La Tía Cora y otros cuentos

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La Tía Cora Y otros cuentos Carlos B. Delfante La Tía Cora y otros cuentos

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Los cuatro niveles de la sabiduría El hombre que sabe y sabe que sabe, es sabio. - Sígalo El hombre que sabe y no sabe que sabe, está durmiendo. - Despiértelo El hombre que no sabe y sabe que no sabe, es humilde. - Enséñele El hombre que no sabe y no sabe que no sabe, es un tonto. - Huya de él

Mark Tier

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La Tía Cora y Otros Cuentos Un conjunto de once relatos breves se combinan en una asociación que aborda diversos sentimientos humanos, y que acaban por consumar todo el texto de “La Tía Cora y otros cuentos”, cuando buscan relatar supuestas leyendas cotidianas de disímiles sucesos, ya que de alguna manera el relato realizado por el autor se apoya en las peculiaridades y en la índole temperamental y subjetiva de los seres humanos, transfiriéndolas para los personajes que componen cada cuento y buscando destacar en ellos las diferentes facetas de la vida frente a la dedicación, el amor, la pasión, el odio, la congoja, la muerte, el dolor y todos los demás instintos comportamentales que terminan por influenciar de alguna manera el raciocinio del protagonista. La lectura de este melodramático ensayo, permitirá al leyente rescatar ciertas memorias que, por lo común, si aún no le ocurrió, ciertamente un día deberá coexistir con ellas, ya que normalmente ocurren cuando se alberga protagonistas de cotidianos pesares y martirios similares. La Tía Cora y otros cuentos

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Hay tres clases de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse. François de la Rochefoucauld

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Índice La Tía Cora

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Dos Vidas en Una Vida

23

Inclemente Aguacero

38

Utópica Ilusión

51

Tenacidad Inapelable

70

Domingo de Amor

88

Cofradía Solidaria

104

Bucólico Paisaje

119

Estirpe Disipada

134

Trama Conjurada

149

Circunstancial Viaje

164

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La Tía Cora

De a poco, los años ya se habían ido acostumbrando a refugiarse silenciosos y obedientes dentro de un cuerpo casi achacoso para la avanzada edad que ella tenía. Pero actualmente, a la tía Cora se le había dado por imaginar que el simple hecho de caminar le fastidiaba los movimientos de sus piernas, y presentía que en sus arqueadas extremidades estaba disminuyendo cada vez más la firmeza que le permitía mantener el equilibrio. Del mismo modo, ideaba lucidamente en su mente que le estaban escaseando los ligeros movimientos de otrora, y que el tiempo le estaba reduciendo el constante vigor. Por veces, cada vez más frecuentes, sentía como si se le agarrotase la musculatura, causándole casi siempre punzantes dolores en una parte de la pierna. Pero pese a todos sus padecimientos, aun así ella poseía un rostro que formaba, en su conjunto, una fisonomía que resultaba dificultosa de olvidar, ya que, por La Tía Cora y otros cuentos

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detrás de las actuales arrugas que dona gratuitamente la vejez, cualquier uno era capaz de llegar a percibir claramente la hermosura de sus rasgos. Por lo tanto, puedo afirmarles que con el pasar del tiempo, las rayas de la longevidad no habían conseguido ocultar toda la beldad con que la tía llegó a circular durante muchas décadas por los distintos confines de la vida. Tenía el pelo sedoso y totalmente blanco, como si la unión de todas las fibras quisiese imitar una nube del más inmaculado

algodón.

Desde

siempre

lo

llevaba

enganchado permanentemente en un coqueto copete, manteniéndolo firmemente atrapado con un par de peinetas nacaradas en la parte posterior del cráneo, de manera que ella pudiese dejar al descubierto el ensanchamiento de su amplia frente. A su vez, la tía Cora disfrutaba de una piel rosada, suave, delicada, del propio color de la madreperla, pero con una tonalidad refulgente y resplandeciente que irradiaba intensa luminosidad en su contorno. Eso hacía que la claridad del cutis le concediese una magnificencia divina, lo que me permite afirmar que tal brillo y fulgor lograba rivalizar con el más puro marfil. La Tía Cora y otros cuentos

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Los ojos. ¡Ah, los ojos! Ellos eran como dos enormes perlas negras, redondas, agudas, licurgas y luminosas, que se manifestaban penetrantes en su mirada, aunque

eran

de

una

ternura

descomunal

contemplación, lo que más de una vez

en

la

había dejado

atónito el más cándido interlocutor. Mismo a su edad, delicadas cejas se delineaban en un afable arco a partir de su entrecejo, como si fuesen dos blancas guirnaldas orientales queriendo aderezar en fino contraste

aquel

par

de

ojos

brunitos,

los

que,

armónicamente a partir de su nariz, le separaban el rostro geométricamente idéntico en dos mitades iguales. Cuando hablaba, podría afirmar que la candidez de su mirada venía siempre acompañada de una dócil voz aguda que se derivaba en bonachonas ondas sonoras de humildad, que iban modelando las placidas palabras que pronunciaba sin

necesidad de llegar a

contrastar

sólidamente con la firmeza de sus actos y consideraciones. Su boca era contornada por un par de labios un poco delgados y muy pálidos, pero que poseían una curvatura extremamente admirable que los hacía resaltar en un delicado contraste con el matiz rosáceo de su semblante.

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Tal vez eso era lo que le permitía a la tía derramar desde ellos una sonrisa resplandeciente, serena y plácida. El cuerpo, que una vez en su juventud había sido finamente descarnado, en la actualidad gozaba de un contorno fofo por entero, en donde se le habían ido acumulando los excesos de una nutritiva alimentación proveniente de una cocina suculenta en proteínas y grasas, y de la apetitosa elaboración casera de los afables dulces, jaleas, mantecados y tortas que gentilmente preparaba bajo la justificación de hacerlos para poder agraciar a sus amados sobrinos bisnietos, además de los tantos otros parientes que la visitaban a menudo. Sus piernas, las cuales tenían una distorsión levemente

curvada

hacía

las

laterales

externas,

permanecían arqueadas a la vejez como siendo la derivación resultante de una leve deformación en su edad infantil, y las mismas que al presente dejaban entrever entre la carne y la piel una infinidad de gruesas venas azules que se asemejaban a caudalosos ríos que buscaban recorrer serpenteantes caminos por áridas estepas, y desde donde probablemente se originaban los agudos dolores que ahora le exasperaban su caminar.

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Poseía un par de brazos largos, tenaces, vigorosos, siendo delgados desde el antebrazo hasta los pulsos, y cuya carne estaba cubierta con una piel sensiblemente arrugada y reseca, pudiéndose afirmar que la misma se equivalía a la dermis de un reptil albino. Pero esta parte de los brazos contrastaba groseramente con el segmento superior de los mismos, que más parecían estar inflados con gruesas bolsas de carne blanda, las cuales se hamacaban cadenciosamente en un zarandeo cada vez que los sacudía de modo apresurado. Salvo las deformadas y gruesas várices que se desplegaban haciendo parecer que fueron entalladas en ambas piernas por un desastrado escultor, el resto de su epidermis no presentaba tan siquiera una minúscula mancha, una situación no muy común de ser observada en la piel de cuerpos ancianos. Mismo teniendo el corazón escondido e invisible dentro de su pecho, quién la observase podía permitirse imaginar su delicada excelsitud envuelta en la ternura, la jovialidad y la espiritualidad del ánimo con el cual ella envolvía a quienes la cercaban, recibiendo por intermedio de sus actos y de su voz, un colosal cariño y una enorme afición. La Tía Cora y otros cuentos

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En el momento de esta historia, la tía ya orlaba unos largos setenta años, de los cuales, una gran mayoría de ellos habían sido vividos inagotablemente entre los quehaceres domésticos de una familia de quince hermanos, siendo todos ellos oriundos de una antigua estirpe de terratenientes que se asentara en su debido momento en un lugar no muy distante de la capital. Poco de esos tiempos idos puedo relatar, porque nada de ellos la tía dejó entrever a quien la conoció, salvo su enraizada soltería, que era el proveniente corolario de una sacrificada dedicación a su anciana y postrada madre, a la que diligentemente esmeró cuidados durante su existencia hasta alcanzar avanzada vejez y la postrera muerte. Al ser ella la hija menor de todos los hermanos y por escapársele los años en esa perseverancia y obediencia, acabó que en su vida sólo le habían sobrado hijos ajenos para amar y festejar. Actualmente ella residía juntamente con una sobrina igualmente célibe, en el confortable apartamento superior de una antigua construcción de tres plantas, la cual disponía por la propia antigüedad de la edificación, de unas amplias dependencias con lustrosos y encerados pisos de mayólica. La Tía Cora y otros cuentos

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Aquella

vivienda

disfrutaba

de

ambientes

vistosamente iluminados por unos dilatados ventanales, que por su vez eran resguardados por pesados postigos de madera de ley que se abrían hacía el exterior en un sincronizado despliegue de cuatro hojas, descortinando toda su frente para la pradera de un lindo parque desde donde provenía un vivaz tornasol de verdoso colorido. Hasta el momento de proponerme escribir su historia, los consanguíneos adultos casi siempre acudían a visitarla en su hogar, y hasta se notaba que en determinados instantes estos buscaban poder adjudicarle a la anciana tía los tiernos cuidados de sus retoños, durante los intervalos de tiempo que fuesen necesarios para que ellos consumasen confortables sus tareas externas. Sabían de antemano que, al cumplir tan entusiasta ocupación, las acciones de la vieja tía resultarían en una verdadera efusión de cariño para con los niños, a los que atiborraría de mil caricias, mimos, y una profunda devoción, además de donarse de manera confortable a sus caprichos y antojos durante el periodo que fuese necesario. Al sentirse responsable por la encarecida diligencia delegada, ella pronto desenvolvía un organizado ritual de episodios que abarcaban desde los exiguos cuidados de La Tía Cora y otros cuentos

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higiene, las suculentas refecciones que les servía a cada periodo del día, las comunicativas historias que les relataba para entretener las horas, los dotados auxilios en las tareas escolares cuando el caso así lo requería, haciendo todo ello bajo la atenta escolta de su pesado cuerpo, mientras les ocultaba los sentimientos de cualquier señal de agotamiento o cansancio. El dormitorio de la tía poseía un exiguo y penumbroso mobiliario, el cual consistía en una vasta y pesada cama con una alta cabecera de hierro forjado con artesanías de bronce embutidas, una silla de respaldo alto con un asiento de mimbre recubierto por un resumido almohadón de franela anaranjada, y un pequeño sofá con un revestimiento de pana listada. Completaba su ajuar un guardarropa enorme de tres puertas, un espacioso tocador con incontables cajoncitos encajados sobre el mostrador del mismo, y una pequeña cómoda situada al lado de la cama. Los muebles, me hacían sospechar ser pesados en su contextura, y en algún momento del otrora habían sido confeccionados refinadamente en madera de ébano negro, los que poseían en la tapa superior del tocador y la cómoda una gruesa plancha de mármol blanco. Incluso, La Tía Cora y otros cuentos

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empotrado fuera de la puerta central del guardarropa, existía un inmenso espejo oval que condescendía la ilusión de ensanchar la imagen de la pieza. Pero al ser observados en un sólo conjunto, es factible determinar que estos muebles expresaban casi el doble de la edad de su propietaria, los cuales estaban distribuidos armónicos en cada pared del dormitorio, las que, por su vez, estaban pintadas con un amorfo fondo de cal blanca donde, sobrepuesto a ese color le habían estampado unos estéticos y diminutos dibujos de rosáceos ramos de rosas. A su vez, en toda aquella pieza no había imágenes enmarcadas que le permitiesen recordar alguna efigie familiar de su longevo pasado, sean estas en grafito, acuarela o foto. Lo único que ella se había dado el gusto de exponer entre las paredes desnudas, era un considerable crucifijo que había sido delicadamente tallado en una madera de caoba roja, y que se destacaba solitario en el parapeto lateral de la cama, como si por su tamaño éste quisiese equipararse a la inconmensurable dimensión de la fe cristiana de su dueña.

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Desde hacía algunos años que muy raras veces ella se brindaba la oportunidad de salir al exterior de su residencia. Decía que ya no se lo permitía a si misma por causa de su avanzada edad, perjudicada por el penoso caminar y la inminente necesidad de trasponer las agotadoras escaleras que existían el edificio, además de un poco de la paranoia senil que se dibujaba en su imaginación, pues afirmaba temer sufrir inadvertidamente algún repentino atraco, o hasta llegar a ser violentada sexualmente por algún esquizofrénico delincuente. Pero sin duda alguna, de todos los chiquillos que la familia le permitía amparar sobre sus cuidados, ella guardaba una extremada afección por dos pequeñuelos hermanos de seis y ocho años cada uno, que eran los únicos hijos varones de una sobrina nieta descendiente directa de su casta. En un singular desenlace, ella acumulaba por ellos dos una intensa rapsodia de sentimientos que variaban entre el amor y el pánico, visto que en la ausencia de estos, la separación le hacia crecer en el ánimo una asignada nostalgia por causa del alejamiento, pero que a su reencuentro, tan pronto le hacía despertar en su interior un

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inconmensurable

emoción

de

pavura

debido

al

endemoniado comportamiento que ellos exteriorizaban. Las travesuras infantiles que éstos dos niños practicaban en sus aposentos, no eran más que un constante desfilar de fechorías insignificantes provenientes del propio espíritu de chicos bulliciosos, pero que a la tía le causaban un permanente ajetreo al buscar anticiparse en prevenir posibles accidentes o eventuales contusiones, de manera que éstos no les causasen magulladuras mas graves fuera de los ya comunes chichones, moretones, mordeduras, y las superficiales hematomas que ostentaban radiantes en sus delgados cuerpos. Ellos poseían una elevada carga de dinamismo que los mantenía en una inquebrantable actividad electrizante, estando eternamente predispuestos a quemar sus energías por medio de endiabladas actividades, puesto que, al residir en una amplia casa, les era común manifestarse de tal forma, pero algo que era inadmisible de ser realizado dentro de un apartamento. Invariablemente, ellos hacían oídos sordos frente a los constantes pedidos y reclamos de su tía para guardar la compostura y el sosegado temple, por lo que a ella le era menester estar siempre criando de manera constante La Tía Cora y otros cuentos

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algunos efusivos esparcimientos o hasta inventarles vehementes historias para distraer las horas. Tal vez no sería necesario describir que los cuentos o las actividades nada tenían que ver con lo normal, de las con que usualmente les dedicamos parte de nuestro tiempo a las criaturas de simple índole. Las de ellos, reiteradamente deberían consistir en fundamentos que poseyesen correrías, gritos, luchas, reyertas, bramidos, trifulcas y otras tantas andanzas del mismo estilo y cognición. Al gravitar entre esas travesuras, además de sus habituales juegos de pelota, estos profesaban encarnar los propios superhéroes de ficción, como Batman, Tarzán, El Zorro, Hulk, Capitán América, y un otro sinnúmero de intrépidos personajes que usualmente forman la enorme cartelera de protagonistas de las quimeras infantiles. No es mentira si manifiesto que la anciana señora participaba con un entretenido entusiasmo de las ejecución de las alborozadas jaranas y juegos, estimulando dentro de sí, quien sabe, alguna veta oculta en su subconsciente que contrastaba vehementemente con su pasado formal, o hasta por así decir, haciéndolo por causa de la indudable

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falta de hijos propios, que le hacían brotar pesadumbres en los sentimientos escondidos. De acuerdo con el momento, los cuentos inventados o las historias narradas intimaban por una considerable cantidad de referencias que mencionasen los hechos, donde

ella

debía

especificar

detalladamente

los

pormenores de las golpizas a puño limpio, la dilucidación punto por punto de las luchas de los soldados contra indios imaginarios, o de la recapitulación exacta de los tiroteos originados entre policía y bandidos ficticios. Por su vez, las de acciones de guerras inventadas o de prisioneros torturados y de rehenes atormentados con malévolos tratos, tenían que constar con una claridad de detalles bien definidos. Por lo tanto, mantener la curiosa atención exhortaba por tener que describir golpes, tiros, estruendos, gente herida y, obviamente, un heroico personaje que salvase la situación. Siempre, invariablemente siempre, a continuación de los quietos periodos de duración transcurridos mientras se extendía la fábula que les narraba, que por su vez era entrecortada constantemente por respuestas esclarecedoras sobre ciertas interrogantes de algunos hechos, se hacía menester realizar la reproducción exacta de la novela La Tía Cora y otros cuentos

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siendo ellos los propios protagonistas. Pero otras veces, no era raro que concibieran la ejecución de la historia durante el decorrer de la misma narración. Con la finalidad de ganar algunos preciosos minutos, ella los incentivaba a que escuchasen atentamente las descripciones, engalanándolos con sus cartucheras de cowboy, sus pistolas de fulminante, el rifle de madera, unos lazos de cuerda sisal, con prendas de hombres voladores, los diferentes antifaces que los personajes utilizaban, o cualquier tapujo que permitiese que el disfraz los asemejase a los protagonistas de la historia que estaba siendo contada. En su afán de distraerlos, ella los entretenía pintándoles largos bigotes o una cerrada barbilla, utilizándose para eso de un corcho tiznado que se encargaba de quemar en la hornalla del fogón. Otras veces los ataviaba con pañuelos en el pescuezo o colocándoselos por sobre la cabeza. En otras circunstancias les improvisaba luengos mantos con sus viejas ropas, inventando disfraces con cualquier indumentaria que permitiese dilapidar más el tiempo. Pero como carecían de suficientes actores intérpretes para poder desarrollar las épicas invenciones, los chicos La Tía Cora y otros cuentos

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constantemente intimaban a su tía bisabuela a participar activamente de los mismos. Por consiguiente, no faltaron momentos en que la misma era amordazada y atada impávidamente con la cuerda a una de las sillas o en la propia cama, mientras los niños se divertían corriendo a su alrededor imitando gritos indios en el recinto, y aullando desmesuradamente hasta la llegada de la simulada caballería, en cuanto luchaban entre ellos para que el soldado victorioso pudiese salvar a la pobre rehén. Hasta el momento en que un intrépido titán no surgiese triunfador del altercado que estaba siendo desarrollado, ella era obligada a permanecer estoica en la posición que ellos le asignaban, debiendo asistir rendida el desenrollar de todos los hechos. De igual forma, no fueron pocos los momentos en que los posesos chicos, para el desespero de ella, saltaban ágilmente desde el techo del guardarropa hacía la cama, en una clara imitación del hombre mono o cualquier similar cíclope, o cuando en la reconstrucción de legendarias guerras utópicas se atrincheraban por debajo de mesas, sillas, sofás, cómodas, camas, o cualquier artefacto que así lo permitiese, y desde allí se arrojaban fingidos

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proyectiles, imitando bombas o granadas bajo estrepitosos gritos que simulaban el propio estallido de la munición. Evidentemente, que inmediato a la posterior despedida de los niños, ella caía soñolientamente en su lecho con la voluntad agotada y envuelta en una escasa energía

de

ánimo,

entregándose

silenciosamente el traqueteo del día

a

rememorar y sonriendo

sordamente satisfecha por lo acaecido durante ese periodo. Luego a seguir, se entregaba fecundamente al merecido descanso, y quien sabe, entre sus sueños, ponerse a añorar de manera afable por la nueva visita que los chiquillos le harían. Estas visitas se venían renovando continuas semana tras semana y se extendieron por algunos años más, estando siempre acompañadas con el mismo ímpetu y la misma algarabía de siempre y bajo un constante frenesí que, silenciosamente, cada vez más le iba desmayando el arranque y le extinguía las fuerzas de su cuerpo avejentado. Pero un determinado día, a continuación de una otra etapa de esforzadas horas de agitación, algazara, griterío y alboroto, ella refrendó una vez más sobre su cama el

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idéntico ritual, pero de ésta vez su sueño se prolongó eternamente y la tía nunca más despertó. Lo que les puedo afirmar, es que todos aquellos que tuvieron la oportunidad de poder compartir sus días juveniles con la tía Cora, aún guardan cariñosamente en el recuerdo hasta el día de hoy, la inmemorable época en que pudieron conllevar sus juegos y los cuidados o enseñamientos que ella les proporcionó a su vejez, mientras que hoy repiten actos idénticos junto a sus actuales descendientes como buscando revivir insolentes aquella afectuosa convivencia.

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Dos Vidas en Una Vida

Cuando a veces echaba un vistazo desde mi ventana, lo

observaba

llegar

con

su

caminar

arrastrado,

invariablemente siempre en el mismo horario, avanzando por la trilla con pasadas lentas, parsimoniosas, como si al hombre se le antojase ponerse a pensar anticipadamente o querer esclarecer alguna duda antes de dar cada paso. Salvo los días lluviosos o muy fríos, el resto del tiempo se sucedía idéntico bajo el mismo trajinar y en un idéntico ritual. Podría llegar a afirmar que, con aquella puntualidad británica, no me era necesario consultar el reloj para saber que

minutos

más

o

minutos

menos,

serían

aproximadamente las mismas dieciséis horas de una tarde indistinta de un día cualquiera de mí suburbio. Traía siempre el porongo del mate sujeto en una mano y el termo de agua caliente acomodado debajo del brazo izquierdo, con lo que buscaba poder entregarse calmamente a saborear la caliente infusión acomodado

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placenteramente en el mismo banco de la plaza, de frente para el poniente y por debajo de un frondoso plátano. A medida que el tiempo fue pasando y pode analizar mejor su comportamiento, pude descubrir que él siempre iba al encuentro de esa misma posición para buscar abrigarse del posible viento, o hasta resguardarse satisfecho de los últimos y moribundos rayos de sol. Como quien dice, al observarlo así, distraídamente, nadie podía notarlo, pero éste era un hombre que había vivido dos vidas dentro de una sola existencia. En la primera, podía afirmarse que había encarado uno de esos lapsos para luchar fieramente por su subsistencia. Ahora, en su otra vida, en la actual, se plantaba altivo para luchar contra la muerte que se le manifestaba. Quien aguzase los sentidos atentamente, podía percibir que el hombre tenía una tez algo blancuzca, enfermiza, pálida, que escondía en su espectro una dolencia que le maltrataba la energía, la que por su vez le hacía brotar en el rostro una espontánea expresión demacrada. Siendo

una persona

de cuerpo

escuálido

y

consumido, mostraba un aspecto medio doblado por el peso de los años y los sacrificios que guardaba dentro de La Tía Cora y otros cuentos

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un organismo ya exhausto, cargando en las espaldas alrededor de unas sesenta y cinco primaveras. De lo que le quedaba en la cabeza, sobraba un pelo casi todo rayado de un grisáceo tono blanco, y que ya comenzaba a escasearle sobre un redondeado cráneo que le hacía resaltar el rostro de manera fulgurante. Allí había un par de ojos morenos y locuaces, los que actuando al unísono con el sonriso de sus labios, terminaban por trasmitir un miramiento de piedad y misericordia a quien lo observase. Usaba unos lentes con finos aros de metal dorado que se apoyaban graves sobre una nariz aquilina y larga, la que en su arqueada finalización poseía unas ventanas demasiado abiertas y holgadas que gravitaban sobre un cerrado bigote, el que por su vez se asemejaba como pareciendo ser un espeso cepillo encajado sobre la boca . Su apacible estada en la plaza consistía a entretener sus horas observando el heterogéneo revolotear de los gorriones, permaneciendo atento ante el frenético e inagotable chillar de estos que, entre sus saltarinas acrobacias, buscan pillar algún alimento desparramado por el suelo.

