UNA FLOR BLANCA EN EL CARDAL Carlos B. Delfante
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Si hubiera una nación de dioses, éstos se gobernarían democráticamente; pero un gobierno tan perfecto no es adecuado para los hombres. Jean Jacques Rousseau
El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones. Winston Churchill
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ÍNDICE
Preámbulo de una Efeméride
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1ª Parte – La zaga de los caudillos-gobernadores
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2ª Parte – Algunas flores nacen a la sombra de…
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3ª Parte – Un ejército sin oposición…
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4ª Parte – Finalmente florece el Cardal
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5ª Parte – Candilejas y Titilaciones de la Unión
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6ª Parte – Una simiente que hizo florecer el Cardal
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Bibliografía
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Biografía
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Cuando la lucha entre facciones es intensa, el político se interesa, no por todo el pueblo, sino por el sector a que él pertenece. Los demás son, a su juicio, extranjeros, enemigos, incluso piratas.
Thomas Macaulay
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Una Flor Blanca en el Cardal Preámbulo de una efeméride
Las páginas subsecuentes no tienen por intención querer describir una nueva investigación histórica y patriótica sucedida en la Banda Oriental del siglo XIX, y si, seleccionar y unir fragmentos de una fantasiosa novela que ha estado repleta de intrigas, maquinaciones, amores y contubernios políticos y sociales, ocurridos durante un periodo pos independencia de la República Oriental del Uruguay, donde los intereses personales de muchos de los personajes de la historia Montevideana se mezclaban con los dividendos públicos y gubernativos de esas décadas; y en la cual, muchos de esos mismos actores, intentaban sacar algún provecho al estar bajo la presión e interferencia ejercida por las fuerzas imperiales externas. Se trata más bien, de una modesta recopilación de datos y referencias históricas, que se inician con el afinco en el país, a principios de ese siglo y fines del anterior, de los
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laboriosos y aguerridos emigrantes peninsulares europeos, que sin lugar a dudas, fueron los responsables por las ulteriores familias que se han ido ramificado notablemente por los diferentes puntos cardinales de este terruño. Todavía, pese a los pacientes empeños desplegados, seguramente faltan al autor otros tantos datos y registros importantes sobre el tema, pero se cree que por primera vez se ha logrado ordenar las informaciones disponibles sobre uno de los principales terrateniente de un determinado territorio geográfico que dio origen al primer barrio extra muros de la Ciudadela de la vieja Montevideo; material que ha dado motivo para rescatar esta edición historiográfica sobre una familia en particular. Siendo así, es de creer que este libro interese a los numerosos descendientes de varias generaciones de aquellos intrépidos emigrantes europeos que, llegados con sueños de prosperidad, incursionaron en este país durante una época de constantes luchas, confusiones, refriegas, embrollos, e los intricados laberintos de sus intereses particulares; y quizás, la de alguna otra persona que, al leer las páginas sobre las prontitudes de diversas personalidades e idiosincrasias que se envolvieron en la trama, logren descubrir entre ellas el nombre de tantos hombres y mujeres Una Flor Blanca en el Cardal
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de coraje y progreso que han surgido allí durante esos años difíciles,
al
estar
ellos
vinculados
o
arrastrados
inconscientemente en las actividades fundamentales que han dejado su huella en esta Nación; gentes que posteriormente cedieron, con honorabilidad reconocida, su nombre en barrios, calles y plazas de la ciudad. Si así ocurrir, el propósito de esta tarea ciertamente estará cumplido. De acuerdo con lo antedicho, esta obra busca desvendar parte de la olvidada historia de don Tomás Basáñez, segundo hijo de un corajoso vizcaíno que a fines del siglo XVII dejó su terruño buscando, como tantos otros de sus compadres, mejores oportunidades de vida en las lejanas tierras de América, lo que les exigió dejar tras su partida, la familia, el bienestar y las constantes luchas, entre ellas, la del Carlismo, un díscolo altercado que tanto daño ha causado al legendario pueblo euskaro. Tampoco podemos olvidarnos que quienes vinieron aquí desde España, equivocados, ansiosos, vacilantes, creyeron tener el derecho secular de expandir su dominio y poder, pues buscaban en las Indias, sobre todo libertad y plenitud. Sin
embargo,
este
importante,
subrepticio,
políticamente discreto y casi invisible figurante que nombramos, supo colaborar y conducirse a la sobra de los Una Flor Blanca en el Cardal
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hechos profesados por los prominentes caudillos de nuestra Nación y, a la vez, codearse con otros tantos promisores notables de la política nacional. Haber seguido sus pasos, nos permite que ahora, un siglo y medio después, nos sintamos capaces de desvendarle sus conquistas, y nos permita descubrir que, con tenacidad y faro emprendedor, finalmente, alejado de aquella parte de la conturbada ciudad que lo vio nacer, intuir que supo triunfar, y dejar en el suelo de aquel primer barrio montevideano, una prolífera descendencia que terminó siendo testigo de su presencia en el nuevo hogar que adoptó. En lo que a mí concierne, siempre existieron dudas sobre el comienzo de la ascendencia de su apellido en el Uruguay, procedente de éste sagaz descendiente de vizcaíno que, hasta la presente fecha, tan solamente se había apoyado en narraciones deshilvanadas y destorcidas de la realidad. Muchas de esas incertidumbres parecería que ahora han sido develadas, otras, no en tanto, aun permanecen ocultas y carecen de registros verídicos que nos permitan elucidarlas. Pero eso ya será otra historia.
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Mapa de la Banda Oriental y entonces Territorio de las Misiones Orientales, o “Liga de los Pueblos Libres” en 1800, y parte de los Virreinatos de Perú y del Río de la Plata
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Primera Parte La Zaga de los CaudillosGobernadores
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La Importancia de los Caudillos La gramática española es esencialmente rica en expresiones, términos y vocablos a ser utilizados en, y para las descripciones de los hechos o sucesos de cualquier asunto o cuestión. Mismo así, yo no lograría establecer la correcta imparcialidad para desarrollar los justos cometarios de aquel periodo de transición que existió durante la abolición de las divisas partidarias y el momento de la vigencia integral de la Constitución que había sido establecida en 1830, como si esa metamorfosis fuese una fórmula finalmente encontrada para lograr desplazar a los caudillos del poder político y de la dirección de los asuntos de Estado, hecho muy notorio durante la llamada Guerra Grande, y principal periodo histórico que aborda este libro. Ciertamente, si me utilizase solamente de algunos de ellos para así destacar a los principales copartícipes de tan noble epopeya ocurrida en ésta República durante gran parte del siglo XIX, probablemente cometería grave un error al dejarme llevar por inclinaciones particulares que siempre se ven arrastradas por la emoción. No en tanto, la licenciada Ana Ribeiro escribe en el preámbulo de su libro “Historias sin importancia”, que: “La Historia siempre es una Una Flor Blanca en el Cardal
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representación del pasado, que tiene con éste tantos puntos de contacto y similitud como los que un mapa puede tener con la realidad. Los mapas y la Historia orientan, pero no dan cuenta de todo el paisaje; representan una unidad y sus vías de ordenamiento y circulación, pero no dejan de ser abstracciones que el hombre realiza para interligar el todo caótico de la experiencia vital o histórica. Tanto el mapa como cualquier Historia, en tanto son un todo, son modelos que reflejan su finalidad por medio de la forma”. No obstante, entiendo que, para encontrar una correcta ubicación en el ambiente reinante durante tan conturbadas legislaturas y los comportamientos personales de algunos personajes, el correcto proseguimiento de la obra nos exige, primeramente, introducirnos en un breve repase de las biografías cronológicas e historiográficas de aquellos que fueron los responsable por cuñar, algunas veces con risas y fiestas, pero en la mayor parte del tiempo, con sangre, sudor y lágrimas, todos sus afanes institucionalistas de libertad y progreso. Tal condición, será la que nos permitirá respetar de cada uno de ellos, sus propios puntos de vista, y sus determinaciones emocionales o no.
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Del mismo modo, se hace necesario resaltar que, al gravitar otros tantos personajes notorios alrededor de las sombras de estos caudillos, es compresible que tampoco me sería posible nombrarlos a todos, ya que, con diferentes grados de fecundidad y entusiasmo, todos los que participaron en las frentes de batalla, en algún sórdido rancho, o hasta en la oscuridad de algún salón o antecámara, tienen el mismo grado de valoración, intrepidez y responsabilidad, en los resultados que solidificaron la Historia de la República Oriental del Uruguay. De cualquier manera, las visiones perpendiculares de cada uno de los personajes, serán presentadas sobre ópticas de puntos de vista diferentes entre sí, haciendo que parte de los relatos sean episodios observados en una escala menor por donde pasaron los grandes protagonistas que han dejando su vestigio de bizarría, permitiendo que a la zaga de ellos surgiese la presencia de otros seres anónimos o de aquellos que se encontraban ubicados en una segunda fila por detrás de las frentes de batalla. No olvidemos que el relato literario libera la lógica retórica de quien lo escribe, pero este debe atenerse siempre dentro de un cierto desarrollo cronológico primario, a donde se van introduciendo explicaciones, influencias y pareceres Una Flor Blanca en el Cardal
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sobre los rasgos de los actores sociales indicativos y de cada uno de los individuos. Al buscar elaborar esta obra sobre la óptica de tales características, los grandes nombres o hechos de aquel periodo belicoso, están presentes en lo macro de la obra, buscando orientar al lector como lo hace un mapa, pero sin necesidad de violentarlo con la narración.
Juan Antonio Lavalleja Al nominar este personaje, entendemos que su carismática personalidad, corresponde a la de un exacerbado y corajoso militar, juntamente con la de un destacado político uruguayo que nació en el poblado de Santa Lucía, Departamento de Minas, en el año de 1784, y que ya entrando en su apogeo, viene a fallecer en la ciudad de Montevideo, en 1853. Los registros nos cuentan que era hijo de un acomodado estanciero llamado Manuel Pérez de La Valleja, un emigrado ciudadano español, de Huesca, que se había casado con Ramona Justina de la Torre, también española. Retomando su historia militar, ya al final de sus tiempos de ejercicio soldadesco, antes de encerrar su carrera Una Flor Blanca en el Cardal
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militar, actuó junto al General Manuel Oribe, después de haber tenido una destacada e importantísima actuación en las primeras luchas por la independencia de Uruguay. No obstante, respetando la cronología de los hechos, en su juventud, Juan Antonio fue uno de los principales lugartenientes de nuestro mayor prócer: José Gervasio Artigas; y con él, se destacó por su palmaria acción en la batalla de Las Piedras. Posteriormente, bajo sus órdenes, también luchó en la guerra contra los portugueses, cuya victoria en aquel entonces, implicó la anexión de la Banda Oriental a Brasil. Apenas iniciada la Revolución Oriental de 1811 que fue acaudillada por Artigas, Juan Antonio Lavalleja se incorporó a la causa y tomó parte en las principales acciones militares desplegadas hasta 1818. Ese mismo año, durante la guerra con Brasil, fue hecho prisionero y enviado a la Isla de las Cobras, en Río de Janeiro, donde se vio obligado a permanecer hasta fines del año 1821. Empero, en 1823, determinado y sediento de acción por las ínfulas libertadoras, volvió a su Patria y terminó por unirse al movimiento revolucionario iniciado por la logia masónica “Caballeros Orientales” y el propio Cabildo de Montevideo, donde entonces se ambicionaba obtener la Una Flor Blanca en el Cardal
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independencia de Brasil. Pero, fracasado ese intento, tuvo que partir al exilio, dirigiéndose a Buenos Aires. Fue allí en tierras vecinas que, en 1825, preparó, emprendió y dirigió con gran denuedo, a un puñado de aguerridos compañeros, lo que a la postre fue denominado como: “Cruzada Libertadora de los Treinta y Tres Orientales”, gesta que buscaba nuevamente liberar a Uruguay de la dominación brasileña. Fue entonces que, contando con su firme liderazgo, se dio inicio al proceso de independencia de la Banda Oriental, y consecuentemente, la pronta incorporación de estas, a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Sin embargo, tres años más tarde, se vio obligado a intervenir en la guerra del Imperio de Brasil con las Provincias Unidas, a cuya finalización, se reconoció la total emancipación uruguaya en la Convención Preliminar de Paz, firmada en 1828. Apenas iniciada esta nueva etapa por la lucha por la liberación nacional, Lavalleja exhibió un severo afán institucionalista, llevándolo a promover la creación de un órgano legislativo que fuese capaz de decidir el destino del país, a través de una fecunda y prolífera elaboración y
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dictámenes de normas sobre los temas prioritarios para la época. Por ese tiempo, fue nombrado Gobernador y Capitán General de la Provincia Oriental del Uruguay, puesto que ocupó en dos ocasiones (1825 y 1830); y también fue asignado como Jefe del Ejército de Operaciones de las Provincias Unidas (Argentina), zona que estaba en guerra con Brasil, por la independencia de Uruguay. Su enorme fervor a la causa, fue lo que posibilitó que Juan Antonio fuese el principal baluarte a contribuir para la posterior creación del Partido Blanco, o Nacional. En los años siguientes, percibiéndose descontento con el rumbo político que tomaba la nueva Nación, protagonizó varios levantamientos insurrectos contra el gobierno del General Fructuoso Rivera, motivo éste que lo obligó una vez más, a extraditarse. Al exilarse nuevamente en Argentina, luego se vinculó a las huestes federales y tomó parte en las guerras civiles de aquel país. En conclusión, durante el periodo de la llamada Guerra Grande, ya siendo sexagenario, retornó al país y acompañó a Manuel Oribe en el sitio a Montevideo. Reproduciendo aquí las palabras de Antonio F. Díaz sobre aquel momento, apuntamos que: “El largo período de Una Flor Blanca en el Cardal
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la Guerra Grande transcurrió oscuramente para él, siendo apenas un residente más desde 1845 en el campo del Cerrito, lugar donde Oribe tenía asentado su gobierno, y allí pasó casi desapercibido y sufrió verdaderas privaciones materiales”. Terminado el sitio a Montevideo, después de la paz del 8 de octubre de 1851, el General Lavalleja terminó siendo dado de baja en el Ejército, y congraciado con el puesto de Brigadier General. Poco después, el entonces Presidente Joaquín Suarez, le confió la Comandancia Militar de los departamentos de Cerro Largo, Minas y Maldonado. En el año 1853, el General aparece nuevamente en la escena política por postrera vez, ya con el fin de apaciguar los fogosos ánimos políticos surgidos momentos después de la salida del Presidente Juan Francisco Giró. En este último acto, el General Lavalleja fue designado miembro del efímero Triunvirato que gobernaría la República, y del cual participarían los Generales: Fructuoso Rivera y Venancio Flores; pero antes de cumplir un mes en sus nuevas funciones, falleció repentinamente mientras despachaba en el fuerte del Gobierno.
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Al dar inicio a su carrera militar, Juan Antonio Lavalleja había alcanzado el puesto de Capitán en el ejército del General Artigas, nombrado Jefe de los Treinta y Tres Orientales, y General de Sarandí. Seguramente, este caudillo ha cincelado su nombre en la Lista de los Grandes del Uruguay, donde una suma de hechos no menores, lo ha consagrado
como
uno
de
los
principales
próceres
nacionales. Posteriormente, en reconocimiento de su gesta, Minas, la ciudad de su cuna, le erigió en la plaza principal, el 12 de octubre de 1902, la primera estatua ecuestre levantada en la República Oriental; y por ley del 26 de diciembre de 1927, el Departamento de Minas tomó la denominación de Lavalleja. Mismo siendo éste un sucinto relato de los avatares del General, aun nos queda por destacar que el día 3 de setiembre de 1791, corresponde a la fecha en que nació Ana Monterroso, una destacada figura de las luchas de la independencia. Era hermana del sacerdote José Benito Monterroso (secretario de Artigas), y que posteriormente se convertiría en la esposa de Juan Antonio Lavalleja. Un hecho inédito cabe matizar con relación al matrimonio de estos. El enlace con su marido, se realizó por Una Flor Blanca en el Cardal
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poderes (Lavalleja fue representado por Rivera), el 21 de octubre de 1817, y ella recién pudo reencontrarse con su esposo cuando éste aun era prisionero de los portugueses, acompañándolo en su cautiverio y subsiguientemente, en todas las empresas que el General abordó. Ella falleció el 30 de marzo de 1858 en la ciudad de Buenos Aires. Como caso curioso, agregamos que la historia nos cuenta que el 15 de setiembre de 1832, la policía de Montevideo, por orden del General Rivera, trata de detener a la señora Ana Monterroso, digna esposa del General contendiente suyo. En aquel entonces, esta recibió en su casa al piquete que iba a detenerla, y rodeada de sus hijos (la mayor tenía apenas 12 años), corajosamente les anunció que se haría matar antes de permitir que la separaran de ellos. El oficial que se encontraba a cargo del procedimiento, no se atrevió a verificar si la amenaza perpetrada por ella era real, y se marchó. Hecho a seguir, el Gobierno se sintió obligado a cambiar la pena por reclusión en el hogar. Ese mismo día fueron arrestados más de veinte ciudadanos que acusados de conspiración, fueron llevados a bordo de un pontón. Una Flor Blanca en el Cardal
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José Fructuoso Rivera Al mencionar este protagonista, encontramos una persona de controvertida figura. Al igual que su correligionario, él también era hijo de un poderoso terrateniente de la zona de San José de Mayo, dueño de un saladero; de modo que éste también perteneció el grupo de los estancieros opuestos al monopolio de los comerciantes peninsulares. Igualmente, destacamos que fue un brioso militar y un no menos discutido político. Nacido en Durazno en el año 1786, y fallecido en el pueblo de Melo a su retorno al Uruguay en 1854, fue el Primer Presidente constitucional del país, luego de haber atesorado
diversas
participaciones
en
las
luchas
independentistas. También fue unos de los fundadores de la divisa colorada, o Partido Colorado. Aun joven, se unió a la Revolución Oriental en el interior de la Banda Oriental, en la zona de Minas, y prontamente se destacó como pequeño caudillo en el centro de la provincia. Acto seguido, se incorporó a las fuerzas del General José Gervasio Artigas, y a sus órdenes, participó también en la Batalla de Las Piedras (1811).
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Cuando Artigas y la división enviada en su ayuda desde Buenos Aires, inició el primer sitio a la ciudadela de Montevideo, Rivera fue destinado a intentar detener la invasión portuguesa. Cuando ésta se hizo incontenible y el gobierno porteño pactó con el Virrey Elío, Rivera se unió al grupo de habitantes que participó del Éxodo Oriental, siguiendo a Artigas para el Ayuí. En entretiempo posterior, participó de una expedición a las Misiones Orientales bajo las órdenes de Eusebio Valdenegro y Fernando Otorgués, y luego se incorporó al segundo sitio de Montevideo, a órdenes del Coronel Manuel Pagola. Posteriormente, se retiró con Artigas cuando éste enfrentó al General José Rondeau, hombre que seguía la política del Directorio, o la de someter a las provincias a un gobierno nombrado y dirigido desde Buenos Aires. Nacía en ese momento el federalismo en el Río de la Plata. Después de la toma de Montevideo por Carlos María de Alvear, Rivera fue el Jefe de las tropas orientales en la Batalla de Guayabos, donde derrotó a las tropas de Manuel Dorrego. En sus filas, figuraban grupos de indígenas charrúas y guaraníes. Las tropas de Dorrego huyeron en desbandada, y poco después, el Director Alvear entregaría
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el control de la Banda Oriental al General Artigas y sus partidarios. Mientras
las
fuerzas
de
Otorgués
provocaban
desmanes contra los ciudadanos de la capital, Rivera comenzó a ser percibido por un grupo de comerciantes y “doctores”, que luego serían los aliados de los portugueses y antes lo habían sido de los realistas, como si su figura fuese la garantía de orden entre los caudillos de la zona rural. Subsiguientemente, cuando se produjo la Invasión Luso-Brasileña,
a
partir
de
1816,
Rivera
secundó
inicialmente a Artigas, destacándose como uno de los jefes que lograron algunas victorias menores. No obstante, fue derrotado en la Batalla de India Muerta, en noviembre de ese año, lo que permitió a los portugueses ocupar Montevideo. Históricamente, su actuación pública ha sido fruto de mucha polémica. Algunos historiadores e investigadores como Eduardo Picerno, señalan que: “…ya desde el año 1816, cuando comienza la invasión Luso-Brasileña, Rivera comienza a desobedecer las órdenes de Artigas y a manifestar su adhesión a la causa portuguesa de un modo muy distinto a como lo hacía el Una Flor Blanca en el Cardal
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general Belgrano, que proponía el 9 de julio del año 1816, a la Reina Carlota de Portugal, como Reina de las Provincias Unidas del Sudamérica…” En efecto, mientras Manuel Belgrano buscaba legitimar ante las potencias de ese momento, la total independencia rioplatense ante la Santa Alianza y con lo que tal alianza exigía, gobiernos monárquicos a pocos meses
de
establecida
la
“Santa
Alianza”
y
el
restauracionismo monárquico absolutista entre las potencias del mundo (era el único modo que parecía viable en el año 1816), él buscaba como solución de compromiso, un país rioplatense totalmente independiente. Los registros cuentan que tras su viaje a Europa, Belgrano notó que las potencias sólo aceptaban países gobernados monárquicamente, entonces, la solución inicial fue que la regenta Carlota asumiera como Reina de las Provincias Unidas del Río de la Plata, siendo tales provincias totalmente independientes de todo poder extranjero y teniendo una monarquía constitucional. Luego Belgrano se dio cuenta de lo infundado de su optimismo en cuanto a una regenta que también ostentaba el gobierno brasileño, y optó por una solución más audaz: Una Flor Blanca en el Cardal
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“que un inca –un descendiente de Tupac Amaru II, probablemente Juan Bautista Condorcanqui Tupac Amaru, último descendiente reconocido de Túpac Amaru II–, fuera el
“rey”
nominal,
limitado
por
una
Constitución
democrática del nuevo extensísimo país constituido por los estados rioplatenses”. Absolutamente contrariado con la idea de Belgrano, Rivera se sometió directamente a Portugal y luego al Imperio del Brasil, convirtiéndose en uno de los oficiales de Portugal y de Brasil en el territorio actualmente uruguayo. A mediados de 1818, varios jefes artiguistas comenzaron a cuestionar la estrategia defensiva de su Jefe. El único oficial notable que no se pronunció en contra del caudillo, fue Rivera, por lo que Artigas le entregó el mando de las divisiones más poderosas. Esto causó la defección de muchos de sus subordinados, entre ellos Rufino Bauzá y Manuel Oribe, que pasaron a Buenos Aires. Por su parte, el Director Supremo, Pueyrredón, desde Buenos Aires, le ofreció el mando de las tropas orientales, desplazando a Artigas. Pero Rivera no lo aceptó. A continuación de su irreverencia contra el gobierno de Puiyrredon, Rivera obtuvo algunas victorias menores en
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los combates de Chapicuy y Queguay Chico, pero fue finalmente derrotado en la Batalla de Arroyo Grande. Cuando ocurrió la derrota de las tropas orientales en la Batalla de Tacuarembó el día 22 de enero de 1820, Rivera se encontraba acampando en el arroyo de Tres Árboles. Fue entonces que desde Mataojo (actual departamento de Salto), Artigas le ordenó que se incorporara a su ejército. La orden llegó tarde, porque a esa hora, Rivera ya había celebrado un armisticio con el jefe portugués Bentos Manuel Ribeiro, y esa circunstancia, lo llevó a desobedecer la orden dada por el caudillo. Rivera, en una carta fechada 13 de junio de 1820 enviada al gobernador Francisco Ramírez, posteriormente descubierta por el investigador Eduardo Picerno, en sus líneas se habría ofrecido para “ultimar” a Artigas, a quien consideraba un “monstruo, déspota, anarquista y tirano”. No en tanto, hay quienes, como Manuel Flores Silva, que sostienen que esta carta, publicada originalmente por Hernán F. Gómez en su clásico “Corrientes y la República Entrerriana” (1929, Corrientes), se “justifica” en función de todo el contexto, e insinúa que las dotes de Rivera como “hombre político”, es lo que le permite permanentemente adaptarse a las circunstancias del momento; pues tras la Una Flor Blanca en el Cardal
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batalla de Tacuarembó, Artigas se encontraba derrotado y sin apoyo de Ramírez. A su vez, Ramírez había creado la República de Entre Ríos, que incluía a los territorios de Corrientes y Misiones, y mantenía estrechas relaciones con Buenos Aires. Meses después de Rivera firmar un armisticio con el gobernador de la Provincia Cisplatina –dependiente del Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve–, Carlos Federico Lecor, se incorporó al ejército de Portugal, y junto con sus soldados, vencida ya toda posible resistencia, lo siguieron. En julio de 1821, formó parte del Congreso Cisplatino que convalidó la anexión de la Provincia Cisplatina a Portugal. A seguir, Rivera formó parte del Club del Barón, germen del Partido Colorado. Cuando
el
Imperio
del
Brasil
anunció
su
independencia de Portugal, Rivera secundó a Lecor, que siguió al Emperador Pedro I en su intención de expulsar a los portugueses de Montevideo. Bajo sus órdenes, ingresaron algunos de los oficiales artiguistas que habían sido liberados, como José Antonio Berdún y Juan Antonio Lavalleja, pero en éstos, era más claro que, con su adhesión, buscaban la independencia de la Banda Oriental.
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El cabildo de Montevideo invitó a Rivera a unirse a ellos en la continuidad de la dominación portuguesa, con la esperanza de que cuando finalmente los europeos se retiraran, concedieran la independencia a Montevideo y su jurisdicción. A la invocación del cabildo al patriotismo de Rivera, éste les respondió que el patriotismo, es la búsqueda de la felicidad de la patria, que eso era lo que él entendía como sinónimo de paz. Según sus propias palabras: -“la Banda Oriental nunca fue menos feliz en la época de su desgraciada independencia…” En noviembre de 1823, las tropas portuguesas entregaron Montevideo al General Lecor, que ingresó en la ciudad y proclamó anexada la Cisplatina al Imperio del Brasil. Una de las primeras incumbencias de Lecor, fue otorgar a Rivera el título de Barón de Tacuarembó, y lo nombró comandante de campaña. Por su parte, en ese momento Lavalleja y otros oficiales, ya habían partido hacia Buenos Aires. Desde allí, lo invitaron a unirse a quienes buscaban la independencia de la Banda Oriental, pero Rivera, en su arrobo, entregó esas cartas a Lecor.
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Durante la invasión portuguesa y en los años que le siguieron, las fuerzas brasileñas saquearon el ganado oriental e instalaron saladeros con mano de obra esclava. En consecuencia, la población pecuaria, principal riqueza de la región, se redujo drásticamente. Entre idas y venidas, en 1825 se produjo la ya nombrada gesta de los Treinta y Tres Orientales bajo el mando de Juan Antonio Lavalleja quienes, en lo que se conoce como la Cruzada Libertadora, desembarcaron en la playa de la Agraciada el 19 de abril de ese año. Algunos documentos indican que el día 28 de mayo, Lavalleja y Rivera se habrían encontrado en un rancho en las cercanías del arroyo Monzón, ubicado en el actual departamento de Flores. Allí se habría producido un abrazo entre ambos caudillos, para sellar su unión en la lucha independentista contra las fuerzas brasileñas. No en tanto, existe controversia sobre la veracidad del abrazo entre Lavalleja y Rivera. En aquel día, Rivera, al servicio de Brasil y al mando de setenta hombres, habría ido a enfrentar a Lavalleja en las inmediaciones del arroyo Monzón. Pero éste habría sido capturado por los patriotas al mando de Lavalleja, quien le habría ofrecido sumarse a los revolucionarios bajo amenaza de ser fusilado. Una Flor Blanca en el Cardal
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El general José Brito del Pino en su “Diario de la Guerra del Brasil”, escrito durante esa campaña, expresó: “…se pudo ir Rivera al galope, y cuando llegó, recién se apercibió de su engaño y de que se hallaba prisionero de los mismos que iba a combatir. Como al verlo, todos desnudaron sus espadas, creyó que iba a ser muerto y lleno de terror le dijo a Lavalleja: -Compadre, no deje usted que me asesinen…”. Otros registros que aparecen en la “Agenda Blanca”, apuntan que el día 29 de abril de 1825, a las 11 de la mañana, Lavalleja captura a Rivera, seis oficiales y más de cincuenta soldados. Días después, en carta a su esposa Ana, Lavalleja le relataría: “No te puedo pintar cual fue la situación de aquel hombre cuando se vio entre mis manos, me suplicó le librara la vida, a estas expresiones me incomodé y le hice ver que no era tan ingrato como él...”. Fuese lo que fuese lo ocurrido, lo que si sobreviene es que entonces las fuerzas acaudilladas por Rivera se incorporaron a las fuerzas patriotas comandadas por General Lavalleja y por el después General Julián Laguna. La incorporación de Rivera constituyó un hecho fundamental para el éxito de la campaña, pues debido a su enorme prestigio, fue lo que determinó que el alzamiento Una Flor Blanca en el Cardal
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contra la dominación brasileña se generalizara en todo el territorio de la Banda Oriental. En pocos días, la expedición ya contaba con varios miles de partidarios. El Congreso de La Florida declaró el día 25 de agosto, la independencia de la Banda Oriental y su unión con las demás Provincias Argentinas a que siempre perteneció. El 4 de septiembre, Rivera fue derrotado por Bentos Manuel Ribeiro, el jefe de la caballería “gaucha” de Río Grande del Sur, y futuro jefe de la revolución antiimperial de los Farrapos; pero el 14 de septiembre logró el desquite en la Batalla del Rincón, en que derrotó al coronel Menna Barreto, quien resultó muerto. Llegado el 20 de octubre, unidas las fuerzas de Lavalleja y Rivera, el contingente logró la decisiva victoria en la Batalla de Sarandí sobre el coronel Ribeiro. De este modo se cerró el sitio sobre Montevideo. Las victorias de Lavalleja y Rivera entusiasmaron a la opinión pública de Buenos Aires y de las provincias del interior, de modo que en diciembre, el Congreso de las Provincias Unidas proclamó la reincorporación de la Provincia Oriental. Este acto causó la declaración de guerra de parte del Emperador Don Pedro, dándose comienzo a la Guerra del Brasil. El Congreso respondió con otra Una Flor Blanca en el Cardal
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declaración de guerra y reunificó al país, eligiendo como primer presidente del mismo, a Bernardino Rivadavia; éste se dedicó a organizar un ejército capaz de enfrentar al brasileño. A principios de 1826, por orden del comandante militar nombrado por Rivadavia (el General Martín Rodríguez), Rivera atacó por segunda vez a Ribeiro. Pero esta vez se negó a capturar a los fugitivos, y cuando Rodríguez le ordenó perseguirlo hasta el río Cuareim, tampoco obedeció la orden, e incluso, dio aviso al jefe enemigo. El 17 de junio, por exigencia de Lavalleja, Rodríguez arrestó a Rivera y lo envió a Buenos Aires, informando de lo sucedido. El Presidente ordenó arrestar a Rivera, pero en el mes de septiembre, éste escapó hacia Santa Fe, donde se puso bajo la protección del gobernador Estanislao López. Durante el período más álgido de la Guerra del Brasil, Rivera permaneció inactivo en Santa Fe. Mientras la guerra terrestre era ampliamente favorable a las Provincias Unidas (época donde sancionaron una Constitución que cambiaba su nombre oficial por el de República Argentina), la guerra naval, pese a las victorias del comandante argentino Guillermo Brown, causaba graves daños a la economía de Una Flor Blanca en el Cardal
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Buenos Aires, por el estricto bloqueo naval a que era sometido el Río de la Plata. Ante tal problemática, el presidente Rivadavia decidió ceder a las presiones de Gran Bretaña, para que se declarara la independencia del territorio en disputa. Para ello envió a Manuel José García a Río de Janeiro, donde éste excedió sus instrucciones y firmó una Convención Preliminar de Paz, por la que la Argentina renunciaba a la soberanía sobre la Banda Oriental. El tratado, aunque fue rechazado, causó la caída de Rivadavia. En su lugar, el nuevo gobernador de Buenos Aires, Manuel Dorrego, no asumió únicamente este título, al que adosó el de Encargado de las Relaciones Exteriores de la República Argentina. En tal carácter decidió continuar la guerra. Pero como la situación económica de la provincia de Buenos Aires era crítica, y las demás provincias estaban muy resentidas con los sucesivos y malogrados gobiernos porteños, estos no le prestaron ayuda alguna. De modo que Dorrego buscó alguna medida extraordinaria que le permitiera volver a tomar la iniciativa. Como alternativa, surgió un tratado firmado entre Dorrego y Estanislao López, donde se anunciaba un acuerdo Una Flor Blanca en el Cardal
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para llevar adelante un plan ideado, al parecer, por López, y luego Rivera habría hecho suyo e informado del mismo al gobernador porteño: “…levantar una fuerza militar que ocupe los pueblos de las Misiones Orientales, que existen en poder del tirano del Brasil.” El General Lavalleja, Jefe del Ejército Republicano, rechazó por completo estos planes, especialmente por la participación de Rivera en los mismos. Sin lugar a dudas, se ahondaba aun más la enemistad que había desde hace tiempo entre los dos caudillos. Rivera fue enviado como fuerza avanzada a la provincia de Entre Ríos, pero fracasó en reunir voluntarios en ese territorio, por lo que en febrero de 1828 se trasladó a la Provincia Oriental. Lavalleja ordenó a su segundo, el General Manuel Oribe, a perseguir a Rivera, pero éste tuvo tiempo de reunir unos 400 hombres, con los cuales se marchó rápidamente hacia el norte. El 20 de abril, esquivando a Oribe, Rivera cruzó el río Ibicuy y comenzó la invasión de las Misiones Orientales. Tras una serie de combates menores, finalmente Rivera logró conquistar las Misiones Orientales; donde Estanislao López quiso ponerse al mando de la campaña, Una Flor Blanca en el Cardal
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pero, rechazado por Rivera, terminó por regresar a Santa Fe. Dejó a órdenes de Rivera las tropas correntinas del comandante López Chico, con lo que el jefe Oriental logró reunir alrededor de 1.000 hombres. A fines de mayo, ya ocupaba todo el antiguo territorio de las Misiones Orientales. Rivera asumió el mando político, pero apenas pudo hacer algo más que proclamar la autonomía de su provincia. Los brasileños, temiendo un ataque a Porto Alegre, se mantuvieron a la defensiva. Mientras tanto, presionado por el bloqueo marítimo y su propia precaria situación económica, Dorrego accedió finalmente a firmar la paz con el Brasil, con la condición de que la Banda Oriental fuera un estado independiente. El Emperador terminó por acceder a las mismas condiciones para la paz, pero exigió a cambio la retirada de Rivera y el reconocimiento de su soberanía sobre las Misiones Orientales. El asunto de las Misiones ni siquiera fue considerado en la Convención Preliminar de Paz firmada el 27 de agosto. En vista de las circunstancias, Rivera inició la marcha hacia el sur en el mes de noviembre, arreando todo el ganado disponible, y llevando consigo a toda la población Una Flor Blanca en el Cardal
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indígena y todos los bienes que pudieron transportar. Condujo a la población de las Misiones hasta la margen sur del río Cuareim. Por un acuerdo con el mariscal Barreto, encargado de custodiar su retirada, Rivera logró ser autorizado a establecerse sobre ese río, en lo que resultó el antecedente para la futura fijación en el mismo, del límite norte de la República Oriental del Uruguay. Rivera estableció a los exiliados en una villa que llamó Santa Rosa del Cuareim, pero que desde entonces, fue conocida como Bella Unión. El territorio al norte del Cuareim fue incorporado a la Provincia de Rio Grande de São Pedro. Después de su regreso a la Banda Oriental, Rivera fue nombrado Comandante de Campaña. Contaba a su favor con el prestigio ganado en la breve campaña, mientras Lavalleja cargaba con el desgaste de su larga gobernación y su comandancia del ejército, además del desprestigio causado por el golpe de estado de fines de 1827, por el que había eliminado la influencia del partido del caído Presidente Rivadavia. En ese instante, Rivera también se aseguró la lealtad de los jefes de los departamentos del interior del país, y la alianza de todos los dirigentes de Montevideo que habían Una Flor Blanca en el Cardal
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sido partidarios de Lecor. Acto seguido, en las elecciones de octubre de 1830, Rivera triunfó sobre la candidatura de Lavalleja, asumiendo como Presidente del Estado Oriental del Uruguay el 6 de noviembre de ese año. Durante éste primer período de gobierno, enfrentó los graves problemas de un Estado naciente que contaba con los instrumentos inadecuados para resolverlos. El primer problema al que debió enfrentarse es que, el Estado, carecía de eficacia a nivel de la Administración Pública, y aun había organismos por crear, funciones por atribuir, responsabilidades por delegar; todo eso sumado a la falta de personas capacitadas para desarrollar tareas de gobierno. En segundo lugar, el nuevo Estado debía prestar atención preferentemente a sus relaciones internacionales. Era necesario perfeccionar la independencia con un tratado que reemplazara la llamada Convención Preliminar de Paz, y era primordial la fijación con precisión de los peligrosamente indefinidos límites con Brasil. En tercer lugar, como era de imaginarse, el Estado ya nacía con deudas. Luego quedo evidenciado que el caudillo no era hombre de
Estado,
ni
entendía de problemas de
administración. Su fuerza radicaba en la vinculación personal con la gente de campo, por lo que gobernó el Una Flor Blanca en el Cardal
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interior recorriéndolo una y otra vez, abandonando el poder formal del Estado en manos del grupo que sería conocido como “los doctores”, dirigido por Lucas Obes, al que también pertenecían Nicolás Herrera, Julián Álvarez, Juan Andrés Gelly, Santiago Vázquez, José Ellauri, entre otros más. Éstos intentaron establecer una organización estatal por medio de recursos formales (leyes y decretos), pero el país real, escapaba a su voluntad porque carecía de fuerza política para imponerla. Como resultado, surgió el desorden y la lentitud en la organización administrativa del naciente Estado. La política que fue llevada adelante por los ministros de Rivera, fue oligárquica, librecambista y orientada a favorecer los intereses del puerto. Su gobierno reconstruyó el puerto de Montevideo, emitió la primera moneda del país, vendió tierras fiscales en gran cantidad, fundó la Escuela Normal de Montevideo, pero sólo tuvo tres escuelas primarias funcionando, todas ellas en el perímetro del Montevideo viejo. Su primer gobierno fue, en términos generales, muy mal administrador, y viciado de corrupción. Sus ministros y amigos no demoraron en apoderarse de los bienes públicos. Una Flor Blanca en el Cardal
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El propio Presidente derrochó los fondos públicos para formar
una
abundante
clientela
electoral.
Como
complemento, también autorizó la entrada de esclavos negros, actividad prohibida por la Constitución, pero alterándola bajo el eufemismo de “colonos sometidos a patronato”. Rivera siempre entendió que la verdadera madre patria del Uruguay, era Portugal, que gobernó por más de cien años el territorio desde la fundación en 1680 de la ciudad de Colonia del Sacramento. En contra partida, el ex gobernador Lavalleja, desplazado después de las elecciones, aprovechó algunos disturbios en el interior que habían sido ocasionados por la indefinición en los títulos rurales, para intentar varias revoluciones. En junio de 1832, atacó Durazno. Poco después, el coronel Eugenio Garzón fracasó con un intento de golpe de estado, y ambos tuvieron que huir. En febrero de 1833 entró por Cerro Largo el argentino Manuel Olazábal, pero al carecer de apoyo interno, debió retirarse. En marzo de 1834, fue la vez de Lavalleja desembarcar cerca de Colonia y cruzar el país reuniendo gente; pero terminó siendo expulsado por el otro extremo del país, en Cuareim. Una Flor Blanca en el Cardal
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Rivera, que como ya fue dicho, permanecía la mayor parte del tiempo en el interior, se encargó personalmente de reprimir cada una de estas revueltas, para las que contó con la cooperación del Brasil. También tuvo una participación destacada, aunque principalmente a través de su sobrino Bernabé Rivera, en el exterminio de la población charrúa y guaraní. El episodio más destacado tuvo lugar en la llamada “Matanza de Salsipuedes”, donde, ante los reiterados ataques a estancias de parte de indígenas charrúas, a los que se unieron grupos guaraníes que habían huido de Bella Unión debido a las malas condiciones de vida imperante, Rivera invitó a varios caciques a un parlamento. Se trataba de una trampa, en que fueron masacrados centenares de indígenas. De esa matanza, escaparon muy pocos individuos y se los tuvo por exterminados a partir del envío a París, a efectos de ser “estudiados” y ser exhibidos como parte de un show circense, conocido como los últimos charrúas de la Banda Oriental, al pequeño grupo formado por una mujer y tres hombres. Bernabé Rivera siguió persiguiendo a otros grupos indígenas, aplastando otras sublevaciones en Bella Unión. En una de ellas fue emboscado y muerto por los indígenas. Una Flor Blanca en el Cardal
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La población de Bella Unión terminó por ser diseminada en distintos puntos del interior uruguayo, salvo algunos grupos de guaraníes que pasaron a la Argentina. En 1835, el desprestigio del gobierno de Rivera había llegado a un punto tal, que se temía que las próximas elecciones fueran ganadas por Lavalleja. Sin embargo, Rivera, que había intentado evitar alzamientos lavallejistas nombrando a Manuel Oribe su Ministro de Guerra, decidió dar un paso más en esa dirección, y nombró candidato a presidente al propio Oribe, con lo cual dividió a los partidarios de Lavalleja. Antes de asumir el mando el general Oribe, Rivera se asignó a sí mismo el cargo de Comandante General de Campaña; en el interior, este cargo estaba prácticamente fuera de la autoridad del presidente. Finalmente, Rivera dejó el gobierno el 24 de octubre de 1834. Al sucederlo, Oribe se encontró con un tesoro nacional exhausto, un notable desorden administrativo, y el interior del país en manos de su oponente. De modo que el presidente inició investigaciones por las irregularidades cometidas por la administración anterior, en las que se
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vieron envueltos los más destacados ciudadanos partidarios de Rivera. Para empeorar las cosas, en esa época se inició la revolución de los Farrapos en el sur del Brasil, con el resultado de que los derrotados de ambos bandos, huían prontamente hacia el Uruguay. Rivera, en la campaña, prestaba apoyo al general Bentos Manuel Ribeiro, su antiguo compañero en la Cisplatina, de modo que Oribe se vio obligado a quitarle su poder militar, para no atraerse represalias de parte del Imperio. Prontamente Oribe suprimió la comandancia de campaña. Pero falto de tacto, indultó a los partidarios de Lavalleja a los que Rivera había castigado, y después de algún tiempo, repuso la comandancia de campaña, pero nombrando para el cargo a su hermano Ignacio Oribe. Interpretando todos estos hechos como si fuesen ataques en su contra, en julio de 1836, Rivera inició una revolución contra el presidente Oribe. Apenas un mes más tarde, las fuerzas de Oribe, con él a la cabeza, lo derrotaron en la Batalla de Carpintería, obligándolo a huir hacia Porto Alegre. Fue en esa batalla que se utilizaron por primera vez las divisas blancas para Oribe, y rojas para Rivera, dando Una Flor Blanca en el Cardal
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lugar a la fundación del Partido Blanco (renombrado como Partido Nacional en 1872) y el Partido Colorado, de los cuales estos dos personajes son considerados fundadores. Estos son llamados de Partidos Tradicionales en Uruguay, y siguen existiendo hasta la fecha. Desde Porto Alegre, Rivera regresó con gran apoyo brasileño, y llevando como oficiales a muchos militares argentinos pertenecientes al Partido Unitario, entre ellos, el General Juan Lavalle. Durante varios meses la guerra continuó indecisa, pero a mediados de 1838, Rivera abandonó a los Farrapos para aliarse al Emperador Don Pedro. Por su parte, Oribe negó el permiso a la escuadra francesa durante el conflicto entre ese país y el gobernador porteño Juan Manuel de Rosas. De todos modos, la flota francesa bloqueó el Río de la Plata, incluyendo al puerto de Montevideo. Bajo esas circunstancias, Rivera obtuvo el triunfo en la Batalla de Palmar sobre Ignacio Oribe, gracias a la conducción en combate de Lavalle. Las fuerzas de Rivera luego controlaron todo el interior del país y sitiaron Montevideo. Con la capital sitiada y el puerto bloqueado, e incluso bajo la amenaza francesa de bombardear la ciudad, Oribe presentó la renuncia a la presidencia, aunque se Una Flor Blanca en el Cardal
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reservó el derecho de reclamar contra la imposición violenta de la misma. A continuación se retiró a Buenos Aires, donde el gobernador Rosas lo recibió como Presidente Constitucional del Uruguay. En esa época, Rosas le colocó el mote de “pardejón”, que no era un gesto racista, sino que se refería a un tipo de mulo salvaje y difícil de amansar. Por su parte, Rivera se encargó de reunir a la Asamblea Nacional y se hizo elegir nuevamente presidente. Su gobierno volvió a las características del primero: dejó el poder a sus amigos y recorrió el interior del país. Los federales argentinos, que ya en la época de las revoluciones de Lavalleja habían prestado ayuda a éste, se negaron a reconocer el gobierno de Rivera. En un primer momento, no intentaron atacarlo, pero el gobernador correntino Genaro Berón de Astrada firmó una alianza con Rivera, aunque éste no le envió ayuda alguna. Poco después, el gobernador entrerriano Pascual Echagüe derrotó a Berón de Astrada con ayuda de emigrados “blancos” uruguayos, y a continuación invadió el Uruguay. En un primer momento, Rivera no le salió al encuentro, sino que se hizo perseguir, arrastrando a sus enemigos cada vez más lejos de sus bases de operaciones y más cerca de Montevideo. Por ello, a pesar de su Una Flor Blanca en el Cardal
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inferioridad numérica, derrotó a Echagüe en la Batalla de Cagancha, del 29 de diciembre de 1839. Durante todo el periodo de su segundo gobierno, Rivera se vio implicado en la guerra civil argentina, cuyo correlato fue la llamada Guerra Grande en el Uruguay. Tras su alianza con Berón de Astrada, apoyó la rebelión contra Rosas, organizada por el sucesor de éste, Pedro Ferré, y a los sucesivos comandantes de los ejércitos correntinos, Lavalle y José María Paz. Sin recibir demasiada participación de Rivera, y faltándole también el apoyo francés, Lavalle llevó la guerra al norte argentino y fue derrotado por Oribe, puesto por Rosas al mando del ejército federal argentino. Por su parte, Paz derrotó a Echagüe e invadió Entre Ríos, pero debió retirarse hacia el este, buscando la protección de Rivera. Éste firmó con Paz y con Ferré un tratado de alianza y unió los ejércitos argentinos que eran contrarios a Rosas, y el ejército colorado uruguayo. El general Oribe marchó hacia el este, alcanzando al ejército al mando de Rivera en Arroyo Grande, en Entre Ríos. El 6 de diciembre de 1842, en la que hasta entonces fue la batalla más importante por el número de combatientes –y también por el número de muertos, que incluyeron las Una Flor Blanca en el Cardal
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represalias que siguieron a la batalla–, de la historia de América del Sur, Rivera fue derrotado completamente. Debe destacarse que, pese a que ambos bandos eran por lo general muy sangrientos con los derrotados, Rivera, a diferencia de Oribe, no permitía represalias masivas sobre los prisioneros. En ese momento, Rivera huyó hacia Montevideo, perseguido de lejos por Oribe; momento definitivo en que la Guerra Grande se trasladó al Uruguay. Oribe inició el Sitio de Montevideo el 16 de febrero de 1843. Mientras el General Paz organizaba las tropas sitiadas, con las que impidió a largo plazo que la ciudad cayera en poder de los blancos y federales, Rivera se dirigió con algunas fuerzas al interior del país, intentando disminuir las fuerzas sitiadoras, aunque sin posibilidades reales de enfrentar a los jefes federales que recorrían el país. Entre éstos se destacó Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos. El 1 de marzo de 1843, el Congreso declaró terminado el período de gobierno de Rivera, reemplazándolo por Joaquín Suárez al frente del llamado “Gobierno de la Defensa”. Por su parte, el propio Oribe organizó el
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“Gobierno del Cerrito” estableciéndolo en las afueras de la capital. Rivera siguió comandando un ejército en el interior, esquivando a Urquiza y retirándose al Brasil cada vez que necesitó sortear a su enemigo. En la ciudad de Montevideo, la defensa quedó principalmente a cargo de la Legión Francesa (Jean C. Thiebaut), la Legión Italiana (Garibaldi), la Legión Vascuence, la Legión Argentina unitaria, y tres batallones de negros o morenos y pardos libertos. Finalmente, el 27 de marzo de 1845, Urquiza alcanzó y derrotó por completo a Rivera en la Batalla de India Muerta, obligándolo a exiliarse en el Brasil. Fue arrestado y enviado preso a Río de Janeiro, donde recuperó la libertad meses después. En ese momento, el Gobierno de la Defensa lo nombró embajador en Paraguay, y antes de su embarcó hacia allí, llegó a Montevideo para recoger sus credenciales el 18 de marzo de 1847. En los días siguientes, varios batallones comenzaron a conspirar para llevar a Rivera nuevamente al gobierno, de modo que el Presidente en ejercicio le ofreció un cargo diplomático en Europa, que fue orgullosamente rechazado por Rivera. En respuesta, fue arrestado, y una comisión presidida por don Santiago Vázquez, terminó por decretar su destierro. Una Flor Blanca en el Cardal
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El 1 de abril se sublevaron el batallón de vascos, los negros libertos que formaban parte de la infantería y otras fuerzas comandadas por César Díaz y Venancio Flores, los cuales pedían la inmediata liberación de Rivera. Como consecuencia, Melchor Pacheco y Obes se dimitió de su cargo de Comandante General de Armas, y se embarcó hacia Europa. Rivera descendió del barco siendo aclamado por la multitud y fue nombrado General en Jefe de Ejército de Operaciones. La Asamblea de Notables fue reorganizada, incorporándose en ella a varios personajes leales a Rivera; en ese entonces, Gabriel Antonio Pereira ocupó el Ministerio de Gobierno y Hacienda y Miguel Barreiro, el de Relaciones Exteriores. Durante su breve período de preeminencia, Rivera envió una expedición a saquear Paysandú y Mercedes. Simultáneamente, intentó llegar a un acuerdo pacífico con Oribe, pero el Presidente Suárez lo desautorizó. Como resultado, dimitieron Barreiro y Pereira, y Venancio Flores se marchó hacia el Brasil. Insistente, Rivera logró iniciar una campaña por el interior del país, pero sus fuerzas fueron destruidas en enero de 1847 en la Batalla del Cerro de las Ánimas, en Una Flor Blanca en el Cardal
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Tacuarembó, comandada por Ignacio Oribe y Servando Gómez. Cuando Rivera intentó llegar a un nuevo acuerdo con ocho condiciones a pactar (fin de la guerra, devolución de propiedades confiscadas, elecciones, etc.), cansado de sus artimañas, el titular del gobierno decretó finalmente su destierro de la República: “Por todo el tiempo que dure la presente guerra”. El 4 de diciembre de 1847 fue arrestado por los coroneles Lorenzo Batlle y Francisco Tajes en Maldonado, y deportado a Brasil en un buque francés. Permaneció en Río de Janeiro con prohibición absoluta de abandonar la ciudad, tiempo que se extendió hasta la entrada de Urquiza al Uruguay en 1851, cuando en definitiva se levantó el sitio de Montevideo por un acuerdo realizado con Oribe, que en ese momento se retiró de la política. Con intenciones de volver, el presidente Juan Francisco Giró le prohibió el regreso, pero el 25 de septiembre de 1853 éste fue derrocado por un golpe militar dirigido por Venancio Flores, que nombró un Triunvirato de Gobierno, formado por él mismo, y los generales Lavalleja y Rivera, ambos exiliados.
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Pero antes de Rivera llegar a destino, el 23 de octubre falleció el general Lavalleja, y a su vez, al llegar a Melo, en el rancho de su amigo Bartolo Silva, el 13 de enero de 1854 fallecía el General Rivera. Aunque la Guerra Grande terminó en 1851, el legado de enfrentamiento militar entre Oribe y Rivera, perduraría en Uruguay hasta los primeros años del siglo XX, precisamente 1904, año en que ocurrió la Gran Revolución, último gran enfrentamiento armado entre blancos y colorados.
Mapa del territorio de la República Oriental del Uruguay
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Venancio Flores
De acuerdo con lo transcrito de los apuntes de Ramiro Tourreilles en “Ecos Regionales”, el 18 de mayo de 1808, en la casa de “mediagua” que Felipe Flores había edificado a cien varas de la Capilla de la Santísima Trinidad (actual esquina de las calles Alfredo J. Puig y Santísima Trinidad, en la ciudad de Trinidad, Departamento de Flores), su esposa, Cecilia Barrios, dio a luz el segundo vástago del matrimonio, un varón al que llamaron de Venancio. Don Felipe Flores era un hacendado en la zona del Arroyo Grande, mientras que Cecilia Barrios pertenecía a una familia oriunda de Víboras, al norte del actual departamento de Colonia. Por otra parte, el propio Felipe Flores estuvo vinculado a Artigas y especialmente a Rivera, y con ellos concurrió al éxodo de 1811, y entre los integrantes de “la redota”, figura con su esposa, sus dos hijos varones (Manuel y Venancio), una hija, trece esclavos y dos esclavas, y cinco carretas que transportaban sus pertenencias. Al inicio, la familia Flores pensó en destinar al adolescente Venancio al servicio de la Iglesia, como manera
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de protegerlo de los acontecimientos de la época; pero en 1825, ya con 17 años, éste muchacho fue uno de los primeros a incorporarse a las entonces reducidas huestes de los recién desembarcados “Treinta y Tres Orientales”, sirviendo al poco tiempo a las órdenes de Rivera, por quien despertó y siempre tuvo para con él, una adhesión incondicional. El joven Venancio luego prestó su concurso en las jornadas de Rincón y Sarandí, y en 1827 participó en la batalla de Ituzaingó, donde fue ascendido al puesto de Capitán; también concurrió con el General Rivera a la conquista de las Misiones, y con él peleó en el Palmar y en Cagancha. De la misma forma, durante esta etapa de su vida, en distintos períodos alternó el servicio militar activo, con la labor en su estancia de Arroyo Grande. Cuando se produjo la batalla de Arroyo Grande contra las fuerzas rosistas durante la Guerra Grande, Flores era comandante militar en San José y, al servicio de la causa de “la Defensa”, prontamente intervino en diversos encuentros con el enemigo. En 1853 (después de la Paz del 8 de octubre de 1851, que puso fin a la “Guerra Grande” e inició la política de fusión), fue Ministro de Guerra y Marina del Presidente Una Flor Blanca en el Cardal
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Giró. En ese mismo año, a raíz de la renuncia de Giró, en consecuencia del motín del 18 de julio de 1853, integró el gobierno provisional del Triunvirato, junto con Lavalleja y Rivera, (el que no pudo concretarse por la muerte de dichos caudillos), quedando al frente del mismo, solo el entonces Coronel Venancio Flores, hasta marzo de 1854, cuando fue electo para completar el período de gobierno de Giró, confiriéndosele el grado de Brigadier General (el más alto en la época). Tampoco podemos olvidarnos que, en apoyo de Flores, en aquel momento ingresaron al país tropas brasileñas, (el llamado “Ejército Auxiliar”). La tormentosa vida política que le tocó vivir por esos años, permitió que, en la Villa de la Unión, tuviera un coloquial acercamiento con el sexagenario General Manuel Oribe, quien recién había retornado de Europa. Acosado por las maquinaciones políticas de la ápoca, Flores renunció a la Presidencia del país, el día 10 de setiembre de 1855 y, el 11 de noviembre del mismo año, Manuel Oribe y Venancio Flores firman el famoso “Pacto de la Unión” o “pacto de los generales”, por el cual: “ante la llegada de las próximas elecciones presidenciales y deseosos de evitar nuevos disturbios, ambos afirmaban renunciar solemnemente a la candidatura de la misma, e Una Flor Blanca en el Cardal
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invitaban a todos los orientales a unirse en el supremo interés de la patria”. También proclamaban el olvido del pasado y el acatamiento al Gobierno que eligiera la Nación. Realizadas nuevas elecciones, el 1º de marzo de 1856, Gabriel Antonio Pereira asumió la Presidencia de la República, quien fuera candidato de Flores y Oribe. A seguir, el 1º de agosto de 1856, el Brig. Gral. Venancio Flores emigró a Entre Ríos, aunque al año siguiente tuvo que volver a Montevideo, para asistir a los funerales del General Manuel Oribe. En julio de 1859, Flores finalmente se incorpora al Ejército de Bartolomé Mitre en la “Guerra contra la Confederación Argentina”, participando en las batallas de Cepeda (1859) y Pavón (1861), pero el 3 de marzo de 1863, Flores pide la baja del ejército argentino. Culminando los preparativos que varios emigrados colorados realizaron en Argentina, el 19 de abril de 1863, el General Flores invade al Uruguay, desembarcando en el Rincón de Haedo, e iniciándose así la llamada “Cruzada Libertadora” (o sea, la revolución contra el gobierno constitucional de Bernardo P. Berro, electo en 1860). Los principales acontecimientos de este ciclo fueron: batallas de Coquimbo en 1863, donde ocurrió el episodio de Una Flor Blanca en el Cardal
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Los Tres Valientes, “Las Cañas”, “Las Piedras”, primer sitio de Paysandú (1864), toma de la Florida y fusilamiento de jefes defensores (en el combate falleció el hijo homónimo de Venancio Flores), toma de Durazno y de Porongos (4 de agosto de 1864); invasión de fuerzas brasileñas en apoyo de Flores, por agua y tierra; segundo sitio de Paysandú; toma de la ciudad y fusilamiento de Leandro Gómez y otros jefes (2 de enero de 1865) Paralelamente a estos acontecimientos, en 1864, al finalizar el mandato constitucional de Bernardo P. Berro y al ser imposible realizar elecciones debido al caos de la situación, asumió la presidencia Atanasio C. Aguirre, cuyo mandato duraba un año, y a su vez, fue sustituido en 1865 por Tomás Villalba, quien solo gobernó cinco días, ya que a diferencia de sus antecesores, era partidario de un arreglo pacífico con los caudillos revolucionarios. Apenas asumió, Tomás Villalba, comisionó al Dr. Manuel Herrera y Obes para negociar la paz con el General Flores, reunión que se celebró en la Villa de la Unión, el 20 de febrero de 1865, con la mediación del representante brasileño José M. da Silva Paranhos, estipulándose la inmediata entrega del poder al jefe vencedor. En consecuencia, Villalba entregó el mando al General Una Flor Blanca en el Cardal
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Francisco Caraballo, jefe de vanguardia del ejército revolucionario. Al día siguiente, Flores hacía su entrada a Montevideo,
asumiendo
el
título
de
“Gobernador
Provisorio” y, para perpetuar el recuerdo de la paz que había sido firmada años antes en la Unión, ordenó que se levantara la estatua de la plaza Cagancha, la que debería ser fundida: “con los mismos cañones que tronaron en nuestras guerras, para que ella esté formada con el tributo de armas de cada partido”. Desde 1889, la figura femenina de la estatua, en lugar de una espada, tiene una cadena trozada, conociéndosela desde entonces como “Estatua de la Libertad”. Retrocediendo al turbulento año de 1865, el 1º de mayo se firma el tratado de la “Triple Alianza”, entre el Imperio del Brasil, Argentina y Uruguay, con el objetivo de llevar la guerra al Paraguay, pretextando liberar a éste país de la tiranía impuesta por Francisco Solano López. Se sostiene que la “Triple Alianza” fue tan solo un epílogo. Marca su preliminar, la “Cruzada Libertadora” de Flores con el apoyo de Mitre desde Argentina, y le sigue la intervención brasileña en la misma. Fue la única revolución que contó con el apoyo simultáneo de los dos gobiernos Una Flor Blanca en el Cardal
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vecinos, y la buscada por dichos gobiernos en una empresa colectiva contra el Paraguay, es lo que cierra el drama. El 22 de junio de 1865, después del combate de Riachuelo, la División Oriental se embarca en Montevideo para la campaña del Paraguay, por lo que Flores entregó el Gobierno al Dr. Francisco A. Vidal. Acompañaron al Brigadier General Flores, sus hijos Fortunato y Eduardo y su secretario, el futuro Presidente Julio Herrera y Obes. De la guerra en el Paraguay, mencionamos la batalla de Yatay (17 de agosto de 1865), ganada por Flores, la toma de Uruguayana (iniciada por Flores, fue la única vez que se hallaron reunidos los tres jefes supremos: Flores, el Gral. Bartolomé Mitre y el emperador Pedro II); Estero Bellaco, Tuyutí, Boquerón (18 de julio de 1866, donde el “Batallón Florida”, bajo el fuego del enemigo, presenta armas a su jefe muerto, el Coronel León de Palleja, hecho que recuerda la conocida “Diana a Palleja”), y Curupaytí, con desenlace favorable a Paraguay. Días después de la batalla de Curupaytí, Flores dejaba los restos del ejército oriental a cargo del General Enrique Castro, para volver de inmediato a Montevideo, donde le llamaban los intereses del país.
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Como ya es sabido, la guerra de la Triple Alianza finalizó el 19 de diciembre de 1869, y su principal consecuencia, fue el desmembramiento y el aniquilamiento del agonizante Paraguay. Argentina y Brasil anexaron a sus territorios parte del destrozado Paraguay, y Uruguay –pues Flores debió corresponder a la ayuda que recibiera-, sólo cogió algunos trofeos de guerra; los que posteriormente fueron devueltos al Paraguay por el Presidente Máximo Santos. A fines de 1869 regresaron a Montevideo los restos de la “División Oriental”. De los 2.000 soldados que la componían en un inicio, sólo volvieron 250, al mando del General Enrique Castro. Con respecto al periodo de Gobierno de Venancio Flores, debemos señalar que fue el responsable por restablecer los tratados de 1851 con Brasil, que habían sido quemados públicamente por el entonces Presidente Atanasio Aguirre; que autorizó la creación de tres nuevos bancos de emisión, y derogó el decreto de expulsión de los jesuitas, dictado durante el mandato de Gabriel A. Pereira. Durante su administración, tomaron un especial incremento la prosperidad material y la importancia comercial de Montevideo, y donde la inmigración europea Una Flor Blanca en el Cardal
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adquirió
gran
desarrollo.
También
se
construyeron
numerosos edificios públicos y templos religiosos; fue inaugurada la primera línea telegráfica (entre Montevideo y Buenos Aires, 1866); se inició la construcción de la primera línea ferroviaria (Montevideo–Las Piedras, que era parte del Ferrocarril Central del Uruguay, con destino a Durazno; Venancio Flores presidió la ceremonia de inicio de las obras en un lugar cercano al Paso Molino). También dictó medidas para asegurar la propiedad ganadera, atendió la enseñanza primaria y normal, incorporó a la legislación los Códigos de Comercio (obra del oriental Eduardo Acevedo y de D. Vélez Sarsfield, que mismo promulgado en 1865, aún rige, salvo algunas disposiciones en las que leyes específicas lo han sustituido – como rematadores y sociedades comerciales, entre otras), Civil (el actual, promulgado en 1994, sigue la estructura del primitivo
texto
y
reproduce
la
mayoría
de
sus
disposiciones), y el primer Código de Minería. El 15 de febrero de 1868, Flores entregó el mando al Presidente del Senado, Pedro Varela, volviendo el país a emprender su marcha normal. Varela gobernó hasta el 1º de marzo del mismo año, cuando fue electo el Presidente Constitucional, el General Lorenzo Batlle. Una Flor Blanca en el Cardal
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Con respecto al trágico final del Brigadier General Venancio Flores, según las versiones más generalizadas, debemos señalar que ocurrió el 19 de febrero de 1868, cuando un grupo de hombres encabezado por Bernardo P. Berro se apoderaba del Fuerte (Casa de Gobierno), logrando hacer huir el Presidente Varela y sus ministros. Avisado del hecho en su domicilio de la calle Florida casi Mercedes, Flores salta en su coche y se dirige al Fuerte, pero al entrar en calle Rincón, es acometido por un grupo de encapuchados, que detienen el carruaje después de matar de un tiro al cochero. Flores trata de bajar, pero al verificarlo, cae traspasado de nueve puñaladas. Los asesinos huyeron en todas direcciones, dejando a su víctima tendida en el suelo, moribunda.
El
cura
Souberbielle
(PP.
Bayoneses),
accidentalmente pasaba por el lugar y tuvo tiempo de darle la última absolución. En ese turbulento día, también morían en el Cabildo, Bernardo P. Berro y el ex comisario Avelino Barbot. Venancio Flores fue uno de los protagonistas más polémicos de nuestra historia y le tocó actuar en una de las etapas más agitadas de la misma, a lo que podemos agregar que fue un “patriota honesto y bien intencionado, más allá de impulsivo y valiente”. Una Flor Blanca en el Cardal
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Manuel Oribe
Manuel Ceferino Oribe y Viana, -su nombre de bautismo-, nació en Montevideo el 26 de agosto de 1792, viniendo a fallecer en la misma capital, el 12 de noviembre de 1857. De su estilo, podemos decir que fue un corajoso militar y un enaltecido político, que llegó a ser envestido como Presidente Constitucional de Uruguay, en el periodo comprendido entre los años 1835 y 1838, y uno de los prominentes fundadores del Partido Nacional. Manuel Oribe era hijo del capitán del Real Cuerpo de Artillería, Francisco Oribe, y de doña María Francisca Viana, descendiente directa del primer gobernador de Montevideo, José Joaquín de Viana. En el año de 1800, ocurre el traslado de la familia Oribe-Viana para Lima (Perú), donde el padre es designado Comandante en aquella plaza. No en tanto, en 1801 ocurre el regreso de la viuda e hijos a Montevideo, luego del fallecimiento de don Francisco. En el año 1810, Oribe inició estudios de primeras letras en la escuela del maestro Barchilón. Por esos tiempos, residía en la casa de su abuela. “La Mariscala”, nombrada
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de esta manera cariñosa, por ser la viuda del Mariscal Viana, y de su madre. Es en esa casa donde despierta la temprana inclinación hacia la carrera de las armas, dando de esa forma, la continuación de la tradición familiar. Ya al comienzo de la revolución independentista en el Río de la Plata, Manuel se enroló en las filas leales como un voluntario más de la hazaña patriótica. En el mismo año de 1810, se inicia en Buenos Aires la Revolución Rioplatense, con la instalación -el 25 de mayode una Junta de Gobierno presidida por Cornelio Saavedra. Por consecuencia, en 1811 también la Campaña Oriental, bajo el liderato de Artigas, se alza en apoyo de la Junta de Buenos Aires y en contra del gobierno de Montevideo, que era fiel al Consejo de Regencia. Pronto se sucede el Grito de Asencio (28 de febrero); la Batalla de Las Piedras (18 de mayo); Primer Sitio de Montevideo, y las Primeras Asambleas Orientales. En consecuencia, un ejército portugués viene en auxilio de la plaza sitiada, y surge el armisticio entre Montevideo y Buenos Aires (20 de octubre). Posteriormente, como ya lo mencionamos, es que comienza el Éxodo del pueblo oriental (noviembre-diciembre).
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El bautismo de fuego de Oribe tuvo lugar en la batalla de Cerrito, el 31 de diciembre de 1812, ocurrida en el transcurso del Segundo Sitio de Montevideo, hecho de armas que concluyó en una victoria de los patriotas. A la postre, participó al lado del general José Gervasio Artigas en la resistencia de los Orientales contra la invasión LusoBrasileña del año 1816. A fines del año 1817, caído ya Montevideo en poder de los luso-brasileños, Oribe, engañado por las promesas del Director Juan Martín de Pueyrredón, -al que sólo le movía el empeño de restarle elementos al General Artigas-, abandonó la lucha y pasó a Buenos Aires junto con su hermano Ignacio y el Coronel Rufino Bauzá, llevándose consigo el Batallón de Libertos y un batallón de artillería. El historiador Francisco Bauzá, hijo de Rufino Bauzá, en su obra “Historia de la dominación española en el Uruguay” (1880-1882), argumenta que ante la insistencia casi obsesiva de Artigas en nombrar a su favorito, Fructuoso Rivera, como comandante militar al sur del río Negro para hacer frente a la invasión, Rufino Bauzá y Manuel Oribe se habrían manifestado en contra, situación que generó un violento intercambio de palabras con un Artigas, al que ya la situación militar se le iba de las manos. Una Flor Blanca en el Cardal
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La enemistad personal existente entre Rivera y Oribe, que al parecer data de tales acontecimientos, decidió al joven oficial a abandonar a su jefe. En ese entonces, Carlos Federico Lecor, comandante del ejército ocupante, no opuso traba alguna al pasaje de los oficiales Orientales a Buenos Aires, por más que se haya esforzado antes y no logrando atraerlos para su causa. No en tanto, Rivera y sus comandados quedaron al servicio del invasor lusitano. En Buenos Aires, según se sabe por la consulta a la papelada de la época, desde 1819, Oribe, junto a Santiago Vázquez y otros orientales residentes allí, opuestos por igual a la ocupación portuguesa y brasileña como a la del propio Artigas, habría integrado una sociedad secreta de carácter masónico, llamada “Sociedad de los Caballeros Orientales”, la cual esperó, al menos hasta el Congreso Cisplatino de 1821, para emprender el retorno a la, desde entonces, llamada Provincia Cisplatina y comenzar sus trabajos para revertir la situación. Entretanto, tras la derrota definitiva de Artigas (e incluso antes de ella), otro sector de la clase dirigente Oriental se había adherido a los ocupantes, aceptando y colaborando
estrechamente
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en
los
hechos
con
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los
portugueses. Este sector será el único que esté representado en el Congreso Cisplatino de 1821. La
ocupación
de
la
Banda
Oriental
y
su
transformación en “Provincia Cisplatina” por parte de las tropas portuguesas y brasileñas, había traído como consecuencia adicional, la fractura de los sectores dirigentes, que desde entonces se alinearon en dos grupos separados, por la aceptación o no, de aquella presencia militar: 1.
El grupo montevideano, formado por los
integrantes del llamado Club del Barón, por su proximidad al comandante invasor Carlos Federico Lecor (Barón de la Laguna), e incluyendo en él a Fructuoso Rivera, un pro portugués. 2.
Los exiliados en Buenos Aires, donde Oribe
actuaba, fuertemente influido por el unitarismo, aunque luego se destacase como un General del Federalismo, y partidario de la reincorporación a las Provincias Unidas del Río de la Plata en cuanto fuera posible. Esta división, es el antecedente más remoto del surgimiento de las divisas tradicionales del Uruguay, luego Una Flor Blanca en el Cardal
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transformadas (cuando tuvieron un programa escrito) en modernos partidos políticos: respectivamente el Partido Blanco (Nacional), y el Partido Colorado. En 1821 Oribe volvió a Montevideo y, el día en que se produjo la lucha entre los portugueses realistas fieles, y los partidarios del Imperio del Brasil que venía de proclamar a Don Pedro I como emperador, prontamente tomó partido por los portugueses, mientras sus compañeros se movían en el sentido de involucrar a algunas de las Provincias Unidas del Río de la Plata en el sostenimiento de su causa. Oribe recibió el cargo de Sargento Mayor en las fuerzas del General Álvaro Da Costa, el cual continuaba dueño de Montevideo, mientras que Carlos Federico Lecor, vuelto al lado brasileño, mantuvo el control de la campaña desde su cuartel en Canelones, para lo cual contó con el invalorable sostén que le daba, el tener de su lado al ex comandante artiguista Fructuoso Rivera, cooptado por el grupo pro portugués (y ahora unánimemente pro brasileño), en marzo de 1820. Da Costa, sin medios para resistir por mucho tiempo, y a decir verdad, a la espera de una definición en la guerra entre Portugal y Brasil por la independencia de este último Una Flor Blanca en el Cardal
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país, embarcó para Lisboa con sus tropas en febrero de 1824, abandonando completamente a su suerte al grupo de los Caballeros Orientales que se había aferrado a sus armas como posibilidad para triunfar. Oribe y su círculo, sabedores de lo que les esperaba si caían en manos de Lecor, abandonaron Montevideo, regresando a Buenos Aires para un segundo exilio. El último día de febrero de 1824, Lecor y Rivera entraron en Montevideo sin disparar un único tiro, y conminaron al Cabildo a jurar fidelidad al emperador Don Pedro I de Brasil. Nuevamente, el grupo disperso hubo de reunirse en Buenos Aires, más exactamente en un saladero del entonces partido (hoy barrio) porteño de Barracas, del que era administrador el oriental Pedro Trápani. Allí, y tras las fuertes medidas represivas de los brasileños contra los partidarios del movimiento de 1822 y 1823, que llegaron incluso a las confiscaciones de ganados y bienes de estancieros de Buenos Aires, como los de Bernardino Rivadavia y Juan Manuel de Rosas, cundió la alarma en estos sectores, que vieron cómo las reses de los campos Orientales eran arreadas para los saladeros de Río Grande
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del Sur, que en poco tiempo, comenzaron a desbancar a sus similares de Buenos Aires en el mercado local. Los exiliados orientales recibieron la visita y el apoyo monetario del General-estanciero Juan Manuel de Rosas, poderoso ganadero y saladerista, que se convirtió en uno de los principales financiadores de la expedición que la historia conocería como Cruzada Libertadora. Es posible que de estos hechos, date el comienzo del vínculo, tenue al inicio, muy estrecho después, entre Manuel Oribe y Juan Manuel de Rosas, quien también fue considerado por el General San Martín, como el gran defensor del americanismo. De ahí que éste le regalara su espada de honor. La consigna por la que convocaban a los patriotas era clara; recuperar, según el ideario artiguista, la Banda Oriental para las Provincias Unidas del Río de La Plata. Por ese
motivo,
los
panfletos
revolucionarios
que
se
distribuyeron, conclamaban a los patriotas con el lema: Argentinos Orientales, a fin de que se sumaran a la heroica Cruzada Libertadora. Como ya lo vimos antes, el 19 de abril de 1825 se produjo el ingreso a la entonces llamada Provincia Cisplatina, por parte de un pequeño grupo comandado por Juan Antonio Lavalleja y Manuel Oribe, al que se conocería Una Flor Blanca en el Cardal
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como los “Treinta y Tres Orientales”. Poco más tarde, Oribe llegaría frente a Montevideo con fuerzas a su mando y pondría sitio a la ciudad, la cual liberará desalojando a las tropas brasileñas. En reconocimiento por su intrepidez, fue promovido a Teniente Coronel el 19 de septiembre de 1825, y se encontró en la batalla de Sarandí el 12 de octubre, por la que fue ascendido a Coronel tras la victoria Oriental. Meses más tarde, el 9 de febrero de 1826, Oribe obtuvo una completa victoria sobre la fuerte columna brasileña en el llamado combate del Cerro. También estuvo presente el día 20 de febrero de 1827, en la victoria de las armas argentino-orientales sobre las imperiales brasileñas en Ituzaingó. A pesar de estar fuertemente identificado con el grupo que rodeaba a Juan Antonio Lavalleja, el 14 de agosto de 1832, durante la primera administración de Fructuoso Rivera, fue designado como Coronel Mayor, y el 9 de octubre de 1833, fue nombrado Ministro de Guerra y Marina. Posteriormente sería ascendido a Brigadier General el 24 de febrero de 1835. Por motivos políticos–partidarios que ya describimos antes, el propio Rivera patrocinó la candidatura de Oribe para que éste lo sucediese en el mando Una Flor Blanca en el Cardal
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presidencial, siendo así elegido el 1 de marzo de 1835, como el segundo Presidente Constitucional del País. El primer gobierno de Rivera, entre 1830 y 1834, había transcurrido en su casi totalidad bajo la vigencia del régimen de fronteras abiertas impuesto por la Convención Preliminar de Paz. Su administración, de hecho ausentista de la gobernación, ya que pasó la mayor parte del tiempo en Durazno, ciudad que había fundado en 1821, fue llevada adelante por un círculo exclusivista de políticos vinculados al antiguo partido pro portugués y pro brasileño: los Cinco Hermanos (Lucas José Obes y sus cuatro cuñados), lo que provocó dos movimientos insurreccionales por parte de Juan Antonio Lavalleja en 1832 y 1834, ambos fácilmente derrotados. Manuel Oribe no tomó parte en tales movimientos. La historiografía nacionalista ha criticado a Rivera y su primera presidencia como ejemplos de ineficacia administrativa, contrastándola con la solvencia de Oribe desde 1835. En realidad, se trataba no sólo de dos personajes notoriamente diferentes en lo individual y en los estilos de mando, sino, de dos situaciones distintas del país. En 1835, vencido el plazo mencionado antes, por el cual la Convención Preliminar de Paz preveía el ingreso de Una Flor Blanca en el Cardal
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fuerzas argentinas o brasileñas al país en caso de hallar estos gobiernos algún peligro en la situación política del Uruguay, era momento de echar a andar el estado y poner en plena vigencia la Constitución de 1830, hasta entonces, casi no aplicada en el País. Esto es lo que explica el contenido de la primera presidencia de Oribe, en la cual, desde un principio, no quiso dejar ningún asunto administrativo por resolver. Desde la elaboración del Gran Libro de Deudas de 1835, un primer esbozo de la contabilidad del estado uruguayo, y pasando por la creación de un sistema de jubilaciones y pensiones en ese mismo año, a la fundación de la Universidad de la República en 1838, el gobierno de Oribe aparece como el primero que echa andar el proyecto de autogestión de las clases dirigentes del Uruguay, sin necesidad de tener que recostarse en ningún poder fuera de fronteras. Como mencionamos, el 19 de febrero de 1836, por decreto,
el
Presidente
Manuel
Oribe
suprime
la
Comandancia General de la Campaña. El cargo estaba ocupado por el General Rivera desde el 27 de octubre de 1834, fecha en la que Anaya y Oribe suscribieron el decreto de nombramiento. Rivera ya había desempeñado dicha Una Flor Blanca en el Cardal
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función en 1829 y 1830, bajo los gobiernos provisorios de Rondeau y de Lavalleja. Oribe trató de encuadrar las amplísimas facultades que tenía Rivera dentro de principios de orden y subordinación, y como revela el Dr. Gonzalo Aguirre en su libro “Tres aportes históricos”, la decisión de Oribe se explicaría por si sola: “…pretendió reglamentar sus funciones por resolución del 31 de octubre. Ello no pasó de una aspiración ingenua, inadaptable al estilo de Rivera y a la realidad social y política del país. La Comandancia General de la Campaña, no sólo por sus importantes atribuciones sino también por la forma en que las interpretaba y ejercía su titular, representó la existencia de dos gobiernos paralelos y una realidad incompatible con el sistema constitucional. Frente a la autoridad del Presidente de la República y sus Jefes Políticos, apareció la autoridad de Rivera y de sus comandantes militares”. La crisis siguiente sobrevino con motivo de las elecciones de Alcaldes Ordinarios, celebradas en todo el país el 1° de enero de 1836, cuando los representantes del gobierno chocaron con los subordinados de Rivera. Oribe, a pesar de que sus candidatos habían salido triunfantes, tomó la decisión de suprimir el cargo. Una Flor Blanca en el Cardal
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En julio de 1836, Rivera, agraviado por las resultancias a que arribó una comisión nombrada para examinar las cuentas de su período de gobierno y, también destituido del cargo de Comandante de la Campaña, recurrió a las armas, siendo rápidamente derrotado el 19 de septiembre de ese año en campos de Carpintería, en el departamento de Durazno. En consecuencia, se refugió poco después en el Brasil, donde se vinculó a la revolución de los Farrapos en la República Riograndense, a la que ya se habían adherido algunos de sus ex camaradas de armas del ejército portugués, como Bento Gonçalves da Silva. No satisfecho, Rivera volvió a intentarlo al año siguiente, ahora reforzado con tropas riograndenses, esfuerzo con el que consiguió derrotar a Oribe el 22 de octubre de 1837, en Yucutujá, departamento de Salto. Poco después, Rivera es derrotado en la acción del Yí, pero tras la victoria brasileño-riverista de Palmar, el 15 de junio de 1838, terminó por dejar el territorio de la República en manos de Rivera. Por otro lado, el bloqueo impuesto por una flota francesa a Buenos Aires, gobernada entonces por su aliado en este conflicto, el caudillo-gobernador de la provincia de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, dejó incomunicado al Una Flor Blanca en el Cardal
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Presidente Oribe. Presionado desde el río y sitiado en la capital, Oribe presentó su renuncia el 24 de octubre de 1838, dejando sentada su protesta y legitimidad del cargo que le obligaban a abandonar. Como consecuencia, pasó a Buenos Aires, donde Rosas lo recibió como si fuese el Presidente Legal del Uruguay, y utilizó su experiencia militar incorporándolo al ejército que comandaba, por entonces, envuelto en lucha contra el Partido Unitario. Oribe combatió a la Coalición del Norte, formada por las provincias de Tucumán, Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy, durante los años 1840 y 1841. Batalló contra el General Juan Lavalle, venciéndolo en la batalla de Quebracho Herrado el 28 de noviembre de 1840, y otra vez en la batalla de Famaillá, el 17 de septiembre de 1841. Tomó prisionero al gobernador de Tucumán, Marco Avellaneda, al que luego hizo degollar y exhibir su cabeza en una pica en la plaza pública de Tucumán. Por causa de este repudiable episodio, desde ese momento en adelante, la oposición unitaria y sus aliados colorados del Uruguay, insistieron cada vez más en la
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imagen del Oribe degollador y asesino, al igual que la asignada al propio Rosas por aquella época. La literatura realizada por opositores políticos a éste último, como las “Tablas de Sangre”, escritas por el cordobés José Rivera Indarte, cargaron las tintas sobre este tema, creando la imagen de la exclusividad de la violencia por parte de los federales y los blancos. En realidad, el monopolio de la violencia no pertenecía a ningún bando, como se desprende, por ejemplo, de la correspondencia de Lavalle. Más tarde, tras vencer al gobernador de la provincia de Santa Fe, Juan Pablo López, Oribe pasó a Entre Ríos. Allí, al frente de un poderoso ejército, el 6 de diciembre de 1842 derrotó en la batalla de Arroyo Grande, al ejército de Rivera que, en guerra contra Juan Manuel de Rosas desde marzo de 1839, había invadido la provincia de Entre Ríos. Tras la derrota, Rivera repasó el rio Uruguay frente a Salto, retornando apresuradamente a Montevideo donde sólo pudo entregar el mando del país, al presidente del Senado, Joaquín Suárez, y salir nuevamente a campaña para recomponer su ejército deshecho. Mientras Oribe avanzaba sobre Montevideo, los colorados organizaron el Ejército de la Defensa, comandado Una Flor Blanca en el Cardal
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por el militar unitario argentino José María Paz y el oriental Melchor Pacheco y Obes, a él se sumaron varios grupos de las colectividades: francesa, española e italiana, que formaron “legiones” que, numéricamente, superaron en conjunto a los propios efectivos Orientales con los que contaban los colorados. Entre estas legiones, figuraba el mercenario italiano José Garibaldi. Finalmente, el 16 de febrero de 1843, Oribe puso sitio a la ciudad de Montevideo. Sería este el tercero de los sitios en que él participara, y el más largo de todos, ya que duraría ocho años y medio, extendiéndose hasta el día 8 de octubre de 1851. Acto
seguido,
Oribe
organizó
nuevamente
su
gobierno, como si nada hubiera ocurrido desde el 24 de octubre de 1838. Designó ministros, hubo un parlamento y se dictó una ingente cantidad de disposiciones legales. Actuando de esta forma, dio comienzo al llamado “Gobierno del Cerrito”, denominado de esta forma por estar instalado el cuartel general que Oribe había emplazado en el Cerrito de la Victoria, lugar donde 30 años antes -31 de diciembre de 1812-, hubiera iniciado su carrera de las armas. Allí estableció la capital provisional de Uruguay en
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la recién creada ciudad de la Restauración (en los campos del Cardal). Fue en esta población que, por primera vez, se rindió oficialmente homenaje a José Gervasio Artigas, al serle dado el nombre del prócer federal a la principal avenida de la Villa de la Restauración. Dicho nombre le fue dado en vida del prócer (1849); sin embargo, entre los primeros actos de la administración del riverista triunfante en 1852, Joaquín Suárez -con ayuda brasileña-, figura la de eliminar tal denominación. Volviendo en el tiempo, aun había también en la mente del General, otras tantas preocupaciones para resolver, como lo determinan algunos de sus decretos que sostienen sus resoluciones, como: …La conservación de la historia de quienes forjaron la independencia, y así, el 4 de febrero de 1850, el General Manuel Oribe envía al Coronel Diego Lamas la siguiente circular: “…se tomara el trabajo de averiguar de los hombres ancianos del Departamento, todos aquellos hechos que mejor sirvan para ilustrar la historia del país, y me los trasmita. Pueden servir sobre cualquier materia que versen a este interesante objeto”.
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…La educación futura de los habitantes, al decretar el 16 de febrero de 1850, el establecimiento de una Comisión de Instrucción Pública, por decreto del Gobierno del Cerrito, y compuesta por Juan Francisco Giró, Eduardo Acevedo y José María Reyes, con el objeto de: “llevar a la enseñanza pública todas las mejoras de que sea susceptible en la actualidad”. Oribe había demostrado gran preocupación por el tema de la enseñanza, por lo que impulsó la fundación de escuelas en todo el territorio nacional. Esta Comisión elevó el 27 de junio de 1850 un completísimo trabajo donde se consta un informe y luego un Reglamento General de la Enseñanza, que abarcaba Enseñanza Primaria, Secundaria, Superior, Escuelas de Adultos y Escuela Normal. Con ese reglamento, se establece por primera vez que: “la enseñanza primaria será gratuita y obligatoria en todo el territorio nacional”. Otras de sus resoluciones, sostiene: …Con la formación de mano de obra más especializada y, el 11 de diciembre de 1845, por circular de la fecha, el gobierno del Cerrito reglamenta la Ley de Patentes. En el artículo 8, se exonera a los empresarios del tributo correspondiente cuando: “…teniendo talleres de artes u oficios, estén Una Flor Blanca en el Cardal
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enseñando a tres hijos del país al menos”. El cumplimiento de ésta circular era rigurosamente controlado y se sentaban las bases de la enseñanza de oficios que recién en 1878, se concretará en una Escuela de Artes y Oficios. Fue este Gobierno del Cerrito quien controló la totalidad del país hasta 1851, exceptuando Montevideo y Colonia del Sacramento. Para solventar sus esfuerzos y los de la población, tuvo su puerto de ultramar alternativo en la rada del Buceo, al este de Montevideo, y aplicó la Constitución de 1830 como siendo la base de su orden jurídico. Algunas figuras destacadas de aquella administración fueron Bernardo Prudencio Berro, Cándido Juanicó, Juan Francisco
Giró,
Atanasio
Cruz
Aguirre,
Carlos
Villademoros, Tomás Basáñez, Norberto Larravide, y otros tantos patricios, algunos de muy importante actuación política posterior. Otro gran tema de esa época, fue la propuesta de la reunificación de la Patria que realizó Rosas en 1845, con la reincorporación del Uruguay a las Provincias Unidas del Río de la Plata, anulando las imposiciones de la Convención Preliminar de Paz, dictada por la conveniencia del Imperio Británico en el Río de la Plata, en el ya ido 1828. Una Flor Blanca en el Cardal
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En ese momento, Manuel Oribe no quiso decidir, o no tuvo la altura política para contraponerse, o para decidir sobre este acto trascendente, y envió el tema a tratamiento de una comisión parlamentaria que, a seguir, se perdió en devaneos que a nada llegaron. Sea como fuere, hacia 1850, la causa tutelada por Oribe y Rosas parecía destinada a triunfar. La revolución de 1848 en Francia, que había derribado a la monarquía de Luis Felipe, había dejado a la intemperie al Gobierno de la Defensa, sostenido por aquella. Según constan en los documentos de la época, el gobierno del Montevideo sitiado, no aceptó el ofrecimiento del príncipe-presidente Luis Napoleón Bonaparte, de enviar para socorrer a la plaza sitiada, a los presos políticos de la represión de las Jornadas de Julio, y dicho por boca de Manuel Herrera y Obes: “¿Qué será de nosotros, si vienen los comunistas?”. En 1850, el enviado de Luis Napoleón, Almirante Lepredour, firmó una convención de paz con Felipe Arana, canciller de Rosas. Un año antes, éste ya lo había hecho Southern, el enviado del Imperio Británico. El Gobierno de la Defensa, sintiéndose ya estar con las horas contadas, se apresuró a involucrar con su última carta: el Imperio del Brasil y el caudillo entrerriano Justo José de Urquiza. Una Flor Blanca en el Cardal
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Desde siempre, Brasil veía con aversión el triunfo de Rosas y Oribe en el Plata, y desde 1848, este último hubo de repeler duramente varias incursiones brasileñas en la frontera norte del país, dedicadas al arreo de ganado hacia Río Grande del Sur. En cambio, el caudillo entrerriano Urquiza, buscando una salida más ágil y directa para sus ganados hacia sus compradores del exterior, sin necesidad de tener que pasar por la aduana de Buenos Aires, la cual Rosas controlaba y cuyas rentas no socializó nunca durante sus casi 20 años de gobierno, fue tentado por Manuel Herrera y Obes, quien, estratégicamente, le ofreció el puerto de Montevideo para tales efectos. Urdida la trama, los acontecimientos se precipitaron después de agosto de 1851, cuando Urquiza se declaró en rebelión contra Rosas. Y así, poco después éste penetraba en territorio Oriental, marchando directo hacia el Cerrito para quitar de en medio a Manuel Oribe, su antiguo camarada de armas. Este ordenó a sus comandantes que detuvieran al entrerriano, pero de forma insólita, sus órdenes fueron extrañamente desobedecidas. Y así, casi en un abrir y cerrar de ojos, Urquiza se le apersonó delante de Montevideo, conminando a Oribe a rendirse, lo que éste pronto lo hizo, Una Flor Blanca en el Cardal
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abandonado de todos; punto éste que veremos en detalles más adelante. Otro hecho a resaltar, ocurrió el 23 de setiembre de 1855. Fue cuando ya de vuelta a Montevideo, intentan asesinar a Manuel Oribe. Prevenido de que su coche sería asaltado, Oribe regresa a la Unión a caballo. Su carruaje efectivamente fue atacado, y el cochero cae herido gravemente. José Monegal en su “Esquema de la Historia del Partido Nacional” después de relatar el episodio, expresa: “Se comenta que el complot ha nacido en el pensamiento del Dr. José M. Muñoz, de la amistad íntima de César Díaz y Juan Carlos Gómez”. Posteriormente, recogido ya a su hogar, por entonces don Manuel estaba en los tramos finales de su existencia, y el 12 de noviembre de 1857 falleció en la quinta del Paso del Molino, casi al final de la hoy llamada calle Uruguayana. Durante su velatorio, la Bandera de los Treinta y Tres Orientales por la que combatiera, fue sostenida por aquel que había sido el abanderado de la libertadora expedición e un incondicional partidario suyo, Juan Spikerman. Se le Una Flor Blanca en el Cardal
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decretaron honores oficiales, y recibió sepultura en el cementerio del Paso del Molino, siendo posteriormente trasladado a la Iglesia de San Agustín, fundada años antes por él en recordatorio de su esposa Agustina Contucci, en el barrio de La Unión, nombre que tras 1852, se dio a la Villa de la Restauración, surgida en los campos denominados del Cardal, contiguos a su campamento militar del Cerrito. Manuel Oribe se había casado con su sobrina, Agustina Contucci, el 8 de febrero de 1829, habiendo 4 hijos de su matrimonio. Años antes de su boda, en 1816, había tenido una hija, Carolina, que fue luego apadrinada por Gabriel Antonio Pereira. La madre, Trinidad Guevara, que fuera la primera dama de la Compañía de la Casa de Comedias cuando su director era Bartolomé Hidalgo, dio a luz una niña que fue bautizada en la Iglesia Matriz con el nombre de Carolina, como hija de Manuel Oribe. Trinidad muere el 24 de julio de 1873. Manuel Oribe fue uno de los hombres públicos de Uruguay de más tardía reivindicación, sobre todo, por la leyenda de crueldad acuñada durante la Guerra Grande. Aún en 1919, el destacado líder y estadista colorado José Batlle y Ordóñez escribía que: “…ser colorado, es odiar la Una Flor Blanca en el Cardal
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tradición de Rosas y Oribe”, y su prensa, el diario El Día, aludía siempre al Partido Nacional como el partido oribista. La insidia contra Manuel Oribe llegó a tal punto, que en el centenario de su muerte (1957), los miembros colorados del Consejo Nacional de Gobierno, se negaron a ponerse de pie para homenajearlo. Del mismo modo, desde las filas propias de su partido político –blanco-, hubo actitudes comparables: el diario conservador del Partido Nacional, El Plata, pasó por alto la conmemoración de aquel aniversario, sin mencionarlo siquiera. En ese momento, tal actitud se justificaba, porque Juan Andrés Ramírez, su fundador, era de origen colorado y firmemente reaccionario. El gran reivindicador de la figura de éste héroe Oriental, fue Luis Alberto de Herrera, quien a través de sus trabajos históricos e investigativos de solidez incomparable, dejó finalmente sentada la figura de Oribe en sitial de honor.
Ignacio Oribe Ignacio Oribe también nació en Montevideo, en el año 1795, viniendo a fallecer en la misma ciudad, en 1866. Al Una Flor Blanca en el Cardal
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igual que su hermano Manuel, se realizó profesionalmente en la carrera militar, y participó en las guerras por la independencia y civiles del país, ocurridas en la primera mitad del siglo XIX. Era hermano menor del General y Presidente Manuel Oribe. Como ya lo mencionamos, siendo éste hijo de un militar español, por opción o exigencia, también ingresó al ejército durante el segundo sitio de Montevideo, en 1813. Su bautismo bélico se inició en las huestes libertadoras, y con ellas combatió en los años siguientes contra el Directorio y contra la Invasión Luso-Brasileña, a órdenes de Fructuoso Rivera. En 1818 fue otro de los personajes que abandonaron las filas de José Artigas y se pasaron a Buenos Aires, donde desde allí, participó en varias etapas de la guerra civil contra la provincia de Santa Fe. En 1820 participó del lado de Alvear en los llamados desórdenes de la Anarquía del Año 20. Tras su derrota, fue dado de baja. Al año siguiente (1821), regresó nuevamente a Montevideo, y prontamente se trasladó al campo para dedicarse a la ganadería. Sin embargo, en una oportunidad, ocurrida antes de 1824, durante varios meses estuvo preso
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en Río Grande do Sul, acusado de colaborar con los independentistas. Al año siguiente, al producirse el desembarco de los Treinta y Tres Orientales, cuyo segundo del grupo era su hermano Manuel, prontamente les proporcionó valioso apoyo. En el desarrollo de los hechos, se trasladó a Cerro Largo, donde formó un regimiento de caballería. Con esas fuerzas combatió en la batalla de Sarandí, en la que se distinguió particularmente por su ardor y voluntad en la lucha. Posteriormente, Ignacio participó en la Guerra del Brasil, coadyuvando en la batalla de Ituzaingó. Por su destaque en esa victoria, fue ascendido al grado de Coronel. No en tanto, poco después fue atacado y tomado preso en Melo, y llevado nuevamente prisionero a Río Grande, donde ulteriormente recuperó la libertad en un canje de inculpados entre ambos bandos. En 1829, el gobernador José Rondeau lo nombró Jefe Político de Montevideo, y al año siguiente, fue nombrado Ministro de Guerra del Presidente Juan Antonio Lavalleja. Así mismo, tuvo el mando militar de varios regimientos durante el gobierno de Rivera.
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Al llegar su hermano Manuel Oribe a la presidencia, en 1835, éste se encontró con que Rivera se había nombrado a él mismo comandante de armas del país, con atribuciones en las cuales no cabía la autoridad del presidente. Como ya vimos antes, lo único que Oribe pudo hacer para librarse de Rivera, fue eliminar el cargo de comandante de armas; pero varios meses después lo volvió a instaurar, colocando en él a su hermano Ignacio. Tal actitud, fue la causante de la primera revolución de Rivera, en 1836. Ignacio Oribe salió a su encuentro y lo derrotó en la batalla de Carpintería. Por esa victoria fue ascendido a General. En consecuencia, Rivera tuvo que refugiarse en Brasil, y con ayuda brasileña de viejos amigos de armas, volvió al año siguiente. Ignacio lo volvió a derrotar en el Molle, en la batalla de Yucutujá y en Durazno. Pero Rivera, que tenía suficiente apoyo en el Brasil como para seguir la guerra, finalmente, derrotó a Ignacio Oribe en la batalla del Palmar. De acurdo con visto en páginas anteriores, el ejército de los Oribe debió replegarse hacia Montevideo, y por varias semanas, el Presidente-hermano creyó que podría
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mantener el poder, pero la flota francesa le bloqueó Montevideo y lo obligó a renunciar. Ante la nueva resignación, Manuel e Ignacio Oribe se trasladaron a Buenos Aires. Mientras Manuel Oribe comandaba los ejércitos federales en la larga guerra de 1840, Ignacio permaneció en Buenos Aires hasta mediados de 1842. A la postre, se unió después al ejército de su hermano y peleó en la batalla de Arroyo Grande. Como derivación, también hizo parte en el tercer sitio de Montevideo, y en las operaciones contra Rivera y Venancio Flores en el interior del país, y ocupó responsabilidades en el gobierno que su hermano estableció en el Cerrito. Al producirse la invasión de Urquiza en 1851, después de firmado el armisticio, Ignacio Oribe se retiró a su estancia. Reaparecería nuevamente en la escena política, en 1863, cuando integró el Consejo Consultivo de Estado que había sido convocado por el entonces Presidente Berro. Pero tras la caída de éste, desapareció de la vida pública, hasta venir a fallecer en Montevideo, en diciembre de 1866. Otro hermano del presidente Manuel Oribe, fue Francisco, que con relativo destaque, hizo toda su carrera a
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la sombra de sus hermanos, y participando en diversos combates, hasta llegar al grado de Coronel.
Bernardo P. Berro Bernardo Prudencio Berro y Larrañaga, igualmente nació en la ciudad de Montevideo, el día 28 de abril de 1803, cayendo asesinado el 19 de febrero de 1868, por las mismas circunstancias que acabaron con la vida de Venancio Flores. Destacado político y escritor, fue miembro del Partido Nacional, y Presidente de la República entre 1860 y 1864. Bernardo era un hombre vinculado por su origen, a una familia de comerciantes españoles de temprana actuación política. Su padre, Pedro Francisco Berro, había sido integrante de la Junta de Montevideo y de Asamblea Constituyente de 1828 a 1829. Integrante del Gobierno del Cerrito, fue Ministro de Gobierno (1845-1851) de Oribe durante el régimen paralelo impuesto por el sitio a la capital. Posteriormente, fue miembro de su Tribunal Supremo y una de las figuras más destacadas de aquel régimen.
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Durante la administración de Juan Francisco Giró, de quien fue su estrecho colaborador, fue Ministro de Gobierno nuevamente y también de Relaciones Exteriores, y objeto principal de los ataques realizados por la oposición, que terminaría derrocando a aquel gobierno, en septiembre de 1853. Desde antes, por lo menos desde 1847, se había manifestado partidario de lo que la historiografía uruguaya conoce con el nombre de Política de Fusión, denominación que compete al proyecto de abolición de las divisas y la vigencia integral de la Constitución de 1830, como única forma de desplazar a los caudillos del poder político y de la dirección de los asuntos de estado, hecho notorio durante la llamada Guerra Grande, por entonces en curso. El día 1º de marzo de 1860, finalmente fue electo Presidente de la República por la Asamblea General, para el período
constitucional
1860-1864,
desempeñando
íntegramente sus cuatro años de mandato, durante los cuales hubo de enfrentar nuevamente la oposición a aquellos principios políticos. Una de sus primeras medidas fue, precisamente, la prohibición del uso público de las divisas y la penalización severa de los infractores.
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Influido por el modelo democrático conservador estadounidense, el que encomió en varios artículos de carácter político, Berro fue quizás uno de los primeros presidentes del Uruguay que intentó lograr la viabilización administrativa del estado, para lo cual dictó una serie de medidas que encontraron oposición, incluso en los elementos más afines a él dentro de su gobierno. De origen, sino atesorada, por lo menos acomodada y de costumbres y hábitos patricios, no obstante Bernardo Berro era un individuo de una llamativa sencillez. Habitaba generalmente en su quinta, en el partido (hoy barrio montevideano) de Manga, distante a unos 15 kilómetros del centro de Montevideo, y tenía el hábito de él mismo trabajar la tierra, lo que provocaba la sorpresa y el repudio de una élite con manía aristocratizante que, en sus conceptos, no concebía semejantes actitudes en un individuo de su cargo y de su clase. Hubo de enfrentar, desde 1863, la insurrección antifusionista y luego, de hecho, colorada, de Venancio Flores, la cual, al final de su mandato, el 1º de marzo de 1864, no había podido sofocar, entre otras cosas, por la defección de algunos de sus colaboradores más inmediatos, como Andrés Lamas, que se pasaron abiertamente del lado Una Flor Blanca en el Cardal
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del rebelde. Las desavenencias con sus generales también fueron causa adicional de la inacción militar de su gobierno. Aun estaban latentes las venas guerreras de los caudillos en apogeo. Cabe destacar que durante el periodo de su gobierno, se produjo una gran recuperación económica del país, hecho que se explica fundamentalmente por tres factores: el crecimiento del comercio y de los comerciantes como grupo socio-económico dominante en la ciudad; la revolución del lanar y el reforzamiento económico y político de los estancieros;
y
el
ingreso
de
capital
extranjero,
fundamentalmente británico. El
aumento
del
comercio
exterior,
tanto
de
importaciones como de exportaciones, se produjo por una serie de causantes en cierta parte ocasionales. En primer lugar, el crecimiento de la población nacional, produjo un aumento de la demanda y por lo tanto, amplió la importación. En segundo lugar, por la incorporación de la lana como producto exportable del país. En tercer término, debe señalarse la enorme incidencia que tuvo la guerra del Paraguay (Guerra de la Triple Alianza, hecho que ocurre una vez fuera del poder Berro) en la multiplicación de las actividades comerciales y financieras. Todo esto, sumado al Una Flor Blanca en el Cardal
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establecimiento en el país de la un paz interna, fue lo que condujo a la prosperidad y al crecimiento económico de su mandato. La revolución del lanar, nombre que otorga la historiografía uruguaya a la introducción del capitalismo agrario desde 1850, significó la primera modificación de la producción del Uruguay desde los tiempos de la colonia. Indeliberadamente, la estabilidad de los gobiernos también en los países vecinos, actuó como una forma de modernización, pues permitió al país ingresar a mejores niveles de exportación económica. En
aquel
momento,
la
extensiva
exploración
comercial del ganado ovino, impulsó la tecnificación del agro (baños, bretes, alambrados), y demandó por mano de obra especializada. La buena calidad de la lana obtenida en éste terruño, también permitió ampliar los mercados exteriores del país. Si bien acentuó su dependencia, también diversificó los productos exportables y los mercados de consumo, distribuyendo esa dependencia entre varios centros económicos mundiales. La primera causa de la expansión de la exploración ovina y la lana, fue la fuerte demanda europea, a partir sobre todo del cambio de fibra que las industrias textiles Una Flor Blanca en el Cardal
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inglesas habían comenzado desde hacía unos años. Los países europeos no podían cubrir toda la demanda de la industria textil, por lo que recurrir a los lugares donde se producía lana de buena calidad y barata, fue una prioridad para los industriales europeos. Durante la década de 1860, otro hecho que favoreció al Uruguay, fue la Guerra de Secesión de los Estados Unidos,
motivo
que
anuló
el
envío
de
algodón
estadounidense a Europa. Desprovista entonces de una de las dos fibras textiles que alimentaban a su industria, prácticamente
toda
Europa
tuvo
que
volcarse,
necesariamente, a la compra de lana en mucha mayor cantidad que hasta ese momento. En tercer lugar, surge una causa interna que llevó a los estancieros criollos a acercarse a la lana, y fue que la abundancia del ganado vacuno había llevado a que de él sólo se valorara el cuero. La crisis vacuna por un lado y el hecho de que el ovino complementara, sin sustituirlo, al vacuno, tanto en el consumo de los pastos como en las eventualidades comerciales, hizo que su explotación se generalizara en toda la República. Las consecuencias de éste proceso de diversificación pastoril, desde un punto de vista social, fueron: la Una Flor Blanca en el Cardal
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repoblación del campo y de la estancia, ya que para el cuidado de la oveja, se necesita mucha más mano de obra que para la utilizada con el vacuno. Además, obligó a sedentarizar a la población rural, puesto que el pastor de ovejas debía permanecer en un puesto fijo. De esta manera, se restó gente dispuesta a acompañar las incesantes revoluciones; fortaleciendo el surgimiento de una clase media rural y facilitando el ascenso social de los habitantes. Desde el punto de vista económico, no quedan dudas que el ovino significó el quiebre de la edad del cuero, lo cual representó la diversificación de los rubros exportables uruguayos. Ahora, al tasajo y a los cueros, había que sumar la lana. Lo que a su vez produjo la diversificación de los mercados compradores. En esta diversificación y una menor dependencia relativa de los centros industriales europeos, estuvieron los motivos de aquel periodo de prosperidad.
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Segunda Parte Algunas Flores Nacen a la Sombra de los Caudillos
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El Surgimiento de Rutilantes Figuras Al referirnos a aquellos imberbes guerreros que otrora se
habían
comprometido
con
llevar
adelante
los
independentistas ideales artiguistas, es exteriorizar sobre el cerne, lo más profundo y puro de la historia de nuestra Nación, ya que el prócer máximo, José Gervasio Artigas, fue quien creó la idea nacional de país y ciudadanía, y tuvo en Lavalleja, Rivera y Oribe algunos de los exponentes que lo materializaron en la patria soberana y libre. No existen en ellos contradicciones, ni actitudes bastardas es sus fieras luchas contra los imperios: español, francés, inglés, portugués, brasileño y porteño unitario. Siendo estos fieles a un nacionalismo conceptual que llevaron a cabo desde sus comienzos, con el pasar del tiempo, fueron macerando sus aspiraciones y propósitos, entreteniéndose en contiendas de un lado y otro del rio que desde siempre nos separaba de aquel viejo virreinato español, mientras ellos iban realizándose ambiguamente en proyectos particulares, y sirviendo a sueldo para alguna causa del momento en la que acreditaban. Pero estos caudillos victoriosos, mezcla de ídolos y semidioses de nuestra paria, más allá de dirigir tropas y Una Flor Blanca en el Cardal
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producir héroes y/o desafectos en el fragor de los combates, también necesitaban de otros hombres -los sin armas-, que estuviesen dispuestos a apoyarlos, y de personajes que fuesen capaces de realizar a contento toda la profusión de requerimientos que las mismas batallas exigían. No es poco lo que ya hemos dicho de ellos, y sin embargo, aun quedaría mucho más por decir, pero creo que este ligero repase historiográfico, ya nos permitirá comprender los intrínsecos motivos que movieron al restante de los comediantes de esta opereta oriental. Excluyéndose los ya adinerados que emigraron hacia estos lados para de alguna manera ensanchar sus fortunas en el nuevo mundo, no es de extrañarse también encontrar los considerables patrimonios y fortunas que fueron erguidas por las familias que se encontraban ligadas de alguna forma al
Reino
y,
posteriormente,
por
descendientes
de
enigmáticos funcionarios de las cortes, y de artesanos, labradores o comerciantes que, tras aventurarse en una odisea en busca de la suerte, dejaron en casi tres siglos, sus oriundos en las nuevas patrias americanas que se establecieron en aquel entonces. Eso es lo que veremos a seguir.
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Una Extraña Donación
Como ya lo mencionamos anteriormente, muchos de los nuevos patrimonios surgieron a la sombra del desorden y la lentitud de la parca organización administrativa existente en sus primeros gobiernos, en donde sus plenipotenciarios, administradores, ministros y amigos de los mandamases de cada legislación, no demoraban en apoderarse de los bienes públicos, y donde no faltaron tampoco los malos administradores, interesados más bien que estaban en derrochar los fondos públicos para formar una abundante clientela electoral, que a la postre fuese capaz de sustentarlos en el poder. Tampoco
fueron
pocos
los
individuos
que
conquistaron beneficios como forma de retribución por alguna “gauchada” especial, o en consecuencia de beneficios obtenidos por la existencia de lazos familiares que fueron siendo tejidos en una sociedad donde sólo escasos individuos eran letrados. Otras, no en tanto, surgieron como resultado de una forma del arreglo de cuentas propiciado por el Gobierno, donde “los doctores” que tutelaban las juntas, se veían
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obligados a liquidar los importes y las enumeraciones de los generales vencedores, o de los vencidos que, en un nueva virada política, pronto retornaban a su terruño exigiendo montos similares como una forma de saldar los otrora patrióticos servicios que ellos habían prestado a la nación. Desvendando un poco de la historia de esos seres satelitales que florecieron en las sombra de estos caudillos, poco se sabe del ingeniero andaluz radicado en Argentina a principios del siglo XIX, don José María Manso, y de su esposa porteña Teodora Cuenca, a no ser que, éste especialista, más allá de contribuir con sus conocimientos, también participó de las Batallas por la Revolución Argentina de 1810, y luego fue partícipe del Gobierno Unitario de Bernardino Rivadavia. Esa actitud insurrecta le trajo muchos trastornos futuros para él y su familia, porque tras la caída de su entonces amigo-presidente, don José se siente obligado a emigrar, primero sólo, y después su familia, dirigiéndose subrepticiamente para la bucólica Montevideo; todo por causa de las persecuciones que su familia pasó a recibir durante el régimen iracundo del gobierno de Juan Manuel de Rosas.
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De ese matrimonio andaluz-porteño, nace la famosa Juana Manso el día 26 de junio de 1819, la que, ya desde muy chica, por lo que los registros cuentan, se las tuvo que arreglar para superar las adversidades de la vida, pues con 20 años, fue quien, con sus clases particulares, mantuvo económicamente a toda la familia: madre, hermana y abuela. No en tanto, nada más se escucha decir, o no hay registros sobre el destino posterior de su padre en estas bandas. De acuerdo con lo que nos relata la escritora Silvia Miguens, en “Rescate Oportuno”, nos enteramos que cuando toda la familia logra reunirse con don José María Manso en Montevideo, ella, bajo la supervisión de su madre, Teodora Cuenca, fundó su primer colegio. Pero eso ya fue por el año 1841, donde el Ateneo de Señoritas se convirtió en el primer establecimiento uruguayo en el cual se enseñó geografía y algunas nociones enciclopédicas. No en tanto, otras peripecias la asecharon antes, y principalmente un poco después de esa fecha, porque: “la dictadura rosista también llegó hasta el Uruguay y los Manso-Cuenca debieron partir hacia Brasil”.
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En 1844, ya instalada en Río de Janeiro, Juana conoció al violinista portugués Francisco de Saá Noronha, un poco menor que ella. Se casaron dos años después y juntos partieron a Estados Unidos para dar conciertos, ella acompañándolo al piano. Vivieron en Nueva York y en Filadelfia pero nunca tuvieron éxito como músicos. “Sin
embargo
-agrega
Miguens-,
Juana
aprovechó esa experiencia y absorbió todos los movimientos políticos y sociales que se daban en aquel país. Vivió las primeras reyertas contra la esclavitud y también los primeros movimientos feministas. Cuando escribo este tipo de novelas –afirmó la escritora-, armo rompecabezas con fechas y lugares donde estuvo la protagonista y veo qué otras personalidades se destacaban. Seguramente se cruzarían entre sí. Por aquella época, por ejemplo, vivió Flora Tristán, una francesa hija de un peruano y una europea. Esta mujer en 1843 escribió el primer manifiesto obrero… ¡previo a Carlos Marx! Esto seguramente a Juana, una mujer tan culta y curiosa, no se le pasó por alto”. Una Flor Blanca en el Cardal
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Juana Manso tuvo dos hijas de aquel casamiento: Eulalia y Herminia; pero en 1851, Francisco, su marido, se fuga con una joven de la corte a Portugal, y en 1853 ella regresa, pero esta vez a un Buenos Aires ya sin Rosas. Se dedica al periodismo y a la escritura. Posteriormente, Sarmiento la nombraría directora de una escuela mixta. En realidad, lo que más importa en esta historia, es la extraña información que dio origen a la donación de una extensa área de tierras volcadas a las orillas de la bahía de Montevideo, la cual, por razones que aun no han podido ser esclarecidas y sin saber los motivos que la produjeron, esta acción terminó por beneficiar económicamente a otro hijo de emigrantes hispánicos en 1937. Antes de avanzar en el enigma, se hace necesario aclarar, de acuerdo con la historiografía de la familia Capurro, que Juan Bautista Capurro era marino mercante. El 25 de enero de 1819, el gobierno de Turín, donde estaba entonces la capital del reino, le expidió la patente de “capitán de gran cabotaje”. En los registros de Lloyds de Londres, ya figuraría con anterioridad como armador de los bergantines de madera “Annina”, “Amalia” y otros, los que se cree, viajaron al Mar Negro por cargas de trigo. Seguramente Una Flor Blanca en el Cardal
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Juan Bautista navegaba en ellos también, pero, en todo caso, lo que si se confirma, es que era capitán del barco en que arribó a Montevideo (quizá el “Esmeralda”), en fecha que no se conoce exactamente. Todo indica que esa radicación en nuestro país tiene que haber sido anterior a 1829, pues en ese año ya figura como miembro de la Masonería Oriental, lo que hace presumir que estaba en Montevideo desde algún tiempo antes. Ulteriormente, se vinculó por matrimonio a la familia Castro y, aparentemente, dejó de navegar, dedicándose exclusivamente a sus negocios; aunque, como después se verá, prosiguió en actividades relacionadas con el tráfico marítimo. No tuvo actuación pública de destaque, pero era una persona importante en la colectividad italiana, (muy numerosa ya entonces). Debemos recordar que en su vida, integró la Comisión de Comerciantes y Propietarios, en la que actuó poco tiempo. También formó parte del grupo fundador del Banco Italiano, el Ferrocarril Central, el Hospital Italiano, la Compañía de Aguas Corrientes, y el Teatro Solís ya en unión con notorias figuras de la época, manteniendo además sus propias empresas.
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Enterados de quien era éste prominente comerciante genovés que en mucho contribuyó para el desarrollo del Uruguay, y utilizando la misma fuente de registro de información, encontramos algunos datos de este misterio en el cual, por escritura que autorizó el Escribano Salvador Tort el 29 de diciembre de 1837, Juan Bautista Capurro, en condominio con José Lapuente, adquirió de don Tomás Basáñez, por la suma de 2.000 patacones, una extensión de terreno situada en la margen izquierda del arroyo Miguelete en su desembocadura en la bahía de Montevideo y con un amplio frente sobre la misma bahía (llegaba por el este hasta el paraje conocido por el Caserío de los Negros). Esos mismos terrenos los hubo el entonces Juez Ordinario de Montevideo, don Tomás Basáñez, por donación de doña Teodora Cuenca, quien, a su vez, los había comprado al Gobierno por escritura autorizada por el en aquel momento Escribano Francisco Araucho el 2 de mayo de 1832. De ahí, es que surge el gran enigma sobre los motivos que llevaron esta señora a realizar la donación de tamaño lote de tierra a orillas de la bahía de Montevideo. Cuando y por qué se realizó, son aun incógnitas en esta historia
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La manzana de terreno donde estaba el muelle (cuyos restos todavía existen) fue adjudicada posteriormente a Eduardo Capurro y vendida a la muerte de éste por sus herederos, a Juan Restelli, quien tuvo algunas dificultades para probar la salida fiscal de esa parte de “La Meca” (nombre que fue designada la propiedad por su anterior propietario), resolviéndose el asunto recién en 1937 (Ministerio de Hacienda, carpeta No. 919), con la comprobación de que la salida fiscal ya había ocurrido en 1832. En otra parte de los terrenos, tenían su ubicación -en tiempos de Juan Alberto y Federico Capurro-, la Gran destilería Oriental y la Cervecería Germania, empresas que fueron vendidas posteriormente. En cuanto al resto de las tierras, presumiblemente habían sido vendidas poco a poco. En todo caso, lo adjudicado de ellas a Eduardo Capurro fue la manzana referida sobre el mar y el predio ocupado por la quinta de Juan Bautista Capurro. El autor de la reseña se ha extendido en detalles sobre esta propiedad, porque no solamente era un centro importante de la actividad de Juan Bautista Capurro, sino también porque en ella tenía su casa, todo lo cual hizo que Una Flor Blanca en el Cardal
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la calle que va desde la avenida Agraciada hasta la playa, se llamara también Capurro, lo mismo que el barrio. El nombre original de “La Meca” ha sido completamente olvidado por las generaciones siguientes. En una época posterior a la compra, la playa era la más concurrida de Montevideo, lo mismo que el parque que construyó posteriormente la compañía de tranvías, con su famosa pista de patinaje. Después, Capurro perdió su playa y se transformó en un barrio industrial y de edificación modesta, aunque sin perder naturalmente su hermoso panorama de la bahía. De lo hasta aquí relatado, en conclusión, nos ha quedado en la memoria, exactamente la fecha en que don Tomás Basáñez lleva adelante esta transacción inmobiliaria por una abultada suma en la época. Nos queda también la duda si este convenio de venta fue puramente casual, ya que tuvo la anuencia del entonces caudillo-gobernador Oribe, o se dio por alguna influencia estratégica o visionaria de un joven Juez emprendedor y hacendado, o contó – observándose
las
fechas-,
con
alguna
información
confidencial de parte de algún otro integrante de las fuerzas que gobernaban el País en aquel momento, visto que, en tiempo posterior, otra trascendental especulación en tierras Una Flor Blanca en el Cardal
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sería realizadas por este mismo señor en otro paraje periférico del entonces resumido Montevideo Ciudadela, acción que pronto lo convertiría en el protagonista estratégico de desenlaces futuros en lo social y político de la capital… Es de suponerlo, pero aun no lo hemos descubierto.
Los Lanchones de Santurzi ¿Sabías que hasta la llegada del tranvía de caballos a tierras de Bizkaia, las sardineras de Santurtzi tenían que caminar 12 Km desde Santurce a Bilbao, con los pies descalzos, y portando sobre la cabeza un cesto con sardinas? Atrás ha quedado el tiempo en el que Santurtzi, como puerto vizcaíno de mayor relevancia en la pesca de bajura, era recorrido por la romántica figura de las sardineras, mientras eran embaladas por la popular canción “Desde Santurce a Bilbao”. Aún hoy, seguramente, se puede sentir el delicioso olor de las parrillas humeantes que el viento del mar empuja tierra adentro, convirtiendo la exhalación en una auténtica tentación para el visitante que podrá degustar sus afamadas
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sardinitas, o cualquier pescado de temporada, asado de manera tradicional. Quien visita ésta región, no puede perder la espectacular panorámica que se descortina sobre la Bahía del Abra, desde el mirador que se encuentra junto al Palacio de Oriol. No hace mucho que un poético, maravillado con el espectáculo ante sí, dijo que desde allí, la vida nada tiene que envidiar a la bahía de San Francisco. Tal vez, contando con esas mismas imágenes vivas en su retina, y aun con el aroma a pescado fresco colado en sus napias, fue que el emigrante Ramón Bernardo Artagaveytia Urioste, un militar y comerciante que había nacido el 25 de junio de 1796 en el barrio de Mello, Santurce (Bizkaia), e hijo de Manuel de Artagaveytia y Maria de Urioste-Se, decidió expatriarse en algún territorio de las Indias, cayendo, vaya a se saber como o por influencia de quien, justamente en la Banda Oriental del Virreinato del Rio de la Plata. Una vez desembarcado en estas playas, el joven Ramón se estableció en la capital en 1814, donde quizás, impulsado por la fuerza de una tradición familiar, aquí llegó a ser un exitoso propietario de una empresa lanchonera que operaba en el Puerto del Buceo (sobre las margen derecha Una Flor Blanca en el Cardal
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del Rio de la Plata), algunas millas al este de la bahía de Montevideo, y en la que sólo trabajaban otros emigrantes o descendientes de vascos. Posteriormente, también fue el constructor y concesionario del faro de la Isla de Flores. Subsiguientemente, además aquí cayó de amores y terminó casándose el día 2 de noviembre 1828 en la Catedral de Montevideo, con doña María Josefa Gómez Calvo, con quien tuvo 10 hijos. Paralelamente, y más una vez motivado por las mismas ínfulas beligerantes que las nubes del horizonte arrastraban desde su tierra, fue Teniente en la Compañía de Granaderos del batallón de Milicia Activa de Infantería, desde el momento mismo en que por aquí se organizaron las guardias nacionales, y posteriormente, ascendiendo al puesto de Capitán el 19 de junio de 1833, grado con el cual participó en la represión del alzamiento del General Antonio Lavalleja (1834). Siendo un fervoroso seguidor del círculo políticopartidario del Brigadier General Manuel Oribe, luego fue electo diputado por el departamento de Colonia en 1835. Se sabe que en ese mismo año, en ocasión de una reestructura del Ejército, alguien puso a Artagaveytia en tela de juicio, por su condición de extranjero. Una Flor Blanca en el Cardal
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Considerándose un vasco de una sola pieza, indignado, pidió de inmediato la baja. Felizmente Oribe no le hizo caso, y acertó, porque durante los bravos años del Sitio Grande, no hubiera podido prescindir de este leal vascuence que, ya con el grado de Teniente Coronel, le organizaría en el asentamiento del Cerrito, el célebre Batallón de Voluntarios, donde también enroló a sus compatriotas residentes en el País. Pero en una de esas vueltas del destino, cuando el General Fructuoso Rivera usurpa el poder en 1838, y el segundo Presidente Constitucional del Uruguay, Manuel Oribe se exilia en Buenos Aires, y es cuando Ramón de Artagaveitya se convierte en el enlace con éste en la capital uruguaya, mientras que en la margen argentina, le tocó actuar al antiguo ministro Antonio Díaz. Oribe recibe en su exilio bonaerense, dinero y consejos de este estimado santurzano, con la finalidad de que ultimara los detalles de un próximo ataque marítimo a la ciudad de Montevideo, un proyecto que estaba amparado por el General argentino Rosas, pero que en realidad, nunca llegó a concretarse. Cuando en definitiva, el General Oribe se dirige a Montevideo para tomar la ciudad en enero de 1943, le Una Flor Blanca en el Cardal
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escribe a Artagaveitya avisando que necesitará de él. Dicho y hecho, iniciado el Sitio (16 de febrero de 1843), al santurzano, ya con el grado de Coronel, Oribe le encomienda el reclutamiento de sus compatriotas, cosa que no resultaría difícil, dado que muchos de los recién inmigrados ya habían combatido en filas carlistas, y más que ebrios por nuevas luchas, estos se reencontraron en Uruguay con una parte de sus antiguos jefes y compañeros. Creada la nueva fuerza de combate, se convino llamarla de Batallón de Voluntarios de Oribe, u “OribeErri”, integrado casi en su totalidad por los inmigrantes vascuences peninsulares que ya venían entrenados en la guerra. Cuatrocientos integran el Batallón: son lo mejor de la juventud carlista que la península expulsó allende los mares –o que se fueron voluntariamente, desilusionados, sábelo Dios porqué–, después que el Convenio de Vergara puso fin a la insurrección de Don Carlos María Isidro de Borbón, el despechado hermano de Fernando VII. Entre ellos se encontraban los Basterrica, Arostegui, Amilivia, Echeverría, Goldaracena, Aramburu y tantos otros sonoros apellidos vascos destinados después a volverse apellidos montevideanos, y que aparecieron en aquel
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Batallón,
alimentando
-¿el
delirio?- de otra
causa
ultralegitimista. De todos modos, llegado el momento del armisticio, por fuerza de los acontecimientos, finalmente Ramón de Artagaveytia tuvo que disolver su Batallón de Voluntarios un par de días antes de la Paz del 8 de octubre de 1851. Ya no tenía objeto mantener aquel cuerpo de guerra, porque simplemente la guerra había concluido y ahora el vizcaíno debía retornar a sus negocios particulares, la compañía marítima que aun tenía operando en el puerto del Buceo. Finalizada la Guerra Grande, antes de que fuese firmada la reconciliación que encerró la contienda, muchos vascos se negaron en aceptar la pacificación, por lo que el representante del Reino de España debió intervenir para desarmar a los insubordinados Aunque al fin de la guerra, quedó establecido que no había “ni vencidos ni vencedores”, todo indica que el coronel Artagaveitya, sumamente entristecido por lo que particularmente consideraba como una derrota, vino a fallecer en Montevideo apenas diez meses más tarde de encerrada esa contienda, el día 11 de julio de 1852. Este linaje vasco que se inició en la lejana península con el casamiento de Manuel Artagaveytia (apellido Una Flor Blanca en el Cardal
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compuesto por Arteaga-Beytia) y María de Urioste Se, y cuyo hijo de nombre Ramón emigró hacia América del Sur, al Río de la Plata, con apenas 17 años de edad, prosiguió con el matrimonio que éste realizó con María Josefa Gómez Calvo el 25 de noviembre de 1826, y del cual sólo nueve de sus hijos llegaron a la edad adulta: Ramón Fermín, nació en 1840, integró el directorio del
Partido Nacional constituido en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, en 1890. Vivió soltero y fue náufrago del célebre desastre del buque “Titanic”. Emilia (1830) se casó en 1856 con Ramón Marquez. Matilde, lo hizo con el tucumano Ramón Arocena,
fundador de este apellido en Uruguay. Enrique, estanciero y dirigente de la Asociación Rural, se
casó el 8 de enero de 1868 con Laura Montero, hija de José María Montero y Rosa Wentuises. Falleció con 79 años en julio de 1914. Juan Antonio, se casó en dos oportunidades; en primeras
nupcias en 1875 con Sara Reyes, hija de César Augusto Reyes y Margarita Oribe, y en segundas nupcias en 1887 con Julia Uriarte, hija de Estanislao Uriarte y Clorinda Osinaga. Adolfo, abogado, que fue Juez Letrado, se casó con Laura
Marsenal Forteza el 26 de junio de 1876.
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Rosa, que se casó el 27 de julio de 1833 con Alberto
Eduardo Jackson, hijo del inglés Juan Jackson y Clara Josefa Errazquin. Eliza, contrajo nupcias el 10 de junio de 1874 con Abdón
Echenique, hijo de Francisco Echenique y Antonia Barradas. Manuel, fallecido en 1918, abogado, formó hogar con
María Arocena Alfaro, argentina, hija de Fabián Arocena Castro y Carmen Alfaro, naciendo una muy numerosa prole, diez en total. Informaciones recopiladas de la obra del historiador Alberto Irigoyen Artetxe: Prosopografía de la emigración vasca, y del libro de los linajes T.2 – Ricardo Goldaracena.
El Poeta, la Niña y un Amor Imposible Jerónimo, Juan Carlos y Elisa Maturana, también fueron
personajes
de
destacada
importancia
en
la
construcción de nuestra historia, al igual como suele suceder en la de muchos otros sitios; pero Lincoln R. Maiztegui Casas, fue muy oportuno cuando lo describe magistralmente en: “Un relato de amor”.
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Al abordar el tema con gran profundidad, Maiztegui nos cuenta que, debido al conturbado periodo de acartonada trascendencia y de la conturbada política del país de aquellos tiempos, algunas veces los dietarios suelen ignorar, o dejar de lado algunas bellas aventuras individuales, de esas que, con frecuencia, terminan por parecer menos verosímiles que el más imaginativo de los relatos. No en tanto, esta epopeya se encarga de empaparnos en el triángulo amoroso formado por el poeta Juan Carlos Gómez, el Dr. Carlos Jerónimo Villademoros, y la no menos infortunada Elisa Maturana, y del amor de ambos; historia que alguna vez fue comparada con la de Lucia Ashton, la heroína de sir Water Scott, que fue obligada a casarse con una persona diferente a aquella de la cual estaba enamorada. La trama de esta historia es bastante conocida, por lo menos para los que gustan de las peripecias individuales, pero en muchas ocasiones esta ha sido tergiversada, precisamente, porque las visiones políticas no han podido dejarla en paz. Así sucede, -según la opinión de Maiztegui-, por ejemplo, con la obra teatral “Las alamedas de Maturana”, de Milton Schinca, que resulta –valores
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dramáticos al margen–, una burda parodia de lo que realmente pasó. Al relatarnos la aventura del Dr. Jerónimo, el historiador retrocede en el tiempo, y nos cuenta que sobre fines del siglo VIII, Mauregato, usurpador del trono de Asturias, llegó a pactar con un caudillo musulmán, la entrega anual de cien doncellas cristianas destinadas a los harenes de los invasores. El caballero Diego Peláez de Valdés, al regresar de un incierto destierro, encontró su mansión solariega, ocupada por un moro que tenía varias muchachas prisioneras como parte del vergonzoso compromiso; y que, después de desafiar y vencer al intruso en singular combate, lo encadenó y liberó a las cautivas. A partir de ese acto heroico, la familia Peláez de Valdés adoptó un escudo que reconstruye la escena y que en sus grafías contiene esta leyenda: “El moro que preso está/ y que en la cadena pena/ de Villa de Moros era”. Fue entonces que a partir de esa época, los descendientes de don Diego pasaron a llamarse, a la sazón, Peláez de Villademoros, y bajo esa peculiar alcurnia que
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adoptaron, participaron destacadamente en los posteriores combates de la Reconquista. Uno de los descendientes de esa familia, Ramón Antonio Villademoros, nacido en Folgueras (Asturias), decidió emigrar a Montevideo a principios del siglo XIX, y en 1805, se casó aquí con doña Jacinta Isabel Palomeque, una célibe manceba montevideana de origen andaluz. De ese bendecido matrimonio, nacieron cinco hijos: Carlos Jerónimo, Pedro, Isabelino, Carolina y Benjamín. Ya en 1811, haciendo honor a su sangre de contendiente, Ramón Antonio se integró a la revolución artiguista, luchó contra la invasión portuguesa, y fue luego destinado al Ejército del Norte. Pero en el correr del año 1815 fue capturado por los españoles y fusilado. Carlos Jerónimo Villademoros y Palomeque, su primer hijo, había nacido el 30 de diciembre (o de septiembre, según Carlos Anaya) de 1806, en la estancia “El Sarandí”, que pertenecía a su abuelo materno, don Antonio Palomeque, cuyas tierras se hallaban situadas en el actual departamento de Treinta y Tres. Estando este terrateniente y toda su familia, del mismo modo comprometidos con la causa revolucionaria independentista, la estancia les fue invadida y saqueada por Una Flor Blanca en el Cardal
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los portugueses, razón por la cual Jacinta Isabel fue obligada a marcharse con sus cinco hijos, a la protegida fortaleza de San Carlos. En 1816, Carlos Jerónimo vino a radicarse en Montevideo bajo la protección del ilustre Carlos Anaya, que era su padrino de bautismo. En este periodo, cursó sus estudios primarios en la escuela del padre José Benito Lamas y, en plena adolescencia, marchó a Buenos Aires, en usufructo de una beca que se le fue asignada como huérfano de la patria, obtenida por influencia del propio Anaya, y destinada para que él cursase estudios en el antiguo Colegio de la Unión. Luego de intentar perfeccionarse en la carrera militar, trayectoria por la que no sentía vocación alguna, Jerónimo se decantó por las leyes, y tras cursar derecho, recibió el título de Doctor en Jurisprudencia en 1827. El 2 de junio de se mismo año, contrajo enlace con Micaela de la Concepción Correa y Angós, que había nacido en San Carlos el 6 de diciembre de 1806, y de ahí se trasladó a la capital porteña para casarse. Presumiblemente, esta unión se trató de la culminación de un noviazgo iniciado en la adolescencia de ambos, ya que ellos tenían
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casi exactamente la misma edad. El matrimonio floreció, y tuvieron dos hijas: Carolina y Micaela. En los años inmediatos, el prominente Jerónimo desarrolló una intensa carrera política, y la mantuvo estrechamente vinculada a la figura de Manuel Oribe. Por sus conocimientos jurídicos, fue canciller del Gobierno del Cerrito, y siempre conservó una postura americanista que se podrá admirar mejor o peor, según el color de la divisa de quien la juzga. Luego de terminada la Guerra Grande, dedicó los últimos años de su vida, a escribir sus memorias, que no llegó a concluir, pero al analizar sus letras, se nota que ellas tienen un tono melancólico y autocompasivo: -“Por servir a la Patria –escribió Jerónimo–, o en el vehemente deseo de serle útil, me arrojé a la defensa de un principio, sin omitir sacrificio de ningún género, en el período de trece años que se llevaron en pos de sí todas las ilusiones de mi vida. Presta materia a serias reflexiones la manera con que se enlazan los sucesos que arrastran
al
hombre
de
conciencia,
precipitándole por esa pendiente resbaladiza hasta el impuro piélago en que su fe se añeja, Una Flor Blanca en el Cardal
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sin que encuentre justificación posible cuando, al término de su derrumbe, se despierta en la vida real y ve los inmensos males a los que ha contribuido, incauto”. El digno Chanciller del General Oribe, falleció el 1 de febrero de 1853, a los 46 años. Continuando con otro de los protagonistas de esta reseña, Lincoln R. Maiztegui nos habla de Juan Carlos Gómez, y a éste lo describe como siendo el introductor del romanticismo en la poesía nacional, y una figura política de discutida trayectoria (quién no lo ha sido), definiéndolo a su vez, como periodista de altos vuelos, al que con su toque de inventiva, se le debe el nombre de “candomberos”, con que bautizó a los que se oponían al principismo. Juan Carlos Gómez nació en Montevideo en julio de 1820. Era hijo de un oficial portugués que llegó cuando la Cisplatina; de modo que su verdadero apellido era Gomes, y no
Gómez,
como
terminó
siendo
españolizado
posteriormente. Se educó en su ciudad natal, pero en su juventud, vivió un tiempo en Río Grande do Sul (Brasil). Siendo de espíritu apasionado y vehemente, alternó la composición de sus hermosos versos con una actividad
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política continuada, hecho que lo empujó, aparentemente, a desenvolver una vida errante. Ese brío indomable lo llevó a vivir en Chile, varias veces en Buenos Aires, donde tardíamente obtuvo el título de abogado, y en Montevideo, donde se ligó al Partido Conservador, una escisión del coloradismo caracterizado por una radicalidad extrema. Reposicionándonos en la Historia de nuestro país, fue durante el breve triunvirato formado en 1853 luego del derrocamiento del presidente Juan Francisco Giró, al cual integraban Lavalleja, Rivera y Venancio Flores, que Juan Carlos ocupó el Ministerio de Relaciones Exteriores. El cargo le demandó viajes a Europa, y vivió a caballo entre Montevideo y Buenos Aires, donde bregó en cierto momento por el retorno del Uruguay al tronco histórico del que se había separado, y por causa de esa idea, mantuvo ácidas polémicas con todos los dirigentes políticos de ambas márgenes del Plata. Nunca se casó, y pese a que cierta historiografía lo ha considerado casi el paradigma del intelectual romántico, ni su físico, más bien rechoncho, ni su vida razonablemente larga (tenía 64 años cuando falleció, lo que para la época no estaba nada mal), coinciden con esa imagen. Una Flor Blanca en el Cardal
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Sus poemas, como los de Villademoros, se hallan hoy totalmente olvidados, aunque uno de ellos se recita alguna vez por su ingeniosa construcción en esdrújulas y su rebosante sentido del humor: “Eres un tósigo mujer narcótica. ¡La furia erótica siento por ti! Yo soy un lúgubre joven romántico, con un Atlántico dentro de mí. Piedad al náufrago mujer esdrújula, sé tú la brújula de mi vivir. Mira esos túmulos del orden jónico. . . serán un tónico para sufrir”. Se ha dicho que el vacio literario que dejó la muerte prematura de Adolfo Berro en aquel longincuo 1841, fue
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inmediatamente ocupado por Juan Carlos que, como señalamos, murió en la capital argentina en mayo de 1884. Otro de los personajes de “Un relato de amor”, es Elisa. Ella era hija de Felipe Maturana y Durán, que fuera Edecán militar de don Manuel Oribe, y de doña María Carvalho, de raigambre portuguesa, como su apellido lo proclama a gritos. El 18 de febrero de 1823, día en que le tocó venir al mundo, Elisa Maturana nació en el seno de un hogar patricio de fuertes convicciones oribistas, y nacida de un parto anhelado por quien fuera ayudante del caudillo y representó, según todos los testigos, la llegada de una joven de extremada belleza y temperamento melancólico. Un producto propio de ese tiempo romántico. Sin registros del periodo de niñez que la destaquen, a los 16 años, Elisa conoció a Juan Carlos Gómez y con él, entabló un noviazgo que llegó hasta la etapa del compromiso. Por entonces, la familia Maturana vivía en una quinta situada en el Paso del Molino. No en tanto, en 1843, Juan Carlos llegó de improviso a la quinta, y le dijo a su prometida que los avatares políticos lo obligaban a marcharse del país. Apasionada y romántica, ella le dio Una Flor Blanca en el Cardal
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como recuerdo un guardapelo que contenía un retrato suyo, y un rizo de su cabellera. Entendiendo ahora los singulares aspectos en que se desarrollaron paralelamente las vidas de estos personajes, Lincoln R. Maiztegui Casas busca con su relato, descomponer el sentimentalismo de la trama de aquella época, y la historia adquiere ribetes de romántica leyenda, o de un desmelenado melodrama, de aquellos que escribieron las hermanas Bronté, o narrara para el cine el grandioso William Wyler. Volviendo a los hechos, la historia registra que el Dr. Carlos Jerónimo Villademoros enviudó de su primera esposa, a principios de la década de 1840, y ni Apolant ni Goldaracena informan sobre la fecha exacta del deceso. Como consecuencia de la soledad de su infortunio, el 2 de junio de 1844, se casó en segundas nupcias con Elisa Maturana. Ese día, la boda tuvo como padrinos al General Manuel Oribe y a su esposa-sobrina, Agustina Contucci. Antes, vale la pena resaltar que, en aquel tiempo, se comentaba que el noviazgo entre Juan Carlos y Elisa nunca había llegado a ser bien visto por don Felipe Maturana, el cual, por diversas razones, pero la principal entre ellas, eran las de índole política. Por ese motivo, afirman que cuando Una Flor Blanca en el Cardal
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en 1843 Gómez se marchó del Uruguay para radicarse en Chile, no se sabe llevado porque tipo de influencias paralelas, el padre aprobó de inmediato el matrimonio de su hija con Villademoros. Se ha dicho también que Oribe tomó partido del asunto, y por su preponderancia, terminó presionando a su Edecán Juan Carlos, para con la partida, favorecer de vez las intenciones de su Canciller, y que Elisa se casó casi por la fuerza, contra su voluntad. Con todo, Luis Bonavita afirma en sus relatos, que ella: “llegó al altar bajo la presión materna, y una vez arrodillada en la grada, puso su pequeña mano, en cuyo hueco ardía aún la brasa del último beso desesperado de Juan Carlos Gómez, en la del Ministro don Carlos Villademoros a quien no quería, y apenas estimaba”. La versión que se ha difundido, tiene como base el persistente celibato de Juan Carlos Gómez, quien, al parecer, nunca pudo recuperarse de aquel amor de juventud. Y, desde luego, por la prematura muerte de Elisa, quien
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falleció en 1846 después de perder dos hijos, cuando tenía apenas 23 años de edad. Pero la otra parte de la misma –el matrimonio desdichado–, no parece tener otra realidad que la fortuna adversa –la muerte de dos infantes, y la de la propia esposa en la flor de su juventud–. No en tanto, no hay constancia de que Villademoros se haya aprovechado –lo que hubiera sido una actitud vil–, de su influencia política para conquistar el amor de la muchacha, ni los testimonios de los supervivientes confirman que se tratase de una unión mal avenida o desdichada. Por el contrario, las hijas del Canciller de Oribe con su primera esposa, Carolina y Micaela, adoraban –según testimonio de la familia de Vedia, uno de cuyos miembros más ilustres, Agustín, fue esposo de Carolina-, a su madrastra, a la que llamaban “mamita Elisa”. Por otra parte, y sin menospreciar su dolor por el amor perdido, Juan Carlos Gómez tuvo más tarde, y a lo largo de toda su existencia, una vida sentimental variada e intensa, e incluso, al menos dos hijos naturales, entre ellos una niña a quien puso por nombre Elisa.
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La leyenda de la virgen obligada a casarse con quien no quería, como la infortunada Lucia Ashton de la novela de sir Walter Scott y la ópera Lucia di Lammermoor, de Gaetano Donizetti, tiene una indudable sugestión romántica; pero parece ser solo eso, una leyenda romántica. Fuente: El Observador, de Montevideo.
La Influencia del Mentor No es posible dejar pasar por alto la influencia que Carlos Anaya ejerció sobre el futuro político de su ahijado, Carlos Jerónimo Villademoros, sin saber quién era él, y porque surcos él transitó en nuestra política. Carlos Anaya y López Camelo, -nombre pomposo y sonoro-, había nacido en San Pedro, Buenos Aires, el 4 de noviembre de 1777, viniendo a fallecer en Montevideo, el 18 de junio de 1862. Ya treintañero, fue un Soldado de la Independencia, Secretario de Gobierno de Lavalleja, Senador y después Presidente del Senado. De sus andanzas por la Banda Oriental, nos ha quedado la imagen de un brillante militar, excelente historiador y dedicado político uruguayo, mismo Una Flor Blanca en el Cardal
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siendo de origen argentino. Posteriormente al periodo pos constitución uruguaya, fue Presidente de nuestra República (cargo interino), entre 1834 y 1835. No hay registros que indiquen porque motivos, en 1797, se rayó de vez a la Banda Oriental. Pero una vez aquí radicado, adhirió al levantamiento de 1811 y a José Gervasio Artigas, a la llanura mayor del cual llegó a figurar, y también participar de la administración de la Provincia Oriental Autónoma (1815-1817). Cuando fue tomado prisionero durante la ocupación portuguesa, pero pronto fue liberado y se dedicó a actividades comerciales, sin dejar de lado sus ínfulas independentistas, ya que incluso en 1825, apoyó la Cruzada Libertadora de Juan Antonio Lavalleja. Sus ínfulas anárquicas lo llamaban a participar de las acciones libertadoras de nuestro territorio. En ese ínterin, le cupo a él, el honor de ser el autor del texto de la Declaratoria de la Independencia de la República Oriental de la Uruguay, contenido elaborado el 25 de agosto de 1825, puesto que fue parto de la Asamblea de la Florida. A posterior, fue Senador desde 1832 a 1838, y ejerció el Poder Ejecutivo -de forma interina-, entre el acabamiento del periodo de Fructuoso Rivera, el 24 de octubre de 1834, Una Flor Blanca en el Cardal
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y la elección de Manuel Oribe, en 1 de marzo de 1835. Cuando el General Oribe tuvo que salir a enfrentar a Rivera, Anaya, en su calidad de Presidente del Senado, ocupó interinamente la Presidencia. Como
muchas
de
sus
colaboraciones
en
la
construcción de nuestra historia, nos deja la creación de los departamentos de Salto y Tacuarembó, y el propulsor de la fundación de la Villa del Cerro. Entre más, nos consta su fervoroso apoyó al General Oribe durante su presidencia y después durante la Guerra Grande (1838-1852). Cansado y viejo, después de 1851 no tuvo ninguna otra actuación de destaque, y terminó retirándose de la escena política, no en tanto, asegurándose antes de que su ahijado mantuviese una estrecha vinculación con el señor sitiador.
El Emblemático Ministro Manuel Herrera y Obes, otra de las flores que surgieron en las sombras del Cardal, nació en Montevideo en 1806, viniendo a fallecer, en 1890. Durante su intensa vida pública, fue un sagaz político que ocupó varios cargos
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de destaque en los diversos gobiernos de su tiempo, y terminó siendo un reconocido diplomático uruguayo. Al tomar inclinación por las divisas partidarias, optó por pertenecer al Partido Colorado, llegando a ser uno de los prohombres de dicho partido, y uno de los principales dirigentes del Gobierno de la Defensa durante los años de la Guerra Grande. Hijo de don Nicolás de Herrera y de doña Consolación Obes, y a la postre padre de Julio Herrera y Obes, también formó parte de la corriente familiar colorada de apellido Herrera, cuya trayectoria ya completa un siglo y medio de la historia uruguaya. Desde su juventud se vinculó al liderazgo ejercido por el General Fructuoso Rivera. Manuel Herrera y Obes también fue un auténtico hombre de letras, considerado por la crítica, como un típico representante de los “doctores”. Estudió leyes y comenzó a actuar activamente en política durante el periodo de la Guerra Grande (1843-1851), apoyado en sus vastos conocimientos constitucionales, y en el prestigio de sus apellidos. No es por acaso que fue Juez de Comercio y Hacienda, y destacado miembro de la Asamblea de Notables y del Consejo de Estado. Una Flor Blanca en el Cardal
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Cuando
el
Presidente
Joaquín
Suárez
asumió
nuevamente la gobernación del país sitiado, le nombró Ministro de Relaciones Exteriores. Aquellos eran tiempos difíciles, en los que la intervención europea había permitido la subsistencia del Montevideo colorado y unitario, que se veía amenazaba con un abrupto final y por las autoridades gubernamentales en desairada posición. La gestión de Manuel Herrera fue, en esos días, de fundamental importancia; participó de manera directa en la detención y expulsión de Fructuoso Rivera, su antiguo modelo y protector, lo que motivó una amarga queja escrita del caudillo, y también en el desarrollo de una nueva estrategia orientada a ganar la Guerra Grande, la cual fue basada en la “política americana”: y en vez de depender de Francia y Gran Bretaña, procuró el apoyo de las fuerzas políticas del continente, hostiles a Juan Manuel de Rosas y a sus proyectos expansivos. En su momento, estimó que la fidelidad del caudillo entrerriano Justo José de Urquiza al “Restaurador” Rosas, era débil, y por ese motivo realizó gestiones para lograr su cambio de actitud. Al mismo tiempo, envió a Brasil, como Ministro Diplomático, al escritor Andrés Lamas, con el
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expreso propósito de lograr una participación del país en la guerra del Río de la Plata. Esta política obtuvo el más rotundo éxito: Urquiza rompió con Rosas en 1851, e invadió Uruguay para forzar el levantamiento del sitio y la desaparición política de Manuel Oribe. Consecuentemente, acudiendo al pedido inicial, el gobierno de Brasil envió una fuerza armada a Uruguay, pero este apoyo no fue gratis y costó la firma de los ya mencionados tratados de 1851, y la pérdida de cualquier derecho de reclamación sobre el territorio de las Misiones Orientales, además de otras servidumbres. Demás esta repetir nuevamente que el Gobierno de la Defensa ganó la guerra, pese a que el tratado de paz del 8 de octubre adoptó la fórmula que expresaba que “no hubo ni vencidos ni vencedores”. Un poco antes de finalizar esa prolongada contienda, en el año 1850, Manuel Herrera sucedió a Lorenzo Antonio Fernández en el rectorado de la Universidad de la República,
cargo
que
desempeñó
hasta
1852,
y
posteriormente lo asumió para un nuevo período entre 1854 y 1859. Fue en agosto de 1851, que se le concedió el título de doctor en Derecho.
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Tras finalizar la Guerra Grande y durante la presidencia de Juan Francisco Giró, fue nombrado Ministro de Hacienda y se dimitió del puesto en septiembre de 1853, después de la renuncia del Presidente y la asunción de lo que él llamó de: “el anticonstitucional triunvirato formado por Fructuoso Rivera, Juan Antonio Lavalleja y Venancio Flores”. Posteriormente, al ser designado éste último como presidente constitucional por el resto de la legislatura del malogrado triunvirato, Venancio Flores le ofreció a Manuel Herrera integrar el Tribunal de Justicia, pero él rehusó ante la falta de garantías legales que ese gobierno ofrecía. Sin embargo, no le tremió el ánimo al aceptar ser el Ministro de Hacienda y Relaciones Exteriores en el fugaz gobierno golpista presidido por Luis Lamas, surgido tras la rebelión de los Conservadores de 1855, lo que lo desprestigió fuertemente. En 1863 fue electo Senador y actuó como “fusionista” durante los gobierno de Gabriel Antonio Pereira y Bernardo Prudencio Berro, con quien sostuvo una polémica periodística de altura, sobre los caminos a seguir por Uruguay.
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Al producirse en el año 1865 la victoria de la Revolución de Venancio Flores, iniciada en 1863, éste le nombró miembro de la Comisión Revisora del Código de Comercio en 1865 y del CC en 1867. Más tarde, fue por dos veces Ministro de Relaciones Exteriores con el Presidente Lorenzo Batlle, y realizó infructuosas gestiones de pacificación con los líderes blancos de la “Revolución de las Lanzas” ocurrida de 1870 a 1872. En esos ires y venires de la política de aquellos tiempos, mantuvo buenas relaciones con los gobiernos del periodo del “militarismo”, y por ese motivo, el Presidente Máximo Santos le ofreció nuevamente el cargo de Ministro de Relaciones Exteriores, que él rehusó inicialmente y terminó por aceptar. Sin embargo, luego es designado como primer Presidente del Partido Colorado y volvió a ser electo Senador en 1887. Cuando fallece en 1890, su hijo Julio Herrera y Obes, ocupaba la presidencia del Uruguay.
La Misteriosa Fragata Inglesa Miguel, hijo bastardo de Jorge Hannover, se embarcó hacia el Río de la Plata. Tal vez en éste río, tal vez haya sido Una Flor Blanca en el Cardal
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en el Támesis un poco antes de su partida, que él se habría desecho de algunos papeles y cierto anillo. Había sido un recuerdo doloroso y romántico para su madre. Desdeñó que fueran para él, un testimonio de su vínculo con el hombre que esperaba un día ser Jorge IV de Inglaterra. Era 1808, precisamente el 24 de mayo, y Miguel Hines había cumplido 18 años. A partir de ahora, ya nada acreditaba su origen. Desembarcó en otro mundo y otra historia. Las invasiones a Buenos Aires, al mando del almirante Popham, habían ocurrido un par de años antes. Miguel vivió sus consecuencias sin tomar partido a favor de los ingleses. No se consideraba unido a ellos por ningún lazo. Creó otros. Fundó una familia casándose con una criolla, María González. Sus hijos tuvieron los ojos oscuros de María y no los azules de él. De temperamento jovial, su trato era cordial y alegre, y dado a la amistad. En su hogar se hablaba castellano, y tampoco se probaba el té. Sólo un recuerdo aceptó de Inglaterra: un 24 de diciembre, su casa sita en la calle Defensa, frente a la plaza, cerca de la iglesia de San Pedro Telmo, se iluminó, y tras las rejas de las ventanas abiertas a la noche porteña, se pudieron observar
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un centenar de velitas titilando sobre el que fue el primer árbol de Navidad que se encendió en el Río de la Plata. Sus negocios lo llevaron a instalarse en Colonia del Sacramento, en la Banda Oriental. Vecino bien querido, fue elegido alcalde de esa ciudad que hoy, pasado un siglo y medio, en el Casco Viejo de esa ciudad, aún se guarda el aire de entonces. Conoció las casas de piedra, las calles que bajan hasta el río, las lentas puestas de sol sobre el horizonte de plata, las tallas portuguesas de la iglesia, que allí están, todavía. Andando el tiempo, una de sus hijas se casó con el poeta Carlos Guido y Spano. Otra con don Norberto Larravide. Su hijo mayor, Miguel José, fue un aceptable músico: su ceguera de nacimiento acentuó sensibilidad y condiciones que dedicó al piano. El gusto por la música resultó tan hereditario en la familia, como el amor a los viajes y al mar. Hines cruzaba con frecuencia a Buenos Aires. Una vez, fue reconocido allí por un amigo de su primera juventud. Hablaron acerca de la delicada situación de Inglaterra.
Uno
de
ellos
mencionó
derechos,
responsabilidades. Otro rogó olvido y silencio. Ese mismo uno, no prestó atención al énfasis con que, al despedirse, su Una Flor Blanca en el Cardal
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amigo se dirigió a él con el protocolar Highness. Un apretón de manos fue lo último que los unió. Posteriormente, ambos siguieron sus rumbos. Dicen que el destino de un hombre viaja en los mismos barcos en los que pretende esquivarlo. Jorge IV vivió la prolongada ancianidad de su padre esperando ser rey un día. Lo fue -él mismo- por poco tiempo. Murió en agosto de 1830. Carlota, la única hija de su desamorado matrimonio con Carolina de Brunswick había muerto, un poco antes. No dejó herederos directos para el trono de Inglaterra. En aquella longincua tierra, la línea sucesoria pronto serpenteó entre hermanos y sobrinos. No obstante, en esta parte del mundo, según dicen, una fragata fantasmal fondeó frente a Colonia. Una noche, Miguel Hines recibió extrañas visitas. Y una insólita muerte se lo llevó. Cuando amaneció, la fragata ya había levantado anclas y surcaba silenciosa el río de plata. Al buscar culpables, el crimen se atribuyó a dos soldados del Ejército del General Manuel Oribe. En ese entonces, no era desconocida de nadie la simpatía del inglés, por los unitarios opuestos a Rosas, el cofrade de Oribe. ¿La muerte llama en el lenguaje del que un hombre quiere olvidarse? ¿En el que elige vivir? ¿En el que sueña? Una Flor Blanca en el Cardal
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Hines vivió muchas vidas... Concluyeron todas con una sola bala, en una mínima ciudad del suroeste de la Banda Oriental. Norberto Larravide, su yerno, inmediatamente exhortó justicia. Demandaba por la verdad, que es tan difícil. El caudillo Manuel Oribe, presumiendo quiénes podían ser los asesinos, los detuvo. Mucho debía Oribe a Larravide como para desatender su demanda. Determinado, se apuró en asegurarle que no quedarían asesinos sueltos que pudieran alardear del crimen: -“Están presos. Se los fusilará mañana”, -le confirmó el General, al mismo tiempo que ordenaba un pelotón para el amanecer. María
González,
la
esposa
del
fallecido,
contradiciendo la solicitación del marido de su hija, prefirió escribirle al General: Colonia del Sacramento, 22 de agosto, 1843 A Don Manuel Oribe, en propias manos. No le agradezco, Oribe, su orden. No calma mi pena por la muerte de Miguel. La aumenta con el sentimiento de causar más dolor y a usted la pérdida de dos de sus soldados.
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Tal vez, a fuerza de batallas, usted le da a la muerte valor de intercambio, para conseguir algo. Las mujeres, que siempre sentimos a los hombres como hijos o como novios o como hermanos, vemos a cada uno tan valioso que no puede trocarse por nada. Ni por una victoria más ni por un enemigo menos. Miguel ha muerto. Privado está de la vida -que tan bien usaba- y yo privada de él. Ahora es así. Tengo que aprender a vivir sin su presencia. Las venganzas no ayudan: ni pensar en ellas ni cometerlas. De nada resarcen. Es cierto que además del dolor, a todos en casa nos ha dado miedo su asesinato. Miedo, como dan los misterios. Era querido y bueno. Y lo han matado. Pero no se nos pasará el miedo ni el dolor porque usted mande fusilar a esos dos hombres. Tal vez, ni siquiera lo asesinaron ellos. La noche del crimen se vio una fragata inglesa, me han dicho, fondeada cerca del puerto. Al amanecer ya no estaba. Eso es parte también del misterio y del miedo. Una Flor Blanca en el Cardal
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Sé que usted interviene en esta aflicción de mi familia a instancias de Norberto. Conozco la amistad que lo une a mi yerno. No se deje obligar por ese afecto. Norberto demanda justicia por la muerte de mi marido. Yo lo excuso, general, de pretenderla. Matar es sólo un miedo hacia algo que pretendemos suprimir; pero nunca la justicia acompaña a la muerte ni hay justicia que la repare. Muertos, sus hombres quedarían -según este último renglón escrito de sus vidas- signados como criminales. Vivos podrán hacer algo que los redima, si lo fueron. Escúcheme, aunque ellos fueran los asesinos -que no lo sé- me basta perdonarlos. Deles esa oportunidad, don Manuel. No los fusile. María Hines Sin embargo, mismo después de la carta haber llegado a manos del General, al rayar el sol, se escucharon de lejos los disparos del pelotón de fusilamiento. Retrocediendo a lo sucedido el 12 de agosto de 1843, de repente nos encontramos en el paisaje de Colonia, en la Una Flor Blanca en el Cardal
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Banda Oriental: hondonadas, montes. Noche verdosa y negra, con enorme luna y con silencio más enorme aun. Esa noche brilla en el cielo el puñal de los troveros. A lo lejos, el galope de un caballo recorre el paisaje. Burdel de campo. Patio, parral, aljibe, bajo la luna llena. Ventanas de un amplio rancho, se notan pobremente iluminadas. Hay gente adentro. No se escuchan voces. Sólo grillos. Sale del rancho un hombre, que es Manuel Oribe, el defensor de las leyes. Lo despide una mujer que tiene un raro broche de plata en el escote. Oribe monta. Parte al galope. El mismo galopar, ahora un trote, se acerca. Se detiene junto al quilombo. Llega Miguel Hines. Vista del interior: primeros planos de caras de hombres y mujeres. Ni un sonido. Cuando el inglés abre la puerta se oyen los acordes de una milonga (ostensiblemente, ya empezada). Una vieja ve a Hines, le hace una seña de asentimiento, y se va a buscar a Joaquina. Aparece Joaquina. Quedan borradas las otras caras. Vale su sonrisa. Y la de él. Joaquina y Hines entran a una habitación. Él le desprende el broche de su blusa.
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Joaquina murmura algunas palabras de amor en portugués. En el cielo pálido la luna se vuelve transparente. Al amanecer, Hines monta a caballo. Antes, acaricia el pelo de la mujer de pie a su lado. El gringo gira el caballo. Pasa la tranquera. Emprende un trote largo. El sol al rojo blanco traspasa la neblina de la madrugada. Forasteros que esperaban a Hines cerca de su casa, se le acercan. Lo saludan respetuosos en aquel idioma que él ya no usaba. Los hace pasar a su escritorio. Les da la espalda para servir vasos de bienvenida. Cuando se da vuelta hacia ellos, un disparo le traspasa el pecho. (Música, trunca). Los ingleses quedan de pie unos minutos, como atestiguando la muerte del hombre, a quien no vuelven a tocar. Y del que, parece, les costara alejarse. Se van, envueltos en sus capas, protegidos por la bruma. Llegan lentamente dos soldados de Oribe, de poncho. Atan los caballos a un árbol. Se acercan a la casa, cuchillo en mano. Vichan sigilosos, primero por una ventana, después a través de otra. Ven al muerto. Se miran, extrañados: no hay que hacer. Guardan los cuchillos. Montan. Se van, al paso.
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En la bahía, marineros ajenos a los conflictos de tierra, sólo preocupados por el viento, levan anclas… Vale recordar que en 1813, la Junta de Buenos Aires rechazó las Instrucciones de José Gervasio Artigas presentadas por los diputados Orientales. Al año siguiente (1814), se produce el Éxodo de los Orientales, dejando todo, siguiendo a Artigas hasta el Ayuí. En 1817, la Banda Oriental, entregada por la Junta porteña a la dominación portuguesa, pasó a llamarse Provincia Cisplatina. Ahora esa tierra dependía del Brasil. El 25 de agosto 1825, cuando de firma la “Ley de Independencia” de la Banda Oriental, se declararon “nulos los vínculos con cualquier reino”, y seguida por la “Ley de unión” a las otras provincias. El Gobierno argentino aceptó el compromiso. Entraron al Congreso argentino diputados Orientales. El canciller de Rivadavia, Manuel José García fue a firmar la paz con Brasil y... volvió a entregar la Banda Oriental. Como consecuencia, renunció Rivadavia. Cuando Dorrego asumió el poder abogó por la traída y llevada Banda Oriental, para que recuperara su autonomía-federal. El ministro inglés, Ponsomby, propuso (mediando entre Argentina y Brasil... y en pro de sus propios intereses Una Flor Blanca en el Cardal
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comerciales), que la Banda Oriental fuera “una especie de estado independiente”. En diciembre de 1827, Ponsomby escribió a Dudley Ward: “Veré con placer la caída de Dorrego”. En el año 1828, comienzan las presiones inglesas. Canning avisa de forma enfática: “Si Brasil no devuelve la Banda Oriental a Buenos Aires, Inglaterra se le declarará en contra”. Ese mismo año Ponsomby escribe a Londres: “Ya puede moverse aquí como le plazca”. En diciembre: Lavalle asesinó a Dorrego. Sin embargo, del otro lado de océano también ocurrían cosas ininteligibles. Jorge III, el primero de los Hannover que nació en Inglaterra, fue rey de los ingleses desde 1760 a 1820. Al mayor de sus hijos, Jorge IV, le tocó en suerte vivir como príncipe largo tiempo. De joven, fue alumno del brillante Georg Lichtemberg en la universidad de Gotinga, sin mayor provecho. Después, vivió en la seguridad de un día ser rey, pero sólo lo fue de 1820 al 30. Carlota fue hija de Jorge IV y Carolina de Brunswick. Murió al poco tiempo de casada, sin hijos. Su marido fue Leopoldo de Sajonia-Coburgo, hermano de su tía María Luisa Victoria. Leopoldo, más tarde ascendió al trono de Bélgica, en 1831, siendo su primer rey. Al morir Jorge IV, Una Flor Blanca en el Cardal
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lo sucedió su hermano, Guillermo, duque de Clarence. Los hijos de Guillermo IV murieron en la infancia. Eduardo, duque de Kent, tenía seis meses cuando murió su padre, Jorge III. Este príncipe se casó con María Luisa Victoria de Sajonia-Coburgo. La hija de ambos, Victoria, recibió la corona a los dieciocho años -en 1837- y el siglo siguiente la encontró aún Reina de Inglaterra. Murió en 1901, de muerte natural. Tal vez ignoró siempre que tuvo un tío lejano y novelesco, que se llamó Miguel Hines, o Highness. Por lo hasta aquí visto, detrás de las novelescas intrigas misteriosas que envolvieron a ciertos protagonistas, del mismo modo, se puede notar que siempre merodearon los nombres de los amigos de aquellos que peleaban por llevar adelante sus ideales. En verdad, se podría afirmar que las amistades y los favores tempranos que fueron sembrados en los surcos de los ideales, posteriormente germinaron y estrecharon vínculos de todo tipo de ambiciones.
Una Religiosa Tenacidad En el distante 6 de mayo de 1811, nacía Domingo Ereño y Larrea, en el Señorío de Vizcaya, una pequeña Una Flor Blanca en el Cardal
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ciudad de Lemona, al norte de España. Sin aun saber lo que le depararía su destino, a los 16 años de edad ya vestía el hábito de carmelita y, en 1842, a raíz de la conturbada situación española durante la guerra carlista, finalmente llega al Uruguay. A su arribada, por sus anteriores conocimientos, le es ofrecido el cargo de Teniente Cura de la Iglesia del Cordón. Sin embargo, el tercer sitio de Montevideo por parte de Oribe y el comienzo de la guerra civil, irían marcar el destino de éste eclesiástico hombre por estas latitudes. De inmediato, las relaciones del emblemático General José María Paz, jefe de la plaza montevideana con el cura Ereño, comenzaron a tornarse cada vez más conflictivas y llegaron al punto del sacerdote venir a ser encarcelado. Finalmente, autorizado a salir de la ciudad, Ereño consigue del Vicario Larrañaga su traslado a la capilla del Cardal, un paraje que muy pronto se conocería como pueblo Restauración, y por último, denominado como Villa de la Unión, el primer barrio capitalino. Todo se precipitó el día 7 de febrero de 1843, cuando la capilla del Carmen la Mayor, hoy Iglesia del Cordón, cerró sus puertas porque, según consta en los registros, amenazaba caerse por ser vieja, mismo que aun no tuviese Una Flor Blanca en el Cardal
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40 años de construida. Solamente volvió a reabrir sus puertas en enero de 1847. Mientras tanto, toda la gala y atavíos allí existentes en aquella fecha, tuvieron que ser trasladados para la Capilla de Dolores del Reducto. En esa iglesia del Cordón, además del párroco, se encontraba el Teniente cura recién venido de Vizcaya. Sin embargo, en esos momentos, en el horizonte montevideano ya se divisaban oscuras nubes de una tormenta, más bien política que climática, por eso, cuando cerró su iglesia, el cura Ereño se marchó decidido al entonces pueblo del Cardal. Llevaba en su bolsillo una autorización que le fuera dada por nada menos que el Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Vicario Apostólico de Montevideo (I. y R. S. V. de M.), así mismo, señalado con cinco mayúsculas delante del nombre del padre Larrañaga. Cabe preguntarnos: ¿Sería este digno Vicario de Cristo, un visionario de los conturbados días postreros, y antevió la necesidad de poseer un apostolado de Dios con tamaño currículo, hincado en el futuro lugar de los hechos? No lo sabemos, pero al conocer su historia, todo nos lleva a creer ciertamente que sí. Ereño, a su arribo en el caserío del Cardal, era portador de una credencial que lo cristianizaba para ser el Una Flor Blanca en el Cardal
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primer cura de ese paupérrimo paraje de ranchos de terrón y paja; una cédula que le daba aquiescencia para oficiar sus servicios en la “Capilla de la Mauricia”, la que no ha mucho había sido erguida en el paraje de los Olivos. No demoró un profuso tiempo allí, porque el día 16 de febrero, el General Manuel Oribe, con 21 cañonazos, daba inicio al asedio a la fortificación de Montevideo. Empezaba el largo sitio. Cuando el General llegó con la tropa, luego se asentó en el Cerrito, un lugar que para él, representaba evocaciones de anteriores epopeyas bélicas independentistas; sin embargo, ahora, en su retorno, la soldadesca no se avino a la soledad. Fue a partir de entonces que el nuevo cura pasa a participar activamente en la asistencia a los heridos y en sostener espiritualmente a los hombres de Oribe. Cuentan los registros que, a continuación de la llegada de las hordas sitiadoras, y contando con la bendición del cura Domingo Ereño, que por algún tipo de influencia Divina se encontró de vez en el lugar de los hechos y comenzaba a cumplir su mandato pastoral al comenzar la Guerra Grande, pronto se comenzaron a realizar uniones matrimoniales en esa misérrima capilla del Cardal, que no tenia libros, ni disponía de ornamentos para la celebración Una Flor Blanca en el Cardal
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de los oficios divinos, debiendo hacerse las anotaciones de bautismos, casamientos y entierros, en simples “cartapacios borradores”. No en tanto, las otras uniones de parejas que el cura no llegó a bendecir, de igual forma formaron una legión de almas ilegítimas que pronto fueron multiplicándose desorganizadamente en las tierras del Cardal. Unos de los primeros bautizados que este cura realizó en su nuevo puesto eclesiástico, fue el de su sobrino Domingo, el día 22 de mayo, hijo de su hermana Carmen y de Pedro Aramburú; un niño que más tarde habría de dejar hondos recuerdos en los estrados judiciales del país. Durante los años siguientes, las tareas canónicas del cura fueron desempeñadas entre el clamor de algunas batallas y el esparcido tronar de cañones que, poco o ningún malestar causaba entre la tropa y en los cada vez más pueblerinos que se iban asentando en ese reducto de serenidad de la villa del Cardal. El crecimiento era vertiginoso, y a fines de 1846, el nuevo poblado que convinieron llamar de “Villa de la Restauración”, ya había sido tomado por un importante núcleo de viviendas. Ahora, ya contaba con comisaria, dirigida por José Visillac, y un Juzgado de Paz, tutelado por Una Flor Blanca en el Cardal
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Francisco Farías. También poseía una oficina de correos, donde se expedían los sellados del Sitio. Al final de cuentas, el pueblo era la otra capital del país. Hasta el año 1849, el poblado fue creciendo incesantemente siempre en el mayor desorden, donde los ranchos eran erguidos sin alineación alguna. Pero finalmente apareció el ingeniero Don José María Reyes que, por expresa delegación de don Bernardo Prudencio Berro, el Presidente legal de la horda sitiadora, reunió al vecindario pidiéndoles consentimiento para abrir calles sobre sus tierras, cortando cercos y empalizadas. Obtenida la concordancia, levantó enseguida su plano topográfico. Como consecuencia de éste procedimiento, terminó por delinearse el nuevo pueblo y, los propietarios del lugar, satisfechos, pronto vendieron sus tierras. A partir de ese punto, los nuevos y antiguos dueños pudieron edificar sus poblaciones sobre los terrenos que habían sido mensurados. Este movimiento coincidió, en el mes de febrero del mismo año, con la llegada desde Montevideo, de don Vicente Mayol y don Antonio Fontigibell. Ellos fueron los verdaderos arquitectos que, en menos de un año, terminaron por transformar la cara del pueblo de la Restauración.
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En el plano que había sido delineado, había quedado un espacio libre. Sería, en la visión de Reyes, la plaza de la Villa. La calle principal, de 30 varas de ancho, luego se convirtió en un macizo núcleo de edificación urbana, antes mismo que los señores Sota y Ribas lo sitúen como siendo éste, el año del nacimiento del barrio de la “Unión”. Fue en ese entonces, que se convino llamar de “Calle Real”, a la hoy nombrada Av. 8 de Octubre. El decreto de bautismo de esta urbe, finalmente un día llegó, y el 24 del mes de mayo, redactado y escrito en el Saladero de los Fariña, que quedaba frente al campo de los Olivos, fue firmado por Oribe y por Berro, decretándose que: “Queda erigida en pueblo, con el nombre de la Restauración, la nueva población formada en el Cardal”. Al iniciar el año de 1850, lo que otrora había sido planeado como la plaza principal del pueblo, ya se encontraba flanqueada, de un lado por el colegio, y del otro, por la nueva Iglesia. No en tanto, la sustitución total y rapidísima de un pueblo que había nacido en las cercanías del campamento, por otro, fue un hecho por demás interesante para ser apreciado. Una Flor Blanca en el Cardal
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La demolición del rancherío que estaba fuera de línea, no fue sin embargo, cosa de días, ni tan fulminante así, pero al fin fue desapareciendo la primitiva aldea de barro, dando lugar a edificaciones de material, y de azoteas. Ese crecimiento brusco en los tres últimos años de la guerra, fue narrado por don Cayetano Ribas, que así tan bien lo describe en una crónica aparecida en el periódico “El Siglo” en mayo-junio del 67, bajo la firma de “Progresista”. Volviendo a lo principal del tema y a los quehaceres eclesiásticos, el convincente y persuasivo cura Ereño, en Septiembre de 1849, descubriendo la importancia que tomaba cuenta del lugar y, presintiendo que estaba en la hora de llevar adelante sus sueños, y los de otros, logró erguir la iglesia de San Agustín, permitiéndose cimentarla en el terreno que había sido donado por don Tomás Basáñez, perpetrando en el mismo una construcción que fue elevada en honor a Agustina Contucci, la esposa-sobrina del jefe sitiador. Siendo este cura un hombre de pasiones fuertes, y elocuente en la hora de recomendar a Dios a quien lo ayudase a construir su sueño, pronto obtuvo una donación de 4 mil pesos de uno de sus queridos feligreses, y como si
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fuese poco, consiguió que el mismo General Oribe contribuyese mensualmente con algunos pesos. No satisfecho con el valor de las dádivas de sus feligreses, por algún motivo que aun no ha sido muy bien esclarecido, también logró que se destinase a su iglesia, el rembolso de un tanto por cada piel de animal vacuno y caballar que se embarcaban por el puerto del Buceo, dársena exclusiva del gobierno sitiador. Rápidamente las arcas de su iglesia ya estaban llenas de pesos fuertes y otros metales preciosos. Ese mismo mes –allí todo ocurría con mucha prisa-, se escrituró la plaza, la iglesia y el colegio, por cesión de parte, y permuta de unas tierras por otras, las que pertenecían al “salvaje unitario” Juan Miguel Martínez, antes de que se llevara a efecto el confisco por el gobierno del Cerrito. Es necesario registrar que durante todo el desarrollo de la erección de su obra apostólica, el cura Ereño jugó el rol de sobrestante, mayordomo, ecónomo, síndico, tesorero, recaudador, pagador y contador. A pesar de no llevar libros de registro, sus apuntes estaban escritos en largas tiras de papel.
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Del mismo modo, aquí cabe acrecentar que los constructores responsables por erguir la flamante iglesia de San Agustín, fueron los recién llegados catalanes: Vicente Mayol y Antonio Fontgibell. Tan loable esfuerzo no merecía empeño menor, y por ese motivo, el día 12 de octubre y durante los subsecuentes, la llegada de cuatro Batallones del Ejército bajo el mando del Coronel Lasala, dieron significante brillo a los festejos populares que fueron organizados para la inauguración a esta iglesia aun sin su torre. Pero tan memorable agasajo, igualmente requería una presencia mayor, sin embargo, por encontrarse padeciendo de un ataque bilioso intestinal, el cual se lo trataba tomando leche de burra, el General Manuel Oribe no pudo comparecer a la fiesta, delegando el acto de presidir la ceremonia, a don Bernardo P. Berro. En ese día, don Carlos Anaya fue padrino de la iglesia inaugurada, y a don Pedro Olave le cupo apadrinar las flamantes campanas. Las ocurrencias de esa villa también mudaban muy repentinamente, una de ellas cuenta sobre la petición firmada en 8 de febrero 1854 por feligreses de la parroquia de San Agustín, -78 damas locales y 605 caballeros-, Una Flor Blanca en el Cardal
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enviada al Coronel Flores, en ejercicio entonces del Poder Ejecutivo del país pacificado, donde estos deseaban que se incluyera al cura Domingo Ereño, desterrado político, en el decreto de amnistía del 27 de enero del mismo año. Entendían que de esa forma, volvería así la iglesia de la Unión, a contar con su antiguo pastor, violentamente sustituido en diciembre de 1853, no por las autoridades eclesiásticas, sino por quien dirigía el famoso Triunvirato. No en tanto, el pedido no tuvo andamiento. Resulta que antes de producirse la muerte de Monseñor don Lorenzo Fernández en 1854, que había sido rector de la Universidad, presidente de la Asamblea de Notables y Vicario Apostólico del Estado, éste dejó nombrado por escrito, con la anuencia de Gobierno, al padre Reyna como su sucesor. Sin embargo, el padre Rivero, que había sido Vicario de Oribe, presentó un documento que, según consta, lo nombraba a él como provicario; un manuscrito que, más allá de desdecir el otro nombramiento, también contaba con la misma firma del Monseñor Lorenzo Fernández. Ni corto ni perezoso, el cura Reyna reclamó de su autenticidad, y existen discusiones en torno del contenido, ya que éste habría sido llenado por el entusiasta cura Una Flor Blanca en el Cardal
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Domingo Ereño, sobre una hoja firmada en blanco por el fallecido Monseñor. Por causa de este episodio, se puede comprender la ciclópea fobia con la cual el padre Reyna persiguió posteriormente al brioso cura-soldado de la Unión, hasta finalmente conseguir llevar al General Flores, el pedido para que alejara a su desafecto definitivamente del país. Observándolo desde otro ángulo, el episodio no deja de ser una lucha político-partidaria, ya que Lorenzo Fernández y Reyna eran partidarios de las divisas coloradas, y contaban con el apoyo del colorado Flores, mientras que los curas Ereño y Rivero, blancos hasta la médula, no tuvieron apoyo del General Oribe que, en ese momento, se encontraba en viaje por Europa. Finalmente, el pleito fue a parar en Roma, y el papa Pio IX zanjó la dificultad con el nombramiento de un tercero, José Benito Lamas. Como vimos, ya finalizada la Guerra Grande, Venancio Flores finalmente lo destierra, pasando Ereño a residir en Villaguay (Argentina), y luego en el pueblo de Concepción del Uruguay, donde contaba con el apoyo del entonces brioso Urquiza. Los años y las rijas políticas se siguieron conforme lo destacamos anteriormente, y hasta alcanzar el año 1861. Por Una Flor Blanca en el Cardal
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esta época, el cura Ereño andaba ventilando su sotana y sus ímpetus
por la región de
Entre Ríos,
Argentina,
desempeñándose como párroco de Concepción de Uruguay, ya que Salto no lo aceptó en su iglesia, lugar al que había sido designado anteriormente. En ese momento, éste cura conflictivo alternaba su devoción religiosa con la delicada y compleja función de ser el agente político del General Urquiza. Fue con ese empeño, y ejerciendo con gran habilidad su función políticaepiscopal, que se convirtió en el verdadero nexo entre el Señor de San José (Urquiza), y los suplicantes blancos que llegaban hasta él por diversos requerimientos, y por ellos conocer la influencia directa que el cura ejercía junto al caudillo entrerriano. Como ya lo registramos y luego lo veremos en detalles, por ese periodo sobrevino el sanguinario ataque a Paysandú. En ese episodio, el cura trata por todos los medios de apoyar a los infortunados blancos, defensores de esa ciudad, pero el ajustado cerco a que es sometida ésta, le impide hacerlo. Siendo el cura un hombre de exaltadas convicciones y pasiones fuertes, una vez finalizada la batalla, no tuvo vacilaciones sobre su fe, y el vizcaíno Ereño, en 1866, a Una Flor Blanca en el Cardal
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través de su cuñado Pedro M. Aramburu, logra recuperar los restos del General Leandro Gómez que, descarnados que habían sido sigilosamente, estaban aun en poder del Dr. Vicente Mongrell, quién los había retirado de la fosa común donde fuera sepultado. Depositados ahora en manos de Ereño, éste los guardó en la iglesia y no se apartaría más de ellos, recogiéndolos con devoción por el resto de sus días para darles en la aldea de Concepción, un cálido descanso final. Posteriormente, cuando Timoteo Aparicio iniciaba una nueva revolución en 1870, Buenos Aires cae presa de la fiebre amarilla. En ese momento, Ereño prestaba allí sus servicios como voluntario, pero finalmente contrae la enfermedad y fallece el 23 de marzo de 1871.
Acorralado entre el Rencor y la Insidia Leandro Gómez llegó al mundo el día 13 de marzo de 1811 en la ciudad de Montevideo, viniendo a fallecer trágicamente en la ciudad de Paysandú, el día 2 de enero de 1865. Mismo habiendo sido comerciante en su juventud, posteriormente escogió la carrera militar, y terminó siendo especialmente conocido, entre varias hazañas, por su Una Flor Blanca en el Cardal
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heroica defensa de la ciudad de Paysandú en 1864, al término de la cual fue ejecutado. Hijo de Roque Gómez, natural de Galicia, y de la montevideana María Rita Calvo, era el hermano menor del General Andrés A. Gómez (1798-1877). Tal vez por influencia de éste, en 1837, por ocasión de la revolución organizada por Fructuoso Rivera contra el Presidente Manuel Oribe, se incorporó a las milicias de la capital (blancas), con el grado de Capitán de Infantería. Tras la renuncia forzada de Oribe, él pasó a la Argentina luchando a las órdenes del Presidente depuesto, actuando en gran parte de la campaña contra Juan Lavalle, la fase argentina de la Guerra Grande. Tras la derrota y muerte de Lavalle, participó en la Batalla de Arroyo Grande como ayudante de campo del General Oribe. Se hizo notorio al establecerse el “Sitio Grande” de Montevideo, en 1843, durante el mismo periodo de la Guerra Grande. Los registros muestran que se estableció con las fuerzas de Oribe en el Cerrito de la Victoria durante el Gobierno Paralelo al del Montevideo sitiado. Allí, Leandro Gómez fue designado como Oficial Ayudante del General, y ocupando otros cargos en el ejército sitiador de Montevideo hasta la capitulación del 8 de octubre de 1851. Una Flor Blanca en el Cardal
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Tras un tiempo alejado del Ejército, posteriormente se reincorporó al mismo y fue promovido al grado de Sargento Mayor en 1858, al año siguiente al de Teniente Coronel, y finalmente en 1860, al de Coronel de Milicias. En 1861 fue designado Oficial Mayor del Ministerio de Guerra y Marina. En 1863, el General Venancio Flores que, como lo hemos dicho, había participado en la campaña de Lavalleja luego del desembarco de los “Treinta y Tres Orientales”, y actuado en numerosas instancias militares y políticas del país, y nombrado Presidente de la República por un breve período; en ese año promovió desde la Argentina, un alzamiento contra el gobierno del Presidente Bernardo Prudencio Berro. El Coronel Leandro Gómez fue entonces destinado como Adjunto al Estado Mayor del Ejército del Gobierno, actuando en diversos lugares del territorio uruguayo. En tal calidad, con el grado de Coronel del Ejército Nacional, participó en el combate de Las Cañas, ocurrido en el departamento de Salto, a orillas del arroyo del mismo nombre, afluente del Arerunguá, que tuvo lugar el 25 de julio
de
1863,
integrando
las
fuerzas
gubernistas
comandadas por el General Diego Lamas, las que fueron Una Flor Blanca en el Cardal
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derrotadas pero lograron retirarse hacia la ciudad de Salto en una brillante maniobra militar. Gómez fue nombrado primeramente
Comandante
Militar
de
Salto,
pero
prontamente fue transferido en el mismo cargo a la ciudad de Paysandú. Las fuerzas revolucionarias del General Flores atacaron Paysandú en 1864, siendo en definitiva rechazados por el ejército gubernista al mando de Leandro Gómez, en una acción que motivó que el Gobierno de Montevideo lo ascendiera a Coronel Mayor y designara a sus soldados como “beneméritos de la Patria”. Sin embargo, poco después, en octubre de 1864, el ejército de Flores volvió a atacar Paysandú, contando esa vez con el apoyo de la fuerte escuadra brasileña y tropas argentinas por tierra, estableciendo un jaque que cercó la ciudad por tierra y por agua. Dando continuidad a las ocurrencias, el 3 de diciembre, Flores decide enviar una última exigencia de rendición, que prontamente fue devuelta por Leandro Gómez con una lacónica respuesta: “Cuando sucumba”. Sulfurado con la respuesta, el 6 de diciembre de 1864, al despuntar las primeras luces de la aurora, la artillería de Venancio Flores comienza el bombardeo de la ciudad de Una Flor Blanca en el Cardal
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Paysandú. A continuación, la Escuadra brasileña se suma al ataque desde los buques Belmonte, Araguay y Paranahyba. Era el preámbulo del ataque a la plaza, que se produjo minutos después. Ante la precariedad de la situación, Leandro Gómez ordenó que la banda de música ejecutara marchas militares, mientras, determinado, él recorría las calles a caballo. Cuentan que en el primer día de hostilidades, cayeron sobre Paysandú, más de 700 bombas y granadas. Sin embargo, las fuerzas de Flores, a las que se habían sumado un cuerpo de tropa de desembarco brasileño de 300 hombres, no culminó con éxito el avance dirigido sobre las trincheras del sur. El 9 de diciembre de 1864, Leandro Gómez envía una carta al Padre Ereño, el que todo lo acompañaba afligido desde Concepción del Uruguay, y en ella le escribe: “El combate sigue, antes de rendirme, he resuelto hacer volar Paysandú”. En los días consecuentes, sigue el bombardeo sobre la ciudad. En una pausa del combate, se produce la evacuación de las familias Orientales y extranjeras que aun no habían abandonado la plaza, enviándolas hacia las islas del Río Uruguay. No obstante, mismo estando bajo una gran Una Flor Blanca en el Cardal
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amenaza, muchas familias decidieron correr la suerte de los suyos permaneciendo en la ciudad; tal el caso de la viuda del Dr. Berenguell, y sus hijas, que colaboraban en el hospital de sangre instalado en la escuela pública. Cuando amaneció el soleado día 10 de diciembre de 1864, Leandro Gómez envía una nota al Presidente Aguirre, relatando su determinación de forma lacónica: “Si la pólvora se nos acaba, las lanzas y bayonetas están aguzadas, las espadas y facones cortan y entonces el combate será cuerpo a cuerpo, pero Paysandú, convertido ya en ruinas, no se rinde; tal es mi voluntad y la de todos éstos orgullosos y bravos orientales que me rodean, cuyo valor se reanima mil veces contemplando el pabellón de la Patria que tremola en los edificios más altos de la ciudad”. La
escuadra
brasileña
continuó
bombardeando
incesantemente la ciudad con sus piezas artilleras, debiendo evacuarse de ella a casi todas las mujeres, niños y ancianos. Mientras tanto, la dotación militar de Paysandú continuaba a sufrir enormes bajas, empero, igual resistía bravamente un asedio
que
ya
duraba
dos
meses,
negándose
terminantemente a la rendición propuesta por los atacantes. Una Flor Blanca en el Cardal
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Siendo éste punzante hecho, el fragor de la primera acción de guerra perpetrada por la Triple Alianza, -el ataque a Paysandú-, se percibe que el General Urquiza permanece impasible en Entre Ríos, sereno ante el clamor de los federales entrerrianos que se salían de la vaina por acudir en ayuda de sus “hermanos orientales”. Muchos ya no confiaban de don Justo, y algunos cruzan asimismo el río Uruguay; entre ellos Rafael Hernández, hermano del famoso autor de la obra “Martín Fierro”, quien salva milagrosamente su vida luego de la caída de Paysandú. “La heroica Paysandú” resiste por varios días el furioso ataque perpetrado por tropas muy superiores, incluyendo el pesado bombardeo de la escuadra brasilera, que era abastecida en pleno día en la rada de Buenos Aires por el gobierno de Mitre, quien en su momento se decía “neutral”. Por ese entonces, el padre Ereño le reclama a Urquiza: “Estoy llorando, Sor. Gral., de rabia y de desesperación a presencia del crímenes tan atroces que se perpetran bajo capa de libertad y civilización en el año 64” (recopilación de Fermín Chávez, en “José Hernández, pluma y espada de la Confederación Argentina”).
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Dando proseguimiento a los hechos de aquellos días, en ese entre tanto, el jefe colorado le pide a Urquiza que le venda unos “caballos marca flor” que necesita, y don Justo le contesta el 16 de diciembre por intermedio de Melitón Lescano: “Nuestro amigo Enrique Castro me escribe pidiéndome unos caballos de mi marca y le contesto que yo no mando caballos marca flor a los aliados de los macacos”. Sin embargo, sabemos que el General estanciero de San José no perdería la venta y, en la carta enviada a Lescano, lo ordena que buscase diez o doce caballos “por ahí”, y se los enviara al jefe colorado. De la misma manera, la historia cuenta el General tampoco perdería un gran negocio de caballos con “los macacos” a quienes más tarde les vendería prácticamente toda la caballada entrerriana. El día 1° de enero de 1865 comienza la matanza, y el “Diario del sitio y defensa” da el siguiente detalle: “A la una de la tarde es muerto de un balazo de fusil el coronel Tristán Azambuya. Así, sin disminuir pelea, viene la noche. La mitad de la guarnición ha quedado fuera de combate, y por falta de gente no es posible enterrar nuestros Una Flor Blanca en el Cardal
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muertos queridos. ¡Duerman en paz al pie de los débiles y arruinados muros que con tanta valentía
defendieron!
¿Cuántos
seguirán
mañana? ¡Pero morir por la patria es gloria! Somos dignos de Artigas y de los Treinta y Tres. Nuestra sangre no ha degenerado”. (Apuntes de Julio Cesar Vignale, en “Consecuencias de Caseros”. 1946). La región de Entre Ríos entera, se desespera por la agresión a Paysandú y ante la pasividad del señor General de San José. Un testigo urquicista, Julio Victorica, frente a los estragos causados por los cañones brasileños, comenta: “La contemplación paciente de semejante cuadro era insoportable. Entre Ríos ardía indignado ante el sacrificio de un pueblo hermano, consumado por nación extraña. El general Urquiza no sabía ya cómo contener a los que no esperaban sino una señal para ir en auxilio de tanto infortunio” (aporte de Julio Victorica.
“Reminiscencias
históricas”,
en
Revista de Derecho, Historia y Letras, tomo VI. Buenos Aires, 1900). Ante los hechos, el General Urquiza permanecía imperturbable. Una Flor Blanca en el Cardal
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El día 2 de enero de 1865, finalmente, los atacantes entraron al asalto de la ciudad, todavía defendida por unos 700 soldados y oficiales gubernistas al mando del tenaz General Leandro Gómez. Ese día el combate fue encarnizado y, definitivamente, terminaron derrotados los valerosos defensores. Leandro Gómez fue tomado prisionero por un oficial brasileño, pero rechazó el ofrecimiento que éste le hacía, de protegerlo de sus compatriotas. El después General Francisco Belén le ofreció la garantía de su vida en nombre de Flores, pero por orden del General Gregorio Suárez, fue fusilado en plena calle junto a varios de sus oficiales. Un proveedor de las fuerzas de Flores arrancó la larga barba del cadáver; en días posteriores los oficiales vencedores utilizaron el despojo como trofeo de guerra y objeto de burla. Este episodio de la historia de las guerras civiles uruguayas,
quedó
conocido
como
“La
defensa
de
Paysandú”, a veces aludido simplemente como “La defensa”, y ha llevado a que la ciudad haya sido designada como “La heroica Paysandú”. Posteriormente, la figura del orgulloso General Leandro Gómez, terminó siendo reconocida como un Una Flor Blanca en el Cardal
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ejemplo de valor militar, y exaltada -particularmente por los allegados al Partido Nacional-, como uno de los grandes héroes de la historia de Uruguay. Luego de su perentoria ejecución, su cuerpo fue cremado en secreto por algunos de sus oficiales, y sus restos fueron llevados a Concepción del Uruguay, donde quedaron a cargo del cura revolucionario que todos ya conocemos. Subsiguientemente, desconfiando de que lo fueran a arrestar, el cura Ereño le entrega la urna a una vecina de su confianza, quien a su vez, debido a su edad, se los deja a un familiar del General Gómez en Buenos Aires. En 1884, amigos y familiares, contando con el apoyo del Presidente Máximo Santos, finalmente logran hacerle un ceremonial y enterrar sus restos en el cementerio central de Montevideo.
Un Proyecto para la Posteridad El día 3 de mayo de 1803, nace en Córdoba del Tucumán, Argentina, José María Reyes. En su juventud, fue a cursar estudios en la ciudad de Buenos Aires y, muy joven, se incorporó al ejército, en el arma de artillería.
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Fue ascendido a Sargento Mayor, graduado luego después de la batalla de Ituzaingó el 20 de febrero de 1827. Al vincularse con Oribe, se siente atraído por sus idearios y no pierde tiempo para incorporarse al sitio de Montevideo en febrero de 1843. Debido a sus conocimientos y al trazo firme de su pluma, Reyes fue el encargado de trazar las necesarias fortificaciones del Cerrito de la Victoria, así como del importante establecimiento de las líneas de ataque y defensa delante de la capital asediada. Además, tuvo a su cargo la dirección de los talleres de confección de pólvora y pirotecnia, la fundición y salitrera que proveyeron por un buen tiempo a las fuerzas de ataque oribistas. Tuvo asimismo otros cometidos civiles durante aquel tiempo, como fueron el planteamiento de la Villa de la Restauración, los proyectos del edificio llamado del Colegio, y el de la Iglesia de San Agustín, y otros no menos notorios. El ingeniero Reyes, como era conocido por sus allegados, fue quien presentó a Oribe la primera carta topográfica de la República, trazada por su propia mano. Falleció el 5 de agosto de 1864.
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El Melodrama de la Delfina Es 28 de junio de 1839: un día de invierno en Arroyo de la China (actual Concepción del Uruguay). Acaso es también un día de fiesta (aunque amarga y secreta) para Norberta Calvento, la señorita cuarentona que oye, desde la sala, el paso demorado de un ataúd. Sus ropas de luto no se deben por cierto a la muerta reciente que transita sobre la calle despareja. Desde hace dieciocho años, viste de negro por un hombre que le pertenecía y que esa muerta próxima supo robarle con descaro. Ahora tiene el consuelo de ver pasar, como reza el proverbio árabe, el cadáver de su enemiga. Tampoco ésa, la extranjera, ha tenido derecho, ni legal ni celestial, a llamarse viuda. “¿Pero es que le habría importado eso a la manceba?”, se tortura Norberta. Las noticias del día siguiente la desalientan por completo. La Delfina ha muerto a solas, anticipándose al tango, “sin confesión y sin Dios, crucificada a su pena, como abrazada a un rencor”. Nada debió de inquietarle la bendición de un fraile a la que se animaba a presentarse ante el Supremo de los Supremos, tan arrogante y desnudo de toda protección como se había presentado una vez ante el Una Flor Blanca en el Cardal
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Supremo Entrerriano. Si algo faltaba para cerrar el círculo de un melodrama ejemplar, la misma Norberta se encargaría de proveerlo años más tarde, cuando, por su expreso pedido, sería amortajada con el traje de bodas cosido en vano para su casamiento. Pocas historias cumplen, en efecto, los requisitos de la pasión romántica con la perfección del ya legendario amor entre el caudillo Francisco Ramírez y su cautiva portuguesa, por todos conocida como La Delfina. Hay un héroe indiscutido (Ramírez) que, como deben hacerlo los amados de los dioses, muere joven; hay una mujer fatal (Delfina), tan bella como enigmática, que lo lleva involuntariamente a la muerte. No faltan dos personajes secundarios que completan el episodio: una víctima inocente de la gran pasión (Norberta, la novia abandonada) y un presunto traidor al héroe, por ambición y celos (el entonces coronel Lucio Norberto Mansilla). Se trata de un amor entre enemigos, y también entre un “Príncipe y una Cenicienta”. Un amor que ignora bandos y jerarquías, que rompe convenciones, que lleva su desafío hasta el último extremo. El héroe: Ramírez era hijo de familia decente, de recursos. Su padre, Juan Gregorio, paraguayo, marino fluvial y propietario rural; su madre, Tadea Florentina Una Flor Blanca en el Cardal
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Jordán, nativa de la provincia, dueña también de algunos campos. Leandro Ruiz Moreno sostiene que por la rama paterna se hallaba emparentado con el marqués de Salinas, y por la materna, con el virrey Vértiz y Salcedo. Más allá de estos encumbrados antecedentes, lo cierto es que Francisco Ramírez fue ante todo hijo sobresaliente de sus propios actos. Pasado ya el furioso fervor liberal y porteño contra los caudillos provincianos, que animó, entre otros, los textos de Vicente Fidel López, bien pueden verse hoy en esos actos
también
virtudes
cívicas
y
civilizadoras
no
reconocidas antes, como ocurre con la ley de enseñanza primaria obligatoria, la fundación de escuelas, los avances en la institucionalización política de la Mesopotamia argentina. Pero para la construcción del mito no son tales aportes, sin duda encomiables, los que cuentan. Desde su temprana actuación, a los veinticuatro años, como chasqui de la Independencia, en los albores de la Revolución de Mayo, lo que distingue a Ramírez entre otros es su clarividente valentía y la suerte prodigiosa que acompaña sus empresas. Sabe disciplinar a los propios, emboscar y sorprender a los ajenos. Es él quien arrea todo el ganado que encuentra al paso, y se acerca a Buenos Aires, envuelto en Una Flor Blanca en el Cardal
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polvo, fragores y bramidos, desconcertante, temible, sin que se sepa cuántos hombres comanda realmente. Es él quien ordena el cruce del Paraná, de noche, y hace nadar a los soldados gauchos asidos a la cola de los caballos para tomar, al día siguiente, la ciudad de Coronda. Es él, también, quien vence siempre, aun con tropas diezmadas; quien confunde el sendero del enemigo, o lo apabulla con un coraje ostentoso, hasta la última y definitiva batalla, que será también su primera derrota. Cuando conoce a Delfina, aún es aliado del santafecino Estanislao López y de José Gervasio Artigas, en contra del Brasil y de Buenos Aires. Después de ganar en Cañada de Cepeda, en 1820, López y Ramírez entran en la ciudad del Puerto, pero no abusan de su triunfo. Su escolta es reducida y no se muestran proclives a la exhibición afrentosa ni a las indiscriminadas represalias (Ramírez acaba de perdonarle la vida a su primer jefe, el Director Supremo Rondeau, a quien descubre oculto en unos pajonales). Su único gesto de barbarie (o, simplemente, de afirmación victoriosa) es atar sus caballos a las rejas de la Pirámide de Mayo. Suscriben, con Buenos Aires, el Tratado del Pilar, a costa, para Ramírez, de un nuevo enemigo:
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Artigas, que le declara la guerra por no haber sido consultado a tal efecto. Aunque el Caudillo Oriental sale perdedor en la contienda,
pronto
el
entrerriano
se
encontrará
completamente solo: en 1821, roto el Tratado del Pilar, López pacta con Buenos Aires, que ya tiene otros gobernantes. Podría decirse, sin embargo, que la soledad de Ramírez es la de la gloria, o la que le decreta la envidia de sus rivales. Por un abrumador plebiscito, Don Pancho es consagrado
gobernador
supremo
de
la
República
Entrerriana, que reúne las actuales Entre Ríos, Corrientes y Misiones. ¿Un reino propio, como aventura el poeta Enrique Molina? Sólo en algunas exterioridades fastuosas, porque El Supremo piensa en constituciones modernas, sin monarcas. Esto no le impide entrar en Corrientes con esplendor: bien vestidos (ha mandado hacer uniformes para todos sus hombres en Buenos Aires) él, los suyos y La Delfina, que gasta traje de oficial y chambergo con la misma pluma de avestruz que rubrica el escudo de la nueva república. En las galas de sociedad, Delfina, no obstante, sabrá cambiar el chambergo por las flores y la peineta, y el sable por el abanico. Luego, en el campamento de La Bajada, donde Una Flor Blanca en el Cardal
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habrá bailes, títeres, juegos de naipes, riña de gallos, carreras y hasta corridas de toros, dejará el abanico por la guitarra en la que –dicen-, es diestra. Hacen bien en multiplicar expansiones y dispendios. Aún no lo saben, pero a su pasión pública le quedan pocas horas de fiesta. La mujer fatal: La Delfina es un personaje definido mucho más por las incertidumbres que por las certezas. Ni siquiera se sabe si Delfina corresponde a un nombre o a un apellido (se la ha llamado también María Delfina). Su origen familiar, su posición social, han sido objeto de fluctuaciones similares: si unos la creen hija bastarda de un virrey brasileño, otros la suponen humilde recogida por una familia estanciera. Hay quien dice que marchó a la campaña contra el General Artigas siguiendo, fraternalmente, a un miembro de esa misma familia, mientras que otras voces menos corteses la toman por ramera, o la hacen amante de algún oficialito. Hasta su belleza (de consenso indudable), está signada por lo impreciso. Como ocurre con Francisco Ramírez, nadie sabe a ciencia cierta si fue rubia o morena, blanca o mestiza. Alguno (el poeta Molina), le atribuye voz de sirena criolla y destrezas musicales. No se sabe si alcanzó también el desahogo de expresarse en letra escrita. Criada en el campo, Una Flor Blanca en el Cardal
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en Río Grande do Sul, acaso ni siquiera haya cursado la enseñanza primaria, la única que se les impartía incluso a los varones, aunque fuesen hijos de familias acomodadas, como el propio Ramírez. Otro rasgo de La Delfina es indiscutible: era una mujer valiente de puertas afuera (porque también hubo muchas y anónimas guerreras domésticas que en las más duras adversidades sostuvieron, ellas solas, sus familias). Su valor era llamativo, exhibicionista. Amaba los uniformes vedados a su sexo y los lucía, según parece, con gallardía inolvidable. No eran sólo una forma elegante de travestismo, sino verdadera ropa de trabajo: acompañó a su Pancho como coronela del Ejército Federal en todas las batallas, aunque esa dulce compañía le significó a su amante la muerte. Delfina aparece en este sentido como contrafigura de otra guerrera: doña Victoria Romero de Peñaloza, más eficaz que ella en las lides militares, y que por salvar (con éxito) a su marido, el Chacho, recibió la herida en la frente inmortalizada por la copla popular. ¿Por qué, siendo su cautiva y virtual esclava, se enamoró de Ramírez, y por qué éste, dueño todopoderoso, la convirtió en reina sin corona? Mucho se ha escrito sobre Una Flor Blanca en el Cardal
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el estado de cautiverio femenino: crónico y también fundacional en la especie humana, donde el sexo, con el extraordinario poder de gestar y reproducir (y por ello reducido a la subordinación y el control), fue siempre botín de las guerras y prenda de las alianzas. Susana Silvestre, en su biografía amorosa de la singular pareja, dedica páginas lúcidas a la historia de las cautivas rioplatenses, mediadoras, con su cuerpo, entre dos mundos. Podemos suponer que a ella no le fue difícil dejarse encantar por Ramírez, hombre joven, en el cenit de sus talentos y de su buena estrella, cuyo carácter “despejado y audaz, amplio y prestigioso, con algo de artista”, es reconocido incluso por Vicente F. López. Las prendas personales del caudillo y la oportunidad de un fulgurante ascenso hacia el poder y la gloria, marchando y mandando a su lado como si fuera un hombre, debieron de mezclársele en una irresistible combinación afrodisíaca. Y Ramírez, ¿qué vio en Delfina?, para que una modesta cuartelera presa, lograra encadenar a un varón que podía disponer de todas las mujeres, y hacerle olvidar sus serios compromisos matrimoniales con la hermana de un amigo íntimo. Debió de ser algo más que un cuerpo atractivo y una sensualidad bien dispuesta. Dulzura (la de la Una Flor Blanca en el Cardal
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música, la de su lengua madre) habría, sin duda, en ella; no la pasividad o la excesiva facilidad, que matan el deseo. Cautiva, pero brava seductora; sin remilgos, aunque orgullosa en su indefensión, seguramente supo darse exigiendo, y ganó la batalla con Ramírez desde el primer encuentro, cuando el placer total, correspondido, borró la asimetría entre vencedor y vencida, y los dos fueron, uno del otro, prisioneros. El traidor: En todo humano paraíso hay una serpiente, y ese papel parece tocarle aquí a don Lucio Norberto Mansilla, futuro padre de Eduarda y de Lucio, entonces un joven coronel porteño con mundana cultura y sólidos conocimientos técnicos que puso, durante un tiempo, al servicio de Ramírez. Horacio Salduna, biógrafo del Supremo
Entrerriano,
le
achaca
a
Mansilla
la
responsabilidad mediata de su catastrófico final. Los dos hombres habían entrado en contacto durante las hostilidades entre Artigas y Ramírez, después de 1820. Mansilla colabora con sus trescientos cívicos y queda sellada una amistad marcial que no será duradera. Cuando Buenos Aires y López se vuelven contra Ramírez, que prepara -nada menos- una gran campaña con el fin de recuperar el territorio paraguayo para la Argentina, Mansilla Una Flor Blanca en el Cardal
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se echa atrás, argumentando que no desenvainará la espada contra su ciudad de nacimiento. Ramírez acepta esta disculpa plausible, aunque le solicita que al menos conduzca a la infantería desde Corrientes hasta Paraná. Mansilla acata, pero no cumple. Su defección priva a Ramírez de las fuerzas imprescindibles para enfrentar a López, a Bustos y a Lamadrid y lo precipita hacia la ruina. Salduna
considera
premeditada
la
traición
de
Mansilla, que se habría comportado desde el comienzo como infiltrado porteño. Buenos Aires y Santa Fe lo ayudarán, luego de la muerte de Ramírez, a coronar ambiciones personales con el cargo de gobernador de Entre Ríos. A la codicia política se habría sumado otra de distinto orden: Mansilla deseaba, también, los favores de La Delfina, como lo prueba la correspondencia intercambiada con el comandante Barrenechea, al que, ya desaparecido Ramírez, envía –inútilmente- corno celestino. El final: los testimonios próximos al hecho y la memoria popular sostuvieron siempre que Francisco Ramírez murió en el intento de salvar a Delfina de la partida enemiga que la había echado en tierra y comenzaba a desnudarla. Aunque hubo intentos de atribuir su muerte a
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otros motivos, se han desacreditado detalladamente estas pretensiones. Después de que muriera, Ramírez fue decapitado y su cabeza, embalsamada, conoció en Santa Fe el escarnio público. Su amada logró volver a Arroyo de la China, donde lo sobrevivió por dieciocho años. Susana Poujol (en: La Delfina, una pasión), la imagina prisionera (al final, voluntaria) de la novia olvidada, Norberta Calvento, unidas ambas por el recuerdo y la soledad. Quizá no estuvo tan sola; después de todo (la carta de Barrenechea a Mansilla hace suponer que la cercaba, al menos, un cortejante Oriental ilustre), pero no se casó ni engendró hijos, y no intentó, tampoco, volver a su tierra natal. Tal vez en toda esta historia de amor y muerte haya una insospechada ganadora encubierta: Norberta, cuyo deseo, por incumplido, nunca pudo gastarse. Como la Magdalena de “El ilustre amor” (Mujica Lainez), también, acaso, llegó a la tumba como un ídolo fascinador, envuelta en el vestido blanco de la única que pudo llamarse novia del Supremo Entrerriano.
Una Estirpe Emblemática Una Flor Blanca en el Cardal
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De acuerdo con lo que apunta Florencia Lanús en su obra “Tradición de familia en lenguaje familiar”, esta nos dice que: “Fue la familia del General Viamonte una de las que con más ferocidad se ensañó Rosas”. Sin embargo, al identificar ciertos nombres de sus emparentados, sus ligaciones con los hechos acaecidos en el siglo XIX en una y otra orilla del Plata, nos sugieren algunas dudas. Pero antes de concluir nuestro pensamiento, veamos lo que la familia narra en su sitio oficial:
La Familia del General Viamonte: Del hogar formado por el general Juan José Viamonte y Bernardina Chavarría tenemos noticias de que nacieron nueve hijos; de Mª del Tránsito y de Wenceslada sólo sabemos que fueron bautizadas, por lo que las creemos muertas infantes; muertos sin descendencia sus dos hijos varones, sus cinco hijas restantes procrearon a treinta y cuatro nietos: Bernabela Viamonte, bautizada en Buenos Aires el 18 de diciembre de 1810 y fallecida el 15 de diciembre de 1863; casada el 20 de mayo de 1834 con Francisco Genaro Molina y González de Noriega, bautizado en Buenos Aires Una Flor Blanca en el Cardal
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el 19 de septiembre de 1810 y fallecido el 20 de mayo de 1877; hacendado, comerciante, banquero, diputado a la legislatura desde 1859, vocal del Crédito Público Nacional desde 1874, hijo de Juan Fernández de Molina y Obregón, nieto de Cangas del Tineo, obispado de Oviedo (Asturias, España), donde nació en 1773, estanciero, comerciante y banquero, su nombre figura entre los asistentes al cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, falleció en Buenos Aires el 31 de agosto de 1841 (Leg. 5763 Tribunales, 1863); y de Ramona González de Noriega y Gómez Cueli, bautizada en Buenos Aires el 29 de mayo de 1781 y fallecida el 3 de agosto de 1862, quienes habían contraído matrimonio en Buenos Aires el 15 de marzo de 1799. Fueron hijos de este matrimonio: 1)
Francisco Molina Viamonte, c.c. Ana Salas y
Larravide, hija de José Gabino de Salas y del Sar, y de Josefa de Larravide y González de Noriega; c.s. 2)
Bernardina Genara Molina Viamonte, b. en Buenos
Aires el 3 de febrero de 1837, casada 1ª c. Luis Gómez Taboada y en 2ª con Juan Cruz Vidal Reyes, n. en Montevideo en 1842 y fallecido en Buenos Aires el 20 de diciembre de 1893; c.s. de ambos matrimonios.
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3)
José Simón Molina Viamonte, b. el 26 de enero de
1838, en Buenos Aires. 4)
Lizardo Daniel Molina Viamonte, b. en Buenos Aires
el 9 de enero de 1839 y c.c. Tomasa Méndez Melián; c.s. 5)
Pantaleón José Molina Viamonte, b. en Buenos Aires
el 15 de noviembre de 1840; c.s. 6)
Martiniana Molina Viamonte, c.c. Ramón Ydoyaga
Goicoles; c.s. 7)
Juan José Molina Viamonte, c.c. Saturnina Reyes
Méndez, s.s. 8)
Avelino Molina Viamonte, b. en Buenos Aires el 3 de
febrero de 1851, c.m. el 29 de julio de 1876 con Edelmira Carranza Ballesteros, nacida el 28 de enero de 1856; c.s. 9)
Alberto Albano Molina Viamonte, b. en Buenos Aires
el 20 de mayo de 1853, c.c. Rosa Villafañe Lezcano; c.s. Martiniana Viamonte, nacida en 1804, casada en Buenos Aires el 1 de febrero de 1825 con Marcelino Carranza Vélez, n. en Córdoba en 1790 y fallecido el 8 de noviembre de 1863. Fueron hijos de este matrimonio: 1)
Edelmira Carranza Viamonte, b. el 1 de febrero de
1826 y fallecida el 20 de enero de 1895; c.m. el 19 de diciembre de 1852 con Enrique Yateman Collins, n. de los E.E.U.U.; c.s. Una Flor Blanca en el Cardal
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2)
Eduardo Francisco Carranza Viamonte, jurisconsulto;
b. en Buenos Aires el 14 de febrero de 1827, c.m. 1ª el 4 de enero de 1854 con Vicenta Vélez Sársfield y Piñero, y en 2ª el 3 de noviembre de 1859 con Ana Velásquez González; c.s. de ambos matrimonios. 3)
Demófila Juana Carranza Viamonte, b. el 14 de
febrero de 1828, c.m. el 6 de diciembre de 1848 con Miguel José Esteban de Riglos y Villanueva; c.s. 4)
Marcelino Eduardo Carranza Viamonte, soltero.
5)
Manuel Carranza Viamonte, b. el 12 de diciembre de
1830; falleció soltero. 6)
Emilio Carranza Viamonte, nacido en Buenos Aires en
1831 y fallecido en la misma ciudad el 24 de marzo de 1888, c.m. el 22 de noviembre de 1851 con Indalecia Ballesteros Fornaguera; c.s. Mª del Tránsito del Corazón de Jesús, b. en Buenos Aires el 16 de agosto de 1807. Sin noticias. Wenceslada Micaela, b. en Buenos Aires el 30 de septiembre de 1808. Sin noticias. Jaime Juan José Apolinario Viamonte, b. en Buenos Aires el 3 de agosto de 1811, murió soltero en el Brasil en 1835, a consecuencia de su afección de tuberculosis.
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Isabel Viamonte, nacida el 11 de noviembre de 1812, fallecida el 30 de agosto de 1882, c.m. en Buenos Aires el 17 de mayo de 1842 con Sandalio Mansilla, n. en Buenos Aires el 3 de septiembre de 1809, siendo sus padres Manuel Mansilla, Alguacil Mayor Perpetuo de Buenos Aires y Asunción Obella y Ruiz. Militar. Se distinguió en la Guerra del Brasil y obtuvo su baja en el ejército en 1830 con el grado de sargento mayor. En una carta fechada el 3 de mayo de 1841 dirigida al General Viamonte, exiliado en Montevideo, expresa que su casamiento ha de realizarse con prudencia ya que “había que asegurarse de que la venida y desposorio de Isabel no serán mal recibidas por la política”. Dedicado a los negocios, fue administrador de los bienes de Juan Anchorena, el hombre más rico de su tiempo. Vivía en la calle Esmeralda nº 255 de Buenos Aires, cuando el 24 de febrero de 1871 le encontró la muerte. Fueron hijos de este matrimonio: 1)
Juan José Mansilla Viamonte, b. el 27 de noviembre de
1844 en Buenos Aires. Murió en la misma ciudad de su nacimiento el 10 de agosto de 1916; c.m. el 19 de febrero de 1870 con Clementina Domínguez Gómez, fallecida el 13 de marzo de 1916; c.s.
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2)
Isolina Mansilla Viamonte, fallecida el 26 de febrero de
1922, c.m. el 1 de enero de 1863 con Emilio de Inzaurraga Dutró; c.s. 3)
Concepción Mansilla Viamonte, bautizada el 15 de
febrero de 1849. 4)
Edelmira Petrona Mansilla Viamonte, b. el 19 de
noviembre de 1850, c.m. el 13 de enero de 1864 con Nicandro Dorr Muñoz; c.s. 5)
Isabel Benita Mansilla Viamonte, b. el 3 de junio de
1853 y fallecida el 12 de agosto de 1919, c.m. el 27 de junio de 1874 con Aureliano Dudignac Errasquin, bautizado el 7 de febrero de 1838 y fallecido el 21 de agosto de 1906; c.s. Albana Inocencia Juana Josefa de la Piedad Viamonte, b. en Buenos Aires el 2 de agosto de 1815 y fallecida en 1876, c.m. el 20 de mayo de 1841 con su primo Manuel Illa Viamonte, n. en 1807 y fallecido en Montevideo el 27 de julio de 1887. Fueron hijos de este matrimonio: 1)
Isolina Illa Viamonte, nacida en 1842 y fallecida en
1911, c.m. el 20 de mayo de 1863 con Tomás Eastman, cónsul argentino, banquero, etc.; c.s. 2)
Laura Illa Viamonte, c.m. el 9 de agosto de 1869 con
Federico Hamilton; c.s.
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3)
Albana Teófila Illa Viamonte, b. en Buenos Aires el 27
de abril de 1847 y fallecida el 8 de septiembre de 1887, c.m. el 16 de julio de 1871 con Francisco Alves Guimarães da Cruz Secco, n. de Rio Grande do Sud, Brasil; c.s. 4)
Mercedes Illa Viamonte, b. en Buenos Aires el 22 de
agosto de 1849, c.m. el 31 de diciembre de 1870 con Julio Folle; c.s. 5)
Bernardina Micaela Illa Viamonte, b. en Buenos Aires
el 1 de noviembre de 1851, c.m. el 29 de mayo de 1878 con Ricardo Sardá. 6)
Manuel Illa Viamonte, c.m. el 20 de mayo de 1882 con
Bernardina Sánchez Viamonte, nacida el 13 de septiembre de 1859 y fallecida en Montevideo el 12 de marzo de 1933, s.s. Avelino Viamonte, n. en 1818. Ingresó en 1835 en la Escuela de Náutica de O’Donell. Hacendado, se dedicó a los trabajos de campo en la estancia familiar de San Vicente. Cuando su padre se exilió en 1840 en Montevideo, Avelino pensó que a él no le molestarían al no tener actuación política. Daniel Arana, sabedor del atentado que se iba a producir, avisó del mismo al joven Avelino, quien no tomó en serio la advertencia. En septiembre de 1840, la Mazorca lo sacó de su casa y lo degolló. Sus hermanas Una Flor Blanca en el Cardal
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trataron de salvarle la vida recurriendo a Manuelita Rosas, hija del tirano, quien sin dejar de tocar el piano se negó a interceder ante su padre diciendo “tatita está muy ocupado”.
Su
cabeza
separada
del
cuerpo
fue
horrorosamente exhibida por las calles de Buenos Aires. Su partida de defunción, existente en la Parroquia de San Vicente, Pcia. de Buenos Aires, Libro 2, folio 83, dice que: “El día diez y seis de Septiembre del año mil ochocientos cuarenta, se sepultó en el cementerio de esta Parroquia, el cadáver del finado Abelino Viamont, natural de Buenos Aires, soltero de veinte y dos años de edad, el cual fue ejecutado por unitario”. Pese a la partida de defunción, nunca se encontró el cuerpo. Carmen Viamonte, n. en 1821 y fallecida en Buenos Aires el 25 de agosto de 1903, c.m. el 10 de agosto de 1852 con Julio C. Sánchez, comerciante, banquero, intendente de Marina, etc.; n. en Buenos Aires el 1 de agosto de 1827 y fallecido en 1909, hijo del coronel Modesto Sánchez, revolucionario de Mayo y guerrero de la independencia, escudo de oro de la batalla de Salta, medalla de plata del sitio y toma de Montevideo y medalla y cordón de oro de la batalla de Maipú; y de Mª Luisa Rodríguez Visillac.
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Sobre la misma, nos dice Carlos Sánchez Viamonte en sus memorias: “Mi abuela, que falleció cuando yo tenía doce años, era seis años mayor que mi abuelo. Se habían conocido en el Estado de Río Grande del Sur, en Brasil, durante la tiranía de Rosas”… “La veo sentada, en un sillón o poltrona, abundante y voluminosa como debía ser entonces una matrona porteña. Nos acercábamos a saludarla con un beso respetuoso que nunca pudo ser tierno. Nos inspiraba respeto y un poco de temor. Era la hija del prócer y allí, en su poltrona, recibía el homenaje de toda la familia, muy numerosa, y también de no menos numerosas amistades”. Mimada y respetada por todos, mi abuela era algo así como una institución en la que sobrevivía una época ya perimida”… ”Pienso que a la circunstancia de ser mi abuela la hija del prócer, testigo de muchos importantes episodios históricos que solía relatarnos, aumentaba su significación
personal
el
hecho
de
figurar
como
protagonista en una novela, cuyo autor era Manuel Mª Nieves, y que había sido editada en Barcelona en el año 1857”.
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“El libro se titula “Los Mártires de Buenos Aires o el verdugo de su república”. Un ejemplar de ese libro se exhibe en las vitrinas del Museo Saavedra”. “Mi abuelo paterno presentaba un vivo contraste con su esposa. Seis años más joven que ella, se conservó hasta su muerte en 1909 con una excelente salud. De estatura más que mediana, esbelto y ágil, afectuoso, jovial y vivaz”. De la misma forma, dice de ellos Delfina Bunge de Gálvez, quien también los conociera y frecuentara: “La casa más patriarcal que he conocido. Los viejitos más patriarcales. Y los más simpáticos. La pareja de viejitos más feliz.” “Ella era la viejita clásica, la de los libros de lectura escolar y la de las antiguas novelas, inamovible en su sillón.” “Ella había sido toda su vida, según las crónicas -y lo fue hasta morir- una persona mimada. Creo que nunca fue otra cosa. ¡Como que este oficio lleva su tiempo! Tía Carmencita lo desempeñó de manera simpática; no tiranizando a los suyos, sino pagando mimos con mimos. Atenta a todos y a todo, Su sillón era una fortaleza para los nietos en trance de ser penitenciados. Hallábase a menudo alguno escondido a sus espaldas. La abuela intercedía, y todo quedaba en paz”. Una Flor Blanca en el Cardal
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“Tranquila y suave, sólo un tema sacábala de quicio: Rosas.” “Tío
Julio
parecía
bastante
menos
viejo
que
su
compañera.” “Mejor dotado por la naturaleza: era muy buen mozo. Era distinguido y fino.” “Barba cerrada, casi blanca, bien recortada, y en el resto de la cara un cutis de niño.” “La personificación de la bondad a mis ojos”. “...formaba con su mujer, como lo he dicho, la pareja más feliz.” “De parte de él una bondadosa ironía para con su viejita; de parte de ella, gran solicitud y deferencia. Se querían tiernamente; de esto no había la menor duda.” “Entre ellos yo no vi ni siquiera mal humor. No debieron faltarles penas y contrariedades en su vida matrimonial y en su larga descendencia; pero si ellos las sufrieron, no las causaron a los demás”. También Florencia Lanús recuerda a Carmen Viamonte en estos términos: “He oído contar a Monseñor Terrero, que frecuentaba la casa y era muy amigo de la familia, la impresión horrible que hacía en Misia Carmen Viamonte de Sánchez, que vivió hasta bastante edad, el recuerdo de Una Flor Blanca en el Cardal
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cuando vio la cabeza cortada de su hermano, que le mandó Rosas con unos vendedores de fruta.” Fueron hijos de este matrimonio: Julia Sánchez Viamonte, n. en Bs As. en 1853; c.m. el 4 de mayo de 1889 con el coronel Joaquín Montaña Ramiro; nacido en Entre Ríos el 28 de julio de 1846, hijo de Rufino Montaña y de Cleofé Ramiro. Estudió jurisprudencia en la Universidad de Buenos Aires y abandonó la carrera en 4º año para seguir la de las armas. El 15 de marzo de 1866 fue dado de alta como subteniente en el ejército de operaciones contra el Paraguay, acampado en Ensenaditas. Se halló en las acciones de Paso de la Patria y toma de las fortificaciones de Itapirú el 16 y 17 de abril de 1866; combate del Estero Bellaco, el 2 de mayo y encuentros que tuvieron lugar con motivo de pasaje del mencionado Estero y de la ocupación del campamento del Tuyutí en el curso del mismo mes; sangrienta batalla del 24 de mayo, por la que recibió los cordones de plata acordados por Ley especial; combates de Yataytí-Corá, Boquerón y Sauce el 10, 11, 16, 17 y 18 de julio de igual año; y violento asalto a los atrincheramientos paraguayos de Curupaytí el 22 de septiembre, ostentando las insignias de teniente 2º que
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le habían sido conferidas el 6 de agosto de 1866 por “méritos de guerra”. A consecuencia de la rebelión que estalló en el interior de la República encabezada por Videla, Sáa, Varela, Rodríguez y otros caudillos montoneros, a comienzas de 1867 bajó del Paraguay con las fuerzas destacadas destinadas a reforzar las tropas puestas a las órdenes del general Paunero encargadas de dominar aquel vasto movimiento subversivo, batiendo completamente a los rebeldes en el Paso de San Ignacio sobre el Río V, el 1º de abril. Permaneció destacado en la ciudad de Mendoza desde abril de 1867 a enero del año siguiente en que marchó a Rosario embarcándose nuevamente con destino al Paraguay; habiendo sido promovido a ayudante mayor el 23 de noviembre de 1867. Asistió a la ocupación de la fortaleza de Humaitá el 25 de julio de igual año y a la serie de operaciones que siguieron a este triunfo de las armas aliadas. El 25 de noviembre de 1868 fue promovido a capitán de su batallón, empleo con el cual se halló en la parte postrera de la cruenta campaña paraguaya. Asistió al avance del ejército aliado después de la batalla de Lomas Valentinas librada el 27 de diciembre de
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1868 y a la rendición de la Angostura el 30 del mismo mes y año. Las etapas del avance de referencia fueron las siguientes: Cumbarity (enero de 1869), Guazú-Virá (julio y agosto), Caraguatay (septiembre) Patiño-Cué (octubre a enero de 1870) y Asunción en esta última fecha. Se halló en la acción de los “Altos de Azcurra” y otros hechos de armas que permitieron el avance victorioso de las fuerzas aliadas. Promovido a sargento mayor graduado el 25 de febrero de 1870, al estallar la primera rebelión de López Jordán marchó con el 5º de infantería a la provincia de Entre Ríos, hallándose el 20 de mayo de aquel año en la batalla del Sauce, en la que fueron derrotados los rebeldes. Se halló en la defensa de Paraná hasta el mes de septiembre, asistiendo el 12 de octubre a la tremenda batalla de Santa Rosa, donde las fuerzas jordanistas fueron derrotadas pese a los esfuerzos extraordinarios que realizaron para vencer. Fue ascendido a teniente coronel graduado el 29 de mayo de 1871. En 1873 marchó a Mendoza con motivo de la sublevación del coronel Segovia. Sofocado el movimiento, marchó al mes siguiente a Concepción del Uruguay a causa de la
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segunda rebelión de López Jordán, donde permaneció hasta enero de 1874. El 24 de septiembre de 1874 se sublevaba con el general Arredondo en Villa Mercedes, y a sus órdenes se halló en la primera batalla de la hacienda Santa Rosa, el 29 de octubre de aquel año. También se encontró en la segunda acción de ese nombre, el 7 de diciembre, en la cual recibió en la batalla un sablazo del capitán Vieyra, ayudante del coronel Carlos Paz, que le cortó una presilla pero sin herirle. Prisionero de guerra, Montaña pronto fue puesto en libertad por el general vencedor Julio A. Roca, quien trató a los vencidos con excepcional bondad. Dado de baja del ejército desde el 1º de octubre de 1874, permaneció en esta situación hasta el 3 de octubre de 1877, en que fue reincorporado. El 14 de enero de 1880 solicitó su baja por haber sido nombrado
presidente
de
la
asociación
“Rifleros”,
pertenecientes al Tiro Nacional. Tomó parte en la defensa de Buenos Aires durante la revolución de 1880 asistiendo a todos los hechos de armas de importancia que tuvieron lugar. Vencida la revolución, Montaña permaneció alejado de las filas de ejército muchos años, siendo reincorporado recién el 1º de julio de 1891 en su jerarquía de teniente coronel. Una Flor Blanca en el Cardal
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El 6 de julio de 1893 fue nombrado Jefe de Policía de la Capital; pero habiéndose enfermado el 23 de septiembre del mismo, se retiró del puesto del cual hizo renuncia el 10 de febrero de 1894. El 22 de abril de 1895 pasó a revistar en la “Lista de Guerreros del Paraguay”, situación en la que fue promovido a coronel el 20 de septiembre de aquel año, pasando a revistar en la misma fecha en la “Lista de Oficiales Superiores”. En la lista de referencia el coronel Montaña solicitó el 28 de diciembre de 1905 su pase a situación de retiro, el que le fue otorgado por decreto fechado al día siguiente, con el sueldo íntegro de su empleo por tener 34 años, 3 meses y 23 días de servicios aprobados. Hallándose en Montevideo, falleció repentinamente a las 3.30hs. pm del día 4 de mayo de 1922, siendo conducidos sus restos a Bs. As. en el vapor de la carrera del siguiente día. Ostentó la medalla conferida por la terminación de la Guerra del Paraguay otorgada por el Gobierno argentino, así como también la discernida por el Brasil y Uruguay con igual motivo.; s.s. Fueron hijos de este matrimonio:
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1)
Mª
del
Carmen
Modesta
Ramona
Sánchez
Viamonte, b. en Buenos Aires el 13 de julio de 1855, fallecida el 19 de mayo de 1926, c.m. el 17 de mayo de 1882 con Benjamín Honorio Zapiola Eastman; c.s. 2)
Dr. Julio Máximo Sánchez Viamonte, nacido en Bs.
As. el 11 de noviembre de 1856 en el hogar paterno, calle Viamonte 682, hogar que había sido de su abuelo el Gral. Viamonte, y bautizado en la misma ciudad el 10 de agosto de 1857. Murió en La Plata el 6 de abril de 1931, a resultas de un ataque de hemiplejia sufrido ese verano en su quinta de las cercanías de La Plata, c.m. el 6 de diciembre de 1885 con su parienta Bernabela Molina Salas, b. en Buenos Aires el 20 de octubre de 1863 y fallecida en abril de 1940; c.s… Dice Carlos Sánchez Viamonte al hablar de su padre: “Mi padre era tío segundo de mi madre. Las casas paternas de ambos se hallaban a una distancia de cien metros aproximadamente…”. "El parentesco y la frecuencia del trato favorecieron el nacimiento de un vínculo amoroso que comenzó cuando mi madre tenía trece años y mi padre diez y nueve. La poca diferencia entre estas dos edades se explica, porque mi madre era nieta de la hija mayor del General Viamonte y mi padre era hijo de la hija menor que
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contrajo matrimonio con mi abuelo cuando ella tenía ya treinta años, edad avanzada para aquellos tiempos.” 3)
María Mercedes Celina Sánchez Viamonte, n. el 23
de enero de 1858 y fallecida el 17 de diciembre de 1884, c.m. el 24 de diciembre de 1882 con Eduardo Frías Piñeyro; c.s. 4)
Bernardina Sánchez Viamonte, nacida el 13 de
septiembre de 1859 y fallecida en Montevideo el 12 de marzo de 1933, c.m. el 20 de mayo de 1882 con Manuel Illa Viamonte, s.s. 5)
Angélica Eleuteria Sánchez Viamonte, n. el 18 de
abril de 1861 y fallecida el 11 de julio de 1901, c.m. el 5 de julio de 1897 con Daniel Guillermo Posse Posse; c.s. 6)
Modesto Eliseo Sánchez Viamonte, n. el 14 de junio
de 1862 en Buenos Aires y b. el 13 de enero de 1863, c.m. el 22 de agosto de 1893 con María Luisa Carmen Terrero Peña, n. el 12 de julio de 1872; c.s. 7)
Avelino Alejandro Sánchez Viamonte, n. en Buenos
Aires el 26 de febrero de 1864 y murió allí el 20 de mayo de 1910, c.m. el 1 de enero de 1889 con María Teresa Villarnovo y Donado, fallecida el 27 de febrero de 1898; c.s.
Los Hermanos Viamonte: Una Flor Blanca en el Cardal
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Del matrimonio formado por el capitán Jaime Viamonte y su mujer tenemos constancia de que nacieron diez vástagos a lo largo de 20 años. Ramona Viamonte, n. 31 agosto 1772; fueron sus padrinos Francisco Lobato y Manuela de Sosa. Contrajo matrimonio el 6 de julio de 1793 (LM 5/539) con Andrés de Lista, natural de Bergantiños, arzobispado de Santiago, en el Reino de Galicia, h.l. de Francisco Antonio de Lista y de Manuela Suárez. Ofició el casamiento el Pbo. Juan Antonio Delgado, siendo testigos el capitán Juan Antonio de Lezica y su esposa Rosa Tagle Bracho. Andrés de Lista vino al Río de la Plata en 1764, dedicándose al comercio en ambas márgenes del Plata, contribuyendo a la creación del Consulado en Montevideo. Fue nombrado Síndico del Consulado, el 28 de enero de 1798 en sustitución de Vicente Antonio Murrieta. Durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807, intervino en la defensa como teniente de la quinta compañía del Batallón de Voluntarios de Infantería. En 1812 fue elector de diputados a la Asamblea Provisional y en 1821 contribuyó con cien pesos al empréstito forzoso realizado ese año. Murió en Buenos Aires, en su domicilio de la calle Potosí (actual Alsina) nº 141. Fueron hijos de este matrimonio: Una Flor Blanca en el Cardal
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1)
María Rita de los Dolores Lista, b. el 23 de mayo de
1794, de 1 día. (LM 17/176). 2)
Manuel Santiago Modesto Lista, b. el 15 de junio de
1795, de 1 día. (LM 18/74). 3)
Pantaleón Roque Lista, b. el 28 de julio de 1796, de 1
día. (LM 18/134). 4)
Ramón José Lista, b. el 1 de septiembre de 1798, de 1
día (LM 19/56). Coronel guerrero de la independencia. Nacido en Buenos Aires el 31 de agosto de 1798, en 1813 ingresó como cadete en el regimiento de Granaderos de Infantería, con el que participó en el 2º sitio de Montevideo a las órdenes de Rondeau, y se halló en la rendición de la ciudad el 23 de junio de 1814. En 1815 se encontraba en el campamento del Plumerillo, a las órdenes de San Martín. Intervino en la batalla de Chacabuco, el 12 de febrero de 1817. Al mando del coronel Las Heras, se encontró en casi todos los hechos de armas que tuvieron lugar en aquella campaña. Luchó en Curapaligüe, Cerro del Gavilán, acción de Carampague, Tubul y el asalto a la fortaleza de Talcahuano, donde se le inutilizó el brazo derecho a resultas de dos balazos recibidos en esta acción. El 20 de agosto se embarcó en Valparaíso integrando la expedición al Perú, Una Flor Blanca en el Cardal
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bajo el mando de San Martín, actuando, con el grado de capitán, en la segunda campaña de Pasco. Tomó parte en el ataque al fuerte del Callao y combatió en Lima, en septiembre de 1821. Bajo el mando del general Alvarado, hizo la campaña de Puertos Intermedios en 1822 y combatió en Torata y Moquegua. En 1824, cuando la sublevación de los Sargentos Moyano y Oliva, fue tomado prisionero y conducido a la isla de Estéves, permaneciendo allí hasta el 27 de diciembre de 1824. Finalizada la guerra de la independencia, se embarcó en el puerto de Chorrillos, de regreso a Buenos Aires. En junio de 1826 se incorporó al ejército del general Rodríguez, en operaciones en la Banda Oriental y permaneció en Arroyo Grande para abrir la campaña contra los imperiales. En 1832, se le encargó la formación de la escolta del Superior Gobierno, y en 1833, intervino activamente en contra de los Restauradores. Su nombre fue borrado de la lista militar por Rosas. Encarcelado y perseguido, pudo emigrar a Montevideo. Allí fue nombrado comandante del Telégrafo Militar de la Plaza, el 11 de febrero de 1843, donde permaneció hasta el levantamiento de Urquiza. Participó en la batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852 e hizo el 19 de febrero la entrada triunfal a Buenos Aires con Una Flor Blanca en el Cardal
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el Ejército Libertador. El 30 de marzo de 1852, Urquiza le otorgó los despachos de coronel graduado. En 1853 actuó en el sitio que soportó Buenos Aires por las fuerzas de la Confederación, siendo jefe del servicio de comunicaciones del ejército de la defensa hasta que el ejército sitiador se disolvió, en julio de 1853. Falleció en Buenos Aires, el 13 de enero de 1855, recibiendo sepultura en el cementerio del Sud. Estaba casado con Eufemia Mendez, c.s. 5)
Rufina Justa Lista, b. el 10 julio de 1805 (LM 21/38).
6)
Manuela Jacoba Lista, b. el 31 de diciembre de 1806
(LM 21/144). 7)
Luciano Andrés del Corazón de Jesús Lista, b. el 9
de enero de 1813, de 1 día (LM 23/68). 8)
Andrés Alejo Lista, b. el 19 de julio de 1815, de 2 días
(LM 23/207). Juan José Viamonte, b. el 10 de agosto de 1774, de 1 día (LM 13/226); siendo su madrina Francisca Cabezas; c. m. el 20 de mayo de 1800 con Bernardina Chavarría, n. en Montevideo el 20 de mayo de 1782 (h. de Bernardo Ramón Chavarría, nat. De Buenos Aires; y de Lisarda Suárez, nat. de Colonia del Sacramento), murió en Montevideo el 31 de marzo de 1843; c.s. José María Viamonte. Sin noticias. Una Flor Blanca en el Cardal
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Mª Valentina Viamonte, n. el 3 noviembre 1780 y bautizada al día siguiente (Merced 15/62v); padrinos: Capitán Juan Antonio Lezica y su esposa Rosa Torre. Murió en Montevideo el 19 de marzo de 1868 (16/343). Su testamento cerrado del 8 de septiembre de 1853 fue protocolizado el 2 de abril de (AGN Prot. Juzg. I, Testamentos 1868/69). Casada el 26 de septiembre de 1802 (Merced 4/19) con don Jaime Illa, quien era viudo de un matrimonio anterior con María Sánchez de la Rozuela, con quien no tuvo descendientes; poderoso personaje colonial, hijo de José Illa y Mª Ángela Illa y Buch, nacido hacia 1764 en Caldas de Estrach, Barcelona; establecido en Montevideo por 1782, llegó a ser uno de los vecinos más acaudalados de la ciudad, desarrollando actividades mercantiles junto con su hermano Isidro, ambos agentes en el Plata de la casa “Illa Iturmir y Compañía”, de Cataluña. Emprende también negocios por cuenta propia, como su actividad naviera, fletando en corso, junto con otros comerciantes, la fragata “El Valiente”, que al mando del capitán francés Alejandro Etienne, captura cinco barcos, rematados en Montevideo y resultando un provecho del negocio de 40.250 pesos fuertes para cada socio. Tiempo después aparece como propietario de los Una Flor Blanca en el Cardal
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buques “El Apóstol Santiago”, “Santa Gertrudis” y “Cristo del Cerro”. En 1838 declara ser propietario de un saladero, con veintiún esclavos. Al casarse con su mujer, aportó a la sociedad conyugal de ciento diez a ciento veinte mil pesos. Participó en la reconquista de Buenos Aires, en 1806 y en el Sitio de Montevideo, en 1807, donde fue tomado prisionero y conducido como tal a los buques británicos. Regidor y con el grado de capitán de Milicias de Infantería, durante los sucesos revolucionarios de 1810 tomará partido por el bando realista, participando en la Batalla de las Piedras, en la cual fue hecho prisionero por Artigas, quien lo remite a Buenos Aires. Al tiempo de testar, el 8 de marzo de 1838 (protocolizado el 22 de septiembre de 1841 – AGN Prot. Del Juzg. I, Tomo 1841I, fojas 611/622v), declaró ser propietario de quince casas en Buenos Aires y Montevideo, además del saladero y sumas en efectivo y créditos por varios miles de pesos. Falleció en Montevideo el 12 de septiembre de 1841 (10/159), de ochenta años. Fueron hijos de este matrimonio: 1)
Mª Luisa Illa Viamonte, c.m. en Montevideo con José
Mª Platero (comerciante, n. en El Ferrol en 1798, h. de Pedro Platero y Francisca Piñón. Murió el 20 de noviembre
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de 1855) el 19 de marzo de 1821. Falleció el 22 de octubre de 1879; c.s. 2)
Jaime
Illa
Viamonte,
hacendado,
comerciante,
armador y saladerista como su padre, aparece vinculado a distintas compañías mercantiles. En 1835 fue Jefe Político de Montevideo y en 1855 fue llamado a ocupar el Ministerio de Hacienda. Murió en Montevideo el 16 de diciembre de 1885, a la edad de 79 años. Contrajo matrimonio en Canelones el 20 de enero de 1828 con María Eusebia Genes (h. de Julián Genes, n. del Paraguay, hacendado al norte del Río Negro y de Joaquina Loriente Cardozo); c.s. 3)
Manuel Illa Viamonte, también hombre de negocios,
administrador “a su entera satisfacción” de los bienes de su padre, banquero, accionista del Banco Comercial desde su fundación y miembro del directorio del mismo desde 1871. Murió octogenario el 27 de julio de 1887, en su domicilio de la calle Rincón 140, en Montevideo. Había contraído matrimonio el 20 de mayo de 1841 con su prima hermana Albana Viamonte (h. del Gral. D. Juan José Viamonte y de Bernardina Chavarría); c.s. 4)
Juan Francisco Illa Viamonte, n. en 1808, falleció
soltero en 1836. Una Flor Blanca en el Cardal
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5)
Mª Dolores Illa Viamonte, c.m.c. Antonio Fernández
Echenique (comerciante y hacendado, h. de Antonio Fernández, nat. del Puerto de Santa María, Cádiz, donde nació por 1761, y de Lucía Echenique. Al morir el 27 de abril de 1891, a los sesenta y siete años de edad, dejaba a sus deudos un importante patrimonio. Fue fundador de la Sociedad Rural del Uruguay), en la Catedral de Montevideo el 16 de julio de 1833. Murió el 5 de octubre de 1878, a los sesenta y siete años de edad; c.s. 6)
Juana Illa Viamonte, c.m. el 16 de junio de 1827 con
Tomás Basáñez, n. en Montevideo el 21 de diciembre de 1795 y bautizado el mismo día (h. de Manuel de Basáñez, hidalgo, natural de la Anteiglesia de San Juan de Erandio, en el Señorío de Vizcaya, y de Manuela Gámes. Dedicado a los negocios, administró durante un tiempo la importante fortuna de su suegro), y fallecido el 27 de febrero de 1873; c.s. 7)
Juan José Illa Viamonte, b. en Montevideo el 16 de
mayo de 1813. Hombre de negocios como sus hermanos, también empuñó las armas formando parte, durante la Guerra Grande, de los ejércitos sitiadores de Montevideo. C.m. el 24 de julio de 1851 con Faustina de Castro (h. de Agustín de Castro y Mª. Genoveva del Carmen de Castro). Una Flor Blanca en el Cardal
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Al casarse, era ya padre de dos hijos naturales, habidos en Patricia Sotelo y en Manuela Calo; c.s. 8)
Juan de Dios Illa Viamonte, nacido en 1818, murió
soltero después de 1838. 9)
Valentina Illa Viamonte, c.m. el 26 de agosto de 1837
con el Dr. Florentino Castellanos, abogado, diplomático, ministro en varias ocasiones y legislador, nacido en Montevideo el 14 de marzo de 1809 y fallecido en esta misma ciudad el 25 de septiembre de 1866 (h. del Dr. Francisco Remigio Castellanos, abogado de la Real Audiencia de Charcas, asesor del cabildo de Buenos Aires, diputado en el Congreso General Constituyente de 1824 y miembro del Superior Tribunal de Justicia de Montevideo, n. en Salta en 1782 y enterrado en Montevideo el 15 de abril de 1839; y de Manuela Elías, natural del Alto Perú y fallecida en Montevideo el 16 de enero de 1858, quienes habían contraído matrimonio en Chuquisaca el 9 de junio de 1807). Murió en Montevideo el 4 de febrero de 1900, en su casa de la calle Sarandí 176; c.s.
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Tercera Parte Un Ejército sin Oposición: Fin de una Larga Espera
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Una Análisis Concluyente No es necesario agregar más nada a este legajo, salvo algunos detalles o expresiones gramaticales más actuales, ya que fue escrito mucho tiempo después de los sucesos acontecidos, y para servir de guía a una conferencia. Estas “Memorias”, fragmentarias y deshilvanadas de la cual se ha extraviado la parte correspondiente a la primera tentativa de paz que fue realizada en agosto de 1851 en el arroyo de la Virgen, registro aquí los manuscritos que el Dr. Pedro Ordoñana nos ha dejado, y los cuales echan mucha luz sobre los dramáticos acontecimientos que condujeron a la paz del Pantanoso, y el final de un singular periodo del Grande Sitio. El cansancio de una larga guerra de nueve años en la cual todo el Estado Oriental fue el campo de batalla, fue arrastrando consigo toda la lógica secuencia de invasiones, saqueos,
abandono
de
estancias,
irrupciones
y
desvalijamientos propinados por ambos bandos, además de llegar a ser irresistible y anular el valor combativo de las tropas Orientales mandadas por los Generales Ignacio y Manuel Oribe.
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De allí es que surge el desmoronamiento anímico ante el avance de los Generales Urquiza y Caxias en el invierno de 1851, hasta nominar en la capitulación del 8 de octubre del mismo año. Le descripción de los regimientos argentinos y españoles que, formando parte del Ejército Unido, sitiaban a Montevideo, ha sido lograda felizmente por el Dr. Ordoñana. Su explicación sobre la política de Rosas y Oribe, formulada cuando ambos, aún para federales argentinos y blancos orientales, eran las “bestias negras” de la
historia
del
Plata,
demuestran
ecuanimidad
y
ponderación. Muchas cosas ignoradas salen a luz en las “Memorias” de Ordoñana. Entre otras, la causa, hasta ahora desconocida por la cual el Coronel argentino Pedro Ramos, no comunicara a sus compañeros las terminantes órdenes de evacuación dadas por Rosas a las divisiones argentinas, hecho que hubiera permitido a tiempo, el traslado de estos cuerpos a la ribera occidental del Plata y evitado que Urquiza los incorporase por la fuerza al Ejército Grande Libertador; el desconcierto de Oribe ante el rechazo por Rosas de la proyectada paz del arroyo de la Virgen en los duros términos traídos por Ramos; su mayor desconcierto Una Flor Blanca en el Cardal
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por la negativa de Urquiza de tratar con él; y finalmente, el “sálvese quien pueda” de los jefes argentinos obligados a dejar sus soldados en poder de Urquiza por la capitulación del Pantanoso. Ordoñana refiere, con lealtad e imparcialidad, las cosas que vio y oyó. Esta parte es la principal de sus “Memorias”, cuyo valor histórico la constituye el relato de la superficie histórica hecho por un testigo presencial intachable en su persona, con la sola y única objeción del transcurso del tiempo entre los hechos y el relato. Cuando el ensayista José María Rosa prepara la nota de introducción de estas memorias, alega que no ha podido dar con la fecha correcta de la conferencia, pero la supone realizada a principios del siglo XX, es decir, a cincuenta años del final de la Guerra Grande. Estos hechos, excepcionalmente descriptos por Ordoñana en su superficie, contienen un fondo que necesariamente debió escapar a su autor, tanto por sus pocos años como por su posición subalterna en el Ejército sitiador. Por lo tanto, los juicios vertidos sobre las personas y los motivos que los llevaron a obrar de determinada manera, solamente tienen un valor relativo, y deben manejarse –como él aconseja-, con precauciones. Una Flor Blanca en el Cardal
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El mismo Ordoñana lo dice en la introducción de sus “Memorias”: …“Las noticias que voy a emitir con relación a los hechos que vinieron a producir la conclusión de la Guerra, con justicia llamada Grande, servirán para que hoy o mañana no se tergiversen los hechos, y hablen también otros de los que van quedando para contar el cuento. El mío es de aquellos que debe denominarse de vista de ojo, porque yo, en la condición de Cirujano del Ejército del Norte del Río Negro, y en la modesta edad de los apercibimientos que dan los 20 años, nada perdí de lo que se desarrolló en el Plata desde el mes de mayo de 1851 al 3 de febrero de 1852, fecha en que se dio la batalla de Caseros con la cual finalizó la administración del General Rosas en la Confederación Argentina”. Estas “Memorias”, el doctor se las obsequió al redactor, el señor Luis Alberto de Herrera en forma de 18 páginas, sin numerar ni ordenar, y de cuya lectura puede inferirse el extravío (intencional o no), de una o más carillas relativas a una parte de la transcripción de los acontecimientos ocurridos durante la primera tentativa de paz de la Guerra Grande, llevada a cabo en el local denominado arroyo de la Virgen.
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De todo el manuscrito, se han omitido las cinco primeras
páginas,
por
ser
una
introducción
de
consideraciones generales sobre la historia americana. Y el autor se ha permitido separar los distintos puntos y rotularlos, a fin de facilitar su lectura; y en ocasiones, muy pocas, ha corregido la vieja ortografía del autor. También, y por las mismas razones válidas en la introducción, se ha suprimido la parte final donde el conferencista recapitula los hechos más importantes de la Guerra Grande, y la enunciación de su juicio de que, el sitio de Montevideo: “…debía haber terminado de forma más brusca, más estrepitosa y heroica, tanto para honor de los tirios como por la gloria de los troyanos”. Una sola frase merece, en la sensatez del redactor, el deber de salvarse del silencio, y así procede solamente por su factura literaria: “…Los unitarios (en 1851) de Rivadavia, fustigados en todas parte, habían desaparecido de los espacios, no quedando más que sus sombras representadas por otras sombras”. Es verdad, sombra de sombras eran en los últimos tiempos de la Guerra Grande, Alsina, Carril y los contados rivadavianos de la emigración, o de Buenos Aires…
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Los puntos que otrora han sido rotulados en forma de capítulos, describen las siguientes consideraciones:
El ejército unido de vanguardia: Aquel
Ejército
Unido
de
Vanguardia
de
la
Confederación Argentina, que obedeciendo las órdenes del General Oribe había vencido en Quebracho Herrado, en Rodeo del Medio y en San Cala, y pacificó el extenso territorio que constituye hoy aquella gran Confederación, estaba fraccionado sobre esta República y tenía sobre la Capital o sitiando a la Capital, batallones mandados por los Coroneles Costa, Maza y Ramiro, y divisiones de caballería a las órdenes de los Jefes Quesada y Lamela; y después, extendidos por los campos, al Coronel D. Nicolás Granada, el vencedor de Rico en Chascomús, que mandaba la división Sud y le obedecían los Comandantes Don Ramón Bustos y Bernardo González; las divisiones números 4 y 6 respectivamente a las órdenes de los Coroneles Don Cayetano Laprida y Don José María Flores, y Regimientos de Caballería que dirigían y ordenaban los Coroneles Sosa, Burgoa, Hidalgo, Echegaray, Videla, Palao, y Batallones de Patricios todos de la Guardia del Monte que mandaban Don César Domínguez, y libres de Buenos Aires al mando del Una Flor Blanca en el Cardal
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Coronel Don Pedro Ramos y Nicolás Martínez Fontes; y artillería que obedecía órdenes de los Comandantes Castro y Méndez. En el Ejército de estas referencias, y en el sitio de Montevideo, estuvieron también algunos años el General Venancio Pacheco y el Barón de Hollemberg, aquél mismo que con el General Zapiola, habían sido los inseparables compañeros del denodado General San Martín partiendo desde Europa. Los jefes, oficiales y soldados que constituían aquél Ejército eran, muchos de ellos, ricos estancieros de la provincia de Buenos Aires; otros, de los que en algún sentido habían cruzado la América Meridional en la Hispánica Independencia y habían llegado al pié del Tupungato, del Sorata y del Illimani guiados por los Belgrano, San Martín, Bolívar, Sucre, Salaverry, Gamarra; y otros habían sido de aquél heroico Nueve de Línea que, mandado por el Coronel Pagola y por su segundo Don Pablo Alemán, hijo de Canelones, representan denodadamente al Uruguay en Chacabuco, en las pendientes andinas; y otros en fin, habían cruzado el Cusuloubú y el Neuquén con Arbolito, Rosas y Pacheco, procurando esa conquista
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Pampeana que han consumado los Drs. Alsina y Avellaneda. Pertenecían pues aquellos soldados al linaje de los hombres de pelea. Eran todos hombres encanecidos, y su conversación individual de crónica histórica empezaba por los llanos de Torata como seguía por Pasco; eran algo así como el residuo de los guerreros de los tiempos heroicos, fraccionados y dispersos por las contiendas civiles y extendidos por toda la América, antes y después de consumada la Independencia; sustancialmente lidiadores que batallaron en estos países desde la invasión inglesa de 1806 hasta las batallas de Ayacucho, Ingavi, e Ituzaingó. Netamente,
los
soldados
de
esta
referencia
representaban, en el terreno de la práctica, la idealización de los bardos americanos Eredia, Magariño Cervantes y Plácido, sin desmentir el valor, su abnegación, su patriotismo y la real fantasía de la Patria; sin más pretensiones, lo que sorprenderá sobre todas las sorpresas, es que los soldados de aquél ejército no tenían de sueldo más que $ 20.00 papel al mes, equivalentes a un patacón; y los coroneles $ 600.00 papel al mes equivalentes a veinticinco patacones, y esto dará cuando menos, la idea de
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la alta disciplina de aquellos soldados y del respeto que todos tributaban al superior. El uniforme de los jefes y oficiales lo constituía una chaqueta de grana, un chaleco del mismo color, pantalón de paño azul oscuro con franja colorada, botines de becerro y una gorra de manga para los cuerpos de caballería, y redonda o achatada para los infantes. Para los soldados, el uniforme consistía en una camiseta de paño colorado, que copió Garibaldi para su uso y para uniforme de los voluntarios de Marsala, chiripá colorado de paño, camisa y calzoncillo de lienzo, y para calzado unas hojutas o sandalias de cuero como los soldados romanos de César y de Pompeyo. Eran sus armas: espadas para jefes y oficiales; y para los soldados, fusil de chispa provisto de cuatro paquetes en la respectiva canana, bayoneta, morral y cantimplora flamenca para el agua. Este gran tipo del soldado argentino, le tenemos en un lienzo regalado por nuestro amigo Blanes (reconocido pintor uruguayo de grandes epopeyas).
Defecciones de orientales:
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En las condiciones expuestas, y con el personal desplegado, el Ejército Federal argentino obedecía las órdenes del General Oribe, que, en los momentos que se producían los sucesos de Entre Ríos y pasaban los Generales Urquiza y Garzón, tenía al brioso Brigadier don Ignacio Oribe destacado al norte del Río Negro (Banda Oriental), en campo de observación sobre las márgenes del Arroyo Malo. El Ejército de Urquiza efectuó su pasaje del río Uruguay sin oposición de ninguna clase, y las fuerzas oribistas destacadas en las riberas y que obedecían al General Don Servando Gómez se pronunciaban, por el contrario, en favor de la invasión dirigida para éste caso, por oficiales que no quiero individualizar por razones de moral política nacional. El General don Servando Gómez, que era uno de los guerreros de la Independencia, sirvió con el General Laguna en la epopeya de los Treinta y Tres; soldado leal en toda la extensión de la palabra. Pero poco tiempo antes de los sucesos que narramos, se había dejado sorprender por unas turbas brasileras denominada “californias” que, a las órdenes del Barón de Jacuí, Chico Pedro de Abreu, invadieron el norte del Río Negro para robar vacas como Una Flor Blanca en el Cardal
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hacían los paulistas de otros tiempos; y los que fueron anonadados
por
el
Coronel
don
Diego
Lamas
y
desbriznados por el Comandante Don Dionisio Trillo en las márgenes del Tacuarembó. Por los sucesos precedentes, Servando Gómez había sido depuesto de su alto cargo de General en Jefe al Norte del Río Negro, y así su resentimiento le dio motivo más que suficientes para entrar en las combinaciones que con tanto tino, preparó el General Garzón para invadir el territorio uruguayo respondiendo a la Grande Alianza. Algunas divisiones que pertenecían a los Defensores de las Leyes con su blanca y purpúrea divisa, siguieron defeccionando al Norte por el solo prestigio que a los Orientales infundía el General Garzón; causa también inmanente de las disgregaciones sucesivas que sufrió el ejército del General Oribe. Lamas, Egaña, Brian, Argento y otros, tuvieron que ponerse al amparo de las bravísimas divisiones argentinas que en aquella región mandaba el Coronel Hidalgo, Comandante Domínguez y el Mayor Basso, los que inmediatamente emprendieron un movimiento de retirada buscando la incorporación del General Ignacio Oribe, quién como he dicho, acampaba en el Arroyo Malo. Una Flor Blanca en el Cardal
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Don Dionisio Trillo, Jefe de la frontera del Noreste, con la lealtad que en todos sus actos le caracterizó, viéndose abandonado, se abrió paso hacia el Brasil buscando restituirse como se restituyó, al ejército fiel de Manuel Oribe, que se organizaba en el arroyo de la Virgen. Efectuadas la incorporación de las fuerzas de Hidalgo, don Ignacio Oribe emprendió la retirada en dirección al Río Negro, y se habían recorrido unas cuantas leguas, es decir, se había llegado a las márgenes de Arroyo Charrata, cuando el enemigo se presentó tiroteando la retaguardia y haciendo prisioneros algunos bagajes, y recibiendo yo personalmente un balazo en la clavícula izquierda. El Coronel don Juan Valdez era entonces Comandante General del departamento de Tacuarembó y, sea por el especial cariño que le profesaban sus subordinados como la decisión de los ciudadanos de aquél departamento, entre los que se encontraban don Tristán Azambulla, Pedro Chucarro, Lino Erosa, Juan Benito Palacios y otros distinguidos caballeros, ello es que aquél departamento puso en movimiento una columna de mil hombres de infantería y caballería, que no pudiendo efectuar su incorporación con don Ignacio Oribe por la interposición de las fuerzas enemigas rápidamente adelantadas, efectuó el pasaje del Río Una Flor Blanca en el Cardal
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Negro por el rincón de Zamora, mientras el Brigadier Oribe buscaba en línea recta, la manera de efectuar ese mismo pasaje salvando su numerosa caballada, que era la principal atención del ejército invasor. Valdés, perseguido y escopeteado por sus compañeros de la víspera, siguió lealmente al Arroyo de la Virgen con su división íntegra, mientras el Brigadier Oribe, estrechado en las márgenes del Río Negro desbordado por las continuas lluvias, presentaba batalla a un enemigo que se negó resueltamente por tres días consecutivos a aceptarla, por más que se hicieron los adelantos y las decididas provocaciones que en esos casos corresponden. El General Urquiza solicitó una entrevista particular y privada al Brigadier Oribe, que la rechazó con indignación, mientras hacía llegar a manos de los Jefes argentinos las más atentas y cariñosas cartas en las que exponía y manifestaba las causas que a su título, eran suficientes para levantarse contra el General Rosas y unirse a los brasileros y a la “Sublime Alianza”. Era el 10 de agosto de 1851. El honorable Coronel don Basilio Muñoz, jefe de la división Durazno, se presentó en la picada de Oribe por la margen sur, como para facilitar el paso del Ejército del Norte, a lo que se dio inmediatamente Una Flor Blanca en el Cardal
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principio por las caballadas, por las carretas de parque y las ambulancia, y finalmente, por las numerosas mujeres que en aquellos tiempos acompañaban a los ejércitos. Al día siguiente, aquella división, aquél cuerpo de ejército y aquellos caballos, todo había desaparecido; y solo estaban allí el Coronel Don Basilio Muñoz, el Comandante Militar del Durazno Don Faustino Méndez, los ciudadanos Peña, Imas y Martínez, y algunos ayudantes y asistentes que se lamentaban del abandono de los amigos y compañeros de la víspera, que les habían dejado para huirse al enemigo, que, al mando del Mayor Neira, acababa de vadear el Río Negro por los Pasos de los Toros. Tomaba aquello el carácter de un pronunciamiento general, y don Ignacio Oribe juzgó, en consejo de Jefes, que sería prudente efectuar también el cruce del Río Negro, como se ejecutó de noche arrojando al río la artillería pesada, y seguir marchando al Sur en busca del Paso de Rey en el Río Yi, vadeándole en botes construidos para ambos ríos, de cuero fresco ahuecados con simbras de sarandí y amarillos. La marcha se efectuó con toda precisión y dejando a la derecha el Río de las Cañas, y a los cerros de Malbajar y a la histórica Capilla de Farruco; y atravesando otros ríos y Una Flor Blanca en el Cardal
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otros arroyos y, hostilizados de noche y de día por enemigos ensoberbecidos por las defecciones.
En el Arroyo de la Virgen: El Ejército del Norte llegó así al Arroyo de la Virgen haciéndose la junción con el gran ejército que a las órdenes directas de Don Manuel Oribe se organizaba en aquél punto. Allí estaban las divisiones Colonia, San José, Canelones, Tacuarembó, las que respectivamente obedecían a los Coroneles Moreno, Álvarez, Golfarini y Valdez; estaban diversos regimientos y escuadrones sueltos, y el Ejército Unido presentaba un personal de 8.500 infantes, 7.000 jinetes y 24 piezas de artillería marca Paisans, con dos coheteras a la “Congreve” las que mandaba el Comandante Milburn. Así mismo quedaron en algunos departamentos, las divisiones correspondientes a los mismos, como para distraer la invasión llamada “Extranjera”; y en éste concepto, el Coronel Casaravilla y los Comandantes Don Tomas Villalba y Francisco Grande estaban en lo que correspondía a Soriano, el Coronel Barrios en los de Minas o Maldonado, y finalmente en Cerro Largo, el intrépido don Dionisio Coronel empezaba la campaña contra el Brasil, Una Flor Blanca en el Cardal
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derrotando la Vanguardia del ejército Brasilero en el Paso de las Piedras de Yaguarón. Desprendiese mientras tanto del Arroyo de la Virgen una división rápida de Caballería a las órdenes de los Mayores Timoteo Aparicio y León Benítez para distraer la rumbosa marcha que por el centro de la República ejecutaba el General Urquiza, buscando la aproximación del ejército de don Manuel Oribe. ......................................................... …Aquí faltan una o más páginas del original del Dr. Ordoñana. Para seguir la ilación de los acontecimientos, el redactor hace esta sucinta referencia: Manuel Oribe había salido el 31 de julio del Cerrito para operar la unión con los restos del Ejército del Norte que traía su hermano Ignacio: dejó en el Cerrito, para sitiar a Montevideo, un escaso contingente de 2 mil hombres de las tres armas con 80 cañones al mando del Coronel Lasaga. Ignacio y Manuel Oribe unieron sus tropas en el arroyo de la Virgen –como lo dice Ordoñana– para esperar a Urquiza, mientras Timoteo Aparicio y León Benítez hostigaban la marcha de éste. Incapacitado Urquiza para presentar combate a la fuerza de Oribe en el arroyo de la Virgen, se detuvo hasta esperar la llegada de los brasileños Una Flor Blanca en el Cardal
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(que solamente el 4 de septiembre entrarían en territorio oriental). En esos primeros días de septiembre, Lucas Moreno, por encargo directo de Oribe, propone a Urquiza la capitulación sobre la base de la retirada de los regimientos argentinos a Buenos Aires “y los nacionales que deseen hacerlo”. Aceptadas, verbalmente y en principio, por Urquiza estas bases, partirá el Coronel argentino Pedro Ramos a Buenos Aires para llevarlas a Rosas y obtener su aprobación. Rosas las desaprobaría con estrépito, -como dice Ordoñana-, dando instrucciones para quitar a Oribe del mando y cruzar por Entre Ríos hacia Buenos Aires. – Comentario éste que ha sido agregado a las “Memorias”, por José María Rosa. ......................................................... ...y mientras tanto, -continúa relatando Ordoñana en sus pliegos-, los ejércitos siguieron guardando por algunos días sus respectivos campamentos y posiciones, dando lugar a que el General Rosas contestara, y pudiese traslucir al Gobierno de Montevideo enterarse de tan importantes asuntos; por eso que el General Garzón asumió facultades especiales para: poder y acuerdos convenidos por el
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gobierno de Montevideo presidido por el sitiado Presidente Suarez. Cuando
efectuó
el
movimiento
general
de
concentración sobre el Arroyo de la Virgen, el Coronel Moreno, jefe de la división Colonia, aumentado con el Batallón Defensores al mando del Comandante Don Marcos Rincón; algunos partidarios de Urquiza y colorados residentes en Colonia, hicieron un pronunciamiento en favor del Gobierno de Montevideo, y contrarío a la política y administración del sitiador Oribe. El Coronel Moreno, con parte de la división de caballería y algunas compañías del Batallón Defensores al mando del Mayor Lenguas, volvió rápidamente sobre esa ciudad, apoderándose de loas a los jefes de ese movimiento y de la ciudad misma, y castigándolos severamente. Todo esto concurrió a que el Coronel Moreno aumentase su popularidad y prestigio, y la confianza en su decisión aumentase también entre los orientales que de buena fe se disponían a luchar contra los aliados.
Se rompe el armisticio: Pasáronse algunos días sin que ningún acontecimiento militar interrumpiese lo que podía significar la paz hecha. Una Flor Blanca en el Cardal
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Montevideo, que había roto las hostilidades contra el ejército sitiador, suspendió las armas y todo parecía dirigirse hacia la normalidad de una paz tantas veces suspirada. Sin embargo de ésta, el Vizconde de Caxias, General en Jefe del Ejército brasilero, habiendo atravesado la frontera seguía hacia Montevideo a marchas cortas; y el ejército del General Oribe, acampado hacía tiempo en el Arroyo de la Virgen, había mudado de campo hacia Carreta Quemada, y de allí seguía gradualmente, a marchas cortas también, la dirección de Santa Lucia buscando el Paso del Soldado que se vadeó con todo el ejército, siendo el jefe de la Retaguardia el Jefe argentino Coronel Quesada. ¿Cuál no sería la sorpresa del ejército, cuando se sintieron repentinamente tiros, guerrillas y verdaderas hostilidades sobre esa retaguardia, y se reconocieron clara y distintamente, considerables masas de caballería forzando el Paso del Soldado y que esas caballerías obedecían las órdenes del General Urquiza? El ejército del General Oribe, hizo alto en las márgenes del Mataojo; el General Oribe sorprendido, verdaderamente asombrado de la conducta del General Urquiza y de la burla del Tratado de Paz, despachó al General Don Diego Lamas
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cerca de aquél General, preguntándole las causas de aquél rompimiento El General Urquiza no se portó en verdad, con lealtad, porque la carta del General Moreno a que se refirió databa de las márgenes del Colla, y era de simples reflexiones a propósito de la paz que había negociado; no era motivo, ni pretexto suficiente, para faltar a las leyes de la equidad, y así, y por estos propósitos siempre fue y nos los manifestó muchas veces el señor Moreno, una perpetua mortificación para él por las torcidas interpretaciones que hizo el General Urquiza de algunas amistosas consideraciones, vaciadas en la particular y distinguida amistad que tenía hacia dicho General. No consiguiéndose, pues, ni aún una suspensión de las hostilidades, el ejército hizo alto y acampó sobre el mismo paso de Mataojo, atravesando al día siguiente ese arroyo y tomando la dirección de Las Brujas.
Llega el coronel Ramos. No informa a los oficiales argentinos: No habían pasado todavía la mitad de las fuerzas, cuando se presentaron el Coronel don Pedro Ramos y el
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señor Iturriaga procedentes de Buenos Aires que, como se ha dicho, llevaron la misión de comunicar al General Rosas el tratado de paz del Arroyo de la Virgen. ¿Cómo es de suponer que Don Manuel Oribe se apoderó de Ramos y siguió con él, mientras los jefes argentinos esperaban con ansiedad para saber qué les decía su General y Gobernador, y cómo había aceptado el tratado? Al fin, desprendido el Coronel Ramos, se puso en habla con sus compañeros y amigos a los cuales no los sacó asimismo de su ansiedad en que se encontraban; contestando
netamente
a
sus
demandas
que:
“el
Restaurador, nada les mandaba decir”. Esto, como lo diré más adelante, era falso; y si el Coronel Ramos, no olvidándose que era argentino, antiguo Capitán de Dragones de la Patria, ayudante de campo del General Rosas, hubiera cumplido con su deber, por cierto que la conclusión de aquella guerra hubiera tenido una solución más elevada, porque los elementos de que se disponía, no podía contrarrestarlos la alianza; y lo probable es que, como consecuencia de una decisiva victoria, el Uruguay hubiera cancelado con Brasil sus cuestiones de límites sin sancionar el utti posidetis, que se usó para el tratado de 1851, y la Laguna Merin, el Ibicuy, Yaguarón, y Una Flor Blanca en el Cardal
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otros ríos serían navegaciones interiores de la república Oriental. El Coronel Ramos era portador de una nota privada de Rosas para los jefes argentinos, y tuvo la debilidad de mostrarla al General Oribe, que no había merecido un simple acuse de recibo con relación a los tratados del Arroyo de la Virgen y de la paz pronunciada allí. Sufrió el General Oribe un verdadero desaire de parte de su aliado, una contrariedad peor que la que le ocasionó el proyecto Gore–Gros; pero comprendiendo la inmensa evolución que habría de producir la nota de estas referencias llegada al conocimiento de los argentinos, le hizo prometer al Coronel Ramos el silencio hasta momentos más oportunos; y hasta le dijo que él no era un traidor, y que el único modo de dar satisfacción al ejército argentino que por tantos años le obedecía, sería pegarse un tiro en su presencia para dar cierta y solemne sanción a su lealtad de caballero, malamente desconocido por Rosas en tan decisivos y complicados momentos.
Marcha hacia el Cerrito: El ejército continuó pues su concentración hacia el Cerrito,
y
atravesando
Una Flor Blanca en el Cardal
el
Colorado,
siempre Página 231
y
constantemente escopeteado por el enemigo, quiso el valeroso General Oribe, el segundo Jefe de los 33, acompañado del negro Dionisio, uno también de los 33, tentar una batalla; una de esas heroicas batallas que deciden sobre la suerte de los pueblos, y así dispuso que, los bagajes y las mujeres, siguieran para el Cerrito, y después haciendo pié y dando vuelta, se retrocedió desde Las Piedras hasta Las Brujas, escopeteando a su vez a un enemigo que en todo los conceptos, carecía de las leyes de la equidad militar, diciendo que no quería batallar con los compañeros y con los amigos de la víspera. Al fin fue necesario volver hacia el Cerrito, y se volvió a la vez tiroteados por la espalda y escopeteados por los flancos en que cayeron algunos leales como el Capitán Arias y muchos de aquellos valientes del ejército argentino, cuyo espíritu de cuerpo y de nacionalidad la historia jamás ensalzará lo bastante. Presentáronse en aquella circunstancia con algunos leales compañeros, los renombrados Capitanes, Olid, Aparicio, León Benítez, Trillo, para participar de los efectos que debía producir la conclusión de la gran epopeya de los nueve años.
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La retirada del ejército se hizo con orden; se atravesó por la mitad del pueblo de Las Piedras bajo los vivísimos fuegos del enemigo y al fin se llegó al Cerrito de la Victoria para producirse la paz del 8 de octubre. El General Urquiza estableció su cuartel general en el molino de Las Piedras, y estableció un verdadero sitio, adelantando sus avanzadas hasta cerca del saladero denominado de Legris. Por estos sucesos y estos extraños acontecimientos, el ejército sitiador durante 9 años, vino a ser estrechamente sitiado, con hostilidades a su frente y a su espalda, y hasta una flotilla procedente de Montevideo se presentó en el Buceo, siendo rechazada por las fuerzas que mandaba el honorable Capitán don Joaquín Idioyaga.
Ramos descubre su secreto: La situación pues, no podía ser más crítica y dudosa; aquello no podía prolongarse porque los pocos ganados que se había llevado por delante debían concluir en 5 ó 6 días, y las caballadas circunscriptas a estrecha zona de tierra, también debían enflaquecerse y morir, como empezaron a morir por falta de alimentos y lugar de apacentamiento.
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Don Manuel Oribe envió cerca de Urquiza, varias representaciones tratando de buscar el arreglo del Arroyo de la Virgen; entre otros caballeros fueron sucesivamente enviados los señores don Bernabé Carabia, el respetable don Juan Francisco Giró, el doctor Joanicó, acompañado del no menos distinguido doctor Eduardo Acevedo, pero esas comisiones no dieron resultado ninguno y, mientras tanto, seguían las hostilidades todos los días. En las líneas había heridos y muertos. El Coronel don Pedro Ramos, que como se ha dicho, fue el encargado de llevar al General Rosas el conocimiento del tratado del Arroyo de la Virgen, se hallaba alojado en la fortaleza del Cerrito en las piezas mismas del Capitán Mayor, director de señales; y con la cariñosa amistad que nos dispensara, y hallándose además enfermo, lo fuimos a visitar hallándolo en una horrorosa excitación. “Amigos, -nos dijo llevándose una mano a la garganta-, tengo aquí una cosa que me ahoga; y solicitándola con insistencia cuál era la causa de su molestia, nos alcanzó una nota oficial del General Rosas, cuyos términos eran nada menos que la desaprobación del tratado de la Virgen, y una protesta patente de los procedimientos del General Oribe; igual por igual a lo que ejecutó en la negociación del tratado Una Flor Blanca en el Cardal
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Gore-Gros amparado por las circunstancias; en la nota decía lo siguiente : “El Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Encargado de las Relaciones Exteriores de las Provincias que comprenden a la Confederación Argentina. A los Jefes del Ejército Unido de Vanguardia, en operaciones en la República Oriental”: “Habiendo don Manuel Oribe, presidente de la República Oriental del Uruguay y General en Jefe
del
Ejército
de
Vanguardia
de
la
Confederación Argentina, faltado al pacto y a los
compromisos
contraídos
con
la
Confederación Argentina, pactando con el traidor, etc., etc. (suprimo calificativos) de Urquiza haciendo acuerdos con el Brasil, el Gobernador y Capitán General que lo suscribe ordena:” “lº -Que los jefes argentinos que mandan cuerpos en la Banda Oriental, desconozcan la autoridad del General don Manuel Oribe, procedan al nombramiento de un Jefe que los dirigía de acuerdo a lo que se indica en el pliego Una Flor Blanca en el Cardal
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general de instrucciones que conduce mi Edecán, Coronel don Pedro Ramos”. “2º -Que sin consideraciones de ningún género, los cuerpos argentinos que sitian la ciudad de Montevideo, la abandonen y tomen la dirección del interior, llevando la artillería y parque correspondiente a la Confederación Argentina”. “3º Que los heridos, enfermos e inválidos sean conducidos en las ambulancias”. Las instrucciones especiales, escritas por puño y letra de don José Manuel de Rosas, acreditan el tino práctico de aquel hombre de Estado que respondía a su tiempo y al bravísimo período de transición política federal ó unitaria por la cual habría de pasar la República Argentina, hasta entrar en el cauce que actualmente se encuentra para seguir la corriente de un grande y ordenado progreso. En esas instrucciones, se contenían las ordenanzas por las cuales los jefes debían proceder al nombramiento de un Jefe Provisional que habría de dirigirles, y se expresaban las fuerzas que sucesivamente saldrían de Buenos Aires por el Delta del Paraná, para la constitución de un Gran Ejército de Operaciones, y lo que para esos movimientos correspondía al señor don Antonino Reyes y los Una Flor Blanca en el Cardal
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acreditadísimos
Coroneles
Chilavert,
Pedro
Díaz,
Hernández y Bustos. He de repetir que don Pedro Ramos rompió con la unidad de aquellos pensamientos dejándose imponer silencio por el General Don Manuel Oribe, y he de repetir, sin partidismos, que si aquél Coronel hubiera cumplido con su deber, la guerra de los Nueve Años hubiera terminado de una manera valerosa y heroica como en realidad le correspondía. Nada de aquello sucedió, y como los sucesos amontonados en el Cerrito tenían necesariamente que tener una solución, esa solución vino a suceder de la manera siguiente:
Consejo de oficiales argentinos: Cuando el Coronel Ramos tuvo la debilidad de mostrar al General Oribe la nota que para los jefes argentinos conducía, le manifestó este pundoroso Jefe que tenía todavía los medios para salvar al Ejército argentino, haciéndolo decorosamente embarcar para Buenos Aires, y Ramos le creyó hasta el momento en que me hizo la confianza y honor de mostrarme la famosa nota, que inmediatamente llevé a conocimiento del Jefe argentino don
Una Flor Blanca en el Cardal
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José María Flores que me dispensaba, con la distancia de las posiciones, la más cariñosa, franca y leal amistad. Flores se sorprendió de aquello, y creyó conveniente dar aviso a todos sus compañeros; al efecto los citó para una reunión en su carpa y allí concurrió el valeroso Coronel don Gerónimo Costa, el sereno Coronel don Cayetano Laprida, el pausado Coronel don Nicolás Granada, y en fin los Jefes Maza, Fontes, Echegaray, Palao, Hidalgo, Sosa, Quesada, Ramiro, González, Bustos, Lamela, Videla; todos estaban en aquel célebre y patriótico consejo para oír la tardía lectura de la nota del General Rosas y las instrucciones que la acompañaban. Fue una sesión elevada, pero tempestuosa. El bravísimo defensor de Martín García en 1839, Coronel Costa, se alzó sobre todos sus compañeros diciendo: “Que todo aquello era necesario cumplirlo, tal como el Restaurador la mandaba, pero que era necesario previamente juzgar al Coronel Ramos por traidor, levantar el sitio, y proceder totalmente de acuerdo con las notas e instrucciones del General Rosas”.
Negociaciones con Urquiza: Una Flor Blanca en el Cardal
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El Coronel don Mariano Maza actuaba como segundo de esta memorable sesión: era yerno de don Manuel Oribe, y tomando la palabra, manifestó que estaba autorizado para decir que el Ejército argentino se embarcaría con todos sus bagajes para Buenos Aires, pues el Presidente Oribe -fueron sus palabras-, estaba en arreglos con el General Urquiza. Las resoluciones se aplazaron por la templanza de los Coroneles Flores y Granada. Al siguiente día de estos variados sucesos, fui informado que el General Urquiza no tenía con el General Oribe tales contratos, y que por el contrario, el General Urquiza había manifestado en ese mismo día a don Norberto Larravide, comerciante argentino establecido en la Unión, y enviado como negociador cerca del General Urquiza, dijese al General Oribe que no podía negociar con él, porque no mandaba ni Orientales y hasta sus ayudantes le habían abandonado; y cuanto a los argentinos, trataría con ellos porque al fin eran sus compatriotas, sus amigos de armas y particulares. El señor Larravide pidió al General Urquiza se sirviera consignar esas declaraciones de su puño y letra en una carta al señor General Oribe, que su secretario don Ángel Elías redactó, y en que se expresaba en los términos siguientes: Una Flor Blanca en el Cardal
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“Mi querido General y amigo:” “He manifestado a nuestro amigo don Norberto Larravide, lo inconveniente y lo ineficaz de las misiones que Ud. me envía para tratar de asuntos que no tienen ya más solución que un arreglo que salve su honor, y el del Ejército argentino que obedece sus órdenes”. “Yo deseo que esto se produzca lo más pronto posible porque siendo el Vizconde de Caxias el General en Jefe del ejército que ha de operar en esta República, según nuestros precedentes tratados; yo, cuando haya llegado aquel Jefe con el Grande Ejército, nada podré hacer en obsequio de mis amigos”. “Yo le quiero a Ud. y le respeto, General, pero en las circunstancias en que se hayan las cosas, con las obligaciones que la alianza me impone, y con la aproximación del Vizconde de Caxias, General en Jefe del ejército Brasilero, yo no puedo hacer ya nada en el sentido que Ud. indica”. “Los argentinos son compatriotas míos, viejos compañeros de causa, y yo debo entenderme con ellos. Ud. no debe oponerse y, por el contrario, Una Flor Blanca en el Cardal
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hemos de salvar el honor y la dignidad que corresponden a Ud; como General en Jefe, víctima de la lealtad hacía Don Juan Manuel de Rosas”. “Con tal motivo, salúdalo J. J. de Urquiza”. Larravide era un comerciante argentino radicado en la Villa de la Restauración, muy distinguido por su educación, muy amigo de Manuel Oribe, y lleno de emoción, le entregó la carta de éstas referencias en presencia de don Ramón Artagaveytia. La leyó don Manuel fuerte pero profundamente emocionado. El General don Antonio Díaz, y el Coronel Pedro Piñeyrúa llegaban en esos momentos al cuartel general, y el General Oribe les hizo lectura de la carta de Urquiza, pidiéndole resueltamente un consejo. Era el 6 de octubre, el mismo día que los Jefes argentinos habían tenido noticias de la nota y de las instrucciones conducidas por el Coronel Ramos; juzgase, pues: ¡Qué día sería aquél, en el espíritu y en las tendencias de aquellos guerreros! El señor Artagaveytia, que sabía la inmensidad del peligro que se corría, aconsejó que debía buscarse el medio más práctico para llegar al término de aquella dificilísima Una Flor Blanca en el Cardal
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situación,
porque
las
defecciones
continuaban,
las
hostilidades hacían diariamente nuevas víctimas, y las numerosas familias agrupadas en la Unión y en la Quinta, corrían el inmenso peligro de una disolución, de un saqueo y de cien atrevimientos, como consecuencia clara de una derrota general que era ya imposible evitar, y más con el estricto bloqueo efectuado con la escuadra brasilera a las órdenes del almirante Grenffell. Apoyaron al señor Artagaveytia, los señores Díaz y Piñeyrúa, pero el General Oribe, lleno de angustia, observó: -“Yo, amigos míos, no puedo cometer la indignidad que quiere Urquiza, poniéndome a las órdenes de los Jefes argentinos; primero morir”, -dijo con virilidad. Después de un prolongado silencio, habló otra vez Artagaveytia, y apuntó: -“Señor Presidente, yo me encargo de este asunto”. A lo que contestó Oribe: -“Hágalo amigo don Ramón, y que nadie comprenda que yo he caído en tan miserable degradación.”
Ordoñana es enviado al campamento de Urquiza: Una Flor Blanca en el Cardal
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El señor Artagaveytia, había tenido un pensamiento: uno de esos pensamientos que como un rayo, hieren en supremos momentos a hombres superiores. Se había acordado de mí para servirse de viaducto en las aciagas circunstancias en que se encontraba el país civil y blanco que había seguido una opinión política, correspondiendo a la legalidad de sus orígenes en la segunda administración presidencial. Me conocía desde cadete del primer Batallón de Voluntarios de Oribe, con catorce años de edad, que mandó desde su origen, y aunque después continué por la carrera de médico y seguí a campaña con ausencia de varios años, siempre guardé cariñosa amistad por la vinculación que había desenvuelto su compadre y amigo don Juan Antonio Porrua, y a la que correspondí y sustenté hasta la muerte de este respetable amigo mío. El señor Porrua me hizo llamar con toda urgencia al Hospital de sangre del ejército que atendía con el doctor Spielman con más de 200 heridos que, como es de suponer, pasarían los pobres las más amargas penas en medio de aquella tenebrosa situación, y mucho más cuando se efectuaba la deserción diaria de los practicantes del establecimiento y aún, algunos de los médicos. Una Flor Blanca en el Cardal
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Yendo inmediatamente al encuentro del señor Porrua, allí lo encontré con los señores Artagaveytia, Arteaga, Reisig y Platero. Platero, era el mismo don José María Platero que había proporcionado las 500 carabinas con que los “33” iniciaron su campaña, y el señor don M. Reisig, el primer Contador General de la Nación Oriental del Uruguay. Luego pues, me encontraba entre viejos y desinteresados patriotas, y aquella reunión habría de tener algo de grande y de solemne, y yo, hasta cierto punto, debería de encontrarme alto y elevadísimo sobre las esferas de mis años. Así mismo, mi espíritu nuevo y juvenil estaba algo trabajado en aquella escena de contrariedades, pero así mismo, repuesto cuanto ha de reponerse el mozo que ha de hablar con personas superiores por dignidad y por edad, merecí que el señor Porrua, frío como era en sus manifestaciones, me felicitase por la alegre fisonomía que llevaba, diciendo que aquello era una novedad en aquellas circunstancias. Contestando lo que urbanamente debía contestar, el señor Artagaveytia me dijo lo siguiente: -“Lo he hecho llamar, Ordañana, porque nos encontramos
en
Una Flor Blanca en el Cardal
la
más
aflictiva
de
las
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situaciones; Urquiza no quiere tratar con el Presidente, diciendo que no manda Orientales, y que por esto, solo tratará con los Jefes argentinos. En este sentido, ha escrito también una carta que ha sido conducida por Larravide; no queda pues, otra alternativa que la dispersión y el saqueo, ó que los Jefes argentinos se pongan resueltamente en relación con Urquiza, y concluyan con esto, haciendo lo posible para que se haga un tratado y se salve la dignidad personal del Presidente y de los que lealmente obedecemos sus órdenes”. En todas estas manifestaciones, se descubría la profunda emoción que embargaba el ánimo del señor Artagaveytia, y el de los caballeros presentes, y en el mayor enmudecimiento, parecían presa de un desconocido terror; yo creo que la herida moral que poco después acabó con la vida del señor Artagaveytia, la adquirió en esos angustiosos momentos y en esos días de prueba. Cuando me pareció que debía pasarse a la reacción, le contesté: -“Señor don Ramón: Tranquilícese Ud. yo hablaré ahora mismo con el Coronel Flores, que es la primera figura Una Flor Blanca en el Cardal
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de ese ejército, y comprendiendo perfectamente todo cuanto Ud. ha querido decirme, yo lo sabré traducir fielmente y seré sin duda alguna y por Ud., el secreto agente de un movimiento hacia la paz, en que nos comprendemos todos los que hemos sabido mantenernos fieles a los principios que constituyeron esta homérica guerra que finaliza, y además, porque todo esto coincide con una nota del General Rosas que hoy de mañana fue leída en reunión de los Jefes argentinos, que debieron de haber embravecido la situación, si no hubiera sido por la prudencia de los Coroneles Flores y Granada”. Aquello necesitaba terminarse; no había ya carne con que racionar las tropas, y el carácter general de la situación era en todos los conceptos disgregador, y así pues, me dirigí al campamento de Flores y apartando sus ayudantes don Felipe Ulloa y don Justo Saavedra, que eran más que nada sus verdaderos amigos, le hice conocer la misión que llevaba, expresándole todo en el más patético y sentimental de los lenguajes, y por la parte que a los Orientales correspondía, porque si bien es cierto que había muchas traiciones y deserciones, no quería yo que la divisa “Defensores de las Leyes” que tan lucidamente usaba en mi gorra, fuese en ningún concepto menoscabada, ni que esas Una Flor Blanca en el Cardal
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leyes quedasen fuera de cualquier convenio que se iniciase directamente, como debía iniciarse por los argentinos. El Coronel Flores me quería, y yo tuve sucesivas ocasiones
de
probarle
de
que
le
correspondía
y
manifestándole el objeto que accidentalmente me llevaba me dijo: -“Y a ti, ¿qué te parece?”. -“A mí, lo que me parecía, es que llame Ud. reservadamente a los Coroneles Granada, Laprida, Bustos y García, y consultando con ellos, me dé Ud. a mí una esquela para el General Urquiza, diciéndole que me atienda en la misión privada, que debe reducirse al oírme. Yo le conozco, y -le dije-, haré con prudencia que pase a una carta todas sus ideas y sus verdaderos fines, después que yo haya emitido la que a Ud. le corresponda en relación al mandato de don Juan Manuel de Rosas”. Así se hizo, y así se procedió, y en la noche, crucé al campo acompañado hasta las avanzadas por el rico propietario hoy del norte de Buenos Aires, don Felipe Ulloa, tropezando poco después en las rondas enemigas, con el Barón du Gratti y el Mayor Neira, que cubrían la línea con la división “Estrella”.
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Este Barón du Gratti, belga de nacionalidad, quién después he tenido ocasión de saludar en Bélgica como Senador del reino, era un distinguido caballero de la antigua nobleza belga, y habiendo venido al Río de la Plata en viaje de instrucción, encontró conveniente tomar servicio, y le tomó a las órdenes del General Urquiza en la campaña que iniciaba contra el General Rosas y los elementos que lo representaban. Estos jefes me proporcionaron, después de algunas explicaciones, un baqueano hasta el molino de Las Piedras, donde se encontraba el Cuartel General y la galera correspondiente al General Urquiza, con el que tenía que entenderme en aquella solemne ocasión. Serían poco más o menos las 12 de la noche, y los fogones que son los que determinan la inactividad nocturna de los ejércitos, después del silencio y su mayor o menor recogimiento, estaban ya apagados y sólo se distinguía en una que otra carpa, alguna pálida luz desprendida por algún candil o alguna vela de sebo, que es la lumbrera de nuestros campamentos. Acercándome al Cuartel General, el baqueano a quién me ligaba ya amistosa confianza, me fue llevando por aquel dédalo de carpas, hasta la proximidad de la galera del Una Flor Blanca en el Cardal
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General Urquiza, y le hice preguntar por la tienda del Coronel Carballo a quién conocía, y que era el mismo que hasta cierto punto había iniciado la paz del Arroyo de la Virgen, teniendo por esas circunstancias que quedarse con Urquiza.
La Entrevista con Urquiza: El Coronel estaba ya acostado, y en su misma carpa, su hermano político don Manuel Iglesias, cirujano del Batallón Defensores, compañero y amigo mío que hacía días nos había abandonado pasándose al enemigo. Estaba yo, pues, entre amigos de confianza, y despachando al baqueano que me había acompañado desde las avanzadas, manifesté al Coronel la necesidad perentoria en que estaba de entregar una carta al General Urquiza. Carballo, como he dicho, era compadre y amigo particular del General, y desempeñaba en esos días, más que el papel de ayudante, el de introductor, así que el verdadero cuerpo de edecanes estaba acostumbrado a observar las especiales distinciones que el General le dispensaba. Así, pues, a fuerza de instancias y súplicas y de manifestarle que el General no se enojaría, y que por el contrario, se felicitaría, hice que se acercase a la galera para Una Flor Blanca en el Cardal
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hacerle saber que estaba yo allí con una carta del Coronel don José María Flores, y que tenía necesidad de entregarla inmediatamente. Me hizo pedir la carta, y la entregué al Coronel Carballo, pero como la letra nada decía y simplemente era una credencial, el General me hizo subir a la galera mandando llamar a su secretario el señor don Ángel Elías: -“Vamos a ver, amiguito, qué misión trae Ud. siendo tan muchacho, porque el amigo Flores, me dice que explicará Ud. el objeto de su venida y que tiene carta blanca. Hable pues, con libertad”. -“Señor -le respondí-, se han producido una porción de acontecimientos por la carta que V. E. ha escrito al Presidente con el señor Larravide, que leyó al señor Artagaveytia, y otros señores, y por él lo he comunicado yo al Coronel Flores; además, V. E. sabrá ya también lo que aconteció con una nota del General Rosas a los Jefes argentinos, y todo esto hace que haya un verdadero malestar, que creen los Coroneles Flores, Granada, Britos, García y Laprida, que es ya necesario concluir y por eso me permito suplicar a V. E. se sirva manifestar, en una esquela, si V. E. recibirá hoy mismo una comisión de Jefes del Una Flor Blanca en el Cardal
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Ejército argentino, bajo el principio de que V. E. respetará la autoridad, aunque nominal, del Brigadier General don Manuel Oribe, Jefe del Ejército, y que se le hará comprender a él con los Orientales que han sabido mantenerse fieles, en un convenio que se haga para todos”. El General Urquiza tenía condiciones de nobleza y generosidad; sabía responder a sus atavismos vascongados y alzándose de su catre dijo: -“¿Por dónde consentiría, yo nunca que se ajase a mi amigo don Manuel Oribe?”. Después de estas consideraciones, escribió a don José María Flores, una carta en que le expresaba su ansiedad por terminar aquellos desagradables asuntos, y que todo se arreglaría, como correspondería a compañeros de armas. Volví al campamento al aclarar el día, y Flores, acompañado del coronel Hidalgo, me esperaba con ansiedad, llegando en esos momentos el Coronel Granada. Como consecuencia de mi misión, se convocó a todos los Jefes del ejército y se nombró en primer término una comisión que comunicara al Genera Oribe la resolución adoptada de tratar directamente con el General Urquiza. Esta comisión la desempeñaron el Coronel Maza y el Mayor Fontes; y dijeron que el General se había exasperado Una Flor Blanca en el Cardal
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quejándose de su miserable suerte, pero mientras tanto, los Jefes congregados nombraban a los Coroneles Flores, Bustos y García, para entenderse con el General Urquiza.
La Paz - Los Jefes Argentinos Marchan a Buenos Aires: Era el 7 de octubre de 1851 y los sucesos que habían producido el sitio de los Nueve Años, debían tener inmediata solución. La comisión Argentina fue perfectamente recibida por Urquiza, que llamó al General Garzón para que se resolviesen aquellas cuestiones que tan hondamente habían trabajado al país oriental y argentino, vinculados. Era el General Garzón militar muy ilustrado, guerrero de la independencia, y por pequeñas querellas su amistad con el General Oribe, había tenido algunos puntos de suspensión, y hallándose en Entre Ríos y siendo también amigo
de
Urquiza,
había
entrado
en
la
alianza
revolucionaria; y este caballero, aún cuando observó las continuas defecciones de Orientales, sabía que la parte más sustancial y poderosa del partido blanco, del partido rico y
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civil, continuaba siendo fiel a las ideas y principios del General Oribe. Tomó el General Garzón a su cargo, la confección de un convenio que lo ejecutó, acompañado del señor Elías, presentándolo poco después a la consideración del General Urquiza simplemente como
proyecto,
porque había
obligación y necesidad de comunicarlo al Gobierno de Montevideo, para cuyas conclusiones se representó por el distinguido Ministro don Manuel Herrera y Obes. El General Garzón no quiso tampoco que don Manuel Oribe dejase de tomar participación en aquel convenio, haciendo entrar al señor don Carlos Villademoros, su ministro, en la totalidad de aquellos trabajos. El Coronel Maza y otros jefes no contentos con la paz, se embarcaron secretamente para Buenos Aires en la Corbeta Inglesa “Satélite”; y al batallón “Voluntarios de Oribe” y las compañías de guardia nacional que mandaban los Comandantes Areta, Arechaga, Sierna y Suarez, y la caballería que obedecía al Coronel don Pedro Piñeyrúa, debían desarmarse y disolverse.
Los “Voluntarios de Oribe”:
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Esa Guardia Nacional, que en su mayor parte se componía de ciudadanos de las más distinguidas familias del país, y que tantos distinguidos servicios había prestado en aquella homérica guerra de los Nueve Años, y que con tanta lealtad se había conducido hasta los últimos momentos sin faltar uno solo de rendir culto a la majestad de su origen y de su partido, rompía filas en sus respectivos cuarteles para dirigirse a la familia y al trabajo. Los
“Voluntarios
vascongados,
que
compatriotismo,
de
Oribe”,
sin
lisonja
y
habían
servido
con
compuesto sin
espíritu
lealtad
de de
y con
orientalismo durante todo el sitio, y habían sido diezmados en las continuas luchas, también dejaron las armas y formando línea en el gran patio del cuartel, se presentó el Comandante de la Escuadra Naval Española en el Río de la Plata, don Ramón Topete, acompañado del secretario de la Legación Española residente en Montevideo. Don Ramón Artagaveytia, Coronel de aquel Batallón, manifestó a los soldados en un lenguaje bien sencillo, sus particulares agradecimientos por el espíritu de obediencia y respeto que en todas las ocasiones le habían guardado, y dijo después, que el General Oribe le había recomendado esencialmente de darles las gracias en nombre del País, y Una Flor Blanca en el Cardal
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que no dependía de él, ni había dependido de su administración, el que dejaran de ser recompensados todos los servicios que habían prestado a ésta su segunda patria, en aquella azarosa lucha de nueve años, que concluía tan “vulgarmente”. Ahora, -agregó el señor Artagaveytia-, tenemos que volver a ser españoles, volver a nuestra bandera, dejando de ser americanos. Lo acompañaban a éste Coronel, los señores don Juan Antonio Porrua y José Arteaga, y estaban a su lado sus ayudantes Zalacain, Antonio María Pérez y Rafael Camuso. Finalizado su discurso, el Comandante Topete le interrumpió con grosería, negándole su calidad de español y reprochándole cierta cualidad de renegado. El señor Artagaveytia contestó al imprudente marino como merecía, y hubo de producirse allí un verdadero conflicto con la tropa, si la prudencia del mismo Artagaveytia, y de las personas que inmediatamente le acompañaban, no se hubiera sobrepuesto a la actitud que bruscamente asumió el batallón movido a su vez por el Sargento Larrañaga, ante las groseras palabras producidas por Topete con un señor y un jefe idolatrado como superior, y estimado y querido caballero y amigo particular de todos Una Flor Blanca en el Cardal
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aquellos valientes y desinteresados euskaros, que en todos conceptos le acompañaron nueve años. Los que no conozcan bien la historia patria, se preguntarán: ¿Cómo es que se encontraban tantos españoles mezclados en las contiendas políticas y significaban en la administración y en la justicia con los Sagra, Acha y con los Reisig? Significaban, por la sencilla razón de que, habiéndose roto los vínculos de estos pueblos con la madre patria, los peninsulares quedaron sin representación hasta el gradual reconocimiento de la Independencia; y así, se vieron figurar también en Buenos Aires los Lavalle, Victorica, Tejedor, Maza, González y los Madero, y en uno y otro país, se amoldaron según sus inspiraciones a los diversos partidos políticos,
trabajando
con
entusiasmo,
patriotismo
y
decisión. Nada tiene pues de extraño que los “Voluntarios de Oribe”, teniendo que ser guardias nacionales, hubiesen preferido un partido por otro, y se encontrasen en tan arriesgadas circunstancias al terminar la contienda que dio principio en 1836.
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Al fin, el batallón dejó las armas en pabellón, que poco después se llevaban para el Cuartel General por el carretillero José Aguirre (alias Cigarro). Don Manuel Oribe, sosegadamente, esperó en su Cuartel General y en su tienda, como lo hacían los guerreros cartagineses, por la conclusión y consumación de todos los épicos asuntos, y cuando vio el vacío ya producido en su derredor, tomó el camino de su quinta acompañado de don Diego Lamas, Joaquín Egaña, Pedro Piñeyrúa, Ramón Artagaveytia,
Lesmes,
Bastarrica,
y
el
lealísimo
comandante don Adrian Arizaga, y nos parece también haber distinguido entre ellos a los caballeros don Tomas Basáñez, Larravide y Pantaleón Pérez.
“Esto ya se acabó”: Las divisas habían desaparecido; se dijo que no había ni vencidos ni vencedores, se fundían los partidos en un crisol. Estaba yo con el doctor don Cornelio Spielman, médico que fue del General Artigas en toda su campaña, y como nadie había dicho ni una palabra sobre el destino que había de darse a los 250 heridos que había en el Hospital de sangre, casa de Chopitea, el doctor Spielman se adelantó, y
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preguntó al General Oribe que había de hacerse en aquél caso. El General contestó: -“¡Ay, amigo doctor Spielman! ¡Cuánto le agradezco los servicios que por tantos años le ha prestado Ud. al país, desde que yo era un muchacho en el ejército de Artigas! Pero yo ahora nada significo, soy un derrotado infeliz que debe soterrarse para siempre... Esos heridos que tiene Ud. en el hospital, hágalos conocer de Urquiza, para que se les atienda, y mientras tanto,
sáquese
Ud.
y
Ud.
“amiguito”
-
designándome a mí-, esa divisa, porque esto, ya se acabó”. Así acabó el sitio de Montevideo, aquella epopeya de nueve años de batallas que dio motivo para la total despoblación de las estancias, romper su historia económica y que desapareciese su pastoral Arcadía; para que los ganados mansos se convirtiesen en baguales, para que la población nacional concentrada en los pueblos, pasase por las más grandes miserias, y la propiedad territorial criolla fuese sacrificada a vil precio, pasando de sus orígenes históricos, a mercachifles y pulperos, mientras la República Una Flor Blanca en el Cardal
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Argentina crecía y Buenos Aires, ofrecía a los unitarios que volvían de la emigración, las estancias aumentadas en todos sus ganados y el respeto y el bienestar que no se conocía allí desde los tiempos coloniales, y hasta sus hijos, hijos de Montevideo, borrasen la luz de su nacimiento pare ser argentinos netos. No en tanto, aquí agrego lo que todos ahora saben, que después de esos nueve años de sitio, algo quedó cimentado en los campos de los Cardales, ya que en el nuevo vecindario de la Villa de la Restauración, ilustres personajes vivían en él, y se había formado un importante núcleo de viviendas imaginándose otra capital. Reproducción de: “Memorias del Dr. Domingo Ordoñana”, con introducción y comentarios de José María Rosa.
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Cuarta Parte Finalmente Florece el Cardal
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Dos momentos hist贸ricos del Montevideo antiguo
Plano General de la Ciudadela de Montevideo en 1800
Plano General del Sitio de Montevideo en 1843
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La Fisonomía de Montevideo Tomando como suministro parte del estudio que fue elaborado por el Sr. Luis Moresco, y publicado en el sito del: G.E.R.G.U. - Grupo de Estudios y Reconocimiento Geográfico del Uruguay, bajo el título: “Relevamientos y Artículos”, intentaré desenvolver una visión superficial de la conformación territorial-geográfica del departamento de Montevideo, en la época de su fundación. Respetando las palabras de Moresco, la presente investigación, así como la actividad de campo que la acompaña, tiene como eje central del autor, transmitir una visión de la geografía del departamento que está muy distante de la que pueden tener hoy gran parte de sus ciudadanos. El Montevideo anterior al proceso de colonización y urbanización, presentaba una geografía muy compleja, un territorio que emergía y su cerro, totalmente diferenciada de los dos departamentos que lo rodean, principalmente con la visión costera, porque desde allí empezó el proceso y su denominación. Esa fisonomía tan particular hizo que resultara el embrión para la futura formación del país.
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Cada vez encontramos más aceptada la existencia del viaje secreto de la expedición portuguesa que acompañó Américo Vespucio, la cual en 1502 habría descubierto el Río Jordán, (Río de la Plata), y dado el nombre a nuestro Cerro como “monte VIDI”. Este exiguo territorio, pero con terrenos relativamente elevados, su cerro, sus costas rocosas y su bahía, atrajeron la atención de los primeros navegantes exploradores. Las regiones adyacentes a ambos lados, eran extensas costas con playas arenosas, desérticas, pobladas de médanos, mientras que nuestro actual departamento mostraba
paisajes
emergentes,
una
campiña
verde,
destacando diversas cuchillas, no exenta de abruptos desniveles, zonas barrancosas, escarpadas o escabrosas, (que la futura urbanización borró o suavizó), y entre ellas infinidad de corrientes de agua que una orografía muy compleja dirigía en diversas direcciones. Y todos estos elementos geográficos, unos muy próximos de los otros, daban la sensación de un paisaje serrano en miniatura, apto para un establecimiento humano, con un puerto a la entrada del Río de la Plata. Al
respecto
–conforme
apunta
Moresco-,
reproducimos frases descriptivas del eminente geógrafo Una Flor Blanca en el Cardal
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Jorge Chebataroff: “…la ciudad de Montevideo, se ha extendido sobre un “pilar” (horst) cristalino,…” y “…la propia complejidad de la estructura induce una sorprendente variedad en los relieves.” Contrariamente, sus límites Este y Noroeste están ocupados por bañados, ambos producto de primitivas bahías rellenadas. Son ellos los bañados de Carrasco, (ácidos), y los del Santa Lucía y Melilla, (salinos). La complejidad del territorio también se observa en sus costas que, sobre el Río de la Plata se extienden por 70 Km, incluyendo la existencia, (a hoy), de 22 playas que, sumadas, cubren 13 Km de extensión sobre el río. La urbanización de casi 300 años fue desdibujando, ocultando o transformando el paisaje: arroyos entubados, playas anuladas y cuchillas y elevaciones difíciles de apreciar visualmente hoy en día. Si a los montevideanos de hoy les pidieran citar qué alturas conocen del departamento, ciertamente nombrarían al Cerro, (136 ms.), y algunos añadirían el Cerrito de la Victoria, (70 ms.), y allí acabaría. Se conoce a Montevideo como si se estuviera viendo una foto aérea: todo plano. Casi nadie tiene noción de las cuchillas que, sin embargo, las principales se extienden por alrededor de 20 Una Flor Blanca en el Cardal
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Km. Cada una, presentan zonas muy ensanchadas de característica mesetiforme, alturas que oscilan en largos trayectos desde 30/40 ms a 50, 60 y hasta 80 ms, y producen efectos en los espacios adyacentes, empezando por las cuencas hídricas que, en un territorio tan reducido, son numerosas y divergen hacia muy distintas direcciones. Tenemos como ejemplo la que recorremos en una parte: la Cuchilla Pereyra, ramificación muy importante hacia el S.O. de la Cuchilla Grande. Tiene hasta 82 ms, en ese punto nace rumbo al S. el Arroyo Miguelete a 70 ms de altura, (misma altura que el Cerrito de la Victoria), y a pocos metros, pero por su ladera N., nace el Arroyo de las Piedras, que a pesar de sus bruscas variantes mantiene una dirección O., y oficia de límite político con Canelones; a pocos cientos de metros, pero ya partiendo de la propia Cuchilla Grande, nace el Arroyo Toledo que discurre hacia el E., también actúa de límite, y su cuenca desagua en el Río de la Plata, a través del Arroyo Carrasco, luego de nutrir los bañados de este último nombre. También de la Cuchilla Pereyra nace el Arroyo Pantanoso. Como resultado de esta complejidad del relieve, Montevideo, con solo 550 Kms² de superficie, (por lejos el más reducido de los 19 departamentos), tiene ocho cuencas Una Flor Blanca en el Cardal
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hídricas: del Toledo/Carrasco, 213 Kms², del Miguelete, 113 Kms², del Pantanoso, 70 Kms², de las Piedras/Colorado, del Santa Lucía, del Río de la Plata al O., del Arroyo Seco y del Río de la Plata al E. En plano cartográfico de 1816 de J. M. Reyes, la Cuchilla Pereyra está designada como Cuchilla Grande, interpretación que me parece atendible. En el año 1800, la ciudad de San Felipe de Montevideo iba creciendo sobre la península. Más allá de las murallas que la circuían por la parte E. y que conducía al campo, partían ondulados caminos y sendas, que desde los portones de San Pedro y de San Juan de la plaza fuerte, iban en dirección hacia la línea del Cordón y la Fuente de Canarias y unían una muy irregular edificación siempre en aumento. En la transparente lejanía movíanse los jinetes, rechinantes carretas o algún coche de camino, con sopandas, a todo el marchar de sus ruedos. Según el censo levantado pocos años después -para ser más precisos, en 1803-, por el Subteniente de Infantería Nicolás de Vedia, dentro de los muros que protegían la ciudad, vivían 9.367 habitantes; en el arrabal de la ciudad, 1.561; en el ejido, 1.004; en los propios, 2.161. Una Flor Blanca en el Cardal
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No en tanto, de acuerdo con las informaciones recopiladas por Aníbal Barrios Pintos, y publicadas en el “Almanaque del Banco de Seguros del Estado - años 1975/76”, nos informa que un atento observador inglés contemporáneo clasificaba así la población del Estado Cisplatino, desde el punto de vista político: “Estaba
compuesta
por
“realistas”
(casi
exclusivamente viejos españoles), “patriotas” (clases bajas de los criollos que consideraban a la ocupación brasileña como una usurpación), “imperialistas” (militares, antiguos colonos
portugueses,
comerciantes,
ganaderos
y
propietarios de tierras, entre estos últimos, también criollos y viejos españoles, con grandes propiedades y riquezas), y una gran masa de “indiferentes”, entre ellos muchos españoles, aventureros políticos con notorios cambios de frente durante las distintas ocupaciones y guerras, quienes adherían al gobierno del momento, con tal de que éste le brindara seguridad a sus personas e intereses”. “No en tanto, había también “admiradores de la disciplina británica”, ansiosos de una nueva dominación”.
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Orígenes del Beneficiarios
Cardal:
los
Primeros
Mapa de las chacras y estancias existentes en el siglo XVIII en el paraje denominado Cardal.
Hasta los fines de la década del 30, del siglo XIX, la denominada ciudad vieja, llegaba solamente hasta las puertas de la ciudadela. La nueva, se extendía de forma
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lánguida hasta la calle Ejido. Atravesando los campos y coronando esa cuchilla, se extendía para el este, el Camino Real, y a los lados, se ubicaba el caserío del Cordón. En el eje del conocido como “Camino a Maldonado”, hacia el este, más allá del núcleo del Cordón y de las Tres Cruces, quedaba el paraje denominado “Quebrada de los Cardales, o Quebrada de Montevideo Chico”, por ser la prolongación sistemática del Cerrito, y antiguamente llamado de “Montevideo Chico”. Es en este paraje que están ubicadas las tierras en que vendría a constituirse, a partir de la organización de la República, un caserío sobre el cual sería fundada más tarde por los comandados del General Manuel Oribe, la “Villa de la Restauración”. Pero antes de establecerse el Sitio, esa extensa área de tierra a un lado y otro de la cuchilla, y que se extendía desde el Cerrito hasta llegar al Río de la Plata, (puerto del Buceo), se denominaba como el paraje del Cardal, y no era más que un pequeño caserío vegetando lánguidamente en medio de estanzuelas, pulperías y ranchos de terrón. Este actual barrio montevideano surgido de la conjunción del asentamiento poblacional espontáneo y la posterior decisión de las autoridades de asentarse en el entorno de la antigua ciudad de Montevideo, fuera de Una Flor Blanca en el Cardal
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muros, y con carácter de población autónoma, vino posteriormente a quedar incluido en la planta urbana de la ciudad, al cumplirse en este siglo el extraordinario proceso de expansión que la ha caracterizado; empero, hay que destacar que su fisonomía local de aquel entonces, ha logrado prevalecer sobre la uniformización urbanística en el conjunto de los barrios de la ciudad. Según prolijo estudio realizado por Eugenio T. Cavia, cinco fueron las chacras y estancias existentes en el siglo XVIII en el paraje, donde, en parte de ellas, quedaría constituida la jurisdicción de la planta urbana de la Unión, desde el arroyo del Cerrito al Río de la Plata y del camino de Propios hasta llegar a la zona de Maroñas. Al norte de la hoy Avenida 8 de Octubre y sobre el Bulevar José Batlle y Ordóñez (ex Propios), estaba la chacra de doña Candelaria Duran de Barrado; siguiendo a esta por el Naciente, la de don Juan Xerpes y luego, la de Antonio Camejo. Y al sur, desde el mismo Bulevar Batlle y Ordóñez hasta la hoy Avda. Mariscal Francisco Solano López (ex Comercio), estava ubicada la chacra de Francisco Ramírez, posteriormente de Andrés Pernas; prosiguiendo luego la estancia de don Sebastián Carrasco, conocida mas tarde por “Estanzuela de Alzaybar”. Una Flor Blanca en el Cardal
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Entre los primeros beneficiarios de estos terrenos situados en el paraje denominado “Quebrada de Montevideo Chico”, aparece Sebastián Carrasco. Éste, segundo consta en Padrón realizado en 1726, era oriundo de Buenos Aires, criollo e hijo legítimo del Capitán de Caballos Corazas, Salvador Carrasco, un andaluz, natural de Málaga, y de Leonor de Melo Coutiño, originaria también de Buenos Aires. Tenía 44 años de edad, y había servido como soldado en la compañía de Echauri, cuando llegó integrando el primer grupo poblador de Montevideo procedente desde Buenos Aires. Era casado con la santafesina, Dominga Rodríguez de 40 años y tenían dos hijos: Domingo de 12 años, y María Josefa de 2 meses de edad. Fallecida Dominga Rodríguez, Carrasco contrajo segundas nupcias con Ana Pérez Bravo, canaria, natural del Sauzal, de 17 años de edad, el 4 de agosto de 1729, hija del poblador Silvestre Pérez Bravo, y fue durante este matrimonio, que obtuvo por merced real una extensión de campo en esta zona. La misma comprendía todo el sur de la actual Unión, desde la hoy Avda. Francisco Solano López, hasta la terminación del llamado inicialmente pueblo Flor de Maroñas, con fondo al Río de la Plata y frente al Camino Real a Maldonado, abarcando al todo: 1.610 cuadras y 5/10. Una Flor Blanca en el Cardal
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El 21 de febrero de 1738, los esposos Carrasco-Pérez vendieron su estancia en la “Quebrada de Montevideo Chino”, a Francisco de Alzaybar ante el Alcalde de Segundo Voto, Ramón Sotelo. El paraje quedó luego conocido como “Estanzuela de Alzaybar”, pero al fallecer don Francisco, el 18 de enero de 1775, la misma pasó a ser propiedad de su hermano don Martín, y a la muerte de éste, soltero y sin hijos, a su otro hermano, don Juan y, luego a su hija, doña Gabriela de Alzaibar, casada con Manuel Solsona. Posteriormente, de los esposos Solsona-Alzaybar, “la Estanzuela” pasó a su hijo Manuel Solsona y Alzaybar, casado con Micaela Jáuregui, que a su vez, fue heredada por los hijos de estos, Manuel, Pilar, Juana, Josefina, José María y Sebastián Solsona Jáuregui. Hacia fines de los años 30 del siglo XX, aun habitaba en una finca construida en el terreno de la antigua estanzuela, don Carlos W. Solsona, uno de los miembros de la antigua estirpe vasca. Volviendo a los hechos históricos, por su parte, Francisco Ramírez había obtenido del Gobernador José Joaquín de Viana, el 31 de enero de 1764, una suerte de chacra de 400 varas de frente y ¾ de legua de fondo, Una Flor Blanca en el Cardal
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lindando al este con la de Francisco de Alzaybar; y al norte y oeste, con los Ejidos y Propios de la ciudad, y al sur con el Río de la Plata. Fallecido Ramírez en 1768, su viuda, por si y por sus hijos, vendió toda esta posesión para don Andrés Pernas, el 18 de mayo de 1781. Tal información procede según afirman en nota del 15 de febrero de 1919, un núcleo de caracterizados vecinos de La Unión, al solicitar a la Comisión de Nomenclatura de las calles y Caminos de la Ciudad de Montevideo, que se diera el nombre de “Pernas” a la entonces calle Comercio, alegando que: “El primero de éste apellido que llegó al Uruguay en tiempos de la dominación española, fue don Andrés Pernas, el cual tuvo su establecimiento de agricultura precisamente en la región que atraviesa la calle a que nos referimos. En aquellos tiempos en que la agricultura era poco menos que descocida en el país, el señor Pernas fue un verdadero apóstol de aquella industria y no solo importó las clases más diversas de árboles, sino que se dedicó con verdadero tesón y desinterés a difundirlos en Una Flor Blanca en el Cardal
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los alrededores de Montevideo y hasta en la campaña. Este solo hecho bastaría para dar relieve al nombre de Pernas, pero los meritos fundamentales de aquel señor, son otros de más sustancia. Entre ellos descuella el haber dado a la Independencia, con cuya causa se había identificado completamente, no obstante ser español, cuatro de sus hijos: Antonio, Hipólito, Manuel que, como consta en el Estado Mayor de la Guerra, sirvieron en
el
“Regimiento
de
Dragones
Libertadores” a las órdenes de don Manuel Oribe, con los grados de Alférez y Capitán respectivamente. Y otro, Valentín, fue de los doscientos que acompañaron a Artigas al Paraguay, sin que nunca se supiera de su suerte”. En reconocimiento de tales meritos, las autoridad municipal de Montevideo, en mayo de 1919, resolvió dar el nombre de “Pernas” a la hasta entonces calle llamada “Montevideo”, cuyo trazado pasaba por el centro de los terrones que fueran de aquel.
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Por otro lado, en lo concerniente a la repartición de tierras, el 21 de mayo de 1769, el Gobernador Político y Militar de Montevideo, Coronel Agustín de la Rosa, concedió a don Antonio Camejo, una chacra situada también en la “Quebrada de Montevideo Chico”. Antonio Camejo, quien se conservó soltero y ejerció el cargo de Capitán de Milicias de Caballería de Montevideo, era el único hijo varón de Juan Rodríguez de Camejo Soto, y de Victoria María Álvarez, otros de los primeros pobladores de Montevideo. Antonio Camejo también fue titular de otras grandes extensiones de tierras en nuestro País, entre ellas, una estancia situada entre el Río Santa Lucia y el Arroyo de los Canelones, local en que fue fundada la hoy Ciudad de Santa Lucia. El Capitán Camejo la vendió el día 3 de noviembre de 1784 a Don Miguel Tejada, Coronel entonces del Regimiento de Infantería de Buenos Aires -conocido vulgarmente por “Regimiento Fijo” destacado en la plaza de Montevideo-, una extensión de treinta y siete y media cuadras con los anexos de labranza, arboledas, animales de servicio, etc., por
el precio de dos mil seiscientos
patacones. Esas tierras comprendían la parte al norte de la Una Flor Blanca en el Cardal
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actual Av. 8 de Octubre, entre Comercio, y una línea que, partiendo de la hoy calle Ing. José Serrato, (ex Industria), terminaba en el arroyo del Cerrito, en la prolongación de la calle Cipriano Miró.
El Caserío del Cardal El natural proceso de crecimiento migratorio y vegetativo de la población de Montevideo en aquellos tiempos, fue determinando su extensión hacia las chacras y estancias de los alrededores. La zona comprendida entre el Cordón y el arroyo Carrasco, favorecida por el trazado de la principal vía de comunicación con Maldonado hacia el este, y siguiendo a esta, fue de las primeras en recibir a los nuevos pobladores. Pero, sobre todo, a partir de la organización de la República, al concluir las guerras de la Independencia, fue que el paraje sirvió de asiento permanente a un número cada vez mayor de pobladores estables, generalmente dedicados a las tareas agrícolas. Según versiones que aun no han tenido su confirmación
documental
para
este
registro,
1823
correspondería al periodo en que se habría producido la Una Flor Blanca en el Cardal
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instalación de algunos saladeros, y de un primer molino en la zona. En 1834, el Gobierno de la República adjudicó a don Juan María Pérez, la llamada “Chacarita de los Padres”, con tres mil varas de frente al Río de la Plata a partir de la desembocadura del arroyo Carrasco, de acuerdo con mensura practicada el 24 y certificada el 27 de diciembre de 1771 por el Piloto de la Real Armada, Antonio de Alcalá. Otras evoluciones continuaron en la zona, y en 1835 fue instalado el Juzgado de “El Manga”, y del mismo, pasó a depender todo el extenso distrito del Cardal que, en la época, comprendía una zona mucho mayor que la del núcleo que posteriormente daría origen al barrio de la Unión. En efecto: según Isidoro De María, a comienzos del siglo XIX, “a una legua justa de distancia de la ciudad”, descollaban dos grandes ombúes, conocidos por de doña Mercedes (María Mercedes López), que servían desde el tiempo del Rey, como de Marco Oficial de la legua. Llamaban a ese paraje “el Cardal”, porque en efecto, existía uno de inmensas proporciones en aquel “despoblado”, -y agrega dicho cronista-, que los mismos se hallaban situados en la hoy Avda. 8 de Octubre, para allá de la Blanqueada, a la izquierda, “yendo para la Villa de la Unión”. Una Flor Blanca en el Cardal
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Al promediar el año de 1834, el Gobierno de la República puso en marcha un plan para atraer la inmigración. De acuerdo con éste propósito, eran preferidos los artesanos, peones y trabajadores, y a quienes pudieran acreditar buena conducta los cónsules de sus países residentes en el territorio uruguayo. Fue en ese entonces cuando se presentaron: Jorge Tornsquist, proponiendo atraer la migración alemana, y Samuel Fisher Lafone, que se comprometía a transportar mil emigrantes desde Islas Canarias, Cabo Verde y provincias vascongadas. El tercero de estos contratistas, fue en los hechos Juan María Pérez. Comerciante, estanciero, propietario de inmuebles en la capital, hombre de finanzas, y que en su trayecto por la política, ocupó un escaño de Diputado por Montevideo, en la Cámara de Representantes desde 1833, y luego el Ministerio de Hacienda en 1835 durante la presidencia de Manuel Oribe. Más esencialmente, es a partir de ese momento que comenzó su actividad como contratista de colonos, preferencialmente canarios (denominación dada a los oriundos de las Islas Canarias). Y fruto de esta actividad empresarial, debieron ser los pobladores canarios que Una Flor Blanca en el Cardal
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aparecen en 1836 en el “Padrón de Extramuros”, levantado por la Junta Económico-Administrativa de Montevideo, apuntándolos como residentes en la segunda sección, en los distritos “del Cardal”, de “la Aldea”, “de Tres Cruces”, “Punta Brava” y en Manga y Toledo, anotados todos ellos como “Isleños”, en su mayor parte, y a su vez, de oficio “labradores”. Pero, sin duda, iba a influir de manera trascendente en el desarrollo del primitivo núcleo poblado del Cardal, la presencia en él, de doña Mauricio Batalla. Esta había nacido en el poblado Real de San Carlos, hija del matrimonio formado por Antonio de los Reyes Batalla y Francisca Pacheco. Sus primeros años habían transcurrido en una chacra arrendada por sus padres a don Joaquín Álvarez Cienfuegos. Dicha área, estaba situada sobre el arroyo Meireles, en las cercanías del actual pueblo Joaquín Suárez, departamento de Canelones. Posteriormente, doña Mauricio contrajo matrimonio con su vecino, don Luís de Almeida, natural de la Isla de San Miguel, del Reino de Portugal, en 14 de enero de 1795, en la Iglesia Matriz. De este matrimonio tuvo diez hijos, de los que solo sobrevivieron cinco: Eufrasio Felipe, que contrajo matrimonio con Marcelina Burgues y falleció en la Una Flor Blanca en el Cardal
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Villa de la Unión; Tomasa Josefa Dominga, que se casó con Duarte y dejó ocho hijos; Ángela Josefa, de cuyo matrimonio con José Vila también dejó descendencia; Ángela Juana o María Ángela, que contrajo nupcias con el portugués Manuel González; y Manuel, un eterno soltero. Viuda ya de Luís de Almeida, doña Mauricio, que se domiciliaba en Puntas de Toledo, conoció a Alejandro Causo, vasco español vecino de ese paraje, que era propietario de dos manzanas de terreno entre el Cordón y Las Tres Cruces (paraje a medio camino entre el Cordón y el Cardal), una con frente a la calle del Carmen (hoy Dante) y la otra sobre el Camino que venía del arroyo Seco (hoy Avda. Daniel Fernández Crespo). A seguir, previas las proclamas religiosas de estilo, y de la entrega por don Causo de dos mil pesos en dinero como aporte total, se efectuó el matrimonio entre ambos. Todo indica que éste acto debe haberse celebrado antes del 4 de abril de 1834, pues en expediente iniciado por doña Mauricio con esa fecha, que hoy existe en el Archivo General de la Nación, fondo Escribanía de Gobierno y Hacienda, manifiesta ser de estado casada, con Causo, y vecina de Toledo.
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No en tanto, antes de finalizar el año 1834, se trasladó con su esposo al caserío del Cardal, ocupando las poblaciones que existían en la esquina N.O. de las hoy avenidas 8 de Octubre y José Batlle y Ordóñez, donde estuvo situada la antigua pulpería de su pariente Francisco Pacheco y Medina, en condominio con el cual había comprado una chacra a la viuda de Andrés Pernas, doña María Antonia Pereira. Una vez efectuada la separación de condominio con Pacheco y Medina, y la compra en almoneda a Francisco Espino de la parte que fuera de aquel, así quedó perteneciendo exclusivamente a doña Mauricio, casi toda la área O. de las tierras del Cardal, que fue ensanchada posteriormente con otras adquisiciones realizadas a los herederos de Pernas, hasta llegar su propiedad a las proximidades de la hoy avenida Italia, teniendo por límites al norte, la avenida 8 de Octubre, al este la calle Comercio, y al oeste el Bulevar José Batlle y Ordóñez. Fue formado por esta señora, sin lugar a dudas, una propiedad de extenso territorio. Es necesario destacar, que fue también por deseo de doña Mauricio, que en sus tierras se alzó una capilla (la misma en la cual el cura Ereño llegó en 1843), como del Una Flor Blanca en el Cardal
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mismo modo, la existencia allí del más antiguo cementerio del paraje. Mauricio Batalla falleció el 25 de agosto de 1865, nonagenaria, y durante mucho tiempo, la actual calle Pernas se llamó “Calle de la Mauricio”. En definitiva, los datos indican que Eugenio T. Cavia ha evocado con exactitud la perspectiva general que ofrecía hacia 1840, el poblado del “Cardal”.
De Labradores a Industriales Formalizado el sitio de la ciudad de Montevideo por las fuerzas al mando del General Manuel Oribe, en febrero de 1843, el Cardal vino a establecerse como una posición estratégica muy importante dentro de la línea sitiadora. En efecto: su ubicación sobre el camino Real a Maldonado, en el antiguo camino que conducía a la Chacarita de los Padres de San Francisco, ofrecía el dominio de toda la entrada del este de la República. En aquel entonces, Minas, Maldonado, San Carlos, Rocha, mandaban los frutos del país, por ese costado y, por lo demás, desviando, a la izquierda, por el camino de la Cuchilla Grande, se alcanzaba la villa de Melo y de allí, la Una Flor Blanca en el Cardal
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frontera del Brasil. Hacia el norte, por el ya mencionado “Camino del Campamento” (en la traza de la actual calle Ing. José Serrato, ex Industria), se comunicaba con el Cuartel General del Cerrito; y hacia el sur, por el llamado “Camino del Comercio” (actual calle Francisco Solano López), se vinculaba con el puerto del Buceo, cruzando la zona de “la Aldea”. Por lo demás, la zona tenía hasta el inicio de la Guerra Grande, un importante desarrollo económico, con numerosos saladeros y molinos por allí instalados. Entre los primeros, cabe mencionar como el más antiguo de todos, el establecido por Joaquín Chopitea en 1778, cuyo predio se extendía desde unos cien metros antes de llegar a la antigua calle Industria, y siguiendo la hoy Avda. Gral. Flores hasta el camino Propios (hoy Bulevar José Batlle y Ordóñez), y por el sur, hasta el arroyo de Montevideo Chiquito. En 1842, esta área fue comprada los hermanos Antonio y Andrés Fariña y que, desocupado ese mismo año por solicitud del General, en él se instalaron el Cuartel General del Ejercito Sitiador, y los ranchos que ocuparan el General Manuel Oribe y el Jefe del Estado Mayor, General Francisco Lasala.
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Más próximos al Cardal, se hallaban -según apuntes del Dr. Luis Bonavita-, el saladero instalado en 1831 por Manuel y Jaime Illa y Viamont (cuñado de Tomás Basáñez), más propiamente sobre el paraje “la Aldea”, cruzado por el arroyo de la Buena Moza, y que fuera vendido en 1851 a Juan Gowland. También estaba el de Zamora, ubicado en un terreno del Camino Carrasco, entre las actuales Arrayán e Hipólito Irigoyen, (ex Veracierto), conocido en ese tiempo por camino Zamora, y comprado a Solsona y Alzaybar en 1841 y arrendado durante la Guerra Grande a Francisco Lapuente. Igualmente estaba el del Gestal, cuya esposa, Juana González Vallejo, comprara a los sucesores de Solsona la chacra donde construyó el saladero en 1841, ubicado en las entonces calle Tarariras, entre Godoy y Espuelitas, y en cuyo local estuvo instalado durante la Guerra Grande, el Juzgado del Crimen. Aun había el de Balbín y Vallejo, que tenia por límites las actuales Avda. Italia, desde Hipólito Irigoyen hasta 18 de Diciembre, y por el sur el saladero de Gestal; el de Martínez, dando al sur con el camino a Maldonado y con frente al antiguo camino de Propios, que en 1847 cerró, estableciéndose en el mismo sitio la pulpería de Juan Bautista Chichón. Ya sobre la costa, desde el camino del Una Flor Blanca en el Cardal
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Comercio hasta las cercanías de la Aduana del puerto del Buceo, se extendía el saladero de Seco; y todavía estaban los de Francisco Hoquart, Buxareo, los hermanos Mateo y Francisco Magariños, y el de Piñeyrua. No obstante, y ateniéndonos más propiamente sobre la zona donde vendría a constituirse el pueblo del Cardal, resaltamos que don Tomás Basáñez había comprado el 20 de octubre de 1834, en escritura autorizada por el Escribano Juan Pedro González, a doña Micaela Jáuregui de Solsona, como apoderada de su esposo Manuel Solsona y Alzaybar, una tal chacra que estaba compuesta de cinco cuadras de frente al norte al camino Real a Maldonado, y por el sur, la cañada “que pasa por los fondos de la casa de Martínez”. Señala don Eugenio T. Cavia, que Basáñez: “con su iniciativa, pasó a ser el primer adquiriente de terrenos de la antigua estanzuela que había pertenecido a don Francisco de Alzaybar, pues aun cuando ya la ocupaban como arrendatarios con valiosos edificios, los saladeristas José Gestal, Juan Balbín, González Vallejo, y los hermanos Mateo y Francisco Magariños, ninguno de ellos ni sus sucesores,
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adquirieron terrenos antes de la compra realizada por don Basáñez”. En el curso de los acontecimientos, el 8 de abril de 1836, don Tomás Basáñez pasa a formar con don Juan Pijuan, una sociedad de salazón de carnes y horno de ladrillos, estableciéndola en el terreno mencionado. Pero a los dos años y medio, el 6 de noviembre de 1838, por escritura celebrada ante el Escribano Luís González Vallejo, los consocios decidieron separarse, recibiendo don Juan Pijuan, el terreno zanjado del frente, con una extensión de 219 varas, por 1.500 varas de fondo, con igual extensión en el camino a Maldonado. Quedó perteneciendo a Basáñez, el restante terreno: “en el que estaban fundados los ranchos y hornos antedichos, compuesto de 281 varas de frente al Camino Real”. Y conforme precisa el citado Eugenio Cavia: “El primer horno de Basáñez y Pijuan se hallaba ubicado en el terreno donde se levantó el antiguo Colegio Maternal, en la calle José Antonio Cabrera frente a la plaza Gral. Cipriano Miro; y el saladero, en la esquina de las actuales calles Larravide y Azara”. Una Flor Blanca en el Cardal
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Frente al saladero, existió posteriormente un otro horno de ladrillos de Basáñez, en el predio que forman esquina las citadas calles Larravide y Azara, a los fondos del Asilo Dr. Luís Piñeyro del Campo. Con respecto de los molinos, según afirma sin corroborar su aserto el arquitecto Julián Másqueles, el primero que se habría construido en el paraje, dataría de año 1823. Según un dibujo que lo reproduce, dicho molino era algo diferente de los posteriores, pues tenía aspas sumamente cortas y muy alargada la lanza que servía para mantener a las mismas alejadas del muro. El relato posterior de Julián Másqueles, apunta: “Detrás de dicho diseño, que ocupa casi todo el campo, aparecen las aspas y aun la lanza de otro molino. Si hemos de colegirlo por la insignia, tan típica en los viejos molinos afirma Godofredo Kaspar (seudónimo del P. Guillermo Furlong), en artículo publicado en la Revista de la Sociedad “Amigos de la Arqueología”–, debieron estos denominarse “del Globo” o “de la Esfera”, en conformidad con el símbolo que ostenta uno de ellos en la parte superior del techo”. Otros dos, fueron los conocidos como molinos “del Galgo”. El más antiguo de ellos, fue construido en 1839 por Una Flor Blanca en el Cardal
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José Prat, catalán, quien lo poseyó hasta mediados del siglo XIX, época en que lo vendió a Lorenzo Cresio y Tomas Magi. De estos, pasó más tarde a Vicente Benvenuto, que fue quien construyó el segundo de dichos molinos. Uno de ellos, subsiste en el predio del Club Atlético Unión (calle Pan de Azúcar y Timoteo Aparicio). Eduardo Acevedo Díaz, nacido en 1851 en la misma calle del Molino, nos ha dejado una hermosa página evocadora sobre el mismo. Dice este notable escritor uruguayo: “Muchos lo recordaran. Era un molino de viento; gran cilindro de material terminado no por un casquete precisamente, sino por un cono aplanado de madera, semejante en su forma y color a las casquillas ásperas y tostadas de criar abejas reinas, estilo de colmenares, y que a su vez tenia por remate, coronamiento y veleta, un galgo de hierro, con sus pies en el vacío y la cola encorvada, todo pintado de negro y los ojos blancos. A juzgar por el símbolo, debe suponerse que el establecimiento no era mediocre, y si muy superior a todo molinete o molinejo que en los contornos presumiese de muy activo y acelerado en materia de molienda”. “No poco de verdad había al respecto –continúa relatando don Eduardo-. La molinería era escasa y la Una Flor Blanca en el Cardal
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industria se resentía forzosamente de esta deficiencia. Se estaba al tiempo, y a la calidad y cantidad de la materia prima. De los molinos molondros, podía llamarse este rey, aunque como los demás de su categoría, dependiese siempre de los caprichos del viento”. “Harineros eran todos; que arroceros o de chocolates, de aceites o de papel, nunca han sido conocidos, lo que da una idea del estado floreciente de la industria molinera entre nosotros –nos agrega-. Y pues que el del Galgo era de viento, tenía desde luego, en lugar de rodeznos, unas aspas enormes, bien afirmadas, y fijas en la extremidad exterior del eje de una de las ruedas del artificio, al aire libre, para que la moviesen las ráfagas fuertes e hicieran funcionar todo el mecanismo. “Ocupaba el punto céntrico de un dilatado terreno llano que circundaban sensibles lomas a todos los rumbos. Los contornos eran agrestes y tristes. Allá en el fondo, a la parte del levante, se divisaba el mar como una línea azul y a veces algunas blancas velas parecidas a gaviotas vagabundas; a un flanco, en pintoresca zona, las quintas de Basáñez y de los horneros, llenas de verdes boscajes y árboles frutales; y al norte la plaza de toros, con su aspecto de Spolarium rebajado”. (Puntualizamos que el
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relato de Eduardo Acevedo Díaz, por los predios que describe en él, debe corresponder a la década del 60). “Los pequeñuelos de hace cinco lustros, miraban con respeto aquellas aspas forradas de lienzo: cruces equiláteras, equis formidables, cuyo velamen ceñido, al ser batido por el viento, producía un rumor sordo e imponente al voltearse los brazos a raíz de la tierra, que parecían rasar para erguirse en seguida hasta lo alto del casquete, en cuya aguja el galgo jineteaba”. “Era el paseo de los días de fiesta. Una cerca de maderos impedía la aproximación peligrosa, y el enganche manchego de algún truhán demasiado alegre. Para proveer al molino, hacíase comúnmente la trilla del “trigo del milagro”, tan poderosa grama de arista recta como la del candeal; y aunque distinto, ese trigo del llamado panizo, denominábase también “barbudo” por su espiga idéntica a la de la cebada. El trigo del milagro, como era conocido por las familias canarias dedicadas a la agricultura en la zona comprendida entre La Unión y Carrasco, brotaba y crecía en excelente costra arable, formando en la época de la siega, verdaderos lagos dorados entre alfombras de verdura”. “Aquellas ondas de espigas producían como un rozamiento de élitros y rumor de abreojos cuando el aura Una Flor Blanca en el Cardal
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matinal las agitaba; y aun en las horas calurosas del pesado ambiente, solían columpiarse sus millares de penachos, prolongando con el contacto de las aristas sus músicas monótonas y plañideras. La cigarra con su canto, la langosta pequeña con sus zumbidos, y otros insectos con sus estridulaciones desde el fondo de las hierbas larigueras, aumentaban esos ritmos; cuando no, dominaba todas las sonoridades alguna banda de mixtos o tordos, tan nutrida como una nube, abatiéndose famélicos sobre el grano para dorarlo sin demora, al punto de mondar en breves momentos centenares de espigas”. “Echarse por esos trigos –como dice el proverbio castizo–, era frecuente en los chicuelos y casquilucios de los alrededores, los que, reunidos en grupos o bandas como los pajarillos voraces, se lanzaban a todo correr a lo hondo de la espesa grama, en la mis hora ardiente de la siesta; ya para retozar bulliciosos a modo de chivatos montaraces, ya para perseguir mariposas de alas encendidas con pañuelos y chambergos, ya para acometer al igual los cuscos a los mansos bueyes aradores, que habían salvado la cerca arrastrando las guascas de la coyunda. Zarandeando los granos a golpes de puño, lo mismo que si hicieran sonar descomunales panderetas”. Una Flor Blanca en el Cardal
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Sin lugar a dudas, una bella descripción, pero los molinos se perfeccionaron con el pasar de los años, y ya en 1867, uno de los hombres más capaces que trabajaban con Benvenuto, Juan Bautista Daniel Della Cella, se separó y erigió otro molino contiguo casi a los anteriores, que denominó de “La Llave”. Con posterioridad a 1904, Della Cella construyó un molino a vapor, y poco después, fueron derruidos los viejos molinos neumáticos. Según consigna el ya citado Furlong, sobre la calle Corrales existió otro molino fundado por los tres hermanos Botín a mediados del siglo XIX, y que posteriormente vendieran a un tal Falco, su último poseedor. También señala la existencia de los molinos de Juan Patrón, en la cercanías del llamado Mirador, anteriores a los de Cresio.
El Pueblo de la Restauración El 24 de mayo de 1849, en el Cuartel General del Cerrito de la Victoria, el General Manuel Oribe, con el refrendo de su Ministro de Gobierno, Bernardo P. Berro, dictó un decreto que apuntaba: “Atendiendo al crecido número de edificios y habitantes reunidos en el punto llamado del Una Flor Blanca en el Cardal
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Cardal, en este departamento, el Gobierno ha acordado y decreta: “Art.1º - Queda erigida en Pueblo con el nombre
de
la
“Restauración”
la
nueva
población formada en el Cardal.” “Art.2º” – La calle que ha tenido hasta aquí el nombre de calle de la Restauración se denominara en lo sucesivo, Calle del General Artigas.” “Art.3º” – Los nombres de las demás calles y Plazas de dicha población se designaran por decreto separado.” “Art.4º” – Comuníquese y publíquese.” Culminaba así el desprolijo proceso de desarrollo habitacional que hemos visto anteriormente, y se concretaba a la vez, una aspiración arraigada en varias familias principales e influyentes del núcleo social que se había instalado en rededor del campo sitiador, como la de Viana, notoriamente emparentadas con el General Oribe por su madre, doña María Francisca de Viana y Alzaybar, y los Larravide, Basáñez, Illa y Viamont, y muchos otros más. No era, sin embargo el Cardal, el emplazamiento que algunas de estas familias preferían, sino más bien, la Una Flor Blanca en el Cardal
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oportunidad que les proporcionaba las cercanías que el pueblo tenía con el campamento del Cerrito, ya que éste hacia su centro de reducto en la chacra de Achucarro. Empero, el terreno del Cerrito tampoco era un lugar muy apropiado, pues si bien el pueblo haría frente al Sur en el rumbo de la actual Avenida General Flores, su suelo pizarroso era totalmente inadecuado para establecer construcciones, y la creciente importancia económica y estratégica del Cardal, más la reconocida fertilidad de sus tierras, lo delegaron como base cuartelera, haciendo finalmente del otro, el lugar indicado para su fundación. El Coronel de Ingenieros, José María Reyes, fue el encargado de establecer la planta cartográfica del nuevo Pueblo, trazándola sobre el núcleo preexistente del Cardal. En un plano presumiblemente delineado por el propio Eugenio T. Cavia, y que aun se conservaba en el Instituto de Historia de la Arquitectura de nuestra Facultad de Arquitectura, reproducido por Ferdinand Pontac –el conocido seudónimo del Dr. Luís Bonavita–, en el Suplemento del diario “El Día” de 21 de octubre de 1962, ha sido reconstruido el trazado del “Pueblo de la Restauración” con sus calles, hacia 1850.
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En dicho plano puede verse en forma paralela a la calle principal, la que fue denominada “de la Restauración”, y al norte de la misma, se ven cuatro calles, tres de las cuales llevan los nombres de “Maroñas”, “25 de Mayo”, y “del Carmen”, y la cuarta, innominada. Al sur había una sola vía abierta, con el nombre de “calle que va al molino”. Las transversales de este a oeste, eran nueve y llevaban los nombres de “Toledo”, “Manga”, “Pantanoso” y “Miguelete”, refiriéndose a los cuatro arroyos principales de Montevideo. Las siguientes, eran las del “Colegio”, “de la Iglesia o de San Agustín”, “del Campamento”, “Buceo” y “Cardal”. Cabe señalar que tales disposiciones para el trazado y nomenclatura de las calles de la nueva Villa, fueron completadas con la colocación de tablillas con los nombres respectivos, pintados sobre las mismas por un joven componedor de la imprenta de “El Defensor de la Independencia Americana”, llamado Juan Manuel Blanes, y por cuya tarea percibió de los fondos policiales “un medio por cada letra”… En extensión importante, y haciendo paralelo con el pueblo de la Restauración, se hallaba el Cuartel General de
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Oribe, ubicado entre la antigua casa quinta de Chopitea, el Cerrito y el monte llamado entonces de los Olivos. El norteamericano Samuel Greene Arnold, en el relato de su “Viaje por América del Sur 1847-1848”, nos ha dejado una interesante descripción. Este joven, por entonces, de 25 años, natural de Providence (Rhode Island) y que luego alcanzaría las dignidades de Vicegobernador del Estado y Senador, había llegado al campo sitiador en febrero de 1848 con cartas para el General Oribe. En su Diario, recuerda que: “Eran las tres (de la tarde), cuando llegamos al Cuartel General. Hay un cerro más pequeño (cerrito) cerca de allí, con un fuerte sobre el cual flamean las banderas, oriental y argentina. Encontré el ejército alojado; allí han construido un pueblo de barro y estacas, con techos de paja, largos edificios con astas de bandera y casillas de centinelas a intervalos, y las banderas de Uruguay y de La Plata flameando sin distinción donde están acuartelados”. “El propio Oribe tiene una pequeña cabaña de madera, con techo de paja para su Cuartel General. Allí fui conducido y cortésmente recibido por el Presidente. Había allí una señora y una criatura, pero enseguida se retiraron, y Oribe mandó buscar un hombre que hablara francés para Una Flor Blanca en el Cardal
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intérprete, a pesar de que yo tenía mi criado, pero éste no es muy despierto. Oribe tiene unos 60 años, es alto, enjuto, de cabello gris, usa bigote, y tiene una cara apacible, pero se parece mucho a Finlay (mi amigo de Atenas), o al viejo Mr. Goddard. Es un hombre muy caballeresco y muy distinto a su patán de hermano. Lo encontré en ropa de casa: camisa y pantalones blancos y chaqueta roja; sobre la mesa, delante de él, estaba su sombrero de paja con la universal leyenda: Defensor de las Leyes antes observada”. “Nos dio cigarros a mí y a mi criado, y ofreció vino. Parece que llegamos tarde para cenar y yo tenía mucho apetito. Le conté el estado de las cosas en la ciudad, de lo que ya estaba enterado; y de Brasil, lo que le intereso. Le dije que él podía tomar la ciudad por asalto en cualquier momento. Me preguntó por qué pensaba así. Le repuse que estaba muy débilmente fortificada. Él lo sabía, pero dijo que, por el momento, primero debía ser definida la situación de Inglaterra y de Francia. En realidad él no desea tomar la plaza. Tiene unos 5.000 hombres en el campamento, principalmente de caballería, pero algo de infantería y artillería. Estima la población de este país en unos 300.000 habitantes o menos; pueden levantar 15.000 soldados o 22.000 en caso de apuro”. Una Flor Blanca en el Cardal
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“Me mostró los huesos del Megatherius últimamente encontrado aquí, y desea que yo viaje por el país, ofreciéndome todas las facilidades; dice que está bien regado y arbolado; el café puede crecer aquí. Me ofreció cartas, por si deseaba ir a Paraguay, para Entre Ríos y Corrientes, pero me dijo que sería peligroso ir ahora; también me ofreció cartas para Buenos Aires. Le dije que tenía suficientes. Deseaba hacer algo por mí, le pedí entonces su autógrafo y me lo dio. Últimamente ha hecho una gran obra que ahora le preocupa con preferencia: ha fundado un colegio llamado “Seminario del Uruguay”, a ½ legua del Cerrito y a una legua de la ciudad. Lo empezó hace 5 o 6 meses y lo tendrá hecho en pocas semanas; ya ha costado arriba de 100.000 pesos. Es de ladrillo y es un asunto muy grande. Me mostró los planos y con justo orgullo habló de ello como de una obra duradera para su país, concebida y terminada durante la guerra. Me pidió que le dijera al cónsul de EE.UU, en la ciudad, que consiguiera, para él, los planes de estudio y reglamentos de algunos colegios americanos. Converse casi 2 horas con él”. Aun en su largo apunte, Greene Arnold agrega que en el campamento sitiador, algunos soldados: “estaban formados en parada y quedaban muy bien con sus chaquetas Una Flor Blanca en el Cardal
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y gorras rojas, sus mandiles a lo oriental y calzoncillos o pantalones blancos”… “Era casi una ciudad, y todo el tiempo hasta el arroyo, es más o menos como una aldea, con casas de comercio en el camino.” Cabe resaltar que de tal importancia eran, por lo demás,
en
la
“Restauración”,
los
establecimientos
educativos, algunos de los cuales tenía ya origen anterior en el Cardal o en otros lugares del campo sitiador. Entre estos se contaban los de Cayetano Ribas, instalado casi enseguida de comenzado el Sitio Grande, y el de don Miguel Corteza. En particular, este último anunciaba su próxima instalación en la “Restauración” en Julio de 1850, en los siguientes términos: “Dentro de breves días, trasladara D. Miguel Corteza su establecimiento de la enseñanza, bajo el nombre de Escuela Mercantil, al pueblo de la Restauración, situándose en un espacioso edificio que ofrece todo género de comodidades para admitir alumnos internos y externos. Además de las materias anunciadas, se propone agregar el estudio de Inglés, Latín, Matemáticas elementales, Retórica, Filosofía y Dibujo, por medio de profesores inteligentes, según lo permita el número, edad y capacidad de los discípulos que reúna”.
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De igual forma, éste establecimiento se proponía dictar
cursos
nocturnos:
“Por
la
noche
enseñara
personalmente Francés y Teneduría, y los días alternados, Francés para señoritas. Los interesados debían solicitar informes, mientras la escuela no se abriera, en lo de don Antonio María Pérez”. Sin embargo, desde 1846, ya existía en el Cardal la escuela “establecida frente al señor Cedres, que por entonces se trasladará al Molino de la calle de la Restauración”. En el estado del censo de 1848, elevado por el Alcalde Ordinario Antonio T. Caravia al Ministerio de Gobierno, aparece una escuela en el Buceo a cargo del Pbro. Lázaro Gadea que, en agosto de 1849, según un aviso publicado en “El Defensor de la Independencia Americana” fue trasladada. Dicho aviso decía: “el Presbítero Lázaro Gadea abrirá el día 8 del mes que corre, un establecimiento de educación primaria en el pueblo de la Restauración. Las horas de estudio serán desde las 10 de la mañana, hasta las 4 de la tarde, en los días hábiles. Admitirá alumnos a pupilo, y serán decentemente tratados, abonando por ellos 13 patacones y por los externos 3. Enseñara también las ciencias exactas y morales; tan luego que los niños se Una Flor Blanca en el Cardal
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hallen en actitud de dedicarse a tan interesantes estudios. Dará en las horas restantes lecciones particulares de aritmética comercial y teneduría de libros por partida doble”. Otro importante establecimiento educacional, era el “Colegio Uruguayo” de Ramón Masini, instalado en la calle Gral. Artigas, en “la casa nueva de Doña Mauricio Batalla”, según expresa un aviso publicado el 9 de noviembre de 1851 en el periódico anteriormente citado. El programa de estudios del “Colegio Uruguayo” era bastante vasto y completo. Según Magariños de Mello, “comprendía nada menos que diez y siete materias, música y baile, complemento educativo este último, que se estilaba por regla general hasta 1840 y tantos, y que constituye una supervivencia curiosa ya en esta época. Las materias revelan que el “Colegio Uruguayo” podía ser clasificado como un colegio primario y primario superior. En efecto, a la lectura, caligrafía, gramática castellana, aritmética y doctrina Cristiana y urbanidad social, unía idiomas (latín, francés, inglés e italiano), lógica, álgebra, geografía, elementos de física experimental, economía política, dibujo y teneduría de libros, género éste de estudios prácticos que tenia gran prestigio en el Cerrito.” Una Flor Blanca en el Cardal
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Más adelante, Masini organizó en su Colegio, un curso nocturno de idiomas “para las personas que por sus ocupaciones durante el día, no pueden asistir sino en la noche” Las lecciones duraban “al menos una hora, empezando a las 7 de la noche”. Los cursos eran dos; uno de inglés, a cargo de Mr. Wilson, y otro de francés, dirigido por el mismo Masini. Por cierto, que desde los primeros tiempos del Sitio Grande, funcionaron escuelas de niñas en el campo sitiador, y una de ellas, mixta, aunque, naturalmente, con clases separadas para varones y niñas, es la que se anunciaba en “El
Defensor
de
la
Independencia
Americana”,
trasladándose en 1840 al Molino de la Restauración. En este aspecto, cabe volver a mencionar el Colegio fundado a mediados de 1848 por Agustina Leal de Loaces. Continuaba ubicado en el terreno de Juan Pijuan, el joyero, y según los anuncios en el mismo, se enseñaban “por métodos muy sencillos: lectura, escritura, aritmética, gramática castellana, costura, bordado en blanco, etc., hilar, bordado de papel, calados y dibujo”. A los siete meses de fundado el establecimiento de la señora de Loaces, decía su directora que: “deseando darle toda la latitud que requiere hoy la enseñanza del bello sexo, se ha entendido con los Una Flor Blanca en el Cardal
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Sres. Juan Bautista Andrés, Agrimensor de Número, antiguo profesor de matemáticas en el Colegio Real de Paris y D. Jorge Gray, discípulo de la Escuela de Bellas Artes en la misma ciudad, para enseñar en su casa la escritura, análisis de la gramática castellana, aritmética, geografía, idioma francés y dibujo”. Por último, cabe mencionar el de Natalia Luque de Pardo que tenia 6 alumnos en 1848, y el de Canuta Mutiozabal. Pero además de estos establecimientos donde se desarrollaban programas de estudios primarios y secundarios, existía un cierto número de aquellos y de particulares, que enseñaban materias determinadas, de manera preferentemente idiomas y teneduría de libros. Sobre esta última, un aviso de “El Defensor…” expresaba que la enseñaba en forma particular un “profesor de este ramo que tiene algunas horas desocupadas”, en que prometía hacerlo “en el corto espacio de dos meses, y por el método más moderno y comprensible”. Los que desearen recibir tal enseñanza, podían ubicarlo “A toda hora en la tienda de D. Ángel C. Pita, calle del General Artigas, casa del Sr. Larravide”. Y no era el único –señala Magariños de Mello–, sino que también la enseñaba Agustín de Velazco y Antonio Pioch. Una Flor Blanca en el Cardal
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La Villa de la Unión Concluida la Guerra Grande, y bajo el imperio del espíritu de concordia que había sido consagrado en la paz del 8 de Octubre de 1851, en la expresión que reza en el armisticio, se lee: “Entre todas las diferentes opiniones en que han estado divididos los Orientales, no habrá vencidos ni vencedores; pues todos deben reunirse bajo el estandarte nacional, para el bien de la patria, y para defender sus leyes e independencia”, En consecuencia, el Presidente Joaquín Suárez, con el refrendo de su Ministro de Gobierno, Dr. Manuel Herrera y Obes, aprobó finalmente el 11 de noviembre de 1851, el siguiente decreto: “Con el interés de perpetuar en la memoria de los pueblos el recuerdo de la feliz terminación de la época calamitosa que la República acaba de atravesar, y de borrar hasta donde sea posible los vestigios de la denominación extranjera que tanto ha pesado sobre el
Una Flor Blanca en el Cardal
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bienestar y la riqueza del país, el Gobierno acuerda y decreta”: “Artículo 1º - El pueblo existente en el partido del Cardal, y conocido con el nombre de la Restauración, se denominará en adelante, Villa de la Unión”. “Artículo
–
2º
Dicha
Villa tendrá
la
administración local que le corresponda con arreglo a su población, y la extensión de la Jurisdicción territorial que oportunamente se le asignara”. “Artículo 3º - Comuníquese, etc.” Ya el 24 de noviembre siguiente, el mismo Gobierno decretó: “Artículo 1ª – La Administración Civil de la Villa de la Unión, se compondrá por ahora de un Juez de Paz, y los Tenientes Alcaldes respectivos:
un
dependiente
de
delegado la
oficina
de
Policía,
central
del
Departamento y los Comisarios auxiliares que demande el servicio público de la villa y jurisdicción territorial”.
Una Flor Blanca en el Cardal
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“Artículo 2º - Asígnese por jurisdicción de la Villa de la Unión, la sección del Departamento comprendida entre el Camino Real que pasa por la parte del Sud del Cerrito en la dirección Oeste, la costa del mar por el Sud, por el Este la prolongación del camino que pasa por la parte Oeste del Cerrito, en dirección Norte Sur, hasta tocar en la costa del mar, y por el Oeste los límites del Departamento hasta encontrar el camino que limita esta sección con la parte Norte”. El desarrollo posterior que alcanzaría la villa durante la prosperidad de los años finales de la década del 60, aumentando en su entorno el número de sus edificios de mampostería y el volumen de su comercio, fue lo que llevaron al Gobierno del General Venancio Flores, a ampliar y dar nueva nomenclatura a sus calles. En efecto: por decreto del 4 de noviembre de 1867, se estableció la siguiente: Vilardebo, a la hasta entonces denominada “de Toledo” (actual Pan de Azúcar); Porvenir, a la “del Manga” (actual Silvestre Pérez); del Plata a la del “Pantanoso”, (desde 1938, Gral. Félix Laborde); Gral. Flores, a la “del Miguelete” (hoy Lindero Corteza); Una Flor Blanca en el Cardal
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Larravide a la “del Colegio”; Agricultura, a la “de la Iglesia” o “de San Agustín” (desde 1919, Cipriano Miro); Industria a la “del Campamento” o “de los Olivos” (actual Ing. José Serrato); Artes la “del Buceo” (desde 1919, Gobernador Viana); Comercio, la “del Cardal” (actualmente Mcal. Francisco Solano López, desde Avda. Italia al Sur); Montevideo, a la que debía haberse llamado “de la Mauricio” (actual Pernas). Se agregaban al antiguo trazado, tres nuevas calles transversales a la del 18 de Julio (desde 1919, 8 de Octubre); La Paz, Progreso y Buceo que, en 1919, pasarían a denominarse María Stagnero de Munar, Felipe Sanguinetti y
Carlos
Crocker,
respectivamente.
Agricultura,
se
denominaría a la actual Teodoro Fells, y la hoy Dr. Juan B. Morelli, era 14 de Julio. Al norte de la calle del 18 de Julio, se llamó Joanicó a la “de Maroñas”; a la segunda, Montecaseros (desde 1919, Juan Jacobo Rosseau); a la tercera, Fray Bentos, en sustitución de su nombre antiguo “del Carmen”. Por entonces, ya estaba abierta la vía donde se extenderían los rieles del Ferrocarril a Pando, y a esta calle se le denominó General Rondeau (actual Avellaneda). Entre la calle Fray Bentos y la vía, se abrió una calle de una Una Flor Blanca en el Cardal
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cuadra, para facilitar el acceso a la Plaza de Toros, que se llamó Curiales (actual Pamplona en mayor extensión). Al sur de la 18 de Julio, había una calle que pasaba junto a la plaza y que era conocida como “calle de la plaza”; en 1867, se le llamó “del Asilo”, y una cuadra más al sur, se llamó Figueroa a la que era conocida como “calle que va al molino” (actual José A. Cabrera). A la siguiente, hacia el Sur, se la denominó Nueva Palmira (actual General Timoteo Aparicio). La Plaza de La Unión, fue denominada “San Agustín” hasta 1897, en que se llamó “17 de Setiembre”, en homenaje a la paz que terminó la guerra un mes después de la muerte del Presidente Idiarte Borda. En 1905, se llamó “Juan Carlos Gómez”, hasta 1923, en que se le dio el nombre actual de “General Cipriano Miro” La calle Corrales tiene este nombre desde 1870, época en que se construyeron los corrales de abasto durante la presidencia de Lorenzo Batlle. Hasta entonces, se llamaba “camino de Sierra”. Aun cabe resaltar que en su inicio, todas las calles, sin excepción, eran de tierra, sin pavimento, con postes de madera dura y tres faroles con velas de sebo por cada cuadra. La primera gran conquista lograda, fue el Una Flor Blanca en el Cardal
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empedrado del accidentado camino que unía la villa con el Centro de la ciudad. La obra fue realizada por el empresario don Felipe Vitora, conforme contrato con la Comisión Extraordinaria Administrativa, el 15 de Noviembre de 1865. Según el pliego de condiciones del 3 de agosto de ese año, el camino de la Unión debería tener 18 metros de ancho, teniendo en su centro 10 metros de empedrado, y a ambos lados, una faja de 4 metros de ancho, pavimentada según el sistema de Mac Adam. El trabajo debía tener una duración de 15 meses desde el momento en que se suscribiera el contrato, debiéndose asimismo comenzar simultáneamente desde ambos extremos, para juntarse en el centro del tramo. Se extendía desde la Casa Volada (actual plazuela Lorenzo J. Pérez, o del Gaucho), hasta la calle Montevideo, actual Pernas. Cuando se comenzaron las obras de éste camino, se celebraron importantes festejos populares en La Villa. Los trabajos de empedrado de cuña de sus principales calles, dieron comienzo en diciembre de 1866, el cual sería sustituido por el hormigón en 1925. Mientras tanto, las piedras a ser utilizadas en el nuevo empedrado de las calles de la Villa, las arrancó Diego Martínez de la cantera que era propiedad de Tomás Basáñez. Una Flor Blanca en el Cardal
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Una vez terminado el trabajo, el 14 de julio de 1867 fue inaugurado oficialmente el camino a La Unión. A esta asistieron altas autoridades, y en la oportunidad, se reunieron los vecinos para ofrecer un testimonio público de gratitud a las autoridades que, por fin, los sacaba del aislamiento a que el estado del camino de tierra los venia condenando durante la estación de las lluvias. A principios de 1872, la Empresa de Gas inauguró la extensión del alumbrado a gas a la villa. Este duraría hasta la instauración del alumbrado eléctrico, que sería recién instalado a partir de 1897. En octubre de 1989, las autoridades comunales, al dividir Montevideo en 39 zonas, unificó barrios que tradicionalmente se mantenían con denominación especial, y con límites no muy bien definidos. Las áreas y sus límites de La Unión – Villa Española, fueron definidos por: Avda. Italia, Avda. Dr. Luís Alberto de Herrera, Monte Caseros, Bvar. José Batlle y Ordóñez, José Pedro Varela, Serratosa, limite SE de la manzana 5865, Julio Arellano, Camino Corrales, 20 de Febrero, Camino Carrasco, Isla de Gaspar y Minessotta.
Una Flor Blanca en el Cardal
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El Pacto de la Unión En
varias
oportunidades,
el
curso
de
los
acontecimientos hizo de “La Unión”, el escenario principal en el proceso político de la Republica. Ya hemos analizado su importancia durante la Guerra Grande, en cuyo periodo tuvo lugar su propia configuración como núcleo urbano. Sin embargo, una nueva circunstancia fue la que protagonizaron en 1855 los Generales Manuel Oribe y Venancio Flores, al suscribir el 11 de noviembre de dicho año, el acuerdo conocido como “Pacto de la Unión”. Por lo tanto, se hace necesario rever el curso de los dos acontecimientos que condujeron a la celebración de dicho acuerdo entre los dos jefes de los históricos bandos, blanco y colorado. Hacia julio de 1855, se había dado a conocer el llamado “Manifiesto a mis compatriotas” redactado por el Dr. Andrés Lamas, que poco antes había sido sustituido en su cargo de Representante Diplomático de la República ante la Corte Imperial de Río de la Janeiro, por el Dr. Antonio Rodríguez. Lamas, ausente del país desde hacía ocho años, y sin tener una visión cabal de las realidades políticas, adverso Una Flor Blanca en el Cardal
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por formación y convicción a lo que sus pares del doctorado patricio llamaban el “caudillismo”, -representado en aquel momento por Flores-, era partidario de sustituirlo por hombres de principios, unidos sin divisa, con el apoyo del Brasil. Si bien, como él le había escrito en noviembre de 1854 a Francisco Hordeñana, no era partidario de programas escritos, pero ante la solicitud generalizada de los pro-hombres del fusionismo oriental, se inclinó por formular uno. En el citado “Manifiesto” expresaba: Rompo pública y solemnemente la divisa colorada, que hace muchos años que no es la mía, que no volverá a ser la mía jamás, y no tomo, no, la divisa blanca que no fue la mía, que no será la mía jamás. ¿Que representan esas divisas blancas y esas divisas coloradas? Representan las desgracias del país, las ruinas que nos cercan, la miseria y el luto de las familias, la vergüenza de haber andado pordioseando en dos hemisferios, la necesidad de las intervenciones extranjeras, el descrédito Una Flor Blanca en el Cardal
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del país, la bancarrota con todas sus más amargas
humillaciones,
odios,
pasiones,
miserias personales. ¿Qué es lo que divide hoy a un blanco de un colorado? Lo pregunto al más apasionado, y el más apasionado, no podrá mostrarme un solo interés nacional, una sola idea social, una sola idea moral, un solo pensamiento de gobierno en esa división. No nos dividamos por hombres. Antes de dividirnos para gobernar, unámonos para tener país que gobernar. En cuanto a los medios para conseguir tales fines, Lamas proponía: “Todos los que están dentro de la legalidad”. Es decir, la imprenta, la asociación, el derecho de petición, etc. No la violencia, no la acción subterránea. El motín suele matar al caudillo, pero crea al caudillo”
–continuaba
en
su
manifiesto-.
Padecemos un error y una preocupación; confundimos al hombre de campo, al que llamamos, gaucho, en la anatema que merece nuestros políticos de pasiones y de guerra civil, Una Flor Blanca en el Cardal
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nuestros políticos de trapo colorado y de trapo blanco. El 29 de agosto, se produjo en la ciudad de Montevideo –ausente Flores, que se encontraba en Canelones–,
un
golpe
de
mano
de
los
llamados
“conservadores” colorados, que respondían al liderazgo del Dr. José María Muñoz, quienes se posesionaron del Fuerte, y designaron Gobernador provisorio a Luís Lamas, padre de Andrés. Entretanto, las fuerzas floristas rodeaban en un cinturón de ahogo a un Montevideo que ya no tenía ni carne. Por piedad o no, don Venancio Flores permitió el paso de ganado para abastecerlo; al mismo tiempo, el General Manuel Oribe, que había permanecido a bordo de la nave en que regresara de Europa desde el día 9 de agosto, desembarcó y se trasladó a La Unión, a la que también había pasado Flores. El 10 de septiembre, asimismo, la Asamblea General se reunió en la quinta de Hernández, en la zona de La Unión, y presidida por don Manuel Basilio Bustamante, consideró y aprobó la renuncia que ante ella presentó el General Flores. Acto seguido ordenó que el Presidente del Cuerpo Legislativo, el citado Bustamante, pasara a Una Flor Blanca en el Cardal
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desempeñar las funciones del Poder Ejecutivo de acuerdo con la Constitución. Lamas y su gobierno, ante este hecho, se declararon disueltos y el día 11 de septiembre Bustamante asumió la Presidencia del la República. Entre agosto y octubre los “conservadores”
y
constitucionalistas”,
los realizaron
llamados
“blancos
diversos
trabajos
preparatorios que culminaron el 4 de octubre de 1855, en el que se constituyó, con la presidencia de Luís Lamas, la asociación política denominada “Unión Liberal”, y cuyo programa político decía: “1º) Promover y sostener la existencia de gobiernos regulares, que arrancados de la voluntad nacional, legítimamente expresada por medio de los comicios públicos, radiquen su existencia en la observancia de la Constitución, y el respeto a cada uno de los principios que ella consigna. “2º) Aceptar leal y decididamente como medio de arribar a ese grande objetivo, la alianza brasileña, digna y benéficamente entendida. “3º) Trabajar en la extinción de los odios y prevenciones que ha dejado la lucha de los Una Flor Blanca en el Cardal
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(dos) grandes partidos en que estuvo dividida la República, predicando la unión entre todos los orientales, y dándoles a todos la parte que les corresponde en la seguridad del país. “4º) Pugnar por la inviolabilidad de la ley fundamental, haciendo uso de todos los medios que ella permite”. Fue a partir de entonces y, en respuesta a la proclama emitida por la Unión Liberal, que Flores y Oribe, suscribieron el llamado “Pacto de la Unión” el día 11 de noviembre, donde se lee: “La desgraciada situación en que se halla la República, proviene de la discordia que incesantemente la ha conmovido desde los primeros días de nuestra existencia pública”. “La
desunión
ha
sido
y
es,
la
causa
permanentemente de nuestros males, y es preciso que ella cese, antes de que nuevas convulsiones completen la ruina del Estado, extinguiéndose nuestra vacilante nacionalidad” “Mientras que existan en el país los partidos que lo dividen, el fuego de la discordia se conservará oculto en su seno, pronto a Una Flor Blanca en el Cardal
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inflamarse con el menor soplo que lo agite. El orden público estará siempre amenazando, y expuesta la República al terrible flagelo de la guerra civil, que ya no puede sufrir, sin riesgo de su disolución, para caer bajo y yugo extranjero”. “En esta inteligencia, y persuadidos de que una de las causas que más contribuye a agravar la situación del país, procede de las miras a intereses encontrados de esos partidos, en los momentos mismos en que convendría uniformar la opinión pública acerca de la persona que deba ser llamada a presidir los destinos de la Nación, desde el 1º de marzo próximo; los Brigadieres Generales D. Manuel Oribe y D. Venancio Flores, deseosos de evitar a sus conciudadanos todo motivo de desinteligencia, por
la
suposición
de
aspiraciones
o
pretensiones personales, de que se hallan exentos, declaran por su parte, de la manera más solemne, que renuncian a la candidatura de la Presidencia del Estado. En este concepto, invitan a todos sus compatriotas a unirse, en el Una Flor Blanca en el Cardal
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supremo interés de la Patria, para formar un solo partido de la familia Oriental adhiriendo al siguiente Programa: “Artículo1º - Trabajar en la extinción de los odios que hayan dejado nuestras pasadas disensiones, sepultando en perpetuo olvido, los actos ejercicios bajo su influencia. “Artículo 2º
- Observar con fidelidad la
Constitución del Estado. “Artículo 3º - Obedecer y respetar al Gobierno que la Nación eligiere por medio de sus legítimos representantes. “Artículo 4º- Sostener la independencia e integridad de la República, consagrando a su defensa, hasta el último momento de la existencia. “Artículo 5º - Trabajar en el fomento y adelanto de la educación del pueblo, y en las mejoras materiales del país. “Artículo 6º - Sostener, por medio de la prensa, la causa de los principios y de las luces, discutiendo las materias de interés general; y propender a la marcha progresiva del espíritu Una Flor Blanca en el Cardal
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público, para radicar en el pueblo la adhesión al orden y a las instituciones, a fin de extirpar pro este medio el germen de la anarquía y el sistema de caudillaje”. No es necesario acrecer algún comentario adicional al margen de lo que se ha referido en dicho pacto, principalmente, después de haber repasado las biografías de ambos Generales. No en tanto, después de las firmas de Flores y de Oribe, seguían otras de significación, como las de los Brigadieres Generales Ignacio Oribe y Pedro Lenguas, los Generales Antonio Díaz, José Antonio Costa y Manuel Freire, y las de algunos caracterizados vecinos de la Unión, como la del cura Vicario P. Victoriano Antonio Conde; la de Antonio María Castro, Rector del Colegio Nacional; la del Presbítero Lázaro Gadea, y las del Dr. Caphehourat, distinguido médico de la Unión, la de Norberto Larravide y don Tomas Basáñez, entre otros más. El programa de los caudillos no era, sin embargo, una fusión con extinción de las viejas divisas populares; era, un programa de concordia para realizar la tarea común de consolidar la independencia y reafirmar las instituciones, a la vez que oponía una candidatura propia a la de los “conservadores”. Una Flor Blanca en el Cardal
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Quinta Parte Candilejas y Titilaciones de los Habitantes de la Uni贸n
Una Flor Blanca en el Cardal
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La Multiplicación de los Esfuerzos Como ya se ha dicho anteriormente, a poco de su fundación, junto a las casas de familia residentes en las antiguas tierras del Cardal luego de establecerse allí el Ejercito Sitiador, pasaron a abundar en el lugar los establecimientos de educación primaria y secundaria, donde se impartían cursos de inglés y francés, piano y guitarra, y había un destacable comercio de libros, revistas o periódicos, donde también proliferaban las boticas, y funcionaron dos circos, reñideros de gallos en cafés o almacenes, juegos de pelota de frontón, o bochas en canchas linderas a las pulperías, y hasta un Cosmorama, es decir: una especie de gabinete de óptica, equipado con linterna mágica y pantalla para la proyección de imágenes en precario movimiento. Sin lugar a dudas, servicios y placeres todos que, al fin de cuentas, sirvieron de buena base para soportar la Guerra Grande y entretener la soldadesca, y después, para auspiciar la continuación del desarrollo en un clima de pretendida mayor concordia entre todos los uruguayos. Esas
actividades
comerciales
que
fueron
desarrollándose, por lo menos en los papeles, comenzó a Una Flor Blanca en el Cardal
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acontecer el 11 de noviembre de 1851, fecha cuando el Presidente
Suárez
finalmente
decretó
la
nueva
denominación de Villa de la Unión, pero que, en los hechos reales, hubo de exigir y malgastar más paciencia por parte de los inversionistas y negociantes que apostaban en el futuro de este pueblo. Hay que llevar en cuenta que, al terminar la guerra el 8 de octubre de 1851, en verdad, las calles luego se vaciaron de gente, y el grueso de los comerciantes partió nuevamente hacia el perímetro de la ciudadela y adyacencias, o a instalar sus comercios en otros puntos más remotos. De repente, terminado el periodo de tan larga beligerancia, pronto se paralizaron tiendas, herrerías, jaboneras, saladeros y baños públicos entre muchos otros negocios más, siendo varios de ellos propiedad del ciudadano argentino de ascendencia vasca: don Norberto Larravide González de Noriega, quien era casado con la hija del ciudadano ingles Miguel Hines, y sus lazos familiares también lo unían a una tradicional familia argentina: la de hogar formado por el brioso General Juan José Viamonte y doña Bernardina Chavarría, y por consecuencia, a los de sus descendientes, los Ilha e Viamont.
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Quizás por este motivo, él, desde siempre había sido un estrechísimo amigo y esforzado colaborador del General Oribe, antes y durante el periodo de la Guerra Grande. Esa profunda amistad lo había convertido en uno de los principales impulsores económicos de la Villa, pero también, pronto lo tornó uno de los grandes afectados por el fin del conflicto. En un imperioso paréntesis, es necesario agregar que no en tanto, Larravide llegó joven y sin fortuna al Cardal. Un día desembarcó en el Buceo, “como hombre habilitado del Sr. Lezama, y comprando cueros vacunos a doce vintenes”.
Lezama
había
formado
a
Larravide,
habilitándolo, de la misma forma que él lo hizo a su vez con tantos otros en ese nuevo pueblo. De ahí su corta estadía en Colonia, de donde emigra apenas muerto su suegro. No levanta, sin embargo, su Registro, saqueado, según “El Defensor”, por los salvajes unitarios en julio del 1846. Ese año, Garibaldi está a punto de comprarle en el Arazatí treinta mil cueros que defiende Amilivia. Cabe preguntarnos: ¿Qué influencia tuvo en su éxito, su estrecho amigo, el General-Caudillo? Pues poco tiempo necesitó
Larravide
para
convertirse
en
el
primer
comerciante del Cardal. Mucho más que las barracas de Una Flor Blanca en el Cardal
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Simonet, de Aguirre, de Illa y Viamosnt, y en poco tiempo sus almacenes pasaron a ser el Banco del pueblo, donde las gentes dejaban allí las onzas de oro sin requerir recibo. Apoyado en lo que otrora había hecho Lezama con él, Larravide lo repite indefinidamente con otros. Con su nombre surgen comercios de toda índole, la tienda de la callecita de la Luna; la librería de la calle del Cardal; la herrería del “pasaje de los membrillos”, que es de un sobrino de Basterrica. Con su temperamento emprendedor forma hombres hasta en los troperos más humildes y los carreteros que acarrean los cueros salados. Bonilla, Santana, Reyes, Estomba, Curbelo, Estévez, Vignoles. Cuatro de estos llegan a ser hacendados fuertes; y en 1856, ya se lidian en la Unión toros del último, llegados desde su estancia de Florida. En esos tiempos, Larravide es siempre el sembrador. Presta, garante, habilita, construye. Anima el comercio de la Calle Real, barrosa, ancha, llena de candilejas y de guitarras. Tiene 40 años y su ímpetu llena el pueblo con su nombre y energía, cuando en realidad, hacía apenas seis que se afincara en su caserío.
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No en tanto, llega la paz de octubre y Oribe sopla de vez sobre el Cerrito, haciendo desaparecer mágicamente los batallones orbistas. Después del largo y trágico sueño, se levantará una nueva aurora. Le cambian el nombre al pueblo. Ahora le llaman la Unión. Es una cuchillada fatal. Por esa herida es escapa rápidamente la sangre que ahora se transfunde para la capital. Cae entonces Larravide, pero no lentamente, sino de un golpe. ¿La muerte de la Unión producirá la suya? No. Los quebrantos son serios, languidece el comercio, se paraliza la edificación, comienza el éxodo de las familias hacia el centro de la ciudad. Su fortuna nunca tuvo base; ha prestado y garantido sin control. La quiebra general debe arrastrarlo, piensan todos. Sin embargo, él se sostiene porque se transforma. Parece invadirlo de pronto un vértigo, y proyecta en gran escala para hacer resurgir un pueblo del que han huido miles de hombres tan bruscamente. Su preocupación junto a otros no menos importantes potentados vecinos, entre ellos su gran amigo Tomás Basáñez (tal vez un pariente distante por parte de la esposa de don Tomás), fue, diríamos así, el resorte impulsor de las principales actividades que surgirían con la nueva era Una Flor Blanca en el Cardal
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económica que se abrió desde 1853, y que convirtió a don Norberto, en un inversionista exitoso dentro de una cantidad de rubros comerciales en que se aventuró. En verdad, el gran envite fue dado por este visionario comerciante, dueño ya de innumerables establecimientos de comercio en la villa, y que, junto con don Tomás Basáñez, el gran terrateniente e importante industrial adinerado de la Unión, tuvieron el flash ideario que iría mejorar el servicio de diligencias que entonces unía la villa a otros puntos de la ciudad. Por conclusión, decidieron importar un par de autobuses desde Inglaterra, y de inmediato lograron consolidar una empresa de ochenta socios que, solo en el primer año, fue capaz de transportar más de sesenta mil personas y con ello, logró revertir el estado depresivo de los habitantes del vecindario, algunos de los cuales estaban pensando en la mudanza, pero se contuvieron para participar de las novedades junto a nuevos pobladores que comenzaban a arribar desde otros sitios. Otros destellos visionarios vendrían luego después, para continuar a estimular los negocios en su querida Villa.
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Ente Carruajeros y Omnibuses Hasta el momento en que el primer transporte colectivo tirado por caballos principió a unir las distancias entre la Villa y la ciudad vieja de Montevideo, los problemas habidos con los anteriores servicios, eran parte de la conversación habitual de quienes debían padecerlos. Al igual que en nuestros días, se criticaba su precio, los excesos de carga, su falta de comodidades mínimas, el poco respeto por los horarios, las demoras en los trayectos, el deterioro de los vehículos y el mal estado de las calles y camino a recorrer. En realidad, los primeros medios utilizados para trasladar pasajeros dentro de la capital, no fueron los tranvías de caballitos como suele creerse. No bien concluida la Guerra Grande con la Paz de Octubre de 1851, y una vez rehabilitada la corriente de comunicación entre los dos principales núcleos habitacionales en que se había segmentado la ciudad: el casco viejo de Montevideo (ciudadela), y la Villa de la Restauración, se vio claramente la necesidad de que ambas zonas volvieran a vincularse con la mayor rapidez posible. Pero esa tarea con ser imprescindible, no resultaba fácil, ya que en todo el camino, Una Flor Blanca en el Cardal
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solamente se encontraban algunos caseríos, quintas aisladas, y poca cosa más. (Los otros barrios montevideanos solo tomarían su impulso habitacional en las década posteriores a la Guerra Grande). El camino que unía a estos dos núcleos tan distanciados entre sí,
era prácticamente inexistente,
sembrado como estaba de baches, pastizales y más que nada, pantanos, que lo hacían, para ser más contundente, casi intransitable. Alrededor de quince o veinte pantanos, se calcula que hubiese en el recorrido. Y para sortearlos había que desviarse a cada poco rato, y a veces, no dudar en meterse incluso en propiedades particulares para poder seguir adelante con el viaje. Todos conocían la existencia de no menos, de veinte zonas de hondonadas pantanosas que interrumpían el tránsito entre el centro de la ciudad y la Unión. El historiador José María Fernández Saldaña, en sus “Historias del viejo Montevideo”, fue uno de los primeros en describir aquellas trampas que se interponían entre los proyectos de los
que pretendían enlazar estos
barrios,
entonces
pareciendo tan alejados. Frente al Cementerio Inglés, hoy entre Olimar y Médanos, -apunta el historiador-, ya se encontraba un Una Flor Blanca en el Cardal
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pantano que, para ser rellenado, requirió 1.320 pies cúbicos de piedra, tierra y pedregullo. Y este era el primero, pero no por cierto el peor: el que existía entre la calle Tacuarembó y la Plaza de los Treinta y Tres -dos cuadras-, consumió 4.050 pies cúbicos de relleno. Había muchos otros lodazales casi inaccesibles, y cuyas denominaciones se basaban en referencias de vecinos, o en hechos de la historia reciente: el del Cristo, frente a la actual Universidad, el de la Casa Volada, cercano a la hoy calle Sierra, el de Gallinita, que se asentaba en el lugar que ocupa en nuestros días la calle Municipio, el de Reyes – frente a su quinta-, el del Inglés, el de Pedemonte, y el de Peña, que era el más grande y profundo de todos. Pues
bien
-continúa
Fernández
Saldaña-,
con
semejante camino y todo, era preciso resolver el problema de la comunicación barata y de forma regular, pues los vecinos vivían a merced de la voluntad de los “carruajeros” (término de la época), empleados en el tráfico. Por aquella época, los dueños de las volantas y coches, cobraban medio patacón -cuarenta y ocho centésimos-, por la ida y vuelta, precio sujeto siempre a las alteraciones que a ellos se les antojase hacer.
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Pero ése era el precio cobrado si el cochero estaba de buen humor, porque de lo contrario, podía subir la tarifa cuanto se le antojase, y el cliente ni chistar porque corría el riesgo de quedarse de a pie chapaleando entre los pantanales. Fue entonces, cuando un grupo de vecinos de la Unión, progresistas y adinerados, a cuyo frente estaba el respetable ciudadano Norberto Larravide, seguido por Tomás Basáñez, encabezaron un rápido y eficaz esfuerzo colectivo del que nació, en pocos días, la llamada “Sociedad de ómnibus”. Fue el 9 de abril de 1853, en quedó constituida la nueva empresa con un capital inicial de 4.800 patacones y una sociedad dividida en ochenta acciones de noventa patacones cada una, Quince días después (seguramente los vehículos de fabricación inglesa ya habían sido encargados), tuvo lugar el viaje inaugural. Todo hace creer que estos vecinos visionarios e inquietos se venían moviendo desde mucho antes en torno a este proyecto, porque cuando se fundó la Sociedad, ya los dos primeros ómnibus venían en viaje. Quince días después de fundada, ya estaban en la Aduana las dos primeras unidades compradas.
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Los nuevos coches tenían capacidad para unas veinticuatro personas distribuidas adentro, y a de destacarse que en la parte denominada “el imperial”, una planta alta completamente descubierta que hacía las delicias de los viajeros y era muy disputada cuando nuestro clima imprevisible
permitía
ir
gozando
de
aquel
balcón
encantador; pero en realidad, estos llagaban a cargar bien unas veintiocho o treinta personas. El domingo 24 de abril de 1853 fue día de fiesta inolvidable para todo el vecindario que ya se encontraba entusiasmado con el nuevo juguete. Uncidas las mulas correspondientes a cada unidad, fueron dos vagones los que entraron en circulación entre los aplausos y plácemes de los que no se quisieron perder el espectáculo. Ese primer día, los vagoncitos hicieron tres viajes cada
uno
en
su
trayecto
Unión-Montevideo-Unión,
transportando en total a unas 200 personas, que se apretujaron para ser ellos los inauguradores de los flamantes vehículos nunca vistos, (aun no existían similares en el país). El precio del recorrido era barato, al menos en comparación con lo que habían costado los carruajes hasta entonces: 10 centésimos, que todo el mundo pagó de muy Una Flor Blanca en el Cardal
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buena gana. Los puntos terminales del recorrido eran, en Montevideo, la Plaza Independencia; y en la Unión, la parada de las diligencias que salían para el Interior. Cuentan los historiadores, que conjuntamente con el inicio del nuevo servicio, en la terminal de la Unión comenzó a funcionar una fonda y posada, donde se podía tomar algo y reunir fuerzas antes de emprender el viajón hasta el remotísimo Montevideo... Y de esta forma, comenzaron a marchar los primeros ómnibus traccionados por mulas, traqueteando entre pantanos a lo largo de las actuales avenidas 8 de Octubre y 18 de Julio, y ofreciendo conforto a los usuarios. Mientras tanto, los montevideanos reventaban de novelería y orgullo ante la recién llegada conquista, ya que esta que les permitía olvidar en parte las amarguras de la Guerra recién terminada. Aquellos ómnibus se les aparecerían, tal vez, como el símbolo de las realizaciones progresistas que, con seguridad, la paz iba a traer consigo..., (sin llegar a sospechar que muy pronto los hechos arrojarían por tierra las más acariciadas esperanzas). En
honor
de
los
organizadores
inversionistas
unionenses de esta primera “Compañía”, hay que señalar que todo el negocio se hizo a crédito: la compra de los dos Una Flor Blanca en el Cardal
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ómnibus, las obras de la estación terminal y la adquisición de las 84 mulas que hicieron falta para alternarse en el tirar de los vagones. Tal era la confianza que inspiraban esos hombres en el vecindario, que todo lo consiguieron e hicieron antes de haber colocado la totalidad de las acciones, y antes aún de cobrarlas. Tan floreciente fue este visionario negocio desde el principio, que a las pocas semanas de inaugurado el servicio, se encargaron otras tres nuevas unidades, esta vez a Francia; con lo cual nuestro vecindario quedó más contento todavía, pensando que tendríamos ómnibus igualitos a los que circulaban por la mismísima París, que ya era la Meca soñada de todo buen montevideano. Lástima que, en cambio, las 84 mulas fueran criollas, apenas, y bastante rústicas según cuentan. Como ya se ha dicho, hubo ese domingo memorable, apretones sin cuento, para entrar en los ómnibus y para acomodarse una vez adentro. Por ese motivo, luego la empresa pensó en establecer tarjetas de pasaje expedidas con debida anticipación, de manera que se evitaran accidentes. En contra partida, el gobierno del Presidente Giró, favoreciendo a la progresista iniciativa, había exonerado la Una Flor Blanca en el Cardal
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importación de los dos primeros coches, de los respectivos derechos aduaneros. Como las cosas marchaban muy bien, al encargarse a Francia los tres nuevos ómnibus, permitió que antes de finalizar el año 1853, ya estuviesen en puerto los flamantes coches del modelo de los que circulaban por las calles de París. Pero esta vez, hubo que pagar la mitad de los derechos de aduana, y eso después de vencer algunas dificultades, pues el proteccionismo oficial parecía haber llegado a su límite –explica el historiador. Si se leen con detención los detalles a seguir, de esta primera experiencia de transporte colectivo en Montevideo, nos quedará la impresión de que, a través del tiempo, los hechos y las circunstancias se repiten incesantemente. El negocio de los llamados “omnibuses” (y no diligencias), que a rueda rigurosa cubrían penosamente pero con buen éxito comercial, el difícil camino que separaba el centro de Montevideo con la Unión, tuvo una vida efímera. Trece años después, el gobierno autorizó el funcionamiento de trenes que rodaban sobre vías, y que fueron denominados pomposamente “el ferrocarril a sangre de la Unión” y que, -ya en esos años la ética solía dejarse de lado cuando mediaba el dinero-, habrían de recorrer paso por paso, el mismo trayecto de sus antecesores, pero con una comodidad Una Flor Blanca en el Cardal
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infinitamente mayor. (La inauguración coincide luego después de finalizado el empedrado del camino). Como era de esperarse, los anteriores concesionarios protestaron, porque advirtieron que sus esfuerzos se derrumbaban. En su visión, anteveían que la gente iba a preferir, para sus traslados, el uso de los nuevos coches, que al deslizarse sobre planchuelas de hierro, evitaban saltos, tumbos y brusquedades. Utilizando el progreso como arma dialéctica, las autoridades desecharon los reclamos, y a principios de 1867, se empezaron a instalar los rieles. La expectativa era mucha, porque ésta iba a ser la primera línea férrea a instalarse en el Uruguay. Las continuas revoluciones habían impedido que uno de los hitos del proceso civilizatorio continental de uso habitual ya en la mayor parte de los países, fuera adoptado por el nuestro. En mayo del año siguiente, fueron inaugurados oficialmente los nuevos servicios. La crónica del diario El Siglo correspondiente al 27 de mayo de 1868, decía al respecto bajo el título La Inauguración del trenway a la Unión: “Como estaba anunciado, tuvo lugar esta fiesta antes de ayer, en medio de un numeroso concurso del pueblo estacionado en toda la extensión del trayecto que debían recorrer los coches desde la Plaza Independencia Una Flor Blanca en el Cardal
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hasta la estación principal de frutos de Maroñas. (...) Doce hermosos carruajes partieron a las doce del día desde la Plaza
Independencia
conteniendo
aproximadamente
doscientas cincuenta personas. (...) En los primeros de esos carruajes iban, el Presidente de la República, el Ministro de Hacienda, sus edecanes, ayudantes, el Jefe Político, los miembros de la Junta Económico Administrativa, llevando los demás carruajes, ciudadanos de todos los colores políticos y extranjeros de todas nacionalidades. (...) Tal vez nunca como anteayer, nos ha parecido tan animado Montevideo, cubierta su calle más hermosa de una muchedumbre agitada por la curiosidad entre la cual, se abrieron paso los vehículos que, por primera vez en nuestro país, huellan el hierro. El viaje se realizó perfectamente en medio del contento general que debía producir una fiesta tan simpática a todo el pueblo. En mitad del trayecto algunos carros se manifestaron rebeldes a la vía, cuyo incidente sólo sirvió para aumentar el buen humor de los viajeros”. Pero los hechos posteriores no fueron tan felices como estos que describe el diario. Luego del viaje inicial, que fue alentado por la población situada a ambos lados de las calles,
se
produjeron
los
primeros
inconvenientes:
amparadas en la noche, manos anónimas comenzaron a Una Flor Blanca en el Cardal
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aguardar a los nuevos vehículos colocando obstáculos en las vía, arrojando piedras contra sus vidrios y tirando artefactos explosivos a las patas de los caballos, los que se asustaban y echaban a correr provocando descarrilamientos y heridos. Como no era difícil de imaginar, la empresa concesionaria supuso que los autores de los desmanes eran los cocheros de los ómnibus-diligencias anteriores que se quedaban sin trabajo, y ante la posibilidad de que los hechos continuaran, se vio obligada a contratar guardias especiales. El propio diario El Siglo se alarmó ante los atentados, criticándolos duramente bajo el título Guerra al tremway, en un editorial del 14 de junio de 1868, transcrito por el excelente libro de Marcos Silveira Antúnez: Historia del Transporte en el Uruguay, de donde han sido sacados estos datos: “La policía debiera meter en la cárcel a los malintencionados que se empeñan en hacer descarrilar los carruajes de los tremways, colocando piedras sobre los rails. Esta guerra ha obligado a la empresa a costear un peón para que con una linterna en la mano, vaya reconociendo el camino; pero es materialmente imposible que siempre tenga buen resultado esa inspección de un trayecto tan largo, y en muchos
puntos
despoblado.
Una Flor Blanca en el Cardal
La
audacia
de
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los
malintencionados va en aumento, y han de seguir así mientras la autoridad no logre escarmentar a alguno. El lunes por la noche desde una pulpería de las Tres Cruces, arrojaron a las patas de los caballos porción de paquetes de cohetes, cuyo estrépito los hizo separarse de las vías arrastrando a los wagones a riesgo de volcarse y causar desgracias”. Aun hemos de agregar que las líneas de los tramways tirados por caballos, llenaron con sus servicios más de cuarenta años de la historia montevideana. Generalmente, la tracción la realizaban tres animales y, en los repechos, era colocado un cuarto, cuyo complicado enganche en plena marcha del vehículo, era realizado hábilmente por un experto denominado “cuarteador”, quien mantenía al caballo ayudando al remolque, hasta que este volvía a territorio llano. Los coches, que pronto castellanizaron su nombre inglés por el de tranvías o “trenvías” que era el más correcto, admitían hasta veinticuatro pasajeros, tenían varias ventanillas de cada lado y cuando viajaban de noche, encendían dos faroles a querosén. Durante los veranos eran utilizados vehículos abiertos, con asientos colocados mirando hacia afuera. Una Flor Blanca en el Cardal
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La historia no ha recogido datos sobre la caída económica de aquellos socios de la “Compañía” que habían apostado su dinero a los primeros ómnibus sin vías, y que trabajaron durante quince años trasladado usuarios entre el centro y la Unión. Se sabe sí, que el negocio posterior tuvo un éxito inmediato al punto que un año después, otras personas (o las mismas), implantaron el servicio de tranvías de caballos desde el centro hasta el Paso Molino, un trayecto que estaba atendido por las diligencias de “Rosita del Miguelete”, que tenían dos frecuencias por día. Al respecto hubo grandes discusiones. Se ha contado que la mayoría de los montevideanos, sostenía que no había caballos capaces de superar los repechos de la calle Agraciada, uno a la altura de Nueva York, y otro al cruzar Suárez. El negativismo de los orientales que nada aportan salvo las críticas, ya era común en 1869. Cuando en agosto de ese año se realizó el primer ensayo, una multitud de ociosos se agrupaba en la parte alta de la subida, cruzando apuestas. Finalmente contra todos los malos augurios, los caballitos criollos sumados al que aportó un solo cuarteador, superaron la prueba. Alentada por sus ganancias (el promedio diario de viajeros pronto superó las tres mil personas), y por el auge Una Flor Blanca en el Cardal
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que estaba tomando el barrio residencial del Prado, la empresa extendió sus líneas hasta el Pantanoso y el Cerro. Esto ocurrió en 1877. Pronto se fueron sucediendo los recorridos llegando a los barrios de Los Pocitos y Buceo, el Reducto y la línea norte y sud que llegaba hasta la estación Goes. Referido precisamente a los “trenvías”, que llegaban a este último destino, no se puede soslayar una crónica de Juan Carlos Patrón en su imperdible libro: “Goes y el viejo café Vacaro”. Allí nos cuenta: “Nueve años después de instalada la Plaza de las Carretas, el movimiento comercial de la zona hizo imprescindible un servicio de locomoción permanente que facilitara el desplazamiento de Goes al Centro. En 1875 se inauguró el “trenvía” de caballitos El Oriental, que llegó primero hasta la estación, después hasta la Figurita, -hoy Garibaldi-, y finalmente hasta Larrañaga. (...) Los “trenvías” eran abiertos en verano y cerrados en invierno. Los de treinta y dos pasajeros eran arrastrados por tres caballos y los de veinticuatro, por una yunta. En los repechos empinados, se recurría a la ayuda del cuarteador. En la esquina de San Fructuoso, Félix Ramis, el último cuarteador de Goes, todavía en 1906, esperaba con su zaino la llegada Una Flor Blanca en el Cardal
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del “trenvía”. Cuando éste arribaba, prendía el caballo y entre todos, lograban subir lentamente el largo repecho que separa la estación de Garibaldi”. “A de agregarse que en la calle Andes (al lado de la Plaza Independencia), había otro cuarteador para ayudar a que el tren trepara de Orillas del Plata hasta la calle Uruguay. (...) El paso del “trenvía” era anunciado por un toque de cornetín, motivando que manos femeninas entreabrieran las ventanas para admirar al arrogante mayoral. Los montevideanos de aquella época tenían el privilegio de que el “trenvía” se detuviera exactamente frente a la puerta de sus casas. Y de mañana temprano, si un funcionario público se dormía, el mayoral lo despertaba a fuerza de cornetín”. “En verano se reforzaba el servicio a la Playa Ramírez. Los pasajeros de Goes podían usar sin aumento de precio, que era de dos vintenes, combinaciones que los llevaban hasta la playa. El “trenvía” continuaba viaje por la terraza que penetraba en la arena, y se extendía unos cien metros río adentro. Al final de la línea, ya sobre el agua, los pasajeros descendían por dos escaleras. A la izquierda, las mujeres gozaban de una zona de baños reservados con
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absoluta prohibición de acceso para los hombres que tenían su campo de concentración a la derecha. Pero desde que el mundo es mundo, inventada la prohibición, automáticamente se inventó el contrabando. Las siluetas femeninas, lejanas en la realidad, se acercaban a los ojos ávidos por medio de un largavistas que se alquilaba a real la hora. El arrendamiento de la casilla costaba veinte centésimos incluyendo un traje de baño demasiado corto o demasiado largo, una toalla habitualmente agujereada y una ducha familiarmente llamada regadera”. Durante las tres últimas décadas del siglo XIX, los servicios de tranvías de caballitos vivieron un período de auge excepcional que recién comenzó a decaer en 1906, cuando se inauguraron los recorridos de los vehículos eléctricos. Una de estas empresas, Tranvías del Este, llegó incluso a extender en 1877, una línea hacia la llamada entonces Playa de los Pocitos, que iba por 18 de julio, luego tomaba Rivera y por último Pereyra hasta la rambla, con pasajes que incluían el uso de las casillas de baño que la misma empresa había mandado construir. Además de estos carritos, donde las personas podían cambiar sus ropas, la Una Flor Blanca en el Cardal
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empresa tranviaria edificó el primer Hotel de los Pocitos, promoviendo la venida de los turistas argentinos. Pero no todo eran flores. El personal de las compañías trabajaba doce horas diarias, descansando solamente los domingos, y como si eso fuera poco, eran chicos los salarios. Los guardas y los mayorales con cornetín y todo, ganaban veintiocho pesos por mes, y los cuarteadores dieciocho. A principios del siglo XX, la influencia de la inmigración anarquista provocó una sacudida en el mundo laboral. Uno de los gremios que se levantó en huelga por el exceso de sus horas de trabajo y lo magro de sus ingresos, fue el del personal de los tranvías de caballitos. El episodio que era absolutamente novedoso en aquel pacífico Montevideo, fue reprimido duramente por la policía. La revista “Rojo y Blanco” de noviembre de 1901, publicó varias fotos e informó al respecto: “Excepción hecha de las líneas del Reducto, Pocitos y Este, ardió Troya en todas las demás. La coqueta ciudad ha tenido un aspecto guerrero. A las manifestaciones de los huelguistas, se han opuesto las manifestaciones de la policía a pie y a caballo, armadas de lanzas, sables, machetes y revólvers”.
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En su número siguiente, la misma revista publicó otras fotos que ilustraban una gran fiesta campera en la que los gerentes de las compañías tranviarias, agradecían a las autoridades y personal de la policía, su eficaz intervención contra los huelguistas. Mucho menos seria, y más solidaria con el movimiento gremial, la crónica del doctor Patrón en el libro antes citado, cuando decía: “La empresa contrató personal de emergencia que fue insultado y apedreado por los huelguistas desde las principales esquinas de Goes. Al paso del “trenvía”, el rompehuelgas tenía que oír con las orejas coloradas los versos que una comparsa carnavalera había difundido.
Cuando un carnero mi negra te haga el amor dile al instante mi negra que no, que no... Porque un carnero mi negra no puede ser que con su guampa ni negra tenga mujer.
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Pese al empleo de los tranvías eléctricos, los de caballitos continuaron funcionando, aunque sólo en algunas líneas, por casi veinte años más. En 1925, en una esquina que nadie recuerda ya, el cornetín del último mayoral se despidió para siempre. Información recopilada del foro Candombeando y relatadas por César di Candia
Del Biógrafo a la Tauromaquia En ese tren de ir “pa´adelante” como se acostumbraba decir en aquel entonces, en 1855, por ejemplo, se concretó la construcción de una Plaza de Toros en la villa de la Unión. Con capacidad para 12 mil personas sentadas en un anfiteatro circular. En ese ruedo, cuyas gradas se demolieron en 1923, además de las lides protagonizadas por aficionados locales y especialistas españoles, también se domaron potros, hubo carreras a pie, un encuentro de box, un duelo a espada, un combate a muerte entre un toro y un tigre, e incluso, el fusilamiento de un soldado brasileño convicto de haber matado a un funcionario aduanero.
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El mismo año 1855, se inauguró también un Mercado Público en el extremo Oeste y en 1868, se instaló una plaza de frutos frente al molino del Galgo, directo origen del Parque César Díaz, y antecedente del Mercado Modelo inaugurado en 1937 en el predio de Larrañaga y Cádiz. Por la mitad de aquellos cincuenta del siglo XIX, la villa-barrio contaba asimismo con una sala llamada Teatro de la Unión, pionera en un rubro espectacular al que luego se sumaría el “biógrafo”, dando nombres famosos de salas como los de Roma, Empire Theatre, Trianón, Universal (luego Gaumont y después Capitol), Glüsckman Palace, el Italia (luego Magestic), Metropol, Broadway, Trafalgar, Prender e Interrnezzo, el último sobreviviente, convertido ahora en centro de baile tropical. Para decirlo con otras palabras: nombres y sucesos de un mapa cultural esfumado, en el cual deben agregarse otras especialidades y recintos más o menos trascendentes, por ejemplo, el Hipódromo o Circo de Montevideo, que duró desde 1889 hasta 1896, entre las avenidas Larrañaga y Propios. Fuera o dentro del orbe estricto de la diversión, casi en su totalidad muchos baluartes de la Unión han desaparecido, algunos dejaron tenues huellas materiales en Una Flor Blanca en el Cardal
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el paisaje (como el Molino del Galgo, encerrado hoy en el Club de básquetbol Unión), y otros, se mantienen en una mística subterránea, (como las tierras sumergidas en la Plaza de Toros, traídas especialmente desde las orillas romanas del Tiber con el fin de asentar mejor las hileras de ladrillos en el predio enmarcado por las calles Purificación, Orense, Tripoli, Pamplona y Túnez). También invocando al museo de las fotografías y al archivo de las palabras, pero con una presencia más palpable e influyente en el paisaje y la vida contemporánea, la Unión guarda entre otras reliquias más o menos reformadas, algunos clásicos centros sociales como la confitería La Liguria, erigida en 1869, en un solar de 8 de Octubre y Cipriano Miró, donde antes habían funcionado un comercio de artículos de marina y después el restorán Veneciano. A pocos metros hacia el sur, conserva también, por ejemplo, la cúspide de la torre del Hospital Pasteur y todo este edificio, realizado por etapas y en varias ocasiones, reconvertido en su destino de uso: primero Academia de Jurisprudencia, y después Colegio Nacional, Universidad Menor de la República, Cárcel, Enfermería de Guerra, Asilo
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de Mendigos (hoy, el de ancianos Piñeyro del Campo) y, por último, Hospital. Igualmente ubicada con frente a la Plaza Miró, pero hacia el Oeste, puede visitarse también la Iglesia de San Agustín: reconstruida a partir de 1906 bajo el modelo de Saint Joseph de Lyon, inaugurada en 1917, y cimentada sobre el mismo terreno que antes ocupó el templo ordenado por Oribe, y erigido en la mitad del siglo XIX por el cura Ereño, en el solar donado por Basáñez. Pero retrocediendo nuevamente en la historia, el 19 de enero de 1854 fueron velados en la Iglesia de San Agustín, los restos del General Fructuoso Rivera. Sin embargo, ese año también marcó el inicio de una nueva larga vida periodística, cuyo primer mojón había sido “El Defensor de la Independencia Americana”, editado en la Imprenta Oriental del Cuartel del Cerrito. La primera publicación de esta etapa, ocurrió un 6 de setiembre, y se llamó “La Unión”, nombre que se reiterará en varios diarios más. Después en el tiempo, tendrán cierta repercusión: El Ómnibus (1857), El Molinillo (1872), La Voz del Pueblo (1903), La Cruzada (1917), El Duende Satírico (1919), El Comercio (1928), La Semana (1934), La Voz (1935) y Noticias (1937). Una Flor Blanca en el Cardal
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Más de una treintena de fechas y hechos, aseguran el peso incuestionable de la Unión en el tejido barrial de Montevideo. La capital, sin embargo, ha descuidado bastante en las últimas décadas el patrimonio y la salud urbana y cultural de este barrio que, durante mucho tiempo, quiso asentarse como algo más que un centro de servicios comerciales de segunda orden, aunque obviamente, haya sido este perfil el gran articulador de su desarrollo cotidiano. Pero aprovechando el impulso de los acontecimientos pos sitio y armisticio, y cultivando el impulso comercial obtenido con la implantación de los nuevos ómnibus, el 18 de febrero de 1855, finalmente se inauguró la Plaza de Toros. “Antonio Torres Heredia / hijo y nieto de Camborios / con una vara de mimbre / va a Sevilla a ver los toros”. Mucho antes que el insigne poeta español Federico García Lorca describiese en los poemas del “Romancero Gitano” las andanzas de este personaje, los montevideanos, sin vara de mimbre y por otros caminos más o menos tortuosos, acostumbraban concurrir a las corridas de toros.
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Algunos testimonios y crónicas de la época, cuentan que durante la época de colonia ya se efectuaban corridas de toros en la amurallada ciudad de San Felipe y Santiago, cuyo ruedo se levantaba en los alrededores de la actual Plaza Matriz. Por entonces, nuestra ciudad tenía una población conformada por una importante colonia de inmigrantes españoles, que encontraban en estos enfrentamientos de hombre y animal, una forma de recordar las lides taurinas de las tierras que dejaron. Cuando ya era la República Oriental del Uruguay, se construyó una plaza de toros sobre el camino Real (hoy avenida 18 de Julio) en los terrenos del vasco Artola, vecino de la zona, que, durante varios años, le dio el nombre a la actual plaza de los Treinta y Tres (barrio Cordón). Allí se desarrolló una intensa actividad taurina, hasta el comienzo de la llamada Guerra Grande. Esta situación dejó a la plaza aislada de los centros poblados de la ciudad y, de esta forma, la guerra cortó la fiesta taurina de los montevideanos. Aun
cuando
no
abundan
mayores
referencias
históricas de otros ruedos, algunos hablan de corridas de toros en las inmediaciones de las actuales Pérez Castellanos Una Flor Blanca en el Cardal
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y 25 de Mayo, en la zona del Mercado de la Abundancia y también por la Aguada. De acuerdo con lo que vimos anteriormente, la paz de 1851 trajo consigo el desmantelamiento inmediato de oficinas y comercios de la arteria principal y adyacencias de la Villa pos conflicto, y luego sobrevinieron momentos de decadencia económica, forzando a que varios vecinos de peso político, iniciasen un movimiento para buscar incentivos que dinamizaran el movimiento de la villa, y hasta quien sabe, salvar su patrimonio en el periodo pos guerra. Entre las propuestas formuladas, tomó cuerpo la de construir una plaza de toros. Para ello, el 12 de mayo de 1852 se fundó una sociedad por acciones, con bonos que costaban cien pesos oro de la época. Varios
fueron
los
influyentes
hombres
que
adquirieron acciones: don Norberto Larravide González de Noriega, quien vendió los terrenos donde se levantó la plaza, y don Tomás Basáñez, cuya fábrica de ladrillos fue la que ganó la licitación para proveer de estos materiales a la obra. También estaban Hermenegildo Fuentes, Carlos Crocker, Joaquín Requena, Manuel Herrera y Obes, y Francisco Acuña de Figueroa, quienes conformaban la lista Una Flor Blanca en el Cardal
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de los 207 accionistas de la sociedad de montevideanos, dispuestos a levantar el circo taurino. Pero en realidad, el mayor accionista fue el General Venancio Flores, bajo cuya presidencia, en 1854, se obtuvieron los permisos para la construcción de la plaza, en los terrenos que hoy limitan las calles Purificación, Lindoro Forteza, Odense y Trípoli, zona que durante años fue conocida como el Puerto Rico. El domingo de carnaval del 18 de febrero de 1855, los montevideanos fueron testigos de la apertura de la flamante plaza de toros de la Unión; y aun cuando su construcción no estaba terminada, igual permitía albergar a unos ocho mil espectadores, aunque otros documentos, afirman que su capacidad era de doce mil. Ese día, actuó una banda de música, lidiándose seis toros criollos, lidiados con toreros aficionados de la región. Cuenta la historia, que para llegar al ruedo, los montevideanos se trasladaban en carruajes propios, coches de alquiler y a caballo. Con los años, se agregarían carros con toldos que partían de la plaza Independencia, y diligencias que salían del Paso del Molino, tomando por las calles que hoy son Agraciada, Fernández Crespo, 18 de Julio, 8 de Octubre y Lindoro Forteza. No olvidemos que el Una Flor Blanca en el Cardal
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tranvía de caballos por rieles, solamente comenzó a correr trece años después de inaugurada la plaza. La plaza de Toros de la Unión, tuvo una actividad ininterrumpida de 35 años, con temporadas que comenzaban en noviembre, y culminaban en abril del año siguiente. El fanatismo de los aficionados era tal, que recuerda a las hinchadas futboleras de hoy. Era
habitual
que
se
promovieran
desórdenes
descomunales, y protestas que censuraban a toros que se consideraban demasiado mansos, y toreros que arriesgaban poco el pellejo. Algunas crónicas policiales de esos años refieren a incendios en las instalaciones de madera, provocados por enardecidos aficionados. El 8 de setiembre de 1888 murió en la Plaza de Toros, en plena corrida, el español Francisco “Punteret” Sanz, feneciendo a raíz de una embestida del animal. Cuatro días después del luctuoso hecho, el gobierno sancionó una ley para prohibir el espectáculo que, de todos modos, reaparecería en 1890, frente a cinco mil espectadores, extendiéndose después hasta 1912. (La demolición del Coliseo se producirá en 1923).
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Las corridas de toros tuvieron siempre sus detractores, y con la muerte del torero español Joaquín Sanz, apodado “Punteret”, retomó fuerza la campaña que en contra de ellas impulsó cuarenta años antes el doctor Juan Carlos Gómez. Desde 1881, estaba detenido en la Cámara de Diputados, un proyecto del legislador José Bustamante, que promovía la prohibición de las corridas de toros en todo el territorial nacional. Esta iniciativa sólo fue aprobada por la Cámara de Senadores, el 22 de junio de 1888. El texto fue transformado en ley por el presidente Máximo Tajes, junto con su ministro Julio Herrera y Obes, el 12 de setiembre de 1888. Sin embargo, por motivos desconocidos, la norma legislativa recién entró en vigencia dos años más tarde, ya que los empresarios de la Plaza de la Unión afirmaron tener contratos ya firmados con toreros españoles. El domingo 2 de marzo de 1890, los montevideanos asistieron a la última corrida a muerte realizada en nuestra ciudad. Más de cinco mil aficionados colmaron sus instalaciones, entre ellos, se encontraban varias de respetables familias como era el caso del magnate y empresario Marcelino Díaz, quien trajo la luz eléctrica a
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Montevideo, y fue socio de Emilio Reus en la construcción de viviendas. La figura de la tarde fue el diestro español Luis Mazantini, que, con su última estocada, mató al toro. Junto al animal, murieron más de cien años de tardes con frenéticos y entusiasmados aficionados que vivieron hasta el delirio la fiesta de sol, trajes bordados y arremetidas mortales. Por aquel entonces, surgió un grupo de ciudadanos ingleses radicados en la zona de Peñarol, que junto con el ferrocarril, trajeron una pelota que impulsaban con los pies, y corriendo dentro de un perímetro que no era redondo, sino rectangular, fue que los montevideanos comenzaron a olvidarse de los toros, y a encontrar otra fiesta que los hiciera vivir nuevos entusiasmos, fanatismos y delirios. El fútbol. No obstante, nada de lo ocurrido luego después de la inauguración de esta polémica Plaza de Toros, alcanzó a ser visto por uno de sus principales mentores de la idea. De pronto sobrevino la catástrofe. Primero es una impresión dolorosa, la que recibe cuando es citado al Juzgado por deudas.
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Concurre personalmente: antes enviaba al abogado. Se le respeta aun. Se acepta su pedido de mora por ser tan digno y tan alto. El propio Juez Juan José Segundo, es quien propicia el arreglo. Estamos en 20 de abril de 1855. Parecería que a este hombre, la vida le había cerrado todas las puertas. No todas, visto que solamente el día 25 de julio de 1855, vendría a fallecer, siendo aun joven (48 años), don Norberto Larravide, tras un sincope, y con él se cierra la última con su muerte, y se escapa del barrio un periodo de visión emprendedora e imaginativa, que fue liderada por un hombre que en mucho contribuyó y colaboró para el bienestar de sus vecinos. En tiempo, debemos recordar que debido a su pronta iniciativa, se debió la iluminación pública a gas en la Villa de la Unión. Informaciones colectadas de los escritos de Rubén Borrazás
Teatro Solís - Un Edificio Emblemático La original idea que finalmente llevaría a la construcción del Teatro Solís, como era de esperarse, generó gran expectativa entre los habitantes de una ciudad Una Flor Blanca en el Cardal
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que ya comenzaba a extenderse horizontalmente extra muros, con casas en su mayoría de una planta, mismo con construcciones modestas y sobrias. Su inauguración ocurrió el lunes 25 de agosto de 1856. Montevideo estaba frío, aunque despejado y algo ventoso, como suele ocurrir con los inviernos por esta latitud, y mismo así, muchos de los habitantes de las zonas más longincuas,
y que quisieron participar de la
inauguración del Teatro Solís, salieron muy temprano por la mañana desde sus residencias, para poder llegar a tiempo. Cuentan los registros de la historia, que un vecino de la Unión de apellido Basáñez, comenzó la marcha desde su quinta en la Unión hasta la Plaza Independencia, ya a las ocho de la mañana. Seguramente, ese día, nadie quería perder la participación en ese evento excepcional que ocurriría en un Montevideo pulsante de pos guerra, según nos relata la directora de Desarrollo Institucional e historiadora, Daniela Bouret en la investigación que ha publicado sobre este tema. De acuerdo con su relato, varias horas antes de que se abrieran las puertas del Teatro, la gente ya esperaba en la plazoleta a frente, que había sido iluminada y embanderada para la ocasión. Una Flor Blanca en el Cardal
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Durante la espera, los organizadores lanzaron globos de papel con aire caliente, disparos de cohetes, instauraron un concierto con la banda del Regimiento de Artillería, y posteriormente se ofreció leche recién ordeñada por el tambo Monsieur Piccard, que estaba ubicado pared de por medio del Teatro. Ya sobre la hora 19.30, las puertas de la cazuela y paraíso, se abrieron, y un grupo numeroso de mujeres y niños se abalanzó sobre la entrada, de forma que nadie los pudo contener. La historiadora también señala que, entre los presentes, estaban representadas todas las clases sociales de la época: “Había allí desde las familias más renombradas, hasta los nuevos universitarios, y alcanzando al todo entre las 2.500 y 3.000 personas”. Interiormente, los palcos del teatro estaban adornados con flores naturales, y para Bouret, con la inauguración del Solís, se logró por primera vez reunir en un mismo ámbito al “pueblo y al gobierno”. “De todas formas, -nos señala ella-, la convivencia en el recinto tenía reglas: no se podía fumar y se prohibió la entrada al salón a todas las personas que no estaban vestidas con “trajes decentes”, o hasta la prohibición de acceder portando bastones y paraguas”. Una Flor Blanca en el Cardal
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Incluso, nos cuenta que el entonces Presidente de la República, Don Gabriel Pereira, fue intimado a dejar el suyo, y el del General que lo acompañaba en el evento. “Después de las estrofas del Himno Nacional, el poeta Heraclio Fajardo, se puso de pie en la platea, y emocionado, recitó una poesía de Acuña de Figueroa, quien no había podido participar de la inauguración, porque tenía problemas de salud. Acto seguido, el Teatro se llenó de aplausos”. Otro fato curioso dice al respecto de la iluminación interna: “La iluminación del teatro se hizo con lámparas con aceite de potro, por lo que en el ambiente, había un olor desagradable impropio de la jerarquía de aquel coliseo”, según lo relatan las crónicas de la época. “El terreno que hoy ocupa el Teatro, era un gran descampado de unas 20 cuadras de largo, por 16 de ancho. Rodeado de barrancos, zanjas, rocas, médanos y caminos”, agrega la directora de Desarrollo Institucional del nuevo Teatro Solís, Daniel Bouret. Para completar su opinión, su investigación agrega que, según las crónicas de la época, “Montevideo era una ciudad
“sucia”,
con
pocas
calles
empedradas,
sin
saneamiento, y con animales pastando entre las casas, y Una Flor Blanca en el Cardal
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existían pantanos y cueros y carnes pudriéndose en las esquinas y ratas”. Claro que esta opinión es algo fortuita, y su estado resulta en consecuencia del largo periodo en que Montevideo fue confinada por el sitio, pues tan sólo expresa el sentir de quien veía la ciudad en comparación con las aristocráticas capitales de Buenos Aires o Rio de Janeiro. Mismo siendo una valoración un poco polémica, no podemos olvidarnos que la ciudad recién estaba intentando retomar su estabilidad política-social alcanzada tan solo cinco años antes con el fin de beligerantes largas décadas que recién habían culminado con la Guerra Grande.
El día en que París Desembarcó en el Puerto A pesar de los graves acontecimientos políticos y militares que se venían desarrollando en el país, la gente montevideana no pareció perder sus afanes farristas y frivolones; y como Montevideo, por lo que se ve, se había aburrido de ser Montevideo, decidió sin más convertirse en París. Se subraya: no meramente imitar a París –lo que no
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sería ninguna novedad–, sino ser París literalmente, aunque fuera por un tiempo. Esta fiebre se instaló entre sus ciudadanos allá por los años 1868 y 69, con los resultados inesperados que vamos a ver. Todo vino porque hubo en Montevideo un grupo de serios varones que empezaron a envidiar la suerte de los varones serios de París, capaces de empaparse todas las noches con el burbujeo mareador del vertiginoso cancán en plena boga, de los frufrús provocadores donde perdía el seso el más pintado, y de la locura desenfrenada de los compases de Offenbach, que campeaba irresistible en los escenarios frívolos de toda Europa... mientras que los de aquí tenían que conformarse con alguna que otra ópera aburrida en el Solís. Se comprende que nuestros antepasados se sintieran asfixiados por estas chaturas uruguayitas, y fue entonces que resolvieron, todos a una, trasladar aquí a París tal cual era, e instalarlo en el centro mismo del casco urbano: por menos de eso no valía la pena. Quisieron por una vez, aquellos soñadores, un Montevideo picante, zafado, recreado sobre nuestros hastíos y rutinas por francesas auténticas, envasadas en origen.
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Y como en el fondo aquellos caballeros pecaminosos no eran otra cosa que mercaderes y gente de negocios, no tuvieron otra ocurrencia que fundar, antes que nada, ¡una sociedad anónima! Cuándo no. Una respetable sociedad anónima –la cual, como es sabido, todo lo santifica– que hiciera posible conseguir el capital necesario para construir un teatrito ideado ex profeso para esta clase de zafadurías, pero también para solventar la importación de la mercadería indispensable, esto es, las francesitas que aquí desplegarían todo su cancán arriba del escenario. A fines del 1868 comenzaron a colocarse las acciones; y para que se vea que no era un simple ramillete de iluminados los que alentaron este ideal, en muy corto tiempo las acciones volaron. Y eran de doscientos pesos (que en aquel tiempo era plata), pagaderas en ocho mensualidades. Se quería alcanzar así la suma total de 60 o 70 mil pesos (que era muchísima plata), cifra que los financistas consideraron indispensable para conducir a buen puerto la empresa. Resuelta de ese modo vertiginoso la financiación, vino luego el problema de ponerle nombre al teatrito que se iba a construir. Dados sus fines escabrosos, se trataba de conseguir un nombre que no lo fuera menos. Sin embargo, Una Flor Blanca en el Cardal
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aquí los crasos montevideanos mostraron la hilacha de su presuntuosa cortedad pseudo-culta, y bautizaron al nuevo antro... ¡El Alcázar Lírico! Nada que ver con lo que aquellos descocados pensaban meterle adentro. ¿Quién pensaría encontrar pecado adentro de un Alcázar, y encima Lírico? Menos mal que para compensar en algo tamaño desbarre, los abanderados de la empresa pusieron a su frente a un francés auténtico, de nombre más que prometedor: Monsieur Armand de Tourneville, apelativo que parecía salido de algún melodrama febril. Y a este Tourneville se lo nombró gerente-administrador (no merecía menos la resonancia aristocrática del apellido), y le fue fijado un sueldo que puede considerarse dispendioso para aquellos días: cien pesos mensuales uno arriba del otro. Siguiente punto a resolver: el emplazamiento del templo del pecado. Uno pensaría en un lugar discreto y algo escondido, para ayudar a los desplazamientos de una concurrencia que no querría exhibirse demasiado en pasos más que dudosos. Pues bien: la sociedad anónima compró un terreno... ¡detrás de la Matriz, a los fondos de nuestra magna Catedral! Allí se desplegarían los escandalosos desvaríos: calle Treinta y Tres entre nuestra púdica Sarandí Una Flor Blanca en el Cardal
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y Rincón. Un magnífico solar, según cuentan. Se ve que ya nada detenía a aquellos desaforados salidos de cauce. Lo previsible ocurrió: no bien se conoció el proyecto, estalló un escándalo en la aldea como se recuerdan pocos. Es que la iniciativa venía a desafiar por igual a dos poderes inatacables de aquella sociedad: la Iglesia Católica y las esposas. Entre revuelos de sotanas y revuelos de polleras, el gallinero se alborotó (más por las polleras que por las sotanas, aunque éstas volaron). Como es comprensible, las esposas montevideanas se vieron venir el Apocalipsis: ¿qué quedaría en pie de sus castos y púdicos maridos, una vez que cayeran en manos de esas satánicas francesas, sabedoras de artes escondidas y ciencias misteriosas que las mujeres decentes no eran capaces de imaginar siquiera? La batalla fue encarnizada y feroz, tanto en la liza conyugal como en la parroquial. Las reyertas menudearon en las casas y los sermones en los púlpitos. Todo inútil: ya nadie era capaz de ponerles freno a los desatados montevideanos una vez que olfatearon el inminente descoque. Por más esposas y curas que se les cruzaron en el camino, el Alcázar Lírico siguió su marcha imparable.
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Mientras el teatrito se iba levantando a marchas forzadas, las cartas a París iban y de París venían, ultimando todos los detalles. Una de esas cartas revolvió aun más el avispero: anunciaba que un 15 de agosto se embarcaría el Jefe de la Orquesta (¡oh!) y el director de escena (¡ah!), y que un mes después zarparía hacia América la Compañía completa con todos sus accesorios, incluido el accesorio principal, que era el lote de francesas. Y para que los montevideanos fueran haciendo boca, pronto llegaron las fotografías de las chicas. “Todas exactas”, aclaraba aviesamente desde París don Armand de Tourneville. Nuestros novatos empresarios no podían creer lo que veían sobre aquellas láminas a cual más incendiaria. Allí mismo habrían perdido la cabeza si no fuera porque ya hacía rato que no la tenían puesta. ¡Y qué decir de los nombres de las integrantes del elenco artístico! Nuestros bisabuelos temblaban de emoción al enterarse de que Madeimoselle Estaghel se llamaba la primera cantante; que Mlle. Pontois era la soprano; y Mlle. Perrichon la cantante joven; y Mlle. Cattel la ingenua; y Mlle. Manleon la característica; y Mlle. Pierron la confidente: ¿quién podría conservar la cordura?
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Conviene hacer un alto aquí para salirle al cruce al pensamiento escéptico que tiene que estar pasando por las mentes de todos los lectores, como antes por la de este autor. Todos estarán anticipando que aquella absurda empresa terminó en fraude, en burda estafa, o que el proyecto se derrumbó de la manera más estrepitosa, o aún que estas francesas deslumbrantes al final no vinieron, o que si vinieron no eran nada deslumbrantes sino unos papagayos que nada tendrían que ver con las fotos anticipadas por el tal Tourneville, vulgar adulterador. Pues no, señor: las francesas de las fotos fueron todas de verdad. Tal cual se las vio, así llegaron: muy capaces –al decir de una gacetilla de la época– “de sacar de las casillas al más beato de los hombres”. Y el 16 de noviembre de 1869, con toda pompa y los soponcios en la aldea que son de imaginar, se inauguró nomás el Alcázar Lírico, que resultó un precioso teatrito de variedades, con dos galerías altas y una fila de palcos bajos con reja (seguramente para contener a las fieras). Lo más sorprendente fue el éxito de aquella inauguración, habida cuenta de las amenazas conyugales y las excomuniones anunciadas. Aquel teatro con capacidad
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para seiscientos espectadores, albergó más de mil, no se sabe cómo. Fue el gran acontecimiento artístico de la época, que dio tema para incontables meses de comidillas y chismorreos. Tal vez lo más inesperado de aquella inauguración fue que estuvo repleta de... esposas. Se cuenta que acudieron en legión, no se sabe si por curiosidad malsana, o en menesteres de espionaje y vigilancia, o por ver si podían aprender algo de las artes de aquellas sabihondas importadas. Y las mujeres no sólo acudieron en la noche magna de la inauguración: también en las otras noches magnas que siguieron. Y que fueron unas cuantas para nuestra módica escala: tuvieron que hacerse treinta funciones seguidas en las que el despiole, según las crónicas, fue memorable, aunque no siempre bien educado. En efecto –siguen las gacetillas–, nuestros bisabuelos se excedieron en gritos, silbidos, pataleos y vociferaciones, desacostumbrados como estaban a semejantes desbordes parisienses. Contra lo que pudiera creerse, no fueron los viejos verdes los más desacatados, sino los niños bien, que entonces eran llamados “jóvenes decentes” (entre comillas, claro está).
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Es muy de lamentar, pero aquellos saludables desafueros y fulgores no duraron mucho. Los aventó la guerra, que todo lo troncha. Don Timoteo Aparicio se levantó en armas (guerra de las lanzas), sin tomar en cuenta los afanes gloriosos de nuestros farristas montevideanos, y se aposentó sobre la ciudad una nubazón luctuosa que resecó frufruses y cancanes. El final de la aventura fue penoso. Empezaron por cambiarle el nombre al templo del pecado, que de Alcázar Lírico pasó a llamarse, tardíamente y bien a contramano, Teatro Francés. Pero se habían acabado las importaciones de París, y a cambio, se presentó en su escenario una pedestre compañía gimnástica americana, salpicada por otros números surtidos de chatura equivalente. Como era justo después de tan abrupto desbarranque, la sala cerró sus puertas poco después y la divina ilusión que alimentaran unos cuantos alocados montevideanos quedó soterrada para siempre.
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Sexta Parte Una Simiente que hizo Florecer el Cardal
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Escudo, origen e historia del apellido Basáñez
Basáñez: “Ladera del bosque” Al indagar por el significado y origen del nombre, encontramos que el apellido Basáñez, aparece recogido por el Cronista y Decano Rey de Armas, Don Vicente de Una Flor Blanca en el Cardal
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Cadenas y Vicent, en su “Repertorio de Blasones de la Comunidad Hispánica”, eso significa que el linaje Basáñez tiene armas oficiales certificadas por Rey de Armas. En dicha obra se han incluido el contenido de muchos manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid y correspondientes a Minutarios de Reyes de Armas y recoge apellidos que, como Basáñez, indica que son españoles o muy vinculados por unas u otras razones a España, por lo que los del apellido Basáñez están en esta tesitura. También se suman millares de escudos heráldicos y heráldica procedentes de varias Secciones del Archivo Histórico Nacional, así como de la Real Chancillería de Valladolid, Salas de los Hijodalgos y de Vizcaya, etc. En resumen, los del apellido Basáñez han realizado alguna prueba de nobleza o hidalguía. Julio de Atienza, en su “Nobiliario Español”, también recoge la heráldica e historia del apellido Basáñez. Esta obra es de gran importancia para la heráldica ya que recoge la historia, pruebas de nobleza e hidalguía de los apellidos y linajes entre los que está el apellido Basáñez. También
figura
el
apellido
Basáñez
en
el
“Diccionario Heráldico y Nobiliario de los Reinos de España” de Fernando González Doria, aunque éste presenta Una Flor Blanca en el Cardal
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menos datos del apellido Basáñez que el “Nobiliario Español”. La muy completa historia y heráldica del apellido aparece
en
la
Hispanoamericana
de
Heráldica,
Basáñez
magna
“Enciclopedia Genealogía
y
Onomástica” de los hermanos Arturo y Alberto García Carraffa, y continuada por Endika de Mogrobejo. Son más de 100 tomos los que ocupa esta Enciclopedia donde podemos encontrar también este apellido entre los más de 17.000 apellidos que allí se encuentran. Que el apellido Basáñez se encuentre en “El Solar Vasco Navarro” de los hermanos García Carraffa, certifica o significa, que los Basáñez son de origen vasco, navarro, o de otros lugares pero asentados en el País Vasco y/o Navarra. Hemos de señalar, que por lo general, los apellidos vascos se fueron formando tomando en cuenta los nombres de los lugares, y los personales variaban en cada generación e inclusive entre hermanos. Antiguamente, se tenía como costumbre tomar el nombre del solar para demostrar la posesión sobre el mismo. La denominación de las plantas, ríos, montes, bosques, peñas, campos les servían de inspiración. Una Flor Blanca en el Cardal
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Es a través de ellos, que se pueden distinguir términos, como el significado de los colores o piezas que integran los escudos, y de esa forma, tener la información histórica nobiliaria del apellido, o conocer los pleitos de hidalguía, ingresos a órdenes militares, saber sobre los títulos nobiliarios que puedan tener los de ese apellido, o los oficios honoríficos o cargos públicos en que hayan actuado. En el caso de este apellido, las pesquisas efectuadas indican que el origen de éste apellido tiene un significado muy peculiar: “Ladera del bosque”.
Atisbos del Viejo Cardal En la serena callecita del Colegio, a 200 ms del cruce con la calle del General Artigas, comienza hacia el sur una solariega quinta de once hectáreas, con su valioso monte frutal. Sobre el portón, trepa insistente la enredadera y borra el número de la casa, el 63, dibujado prolijamente sobre una tabla pintada de negro, y adorna esa misma entrada, un artístico farol de hierro forjado que permanece encendido en las noches oscuras. En el jardín, un amplio patio empedrado con lozas de Pando. Una Flor Blanca en el Cardal
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Finaliza ya el año 1872 y se ve salir a los tres hombres de la iglesia, van a paso menudo atravesando la plaza para ganar de a poco la callecita del Colegio. Repetían invariablemente el paseo en las mañanas y en el atardecer. Uno de los tres se dejaba conducir. Vestía de negro, y la chaqueta, cerrada bajo el mentón, no dejaba ver la corbata oscura. Los otros lo tomaban del brazo levándolo de la quinta al templo, y una vez cumplido el deber religioso, lo volvían hasta su casa. No podía esconder uno de los acompañantes su aire militar, aunque vestía de paisano, atildadamente. El otro, otrora ya había actuado bajo las órdenes del General San Martin y de otros no menos renombrados Coroneles y Generales, y mismo así, disponía ya de la paz interior. No en tanto, el primer coadjutor, aun huyendo del espectro del General Urquiza, custodiaba en la Villa de la Restauración, la sombra del anciano Basáñez. En la casa sabían que era sagrado el sueño del señor a la vuelta del paseo. Llegaba siempre como dormido. Nadie lo negaría viéndolo en el patio, bajo el árbol enorme, junto a la mancha blanca del aljibe que lucía una flecha en el hierro, exhibiendo frente a la severidad de la loza de Pando, toda su pompa de azulejos. Una Flor Blanca en el Cardal
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Desde hacía tiempo que el corredor se poblaba de roces bajo las tejas descoloridas que acogían murciélagos y pájaros, como el pozo lo hacía con la luna y las estrellas. No le llegaba al anciano ni la canturria de las mujeres de servicios: ellas sabían velarla, para su descanso. Del tilo que no envejece ni se encorva como el hombre, que ya es solo una sombra en el crepúsculo del día y de la vida, desciende lentamente, como un hechizo la memoria de los días bizarros. Algunos pétalos han caído ahora en el chambergo oscuro, que presta al rostro afilado y pálido, un poco del aspecto que debió tener Felipe II, el monarca sombrío que no pudo menos que dar a su palacio desierto, su propia fisonomía de atormentado. Descienden lentamente al presente en su cabeza, los recuerdos sobre el hombre del que ya le han huido las horas serenas…
Los Avatares Monarquicos del Siglo XVIII Antes de encerrar este derradero capítulo, creo conveniente repasar algunos de los aspectos circunstanciales que ocurrieron en la península ibérica durante el siglo Una Flor Blanca en el Cardal
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anterior al cual se ubica esta reseña, los cuales sólo llegaron a los oídos de nuestro principal protagonista, por la boca de don Manuel; el otro, su padre.
Carlos como Rey de Nápoles y Sicilia: Durante su reinado en Nápoles y Sicilia (Carlos VII, Carlo VII en italiano, o simplemente Carlo di Borbone, que es como se le suele llamar allí), supo gobernar, reformar y modernizar el reino, unificándolo, conquistando el amor de los ciudadanos junto con su amada esposa María Amalia de Sajonia; donde también continuó sus guerras contra Austria, y participó junto con Francia y España en lo que se llamó en la época: “Pactos de Familia”. De esto, se destaca el hecho de haber sido quien ordenó comenzar la excavación sistemática de las poblaciones sepultadas por la erupción del Vesubio del año 79: Pompeya, Herculano, Oplontis y las Villas Stabianas. No sólo eso, sino que en 1752, al ordenar construir una carretera hacia el sur (precursora de la actual Statale 18), salieron a la luz los restos de la ciudad de Paestum, que llevaban años cubiertos por la maleza (parte del anfiteatro yace precisamente bajo dicha carretera). Fue un hallazgo
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especialmente importante, porque allí se hallaban tres templos griegos en muy buen estado de conservación. No en tanto, la muerte sin descendencia de Fernando VI de España, hizo recaer en Carlos la Corona de España, la cual pasó a ocupar en 1759, dejando con gran tristeza, tanto de los reyes como del pueblo, la corona del Reino de Nápoles y Sicilia a su tercer hijo, Fernando. Tras los fallecimientos de Luis I y de Fernando VI sin descendencia, el trono de España pasó a Carlos III, tercer hijo de Felipe V y primero de su matrimonio con Isabel de Farnesio, con gran experiencia de gobierno como rey de Nápoles.
La Guerra de los Siete Años (1756–1763): El primer asunto que el nuevo Rey trató, fue la Guerra de los Siete Años. El monarca español se vio obligado a tomar parte en la guerra tras la ocupación británica de Honduras y la pérdida de la colonia francesa de Quebec, lo que requirió la urgente intervención española en dicho conflicto, para lograr frenar el expansionismo británico por tierras de América. En 1761 se firmó el Tercer Pacto de Familia, y España entró en el conflicto bélico. La guerra terminó con la Paz de Una Flor Blanca en el Cardal
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París de 1763. En el acuerdo, España cedió a Gran Bretaña la Florida y territorios del golfo de México, a cambio de La Habana y Manila, conquistadas por los británicos; también la Luisiana francesa pasó a manos de España, quien estaba más preparada para defenderla. En ese convenio, Portugal, aliado de los británicos, recuperó la colonia del Sacramento (Banda Oriental). En 1781, el gobernador de la Luisiana, Gálvez, recupera las dos Floridas para España, en un audaz golpe de mano contra los ingleses y, en 1782, España recupera la isla de Menorca.
Guerra de independencia de los Estados Unidos (1776–1783) España continuó haciendo valer la alianza francesa. Así, en la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos, intervino junto a Francia contra Gran Bretaña en apoyo a la emancipación de las trece colonias británicas. Fue con el Tratado de Versalles de 1783, que puso fin a la guerra. España recuperó entonces Florida, los territorios del golfo de México, aunque no pudo hacer lo mismo con Gibraltar.
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España, de esta forma, contribuyó a la independencia de los Estados Unidos, hecho que creó, mismo fuera de las otras circunstancias que lo acompañaron, un precedente para la posterior emancipación de las colonias españolas en el siglo XIX.
Mediterráneo: Así mismo, en una región circundante a su territorio, el Monarca intervino en el norte de África con el doble objetivo de conseguir liberar el mar de piratas berberiscos, y lograr obtener concesiones económicas. En relación a política interior, de igual modo intentó modernizar la sociedad de aquel entonces, utilizando el poder absoluto del Monarca bajo un programa ilustrado (uno de los casos más notorios, fue la liberación de los gitanos).
Despotismo Ilustrado: En la línea de la Ilustración propia de su época, Carlos III realizó importantes cambios -sin quebrar el orden social, político y económico básico, y el despotismo ilustrado-, con ayuda de un equipo de ministros y colaboradores ilustrados,
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como el Marqués de Esquilache, Aranda, Campomanes, Floridablanca, Wall y Grimaldi. Para llevar a cabo sus reformas, el Monarca nombró al marqués de Esquilache como Secretario de Hacienda. Éste incorporó señoríos a la Corona, controló a los sectores eclesiásticos y reorganizó las Fuerzas Armadas. Su programa de reformas y la intervención española en la Guerra de los Siete Años, demandaron por más ingresos, que se consiguieron con un aumento de la presión fiscal y nuevas fórmulas, como la creación de la Lotería Nacional. Al mismo tiempo liberalizó el comercio de los cereales, lo que originó una subida de los precios de los productos de primera necesidad a causa de las especulaciones de los acaparadores y de las malas cosechas de los últimos años. Por causa de dichas reformas, en marzo de 1766 se produjo el Motín de Esquilache. Su detonante, fue la orden de cambiar la capa larga y el sombrero de ala ancha de los madrileños, por la capa corta y el sombrero de tres picos. La manipulación
realizada
por
sectores
nobiliarios
y
eclesiásticos, lo convirtió en un ataque directo a la política reformista llevada a cabo por ministros extranjeros del gobierno del Rey. De Madrid, muy pronto se trasladó a las provincias afectando a ciudades como: Cuenca, Zaragoza, Una Flor Blanca en el Cardal
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La Coruña, Oviedo, Santander, Bilbao, Barcelona, Cádiz y Cartagena entre otras muchas. El aglutinador común de la rebelión, fue la protesta por la escasez y el alza de los precios de los alimentos ocasionados por la liberalización comercial. Los amotinados exigieron la reducción del precio de los alimentos y la supresión de la Junta de Abastos, la derogación de la orden sobre la vestimenta, el cese de ministros extranjeros de Carlos III y su sustitución por españoles, y un perdón general. El Monarca terminó desterrando a Esquilache y nombró en su lugar al conde de Aranda.
La política religiosa: Desaparecidos los ministros extranjeros, el Rey se apoyó en los reformistas españoles, como Pedro Rodríguez de Campomanes, el conde de Aranda o el conde de Floridablanca. Campomanes, nombrado fiscal del Consejo de Castilla, en la búsqueda por culpables, trató de demostrar que los verdaderos inductores del motín de Esquilache habían sido los jesuitas. A seguir, se nombró una comisión de investigación y sus principales acusaciones fueron: Sus
grandes riquezas.
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El
control de los nombramientos y de la política
eclesiástica. Su
apoyo al Papa.
Su
lealtad al marqués de la Ensenada.
Su
participación en los asuntos de Paraguay.
Su
intervención en el dicho motín.
Sectores de la nobleza y diversas órdenes religiosas, evidentemente que pronto estuvieron claramente en contra, pero de nada sirvieron sus evidentes reclamos. Por todo ello, mediante el decreto real del 27 de febrero de 1767, se les expulsó de España y todos sus dominios y posesiones fueron confiscados.
Reformas: Con la expulsión de los jesuitas, se quiso aprovechar para realizar una reforma de la enseñanza que debía fundamentarse en las disciplinas científicas y en la investigación. A partir de ahí, se sometió las universidades al patronazgo real y se creó en Madrid los Estudios de San Isidro (1770), como centro moderno de enseñanza media destinado a servir de modelo, y también las Escuelas de Artes y Oficios, que han perdurado hasta el siglo XX (cuando pasaron a llamarse Escuelas de Formación Una Flor Blanca en el Cardal
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Profesional, EFP). Como derivación de su exclusión, las propiedades de los jesuitas sirvieron para crear nuevos centros de enseñanza y residencias universitarias. Y sus riquezas, se orientaron para beneficiar a los sectores más necesitados, y se destinaron a la creación de hospitales y hospicios. La reformas promovieron un nuevo plan de Estudios Universitarios que, de inmediato, fue duramente contestado por la Universidad de Salamanca, la cual propuso un plan propio, que a la postre, fue implantado años después. Por otro lado, el impulso hacia la reforma de la agricultura durante el reinado de Carlos III, vino de mano de las Sociedades Económicas de Amigos del País, creadas por su ministro José de Gálvez. Campomanes, influido por la fisiocracia, centró entonces su atención en los problemas de la agricultura. En su Tratado de la Regalía de la Amortización, defendió la importancia de ésta para conseguir el bienestar del Estado y de los ciudadanos, y la necesidad de una distribución más equitativa de la tierra. En 1787, Campomanes elaboró un proyecto de repoblación de las zonas deshabitadas de las tierras de realengo de Sierra Morena y del valle medio del Guadalquivir. Para ello, y supervisado por Pablo de Una Flor Blanca en el Cardal
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Olavide, intendente real de Andalucía, se trajeron inmigrantes centroeuropeos. Se trataba principalmente de alemanes y flamencos católicos, como una solución para fomentar la agricultura y la industria, en una zona despoblada y amenazada por el bandolerismo. El proyecto fue financiado por el Estado. Se fundaron así nuevos asentamientos, como La Carolina, La Carlota o La Luisiana, en las actuales provincias de Jaén, Córdoba y Sevilla. Dentro del contexto de las reformas, se reorganizó el ejército, al que dotó de unas Ordenanzas en 1768 destinadas a perdurar hasta el siglo XX, y se impulsó el comercio colonial formando compañías, como la de Filipinas, y liberalizando el comercio con América en 1778. También se destaca el Decreto de libre comercio de granos de 1765. Otras medidas reformistas del reinado fueron la creación del Banco de San Carlos, en 1782, y la construcción de obras públicas, como el Canal Imperial de Aragón y un plan de caminos reales de carácter radial, con origen en Madrid y destino a Valencia, Andalucía, Cataluña y Galicia. De la misma forma, forjó un ambicioso plan industrial en el que destacan como punteras las industrias de bienes de lujo: Porcelana del Buen Retiro, Cristales de la Granja y Una Flor Blanca en el Cardal
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traslada la Platería Martínez a un edificio en el paseo del Prado, pero ha de destacarse que no faltaron muchas otras para la producción de bienes de consumo, en toda la geografía española. Entre los planteamientos teóricos para el desarrollo de la industria, se destacó el Discurso sobre el fomento de la industria popular de Campomanes, para mejorar con ella la economía de las zonas rurales y hacer posible su autoabastecimiento. Las Sociedades Económicas de Amigos del País, fueron los que se encargaron de la industria y su teoría en esta época. En conclusión, las reformas permitieron que en su reinado, se hicieran hospitales públicos, servicios de alumbrado y recogida de basura, uso de adoquines, una buena red de alcantarillado. En relación a la propia Madrid, le cupo un ambicioso plan de ensanche, con grandes avenidas, monumentos como la Cibeles, Neptuno, la puerta de Alcalá, la fuente de la Alcachofa…, la construcción del jardín botánico (trasladando al Paseo del Prado el antiguo de Migas Calientes), el hospital de San Carlos (hoy Museo Reina Sofía), el edificio del museo del Prado (destinado originalmente a museo de Historia Natural), entre otras obras de destaque. Una Flor Blanca en el Cardal
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La sociedad: Sin embargo, su reinado también influenció en dentro del comportamiento de la comunidad ibérica de aquel entonces, donde destacamos:
La nobleza: Descendió en número, debido a la desaparición de los hidalgos en los censos por las medidas restrictivas hacia este grupo por el Rey. Representaba el 4% del total de la población. Su poder económico se acrecentó gracias a los matrimonios entre familias de la alta nobleza, que propiciaron una progresiva acumulación de bienes patrimoniales. Mediante un decreto en 1783, el Rey aprobó el trabajo manual y lo reconoció, favoreciendo a los nobles. A partir de ese momento, los nobles podían trabajar, cosa que antes no podían hacer, ya que únicamente podían vivir de sus riquezas. Los títulos nobiliarios aumentaron con las concesiones hechas por Felipe V y Carlos III. Se crearon la Orden Militar de Carlos III y la de las Reales Maestranzas con estatutos nobiliarios. En contrapartida, se pusieron numerosas restricciones a los mayorazgos y a los señoríos, aunque nunca llegaron a desaparecer durante el reinado.
El clero: La Iglesia poseía cuantiosas riquezas. Siendo el clero un 2% de la población, según el Catastro de Ensenada, era propietaria de la séptima parte de las tierras de labor de Castilla, y de la décima parte del ganado lanar. A los bienes inmuebles se añadían el cobro de los diezmos, a los que se descontaban las tercias reales, y otros ingresos como rentas hipotecarias o alquileres. La diócesis más rica era la de Toledo, con una renta anual de 3.500.000 reales.
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El estado llano: Era el grupo más numeroso. En él se encontraban los campesinos que gozaban de cierta estabilidad económica. Los jornaleros sufrían situaciones de miseria. De acuerdo con el Catastro de Ensenada, los artesanos representaban el 15% del total de los asalariados, y tenían mejores retribuciones que los campesinos. La burguesía comenzó a despuntar tímidamente en España. Localizada en la periferia peninsular, se identificó con los propósitos reformistas y los ideales ilustrados del siglo. Fue especialmente importante en Cádiz, por su vinculación al comercio americano, Barcelona y Madrid. Empero, cuando el rey murió en 1788, terminó con él la historia del reformismo ilustrado en España, pues el estallido casi inmediato de la Revolución francesa al año siguiente, provocó una reacción de terror que convirtió el reinado de su hijo y sucesor, Carlos IV, en un periodo mucho más conservador. En seguida, la invasión francesa arrastraría al país a un ciclo de revolución y reacción que marcaría el siglo siguiente, sin dejar espacio para continuar un reformismo sereno como el que había desarrollado Carlos III. Entre los aspectos más duraderos de su herencia quizá haya que destacar el avance hacia la configuración de España como nación, a la que dotó de algunos símbolos de identidad (como el himno y la bandera), e incluso de una capital digna de tal nombre, pues se esforzó por modernizar Una Flor Blanca en el Cardal
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Madrid (con la construcción de paseos y trabajos de saneamiento e iluminación pública), y engrandecerla con monumentos (de su época datan la Puerta de Alcalá, el Museo del Prado —concebido como Gabinete de Historia Natural—, el Hospital de San Carlos o la construcción del nuevo Jardín Botánico, en sustitución del antiguo de Migas Calientes), y con edificios representativos destinados a albergar los servicios de la creciente administración pública. El impulso a los transportes y comunicaciones interiores (con la organización del Correo como servicio público y la construcción de una red radial de carreteras que cubrían todo el territorio español, convergiendo sobre la capital), ha sido, sin duda, otro factor político que ha actuado en el mismo sentido, acrecentando la cohesión de las diversas regiones españolas. Estas son sólo algunas de las razones por las cuales Carlos III fue conocido como el “mejor Alcalde de Madrid”.
El Sucesor: Carlos IV de Borbón (nacido en Portici, Nápoles, 11 de noviembre de 1748), fue Rey de España desde el 14 de diciembre de 1788 hasta el 19 de marzo de 1808. Hijo y sucesor de Carlos III y de María Amalia, fue lo que le dio Una Flor Blanca en el Cardal
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acceso al trono. No en tanto, tiempos conflictivos surgirían en su reinado. Sucedió a su padre, Carlos III, al morir éste el 14 de diciembre de 1788. Accedió al Trono con una amplia experiencia en los asuntos de Estado, pero se vio superado por la repercusión de los sucesos acaecidos en Francia en 1789, y por su falta de energía personal que hizo que el gobierno estuviese en manos de su esposa María Luisa de Parma y de su valido, Manuel Godoy, de quien se decía era amante de la Reina, aunque hoy en día esas afirmaciones han sido desmentidas por varios historiadores. Estos acontecimientos frustraron las expectativas con las que inició su reinado. A la muerte de Carlos III, el empeoramiento de la economía y el desbarajuste de la administración, revelan los límites del reformismo, al tanto que la Revolución francesa pone encima de la mesa una alternativa al Antiguo Régimen. Las primeras decisiones de Carlos IV mostraron unos propósitos reformistas. Designó primer ministro al conde de Floridablanca, un ilustrado que inició su gestión con medidas como la condonación del retraso de las contribuciones, limitación del precio del pan, restricción de la acumulación de bienes de manos muertas, supresión de Una Flor Blanca en el Cardal
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vínculos y mayorazgos, y el impulso del desarrollo económico. Fue el propio Monarca quien tomó la iniciativa de derogar la Ley Sálica impuesta por su antecesor Felipe V, medida ratificada por las Cortes de 1789, que no se llegó a promulgar. El estallido de la Revolución francesa en 1789, cambió radicalmente la política española. Conforme llegan las noticias de Francia, el nerviosismo de la corona crece y acaba por cerrar las Cortes que, controladas por Floridablanca (mantenido en el poder por consejo de su padre), se habían reunido para reconocer al Príncipe de Asturias. El aislamiento parece ser la receta para evitar la propagación de las ideas revolucionarias a España. Floridablanca, ante la gravedad de los hechos, dejó en suspenso los Pactos de Familia, estableció controles en la frontera para impedir la expansión revolucionaria y efectuó una fuerte presión diplomática en apoyo a Luis XVI. También puso fin a los proyectos reformistas del reinado anterior y los sustituyó por el conservadurismo y la represión (fundamentalmente a manos de la Inquisición, que detiene a Cabarrús, destierra a Jovellanos, y despoja de sus cargos a Campomanes). Una Flor Blanca en el Cardal
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Gobierno del conde de Aranda En 1792, Floridablanca fue sustituido por el conde de Aranda, amigo de Voltaire y de otros revolucionarios franceses, a quien el rey encomienda la difícil papeleta de salvar la vida de su primo el rey Luis XVI, en el momento en que éste había aceptado la primera Constitución francesa. Sin embargo, la radicalización revolucionaria a partir de 1792 y el destronamiento de Luis XVI -el rey francés fue encarcelado y quedó proclamada la República-, precipitó la caída del conde de Aranda y la llegada al poder de Manuel Godoy el 15 de noviembre de 1792.
La Distantes Raíces Vascongadas El avance del actual capítulo de esta historia no lleva lejos, hasta la Provincia de Bizkaia o Vizcaya, que está ubicada en la comunidad autónoma del País Vasco. La misma limita al norte con el mar Cantábrico, al este con la provincia de Guipúzcoa, al sur con las provincias de Álava y Burgos, y al oeste con la comunidad autónoma de Cantabria.
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Las primeras informaciones que se tienen sobre los primitivos habitantes de estas tierras, fidedignas, citan a los vascones y proceden de fuentes romanas. Según parece, estos no sólo estuvieron establecidos en lo que hoy es el País Vasco, sino que también se extendieron a La Rioja, el bajo Jalón y el norte de Zaragoza. Sus vecinos más próximos eran los várdulos y los ilergetes. Es muy difícil precisar su origen, pues debido al aislamiento en el que vivieron durante siglos, es muy poco lo que se conoce de los Vascones. Así mismo, en lo que se refiere al idioma que hablaban, el vasco o vascuence, de orígenes también bastante confusos, se la considera una de las lenguas más antiguas del mundo. Por la documentación medieval, se sabe que en el siglo XIII se hablaba todavía en amplias zonas al sur del río Ebro (Burgos y la Rioja Alta), pero a partir de dicha época, el uso de esta lengua se fue reduciendo por la influencia ejercida por las lenguas vecinas, especialmente el castellano y así, en el año 1500, ya no se hablaba casi vasco en las zonas situadas en la ribera derecha del Ebro. Pero volvamos a los vascones; de su expansión más allá de la zona propiamente vasca, quien nos habla sobre el Una Flor Blanca en el Cardal
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asunto, es Tolomeo, quien les asigna además a, Iaca, (Jaca), Pompaleo, (Pamplona), Graccurris, (Alfaro), Calagurris, (Calahorra), Cascatum, (Cascante) y Alavona, (Alagón). La historia
de
los
primitivos
vascos
se
desarrolló
fundamentalmente en las laderas de los montes, como atestiguan las cuevas naturales habitadas durante el periodo paleolítico. Antes de la llegada de los romanos, apenas conocían la agricultura, basando casi toda su economía, por llamar a sí a su forma de subsistencia, en la recolección de bellotas que convertían en harina para amasar una especie de pan, que alternaba con la cría del ganado. Se trataba de un pueblo muy belicoso que llevaba a efecto expediciones de rapiña contra sus vecinos más prósperos y ricos. Este fue el motivo por el que los romanos decidieron extender sus conquistas hacia el norte de la península, ante la inseguridad reinante en aquella zona. No fue una empresa fácil para las legiones de Roma que, en resumidas
cuentas,
jamás
consiguieron
dominar
enteramente a los Vascones. Referente a la dureza de los habitantes del norte de España, basta con recordar lo que se decía en tiempos romanos al querer referirse a una empresa ardua y casi Una Flor Blanca en el Cardal
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imposible de lograr: “Eso es tan difícil como poner de espaldas a un cántabro”. No obstante la superioridad hizo que los romanos fueran creando núcleos de población en los valles, núcleos urbanos de cierta importancia, sobre todo en el centro de Navarra y parte de la zona de Alava. Mientras, más al norte, continuaban los vascones dominando las montañas, sujetos a sus hábitos y costumbres y rechazando una y otra vez a los romanos.
Este
territorio
de
indómitos,
se
basaba
principalmente en las actuales Vizcaya y Guipúzcoa y el norte de Navarra. La defensa de los vascones era tan enérgica, que los romanos acabaron por evitar todo lo posible sus encuentros armados con ellos. Con la crisis del Imperio, las escasas poblaciones
perdieron
importancia,
registrándose
sublevaciones por parte de las tribus menos romanizadas del Norte hasta finales del siglo IV. Posteriormente, ni los visigodos ni los francos consiguieron dominar a los habitantes de las montañas. Otro tanto les sucedió a los musulmanes. Lo único que estos lograron, fue dominar un asentamiento en Navarra y de allí no pasaron. Les fue imposible dominar el Norte de forma permanente.
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En los siglos VIII y IX, merced a la obra de algunos monasterios evangelizadores penetró en Vasconia el cristianismo. A partir del siglo IX y sobre todo el XI, se registró un aumento demográfico que se tradujo en la fundación de nuevas poblaciones. La aparición de estas villas llevó a la sociedad vasca ciertos aires de libertad, no muy bien aceptados por los señores feudales, que trataron de someter a las villas dominando a los hombres libres, y despojaron a la Iglesia de sus diezmos, lo que produjo una sublevación de los despojados que, apoyados por el poder real, consiguieron derrotar a los señores recuperando parte de lo usurpado. Con el descubrimiento de América y el final de las luchas sociales, la población comenzó a recuperarse y su crecimiento se prolongó hasta finales del siglo XVI. La conquista de América y las guerras que sostuvieron Carlos V y Felipe II hicieron que la demanda de hierro, de navíos y de hombres, aumentara, lo que se tradujo en una época de prosperidad económica para el País Vasco, al dar origen a muchos puestos de trabajo. No en tanto, mismo que don Manuel de Basáñez y otros tantos personajes memorables de esta historia ya no estuviesen allí, se sabe que las guerras carlistas motivadas Una Flor Blanca en el Cardal
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por cuestiones políticas, religiosas y económicas, acabaron por repercutir grandemente en la región. Con el célebre “Abrazo de Vergara” entre el general liberal Espartero y el carlista Maroto, se puso fin a aquel conflicto. Entonces, a partir del año 1840, se aceleró el progreso industrial vasco. Se modernizaron las viejas herrerías y se fueron creando nuevas industrias siderúrgicas. Esta industria se convirtió en la más importante de la nación, al tiempo que aumentaba la pujanza de su industria naval. En el año 1902 se crearon los Altos Hornos de Vizcaya. Esta revolución industrial, precisaba un gran número de mano de obra, lo que se cubrió gracias al campesinado
vasco
que
emigraba
hacia
las
zonas
industriales. Durante el primer tercio del siglo XX, Vizcaya, ya se había convertido en la zona industrial que producía las tres cuartas partes del acero y la mitad del hierro de toda la península. A su capital, Bilbao, también se le atribuye un origen antiquísimo, tanto, que se ignora el nombre que pudo tener en lejanas épocas de su historia. Las noticias más fidedignas parten de la fecha en que don Diego López de Haro, Señor de Vizcaya, que reconocía un privilegio por el que se
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otorgaba a la población la categoría de Villa y le concedía la facultad de tener mercado los martes de cada semana. La ciudad prosperó merced a las franquicias que le hizo el rey Fernando IV. Su actividad comercial siempre ha consistido en la explotación del hierro, la instalación de astilleros y el tránsito comercial. “María la Buena”, Señora de Vizcaya, le otorgó nuevos privilegios en el año 1310. Posteriormente, incorporado a la corona de Castilla el señorío vizcaíno, Enrique III concedió el privilegio de que los
mercaderes
extranjeros
no
pudieran
embarcar
mercaderías en el puerto de Bilbao, salvo en barcos vizcaínos. Los Reyes Católicos le concedieron el título de Noble Villa en al año 1475. En los siglos siguientes, Bilbao conoció
sublevaciones
tales
como
la
denominada,
“machinada” o la “zamaconada” que, en el fondo, se debió siempre a la defensa que, de sus Fueros, mantuvieron los vascos, resistiéndose al poder centralizador de la Corona. Con las Guerras Carlistas, Bilbao conoció el caso de que mientras los elementos de las zonas industrializadas se alineaban junto con los liberales, el campesinado se volcaba en favor del pretendiente don Carlos. Finalizadas estas guerras, con la derrota carlista, los vascos perdieron sus Una Flor Blanca en el Cardal
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Fueros y fueron equiparados al resto de las provincias españolas. Completamente extenuados ante tanta lucha, dejaron de resistir a las nuevas leyes en 1877. Sin embargo, en aquel tiempo existían otras tantas localidades con similar notoriedad: Bermeo, considerada como una población de remota antigüedad, designada con el nombre de “Briga”, al que el emperador Vespasiano antepuso el de “Flavio” que, al declararla colonia romana, la engrandeció, llamándola “Flaviobriga”. Con anterioridad a este periodo romano, la mayoría de los autores se inclinan por el nombre “Bereme”, dado por los primeros pobladores de España. Durango, de la que se ignora la fecha de su fundación, aunque es indudable que es anterior a la dominación musulmana. Guernica, símbolo de los Fueros de los vascos. Aquí, en Guernica, o Guernika, se celebraban las juntas bajo un viejo roble a cuyo alrededor creció la población. Aquí, bajo sus armas, los Reyes juraban respetar los Fueros de Vizcaya. Durante la I Guerra Carlista, la ciudad fue escenario de violentas luchas entre ambos bandos. Lequeitio; doña María Díaz de Haro, Señora de Vizcaya, viuda del infante don Juan, dio a esta población el Una Flor Blanca en el Cardal
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Fuero de Logroño y título de Villa en Paredes de Nava a 3 de noviembre de 1325. Fue confirmado por el rey Alfonso XI en Burgos. Marquina, fundada por el Conde don Tello, Señor de Vizcaya, con el nombre de Villaviciosa de Marquina, según consta en el privilegio otorgado en Bermeo a 6 de mayo de 1355, concediéndole el Fuero de Bilbao. Orduña, población también antigua y Portugalete, situada en un recuesto de la ría, en su ribera occidental, a muy poca distancia de su barra. En resumen: Vizcaya en todo tiempo ha poseído el título de Señorío y nunca le faltaron dueños propios, los que le concedieron las armas que ostenta en sus escudos. Pero no por eso se perdió el anhelo de recobrar sus perdidos Fueros. Los recobraron en el siglo siguiente, más precisamente en el año 1936, con la concesión de un Estatuto de Autonomía, y volvieron a perderlos al final la Guerra Civil de 1936, recobrándolo otra vez a la llegada de la Monarquía, con la concesión de un nuevo Estatuto que reconocía la autonomía de lo que hasta entonces se habían considerado únicamente provincias vascas.
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Los Vascos y la Independencia de América Buscando comprender los motivos del intensivo éxodo de vascuences hacia este lado del mundo, el que mejor lo ha descrito, es el político e historiador mexicano Lucas Alamán (1792-1853), en “Historia de México”, cuando escribe y demuestra que la mayoría de los conquistadores de América eran de Extremadura; en concreto, de Badajoz y de Medellín, y que los que provocaron la caída del Imperio español fueron de las provincias vascas. Los vascos llegaron a América y fueron creando las “Euskal Etxeak”, o Casas Vascas, para ayudar a los compatriotas que inmigraban en su primera toma de contacto con el nuevo país. Sus referentes son las antiguos Cofradías del siglo XVII, como la de México de 1681 o la de Perú de 1681, a imitación de la que los vascos ya tenían en Sevilla en el siglo XVI. Según el estudio de Meter BoydBowman, el porcentaje de los inmigrantes a América entre 1493 y 1600 -aun sabiendo lo dificultoso de lograr la información, el dato sirve de orientación-, es el siguiente: Andalucía 36,9%, Extremadura 16,4%, Castilla Nueva
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15,6%, Castilla Vieja 14%, León 5,9%, vascos 3,8-4% y Galicia 1,2%. Otra información interesante dice respecto a lo que Humboldt dejó escrito sobre los vascos en 1801 en su libro “Los Vascos”: “Allí donde se encuentren en el extranjero, se apoyan unos a otros, aun sin más conocimiento”. En su mensaje, apunta que la inmigración vasca será masiva, tras la Guerra de la Convención (1794), Las Guerras Napoleónicas (1808-12, llamadas “Guerras del Imperio” en Francia y “De la Independencia” en España) y sobre todo, tras la Guerras Carlistas durante el siglo XIX que arrasaron el país. Entre los vascos que fueron con Castilla a la conquista del Nuevo Mundo, ha pasado a la historia la forma brutal de ser del banderizo gipuzkoano del siglo XVI Lope de Agirre, cuya visión medieval (y sin duda también actual) del “más valer”, ha pasado a la historia. En una carta al rey Felipe II, éste le hace saber que: “Dios tiene el cielo para quien le sirva, y la tierra para quien más pueda; que muestre el Rey de Castilla el testamento de Adán, si le había dejando a él esta tierra de las Indias”.
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El mismo Simón Bolívar, Libertador de América, considera esta carta de Lope de Agirre como la “primera declaración de independencia” de América. Lope de Aguirre comentaba que: “Si algunos de los soldados nos llaman traidores, hay que reprenderles, porque hacer la guerra a D. Felipe, rey de Castilla, no es sino de generosos y de gran ánimo”. La firma de la carta fue también significativa: “Hijo de fieles vasallos tuyos vascongados, y rebelde hasta la muerte por tu ingratitud, Lope de Aguirre, el Peregrino” Beneficiándose
del
momento,
las
colonias
de
ultrapuertos aprovecharon la coyuntura favorable de la toma por el ejército napoleónico de España en 1808, para lograr su independencia, gracias a la traición a España de los reyes franceses de la familia de los borbones y de su primer ministro Godoy. El referente de las colonias americanas españolas era la independencia conseguida por Estados Unidos en 1776 de Inglaterra. Historiadores afirman que el vasco Diego Gardoki de Arrikibar, entregó al padre de la patria estadounidense George Washington: 215 cañones, 30.000 mosquetes, 30.000 bayonetas, 51.314 balas, 137.000 Kg. de
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pólvora, 12.868 granadas, 30.000 uniformes y 4.000 tiendas de campaña para luchar por la independencia de su país. Jean Lafitte salió rumbo a América desde el puerto de Pasaia (Gipuzkoa). Este vasco de Baiona nacido en 1791, fue nombrado “héroe de la patria” por Estados Unidos por su colaboración en su guerra de la independencia, pues, pese a dedicarse al pirateo, luchó con sus hombres el 8 de enero de 1815 durante el intento de invasión británica a Nueva Orleáns. Laffite puso a disposición de Jackson más de mil hombres, armas y municiones, defendiendo el sitio desde el llamado French Quater y con su flota desde la costa (información de Wikipedia). Posteriormente fue a luchar a Texas en la guerra con México en 1817, e incluso intentó crear un Estado propio al que llamó “República de Baratalla” en Nueva Orleáns. En enero de 1809 el primer proyecto independentista para América del Sur corrió a cargo del alabés Martín de Alzaga (nacido en Ibarra de Aramaiona 1755 - Buenos Aires 1812), el cual propuso la independencia de España del Virreinato de Río de Plata en Buenos Aires, para convertirse en una República democrática. Martín de Alzaga viajó de crío a Argentina donde se instaló y donde, a pesar de desconocer inicialmente el Una Flor Blanca en el Cardal
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idioma, hizo fortuna. Alzaga luchó y expulsó a los ingleses que habían tomado Buenos Aires de la que era alcalde de primer voto en 1807, invasión dirigida por el general inglés Whitelocke. Organizó milicias de voluntarios de la ciudad, un ejército de más de seis mil hombres, y pagó con sus propios fondos la formación de un regimiento de asturianos y otro de vascos. Después padeció un “proceso por independencia” al sublevarse contra el virrey español. Pese a que aparece a veces en biografías como defensor
del
virreinato
español,
participó
en
las
negociaciones que formaron la Primera Junta de criollos contra España, y colocó en ella a tres miembros de su partido: Mariano Moreno, Domingo Matheu y Juan Larrea. Alzaga fue fusilado y posteriormente ahorcado el cadáver en 1812 por una supuesta conspiración contra el Primer Triunvirato argentino. Su cuerpo reposa en la iglesia Nuestra Señora del Rosario y Convento de Santo Domingo, en la Ciudad de Buenos Aires. De la misma forma, la independencia de México tiene un montón de nombres vascos, como el de Pedro Celestino Negrete (Karrantza -Bizkaia), los oriundos de Okendo de Alaba, Mariano Abasolo y Juan de Aldama (así como su tío
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y hermano), el alto navarro Agustín de Iturbide, o José Antonio Etxebarri. Agustín Iturbide, por ejemplo, presidió la regencia del primer gobierno provisional mexicano, y en mayo de 1822 fue proclamado emperador y coronado dos meses más tarde con el nombre de Agustín I de México. Un sobrino del guerrillero alto nabarro Espoz y Mina, conocido como Mina el Mozo (1789 Otano, Alta Navarra 1817 Méjico), tuvo en jaque a las tropas francesas en Nabarra hasta que fue arrestado. Tras pasar por las cárceles francesas, desembarcó en América, donde se reunió a Simón Bolívar, con quien se repartió los frentes. Mina acaudilló la independencia de México y allí fue fusilado como traidor por los mismos españoles que lo habían considerado héroe de la Guerra de la Independencia o napoleónica. Apenas tenía 28 años cuando entró en la historia de América. Pero el más destacado de los descendientes de vascos en la independencia de América, fue Simón Bolívar, que era quinta generación de un rico bizkaíno, “Bolívar el Viejo”, natural de la Puebla de Bolívar. Bolibar en euskera significa “molino en la vega”.
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Simón Bolívar estuvo en Bilbao durante los años 1801-1802, en casa de unos amigos, en sus cartas relata la emoción que le produjo visitar el pueblo de sus antepasados. Durante su viaje a Bilbao tras su boda en Madrid, Simón Bolívar conoció al científico de origen labortanos Fausto Elhuyar, insigne miembro de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País Vasco (RSBAPV), y a Valentín Foronda del “Seminario Patriótico de Vergara” y de la Real Compañía de Filipinas. Hombres
cultos
e
impregnados
de
las
ideas
revolucionarias de la ilustración francesa que introdujeron en la península y con la que mantenían estrecha relación, sobre todo con Rousseau, amigo personal de Manuel Ignacio Altuna, alcalde de Azpeitia y fundador junto a Javier de Munibe (conde de Peñaflorida) y José María Egia (marqués de Narros) de la RSBAPV. Estos ilustrados vascos mantenían relación con el enciclopedismo francés de Voltaire o Diderot; incluso, uno de los revolucionarios más importantes, Ministro del Gobierno Revolucionario francés hasta 1799 -entre otros muchos cargos que tuvo-, era el vasco de Baiona, Joseph-Dominique Garat, que había intervenido en la redacción de los Derechos del Hombre en el Frontón de Versalles junto a su hermano y personalmente Una Flor Blanca en el Cardal
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leyó la sentencia de muerte al rey de Francia, el Borbón Luis XVI. Bolívar conocía muy bien la valía de estos gipuzkoanos, no en balde la sociedad caraqueña y toda Venezuela se había enriquecido gracias a que en 1728, el conde de Peñaflorida (abuelo de Javier de Munibe) fundara en San Sebastián-Donostia la Compañía Guipuzcoana de Caracas, por idea de Olabarriaga y a petición de la Provincia de Gipuzkoa, que obtuvo permiso para comerciar con las colonias americanas, frente al anterior monopolio de Sevilla y Cádiz. La Compañía Guipuzcoana de Caracas quebró tras ser trasladada por orden regia a Madrid en 1785 al grito de: “¡que se vayan estos vascos que ni españoles son!”. Estos ilustrados vascos tendrán un papel fundamental en las ideas del Libertador de América y le ayudaron a crear los equivalentes americanos de la RSBAPV y del Seminario de Bergara para la introducción de las ideas ilustradas en América, y a los que el Libertador dio el nombre de “Sociedad de Amantes del País” y la “Escuela de Minería”. El coetáneo Nicolás Maquiavelo en su libro “El príncipe”, dice al respecto sobre Fernando el Falsario:
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“Para poder llevar a cabo empresas mayores, siempre sirviéndose de la religión, recurrió a una devota crueldad (…) “El rey de España ha querido fortificarse en el reino de Navarra, que ha conquistado y cuya posesión deseaba (…)” “Los españoles, por el contrario, ocultan y se llevan cuanto han hurtado, de tal suerte que no se vuelve a ver nunca nada de lo que han hurtado.” Parte del artículo desarrollado por Aitzol Altuna Enzunza, Donostia (Nabarra)
La Partida – Una Nueva Tierra al Sur de América Desde el principio del siglo XVI, América del Norte, (Terranova, Labrador, Golfo San Lorenzo), es el destino de los pescadores Vascos que, al igual que Portugueses, Bretones, y Normandos van a cazar la ballena y pescar el bacalao.
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La colonización de América del Sur y la del territorio de La Plata en particular, (zona situada alrededor del río que atraviesa Argentina, Uruguay y Paraguay), debuta a partir del siglo XVI, bajo el impulso de los exploradores y conquistadores españoles entre los que se encontraban numerosos emigrantes Vascos. Durante mucho tiempo la corriente migratoria de los Vascos del norte se dirigió a España, y a partir del siglo XVI se orienta hacia las colonias de América del sur.
Autorización de partida: La juventud era la mayoría en las hordas emigratorias, y los principales integrantes de esa corriente migratoria, de acuerdo con lo que atestan ciertos documentos de la época, que rezan: “Nos, el infrascrito, Jean Aguerre, alcalde de Béguios, cantón de Saint Palais, departamento de Bajos Pirineos, certifico que Doña Marie Faut, viuda, residente en nuestro municipio, ha otorgado, en nuestra presencia, a su hijo Jean Faut,
de
dieciocho
años
de
edad,
la
autorización de ir a América. Esta señora no ha
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podido dar la autorización por escrito ya que no sabe escribir”.
Autorización de viaje, colección Museo de Baja-Navarra (Francia)
Primera ola Migratoria: La primera ola migratoria vasca hacia los países entonces conocidos como: “La Plata” (siglos XVI, XVII, y XVIII), casi siempre son como resultado de decisiones individuales. Por ese motivo, bajo el impulso de la corona de España, los que en esa época parten, son colonos, como Juan de Garay, deseoso de conquistar nuevas tierras, no en tanto, con las mudanzas monárquicas ocurridas en el siglo Una Flor Blanca en el Cardal
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XVIII, también son funcionarios y misioneros los que cruzan el Atlántico.
La Segunda ola Migratoria: A mediados del siglo XIX y hasta principios del XX, se organiza lo que podríamos encasillar como: “la segunda ola migratoria”. Las primeras salidas masivas del País Vasco de Francia, de Béarn, y de manera más general de las montañas pirenaicas, tienen lugar a partir de 1830, cuando Samuel Lafone, rico negociante de origen británico, propone al gobierno de Uruguay contratos a través de los que se compromete a reclutar mano de obra. En ese entonces, manda al francés Alfred Bellemare a hacer una prospección a las islas de Cabo Verde, a las Canarias, y al País Vasco de Francia, con el fin de que hiciera propaganda y organizara las expediciones. A los emigrantes Vascos se les dirige primeramente a Uruguay, y después, a Argentina, ya que en ese momento Uruguay entre 1843 y 1851 está en guerra. Por otra parte, el dictador argentino Manuel Rosas es derrocado en 1852 por Justo José Urquiza el cual abre a la emigración las puertas de Argentina.
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A partir de entonces comienza para Europa y, sobre todo para los Vascos, un largo periodo de emigración hacia los territorios de Uruguay y Argentina.
Compañía de mensajería marítima, colección Museo de Baja-Navarra (Francia)
Otro factor preponderante que hace mudar el destino de estos aventureros, ocurre en 1848 con el descubrimiento del oro en California, cuando gran parte de los Vascos se dirige a ese Far West, en donde algunos se dedicarán a la cría de rebaños destinados a alimentar a los numerosos buscadores de oro.
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Las motivaciones: Varias fueron las causas que empujaron a los Vascos a salir masivamente de su país. Sin lugar a dudas, la coyuntura política, económica y social a fines del siglo XVIII, y durante gran parte del XIX, jugó un papel esencial. Algunos puntos que se destacan, son: o Las guerras de la Revolución del Imperio (a finales del siglo XVIII y principios del XIX), arruinaron el País Vasco. o En cada familia, los hermanos pequeños se veían obligados a trabajar como sirvientes en el caserío familiar o bien, tenían que buscarse el sustento o la fortuna fuera de su hogar. o Los emigrantes ayudan financieramente a sus familias que se han quedado en su país. o El servicio militar provoca insumisiones. o El desplazamiento de los límites aduaneros en 1789 en Francia y en 1842 en España, tiene consecuencias negativas sobre la economía del País Vasco. o Entre 1830 y 1856 la población del País Vasco aumenta.
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o El pequeño artesanado rural no consigue resistir al auge industrial del siglo XIX
Sin embargo, se observan también otras razones que tiene papel preponderante en la decisión, como el deseo de deshacerse de la autoridad de los mayores, la presencia en América de parientes (hermanos, tíos, primos) o de amigos, el mito de “Eldorado” americano alimentado por los Vascos de regreso a su país, son también lo que constituyen un sinfín de razones para partir. Finalmente, la insistente llamada de los gobiernos sudamericanos a la emigración vasca, tuvo un fuerte eco a través de los agentes de emigración.
Bilbao en 1575
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Entre deseo y necesidad: Siendo así, es de suponer que en un territorio que, desde sus inicios se vio constantemente envuelto en un clima bélico, el cual momentáneamente algunas veces lograba una pausa entre una batalla y otra, porque aun mantenía irresueltas las causas y el sostenimiento de sus intereses autónomos, sumándose a todo ese espectro las ideas revolucionarias independentistas de los vecinos de aquellos pueblos euskaros, de repente, entre los copos de nieve del gélido inverno de 1768, en un pueblito de no más de dos centenas de habitantes de la Anteiglesia de San Juan de Erandio, incrustado en el Señorío de Vizcaya, pueblo vecino a Santurzi, fue donde al pie de sus montañas y a orillas de la raía, nacía en esas heredades de ánimos tan acalorados, don Manuel De Basáñez. No hay documentos que certifiquen esta suposición, pero en verdad, este joven parece haber sido hijo de un espabilado hidalgo de una familia venida a menos, la cual habría sabido ir colocando sus hijos a medida que se hacían mayores, al tiempo que lograba sanear el capital familiar mediante ese sibilino ejercicio, y no le habrían dolido prendas a la hora de sacar familia y hacienda adelante, mientras otros paisanos agonizaban bajo blasones henchidos Una Flor Blanca en el Cardal
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de orgullo provinciano. Para Manuel De Basáñez, su padre habría urdido un ambicioso plan, colocándolo como aventurero allende los mares, en Indias, donde las expectativas de hacer fortuna seguían siendo halagüeñas. Es de imaginarse que, para tal menester, el padre haya resuelto ofrecer a su hijo como ayudante, oficial subalterno o secretario de algún potentado indiano, de los muchos que venían a rendir cuentas, negociar o realizar gestiones de cualquier tipo; ya que en aquella época era una frecuentada forma de abrirse camino en el complicado entramado de relaciones administrativas, militares y comerciales de los virreinatos, lo cual permitía que los jóvenes de familias hidalgas, amparados en su apellido y en una mínima formación, comenzasen haciendo méritos al servicio de gobernadores, corregidores o simples alférez y oficiales de menor rango, para después ir haciendo fortuna y conseguirse finalmente, un buen cargo en la venta de oficios Pensando ser así, es que un cierto día por alrededor de 1790, el joven Manuel dejó atrás su mocedad, y bajo esas condiciones
socio-políticas
que
hemos
descrito
anteriormente, partió para tierras lejanas en busca de saciar sueños y voluntades propias.
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Resonancias Nostálgicas Los recuerdos van y vuelven en su longeva cabeza de don Tomás. La vida lo había colmado, para quitarle luego, poco a poco, los bienes y a quien él tanto amaba. Sin embargo, sus evocaciones estaban ahora resumidas al lejano tiempo en que llegó al Cardal disponiendo ya de un brazado jugoso: juventud, hijos chicos, la entrañable compañera que había entroncado su patricio apellido de Illa y Viamont al que su padre traía desde su querida San Juan de Regales para aquí esclarecerlo… …Todo indica que al principio, pisando en la nueva patria, -que se supone inicialmente la Argentina-, don Manuel anduvo por aquí y allí hasta que lo venció la soledad y una doncella porteña llamada Manuela Muñoz de Godenez (o Gámes, según información de la familia del General Viamonte), le robó su entristecido y nostálgico corazón. Es de imaginarse que en aquel momento, ella tenía la hermosura serena y deslumbrante que solamente los recién cumplidos veinte años le podían proporcionar. Un par de mejillas rubras como las manzanas maduras, contrataban en el albor como la nieve de la piel de su rostro. Sin embargo, Una Flor Blanca en el Cardal
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por motivos que escapan a nuestro conocimiento, en 1793, todo lleva a creer que ambos atravesaron definitivamente el Río de la Plata para solidificar en Montevideo una estirpe que fuese capaz de elevar sus apellidos, y vivir sin rémoras su núbil pasión. Tal advenimiento es lo que nos permite recordar una ulterior y similar historia de amor como tantas de las que existieron en aquel tiempo intranquilo, y sucedida en los contubernios de la razón. No hay una similitud análoga entre los dos casos, pero, de cierta forma, nos parece tener un cierto paralelismo romántico con la estos jóvenes personajes.
La Transgresión de la Ley El régimen rosista empezaba a ser más tolerante con sus opositores. Muchos habían regresado, cansados de esperar el fin del tirano. Mariquita Sánchez, por caso, se entretenía tocando el piano y recibiendo a unos pocos amigos fieles en su casa de la calle Florida. Una tediosa monotonía caracterizaba la vida pública y privada. Xavier Marmier, hombre de letras que visitó Buenos Aires en 1850, Una Flor Blanca en el Cardal
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se aburrió mucho en las tertulias donde no se podía hablar de otra cosa que de modas y banalidades. Ludovico Besi, un prelado italiano que vino como legado papal ese mismo año, se sintió asqueado ante la ostentación de la obsecuencia por parte del clero porteño. El obispo local había tolerado la supresión de las fiestas religiosas decretada por el gobierno, para que la gente trabajara un poco más. El espionaje, la delación y la inmoralidad eran moneda corriente. Los jesuitas, llamados por Rosas de regreso al país, se habían ido de nuevo porque no admitían los actos de sumisión que se les imponían. Transgredir la ley se pagaba cruelmente. Esto le sucedió a Camila O’Gorman, una jovencita que se enamoró del teniente cura del templo del Socorro, Uladislao (o Ladislao) Gutiérrez. La pareja escapó a Corrientes para poder vivir sin trabas su amor, no advirtiendo el escándalo que dejaban atrás. Rosas, disgustado porque los emigrados de Montevideo denunciaban el libertinaje de la sociedad federal, decidió dar un escarmiento: ordenó apresar a la pareja y la hizo fusilar aduciendo que ése era el castigo dispuesto por la antigua legislación española para los amores sacrílegos.
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Esta conmovedora tragedia, que ocurrió en el Campamento Militar de Santos Lugares en 1848, contribuyó a demostrar que el uso arbitrario del poder era la esencia del régimen. (Fuente: Argentina, Historia del País y De Su Gente - María Saenz Quesada) Los O’Gorman eran irlandeses, por eso era muy común que visitara la casa de esta familia, un curita muy joven que no hacía muchos meses había llegado a la parroquia del Socorro. Había nacido en Tucumán, pertenecía a una familia adinerada, era muy apuesto con su pelo moreno y su sonrisa franca, tenía veinticuatro años y se llamaba Ladislao Gutiérrez. Una de las hijas de los O’Gorman se llamaba Camila, tenía veinte años y era de una belleza serena pero deslumbrante. Su espíritu era festivo y romántico. Era la niña mimada de la casa. Es imposible saber cómo empezó todo. El caso es que Camila y Ladislao se enamoraron. Sabían lo que significaba aquello y ambos pedían perdón a Dios por lo que no podían y no sabían refrenar. Juzgarlos sería demasiado fácil. Camila y Ladislao deciden fugarse. En los últimos días de 1847 salen por la noche, él de paisano, ella con un modesto vestido. Pocas horas después, la familia de Camila denuncia la desaparición de la joven y comienza una Una Flor Blanca en el Cardal
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afiebrada búsqueda. Ellos pertenecen también a una familia socialmente acomodada y con contactos en los mandos, por lo que las autoridades, sin imaginar el escándalo en ciernes, agotan los recursos para encontrarla. Solo al advertir la desaparición del padre Ladislao, e hilar algunos hechos que antes parecían casuales pero ya no, comienzan a entrever la verdad. Crece la desesperación. Ni los familiares de Camila ni las autoridades eclesiásticas saben qué hacer. La noticia toma estado público y se la califica como un “crimen horrendo”. Todo Buenos Aires habla de la pareja y nadie sabe dónde están. Nadie. La policía de Juan Manuel de Rosas busca afanosamente a los protagonistas del “crimen horrendo”. El gobernador de Tucumán, Celedonio Gutiérrez, tío de Ladislao, se presura a enviar, sin motivo alguno, un regalo valioso al Restaurador: dos sillas talladas a mano que, más que eso, es una manera de decir de que se lava las manos por la actitud de su sobrino y acepta disciplinadamente las decisiones del poderoso Rosas, sean las que fueren. Camila y Ladislao, mientras tanto, lograron abordar una pequeña embarcación en el puertito del Tigre, convenciendo al capitán para que los dejara en Goya, Corrientes. El hombre desconoce la identidad de sus Una Flor Blanca en el Cardal
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casuales pasajeros. Ellos llevan documentos falsos donde él figura como un comerciante jujeño llamado Máximo Brandier y ella, como su esposa, Valentina Desán de Brandier, Al poco tiempo, la pareja abre una escuela en Goya y comienzan a dar clases a los habitantes del lugar, que enseguida se encariñan con ambos como si hubieran vivido allí desde siempre. La casa de ellos es pequeña pero limpia y decorosa. Dedican casi todo su tiempo a la enseñanza y a amarse con mucha ternura. Puede decirse que son felices, tal vez hasta muy felices, pero nada es eterno. Un día hay una fiesta en Goya y ellos asisten. Allí, un hombre recién llegado de Buenos Aires los reconoce. Se acerca a Ladislao, que por supuesto viste de paisano, y le pregunta a quemarropa con un tono lleno de ironía: -“¿Cómo está Ud., padre Gutiérrez? ¿Hace mucho que no va por Buenos Aires?”. De responderle, Ladislao debió decirle que pronto se cumplirían seis meses desde el día en que huyeron de la ciudad, pero fingió no escuchar nada y se fue para otro lugar la fiesta. El tipo se quedó mirándolo, con una sonrisa maliciosa y sin esperar una respuesta, que ya estaba dada.
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Camila y Ladislao decidieron no huir. Tal vez pensaron que el tiempo había ablandado las opiniones, quizá creyeron que no debían seguir escapando, o que ya los habrían olvidado. Pero no era así. Dos días más tarde llegó la orden de Buenos Aires: “ellos debían ser detenidos y devueltos a la ciudad”. Así se hizo. Por orden de Rosas, se habilitó una celda del Cabildo para encerrar en ella a Ladislao, y una habitación especialmente parada en la Casa de Ejercicios que administraban las monjitas de caridad, donde Camila sería recluida. Pero también por orden de Rosas, en mitad de camino llegó un chasque que desvió a los prisioneros al campamento militar de Santos Lugares. Se dice que en Buenos Aires corrían rumores de linchamiento apenas pusieran pie en la ciudad, y el gobernador quiso evitar aquello, por eso el cambio. Camila y Ladislao llegaron penosamente encadenados al campamento de Santos Lugares. Un hecho hubo que parecía aliviar la situación pero que, en realidad, no hizo más
que
empeorarla:
ella
estaba
embarazada.
El
comandante del lugar, Antonino Reyes, se hace cargo de la situación lo mejor que puede: ordena que Camila sea tratada
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con delicadeza y hace que forren con tela suave los eslabones de la cadena que la engrillan. Ella y Ladislao son puestos en celdas separadas, pero atendidos con toda corrección mientras Reyes espera órdenes de Buenos Aires. Estas no tardan en llegar y su contenido es tan inesperado y terrible, que el comandante debe leerlas varias veces para convencerse: Camila y Ladislao deben ser fusilados al día siguiente, a las diez de la mañana. El 18 de junio de 1848, Camila y Ladislao son llevados frente al pelotón de fusilamiento. Camino al paredón, iban separados y con los ojos vendados, pero se percibían. Ella preguntó al aire mientras caminaba a su muerte: ¿Estás allí Ladislao? -Sí-, respondió Gutiérrez desde un par de pasos de distancia y también sin poder verla por la venda. -Aquí estoy-, le dijo. -Y mi último pensamiento es para ti... Poco antes se le había permitido mandarle una nota de despedida a su amada en la que terminaba diciéndole: -“Ya que no hemos podido vivir unidos en la Tierra, nos uniremos en el Cielo, ante Dios”.
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Ambos
fueron
confesados
por
el
cura
del
campamento, unos minutos antes del terrible momento. No pidieron clemencia, no lloraron, no se resistieron. La descarga de fusilería fue una sola y tremenda. Luego, el olor a pólvora quemada, una humareda que el viento disipó y el impresionante silencio de los soldados y oficiales que debieron cumplir la orden. Todo quedó así por varios segundos, quieto, como en una fotografía. Como si el tiempo se hubiera detenido en ese momento para todos los protagonistas de esta historia, como nos ocurre ahora a nosotros al terminar de leerla.
Los Pasos por la Paria que los Acogió ¿Puede la historia encerrada entre las paredes de una solariega quinta, quedar muda en el instante fugitivo? No del todo. Siempre quedará algo al caer la pátina de los años, que la haga envejecer sin perder el encanto antiguo. En los ojos de este anciano, también. No logra el halo senil volver torva la mirada y apagar sus recuerdos. Y aunque sus evocaciones se acerquen más a la melancolía, seguramente en don Tomás, de ojos cerrados en una siesta Una Flor Blanca en el Cardal
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disimulada bajo las ramas del tilo, está latente ahora como en un clisé, la voz de su padre al rescatarle sus orígenes, cuando éste reunía sus hijos junto al brasero que le permitía mantener caldeada las habitaciones de la residencia… …Don Manuel de Basáñez y Manuela Muñoz de Godenez se casaron en Montevideo en 1793, y muy pronto, su casa dentro del perímetro de la Ciudadela, comenzó a llenarse de hijos. Rosa nació en 1794, Tomás llegó al mundo el 21 de diciembre de 1795, y Francisco, el menor, en 1797. No hemos descubierto en donde y de qué forma se educaron los hijos de don Manuel, pero seguramente debe haber sido un algún lugar preponderante, visto el nivel letrado que el más notorio de sus hijos alcanzó, y del mismo modo, conjeturamos que la casa donde vivían, estaba situada en la calle Cerrito nº 15 de acuerdo con un certificado del Registro de Estado Civil de octubre de 1896. Otros registros documentales sobre esta familia que se han encontrado en el Uruguay, dicen respecto sólo al joven Tomás, entre los cuales consta que el día 11 de noviembre de 1819, éste llegó a firmar por él y por terceros, junto con otras dos centenas de vecinos –la mayoría, de nombres vascos-, una petición de indulgencia encaminada al Una Flor Blanca en el Cardal
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gobernador, para que conmutaran la pena de algunos otros residentes españoles revoltoso que al momento se encontraban presos, por orden del General Francisco Lecor, en el buque portugués “Gran Cruz de Abis”, anclado frente a la rada de Montevideo y prestes a deportar a los insurrectos para Rio de Janeiro, (información que consta en: Sección Historia y Archivo del Estado Mayor del Ejército Uruguayo - boletín histórico nº 75 / Archivo histórico de Madrid). Parece ser que, de lance en lance, este cultivado muchacho que, al estallar la Revolución Oriental al mando de Artigas en 1811 tenía tan sólo 16 años, logró ir abriéndose espacio entre sus congéneres hasta el momento de firmarse la Constitución en 1830. Sin embargo, antes de ese importante evento, el ya treintañero Tomás, un día cayó de amores por la joven y bella Juana, un precioso reviento de los Illa y Viamont, la cual se la concedieron en matrimonio el día 16 de julio de 1827. Es probable que aliado a su condición erudita y contando con el apoyo, las relaciones y el peculio de su suegro, ya que siendo un hombre dedicado a los negocios, administró durante un tiempo la importante fortuna de su Una Flor Blanca en el Cardal
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suegro, fuese la condición que le permitió ocupar el cargo de Juez Ordinario de Montevideo, y el consecuente inicio de adquisiciones de tierras que terminaron por llevarlo a querer afincarse en aquella lejana aldehuela antes de iniciarse allí el éxodo del 1843, tiempo en que una parte de sus vecinos españoles de Montevideo, también se fue volcando, al inicio despacio, hacia ese pueblo surgido bruscamente junto al cuartel del general Oribe. Diez años antes había adquirido en precio mínimo, las tierras que Solsona arrancó a la estanzuela que había sido antes de Alzáibar, y que seguían incultas y desiertas, hasta necesitar de años para salpicar de ranchos ese camino Real que avanzaba viboreando desde las sierras de Maldonado: mesón de Pacheco Medina, pulperías de doña Mauricia, de Soca y González. En un extremo del caserío, se veía la azotea de los Patiño, en el otro, los ombúes de doña Mercedes. Poca gente, pero seguramente con leyenda. Melones fue un portugués medio ermitaño, que se creyó con derecho a descansar un cuarto de siglo, porque había plantado, de orden de Juan María Pérez, la costa del bañado, con sauce, mimbre y álamo. