Misterios en Piedras Verdes Carlos B. Delfante
No perdáis vuestro tiempo ni en llorar el pasado ni en llorar el porvenir. Vivid vuestras horas, vuestros minutos. Las alegrías son como flores que la lluvia mancha y el viento deshoja.
Edmond Gouncourt
Misterios en Piedras Verdes
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Misterios en Piedras Verdes El segundo libro correspondiente a la trilogía del comisario Herculano Sansón, resulta en una nueva recitación de quimérica ficción, que convierten a la obra “Misterios en Piedras Verdes” en un cuento corto repleto de contingencias y lances interesantes que envuelven el día a día del hilarante detective, permitiendo al lector que transite por hechos interesantes que normalmente suelen ocurrir en la vida real, y que jactanciosamente fueron disimulados por la invención del autor. Todavía, importa decir que este libro fue escrito con pachorra, con aquella pachorra de un hombre ya desprendido de la brevedad del siglo, y terminó por convertirse en una obra sublimemente filosófica, de una filosofía desigual, ahora austera, luego juguetona, cosa que no edifica ni destruye; no inflama ni adormece, y es todavía más un pasatiempo y menos de apostolado. Las características encontradas en algunos de los personajes que la componen, son puntualizadas sobre el ángulo de lo risible, de lo irreflexivo, de lo ingenuo, permitiendo la manifestación de algunos procedimientos del auténtico muestrario de nuestra colectividad, que Misterios en Piedras Verdes
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terminan por dejar al descubierto el estereotipo de nuestros semejantes, ya que ellos no son más que un producto de su propia misoginia, y del ambiente en donde habita. Irreverencia, chacota, sarcasmo y desvergüenza, son parte de los personajes, y fruto de ellos mismos, que no hacen más que imitar las acciones de personas que existen dentro de cualquier contexto, o hasta hacen parte de nuestro cotidiano. El autor hace constar también, su inmenso agradecimiento a los famosos creadores literarios de otros singulares personajes y de las obras que aquí fueron nombradas y señaladas cuando sirvieron de sustentáculo a esta trama hilarante… A ellos, mis más sinceros agradecimientos.
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Probablemente, la palabra correcta para describir los acontecimientos que han venido ocurrido en mí cuidad, podría fácilmente ser sustituida por otros vocablos o expresiones equivalentes, como, por ejemplo: enigmas, entresijos, incomprensiones, o hasta indiscreciones sobre lo sucedido; pero eso es algo que dejo al libre albedrio de cada lector, ya que mi juzgamiento se atendrá solamente a relatarles algunas de esas recordaciones, antes que la esclerosis y el sefardita-alemán Alzheimer, terminen por borrarlas de mi memoria. Como ya les he relatado en otra oportunidad, la ciudad de Piedras Verdes, y de acuerdo como la describía mí estimado amigo, profesor, colaborador y guía espiritual de mis sentimentalismos, Hércules Poirot; éste es un pueblo de mala muerte metido a urbe cosmopolita, donde se abrigan millares de disímiles ciudadanos con sus ocurrencias, pesadumbres, humores y amores, así como ocurre en cualquier lugar del planeta. Creo que no existe nadie mejor que él, para rotular con gran eufemismo el verdadero significado de Misterios en Piedras Verdes
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esta localidad repleta de Nada por cualquier lugar que se la mire; salvo, las extravagancias y chismes que los pueblerinos se encargan de ventilar. Digo ventilar, como una simple expresión idiomática y gramatical, porque ventilar mismo, como acción recurrente, de nada serviría, ya que el olor a boñiga que proviene de las praderas limítrofes, es algo realmente descomunal. Por causa de esa fragancia tan peculiar, mi fallecido amigo Nicanor, Dios lo tenga en el Edén, siempre decía: -¡Tierra de mierda!, -persistentemente subrayando con un ensañado énfasis, el miasma del adjetivo. Pero esa parte, también ya se las conté en otra oportunidad. Lo que ustedes realmente no saben, es que cuando yo terminé de concluir mi curso de investigadordetective
que,
con
gran
esfuerzo,
realicé
por
correspondencia, decidí que era el momento oportuno de cambiar mi nombre de bautismo, de manera de poder convertirlo en un seudónimo algo más armonioso y, en lo posible, que fuese similar al de mi inspirador y mentor. Por ese motivo, pasé a firmar como Herculano Sansón. Dos cosas debo aclarar. Primero, la enorme dificultad que encontré para lograr concluir mí graduación; porque el maldito cartero de Piedras Verdes, hombre que Misterios en Piedras Verdes
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todavía andaba a caballo, ejercía su trabajo de acuerdo con las circunstancias, y eso ocasionaba trastornos y atrasos en el envío y recibimiento de las correspondencias. La segunda, dice respecto a la época en que me jubilé como “Comandante en Jefe de la Guardia Civil de Piedras Verdes”, un emérito cargo que me convertía en el paladín de la justicia, pero que a todos los sencillos provincianos de estos
parajes,
siempre les
gustó
pronunciar mi título, desdeñosamente, como: “Comisario”. Con respecto a la primera aclaración, en tiempo, insisto en decirles que existe una historia de cuño inusitado, que me permite describirles cómo ese palafrén de mala muerte, terminó siendo un escueto acémila de cuatro patas, a servicio de los correos. Quien así lo afirma y testifica, es nada menos que el gordo Omar, aquel que más allá de ser dueño del famosísimo café “La Esquina de Piedras Verdes”, también era aficionado a las carreras de potros, y todo lo relacionado al turf. Conforme me lo contó en un día de lluvia, todo habría comenzado aquella siniestra tarde, cuando él, por circunstancias que luego aclararé, había jurado que sería la última vez que iría al Jockey Club llevando el dinero destinado a los dispendios de su negocio. No era mucho, Misterios en Piedras Verdes
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pero la mitad de ese poco que tenía, ya lo perdiera en las primeras cinco carreras. -¡Ay!, cuando mi mujer lo sepa –recapacitó Omar en aquella fatídica tarde de turf, con voz quejosa. -Fátima se va a poner hecha una fiera –balbuceó él, al mostrarse preocupado con la reacción anímica que tendría su esposa, mientras borbotones de otras mil cosas también le vinieron a la cabeza como si fuese una cloaca entupida. De todas las soluciones posibles en las que Omar se puso a pensar, angustiado, y la que más insistía en presentarse como la más indicada y justa para su caso, era en ese momento ser atropellado por un ferrocarril. -Cierro los ojos, y pronto, me tiro a la vía –Omar comidió afligido, anímicamente conformado con la trágica resolución. Pero también existían otras cuestiones que le amilanaban el espíritu, por eso pensó en los hijos, en las deudas, en la suegra, en el perro, en las partidas de dominó, en las cuotas de la nueva máquina de coser que le había regalado a Fátima y que estaban atrasadas hacia tres meses. También se preocupó con la fecha del aniversario de su casamiento que ya no podría ser conmemorada en Misterios en Piedras Verdes
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uno de esos restaurantes con suculenta parrilla, promesa que había sido realizada de pies juntos para Fátima, su mujer, con oferta de tenedor libre y nada de medir gastos en esa fecha querida. -¿Para qué vine? –Omar se recriminó, pero sopesó ya era tarde demás. -Esa tarde, fui. ¡Y perdí! –me dijo desconsolado, el día que me lo contó con aquella mirada de quejosa súplica que se desprendía de su cara regordeta. -Estaba desolado. Me puse a contar el dinero sobrante, una y otra vez, -me dijo a seguir-. Era como si yo dudase de los cálculos, y las verificaciones anteriores. Mientras Omar me hablaba, no tuve ánimo para interrumpirle su relato, pero yo sacaba mis propias conclusiones al respecto y evaluaba los artificios del ser humano -¡Que infelicidad!, –exclamó, sacándome de mi devaneo-. ¿No es que la cuenta que yo sacaba, invariablemente, siempre confería con las anteriores? – pronunció a seguir, como si quisiese poner la pregunta a tela de juicio. -Enfrascado
en
todos
esos
pensamientos
pusilánimes, -dijo con rostro grave-, anduve caminando impensadamente para un lado y otro de las tribunas, Misterios en Piedras Verdes
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tentando tropezarme con gente que posiblemente me garantiese el dato de probables ganadores, que me diesen alguna referencia imperdible, o que tal vez me facilitasen indicaciones de los factibles vencedores, aunque más no fuesen para darme ánimo. -Cuando, sin darme cuenta, llegué muy cerca de la reja que separa el lugar de repesaje de los caballos, fui despertado por un sonoro ¡Psiu! –terminó anunciándome Omar, poniendo sus ojos demasiadamente abiertos, así como vaca en el brete del matadero. -Sobrecogido, yo di una rápida mirada para un lado y otro, y enseguida, me di cuenta que estaba solo, pero aun así, te garanto que yo estaba seguro que había escuchado un chistido y, no obstante, frente a mí, solamente había un caballo, -explicó Omar, ya con la voz recogida en un sigilo. Yo lo escuchaba con la debida atención que el relato me despertaba, pero de pronto, percibí que Omar pronunció con un tono algo arrebatado: -Seguramente estoy delirando –me reprendí al instante, y enseguida me puse a pensar preocupado, pero, sin querer, dejé escapar un nuevo reproche en voz alta: -¡Estoy escuchando locuras! -balbuceó Omar. -No –me dijo el caballo-. Fui yo, quien lo llamó. Misterios en Piedras Verdes
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-¡Imposible! –pensé. -Me friccioné rápidamente las manos en la cara, y creo que mi semblante era de total incredulidad. ¿Será que más allá de haber perdido el dinero, también perdí el juicio? –recapacité desesperado. -¡Esto no puede ser verdad! ¿El caballo está realmente hablando conmigo? –continué a cuestionarme sospechoso –declaró Omar, en tono aprensivo, mientras continuaba con su historia. -Vení aquí –me ordenó el jamelgo, autoritario como caballo de General. -¿Yo? –le contesté irreflexivo. -¡Claro! –insistió el equino, ya mostrando señales de impaciencia. A seguir, Omar me apuntó que primeramente buscó certificarse de que nadie lo estuviese mirando, sino, ¿cómo le sería posible permitir que hubiesen testigos de aquel acto de locura o, en la mejor de las hipótesis, infantilidad?
¿Quién
iría
creer,
si
lo
observasen
participando de un absurdo como ese? A decir verdad, hasta yo me incluía entre esa pléyade; pero en fin, si me lo estaba contando, es porque, quitándole algún exagero que otro, en el fondo, habría algo de verdad en su relato. Misterios en Piedras Verdes
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-Te digo, Herculano, realmente, ese cuadrúpedo me hablaba. Tanto es así, que otra vez más, insistió en llamarme diciendo: -¡Vení aquí, che! ¡Dale! -Yo me aproximé titubeante hasta quedar cara a cara con el animal, cada uno de un lado de la reja divisoria. El caballo era un alazán tirando a tostados, mancha blanca en la cabeza con forma de un cucurucho de helado de crema. Y de repente, me preguntó: -¿Sabes quién soy yo? –mencionándolo en un tono bajo y discreto. -¡Un caballo! –le dije, pensando en responderle a la altura. -Eso es obvio, mi amigo. ¿Pero yo quiero saber, si tú sabes cuál es mi nombre? –me respondió con ojos caballares. -Hallé mejor no impacientar el cuadrúpedo que, al final de cuentas, conmigo, estaba siendo muy simpático y educado, más allá de decirte, que tenía una mirada que extravasaba sinceridad. -Entonces, yo negué conocerlo. Fue la manera que encontré para no indignarlo, y no dejé de aprovechar la
oportunidad
desconocimiento
para
lamentar
imperdonable
Misterios en Piedras Verdes
el que
hecho existía
de
ese entre
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nosotros… ¿Tú me entiendes, no? –me preguntó Omar, no queriendo saber cual sería mi respuesta, y si, para autoafirmar su arbitraje. A decir verdad, yo entendía cada vez menos, pero, a fin de animarlo, tuve que concordar con un asentimiento de cabeza. -En aquel momento, intenté buscar alguna frase que pudiese explicar la extraña situación –añadió Omar. -Es que así, sin el número, sin la ropa… –le dije al animal, disculpándome. -Yo soy “Míster Word”, el número 9 –me afirmó el rocín. -Mucho placer –le respondí, con la mano extendida, inútilmente. -Corro en la próxima carrera, y voy a ganar –me afirmó vibrante, afirmativo. -Dicho esto, el caballo me dio las espaldas y salió troteando a paso lento, yendo para el lado del tratador que lo venía a buscar –comentó Omar, con voz recogida. Sin saber lo que decir y pensar, mismo con un sonrisa discreta en los labios, yo me sentí obligado a preguntarle a mi amigo, qué actitud él tomó, cuando el animal se alejó.
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-En ese momento, quise caer hincado para rezarle a Santo Expedito, el santo de las causas justas y urgentes – pronunció Omar con entonación vibrante. -Porque, para mí, seguramente que habría sido él, quien tendría intercedido a mi favor ante el Santísimo. Así que logró recomponerse de su exaltación, agregó: -¡Pronto! Estaba todo resuelto. Nada de querer hacerme atropellar por el ferrocarril, nada de cancelar la cena en aquel restaurante con parrilla donde cantaba Roscarlos Berto, el eterno “Palito Ortega” de Piedras Verdes. Porque el dinero, que en ese momento era poco, delante de la información recibida, seguramente salvaría mi situación –Omar me declamó fogoso. -Mucho más que aquella cantidad que aun me quedaba, -dijo a seguir- yo ya había arriesgado innúmeras veces, solamente apoyado en las indicaciones que me habían sido dadas por amigos del turf, joqueis y entrenadores conocidos. Por lo tanto, concluí que esta vez, como la información venía del propio competidor en persona, no podría fallar. ¿No te parece? –insistió en preguntarme. -¿Y qué hiciste? –indagué suspicaz. -Salí corriendo para pedir dinero prestado a un amigo y a otro, y a otro más, hasta que finalmente, con la Misterios en Piedras Verdes
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ayuda de todos, logré reunir una cantidad de dinero mayor que el doble que yo tenía destinado para realizar los reembolsos de mis cuentas. -¡Que locura! –exclamé ante la falta de insensatez de Omar. -Cuando finalmente llegué a la ventanilla de apuestas, te juro que no me tremió ni la mano, ni la voz. Y dije decidido: -Apuesto todo, al número 9. -¿Sos loco? –pronuncié de forma incontenida, al enterarme de la actitud ida de mi amigo. -¡Era una fija! –explicó él-. No podía fallar…, -y continuó su relato agregando: -Luego se pasaron algunos minutos de excitación y otros etcéteras más, pero finalmente la carrera se largó –pronunció Omar con cierto ardor en el timbre de su voz, mientras se rascaba la pelada por arriba de la boina. -Inicialmente, no me preocupé con el hecho de que “Míster Word” haber sido el postrero en la salida – contó Omar, ya con una modulación más comedida. -Ni mismo cuando, ya próximos de la grande curva, “Míster Word” aun continuaba corriendo en último.
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-Para mí, todo eso carecía de importancia; y creo que fue por eso que yo pronuncié alto, gritando como si quisiese que el potro me escuchase allá en la pista: -¡Zafado! ¿Estás pensando que me asustás? -Te
digo
más,
Herculano
–agregó
Omar
entusiasmado- En ese momento, lamenté enormemente haber vendido lo binóculos para, con lo apurado, apostar algunos billetes más en el fehaciente ganador. No en tanto, mismo a ojo limpio, desde donde me encontraba, daba para acompañar la carrera de “Míster Word”. -El uniforme del jóquey era de un verde aceituna, color que se destacaba acentuadamente de los demás. Por eso, de lejos yo lo veía bien –me afirmó Omar, rostro contorcido. -Lograba verlo muy bien. Tanto es así, que al doblar la recta final, el caballo ya venía en penúltimo, posición que, por señal, mantuvo heroicamente hasta cruzar el disco final –agregó, cara seria. -¿No me digas? ¿Y qué fue lo que hiciste? –yo pronuncié sorprendido. -¡Ah!, te podes imaginar que no me controlé. Tenía aquel manojo de billetes de apuestas dentro del bolsillo, que me pesaban una tonelada... Pesar, no, me
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quemaba, así como me quemaba la rabia –Omar pronunció de manera violenta. -Que
macana
–balbuceé,
sin
animarme
a
comentar más nada. -Entonces, yo me dirigí otra vez para el lugar de repesaje de los caballos, ojos brillantes y enrojecidos, labios trémulos, puños apretados. Todo yo, fuera de sí. -“Míster Word” fue el último a regresar de la pista, fatigoso, sudado. Parecía estar echando los bofes. Enseguida el jóquey lo desmontó y el tratador lo agarró para llevárselo a darle un baño. Fue en ese momento que le grité para impedírselo. -¡Cretino! ¡Zafado! ¡Caballo de mierda! Me dijiste que ibas a ganar –comencé a gritarle indignado. -¡Aposté en ti, la plata que tenía y la que no tenía! -¿Y ahí? ¿Qué me vas a decir ahora? –berreé iracundo. -¿Qué fue lo que te contestó? –indagué. -Mismo a pesar de mis coléricos gritos, “Míster Word” no perdió la calma. Me miró indiferente y dijo: -¡Señor! Ha de saber que ya hago mucho en hablar, y por encima, no me venga a decir usted que todavía quería que yo le embocase al resultado…
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De acuerdo con mi intención ya descrita en las primeras líneas de esta obra, ya que después viajé en la mayonesa y me entretuve con las peripecias de mi amigo Omar, tampoco quiero jactarme de mis soberbias capacidades investigativas, pero la verdad sea dicha, he de aclarar que muchos de los misterios y enigmas desvendados por mi conspicuo dómine y preceptor de mis índoles, Hércules Poirot, se deben a su abrillantada obediencia en seguir mis consejos y recomendaciones, sobre todo, refiriéndome a cuáles de las pistas él debería seguir para elucidar, con maestría, algunos de los casos en que este taimado Belga trabajó. Tanto es así, que este relevante detective ya ha publicado 39 libros en más de cien leguas y dialectos distintos, donde él nos narra su efectiva participación en una amplia gama de robos, asesinatos, vejaciones, secuestros y en cuantos otros tipos de violaciones más, le toco actuar. Pero sin lugar a dudas, a mi me honra enormemente el reconocimiento que me ha prestado, Misterios en Piedras Verdes
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cuando él escribió “Los trabajos de Hércules”, un magnífico best-seller que, como puede ser apreciado por cualquier profano lector, más allá de llevar mi nombre en el título, el Belga hace mención multitudinaria a mis capacidades y mi trabajo en los doce casos en los cuales lo ayudé a investigar, mismo que yo no me considere un excelso contrincante para colocarme a su altura. Muchos lenguaraces y envidiosos, dicen que, al escribirlos desde Inglaterra, él obró de esa manera a fin de poder vender los libros que publicó, porque de otra forma, nadie sabría localizar en qué carajo de lugar queda Piedras Verdes. Por eso, en ellos Poirot colocó nombres pomposos, citó lugares bellos, teatros paradisiacos, y los emperifolló con el correspondiente requinte. Sin embargo, me siento en la obligación de resaltar que algunos de los temas más famosos en que él actuó, ocurrieron aquí mismo en Piedras Verdes, como es el caso de “El misterio del tren azul”, donde, con la intención de evitar perjudicar a los pasajeros de esta mísera línea férrea, magistralmente, Poirot cambió aspectos, características y el propio escenario donde ocurrió el fatídico viaje. Por ejemplo, se que les puedo comentar que el verdadero nombre de Rufus Van Aldin, unos de los Misterios en Piedras Verdes
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principales personajes de esa obra, era Raúl…., y el mismo, no era un magnate del petróleo como Poirot lo describe en el cuento, y si, el escueto dueño de la gasolinera de mi ciudad. Por otro lado, confieso que el famoso rubí “corazón de fuego” que ese cariñoso padre le había regalado a su hija Rita Catarina, conocida en la obra como Ruth de Ketterin, no era más que una “figa de madera” que su padre le había traído de regalo, después de un viaje que había realizado algún tiempo antes a Bahía, Brasil. Por lo tanto, ésta no era una joya que formase parte de un maravilloso
collar,
tan
codiciado
por
ladrones
y
coleccionistas, y si, un simple dije con tintes de candomblé, acto religioso practicado, según lo afirmaba mí no menos amigo, el ya fallecido Jorge Amado, por los afro-descendientes que viven como pueden en aquella referida y paradisiaca ciudad. Quien ha leído el referido libro, sabe que la verdadera trama de este episodio, dice respecto a los amigotes de Rita, y envuelve algún que otro pretendiente que, más allá de amarla, lo que ellos estaban, mismo, era de ojo en las propiedades del suegro. También les digo, que tampoco ella fue asesinada, ni le robaron la alhaja. Lo que pasó, es que la Misterios en Piedras Verdes
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desastrada muchacha, se cayó durante un barquinazo dado por el desvencijado vagón, y la porquería del colgante, pieza muy barata encontrada en cualquier quisco de esquina de Salvador, acabó por desprenderse, y quedó atascada en una hendija del destartalado compartimiento de este miserable transporte de masas que tenemos por aquí. El resto de la historia, como todos saben, es pura estulticia de escritor sin mañas. Puede decirse, que lo mismo ocurre cuando Poirot escribe “El misterio de la guía de ferrocarriles”, ya que la verdadera síntesis de la historia sucedida aquí mismo en Piedras Verdes. En realidad, no tenía nada que ver con el propósito de querer cometerse una serie de asesinatos siguiendo el orden del alfabeto. En verdad, les puedo afirmar que fueron tres pillos imberbes, los que terminaron por escribir la carta firmada como: “A.B.C.”, y en la cual, por el tenor de la grafía, ésta sólo amenazaba a otros chicos que nos los dejaban jugar a la pelota juntos. La tan famosa rúbrica que Poirot menciona en la obra, correspondía exactamente a la suscripción de Alberto, Benito y Carlos, y no hubo la tal de propietaria de estanco ninguno, apareciendo con un gran golpe en la nuca, de espaldas al mostrador, caída al lado de una guía de ferrocarriles; hasta porque no veo la necesidad de tener Misterios en Piedras Verdes
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que existir un guía para ese tipo cosas, si aquí sólo pasa un tren por día. Pero en fin, todo no pasó de un equívoco, ya que la referida mujer era la madre de uno de los amenazados que, descuidadamente, se abría resbalado en el piso mojado y, al caer después de pisar en una barra de jabón, ella desmayó por unos instantes, bien al lado de la biblia. Lo otro que todos pueden apreciar en esta obra, son migajas de sabiduría, que fueron doctamente relatadas por el increíble Poirot. Puede que ustedes lo duden, pero una vez, Hércules estuvo de pasaje aquí en Piedras Verdes, atendiendo
a
mi
solícita
recomendación,
también
corroborada por mi otro no menos amigo, Auguste Dupin, para que Agapito, el cabeza de la famosa sastrería “Punto y Costura de Piedras Verdes”, le confeccionase un par de trajes sobre medida, a ser elaborados con un finísimo woolen cloth inglés que el Belga trajo junto, pero que después que Agapito lo manoseó, descubrió, para su decepción, que este paño resultó haber sido fabricado con la guedeja de nuestras pobres ovejas. En esa ocasión, poco después de su llegada a nuestra ciudad, éste noble investigador también necesitó realizar una visita urgente al dentista por causa de un Misterios en Piedras Verdes
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premolar flojo. Pero resulta que ese profesional es encontrado muerto. En el calor del momento, todo indicaba que se trataba de un suicidio, pero el consiente investigador Poirot, no quedó satisfecho, porque, en su momento, afirmara que habría otros hechos inexplicables mezclados en esta historia, y que él necesitaba entenderlos. Por eso, y con mi presto auxilio, Poirot colocó sus células grises a funcionar y terminó desentrañando la trama. Este inusitado capítulo de su vida, nos permite revelar algunas informaciones sobre el pensamiento de Poirot, donde cabe recordar que, cuando él termina por reunir a los posibles sospechosos en los crímenes y dilucida el misterio, siempre se retira con una frase exegética sobre el comportamiento humano frente a la fanfarronería de un hombre rico, diciendo: -“Poirot no entiende de nacionalidades y riquezas, sino de vidas humanas”. ¿Fantástico, no? Esa pedantería, más tarde, ya de vuelta a su tierra, es la que lo lleva a escribir el no menos notable best-seller: “La muerte visita al dentista”, donde narra que nuestro querido dentista de Piedras Verdes, se suicidó después de haber matado al paciente, al haberle inyectado, por equivocación, una dosis excesiva de anestésico. Misterios en Piedras Verdes
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En su cuento, también envuelve a otros ficticios pacientes del doctor, que según él, estuvieron en el consultorio ese mismo día, diciendo que estos podrían estar envueltos en el crimen, y nombra: un gran financiero; una señora que usaba un extraño par de zapatos sin suela, y que más tarde desapareció; a un joven bolchevique revolucionario con cara de asesino, y que estaría enamorado de la sobrina del financiero; y al novio de la secretaria del dentista. Créanme. Pura insensatez de pseudo escribiente, porque la verdad, el doctor sucumbió de tan viejo que era; el paciente no se murió, sino que sufrió un soponcio por causa del miedo que tenía al barullo de la maquinita; la mujer no tenia zapatos extraños, estaba mismo descalza y con los pies embarrados; y el gran financiero, no pasaba del turco que era dueño de la empresa fiduciaria: “Economías y Contabilidad de Piedras Verdes”, al que, en las horas vagas, le gustaba prestar plata al 10% de interés mensual. Les podría decir que lo mismo ha sucedido con otras obras que el belga ha escrito posteriormente y, que nada más son, que una recopilación de algunos acontecimientos pintorescos que han ocurridos en estos aledaños, como es el caso de: “Los cinco cerditos”, “Un Misterios en Piedras Verdes
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gato en el palomar”, “Tres ratones ciegos” y “Las manzanas”. Excelentes libros que narran historias que yo mismo le conté, o en las que le solicité su docta opinión, a fin de que yo pudiese explorar su capacidad analítica y su curiosidad de detective. Por la orden, les diré que la trama de Los cinco cerditos, es una notable novela que lleva ese título, por causa que la niña-protagonista era la dueña de 5 pequeños marranos sin pedigrí; en verdad, la historia ocurrida aquí en Piedras Verdes, se apoya en una carta que fue escrita por esta niña, y destinada para los Reyes Magos, pero resulta que esa misiva acabó siendo sustituida por una otra, donde sus desalmados padres le adulteraron sus pedidos, un poco antes de que estos se murieran de sarampión. Un gato en el palomar, es una novela que el Belga ha escrito, favoreciéndose de la experiencia de mi propio trabajo investigativo, porque fui yo, quien, con mucha constancia, acabó por descubrir al maldito gato barcino que vivía comiéndose los columbinos, trepándose en los nidos de las palomas que había en el colegio de mi pueblo. Tanto es así, que Poirot, tal vez por encogimiento, sólo aparece en la parte final de la novela.