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De algún modo, también se divertía prestando atención a las palomas con su eterno murmullar, las que se distraían alertas en un pacífico desfile, picoteando arenisco, piedritas, o esparciendo estirados aleteos para proteger su territorio. Por veces, admiraba la llegada de uno que otro pendenciero benteveo que se atrevía a desparramar entre los otros pájaros sus estridentes chiflidos y sus agresivas provocaciones. Cuando se encontraba sin compañía para compartir su soledad, se iba entreteniendo ansioso hasta la llegada del atardecer, para entonces poder deleitar los oídos escuchando el placible silbido de los zorzales de pecho naranja que se emplazaban orgullosos en las ramas de los árboles y, desde allí, parecía que le donaban su canto. Entonces se dejaba inundar por el sonido de esas cantilenas, y así aguardaba por la hora del crepúsculo de la jornada, ensanchando su vista con el albor de la noche, dejando que los diferentes matices del cielo le encharcasen el alma. Pero la mayoría de las tardes se las pasaba dividiendo el mismo banco de la plaza con algunos amigos habituales de ensanchadas prosas, adonde entre ellos se comentaban las noticias de ayer, las crónicas de hoy y los La Tía Cora y otros cuentos

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sueños del mañana, mismo anteviendo que nunca se cumplirían, y llegando a regar las informaciones disertadas con la cebadura de mate, mientras absorbían en calmos tragos el líquido del caliente brebaje. Innumerables veces se le podía observar en acaloradas

controversias,

donde

manifestaba

con

vehemencia ante sus compañeros, la defensa de las ideas y los pareceres de cada uno. Por momentos, hasta parecía que los altercados irían generar una eminente trifulca, tal era el tono de la vocinglería, pero al instante todo retornaba a sus meandros como si nada tuviese acontecido. Gastaban el tiempo interpretando las irresolutas acciones del gobierno del momento, cuestionando las maniobras

políticas

que

estos

realizaban,

o

las

estratagemas de los decretos anunciados. Intentaban descifrar las artimañas escondidas por detrás de las disposiciones ordenadas y la postura asumida por los opositores del partido. Se entretenían discutiendo todo lo concerniente al régimen de la administración nacional y local, como si ellos fuesen los sabios eruditos del tema en cuestión. Con el mismo arrebato comentaban los resultados deportivos del fin de semana, donde por veces escalaban La Tía Cora y otros cuentos

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jugadores para diferentes posiciones, mientras que en otras determinaban la compra o la venta de deportistas de aprobada o maléfica calidad física o anímica. Igualmente despotricaban o elogiaban efusivamente los árbitros, entrenadores, comisión técnica, dirigentes de algunas agremiaciones, que, en sus estudiosos pareceres, eran unos chambones en la regencia de sus funciones. Idéntico

era

el

comportamiento

con

hechos

acaecidos en alguna región distante, que igual podía ser un país, un continente, un conglomerado empresarial, o un determinado aglutinado de actos, pues cualquier cosa servia para dar rienda suelta a la charlatanería y al razonamiento de los acontecimientos de la actualidad. Para ellos, toda cuestión en sus vidas tenía una trama, una cábala, una sospecha, una suposición particular y en ella volcaban todo su frenesí para intentar desglosarla, comentarla, elucidarla. Bajo ese contubernio en perspectiva, no escapaban ni los vecinos ni los desavisados transeúntes que por ahí desfilaban. La locuacidad de sus expresiones era la manera encontrada para agotar el entusiasmo, la forma de exteriorizar toda la ideología contenida en sus mentes, la condición de manifestar los pensamientos masticados en La Tía Cora y otros cuentos

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sus horas de soledad. Tal vez fuese una manera de olvidar las congojas que les atosigaba el alma, que como expertos conocedores de los males de uno y otro, se ceñían a ellas calladamente en sus recónditos sentimientos. No olvidemos que nuestro protagonista, como ya lo enunciamos, asumía dos vidas dentro de una sola existencia, aquella vivida hasta un pasado reciente, y que había sido vegetada entre constantes luchas por sustentar sus sueños y su familia, y la actual, a la que no se entregaba derrotado y combatía briosamente contra una muerte que insistía en merodear su avejentado caparazón. Por veces, en la soledad de las horas se concedía un tiempo para recordar su adolescente juventud. Argüía en la reflexión desde el día que había decidido abandonar sus orígenes por pretender una sobrevivencia con perspectiva de soliviantar las utopías de sus ilusiones. Sin duda, al igual que muchos individuos, en su mocedad el hombre había hecho parte del aquel mismo tropel de escuálidos emigrantes que comúnmente circulan por las grandes ciudades provenientes desde distintos y paupérrimos territorios, siempre en busca de obtener mejores alternativas que los separase de la miseria y del hambre. La Tía Cora y otros cuentos

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Como consecuencia de sus cortos estudios, en aquella época disfrutaba de casi ninguna destreza en las técnicas

manufactureras,

además

de

muy

escasas

habilidades y sapiencias en las artes en general, de manera que su escinde experiencia no le permitía ejercer cargos en empleos más diestros, delegándole la ambición por conquistar alguna oportunidad en vacantes solamente beneficiosas bajo el punto de vista monetario. En aquel difícil inicio de su época adolescente, fue obligado a contentarse con principiar la labor en trabajos brutos, donde ejercía mucha fuerza y recibía poca paga, experimentando entretenerse en cargar bolsas y fardos en alguna industria, carpiendo zanjas de sol a sol en determinada obra, o apaleando tierra y escombros en edificaciones en construcción. Siempre dejando pasar el tiempo intentando descubrir con lo que engrandecer su sudor y sus brios de mocedad. Algunos años en esa práctica le permitieron destacarse como diestro obrero de albañilería, profesión que abrazó con intenso interés y destreza, para con ella poder apuntalar el sustento. Pero el aislamiento que le envolvía el aliento, le adjudicó el firme deseo de conseguir una compañera con quien compartir las dificultades y las La Tía Cora y otros cuentos

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ilusiones, y luego después de algunas tentativas de amores pueriles, se casó con una jovencita de estampa frágil, que si no era acaudalada y bella, a la misma le sobraba carácter y voluntad. La unión matrimonial rápidamente les aportó un poco más de holgura y sosiego a sus vidas, pues la mujer, de una manera incansable, dividía su vida entre las obligaciones domésticas y el trabajo de largas jornadas en una industria textil de las cercanías; un hecho que les permitió con perceptible sacrificio adquirir un terrenito en un barrio popular e iniciar allí la construcción de su vivienda. De estreno, había sido una casa modesta, desnuda, sencilla, con ladrillos sin revoque, de escasos habitáculos, pero que les permitió desahogadamente aguardar por la llegada de su primer retoño, y de entretenerse por horas en la pequeña quinta donde cultivaban con esmero algunas verduras, hortalizas, la manutención de media docena de árboles frutales, y la siembra de todo lo que fuese posible para reforzar el sustento. Era el lugar donde alegremente los dos gastaban las horas de descanso de sus animadas vidas, inventando futuras mejoras y prosperando de a poco sobre la simplicidad inicial de su hogar. La Tía Cora y otros cuentos

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Pero la fragilidad del espíritu de su esposa luego se hizo notar con el pasar de los años, como si ello fuese una consecuencia de la incansable laboriosidad y el arrojo que ella disfrutaba, lo que inadvertidamente pronto le entorpeció la salud. A continuación, un fulminante ataque al corazón le terminó por robar la existencia, resignándolo a él con el cuidado de sus dos hijos y un morada en pleno arrebato de emociones. Por aquel tiempo, el hombre ya desplegaba alrededor de unos cincuenta y pocos años, pero de pronto, un poco más tarde de la sorprendente partida de su esposa, sus hijos igualmente decidieron levantar vuelo para iniciar sus propias vidas, motivo que lo hizo encogerse de hombros al tener que entregarse únicamente a cargar su osamenta y sus sentimientos, debiendo quedarse solitario en

el

lugar

donde

había

comenzado

a

luchar

incansablemente su primera vida. Algunos años después, ya enervado y sin fuerzas para realizar la manutención y conservación del jardín de la vivienda, decidió vender la casa donde habitaba y se mudó para un pequeño apartamento que quedaba situado en un barrio tranquilo y sosegado, cerca de la plaza que ahora tanto lo entretenía. La Tía Cora y otros cuentos

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Puede que el deseo de querer mudarse hubiese surgido al observar el boscaje, y notar los macizos floridos de la plaza uniéndose soberbios en una sola enramada para ensanchar sus gajos al cielo y así filtrar la luminosidad del sol. Puede que haya sido cautivado por el verde prado que recubre el terreno, o la resplandeciente fuente que orna su centro, o hasta mismo las frondosas arboledas que se extiendes por su interior, compuestas de una mezcla de sauces llorones, laureles floridos, tilos, plátanos, ceibos, jacarandas y palos borrachos, los que exhalaban en conjunto

una

exquisita fragancia

y donaban

una

exuberancia de plenos colores. Aquí, en este barrio, fue donde este hombre comenzó a vivir su segunda vida, dejando para atrás toda la alegría y la satisfacción de su primera etapa. Como que al mudarse de lugar, tuviese enterrado en el vergel de su antiguo hogar las ilusiones de antaño, despojándose del júbilo, la dicha y el placer de la existencia. Al inicio buscó organizar los periodos del día, entreteniendo el tiempo en pocos quehaceres, pero nuevamente el destino le franqueó el paso, regalándole punzantes dolores en su cintura. En un primer instante no se preocupó. Pensaba que hubiese sido por el esfuerzo La Tía Cora y otros cuentos

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ocasionado durante la mudanza, o quizás, echándole la culpa a algún tipo de enfriamiento que lo hubiese sorprendido desprevenido. No

era

su

costumbre

doblarse

por

meros

contratiempos de salud, pero al notar que día pos día, los sufrimientos y el malestar le destruían el sosiego y la voluntad, se consintió visitar un médico para que lo aliviase del revés sentido, quien por su vez, luego le solicitó una serie de estudios clínicos para intentar interpretar correctamente el malestar que lo aquejaba. En poder del resultado de los estudios, la desconfianza inicial del galeno rápidamente se confirmó. En ese momento le diagnosticaron un carcinoma de tamaño regular que se estaba comenzando a explayarse por sus órganos digestivos y había tomado ya una parte de ellos. Sin lugar a dudas era un problema que requería el inmediato contacto con otro médico especialista, alguien que fuese diestro en ese tipo de enfermedad prescrita, con la finalidad de que éste lo asistiese con la aplicación del tratamiento correcto. Un poco abalado emocionalmente, luego se dispuso a marcar la visita recomendada, así como le comunicó a sus hijos sobre la descripción preliminar de su fastidio, los La Tía Cora y otros cuentos

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que prontamente acudieron para ampararlo en el padecimiento sentido, y poder acompañarlo en los requerimientos que le determinase posteriormente el especialista. Después de los pormenores junto al clínico, le fue impuesta la necesidad de una inmediata operación quirúrgica para poder extirpar parte del tumor maligno que se le había diseminado por la región afectándole el hígado, el páncreas y parte de los intestinos. En la visita, el especialista le explicó que realmente sólo después de operado y, conforme el nivel de éxito de la operación, es que se podría determinar claramente la posibilidad de tener una sobrevida. El tiempo continuó transcurriendo y, en un periodo de seis meses, el hombre sufrió dos intervenciones, y en las dos oportunidades le extirparon parte de sus órganos, para en seguida, a continuación de una lenta recuperación, entregarse a una serie de aplicaciones de quimioterapia por un periodo de seis meses más. No creo ser necesario

detallar el

profundo

padecimiento sufrido por su organismo, ni la violencia psíquica que este tipo de malestar genera en una persona, principalmente cuando se trata de un individuo que La Tía Cora y otros cuentos

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durante toda su existencia había gozado a pleno de toda su capacidad física y de buena salud. Las derivaciones de su dolencia le determinaron una profunda mudanza en sus aptitudes, en los cuidados con la nutrición, y hasta con su comportamiento en general, inclusive con el cuidado del propio aspecto físico que se apoderó de su organismo, que se fue demacrando y haciéndole adelgazar aún más su ya esquelético cuerpo. Pero el tiempo continuó transcurriendo lentamente en secuencia de aquella encrucijada, cuando al fin percibió en su imaginación, que la misma fatalidad le había proporcionado una nueva oportunidad concediéndole una nueva vida. Vida ésta en la que se sentía obligado a transponerla en un permanente desafío y con una obstinada determinación. A vivirla en un constante compartir de sus días junto a las fatigosas molestias que le doblaban la voluntad y le cimbraban la entelequia. Ya superado aquel importuno momento inicial de su dolencia, así lo vemos hoy, pasando el tiempo envuelto en una holgazana pasividad, con una apática conformidad y un silencioso padecimiento, aprovechando las tardes para ensanchar la vista en la encantadora plaza del barrio.

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Cuando a veces lo noto absorto al observar el poniente, me deja la impresión de que percibe que se le marcha más un día de su existencia, pero pienso que tal vez lo haga como pensando en retrucar: ¡Vida, hoy te gane un día!

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Inclemente Aguacero

Desde su lecho, ella mantenía la expectativa de que del lado de afuera de la casa debería estar principiando un día infernal. En ese momento buscaba aguzar un par de oídos que ya no le funcionaban muy bien, para prestar atención y escuchar atentamente al sonido intenso que producía el inclemente viento que soplaba del este, el cual salvajemente lo sentía lanzar contra la ventana de su dormitorio las gruesas gotas de un temporal diluvial, al mismo tiempo que junto con él se arrastraban en remolinos una infinidad de hojas muertas. Especulaba en sus pensamientos ser indudable que ésta debería ser una de aquellas lluvias intensas y prolongadas que se extendería día afuera, de forma inexorable y despiadada, que le harían postergar los planos y ocupaciones programadas o rutineras. Mentalmente se puso a madurar que la lluvia iría mojar forzosamente todo lo había a su alrededor, rogando silenciosamente para que aquella desagradable humedad no le calase los huesos y le

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produjese el agobiante dolor de artritis que tanto le mortificaba los nervios. El tremendo ruido que producía la tormenta le había despabilado momentáneamente el sueño, presagiando ya ser ese un buen motivo para causar una cierta contrariedad en el ánimo, pero concluyó que sería mejor entregarse a dormir un rato más, como una tentativa de poder acortar las horas de ese horrendo día. Entendió por el momento, que su perturbado instinto le recomendaba aprovechar el calor de sus cobijas para lograr por lo menos continuar a mantener caliente su cuerpo y, de esa manera, conseguir espantar los dolores que seguramente le irán agredir el organismo. La pésima situación climática no era factor de dudas, pues realmente el tiempo del lado de afuera de la casa se presentaba infernal y crudo. Las ráfagas del soplo invernal azotaban propositivamente las ramas de los árboles haciéndole crujir sus desplegados brazos, a la vez que iban arrancándole violentamente las escasas hojas que aún los vestían, mientras que en su pasaje, aquel el viento producido envolvía íntegramente el aire con un fantasmal aliento de puro hielo.

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Quien se atreviese a echar un vistazo al horizonte, seguramente distinguiría que en ese instante el cielo se presentaba pesadamente oscuro, opaco, tremendamente amenazador, llegando a ocultar el crepúsculo matutino detrás de una gruesa camada de nubarrones negruscos y densos que encubrían el horizonte de este a oeste y de norte a sur, donde la lluvia que se precipitaba declaraba explícitamente el firme propósito de extenderse durante el día entero, y osadamente propuesta a robarle al sol su luminosidad y la claridad del universo. Por esas horas, las calles más parecían ser torrentes de caudalosas arterias de sangre de un turbio color marrón, donde se revolcaban en el líquido un espeso caldo de lama, piedras sueltas, segmentos de ramas desgarradas, millares de hojas secas, y todo aquello que distraídamente se dejase empujar por la corriente, para posteriormente estos mismos se concibiesen desprecios abandonados que se acumularían como desechos muertos en algún lugar incierto. Un amanecer con el tiempo así, realmente proponía a cualquiera persona continuar a deleitarse debajo de la cálida exhalación de temperatura que gratuitamente nos donan las prendas de lana que abrigan el lecho y nos La Tía Cora y otros cuentos

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calientan el organismo, haciéndonos relegar el cuerpo y los movimientos a una torpe modorra y atontamiento. No obstante, ella continuaba entregada al descanso, pero sin conseguir conciliar el sueño. Si bien que, mientras permanecía en la penumbra del dormitorio, titubeaba ante la eminente necesidad de emitir una sentencia, dudando frente el deseo de no abandonar la candente postura obtenida bajo el sopor de su ropaje, o enfrentar la penuria de tener que levantarse para principiar la realización de las tareas rutineras de cada mañana, mismo reconociendo que si el circunstancial tiempo no amainase, le sería necesario tener que postergar algunas de ellas por causa de la impasible lluvia. Aun así, cercada por la duda de la sentencia, se había quedado encubierta frente el abrasador conforto que el descanso le confería, y le hacía aplazar la voluntad de tener que definirse por un veredicto que fuese capaz de robarle el apacible letargo en que se encontraba. Imaginaba como le gustaría tener el poder mágico de estancar las horas para estirar el apreciado alivio actual, y posponer de alguna manera la garantida aflicción que sabidamente le acometería en su organismo. Pero de cualquier manera, comprendía que el malestar no era una La Tía Cora y otros cuentos

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exclusividad suya, y de nada serviría empezar a atormentar a los otros con sus quejidos, emitiendo una cantilena de lamentos. De pronto el apetito le hizo refunfuñar el estómago, anticipando que éste ya anhelaba ingerir algún sustento, debiendo ella, por tanto, cercarse del razonable coraje de levantarse para cumplir el cometido. Sus primeros lerdos y débiles movimientos la llevaron a sentarse en el borde de la cama, y por un momento admitió sentir un escalofrío tembloroso correrle por la espalda, siendo causado por la frígida aridez del cuarto. Tras un silencioso clamor quejumbroso de resentimiento

que

ella

mal

musitó,

inició

mortificadamente la tarea de arroparse para espantar el frío. Pero al mirar inconscientemente hacia el otro lado de la cama, notó que su marido aún continuaba a gozar cómodamente del descanso y perdiéndose bajo un sueño profundo. Observó que aparentaba estar inmune al barullo que causaba el temporal y al frío de la madrugada, consintiéndole a su cuerpo el gratificante placer de entregarse al penetrante sueño reconfortado por la tibieza de sus abrigos.

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Echando una mirada al reloj, advirtió que ya pasaban de las siete horas, cuando se le deslizó por la mente la certera intención de despertarlo; pero sabía que si lo hacía, el temperamento neurasténico que el hombre poseía pronto lo haría comenzar a despotricar y blasfemar un extendido rosario de imprecaciones, con los cuales ciertamente iría maldecir por la inclemencia del temporal, por sus propios achaques y por toda una suerte de disparates más. Entonces concluyó que esa actitud iría robarle la calma inicial de la mañana sin una aparente necesidad. Aplazando de vez esa trastocada intención, calzó sus zurradas zapatillas forradas de piel de cordero, se resguardó las dobladas espaldas con un ropón de franela gruesa, y se dirigió al cuarto de baño para realizar la higiene matinal. Paulatinamente fue peinando sus blancos cabellos, se lavó las manos y el rostro, se cepilló su dentadura postiza, dejando destapadas por un momento un par de rosadas encías desnudas. Después de finalizado su aseo, se dirigió hasta la cocina para iniciar el preparo del desayuno, para donde marchó arrastrando dócilmente su cuerpo entre

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rítmicos movimientos de cadera, decidida a dar iniciación a sus tempranas tareas. La casa donde vivían era pequeña, simple, estricta para sus prontitudes, pero realmente confortable para los dos. Era sólo un anexo de tres piezas, con la cocina y el baño incluidos, y hacia el fondo se extendía el amplio quintal que la rodeaba por entero. Dentro de la casa, el ruido cadenciado de las gruesas gotas de lluvia que se desmoronaban sobre el tejado, se esparcía por las habitaciones como pareciendo querer emitir con sus sonidos una típica alabanza de desencantos. Afuera, la fuerza salvaje del viento continuaba a bambolear los penachos de los árboles, desflecándolos despiadadamente de hojas y ramas, y bramando todo su ímpetu en un vociferado despecho. Ella encendió el fogón a leña para que, de inmediato, el calor se fuese ensanchando por la pieza, buscando de esa manera poder espantar de prisa la hosca humedad que ya comenzaba a querer asaltarle las juntas del cuerpo, y dejando igualmente el local más cálido y placentero. Colocó la caldera para calentar el agua y molió algunos granos de café, recordando imaginativa cómo le encantaba el sabroso aroma que se desprendía al prepararlo, y por un La Tía Cora y otros cuentos

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instante recapituló que muy pronto serían cumplidos cincuenta años de ese idéntico rito. A continuación, ella retiró de dentro del horno un receptáculo redondo que, como siempre, contenía desde la noche anterior una porción de masa de harina preparada, para entregarse a modelar y hornear las amenidades para el desayuno. Invariablemente, preparaba la masa con una mezcla homogénea de harinas de trigo y maíz con la que preparaba unos deliciosos panes, las roscas y galletas, o los mismos bizcochos dulces de siempre. El sahumerio de combinadas fragancias provenientes de la cocina luego invadió el dormitorio de su marido y lo despertó, haciéndole relegar la pereza y despabilándole el sueño. Cuando el hombre llegó a la cocina, ella ya tenía preparada la mesa con los complementos para el desayuno, faltando solamente preparar el café y retirar el horneado de sabrosas delicias. Ese instante le hizo reiterar en su pensamiento, que los años bajo una misma actividad le habían dado a su esposa la coordinación exacta de todos los cadenciosos y rítmicos movimientos culinarios.

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Al arrimarse sórdidamente por la espalda, la sorprendió distraída regalándole con sus labios marchitos un delicado beso de buenos días. Prontamente el hombre se percató que el momento del desayuno le requería postergar los reclamos por la inclemencia del tiempo, empujándolo para entregarse plácido a paladear los cocidos deleites. Un litúrgico frugal que consistía en café con leche, manteca, queso, dulces hechos con frutas de la época. Claro que estos eran todos preparados con poca azúcar, por culpa de la perversa diabetes que lo perseguía. Entre ellos, la plática abordada durante el acto inicial de desayunar, se resumía reiteradamente a tejer elogios y comentarios sobre el sabor de los panes, el gusto del dulce, la temperatura del brebaje, la acidez del queso y alguna que otra banalidad. Aunque de vez en cuando agregaban alguna opinión sobre la necesidad de agregarle un poco más de sal o de colocar más o menos azúcar, pero siempre, en una insistencia de argumentos inalterables que se repetían idénticos desde el pasado, para sólo a continuación recogerse cada uno en su silencio particular, quizás hilvanado las ideas sobre los quehaceres para ocupar el día. Mientras tanto, permanecían en un estado La Tía Cora y otros cuentos

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semiinconscientes escuchando en el viejo aparato de radio un desfile de noticias y reseñas del día anterior. Normalmente,

no

se

originaban

entre

ellos

comentarios agrios, despreciables, ofensivos o irónicos. El suficiente tiempo de convivido juntos les había dado la mutua intuición de comprender los defectos de cada temperamento. Tenían la clarividencia de aceptarse sin menoscabo, reconociendo las imperfecciones del genio de cada uno, y aceptando cada parte la falla del otro sin demostrar menosprecio o pronunciando injurias que agrediesen al oponente. Es comprensible que ocasionalmente ocurrieran los momentos de desentonos de pensamientos o ideas, pero de cualquier modo, cada uno respetaba la sentencia contraria. La aceptaba sin resquicio de desagrado, mismo que eso significase para alguno tener que ceder ante el otro su propia opinión. Prevalecía entre ellos la eliminación de cualquier detrimento o ultraje, y así, conseguir mantener una agradable armonía en el hogar. Pero el sádico clima de la mañana les había hecho mudar sus planos. La fuerte lluvia, el viento gélido, la forzosa humedad, les relegaría a tener que permanecer en los aposentos de la casa, ocupando el tiempo entre tantas La Tía Cora y otros cuentos

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de aquellas cosas que siempre quedan por hacer. Po lo tanto, comprendieron que hoy no sería diferente, y que habría suficientes tareas para los dos solazarse por largas horas, y eso los obligaría a postergar para el mañana, todas aquellas demandas innecesarias que exigirían tener que exponerse a la inclemencia de la meteorología. Esa mañana irían entretenerse recuperando algunos objetos existentes en la vivienda, como todos aquellos que siempre los hubo y los habrá en cualquier morada, y que al requirieren un cuidado menor, entonces los confinamos al olvido por la carencia de la determinada urgencia que éstos nos demandan, y los que tan codiciosamente rescatamos en esos instantes de ocio, cuando buscamos ocupar la mente con alguna obligación. Al dar inicio a sus tareas, la geniosa neurastenia del viejo hombre comenzó a realzarse impía por el continuo rigor de la tormenta, haciéndolo despotricar con cuanta cosa tuviese por el frente, como si de esta manera pudiese vaciar sus ansias y descargar su melancolía, apuntando mil defectos en cualquiera de sus actos, para entonces emitir en voz alta su desahogo bajo un repleto rosario de agravios e injurias en contra de nada, ni de nadie.

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Pero cuando le irrumpían esos soplos, prontamente su anciana esposa le dirigía preguntas fortuitas, intentando distraerlo transitoriamente de esa conmoción, animando el momento con voz sutil y cariñosa para inquirirlo sobre hechos triviales, ora indagando ideas sobre los alimentos a preparar para el almuerzo o emitiendo otros comentarios banales, siempre dispuestos en la tentativa de poder calmar los brios y el desaliento de su marido. El procedimiento que ella realizaba ahora, era una copia

idéntica

del

que

había

realizado

ayer

e

invariablemente, sabía que así lo iría a repetir igual mañana. Esa táctica adoptada era una manera de poder peregrinar dentro de un recíproco contentamiento con el cual conseguían ir estirando sus momentos sin perderse de vista, tentando ayudarse mutuamente en medio de los más simples quehaceres y completándose los dos, dentro de una sola habilidad, como una maña adoptada para poder entretener el temple de cada uno sin permitir que entre ambos existiese un mínimo de desconfianza, sin despertar recelos, sin inculcarse objeciones violentas que les ajeara los sentimientos.

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Dentro de una misma similitud de actitudes, hasta el día de hoy, se les percibe comentar las mismas cosas en un mismo automatismo diario, envolviendo sus dolores y alegrías, sus devaneos y ensueños, los pesares y las congojas, repitiendo continuadamente el mismo parecer que resultará en las idénticas respuestas que el ayer ya les proporcionó. Mismo así, puede percibirse en ellos el desarrollar de tramas con teorías semejantes encima de temas viejos, acostumbrados que están a ser una sola existencia y a comprenderse tan únicamente con la contemplación. El día de hoy los había resignado a resguardarse cobijados en el calor del fogón, manteniendo una amalgama de entusiasmo y placer, regada con la donación del antiguo amor que los unió, comprendiendo aquella sabia necesidad existente dentro de cada uno, que consiste en poder hacer renacer a cada jornada la misma pasión de antaño, y comprendiendo que tanto el hoy como el mañana les llegará idéntico como le había llegado durante toda su vida.

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Utópica Ilusión

Ahora estaban residiendo en un pequeño sector de un casi deteriorado cortijo que, en la historia de otrora, había sido una casona de propiedad de alguna figura de noble estirpe, destinada en aquel momento a hospedar a su familia ilustre. Éste predio, con el pasar de las décadas, terminó por convertirse en un local de residencia en el cual comúnmente se albergan personajes de cotidianos pesares y martirios similares que la pobreza regala. Era una de aquellas construcciones antiguas de altísimas paredes y cuantiosas habitaciones, la cual estaba situada en un barrio aledaño a la región central de la ciudad, y en donde subsistían desparramadas por esa zona, una considerable cantidad de residencias semejantes a ésta edificación. Allí tenían asignada una pieza grande, como lo suelen ser este tipo de viviendas, la que por su vez resultaba subdividida entre un simple dormitorio y una exigua cocina. La Tía Cora y otros cuentos

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En realidad, era un local que de alguna manera se ajustaba exacto a sus necesidades y a la disponibilidad de gastos, y en donde la simplicidad de los utensilios se resumía a dos meras camas de soltero, un vetusto armario de laminado de madera que a su vez era una constitución mixta de guardarropa y despensa, una mesa chica como lo eran sus ilusiones, y dos sillas de mimbre. En el cuartito que servía de cocina, había una apretujada consola de fórmica beige, y un anodino calentador a gas, agregándose a estas pertenencias, todo lo esencial para realizar las más simples labores del hogar. Sobre una repisa de la pared, había un aparato de tv monocromático que insistía en divulgar las imágenes entre fantasmas. La intimidad de estos aposentos se resumía a un grande vergel que hacía de patio interno de la residencia, y adonde se volcaban a su alrededor todas las habitaciones del cortijo, incluyendo los dos cuartos de baño comunes a todos los diversos amparados del lugar. Cada pieza tenía una puerta inmensa de dos hojas, cada una con la mitad inferior en madera, y la superior con enormes vidrios transparentes. En la pared que estaba ubicada al lado de ésta, existía un anchuroso ventanal sin postigos, en donde ellas La Tía Cora y otros cuentos

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habían colgado espesos cortinados internos para de alguna manera poder esconder el aislamiento doméstico de los moradores. No hacia mucho tiempo que vivían allí, cuando se habían sentido obligadas a tener que anidar en tan exiguas comodidades. Un hecho acaecido a partir de algo más de dos años, tiempo en que ocurrió el fallecimiento repentino de aquel que fuera el único sostén de sus vidas. Eso hizo que la fortuita ocurrencia del destino terminase por relegarles la necesidad de encontrar un abrigo para acogerse, y que por lo menos fuera pasajero. Imaginaban que así sería, hasta poder retornar a disfrutar la oportunidad de merecerse una comodidad a la altura de su pasado. La señora mayor era de constitución fuerte, con un cuerpo de complexión más bien robusta, pero que externaba un temperamento aliquebrado por causa del sufrimiento y por las consternaciones que su existencia la intimó a vivir. Estaba casi siempre acompañada por un ceño fruncido y con el semblante taciturno, lo que le otorgaba el aspecto similar al de una matrona de naturaleza bastante geniosa.

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Por esa época ella debería tener una edad que se aproximaba entre los treinta y cinco y cuarenta años, adonde un físico algo desmejorado se había encargado de ocultar de sus rasgos la belleza de antaño, opacándole entre la fornida cintura las admirables curvas de su corpachón. Su tez blanca se destacaba enmarcada por unos cabellos morenos y ondulados, resaltándose del rostro elíptico un par de ojos oscuros y perspicaces que le disipaban la mirada. En su atribulada juventud pueblerina ocurrida donde había nacido, por motivos que no vienen al caso, no había tenido la oportunidad de concluir sus estudios, debiéndose contentar en su lozanía, a ser una buena ama de casa. A bien decir, una tarea que había ejecutado de manera dedicada, esforzada, diligente para con quien en ese entonces había compartido su corazón. Innegablemente, también había demostrado idéntico comportamiento para con su bellísima hija. El bendito fruto de su inhibida pasión. Después de aquel fatídico hecho acontecido con el imprevisto fallecimiento de su marido, y ya exteriorizando limitados recursos económicos que eran custodiados por su corta instrucción, incontinenti se advirtió obligada a La Tía Cora y otros cuentos

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buscar un trabajo que las sustentase, y poco después intimarse a tentar un futuro mas provisor en la longincua capital. Ya ubicadas en su nueva morada, muy pronto la señora encontró una ocupación como empleada de una tienda de ropas femeninas, buscando con esa interpuesta labor poder retirar de allí el conciso sustento para ellas dos, juzgando ser obligada a relegar el conforto y la comodidad que antes disponían, para quien sabe un futuro más complaciente y utópico. Pero la situación en que actualmente se encontraba, seguidamente terminaba por entristecerle el ánimo y le socavaba el corazón, cuando algunas veces recapacitaba que se sentía forzada a tener que comprender que, a su edad y ya carente de los debidos atributos femeninos con los que se mide la codicia, se veía obligada a deportar de su cabeza los fantasiosos pensamientos en los cuales albergaba

la

posibilidad

de

poder

restablecer

confortablemente un nuevo marido y hogar, sintiéndose así obligada a tener que depender tan solamente de su parco sueldo para poder sobrellevar la actual existencia. Otras veces conjeturaba que sería necesario tener que soportar la situación de escasez en que se encontraban, La Tía Cora y otros cuentos

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por solamente algunos años más. Por lo mínimo, hasta que su adorada hija, una vez que ultimase sus estudios, iniciase a trabajar en alguna actividad productiva y ésta pudiese aportar algún peculio extra para el refuerzo de los gastos, de manera que esa cooperación monetaria les generase una condición de vida menos restringida. Realmente, ellas no vivían en un escenario de estricta miseria, sino más bien era justo, limitado, restringido, donde el salario que ella recibía sólo le permitía pagar la mesurada alimentación, el lacónico alojamiento, y los mínimos gastos con la enseñanza de su hija, aunque le impedía la eventualidad de poder efectuar gastos sobresalientes con atavíos y esparcimientos. Bajo ese monótono atosigarse, se le pasaron más de dos años. Pero ahora la muchacha ya no era niña y ostentaba una apariencia de singular belleza en sus diecisiete años, que los acogía reservados dentro de un cuerpo esbelto, recto, garboso. Tenía un organismo de una estatura regular, y desenvuelto en una conformación de delicadas curvas que le acentuaban evidentes toda la feminidad y el encanto, asemejando su ilustración a la de una deidad de helénicas proporciones, que por su orden y

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conjunto le suministraba una serena holgura en su apariencia. El rostro de la excelsa chica era de un tono pálido blanquecino que rivalizaba animosamente con el más puro nácar, y tenía la cabeza contornada por una larga y oscura cabellera negra, reluciente, abundante, naturalmente ensortijada en delicadas ondas, que se le desmoronaban dócilmente hasta los hombros, poniendo de esa manera en manifiesto su epíteto de diva homérica. Ella ostentaba dos enormes ojos incorporados en las facciones, que poseían en el matiz de sus pupilas la más deslumbrante oscura negrura, he intentaban desgarrar el horizonte por intermedio de una grácil mirada que los hacía asemejarse a un par de idénticos luceros. Los contornaban largas pestañas de igual color, y permanecían encerrados por un par de finísimas cejas que les resaltaban todo su hechizo. Desde el entrecejo, se desprendía sutilmente el perfil de una nariz con una alineación delgada y justa que le llegaba hasta sus labios, forjando a su alrededor el despuntar de las manzanas de sus pómulos de una manera tenue y afable, pintadas con una leve entonación rosada.

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Disfrutaba de una boca suave contornada por un par de delicados labios de un exquisito color carmesí, a su vez levemente carnosos y húmedos, y que escondían, encarcelados,

unos

resplandecientes,

que

perlados a

través

dientes de

brillantes su

y

inmaculada

luminosidad, desprendían la más radiante sonrisa sosegada y placida con la que ella embelesaba alborozadamente su apariencia. Una piel lechosamente clara y aterciopelada contornaba impecablemente su figura de la cabeza a los pies, dándole distinguido aire de majestuosidad divina, airosa, esbelta y paradisíaca. Su cuerpo era todo un desmedido lucimiento extravagante para la conformación de una muchacha en el despertar de su pubertad. Al llegar a la capital, el destino la había obligado a dejar detrás de sí, todas las amigas de su infancia y los menguados familiares que hacían parte de su núcleo de convivencia, y aún más, debiendo resignarse e concluir sus estudios en una congregación eclesiástica que era administrada por un grupo de inflexibles religiosas, dentro de un sistema de seminternado. La oportunidad de poder dar continuidad a su educación se había presentado bajo la garantía de una La Tía Cora y otros cuentos

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bolsa de estudios que el párroco de su ciudad, diligentemente, le había conseguido junto a la Curia Metropolitana. Ésta había sido concedida de forma caritativa en virtud del trágico desaparecimiento de su progenitor, y por la precaria situación financiera a que fueron relegadas, madre e hija. En esta nueva etapa de su vida, los últimos años habían pasado de lunes a sábado en una tediosa rutina de nada, dividiendo cada jornada entre un temprano despertar para poder desplazarse hasta el colegio, y permaneciendo en el instituto aguardar aburrida desde el fin del periodo hasta iniciarse la noche. Solamente después que llegaba su madre, le permitían retirarse del fastidioso enclaustro, para juntas dirigirse hasta su hogar dormitorio, donde aún le aguardaban algunas obligaciones antes del descansar. Los

domingos

monótonamente

y

feriados

se

sucedían

idénticos;

pasando

los

momentos

entretenida entre diversas ocupaciones, el repaso de los estudios y, fortuitamente, en la realización de alguna caminata hasta la plaza central de la ciudad, o incluso, hasta algún parque de los aledaños. Invariablemente, siempre custodiada por su celosa mamá.

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Durante ese periodo, el riguroso acompañamiento impuesto por su afanosa madre, vinculado a la carencia de ocasiones para poder congeniar con nuevas amistades, con una actitud que le fuera arbitrada bajo un casi total encierro, le abogó la oportunidad para que en su adolescencia pudiese establecer el completo desarrollo de la sensualidad. Esa condición impuesta fue forjando inexorablemente en su talante una consumada inocencia de estilo, y la total inexperiencia en el tema de la pasión y del amor. Pero al concluir el curso secundario, teniendo en cuenta la necesidad que las apremiaba, muy pronto dio inició a algunas inciertas tratativas para conquistar un empleo de medio turno. Especulaba con poder ejercer alguna actividad que le concediese el suficiente tiempo para continuar los estudios técnicos que ambicionaba, y no obstante, bajo esa condición, poder conseguir el ingreso extra de un remediado dinero para reforzar los gastos de la casa. Es indudable que no fue arduo el esfuerzo por intentar consumar su deseo. En pocas semanas conquistó un empleo temporario de promotora de productos de belleza, el cual debería ser ejercido en un stand de La Tía Cora y otros cuentos

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artículos afines que estaba localizado dentro de una considerada

cadena

elocuencia,

su

de

tiendas.

razonable

nivel

Su

capacidad

de

educacional

y

evidentemente, el hecho de poseer una singular belleza, le facilitaron de inmediato su pretensión. El cargo demandaría una ocupación diaria de seis horas de actividad a ser ejercida en el periodo matinal y vespertino, hecho que le permitiría a primeras horas de la tarde, o parte de ella, continuar con los estudios. Obviamente que tal oportunidad, mismo siendo provisoria, concedía a su madre un claro señal de satisfacción, principalmente por tratarse de una diligencia dúctil para su joven hija, y por obtener en ese intermedio un recurso adicional para contribuir con los dispendios del hogar. Al ir desenvolviendo la nueva labor durante los primeros meses de experiencia, su simplicidad, su candidez y la espontaneidad de sus actos, muy pronto despertaron la atención de sus contratantes por el destacado servicio que ella ejercía. Siendo así, no demoró mucho para que le propusiesen la inclusión definitiva en el cuadro de empleados de esa empresa, acrecentando con ello una pequeña mejora en sus recibimientos. Pero a su vez, la habitual circunstancia de tener que pasar a convivir La Tía Cora y otros cuentos

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junto a extraños, la fue rodeando del conocimiento de personas de los más diferentes caracteres y géneros. Y en verdad, no todas ellas contaban con la misma ingenuidad e inexperiencia que ella entonces ostentaba. Operando diligentemente dentro de ese ambiente de actividad, y viéndose rodeada de individuos de índoles disímiles, luego se despertó dentro de sí una latente necesidad de afecto, de estima y de consideración. Entendía que los nuevos anhelos que germinaban en sus sentimientos, eran un desahogo para su espíritu, y muy diferente de los cuidados y el amor que recibía de su madre. Ahora sus sentimientos comenzaban a demandar por un cariño heterogéneo, distinto, y hasta ambicionaba poder experimentar los besos, las caricias, los mimos al igual que lo hacían todas sus colegas de similar edad. La luminosidad de su estampa, aliada a la belleza de todo el conjunto corporal que poseía, muy pronto posibilitó que no le faltasen los maliciosos candidatos a pretendientes de su amor. Así fue que, cuando decidió ensayar dar efugio a sus deseos, ella comenzó cada vez más a dar oídos a las galanterías y los piropos que le dirigían los más diversos varones, y pasó a sustituir sus La Tía Cora y otros cuentos

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horas

de

estudios

por

determinadas

estratagemas,

permitiéndose ser arrastrada al cine, al parque, o a cualquier otro lugar que le brindase una agitación temporaria. La inocencia de conocimientos y su propia candidez, la

empujaron

casi

de

inmediato

a

entregarse

a

experimentar algunos suaves roces, los afables tactos, unos explícitos besuqueos, oyendo mimosos halagos y un sinfín de pueriles cariños que fueron hostigándole el espíritu indócil con los sentimientos en efervescencia. Todo lo fue realizando en una sordidez de inmadurez, que decidió

ocultarlos

evasivamente

de

su

confiada

progenitora. Entre la evasión esporádica de sus estudios, los diversos pretextos encontrados para sus actos, las trampas utilizadas para lograr realizar las escapadas de sus responsabilidades, luego le fue madurando dentro de sí la pretensión y el ardor de entregarse al placer voluptuoso que fuese capaz de sofocarle el fuego que ardía impetuosamente en sus inquietudes. Muy de pronto, y amparada en ese pueril comportamiento, se sintió decidida a procurar por la experiencia total del amor, pensando profesarse idónea La Tía Cora y otros cuentos

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para encontrar en él, el posible sustituto de las carencias afectivas que le fueron usurpadas en la amenidad de sus días de juventud. Cuando encontró el quimérico personaje humano, aquel que para ella simbolizaba ser el príncipe encantado de su ilusión, sin se permitir dudar por un sólo instante, de pronto le entregó fogosamente su cuerpo y su virginidad, consumando el acto en una secuencia de afables fruiciones y

sigilosas

experiencias

que

como

consecuencia,

originaron con tal efecto una mudanza radical en su habitual comportamiento. Siendo su madre una mujer intuitiva y sagaz, en corto espacio de tiempo sospechó del comportamiento epicúreo que la adolescente dispensaba en el día a día, pasando a observarlo a través del pesado maquillaje que ahora ostentaba, y hasta por las ropas más insinuantes y estrechas con que desfilaba. Desconfió de la mudanza por intermedio de las enunciaciones más sueltas y punzantes con que su hija le respondía al ser cuestionada por el aplazo de su retorno durante seguidas noches. Recelaba por intermedio de todo aquello que una mujer madura sabe identificar con inteligente perspicacia.

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Estaba claro que no pretendía para su hija una vida reticente, opacada, reclusa, como del mismo modo, tampoco ambicionaba que ésta se convirtiera en una cazadora

de

momentáneos

placeres,

de

hilarantes

delectaciones de quimeras jactancias. Hallaba que la inexperiencia y la juventud que poseía, ensamblada por la bucólica belleza despertada en su cuerpo, evidentemente, muy pronto lograría atraer sujetos ambiciosos y codiciosos por poseer ese tierno aliento. Y ella no estaba dispuesta a permitirlo. A partir de ese momento, y por el propio carácter de una y la audacia de la otra, se estableció entre las dos severas y pugnadas peleas, rodeadas de interminables y continuos altercados y controversias alrededor de un mismo tema. Discusiones casi siempre iniciadas por parte de una madre en busca de intentar disuadir a la hija de las actitudes y trances que denegren el comportamiento de una joven. Intentaba con ellos hacerla comprender lo que para ella consideraba ser, el ideal del verdadero atributo de la feminidad, el resguardo del recato, el mesurado comportamiento

de

decencia

y

pudor

que

debe

desprenderse de una mujer. La Tía Cora y otros cuentos

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La vehemente intervención de esta señora, tal vez ya llegase tarde de más en la disposición de la exuberante joven, puesto que ésta ya había ejercitado la sustitución definitiva de la falta de cariño y ternura, de la carencia de un hogar estabilizado, de la separación y la expiración de los sueños adolescentes, por la penuria que le fue contrapuesta a un confortable vivir, y por todas las privaciones a la que había sido expuesta desde temprana edad. Su aptitud no era una manifestación de anárquico proceder para con su madre, ni una táctica que utilizaba para

penalizarla

por

sus

propias

privaciones

y

sufrimientos. Absolutamente, lo concebía, por que para ella esa conducta era la complacencia de su idiosincrasia, era como alcanzar la plenitud de una aventura de inconmensurable

deleite,

pueril,

consecuente

y

maravillosamente placentera para su imberbe corazón. Por estar la joven decidida en hacer oídos sordos frente a tantos reclamos, se estableció entre ambas damas un clima de descomunal tensión y fastidio, ocasionando en determinados momentos, excesiva gritaría y molestas ofensas entre una y otra, acarreando el prosperar de la antipatía y la discordia en la relación de ambas, forjando a La Tía Cora y otros cuentos

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que la joven se distanciase cada vez más de su común habitar. Al extralimitar el tan disgustado convivir, se fue profundizando esa tensa correlación desde donde emergía un severo tono de amenazas y de agravios constantes, que fue consiguiendo sofocar de vez aquella confabulación de adhesión de amistad y apego que existía. La misma conjura que no hacia muchos años las había unido para permitirles poder enfrentar el infortunio de sus vidas, ahora se había distendido haciendo que el momento actual, se volviese intolerable tener que dividir en conjunto un exiguo espacio. Ante tan insostenible situación de fastidio, no demoró mucho tiempo para que la muchacha determinara alzar su propio vuelo, con la estricta finalidad de así poder acabar con la tan agobiante adversidad que la abrazaba, y poner un fin a la sufrible relación anímica que mantenía junto a su madre. Es posible que el arbitraje de la chica se apoyase en la frialdad de sus sentimientos, tal vez erguidos durante el abandono

solitario

desmoronamiento

La Tía Cora y otros cuentos

de de

su una

esencia

o

convivencia

frente

al

armoniosa,

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momento del que le sobrevino una índole rebelde que le moldeó un carácter personalista y egoísta. Ya contando con una condición relativamente estable considerada bajo el aspecto económico, más sin poder aprovecharse del goce de un sueldo mas holgado que le posibilitase una existencia de mejor bienestar, tuvo que encontrar una solución provisoria para solucionar su tormentoso escenario. Sobre esa óptica, muy pronto dio inicio a lo que podríamos denominar como siendo la propia libertad del ánimo, y se mudó pasando a vivir junto con dos nuevas e inseparables compañeras de andanzas, para dividir juntas el espacio de un dormitorio existente en un pensionado para mujeres. La ruptura total de los lazos familiares con su madre, el aislamiento definitivo de su antiguo entorno, la falta de experiencia y de los conocimientos de la vida, los inacabables deseos de divertimiento y lujuria, aliados a la parquedad de sus recursos, en pocos meses la lanzó en una vida de carencia absoluta de decoro y recato, maltratando la exuberante belleza externa que poseía con un enorme abuso y desmedro de comportamiento.

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Esa utópica ilusión de querer sustituir el sincero cariño, por un amor de ensueño, muy pronto se disipó de su mente, y las nuevas pasiones que vivía ahora le duraban tan solamente una noche.

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Tenacidad Inapelable

Siendo una persona de una estructura anatómica descomedida, ostentaba un corpachón imponente, holgado en un abundante macizo de músculos y carne que rodeaba su esqueleto por entero. Debería tener algo más de un metro y ochenta de estatura, con una enfática cintura que no desentonaba por ser impresionante, cuando se la comparaba con sus membrudas piernas y sus fortachones brazos, largos y espesos como macetas. Con una piel cetrina, proveniente de una mezcla de matices entreverados entre la conformación de los colores de pura tierra, cobre y aceituna, iba dejando emanar por sus poros una copiosa composición húmeda de sudor grasiento, que por su vez le asentaba un barniz abrillantadamente lustroso en el rostro. Tenía el pelo de un negro nocturno como las alas del cuervo, que por su vez era corto y grueso a modo de finas agujas que se asemejaba a un sembrado igual que pequeñas espinillas de cardo desparramándose indiferentes alrededor de un voluminoso cráneo, apoyado como si La Tía Cora y otros cuentos

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hubiese sido encajado en un pescuezo rollizo que le bajaba recto desde sus orejas hasta los omóplatos. Los ojos le quedaban chicos entre tan desmedidas facciones, asemejándose a dos bolitas ámbar que habían sido incrustadas en aquel color barroso de su dermis, pero que se exhibían brillantes y vivarachos he irradiaban cierta confianza en la mirada. La nariz, aplastada y ensanchada, se sobreponía sobre un par de labios pulposos y recios, que más parecían estar inflados con una desmedida abundancia de carne y sangre, los cuales se abrían geniales frente a unos grandes dientes parejos y níveos, recalcando querer

parecer

intensamente

lechosos

al

estar

contrapuestos con el color cobrizo de su tez. Sin lugar a dudas, su semblante indicaba ser un descendiente de una prosapia que había fecundado entremezclada durante largos años con el cruzamiento de diferentes

estirpes

que

venían

degenerándose

sucesivamente desde mucho antes del inicio del siglo diecisiete. Sus ancestrales habían sido engendrados en aquella promiscuidad generada entre indios nativos, blancos hispánicos, negros esclavos, mulatos autóctonos, paisanos mestizos y toda otra clase de pobladores que

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habitaron en ese terruño desde mucho antes de la independencia del país. Inclusive, hasta puede ser afirmado sin vacilación, que a partir de aquel momento muchos de ellos habían servido augustos en las más diversas conflagraciones, revueltas, asonadas, insurrecciones y tumultos que asolaban el territorio en favor de los ideales de hermandad y patriotismo de aquel entonces. No era el caso de que alguno de éstos hubiese sido algún impetuoso idealista, o hasta de haber sido el propio patrocinador de los hechos. Habían tenido que participar por la pura obligación exigida en aquel momento. No debemos olvidar que en esos tiempos, las tropas se formaban, por orden del juez, con el rejunte y la redada aleatoria de individuos disímiles, casi siempre captados entre los que componían la descomunal muchedumbre de hijos oriundos de la anarquía, y de los desmejorados que en aquella época se desparramaban a los borbotones por las diversas regiones de la patria. En cierto momento, al inicio, muchos de estos se habían incorporado por voluntad propia a esas cuadrillas, ya sea por el simple hecho de poder defender sus moradas, en cuanto otros, más tarde, por el mero motivo de que ya La Tía Cora y otros cuentos

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no le habían quedado más tierras para habitar. A partir de allí, lo tuvieron que hacer como única manera de ganarse el sustento y por la necesidad de optar involuntariamente por la paga minúscula que recibían. A bien de la verdad, debemos esclarecer que todos ésos antiguos antepasados no habían sido hijos oriundos de un mismo lugar, ni crecido sobre el mismo pasto. Esa ralea se fue desperdigando por entre los más diversos caminos recorridos durante las colonizaciones, y como un corolario del avanzo de la paisanada, donde a diestra y siniestra, ésos hambrientos ladinos fueron sembrando hijos naturales y huérfanos de familia por doquier. Casi siempre, esas mismas tropas iban difundiendo a su paso, su contribución de barbarie y miseria, donde sembraban el hambre y la desgracia por cualquier lugar, dejando atrás de sí una estera de violencia contra las indefensas

mujeres

que

encontrasen

por

delante,

depositándoles en sus vientres semillas de hijos sin padre e una interminable tribulación para la posteridad. Desde la iniciación de esta estirpe, de un modo igual, la casi total mayoría de ellos habían sido inhabilitados para obtener las condiciones de un mínimo estudio y el conocimiento de las letras, donde se les había La Tía Cora y otros cuentos

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relegado a que formasen una fiel servidumbre de nombres anónimos, y subordinados a tener que practicar la ignorancia en sus actos. Herencia que cada uno de esos esparcidos retoños recibió, como un suntuoso legado de sus salvajes antepasados. Obviamente, el individuo de nuestra historia, por la propia carencia de sabiduría, no sólo de él, como la de sus progenitores inclusive, conocía únicamente la de sus dos generaciones de ascendencia, su madre y su abuela materna. Del resto, estaba despojado de una total falta de noción del origen, la procedencia y las raíces de aquellos familiares a los que estaba unido en una sordidez de penurias similares desde comienzos del siglo XVI. Pero al igual que a cualquiera de sus antecesores, desde el día en que nació, a él le había tocado recibir su propia herencia de hambre, miseria e ignorancia. Pobre y casi analfabeto, un día había venido para la gran ciudad en busca de una mejor oportunidad que le impidiese tener que arrastrarse entre ocupaciones que lo llevasen por la misma indigencia de su niñez. Lo que, en la suma del tiempo transcurrido, la intentona desde su juventud hasta la época actual, no le ocurrió del todo mal,

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cuando imaginamos las restricciones de su instrucción y la falta de experiencia para labores más letradas. Cuando arribó, aquellos tiempos eran años de buena demanda en la economía y, por consecuencia, existían sobras de vacantes para el trabajo. En ese entonces pudo conquistar algunos de los empleos disponibles para ocupar sus jornadas, adonde cada mes lograba recibir salarios exiguos, pero seguros. De cualquier manera, todas las funciones que había ejercido eran para realizar tareas donde se demandaba fuerza bruta, tosquedad, mucho ímpetu y suficiente estrechez de pensamiento. Debemos considerar también, que en aquel período de su vida, disfrutando de un temperamento resuelto y audaz por causa de su físico aventajado y la propia arrogancia de su pubertad, se juntó a un grupo de otros tantos miserables del destino como lo era él, para yuxtapuestos invadir y usurpar una pequeña porción de terreno que era parte de una vasta alquería abandonada, la que al unísono, una muchedumbre se había sentido estimulada a conquistar. Prontamente allí prosperó una villa de apretujados caseríos, donde el hombre alcanzó a construir su misero rancho, utilizando para apuntalarlo, el rejunte de cualquier La Tía Cora y otros cuentos

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material simple como latas, tablas y cartón. A partir de entonces, fue en esa vivienda desde donde atinó a especular su parco espejismo y prepararse para poder expandir su propio clan. Después de algunos años, se desbordó su delirio al pasar a dividir la morada con la mujer con quien quiso compartir sus quimeras, viniéndole a continuación los hijos

e,

indiscutiblemente,

las

necesarias

mejoras

realizadas en la morada. No que ésta hubiese mudado mucho desde su primera tentativa, pero ahora tenía lata, tablas, techado de tejas y un piso de cemento bruto. Por dentro, ellos habían conseguido rellenarla con algunos bienestares que eran oriundos de la conquista de algunos aparatos domésticos de segunda mano. Casi todos comprados con mucho sacrificio y abnegación y sin saber su origen. Eso no le importaba Pero dentro de la parquedad de discernimiento que conservaba en su carácter, no le fue posible vislumbrar a tiempo el fin de la temporada de bonanza que se avecinaba. La prosperidad que entendía ser duradera para siempre, y en la que tan placidamente navegaba en aquellos tiempos, de pronto su cese lo sorprendió desprevenido. La Tía Cora y otros cuentos

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Tiempos después, el escenario económico del país se deterioró violentamente, y con él se advino un embate de postulación

de

consumo

que

dilapidó

empresas,

comercios, patrones y principalmente empleos. Un escenario que actuó como si fuese una peste siniestra que se difunde silenciosa entre las sombras de una sociedad, hasta poder notar que a su paso, junto con ella, había quedado un tendal de anónimos infectados. Ante tan funesto contexto, como consecuencia de su incapacidad e impericia, el destino le arrebató el simple oficio que ejercía y, con él, su sueldo garantizado. En ese periodo, otros sujetos de similar labor y condición, ahora desfilaban juntos en una desesperada procesión por delante de industrias y negocios, que si bien algunos aún no habían cerrado sus puertas, en el momento, los que sobraron, se habían reducido a la mitad de su tamaño. Acostumbrado por años a vivir estrictamente al día, contando apenas con el estrujado dinero de su sueldo para apuntalar el mes, el carcoma del desempleo lo abatió de pleno, retirándole de rayano la posibilidad de mantener sosegadamente a su mujer y los cinco hijos que actualmente tenían.

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Sin resignarse a verse derrumbado por el desánimo y la postración, y sin encogerse de hombros y dejar que el desaliento le carcomiese el ánimo, así como el ácido corroe el hierro, muy pronto andaba deambulando afanosamente su pesado cuerpo en busca del carente sustento, siéndole necesario tener que ejercer algunas esporádicas changas para que el cobro le garantizase un ralo puchero con el cual podía esconder la estrechez de caudales y la penuria del momento. El universo de vecinos a su vivienda estaba compuesto por similares individuos que se encontraban postrados frente a una idéntica realidad: todos huérfanos de oficio, trabajo y un salario seguro con que mantenerse. Había también algunos de ellos, que eran adictos a la ejecución de tareas no siempre honestas, y que ante tal cuadro de penuria, no escatimaban imprudencias para poder disminuir sus miserias. En ese territorio, colmado por personas llenas de incertezas originadas por las carencias del intelecto y por las irreflexiones de la razón, viéndose atiborradas de privaciones para mantener un sustento regular y por la gran opulencia de infortunios de esperanzas que cargaban colmadas de las desgracias de tantas prosaicas existencias, La Tía Cora y otros cuentos

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se aglutinaban por doquier, un tropel de merodeadores de indecorosas actitudes, que, fomentados por el ocio y la codicia y por una desmedida avidez de sobreponerse a los más desafortunados, de a poco fueron dividiendo el espacio de la villa en dos tipos de catervas de pobladores. Nuestro protagonista, mismo que poseyendo una enorme privación de instrucción, era parte de la legión de personajes responsables por la defensa del orden y la virtud en el lugar. Tal vez lo era por el propio respeto que imputaba su abultada figura, o probablemente por la bestial fuerza de su musculatura que se había esculpido en su cuerpo a lo largo de los años dedicados al exceso de horas de pesada faena. Sin duda alguna, también lo era por su vozarrón agudo, penetrante, intenso, semejante al barullo de un estrépito, algo así como el sonido del trueno que antecede al relámpago en medio de la tormenta. Frente a los más triviales hechos acaecidos en el lugar, su presencia era siempre requerida para mediar el surgimiento de cualquier injusticia del paraje, en la que mediaba con el uso de su juicio y de su fuerza, haciendo valer los derechos del más desvalido e indefenso morador. Sin lugar a dudas, con el decorrer del tiempo, él se había convertido en un líder. Más bien lo había conquistado La Tía Cora y otros cuentos

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apuntalado por la influencia de su ímpetu, que por la carencia de capacidad de reflexión que poseía. Sin embargo, al sentirse responsable por haber alterado profundamente su pacata vida en virtud de la gran onda de desempleo, entendió que le era menester conseguir ejercer alguna actividad laboral que le permitiese ocupar el tiempo honestamente, y que a su vez le generase asiduamente los recursos necesarios para el sustento, sin la necesidad de depender tan solamente de esporádicos y eventuales trabajos. Ya cansado de pretender conquistar una ocupación en las inexistentes vacantes de empleos tradicionales, o sencillamente, aguardar ser convocado para la ejecución de alguna precaria labor, un día tomó la resoluta disposición de convertirse en un vendedor de productos diversos, ofreciendo el mismo tipo de mercancías que comúnmente notamos ser comercializadas junto a la muchedumbre que a diario deben transitar apretujadas por los trenes del suburbio. No existen dudas de que el convencimiento para inmiscuirse en esta práctica, le advino después de observar a ciertos individuos de su colectividad, a los que veía partir a cotidiano desde sus residencias en las inaugurales La Tía Cora y otros cuentos

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horas de cada mañana. Pero para consolidar la resistencia de su pretensión, se dispuso a indagar junto a ellos todo lo concerniente a las mañas necesarias en tal práctica, de las habilidades requeridas, los beneficios resultantes, y sobre todo, el obligatorio capital con el cual comenzar todo lo relativo a este nuevo desafío. Rápidamente comprendió que la exigencia principal, constaba en solamente ostentar el suficiente coraje y una indestructible voluntad para lograr abrirse espacio entre aquella monstruosidad de similares pares que diariamente se peleaban a garganta seca para diseminar sus utilidades y mercancías, intentando de alguna manera despertar el adormecido deseo de compra de los viajantes. Sus informantes le habían sentenciado que cualquier objeto o mercadería podría ser ofrecido, no obstante, debía considerar que las de pequeño valor individual, y las que despertaban la apetencia de consumo inmediato, serían las que

más

disfrutarían

de

facilidades

para

ser

comercializadas rápidamente. También le explicaron que existía oportunidad de venta de otro género de artículos que dependían del momento del día, la época del año, o la novedad ofrecida. Pormenores que él aprendería después de iniciase en la actividad. La Tía Cora y otros cuentos

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Del mismo modo, le informaron que no era necesario disponer de una elevada cuantía de capital para adquirirlas,

visto

que

existían

los

proveedores

o

comerciantes mayoristas que se encargaban de suministrar los productos en cantidades mínimas para iniciar la jornada. Bastaba con tener el recurso suficiente para iniciar una parte de la marcha, y si sentía que era necesario adquirir más, podría retornar a ellos para reabastecerse por sucesivas veces en un mismo día. Le explicaron que él tenía que seleccionar previamente el local donde iría practicar la actividad, empero, de igual forma le aconsejaban que debiera llevar en cuenta la localización de los comercios proveedores de las mercaderías, de manera que no tuviese que perder mucho tiempo del día de una forma improductiva. Ya sintiéndose decidido a enfrentar ese nuevo rumbo en su vida, solicitó a uno de los compañeros que ya se utilizaba de esa costumbre de trabajo, que le permitiese poder acompañarlo durante algunos días, como una manera práctica de conseguir entender los pormenores y las particularidades del reto que se proponía enfrentar. Sobre esa condición, entendía que igualmente iría a conocer los diversos locales de compra de las utilidades, La Tía Cora y otros cuentos

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las distintas mercaderías que existían, las cantidades mínimas a comprar, los costos de éstas, y así poder calcular el precio en que las lograría vender y la ganancia que obtendría de ellas. Era una condición para esclarecer un sinfín de otras dudas vehementes que por esos días le asolaban la mente en remolinos de incertidumbre. En esos instantes pretendía aguzar el oído y prestar la debida atención en los diferentes argumentos que vociferaban sus futuros concurrentes. Quería observar las destrezas que éstos empleaban para comercializarlas, de cual tipo de artimañas que estos se valían en el trascurso de sus jornadas. En fin, de todo lo que consiguiese absorber en el periodo que dedicaría a la averiguación, como una manera de saciar un poco la vacilación del pensamiento y la inseguridad que tomaba cuenta de su escasa reflexión. Al efectuar sus primeras experiencias, rápidamente se percató que ésta no sería una tarea que le demandaría fuerza y vigor físico en demasía. Más bien, requeriría de él una cierta dosis de ánimo, eficacia, valor, y astucia para poder eludir las largas horas de pie, las incesantes caminadas que debería realizar entre terraplenes y vagones, de un constante parlamentar a voz desgañitada, La Tía Cora y otros cuentos

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de empujes y atropellos, del enorme calor o del intenso frío al que irremediablemente estaría expuesto. Esas eran una abundancia de cuestiones específicas que no las había considerado correctamente en el momento en que pronunció su sentencia. Pero no serían esas circunstanciales peculiaridades las que le derogarían la voluntad. Sabía que gozaba de los suficientes brios para enfrentar el reto. La edad tampoco sería un obstáculo, pues siquiera alcanzaba los cincuenta años y, de salud, aún se consideraba tan fuerte como un roble. Lo que para él escaseaba, era la facultad y la experiencia con el trato en ese tipo de cosas, una mayor familiaridad con esa nueva rutina que estaba a punto de iniciar. Aún le invadía la duda sobre la aptitud correcta que debía tomar frente a los hechos que, innegablemente, desfilarían ante sí en forma de constante sorpresa. Por esa época andaba tenso, intranquilo, atribulado, ansioso como un adolescente frente a una nueva aventura. Pero por el contrario, igualmente se sentía animado por la perspectiva que avizoraba. Por juzgarse capaz de creerse útil dentro de su limitación. Porque su voluntad era superior a cualquier desdicha. Tal vez porque aunque no lo La Tía Cora y otros cuentos

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supiese, la sangre que corría por sus venas era guerrera. Aquella que su estirpe había moldado entre beligerancias y disputas a lo largo de más de cuatro siglos de existencia y forjada a través de muchas contiendas. Cuando llegó el día en que se profesó capaz de iniciar la labor, se puso una mochila al hombro y partió en la alborada para disputar desde las tempranas horas el espacio en que le sería posible vender sus utilidades. No obstante, tenía en el rostro una estampa taciturna y, junto con la mochila, cargaba una enorme esperanza y toda la ansiedad por el éxito de su desafío. En aquel instante vestía un pantalón de jeans azul ya medio descolorido, una camiseta blanca estampada con una enigmática frase en ingles que desconocía su significado, y calzaba un par de deportivas zapatillas de lona igualmente en azul marino. Mismo no siendo vestimentas

nuevas,

las

mismas

presentaban

una

fulgurante pulcritud. Llevaba una campera de nylon con una tonalidad de un gris tan brillante, que al usarla reflejaba un intenso resplandor así como lo hace el brillo de la luna en el estanque. Estimaba que la misma le serviría para protegerse de la frialdad del alba al igual que para La Tía Cora y otros cuentos

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resguardarse del frescor en el anochecer. El resto del tiempo la colocaría en el morral. Había reflexionado que merecía exhibirse con un mínimo de esmero y decencia, como una condición de ostentar cordialidad y decencia frente a sus compradores. La timidez y el apocamiento que lo envolvió desde el inicio del día, despacito se le fue desvaneciendo con el correr de las horas, dando lugar a sancionar un cierto grado de confianza en si mismo, aunque de la misma manera que esa sensación le emanaba por la epidermis, el cansancio y el agotamiento se fue apoderando de su cuerpo, llegando a causarle unos punzantes dolores en sus fornidas piernas. Mientras realizaba trabajosos esfuerzos para abrir suficiente espacio entre la muchedumbre, permitiéndose acomodar entre ellos aquel corpulento organismo, la pesada bolsa que llevaba permanecía colgada de sus hombros. Juzgaba que el esfuerzo realizado le dejaba la garganta siempre sedienta de tanto ir clamando las ofertas y dando los agradecimientos por la atención que le deparaban. Pero, inadvertidamente y absorto en la labor, se le escurrieron las horas hasta que de pronto lo atajó la noche y concluyó que había llegado el momento de volver La Tía Cora y otros cuentos

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a su casa feliz y campante por la labor ejecutada de manera tan orgullosa. Creo que ya se fueron casi diez años desde la primera vez que lo reparé, que por señal, es casi imposible no notar tan voluminoso e imponente individuo que, con esa voz de estrépito de trueno que se dilata y se expande por las berlinas, a diario se lo ve escurrirse ágilmente entre los vagones del tren del suburbio, donde va ofreciendo desgañitado

las

más

variadas

misceláneas

de

predilecciones para sus anónimos clientes, mientras se le ve esbozando siempre en su desmesurado rostro, una simpática sonrisa pueril y una mirada firme y penetrante.

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Domingo de Amor

El ocio del momento lo estaba dejando algo fastidiado. Situación por la cual razonaba que las circunstancias en que se encontraba ya le comenzaban a perturbar el ánimo y el espíritu. No en tanto, había pasado un tiempo escudriñado

en los viejos libros de su

biblioteca, en busca de cualquiera que le despertase algún interés, como una manera de, al ponerse a leerlo, pudiese ocupar el tiempo con el asomo de un ameno provecho. Aquella era una tarde de domingo de un pleno invierno que ocurría en un paraje subtropical, en el cual desde hacia algunos días el cielo insistía en querer repetirse monótono dentro un único color ceniciento que estaba decorado con un plomizo gris penumbroso que por su vez inundaba la intemperie contaminando lúgubremente los alrededores de su entorno, y donde de una manera abrupta hacía disminuir la voluntad de los individuos que por allí habitaban. La lluvia estaba compuesta de unas densas y finísimas partículas de un vaho húmedo que, de modo La Tía Cora y otros cuentos

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persistente,

acentuaba

la

opacidad

del

momento

permitiéndose robar el resplandor de la naturaleza generando un efluvio de niebla que se columpiaba campechana al sabor de una brisa que la empujaba sombría de un lado al otro de la región. Quien se detuviese a observar el clima como él lo estaba haciendo en esos instantes por detrás de la ventana, notaría que, apocadamente, la bruma iba mojando las hojas de los álamos, empapándolas con una delgada capa de agua gélida que luego se desprendía desde allí en forma de pesadas gotas que batían en las veredas ya mojadas, haciéndolas fraccionar en mil pedazos. Luego percibió que los otros árboles ya casi desnudos, mostraban desguarnecidos su húmedo y endeble ramaje, donde la inclemencia del tiempo los había dejado despojados en un triste vacío por la falta de los chingolos, tordos, golondrinas

y calandrias que normalmente

retozaban entre ellos en un persistente abalanzarse de rama en rama, haciendo zumbar sus trinos en melodiosos ritmos. Igualmente advertía que la calle se presentaba desierta de transeúntes, lo que le hacia pensar que éstos, al igual que él, se hallarían en un aburrimiento de energía, o La Tía Cora y otros cuentos

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tal vez, del mismo modo como lo hacia su esposa ahora, se entregasen al placido dormitar, en un deleitoso sesteo bajo el abrigo de calidas prendas, dejándolos inmunes frente al ostracismo de la inexorable tarde, o quizás, disfrutasen mejor el momento por haber encontrado algún pasatiempo más conspicuo. Sin lugar a dudas, dentro del letargo que lo invadía, percibía que ese instante de su vida era de pura monotonía y suspensión de voluntad, sin lograr alcanzar a descubrir la obtención de con cual diligencia le sería posible ocupar el tiempo. Al actuar de esa manera, fue intentando distraerse con futilidades o pensamientos inocuos, hasta que casi sin querer se deparó con un considerable receptáculo que contenía diversas fotografías de antaño. Luego de dar inicio al manoseo de éstas, comenzó a distinguir estar allí guardados algunos retratos que le recordaban amenas evocaciones del pasado, y adonde estaban impresas varias imágenes de los más singulares instantes de felicidad y complacencia de las épocas de antaño. En otros retratos, percibió memorias de una lejana juventud y un sinfín más de vertiginosas de reminiscencias de su existencia.

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Esas evocaciones le despertaron en el sentimiento una milagrosa mágica. Por intermedio de las impresiones descubiertas, sintió el aprisionamiento de la atención que le despojó de rayano la apatía que hasta entonces lo atrapaba. Era como si descubriese estar frente a una asombrosa aventura que lo invitaba a explorar nostálgicos pensamientos, los que apresuradamente le hicieron brotar de su mente borbotones de meditaciones. Casi sin percibirlo, se acomodó en un diván de la sala y acondicionó la caja junto a si, como queriendo retener a su lado un agraciado despojo, entregándose apresuradamente al desvalijamiento de las ilusiones que dentro de ella se encontraban, y donándose por completo a la manipulación del codiciado botín. Se detuvo a observar algunas fotos que presentaban un matiz

amarillento castaño, en donde se destacaban

algunas siluetas humanas de un color marrón pardusco. Pero le fue dificultoso identificar al primer instante, que algunas de ellas reflejaban la estampa de su fallecido padre junto a sus tíos, y retrataban una antigua epopeya realizada en un incierto y caudaloso río, donde en un estado de alegre apariencia, éstos exhibían abultados trofeos de pesca. Cerró los parpados, escondiendo detrás de ellos sus La Tía Cora y otros cuentos

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oblicuos ojos de una entremezclada tonalidad entre el azulino y el grisáceo, para poder buscar aquella imagen en lo recóndito de su memoria, y revivir la historia que se le reflejaba ante sus dedos. No encontró recuerdos suficientes para alimentar la iconografía de las fotos. Desconocía el lugar porque en él se retrataba un episodio anterior a su nacimiento. Entonces le sobrevino la idea de que aunque su padre lo hubiese llevado incontables veces a realizar actos semejantes, nunca se le ocurrió volver a visitar ese local. Por lo menos, que él lo recordase. Envuelto por el silencio de sus pensamientos, analizó la posibilidad de que el paraje en cuestión se situase en algún local remoto y distante. De inmediato, buscó registrar en el subconsciente que, así que fuese posible, intentaría descubrirlo junto al único de sus tíos que todavía estaba vivo, pretendiendo averiguaren yuxtapuestos sobre algunos de los hechos cómicos de esa longeva aventura. Entre las vetustas fotos, descubrió aquella que reflejaba la vieja casona en que otrora había residido y que tantos momentos de infantiles esparcimientos había desparramado junto a sus hermanos. El retrato reflejaba La Tía Cora y otros cuentos

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una construcción simple, de arquitectura sólida en un único pavimento, con el techo de chapas de zinc a dos aguas, y las paredes extremamente altas. Se notaban unos ventanales idénticos en tamaño y simetría con la descomunal puerta de entrada en dos hojas, que era extremamente pesada y robusta y se anteponía guardiana al cancel de vidrios cincelados que resguardaba el interior de la finca. Sólo con ver la foto ya se manifestaron en su mente las imágenes del desparramado jardín que su joven madre mantenía regiamente cultivado, y donde se apreciaban los rosales de diversas coloraciones, las sensibles magnolias, las amistosas begonias, las efusivas petunias, los repolludos

claveles,

las

simétricas

margaritas,

los

gordinflones crisantemos, las engreídas bocas de sapo, y una infinidad de jazmineros, capuchinas, camelias y campanillas. Claro que la mescolanza de distintas fragancias florales junto a un arco iris de matices multicolores y un extendido pastizal verdeante, no se podían apreciar en la lámina, pero el recuerdo aun las mantenía vivas en la retentiva de su despertada evocación de memorias de una época de la niñez, y que de alguna manera habían La Tía Cora y otros cuentos

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resucitado tan de inmediato a través de la apreciación de esas imágenes. Zangoloteó su nostalgia imaginando volver a retozar por esas veredas del edén. De poder retroceder y revivir los momentos en que se entretenían con los juegos de cabra ciega o del divertido escode esconde. Recordó los desazonados correteos de niños traviesos entre los floridos aromos de pelotitas de oro, del colgarse de las ramas lánguidas de los abatidos sauces, o las desenfrenadas corridas por entre los frondosos troncos de tilos que bordeaban el vergel. De inmediato se regocijó bajo el recuerdo de la existencia de los árboles frutales plantados en el trasfondo de la casa, adonde a las escondidas junto a sus hermanos, realizaban las glotonas comilonas de mandarinas, higos, nísperos, ciruelas o naranjas, siempre consumadas directamente al pie de los arbustos, y aprovechando el momento en que sus padres, en el interior de la vivienda, descansaban placidos después del almuerzo. Infinidad de reflejos de aquellos años en su casa, ahora le danzaban algarabiados por su memoria, ora recordando el peludo perro overo que correteaba a su alrededor emitiendo gruñidos como sonrisas; en otros, por La Tía Cora y otros cuentos

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las artimañas realizadas en el galpón de la estribería y forrajes, queriendo montar sus propios juegos; y recordándose de las gallinas y patos que andaban deambulando y picoteando iracundos entre la hierbas y los frutos caídos al suelo en su afanosa búsqueda por el sustento. De pronto se recordó de los paseos de domingo a la orilla del arroyo, junto con los precarios intentos de atrapar pescados, cuando disfrutaban de los frugales almuerzos preparados por su madre en el remanso del regato y reposaban con frivolidad a la sombra de los chopos o de los floridos ceibos. El repaso de los hechos se le multiplicaba en avasalladora rapidez, evocando por tantos y tantos momentos alegres de la infancia. De pronto escudriño entre el baúl de ensueños en busca de alguna fotografía de su periodo escolar. Pretendía volver revivir aquel espacio de su vida que le había dado tantos contentos y regocijos. Pronto encontró las fotos que reflejaban esos primeros años de alumno en la escuelita del pueblo. Percibió que allí estaban retratados en decolorados tintes de blanco y negro un poco desmayados por el tiempo, una multitud de compañeros con su matrona maestra. La Tía Cora y otros cuentos

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Ella había sido invariablemente la misma instructora desde el primero hasta el tercer año de escuela y, en la foto, todos estaban

uniformizados con el

común

guardapolvo blanco y con aquel detestable moño azul que los hacía asemejarse a un pequeño ejército de soldaditos de plomo, idénticos a los juguetes que otrora desfilaban campechanos en nuestros recreos. Localizó entre los varios rostros impresos, algunos viejos

compañeros

de

travesuras

y

pasatiempos.

Obviamente, al unísono, todos mostraban el cabello cortado de cabo a rabo junto a la raíz del cuero cabelludo, dejando de muestra y caído sobre la frente un invariable topete de pelo. Las niñas ostentaban las singulares trenzas y un flequillo casi desfallecido sobre los ojos. De pronto, la extravagante imagen le produjo una leve risa al recordarse por la austeridad y el rigor demandado con el aseo, la higiene y el atuendo, donde les exigían extrema formalidad y dignidad, no importando el arquetipo de castas a que cada uno pertenecía en aquellos tiempos. De pronto le sobrevino el recuerdo de las nostálgicas fiestas de caridad y las kermeses que se organizaban en el patio del colegio o en la plaza de la iglesia. Le brotaron nítidas representaciones pictóricas de tanto jolgorio, La Tía Cora y otros cuentos

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recordando las banderolas de papel colorido que se desplegaban a diestra y siniestra, las guirnaldas de luces que iluminaban el perímetro, la inmensa fogata con sus petardos voladores que explotaban reproduciendo miles de centellas de coloraciones diferentes, y los chiquillos que retozaban alborotados en los bailes de cuadrillas. Esos recuerdos le traían a la memoria sus primeros años juveniles en festividades de verdadero regocijo y jubilo, asaltándolo las imágenes que lo empapaban con los bucólicos manjares que allí se vendían. Evocando aquellos cucuruchos de papel repletos de maní tostado, las bolsitas de palomitas de maíz saltado, los inmensos copos de algodón

dulce,

las

sabrosas

y

rojas

manzanas

acarameladas, las gigantescas salchichas con mostaza picante, los candentes y deliciosos jarros con chocolate caliente, los azucarados churros rellenos. De repente, su memoria invocó por la gran mesa donde estaban desparramados en toda su extensión, las riquísimas tortas bañadas con crema o dulce de leche y rellenadas de frutas en almíbar, las bombas de chocolate, los bailarines budines de vainilla, los suspiros de crema pastelera o las pastafrolas con el delicioso dulce de membrillo esparcido entre los simétricos rombos de La Tía Cora y otros cuentos

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mazapán, o las infladas empanadas rellenas y otra infinidad de exquisiteces más. Recordó por algo que en aquel momento a su edad aún no lo comprendía, pero todas eran pitanzas y manjares caseros que resultaban del esmerado preparo realizado por dedicadas y caprichosas madres que las donaban al clérigo como siendo el tributo familiar a la organización del evento filantrópico del momento y con la finalidad de, al ser vendidos, recoger fondos para ayudar alguna obra asistencial o a los más menesteroso vecinos. En ese vaivén de embriagadores recuerdos, de pronto se le despertó un indómito apetito de media tarde y anheló por saborear un buen café caliente en compañía de alguna apetitosa extravagancia. Repentinamente, se levantó y se dirigió a la cocina y colocó el agua a calentar, y luego se trasladó al dormitorio para despertar a su esposa, con la firme intención de incitarla a compartir la idea de una frugal refección. Preparó la mesa disponiendo sobre ella los recipientes de jalea, queso, manteca, galletas dulces y saladas, y a continuación, dio inicio a tostar algunas rebanadas de pan con el fin de dejarlos secos y crocantes. Reconoció que la merienda en nada se parecía con las La Tía Cora y otros cuentos

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nítidas imágenes que aún le merodeaba la mente, pero analizó perfectamente que, sin ningún inconveniente, éstas servirían para escoltar una buena charla de media tarde junto a su mujer. La habitación pronto se llenó del calor emanado de las hornallas encendidas y se impregnó del aroma del café recién filtrado, haciéndole expandir los pulmones para deleitarse con el bálsamo estimulante del cocimiento. Ágilmente en el escenario de la cocina se crió un ambiente de conformidad placentera que contrastaba con el opaco atardecer del exterior de la residencia. Una agradable sorpresa se dibujó presurosamente en el rostro de la esposa al percibir los atuendos colocados de la mesa. Por intermedio de una grata expresión, acompañada de una mueca de sonrisa y unas palabras de elogios, agradeció a su marido por la iniciativa demostrada y el ofrecimiento de la merienda. No le cabían dudas que la decisión era más que apropiada debido al nebuloso y turbio clima que rondaba la vivienda en el crepúsculo de ese domingo invernal. Al ya estar sentados alrededor de la mesa, y después del intercambio inicial de ponderadas palabras y frases pregonadas al acaso, el hombre le describió los La Tía Cora y otros cuentos

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entretenidos momentos que pasó por la tarde, al descubrir en el ataúd de las viejas fotografías, tantos recuerdos nostálgicos que le permitieron viajar a través del tiempo, rememorando las felices épocas de su niñez. Suspendiendo sus pensamientos frente a la humeante taza de café, le mencionó a su esposa la descripción exacta del jardín que había en su casa con toda aquella infinidad de flores existentes y con los perfumes y las tonalidades que tanto lo extasiaban. Le describió la cuidada huerta y los árboles frutales adonde hartaban sus ansias con jugosos frutos frescos, resurgiéndole en el momento nuevos recuerdos de aquel entonces. Súbitamente le advinieron las imágenes de su madre amasando el pan, el horno de leña hecho de barro y ladrillo donde lo cocinaban, la preparación de las jaleas y mermeladas con las frutas de la estación, enumerándole los dulces de higo, de naranja, de durazno, y otros tantos, pero eran las de frutilla que tanto le gustaban y que se las comía a cucharada limpia. Recordaba cuando ella preparaba las conservas de legumbres con la cosecha de la huerta, acondicionando en tarros de vidrio los pimientos, las berenjenas, las coliflores, los pepinos, las cebollitas, las remolachas, y La Tía Cora y otros cuentos

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también los que preparaba con pulpa de tomate y cuanta verdura más existiese en la granja. Parecía que la estaba viendo nítidamente en su dibujo, notando cuando ella batía la nata para preparar la manteca e implorando por la inmediata ayuda de sus hermanas para auxiliarla en la ejecución de los servicios. Le parecía que la estaba escuchando con aquella voz dócil y melancólica, media apagada entre los incansables deberes domésticos y los inquietos movimientos ágiles dentro de un cuerpo cimbrado, pero que igual se imponía en un tono firme y exigente. A decir verdad, esas historias de elaboración de tan habilidosos menjunjes y las cualidades culinarias de su madre, el hombre se las describía en una frecuencia casi constante, pero pocas veces hacía la comparación de esas artes entre las de ella y las de su madre. La mayoría de las veces que evocaba esos relatos, los enunciaba para incentivarla a que los ejecutase como una mera tentación egoísta de poder saciar su propia glotonería. Entregados a ese devaneo de recuerdos se fue llegando el anochecer, y de manera cariñosa, él propuso que ella se uniera a su intención para continuar juntos con el manoseo de los retratos del pasado, permitiendo que sus La Tía Cora y otros cuentos

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mentes fluctuasen en la reminiscencia de hechos del antaño y unidos, permitirse evocar añoranzas para revivir tiempos lejanos. Ya estando adjudicados a la hipnotizadora tarea de rebuscar las reminiscencias, nuevamente el marido expuso la idea de que se dejaran llevar por la noche en la culminación de ese proyecto, aprovechando el momento para saborear algunas fruslerías que acompañarían con la degustación de una botella de algún vino entintado, idealizando así la oportunidad de poder resucitar las antiguas noches de los viejos inviernos en los cuales, juntos iban descubriendo aficiones, enamoramiento y seducción. Al final, él había conseguido remover de su esencia el fastidio con que el aburrido día lo había contagiado, aprovechando el relámpago de improvisación para compartir sueños viejos. Y así, entre besuqueos, caricias y risas, ambos se entregaron a pasar la noche renovando un amor de más de treinta años de común convivencia, contándose fábulas resucitadas por el intermedio de la interpretación de las representaciones de momentos pueriles, cuando de pronto

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los alcanzó el amanecer y las primeras luces del día los encontró dormitando juntos en el sillón del comedor.

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Cofradía Solidaria

Eran tres las generaciones que ahora habitaban en ésta residencia grata y confortable. A pesar de todo, conseguían coexistir de forma amena dentro de la pretensión de un convivir harmonioso. La casa estaba ubicada en un barrio agradable repleto de edificaciones similares a ésta, donde las viviendas quedaban protegidas por debajo de añejos y frondosos plátanos que, en el verano, filtraban los ardientes rayos del sol, y las calles adoquinadas se asemejaban a interminables túneles que se eternizaban ensombrecidos y frescos. Una de las generaciones de aquel hogar estaba representada por una octogenaria señora que era la dueña de la finca; la segunda generación era personificada por la hija menor de la anciana y con edad alrededor de los cincuenta años. La tercera, era figurada por la nieta de la propietaria, que a su vez era la única hija de su hija menor de los ocho vástagos que había procreado la longeva casera.

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Como el terreno donde estaba ubicada la casa era profundo en extensión, al adquirirlo, el fallecido esposo de la abuela había hecho que se construyera en el perímetro tres propiedades horizontales. Todas ellas quedaban encadenadas simultáneamente a través de un largo corredor lateral, permitiendo de alguna manera la independencia individual de cada una de las residencias. El domicilio al cual nos referimos en la narración, corresponde a la primera y principal de las propiedades, cuya puerta de entrada de la finca daba directo hacia la calle. Esa ordenación era el resultado proveniente del momento de la construcción, cuando entonces su dueño buscó un mejor aprovechamiento económico del área del terreno. La arquitectura total de la residencia estaba compuesta por un pequeño hall de entrada, un amplio living comedor con su ventanal ahora enrejado, un resumido garaje, dos dormitorios forrados con parquet de cedro, una cocina relativamente confortable, al igual que el cuarto de baño con su antigua bañera de hierro enlozado. En el trasfondo de la casa había un pequeño patio repleto de plantas y macetas, con una estrecha escalera que daba acceso al techo de la casa. La Tía Cora y otros cuentos

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Las otras dos residencias estaban alquiladas a terceros desde larga data, lo que permitía el recibimiento mensual de valores que, a su vez, fundamentaban la mayor parte de los ingresos para la subsistencia de las tres damas. El restante de los ingresos provenía de una sobria pensión de la abuela, agregándose a esto el resultado que obtenían con la venta de confecciones de ropas de lana que su hija elaboraba, y el ponderado sueldo de maestra que obtenía su nieta. El resultado de la suma total de los ingresos, era lo les condescendía el derecho de poder llevar una vida desahogada y sin apremios, no obstante, de la misma manera,

no

les

concedía

permisión

para

realizar

incongruencias o exagero de consumismo en demasía, o de realizar gastos superfluos para saciar determinadas vanidades. Ellas vivían con comodidad dentro de lo razonable. Desde hacia muchos años que ya no habitaba hombre alguno en ese hogar. Probablemente, el último que lo había hecho fuera en la época anterior del nacimiento de la muchacha, y de eso ya se iban más de veinte años. El abuelo se había muerto repentinamente a los sesenta. Los hijos

mayores,

La Tía Cora y otros cuentos

despacito

se

habían

ido

casando Página 106


desparramando sus hogares por el mundo, y la hija menor que vivía allí, desdichadamente, implicó ser objeto de un desengaño de amor que tuvo como resultado el haberla convertido en una joven madre soltera. Esa historia habría tenido inicio mucho tiempo atrás, cuando esta joven aún trabajaba en una empresa privada ejerciendo una función poco relevante para el caso. Sin embargo, en aquella época, ella había conocido a un esbelto joven de origen nórdico, que en verdad, era oriundo de algún lugar de Suecia. En aquel momento, él había aparecido en estos parajes para desplegar un trabajo técnico junto a una determinada área gubernamental. Por causa de esas imprevisiones que el destino siempre nos otorga, ellos terminaron por conocerse de manera circunstancial durante un encuentro cultural, y en aquel momento iniciaron lo que podríamos denominar como una amistad incidental. Un hecho interesante que normalmente nos sobreviene por la necesidad de querer saciar la curiosidad que nos brota al codearnos con un individuo que es nativo de algún lugar exótico y desconocido. Posteriormente a ese encuentro inicial, se fueron sucediendo otros no tan casuales así, ya que los mismos La Tía Cora y otros cuentos

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eran premeditadamente combinados entre ambos y con la intención inicial de practicar un mero esparcimiento. Primeramente fueron ocupando los fines de semana en paseos al parque, visitas a los más diversos museos, o asistiendo distintas funciones de cine o teatro. En ese instante les interesaba participar de cualquier evento que les facilitase un ameno pasatiempo y les concibiese poder mantener un coloquio agradable y sosegado durante el periodo que compartían amigablemente los dos. Por aquella época, la joven ostentaba una belleza singular; ajustada dentro de un cuerpo garboso y alto, con un cabello castaño medio ondulado, acomodado en rizados manojos

que

se

desprendían

sueltos

hasta

el

entroncamiento del cuello con los hombros. En su rostro se alojaba una delicada boca y una nariz pequeña, lo que permitía destacar en sus facciones un par de ojos almendrados, hermosos al contemplarlos y casi del tamaño de dos enormes estrellas refulgentes. Tenía el cutis de un leve color pálido rosado que exhalaba frescura y la fragancia de madreselvas, haciéndole resaltar el semblante con candidez exuberante. Su voz suave se asemejaba a susurros delicados, que por su vez poseían una entonación armoniosamente afable y La Tía Cora y otros cuentos

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gentil y que dulcificaban los tímpanos de cualquier interlocutor. Inevitablemente su estampa contrastaba de manera directa con el perfil del muchacho, que exhibiendo las características típicas de un sajón, poseía un pelo muy rubio y casi transparente como la miel, desbordando de él una tez tan blanca como la nieve. Los huesudos pómulos de su rostro eran tan destacados que más parecían dos manzanas maduras y rojas que le saltaban de las facciones. Todo su contorno se asemejaba a un muñequito de porcelana, con una silueta

enflaquecida, escuálida y

ennoblecida. Perdidos entre medio de aquellos afables y armoniosos momentos que compartieron, fue naciendo entre ellos un encanto más profundo e intenso, que inconscientemente hizo invadir la emoción y les transbordó el corazón, siendo necesario saciar sus impulsos por intermedio de efusivos intercambios de besos, caricias y halagos. De allí en adelante, el resto fue solamente una consecuencia de la pasión que compartían, así como a seguir compartieron las sábanas en exaltadas promociones de ternura y fogosidad.

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Un determinado día, y sin conocer el resultado de los vehementes arrebatos vividos entre los dos, el joven se sintió obligado por sus patrones a regresar a su patria, dejando detrás de si la explícita promesa de retornar a este país en la mayor brevedad posible, para de esta manera poder consumar su delirio en un matrimonio que los uniría postreramente. Un mes después del indeseado alejamiento, ella sintió dentro de sí la germinación de la semilla de la pasión, como clara secuela de los cariñosos días de afición y arrebato que los dos habían compartido. Ante tan sorprendente noticia, decidió enviar de inmediato una correspondencia para su alejado amado con la finalidad de confirmarle la situación que se avecinaba. La

circunstancia

que

se

advino,

exigió

el

intercambio semanal de ardorosas cartas, donde por intermedio de ellas continuaron a tejer planos y sueños para consumar sus quimeras, mientras que el muchacho insistía en prometer un breve retorno, pero excusándose de confirmar la fecha bajo la alegación de un imprevisto retraso que era fundamentado en las disculpa de los compromisos profesionales.

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No obstante, por esa razón necesitaba de una prórroga y aplazo para poder cumplir con la promesa realizada en su partida. Pero los meses fueron pasando en una

vertiginosa

velocidad

con

un

acumulo

de

correspondencias que repetían constantemente las mismas proposiciones y palabras, sin que al menos ella vislumbrase el hecho de poder concretar la confirmación de la boda. Aún estaba vivo dentro de sus sentimientos aquel sueño de poder concretizar complacida el anhelado propósito. La soledad le ocasionó intensa congoja durante el periodo del embarazo; no obstante, la criatura originada en aquel inconsecuente momento de amor, al final nació, resultando ser una lindísima infanta con una mezcolanza de linajes entre las dos estirpes que la procrearon. Debemos destacar que este aguardado suceso tampoco produjo la ansiada posibilidad de confirmar el prometido reencuentro entre los dos amantes. Ya pasado casi un año desde la emigración del hombre que le había despertado tan ardorosa pasión, ella pronto se persuadió que el juramento de antaño nunca se concretaría. Incontinenti, en sucesivas correspondencias le pleiteó educadamente por la ayuda financiera para poder La Tía Cora y otros cuentos

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sustentar a esa hija renunciada, y entendiendo no caberle solamente a ella el compromiso de mantener y educar la niña. Corresponde destacar que prontamente, atendiendo a las sucesivas suplicas de la mujer, el muchacho asedió al compromiso de enviar un giro bancario a cada mes, haciéndose cargo de parte de los gastos hasta que la criatura llegase a su pubertad. Con el decorrer del tiempo, la joven fue creciendo entre mimos, agasajos y adulaciones por parte de la familia materna, hasta el momento de constituirse en una exuberante muchacha de perfil disonante con el resto de su estirpe. Su complexión de niña había mudado para resignarla a ser demasiadamente alta, excesivamente delgada, casi escuálidamente esquelética en su estructura física. Una fisonomía que prácticamente heredó por completo de quien había sido para ella un desconocido progenitor. Su cabello tenía un matiz anaranjado semejante al color de una zanahoria, pero delicadamente ondulado como el de su madre. Los ojos eran de un celeste análogo al color del reino celestial, con la tonalidad de un purísimo y vivo añil cósmico que sobresaltaban austeros en un rostro ovalado y largo, recubierto con una piel alba como La Tía Cora y otros cuentos

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el marfil y totalmente salpicada de pecas, dejándole una apariencia de extrema jovialidad y entusiasmo que la convertían en una clara animación a ser percibida entre los quien con ella convivían. Durante todos esos años, la joven disfrutó de un tratamiento de plena indulgencia por parte de su abuela y de una constante dedicación por parte de su madre, que debido a la necesidad de cuidar de su anciana madre y dedicarse a su jovenzuela hija, debió abandonar las labores externas y consagrarse con afinco a confeccionar vestimentas en la propia residencia donde habitaban. Durante su periodo de crecimiento, la ausencia de un padre no le despertó resentimientos en el alma, puesto que nunca disfrutó de alguna carencia afectiva de parte de la extensa familia que tenía en su alrededor, donde siempre participaba con alborozo y animación en las reuniones con los más de una docena de primos, y con los que variablemente disfrutaba de esparcimiento con una total amenidad y diversión. Entretanto, en el periodo de mudanzas entre la niñez, la adolescencia y la pubertad, se fue amoldando en su inconsciente la aspiración de ser pedagoga. Puede ser que el deseo de convertirse en una eficiente educadora, haya La Tía Cora y otros cuentos

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surgido de la continua convivencia con esa multitud de parientes que la rodeaba, o como consecuencia de la dedicada afectividad de su madre y su abuela, pero lo cierto es que terminados los estudios básicos, optó por entregarse a la tarea de suministrar las primeras letras a pequeños infantes. Esta garbosa joven de aspecto extrovertido y optimista, dueña de un perfil casi anquilosado por su flacura, poseedora de una voz delicada y firme que iba imponiendo sus pensamientos de manera clara y concisa, fuera de las cualidades y conocimientos profesorales que fueron adquiridos por la exclusiva dedicación a su pretendida

profesión,

ostentaba

una

extraordinaria

intuición para la elaboración de comidas y platos extravagantes. Todos elaborados con gran perspicacia e imaginación de su parte. Su sagacidad para inventar la gestación de los alimentos más simples, transformándolos de pronto en originales comidas, provenía de su propia abuela, que desde pequeña la involucró e inculcó en los conocimientos básicos para las etapas preliminares de la cocina. Su don ya era por demás conocido y admirado por toda la familia, la que se seducía disputando las maravillas inventadas por La Tía Cora y otros cuentos

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ella en los agasajos y encuentros en que tenían oportunidad de reunirse. Ya en su fase adulta, adoraba preparar habilidosos almuerzos o ingeniosas cenas para agasajar a los tíos y primos que periódicamente recibían en su casa. Por demás está decir, que siendo una familia tan numerosa, existían meses en que los aniversarios se festejaban a cada semana en una rutina que provocaba la cofradía de los parientes. Cuando la cuestión era carnes, ella ideaba un preparado especial que consistía en abrir un trozo de pulpa, a la cual le cortaba con un cuchillo una tapa superior dejándole una extremidad unida. En el trozo mayor, introducía nuevamente el cuchillo y le abría una especie de sobre interno. Para preparar el relleno, algunas veces utilizaba morrones pelados cortados en juliana, queso magro, ajo, aceitunas descarozadas y cortadas en rodajas, condimentándola con sal, pimienta y orégano. En otras oportunidades, la preparaba colocando un relleno de jamón cocido, queso mozzarella, albahaca, pimienta negra triturada, romero y sal. Cuando no, inventaba un fritado juntando en la sartén, ajo, cebolla, tomate, salvia, tomillo, queso parmesano rallado, agregándole chorizo picante

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desmenuzado, cocinándolo en el mismo consomé, al que le agregaba una copa de vino tinto. Preparado el relleno, cualquiera de ellos, lo colocaba dentro del sobre interno de la carne, la cubría con la tapa superior de la misma, sujetándola con dos escarbadientes para no perder el relleno. La envolvía en un papel laminado y la asaba en horno durante una hora y media, acompañada de rodajas de papas, batatas, zapallo y zanahoria, a los que los asaba junto a la pieza de carne. Cuando el plato principal era la preparación de pasta, variaba constantemente de espécimen de fideos y la salsa que los cubría, pero también para estos ella tenía su propio aderezo preferido, que lo preparaba de acuerdo con el momento y la condición. La salsa preferida consistía en un preparado donde cortaba en cubitos menudos, unos pedazos de tocino ahumado, jamón cocido cortadito en tiras finas, un poco de ajo, cebolla, pimienta raspada y algún otro condimento. Lo fritaba todo junto con muy poco aceite, agregándolo a una salsa blanca que la condimentaba con nuez moscada rallada y queso parmesano también rallado, adicionándole una pequeña copa de vino blanco seco. Una vez preparada la salsa a punto chirle, casi líquida, se la agregaba a unos La Tía Cora y otros cuentos

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tallarines ya hervidos, espolvoreándolos a continuación con bastante queso rallado. Idénticos procesos repetía para los pescados, aves, filetes, mariscos o cualquier base para el alimento y, para cada tipo, tenía su propio menjunje. Sabroso le quedaba el lomo de cerdo mechado con tocino y pasas de damasco y ciruela, el que después de asado lo cubría con bastantes restriegas de queso semiduro y lo servía acompañado de un puré de papas con almendras trituradas, adornado con unas rodajas de ananá fresco y duraznos conservados en almíbar. Ella no se atenía a una escuela culinaria que sirviese de guía fiel a sus aptitudes. Era su propio paladar el que determinaba la sazón y el gusto con que los preparaba y cocía, premeditando anticipadamente la circunstancia y la ocasión de la fiesta y sus agasajados. De igual modo, debemos destacar que tales dotes se restringían exclusivamente a la elaboración de comidas. El preparado de los postres y sobremesas no eran su fuerte y su habilidad, y sí, el de su madre, relegándole a ésta la fastidiosa labor en la preparación de los mismos. En todo caso, justamente así se encuentran ellas ahora, conviviendo bajo un techo sustentado por armonía, La Tía Cora y otros cuentos

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fraternidad y cordialidad, donde las tres sustituyen la carencia afectiva de amores masculinos inconciliables, por el complemento de cariño y solidaridad mutua entre madres e hijas, sin hostilidad o desavenencias que las mortifiquen, sin desunión o conflictos que las ultraje, dando cada una de ellas su parte de ternura y adhesión para con la otra.

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Bucólico Paisaje

En ciertos segmentos del recorrido, la carretera llegaba a ser monótona por causa del perenne paisaje desértico formado de tierra pura, cielo y el sol brillante que la envolvía. No obstante, en ambos lados de la misma se podía divisar a vista ensanchada, unas amplísimas extensiones de pastaje de variados matices de un color verde mezclado entre tintes sepia y musgo, entrecortado por resplandecientes pajonales y otros tonos de verdes entre esmeralda y glauco. Entre ellos se notaba que estaban insertados montes regulares, matas con arbustos menores y los espacios de cultivo originados del cuidadoso trabajo de sembrado, que se entreveraba con las áreas que eran destinadas para el fin de procrear ganado. Algunos pastizales, al estar entrecruzados con espacios sembrados de granos y leguminosas, su aspecto difería de entonaciones, donde cambiaba de reflejos yendo desde el más claro hasta el más oscuro, entremezclando entre las siembras el propio dorado oro de algunas espigas de granos maduros, e incluso, el sombrío follaje de La Tía Cora y otros cuentos

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malezas rastreras o el marrón lóbrego de indeterminado boscaje perdido allá en la lejanía, donde el horizonte se encargaba de marcar una fina línea en su amplia extensión. Sin embargo, ese mismo modesto panorama, cuando se analizaba la mezcla de tonalidades que lo cubría desde arriba, se percibía el tinte añil celeste del cielo, interpolado con esparcidas nubes que variaban del albo blanco a la más variada gama de un gris borroso. Toda la atmósfera parecía haber sido pincelada por algún hábil maestro del arte del esbozo, el cual había enarbolando en el zenit la presencia de un reluciente y redondo sol amarillo a manera de parecerse a una moneda resplandeciente. Intentando apresar el aburrido tiempo del trayecto, me dediqué a buscar los contrastantes cambios de la naturaleza, lo que casi sin querer me hizo percibir que el propio colorido hacía parte del bucólico panorama. La parte correspondiente a la carretera estaba pavimentada con un breo alquitrán que en ciertos trechos presentaba emparches en el asfalto, de manera de hacerlos parecer como si ellos fuesen llagas curadas y resecas, o moretones ya curtidos que habían quedado esparcidos a lo largo de un maltratado cuerpo.

