose de que no se ocultaba nada debajo de las bancadas, ni aún de las panas al desatracarse de cualquier bajel, así como tener en su poder las llaves de las cerraduras de los cajones. Otro punto importante, es el dice respecto a las responsabilidades de los carpinteros y calafates, del armero, el maestro de velas, el farolero, buzo y el cocinero a bordo, ya que sus cargos, mismo pareciendo de poca
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importancia en una nave, eran sumamente impresindibles en las tareas que tenían a su caro. Por tanto, los carpinteros y calafates nombrados para un buque, debían presentarse a su comandante e iniciar una inspección sobre el estado del buque en la materia de su competencia. Esto es, el estado de su arboladura de labor y respeto, timón, bombas y demás elementos peculiares de cada ramo, dando cuenta al comandante del resultado de su inspección. Tanto el carpintero como el calafate primeros, recibían los apetrechos de sus respectivos oficios. Examinándolos,
recibiéndolos,
dándoles
salida
y
cuidándolos. De todo el material que recibían, debían tener “principalísimo cuidado”, el calafate con las bombas y el carpintero con la plantilla del timón, ya que ambos elementos eran indispensables en alta mar. Ambos y sus segundos debían atajar goteras, remediar todo lo cuanto ocasionaba la pudrición, y hacer todas las obras pertenecientes a su ramo y que fuesen necesarias en el buque, sin que por ello les correspondiera un suplemento de sueldo o ración. Aunque sí lo obtendrían cuando se les destinase a las carenas o arreglos de otros buques ajenos al suyo. A esto estaban obligados si así lo ordenaba el comandante. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Estando en puerto, si a bordo había personal de maestranza del arsenal para trabajos de entidad, el primer carpintero y el primer calafate debían informar a aquellos de todo lo que mereciera particular atención, y observando así mismo los trabajos, para cerciorarse de que se hacían correctamente, dando parte al comandante si observasen lo contrario. Tanto los carpinteros como los calafates eran considerados oficiales de mar y tratados con la atención debida a esta clase. Estaban enteramente subordinados a los oficiales de guerra, así como a los maestros mayores si los hubiera nombrados en la escuadra. En puerto, hacían la guardia según el número y método que les fijase el oficial de detall, no pudiendo ausentarse del buque sin permiso del de guardia, debiendo presentarse a este si tenía licencia para hacerlo. En la mar hacían las mismas horas de guardia que el resto de la tripulación, es decir de 4 horas. Su lugar era el alcázar, aunque debían de reconocer con frecuencia en malos tiempos el estado de las bombas, portería, arboladura y demás de sus ramos, dando cuenta al oficial de guardia de las novedades encontradas. Algo que debían hacer también al entrar o salir de su guardia.
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En combate, su lugar era asignado por el comandante, normalmente, algunos de ellos en los callejones de combate para taponar rápidamente los disparos a flor de agua, y otros arreglando averías que fuesen surgiendo en arboladura, casco, bombas o timón. Los
segundos
carpinteros
y
calafates,
estaban
subordinados a los primeros en todo lo concerniente a su ejercicio. A falta de los primeros recaían en ellos las obligaciones de aquellos. Otro elemento no menos importante en la guarnición era el armero, ya que sobre este recaía la responsabilidad de los instrumentos y arneses con los cuales lucharían los de infantería. Las armas y utensilios que el armero tenía a su cargo, debían estar limpios y compuestos, con especialidad las de fuego, que debían estar siempre preparadas para su pronto uso. Normalemte eran las armas blancas y de fuego, las que en zafarrancho de combate se repartían entre la tripulación. Era
también
su
obligación,
el
arreglo
y
mantenimiento de las armas de la tropa de la guarnición, abonándole por estas lo que prefijase el comandante. Si los guardiamarinas embarcaban armas, el armero las guardaba y conservaba limpias como las de la dotación, pero si los arreglos de estas armas eran por un uso negligente del El Maldito Tesoro de la Fragatra
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guardiamarina, se le tenía que abonar en iguales términos establecidos para las de la tropa, y con cargo de quién motivó el desperfecto. Como todo oficial de mar, este estaba subordinado a los oficiales de guerra a los que tenía que obedecer sin réplica alguna. El maestro de velas también tenía su importancia pues de él dependía el mantenimiento del velamen de la nave. Estos estaban subordinados a los contramaestres y guardianes, acudiendo a donde estos le mandasen para las cosas de su oficio. Aunque eran superiores a la marinería, y a los que podían mandar en lo respectivo a su cargo. Debía trabajar en los casos de necesidad tanto en cofas y sobre las vergas, como abajo, así como enseñar a los marineros que eran destinados a ayudarle, a coser, relingar, empalomar, cortar y demás cosas que decían respecto a su actividad. De igual modo era la importancia del farolero, quien estaba al cuidado y arreglo de cristales y vidrieras de cámaras y camarotes, de los faroles de firme, y de todos los de servicio del navío. Estos eran subordinados a los oficiales de guerra. El buzo era otro especialista en su oficio, pues tenía que pasar orinques a las anclas, practicar todos los El Maldito Tesoro de la Fragatra
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reconocimientos que se necesitasen debajo del agua y en ella, cuanto se ofreciese para el servicio del buque de su destino. Cuando no tenía trabajos de su oficio, era empleado a bordo como cabo de guardia en las faenas marineras. Hacía parte con la guardia de estribor, y en combate tenía el destino que el comandante le diese. Por su vez, el cocinero tenía la obligación de cuidar de los calderos y demás utensilios de cocina, de su aseo y limpieza, y de que no se hiciera fuego excesivo en los parajes propios de su uso. Si este incurría en negligencia o era un individuo de mala conducta, podía ser despedido si estaban en puerto, o sustituido por otro marinero en alta mar, dejándolos en los quehaceres de grumete hasta la llegada a puerto. El marinero que le sustituía cobraría la paga correspondiente, y tendría derecho a despedirse cuando le tocase si este fuese matriculado o enganchado. Todos estos especialistas, tanto fuesen armero, farolero, maestro de velas, buzo y cocinero de equipaje, eran considerados oficiales de mar y debían ser tratados y respetados por todos como tales. Un otro punto que se debe destacar, trata de los sargentos y cabos de escuadra de infantería de marina a bordo. Al igual que los contramaestres, eran para la marinería el equivalente a los sargentos, y como tales, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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tenían muchas responsabilidades a bordo. En la guarnición del buque que la formaba, normalmente la infantería de marina hacían igual cometido los sargentos, quienes también eran unos experimentados soldados con muchas obligaciones y responsabilidades a bordo. Para auxiliarlos en su cometido, tenían a los cabos, que en su equivalente en la gente de mar, eran los guardianes, y los ayudantes de los contramestres. Cabe recordar como ya hemos visto anteriormente, que la tropa embarcada como guarnición, no eran considerados gente de mar y que se regulaban de distinta forma en sus tareas y en sus castigos. Con referencia a las guardias de puerto, cabe mencionar que a no ser que el comandante del buque dispusiera cosa contraria, los sargentos y cabos se dividían, para la alternativa de guardias, en los mismos trozos que la tropa de la guarnición. Una vez en la guardia, y congregada la tropa entrante en el combés al toque de asamblea, los sargentos examinaban
si
los
cabos
llevaban
el
armamento
correspondiente, si estaban vestidos y aseados de manera conveniente, y si estos habían cuidado de que los soldados se hallaran en el mismo estado. Media hora después, se montaba la guardia, formándose en el alcázar la saliente, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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con sus oficiales, y en la banda de estribor y desplegándose a su frente a babor, la entrante, con los correspondientes toques de tambor, en cuyo caso, obtenido por los sargentos el permiso de los oficiales, deberían salir de sus puestos de formación a hacer la entrega y recibo de sus respectivos cargos. A continuación, los sargentos mandaban a los cabos, que tenían a su tropa numerada, pasasen con los soldados correspondientes a mudar las centinelas y hacerse cargo de todos los puestos con las mismas formalidades que en tierra. Los sargentos de guardia tenían su puesto en los pasamanos, a la entrada del alcázar, sin poder faltar de aquel lugar por ningún motivo, a no ser que tuviese orden de un superior para ir a otra zona. Si sólo había un sargento de guardia, le correspondía el de estribor quedando el de babor para un cabo. El sargento de guardia debía estar enterado de las órdenes generales mandadas observar en los puestos, además de necesitar saber quien estaba preso u ocupado, de las embarcaciones del buque que estuviesen ausentes, de si la despensa estaba abierta, o la bodega o algún pañol, de si había luces encendidas y donde estaban si así pasase, de los buques que estuviesen cargando o descargando efectos para el navío, o si había alguna lancha o bote de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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otro buque en las cercanías. Todas esas cosas debía tenerlas presente, porque le tenía que pasar una relación de las novedades al oficial comandante de la guardia, como a sus subalternos, e incluso a los guardiamarinas de facción. Como puede ser observado, las tareas del sargento eran la observancia de todo aquello que pudiera ser motivo de algún tipo de peligro para el buque y su tripulación. Esa era una de las misiones de la guarnición del buque: la seguridad interior. Además de lo mencionado, los sargentos y cabos de guardia debían observar que se cumplieran las reglas de policía y disciplina a bordo, con la obligación de dar cuenta al oficial de guardia de cualquier omisión a ellas. Debían acudir prontamente a sosegar las peleas de los tripulantes, sin excederse nunca en maltratar a la gente, ya fuesen de mar o de guerra, aprehendiendo únicamente a los que delinquiesen en algo. También era tarea de los sargentos de guardia, el no permitir la salida ni entrada de gente a bordo sin permiso. Ni aún su embarco en las lanchas o botes que estuviesen en el costado, así como que no se extrajera o introdujese ropas, pertrechos, víveres, municiones, ni otra cosa, especialmente por las portas, proa o popa, sin recibir para ello orden del oficial de guardia. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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A su vez, debían dar parte de todas las embarcaciones que se dirigiesen al buque, expresando si conducían oficiales o llevaban izada la bandera o insignia, para poder recibirlos con la distinción correspondiente. Por la noche, no podían dejar atracar embarcación alguna sin haberla reconocido previamente, debiendo tener a la tropa preparada para no hallarse desprevenido ante cualquier eventualidad. Mientras el sargento de guardia atendía las obligaciones en el portalón de estribor, el cabo debía de estar prevenido en el de babor. Normalmente, cualquier oficial de otro buque o de tierra, o del mismo, que iban en lancha o bote, se presentaban por estribor, que era la zona digamos de recibimiento oficial, y donde se formaba la tropa según el grado del visitante con los saludos establecidos. Si lo hacían por babor, se entendía que el oficial no quería ceremonia alguna al subir a bordo. Los responsables de los presos que hubiera en el navío, eran los sargentos de guardia, aún estando estos bajo centinelas, con grillos o cepo. Por lo cual, debían reconocerlos frecuentemente para asegurarse de que todo estaba en orden. Si los fogones estaban encendidos, debían ser visitados con frecuencia por el sargento o cabo de guardia. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Estos eran los que pedían permiso al oficial de guardia para que se encendieran o se apagasen, y de dar cuenta de que se había verificado. Otra tarea de especial cuidado, era con las luces, que tampoco se podían encender sin permiso del oficial de guardia. Tanto el fogón como las luces, podían provocar, en caso de negligencia en su uso, un verdadero desastre en un buque lleno de material altamente inflamable, de ahí el celo de los sargentos, en que se cumpliesen las normas respecto a su uso. Los sargentos y cabos también se empleaban en todas las comisiones que hubieran de hacerse en otros buques, en tierra, custodia de tripulaciones de botes y lanchas, seguimiento de desertores, además de conducir al hospital a los enfermos en los buques, todo ello con el consentimiento firmado del oficial de guardia. Si no alcanzaba el número de soldados de infantería o de artillería de marina, debían auxiliarse ambos cuerpos como si fuera uno sólo, para formar las guardias. Los cabos de guardia tenían la obligación de rondar con frecuencia, para asegurarse de que los centinelas se hallaban en sus puestos y observando sus órdenes, dando parte al oficial o sargento de cualquier falta al respecto, cuidando también de que la tropa de guardia no se apartase del sitio al que estaba destinado y que, en caso de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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mandarse, ayudar a los trabajos de embarco o desembarco de efectos u otras faenas propias de su obligación pudieran llevarlo a cabo con brevedad y silencio. Un cabo de guardia podía ser comisionado por su oficial de guardia, para que con el bote o lancha reconociese alguna embarcación, menos a las de los buques de guerra que se huviese mandado atracar con el propio buque. Para ello, le pedía el santo sin darle nunca la contraseña. Tambieén podía estar comisionado, con 4 o más soldados, y la gente de mar correspondiente de dotación de la embarcación menor, para dar rondas alrededor del buque yendo de boya a boya, y saliendo inmediatamente a reconocer a los que pasaran o se dirigieran a bordo, aunque dijesen que eran el capitán del buque, o el mayor general de la escuadra. Para estas comisiones, debían llevar cinco cartuchos por hombre. El uniforme de los sargentos a bordo, no estando de guardia, era el uniforme de mar, con sus charreteras al hombro. Pero en puerto, debían usar en uniforme completo, con el aseo y limpieza correspondiente, celando que los cabos y soldados que no estuviesen de guardia fuesen vestidos correctamente. El sargento de guardia debía estar presente a la hora de la entrega de géneros a cada rancho para la comida, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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anotando en una lista que el oficial de guardia previamente le daba, los nombres de los cabos de rancho, y el número de raciones que se le hubiera entregado. También debía estar presente en la bodega, para asistir a la preparación del agua que se había de distribuir por ración al día siguiente. Debía cuidarse de que cada ranchero recibiese del cocinero de equipaje, el agua correspondiente a los individuos que componían el rancho para guisarles la comida, mientras que para beber, acudía el mismo ranchero al almacén de la tropa a tomar por medida la que les perteneciera, todo ello controlado por los sargentos o cabos de guardia. Es comprensible que todo este celo en las comidas y en la aguada fuese tan
importante, ya que eran
suministros muy significativos en alta mar. Cualquier robo o extravío, podía dar al traste las cuentas y previsiones, con lo peligroso de su falta prematura en alta mar. Como se nota, en todo lo que pudiese ocasionar un peligro, debía estar presente o vigilando por un sargento de infantería de marina. El sargento o cabo destinado con la patrulla del muelle, podían repartir a la gente en otras embarcaciones menores de otros buques de guerra, para llevarlos de nuevo a bordo cuando se hubiera faltado a la hora El Maldito Tesoro de la Fragatra
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convenida para su recogida. Una vez a bordo, debían dar parte al oficial de guardia y al encargado de la tropa de la guarnición, de los individuos que se hayan quedado en tierra. Así mismo, los sargentos no podían bajar a tierra sin permiso del oficial encargado de su compañía y el de guardia, pero si tenía el permiso para ello, debía hacerlo siempre con su uniforme completo, aún cuando a los cabos y soldados se les dispensase el uso de la casaca por los calores del verano. Estos últimos podían llevar gorra en vez de sombrero por la misma razón. Si los sargentos y cabos, siempre y cuando no estuviesen de guardia, y estuviesen casados en la población del puerto, podían quedarse de noche en tierra. Estos también tenían permiso para arrestar a la gente de mar y de tropa que se encontrasen en tierra cometiendo cualquier clase de exceso, o incluso aprehendiendo a desertores, aunque eso sí, se les recordaba que por eso no obtendrían gratificación. Una de las ventajas de ser sargento, era que podían tener luz en su rancho dentro de un farol desde el anochecer hasta el toque de retreta, aunque para ello debían pedir permiso previamente al oficial de guardia. Si el sargento estaba de guardia y estuviese comisionado por su oficial para hacer la ronda, podía encender la luz que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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necesitase. Otra ventaja, era que tenían permiso para embarcar un pequeño colchón para su uso en su coy, y que debía enrollarse formando un salchichón como era costumbre, para alojarlos después de su uso en los parapetos de combate. También se les permitía tener un arca pequeña para sus cosas, la cual debían depositar en el sollado, a fin de que no embarazase ninguna batería. En la chaza de su rancho podían tener otra arca para guardar sus útiles propios de comer. Los cabos de la tropa comían cada uno con el rancho que le correspondía, atendiendo a su aseo y equidad en la distribución de la comida. Algunos cabos distinguidos podían unirse al rancho de los sargentos. Una de las tareas de los cabos, era celar que no se mezclase en los ranchos de la tropa ningún hombre de mar. A los cabos no se les permitía colchón, sino zalea o manta, para poner en su coy. Tampoco podían tener cajas, frasqueras ni otros muebles. Tan sólo su mochila con su ropa, al igual que la tropa. Los domingos, y diariamente en el rosario de la tarde, debían acudir con su tropa a concurrir a la tripulación a los actos religiosos, cuidando de que durante los
actos
todos
mostraran
la
reverencia
debida,
amonestando a los indevotos y dando parte a su oficial o al El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de guardia, en caso de que la falta de respeto mereciese castigo. Esto inclusive era válido para los días en que se leían públicamente las Ordenanzas, cuidando de que se hiciese el silencio y atención debida. A los sargentos se les permitía que diesen castigos a sus inferiores con dos o tres golpes de palo o vara, sin tener que pedir permiso a sus oficiales, aunque siempre sin abusar de esa facultad y sólo para hacer una ligera corrección y evitar así algún desorden, o bien para despabilar a los perezosos en el cumplimiento de sus obligaciones. Pero ojo, que el sargento que tuviese mala conducta, siempre que no fuera de gravedad, podía verse con el cepo puesto sin necesidad de juicio. Los sargentos se hacían cargo de las mochilas y armamento de los soldados que bajaban al hospital, guardando en la caja de ropa de la compañía, aquellos efectos hasta que se volviera a integrar en el buque el susodicho soldado. Un punto importante, era el atender al aseo de las chazas destinadas al alojamiento de la tropa, y cuidar que los
cuarteleros
ejercieran
bien
su
cometido.