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También debo decirles que cuando Poirot decidió escribir “Tres ratones ciegos”, magistralmente, él hace gravitar la historia, alrededor de un grupo de personas que terminaron presas e incomunicadas, en una pensión, a causa de una gran nevada. ¡Ora! Que creatividad literaria la de este nombre; porque la trama escrita, no es nada más que una referencia sobre el chabacano hotel de mi amigo Apolinario que, en sus divagaciones de grandilocuencia, otrora se le había ocurrido llamarlo de: “Gran Hotel Magestic de Piedras Verdes”; y la famosa nevasca, no fue nada más que un tremenda tormenta de truenos y relámpagos que duró tres días. En resumen, les digo que, en aquella ocasión, los huéspedes, viéndose obligados a permanecer dentro del recinto por causas del las inclemencias del tiempo, y sin más nada que hacer que jugar a las barajas y al dominó, descuidadamente, uno de los pensionistas dejó caer del bolsillo, un papel con la dirección de aquella pensión, y que al ser encontrado por Poirot, el forastero le cuenta una historia sin pies ni cabeza, pero bastante interesante. El resto de la trama, es pura invención. Indudablemente que sus cualidades de escritor, están par a par con la índole detectivesca de mi gran Misterios en Piedras Verdes
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amigo, dómine y preceptor en las mañas investigativas, porque con gran creatividad, él ha dado vuelta la historia, cuando escribió su obra “Las Manzanas”, donde ha retorcido un acontecimiento relativamente vulgar que ocurrió en una kermese aquí en Piedras Verdes, cuando una chambona adolecente, sin darse cuenta, acabó por tropezar y se cayó de cabeza en una jofaina llena de manzanas que había en el quisco de las “Manzanas del amor”, y prontas para ser acarameladas. Sin embargo, apoyándose en el relato de mi investigación, él logró dar vuelta la cosa, y describió la historia como si esta hubiese sucedido en medio de todos los
preparativos
para
una terrorífica
velada para
adolescentes, en donde una muchacha, a la que todos toman por mentirosa, dice haber presenciado un asesinato. De momento, según él, todo queda por una mentira más de la jovencita, pero la cosa adquiere importancia cuando ésta aparece muerta con la cabeza hundida en un barreño de manzanas. Como pueden apreciar, comparando la verdad y la mentira, todo no pasa de pura perspicacia de un escritor disparatado. Obviamente, tengo que reconocer que Poirot es muy habilidoso en el trato con ese tipo de negocios que ocurren en el mundo, y sé que él aprende fácilmente lo que Misterios en Piedras Verdes
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estudia, como también escribe muy bien; pero sin lugar a dudas, puedo afirmarles que le faltan conocimientos sólidos, como siempre sucede con todos los hombres de letras. Pero en realidad, igualmente debo mencionar que yo nunca encontré a nadie que tuviese conseguido desenvolver tan bien así el espíritu, aplicándolo a innúmeros objetivos, dedicando, igualmente, esa cualidad para el bien de la vida común. Como un pensamiento siempre nos conduce a otro, no puedo dejar de recordar cuando Hércules Poirot escribió el libro de intriga y misterio, intitulado “Cartas sobre la mesa”. En él, nos narra sobre un cierto señor llamado Shaitana, famoso como anfitrión de sus fiestas. Sin embargo, se trata de un hombre del que todos desconfían. Así, cuando éste expone a Poirot su teoría sobre el asesinato como forma de arte, el detective tiene sus reservas sobre aceptar la invitación para ver la colección privada de Shaitana; y tras el desenrollar de una partida de bridge, descubren que el anfitrión ha sido asesinado por uno de sus invitados. No puedo dejar de reconocer que este Belga es muy ingenioso en sus cuentos, porque en realidad, las cartas son mías, y cuando se lo relaté, me refería a la Misterios en Piedras Verdes
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realización de una partida de “chinchón” que efectuamos en nuestro selecto club, donde Samuel, el propietario del “Emporio de Atavíos Piedras Verdes”, nos mostró su colección de baratijas que había recibido recientemente de China. Como ven, su obra es pura estulticia de comediante. Lo mismo podría agregar sobre otra obra clásicas, titulada “La tercera muchacha”, donde mi eminente amigo nos detalla una historia sobre una joven que le dice una frase que probablemente no escuchara antes, confesándole que creía haber cometido un homicidio, pero que no tenía total certeza. Es así que el detective comienza a investigar este extraño caso, descubre quien es esa chica que no sabe si cometió o no, ese crimen que dice. Uno de sus primeros revelamientos, es que ella comparte un apartamento en Londres con otras dos jóvenes, razón por la cual era conocida como la tercera muchacha, sin contar que muchos la creían enferma mental. En la investigación, Poirot encuentra varios hechos en el pasado de los familiares de la adolescente, donde incluye tramas paralelos, conexiones misteriosas, que lo ayudan a descubrir la verdad ilusoria que hay detrás de esta inquietante joven. Misterios en Piedras Verdes
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La verdad verdadera, es que esta historia se apoya en el cuento que yo mismo le detallé sobre Juanita, aquella hermosa potranca que había sido el “affaire” de mi amigo Nicanor, y siendo esta, el tercer caso serio de amores imposibles de mi amigo. También os digo, que ella no era demente en lo referente a deficiencia mental, y si, al hecho de Nicanor vivir llamándola de loca, porque ella era una tremenda de una fogosa que pasó el tiempo todo a alimentarle ardorosas fantasías, con las que ambos llegaron a derrumbar de una vez las murallas de Jericó.
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Seguramente, creo que yo he sido un poco injusto con mi educador, mentor, y consejero, porque, hasta ahora, he dejado la impresión de que me entretuve solamente a criticar sus cualidades como escritor de sanguinolentas novelas policiales, donde él mismo, siempre parece ser el principal protagonista de sus Misterios en Piedras Verdes
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aventuras. Esa característica, es lo que me permite señalarlo, como si él quisiese, el tiempo todo, parecerse con un “propagandista de laboratorio”. Sin embargo, para quien aun no lo sabe, mi amigo Hércules Poirot, al igual que yo, es un detective retirado de la fuerza policial, pero que ahora tiene gran cantidad de trabajo; bueno, en este último punto, nosotros ya nos diferenciamos bastante. En todo caso, puedo afirmarles que, por causa de sus métodos, él siempre busca resolver misterios que le atraigan por su complejidad intelectual, y quién, en el empleo “de razonamiento”, se permite impresionar a todo el mundo con la prefigura de su confianza sobre su “utilización de sus pequeñas células grises”; color muy diferente de las células que tienen muchos que conozco, que las tienen marrones, o simplemente, no las tienen. Obviamente
que
en
él,
estos
elementos
cenicientos sólo podrían ser pequeños, ya que cuenta con una altura de un metro y sesenta y dos; tiene la cabeza con forma de huevo duro, siempre ligeramente inclinada para un lado como si le pesase la yema que tiene adentro; y cuando está excitado, los ojos son de un verde brillante, como si fuesen hechos de “Kryptonita”.
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Como
si
fuera
poco,
tiene
un
ridículo,
impresionante y espeso bigote hirsuto como los que acostumbran usar los antiguos oficiales del Ejército Rojo, pero que para él, ese fachoso adorno constituye un orgullo y una pose de grande dignidad. Sin embargo, debo señalarles que a pesar de Poirot externar un genio detestable, ser un ampuloso y un pesado, y un tremendo de un egocéntrico, eso nunca le quitó oportunidad de que todo el público que lo haya conocido, lo admirase y demostrase sentir grande afecto por su persona. Entre ellos, yo. Sobre otros aspectos, necesito apuntar que la pulcritud de su vestimenta llega a ser casi increíble; y creo que si él llegase a descubrir una mota de polvo depositada sobre el hombro de su chaquetilla, eso le iría a causar más dolor, que una herida de bala en los genitales. Sin embargo, este hombrecito de vestimenta pintoresca y, pomposo como sólo él, en su debido tiempo, había llegado a ser uno de los miembros más famosos de la policía belga. Sabiendo de todas estas peculiaridades, no se puede negar que Poirot es atildado hasta el extremo, ya que su apariencia personal siempre fue impoluta y adora “el orden y el método”, no necesariamente en esa misma Misterios en Piedras Verdes
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disposición. Siempre dentro de sus exquisiteces, él siempre veneró la simetría, la limpieza, las comodidades, la calefacción central y la línea recta. Para que tengan una idea, en su apartamento, no existen muebles ni adornos de líneas curvas, e inclusive, de postre, solamente come bananas ecuatorianas. Invariablemente, es un sujeto sumamente cortés, y le gusta hablar intercalando algunas frases o palabras en francés, como: Mon ami, o Précisement, y hasta llegó a ensayar el pronunciamiento de algunas expresiones idiomáticas de mi pueblo que yo mismo le enseñe, como: ¡Kijo e´mil…! y ¡Keloparió!, y algunas otras más que ya no recuerdo cuales fueron. Aunque muchos aseguran que su inglés es perfecto, cuando está nervioso comete fallas gramaticales, algunas detectadas y corregidas por su fiel amigo Hastings, no obstante, otras quedan sueltas por ahí, como si fuesen “Chicken shit” lingüísticos. Como ya señalé, Poirot había sido un antiguo miembro de la Policía belga, que llegó a Inglaterra como refugiado durante la Guerra Mundial, y ya no abandonó más el país, donde se estableció como detective privado de gran éxito. Y a pesar de que mucha gente, normalmente lo confunde con un francés, él siempre los reprende, Misterios en Piedras Verdes
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afirmándoles que es un belga autentico. De pedante que es, claro. Seguidamente, y comportándose como si fuese una “prima donna”, Poirot vive anunciando su inminente retiro laboral: planeando irse al campo y dedicarse a cultivar calabacines, y hasta en cierto momento llegó a pensar en hacerlo aquí mismo en Piedras Verdes, pero debido a la falta de museos y monumentos que nosotros tenemos por aquí, luego terminó por abandonar esa descabezada idea. También huelga decir, que él siempre abandonaba su, no perentorio retiro, cuando le aparecen nuevos casos que le llaman la atención. Hasta podría afirmarles que parece un boy scout: “Está siempre listo” No en tanto, debo afirmarles que me es difícil poder sacar otras conclusiones concretas sobre la familia de Poirot, ya que éste, a menudo, suministra información falsa o errónea sobre sí mismo o sus antecedentes; y creo que es una finalidad que lo ayuda en la obtención de informaciones relevante para resolver algún caso en particular; pero una vez, él llegó a confesarme que era un católico muy devoto, pero sin llegar a ser uno de esos come santos que viven en los bancos de las iglesias.
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Como ya lo mencioné antes, la “utilización de sus células grises” para resolver los casos más complicados que se le presentan, y sus métodos totalmente distintos a los seguidos por la policía, ya que él se detiene en el estudio de la naturaleza humana, y utiliza la psicología para sacar conclusiones y así llegar a la solución final del caso, lo hace despreciar las pistas que, al parecer, se presentan claras, como huellas digitales, y pasa a interesarse más por los detalles que aparentan ser insignificantes, pero que luego todos se dan cuenta que resultaron ser de vital importancia. Es por eso que la mayoría de los policías de Scotland Yard, suelen burlarse de sus métodos, y dicen que hasta algunos más maleducados, llegan a sacarle la lengua, pero luego, estos se ven obligados a aceptar lo inevitable: sus conclusiones certeras. Muchas otras veces, también sosteniente gran rivalidad con un policial de la Sûreté, llamado Giraud, ya que Poirot está acostumbrado a utilizar una metodología de trabajo “más moderna”; e incluso, en el caso del “Asesinato en el campo de golf”, Poirot llegó a promover una apuesta sobre quién era capaz de resolver primero el caso, donde llegó al colmo de poner como garantía, su chusco y preciado bigote. Misterios en Piedras Verdes
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Aun en tiempo, debo decirles que el capitán Arthur Hastings, el inseparable compañero en varias de sus aventuras, vendría a ser algo así como su propia sombra, o mejor dicho, su “Dr. Watson” particular. Pero además de Hastings, también hay otros personajes habituales en el cuotidiano de Poirot, que son: su amanerado mayordomo George; su ácida secretaria Felicity Lemon, como el propio apellido cítrico lo indica; el inspector Japp, un esdrújulo nipón; y el señor Goby, que es el mejor informante de Londres, según lo afirma el propio detective, porque es poseedor de una habilidad especial para conseguir cualquier dato útil que Poirot le requiriere, pero nunca me esclareció si éste los obtiene con el uso de coimas, como ocurre aquí en estos pagos. ¡Ah!, y también, la escritora Ariadne Oliver, a quien todos consideran que probablemente sea un simple trasunto de aquella otra excéntrica de Agatha Christie, a juzgar por diversas similitudes que ellas comparten. No en tanto, como atrás de cada pequeño hombre, siempre existe una grande mujer, un día, terminé descubriendo escondido por detrás de todo este telón de pomposa humareda que encubre la personalidad de mí amigo, que tampoco podría dejar de existir un grande amor. Misterios en Piedras Verdes
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Me refiero a Jane Marple, o simplemente, Miss Marple, una dama media entrada en años, residente en St. Mary Mead, un adorable pueblecito de campo allá en las tierras del Rey Arturo. Todos los que la conocen, son unánimes en afirmar que, por su profundo conocimiento de la naturaleza humana, esa condición la ha ayudado por diversas veces, a descubrir muchos casos catalogados como imposibles, incluso para los más importantes inspectores de Scotland Yard. En muchas ocasiones, yo había escuchado a mi amigo describir a Miss Marple, como una mujer solterona y solitaria, pero siempre optimista y, a pesar de su edad, la consideraba una utópica idealista. Aunque de su vida personal, Poirot tampoco quiso, o no tuvo mucho más para agregar, pero igual dejó evidenciado que ella era una querida moradora del pueblito de St. Mary Mead. Poirot nunca se cansó de calificarla como una mujer observadora, atenta, pero sobre todo curiosa, a lo que yo agregaría: chusma, como toda solterona pasada de punto. En cierto momento, él llegó a confesarme que, con el tiempo, terminó trabando una profunda amistad, por hallarla una amante de los enigmas y misterios, ya que estos no representaban ningún problema para ella, debido a su capacidad analítica y curiosa, y que se la pasaba Misterios en Piedras Verdes
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alardeando de su profunda comprensión sobre la conducta humana y sus consecuencias, recordándoselo a todos que, esa sabia sabiduría, había sido obtenida con el paso del tiempo, y de tanto andar chismorreando sobre la vida de sus vecinos. Y siendo ella una enamorada por los enigmas, nada más lógico que terminar apasionándose por el no menos enigmático Hércules y su fantasmagórico bigotito hirsuto-rococó. Sin embargo, las huellas de ese amor, han sido muy bien escondidas por ambos y nada ha salido a luz, salvo lo que un día la mala hierba de una tal de Agatha May Miller, celosa como ella sola, terminó por soltar algunas calumnias sobre esa picaresca relación amorosa surgida en medio de los pastizales de St. Mary Mead. Pero
en
fin,
no
existen
registros
muy
concluyentes sobre ese asunto, a no ser, lo que la perspicaz de Miss Marple dejó escapar en su libro “El extraño caso de la vieja curiosa”, donde una mujer habría sido “ultimada” en un granero, y posteriormente decide resucitar. Claro, todo en el sentido figurado de la palabra, porque como dice el dictado, a buen entendedor, pocas palabras bastan.
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Pues bien, parece que en aquel momento, ambos estaban revolcados entre las suaves pajas del silo, y Poirot le tendría dicho con voz melosa, acompañado con una caidita de ojos: -¡Nunca se debe despreciar lo trivial!..., y pimba en la veterana. Y por ello que ella sintió místicamente, ese volver a la vida. Ahora
que
lo
recuerdo,
el
asunto
entró
nuevamente en cena en las páginas de “El enigma de las cartas anónimas”, donde el caso de unas cartas enviadas incógnitamente, muestra que la calma es apenas aparente, y la provocación está llena de intrigas e misterios. Y lo que inicialmente era poco perturbador, acaba por asumir contornos de tragedia, cuando en una de ellas aparece una amenaza donde puede llegar a ser confesado el sigiloso “affaire” que ellos tenían, poniéndose todos los puntos sobre las ¡íes! Tergiversando la historia inventada en el libro, y la insidiosa realidad de su relacionamiento amoroso, debo decirles que en cuanto el caos, el pánico y la desconfianza se instala entre ellos dos, surge la duda: ¿estarán ellos a ser víctimas de una psicópata o de si propios, de sus secretos, erros y pequeñas infamias, cuidadosamente guardados a siete llaves a lo largo de los años? ¿O será que la ayuda llegará de donde menos se espera? Misterios en Piedras Verdes
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¿Y no es que llegó? Fue durante un almuerzo en la casa del viejo pastor de St. Mary Mead, donde el hombre anuncia en la mesa que, si por ventura, el petulante e intolerante Coronel Protheroe, de quien desconfiaba, porque era el único que sabía escribir cartas y lo encontraba un ser intragable al que todos detestan, llegase a aparecer muerto, el mundo iría librarse de un peso en las espaldas. Coincidencia, o no, el Coronel aparece muerto, nada más y nada menos, que en el gabinete de trabajo del propio pastor. En todo caso, por favor, no me pregunten quien fue que me contó todos estos chismes, porque no se los podré detallar, ya que mi profesión exige silencio, reserva, discreción y la propia protección de las víctimas, tengan ellas culpa, o no.
4 Sé que me he excedido en medio a relatos que no eran parte de mi inicial proposición, pero no hacerlo, se les haría difícil la comprensión de mis propias experiencias y Misterios en Piedras Verdes
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la rememoración de algunos hechos que han venido ocurriendo en Piedras Verdes, sin la necesidad de que otros oportunistas se aprovechen de mis explicaciones, para venir a narrarlos y desenrollarlos conforme sus intereses en lo económico-literario-fiduciario, si es que me entienden. Primeramente, revelo alabancioso, que cuando recibí el demorado pergamino que me incluía como distinguido miembro del “LUDICOS”, el selectivo club de los detectives investigativos internacionales, me sentí en la obligación de mudar mis antiguos hábitos pueblerinos, y posar con un aire similar al que exteriorizaban mis congéneres de tan loable profesión. Por lo tanto, queriendo imitar los refinados procedimientos de alguno de ellos, y aprovechando la existencia de nuestro “Centro Social y Recreativo de Villa Piedras Verdes”, local de nuestras afamadas tertulias lítero-socio-deportivas, decidí escoger una de las salas vacías del “Gran Hotel Magestic de Piedras Verdes”, tan cordialmente cedida por mi gran amigo Apolinario; tal vez, porque él anteviese y visualizase que ello traería nuevos clientes a su hospedería; y fue allí que instalé mi covachuela.
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Mismo careciendo de recursos pecuniarios para rodearme de lujos mayores, y sin querer ser un excéntrico, instalé algunos artilugios como: una estufa a querosene para mantener mis glúteos calientes durante el invierno; dos viejas poltronas al estilo de algún Luis francés cualquiera; un tapete de arpillera barata que había sido importado de china; y en la falta de un abat-jour decoroso, puse un pequeño candil de sebo, arriba de una caja de bananas brasileñas que pasé a utilizar como mesita de veladora. Claro que también necesité mudar mi apariencia personal, y por eso, para cubrir mi cabeza, me puse un sombrero del tipo utilizado por los jugadores de beisbol americano. En lugar de ponerme un capote a cuadritos, pasé a usar un poncho; y a falta de recursos para comprar habanos, comencé a fumar tabaco picado a cuchillo y armado en chalas de maíz. A partir de ahí, pasé a ser toda una excentricidad en mi pueblo. En lo tocante a bebidas, continúe con mi copita de jerez habitual y, en algunas ocasiones más solemnes y formales, sólo aceptaba tomar caña con pitanga, o ginebra pura, ya que el whisky me da acidez de estómago. Luego presentí que me faltaba un auxiliar. Por eso pasé a requerir de alguien que me ayudase en el Misterios en Piedras Verdes
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desarrollo de mis cavilaciones y en el intercambio de la plática de mis pensamientos. Pero condicionaba su elección, a que esta fuese una alma perspicaz, despierta, ingeniosa, y astuta, de lo contrario, mi ayudante, sería un eterno “asponi”, que traducido para la gramática vulgarmente descriptiva, ello significa “aspirante a porquería ninguna”. Finalmente, y atendiendo la sugestión que me fue dada por mi gran amigo Gervasio, el propietario de la tradicional “Repostería y Tahona Piedras Verdes”, contraté a Half Dark Snob, o meramente, llamado de Snobiño para los más allegados. -¿Te gustaría trabajar conmigo?, –le dije a ese muchacho de físico flaco, risueño como hiena en celo, y tan oscuro como noche sin luna. -No te puedo pagar mucho, -propuse-, pero te afirmo que te vas a divertir bastante y a lo grande – agregué en aquel momento, justo cuando me recordaba de la historia de Gabiroba, que me fue relatada por Gervasio cuando me recomendó su contratación. -Gaviroba, nombre de cuna del muchacho, cuando chico, era negro que ni carbón –me explicó mi amigo cuando inició su relato-. Era pequeño, flaco, dientes
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perfectos y blancos como la leche, cara transpirando simpatía. -¿Tú conoces ese tipo de negritos que viven siempre riéndose de la miseria? –Gervasio me declaró efusivo. -¡Bueno, este es igual! –agregó sin esperar a que yo le respondiese. -¡Sí! Puede ser que él lo hiciese de nervioso, o por creer que era descendiente de la familia de los hiénidos –acoté, mientras yo mismo sonreía sin saber porqué. -En realidad, él era muy risueño. Ligero, agradable, servicial como un ¡diantre! –afirmó Gervasio, mientras se escarbaba las uñas para sacarse un poco de la pasta seca de harina y huevos, que tenía incrustada bajo ellas. -Algunas veces yo lo llamaba: ¿Gaviroba, me haces un favor? -Pero yo lo decía no sé porque, o como si fuese necesario preguntar lo obvio, porque al fin de cuentas, Gaviroba estaba ahí para eso mismo: ayudar, llevar recados, pegar encomiendas. -¿Me entendés? –me preguntó Gervasio, para ver si yo acompañaba su relato. Misterios en Piedras Verdes
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-¡Claro, claro! Te estoy escuchando alto y sonante, –le respondí meneando la cabeza con aquella señal universal de afirmación, y para incentivarlo a que continuase. -Él era un chiquillo simpático y servicial; no había en el pueblo quien no tuviese por el negrito alguna cosa llamada de bienquerer, afección, apego –elogió mi amigo, cara satisfecha. -Sin embargo, un día, a Gaviroba se le dio por aprontar una travesura. Fue por causa de un vidrio de albayalde, encontrado en sus andanzas, caído entre las vías del tren. Pero al ver aquel líquido blanco, parece que el botija tuvo una idea estrafalaria. -¿Cuál? –murmuré contenido, sabedor de que todo niño, tarde o temprano, siempre termina por aprontar su propia chacota. -Me voy a pintar de blanco –decretó el párvulo pardo, así que vio el frasco. -No era carnaval ni sábado de aleluya, -añadió Gervasio, complacido-, pero igual, Gaviroba se pasó el albayalde por todo el rostro, emblanqueciendo aquella cara lisa de un gurrumino de doce años. -¿Hay que ser, no? –yo exclamé sin darme cuenta. Misterios en Piedras Verdes
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-¡Blanco! –gritó el negrito cuando se vio reflejado en un vidrio…, o en un espejo, no recuerdo bien. -¡Increíble! –agregó el botija, sorprendido con lo que veía. -Demás está decirte, que así como se vio, enseguida le gustó como quedó –salvaguardó mi amigo, dale escarbarse las uñas. -En el momento, le pareció divertida la cara que pasó a exhibir, porque el blanco del albayalde, le resaltaba aun más los ojos grandes y expresivos que tenía. También le disminuía la fuerza de la sonrisa, porque la cara estaba de un blanco, tan blanco como los dientes –comentó Gervasio con una mueca de risa, como si estuviese reviviendo el episodio. -¿Y qué hizo? –indagué con circunspección. -Como te dije, a Gaviroba le gustó lo que vio…. Hasta se rió, de la idea que había tenido, y del resultado proporcionado. -¿A quién se lo muestro primero? –el muchacho se preguntó de inmediato, haciendo muecas frente al espejo. -¡A mamá…! ¡Se lo voy a mostrar a mamá! –se dijo el diablillo, determinado.
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-Sí. Pero imagino que la madre se habrá asustado –pronuncié, ya conjeturando por el resultado de la noticia. -En ese momento, Gaviroba imaginaba la risotada que daría su madre, sonora, como siempre, de esta vez, probablemente fuese doblada. Calculaba hasta la frase que ella le diría cuando lo viese pintado –anunció Gervasio, sonrisa floja en los labios. -¡Este muchacho inventa cada cosa…! –pensó el chico, presumiendo lo que le diría su madre, o pensó que tal vez ella le apuntaría otra frase semejante. -No importa, -se dijo para sí, y Gaviroba salió a pasos decididos para su casa. -Me imagino –balbuceé, sin querer interrumpir el relato. -Cuando llegó, la madre estaba en la pileta del fregadero
–explicó
Gervasio,
ya
con
el
rostro
recompuesto-. Estaba lavando un atado de ropa ajena, cuando Gaviroba se aproximó, despacito, por las espaldas de la madre. Y así que estuvo a dos metros de ella, avisó su llegada: -¡Mamá! ¡Espiá una cosa! –anunció. -La madre se dio vuelta. Después del susto, vino el grito, y después del grito, la rabia. A seguir ella rugió: ¡Infeliz de m…! –fueron sus primeras palabras. Misterios en Piedras Verdes
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-Me parece que la estoy viendo –dije, riéndome de la reacción de la mujer. -Pero mamá… -intentó protestar el botija, quien sabe, esperando por un otro reflejo diferente de parte de su madre. -¿Pero quien dice que la negra Antonia, dejó Gaviroba explicar?, –añadió mi amigo, con acento sarcástico- La mujer se sacó la alpargata, y comenzó a apalearlo sin escoger el lugar donde le pegaba. -Pobre botija… No era para tanto –expresé con rabia, sintiendo rencor por la actitud de la mujer. -No sería necesario decírtelo, pero en ese instante Gaviroba lloraba y gritaba como un desesperado, pidiendo por una oportunidad para explicar lo inexplicable, y avisar que era sólo una broma. -No hubo manera ni tiempo. Doña Antonia le pegó hasta cansarse y todavía, lo mandó que desapareciese de su lado, mandando que volviese sólo cuando estuviese de cara limpia. -¿Qué genio? –murmuré, aun sintiendo encono de la mujer que ni conocía. -Gaviroba no logró entender la rabia de su madre, y recapacitó dentro de sí, mientras se secaba las lágrimas, húmedas, gruesas, chorreadas: Misterios en Piedras Verdes
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-¿Será que hice alguna cosa horrible, por la cual mereciese un correctivo tan cruel?... -¡Porra!, –bramó segundos después, lleno de rabia-, apenas si pasé por la cara un poco de aquella cosa blanca que había dentro del vidrio. -Para mí, Gervasio, ¿qué queres que te diga?... el muchacho tenía razón –acoté, probablemente por sentir pena de la paliza que le habían dado al pobre chico. -Yo no te digo que no la tuviese. Únicamente me atengo a contarte exactamente como ocurrió, y para que también conozcas un poco de su índole –me respondió mi amigo, ojos clavados en las uñas, buscando en donde más escarbar. Cuando yo iba pronunciar un nuevo pensamiento, Gervasio me interrumpió al continuar diciendo: -¡Con mi padre, va a ser diferente! –recapacitó el botija, mientras caminaba por la calle sin un rumbo fijo. -¿No se limpió? –quise saber. -No. En ese momento, él pensó que se había equivocado, ya que recapacitó que debería haber ido primero al taller mecánico donde trabajaba su padre. -De cualquier manera, yo creo que habría sido igual… -comencé a raciocinar.
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-En ese caso, Gaviroba pensaba que había elegido equivocadamente, al optar primero por su madre. Al final de cuentas, doña Antonia, tanta ropa ajena para lavar, tal vez tuviese llevado muy a serio la cara pintada del negrito Gaviroba. -El padre, no. El padre era bonachón, alegre, frecuentador de los partidos de futbol de fin de semana que se organizaban en el campito del barrio, cancha de más barro que pasto. El padre era otro departamento, otro temperamento, pensó el muchacho mientras caminaba. El juzgamiento del chico me dejó en duda, por eso, me sentí en la obligación de preguntar -¿Y que fue lo que hizo Gaviroba? -¡Voy al taller! –fue la decisión que él tomó, anunció Gervasio. -Los pasajeros del ómnibus extrañaron, cuando vieron Gaviroba subir al colectivo, rostro blanco y risa contenida. Gervasio me tenía nervioso, porque mientras contaba la fechoría del muchacho, su rostro se mantenía entre la impavidez y la hilaridad, de acuerdo con el avanzo de su tic de limpiarse las uñas. De repente, salió de su abstracción y pronunció:
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-Seguro que mi padre se va morir de risa –pensó Gaviroba durante el trayecto, y cuando llegó al taller, luego le dijeron que su padre no estaba, que había salido a probar un coche recién arreglado. -Cinco minutos después, el hombre llegó. Pasó al lado de su hijo, y no lo reconoció. Fue necesario que su hijo le tirase de la pierna del pantalón y le anunciase: -Soy yo, papá. -Al verlo, parecía que Ismael acababa de llevar un choque eléctrico. Hasta dejó caer la herramienta que tenía en una de las manos. -¡Desgraciado…! ¡Sinvergüenza…! -fue lo único que pronunció el padre antes de comenzar a pegarle- Lo que vos necesitas, es de una buena tunda –el hombre pronunció a seguir, repartiendo sopapos a diestra y siniestra. Un sentimiento de sufrimiento fue tomando cuenta de mí, y haciéndome sentir un poco de compasión por el muchacho, cuando de pronto, la voz de mi amigo me retiró de mi concentración. -Los compañeros del taller, apartaron al hombre, furioso, para lejos de su hijo que, llorando y gimiendo, gimiendo y llorando, salió del taller en los brazos de la decepción –dijo mi amigo, insatisfecho con el desenlace. Misterios en Piedras Verdes
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-¿Y cómo sabes de la historia? Por señal, ¿qué hizo él, después? –pregunté. -Yo estaba sentado en la plaza leyendo una revista, cuando él llegó, ojos tristes, risa apagada. Los gimoteos me llamaron la atención, y por eso le pregunté: -¿Lo que fue, Gaviroba? ¿Por qué tanto sollozo? -Nada –me respondió, seco. -Alguna cosa sucedió –insistí- ¿Lo que fue? ¿Qué pasó? -Gaviroba sorbió los mocos que en ese momento insistían en salir de su narigón, se la limpió con la manga de la camisa, gimoteó más fuerte, menos fuerte, hasta parar de llorar. -De repente, mientras yo lo miraba apenado, él me encaró, y dijo: -¿Está viendo, don Gervasio? Hace menos de una hora que soy blanco, y ya estoy con tremendo odio de los negros.
5 No sé decirles si fue el relato de Gervasio, o la intemperancia demostrada por este muchacho, lo que me Misterios en Piedras Verdes
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sedujo de vez, pero la verdad, es que me incliné a contratarlo por causa de sus habilidades y su trato agradable, servicial, dinámico, mismo que su nombre no estuviese de acuerdo con lo que yo pretendía. Pero esa parte, sería fácil de solucionar. -Me alegra mucho que aceptes –le dije-, sin embargo, yo te voy a bautizar nuevamente –determiné a seguir. -¿Un nombre nuevo? ¿Y cómo me voy a llamar, si yo soy Gaviroba desde que nací? –me respondió el negrito, ojos desproporcionales
y blancos, dientes
relucientes. -A partir de ahora, serás “Half Dark Snob”. Tendrás nombre de nobles. ¿Te gusta? –indagué risueño. -No sé lo que significa… -Por lo que sé, tú eres una persona que demuestra cierto grado de admiración por todo aquello que tiene brillo. Por eso, tu personalidad y mi talento, exigen que manifestemos rimbombancia en todos nuestros actos y nuestros procedimientos. ¡Ahora, con ese seudónimo, tú haces parte de los linajudos! –intenté explicarle, pero creo que el muchacho no entendió patavinas de lo que le dije.
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Fue así que, a partir de aquel día, dimos inicio a nuestra sociedad. Yo entré con mi sagacidad y mi perspicacia, y él, con su servilismo tradicionalista. No en tanto, algunas veces, mientras Snobiño me cebaba el mate y me alcanzaba alguna de las “tortas fritas” que, dicho sea de paso, preparaba magníficamente bien, nos poníamos a conversar y ventilar nimiedades de los infelices pueblerinos de Piedras Verdes, o de los aledaños. En otras ocasiones, él me contaba algunas de sus historias juveniles. Recuerdo que cierto día me dijo: -Sabe, don Herculano, una vez fui a una fiesta que, mucho más de ser insoportablemente desanimada, la bebida ofrecida por el dueño de casa, fue de la peor calidad, comprobación que tuve al día siguiente, cuando desperté con un dolorcito de cabeza, de esos bien finitos, y bien insoportables. Cuando lo dijo, dedo apretándose la sien, hasta me pareció que yo mismo lo estaba sintiendo, comenzando con aquel tipo de dolor en la nuca y… -Fue una noche perdida –continuó enunciando Snobiño con acento exasperado, sacándome de mi dolorosa concentración. -Y mal bebida –agregué sarcástico.
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-Puede ser, pero la verdad, -él apuntó a seguir-, es que todo lo que ocurrió después, puede haber sido provocado por una venganza fermentada en la decepción de una fiesta sin provecho, pero fue de ahí que nació la idea de salir a realizar pequeñas jugarretas y pillerías por la ciudad. No en tanto, nada que llamase mucho la atención –se atajó precavido, ante mi mirada sagaz. -Y ni podían –concordé-, Porque nacidos y criados aquí en el pueblo…, ¿quién no los iría conocer? -Claro, pero nuestra intención, don Herculano…, lo que queríamos mismo, era realizar algunas picardías como en los tiempos de chiquilín. Algunas simples diabluras… Nada más –se justificó sonriente. -¿Cómo cuales? –insistí, para que me las contase de una vez. -Sólo algunas pavadas…, como robar la leche de la puerta de alguna casa; aprovechar para orinar en las masetas de las plantas de doña Eulalia, la profesora de la escuela, acción que practicamos con desmedido placer; y algunas otras cosas por el estilo…. Al momento que dejó inconclusa su frase, Snobiño me asentó entusiasmado: -Cuando practicamos esa viveza en la casa de la maestra, el hecho me dejó la
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impresión de que yo me desahogué, porque todavía exclamé a los gritos en el portón del jardín: ¡Esto, es por todos los ceros que vos vivías dándome… vieja loca! Mientras yo me reía de sus atrevimientos, sujetándome la barriga que se sacudía como budín, él continuó contándome: -Sin embargo, a Silviño, mi compañero de fechorías, le gustó por demás, cuando abrió la jaula para el vuelo de la libertad dado por el canario de don Marcelo, carnicero zafado, cuyo kilo nunca alcanzó a los ochocientos gramos. -¿No
me
digas?
¿Es
verdad?
–pronuncié
sorprendido por la revelación. -¿Lo del carnicero?... Sí, es verdad. Allá en mi barrio, él es muy conocido por hacer esas cosas. Pero bien hecho. ¿Quién lo mandó dejar la jaula en el alpendre? – Snobiño se justificó, con una risada blanca arrancada de los albos dientes. -¡Mmmm! ¿Y qué otras fechorías más, hicieron aquella noche? -Abrimos el portón del jardín del inspector Euclides, por donde salió Atila, el perro de estimación de la autoridad de mi barrio. Misterios en Piedras Verdes
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-¿A ese también? –prorrumpí, impresionado que estaba con la audacia demostrada, mientras Gaviroba asentía con la cabeza y continuaba con sus historias: -Mañana, él no detiene a nadie –me dijo Silviño a las risas, cuando el perro salió a la carrera. -Ni el perro… ¡Mira donde va! –yo le dije a mi compañero, cuando vi a Atila correr suelto, como si el perro entendiese cuánto vale la libertad. -¿Y a donde fue a parar el dicho perro? –yo quise saber. -Lo vimos, al final de la calle, doblar a la derecha por el camino que lleva para el cementerio. Fue en ese momento que Silviño tuvo una idea. -¿Vamos al cementerio? –él inventó. -¿Y que irán hacer ustedes a esa hora, paseando por el Huerto del Señor? –indagué desconfiado, ya anteviendo el tamaño de su despropósito. -Bueno, es ese instante yo no sabía muy bien cuál era la intención que mi convidante amigo tenía, pero a esas alturas de los acontecimientos, yo concordaría con cualquier propuesta, por más absurda que esta fuese… Como por ejemplo: ir al camposanto. Fruncí el seño mientras chupaba la bombilla para saborear mi amargo, y lo escuché decirme: Misterios en Piedras Verdes
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-Mi amigo me miró fijo, y me dijo: Es aquí que la gente acaba, Gaviroba. -Pero todavía demora, compañero –me excusé precipitado. -¿Vamos entrar? –Silviño instigó e insistió. -¿Para qué? –yo le pregunté a Silviño, así, sin voluntad. -¿Usted sabe lo que él me respondió, don Herculano? Que era para comenzar a hacer amistad con los vecinos... ¿Mire si tiene cabimiento? Me empecé a reírme con ganas, y casi me atoré con un pedazo de torta frita, y Snobiño se atajó diciendo: -Usted está igualito a nosotros, don Herculano, porque esa noche también largamos aquella carcajada sin voluntad de comienzo de mamúa. -Pero, ¿ustedes entraron, o no? -El portón estaba cerrado, pero no faltó motivo para que Silviño repitiese aquel chiste más viejo que Matusalén. Mi curiosidad me llevó a preguntar: -¿Cuál? -A mi no me sorprendió cuando lo dijo, pero él me preguntó: ¿Sabes por qué, que los cementerios tienen puerta?