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En otros espacios, el mismo lecho del camino presentaba

unas

cuarteadas

hendeduras

que

iban

deslizándose en zig zag por la carretera, juzgando al ser observadas, que simulaban ser como las heridas abiertas esparcidas en una carne de piel morena lúgubre. La larga lista fastidiosa y recta de un sendero monótono, ocasionalmente aparecía entrecortada por pequeños puentes que zanjeaban unos extenuados arroyos, algunos de ellos profundos e incipientes, los que inadvertidamente atravesaban el tramo y se esparcían serpenteando como culebras entre los pastizales del recorrido. En algunos de esos arroyuelos existía en sus lechos un anémico hilo de agua plateada por el reflejo del sol, que los hacia resaltar mustios entre las barrancas desnudas de una tierra umbrosa y parda. Paralelamente a los dos lados del camino, se extendían de tanto en tanto, una infinidad de simétricos y altos postes de madera rojiza que habían sido erguidos, erectos, para poder sustentar una secuencia de cuatro o cinco paralelos hilos hoscos. En éstos alambres se balaceaban satisfechas diferentes pandillas de pájaros, entre los que se notaban cardenales de penacho rojo, las jaspeadas calandrias, los morenos horneros constructores, La Tía Cora y otros cuentos

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los asustadizos pirinchos, los cantores y rubios dorados, los jilgueros de gargantilla, las grisáceas palomas de monte o las alborotadas e impacientes cotorras, además de un otro sinfín de aves de los más variados plumajes. Algunos de estos tiesos maderos estaban coronados en la cúspide, por estéticos nidos de un apagado barro marchito y reseco. En otros, había un enmarañado de ramas secas entretejidas entre sí, abrazadas a los mástiles como siendo desengoznados percheros en el que habitaban los lenguaraces y escandalosos loros verdes. Si extendía la vista para ambos lados de la ruta, notaba la existencia de una fina e interminable trilla formada por tierra entremezclada junto a una esmerada arenisca de gama plomiza, que servía para separar la vereda negra del camino, de los verdes pastos de los campos que amenazaban por invadirla desprevenidamente, y formando una ilusión óptica a modo de querer asemejarse a la terminación de un grotesco encaje que fue zurcido a los lados de un tejido. Más allá podía percibir entre los labrantíos de los campos, que estos se hallaban cortados por interminables líneas de alambrados que habían sido entrelazados tiesamente en delgados maderos, que por su vez surcaban La Tía Cora y otros cuentos

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de arriba abajo y de norte a sur, los desolados ejidos de la región. Dentro de esos cuadros circunscritos por los alambres, se esparcían perezosamente algunas tropillas de reses o la borregada, oteando indolentes la distancia y la vida. Posando sobre algunos hilos de alambre, podía notar determinados

caranchos,

chimangos

y

halconcitos

haciendo antesala por alguna presa. Al observarlos metidos dentro de esa impavidez y quietud, perdidos interiormente en un silencio que los abrazaba,

también

divisaba

colores

disonante

que

matizaban el conjunto. Parte del ganado presentaba diferentes tonos de marrón. Estos iban desde el oscuro negruzco, pasaba por el barcino, y otros llegando a ser parduscos y castaños, hasta llegando al ocre, que por su vez, era caqui, paja, amarillento y cobrizo. Una interminable gama de coloraciones rojizas y lustrosas disonantes de su alrededor. Otros animales que por allí pastaban, estaban un poco manchados de un color blanco sucio, desvergonzado, avariento, descuidado, contaminado, que les mancillaba el pelaje dándoles una índole extravagante y original, y parecían emplastados como inusitados remiendos entre el negro o el marrón de la piel que les cubría la osamenta. La Tía Cora y otros cuentos

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Por su vez, los corderos, las ovejas y los borregos que se perdían a lo largo del infinito teatro de la perspectiva,

poseían

una

coloración

que

resaltaba

contrastante contra el aceitunado matiz de los pastizales, ostentando en los cuerpos un sucio tono nevado de desaseado color, haciéndoles parecer indecoroso el enrulado pelambre que los cubría. Algunos errabundos caballares aparecían aquí y allí como descarriadas figuras en el perene bastión del horizonte, entreteniéndose a pastar sosegadamente entre frustrados

relinchos,

y

deambulando

relajados

los

pelambres azabaches, cobrizos, cenicientos, pardos, mestizos y un sin número de heterogéneas combinaciones que contrastaban con el arco iris del vergel. Algunas veces atravesaban el cielo planeando, unas fortuitas bandadas de aves menores, pero claramente se notaban aquí y allí los grises y espantados teros zancudos, desparramando sus alaridos en la mustia campiña, cuando algún avizor gavilán merodeaba sus nidos. Del mismo modo, aparecían negros cuervos con sus estiradas cabezas rojizas, revoloteando desgarbados alrededor de alguna carniza putrefacta. De vez en cuando también divisaba algunas garzas y biguás. La Tía Cora y otros cuentos

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Al extender la vista hacia el anverso de mi rostro, ya podía divisar parte de las cumbres y faldas de la cadena montañosa que se levantaba tenuemente en el horizonte, que, por la distancia que se encontraba, parecía pintada en un fosco celeste extraterrestre que se fusionaba con los celajes claroscuros y la bruma de la tarde. Aun estaba lejos de alcanzar esos macizos compactos de piedra y tierra. Montañas inmensas en su realidad y tan pequeñas desde la distancia. Pero mientras continuaba a rodar por el camino, comencé a percibir algunas esparcidas viviendas desperdigadas de tanto en tanto, como si estas estuvieran a fin de pretender demarcar un territorio totalmente deshabitado de seres humanos. Algunas de esas casas se escondían en su retiro, a las espaldas de frondosos montes de bastos y verdosos árboles, a modo de pretender disimular sus tímidas figuras, o quedarse acurrucadas en esas sombras, para continuar a juzgarse desapercibidas entre el silencio sepulcral que las rodeaba. Muchas

de

demasiadamente

estas

residencias

minúsculas

en

se

tamaño

presentaban y

en

la

circunstancia, estando destinadas a albergar almas y amparar necesidades. Eran moradas donde se refugiaban La Tía Cora y otros cuentos

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dentro de ellas, esperanzas y sacrificios de sol y sol en el desmayado ambiente que las asediaba. Casi su totalidad exteriorizaba al unísono un cándido color blancuzco, que las destacaba parecer mucho más albas entre las sombras que las acurrucaban. Otras, muy pocas, eran construcciones enormes en su dimensión, pero siendo por lo general bajas y con techos sobresalientes a su alrededor, dejando establecido claramente las diferencias del carácter económico de sus habitantes. Se constituían edificaciones apropiadas para el tamaño del bolsillo de las gentes que allí vivían. Del mismo modo, además junto a éstas, se desparramaban en los aledaños unos grandes galpones y potreros. Esa apreciación más intensa de encontrarme ahora divisando construcciones, gente y movimiento, me generó la impresión de que luego estaría llegando hasta algún poblado, y que éste esgrimiría su casi solitaria utilidad en aquellos parajes, como para servir de centro mercantil para la región. Prontamente me invadió la voluntad de conocerlo aprovechando el intervalo para realizar un descanso y consumar una refección ligera para saciar un hambre no sólo formada de curiosidad y expectación.

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Algunos kilómetros después, principié a divisar un amontonado conjunto de desparejas edificaciones que se volcaban urdidas en ambos lados de la carretera. Al arribar, noté que existía allí un innegable movimiento de personas en los más diversos quehaceres, dando una relativa percepción de dinamismo

cuando se los

comparaba con la monótona soledad de su entorno. La muchedumbre era en su gran mayoría, compuesta por individuos oscuros de piel. En algunos, se les notaba un ton cobrizo resultante de la epidermis requemada por el inclemente solazo. En otros, la generalidad de ellos, era una falange de hombres provenientes de las muchas cruzas de sangres de varias razas, aunque se notaba claramente que en estos prevalecían los antepasados indígenas de sus familias. La agitación del lugar estaba cercada de los más policromos colores provenientes de todo el contexto que lo componía; sin embargo, el polvo seco empujado desde lejos por brisas y vientos persistentes, uniéndose a él el resultado del desprendimiento de partículas de resecas plastas de barro arrastradas por las ruedas de los vehículos, hacía que todo allí fuera fosco, opaco, nebuloso, apagándole el brillo natural de los colores. La Tía Cora y otros cuentos

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Las edificaciones cotejaban en casi toda su generalidad, estar bañadas por tintas de una invariable graduación de matices claros. Pero, debido a esa inclemente y constante acción del viento, la lluvia, de la propia tierra volátil y el polvo depositado en la atmósfera, éstos agentes extraños se habían ido colando el las paredes y ahora se chorreaban de arriba abajo, dejando a su paso marcas perceptibles de un color pardusco sobre el tinte original de las paredes, los cuales variaban de apariencia conforme el resguardo que cada una poseía. Al observar inadvertidamente esa imagen, me parecía que todo el panorama asumiera una imagen de abandono o suciedad. Era una situación diferente, fatalmente causada por el inexorable ambiente en el que estaba incrustada la villa, y que ciertamente no difería en mucho de las edificaciones que yo había notado desde la carretera. Decidido que me encontraba a realizar un frugal tentempié, escudriñé por la búsqueda del local apropiado para saciar mi deseo, especulando instintivamente por lo que me sería conveniente en cuanto al aseo y al tipo de merienda que iría consumar, haciendo que descartase de

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rayano cualquier establecimiento que presentase un dubitativo ambiente. Curioseé por la vereda de la vía principal que cortaba a lo largo el perímetro del poblado, explorando los ambientes que allí se agrupaban en una tentativa incansable de capturar clientes para sus gestiones. Había de todo, tiendas de ropas, farmacias, mercados de comestibles, ferreterías, herrería, taller mecánico, bares y tabernas,

almacenes

y

fruterías,

abastecedora

de

combustible, bancos, y panaderías. Existía toda una progresión de negocios volcados para proporcionar las necesidades de la región, sin considerar lo que es infaltable en cada pequeña localidad de interior: la plaza. Por su vez, ésta era la principal y única, acogiendo desparramadas en su contorno a la comisaría, la iglesia, el correo y otras autarquías estatales. Parecía que la vida del pueblerino todo, transcurría entre esa plaza céntrica y el trecho de avenida que del mismo modo se valía como siendo la arteria central y la carretera. El resto de las viviendas se extendían somnolientas por lo largo de tres o cuatro cuadras de cada costado de la avenida, y por toda la extensión longitudinal

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del pueblo, que debería ser de aproximadamente no más que un kilómetro. La mayoría eran meros locales comerciales, simples en sus acomodaciones, pero sin embargo estaban abarrotados de mercaderías variadas dentro del ramo de actividad a que se proponían. Ojee entre los mismos holgazanamente con el único intuito de desperezar mi ánimo, cuando de pronto en mí peregrinar sonámbulo, me deparé con un tugurio de aspecto interesante que anunciaba entre otras cosas, las especialidades típicas del terruño. Era una mezcolanza de fonda, cantina, y bodegón, con piso de tabla cruda, mesada de madera rústica recubierta de un barniz brillante, y paredes melancólicas desde donde colgaban añejados afiches de determinadas bebidas y cigarrillos. Había también un gran espejo rectangular y algunos percheros para acomodar los abrigos de esparcidos clientes que hasta en tal ocasión se allegaban. Rellenaba el salón una profusión de juegos de mesas con cuatro sillas, que al igual que todo el ambiente, estaban erigidas en madera rústica, pavonadas con un lustroso barniz rojizo, ostentando por encima de ellas unos La Tía Cora y otros cuentos

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mantelitos confeccionados preciosamente en un tejido con apariencia cuadriculada y bordado en todo su contorno con punto cruz. Pese a su simplicidad, todo demostraba un relativo buen gusto y naturalidad, apreciándose en aquel lugar el verdadero capricho de sus propietarios. Indagando para concluir de vez con los intereses que en tal sazón me conducían, prontamente me fue recomendado

probar

los

sándwiches,

que

venían

dispuestos en prodigiosas rebanadas de pan casero y elaborados con manteca casera, robustas tajadas de queso de la colonia y abastadas lonjas de jamón ahumado. Además, podía probar los que eran preparados con rajas de salame cortado a cuchillo, y acompañar los mismos con un considerable jarro de café preparado al modo campero. De igual modo, si así lo deseaba, igual figuraban otras opciones más triviales en la carta del menú. Para ser sincero, no esperaba depararme con tan esmeradas y sabrosas exquisiteces, prontamente develada por mi paladar, tanto en su gusto como en la exhibición del plato y en el extremado cuidado que tuvieron con su disposición. Un contexto algo difícil de poder encontrar en una ciudad sin mayores recursos. Me habían servido los alimentos en una gran bandeja de madera donde estaban La Tía Cora y otros cuentos

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acomodadas dos inconmensurables y espléndidas tajadas de pan del tamaño de un sol, rebosantes por dentro de holgados trozos de carne y queso, junto con una enorme jarra de cerámica que contenía un caliente y humeante café aromático. Saciados mis antojos y con el apetito sobre control, decreté por realizar una leve caminada durante algunos minutos más antes de proseguir mi viaje, en una clara tentativa de hacer posible digerir mejor los alimentos introducidos dentro de mi estómago. Las calles, en los alrededores de la plaza y de la gran avenida, eran las únicas que poseían un revestimiento de capa asfáltica negra. El resto de las travesías tenían un caparazón polvoriento, constituido por un amasijo de tierra opaca y barcina que se formó de la composición entre arenisco, pedregullo, y macadán, compactada sobre los mismos

senderos

que

acomodaban

las

diferentes

residencias, que en su mayoría, al estar retiradas de las veredas, todas ellas exhibían floridos y arbolados jardines en sus frentes. El sol de la tarde ya proyectaba su irradiación en un ángulo que inventaba sombras oblicuas desde los objetos hacia el suelo. Por su vez, la cadena montañosa que La Tía Cora y otros cuentos

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enmarcaba el lejano horizonte, ahora aparecía más nítidamente ante mi visión, y eso daba a la ciudad una representación ocular que bien podía ser considerada una postal fotográfica sublime. De pronto percibí que mi descanso se estaba explayando en demasía, obligándome de inmediato a tener que retomar el restante camino de mi viaje. Aun pretendía llegar a mi destino antes que el sol se opacara de vez entre las cumbres rocosas; aunque vislumbraba que tendría por la frente un no tan monótono recorrido, ya que en muy corta trayectoria del camino, la carretera se esparciría por cuestas, repechos, curvas y laderas, robándome el encantamiento de poder continuar a apreciar los bucólicos paisajes hasta ahora divisados.

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Estirpe Disipada

Finalmente había logrado recibir el dinero. Era una de las partes que le correspondía en la división de la aminorada herencia, y que fuera resultante de su fracción al realizar la venta de una casa vetusta y añosa. Antiguamente, su bisabuelo la había construido en la misma ciudad donde alcanzó a nacer su padre, pero de la cual él había emigrado en su juventud. En ese instante le invadió la memoria el recuerdo de las épocas en que partían con ansia en el alma para visitarlos, llegando a escudriñar en la retentiva por las veces que en su niñez había despilfarrado horas de ociosidad entre aquellas inmemoriales paredes. Repasó las correrías alborotadas que realizaba libremente entre los muebles de la casa, que en su momento le impresionaban por ser invariablemente negros y pesados, y los cuales le habían parecido que los mismos siempre habían sido viejos y retintos desde el momento en que los habían construido.

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Recordó que, por momentos, aquella vivienda de edificación amplia, con paredes de muros anchos, gruesos y estentóreos en opulencia, con los pisos de madera lustrada y su alto cielorraso de tabla, le hacía pensar en ese entonces que, de tan alto que quedaban desde su ángulo de visión y dentro de la infantilidad de pensamiento que lo acompañaba, lo inducía a indagar por el tipo de corpulentos individuos que podrían vivir junto a sus parientes dentro de ese castillo de techos altísimos. Tenía presente en su mente los imponentes ventanales que se anteponían a la zaga de las balaustradas y volcados hacia la avenida, donde frecuentemente en los atardeceres, sus abuelos se sentaban para extender sus prosas deleitándose entre cebaduras de mate caliente y manducatorias polvoreadas de azúcar y mermelada, estirando la mirada entre el movimiento de transeúntes, carrozas, velocípedos y algunos pocos vehículos perdidos que por allí desfilaban en el crepúsculo. No tenía dudas que en aquel entonces, pese a que con su corta edad todavía no lo comprendía correctamente, la opulencia ya hacía parte de la familia, y estaba estampada desde el tamaño de la casona, los muebles de estilo bizantino que en ella se desparramaban, los La Tía Cora y otros cuentos

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cortinados de terciopelo colgados del techo al suelo en todos los aposentos, el tropel de servidores, todos oscuros en su color pero de un alma blanca en el cariño y los cuidados que le donaban, la imponente mesa donde se reunía la familia para las refecciones, el piano colosal y hermosísimo de un negro lustroso y relumbrante con el cual su abuela animaba los cálidos anocheceres. Para recapitular su memoria, recordó que su bisabuelo había aparecido en una de aquellas levas de inmigrantes que el gobierno había promovido próximo de la segunda mitad del siglo XIX, como condición para que de esa manera se incentivara la colonización de la región, y de igual forma que pudiesen los expatriados inculcar algunas

enseñanzas

instruyendo

la

población

de

desventurados y analfabetos que estaba desparramada por esos parajes. En aquel momento había resolvió venirse como polizón en un navío de carga que habitualmente realizaba la línea mercante entre el puerto de da capital y en viejo continente. Pero la verdad, era que él venía de mucho más allá, de otras tierras mucho más lejanas e desérticas, que al estar muñido de una juventud aventurera y de un espíritu ambicioso, se había lanzado confiado a un nuevo mundo La Tía Cora y otros cuentos

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en ebullición. El convencimiento a realizar la aventura le vino de los comentarios que existían abiertamente, de que la riqueza de allende fluía por todos los territorios inhóspitos. Al inicio de su llegada se dedicó a tareas variadas en el propio puerto de arribo. A continuación, fue mercachifle de un ávido patricio que lo incentivó e instruyó en la función y en mercantilismo. Reunido de coraje, partía entonces con un pesado carromato abarrotado de chirimbolos por esos caminos de tierra con mucho polvo y barro, recorriendo distancias agrestes y yermas, buscando pueblos o villas que abrigasen diferentes individuos con quien negociar. Muy pronto la perspicacia le permitió vislumbrar la fructífera oportunidad de realizar compensatorias permutas de sus mercaderías por otros productos, y nuevamente, atiborrado de esos nuevos frutos y utilidades, realizaba su retorno a la capital; los que entre ida y vuelta, le consumía varios meses de su vida. Algunos años después, ya dueño de varias carretas en el trayecto, concluyó por establecerse en la región y desde allí, comandar su floreciente negocio. No demoró mucho tiempo para que el oro y la plata llenasen sus alforjas, trayendo yuxtapuesto el restante de La Tía Cora y otros cuentos

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los beneficios que la riqueza siempre proporciona. Fue en esa época que mandó construir la casa, no sin antes haber construido parte de su imperio económico. Adinerado, pudiente, culto y letrado, pero siendo ya un señor de edad madura, mismo así, instituyó casamiento con la hija de un acaudalado hacendado de su círculo de negocios. El hecho le permitió aun más reforzar su ya holgada riqueza, y en esa residencia magnánima y grande habían nacido sus diez hijos, y desde allí comenzó a inmiscuirse en la política regional como manera de preservar su patrimonio. En el decorrer de la vida, se convirtió en un poderoso, influyente y astuto líder local, apoyando determinada facción del régimen, como manera de poder garantizar su opulencia y su destreza. Fue así hasta que, al llegar a su vejez, una enfermedad lo postró por largos años en un letargo inocuo, robándole la capacidad de hablar y expresar su raciocinio. Sus hijos, aprovechando el oportuno momento, se dividieron en vida los negocios y las propiedades del patriarca a fin de que cada uno de ellos pudiese dar continuidad a los días de gloria de antaño. Durante un determinado periodo de tiempo, hasta que algunos La Tía Cora y otros cuentos

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tuvieron un relativo éxito con los emprendimientos que realizaron, pero a casi todos les faltaba la sagacidad y la maña del viejo cacique. A decir verdad, vale esclarecer que los tiempos ya eran otros y los espacios para grandes negocios ya estaban ocupados o demandaban por un mayor capital. Mismo así, el comercio del inicio del siglo trajo con él, la mudanza de los rumbos mercantiles y los propios hábitos de la población. En ese periodo pasaron a existir ciertos beneficios que dieron impulso a diferentes actividades que se fueron desenvolviendo con el advenimiento del ferrocarril, el automóvil, la radiodifusión, la luz eléctrica y muchos prósperos beneficios más. En el fraccionamiento de la herencia, a su abuelo se le habían homologado como parte del repartimiento, los derechos a la casona y el establecimiento que funcionaba como almacén de compra y venta de granos y de artículos relacionados con la actividad agropecuaria. Éste era un enorme galpón, una especie de comercio mayorista especializado en un segmento de actividad bastante predominante y aún en expansión. En ese instante, un torrente de recuerdos le aguza vivamente su memoria y le hace recordar de algunas de La Tía Cora y otros cuentos

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aquellas visitas que habitualmente realizaban a la ciudad natal de su padre y sus abuelos. De pronto se entrega a la afable evocación de su época de chiquillo y de su estada en el almacén, cuando le viene a su mete la imagen de cuando correteaba entre los inmensos corredores de enormes pirámides de bolsas de yuta, en las que se trepaba ágilmente como mono entre matorrales, no sin antes tener que escuchar los severos bramidos que su abuelo prorrumpía para que conservase la compostura. Ceñido en ese conflicto de recuerdos, a su memoria le vuelven nuevamente las imágenes retentivas de la casa de sus abuelos, imaginando ver el amplio patio enlozado con grandes mármoles blancos y negros asemejándose a un impresionante tablero de ajedrez, y que sitiaba lujurioso las anchurosas habitaciones a su alrededor. Evoca la cocina grande con el aljibe interno y los fogones de leña, recordándose del jardín posterior que era una mezcla de huerto, vergel de flores y boscaje de enmarañados arbustos y enredaderas en donde jugueteaba distraídamente bajo los celosos ojos de una criada de ocasión. Todo eso pertenecía a un momento remoto de su niñez, en que aún en aquel periodo no se había hecho La Tía Cora y otros cuentos

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sentir con mucha intensidad el ocaso de la opulencia que esa familia ostentaba en tiempos pasados. Las épocas habían

cambiado,

pero

recordaba

claramente

la

aristocracia de sus abuelos, que sin embargo, en virtud de las dificultades económicas que los apremiaba, insistían en conservar intacta la estructura y la disposición de la casona. Sólo el tiempo le fue dando a nuestro personaje la capacidad de razonar sobre lo sucedido, adonde con base en los acontecimientos mas recientes de su vida, le fue más fácil advertir ocurrencias similares como los ocurridos con su familia. Principalmente los observados en las estirpes de distinguidos apellidos, de linajes con mucho dinero y poses construidos principalmente con el usufructo de tierras y campos; peculios que muchas veces se fueron acumulando a la sombra de negocios ambiguos y hasta con la unión de distintas combinaciones de apellidos y sobrenombres. Esa formación de grandes extensiones de tierra, que antiguamente habían generado aquella noble hidalguía de muchos sobrenombres de donaire, daba tranquilamente para sustentar varios hijos con enorme exhuberancia y poder. Pero con el fallecimiento de estos soberanos, con el La Tía Cora y otros cuentos

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paso de las décadas se fueron dividiendo los campos con partes menores, los que igualmente, continuaron a ser explorados por sus descendientes utilizando peones sin estilo y cualidad. De igual modo, estas tierras continuaron a fructificar suficiente dinero y riqueza, que por su vez seguían sustentando otras manadas de hijos, los que no obstante, igual podían sacar una buena renta de ellas, pero no tanta fortuna como entonces. Igualmente, con el pasar de los años, esos hermanos fenecían y nuevamente las partes menores quedaban aun mas menores que antes. A partir de ahí, ya la plata que esos campos rendían no alcanzaba lo suficiente para sustentar cunas y estirpes, dando lugar a peleas entre familia o fraccionando lo que restaba, necesitando los descendientes buscar el sustento y los anhelos en otros trabajos. Llegó a comprender que algo así habría sucedió con su abuelo, que queriendo mantener la apariencia y la compostura legada, no vislumbró lo que sobrevenía. De ese casamiento le nacieron tres hijos, -su padre y dos tías-, y de igual modo, no siendo una familia tan numerosa, el

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comercio que tenían generaba solamente lo estricto para vivir y sostener los gastos de manera escrupulosa. De tal manera, para adaptarse a los nuevos vientos que soplaban, redujeron la servidumbre a la escuálida suma de dos domésticas, y la casona se fue deteriorando por la falta de recursos suficientes para la reparación y restablecimiento de la edificación y el mobiliario, y muy pronto del mismo modo, también se acabaron las tertulias y las reuniones de familias distinguidas. El simple hecho de tentar sobrevivir, fue lo que en realidad marcó las últimas décadas de vida de sus abuelos. Su padre, desde temprana edad, se había marchado para la gran ciudad con intención de completar los estudios universitarios. Tal vez haya sido ese el mayor legado que sus abuelos le prescribieron a su padre, pues dentro de la estrechez de recursos, le respaldaron por años el costo concerniente a su sustento y la progresión educacional. Durante esos ocho años de ausencia dedicados a sus estudios, se había ido ahondado aún más el lúgubre escenario del oficio de su abuelo, haciéndole menguar los resultados de tal manera, que ya no permitiría sustentar

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más bocas dentro de una misma insuficiencia de recaudación. Bajo la perspectiva ominosa que tristemente vislumbraba en las actividades mercantiles de la familia, el muchacho decretó la sentencia de volver a la capital para organizar su porvenir, ahogando en ese momento las fantasías tejidas bajo un manto de esperanza y sin poder tener aquella certidumbre de alcanzar a practicar la carrera escogida en su ciudad natal. Aun así, ambicionaba alcanzar el éxito en la profesión elegida, mismo sabiendo que no podría contar con las relaciones requeridas para introducirse en un nuevo mercado, pero mantenía el convencimiento de que, con esmero y dedicación, no le sería dificultoso alzarse victorioso en su desafío. Al inicio fue necesario juntar ímpetus similares con algunos ex condiscípulos de universidad y colectivamente, pronto instalaron un pequeño bufete para desempeñarse en las labores de abogados. No obstante, la expectativa criada no fue muy satisfactoria en cuantificación de resultados compensatorios; hasta que en un determinado día, aceptó un nuevo reto y se fue a trabajar para un renombrado

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escritorio jurídico con acentuada especialización en causas civiles. Aquellos espacios inaugurales fueron para su padre, muy duros y sacrificados en todos los sentidos, pero de cualquier modo ese fue el período en que se produjo el escenario que le permitió enclavarse en un ambiente nuevo y competitivo para su profesión. Más tarde aparecieron en su vida, la esposa, el hogar, los hijos y los beneficios de la profesión que fue conquistando paso a paso en el decorrer de los años. El repaso de los acontecimientos de sus antepasados estaba prácticamente cimentado en el recuerdo de las historias que su padre le había efectuado en los más diferentes momentos de su vida, pues a bien verdad, muy poco pudo presenciar de los hechos y las historias de la familia. En parte debido a la distancia donde vivían, y por las escasas veces en que visito la casa de sus antepasados. Lo único que alcanzaba a mantener nítido en su cabeza eran los momentos de la niñez, tiempo en el que las visitas fueron más frecuentes, pero después que su abuelo se enfermó y fueron obligados a vender el negocio y la propiedad donde se ubicaba el almacén, su padre y él, no habían vuelto más a visitarlos. La Tía Cora y otros cuentos

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Sin embargo, pese a que su padre mantuvo para con ellos sus citas anuales y una periódica correspondencia, él solamente volvió a la casona en los últimos momentos de vida de su abuelo. En esa su última estada, recordaba de cómo alcanzó a percibir la precariedad económica que había cincelado profundamente la confianza de aquel lugar. Fue en ese instante que notó que nada mas guardaba el brillo de antaño, ni la casa, ni los utensilios y ni las personas, ni la propia manera de vivir de todos ellos. Tal fue vez por misericordia o piedad, pero en aquel momento quedó ajustado entre los sucesores que, poseyendo

como

herencia

para

dividir,

única

y

exclusivamente la desmerecida propiedad, y siendo ésta de imprescindible necesidad para poder cobijar entre sus paredes, a su abuela y una de sus tías con sus respectivos familiares, establecieron de común acuerdo que la división del legado se daría cuando ambas mujeres falleciesen, accediendo a que los parientes mayores continuasen a disponerla hasta el final de sus vidas. Igualmente, vista la precariedad de subsistencia que allí se enfrentaba, su padre los socorrió en diversas oportunidades con suficiente subsidio monetario con el fin de permitirles tener una vejez más digna y plausible. Así La Tía Cora y otros cuentos

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se pasaron un poco más de dos décadas y en ese lapso de tiempo, murió su abuela y pocos años después, su propio padre. Cuando esa tía que aun vivía allí también espiró, nuevamente los sucesores acordaron realizar la secesión de la herencia entre todos los descendientes, pactando entre ellos la venta del inmueble y todos los perteneces que hacían parte de la misma. Todo el procedimiento legal para poder venderla había consumido algo más de un año, entre el expediente de los documentos legales y la venta de la propiedad. Considerándose que la ubicación de la vivienda estaba insertada en la calle principal de la ciudad, en su momento, el valor alcanzado con la venta no llevó en consideración la parte física de la residencia en virtud de ésta ya estar completamente deteriorada y comprometida en su estructura. Ni que hablar de los impresionantes muebles de caoba negra con más de cien años de duración menoscabada y carcomida por el maltrato. Cavilando ahora sobre los hechos y volviendo a la época actual, reflexionó sobre los orígenes de la familia en una región extraña para sí. Recapacitó en una amplia análisis por la viveza y enfoque que había tenido su La Tía Cora y otros cuentos

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bisabuelo en un momento de la historia y quien sabe, del contento que éste sentía al juzgarse vencedor en tierras remotas. Evaluó la falta de perspicacia y de clarividencia de los hijos de éste al dilapidar el patrimonio por él conquistado, y de las tantas otras cosas acontecidas en tan sólo tres generaciones, donde un sobrenombre de influencia y estirpe había quedado silenciosamente consumido en la leyenda y en historia. Le parecía mentira que de toda aquella opulencia, riqueza y fortuna de otrora, había restado para cada uno de los descendientes el valor similar al costo en la adquisición de un automóvil con más de diez años de usanza y un sobrenombre normal en el catálogo telefónico.

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Trama Conjurada

En ese momento la cabeza estaba hundida sobre una escuálida almohada de tejido esponjoso, de manera que esa posición le permitiese permanecer indiferente al movimiento de las personas que susurraban lacónicos a su rededor. El cuerpo frígido desde hacia varios días, yacía estirado en posición inerte entre los inmaculados lienzos de un lecho luctuoso, haciendo que su delgada figura contrarrestase con la fraternidad que se percibía dentro de un cuarto totalmente albo. La dermis del hombre enfermo había comenzado a perder la tonalidad lustrosa de otrora y la decoloración de su piel parecía dejarlo opaco, descolorido. No obstante, el lento movimiento pausado del esternón demostraba que la savia continuaba a circularle lánguidamente por las arterias, como si estuviese procurando de alguna manera permanecer pugnando por sobrevivir. Quien se atreviese a observarlo sin comprender su pasado, notaría un rostro demasiadamente demacrado que

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dejaba trasparecer una silueta cadavérica a punto de expiración, permitiendo percibirla aún más acentuada por causa de la boca arrugada y de las mejillas enflaquecidas y hundidas por la falta de dentadura, lo que le hacia resaltar desmesuradamente

los

puntiagudos

huesos

de sus

pómulos, y hacerle prevalecer el armazón huesuda de una nariz afinada y picuda frente a la cavidad ósea que acondicionaban sus grandes ojos morenos y marchitos. Tenía las juntas de las articulaciones de los huesos del cuerpo hechos como nudos por causa de una artrosis aguda que lo venía molestando desde mucho tiempo atrás, dando la impresión de que éstos ensayaban escabullirse desde su estructura, como si pretendiesen escaparse de los punzantes dolores que esas hinchazones provocaban en las coyunturas. Toda su estructura estaba acomodada en una distribución corpórea que tal vez ahora no alcanzase a los 50 kilogramos. Mantenía los parpados cerrados como si quisiese aferrarse a la vida que ya exhortaba en intentar escaparse lentamente de su quebradizo cuerpo. De cualquier modo, tampoco incitaba en conservarlos abiertos, pues la tenue piel nebulosa y blancuzca que le cubría la córnea, le dejaba percibir solamente unas imágenes turbias y La Tía Cora y otros cuentos

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brumosas, resignándolo a tener que distinguir tan únicamente figuras desteñidas y pálidas. El murmullo que las personas que lo acompañaba iban balbuceando por la habitación, le penetraba en sus oídos semejándose a un sonido diáfano, imposibilitándole la condición de comprender claramente las palabras que éstos entonaban, y dejándolo con la impresión de estar auscultando una repercusión de lejana resonancia. Si bien que el viejo ya sospechaba el debate que estos suscitaban a su alrededor. Pese a la circunstancial condición de extremada precariedad física que exponía, su lucidez de pensamiento permanecía casi intacta, un suceso que le permitía, esporádicamente, al procurar extender su mirada, sentir un cierto gusto de complacencia al notar la presencia plañidera de los codiciosos parientes que ya lo velaban aun en vida. En lo recóndito de sus pensamientos, en parte le entusiasmaba notarlos tan abismados y meditabundos frente al cuadro sepulcral que él les bosquejaba desde su lecho de hospital. Ésta no era la primera vez que sus familiares habían acudido urgentemente a visitarlo en su internación hospitalaria, teniendo en vista el corolario expuesto en La Tía Cora y otros cuentos

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más una grave crisis renal que lo había acometido sorpresivamente. Pero como el cuadro general que presentaba demostraba una cierta debilidad acentuada, todos ellos por igual preveían el momentáneo proceso de su expiración para cuestión de exiguos días. Embarazoso engaño, pues la verdad es que el avejentado abuelo, mismo oprimido en un delicado trance y con la salud severamente comprometida, revelaba lentamente una vaporosa recuperación frente al intenso tratamiento impuesto por los médicos. Un hecho que indudablemente, en su pensamiento significaba más una nueva ocasión

para

producir

en esos

bandoleros

malandrines, el paulatino aplazamiento de sus quimeras, lo que evidentemente significaba pretender expeditamente echar el guante a la fortuna que él disfrutaba. Con una lucidez manifestada tan sórdidamente, y que se mantenía clara como la misma transparencia del agua pese a la frágil imagen que su cuerpo trasmitía, la eventualidad le asentía evocar por determinados hechos del

pasado.

Estando

en

ese

inocente

reposo,

frecuentemente consentía a su mente el derecho de desenterrar acontecimientos que desde mucho tiempo atrás le ocasionaron el endurecimiento de su alma, llegando a La Tía Cora y otros cuentos

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evocar por el momento que alcanzó a distinguir notoriamente la avidez y el egoísmo en el comportamiento de casi todos ellos. De una manera u otra, a todos ya les había extendido su ayuda en las más diversas ocasiones de emergencias y apremio, intentando colaborar para auxiliarlos a poder encontrar el sosiego para los atosigamientos que padecían. Tal vez no fuera con la misma holgura que estos pretendían, pero de cualquier modo, sea bajo cualquier pretexto que se lo expusiesen, en ningún instante se había arrepentido de socorrerlos en los relámpagos de premura. No obstante, desde hacia algunos años venía notando un cierto despotismo por parte de muchos de ellos, principalmente en lo concerniente a empréstitos monetarios para saldar compromisos. De éstos, un sinnúmero eran de orígenes dudosos o hasta quien sabe, ocurridos por causa del comportamiento atolondrado e imprudente

que

ellos

asumían.

Lo

hacían

como

premeditando saber de ante mano que de algún modo el viejo los ayudaría a remediarlo. Escudriñando en la memoria, recordaba que ya hacía algo más de dos años que él se había negado a continuar colaborando con ese tipo de solicitaciones inconsistentes y La Tía Cora y otros cuentos

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absurdas. No era el caso de aventar o asumir una catadura sórdida ni una mezquinad aguda, pero estaba cansado de asistir pasivamente al desfile mensual que éstos realizaban en su casa, y dentro de una descarada desfachatez, se entregaban a mendigarle ayuda para solventar sus deleznables apetencias. Al observarlos de soslayo una vez más, ahora los notaba circular ansiosos por la habitación y, actuando como fantoches frente a su complicado estado de salud, esbozaban rostros con una externa fisonomía preocupada. Pero seguramente que, en su interior, pensaba él, ciertamente deberían estar deliberando de cual valor o bienes a que tendrían derecho en la división del espolio del carcamán de su pariente. Mal sabían ellos que este adinerado consanguíneo, previendo anticipadamente que su final muy pronto se avecinaba, anticipándose al momento había tomado resguardo legal para no dejar desnuda su riqueza al momento de su partida, como si pretendiese de esa manera establecer un castigo a la deshonestidad de esa plétora de avarientos emparentados. Como no disfrutaba de herederos directos en grado ascendente ni descendiente, su abogado le había La Tía Cora y otros cuentos

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recomendado que, al preparar el testamento, estipulase un determinado valor para cada parte de los que serían agraciados

con

su

legado,

comprometiendo

una

determinada cuota, que podía ser convenida en porcentaje, cupo o prorrata, de acuerdo con su libre albedrío, o inclusive, conceder la donación de los inmuebles separadamente de los valores monetarios, y de las acciones bursátiles de sus inversiones de capital. Una vez determinada su voluntad, todo sería redactado en un documento final donde un escribano atestiguaría la idoneidad del instrumento en cuestión. Con el fin de precaverse y hasta lograr conseguir anticiparse al desenlace final, a partir de ese instante había comenzado a maquinar algún ardid con el cual, de cierta manera, podría prepararles una sorpresa. Pero lo único que realmente lamentaba, era que ya no podría estar presente para observarles las repentinas expresiones fisonómicas de pánico que seguramente se les estamparía en los rostros en el momento que les fuese leído el testamento. En aquel momento se preocupó en alcanzar a conjeturar y determinar algunas artimañas que de alguna forma los obligase a cualquiera de ellos, a enfrentar una mudanza radical en el comportamiento irreflexivo y La Tía Cora y otros cuentos

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codicioso que sobrellevaban, si es que estaban a fin de la herencia. Recordaba visiblemente que, al asumir ésta actitud, se concedió una cierta satisfacción interna de desagravio, y hasta de venganza por todo el tiempo en que se habían aprovechado de su buena voluntad y su benevolencia. Es probable que al inicio contase inclusive con una pizca de antipatía y odio hacia ellos, cuando durante un encuentro familiar, descubrió soslayadamente sus patrañas al sorprenderlos confabular entre sí, jactándose de las farsas que algunos urdían para complacerse de su indulgencia. De cualquier manera, ahora el testamento ya estaba pronto, pero así mismo, tampoco significaba que les iba a dar el gusto de morirse tan ingenuamente. Codiciaba hacerlos sufrir con el letargo de su propia agonía, y para eso buscaba toda fuerza posible y oculta en su organismo para lograr mantenerse vivo, aunque más no fuese por algunas pocas horas más. Esa tentativa de alargamiento de su existencia le generaba aquella complacencia sórdida e deshonesta, de la que tanto se complacía y disfrutaba al verlos en estos instantes desfilar ante su cuerpo con rostros apesadumbrados y contritos.

La Tía Cora y otros cuentos

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Bien que le gustaría sonreír, pero le faltaba el arrebato para conseguirlo, pero de igual forma, tampoco lo haría por causa de no querer malgastar esfuerzos en vano. Hallaba que todo su frenesí debería estar reservado para una tentativa de recuperación, aunque ésta aconteciese parcialmente y de manera lenta y parsimoniosa, ya que tanto daba para él el tiempo que le consumiese, por hallar que no tenía prisa en morir. Cuando preparó el testamento, había dispuesto que se incluyesen algunas cláusulas leoninas en el mismo, a fin de que con ellas consiguiese una manera de exigirles que el incumplimiento en parte o en un todo de las propias, generara la pérdida del derecho a beneficiarse de los bienes que le destinaba a cada uno. Las medidas establecidas variaban de acuerdo con la circunstancias de cada uno. Para algunos les exigía practicar casamiento y, a continuación, el arribo de un determinado número de hijos que deberían ser fecundados en un estipulado tiempo, destinándoles el veinte por ciento de la prima luego en seguida de la cimentación del matrimonio y el valor restante, dos años después del nacimiento del último hijo estipulado en su documento. Caso no fuese cumplido el encargo en un período máximo La Tía Cora y otros cuentos

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de diez años, los valores serían donados a una determinada entidad filantrópica que constaba en el manuscrito. Sin lugar a dudas, ese era un castigo destinado para los libertinos derrochadores. En otros casos, llegó a determinar que estos hiciesen parte permanente del cuadro secularizado de la iglesia, donde el acompañamiento eclesiástico les atribuiría la interrupción definitiva de sus participaciones en cualquier tipo de juegos de azar. En tal ocasión, sólo les sería concedido el veinte por ciento de la prima luego de dos años de práctica continuada del acto específico, y el valor restante les sería entregue después del quinto año, siempre que el vicario de la iglesia así lo confirmase. De no ser así, el valor sería revertido para la congregación definida en el legajo. Pensaba que éste sería un verdadero escarmiento para los desenfrenados viciosos que malgastaban sus horas en relajadas juergas. También había decidido requerir que, en el momento de recibir la parte que les correspondiese, ninguno de los beneficiarios poseyese cualquier registro de observancia judicial, o abrigase algún fallo que fijase condena por haber

infringido

determinada

ley

por

libertinaje,

concupiscencia, liviandad o cualquier otra práctica que La Tía Cora y otros cuentos

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transgrediese la legislación que rigen las normas de buenas costumbres, o por desvío de conducta. Otro punto en cuestión con el cual él los penalizaba, tenía que ver con lo concerniente a débitos. Había concluido que ninguno de ellos, en el acto de recibir los emolumentos de cualquiera de las fases de la gratificación, no acumulase deudas bajo cualquier hipótesis, y en lo relativo a financiamientos para inmuebles o automóviles, los mismos, si existiesen, no podrían exceder al cincuenta por ciento del valor total de los bienes registrados, los cuales tampoco deberían constar valores de parcelas en atraso. Sin lugar a dudas, buscaba exponer a todos en un compromiso constante durante un largo periodo de sus vidas, a modo de que un extendido espacio de tiempo sobre el autocontrol obligatorio, les posibilitase abandonar los hábitos espurios con que habían regidos sus vidas hasta el presente. En todo caso, quien no aceptase sus normativas, nada recibiría a cambio de su petulancia. Antes de su penúltima crisis, el hombre ya había dictaminado que su apoderado legal iniciara de inmediato la venta de las acciones bursátiles, las obras de arte, las reliquias y todas las propiedades inmuebles que poseía, La Tía Cora y otros cuentos

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inclusive aquella donde residía actualmente. Sólo debería permanecer en su poder lo mínimo indispensable para hacer frente a los gastos hasta el instante de su defunción, conforme lo había decidido en el momento en que el apoderado fue asignado para la labor de gestor. Todo el valor obtenido debería ser colocado en un fondo crediticio que generase intereses y, del importe obtenido, el agente facultado para gobernar la sucesión tendría que administrar los gastos motivados por su tratamiento de salud, su sustento, los sueldos de las enfermeras y de los otros dependientes que lo asistían, así como de otros pormenores. En caso de fallecimiento, él ya había providenciado anticipadamente la contratación del ceremonial junto a una empresa funeraria que se encargaría de realizar su sepelio y la cremación de su cuerpo. Existían algunos otros puntos concernientes al destino que debería ser dado a las cuantías de valores que por alguna justificación no alcanzasen a ser concedidas, o por el motivo de la propia desaparición del beneficiado. En ese caso, el valor legado se haría extensivo a sus descendientes, pero siempre y cuando éstos cumpliesen con los puntos irresueltos estipulados en el testamento. La Tía Cora y otros cuentos

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Los entes o instituciones que remplazarían a los agraciados, ya habían sido especificados anticipadamente para el caso inevitable de ser necesario penalizar algún que otro sujeto de su familia con la pérdida de los derechos. Recordando y repasando su plan, el hombre se entregó a regocijarse interiormente en un tácito silencio, como si estuviese alimentando fantasías anticipadas que le permitía retribuirles las maldades que sus parientes habían practicado con él, e imaginando el tamaño de la crueldad dentro del procedimiento mezquino y egoísta del que se había utilizado, pero que, mismo no pudiendo alcanzar a distinguirlo en vida, sabía que los fines por él definidos justificaban los medios con que les aplicaba el castigo. Su error anterior había sido pretender que lo amaran y lo cortejaran como a un simple mortal, sin idolatrías, sin infidelidades, sin traiciones soeces, y por causa de su benevolencia y altruismo, todos se aprovecharon en la práctica de alevosías que originaron la traición de su confianza, causándole tal disgusto y mortificación, que en aquel momento le habían hecho sollozar lágrimas de rencor hasta en el corazón. Manifestando una explícita penumbra emocional, que estaba ensamblada junto a su meollo dentro del lecho La Tía Cora y otros cuentos

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del aposento, los observaba percibiendo en ellos algunas entrecortadas miradas sospechas, advirtiéndolos ahora con un cierto aire de desasosiego efervescente, y con una mezcla de ansia y estupor que se diseñaba en rostros pretenciosos, afligidos, inquietos. Los mismos rostros que pretendían demostrar a quien quisiese verlos, un indiscutible céfiro de afanosa caridad afectiva para con su fraternal pariente. Envuelto en su inmóvil convalecencia, el abuelo luchaba internamente para no exteriorizar demostraciones de sufrimiento, no permitiendo que ellos sintiesen algún grado de pena o satisfacción por verlo en ése deplorable estado antagónico en que se encontraba, ya que estaba determinado a no exponerles nunca más sus sentimientos. Había ideado su maquiavélico plan, pensando en todos los detalles como un modo de represalia solapada en la que su indiferencia para con ellos hacia parte de toda una trama conjurada. Se había propuesto no permitir de ningún modo que ellos pudiesen percibir cualquier síntoma de sufrimiento o de alegría, pretendiendo mantener una abulia intrínseca ante todo indicio de algún estado sintomático de su espíritu, no por narcisismo, sino por la tamaña ira contenida dentro de sí. La Tía Cora y otros cuentos

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Transcurrieron algunos días bajo la incertidumbre de una aparente rehabilitación de su salud, donde por horas, presentaba

un

cuadro

de

mejoría

alternado

con

decaimientos y complicaciones que le afectaban el funcionamiento de determinados órganos vitales. De esa manera, el viejo continuaba a batallar para extender lo máximo posible la palpitación de su corazón, pugnando contra sus padecimientos en una actitud de puro egoísmo. Hasta

que durante

un establecido

momento,

repentinamente abrió los ojos y solicitó que lo sentasen en la cama, y al conseguirlo, pacientemente fue extendiendo su brazo derecho en posición horizontal para delante de si, y con la mano trémula igualmente extendida, juntó fuerzas y reunió el dedo pulgar junto al dedo índice como pretendiendo con los dos poder describir un círculo, y, en una actitud obscena, reunió su último ímpetu y pronuncio débilmente la siguiente frase: ¡aquí para todos ustedes! Y ante la sorpresa de todos los presentes, displicentemente volvió a recostarse en su lecho y en más algunos minutos finalmente expiró.

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Circunstancial Viaje

Aún faltaban unos veinte minutos para que se cumpliese el horario previsto para la llegada del avión, y de repente la enorme masa de bruñido aluminio comenzó a correr apresurada por la pista que se extendía despejada bajo un cielo todavía apagado por la oscuridad de la madrugada. Por su vez, la atmósfera externa estaba cargada de pesadas nubes oscuras que parecían ser más negras que la propia noche. Aquella aligerada e interminable corrida de la nave, prontamente comenzó a reducirse envuelta por un resonante barullo emitido desde las turbinas en reversión de aquel bólido de metal. Cuando el descomunal aparato finalmente estacionó junto a una alargada galería de simétricos conductos por donde descienden los pasajeros, le hizo pensar que estos se parecían a imponentes fuelles de acordeón gigante, los que al observarlos todos en un conjunto desparramados armónicamente alrededor de edificio, se asemejaban a largos dedos estirados desde una mano inerte. La Tía Cora y otros cuentos

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De pronto, dentro de la aeronave, la impaciente multitud de pasajeros estaba casi toda de pie en el pasillo, pronta para exponer ansiosamente su expectativa por descender inmediatamente el corredor que los trasportaría aun somnolientos hasta el terminal de aduana del Aeropuerto Internacional de Miami. Para sorpresa de todos los presentes, en ese momento se escuchó el clásico chasquido del micrófono interno del avión, oyéndose la voz de una adiestrada y risueña aeromoza que, mismo siendo dotada de cierta hermosura, en nada se igualaba con algunas de aquellas jóvenes beldades que normalmente aparecen en los comerciales de televisión, lo que quizás le hizo pensar que sería más razonable si la llamasen de “aerovieja”, por causa de la avanzada edad que ella exteriorizaba. Por falta de otros encantos, ella buscó expresarse con una dicción melodiosa y romántica, y acuciosamente anunció que todos deberían retornar a sus butacas y dejar el pasillo libre, ya que al haber arribado antes del horario estipulado, el salón de recepción de pasajeros aún permanecía cerrado. El murmullo y la desazón que de rayano se apoderó del ambiente, tenía por origen en el reclamo de los La Tía Cora y otros cuentos

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viajeros por aquella obligada demora, ya que ello significaba que, debido a tal imprevisto, en ese horario matutino pronto se les sumarían todos los otros vuelos intercontinentales procedentes de las más variadas capitales de la América Latina. Eso significaba que el desplazamiento con la llegada de otros vuelos ocurriese al unísono, tal hecho ocasionaría dilatadas demoras al efectuar las interminables filas de inmigración, y por esa razón los pasajeros necesitarían aguardar pacientes frente a somnolientos empleados de la vigilancia de aduanas estadounidense para que éstos los atendiesen. Algunos reclamaban por deducir que si las puertas se hallaren abiertas a su llegada, bien podrían ahorrase la molestia y dejarlos eximidos de ese tipo de contratiempo. En ese instante, nuestro personaje mal podía imaginar que éste sería el inicio de un desconcertante día para él, así como las peripecias por las que debería desfilar hasta el final de su viaje. Esta no era más que un preludio, pues su destino final era la ciudad de Huston, en el estado de Texas; lo que significaba que para completar el recorrido aun necesitaría abordar otro vuelo que tenía la partida prevista para las nueve de la mañana. El tiempo La Tía Cora y otros cuentos

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estimado para ese tramo del viaje era de algo más dos horas de vuelo, y lo llevaría directo hasta esa localidad de su destino. No obstante, primero debería realizar en Miami los procedimientos de frontera en ese aeropuerto de entrada a los Estados Unidos y, posteriormente, dirigirse a la ventanilla de recepción de la compañía que lo trasportaría hasta la otra ciudad; taquilla esta que quedaba emplazada en un edificio cercano a la terminal aeroportuaria internacional. Antes de dar proseguimiento al relato, debemos esclarecer que el dominio de la lengua inglesa le era un poco dificultoso para sus pretensiones, tanto para comprender lo que le decían, como para expresarse correctamente. Sus más allegados y conocedores de su limitación, lo habían aconsejado para que ésta dificultad no le acarrease problema, considerando que en ésa región del país septentrional, podría hablar tranquilamente en su lengua natal, que era el español hispánico. Se lo habían dicho porque ellos reflexionaban que el hecho de vivir allí millones de inmigrantes sudamericanos que se expresaban peor que él, le daría lo mismo comunicarse con su media lengua. No obstante, a decir verdad, ésta no era media, por La Tía Cora y otros cuentos

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la simple razón de que los dominios que tenía de la misma sólo le alcanzaban a un tercio. En el momento que dieron inicio al desembarco, la muchedumbre de viajeros que estaba en el avión se convirtió muy pronto en algo semejante a un rebaño de reses en desbandada que, al proyectarse por la puerta del corredor, primero se dislocó educadamente a paso apresurado, para luego a continuación entablar una corrida desenfrenada hasta que alcanzaron un gran paraninfo rectangular donde constaban sobre su izquierda una hilera de interminables nidos de cristal, adonde se debían mostrar los pasaportes y se emitían las visas de entrada. Aquello era una abundancia de pequeños recintos individuales, donde cada uno se encontraba protegido por un diminuto balcón con vidrios transparentes, en los cuales por detrás se alojaba apretujado el ensanchado corpanchón de los individuos que los atendían, tamañas eran las imperturbables fisonomías de estos. En ese instante, el hombre alcanzó a percibir el motivo real de la prisa que era demostrada por los pasajeros y la incongruencia del propio salón de recepción, pues al entrar en él y realizar mentalmente un cálculo superficial, estimó que allí ya estarían reunidos, La Tía Cora y otros cuentos

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como mínimo, un tropel de más de tres mil personas, todas enfiladas casi sonámbulas en incontables formaciones alineadas, debiendo permanecer quietas en aquellas filas interminables. El hombre se dejó llevar por los otros y eligió al azar cualquier

columna,

en

la

cual

pasó

a

aguardar

pacientemente su vez de ser atendido, entregándose a meditar sobre las respuestas que debería manifestar al celoso guardián de la aduana. Al llegar su turno, deparó que detrás del minúsculo cubículo estaba insertada de alguna forma la figura de una inmensa mole incomparable, hecha de huesos y carne, cubierta con una piel de coloración tan oscura y brillante, que el matiz de la misma más se asemejaba al mismo azul oscuro del uniforme que portaba. Notó que ese duplicado de persona iba exhibiendo una agradable sonrisa que la exteriorizaba a través de unos dientes más albos que el más níveo de los blancos, los que a su vez, estaban contornados por unos gruesos labios pulposos de una coloración tenuemente rosada. Las primeras palabras con la cual lo interpelaron en el idioma inglés, indagaban por el destino y los motivos que lo traían al país. <<Pronto>>, pensó, - <<ésta es fácil La Tía Cora y otros cuentos

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de responder>> -, y juntamente con el pasaporte y el billete de los pasajes, el hombre le extendió una correspondencia que era dirigida a la clínica del Memorial Hermann Southeast Hospital, en la ciudad de Houston, y en donde relataban la necesidad que tenía de efectuar una entrevista médica que ya estaba marcada para dentro de dos días. El individuo dio una ojeada superficial y desinteresada en los papeles y, nuevamente, con la fisonomía imperturbable, lo interpeló sobre el motivo de su viaje y el tiempo de permanencia pretendida. Es posible que colindante a la reiterada indagación, la vacilación y el escepticismo se le estampara de inmediato en su rostro, invadiéndole un nerviosismo que apagó de su mente las respuestas previstas y pensadas. Luego un balbuceo de palabras casi sin nexo le salió bajo una mezcla de un enunciado en revoltijo, que obligó al interlocutor a pedirle que intentara dar el esclarecimiento más calmamente y hablando en español. Superado el incidente de la inquisición que le pareció que fuera realizada por el propio Tomás de Torquemada, y no por el funcionario de inmigración, finalmente obtuvo la visa y se encaminó por los largos corredores hasta que llegó a la estera donde a borbollones La Tía Cora y otros cuentos

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y empujones iba vomitando una secuencia interminable de valijas y equipajes variados. Al identificar la suya, se apoderó de ella y se dirigió hacia la salida del recinto, cuando en esa oportunidad un nuevo funcionario le indicó que debería conducirse al mostrador donde le sería revisado el equipaje. Nervioso y aprensivo, verificó que ya pasaban algunos minutos de las siete horas, y que aún precisaba dirigirse hasta el otro edificio en el cual estaban emplazadas las oficinas de las empresas de vuelos nacionales que él necesitaba localizar. Conjeturó que la suma de hechos lo estaba dejando exacerbado, angustiado, preocupado. Había madurado que le sobraría tiempo suficiente para regalarse un buen desayuno sentado tranquilamente en alguna cafetería del aeropuerto, pero ahora notaba que apenas tendría tiempo suficiente para abordar el nuevo vuelo en el momento justo de su partida. Al fin, una vez que logró desembarazarse de todos los contratiempos preliminares, se dirigió a paso largo a las otras dependencias, y no le fue muy dificultoso identificar el local. Pero pronto lo paralizó una nueva sorpresa. Descubrió en la ventanilla de la empresa, que la partida de su vuelo estaba con un atraso previsto de una La Tía Cora y otros cuentos

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hora, sin darle una clara explicación de los motivos aparentes por la demora, o si se la dieron, no lo comprendió. Repuesto del asombro, consideró que si el destino insistía en contrariar sus planes, entonces daría tiempo para injerir un alimento frugal y, quizás, buscar algún kiosco o librería cercana y allí adquirir cualquier indeterminada revista con la que podaría entretenerse en el viaje. Cumplido el tiempo de espera y consumadas sus exigencias de alimentación y pasatiempo, alcanzó a verificar en una pantalla informativa que ya anunciaban el inicio del embarque de su vuelo, previsto para ser realizado en un determinado portón de acceso, y hacia allí se dirigió con su tarjeta de embarque en manos. Todo transcurrió normalmente y, con algunos breves minutos de atraso, la aeronave comenzó a deslizarse por la pista paralela en una parsimoniosa velocidad, hasta que de pronto estacionó en una determinada extremidad del aeropuerto y allí permaneció inmovilizada sin dar inicio al despegue del vuelo. Pasados otros cinco minutos, que más le parecieron horas, una voz masculina con entonación estridente y desapacible se desprendió por los altoparlantes del avión, La Tía Cora y otros cuentos

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informando con un tono impaciente sobre una tormenta que ocurría en la ciudad de destino, lo que los obligaba a retrasar la partida por causa del motivo explicado, pero eso fue que nuestro personaje no comprendió correctamente. Dio una rápida ojeada en el reloj de pulso, y notó que eran casi las diez y media de la mañana. Esa angustiante situación lo hizo recapitular mentalmente sobre los diversos pormenores que lo habían circundado desde el momento en que abrió los ojos en la alborada del día. Sin más remedio, aflojó los músculos, se relajó, y permaneció absorto en la lectura de una entretenida novela de ficción, manteniendo su pensamiento concentrado nada más que en el libro, y sin alcanzar a percibir como el tiempo transcurría, hasta que de pronto evaluó que, por el rápido movimiento producido por el aparato al iniciar su carrera por la pista, muy pronto los pilotos estarían por ejecutar la maniobra de despegue. Finalmente asintió para sí que la desazón que lo sobresaltaba se disiparía de vez al término de su viaje. Una vez que fue estabilizada la altura de la aeronave, los constantes estremecimientos percatados internamente en el avión demostraban el tamaño de la turbulencia generada por las pesadas nubes que lo circundaban. La Tía Cora y otros cuentos

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Sospecha ésta que se confirmaba por la atmosfera plomiza que se apreciaba por las escotillas. Colindante, pensó que sin lugar a dudas esa sería una etapa de viaje intranquilo y perturbador, no sólo para él, sino para todos los ensimismados pasajeros que lo acompañaban. Cuando se la ofrecieron, tomó una taza de café que más le pareció ser un líquido apático, aguachento y tibio, con el cual una elegante azafata, toda emperifollada dentro de un uniforme de coloración roja aloque, lo había invitado. Cuando ésta lo había intimado, lo hizo expresándose con una declamación en inglés abotonado, con palabras dictadas entre mandíbulas cerradas y de las que nada nada comprendió de su significado, llegando a imaginar que, debido al corto recorrido, el servicio de alimentación a bordo se restringía al simple brebaje que le ofrecía. Mero engaño de su parte, pues en corto espacio de tiempo se encendieron los avisos de colocarse los cinturones de seguridad, y se percató que la nave iniciaba un nuevo procedimiento de descenso. Terminado todo el proceso de bajada, y sin notar el movimiento normal realizado por los pasajeros que normalmente, inquietos, se apresan a saltar hacia los corredores de la aeronave mismo La Tía Cora y otros cuentos

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sin esperar por la orden o la permisión segura de los comandantes, lo asaltó la desazón al percibir tanta quietud entre los pasajeros. Algunos minutos más tarde escuchó nuevamente el chasquido de los altavoces, y una voz monótona y soporífera les anunció que estaban en el aeropuerto de New Orleans, un mensaje que venía acompañado por palabras algo así como tormentors, big rains, little minutes, unimportant, not sufficiently, lo que lo hizo suponer que las demoras serían en consecuencia de las condiciones climáticas que deberían existir en la región de Huston. El silencio inicial que se siguió luego después del anuncio, fue sustituido por un incesante desfile de individuos que se dirigían a las cabinas higiénicas del aparato, como si todos obedeciesen a un solo comando, y por la imperiosa necesidad de descargar la impaciencia y la exasperación ante una circunstancial peripecia del viaje. Afuera caía una lluvia fina y entrecortada que iba mojando el asfalto y los vehículos de apoyo del aeropuerto, los que apresuradamente se movían alrededor de la aeronave en una constante agitación, mientras desplegaban ruidos entre los charcos de agua. La Tía Cora y otros cuentos

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Después de más de una hora de tediosa espera, vio que entraban en el avión, aproximadamente unos diez nuevos pasajeros, los que luego fueron acomodados aleatoriamente en las poltronas que hasta ese momento habían permanecido vacías. Llegó a imaginar que ese hecho era el marco final, y que la larga espera rápido tendría su fin. A continuación, distinguió que las azafatas estaban comenzando los procedimientos rutinarios que marcan el fin de una escala, y presintió que la marcha sería reanudada para llegar finalmente a destino. Cuando despegaron, se quiso regalar la mirada aprovechando la oportunidad que el momento del ascenso le cedía, y pudo apreciar la vista opaca y cenicienta que se valoraba por la escotilla, y hasta llegando a vislumbrar imágenes de una ciudad que se extendía monótona y gris en ambos lados del río Mississippi, el cual por veces se veía cortado por grandes puentes hechos de pesadas estructuras de hierro. Sin darse cuenta, recapituló que lo que sus ojos podían apreciar en ese momento, en nada se parecía con las imágenes guardadas en su retentiva, las que le recordaban una ciudad alegre y retozona con sus coloridas y bullangueras fiestas en la calle, siempre repletas de La Tía Cora y otros cuentos

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gentes risueñas y alborozadas, que bailaban embaladas por rítmicos compases. A seguir, juzgó que el vuelo era nuevamente una imitación idéntica al primer trecho del viaje, sólo que en esta etapa no aceptó el aguachento café que le fue ofrecido, sustituyéndolo por un insignificante vaso de agua helada, mientras se entregó distraído a la lectura de su texto. Transcurrió una hora y notó que de nuevo se encendieron las señales luminosas de prepararse para el aterrizaje, haciéndolo imaginar que por fin, con casi tres horas de atraso, llegaba a su destino. El avión posó en un lugar lejano del edificio del aeropuerto y los pasajeros luego fueron transportados en unos ómnibus especiales hasta la terminal del mismo, donde al ingresar, un sonriente funcionario les entregó una tarjeta plastificada de color verde lechuga, en la que estaba escrito un número y la palabra “transit” en garrafales caracteres negros. Inmediatamente lo volvió a invadir la incredulidad al percatarse que habían arribado a la ciudad de Dallas. Un enorme letrero así lo indicaba en el chapitel del edificio. No lo podía creer, y se maldijo internamente por no haber comprendido correctamente las informaciones que La Tía Cora y otros cuentos

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los empleados de la empresa de alguna manera habían enunciado por los altoparlantes; algo que le generó una onda gigante de recelo, desconfianza, escepticismo, por sentirse perdido e incapaz de esbozar cualquier reacción razonable. Luego, al ingresar al edificio, los enviaron para el área exterior de un restaurante donde les sería servido un almuerzo escueto, pero observó que el local se encontraba abarrotado de otros tantos injuriados y demorados pasajeros que eran provenientes de diferentes localidades del país. Entonces aguzó los sentidos y se detuvo a mirar los rostros de sus compañeros de desgracias, en una mera tentativa de registrar sus fisonomías y poder acompañar los movimientos de éstos dentro del aeropuerto y, a su vez, guiarse por medio de sus disposiciones, para no perder la llamada del vuelo. Entregado atento a esa gestión, distinguió la fisonomía de una persona que tenía rasgos característicos de un nativo centroamericano, la cual permanecía sentada solitaria alrededor de una de las mesas de la cafetería. Pronto le asaltó la idea de que tal vez ella hubiese comprendido mejor las informaciones suministradas y, si

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se aproximase de él, este le revelaría algunos subsidios adicionales. Se sirvió de una porción de ensalada y un filé de pollo gratinado junto con un vaso de refresco, y se encaminó hasta la mesa del hombre que le pareció tener apariencia mexicana. Solicitó el debido permiso para dividir el espacio, argumentando que el local se encontraba lleno de otros comensales de similares desdichas.

No

existiendo

ningún

inconveniente,

prontamente ocupó la silla contigua. Después de las debidas presentaciones formales, introdujo en el diálogo un comentario ácido sobre el atraso del vuelo. Con una prontitud caballeresca, el individuo le comentó que las informaciones que había recibido decían respecto a una violenta tempestad de granizo, con ráfagas de viento que alcanzaban más de ochenta kilómetros por hora, lo que había originado un estado de emergencia que obligó la suspensión total de las actividades en los alrededores de la ciudad de Houston; pero esa información ya era complementaria, pues en un receptor de televisión que había allí cerca, estaban noticiando tal hecho en cadena nacional. Sorprendido por los motivos relatados, el hombre buscó mirar las imágenes que estaban siendo La Tía Cora y otros cuentos

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emitidas en la pantalla del aparato, y observó atónito lo que las noticias manifestaban. La crónica mostraba síntesis que eran una reseña de impresionantes ríos de agua que, en torbellino, corrían por calles totalmente alagadas y arrastrando cualquier objeto que fluctuase, donde se percibían las copas de los árboles siendo maltratadas y ajadas por un inclemente viento que insistía en azotarlos despiadadamente junto con una espesa cortina de agua que se desplomaba oblicuamente desde el cielo. El compañero de mesa le comentó que los empleados de la empresa aérea habían previsto una demora de aproximadamente cuatro horas, y que el desvío hacia Dallas había sido una tentativa de centralizar en ese aeropuerto a los diversos viajantes que se habían visto varados por el imprevisto temporal, y concentrando allí las operaciones de transbordo de otros vuelos con similar destino. Ya apaciguada la desesperanza despertada por las noticias que escuchaba, y teniendo mejor conocimiento de los acontecimientos que lo habían llevado a un destino incierto, el hombre se sintió más reconfortado y con el

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ánimo renovado para dar continuidad al diálogo junto a una nueva amistad casual. En medio al gentío que se desparramaba por las diversas dependencias del edificio, ambos buscaron un local donde pudiesen continuar la charla dejando correr las horas hasta el momento de la partida. Sabían de antemano que tenían tiempo suficiente para poder explayarse por temas coloquiales hasta que finalmente las condiciones meteorológicas les permitiesen la partida. Su interlocutor le contó que constantemente realizaba el mismo trayecto, ya que se desempeñaba en la función de asistencia técnica para unos sistemas muy sofisticados de procesamiento de datos que eran utilizados por la Nasa. Eso lo obligaba a tener que dislocarse incesantemente entre las ciudad de Huston y de Cabo Cañaveral, en donde a veces debía permanecer solamente algunos días, así como, dependiendo de las necesidades y las exigencias, tenía que extender su permanencia durante varias semanas seguidas. A decir verdad, le contó que el local de su trabajo en Houston quedaba en un lugar apartado de la ciudad, y ese motivo lo obligaba a dislocarse por la autopista sur por unas cuantas decenas de millas, lo que significaba tener La Tía Cora y otros cuentos

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casi que llegar hasta la costa del golfo de México. Por ese motivo, en muy pocas oportunidades él permanecía hospedado en algún hotel la propia metrópoli. Por su vez, el perdido viajante le informó que esa era la primera visita que efectuaba a esa ciudad, y la segunda que realizaba al país, pero que esta vez lo estaba realizando por motivos de salud, pues sufría de una molestia que lo venía hostigando desde algún tiempo atrás. Para dar más veracidad a su relato, le mostró que traía junto una carta de presentación de su médico personal, quien aparentemente se habría especializado en el tema en cuestión en el mismo hospital que lo enviara. También le contó que tenía una entrevista marcada para dentro de dos días después de su llegada, y que dependiendo lo que le dijesen, tal vez tuviese que permanecer un par de semanas por allí. Actuando así, sentado en los cómodos sillones del amplio hall del aeropuerto, el hombre entretuvo el tiempo y su mirada observando el agitado movimiento de personas que se dislocaban sosegadas entre un lugar y otro, mientras asignaba a sus espaldas los pesares y alegrías de la vida. Con la mirada perdida, encontró rostros taciturnos y satisfechos, ya que cada uno llevaba su La Tía Cora y otros cuentos

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preciosa carga de adversidades y orgullos mientras caminaban pacientemente haciendo parte de una multitud de almas errantes que deambulaban enderezadas a direcciones contrarias, y yendo en busca de sus propios destinos. De ánimo ya más sosegado, prefirió entretenerse haraganamente prestando atención a los instantáneos de la vida, prefiriendo estar a la expectativa de todo lo que completaba su entorno, como queriendo absorber los modos y maneras extrañas de un pueblo distante y diferente en hábitos y modales. Si bien que, bajo sus observaciones, ese lugar más le parecía una intrínseca miscelánea de siluetas y contornos heterogéneos entre si. Poco después buscó los datos en la pantalla informativa y la previsión de la partida, notando que ya se habían pasado casi veinticuatro horas desde que se había despedido de sus familiares, y aún no había alcanzado su destino. De cualquier manera, no tenía planes especiales para esa tarde, ya que sólo pretendía descansar aprovechando una buena siesta en la confortable cama del hotel donde se hospedaría, cuando tal vez al fin de la tarde se daría el gusto de salir a caminar un poco y buscar un guía de calles de la ciudad. Pero no existía nada que le La Tía Cora y otros cuentos

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implicase tener que aplazar determinado compromiso por haber perdido el día entre demoras impensadas. El individuo con quien había establecido una relativa amistad transitoria, de repente le informó que tenía algunos minutos para dirigirse a un estipulado portón de embarque, así que hallaba mejor que se decidiera a iniciar la búsqueda del mismo. Mientras tanto, vio que su circunstancial compañero tomó su maletín, dobló el periódico que estaba leyendo, y prontamente dio inicio a su determinación. La que debería ser la última etapa del viaje, transcurrió normalmente. Arribaron en aproximadamente algo más de una hora de vuelo. Entretanto, entes que la aeronave

aterrizara,

desde

la

ventanilla,

tuvo

la

oportunidad de observar que los campos que circundaban el perímetro del aeropuerto estaban totalmente alagado, y que el mismo no era el local de previsión inicial de llegada. Debido al inclemente temporal, sólo les fue autorizado arribar en un aeródromo que se situaba al norte de la ciudad, lo que requería tener que realizar un recorrido bastante extenso en relación al que fuera programado originariamente. Cuando miró su reloj, notó

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que ya eran las diecisiete horas y treinta minutos de una tarde calurosa, sofocante, húmeda y tórrida. Luego después de retirar su equipaje, escudriñó por los alrededores en busca de su educado compañero de tan fortuito viaje, en una tentativa de saludarlo y agradecerle por sus servicios informales. Al encontrarlo, lo vio aferrado a un pesado sobre de color negro hecho de cuero y tela gruesa, de aquellos en donde se acomodan confortablemente las camisas y los trajes sin que éstos sufran demasiadas arrugas. Prontamente, no perdió tiempo en ofrecerle la oportunidad de dividir el espacio en su vehículo de transporte hasta la región central de la ciudad, visto que él mismo estaría contratando los servicios de un taxi, y por lo tanto, habría suficiente espacio para ellos dos. El individuo le agradeció la gentileza en razón de tener un transportador exclusivo a su disposición para el traslado hasta su destino. Enseguida se saludaron afectuosamente, y se otorgaron uno al otro, un voto mutuo de una feliz estadía. Al tomar el taxi, el hombre solicitó que lo llevasen hasta el hotel Marriott Plaza, que quedaba a medio camino entre el hospital y el área central de la ciudad.

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Reclinado en el asiento trasero del coche, se entregó a un absorto silencio y a pensar en su enfermedad, y en la oportunidad de poder encontrar una cura capaz de quitarle la tribulación que lo invadía. Entrecerrando sus ojos, se adjudicó la duda al pensar si las malogradas circunstancias del viaje no tendrían algo a ver, o quizás algún significado implícito en relación a su indisposición de salud, o hasta con la misma cura de ella.

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BIOGRAFÍA DEL AUTOR Nombre: País de origen: Fecha de nacimiento: Ciudad:

Carlos Guillermo Basáñez Delfante República Oriental del Uruguay 10 de Febrero de 1949 Montevideo

Nivel educacional:

Cursó primer nivel escolar y secundario en el Instituto Sagrado Corazón. Efectuó preparatorio de Notariado en el Instituto Nocturno de Montevideo y dio inicio a estudios universitarios en la Facultad de Derecho en Uruguay. Participó de diversos cursos técnicos y seminarios en Argentina, Brasil, México y Estados Unidos. Experiencia profesional: Trabajó durante 26 años en Pepsico & Cia, donde se retiró como Vicepresidente de Ventas y Distribución, y posteriormente, 15 años en su propia empresa. Realizó para Pepsico consultoría de mercadeo y planificación en los mercados de México, Canadá, República Checa y Polonia. Residencia: Desde 1971, está radicado en Brasil, donde vivió en las ciudades de Río de Janeiro, Recife y São Paulo. Actualmente mantiene residencia fija en Porto Alegre (Brasil) y ocasionalmente permanece algunos meses al año en Buenos Aires (Rep. Argentina) y en Montevideo (Uruguay). Retórica Literaria: Elaboró el “Manual Básico de Operaciones” en 4 volúmenes en 1983, el “Manual de Entrenamiento para Vendedores” en 1984, confeccionó el “Guía Práctico para Gerentes” en 3 volúmenes en el año La Tía Cora y otros cuentos

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Obras en Español:

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1989. Concibió el “Guía Sistematizado para Administración Gerencial” en 1997 y “El Arte de Vender con Éxito” en 2006. Obras concebidas en portugués y para uso interno de la empresa y sus asociados. Principios Básicos del Arte de Vender – 2007 Poemas del Pensamiento – 2007 Cuentos del Cotidiano – 2007 La Tía Cora y otros Cuentos – 2008 Anécdotas de la Vida – 2008 La Vida Como Ella Es – 2008 Flashes Mundanos – 2008 Nimiedades Insólitas – 2009 Crónicas del Blog – 2009 Corazones en Conflicto – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. II – 2009 Con un Poco de Humor - 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. III – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IV – 2009 Humor… una expresión de regocijo 2010 Risa… Un Remedio Infalible – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. V – 2010 Fobias Entre Delirios – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VI – 2010 Aguardando el Doctor Garrido – 2010 El Velorio de Nicanor – 2010 La Verdadera Historia de Pulgarcito 2010 Misterios en Piedras Verdes - 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VII – 2010 Una Flor Blanca en el Cardal - 2011

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Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VIII – 2011 ¿Es Posible Ejercer un Buen Liderazgo? - 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IX – 2011 Los Cuentos de Neiva, la Peluquera 2012 El Viaje Hacia el Real de San Felipe 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. X – 2012 Logogrifos en el vagón del The Ghan 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. XI – 2012 El Sagaz Teniente Alférez José Cavalheiro Leite - 2012 El Maldito Tesoro de la Fragata - 2013 Carretas del Espectro - 2013

Representación en la red:

Blogs:

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