El
contramaestre de cargo le proporcionaba al sargento los útiles necesarios para la limpieza, además de los coys guarnidos que se necesitasen, todo ello bajo recibo que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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tenía que visar el oficial de detall. Por lo tanto, en los días que el comandante ordenaba hacer zafarrancho, los sargentos hacían formar salchichones con su ropa de cama,
para
colocarlos
en
los
parajes
asignados,
concurriendo con la tropa para que colocasen sus mochilas y petates en la cuartelada de red que debían parapetar, cuidando junto a los cabos, del buen orden, tanto en aquel lugar como en el sollado, cuando así se mandase porque la lluvia o el tiempo no permitiese formar los parapetos. También no deja de tener su importancia las guardias de mar, pues para realizarlas, se dividían los sargentos y cabos así como la tropa, en dos o tres cuartos, subiendo al alcázar cada 4 horas, al toque de campana, sin armas ni correaje, para hacer el relevo. Este se hacía sin las mismas formalidades de puerto como lo hemos visto anteriormente, aunque no podían omitir el correspondiente permitido a los oficiales entrantes y salientes. El lugar para los sargentos y cabos durante la guardia, era el alcázar, sin poder desampararlo aún después de haberla concluido hasta su relevo por la siguiente guardia. Los servicios y guardias que ellos habían de hacer, eran iguales que en puerto. Pero en combate, debían hallarse donde se les estuviese destinado en el plan de combate. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Siempre que hubiera que entregar armas a la marinería, para ejercicios o salidas en embarcaciones menores, los sargentos tenían que examinarlas y comprobar que estuviesen en buen estado. El apresto de armas blancas y de chispa, estaban bajo el cargo del sargento comisionado a ello, ayudado por dos cabos y 4 o 6 soldados, que las recogerían del armero en caso de preparación para combate, apartando las defectuosas. Con la misma tropa, entregaría el sargento de artillería las cartucheras, los cajones de cartuchos, piedras, zapatillas y agujas de oído y sacatrapos, conduciéndo todo a la cámara, y siendo también su obligación municionar las cartucheras con el número de cartuchos que se le haya ordenado, y poniendo en cada una dos piedras y dos zapatillas con una aguja. Así mismo, el mismo sargento debía hacer lo propio para el servicio de fusilería de la tropa. También se le entregaba las cajas de granadas y de frascos de fuego, las cuales se colocaban en la cámara alta, protegiéndolas con un parapeto de colchones, y dejando un centinela para su custodia y de las armas y municiones depositadas en el mismo lugar. El sargento destinado en combate a proteger la bandera, debía cuidar de que esta se largara perfectamente y de no arriarla si no tenía la orden expresa del oficial que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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mandase el buque, deteniendo si fuera necesario con golpe de muerte, a cualquier otro que intentase arriarla sin permiso, o hasta voceando para que se hiciera. La misma obligación tenía el destinado a alguna cofa para custodiar la bandera arbolada allí. El cabo de luces destinado a los callejones de combate, acompañando a un carpintero o calafate, debería estar con ellos reconociendo continuamente el lugar, dando parte al oficial más inmediato de cualquier novedad. Como veremos, el oficial de detall era un cargo especial que recaía sobre uno de los oficiales de la dotación del buque. Por su carga de responsabilidades, normalmente recaía en el segundo de a bordo, o en el tercero donde lo hubiere, a no ser que fuesen estos segundos capitanes de navío. El detall era el por menor de las materias de disciplina, policía y economía de todo buque de guerra. Este cargo no podía ser retirado a no ser que hubiese una causa grave para ello. El oficial de detall estaba exento de guardias y demás servicio ordinario de puerto, aunque no en las salidas de armas, sin embargo tendría su alternativa en otro oficial, y si no lo hubiere, en un guardiamarina o incluso el propio comandante. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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En todo caso, vamos ya con sus deberes, que no eran pocos, y advertiremos el porqué de éste marino se libraba de las guardias. Lo que no era para menos. Tenía de inspeccionar e intervenir en cuanto se recibía y consumía a bordo del buque. Ojo, no como un contador que llevaba la cuenta de las cantidades, sino más bien para observar la calidad de las mismas, además de que todo estuviera en orden según el reglamento. A veces se puede llegar a confundir al oficial de detall con un contador, pero como poderemos ver, estas eran funciones bien distintas. Este oficial tenía que examinar todo prolijamente, para contestar al comandante a cualquier pregunta que él le hiciera. Y hacer saber a los oficiales de cargo, de la exactitud con que se hacían los suyos y los abonos; entendiendo, además de las materias de cuenta y razón de pertrechos y víveres, en todo lo concerniente a testamentos, presas, disciplina de toda la dotación del buque, arreglo de ranchos, de guardias, del plan de combate, ejercicios de instrucción, licencias para pasearse, escalas de todo servicio dentro y fuera del bajel, así por oficiales y guardiasmarinas, como por pilotos, tropa y marinería; igualmente que en los ramos de estiba y aparejo, siendo peculiares todos los puntos de armamento, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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policía, disciplina y economía, siendo un celoso fiscal en el cumplimiento de la ordenanza y de las órdenes del comandante, exigiendo sobre todo la observancia en ello. También debía reconocer personalmente todas las averías de consideración a bordo. Es decir, haciendo una analogía y salvando las distancias, el oficial de detall era como el mayordomo de una mansión, pues tenía que tener todo preparado y en perfecto funcionamiento en la casa de su señor. Para todo lo concerniente al detall, se proveía a los oficiales de guardia de un libro o cuaderno donde anotaban, bajo su firma, todas las novedades ocurridas en ella, comprendiendo como tales las partidas de pertrechos que se extrajeran o embarcasen, así como todas las órdenes que se recibieran a bordo, y asimismo como las providencias de disciplina y economía del comandante del buque. Ya se sabe que los comandantes, al ordenar cosas como el plan de combate, o exponer instrucciones particulares que debían observarse a bordo de su navío, podían dejar un texto demasiado farragoso. Entonces el oficial de detall tenía que hacer un extracto, para que tuvieran el resto de los oficiales más facilidad en su cumplimiento. Además de todo esto, debía llevar en otro El Maldito Tesoro de la Fragatra
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cuaderno, el detalle de todas las órdenes e instrucciones que hubiera dado el general de la escuadra o del departamento, en ocurrencias particulares como el armamento, averías, crímenes y otras causas que pudieran tener consecuencia. Y todo debía estar perfectamente escrito. Los partes de estados de entrada y salida, así como los de fuerza, los de armamento y revistas, propuestas de ascensos y descensos, y reconocimiento de obras, le tocaba a este oficial su elaboración por legajos. Seguro de que conocían esos estados de fuerza con el número de tripulantes y armamento, pues esos modelos eran estándar por ordenanza que el oficial de detall debía tener en cantidad razonable para su elaboración. Además, por si fuera poco, debía elaborar las tablillas, que estaban colocadas a la vista de todos y en distintos lugares a bordo, con el extracto de las leyes penales, plan de combate, honores, saludos, señales, escala de guardias, salidas, rondas y demás tareas. El comandante debía revisarlo y firmar dando su conforme. Pero como esta labor en los navíos podía llegar a ser demasiado ingente, estaba previsto en las Ordenanzas que en los navíos de tres puentes, y en los sencillos de más de 500 hombres, que el oficial de detall pudiese elegir a un El Maldito Tesoro de la Fragatra
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otro oficial para que le ayudase, aunque este no podía firmar documentos, pero este no era el caso de La Mercedes. En todo caso, en todo buque había, además, un soldado o marinero que le hiciese las labores de escribiente, y el escogido tenía exención de guardias tanto en mar como en puerto, y una gratificación diaria que podía ser en dinero o en género, según se eligiese. Pero cuando un buque pasaba al desarme, el oficial de detall hacía dos inventarios de sus papeles. Y uno de esos documentos de cuenta y razón de pertrechos, se mandaba al Subinspector del arsenal, mientras que una copia iba a la Mayoría general del Departamento, con las instrucciones, depósitos, presas, testamentos y demás de policía y disciplina del bajel.
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Como la disiplina a bordo era entre las otras una de las mayores preocupaciones del capitán de La Mercedes, para su mejor comprencion buscamos algunos textos que se relatan a seguir, y que han sido extraídos del artículo “El navío de tres puentes en la Armada española” de José Ignacio González-Aller Hierro y de “La vida a bordo en la época de Trafalgar”, del mismo autor, además de las ordenanzas de 1802. Para dar inicio, en la Real Ordenanza de 1802 se encuentra que: “Todo oficial de mar, sargento, cabo o soldado de marina y del ejército, tropa de artillería y gente de mar, debe obedecer a los oficiales de guerra de la Armada y del Ejército con quienes estén empleados en todo lo que les manden perteneciente a mi Servicio siendo de su profesión, pena de la vida”.
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Si embargo, conforme la documentación existente, todo lleva a pensar que las dotaciones de los buques españoles de la época eran buenas, aunque a algunos hombres se les podía achacar de impericia por falta de práctica de navegación en alta mar, pero nunca de demsotrar mal comportamiento o de insubordinación. Por tanto, no eran, como los dijo Pelayo Alcalá Galiano: “gente proterva sacada de los presidios, y pilla recogida en levas, sujeta a la obediencia por el temor al castigo que pudiera inflirgirles la guarnición de a bordo...” En todo el periodo que consideramos, al contrario que en el resto de las Marinas de Europa, en la española tan sólo se dio el caso de una insubordinación en la tropa de Infantería de Marina embarcada a brodo del navío “San Juan Nepomuceno”, la que fue reprimida sin necesidad de tener que emplear excesivo rigor. Empero, es incuestionable decir que las penas establecidas en el “Tratado V de las Ordenanzas de la Armada de 1748” eran sumamente rigurosas, pero lo cierto sería mencionar que, salvo algunas excepciones, nunca fue necesario que se acudiese a tales medidas extremas.
“La
disciplina
El Maldito Tesoro de la Fragatra
se
mantuvo
siempre
y
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particularmente
en
combate…”
(Según
lo
afirma
González-Aller) Circunstancialmente, la Royal Navy británica, por contra, sufrió bastantes casos de motines, siendo el más rezonado el de la “Bounty”, pero incluso hubo motines para todos los gustos, desde un sólo buque, como la fragata “Hermione”, que fue entregada a las Autoridades españolas en 1797, y en la que los marineros asesinaron a los oficiales, entre ellos a su comandante, el cruel capitán Pigott que había humillado y castigado a sus hombres sin descanso, hasta flotas enteras como también ocurrió en 1797 en Spithead y Portsmouth, y más grave aun la del motín de la flota en el Norte, donde se amenazó con pasar los navíos británicos a los franceses, si no se cedía a las pretensiones de los amotinados, cuyo final fue más cruel que en los motines anteriores, al ser ahorcados medio centenar de hombres y cientos azotados y deportados. Además, los británico tuvieron bastantes casos de insubordinación
causados
por
mandos
en
muchas
ocasiones déspotas, favorecido por unas condiciones muy precarias de vida, en la que ciertos oficiales sajones tenían asumido que la disciplina llevada a extremos crueles, era la única forma de tener controlados a sus hombres y listos para el combate. Incluso, el desmedido abuso de bebidas El Maldito Tesoro de la Fragatra
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alcohólicas en las dotaciones británicas, como el famoso “grog” o la cerveza, ocasionaba borracheras que solían desembocar en peleas o roces con los oficiales. Pero en la Real Armada española el ron era utilizado sólo en contadas ocasiones, y lo normal allí era beber vino en las raciones, de mucha menor graduación alcohólica que el “grog” inglés, y por tanto menos peligroso. Ya lo mencionamos antes, pero vale repetir que en los buques británicos era muy común acojer prostitutas a bordo cuando se llegaba a puerto y, según relatos de los propios oficiales, se podían contar hasta varios centenares de estas mujeres al mismo tiempo, donde ejercian sus servicios en las baterías del buque, a la vez que producian unas escenas bastante desagradables en el interior y a la vista de los oficiales y marineros que no participaban en estas reuniones. Estas situaciones eran de por sí, impensables de se realizar en un navío de la Real Armada española, donde el sentido moral siempre era superior. Por supuesto que la tripulación tenía contácto con prostitutas, pero siempre lo realizaban fuera del barco. Las únicas mujeres permitidas a bordo, eran las mujeres de los oficiales de guerra o de mayores, que tenían que ir de pasajeras por alguna razón.
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Igualmente, se puede afirmar que la incomodidad y la enfermedad eran hasta más penosas de soportar debido a la férrea disciplina, a veces arbitraria, que reinaba a bordo de la Armada Real. En efecto, la disciplina era mucho más dura sobre las embarcaciones que en los ejércitos de tierra. Para tanto, los antiguos usos eran siempre utilizados, y en el momento de las maniobras, el oficial de cubierta a menudo aplicaba golpes con una vara hasta sin llegar a avisar al comandante, quien, según el reglamento, era el único que tenía derecho a castigar. Claro que el castigo corporal e inmediato, era una costumbre que se llevaba a cabo en todas las marinas de la época, lo ya que no indignaba a nadie. Por lo tanto, los contramaestres de segunda y hasta los marineros suboficiales, daban golpes con el puño o con una vara para estimular el trabajo de los marineros; y tal vez por ello que el segundo contramaestre era venerado y temido, pues llegaba a presentarse en las maniobras importantes o en las reuniones de toda la tripulación, con una vara en la mano. Pero en caso de grave infracción del reglamento, el culpable debía enfrentarse a un consejo de guerra, pues el comandante de la embarcacíon, era el único responsable de la conducta del barco, de lo que se pasaba a bordo, y
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del respeto a la disciplina. Los reglamentos eran muy estrictos en ese sentido.
Al infractor se le hacía un consejo de guerra.
Consecuentemente, la intransigencia y la crueldad del comandante eran a menudo proporcionales a la duración de las navegaciones efectuadas en compañía de tripulaciones formadas por gentes hostiles y recalcitrantes, que a cualquier momento podían transformarse en hordas hambrientas y sedientas, además de la mitad encontrarse enferma, y agotada por el trabajo intenso y por el cansancio. En aquella época, se entendía que la razón entraba en la cabeza de un hombre solamente a través correctivos y escarmientos. Por ello, la gama de los castigos que se El Maldito Tesoro de la Fragatra
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aplicaban era muy extensa, y dependía mucho de la gravedad de los delitos, cuyo matiz iba desde robos, riñas, embriaguez, negativa de obediencia, insultos, faltar el respeto a los oficiales... En todo caso, se puede decir que los delitos más leves se castigaban con un régimen de pan y agua, o pasar un breve tiempo encadenado a unos grilletes. Pero los delitos más graves eran sancionados con un castigo particularmente temido entre la marinería: el azote. Para tanto, el culpable, ya con el torso desnudo, era apoyado en un cañón o en el cabestrante, siempre en presencia de un oficial. Esta práctica cruel se abolió solamente en 1874. Pero constaba en las R.O. de 1802, que el maltrato a un oficial debería ser castigado con mano cortada, y a continuación la horca. Pero si era una desobediencia a guardiasmarinas u otros habilitados de oficiales, entonces debería ser aplicada una pena de presidio o el castigo corporal proporcional. Esto, decía a respecto sólo de los marineros, porque los
soldados
de
la
guarnición
tenían
su
propia
“especialidad” de punición, donde el castigado, ya sea en el alcázar o en el combés, tenía que correr entre dos filas de compañeros que le azotaban con los correajes de sus fusiles. Esta práctica se mantuvo hasta 1821. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Pasar al infractor bajo la quilla del buque era un castigo terrible
Pero aun así existían otros suplicios temibles, como “la caída mojada”, que consistía en izar al condenado a una verga y soltarlo precipitadamente sujeto a una cuerda, cuando entonces era sumergido en el mar; sin embargo, “la caída seca” era un castigo similar, pero la cuerda era más corta y el hombre no llegaba a tocar el mar y era parado en seco en el aire, lo que terminaba por ocasionar fracturas muy graves, incluso mortales. Por último, había “el paso por la quilla”, que sin duda era el castigo más espantoso, ya que consistía en hacer pasar al condenado de un lado al otro del barco, bajo el agua. Algunas veces el individuo tenía suerte y era capaz de salir de allí vivo, pero resultaba herido muy gravemente por causa de las astillas de la madera o las conchas fijadas sobre el casco.
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Empero, antes de esta R.O. de 1802, el mencionado “Tratado V de las Ordenanzas de la Armada de 1748” ya imponía castigos tales como cortar la mano del que favoreciese el motín; al blasfemo con atravesarle la lengua con un hierro al rojo vivo; al incendiario, a perder la vida haciéndole pasar por debajo de la quilla; al ratero, a sufrir azotes sobre un cañón si era hombre de mar y a carreras de baquetas si era de tropa; a los desertores, con diez años de galeras; al amotinado, con la horca; al ultrajante estando de guerra, a ser fusilado,... pero como hemos dicho, pocas veces estos tipos de castigo se llegaban a aplicar. Pero cuando el delito era de pena capital, al reo se le colgaba de una verga del palo trinquete, una práctica que fue abolida en 1832, siendo sustituída por el garrote ordinario o vil. Cuando se navegaba en escuadra y se iba a aplicar alguna sentencia de castigo, se izaba la señal de castigo aflictivo para que sirviese de escarmiento de todas las dotaciones. La Ordenanza 1802 mandaba que durante un motín, a los causantes directos del mismo se les debiera ahorcar independientemente de su número. En teoría, si toda la dotación de un buque se amotinaba y tomaba parte activa en el mismo, serían todos ahorcados. Y si había complices,
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estos se ejecutaban a uno de cada diez. Por tanto, había que echar a suertes para ver quien iba a ser ejecutado. La misma O. R. mandaba que en caso de combate, a los hombres que demostraran cobardía, huyeran o alzaran la voz con gritos de no combatir, se les debiera ejecutar por medio del oficial o sargento de batallones que se hallara más cercano. Así mismo, todo hombre de tropa o gente de mar que no acudiera a su guardia, o se fuera de la misma sin permiso, tendría como castigo el tener que estar toda la siguiente guardia en un estay con dos palanquetas atadas a los pies, o la privación de la ración de vino si este era marinero. Aunque si era hombre de tropa, el castigo podía ser desde la privación de vino o tener que estar con el cepo o grilletes. De igual modo, la R.O. mandaba que los que injuriasen el nombre de la Virgen, Dios o de los Santos, se les debía imponer la pena de doce a veinte palos, y la provación de vino por uno o dos meses, además de destinarlo a la limpieza de proa. Incluso, si era reincidente, se le ponía una mordaza durante una media hora o una hora en un paraje visible del buque. Aunque si eran cuestiones muy graves, podía darse el caso de ser azotado
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60 veces sobre cañón si era marinero, o participar de cuatro carreras de baquetas si era soldado. Vale decir que ni todas las ordenanzas se referían a castigos. Pues si algún soldado o marinero evitaba un incendio a bordo, éste era recompensado con 20 reales, o 12 por evitar una pelea y hasta 8 por evitar una borrachera al recojer al embriagado. Y a los que entregaran a un desertor, se les daba 40 reales. Desertor, era considerado todo aquel que faltara más de ocho días de su puesto. Y si un individuo de tropa o marinería mataba a otro, debería ser castigado con pena de muerte. Pero si le hería de gravedad, le caían 10 años en presidio, y si era herida leve, entonces un castigo proporcional. -¡Llevaos ya a estes prisioneros! -gruño finalmente José Manuel de Goicoa.- Encerradlos em la bodega de proa. Después veremos lo que hacer. Ahora cuenteme qué há passado, señor Pedro. -Pronunció un poco más contenido. -Pues es que no acabo de enteder al señor King, señor. Pero creo que ellos lo han atacado en el entrepuente. El negro, todavía con los ojos sobresaltados por causa del susto, miraba a su alrededor mientras sus compañeros lo ayudaban a sostenerse en pie. En ese El Maldito Tesoro de la Fragatra
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momento, su respuesta podría haber significado cualquier cosa. -¿Es eso lo que ha pasado, señor Perez? -insistió el capitán, sin entender patavinas de las señales gesticuladas por King. -No lo sé, señor -dijo Perez con una mirada inexpresiva, mientras se llevaba su nano a su sombrero en un gesto nervioso. -¿Es eso lo que ha pasado, señor Pedro? -insistió el capitán, dirigiéndose ahora al otro oficial. -Tampoco lo sé, señor. Pero ha de saber que algunos de ellos son libertinos redomados -pronunció observando a su superior con una mirada fría. -¿Entonces explíqueme por qué este hombre llora tan desconsoladamente? -Ya lo averiguaré, señor. -dijo Pedro Afán-. Pero cuanto a los otros, le diré que han ofendido tanto, y tan deliberadamente por una cuestión trivial de disciplina, que me he visto obligado a castigarlos. -¿Y qué pasó? -¡Insolencia…, señor! Los reprendí oficialmente por insolentes. Y es la tercera vez… Pero ahora no iré a entrar en detalles, señor - anunció con tono recio.
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-Bueno, prosiga conforme las ordenanzas, señor teniente. Elija la forma más fácil de enseñarles a tener respeto -manifestó José Manuel con una mueca de sorna-. Porque también a uno, cualquier día, lo pueden amarrar a un enjaretado o cañon, y azotarlo hasta arrancarle la piel -¡Por supuesto, señor! Con tales actitudes, bien se podía degradar fácilmente a un guardiamarina, es decir, éste ya no sería considerado un cadete sino un marinero de segunda. En un santiamén el hombre se convertía en un marinero de segunda, duermiendo y comiendo con ellos, y hasta podía ser golpeado por cualquier superior que llevase en la mano una vara y además ser azotado por lo que fuera.
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Es importante destacar, y antes de dar continuidad a la narración de la odisea final, poder entender mejor los diversos aspectos que requería estar de servicio a bordo de los buques de guerra españoles de principios del siglo XIX. Para ello, se ha tomado por base lo que constaba en la “Real Ordenanza Naval para el servicio de los baxeles de S.M.” de 1802, que no era más que una actualización de las existentes de 1793, pero esta vez redactada por el Teniente general don Domingo Pérez de Grandallana. No en tanto, dicho material ha sido encontrado en varios artículos y en el sitio “Todo a babor”, lo que, por ser una obra bastante extensa, cabe mencionar que estos han creído oportuno publicar los diferentes capítulos un poco diferente de como lo están en la ordenanza original, donde aparece un listado de artículos que son un poco aburridos de leer, lo que por tal motivo se ha extractado, resumido e incluso obviado muchos de ellos, al redactarlos de nuevo de una forma que fuese más comprensible y fácil El Maldito Tesoro de la Fragatra
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asimilar por cualquier indocto en estos asuntos, aunque con la salvaguarda de que en algunos párrafos interesantes se ha guardado el formato original. Por la misma razón de la elevada extensión de la obra, aquí se ha resumido mucho de lo que ellos cuentan, por no ser posible más que hacer un recorrido general y corto por cada título de la misma, e intercalando los asuntos de manera de dar soporte a lo que imaginamos se sucedió en la travesía con el capitán y la guarnición de La Mercedes. Así que, cuando nos referimos a la vida a bordo, debemos partir de la primicia de que la atención al barco partía de un sistema de tres guardias con turnos de cuatro horas, que tanto marineros como oficiales cumplían. La primera se iniciaba a las cuatro de la tarde hasta medianoche, y era llamada la guardia del capitán; la segunda iba desde la medianoche hasta las ocho de la mañana, y era llamada la guardia del piloto, o también llamada “modorra”, y la tercera cubría desde las ocho de la mañana a la cuatro de la tarde, y era llamada la guardia del maestre. Los marineros hacían dos guardias de cuatro horas cada día, aunque la guardia de la tarde se rotaba en turnos de dos horas.
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Pero dado que del hombre de guardia podía depender la seguridad del barco, el que se dormía era castigado severamente y se ganaba el desprecio de sus compañeros. Para no dormirse, se aconsejaba que los que estuvieran de guardia permanecieran de pie, mirando a proa, pues era por donde podía surgir el peligro, y a barlovento, pues era por donde podían presentarse las tormentas, debiendo comunicar de inmediato al piloto o contramaestre cualquier incidencia que se presentara. A cada media hora el grumete cantaba la hora, dando la vuelta al mismo tiempo a un reloj de arena y haciendo sonar una campana, y recitando un verso: “Una va de pasada, y en dos muele; más molerá si mi Dios Querrá; a mi Dios pidamos que buen viaje hagamos; y a la que es Madre de Dios y abogada nuestra, que nos libre de agua, de bombas y tormentas”. Al final gritaba dirigiéndose a proa: ¡Ah de proa! ¡Alerta y vigilante! La hora se comprobaba y ajustaba a las doce del mediodía, al verificar la altura del sol, comprobando que la sombra proyectada debía tocar el norte de la aguja de marear (brújula), a las doce en punto. Los datos de
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velocidad se recogían en una pizarra y posteriormente se pasaban al diario de a bordo. Además, el cambio de timonel y vigía se efectuaba cada hora, cuando el timonel saliente comunicaba al capitán de guardia el rumbo, el cual a su vez pasaba ese dato al timonel entrante, e igualmente se establecían vigías tanto a popa como a proa. Enfrente del timonel se colgaba el tablero de bordada. En este, se marcaba con clavijas el rumbo que había llevado y la distancia que calculaba que había recorrido el barco cada media hora. Pero para medir la velocidad del barco, se usaba la corredera, que consistía en una pieza de madera, reforzada con plomo a un lado para que flotara vertical. Se lanzaba por la popa y permanecía casi estacionaria mientras el barco seguía navegando. La cuerda que la sujetaba estaba marcada a intervalos regulares con nudos, y midiendo el número de nudos que pasaban, que al controlarlos por medio de un reloj de arena, se podía hallar la velocidad del barco. Otro método que se podía usar, era lanzar una pieza de madera por la proa y cronometrar cuánto tiempo tardaba el barco en pasarla. Aunque para hallar la latitud, es decir, saber la distancia a la que estaban por el Norte o El Maldito Tesoro de la Fragatra
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el Sur del ecuador, se utilizaban instrumentos como el sextante o el cuadrante. El sextante era un palo con una pieza cruzada corrediza, que empezó a usarse en el siglo XV. El marinero deslizaba el travesaño a lo largo del palo, que estaba dividido en secciones, hasta que podía ver el nivel del horizonte en la parte inferior del travesaño, y el sol o la estrella en la parte superior. A continuación, leía la marca que medía el ángulo entre el horizonte y la estrella, y a partir de esto podía hallar la latitud del barco, o lo que es lo mismo, su posición al Norte o Sur del ecuador
Utilización del sextante y del cuadrante
La figura del lado derecho muestra que el observador permanecía en pie de espaldas al sol (S) para utilizar el cuarto de cuadrante. Miraba al horizonte (H) a través de una ranura colocada al nivel de la pínula que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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estaba al final del palo de apoyo (P). El sol proyectaba la sombra de la pínula en el arco más pequeño que estaba sobre el nivel de la pínula, la cual se veía ahora en la línea del horizonte. Entonces el observador hallaba la altura del sol sobre el horizonte sumando los ángulos. El cuarto de cuadrante evitaba el resplandor de los rayos del sol, pero el sextante seguía siendo necesario para los días nublados. Cada día a bordo se iniciaba con la oración de la mañana que era cantada por alguno de los pajes: Bendita sea la luz y la santa Veracruz y el Señor de la verdad y la Santa Trinidad bendita sea el alma y el Señor que nos la manda bendito sea el día y el Señor que nos lo envía Luego de la oración del paje, todos rezaban un Padrenuestro y un Avemaría, seguido de un saludo: “Amén. Dios nos dé buenos días, buen viaje, buen pasaje haga la nao, señor capitán y maestre y buena compañía, amén; así faza un buen viaje, faza; muy buenos días dé Dios a vuestras mercedes, señores de proa y popa”. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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A continuación se distribuía para la guarnición la ración de bizcocho junto con la de agua. Entonces se ponía manos a la obra, donde la primera tarea consistía en sacar el agua que hubiera entrado en el navío por la noche, y que por entonces se encontraba en la sentina, usando las bombas de achique, misión realizada por los carpinteros y los calafates. Un biógrafo lo cuenta de la siguiente manera: “Espumeando como un infierno y hediendo como el diablo sale el agua de las bombas. Le sentina es una especie de pozo destinado a recoger los derrames del agua de la vasijería, y como estos corren por toda la bodega en contacto con varias materias, y van recogiendo las impurezas, con el movimiento, el calor y la falta de ventilación, se corrompen y llegan a ser foco infecto si no se cuida de extraerlas frecuentemente”. A seguir, se comprobaba de que las velas se encontraran en perfectas condiciones, y durante el resto de día se realizaban las tareas habituales, tal como mantener las cubiertas limpias, reparar velas e izarlas cuando se les ordenara, atar y colocar cabos, arreglar cuerdas, trepar a los palos, fregar la cubierta, y hacer diversas reparaciones.
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Claro que es de imaginarse que la tarea de manejar las velas era muy dura, y requería una máxima coordinación, y por ello las tripulaciones entonaban canciones
rítmicas
mientras
izaban,
amarraban
y
empujaban la barra del cabrestante. Cada
tarea
tenía
su
propio
ritmo,
que
se
compaginaba con la fuerza empleada. Uno era un ritmo de marcha, empleado para girar alrededor del cabrestante o moverse para recoger anclas. Otro era un ritmo más lento, para trabajos que exigían una pausa o de pasar un cabo de mano en mano. Otros trabajos necesitaban un ritmo de dos tiempos. Estos se empleaban para tareas pesadas, como izar velas, o subir pertrechos de peso. Por lo tanto el cantar estos ritmos se le llamaba “salomar”. Empero, consta que en los buques de guerra, el silbato del contramaestre sustituía las canciones. Allí se clasificaban tres especies de salomar: halar a la leva, o marchar tirando de la cuerda o de la barra de cabrestante, etc., y mano entre mano, que es halar o tirar a pie firme alargando alternativamente los brazos. La saloma era apropiada para cada caso. En el primero es música de marcha, y los pies se mueven acompasadamente, el segundo es más lento, y marca el movimiento uniforme de
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las manos, mientras que en el tercero hay que señalar dos tiempos: preparación y acción Al mediodía, el despensero repartía las raciones de comida, repartiéndose a los marinero su ración, la cual se supone juntaban y cocinaban en calderos colocados en el fogón (se solía llevar dos o tres fogones, uno por cada cien tripulantes), que no era más que una caja metálica y rectangular, con tres lados y abierta por la parte superior, con un fondo de arena sobre el que se colocaba la leña. Al parecer, esta era la única comida caliente al día, salvo cuando el bizcocho se encontraba en mal estado y agusanado. En ese caso, los restos llamados mazamorra se cocinaban como sopa por la noche, lógicamente que era para no poder ver su contenido. Al caer la tarde, las actividades a bordo se iban paralizando, dedicándose un tiempo al descanso, a charlar, tocar algún instrumento musical y, a pesar de estar prohibido, a jugar a los dados o a los naipes. También se celebraban carreras de animales utilizándose los que iban a bordo, o peleas de gallos, si los había. Si el barco quedaba al pairo, los marineros pescaban o nadaban. Pero al iniciar los turnos de guardia de noche, se convocaba a todos los tripulantes para acudir a la oración, la cual era presidida por el capitán o religioso que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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estuviere a bordo. Entonces se rezaba el Padrenuestro, Avemaría, Credo y se cantaba la Salve Marinera, y el paje pronunciaba la fórmula para desear buenas noches a todos: “Amén y Dios nos dé buenas noches, buen viaje, buen pasaje haga la nao, señor capitán y maestre y buena compañía”. A continuación, la tripulación se iba acomodando para dormir. Qué como ya se mencionó, los marineros dormían en las zonas más adelantadas del alcázar, o en la primera cubierta, entre el palo mayor y la popa; los grumetes entre los marineros y el castillo de proa, y los pajes en el sitio que quedara libre. Los artilleros y soldados en la Santabárbara. Cabe destacar que la higiene no era nada superior a la que se daba en tierra en esa época. Por eso que en caso de temporal no se podía secar la ropa ni encender fuego, y al concentrarse la marinería bajo cubierta, con el hacinamiento correspondiente, y sin poder abrir las portas, el hedor era considerable, y más si tenemos en cuenta que el navío podía llevar animales vivos bajo cubierta, como: caballos, vacas, ovejas, aves, etc. En algunos casos, se cuenta que en algunos navíos, las necesidades naturales se satisfacían directamente sobre el mar, o bien sujetándose de las cuerdas o del navío, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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como también existía una tabla o asiento que pendía sobre las olas, llamadas “jardines”. En caso de mal tiempo o bien por pudor, se usaban baldes o bien se hacían las necesidades en la sentina (espacio que existía bajo el suelo de la bodega). En climas cálidos, las sentinas se hacían mefíticas, llegando a ser venenosas, dándose el caso de que, al achicar el agua de la misma, el olor desprendido provocaba vómitos entre los tripulantes, ennegreciendo sus emanaciones todos los pertrechos metálicos. Por lo tanto, como toda ordenanza naval que regía en la Armada española, se estaba obligado a cumplirla y hacerla cumplir, pero otra cosa es el celo que los distintos comandantes pusieran en ello, nada más que con vistas a la buena operatividad de sus unidades. También por causa de la precariedad de los presupuestos, se hacía a veces muy difícil, por no decir imposible, poder disponer de un buque tal y como Su Majestad mandaba. Fuera de lo relativo a la vida que se llevaba a bordo y a todas las otras disposiciones que regían el comportamiento de cada componente de la tripulación y pasajeros, de los derechos y obligaciones de las diferentes clases de empleos, además de las penas por infringir la normas del Rey, también existía el uso obligatorio de las banderas que se utilizaban para los saludos, y un sinfín de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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aspectos más. Esta ordenanza era la que regía en los buques
que,
por
ejemplo,
combatieron
en
este
enfrentamiento, y a posterior en Trafalgar. Al hablar sobre banderas e insignias, y aunque muchos aspectos de este capítulo ya los hemos tratado en otros, si bien de una manera muy general, conviene darles un repaso, porque el uso de las banderas era algo muy importante a tener en cuenta a bordo de un buque de guerra. Banderas: Sobre la bandera de guerra que debía llevar todo aquel buque de S.M., es decir, del Rey, se dice: “La bandera de mis bajeles de guerra, como la de mis Plazas marítimas, sus castillos y otros cualesquiera de las costas, será de tres listas, la de en medio amarilla, ocupando una mitad, y la alta y baja encarnadas, iguales, esto es, del cuarto de la anchura con mis Armas Reales de solos los escudos de Castilla y León, con la Corona Imperial en la lista de en medio”. Esa descripción, corresponde a la actual bandera de España, exceptuandose la descripción del escudo. Los buques que no eran de guerra pero también eran del Rey, como las de Rentas de la Real Hacienda, usaban la descrita anteriormente de guerra pero con la diferencia de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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que, en el escudo, estaban repetidos y cruzados los escudos de Castilla y León en medio de los caracteres Real Hacienda de color azul, con corona encima de cada una de las letras. Los otros únicos buques que podían llevar el diseño de bandera de guerra, eran los buques mercantes pertenecientes a las Compañías comerciales privadas, aunque con la salvedad de tener un distintivo único en cada una de las diferentes Compañías que hacía también distinguirlos de un buque de guerra. Normalmente, este distintivo era un escudo de armas debajo del nacional, en la parte de la franja roja inferior. Los buques corsarios particulares, cuando sólo estaban armados como tales, podían llevar también la bandera de guerra. Pero si ellos estaban armados en corso y mercancía, entonces estaban obligados a portar la bandera con distintivo al igual que los buques de Compañías. Todos los buques mercantes españoles debían llevar una bandera de listas de los mismos colores amarillo y encarnado que los de guerra, formada de cinco fajas, la de en medio amarilla, ocupando un tercio, la de los extremos también amarillas, de un sexto cada una y encarnadas las intermedias. Pero sin escudo, aunque fueran con valijas de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Correos o fletadas por la Real Hacienda. Esto era muy importante, pues un buque mercante jamás podía llevar la de guerra ni cuando estuviera mandado por un oficial de guerra. Solamente había una excepción, cuando fueran fletados para servir al Rey para convoyes u otros objetos a su cuenta, pero esto sólo valía durante esa comisión. Si un comandante de un buque de guerra observara que se incumplía alguna de estas normas en cualquier buque, ya sea en puerto o en el mar, podía embargar dicha bandera y obligar a poner la que correspondiera, dando cuenta del hecho a las autoridades en puerto. Y eso incluía a todos aquellos barcos que navegaran con banderas de otros países, algo muy corriente cuando se quería despistar al enemigo. Lo
que
si
estaba
permitido,
y
se
hacía
constantemente por todas las marinas del mundo, era arbolar una bandera extranjera para reconocer o engañar al enemigo hasta el acto de parlamentar o combatir. Eso sí, antes de empezar las hostilidades, había que enarbolar la bandera correspondiente. Porque el hecho de combatir bajo bandera enemiga estaba penado. Insignias: Igualmente, para facilitar la comprencion, es importante indicar las diferentes insignias de mayor a menor graduación: El Maldito Tesoro de la Fragatra
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El mando más alto de la Armada era el Generalísimo, que era un cargo que se creó expresamente para Godoy. Por encima de este, sólo estaba el Rey. Y en el caso, -que creo que nunca se dio-, de que se embarcara en algún buque, su insignia debía arbolarse en el tope del palo mayor. Esta insignia era una bandera cuadra de color rojo con un cuadro blanco en el interior con las Reales Armas (sólo los escudos de Castilla y León con Corona Imperial y ancla en pie, sobresaliendo el cepo por la unión de la Corona con el escudo, y por su parte inferior las uñas). Para los diferentes generales, la insignia consistía en una bandera cuadra con los colores de la bandera de guerra, pero con la diferencia que en el interior estaban los escudos reales al completo. Como ya se ha dicho, la disposición de esta insignia en los diferentes palos de los navíos, era lo que indicaba la graduación del general. Así, un capitán general o el Director de la Armada la llevaba al tope del palo mayor. El teniente general en el de trinquete, y el jefe de escuadra en el de mesana. Pero si se diera el caso de que un teniente general ejerciera las funciones de capitán general de un departamento marítimo y mandase escuadra, éste arbolaría la insignia al tope de mayor. Así mismo, si por El Maldito Tesoro de la Fragatra
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nombramiento real un teniente general o un jefe de escuadra, tenían la llamada insignia de preferencia, haría lo mismo. Es el caso de Gravina, que siendo teniente general, en la batalla de Finisterre y en Trafalgar, al tener esta insignia de preferencia, llevaba en el Argonauta y en el Príncipe de Asturias arbolada al tope de mayor su insignia respectivamente en aquellas batallas. Los brigadieres y capitanes de navío que no estaban subordinados a un mando superior, llevaban en el tope del palo mayor un gallardetón de dos puntas con las propias listas y Armas que la bandera de guerra. Pero en el caso de estar subordinados en una escuadra, además debían llevar una grímpola amarilla encima del gallardetón. Si por alguna casualidad un brigadier o capitán de navío eran graduados con la insignia de preferencia, estos debían llevar la bandera cuadra al tope de mesana, pero debían arriarla siempre a la vista de la de cualquier oficial general. Ahora bien, todas estas insignias sólo podían arbolarse si el general, u oficial correspondiente, tenía mando. Es decir, si iba a bordo de un buque en calidad de pasajero o transporte, un general de la Armada o del Ejército, o incluso un Virrey, no podían izar insignia alguna. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Si un comandante general de una escuadra pasaba de su navío a otro, para revistarlo u otro motivo que le ocupase gran parte del día, podía mandar izar su insignia, arriándose entre tanto en su navío, a fin de manifestar al resto de la escuadra donde se hallaba su jefe. Pero si en ese nuevo navío había ya otro general, no hacía falta arriar su insignia. El principal motivo de todas estas insignias, era que en el resto de buques supieran siempre donde estaban los generales. Y esto era algo común a todas las marinas, cambiando lógicamente el color de las insignias. Todas las insignias, incluidos gallardetones y gallardetes, tenían que arriarse, sin dejar de mantenerlas tremoladas,
al
saludar
a
otra
insignia
superior,
volviéndolas a izar terminado el correspondiente saludo. Las demás insignias de cualquier otra clase, como distintivos de cargo de escuadras, o sus divisiones en una armada,
se
mantenían
solo
mientras
estuvieran
incorporados con ella, lo mismo los grimpolones indicativos de las divisiones. Siempre había que arriar las insignias de forma inmediata, pero si por cualquier circunstancia faltase su general, excepto en combate, podían dejarse izadas hasta que dispusiera lo conveniente el comandante general de la escuadra. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Entre los buques de la Armada, como hemos visto, había que saludarse entre ellos arriándose las diferentes insignias ante oficiales superiores. Pero jamás, supongo que por cuestión de imagen u orgullo, se podía arriar una insignia, aunque fuera el gallardete, ante buques extranjeros, ni en el mar ni el los puertos, ni aun saludandolos con el cañón. El gallardete era una insignia exclusiva de los buques de la Real Armada. Estaba totalmente prohibido que los buques ajenos a esta lo llevasen, y eso incluía a los buques de las Reales Rentas que no fueran del Rey, a los corsarios, los armados en corso y mercancía, y los de las Compañías comerciales, siempre y cuando estuvieran fuera de la vista de los bajeles de guerra. Y supongo que esto les estaba permitido realizar si es querían hacerse pasar por buque de guerra cuando navegasen en solitario, y nada más que para despistar al enemigo. Aún así, los mercantes particulares sólo lo tenían permitido en esas condiciones bajo una grímpola, y sólo en puertos extranjeros en los que no hubiera buques de la Armada, u otros buques particulares mandados por oficiales de guerra. También existían las normas para las llamadas “ocasiones especiales”. Por lo tanto, había situaciones en El Maldito Tesoro de la Fragatra
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los que los buques debían largar todas sus banderas. Así, el Jueves Santo, tras terminar los oficios religiosos a bordo, todos los buques, aun en puerto, debían poner sus insignias y banderas arriadas a media asta, embicando las vergas. Y quedando de esta forma hasta la hora de la Aleluya del sábado inmediato. Ese día se engalanaban los buques con todas las banderas y gallardetes. Esto era válido también para los días del Corpus, Inmaculada Concepción y Santiago, patrón de España. También en el del cumpleaños del Rey, de la Reina y los Príncipes de Asturias, que además debían celebrarse con salvas. Esos saludos se daban en el navío insignia, y los demás buques de la escuadra que no debían saludar, tenían que largar solo sus banderas de popa y proa, coronando las bordas de pavesadas. Este engalanamiento también era contemplado en el caso del embarque o desembarque del Rey y otras Personas Reales. Incluso, por el embarque de la imagen de la Virgen o Santiago por patronato especial de alguna expedición. Notase claramente que en aquella época, la religión era algo muy importante en todos los órdenes de la vida, incluido el militar. Sólo se dejaba a libre albedrío este engalanamiento general, si los comandantes de escuadras y bajeles sueltos lo veían necesario para celebrar alguna El Maldito Tesoro de la Fragatra
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ocasión extraordinaria, como bien pudiera ser, celebrar la noticia de alguna victoria, el embarco de algún visitante ilustre, etc. Además, sólo por causa de mal tiempo, de viento y mar, se dispensaba o atrasaba el tener que llevar a cabo estos actos Ni que decir lo importante que era conservar el buen estado de las banderas. Por eso, nunca se debían largar en tiempos tempestuosos sin una absoluta necesidad, como en caso de combate. Cuando en navegación, nunca se largaban si no se encontraban con otros buques por la misma razón, y en puerto, sólo se izaba la bandera larga de popa los domingos y fiestas, como también al entrar o salir de puerto. En los demás momentos, sólo se permitía izar la bandera de proa, más pequeña, ya que se consideraba suficiente para el conocimiento de los buques del Rey, el tremolar de las insignias de distinción y los gallardetes, que se debían mantener siempre de día.
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Antes de llegar a los conclusivos días de la última etapa de viaje de la flota, es importante comprender algunas Ordenanzas relativas a como se debía proceder con relación a tácticas en combate naval por parte de los capitanes y comandantes que se viesen sorprendidos en beligerancias estando a bordo de los buques de guerra españoles. Cietos dibujos que fueron elaborados por el sitio “Todo a babor” nos auxiliaran en la comprencion de agunos textos que fueron recopilados de varias fuentes, siendo la principal las del artículo “El navío de tres puentes en la Armada española”, de José Ignacio González-Aller Hierro. En lo relativo a “Las tácticas” se encuentra que para utilizar al navío de línea en toda su potencia artillera, era necesario formar la línea de combate. Esta consistía en colocar los navíos en línea, unos detrás de otros, en apretada formación para lanzar así toda la carga artillera El Maldito Tesoro de la Fragatra
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sobre el enemigo, que también se batía en una línea similar en paralelo. Esta al menos fuera la táctica más utilizada durante esa época.
En la imágen superior puede ser apreciado lo que sería esa clásica línea de combate entre dos escuadras que se baten en paralelo. Pero los combates de este tipo no solían ser concluyentes y ambas fuerzas quedaban en un mero duelo artillero sin causar excesivas bajas personales o materiales. Cuando una de las dos escuadras se encontraba en peor estado, simplemente huía. Pero a mediados del siglo XVIII los británicos, principalmente, empezaron a cortar la línea enemiga para envolver así su retaguardia
y poder batirlos en
superioridad numérica, lo que resultó en que las batallas navales se hicieran más encarnizadas. Esta táctica necesitaba acercarse en un principio en perpendicular al enemigo, y debía soportar el fuego en hilera de los buques que se iban a atravesar. Pero una vez cortada la línea la escuadra atacante, podía batirse en unas condiciones muy ventajosas. También es verdad que los británicos sacaron El Maldito Tesoro de la Fragatra
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una mayor tajada de esta táctica, cuando los españoles y franceses estaban en su peor momento y no tenían tripulaciones experimentadas, y por tanto, sus líneas de combate eran mediocres, lo que dificultaba la eficaz defensa que hubiera proporcionado una sólida línea de combate. Antonio de Escaño decía que en igualdad de condiciones en las tripulaciones, la línea de combate prevalecía sobre un ataque destinado a cortarla.
Con base en la imágen superior, se puede suponer el ataque de una escuadra que intenta cortar la línea de combate de otra escuadra. Si la línea estaba bien formada (A) con los buques en apretada formación, harían de muro frente al ataque en perpendicular y podrían llegar a desbaratar tal ataque. Sin embargo, si los buques no eran El Maldito Tesoro de la Fragatra
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capaces de formar una línea sólida (B), sería muy difícil evitar que los navíos se colasen por entre los grandes huecos y doblasen la línea. No en tanto, las averías sufridas por los barcos de guerra son muy variables y dependían mucho de la táctica que era empleada: - El tiro para desarbolar, se refiere a la destrucción de la arboladura y de los aparejos del buque opuesto para así ponerlo en dificultad, o en la imposibilidad de maniobrar. Esta táctica era la más utilizada por la Real Armada pero no reducía la capacidad destructora del otro barco, y no provoca más que pérdidas ligeras. Esta ha sido considerada como la principal causa de las derrotas marítimas españolas y francesas, que también seguían la misma táctica. Lo que se buscaba con el disparo a la arboladura, era acabar con la posibilidad de maniobra y desplazamiento del buque enemigo, para después seguir disparando a placer o buscar el abordaje. - El tiro al casco, a la altura de las baterías, buscaba la destrucción de la artillería, del material y de los artilleros enemigos. Y esta táctica era la preferida por los británicos. Los disparos al casco ocasionaban una lluvia de astillas y escombros descontrolados que originaban más bajas que el propio impacto de la bala en sí. A una poca El Maldito Tesoro de la Fragatra
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distancia (a tocapenoles) los disparos a bocajarro con balas, o incluso con doble bala, podían ser devastadores. Los disparos al alcázar, castillo y toldilla se hacían con munición de metralla, al estar menos protegidas que las baterías interiores, lo que podía ocasionar una gran mortandad si la tripulación atacada estaba agrupada. Normalmente, antes de efectuar un abordaje, se disparaba con metralla para “despejar” la zona. A la vez que, para rechazar un abordaje, se utilizaba también la misma táctica. - El tiro bajo la línea de flotación, o a la “lumbre del agua” de la embarcación, resultaba de una eficacia relativa. La bala podía llegar a atravesar la muralla de madera, pero las fibras de la madera tendían a enderezarse después de su paso y el carpintero y sus ayudantes podían reparar prontamente la avería. En contra de lo que pueda parecer, era muy difícil hundir un buque a cañonazos en combate, ya que además del gran aguante del casco, existían situados en ambas bandas del sollado, y junto a los costados, unos pasillos que corrían de popa a proa que eran llamados callejones de combate. Por ellos se desplazaban
las
dotaciónes
libremente
durante
el
acometimiento, y se facilitaba el reconocimiento de los
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costados y la reparación de los balazos a la lumbre del agua a cargo de los carpinteros y calafates. - El tiro en hilera, o enfilada era el más ansiado del combate naval. La maniobra consistía en pasar sobre la proa o la popa del adversario, que era la zona más vulnerable de un buque y con muy poca protección, y fulminarlo con toda su artillería sin que éste pudiese replicar. Además, las balas podían atravesar al enemigo sobre toda su eslora, causando todavía más daños.
En la imágen superior podemos imaginar varias formas de enfilada. La imágen A nos muestra el ataque a un sólo oponente. Ya en la imágen B, atacando a dos oponentes al traspasar una línea de combate. En cualquiera de estas dos conveniencias, el enemigo prácticamente se encuentra indefenso.
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Pero una vez que el navío ha podido tomarle en enfilada y ocasionarle graves daños, se busca situarse por la aleta (o amura en su caso) donde se le pueda seguir cañoneando a placer (imágen superior A). No en tanto, si el buque atacado llega a perder el timón o es desarbolado, entonces no podrá ni siquiera maniobrar para presentar su costado y se encontrará en serios aprietos, lo que normalmente conduce a la rendición del navío (imágen B).
Antes de disparar había que elegir la táctica a utilizar y el tipo de proyectil. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Empero, cuando se habla del combate propiamente dicho, las recomendaciones eran de que, para el momento de avistar un barco enemigo, el zafarrancho de combate debería ser tocado por el propio capitán de navío aun cuando se tratara de un navío de línea, y que éste se colocara en la toldilla junto con varios oficiales y guardamarinas. Estos últimos se ocuparían de observar continuamente las señales provenientes del buque insignia y comunicarlo inmediatamente a sus superiores. También eran los encargados de seleccionar las banderas de señales para izarlas cuando el Comandante así lo ordenaba. El segundo comandante (un Capitán de fragata en un navío de línea) ocupaba su puesto en el castillo de proa, en el lado opuesto del buque, para evitar que el fuego enemigo matara a la vez a los dos mandos principales del barco. Pero si el Capitán de Navío moría, o tenía que dejar el mando por estar herido, entonces el Capitán de Fragata ocupaba el puesto de este en la toldilla, y así sucesivamente con la cadena de mando del barco. Podía pasar, como es el caso del navío “Montañés” en Trafalgar, que por la muerte de los dos Capitanes se hiciera cargo del buque un Teniente de Navío. Según lo decidiera el comandante del buque, las embarcaciones menores podían ser echadas al agua antes o El Maldito Tesoro de la Fragatra
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durante el combate, pero estas debían estar preparadas para ser utilizadas en cualquier momento. Las ordenanzas de 1793 dicen al respecto: “Igualmente será del cargo del contramaestre tener zafos y prontos los calabrotes para remolque, y estar preparado a echar a la mar las embarcaciones menores, y que sus patrones tengan en ellas los remos, timón y cabos de remolque: y si se llevase algun bote al agua por la parte opuesta al fuego, se le dará doble amarra, y se destinarán dos hombres a su custodia y cuidado de que no golpee contra el costado, y zafar los destrozos de maniobra que cayeren en el. Y se tendrá en el bote algun repuesto de planchas de plomo, tapabalazos, estopa, masilla, cuero, clavos y estoperoles, para el pronto reparo de cualquier urgencia”. Comenzada la trifulca, las hamacas entonces deberían sern retiradas de los puentes y colocadas en las batayolas de la cubierta superior, para dar así una pequeña protección contra la metralla, las balas de mosquete y las astillas de madera. Además, se repartía entre la marinería las armas blancas y de fuego, para los abordajes o para rechazar los del enemigo. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Los hombres de las baterías debían proteger también la cabeza con “turbantes” confecionados de trapos para evitar astillas en la cabeza, y hasta se despojar de la camisa, para evitar que una herida por astilla o bala de fusileria se introdujiera en el cuerpo con restos de ropa, lo que podría provocar una fatal infección. Además, tenía que echarse arena por las cubiertas para que no resbalasen con la sangre. Las portas eran entonces abiertas, y los cañones eran cargados.
Tras el disparo los puentes se llenaban de humo que hacían irrespirable el ambiente.
Como ya fue mostrado, esta maniobra era la más compleja. La carga por la boca necesitaba hacer retroceder los cañones, cuando un cartucho de pólvora era introducido en el interior del cañón, con la cantidad de pólvora ajustada a lo que se pretendía, es decir, mayor El Maldito Tesoro de la Fragatra
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carga para lanzar el proyectil más lejos o cuando había dos balas en vez de una sóla, luego una bala era deslizada allí, y posteriormente se introducía un taco para sujetar la bala y que no se desplace con el balanceo del buque. El cabo de cañón debía ajustar la altura mediante el uso de una cuña que se encontraba en la parte inferior de la pieza, y según si el objetivo era la arboladura o el casco, se tenía que dar más o menos inclinación. Ya con la mecha, es encendida en el oído del arma, que contenía una pequeña cantidad de pólvora para poder hacer ignición en el cartucho del interior del ánima, con el botafuego se hacía saltar la carga de pólvora, impulsando la bala al exterior. Una llama brotaba de la boca, y una detonación fuerte resonaba y la cureña retrocede con violencia, siendo detenidos por los aparejos, y los cables de cáñamo que retenían el cañón a cada lado de la porta. Dos sirvientes frenaban el cañón, gracias a unas palancas llamadas espeques que ejercían en las ruedas, cuando se aprovechaba esta inercia del disparo para cargarlo de nuevo. La operación de carga era renovada después de la limpieza del interior y de las pavesas, con un escobillón mojado en agua para evitar que quedase restos que pudierán hacer explotar por accidente el siguiente cartucho El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de pólvora y ocasionar un grave desastre. Pajes y grumetes jóvenes corrían a la Santabárbara en busca de más cartuchos de pólvora, en un ir y veir continuo y agotador. Tras la nueva carga, el cañón era devuelto en batería gracias a los espeques y aprovechandose el cabeceo del buque para poder mover tan pesado artefacto. Para el manejo de un cañón de 24 libras, normalmente se necesitaban una decena de artilleros, que también se ocupaban del cañón opuesto de la otra banda. Los
cañones
de
menor
calibre
necesitaban,
proporcionalmente, menos sirvientes. Y en caso de disparar las dos bandas al mismo tiempo, los artilleros se repartían, disminuyendo por tanto la velocidad de disparo. Pero el disparo a dos bandas sólo solía darse en contadas ocasiones. Había que tener cuidado cuando el cañón era disparado repetidamente, ya que podía llegar a reventar debido a la alta temperatura, y por eso solía ser refrescado cada cierto tiempo con agua. En otras ocasiones, el estado de la mar hacía que fuese imposible utilizar las baterias más bajas, ya que el oleaje penetraba por las portas, con el evidente peligro que ello supone, y había que hacer uso de sólo la batería más alta (en caso de un navío de línea), con la pérdida de potencia de fuego que eso supone. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Mantener la cadencia de tiro suponía a los artilleros conservar su sangre fría. El ruido, el calor, el humo, la proximidad del adversario, las astillas, los gritos de los heridos y de los agonizantes, transforman las baterías en un infierno. Además, el navío que se encontraba a sotavento sufría las incomodidades de que se los llenasen las baterías con humo tras los disparos, o de rescoldos a veces
incendiados
que
tenían
que
ser
apagados
prontamente, mientras que el navío de barlovento encontraba sus baterias tras el disparo sin estos perjuicios. Algunos infantes de marina y algunos marineros, provistos de mosquetes, se subían a las cofas o vergas del buque para tener una posición elevada y ventajosa a la hora de ejercer de francotiradores, en busca de oficiales y artilleros de la cubierta del navío enemigo. Otros infantes se organizaban para los trozos de abordaje de los marineros para darles cobertura, o bien bajaban a las baterías interiores para disparar por las portas de los cañones cuando estos se retiraban para cargar de nuevo, buscando acabar con los artilleros de las baterías del enemigo. La composición del trozo (grupo de hombres) encargado del abordaje, solían ser marineros e infantes, que tras el despeje de la cubierta enemiga por medio de la El Maldito Tesoro de la Fragatra
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artillería del alcázar o castillo y que batían con metralla, se lanzaban al buque contrario para intentar la rendición por medio del ataque cuerpo a cuerpo. Para ello, se utilizaban granadas, picas, pistolas, mosquetes, sables y hachas de abordaje.
Trozo de infantes de marina. Dibujo de Javier Yuste.
Cuando un buque, ya sea tras un abordaje o por el uso de la artillería sólamente, se rendía, el pabellón nacional debía ser inmediatamente arriado y encima de él se colocaba la nueva bandera del apresador. Eentonces el Capitán, o el oficial de mayor rango que aun estuviese con vida, rendía su buque a un oficial enemigo, entregándole su espada como gesto simbólico de este acto. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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El buque apresado entonces pasaba a ser mandado por el oficial de presa, que solía ser un Teniente de navío u otro oficial de menor rango, y más medio centenar de hombres para marinarlo a puerto amigo. Luego a seguir de la rendición, los prisioneros deberían ser bajados a las bodegas del navío y selladas las escotillas, manteniéndolos bajo vigilancia. Podía pasar que la tripulación prisionera, aprovechando alguna ventajosa circustancia, se apoderara nuevamente del navío, represándolo y tomándo como prisioneros a los antiguos captores. Por ello, los oficiales prisioneros eran normalmente llevados al buque apresador, donde estarían más controlados e isolados.
Tal y como muestra la imagen el buque de la derecha es un navío apresado ya que sobre su pabellón nacional figura la bandera del país que le ha capturado, en este caso la antigua bandera española.
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Tras cualquier combate, el oficial de mayor rango del buque debía hacer un informe indicando de forma precisa, siempre que fuera esto posible, cualquier incidencia en la batalla y su resultado, incluído el número de muertos como de heridos. Para rendir un navío había que tener, por fuerza de la Ordenanza, una reunión de los oficiales principales para evaluar si el estado del navío y las bajas en la tripulación así lo exigían. Pero la rendición de un navío debía suponer la última opción posible para un Capitán tras agotar todas las demás posibilidades y esfuerzos por no rendirse, ya que de no ser así, podía enfrentarse a un consejo de guerra, tras la obligatoria investigación que se realizaba cuando un buque se había rendido, y costarle el cargo, con la deshonra que ello suponía, o penas privativas temporales. Pero si el Comandante de un buque se rendía tras la imposibilidad de sostener el combate, bien por falta de hombres o porque el estado del barco ya no daba para más, los oficiales no tenían nada que temer en el consejo de guerra. Por ello, normalmente, cuando un navío de línea se rendía, quería decir que la mortandad en su tripulación era enorme y que el buque había quedado en muy mal estado.
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No podemos olvidarnos que los combates podían prolongarse durante más de diez horas. Que además de ser espantosos, la imposibilidad de huir hacía que las batallas navales fuesen extremamente encarnizadas, intensas: “había que vencer o morir”. Al mismo tiempo, las balas enemigas que caían soltaban una mortífera y carnicera lluvia de astillas, y las heridas que presentaban los hombres podían ser atroces.
Oficial español en pleno combate. Dibujo de Javier Yuste.
Estos podían morirse aplastados por el peso del cañón que retrocedía tras el disparo y se soltaba de sus amarres, atropellando a cuanto desprevenido encontraba a su paso; o reventados por la explosión de un cañón defectuoso o con mucho uso seguido. El contácto de la bala de cañón enemiga con el casco podía llegar a crear una “lluvia” mortífera de astillas, que El Maldito Tesoro de la Fragatra
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podía dejar a un hombre desangrado en cuestión de minutos. O tuerto con alguna astilla perdida y con fatal destino. Pero una bala de cañón que impactase directamente en un hombre llegaba a tal velocidad, que le arrancaría de cuajo la parte que encontrase a su paso. Por lo tanto, no era raro morir descabezado y tras la batalla se podían ver despojos y miembros humanos por doquier, y no digamos el daño que podíae ocasionar una palanqueta. Relatos cuentan que el navío “Victory” de Nelson, llegó a sufrir 9 muertos por el disparo de una sola de estas palanquetas disparadas desde el “Trinidad” español. La metralla llegaba a “fusilar” a todo aquel que tenga la mala fortuna de ponerse a tiro. En todo caso, si hubiera un abordaje, las hachas, sables y demás armas blancas producían heridas tan terribles que muchos se morían desangrados tras cortes traumáticos de manos, gargantas y otros cortes en el cuerpo. Y por si el fuego enemigo fuera poco, también quedaban los aplastamientos por caídas de escombros, como vergas, cabos, y demás materiales que se desprendían de las arboladuras y que caían a las atestadas cubiertas. Un mástil que se viniese abajo en cubierta bien podía aplastar a una veintena de hombres en un momento y llegar con su impacto hasta la primera batería. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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A los muertos en pleno combate, se les lanzaba por las portas para evitar que obstaculizasen las baterías mientras que los heridos eran evacuados a la enfermería, apartada del puente y bajo el nivel del mar, para evitar que sus gritos truncasen el espíritu de los combatientes.
Vista de un estuche de un cirujano naval.
La cámara baja era pintada en rojo para que la sangre quedase algo más disimulada. En ese momento el cirujano se limitaba primeramente a los cuidados urgentes en tanto que los heridos afluían sin parar. Y en las horas que seguían, practicaba intervenciones en un lugar impropio a todo acto medical, con los limitados medios de a bordo. Estas intervenciones se efectuaban por supuesto en ausencia de toda asepsia y sin anestesia. La pérdida del conocimiento del operado era a veces buscada gracias a una sangría o con el empleo del alcohol, con el simple fin El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de ahorrarle sufrimientos. Las amputaciones también eran frecuentes, y las posibilidades de supervivencia de los heridos más graves se tornaban escasas debido a las terribles infecciones en tan insalubres condiciones. Tras el combate los muertos eran envueltos en sus hamacas y lanzados al agua con una bala de cañón como lastre, siempre que posible tras una breve ceremonia religiosa oficiada por el capellán. Pero retomando nuevamente el curso de esta historia, una vez que nos hemos enterado de asuntos que pueden ayudar a razonar lo que ocurrió en verdad, cabe destacar que con motivo de las sublevaciones acontecidas en Vizcaya, en el verano de 1804, por medio de la Real Orden fechada a 22 de agosto del mismo año, se previenía al Capitán General del Ferrol, don Félix de Tejada, de que “se habilitasen en Ferrol los navíos, fragatas, urcas, corbetas o bergantines que fuesen necesarios para el transporte de la tropa que debía de salir de La Coruña, a las órdenes del Capitán General del reino de Galicia, don Francisco Taranco”. Ambos mandos, en consenso, deciden entonces dar salida del arsenal a los navíos “Neptuno”, “Montañés” y “San Agustín”, además de a las fragatas llamadas “Prueba” y “Venganza”, acompañadas de la corbeta El Maldito Tesoro de la Fragatra
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“Urquijo” y el bergantín “Esperanza”. El contingente debería tripular a la mitad de sus respectivas dotaciones, a las que habrían de sumarse tres mil números del Ejército, con acopio de víveres para tres meses. Pero según una misiva de Tejada, datada a 14 de septiembre, los preparativos navales ocasionados a raíz de los levantamientos vascos, encendieron los recelos de la flota británica al mando del Almirante Cochrane, que bloqueaba el puerto gallego a la sazón, pasando a vigilar los movimientos de la escuadra franco-holandesa al mando del Contralmirante Gourdon. Ésta, se había visto abocada a buscar refugio en la rada ferrolana, ante el acoso de la flota británica, permaneciendo allí bloqueada, cómo era imperativo de la Royal Navy para todas las fuerzas navales imperiales en aquellos tiempos de agitación bélica. España, por su parte, guardaba una dudosa posición de “neutralidad”, si bien existían sangrantes gravámenes que la poderosa y floreciente primero República, y luego Imperio Francés, extraía en concepto de “seguro” de las depauperadas arcas reales españolas. Además de mantener algunos consensos y prebendas, ocultos políticamente a la observancia de la desconfianza anglosajona. La cuestión se centró en que, hechos los preparativos para dar la vela por parte de la escuadra de castigo El Maldito Tesoro de la Fragatra
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española, los navíos franceses “Héroe” y “Argonauta”, junto con la fragata “Guerrero”, montaron a su vez los linos sobre las perchas, dispuestos a aprovechar la salida de los bajeles de la Real Armada. El Contralmirante Cochrane, atento a cualquier movimiento que surgiese en puerto, envió oficio el día 14 de
septiembre,
dirigido
al
Capitán
General
del
Departamento, don Félix de Tejada, exponiendo sus reparos a la partida de los buques españoles; pues ello serviría de excusa para que la escuadra del enemigo Gourdon se escabullera de sus posiciones. Ante todo lo cual, mostraba su decisión enérgica de atacar a dicha escuadra, en el caso de abandonar puerto diluida entre la hispana. Tras una sucesión de correspondencias mutuas, en la que Tejada intentaba convencer al oficial británico de la nula disponibilidad de los navíos franceses a levar anclas; y en la que Cochrane se reafirmaba en su opinión de abrir fuego a discreción, llegado el caso; la Casa Real llegó a interpretar el lance cómo una bravuconada propia y exclusiva del Contralmirante inglés, que no correspondía con la situación real de status diplomático y político que se mantenía con Gran Bretaña.
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Uno de los valedores de ésta opinión, fue el mismísimo Godoy que, un mes después de los acontecimientos referidos, instaba al mismo Departamento marítimo: “...que se haga respetar el pabellón español, disponiéndose que salgan de esos puertos cuántos buques de guerra sean necesarios... haciendo que nuestro cañón responda en todas partes al de los ingleses si tuviesen la temeraria osadía de quebrantar los sagrados derechos de la neutralidad desentendiéndose Contralmirante
(...)... de inglés
disimilándose las
bravatas
Alejandro
o del
Charane
(Cochrane)”. Así pues, se puede deducir que Godoy hizo oídos sordos a las advertencias de una Inglaterra cada vez más contrariada por el sui generis estado de neutralidad que España mantenía respecto a sus enemigos. En realidad, sin tener muy claro la intencionalidad o no de la medida, este culpó al ego de Cochrane de la situación de compromiso en la que se vió envuelta la Armada, obviando que ésta venía directamente avalada por los lores de Londres. Pero, repito, el Príncipe de la Paz no me parecía tan necio cómo para, en su fuero interno, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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pasar
por
alto
estas
cuestiones.
Su
actitud
tan
soberbiamente cínica, se me antoja más forzada que natural. Entre otras cosas, porque a día de 11 de septiembre, la diatriba se hallaba solucionada desde el mismo momento en que se elaboró una Real Orden en la cual se expresaba el cambio de planes respecto al movimiento de tropas hacia las vascongadas: habrían de efectuarse por tierra. Al parecer, se tensó un poquito más la cuerda respecto a las relaciones hispano-británicas, a sabiendas de que el motivo de la disputa se hallaba ya subsanado. ¿Preparando el camino...?. No se sabe, pero el día 4 de octubre por la tarde, de repente las naves de la flotilla de Bustamente avistaron una otra embarcación. Era un bergantín danés procedente del Estrecho, y el cual una vez abordado, estos les afirmaron que en el continente reinaba la mayor armonía entre Inglaterra y España. Y fue por boca de ellos que también el general Bustamante supo que en la Corte todo estaba igual, cuando le repitieron que la paz de España seguía sin alteración. Por lo tanto, no hay por lo qué temer, la situacion está
tranquila,
pensaron
todos,
pues
las
noticias
continúaban idénticas a las que les habían llegado desde El Maldito Tesoro de la Fragatra
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los bajeles que la escuadra se había encontrado a su paso desde que saliera el 9 de agosto de Montevideo, y sólo hacían confirmar la neutralidad de España en la guerra que en ese entonces ya mantenían Inglaterra y Francia. Sin embargo, había algo más, y la gran novedad del momento fue saber que: “Bonaparte ya era Emperador de las Galias”, además de ser alertados sobre un posible bloqueo al puerto de Cádiz. Pues ante la inminencia de la llegada a la ciudad de destino, y las informaciones que habían recibido, llevó a que la gente embarcada despece un cierto nerviosismo frente a la proximidad del fin del viaje.
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Durante los últimos días los rodeaba un viento suave del N-NO, y la flota ya se hallaba cerca de cumplir los dos meses de navegación a través del Atlántico, desde aquella su partida de la costa uruguaya el 9 de agosto de 1804. Al mando del cuarteto naval se mantenía el Jefe de Escuadra don José de Bustamante y Guerra, con su insignia izada en La Medea, y contándose entre los embarcados en la comitiva a un respetable número de civiles con varios niños entre ellos, pues por causa de la precaria paz medrada a raíz del tratado de Amiens, solamente se podía “amparar” el traslado de la población civil cuando a bordo de buques de guerra. Al menos, El brigadier y los capitanes de la flota pensaban que las cosas se sucederían conforme el ajuste a las disposiciones de la lógica, o en mayor grado a la vigencia de unas firmas de pulso titubeante, que por aquellos tiempos se diluían en papel mojado mes tras mes, pero que ni por un lado ni por el otro, cuando nos ceñimos El Maldito Tesoro de la Fragatra
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a España e Inglaterra, se vieron arrojar movimientos diplomáticos predispuestos a romper la baraja. Pero ya encontrándose cada vez más próximas a su destino, la escuadra divisó al alba del 30 de septiembre sendos bergantines en el horizonte. En ese moemto, el comandante ordenó forzar la vela hasta que se llegase a su través para efectuarse un disparo de sobreaviso (...), resultado tras el cual los bergantines acortaron la vela y pusieron bote con el capitán en la mar. El hombre no hizo más que corroborar las noticias de paz del Pabellón Británico
que
defendía
con
el
Rojo
y
Gualda;
trasladándole las nuevas referidas por un bergantín español con el que cruzaron bordas, y en las cuales se aseguraba que en las cercanías de Cádiz permanecía apostada una escuadra de la Royal Navy, recelosa de la presencia de dos navíos y una fragata galas ancladas en él. Pero a la caída de la tarde del 4 de octubre, la flota avistó ahora un brick de bandera danesa proveniente del Estrecho, al que el comandante Bustamante instó hacer frenar su marcha para terminar por enterarse de que, desde el día 2 de octubre, y quizás en relación a la información del bloqueo parcial británico sobre los elementos imperiales surtos en Cádiz, se había generalizado la orden entre
aquella
escuadra
El Maldito Tesoro de la Fragatra
de
revisar
cualesquiera Página 386
embarcaciones de fuerza menor que se hallaran en la derrota, no importando si estas eran hispanas o no. Las noticias aportadas por la embarcación danesa apenas si diferían de las ya expuestas por la pareja de bergantines
inquiridos
días
antes,
aunque
éstos
explicitaban que el contingente de inmovilización inglés se resumía a dos o tres fragatas, teniéndose a bien por prate de Bustamante y demás capitanes, continuar el viaje sin mayores disposiciones de prevención o alerta que las empleadas hasta la fecha. A la sazón, dependiendo de la latitud y de la altura del globo terráqueo en donde uno se encuentre localizado, los cambios meteorológicos a lo largo del año pueden ser mínimos, por eso que en el hemisferio norte, hacía tan sólo un par de semana que la canícula del verano había cambiado para una nueva otoñal estación, aunque las condiciones climáticas imperantes se mantienían dentro de lo que podría clasificarse como un cierto rango veraniego. Era el día 5 de Octubre de 1804 y, como recién estaba amaneciendo, ya daba para imaginar ser este un luminoso día. Inquieto, sin lograr dormir lo que razón le demandaba, ya hubicado en el alcazar desde temprano y entretenido en observar la línea del imperecedero El Maldito Tesoro de la Fragatra
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horizonte desde la cubierta principal de la fragata La Mercedes, el capitán José Manuel de Goicoa y Labart parecía encontrase optimista y deseoso, pues le resultaba espectacular tal vista mientras sin querer se entregaba a soñar otra vez con su amada y su pronto casamiento. Pero para quienes de la tripulación en esos momentos tubiesen la suerte haberse despertado temprano y estar allí a observar hacia proa la salida del sol mientras el buque navegar firme rumbo a Cádiz, pudo también observar que arrumbaban a la altura del Cabo Santa María, frente a la ciudad portuguesa de Faro, y ya casi no se podía vislumbrar en lejanía, hacia el norte, las últimas cumbres de la Sierra de Monchique, tras haberse disipado un poco la ligera niebla que se había iniciado en la madrugada. Algunos de ellos, puede que con ojos embelesados y no tan enamorados como los del capitán donostiarra, admirasen abstraídos entre las primeras luces del alba el nacimiento del radiante nuevo día. A esas horas se disfrutaba de agradable temperatura aunque ya se notaba un poco la fresca brisa del otoño, por momentos fría. El verano hacía solo un par de semanas que había terminado, así como también el llamado veranillo de San Miguel, muy típico de septiembre. Y aunque octubre ya se dejaba El Maldito Tesoro de la Fragatra
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sentir, el día soleado que se anunciaba invitaba a recibir sus benéficos rayos de sol, todavía capaces de lograr dorar la piel en esas fechas. Incluso el viento también era agradable, llegandoles bonancible y del norte-noreste. Aún con el constante sonido del mar, los quejidos de las maderas y el permanente ruido del agua chocando contra el tajamar del barco, este sol y este aire fresco, que ya casi olía a una entrañable España, eran de agradecer a Dios tras pasar tanto tiempo de navegación atravesando el imprevisible Atlántico, próximo ya el final del largo viaje, pues las costas de Cádiz no tardarían en ser avistadas. -¡Y tanto que no tardará! ¡Un día, tan solo un día resta para llegar a Cádiz! -respondió un sonriente José Manuel cuando el oficial Perez se le acercó para comentar las buenas nuevas. Inclusive, la cercanía del fin del viaje nos permite supone que fuese una injeccion de ilusión y ánimo para todos los embarcados, especialmente para los enfermos y la cansada tripulación, conjuntamente con la del encariñado y apasionado capitán. Había sido una travesía larga pero no especialmente difícil, y así lo hizo constar en el parte éste capitán en el libro de bordo:
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“…6 de la mañana y estamos al NNE de la Sierra de Monchigue como 8 o 9 leguas y el viento es del N, N 1/4 No… Hasta aquí, por la gracia de Dios la navegación ha sido feliz; solo hemos experimentado ciertas calenturas epidémicas, algunas fiebres dimanadas tal vez del calor y humedades de los chubascos de la línea equinoccial de la Tierra”… No en tanto, vale destacar que durante el principio de esa misma madrugada, un grupo de naves británicas se les había atravesado en el camino, lo que obligó al ayudante del brigadier comandante ir a despertarlo en su cabina: -¡Señor, señor! -advirtió el ayudante cuando entró en la cabina. -¿Eh? -El contramaestre manda avisar que se ven luces de cofa en alta mar, señor. -¡Ajá! -pronunció el comandante una vez que se había despabilado por completo, saliendo más que deprisa a cubierta en camisón, donde aun estaba oscuro. -¡Buenos días, señor! -manifestó el segundo comandante
don
Alvear,
haciendo
un
saludo
y
ofreciéndole su catalejo. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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-¡Buenos
días,
señor
Alvear!
-le
respondió
Bustamante llevándose la mano al gorro de dormir como respuesta y tomando el catalejo. -¿Por donde se ven? -preguntó. -Justo babor, señor. -¡Por Dios! Que buena vista tiene usted, señor Alvear -murmuró el brigadier ya bajando el catalejo. Entonces lo limpió con una punta de su camisón y volvió a escrutar a tarves de la inaconstante neblina. -Parecen
ser
tres
o
cuartro.
-murmuró
aun
somnoliento -¡No, son cinco, señor! He mandado a un oficial para que asumiese posiciones desde arriba -informó el templado Alvear extendiendo la mano a babor para le mostrar hacia donde estaban las naves. -Las verá, señor -agregó mientras el brigadier ajustaba el catalejo-, pues de a poco la bruma se disipa, y es cuando se las divisa que vienen formando una fila desordenada, o más bien amontonadas. La más próxima, debe estar como a tres millas, señor. -Vamos a las señales, señor Alvear. Infórmeles que quiero hablar con ellos -avisó el comandante-. Vuelvo así que me vista. -Ordenó con altivez.
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En todo caso, durante el encuentro que se realizó, estos también llegaron a informarles que en las cercanías de Cádiz se encontraba apostada una escuadra británica, la cual permanecía allí en funciones de vigilancia de los tres buques franceses anclados en el puerto gaditano. Finalmente, como para sellar con ese gesto su amistad, estos les regalaron a los españoles una Gaceta inglesa con fecha del 14 de agosto. Sin embargo, puede que la mente del brigadier Bustamante tuviese sospechado de algo después de enterarse de la cercanía de los navíos ingleses en aguas de Cádiz, y por ello, ha de creerse que su amplia experiencia tuvo un peso bastante significativo en esa hora, cuando desidió platicar con su segundo, Diego de Alvear: -Sobrepesando la información que ha sido reiterada, creo que por una cuestión de mera precaución, mi amigo, sería prudente que de aquí por delante nos mantengamos alertas. ¿Tiene vuestra merced alguna sugestión? manifestó intranquilo. -Entiendo que bajo el estado actual en que se encuentran las cosas políticas de España, señor, esto no sería necesario. Pero como usted mismo lo dijo, por pura precausión, quizás debíamos formar línea de combate, y
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colocar los navíos en línea, unos detrás de otros, navegando a corta distancia. -Su opinión me parece muy correcta, don Alvear. Justamente estaba mascullando si era eso mismo que debíamos
ordenar
-pronunció
benignamente
el
comandante, mientras se paseaba en el castillo con las manos presas a la espalda queriendo así disimular su aprehensión. -De la orden, señor Alvear -agregó con el ceño malhumorado-, para que, así que despunte el sol y se disipe la niebla, el capitán Francisco de Paula Piedrola asigne la transmición de un mensaje consistente, izando en el mástil delantero las banderas de zafarrancho. A estas alturas, pienso que nadie querrá ser sorprendido por nadie cuando ya estamos a un día de Cadiz. Las disposiciones fueron prontamente trasmitidas de acuerdo con las Ordenanzas, y fue orientado a los otros capitanes para formar en línea con zafarrancho de combate, como pronto se verificó al hacer cabeza La Fama, siguiéndola La Medea y La Mercedes y guardando La Clara la retaguardia. Estas señales siempre ocurrían cuando un barco necesitaba transmitir un mensaje consistente en una o varias palabras, o números, al izar en el mástil delantero El Maldito Tesoro de la Fragatra
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las banderas que representan las letras y números del mensaje, alineadas de arriba hacia abajo. Pero si el mensaje era más largo, debería repetirse la operación con nuevas banderas. También se utilizaban las banderas individualmente o en combinaciones de dos, en cuyo caso tenían un significado determinado según el código vigente. Por tanto, ya eran las 6:30 cuando La Medea largó la señal de zafarrancho de combate. -¿Será que la disposición es para un nuevo adiestramiento de la guarnición, señor? -preguntó el oficial Sánches, mientras que sobre sus palabras se escuchaba ya el sonido estridente del silbato del contramaestre incentivando a los hombres para la ejecución inmediata de la determinación. -¡Valgame Dios! -retrucó el capitán José Manuel-. Claro que su preocupación es aleatoria, señor, pues desde temprano no he visto nada más que agua a nuestro alrededor y la Sierra de Monchigue en la costa de Portugal. -En fin, lo que sea -agregó en tono impaciente-. Será mejor que tomemos prontamente nuestros lugares en la toldilla -orientó a sus oficiales. A eso de las 7 horas, cuatro bajeles comenzaron a marcaron su silueta dónde el mar moría por barlovento, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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todas ellas con las proas enfiladas hacia las posiciones ocupadas por la comitiva de Bustamante. Al cabo de una hora, y tras verificar la maniobra de amenaza por parte de la flotilla avistada, se exhortó nuevamente para que las guarniciones se ubicasen de acuerdo con las Ordenanzas para un zafarrancho de combate. Pero en esos quehaceres estaban ellos aun sin saber que las beligerantes eran inglesas, cuando tuvieron certeza de que aquellas venían al encuentro de las fragatas españolas. En ese momento, La Clara, que ya estaba situada a la retaguardia, realizó de inmediato la señal de cuatro velas, anunciando que había reconocido a las fragatas inglesas de gran porte, navegando en el mismo contrarumbo que ellos. A las 8:30, y ya identificadas como británicas las fragatas que dieron la vela sobre las hispanas, “se colocaron cada una por el costado de barlovento de una nuestra, a tiro de pistola” (según registra el oficio del entonces Alférez de Fragata, José María Chacón, embarcado en la “Fama”). No demoró mucho, y luego las fragatas británicas pasaron a contar con algo de viento fresco cuando se les aproximaron, también en línea, y se situaron una a una, a barlovento de las españolas, llegando a quedar casi en alza El Maldito Tesoro de la Fragatra
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de mira. Ya eran las nueve horas, y no tenían por testigo más vista en el horizonte que el cabo Santa María, el punto más meridional del Portugal continental. El cabo que está localizado en aguas del océano Atlántico, y se limita en la ria Formosa, en el municipio de Faro, siendo un punto de la curva de la playa de la isla de Barreta, que también a veces se llama la isla de Cabo de Santa María. -¡Llamar todos a sus puestos! -bramó el Teniente Pedro. En pocos minutos la dotación de La Mercedes ya corría atropelladamente por la cubierta superior y las cofas. Cada uno ya sabía exactamente a donde dirigirse. -¡Destrincár los cañones! Gritó el capitán José Manuel pocos minutos después. Los artilleros desataron las trincas que sujetaban los cañones contra el costado de la fragata y cortaron la filástica atortorada que aguantaban la retranca para mantenerlos más firmes aun. Los sueves chirridos de los carros indicaban que los cañones ya estaban sueltos. Dos hombres en cada cañón aguantaban las trinquetas laterales, de lo contrario la escora habría hecho rodar el cañón hacia el interior de la nave antes de que se hubiese dado la segunda orden.
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-¡Nivelar los cañones! -ordenó el capitán cuando ya se sentía en cubierta el olor de las mechas retardadas. Muy pronto se vio como los sirvientes empujaban con fuerza los espeques bajo la gruesa retranca de estos, y los levantaban rápidamente, mientras los condestables metían debajo la cuña de madera hasta la mitad de la base, con el fin de colocar los cilindros apuntando en posición horizontal. -Sacar ya los tapabocas. -Gritó José Manuel desde su puesto. Las brigadas dejaron correr los cañones con rapidez. Las retrancas detuvieron sus recorridos interiores cuando las bocas estaban a un pie de las portas. Entonces los veleros quitaron los tapabocas. -Sacar las bocas por las portas. -Anunció con voz firme. Sujetándolos por las trincas laterales, los hombres levantaron los cañones rápidamente empujando con fuerza los carros hacia el costado y adujando los cabos con esmero al realizar pequeños círculos. -¡Cebar los cañones! -se escuchó a seguir. Los capitanes de brigada cogieron las agujas de cebar y perfuraron los cartuchos de franela que había dentro. Luego cogieron los cuernos y vertieron la fina El Maldito Tesoro de la Fragatra
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pólvora en los fogones y en las cazoletas, apretándolas cuidadosamente con los mangos. Los sirvientes pusieron las palmas de sus manos por encima de la pólvora para impedir que se la llevara el viento. En ese momento los bomberos se colgaron los cuernos de pólvora en la espalda. -¡Apunten! -y a esa órden José Manuel agregó-: ¡En esa misma posición! Mientras tanto, en todos los barcos podía observarse que los artilleros ya estaban desnudos hasta la cintura, y se les veía llevar un pañuelo atado sobre la cabeza. Parecían estar todos preparados y atentos a su elemento. Algunos ya largaban arena por encima de las tablas de la cubierta preparándose para lo peor. De
repente,
expresándose
en
portugués,
el
comandante de la fragata británica “Medusa”, apremió a la española Fama a ponerse en facha. Por tres veces repitió el HMS el mismo imperativo, respondido en todas ellas por la negativa del Capitán de Navío Miguel Zapiaín, con potestad sobre la “Fama”, a acatar cualquier orden que no manara de las propias al Jefe de Escuadra adscrito a su Pabellón, que navegaba a popa del bajel.
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Entonces se oyó tronar el ánima de un “18 libras” fijado a la cubierta de la “Medusa”, el buque insignia del Comodoro Graham Moore, poniendo mal punto la “Medea” en facha su gavia, y luego imitada en cadena por el resto de fragatas de la Real Armada. Ante tal aviso, una vez que todas las naves quedaron emparejadas, los ingleses mandaron señal y dispusieron el envío de un bote a parlamentar con la Medea, que llevaba la insignia. Y así fue que lanzado el protocolario bote desde la Insignia británica, yendo a bordo su oficial, el teniente Ascott, llegó a la cubierta de la “Medusa”, a explicarse en éstos términos: “...aunque no estaba declarada la guerra, y habían reconocido y dejar pasar libres varias embarcaciones españolas, tenía orden particular el Comodoro de S.M.R. para detener la división de mi mando (relato del Jefe de Escuadra) y conducirla a los puertos de la Gran Bretaña, aún cuándo para ello hubiere de emplear las superiores (...) fuerzas con que se hallaba”. Entonces, hecha la señal por la de más porte, se envió el bote con un oficial, quien por medio de un intérprete, le comunicó al brigadier Bustamante, de parte del comodoro sir Graham Moore, quien se hallaba con El Maldito Tesoro de la Fragatra
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órdenes de Su Magestad Británica para retener esta división y llevarla á Inglaterra, aunque fuera a costa de un reñido combate, para cuyo solo y único objeto había venido con aquellas cuatro fragatas de gran fuerza, bien pertrechadas y marineras, tres semanas antes, en relevo de otra división que había estado con igual encargo, y que así, aun no estando la guerra declarada entre las dos naciones, ni teniendo orden de hacer presas, ni de detener ningunas otras embarcaciones, le parecía a su Comodoro que ellos debían evitar la efusión de sangre y dar cumplimiento a la enunciada resolución del soberano inglés, siendo un partido decidido y de que no podía prescindir. Reunida la oficialidad de la Medea en torno a su comandante de escuadra, el brigadier Bustamante, con la finalidad de discernir los resultados de la conminación británica, se llegó al consenso de tomar el asunto desde una perspectiva de amenaza más política que militar, pues ya no era la primera vez que así se consideraban estos asuntos, si tomamos cómo ejemplo las tensiones producidas en El Ferrol durante el episodio de la insurrección vizcaína y la escuadra de bloqueo pro-francés de Cochrane conforme ya lo mencionamos. No olvidemos que el status-quo imperante en aquellas fechas al obviar la sucesión de tensiones entre El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Madrid y Londres, predicaba un estado de neutralidad por parte de España -muy mal disimulada-, sin una declaración de guerra previa con la que amparar el proceder de la división del Comodoro Moore, de apropiado apellido para la raposa actitud, según traducción a la lengua de Cervantes. Así se lo quisieron hacer ver al oficial inglés, cuando el brigadier agitó su pañuelo para que fuera bien visible a ojos de sus compatriotas desde el alcázar de la “Medea”, tras todo lo cual dejó patente la intención del parlamentante oficial inglés de regresar con presteza a tomar fé de la reunión y del dictamen que quisiera trasladar al asunto el consejo de guerra citado a la ocasión. Pero en cuanto éste hubo puesto sus pies sobre las tablazones de la “Medusa”, rompió el fuego la batería de estribor de ésta fragata, animándose en la acción las tres restantes de su bandera. Eran las nueve y media de la mañana, y las dotaciones de guerra empleadas en la cuadrilla de fragatas españolas, se apremiaban por dar cumplido servicio a su artillería, y responder así a la metralla, hasta ese mismo instante “neutral”. Empero, el brigadier Bustamante quedó abrumado al escuchar mensaje tan extraño, no porque le cupiera duda en la respuesta que, como militar honrado había de dar; y El Maldito Tesoro de la Fragatra
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sí por la consecuencia que en personas inofensivas, como eran las mujeres y niños del pasaje, recaería su decisión, echando sobre sus hombros una responsabilidad que consideraba inesperada. Le pareció que el Comodoro inglés procedía con innecesaria ingenuidad al advertir lo que a la vista estaba: que el porte y fuerza de las fragatas de su mando eran muy superiores a las que de tiempo atrás acechaban. Bien se alcanzaba a ver que, premeditado por el Gabinete de Londres el acto de inicua agresión, no había de arriesgarlo sin seguridad completa en el resultado. Si por refinamiento inmoral enviaba cuatro contra otras cuatro, que en resumen era lo que se divulgaría por el mundo, elegidas estaban para el debido efecto. La nombrada Indefatigable, del comodoro Moore, era navio antiguo rebajado, que montaba 26 cañones de á 24, 16 carronadas de á 42 y cuatro obuses de á 12 pulgadas; la Ltvely, 28 cañones de á 18, 18 carroñadas de á 32 y cuatro obuses de á nueve, y con diferencia de dos piezas la Amphion y la Afedusa; de modo que la primera sola, ó dos cualquiera de las otras, tenían tanto poder como las cuatro españolas juntas estando en disposición de guerra, cuanto más cargadas y á son de paz como venían, información esta que ha sido retirada del Diario de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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navegación del mayor general Diego do Alvear y Ponce de León. Bajo la perplejidad que le había causado tan bribona advertencia, fue que el brigadier Bustamante estimó prudente consultar el asunto con los jefes y oficiales de su buque, los que unánimes estuvieron en el parecer de sustentar el honor de las armas en caso de ataque, aunque que no esperaban que en verdad la realizara el famoso Comodoro, contestando á su intimación con razones, que pronto desarrollaría otro oficial español pasando á su bordo. Pero mucho erraban ellos al pensar así, pues apenas se separó del costado de La Medea el bote inglés con sus parlamentares a bordo, el comodoro Moore, que en esos momentos presentía que la demora tenía otros motivos, mandó llamar a su bote con un cañonazo y a continuación mandó descargar disparó con bala, lo que sirvió de señal para acercarse las otras tres fragatas a corta distancia y romper entonces el fuego de cañón y de fusil, a lo que respondieron de inmediato las españolas y rompieron el fuego las demás fragatas inglesas. Antes de llegar a este punto, estando tan cerca los navíos, los artilleros de La Mercedes tenían dificultad para manejar los cañones. A su vez, el capitán José Manuel El Maldito Tesoro de la Fragatra
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comenzó a pensar con rapidez sobre una larga serie de posibilidades y oportunidades tácticas, y por su mente sometía a juicio las contingencias y los medios que tenía a disposición para la batalla. -¡Fuego! -gritó José Manuel así que escuchó el primer disparo. -¿Puedo hacer una sugerencia? -anunció su segundo en el mando, interrumpiendo con su pregunta las órdenes de hostilidad. -¡Sí! -autorizó José Manuel, aunque el oficial le estaba obstaculizando una rápida sucesión de ideas, aunque en realidad tampoco quería consultar con nadie sobre lo que se debía hacer. -Creo que si nosotros viramos despacio la verga trinquete para navegar viento en popa, señor…, -¡No, nada de fugarse! Vamos enfrentarlos, y así que todo termine, lo mandaré a consejo de guerra -gritó el capitán, al amonestar a su subordinado con voz y mirada foribunda. -No me refiero a huir, señor. Más bien digo que en diez minutos lograremos estar a una cien yardas y, ocultándonos por detrás de ellos, podremos atacarlos con éxito. ¿Me comprende? -insunuó el oficial.
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-¡Mmmm! -el capitán murmuró pensativo-. Muy bien, señor, parece ser una oportunidad. ¡De ya la orden! Lo
intentaremos
-agregó
confiante
José
Manuel,
vislumbrando que la nueva táctica podría dar buen resultado. Esa era la única de las embarcaciones cuya proa cabeceaba considerablemente, y de repente, el capitán se sintió orgulloso al ver ya que todas sus velas habían sido tenzadas y cruzadas e hinchadas de viento. En ese momento, unos coyes estaban siendo apilados a una velocidad increíble cuando de pronto vio caer dos de ellos por la borda. Desde el alcazar, inclinándose por encima de la batayola y sosteniendo en alto su sombrero, gritó: -¡Intentemos dispárarele a la proa de la saetía! En esos momentos La Mercedes, ya con todas sus velas desplegadas, navegaba a unos tres nudos. Mientras tanto, el Amphion com 250 hombres al mando del capitán Samuel Sutton, largando luego atrás iba a una velocidad apenas superior a la necesaria para maniobrar, y ya había empezado a realizar un simulacro moviendo el timón para describir gradualmente una curva a babor… Estaban a menos de un cuarto de milla uno del otro.
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-¡Fuego! -intentó gritar el capitán José Manuel, pero un fuerte chiflido vino cortando el aire de repente y ahogó una voz que llegó muda hasta sus oficiales. -Demaciado
tarde,
señores…
-fue
el
último
murmurio del Capitán de navío José Manuel de Goicoa y Labart. Enseguida
La Mercedes
voló
por los
aires
acompañada de una espantosa explosión que alcanzó a lastimar con sus fragmentos a las otras dos fragatas inmediatas. Sin duda, un accidente que agravaba la mala disposición de los españoles. Entonces, una de las enemigas pasó por el espacio que había quedado libre, doblando a la Medea y poniéndola ahora entre dos fuegos, al que poco tiempo pudo resistir, ya desaparejada y con no pocos muertos y heridos. Aunque desde los otros barcos todos vieron saltar la Mercedes por los aires, la Fama ya se alejaba para escapar, a la que la siguió la Lively, que era la más velera, hasta que al fin logró alcanzarla, pero también la batió la Medusa, que era la misma nave enemiga que tenía emparejada al inicio, quedando la Fama desarbolada, con su comandante, el capitán de navío Miguel Zapiain y Valladares muerto, y la fragata contando con siete
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impactos a flor de agua, pues los ingleses después de arrumbar el velamen, ya tiraban a hundir.
Ante
tremendo
desbarajuste,
la
falta
de
combatividad de la marinería española mal posicionada, impedía hacer una defensa eficaz, y la desigualdad era abismal. Por lo tanto, el brigadier llegó a la conclusión que prolongar más el combate constituiría un final inhumano y sanguinario. A las 12:30, el comandante Bustamante vióse entonces ante la dura necesidad de arriar la bandera, rindiendo la escuadra por considerar dejar a cubierto la reputación de su marinería y no conducir a resultado práctico la estéril prolongación de la pelea. Mientras tanto, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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la Clara consiguió seguir batiéndose un cuarto de hora más, hasta verse doblada por los contrarios. Puede decirse que aquel combate fue tan breve como demoledor. A las pocas avancargas, la fragata española La Mercedes con un importante contingente civil entre sus cubiertas, ya esparcía literalmente sus maderas por unas cuantas yardas alrededor. No he encontrado la cita que así lo afirme, pero me permito suponer que el fuego alcanzó su “santabárbara”, estallando en apoteósica deflagración ante el estupor y la confusión propia de la batalla en la que, cómo tantas otras, apenas se discernía el color de los pabellones y el humo de las bocachas propias y extrañas empañaba el entorno. Ni los alaridos sujetos al dolor, proferidos en la internacional lengua del lamento, podían imputarse a uno u otro bando. Sólo los juramentos y maldiciones decantaban a los protagonistas de tan fúnebre acto. Entre varios de los testimonios concurrentes, se puede citar la gravosa situación que vivió la “Fama”, al situársele por la aleta de babor la “Medusa” de Moore, con 48 piezas de 18 y alguna carronada a bordo, soltándole un fuego que inutilizó el propio, pues por sus portas penetraron no sólo los tacos, sino la inflamación misma de la pólvora producida por los cañones enemigos. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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La HMS “Amphion”, en una de sus primeras andanadas, había dispersado por el océano los restos del buque de guerra español La Mercedes que, por los efectos de la deflagración resultaron magullados dos de los tres partes de baja suministrados por la fragata agresora, y lanzándose inmediatamente después en auxilio de la homónima que se batía con la “Medea”, colocando a ésta entre dos fuegos “de dos fragatas más poderosas de artillería de á 18 y 24, con carronadas de á 32 y 42 servidas con llaves y con una marinería escogida e inteligente, cuando, por el contrario, la española, la mayor parte de leva, “grandemente abatida, y llena de consternación por el reciente fracaso de la “Mercedes”, cuyos despojos tenía a la vista...” (Según el propio relato del propio Bustamante). Empeñados en la refriega, y desde la misma “Fama”, el AF Chacón continúa refiriendo las dudas mantenidas a bordo sobre la afinidad de la fragata volada, debido a la tupida humareda provocada por las baterías que asolaban su popa. A las 10:30 horas comprobaron con decepción la entrega de sable de la “Medea”, a la que siguió la “Clara” un cuarto de hora más tarde. Confiando entonces su suerte al buen andar del buque, intentó defenderse de la presa El Maldito Tesoro de la Fragatra
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británica. Infausta tarea, pues a su estela largó todo su intacto aparejo la “Lively” (o “Briosa”, para las gentes de mar españolas, que en más se asemejaba a un navío que a una fragata, con sus 46 cañones de 18 libras protegiendo sus costados), que la ganó el barlovento e hizo que escorara sobre el radio de artillería de un segundo adversario, pudiendo responder al fuego de ambos hasta las 2:30 de la tarde, en caótica situación “...sin cabo alguno de labor, las gavias sobre los tamboretes, rota la caña del timón, con cinco pies de agua en la bodega, 7 balazos a flor de agua, 11 muertos, 43 heridos, el Comandante y 7 oficiales contusos...” El primer cuidado de los españoles, así que cesó la refriega, fue lanzarse a reconocer con botes los despojos de la Mercedes, operación a la que asistieron también los de los ingleses, logrando recoger hasta 50 individuos de aquella tripulación, incluyendose al teniente de navio D. Pedro Afán; el resto, computado en 249 personas, de ellas toda la familia del mayor general Alvear, otras ocho mujeres y varios niños, que tuvieron por tumba el mar. En tiempo, destacamos que entre los embarcados en la Santa Clara, había un niño de diez años, nacido en Buenos Aires, llamado Tomás de Iriarte, que también fue El Maldito Tesoro de la Fragatra
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hecho prisionero junto al resto de los embarcados en la Clara. La historia cuenta que posteriromente, ya en 1808, con solo 14 años, se unió al alzamiento contra Napoleón participando en la Guerra de Independencia española. Subsiguientemente, ya como teniente coronel, partió hacia América luchando primero al lado de los realistas, pasándose después al bando del independentista argentino Manuel Belgrano. Llegó a ser un destacado general del ejército argentino que participó en la consecución de la independencia del nuevo país americano. Continuando con nuestra historia, el brigadier Bustamante rindió las tres fragatas que resistieron y que pronto fueron apresadas pero el comodoro Moore, quien en aquel momento no consintió en que se tomaran las espadas de los oficiales, repitiendo, con excusas por el cumplimiento de las órdenes de su Gobierno y Su Magestad, estar detenidas y no presas las fragatas, en prueba de lo cual manifestó haber reconocido, días antes del combate, a un bajel que venía de Veracruz con caudales y a un correo de Buenos Aires, quien lo dejó pasar libremente. Las tres fragatas españolas fueron así conducidas, primeramente a Gibraltar, y después a Gosport, Inglaterra.
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Pero hasta el día 12 de Octubre no habían acabado estos ingleses de reparar la arboladura de las fragatas detenidas y de tapar agujeros en los cascos por donde hacían agua de consideración, y aun así tuvieron que navegar con tantas precauciones, que terminaron por dilatar la travesía hacia Inglaterra, de modo que la Medea y la Clara no llegaron al puerto de Plymouth hasta el 19, precediéndolas la Fama en Portsmouth el 17. De la entrada, dieron cuenta los comandantes al embajador en Londres D. José de Anduaga, así como de incidentes sucesivos; siendo de notar el de haber puesto á los buques en cuarentena rigurosa, calificando de fiebre amarilla la que padecían las tripulaciones, y el de haberse descubierto lo que en estos nuestros tiempos de cultura se llama filtración, o, en términos más claros, que la guardia puesta por los britanos había violentado algunas cajas de metálico y desaparecido los sacos, sin que por ello se tomaran la molestia de hacer investigaciones. Parece que las autoridades se sorprendieron al ver en los estados de caudales una suma bastante menor de lo que presumían, siendo la efectiva del metálico 4.733,153 pesos, de los que sólo 1.307.634 pertenecían al Estado, correspondiendo los demás a sueldos y economías de la oficialidad y tripulaciones o a caudal de particulares, suma El Maldito Tesoro de la Fragatra
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conducida interinamente al Banco de Londres tan luego como la cuarentena se alzó, fumigandose a seguir los buques. Al conocerse el atentado de la Gran Bretaña fue universal su reprobación, que, dicho sea en verdad, en la misma nación perpetradora encontró eco al exaltar a las oposiciones en el Parlamento, así como a una gran parte de la prensa y a cuantos profesaban sentimientos de probidad. A su vez, en España se levantó el clamor popular imponente, demandando reparación del ultraje á cualquier costa. El acto de piratería que había sido perpetrado por la cuadrilla de HMSs trasladó hacia los abrigos de Porstmouth la cifra de 3.855.153 pesos fuertes. En realidad, el montante embarcado desde Montevideo ascendía a 4.736.153 pesos (sin contar el valor de los efectos personales), de los cuales reclamó para sí el océano los 871.000 cargados en las bodegas de las malograda “Mercedes”. Pero, a pesar de que con los números apresados la Inglaterra podría sufragar una módica parte de su presupuesto anual fijado a al Royal Navy; para el depauperado Erario de España no supuso todo lo que pudiera en un primer momento parecer, pues El Maldito Tesoro de la Fragatra
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en el cómputo total de la mercancía disponía de una cantidad propia de 1.307.634 pesos (todos en plata), quedando el sobrante (3.428.519) en manos de particulares (según datos del historiador Manuel Marliani, con 1.269.669 en oro, 2.158.850 en plata, 26.925 en cueros de lobo, 4.732 en estaño, 1.735 en cobre y otras cantidades menores de lana de vicuña, tablones de madera, cajones y zurrones de ratania...). Sin dejar las cifras, asignaremos unas 15.000 libras al capitán Hamon, de la “Medusa”, sumadas a las 60 por persona
adjudicadas
a
la
tripulación
y
dotación
embarcadas en dicha fragata. Multiplicado por cuatro por la Real gracia británica, pues en estos casos en que no mediaba declaración formal de guerra, las presas pendían directa e íntegramente de la Corona. Y ésta demostró su generosidad para con los acólitos, premiando con la mitad del botín embarcado a los ejecutores de un acto de terrorismo naval. Así también llegaron a contemplarlo incluso los partidarios de la guerra con España. El dato arrojado de la desgraciada explosión de la “Mercedes”, ayudó a reprobar las formas por parte de un amplio sector social británico, censurado el episodio desde los medios vocales e impresos
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“con tanta acritud cómo pudiera hacerlo la nuestra” (según señala el historiador D. Modesto Lafuente). Sin embargo, desde el ombligo político de la Gran Bretaña, las versiones y opiniones diferían un trecho de las mayormente críticas. El día 19 de octubre fue requerido el embajador de España en Londres, sr. José de Anduaga, al que se le instó a dirimir los puntos en disputa con Madrid, cómo condición final para salir de la situación de bloqueo y acoso sobre nuestra Armada o Marina que sus buques mantenían, preferencialmente sobre los portadores y centinelas de caudales. Al capítulo de las cuatro fragatas del cabo de Santa María (que no habrían de restituir ni en madera ni menos en carga a su “legítimo” poseedor), se le mostró cómo un ejemplo de la firmeza y energía que la Inglaterra estaba dispuesta a poner sobre el tablero, pero en ningún caso cómo una acción de guerra (...). Todo expresado por la figura del Ministro de Estado británico, Lord Harrowby, que recibió al embajador hispano a los dos días del suceso. Conviene señalar que, aunque “oficialmente” el Gobierno isleño lamentara el contratiempo de la fragata “Mercedes”, su acción respondía a un ultimátum que venía de largo (concretamente del 18 de febrero del mismo 1804), en el cual se mencionaba la firme intención de El Maldito Tesoro de la Fragatra
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apresar cualesquiera navío de guerra de Pabellón español que transportase caudales, cómo medida de fuerza y respuesta al incipiente armamento de los navíos de la Real Armada que los británicos venían detectando en las Capitanías de Mar españolas. Varios medios escritos de Londres, en consonancia con otros sectores de la fachada “cara al público” del Gobierno británico, vilipendiaron en mayor o menor medida el hecho: “...se ha considerado semejante proceder, sin declaración de guerra o algún equivalente a ella entre las naciones, como un acto de piratería. Puede convenirnos coger un millón de libras esterlinas (cínico aserto, pues fueron algunos cientos de millones los embolsados por los asaltantes, según cambio de divisa de época a “grosso modo”: 1 millón de pesos fuertes = 300 millones
de
libras
esterlinas),
pero
lo
conseguimos a costa del derecho de gentes, que ya en éste hecho puede considerarse como absolutamente violado”. O “...aplaudirá el populacho necio la presa de los galeones (obviamente, eran fragatas; pero el autor señala el motivo de fiesta y esperanza que suponía una El Maldito Tesoro de la Fragatra
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declaración de guerra a España, la cual contribuía a oxigenar las arcas privadas y públicas de Gran Bretaña), sin examinar si se hizo en guerra o en paz, más los hombres sensatos se lamentarán de un proceder que compromete la buena fé de las naciones...”. O lo citado por Mr. Fox, en la Cámara de los Comunes: “...me será permitido desaprobar altamente el modo con que nos hemos apoderado de las fragatas españolas...”. O por Lord Carlisle, en la de los Pares: “...No sólo era necesario que fuera justo y equitativo el principio de ésta guerra, sino que hubiese empezado de un modo justo e igualmente conforme al derecho reconocido de las naciones cultas. Ha habido en el primer acto del rompimiento una circunstancia odiosa, de que no acuso a ninguno (...), pero no puedo abstenerme de comentar...”. O el duque de Clarence, abogando por la intervención de una fuerza mucho mayor en aguas del cabo de Santa María, que llegara a disuadir de oponer cualquier resistencia a las fragatas de la Real Armada; o El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Lord Greenville lamentándose de las 300 víctimas (incluyendo a mujeres y niños) fulminadas en tiempos de paz... Pero, cómo en tantos y tantos casos, no todo el monte es orégano, y habría que cuantificar y localizar las voces disonantes de las que Don Pelayo Alcalá Galiano ha tomado testimonio indirectamente. Porque enemigos, los tenía la Inglaterra tantos dentro de su Gran Bretaña cómo extramuros; no fuera a ser que leyéramos siempre el mismo rotativo... El
embajador
Anduaga
exigió
de
Londres
contestación respecto a la situación en las que se encuadraban las tres fragatas apresadas, respondiéndosele que se hallaban: “…en calidad de detenidas, hasta que el Gobierno español diera las explicaciones que se le
habían
pedido
sobre
armamentos,
sus
relaciones con Francia y futura conducta”. En éste lance, las redes de espionaje británicas, así como la actitud vigilante del Almirante Cochrane desde Ferrol, jugaron un papel primordial al poner en alerta al Almirantazgo anglosajón sobre la próxima arribada de 3 fragatas de la Armada (pues ese número estaba previsto que zarparían en principio), rebosante de unos caudales El Maldito Tesoro de la Fragatra
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que bien podrían redireccionarse a las arcas de París. Pues sí, España rendía pleitesía económica a la figura de Bonaparte, “comprando” su neutralidad al contado, mientras mantenía un déficit en el Tesoro, para el año en curso, de 1.189 millones de reales.
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Ya que hemos intentado descifrar con suposiciones los sucesos de la fragata de S.M. Nuestra Señora de las Mercedes, vale agregar aquí, informaciones que dan cuenta que José Manuel de Goicoa y Labart tenía previsto casarse en Donostia en 1804 con Josefa Bermingham, después de ya haberlo hecho por poderes meses antes. Inclusive, que este experimentado marino donostiarra, que por aquel entonces tenía 47 años, se encontraba en el momento álgido de su carrera en la Armada. Con 19 años había obtenido real carta de guardiamarina y, poco a poco, fue ascendiendo en el escalafón hasta que en 1802 alcanzó el grado de capitán de navío. Y al desempeñarse en tan alto mando, ya cobraba un sustancioso sueldo de 150 escudos de plata, muy superior a los 24 asignados al calafate o los 15 del buzo, según consta en el Archivo de la Marina. Así mismo, se sabe que su periplo oceánico le trasladó a Rusia, EEUU, Uruguay, Santo Domingo y Perú, entre otros muchos El Maldito Tesoro de la Fragatra
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países, según se relata en la revista Bascongada, editada en 1900. Su experiencia y hoja de servicios le había llevado a que, en 1804, estuviese al mando de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes que por entonces cubría la ruta comercial entre las colonias de América y España. No en tanto, Goicoa desconocía que nunca iba a contraer matrimonio religioso porque ese año iba a surcar los mares por última vez, en un viaje que originó al fin esta leyenda. Por lo tanto, quiso el destino de que Goicoa estubiese al mando de un codiciado navío que, según consta en el estadillo oficial conservado en el Archivo de la Armada, portaba 871.000 monedas de plata y oro acuñadas en Perú con la efigie del rey Carlos IV, de las que “221.000 por cuenta de Su Majestad”, 60.000 eran de soldados y 590.000 de 130 “particulares”. Además, en sus bodegas transportaba telas de vicuña, quina y canela. La ruta que les conducía hasta Cádiz estuvo exenta de sobresaltos reseñables. “La navegación ha sido feliz; solo experimentamos en la fragata Medea ciertas calenturas epidémicas, dimanadas tal vez del calor y humedades de los chubascos de La Línea”, dejó escrito Bustamante.