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-No se. Me imagino que será para... –empecé a balbucearle una disculpa. -No es necesario que le busques mucho la vuelta…, -Silviño me interrumpió-, …yo también no la sé, pero no entiendo para que la tienen, porque el que ya está adentro, no puede salir, y los que aun están afuera, no quieren entrar. -En ese caso, tu amigo tiene razón. Pero la tiene para contener los robos, y claro, para reprimir las intenciones de gente pícara como ustedes –agregué yo, aun sin saber cuál sería su travesura. Él me miró con ojos que parecían dos monedas de plata, y empezó a reírse, pero luego recobró la compostura, y agregó: -Tuvimos
que
aguardar
algunos
segundos,
mientras pasaban los efectos de nuestras risotadas explosivas, y estar en condiciones de poder saltar por sobre el muro del cementerio. -Entonces, ¿quiere decir que ustedes entraron, nomás? -Claro, y cuando yo vi aquel cocotero cargado de frutos, convidando, atrayendo, no pude dejar de exclamar: -¡Oh! Virgen Santísima… Que preciosura.
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-¿Conoce cual es, no? Aquel que queda cerca del... –me preguntó Snobiño. -Sí, si… –confirmé, identificando la palmácea y cortando su frase. -Bueno, fue ahí que Silviño me preguntó: ¿Tú sabes subir en un cocotero? -¡Aja! ¿Y quién es el que no sabe? –le contesté receloso-. Lo que no sé, es si consigo hacerlo esta noche – le expliqué a mi amigo. Intrigado, finalmente pregunté: -¿Quién de ustedes, fue el que subió? -¡Yo subí!, –contestó Snobiño-. Al final, el cocotero no era tan alto, pero creo que la intrepidez del alcohol fue de estimable ayuda. -Una vez arriba, le grité a mi compañero: Yo voy tirando los cocos, y después, la gente divide…. -Correcto…, pero arrancálos sacudiendo las palmas –Silviño me contestó, ya haciéndose a un lado para esquivarse de los que caerían. -Enseguida comencé el trabajo. Los cocos tirados, de cualquier manera, iban cayendo por cualquier parte. Encima de las lozas de los sepulcros, en el camino, en el pasto, al pie del muro, casi en la cabeza de Silviño,
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haciendo que éste se defendiese de la lluvia de cocos, poniéndose atrás de una sepultura mayor. -De repente, dos cocos mal tirados, cayeron en la calle, del otro lado del muro. Yo no quise decir nada, aguardando por el desenlace de la historia, mientras miraba a Snobiño que acompañaba su relato con aspaviento, queriéndome mostrar donde caían los frutos. Como vi que el relato tenía para largo, impertinente, le pregunté: -¿Y entonces, en que quedó el asunto? -Bueno, usted sabe que los empleados de la panadería de don Gervasio, entran a las cuatro y media pronunció Snobiño, como si quisiese averiguar mi conocimiento. -Sí, lo sé. ¿Pero qué tiene que ver eso con el cuento? -Pues bien, para que vea, Severino que siempre lo hacía a esa hora, ese día, por despertarse a las tres y media y no saber qué hacer en su casa a esa hora, pensó que sería mejor ir más temprano a la panadería. -¿Y de ahí? -Es que justamente, el camino para la panadería, contenía, en el itinerario, la calle del camposanto. Entonces, cuando él pasó, escuchó voces del otro lado del Misterios en Piedras Verdes
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muro. No entendía las frases, ni siquiera las palabras, pero para él, era más que evidente que había gente conversando allí dentro… después, ¡fue un Dios nos acuda! -¿Por qué? –no me intimidé en preguntarle a mi pupilo, sonrisa en el rostro. -Es que en el momento, él sintió que se le helaba la sangre, y después de gritar: ¡Ave María!, salió a toda carrera derechito a la comisaria, donde el cabo Pérez dormía, dormán abierto, pies sobre la mesa, vigilante de preso ninguno. -¿No me digas? –murmuré, concibiéndome indignado por causa de la actitud de aquel mentecato agente, antiguo sirviente de la ley. -¡Señor cabo! ¡Señor cabo!... ¡Por el amor de Dios, despierte! –empezó a gritarle Severino, blanco como la harina de don Gervasio. -Entretanto, -prosiguió Snobiño-, yo continué arrancando los últimos cocos que quedaban, y luego me bajé para hacer la división, con mi amigo Silviño. -Pero, ¿qué pasó con el cabo y con Severino? ¿Tú no me estabas contando esa historia? -¡Ah!, si, disculpe. Lo que pasó, es que no era cuestión de que el cabo Pérez desconfiase de Severino, muchacho trabajador, derecho, querido por todos en la Misterios en Piedras Verdes
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ciudad, pero eso de venir a despertarlo a esa hora, él consideró que era una afronta. -Donde se vio despertar a una autoridad a esta hora, en el mejor del sueño -le reclamó, y encima, buscó alguna disculpa para no tener que ir, argumentando para amedrentar al muchacho: -La policía, no tiene ninguna obligación de detener fantasmas –le dijo el cabo. -¿Fantasma? –pregunté por preguntar. -Sí, claro, don Herculano. Gente conversando en el cementerio, sólo podía ser algún fantasma, ¿no le parece? –explicó Snobiño, cara seria. Ante la impertinencia de la respuesta, le contesté: -A mí no me parece nada. Me atengo solamente a los hechos. Termina de una vez con tu cuento, que el mate ya esta lavado, -agregué con sequedad. -En ese ínterin, yo estaba con Silviño casi al final de la división. Hasta ese momento, todavía no habíamos pensado en cómo hacer para llevar los cocos, pero eso sería después. -¿Como, después? Arrancaron un montón de cocos, ¿y no sabían cómo iban a llevárselos? –protesté, aunque no sabía bien porque reaccionaba de esa manera.
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-Nosotros acabábamos de separar los cocos que, de manera ninguna podríamos cargar, pero fue en ese momento que, Severino, dedo en los labios comandando silencio, paró junto al muro, indicando al cabo el lugar exacto de donde partieron las voces. -Me imagino verlo, cagón como él sólo, -pensé, riéndome de la situación. -El cabo Pérez apuró el oído, pidiendo a Dios que aquello no fuese más que imaginación del muchacho. -Justo a esa hora, Silviño se acordó de los cocos que estaban caídos del otro lado del muro. Fue coincidencia demás, pero juro que fue así que ocurrió – dijo Snobiño, al hacer una cruz con los dedos morenos sobre los labios rosados. -Cuando el cabo apoyó el oído en el muro, Silviño dijo: -Ahora, vamos agarrar los dos que están ahí afuera. -¿Y? -El cabo Pérez fue el primero que corrió, y el primero que se cayó al pisar en uno de los cocos…
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6 ¡Ah! Que día infernal. No, mejor dicho, cuantos días infernales, porque hace tres, que llueve copiosamente sin parar. Es tanta agua, que ya ando pensando en comprarme un bote. Pero en fin, hasta aquí llegué, porque denodadamente, terminé por calzar mis galochas de goma sobre las alpargatas, y enfrenté el temporal. Cuando en definitiva llegué a la habitación, me senté en mi confortable sillón estilo de un Luis cualquiera y, felizmente, logré quitarme las alpargatas para ver si conseguía aliviar un poco el dolor de mis juanetes, ya que con esa humedad de ciento diez por ciento, los dolores me tenían acalambrado. Digo ciento diez, porque afuera, en la calle, está en noventa y nueve, y el resto, se lo agrego por cuenta de las once goteras que hay en mi covachuela. Sin nada de interesante para hacer en esta mañana de abrirse las cataratas del cielo y caer chuzos de punta, puse la caldera de agua encima de la estufa y me senté a leer el libro “Les vacances de Maigret”, que trata de alguna de las aventuras de mi amigo, el Commissaire Jules Maigret. Con este proceder, mientras no llegaba mi obediente lechuguino para cebarme unos mates, iría a Misterios en Piedras Verdes
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aprovechar el tiempo para leer esas peripecias y, de paso, afinar mi intelectualidad. No en tanto, indeciso como perro antes de echarse, antes de comenzar, preferí picar un poco de tabaco usando mi cortaplumas suizo, marca “Made in China”, regalo de mi amigo Mauricio, dueño del establecimiento mixto de barraca-tienda “El Clavo de Oro – Ferretería de Piedras Verdes”; y entonces fumarme un cigarrillo de chala. -¡Al fin llegaste, “dark man” desgraciado! ¿No ves que estoy loco para tomar unos mates? –prorrumpí con encono, al ver llegar a Snobiño calado hasta los huesos, porque el impermeable de arpillera que llevaba puesto, definitivamente, vi que no le servía de nada. -La verdad, don Herculano, es que yo estoy como las vírgenes, que pasan muchas navidades, pero ninguna noche buena –me respondió con esa sabiduría oscura nacida entre dientes blancos. -No te preocupes, las cosas bellas de la vida, son como flores hechas de ilusión; ¿cuántas de ella marchitan sin dejar el menor vestigio?; ¿cuántas pocas de ellas fructifican y cuán pocos son, los frutos que al fin madurecen?
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-Puede ser, ya me dijeron que mis raciocinios son, muchas veces, verdaderos disparates -me respondió presumido, mi complaciente negativo fotográfico. Intrigado con su amplia capacidad de exteriorizar tanta sabiduría mundana, no pude dejar de preguntarle a donde había estudiado sobre la gnosis de la vida, y adquirido ese conocimiento cabal que tanto yo admiraba en él. -¿A qué colegio fuiste? –finalmente pregunté. -Estuve yendo un tiempo a la escuela: “Piadosas Sucesoras de las Carmelitas Desnudas”. -Querrás decir: “Carmelitas Descalzas”, pedazo de un obtuso imberbe –amonestándolo, al intentar corregir su engaño. -De ninguna manera, señor Herculano. El nombre era ese mismo, porque cuando fundaron la congregación, estas religiosas no tenían plata ni para comprarse una muda de ropa. -Bueno, que valga. Pero ahora dame un mate, infeliz, que estoy troncho de ganas de chuparme un amargo. Cuando me estiró la mano con el verdeante mate servido, le pregunté: -¿Y la escuela era buena?
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-El colegio era bueno, pero eran los alumnos, los que dejaban a desear. Fueron ellos los que crearon, en el barrio, la fama de alborotadores y sinvergüenzas, cosa altamente desagradable para el Dr. Eurípides, profesor de historia universal, y copropietario de la institución. -¿Quiere que le cuente esas efemérides? –me dijo. -Sí, dale; pero no dejes de cebar el mate. -Un cierto día, el Dr. Eurípides no aguantó más, y dijo: Necesito tomar una actitud. Esta escuela tiene que acabar con esa fama de que sus alumnos son unos desvergonzados y vagabundos. -El hombre tenía razón –afirmó mi escurecido lechuguino-. Todos los muchachos del barrio, le pedían a sus padres para que los matriculasen en la escuela: “Piadosas Sucesoras de las Carmelitas Desnudas”; sin embargo, eran pocos de ellos, los que concordaban. -También, con ese nombre –murmuré, después de dar una chupada al mate. -Los padres protestaban, y exclamaban: ¿Esa escuela? ¡Ni loco! Hijo mío, estudia en un colegio que se prese. -Pero,
papá…
-estos
refutaban,
queriendo
inventar argumentos. -¡No! –era la respuesta seca que ellos les daban. Misterios en Piedras Verdes
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-¿Y eso, que tiene que ver con la historia del colegio? –contesté, viendo que mi servicial ya pisaba en la mayonesa, y se me iba por las ramas secundarias del asunto. -Nada. Disculpe mi devaneo –me respondió con cara de fraile mortificado. -Lo que pasa, es que solamente los padres que asentían en efectuar la matrícula de sus herederos en esa escuela, eran únicamente aquellos que se dedican a fabricar hijos, y no se preocupan más con ellos. -En parte, había un fondo de verdad en ese desasosiego que los padres sentían, -testificó Snobiño-, porque los postes de iluminación pública de las calles aledañas, vivían con las lámparas quebradas por el efecto de las piedras tiradas con las hondas. -Pero eso, no es nada del otro mundo. ¿Qué chico ya no hizo esas cosas? -Eso, mi honorable maestro, era sólo un pequeño aperitivo, al que debían sumarse los vidrios quebrados de las casas vecinas, por causa de esos instrumentos de guerra infantil; los coches que estacionaban en los alrededores de la escuela y tenía la pintura arañada por clavos, los neumáticos desinflados, las antenas arrancadas para hacer espadas, las tazas retiradas para ser utilizadas como Misterios en Piedras Verdes
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escudos. Todo, era obra de los insoportables alumnos de la escuela:
“Piadosas
Sucesoras
de
las
Carmelitas
Desnudas”. -Bueno, en ese caso, no les quito la razón. ¡Eran una manga de indios! -De repente, comenzó a existir una evacuación multitudinaria de alumnos. Llegó el fin de año, y surgió una lluvia de pedidos de transferencias. El Dr. Eurípides pedía que no retirasen los alumnos de la escuela, prometiendo la recuperación del antiguo prestigio, tiempo en el cual, según él, estudiar en esa institución contaba puntos, y daba derecho a contar con algunas prerrogativas sobre los demás. Alegaba que gente, hoy famosa, ya había estudiado allí. -¡Fue inútil! Los padres ya se habían dado por satisfechos. -Si es así como tú lo dices, ¿quién, con un poco de buen juicio, iría darle oídos? –pronuncié ensillando mi amargo. -Lo peor, es que no había compensación. Salían trescientos y entraban, a lo mucho, unos veinte o treinta. -¿Que tremenda descompensación, no? Me refiero a las pérdidas financieras –comenté, impactado que
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me sentía, por la drástica merma de ingresos en las arcas del colegio. -El Dr. Eurípides ya ni se importaba con esa disminución del dinero. Cruel mismo, era la fama inescrutable de que, año más, año menos, se obligaría a cerrar la institución, e intentar algún otro negocio cualquiera. -¿Y cómo fue que logró mudar la situación? -Decidió realizar una reunión con todos los profesores,
con
la idea de
escuchar sugerencias,
propuestas, consejos que permitiesen reorganizar la escuela y retomar el orden. Entonces, todos comenzaron a dar su opinión. El primero fue el profesor Ismael, quien dijo: -En mi opinión, esto no tiene más arreglo. -Quien sabe… -intentó decir el Dr. Eurípides, pero fue interrumpido por la profesora Isabel. -Están perdidos, y sin solución –remató la mujer. -No es para tanto –intercedió el Dr. Eurípides, siempre queriendo contornar la gravedad de la situación. -El profesor Miguel fue más sentencioso: Ya es tarde para cortarle las asas.
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-Pero con alguna destreza, y un poco de buena voluntad, quien sabe… -insinuó el Dr. Eurípides, buscando disminuir la irreductibilidad de los profesores. -No son niños…, ¡son bandidos! –decretó el bedel Oscar. -Está bien, Snobiño, ya entendí, ¿pero como logaron ponerse de acuerdo? -No hubo acuerdo, porque no hubo quien admitiese la viabilidad de modificación del satus quo. La cosa llegó a tal punto, que la escuela: “Piadosas Sucesoras de las Carmelitas Desnudas”, llegó a servir de tema para chistes pesados. -¿Cómo, así? -Un día, dio en la radio. Fue un comentarista, el que dijo: Ese chico es tan ruin, que hasta el colegio de las “Piadosas Sucesoras de las Carmelitas Desnudas”, no lo aceptó. -Bueno, si la cosa llegó hasta ese punto, lo mejor, era cerrar la escuela –opiné, mientras ensillaba la yerba, después de dar vuelta el mate. -Sin embargo, fue ahí, que el Dr. Eurípides se decidió por utilizar la fuerza bruta. -¿Los iba a castigar? –murmuré pasmado.
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-No, él fue, y le dijo: -¿Cuánto quiere para tomar cuenta de mis alumnos? -¿Cinco mil, está bien?- le dijo el hombre. -Que hombre, Snobiño? -Ahí que está. El Dr. Eurípides concordó y, al día siguiente, Juan Namarra, aquel ex luchador de catch-ascatch-can y león de chacra de los más conceptuados en el bajo mundo, asumió en la escuela: “Piadosas Sucesoras de las Carmelitas Desnudas”, el puesto de bedel y encargado de imponer la disciplina en todas aquellas sabandijas. -¿No me digas? ¿No te creo? –balbuceé atónito. -Es verdad, mi gran maestro. En el día marcado, fue el propio Dr. Eurípides quien ordenó sin vacilar y a voz de cuello: -¡Todos en fila! Les voy a presentar al señor Juan Namarra, el nuevo inspector de disciplina de esta escuela. -De repente, entre los alumnos, se escuchó un murmullo de temor cuando Juan Namarra, usando propositalmente una camiseta olímpica colada al cuerpo, bíceps a la vista, apareció de lo más campante en medio del patio. -Snobiño, ya me imagino la cara que ellos habrán puesto, cuando vieron aparecer el mastodonte –acoté entre sonrisas. Misterios en Piedras Verdes
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-En ese momento, la voz estrepitosa, retumbante y rugiente de Juan Namarra, ya podía ser escuchada a dos cuadras de la escuela. Fue allí que él hizo, por primera vez, uso de la palabra con sus primeras amenazas, que las llamó de aviso. -El que se porte mal, va tener que salir abrazado conmigo –rugió como si fuese el león de la Metro. -Lo que yo descubra de alguno de ustedes, ya les aviso, que tomo inmediatas providencias, “a mi estilo” – hizo cuestión de subrayar de forma rimbombante-. Conmigo, será en el brazo –acentuó aun más, y casi diciendo: a los sopapos, pero se contuvo. -Claro. Los agarró a todos desprevenidos. Ninguno se lo esperaba –murmuré entre risas. -Y para comenzar, Juan Namarra les dijo: Ninguno de ustedes se mueve del lugar en que está, porque yo voy a revisar uno por uno. -Solamente se escuchaba el ruido de las moscas volando. Nadie se animó a mover el pie, tan siquiera un centímetro, cuanto más, murmurar cualquier cosa. -El pasmo estaba lapidado en la cara de todos cuando Juan Namarra, de fisonomía cerrada, comenzó a meterle la mano en el bolsillo de todos.
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-Les fue retirando: hondas, bolitas, cortaplumas, estiletes, polvo de mico... Fue eliminando, una por una, las probables bromas, picardías y cuchufletas preparadas por los alumnos para ese día. -De repente, yo, que estaba parado al final de la fila, escuché que me llamó vociferando: ¡Usted, venga para acá! -Sí señor -le dije con la misma mirada de siempre. -¿De qué se ríe? –me interpeló -De nada, señor. -¿Por acaso, tengo cara de payaso, para que alguien se ría? -No, señor –balbuceé, de ojos clavados en mis zapatos. -A seguir, Juan Namarra metió su manopla en mi bolsillo, de donde retiró una latita. La abrió, y espantado, clamó: -¿Vaselina? -Sí, señor. -¿Para qué mierda usted quiere esto? -Yo demoré en responder, pero al fin, sin conseguir levantar mis ojos del piso, le dije: -Es por las dudas. Misterios en Piedras Verdes
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-¿Por las dudas, de qué? –gritó furioso. -Por si a alguien se le caen los pantalones…
7 En una de esas tardecitas en que me encontraba tranquilamente reunido en nuestro club, juntamente con mis amigos, y ensanchados que estábamos en una despejada tertulia lírica-oblitero-literaria; apareció la bolilla que faltaba. Era Omar, que por la cara colorada que tenía, igualita a testículo de ciclista, me imaginé que poco faltaría para que nos contase alguno de los chismes que escuchaba detrás del mostrador. -Si no estorbo, ¿puedo saber de qué están hablando? -Estábamos acabando de llegar a una conclusión importante, sobre como tener éxito en el ballet –participó Samuel, rostro serio, ceño fruncido. -¿Hablan en serio, o me están cachando? – protestó el gordo Omar.
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-Es verdad, porque si ponderamos que la bailarina Tamara Tumanava, al igual que Rudolf Nureiev, coincidentemente o no, ambos nacieron en un tren a camino de los Montes Urales; eso nos lleva a creer que, para tener alguna chance de mostrar talento en el ballet soviético, primero, era necesario tener una madre atrás de la cortina de hierro –disertó Samuel, con su entonación métrico-filosofal. -Y digo más…, -acotó Gervasio, pidiendo venia-. Esa madre necesitaba estar apasionada por un maquinista de tren, y sobre todo, tenía que adorar sacudirse en un océano amniótico-ferroviario, lo que, claro, en la Ucrania de aquel entonces, debería ser de una excelente consecución. -Bueno, por lo que puedo presenciar, noto que el ritmo del espectáculo que ustedes están asistido, esta gobernado por el ritmo de la histérica e inodora estación – manifestó Omar, rascándose la pelada por arriba de la boina. -¿Cuál es tu opinión? –le preguntó Agapito. -Siendo el asunto tan delicado y la Historia tan frágil, yo me pregunto: ¿Por qué mencionar tanta estulticia, en medio de tanta violencia?
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-La verdad, no tengo la menor idea –fue mi vez de intervenir- Probablemente, porque nadie sabe lo que decir hoy en día. -Creo que en esos asuntos tan elevados, la gente no debería involucrarse –señaló el recién llegado, rostro circunspecto, manos acariciándose la barriga. -Decime una cosa, no tenés ningún chisme nuevo para entretener nuestro ostracismo, y así sacarnos de ese caos social en que no metimos –solicité, loco para saber las últimas murmuraciones del pueblo. -Al que le fue mal con la pesca, fue a Oraste. Parece que le falló el cálculo –anunció con aquella sonrisa de sarcasmo. -¿Que Oraste? –quiso saber Samuel. -El que te la metió en el tras… -comenzó a explicar
Apolinario,
pero
fue
inmediatamente
interrumpido por la mayoría, con un severo ¡Shhh! -De acuerdo con lo que escuché, parece que la mujer de él, estaba sentada en sala, meta coser, dando puntadas, unas veces en la media, otras en el dedo, algunas en el huevo de madera que tenía dentro de la media, cuando de repente, el marido apareció con la caña de pescar, y una caja de madera llena de carnada, anzuelos y carretillas. Misterios en Piedras Verdes
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-¿Para dónde vas? –le preguntó la mujer, pinchándose nuevamente el dedo que, enseguida, llevó a la boca para chuparse el puntito de sangre que apareció. -¿Qué es lo que esto te sugiere? –preguntó también Oraste, moviendo hacia adelante, a los ojos de la mujer, la caña de pescar y la caja de madera con toda la parafernalia de pesca. -Creo que te vas a pescar –respondió la mujer, aun cosiendo la media que no era de ella, y si de su hijo. Pero lo que yo quiero saber…, -añadió ella, suspendiendo la costura-, …es lo siguiente: ¿Por qué, decidiste ir a pescar? -Simple. Por dos motivos: primero, porque yo quiero, y segundo, porque como tú misma puedes ver, tengo caña, carretilla, anzuelos, carnada, aparejos, y todo lo demás –le respondió Oraste. -La mujer lo miró, y él se abstuvo de citar ese asunto de las doscientas millas marítimas en mar abierto, donde ese derecho le era garantizado por la constitución y por el acuerdo internacional firmado por el gobierno. -Es una respuesta válida –admitió la mujer. -Entonces, hasta luego –anunció Oraste, rostro sonriente.
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-Muy bonito –ella provocó- ¿Salís para pescar, y lo único que me decís, es un “hasta luego”? -¿Y lo que más yo debería decir? –indagó Oraste, al mismo tiempo que depositaba sobre la mesa del comedor, la caja de madera que era, realmente, mucho más pesada que la caña. -Deberías decir a qué horas vas a volver, que tipo de pescado vas a traer… ¿No te parece? -¡Ok!, –le contestó el marido-. Vuelvo a las dos de la tarde, y voy a traer una merluza. Hoy, aquí en esta casa, vamos a comer un estofado de pescado. -¿Aquí? ¿En casa? -¡Sí! Y aprovechá para convidar a mis amigos y a tus amigos, mis parientes y tus parientes, mis enemigos y tus enemigos. -Decile a todos, que hoy tendremos estofado de merluza para el almuerzo, y así, aprovecharemos para hacer enemistad con nuestros amigos, convertir los enemigos en parientes, mientras intentamos hacer amistad con nuestros parientes, no en tanto, yo considere esta última parte, algo muy difícil de concretizar. -A seguir se besaron, y el marido salió – pronuncio Omar, haciendo un ademán cualquiera.
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-Por lo visto, si era para convidar a tanta gente, la intención era de conseguir una abúndate pesca –comentó Samuel, atento al relato. -No se –explicó el gordo Omar-. Pero te puedo decir que la esposa, mientras el marido se dirigía con su amante para un motel, se entretuvo llamando por teléfono a todos, y convidándolos con la promesa de que ellos probarían el exquisito estofado de merluza que les sería servido en el almuerzo. -¡Pará! ¡Pará! ¿No dijiste que el tipo iba a pecar? ¿Cómo, que se fue a un motel? –indagó Agapito, ojos desorbitados. -Yo les voy a relatar como ocurrió el asunto –se disculpó Omar-. Tanto es así, que ya a las once y media de la mañana, los amigos y parientes comenzaron a llegar a la casa de Oraste, el animoso pescador. -¿Quienes fueron convidados? –alguien preguntó a mis espaldas. -Mira, parece que uno era pintor académico, de esos acostumbrados a usar pintura “Paredex”; otro, era un tal periodista, que tenía un kiosco en la plaza; después apareció un banquero, de juego clandestino; había un escritor, de ofrecimiento de servicios clasificados; un operador, de radio; también un contador, de viejas Misterios en Piedras Verdes
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anécdotas; un capitán, de un club de futbol cualquiera; y hasta un químico, de admirables mezclas de agua y vino. -¿Vas a hablar en serio, o qué? –reclamó Samuel, protestando. -¿Ya no les avisé, que les diré las cosas exactamente como las escuché? –se atajó Omar, ante la mirada obtusa de la platea. -¡Dale!
¡Seguí!
–insistí
con
vehemencia,
buscando motivar al gordo para continuar con el cuento. -Bueno, mientras los convidados comenzaban a llegar a la casa del pescador, con agua en la boca y el estómago roncando, el hombre del mar pescaba su pez particular dentro de un hotelito de mala muerte. -Después de pagar el hotel, dejada a la amante en su respectiva casa, todo estaba prácticamente terminado. Faltaba apenas el pescado, una vez que el hombre saliera de su casa a las siete de la mañana, cargando una caja de madera con carretillas, carnada y anzuelos, junto con la caña de pescar que le habían vendido como si fuese canadiense, mismo que tuviese una pequeña etiqueta colada, que decía “Made in China”. -Debido a lo adelantado de la hora, Oraste optó por realizar una pescaría indudable. Paró el auto frente a una pescadería. Misterios en Piedras Verdes
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-¡Ah! Entonces lo tenía todo armado –concluyó Gervasio, que hasta ese momento, se escarbaba las uñas para quitarse la cáscara de harina que tenía pegada. -Así parece, y cuando llegó al mostrador, Oraste, con voz enérgica, comandó: -Quiero una merluza bien grande. -Después de recoger de la manos del hediento funcionario, el bonito espécimen de Merluccius hubbsi, se mandó ligerito para su casa, donde ya todos lo aguardaban casi a la orilla de la inanición. -Demás estaría decirles, que fue recibido con frases gentiles –anunció el gordo. -¿Estas son horas de aparecer, idiota? -¿Nos querés matar de hambre, cretino? -La próxima vez, avisame que así ya vengo almorzado, papamoscas. -¿A qué horas fue que Oraste apareció? –fue mi vez de interrumpir. -Ya eran como las dos de la tarde, y modestamente, el pescador se limitó a largar el pescado sobre la mesa, pronunciando las fanfarronerías habituales que normalmente cuentan los pescadores. -Ahí está el bicho –dijo Oraste-. Demoré una hora y quince con él, preso en el anzuelo. Él tiraba, yo le daba Misterios en Piedras Verdes
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línea, después, traía al bruto de vuelta, sólo con la fuerza de mi brazo. Había que verlo, saltaba que ni un marlín. Nadie se animó a interrumpirlo. La descripción de la pesca, acompañada de la mímica impagable de Omar, nos mantenía engatusado a todos. -Todos los convidados –prosiguió contando Omar-, escuchaban atentamente el relato de Oraste, que, con falsedad, les agregó: -Como ya les dije antes, me pelee con él, durante una hora y veinte minutos, dándole changüí para cansarlo. -Él aflojaba el cuerpo, yo aflojaba la carretilla. Él reaccionaba…, ¡oh, animal tiñoso!, entonces yo le daba más línea para que se cansase. Una hora y treinta y cinco, él de un lado, yo del otro, igual como está en el libro: El viejo y el mar. -Fue una hora y cuarenta en esa parada indigesta –agregó a seguir-. Hubo un momento en que yo pensé que había perdido la pesca. Tiré, y no sentí nada. De repente, sentí aquel tirón. -Demás está decirles, que lo acabé trayéndolo en la marra, después de una hora y cincuenta minutos de porfiada lucha.
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-¡Qué suerte! –comentó la esposa, sintiéndose halagada por haberse casado con un personaje de Hemingway. -Valió la pena, la merluza es linda –añadió ella, con una caidita de ojos. -Dio trabajo, pero ahora ya está ahí, pronto para el almuerzo –se orgulleció Oraste, el pescador. -Mientras lo estaba preparando, la esposa le grita desde la cocina: -Parece que pescaste una merluza de las más difíciles, y creo que de las más raras… -¿Por qué? –preguntó Oraste, rodeado por los invitados. -Porque ésta, ya vino con el sello del Ministerio de la Salud –avisó la esposa. -A seguir, parece que ese comentario enfrió mucho los cumplimientos que Oraste estaba recibiendo por tan rara proeza.
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8 El cargante calor pegajoso del húmedo verano, nos carcomía hasta la voluntad de distraernos en una partida de dominó. Sin embargo, algunos de mis amigos no perdían la oportunidad para emitir sus acídulos juzgamientos sobre cualquier asunto. -Esto es una locura, aquello es ajuiciado, esto es bueno,
aquello
es
malo…
¿qué
significan
esos
juzgamientos? ¿Será que habrían con ellos, descubierto las secretas circunstancias de una acción? ¿Sabrían determinar con exactitud las causas que la produjeron o que debían producirla? –declamé socráticamente, llamando mis compañeros de juego, a la realidad. -Yo creo que si el ser humano supiese de todo eso, ellos no serian tan apresados en sus juicios –sentenció magnánimamente Félix, moviendo afirmativamente su desproporcional cabeza, y permitiendo que una suave brisa refrescase el salón. Entretenidos entre esas piedras filosófales del pensamiento, se nos arrimó Apolinario para servir una nueva rodada de jerez, y anunció con rostro circunspecto:
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-No veo desigualdades, ya que para mí no existe mayoral, porque donde el pueblo me aplaude canto de igual para igual. Eso sí, les aviso que a la fuerza, nadie me dobla, porque del pedacito que sobra, yo soy capaz de comenzar todo otra vez desde el final. -¡A la pucha, che! Este se las tomó todas. Ahora se nos viene de payador –dictó Edmundo, el funéreo del pueblo. -Ustedes,
los
que
se
intitulan
razonables,
permanecen tan calmos, tan indiferentes, condenando los beodos, repeliendo los trastocados, y luego siguen su camino como si fuesen sacerdotes apocalípticos, sin perder tiempo en agradecer a Dios, como si fuesen fariseos, por Él no haberlos hecho seres iguales a los otros –dictaminó el dueño del hotel, antes de servir la última copa, y retirándose a seguir. -Sin embargo, también son criaturas felices, los que dan nombres pomposos a sus ocupaciones frívolas, o hasta mismo, a sus pasiones, y las consideran como obra de gigantes, emprendidas para la salvación y la prosperidad de la sociedad humana –le respondió Omar, con la manó apoyada en la lateral de la boca, como pretendiendo empujar la sentencia, más rápidamente en dirección de Apolinario. Misterios en Piedras Verdes
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Todos largamos la carcajada mientras nos secábamos las gotas de sudor de la frente, pasándonos el pañuelo; algunos lo hicieron con la manga de la camisa; otros, con un pedazo de papel de estraza, mismo. Ocupados que estábamos con ese pastoso ajetreo, en ese momento, Samuel nos sentenció con entono sarcástico: -Quien reconoce con humildad para donde las cosas se conducen, observa también como todo burgués feliz sabe transformar su pequeño jardín en un paraíso. -Samuel, hoy sos todo un logopeda. ¿De dónde sacaste ese logogrifo? –pregunté entre risas, sorprendido por su verbosidad. -Lo saqué de la Enciclopedia Británica. -¿Y qué hacías, perdido entre los tomos del compendio? ¿Espantando las larvas de polillas del medio de las hojas? -No sé cuándo. Ya hace tiempo que lo leí, pero como ahora me acordé de mi primo Alcino, esa frase me vino a la cabeza, así, poco a poco, como cuando te vienen ganas de estornudar. -¿Qué fue lo que él aprontó, esta vez? -¡Ah! Fue el día que viajó para la capital, y de repente, se ensimismó con una de sus locuras habituales. Misterios en Piedras Verdes
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-Entonces, me lo tenés que contar. ¡Dale! –insistí, ya sintiéndome abstraído con el descubrimiento de un nuevo embrollo. Samuel bebió un ligero sorbo de su jerez, como quien busca lubrificar las cuerdas vocales; se acomodó en la silla y comenzó: -Esa
noche,
el
desespero
de
Alcino,
ya
comenzaba a transformarse en agonía. -¡Ah! si fuese en mi ciudad, nada de esto estaría sucediendo -comenzó a cavilar Alcino. -No en tanto, Piedras Verdes estaba lejos. Tanto cuanto la felicidad de encontrar una farmacia abierta, su único deseo en aquella noche. Por eso, él no paraba de remusgar: -Ciudad grande, -se dijo-, y sin embargo, no tiene, por lo menos, una única farmacia de turno… ¡Qué carajo! -¿Pero, adonde estaba tu primo? –indagué, para localizarme mejor. -En ese momento, Alcino estaba caminando por la calle, pero espera a que te haga el cuento, sino, vas a perder el hilo de la meada. -¡Madeja, animal! –protestó Félix, corrigiéndolo. -Está bien… Está bien... –me disculpen. Misterios en Piedras Verdes
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-Fue ahí, que él se dijo: -¡Increíble! Piedras Verdes, chiquitita como es, nunca dejó de tener una farmacia abierta. Mismo en la noches de domingo. Sin embargo, aquí, ¿a ver, a donde? ¡Viva Piedras Verdes, donde don Nicanor siempre pensaba primero en los pueblerinos! –concluyó mi primo, con aquella cara de melón. -La gente no sabe, nunca, cuando alguien va necesitar de nosotros. –Era así que don Nicanor decía, justificando el hecho de mantener, cuando poco, por lo menos media puerta abierta. Inclusive, los domingos de noche –justifiqué, al recordarme del alegato usado por mi fallecido amigo… ¡Dios lo tenga en su santísimo seno! -Es verdad, él siempre decía eso. –Concordó Samuel, y continuó: -Este recuerdo, fue lo que hizo que Alcino se penitenciase mudamente, disculpándose por las inúmeras veces que definió como ganancia de don Nicanor, aquella invención de no cerrar nunca la farmacia. -No obstante, en un intervalo de sus remusgos, Alcino se recordó de un dialogo de años pasados, que mantuvo con don Nicanor. -¿Siempre aparece gente, necesitando algo? – Alcino le había preguntado al boticario. Misterios en Piedras Verdes
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-Ni siempre. El mes pasado, yo abrí los cuatro domingos y nada. No vendí tan siquiera, un miserable comprimido –le respondió Nicanor, rostro severo. -¿Y vale la pena abrir? Usted podría aprovechar para descansar –sugirió mi primo, viendo la obcecación gananciosa del farmacéutico. -Podría; pero, ¿y si alguien necesita de un remedio urgente? –se disculpó Nicanor, con un mohíno. -Y él, mi primo, errada y precipitadamente, había llamado de ganancia, esa actitud gratuita de demostración de…, ¿de qué?, ¿fraternidad?, ¿amor al prójimo?, ¿cuidado por los vecinos? -De competencia y gusto por lo que hacía – agregué yo, queriendo colaborar con el raciocinio de Samuel, y ensalzando la idoneidad de mi amigo… ¡Que su alma descanse en paz en el huerto del señor! –murmuré silencioso. -Fuese lo que fuese, -determinó Samuel, rostro serio-. Ese día Alcino se arrepintió del inmerecido juzgamiento dirigido al buen boticario de su pueblo, arrepentimiento que aumentaba, cuando este se juntaba, como pienso haber dicho antes, al desespero que tomaba cuenta de él. -Esa parte ya me la contaste –avisé, por avisar. Misterios en Piedras Verdes
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-La noche parecía no tener prisa –prosiguió Samuel-. Ya pasaban de las dos de la madrugada, y él todavía caminaba por las calles, a esa hora, despobladas. Con certeza, la ciudad, “desprecisada” de remedios, ciertamente dormía su sueño saludable –remató mi primo, en una nueva conjetura. ¿Y qué hizo tu primo, a esas horas? -A esas alturas, Alcino ya doblaba esquinas, giraba en los bordes de algunas callejuelas, y nada. Ni siquiera un guardiacivil. Entonces pensó en gritar. -¿Por qué no? –Se preguntó al momento. Berrearía desatinadamente y luego, algunas ventanas se abrirían después del inevitable encendido de luces. Entonces, alguien indagaría lo que estaba ocurriendo, y le daría a mi primo, la dirección salvadora de una farmacia. -Si es conmigo, te juro que le tiro un zapatazo – acoté con inquina. -No lo dudo, pero resulta que aquella noche, Alcino estaba caminando por el centro de la ciudad donde, en aquella hora, las ventanas de los escritorios son como las farmacias de aquella ciudad del Infierno: no se abren nunca
–expresó
Samuel,
largando
una
carcajada
invitadora.
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-Hay que joderse, también. Tu primo es un soberano… -Está bien, no importa; lo que sí, es que a esas alturas, él vislumbró a un viejo que apareció, allá, a lo lejos, casi al comienzo de la oscuridad. Entonces, Alcino apretó el paso y fue hasta él. Vio que no le serviría de nada. Era un mamado, e inútil para solucionar su problema. -El tiempo estaba como ahora, y el calor de la noche lo ensopaba de un sudor viscoso, andaba de camisa colada al cuerpo, lleno de agonía. Caminó sin saber para donde iba, durante más de una hora, tal vez más. No en tanto, no vio ninguna farmacia. -¡Y lo peor! –exclamó Samuel-, él ya no sabía cómo hacer para volver al hotel, primero lugar que debería haber preguntado. -¿Y porque no se informó con el conserje? – interrumpí, cierto de que esa sería una excelente alternativa. -Alcino no lo hizo, porque pensó que, en un país con tantas farmacias, ni era necesario pensar en ese tipo de dificultad. Y todavía, tratándose de una capital –él coronó su raciocinio, aquella noche.
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-Siguió andando, y un poco más adelante, le pareció estar escuchando pasos saliendo desde un callejón. Corrió hasta allí. -En ese momento, un guardiacivil apareció ajustándose el cinturón, dormán mal doblado en el brazo. -Bueno, por surte encontró a alguien, -manifestó Mauricio, cara seria. -Demás está decirte, que el hombre se asustó con la presencia de Alcino, allí a esa hora, en que todos los vivientes acostumbran a poner el musculo para dormir. No quise contestarle, preferí mantenerme atento, para ver en que iría a terminar la cosa que, a cada frase de Samuel, se ponía más aburrido que bailar con mi hermana. -Por favor. Necesito de una farmacia. ¿Donde hay alguna? –le preguntó mi primo, ante la sorpresa de su interlocutor. -Luego ahí. Cuatro cuadras adelante –le informó el policía, vistiendo el dormán y evidenciando alivio por no tratarse de un asalto. -¡Gracias! –dijo mi primo. -Yo lo acompaño –dijo el vigilante, cuando vio el rostro de sorpresa que puso Alcino. -Tuvo suerte –murmuré entre dientes, para no interrumpir nuevamente. Misterios en Piedras Verdes
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-Los dos siguieron lado a lado. Alcino era de los que siempre le gustaba hablar mal de la policía; sin embargo, en ese momento, no podía negar que la presencia del guardia a su lado, era reconfortante, agradable mismo. -Claro, a esas horas, sólo un loco como él, para andar caminando por ahí, solo. -Ellos andaban a pasos parejos, concordia que Alcino hacia cuestión de mantener, mismo que eso le exigiese la necesidad de alargar el suyo. -Donde el guardiacivil había dicho que existía una farmacia, en verdad, había. Cerrada. Pero ante la constatación, Alcino contuvo su ira. -Hizo bien, -añadió Samuel, justificando la actitud controlada de su primo-, porque la autoridad, en ese momento, ya tomaba la providencia necesaria, con un grito dirigido a la ventana superior de la casa de dos pisos. -¡Don Manuel! ¡Don Manuel! –gritó el hombre. -Un cuarto se iluminó, allá arriba. Al segundo llamado del guarda, la ventana se abrió, dejando aparecer la cara redonda y lagañosa del farmacéutico. -¿Quién es? –preguntó el sujeto. -Yo. El guardia fulano –respondió el policial-. Este ciudadano aquí, pobre hombre, está rondando en la Misterios en Piedras Verdes
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calle, hace como tres horas, atrás de una farmacia. ¿Será que usted…? -No fue necesario pedir por: compasión o caridad. El señor Manuel ya estaba bajando las escaleras. -¿Es solamente eso? –le preguntó el guardiacivil a mi primo, mano en el estomago, una visible prueba de que el hombre estaba necesitando dar una nueva llegadita al callejón. -Sólo eso. ¡Gracias! –respondió mi primo, rostro alegre y satisfecho. -Los ruidos apurados de los pasos del policía, se mezclaron junto con el barullo de la cerradura, por el lado de adentro y… pronto, la puerta se abrió. -Atrás de la puerta de acero, levantada más que lo necesario, don Manuel se colocaba los lentes de aros redondos. -¿Pues no? –se ofreció el farmacéutico, sin conseguir contener un bostezo. -¿Qué es lo que necesita? –éste le preguntó cordialmente a mi primo. -Alcino iba a entrar, pero prefirió preguntar antes, para no perder más tiempo: -¿El señor tiene balanza? Yo quería pesarme.
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-¿A que usted no sabe lo que ocurrió con mis vecinos, el otro día del temporal? –manifestó Snobiño al alcanzarme un mate recién cebado, ojos ensanchados que ni lechuza al mediodía. -Como lo voy a saber, bagual, si yo estaba aquí – le respondí, contrariado con tamaña estulticia de su parte. -Eso le pasa, por usted vivir el tiempo todo encerrado entre cuatro tabiques, queriendo enterarse por el papel de las cosas que ocurren del otro lado del mar, y mal sabe lo que acontece en este pueblo –me respondió, blanquísimos dientes a muestra, como perro que se prepara para el ataque, pero con una sonrisa maliciosa en la mirada, que enseguida me llevó a pensar que se trataba de más un chismerío del barrio. -Ya venís vos, mi querido “dark man”, con tus oscuras sornas. -¿Dónde ocurrió? –pregunté sin disimulo, ya que su contubernio me carcomía las entrañas. -Como le dije, fue el otro día… -comenzó a parlotear cuando yo lo interrumpí: Misterios en Piedras Verdes
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-¡Para! Primero, “little shit de urubú”, alcanzame el tabaco, así, mientras tú hablas, yo me preparo un cigarro. Atendida mi solicitud, mientras yo empezaba a picar las briznas de tabaco, secas y duras como excreción de perro, Snobiño se paró frente al sillón, y rompió el silencio: -Era un marido, su mujer y un tercer hombre. Todos los tres eran insensatos, pero la mujer, era la más sin sentido. El marido debería haber cuidado de su mujer, que debería haber evitado al tercer hombre que, por su vez, debería haberse casado con una mujer sólo de él, después de realizar un noviazgo limpio y abierto, al cual nadie pudiese oponerse –dijo con tantos “que”, que yo mismo me perdí en medio de sus palabras. -Cuanto floreo, mi amigo. Espero que sea una buena historia –pronuncié, impresionado por escuchar tanta elocuencia estólida. -Claro, porque Piedras Verdes no deja de ser un lugar extraño y sus hábitos son curiosos. Nadie que no haya vivido aquí durante varios años, estará capacitado para lograr juzgar con base en probas circunstanciales, ya que estas son las más desacreditadas en los Tribunales – disertó mi fiel lebrel fuliginoso que ni noche sin luna. Misterios en Piedras Verdes
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Hizo una pausa para cebarme un mate, y recomenzó con su perorata: -Por estas razones, y por otras que no necesitan ser mencionadas, me recuso taxativamente a mencionar que había algo de errado en las relaciones entre el marido, la mujer del marido, y el tercer hombre. Si había, y, cuanto a eso, es usted quien debe formar su propia opinión –me zampó en la cara. -No sé por qué, pero me parece que a vos te está fallando el balero. ¿No me dijiste que fue el día del temporal? -Exactamente, mí preciado maestro. Por eso, que en aquel día, Anacleto imaginara que sería una visita de media horita, nada más, y ya iban para cinco horas que él estaba en la casa de su compadre. -Él intentara varias veces partir, pero siempre, marido o mujer, le salían con aquella historia de: todavía es temprano compadre; quédese un poquito más; antes, tómese otro cafecito; vamos tomar unos mates… -¿Qué horas son? –de repente preguntó Anacleto, el tercer hombre, ya poniéndose de pie, mostrando, nuevamente, el deseo de partir. -Sin embargo, la respuesta que le dieron, fue cortante que no Gillette nueva. –Hora de jugar chinchón… Misterios en Piedras Verdes
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-Quien lo propuso, fue doña Quintina, la comadre. ¿Cómo discordar, como discutir? Por eso, Anacleto fue permaneciendo hasta que anocheciera. Él había llegado un poco después del medio día, y ya pasaba de las siete. -Es bueno que se diga, -avisó Snobiño con remoquete-, que Anacleto no tenía cualquier compromiso, ni
mujer
a
quien
dar
satisfacciones.
Soltero
y
desempleado, podía quedarse el tiempo que le diesen las ganas; pero, qué diablos, él no quería incomodar. -El día que el compadre incomode aquí en casa, o sol enfría, ¿no es verdad, Virgilio? –apuntó Quintina, la mujer, rostro severo, voz afectuosa. -Sí, y Virgilio, debe ser el marido –yo murmuré fehacientemente, después de tragar el último sorbo de mi amargo. -Exacto, patrón, y fue por causa de la pregunta de su mujer, que el hombre le respondió: -El compadre sólo nos da placer. -¡A la pucha, che! –exclamé, anticipándome al desenlace. -Por
causa
de
todas
esas
insinuaciones
anfitrionas, Anacleto decidió que ahora, la pareja, si quisiese, que hiciese lo que le diesen las ganas, y que ellos Misterios en Piedras Verdes
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resolviesen cuando él debería partir. ¿Les gustaba su compañía? Entonces, podían aprovechar a voluntad, porque, por lo menos, para la cena, era garantido que Anacleto se iba a quedar. -Por lo menos, el hombre no se hizo de rogado – murmuré, entre un buche y otro de mi amargo. -Bueno. Al principio, Anacleto no quería incomodar, pero ante tanta insistencia, se dejó estar entretenido con la baraja y echando al viento un párrafo que otro. Pero la noche se vino, y ya era hora de cenar. -Virgilio, ayude a poner la mesa –ordenó la mujer, ya preparando la cena. -Fue durante la comida, que la lluvia comenzó; y ya se vino gruesa y caudalosa, cubriendo la calle con más de un palmo de agua. -Es verdad, en aquel día, o noche, para ser mas textual, parecía que caían chuzos de punta –yo acoté entre la humareda de mi cigarro. -Era tanta agua que, inclusive, algunos coches tuvieron que parar en el medio del rio que corría por la calle, en un torrente que llevaba pedazos de madera, latas, juguetes quebrados y cuanta porquería había tirada por ahí.
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-Bueno, por lo visto, ahora sí, que el compadre no iría a alzar más el vuelo –comenté en un bisbiseo frívolo. -Esa, es lluvia de quedarse aquí –le dijo de repente Virgilio, el marido. -Que nada, compadre –respondió el tercer hombre-. Es sólo una lluvia de verano -alegó a seguir, Anacleto. -¿Qué verano es ese, que a media noche, el aguacero todavía permanecía y, el agua de la calle amenazaba entrar puerta adentro de la casa? ¿Cómo conseguiría una conducción para llegar hasta su casa? –le preguntaron los compadres. -El compadre duerme aquí –determinó la mujer. -No hubo conmoción tras aquella frase. Pues no habiendo otra salida, la sugestión de doña Quintina fue inmediatamente aceptada por Virgilio, el marido, como si fuese un consejo bendito. -Claro, ahora, el problema sería el lugar donde el compadre iría dormir, porque la casa sólo tenía un cuarto, y el sofá de la sala estaba en el tapicero. -¿Y cómo se las arreglaron? -Ya se lo voy a contar, jefe. Fue cuando el convidado abrió la boca y dijo: Yo duermo en el piso,
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compadre –avisó Anacleto, voz resignada, conformado con la situación. -¡Ni muerto! Usted duerme en la cama, con la gente –protestó y determinó el marido, haciendo prevalecer su prerrogativa de dueño de la casa. -¿No me digas? –yo exclamé, sorprendido que me vi con esa determinación -Bueno, Anacleto pensó que era alguna broma de don Virgilio, y pensó que este se lo habría dicho por querer ser cortés, pero vio a doña Quintina retirarse y entrar en el dormitorio para buscar un pijama. -¿En la cama, compadre? ¿Nosotros tres? – Anacleto preguntó bajito, casi en un susurro, queriendo que no fuese verdad lo que había escuchado. -¿Y cuál es el problema? –retrucó Virgilio, el marido. -Depende… –dije con sarcasmo- …de cómo sea la profundidad de tu sueño –y largué una carcajada. -A seguir, fue doña Quintina quien apareció con un pijama a rayas en la mano, y se lo entregó al compadre Anacleto, aun de rostro compungido, mientras Virgilio, el marido, salía por la puerta del fondo. -¿Qué
diablos
está
sucediendo
aquí?
–se
cuestionó Anacleto, afligido. Misterios en Piedras Verdes
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-Por la cara que tenía, daba para ver que él se sentía incapaz de comprender, por eso continuaba a cuestionarse: -Amistad tiene límites y hospitalidad, todavía más... -Mientras estaba entregue a esas cavilaciones, vio al compadre Virgilio aparecer, todo encharcado, con una tabla debajo del brazo. -¿Y para qué, que el hombre quería una tabla? – pregunté cariacontecido. -Es lo que le dijo el marido. –Esta tabla, es para colocar en la cama, que yo no confío en ti, no, bastardo zafado –le dijo riéndose. -Y era –acotó Snobiño con un riso irónico-. Pero en fin, se acostaron. Virgilio en la punta de la cama, doña Quintina en el medio, y Anacleto en la otra extremidad. Entre él y la comadre, fue colocada la tabla, separación protectora de vicios nocturnos. No pude dejar de reírme, pero di más unos sorbos en el mate, y después de tragar, pregunté: -¿Sirvió de alguna cosa? -El día siguiente amaneció soleado. Quien se despertó primero, fue doña Quintina. Estaba en la cocina preparando el café cuando los dos hombres aparecieron, Misterios en Piedras Verdes
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todavía de pijama. Don Virgilio traía la tabla de la separación. -¿Durmió bien, comadre? –le preguntó Anacleto, queriendo ser atencioso. -Bien –respondió la mujer, seca, rostro severo. -Mientras el agua del café no hervía, los dos hombres salieron puerta afuera y fueron para el patio del fondo, todavía húmedo. Una cerca se había caído durante el temporal, y un tablón, en la horizontal, convidada para ser saltado. -¿Que será la altura que tiene eso ahí? –preguntó don Virgilio. -Anacleto
miró,
midiendo
mentalmente
el
obstáculo, y confesó: -No se calcular muy bien, pero debe tener como un metro y algo –anunció medio en duda. -¿Tu dudas que yo lo salte? –dijo el compadre, con un sonriso en el rostro todavía adormilado. -El hombre no esperó respuesta. Marcó carrera y… ¡Vúpete! Cayó en pie del otro lado. -A seguir, doña Quintina apareció con una taza de café en cada mano, justo en el momento en que Anacleto se preparaba para su tentativa.
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-¡Ande, Anacleto! Salte… Salte… -incentivó el marido, parado desde el otro lado de la valla. -Justo cuando Anacleto iba comenzar su carrera, doña Quintina se lo impidió, colocándole una de las tazas de café en sus manos. -¿Por qué diablos, la mujer no quería que saltase? –dije, acompañado de una mueca de desconfianza. Snobiño me miró con cara resignada, movió la cabeza con difidencia, y apuntó: -Después de alcanzarle la taza, ella le dijo: -¡No intente, compadre! ¿Si anoche, usted no fue capaz de saltar una tablita de nada, como es que ahora quiere saltar esa cosa ahí?
10 El otro día, usando la uña larga de mi dedo meñique, yo me encontraba escarbando en los recuerdos, cuando me vino, así, a los borbolleos, los momentos en que mí estimado amigo, profesor, colaborador y guía espiritual de mis sentimentalismos, Hércules Poirot, Misterios en Piedras Verdes
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sentado en mi sofá de un Luis francés cualquiera, emitiera de manera filosófica, la descripción de la ciudad de Piedras Verdes, apuntando que éste es un pueblo de mala muerte metido a metrópoli cosmopolita, donde, entre la cal y los ladrillos de las paredes de sus casas, se cobijan millares
de
heterogéneos
ciudadanos
con
sus
ingeniosidades, aflicciones, serosidades y pasiones, así como ocurre en cualquier lugar de este esquizofrénico asteroide. No deja de tener razón, -pensé-, porque nadie mejor que él, para diseñar con reticencia el verdadero significado de esta localidad repleta de Nada por cualquier lugar que se la mire; salvo, las extravagancias y chismes que los aldeanos se encargan de ventear entre las ráfagas de boñiga que nos invaden el cuotidiano. Es verdad, porque yo conozco la quintaesencia de mi población, y en verdad, la mayoría, no son más que puras viejas charlatanas que se la pasan todo el día peleando con sus vecinas; especialmente, con las chicas más jóvenes y lindas. Son ese tipo de viejas guayabas, mente obtusa, patas cortas, que se reúnen al sol en el almacén de la esquina, para descuerar al los que no van a misa los domingos y a las otras viejas, igual de ignorantes que Misterios en Piedras Verdes
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todas ellas, pero que compran en el almacén de la otra esquina. Allí reunidas, comadreando nuevos y viejos chismes, es la dueña del almacén, la que se encarga de avivarles el alma, contándoles de aquellas que, según ella, se la pasan gorreando a sus maridos. Tampoco puedo ser egoísta y querer hablar sólo de ellas, porque también está lleno de otras gentes intransigentes, aunque ellos no se den cuenta de su propio carácter. Es cosa de ver a los populistas, marxistas, fascistas, nazistas, machistas, y todo el resto de “istas” que nos rodean acá en la población, aún, cuando estos no tengan un agujero en donde caerse muertos, pero que igual se sienten todos diferentes y mejores que sus vecinos. No me gusta mucho hablar de todas estas cuestiones requeté complicadas, y prefiero seguir aquí, saboreando mi amargo, mientras cavilo sobre esa manía que les ha dado a todos los de estos pagos, de venir a querer celebrar el “Bicentenario” como Dios manda, aunque más no sea para que algunos continúen a explotarnos. El que hasta ahora ha descripto mejor este fenómeno, fue mi amigo Félix cuando, el otro día, con una copita de jerez mediante, nos pusimos a hablar sobre este asunto, y él acotó su designio con tremenda verborragia: Misterios en Piedras Verdes
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-A
mi
me
da
lo
mismo,
porque
con
“Bicentenario” o sin “Bicentenario”, igual me tengo que rascar el año todo con mis mismas uñas, y salir a trabajar todos los días por un sueldo que igual no me alcanza para llegar al fin del mes. Y te digo más, si mi señora no fuera un buen economista, mismo sin tener el título académico, no lograría comer, porque ella, hasta de las sobras, logra preparar un almuerzo y, a veces, aunque tú no me lo creas, hasta comemos postre. La más pura verdad, porque no puedo negar que, su ecuménico silogismo, acrisola y reúne todo el extracto de comportamiento de mis vecinos. Eso me lleva a otra reminiscencia circunspecta, pues entre las páginas de la profunda novela “La Peste” de Albert Camus, son los buenos los que reaccionan con lo mejor de sí mismos, y los malos con lo peor. Esa novela no solo refleja de manera alegórica los horrores de la guerra, sino también de otra “peste”, la del creciente poder de los dictadores totalitarios, donde, frente a ellos, los cobardes se someten y claudican, y en cambio, los valientes resisten hasta el final. Claro, que ese tipo de peste es contagiosa, principalmente, si no se toman muchas precauciones, ya que el número de infectados aumenta todos los días, y es Misterios en Piedras Verdes
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en ella que crece una democracia moribunda, que permite hacer germinar un sinnúmero de cobardes, expertos que son en doblar el espinazo para no enojar al mandamás de turno. Ese tipo de cosas, la hemos visto mucho últimamente. Como una cosa siempre lleva a otra, y una centena lleva a una tercera, burbujas de reminiscencias flotan en la espuma de mi mate y me permiten revivir el día que don Jeremías sucumbió. Ese día, la ciudad ganó dos problemas: ¿Quien lo iría a sustituir en el Tribunal, y la manera como don Feliciano reaccionaria, viendo a su hijo muerto? -¡Va ser difícil! –yo alcancé a cavilar, al enterarme de ese triste fenecimiento. Comienza que, don Jeremías, siendo realmente un doctor en jurisprudencia, era la persona más bienquista del municipio. Juez de tan acertadas y humanas decisiones, siempre tirando un poquito para el lado más débil, luchando por los derechos de los pobres, impidiendo que se acentuase aun más el mando de mano de hierro de los poderosos. En aquel entonces, nadie podía olvidase de la pendencia que él tenía con el Coronel Camilo, por causa de un lote de mulas raquíticas, cuando el Dr. Jeremías dio Misterios en Piedras Verdes
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su veredicto a favor de Juvencio, un pobre pie descalzo y sin nombre, y en detrimento del todo poderoso coronelazo de tanto mando. -¿Don Jeremías, juez de derecho de Piedras Verdes, sería sustituido por quién? –era lo que todos se preguntaban, y me preguntaban a mí, como si fuese yo el responsable por la deliberación. -¡Sólo quiero ver qué juez nos van a mandar! – respondía yo, y todos los otros que habían sido consultados para decretar el referéndum. No en tanto, yo sabía que ellos expresaban esa duda, con más miedo que al diablo, porque ya estaban llenos de ejemplos malos. Por ejemplo, en la ciudad de San Quintín, cuando se murió el Dr. Sebastián, querido y acatado como lo era el propio Dr. Jeremías, en su lugar, pusieron a un juez nuevito que mal había salido de los pañales, y éste, muy pronto comenzó a inventar bobadas encima de más bobadas, siempre en detrimento de los que tenían menos posesiones. -¡Que Dios libre a Piedras Verdes de situación semejante! –exclamaban todos, unos persignándose tres veces, otros escupiendo en el suelo, mientras que terceros murmuraban la frase y agregaban alguna que otra palabrota. Misterios en Piedras Verdes
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-¿Y el padre? ¿Cómo será que su padre va reaccionar, gente? –fue la pregunta del millón, que surgió luego después de la desconsolada noticia. Necesito aclarar que, su padre, en aquel día, pasó a ser entre quienes lo conocían, un problema de mayor envergadura que la propia pérdida del Dr. Jeremías. -¿Ya fue avisado? –le pregunté a mis amigos con emoción. -Yo mismo le mandé el aviso –respondió con prestancia Edmundo, el dueño de: “Pompas Luctuosas Piedras Verdes”; la única empresa funeraria que existía en esta ciudad y adyacencias. Ese día, el cuerpo del Dr. Jeremías estaba siendo velado en su propia casa, a fin de cumplir con la voluntad del occiso, emitida todavía en vida. Bien que algunos copetudos intentaron querer velar el cuerpo en el atrio del propio Tribunal, como mandaba el protocolo de la entidad, pero en ese momento, doña Norma batió pie, y dijo no. -El velorio de mí marido será en casa, por haber sido éste, su deseo manifestado en vida –les dijo con apoteosis. Al afrontar ese recuerdo, me viene la imagen del sepelio. Alrededor del cuerpo sin flores para adornar, por Misterios en Piedras Verdes
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igual deseo del fallecido, los habitantes más importantes de la ciudad conversaban, recordando decisiones y hechos del Dr. Jeremías, el mejor juez que Piedras Verdes ya tuviera en toda su historia, y que ahora, por el deseo del Divino Santísimo, desaparecía para su descanso eterno. -¿Qué edad tenía? –me preguntó Omar, con rostro melancólico. -Ochenta y cinco –anuncié magnánimo, tal vez, porque la cifra significase un guarismo exorbitante para un magistrado, o una buena cábala para jugarle a la quiniela. -No aparentaba. Yo le daba al máximo… unos setenta y cinco –comentó Mauricio, probablemente para disminuir su propia edad. -Era un hombre agradable y de mucho trato. Un hombre que se cuidaba… -agregó Apolinario, con entono circunspecto. Había que ver. En aquel momento, el aspecto del fallecido estampaba una placidez casi conmovedora. Parecía estar sonriendo, de tan tranquilo. Allí acostado, con las manos entrelazadas sobre el pecho, él hacía llegar a todos la impresión de que aun estaba vivo, una vez que era exactamente así, que él acostumbraba a permanecer en el tribunal, o en cualquier lugar donde se acomodase en posición de escuchar. Misterios en Piedras Verdes
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A la habitación adonde estaba siendo velado el cuerpo del Dr. Jeremías, llegaba de la cocina, el olor a los pitiscos que la negra Luisa preparaba, incansablemente, para nutrir los participantes del velorio. De media en media hora, también corría una bandeja con café recién hecho, y refrescos. Todos estábamos allí, personificando nuestro homenaje, y charlando de amenidades, cuando, de repente, la voz vino de la calle. -¡Ahí viene el coche con don Feliciano! Pronto, estaba llegando el padre del fallecido, la preocupación mayor de todos, inclusive nosotros. Y había mucha lógica en ese asunto, porque de cierta forma, todos pensábamos que, don Feliciano, hombre de ciento y siete años, tal vez no resistiese tener que pasar por ese mal momento. Para nosotros, era fácil de suponer que, la muerte del hijo, le abreviase la vida, le provocase un infarto. Y por eso que pensábamos, vaya uno a saber, que otras cosas más podrían sucederle a un hombre para allá de centenario. -Todo el mundo callado –determiné a voz de mando, cuando el auto paró.
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-Cuando don Feliciano entrar, yo me pongo de un lado, y Gervasio se coloca del otro. De esa manera, la gente lo ampara hasta que pueda llegar al cajón, para que vea a su hijo –insinué propositivamente, señalando el lugar de cada uno. -¿Dónde está la botella de alcohol? –quiso saber Mauricio,
refrescando
las
medidas
de
precaución
adoptadas. -Aquí, aquí –anunció Félix, con un movimiento de cabeza, que me mareó. ¿Y la inyección de adrenalina? –preguntó Samuel. -Está aquí –le contestó Edmundo, señalando la jeringa que tenía guardada dentro de un estuche. Nuestra preocupación con el centenario anciano era grande, y todos los cuidados ya habían sido tomados, y así tenía que ser con un asunto tan melindroso. El silencio repentino que tomó cuenta de la multitud, mostraba que don Feliciano ya se bajara del auto. En ese momento, Gervasio y yo corrimos para la puerta y, uno de cada lado, lo trajimos casi en andas por el corredor de gente, que se abrió ceremoniosamente a un lado, para darnos paso.
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-Hummm… -yo escuchaba balbucear a algunos, mientras circulábamos por ese extraño corredor. Todos tenían los ojos clavados en don Feliciano, viéndolo arrastrarse con dificultad, por causa del peso centenario que llevaba sobre sus hombros, y a camino de la mesa sobre la cual el hijo ahora reposaba pacíficamente en un cajón sin ornamentos. Sin embargo, fuera de ese maleducado mascullar de aquí y allí, no se escuchaba el vuelo de una mosca. Al aproximarse, don Feliciano se quitó el sombrero, y permaneció mirando a su hijo, ahora reposando sosegado y de buen carácter en un féretro sin pompas. No me dio para notar si él lloraba o no, pero se sentía la emoción dominando el cuerpo achacoso de don Feliciano, ojo pegado en el sereno rostro de su hijo, el querido y respetado Dr. Jeremías, muerto a los ochenta y cinco años, por un ataque fulminante al corazón, y por la voluntad de Dios. Doña Eulalia, profesora de la escuela primaria, pensó que ya estaba en la hora de romper el silencio. Entonces, se aproximó apesadumbrada hasta donde estaba don Feliciano, reposó delicadamente su mano en aquel
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hombro anciano, y fue escogiendo las palabras que le parecieron convenientes para la ocasión. -Dios sabe lo que hace, y porque lo hace, don Feliciano… -pronunció a seguir. Todos pudieron ver que Don Feliciano concordó con el dictamen, abalanzando levemente la cabeza. De repente, el centenario hombre de viró, se secó una pequeña lágrima que tentaba surgir en uno de los lados del ojo derecho y, una vez más, espiando el cuerpo de su hijo, el querido Dr. Jeremías, juez de los mejores que ya tuvo Piedras Verdes en toda su historia, fallecido a los ochenta y cinco años de un colapso repentino y por la propia y exclusiva voluntad de Dios; murmuró con voz llorosa: -Tiene razón, doña Eulalia. Por eso yo siempre dije, que difícilmente este muchacho se criaría…
11 -Mi pensamiento, después de haber realizado infinitas piruetas mentales, se constituye de una idea fija –
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anunció Samuel, con los labios al borde de su copa de bebistrajo de jerez. -Dios te libre, Samuel, -le respondí aquella tarde-, de tener que vivir con una idea fija. Es como tener clavada una paja, o una astilla en el ojo. Mira al Conde de Cavour; y no te olvides que fue la idea fija de querer alcanzar la unidad italiana, lo que terminó por matarlo. -En ese caso, también es verdad que Otto von Bismarck no se murió del mismo mal; pero me cumple advertir que la naturaleza es una grande caprichosa y la Historia, una eterna encomiástica –enfatizó mi amigo, deambulando su mente por el pasado. -No lo dudo, -me obligué a responderle-, porque podemos tomar el ejemplo de Seutonio que, fuera de chismorrear sobre la vida de una docena de gobernantes de Roma, terminó por darnos un Claudio, que era un ingenuo o, “un zapallo”, conforme lo llamó Seneca, y a un Tito, que mereció los agrados de Roma. -Sin embargo, después apareció un profesor que, moderadamente, encontró un medio de demostrar que los dos Césares, el agradable, y el verdaderamente agradable, resultó siendo el verdadero “zapallo” ingenuo de Seneca – acotó Samuel con una carcajada capciosa, al ver su copa vacía. Misterios en Piedras Verdes
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-Si nuestro paseo escolástico va por los lados de Italia, entonces tampoco podemos dejar afuera a la madame Lucrecia, la flor de los Borgias, a quien un poeta la pintó como la “Mesalina Católica”, hasta que un día apareció Ferdinand Gregorovius e, incrédulo, le apagó mucho de esa cualidad, y si esta no llegó a nacer un lirio, es verdad que tampoco fue un pantano –agregué doctrinario. -Es por eso, que yo me dejo estar entre el poeta y el sabio –declaró Samuel, tal vez, dándose por vencido en ese paseo historiográfico de la nada. -Viva pues la Historia, la voluble Historia que da para todo –rematé, mostrándole mis dientes con una risa alegre-; y volviendo a la idea fija, diré que es ella la que hace a los varones fuertes y a los locos. Y es esa idea móvil, vaga o iridiscente, la que hace surgir a los Claudios de la fórmula de Seutonio. -Es verdad, pero dejemos un poco de lado la Historia con sus caprichos de dama elegante. No te olvides que no fue ninguno de nosotros, los que planeamos la batalla de Salamina, o escribimos la Confesión de Fe de Ausburgo. -Por mi parte, -añadí-, si alguna vez me acuerdo de Oliver Cromwell, es solamente por la idea de que Su Misterios en Piedras Verdes
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Alteza, con la misma mano que trancara el Parlamento, les tendría impuesto a los ingleses, el cataplasma de un dictador regicida. -En ese caso, ya que tú pronuncias ese fúnebre silogismo, me haces acordar de lo que sucedió con Juan Carroño. -¿Y quién era ese indio bravo? –pregunté incrédulo, al enterarme de un apellido desconocido. -Todo el mundo lo llamaba de Juan Carroño, pero Juan Antonio no les daba la más mínima pelota. Él entendía que su apellido había surgido por causa de su solidaridad con la muerte. -Te entiendo. ¿Pero donde fue que nació ese fulano? –averigüé, interesado que me sentí, por querer saber de una nueva historia autóctona. -Juan Antonio había nacido aquí y así, y nada podía ser hecho en contrario. Nunca hubo un entierro en Piedras Verdes, en que Juan Antonio no hubiese comparecido al velorio, y no se hubiese puesto a llorar junto con los familiares del exánime. -Por lo que me decís, ese tipo era tan tonto, que capaz que en el día de padre, le regalaba flores al cura – apunté sarcástico.
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-De cualquier manera, en todos los sepelios que iba, siempre se le veía llorar con la misma intensidad y verdad, conmovido, sufriendo junto; casi convertido en un verdadero gemebundo semi profesional. De
repente,
Samuel
pronunció
en
voz
excesivamente alta: -Se murió Roberto, el hijo de don Pascual… -¿Cuándo?
¿Dónde?
¿De
qué?
–exclamé
sorprendido por la noticia, al saber que otro más partía sin avisar. -¡No, belinún! –Samuel exclamó exaltado. -Estoy haciendo una suposición, porque Juan Antonio, ni sabía quien era Roberto y mucho menos don Pascual, pero eso no le importaba. Yo me quede escuchando con cara de bobo, mientras Samuel hizo una pausa, y continuó su narración: -De alguna forma, él descubría la dirección, y allá estaba un minuto después, lado a lado con los parientes, envuelto en un llanto profundo de padre, pañuelo encharcado, ojos encarnados, solidario, compañero, exteriorizando su habitual postura de llorador. -¿El señor lo conocía? –le preguntaba algún doliente que asistía al sepelio.
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-Yo conozco la muerte, señor –le respondía Juan Antonio, envuelto en compungidas lágrimas. -Fue por ese motivo, que todos pasaron a llamarlo de Juan Carroño –afirmó Samuel, subrayando el apellido del quejumbroso. -Pero a él no se importaba. No le importaba un comino que cualquiera lo llamase así. Para él, lo importante, en esas horas, era que Dios fuese testigo de su solidaridad para quien transitaba por esos intervalos difíciles. -¿Que quieres que te diga? Hay gente para todo – afirmé, como para mantenerme en el trance. -¿Y cuando era gente conocida? ¿Y cuando era un amigo? –exclamó Samuel, ojos enormes, cara de espasmo, voz enaltecida. -Ni me lo imagino –pronuncié fortuito. -Era allí mismo que Juan Antonio lloraba tanto, pero tanto, que algunas personas tenían que ser colocadas a su disposición, para tomar cuenta de él. -¡Plus lerdus patagónicus, fornicarem zancudis trotus! –dije riéndome. -No entendí. ¿Qué significa? –inquirió Samuel, impresionado por mi sonoro y latinizado pensamiento.
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-Si no lo sabes, te lo traduzco: ¡El patagónico más lerdo, se voltea un avestruz al trotecito! Porque, la verdad, hay que ser papamoscas, ¿No? -No me gustaría darte mi veredicto, antes de contarte todo –estableció, mirándome reservado. -Bueno, dale nomás. ¡Largá! -Fue lo mismo que ocurrió una vez que alguien dijo: -Cuidado, Ramón se murió, y no se olviden que Ramoncito era carne y uña con Juan Antonio. -Enseguida, otros intervinieron alertando: Es verdad, si en el velorio de Ramoncito, no prestamos atención, y no lo cuidamos, es posible que Juan Carroño se nos muera también. -Quédense tranquilos, que yo me quedo junto a él, y… -dispuso uno, alma caritativa y entendedor de los males del Juan Antonio. -Si era así como lo decís, tenían que tomar, mismo, ese tipo de providencia –murmuré, connivente. -Y fue lo que se hizo necesario cuando, víctima de un ataque cardiaco, de golpe, don Cedrés desencarnó de esta vida. -¿Quién era Cedrés? –pregunté, ya que Samuel traía a flote personas que yo no conocía. Misterios en Piedras Verdes
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-Desde que el padre de Juan Antonio falleciera, en el medio del río, en un naufragio, fue don Cedrés que pasó a ser como un segundo padre para Juan Carroño. -Era quien lo aconsejaba, le prestaba dinero, lo corregía, lo castigaba. Juan Antonio, llegó hasta llamarlo cariñosamente de papá, modo que consideró decente y evidente de demostrar la afección que lo unía a don Cedrés. Yo me puse a armar un cigarro de chaira, cavilando sobre esos extraños personajes que rodeaban la vida de este insólito sujeto. Mientras tanto, mi amigo continuó hablando: -Cuando anunciaron la muerte de este santo hombre, el pueblo se alborotó. -Tenemos que tomar cuenta de Juan Antonio – dijeron todos en aquel momento. -Y pensaron correctamente, -Samuel afirmó-, porque antes de las personas entrar en la casa donde el cuerpo era velado, ya se escuchaba el aullido desconsolado del llanto de Juan Antonio. -Para abreviarte esa parte, sólo te digo que le tuvieron que aplicar inyecciones, utilizar compresas de paño húmedo en la frente, a fin de evitar que se
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desmayase. Ni la viuda conseguía llorar igual, o parecido con Juan Carroño. -Pobre
hombre.
Que
sentimiento
–musité
apesadumbrado. -Fueron los propios hijos del fallecido, los que se dieron el trabajo de consolarlo, pobre mortal, que al borde del cajón, se desgajaba en lágrimas, reclamando de la injusticia de Dios, que tuvo el coraje y la petulancia de tirar del mundo una criatura tan buena. -Pero resulta que aquel día, -continuó Samuel-, allá por las dos de la mañana, cuando ya no había mucha gente en la sala, don Cedrés se levantó del cajón y pidió un vaso de limonada. -¿No me digas? –casi grité, de tan alto que mencioné mi incredulidad. -Bueno, primero vino el susto y, después, cada uno por su lado, corrieron en disparada queriendo huir de lo que parecía ser el espectro de un espíritu aparecido, cosa de Satanás, o fantasmas, vaya uno a saber –exclamó mi amigo, ojos desorbitados, voz estremecida por la imagen que le venía a la cabeza. -Era obvio que se trataba de un caso de catalepsia –agregó así que recobró su compostura-. Al sufrir un
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ataque de suspensión vital, don Cedrés estaba, en verdad, vivito y coleando. Al ver la risa de mi amigo, yo también largué la carcajada, porque me imaginaba la impagable cena, y la fisonomía de las personas que asistían al velorio. Ya recompuesto, él agregó: -Esclarecido el hecho por el médico que vino a revisar el supuesto muerto, este dijo: -…una muerte aparente, pero… -¡Les regaló la duda! – asentí, al analizar las palabras decretadas por el Dr. Baldomero-. Este tipo no muda más –agregué con una mueca de ojeriza. -En fin, te digo que después hubo hasta conmemoración. La familia dio una fiesta, donde don Cedrés, resucitado, tocó guitarra y cantó varias canciones y hasta se animó a entonar algunos tangos de Gardel. -No era para menos. Casi lo enterraron vivo – manifesté contrariado. -Te afirmo que si Juan Antonio, que hasta ese momento era muy próximo a él, después del susto, quedó más aun, pues don Cedrés, sabedor de todo lo que Juan Carroño había llorado en su frustrado velorio, en más padre se convirtió.
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-Más tarde, me dijeron, que ningún hijo había llorado tanto que ni él, y es verdad, porque el que me lo contó, dijo: -Yo estaba allá; yo lo vi con mis propios ojos. Juan Antonio casi se murió de tanto llorar. -Sin embargo, la última vez fue diferente anunció Samuel, dejando una sospecha en el aire. -¿Cómo, la última vez? -Fue cuando el camión del verdulero perdió los frenos en la bajada del mercado, y se vino, calle abajo, como un fugitivo. -Esa historia ya la conozco –avisé, enterado que estaba del trágico accidente. -Pero seguramente no sabes la historia completa – me contrarió mi amigo. -Bueno, dale. ¿A ver cómo fue? -En aquel momento, sentado atrás del volante del camión sin frenos, el verdulero, dedo pegado en la bocina, buscaba una manera de avisar a los transeúntes desavisados, que el vehículo estaba fuera de control, y ya corría como un caballo desbocado, o como un perro al que le tiran cohetes. -Es verdad –confirmé.
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-Que sea. Pero resulta que al llegar a la altura de la plaza, don Cedrés, sin saber de nada, sordo como una tapia, atravesó la calle. -El camión lo tiró como unos cincuenta metros más adelante, cabeza reventada, brazo arrancado, hecho un montón de trapos y despojos envueltos en sangre. Fue una muerte instantánea. -No sabía que era él, pero recuerdo que en ese caso, ni valía la pena llamar al doctor. El hombre ya era – afirmé, convicto con la parte que conocía. -El verdulero no sabía qué hacer. Todo el mundo sabía que él no tenía la culpa, -comentó Samuel, cara compungida-, pero don Cedrés, pobrecito, miren lo que es la vida, el verdulero hasta venía bocinando, cualquier uno era testigo que… -¿Y Juan Antonio? –quise saber, ya que del resto, estaba enterado. -Bien, esta vez no había dudas. Un perito de competencia vino de la capital, para encontrar un modo de arreglar lo que había sobrado del cuerpo, para que, durante el velorio, el cajón pudiese permanecer abierto. -A bien de la verdad, hay que decir que el hombre realizó un trabajo esplendido, a no ser, claro, con
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excepción del bigote, que le quedó medio torcido – comenté, consciente de lo que había ocurrido. -Juan Antonio llegó… Juan Antonio llegó – avisaron los que estaban en la puerta del velorio. -Fue una expectativa general. Juan Antonio entró, dio los pésames a la viuda y a los hijos, y si emitir una palabra o gemido, se sentó en una silla, impasible, rostro serio, ojos fijos en el cajón… ¡Mira! Juan Antonio no está llorando… ¡Mira! Juan Antonio no está llorando –comenzaron a murmurar las chusmas, al ver que Juan Carroño no lloraba. -Era
muy
extraño,
ya
que
se
esperaba
exactamente lo opuesto –necesité comentar, al concordar con el pensamiento de esas personas. -¿Pero, por qué, que Juan Antonio no estaba llorando? –me preguntó Samuel. -¿Y qué se yo? -Ahí que está. Don Cedrés estaba muerto. No había más ese negocio de catalepsia, ni cualquier otra palabra necia con la que la medicina intenta explicar las cosas confusas de la vida… o de la muerte. Ahora, la muerte era indudable. -Es verdad.
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-Pero Juan Carroño no lloraba. Por la primera vez, alguien moría, y luego quien, y Juan Antonio no desprendía ni una gota de lágrima. -¿Sin llorar, Juan Antonio? –le preguntaron al verlo tan serio. -Impasible como se encontraba, con una atonía de quien reflete o recuerda, rostro grave, levantó los ojos para mirar a quien le preguntara, y dijo: -¡Sí! Porque yo ya lloré en el día en que don Cedrés hizo el ensayo.
12 Hoy, el día amaneció nublado, cargado de unos nubarrones espesos, amenazadores, pesados como penas en el alma. Por eso, sabiendo que pocos o nadie aparecerían en mi covachuela, decidí ponerme a leer un libro mientras tomaba unos mates y entretenía mi dentadura postiza, masticando algunas tortas fritas amasadas por Snobiño, mí querido “néctar de carbón”.
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Entregado en esa reticencia, me quité luego los botines, que estaban apretados. Una vez aliviado, respiré hondo y me dejé estar en el sofá, en cuanto los pies, y todo el resto atrás, entrabamos en una relativa bienaventuranza. En ese momento se me dio por especular que los zapatos apretados, son una de las mayores satisfacciones que existen en la tierra, porque, haciendo doler los pies, dan a uno el inenarrable placer de descalzarse. -“Mortifica tu pies, alma desgraciada, y después, desfortificadlos –pensé conmigo mismo-. Veras que, con tu pretérito acto, tendrás derecho a gozar una felicidad barata, al sabor de los zapateros, y del propio Epicuro con su canónica filosofía”. Ya descalzado y lascivo, cuatro o cinco minutos después, pude saborear ese rápido, inefable e incoercible momento de gozo, que siempre se sucede a un dolor pungente, a una preocupación, a un incómodo… Ese epicúreo pensamiento, me llevó a concluir que la vida es el más ingenioso de los fenómenos. Si no, tomemos por ejemplo el hambre. Sólo se aguza el hambre, con el único fin de deparar la ocasión de comer. Y digo más, no se inventaron los cayos, sino porque ellos son capaces de perfeccionar la felicidad terrestre. En verdad
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les digo, que toda sabiduría humana, no vale un par de botines apretados. La conclusión me llevó a pensar en el pobre Piet Heyn, el pirata holandés que, en una batalla, perdió una de sus piernas, y empezó a usar una de madera, por lo que pasó a ser conocido como Pata de Palo. Infortunado hombre, que no pudo descalzarse nunca, y anduvo por los caminos de la vida y los mares caribeños, mancando de la pierna y del amor, triste como entierro de pobre, solitario, callado, laborioso, hasta que finalmente un día, llegó a la orilla de la margen opuesta, con un botín valorado en 11 millones de florines holandeses. Eso sí, lo que no comprendo muy bien, es si su existencia fue muy necesaria a ese siglo. ¿Quién sabe? Probablemente, un comparsa de menos, tal vez fuese capaz de patear la tragedia humana. Con todo, siendo el asunto tan delicado y la Historia tan frágil, y dado el coraje con que siempre enfrento tales dudas, desenvaino una flamígera respuesta: pensando bien, todo es claro como la nieve… Si, la Madre Rusia es la respuesta. Sin embargo, sé que en esos asuntos albeados nunca se debe revolver; por lo tanto, solamente me dejo extasiar por el ritmo historiográfico. Siendo así, da para Misterios en Piedras Verdes
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percibir que, si Gengis Kan no tuviese iniciado su proceso tributario contra los pueblos de la estepa, primero, no habría estepa y la Historia no podría trasegar con tranquilidad por la recauchutada preñez alucinatoria del acaso, estacionando aquí y allí, para devorar los: Alejandro Nevsky, las Catalinas I y II, Mikhailovitch Eisenstein, Prokofiev, Lenin, Trotski, Stalin y varios más. No fuese esa inacreditable clarividencia interior, hay veces que no sé como haría para mantener mi alienante optimismo surrealista, a no ser, claro, generando universos con el negror pesimista de un Antonin Artaud, bajo cuyas pupilas sediciosas jamás ninguno escribió, pintó, esculpió, modeló, construyó o inventó cosa alguna, que no fuese para salir de los infiernos. Visto de esta forma, creo que el acto de pensar, pasa a tener la misma ambivalencia que la manteca tuvo para Marlon Brando en la película “El último tango en Paris”: De mañana para pasarla en el pan. Por la noche, para empalar sus víctimas sonrientes. Perdido en ese clima nostálgico de soberbias inclinaciones historiográficas, me sorprendí al escuchar la voz de mi amigo Apolinario, preguntando: -¿Estas sólo?
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-¡Sí! –le respondí señalando el vacío de la sala, mientras parpadeaba para alejar mi vertiginosa ilusión entre la hipotenusa de la Verdad actual y los milagros defectuosos de la Historia. -¿Estabas leyendo? –indagó, mientras se sentaba frente a mí. -Tenía propuesto leer un poco, pero me dejé llevar por los recuerdos, y acabé sumergido en la Historia. -Los actos de pensar y existir, me parecen absolutamente opuestos y, solamente se vislumbran, algunas veces, por la hemipléjica generosidad de los vasos comunicantes –anunció Apolinario, moviendo la mano con desdén. -En todo caso, yo no sé explicarte si mi fastidio proviene de la absoluta convicción de que el pasado remoto, sólo sirva, apenas, para disimular la repulsa del cotidiano insidioso. -En todas las épocas, ocurrieron hechos que, por alguna razón que escapa a la lógica, terminaron por marcar los siglos con los hierros incandescentes de sabiduría popular. -¿Si sabes de alguno, contá? –insinué-. Por lo visto, vos tampoco tenés nada que hacer –le dije, mientras largaba sobre la mesa, el libro sin leer. Misterios en Piedras Verdes
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-Sin ir muy lejos, tengo patente la construcción del puente por donde iban a pasar los rieles del ferrocarril que pronto uniría Piedras Verdes a la capital, ya que la obra corría serio peligro de no quedar pronta para el día fijado. -¿Parece una buena historia? ¿Cómo fue? -Si no hubiese ese tal de contrato firmado, tal vez fuese posible encontrar una manera de contornar la demora o, utilizar una coartada ilícita que permitiese driblar el aplazamiento, porque, al final de cuentas, todos somos humanos para, exactamente, poder utilizar ese supremo derecho prohibido que se estila para romper ese tipo de pequeños contratiempos. Pero quién echaba todo a perder, era ese maldito contrato. -En se tratando de una obra tan grande, es fehaciente que el contratante y el contratista, registren responsabilidades y valores –comenté, comprendiendo la exigencia que había sido impuesta. -Claro –confirmó Apolinario, rostro grave-. Era obvio que don Isaac, el contratista, hombre sumamente inmodesto, nunca se consideró responsable por el atraso cada día mayor. Pero él jamás iría a reconocer su propia incompetencia. No lo admitía, y punto.
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-En ese caso, él tenía todas la de perder –ilustré, cebándome un mate. -Sólo que, frente a la multa creciente por día de atraso en la entrega de la obra, penitencia prevista en el tal de contrato firmado, la posible pérdida monetaria, acabó por destrozar la petulancia del hombre. -La única forma de salvarnos, será contratar un ingeniero –admitió finalmente don Isaac, cuando el agua ya le legaba al cuello. -Cosa que debería haber sido dispuesta desde un principio –murmuré, por el simple hecho de acompañar el raciocinio. -Yo también pienso igual –le afirmó el capataz de la obra, sin buscar esconder el alivio por oír la frase que hacia tanto tiempo deseaba escuchar. -Enseguida, un hombre fue mandado para la capital, con la hercúlea tarea de no volver sin un ingeniero contratado, que dicho sea de paso, trabajo que ejecutó con excelente perfección, ya que, una semana después, éste volvió trayendo en bandolera, al Dr. Otomar Kaiser, un corpulento ingeniero alemán de aparente competencia y visible antipatía germánica. Aprovechando que la historia iba para largo, abrí mi tabaquera y me puse a picar el tabaco para armarme un Misterios en Piedras Verdes
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cigarro. –¿No te molesta que fume, no? –pregunté por cortesía, mismo sin esperar por la respuesta. De repente, me vi obligado a apartar mis ojos de lo que estaba haciendo, para encarar el rostro de mi amigo, porque su modulación de voz cambio. Fue cuando lo escuche decir: -Muig bieng. Querro verg cómo gestá la controncion –fue luego diciendo el ingeniero, con su acento cargado. Dejé escapar una sonrisa suave, ante la graciosa imitación del acento del ingeniero, pero continué en la mía, o sea, picando mi tabaco. -Le mostraron todo: la obra súper atrasadísima, los escuetos recursos de que disponían, ya fuere en máquinas, en hombres, o en herramientas. Hasta le mostraron el famoso contrato, impreso otrora en un papel que había sido blanco, pero que ahora, se había vuelto de un color bilioso por causa del polvo del cantero de obras, que insistía en remolinear llevado por las asas de viento. No le escondieron nada. Al parar la frase, se siguió un silencio subrepticio. Apolinario estaba absorto, mirando como ejecutaba mi tarea. –Seguí, nomas, que te estoy escuchando –insistí.
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-En aquel momento, el Dr. Otomar Kaiser observó a todo, silencioso, haciendo leves movimientos de cabeza, mientras algunas veces, preocupado con lo que descubría, mantenía la pera apoyada en una mano; no en tanto, al final, no quiso garantizar nada, pero prometió trabajar. -Vagmos verg. No le garranto nada. Garé lo posivelg –enunció guturalmente con su mescla acento teutón. -Al día siguiente, el hombre amaneció vestido con ropa de guerra, un sombrero tipo explorador de ruinas egipcias, calzado en un par de botinas roñosas y mugrientas, con las mangas de la camisa remangadas, y comenzó –anunció Apolinario, recalcando el “comenzó”. -A seguir, fue una regurgitación de haga esto para un, aquello para otro, mandó mudar determinaciones antiguas,
suspender ordenes
aun vigentes, cambió
decisiones antiguas, y hasta le negó la palabra y la opinión, al propio contratista, cuando le pareció que este iría dar algún palpite. -Era lo mínimo que yo esperaría de él –confirmé, apoyando las providencias tomadas por el ingeniero. -En ese ínterin, Don Isaac, encrespado, amenazó rebelarse y a largarle en la cara, que el hombre no pasaba Misterios en Piedras Verdes
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de un ingenierito de mierda, y hasta zamparle el acostumbrado: “Quien manda en esta bosta, soy yo”; pero que diablos, el trabajo estaba avanzando de tal modo, en aquel primer día, que don Isaac, se tuvo que tragar en seco las prepotencias y los desmandes externados por el Dr. Otomar Kaiser. -¡Bien
hecho!
¿Quién
lo
mandó
ser
un
prepotente? –murmuré. -Al final de cuentas, yo creo que el contratista aguantaría desde que, la eficiencia de aquel ingeniero atrevido, le garantizase la salvación de tener que pagar la multa, no sin antes, para no perder el embalo, dejar escapar aquella típica frasecita de: -¡Esta cierto! Pero quiero ver cegar la gota serena, si un otro día yo vuelvo a firmar algún nuevo contrato. -Pero que infeliz… -exclamé, justo cuando encendía mi cigarro. -Para abreviarte la historia, te digo que aun había mucho trabajo a ser realizado y corregido. Fue un mes y medio de labor ardua, pareja, donde se entraba madrugada adentro con los empleados y las máquinas, trabajando directo y sin parar. -¿Será que el puente queda pronto en el plazo previsto? -le preguntaban al Dr. Otomar Kaiser. Misterios en Piedras Verdes
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-Vagmos verg. No le garranto nada. Garé lo posivelg –les respondía el ingeniero, rostro fruncido, y pronunciado con su enmarañado lingüístico. -A don Isaac, no le gustaba nada, tener que escuchar ese tipo de respuesta imprevisible, pero viendo que el germánico ingeniero les había dado asueto a los empleados para el día siguiente, eso le servía de prueba de que todo estaba yendo dentro de los conformes. -Menos mal –balbuceé, entre un buche de mate. -Todo comenzó durante uno de esos escasos momentos en que los tres se encontraron, el capataz, el empleado administrativo y el ingeniero. Fue el primero, quien señaló en tono entusiasmado: -Parece que las cosas están andando bien. Es el primer reposo que vamos a tener, en treinta días –exclamó sonriente. -Es verdad. Al fin, parece que todo irá terminar bien –aventó Luis Felipe, el administrativo que había sido el responsable de ir a la capital para contratar al Dr. Otomar Kaiser, y que, al final, se había hecho amigo del ingeniero, vaya a saber Dios con que dificultad. -Va, Ferripe, va... Pog lo menos, va quegar pronto uns diegs días gantes. Pego no diga naga a nagie... poge choveg, y cong gesas cosas… nugnca se sabe. Misterios en Piedras Verdes
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Apolinario hizo una pausa para espiar por la puerta, para ver si alguien entraba en el hotel, y no notando nada, continuó el relato: -Por primera vez, los tres hombres hablaban en un tono cordial, de real amistad. Sin embargo, fue el Dr. Otomar Kaiser quien propuso un dialogo más abierto, lo que fue prontamente acepto por Luis Felipe. Parece que el germánico hombre tenía sus propios intereses, y terminó por abrir el juego. -Felipe, estog gaqui ha mágs de ung mes. ¡Qué diagblos! Yo soig um gomen nogmal. De cagne y gueso. Si es que tu engtiendes. -¿Entender, lo que, Dr. Otomar? –le respondió Luis Felipe. -Hoga, hoga, Felipe. Estog gaqui a mags de gum mes. ¿Ung gomen poge vivig sem muger? ¿Cómo es que funciogna ese negocio de muger, pog gaqui? -Simples, mi amigo. No hay –respondió el otro, con mirada circunspecta. -El Dr. Otomar Kaiser no se lo creyó. Enseguida comenzó a ventilar algunas varias posibilidades. Dijo que era un hombre sin lujos. Cuando decía mujer, era cualquier una. De cualquier color. De cualquier edad. Cualquiera. Misterios en Piedras Verdes
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-No hay –volvió a repetirle el empleado. -Entongses… ¿Cómo gasen gustedes? -En ese momento, Luis Felipe lo miró medio avergonzado. No le gustaba tener que hablar de ese tipo de asuntos, pero ya que él lo había preguntado… -En ese caso, -le dijo-, nosotros aquí, a veces nos aliviamos con un gaucho. Si usted topa, yo le consigo para que usted vaya. -El Dr. Otomar Kaiser se sonrojó. Él no era un hombre con paladar para ese tipo de cosas. -Me imagino la cara que habrá puesto el gringo – exclamé, al verme sorprendido por la estupefaciente salida del otro. -No obstante, -aclaró Apolinario, serio-, después de pensarlo mejor, y si él no estuviese hacia tantos días en esa
abstinencia
de
los
diablos,
hubiese
cortado
inmediatamente el diálogo, pero eran más de treinta días a pan y agua, pero, sin pan y si agua. -¿Y qué hicieron? -Finalmente, el alemán mostró concordar, no en tanto, no sin antes dejar de imponer sus propias reglas. -¿Gaugcho, digiste?, ¿no es? Estag bien… pego eso, tieneg que quedag entre nosogtros dogs. Niguna
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palabra paga nagie. Nigen mágs debe sabeg… sogo nosogtros dogs. ¿Ok? -Nosotros
seis,
mejor
dicho
–esclareció
apresuradamente Luis Felipe. -¿Cómo, seigs? –le dijo el ingeniero, con ojos exorbitados. -Luis Felipe lo miró serio, firme, y corrigió: -Yo, usted, y los cuatro que tienen que agarrar al gaucho, porque ese tipo, tiene un genio de los diablos, y se pone muy violento cuando lo sujetan…
13 Revolviendo entre las pulverulentas rinconeras de mis anaqueles, terminé tropezando con un libro interesante que, no sé por qué motivos, acabó un día en medio de los otros compendios que tenía en mi repisa. Al abrir su capa gastada, pasé a ojearlo, al inicio, como quien no quiere perder tiempo con esas cosas, pero después, me despertó la atención encontrar la explicación dada sobre el “Humanismo”, y la forma de detallar este Misterios en Piedras Verdes
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movimiento intelectual, filológico, filosófico y cultural europeo, tan estrechamente ligado al Renacimiento, y cuyo origen se sitúa en el siglo XIV en la península Itálica, especialmente en las bucólicas Florencia, Roma y Venecia; y en personalidades nada menos como: Dante Alighieri, Francesco Petrarca y Giovanni Boccaccio, entre otros de no menor renombre. Hallé interesante poder enterarme que, tan metafísico movimiento imaginativo, buscase restaurar la Antigüedad Clásica y que intentase retomar el antiguo humanismo griego del siglo de oro, al hacer mantener su hegemonía en buena parte de Europa hasta fines del siglo XVI, cuando se fue transformando y diversificando a merced de los cambios testiculares y espirituales provocados por la evolución social e ideológica de Europa, fundamentalmente, al coludir con los principios propugnados por las reformas: luterana, calvinista, la Contrarreforma católica, la Ilustración y la Revolución francesa del siglo XVIII y otros etcéteras más. El movimiento, fundamentalmente ideológico, entre otras muchas exquisiteces, tuvo así mismo una estética impresa paralela, plasmada, por ejemplo, en un nuevo tipo de letra, la redonda conocida como letra humanística, imitada de la letra uncial latina antigua, que Misterios en Piedras Verdes
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vino a sustituir poco a poco, gracias a Dios y a estos escatológicos, a la letra gótica medieval. Les cuento que, presintiendo ser este movimiento, el gran regazo de los espíritus, y el mar eterno para los ánimos convalecientes, me zambullí entre sus letras para intentar arrancar de allí la verdad. Por fin, terminé descubriendo que los griegos, en su época, la hacían salir de dentro de un poso. ¡Qué concepción mezquina! ¿Un poso? Entonces, es por eso que ellos nunca atinaron a dar con ella; ya que griegos, subgriegos, antigriegos, gregarios y toda una larga serie de hombres posteriores, se han inclinado oblicuamente sobre el borde del poso, para ver salir de allí la verdad que, obviamente no está ahí. Pensado maquinalmente sobre tan esquizofrénico fenómeno, pondero reticente, que estos, en el recorrer de los siglos pasados, ya han gastado infinitos metros de cuerdas y millones de baldes para intentar sacarla de aquel lugar. No en tanto, pienso que algunos que se sintieron más afligidos y angustiosos, bajaron directamente al fondo y trajeron… un sapo. Desilusionado, terminé por cerrar el libro, porque tarde me di cuenta que había perdido mi tiempo, ya que la Misterios en Piedras Verdes
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Verdad, tampoco estaba entre sus páginas y sus letras, cuanto menos, en el fondo del aljibe. En todo caso, ya que toqué en este tema insondable y recóndito de la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente de las personas y en la eexpresión clara, sin rebozo ni lisonja, con que a alguien se le corrige o reprende, o hace juicio o proposición que no se puede negar racionalmente; para mí, quien sabía dónde en realidad estaba la Verdad, era el toro Raimundito, orgullo de reproductor de rebaños, meritorio de aparecer en la próxima edición del Guiness Bocks de records. Le digo, porque sé que no es fácil, mi amigo, eso de querer dar cobertura regular y sin treguas a casi cien vacas, sin queja ni lamento de ninguna de ellas, y convengamos, no es asunto para cualquier uno meter la mano… u otra cosa que valga. Sin embargo, Raimundito nunca reclamó del servicio, realizado para ser más exacto, siempre a tiempo y hora, entre un mugido y otro. Pues bien, todo iba bien, hasta que un día, don Carmelo resolvió ampliar su rebaño. A fin de poder llevar adelante su deseo, un día fue al Banco, y buscó hablar con el gerente.
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Medio tímidamente, sentó en la butaca y se quedó pitando como si nada, su cigarrillo de chaira, mientras aguardaba para ser atendido. -Pues ehhh…, señor gerente –le dijo don Carmelo, cuando fue atendido. -Estoy pensando en comprar unas veinte vaquitas más. Ya tengo ochenta de las buenazas, y más Raimundito, que es el mejor toro de los alrededores. -Señor Camilo –avisó el gerente-. Para ese número de matrices, las normas del Banco, recomiendan que usted también adquiera otros tres reproductores más. -¿Para qué? ¿Para dejar a Raimundito ocioso y sin servicio? -Es que por los cálculos realizados por los especialistas del Banco, la relación ideal, es de un toro para cada veinticinco vacas –le explicó el gerente poniendo cara de circunstancia. -¡Esos tipos que hacen los cálculos, deben ser todos locos!, –anunció don Camilo, exasperado, rostro severo. -¿Dónde ya se vio? –protestó don Carmelo, golpeando la mesa con el puño. -Si con ochenta, -agregó colérico- Raimundito todavía se queda parado cerca del alambrado, mirada Misterios en Piedras Verdes
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suplicante, bichando de reojo a las vacas de mi vecino; si lo dejo sólo con veinticinco, doctor, ni yo voy a tener coraje de pasar cerca de Raimundito… De repente, perdido que andaba en esos repasos filosóficos y fisiológicos de mí pueblo, ponderé que el poder y la soledad, normalmente van juntitas de la mano por el serpenteado atajo de la Historia, porque es recontra sabido que no es la única compañía del poder, la que muchas veces también va de la mano con el abuso, la prepotencia y la debilidad. Por eso, nuestro mayor encargo es lograr mantener la cabeza fría y el corazón caliente, para lograr aplicar el menos común de los sentidos, o sea, el sentido común. Eso, porque al final de cuentas, es tan ardua la labor de todos los días, de tener que luchar contra inconvenientes, problemas de salud, relacionamientos íntimos o no, conflictos en el trabajo, enfrentamientos generacionales,
aumento
de
precios,
desequilibrios
financieros y mil y una de esas delicias que van conformando una tan propalada calidad de vida, que muchas veces, ante situaciones de aprieto, no podemos decir estoicamente de qué lado estamos, mismo que nos disfracemos con los hábitos de un monje trapense, o las de payador perseguido… ¡Una pena! Misterios en Piedras Verdes
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En fin, que hacer, me pregunté, cuando sobresaltado, me impresionó la entrada despavorida de mi subyugado Snobiño, al invadir mi covachuela, a los gritos, mientras blandía en la mano, un enorme sobre pardo, lleno de estampillas. -¡Llegó
correspondencia,
patrón!
–dijo
él,
sonriendo, y sacudiendo el sobre como si fuese un abanico. -Fíjate primero, si no es una cuenta –respondí, aun nocherniego en busca de la tan propalada cualidad de veraz. -¡No! Parece que esta viene de lejos –anunció mi servicial, mirando azorado un lado y otro del pliego. -A ver, dame ese sobre, que quiero ver de quien es –ordené estirando la mano. -¡Ah! –exclamé-. Es del LUDICOS. -¿Me enseña a jugar, mi querido patroncito? -¿A jugar a qué, tizón de averno? -Al ludo, señor. -¡Qué ludo, “little shit de urubú”! Esta, es una carta de la Liga, ¿no ves lo que está escrito en ella? -¿Y lo que es, la liga? -El LUDICOS, es la sigla de la: “Liga Unida de Detectives
Internacionales
Misterios en Piedras Verdes
Contra
la
Orden
no
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Socializada”, y esto aquí que tengo en la mano, no es una carta, y si, una invitación para participar de la próxima Convención Anual; pero eso te lo explicaré en otra oportunidad.
BIOGRAFÍA DEL AUTOR
Nombre: Delfante País de origen: Fecha de nacimiento: Ciudad:
Carlos Guillermo Basáñez República Oriental del Uruguay 10 de Febrero de 1949 Montevideo
Nivel educacional:
Cursó primer nivel escolar y secundario en el Instituto Sagrado Corazón. Efectuó preparatorio de Notariado en el Instituto Nocturno de Montevideo y dio inicio a estudios universitarios en la Facultad de Derecho en Uruguay. Participó de diversos cursos técnicos y seminarios en Argentina, Brasil, México y Estados Unidos. Experiencia profesional: Trabajó durante 26 años en Pepsico & Cia, donde se retiró como Vicepresidente de Ventas y Distribución, y posteriormente, 15 años en su propia empresa. Misterios en Piedras Verdes
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Residencia:
Retórica Literaria:
Obras en Español:
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Realizó para Pepsico consultoría de mercadeo y planificación en los mercados de México, Canadá, República Checa y Polonia. Desde 1971, está radicado en Brasil, donde vivió en las ciudades de Río de Janeiro, Recife y São Paulo. Actualmente mantiene residencia fija en Porto Alegre (Brasil) y ocasionalmente permanece algunos meses al año en Buenos Aires (Rep. Argentina) y en Montevideo (Uruguay). Elaboró el “Manual Básico de Operaciones” en 4 volúmenes en 1983, el “Manual de Entrenamiento para Vendedores” en 1984, confeccionó el “Guía Práctico para Gerentes” en 3 volúmenes en el año 1989. Concibió el “Guía Sistematizado para Administración Gerencial” en 1997 y “El Arte de Vender con Éxito” en 2006. Obras concebidas en portugués y para uso interno de la empresa y sus asociados. Principios Básicos del Arte de Vender – 2007 Poemas del Pensamiento – 2007 Cuentos del Cotidiano – 2007 La Tía Cora y otros Cuentos – 2008 Anécdotas de la Vida – 2008 La Vida Como Ella Es – 2008 Flashes Mundanos – 2008 Nimiedades Insólitas – 2009 Crónicas del Blog – 2009 Corazones en Conflicto – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. II – 2009 Con un Poco de Humor - 2009 Página 151
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. III – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IV – 2009 Humor… una expresión de regocijo - 2010 Risa… Un Remedio Infalible – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. V – 2010 Fobias Entre Delirios – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VI – 2010 Aguardando el Doctor Garrido – 2010 El Velorio de Nicanor – 2010 La Verdadera Historia de Pulgarcito - 2010 Misterios en Piedras Verdes 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VII – 2010 Una Flor Blanca en el Cardal 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VIII – 2011 ¿Es Posible Ejercer un Buen Liderazgo? - 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IX – 2011 Los Cuentos de Neiva, la Peluquera - 2012 El Viaje Hacia el Real de San Felipe - 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. X – 2012 Logogrifos en el vagón del The Ghan - 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. XI – 2012 El Sagaz Teniente Alférez José Cavalheiro Leite - 2012 El Maldito Tesoro de la Fragata 2013 Misterios en Piedras Verdes
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Carretas del Espectro - 2013
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