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Como ya vimos, todo iba bien hasta que en el amanecer del 5 de octubre, cuando estaban a pocas millas del cabo de Santa María, en el Algarve portugués, avistaron cuatro embarcaciones que venían a su encuentro. Los dos países no se encontraban en guerra, pero la amplia experiencia marinera del capitán Goicoa le hizo sospechar que la actitud de los anglosajones era hostil. La escuadra española decidió presentar combate, y el primer cañonazo procedió de la fragata inglesa Indefatigable y, posteriormente, comenzó el intercambio de andanadas. A los pocos minutos un proyectil impactó en la santabárbara de La Mercedes y esta saltó por los aires. Desapareció de la superficie en pocos segundos. Así terminó sus días Goicoa junto a otros 249 tripulantes. Solo se salvaron 51 personas, a quienes los ingleses apresaron y trasladaron hasta las islas británicas junto a los navegantes de las otras tres embarcaciones hispanas. Gran Bretaña obtuvo un botín de más de 3 millones de pesos y el desenlace tuvo como consecuencia el final del acuerdo de paz de Inglaterra y España, preludio de la Batalla de Trafalgar. Empero,
después
de
numerosas
presiones
diplomáticas, Gran Bretaña accedió a abonar los fondos de los sueldos de los marinos supervivientes por 230.634 El Maldito Tesoro de la Fragatra
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pesos,
negándose
a
abonar
los
60.000
pesos
correspondientes a los soldados fallecidos, cuyas viudas y herederos quedaron sin los ahorros ganados por el servicio de sus familiares. Con todo, la viuda de Goicoa no quedó con las manos vacías porque, según consta en un documento de la época depositado en el Archivo de la Marina: “…el rey se ha servido conceder a Dª María Josefa de Birmingham, viuda del capitán de navío D. Josef Manuel de Goicoa, que pereció en la voladura de la fragata Mercedes de su mando, cuatro mil reales de pensión vitalicia al año”. En su homenaje, el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando (Cádiz), cita su nombre entre la lista de los más destacados navegantes que pertenecieron a la Armada. Por otro lado, ya que hicimos referencia a personajes verdaderos en esta leyenda, rescatamos otra historia que mucho tuvo que ver por aquellos días: -“Me salvé asido a un trozo de proa” -explicó finalmente el teniente. Durante dos horas y cuarto, Pedro Afán de Ribera permaneció en el agua sobrecogido, aferrado a un trozo de la proa con el único brazo posible, el izquierdo, tras haber El Maldito Tesoro de la Fragatra
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perdido el derecho en la explosión de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes. El navío acababa de irse a pique con un tesoro de vidas cuando pues se salvaron apenas medio centenar de sus casi 300 tripulantes y pasajeros, llevando al mar haciendas, incluido medio millón de monedas de oro y plata Pedro Afán de Ribera ignoraba aún que era el único oficial que había sobrevivido a la voladura de la fragata. Pero en esas horas aciagas del 5 de octubre de 1804, mientras
continuaba
el
combate
entre
cuatro
embarcaciones inglesas y la disminuida escuadra española frente al cabo de Santa María, a la altura de la costa del Algarve, cuando ya avistaban la sierra portuguesa de Monchique, el teniente de navío Pedro Afán de Ribera solo debió pensar que su vida se había acabado. En aquel día, el ataque inglés le sorprendió en el castillo de la cubierta pasadas las 9.30. Un solo cañonazo. Certero. En la diana: el corazón de la santabárbara, el lugar donde se depositaba la pólvora del barco. Entonces La Mercedes voló por los aires sin que sus 34 cañones hubieran siquiera abierto fuego. Y así, asiendo un trozo de la proa, se sostuvo sobre él como dos horas y cuarto, hasta que lo recogieron" El Maldito Tesoro de la Fragatra
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La cruda crónica de lo ocurrido fue firmada por el propio Pedro Afán de Ribera en una carta enviada al rey Carlos IV, mediante la cual le solicitó un ascenso que le permitiese pasar sus últimos años con cierta dignidad tras el
desastre
que
le
había
arruinado,
física
y
económicamente. El documento, junto a los usados en este artículo, se conserva en el Archivo General de la Marina Álvaro de Bazán, y es una de esas joyas testimoniales que ha salido a la luz de los hechos. Como en todas las tragedias, el azar había repartido cartas marcadas. Afán de Ribera, embarcado hasta entonces en otra fragata, recibió la orden de transbordar a La Mercedes para la travesía que zarpó de Perú con los “caudales” de la Hacienda real y particulares. “…Solo
tuvo
la
fortuna
de
salvarse
milagrosamente el suplicante de la primera”, escribe el oficial Afán de Ribera, que relata su tragedia en tercera persona, “y como 48 hombres de la segunda, habiendo estado debajo del agua con parte de la artillería del castillo (cuyo puesto cubría) y otros fragmentos sobre sí (...) y después asiendo un trozo de la proa, se sostuvo sobre él como dos horas y cuarto, hasta que finalizado el combate, lo recogieron, habiendo padecido El Maldito Tesoro de la Fragatra
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extraordinariamente,
de
cuyas
resultas
ha
quedado cojo con parte del pie izquierdo menos, manco del brazo derecho por la clavícula, con un afecto al pecho continuado, y en general toda su máquina trastornada”... El teniente suplica al monarca un ascenso a capitán de fragata para elevar su “retiro” y compensar la pérdida de sus ahorros (“se halla en una indigencia tal que le han cubierto las carnes sus compañeros de limosna”, se conduele) y un traslado a Montevideo por beneficiarle para sus achaques. Carlos IV accede a ambas peticiones el 23 de junio de 1805. No fue el único testimonio de la batalla. Pues hay que destacar que Miguel de Zapiaín, a bordo de la Fama, aportó una minuciosa reconstrucción: “A las 6.30 los españoles habían divisado cuatro navíos ingleses y habían mantenido el rumbo con una confianza que daba conocer la ninguna sospecha que tenía nuestro general de un rompimiento de guerra con la Inglaterra. Pero a las 7.30 se toca a zafarrancho. Las fragatas inglesas se sitúan estratégicamente, a barlovento de las españolas, a una distancia de algo menos de medio tiro de cañón (unos 50 metros). El El Maldito Tesoro de la Fragatra
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comodore inglés envió un oficial a bordo de la Medea, y cinco minutos después tiró el mismo comodore un cañonazo con bala que pasó entre la Clara y La Mercedes, a los 15 minutos tiró otro
cañonazo
sin
bala
llamando
según
comprendimos a su bote”. En ese tiempo, -prosigue el relato-, La Mercedes se había “sotaventeado bastante”, lo que hizo sospechar a los ingleses que pretendía huir. Poco después de las 9.30, tras el regreso del bote inglés a su fragata, los ingleses abrieron fuego. “La primera descarga nos hizo mucho daño (...) sin embargo ya habíamos contado con la primera descarga cuando de repente oímos una fuerte explosión. Creímos un instante que había sido la Medea, pero poco después conocimos que había sido La Mercedes”. No tardaron en arriarse las banderas españolas en dos fragatas. La tercera, Fama, trató de defenderse y huir a pesar de los daños y las bajas. Seguimos el fuego esperando zafarnos de un enemigo bien superior a nosotros y de quien nos hubiéramos burlado si después de la rendición de nuestros buques no se hubiese
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destacado otra fragata inglesa que nos alcanzó a la hora y media”… La Fama aún combatió hasta pasado el mediodía, cuando arrió la bandera y pudo contar sus bajas: 11 muertos, 40 heridos, cinco pies de agua en la bodega y timón y piezas auxiliares rotas. Sin duda, todo lo ocurrido no fue más que un amargo anticipo de lo que aguardaba un año después: Trafalgar. También vale citar aquí en este, digamos apéndice final, un otro documento reciente que ha sido elaborado por el Centro Nacional de Arqueologia Naútica e Subaquática a pedido del gobierno español, y el cual transcribimos en parte: INFORME TÉCNICO DEL NAUFRAGIO Y CARACTERIZACIÓN DE LA FRAGATA “NUESTRA SEÑORA DE LAS MERCEDES”
2.2 Singladura y naufragio. Según el diario de D. Bustamante y Guerra: …al amanecer del dia 5 de octubre de 1804, tras 58 dias de navegación, se divisaron cuatro barcos Ingleses ya con la vista al horizonte las estribaciones montañosas de Portugal. A pesar de que Inglaterra mantenia su neutralidad, la escuadra inglesa al mando de Graham El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Moore y formada por las fragatas Indefatigable, Lively, Amphion y Medusa tenían orden de apresar a la flotila española y conducirla a Inglaterra. A las 9 de la mañana se produjo el contacto de ambas escuadras. Después de parlamentar y de intentar los Ingleses rendir la flota sin derramar sangre, se estableció combate ante la negativa española de rendir pabellón sin presentar batalla, pero poco después, a las 9.15 horas, se produjo una violenta explosión en la fragata Mercedes como consecuencia del mismo. Al naufragio sobrevivieron en torno a 52 personas de las 315 que viajaban a bordo, falleciendo entre ellos la numerosa famila de Diego de Alvear. Progresivamente las otras tragatas españolas fueron rindíendo pabellón, no sin antes haber resistido duramente el ataque del enemigo. Las tras embarcaciones capturadas fueron conducidas a los puertos ingleses de Plymouth y Gosport. Sin embargo, una gran parte de la fortuna que la escuadrila española pretendia llevar a España, no pudo ser transportada a Inglaterra, porque se hundiria cerca del Cabo de Santa Maria junto com los demás mercancías que transportaba la tragata Nuestra Senora de las Mercedes. Según el Diario de Navegación de Don Diego de Alvear: “Con fecha 5 de octubre de 1804... Poco antes se El Maldito Tesoro de la Fragatra
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descubrió la Sierra de Monchique que con sus más de 900 m. sirvió como punta de referencia, y que se desmarcó a las 6 y cuarto al Norte 14º Este, siendo las seis y cuarto de la mañana. La Clara hizo señal de tres velas al primer cuadrante, que a las 8 se conocieron ser cuatro. Recelosos que fuera barcos de guerra, se dispusieron las oportunas órdenes de zafarrancho de combate. Acto seguido se dispusieron los buques en linea con las caras a babor, estando la Fama en cabeza, la Medea y la Mercedes en el centro y la en retaguardia, tal como fue ordenado en las tablillas correspondientes. Ya a las 9 de la mañana y con todo el Cabo de Santa Maria a la vista, pues a esas horas demarcaron Monte Figo al NE 5º E. Fue entonces cuando reconocieron por sus banderas que los barcos avistados eran cuatro grandes fragatas de guerra inglesas. Inmediatamente respondieron los españoles con fuego general, y como a las 9 y cuarto de repente la Mercedes saltó por los aires con un estruendo terrible”. Según el informe de Miguel Zapiain, comandante de la apresada fragata Medea escrito desde el puerto inglés de Gosport con fecha 8 de noviembre de 1804 y dirigida a Manuel Godoy primer ministro de España: “ ... A las 6 de la mañana estaban al NNE de la Sierra de Monchigue como 7 leguas y el viento era del N, El Maldito Tesoro de la Fragatra
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N 1/4 No. A las 6 y media divisaron al NE cuatro embarcaciones que se dirigían hacia ellos. A las 7, por navegación
de
vuelta
encontrada
y
rumbo
Este,
reconocieron ser barcos de guerra ingleses de crecido porte. Según Zapiaín, en el transcurso del tiempo que el oficial inglés subió a bordo de la Medea para parlamentar y regresó a su barco, la Mercedes se sotaventeó bastante, lo cual alarmó a los británicos porque pensaron que se iba a escapar. Sigue relatando que poco después de comenzar el combate se oyó una tremenda explosión y que pensaron haber sido la Medea, pero luego se dieron cuenta que era la Mercedes”. Fuentes de documentación inglesas: Los oficiales ingleses estimaron la posición de la batalla de 8 a 10 leguas al SW del Cabo de Santa Maria. · Según el comandante de la fragata inglesa Amphion: Marca el 5 de octubre una posición, poco después del combate naval, de 36º 26' N y 7° 40' W. · Según el comandante de la fragata ìnglesa Indefatigable: Marca el 5 de octubre una posición de Latìtud 36 ° 20 N. sin indicar la longitud, aunque sì refiere que el Cabo de Santa Maria se encontraba a 10 leguas. . Coordenadas del permiso concedido el 11 de agosto de 1982 por la Capltanía Marítima de Lisboa El Maldito Tesoro de la Fragatra
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(Portugal) al buceador español Jose Maria Arjones, responsable del grupo de investigación en el que participaba Claudio Bonifacio como asesor histórico: A - 36º 59´ 30” N
08º 12´ 30” W
B - 36º 59´ 30” N
08º 09´ 20” W
C - 36º 37´ 50” N
08º 09´ 20” W
D - 36º 37´ 50” N
08º 12´ 30” W
Conclusiones: Estos datos, de acuerdo con la información proporcionada por el Centro Nacional de Arqueologia Naática e Subaquática, podrían no coincidir con la situación real del pecio. Por infarmación oral, podríamos suponer que el pecio se localizaria en un punto más lejano de la costa y a mayor profundidad. Este dato coincide con la
referencia
proporcionada
a
este
Centro
por
informadores, que nos indican que el pecio se podría localizar a 29 milas al Sur del Cabo de Santa Maria. 3.2 Artilería. Contamos con los datos tomados en el momento en que la embarcación inicia su última singladura, recogidos en el Estado General de la fragata del Rey Nuestra Señora de las Mercedes... que entra hoy en el puerto de Montevideo al mando del capitán de navío don José Manuel de Goycoa, en conserva de las fragatas Asunción El Maldito Tesoro de la Fragatra
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y Clara. Firmado par José Goycoa a bordo de la expresada fragata, al ancla en el puerto de Montevideo, a 5 de junio de 1804. Artilería y municiones de la fragata Mercedes Cañones de a 12
26
Id. de a 6
4
Obuses de a 24
8
Id. de a 3
12
Balas de a 12
1.040
Id. de a 6
160
Id. de a 3
168
Palanquetas de a 12
130
Id. De a 6
20
Saqs. Metralla de a 12
312
Id. de a 6
48
Id. De a 3
180
Id. de obuses de a 24
160
Granadas de id.
126
Balas mosqueteras
90
Armas, municiones y artifícios Libras de balas de plomo 361 Esmeriles
6
Bayonetas
34
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Pistolas
68
Espadas
68
Chuzos
34
Hachuelas de abordar
34
Granadas de mano
428
Frascos de fuego
60
Camisas de idem
2
Cacerinas
38
Cartucheras
34
Estopines
315
Cohetes
200
Quintafes de pólvora
85
Nº de cañones de 12 libras
26
Nº de cañones de 6 libras
4
Nº de obuses de 24 libras
8
Nº de obuses de 3 libras
12
TOTAL
50
3.3 Cargamento: Partidas según Documentación Aduana del Puerto del Callao (1803): Caudales 1.023.481 pesos en total desglosados en las siguientes partidas: El Maldito Tesoro de la Fragatra
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- Real hacienda: 213.998 pesos fuertes. - Cajas soldadas: 144.163 pesos. - Caudales de particulares: 171 partidas. Entre ellas: nº 18, lingote de oro de 520 gr; nº 24, 35 doblones de oro; nº 48, plata labrada 4.600 Kg; nº 130, 21.650 pesos en monedas de plata y 2.165 pesos en monedas de oro; nO 158, una caja con plata para fundir (53,360 Kg) y un mortero de oro (1,380 Kg); nº 161, 988 pesos en monedas de oro. - Registro personal Diego de Alvear: 51.000 pesos.
Las partidas según lo contabiliza Manuel Marliani: - Caudales para el gobierno: 1.307.634 pesos en plata. - Particulares y soldadas: 1.269.699 pesos en oro y 2.158.850 en plata - Cueros de lobo:
26.925.
- Pipas de grasa:
10.
- Sacas de lana de Vicuña:
75.
- Cajones y sacas de cascarilla:
60.
- Barras de estaño:
4.732.
- Galápagos de cobre:
1.735.
- Tablones de madera:
28.
- Cajones y zurrones de ratania: 32. El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Según consta en el Parte Oficial de José Bustamante y Guerra. Fragata Medea, al ancla en el puerto de Plimouth (20-10-1804): -Estado general de los caudales y efeclos que conduce la fragata Mercedes por cuenta de S.M. -Barras de estaño
1.139
-Galápagos de cobre
961
-Plata de pesos fuertes
221.000
-Estado general de los caudales y etectos que conduce la tragata Mercedes de particulares. - Caja de soldadas pesos fuertes
60.000
- Plata en pesos fuertes
590.000
Tipologia: En función a los dalos cronológÎcos del naufragio de la fragata Mercedes, podemos considerar que la tipología de las monedas que formaban las distintas partidas monetarias reseñadas responderían al patrón trazado por la reforma monetaria llevada a cabo por Carlos III en 1772, por la cual se extinguía la moneda antigua y se daban las características principales que tendrían las nuevas, que en general, se mantedrán hasta el reinado de Fernando VI. Dichas características eran las siguientes: La moneda de oro llevaría en el anverso el busto del monarca; El Maldito Tesoro de la Fragatra
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en el reverso, el escudo español grande. Las piezas de plata ofrecerían la novedad de llevar también el busto del Rey en el anverso, y en el reverso, el escudo nacional de castillos y leones, con cruz de lises en el centro, coronado y flanqueado por las columnas de Hércules. Conclusiones:
Dado
que
transportaba
caudal
monetario de particulares, resulta posible que transportara también monedas extranjeras. Como resulado de todo ello el argamento numismático de la fragata podría ser heterogéneo, predominando las acuñaciones españolas correspondientes a la tipología de la refoma monetaria hecha por Carlos III. Debido a la pervivencìa de las monedas durante este periodo histórico la efigie del rey que podría aparecer en las mismas sería Carlos III, debido a la pervivencia de sus monedas, y Carlos IV que ocupaba el trona en el año en el que se produja el naufragio.
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miyomedia,
skyscrapercity,
abc.gov.ar,
madrimasd.org, prensalibre, isidrojimenez.blogspot.com y otras de Internet.
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BIOGRAFÍA DEL AUTOR Nombre: País de origen: Fecha de nacimiento: Ciudad:
Carlos Guillermo Basáñez Delfante República Oriental del Uruguay 10 de Febrero de 1949 Montevideo
Nivel educacional:
Cursó primer nivel escolar y secundario en el Instituto Sagrado Corazón. Efectuó preparatorio de Notariado en el Instituto Nocturno de Montevideo y dio inicio a estudios universitarios en la Facultad de Derecho en Uruguay. Participó de diversos cursos técnicos y seminarios en Argentina, Brasil, México y Estados Unidos. Experiencia profesional: Trabajó durante 26 años en Pepsico & Cia, donde se retiró como Vicepresidente de Ventas y Distribución, y posteriormente, 15 años en su propia empresa. Realizó para Pepsico consultoría de mercadeo y planificación en los mercados de México, Canadá, República Checa y Polonia. Residencia: Desde 1971, está radicado en Brasil, donde vivió en las ciudades de Río de Janeiro, Recife y São Paulo. Actualmente mantiene residencia fija en Porto Alegre (Brasil) y ocasionalmente permanece algunos meses al año en Buenos Aires (Rep. Argentina) y en Montevideo (Uruguay). Retórica Literaria: Elaboró el “Manual Básico de Operaciones” en 4 volúmenes en 1983, el “Manual de Entrenamiento para Vendedores” en 1984, confeccionó el “Guía Práctico para Gerentes” en 3 volúmenes en el año 1989. Concibió el “Guía Sistematizado para Administración Gerencial” en 1997 y “El Arte de Vender con Éxito” en 2006. Obras concebidas en portugués y para El Maldito Tesoro de la Fragatra
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Obras en Español:
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uso interno de la empresa y sus asociados. Principios Básicos del Arte de Vender – 2007 Poemas del Pensamiento – 2007 Cuentos del Cotidiano – 2007 La Tía Cora y otros Cuentos – 2008 Anécdotas de la Vida – 2008 La Vida Como Ella Es – 2008 Flashes Mundanos – 2008 Nimiedades Insólitas – 2009 Crónicas del Blog – 2009 Corazones en Conflicto – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. II – 2009 Con un Poco de Humor - 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. III – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IV – 2009 Humor… una expresión de regocijo 2010 Risa… Un Remedio Infalible – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. V – 2010 Fobias Entre Delirios – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VI – 2010 Aguardando el Doctor Garrido – 2010 El Velorio de Nicanor – 2010 La Verdadera Historia de Pulgarcito 2010 Misterios en Piedras Verdes - 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VII – 2010 Una Flor Blanca en el Cardal - 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VIII – 2011 ¿Es Posible Ejercer un Buen Liderazgo? - 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IX – 2011
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Los Cuentos de Neiva, la Peluquera 2012 El Viaje Hacia el Real de San Felipe 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. X – 2012 Logogrifos en el vagón del The Ghan 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. XI – 2012 El Sagaz Teniente Alférez José Cavalheiro Leite - 2012 El Maldito Tesoro de la Fragata - 2013 Carretas del Espectro - 2013
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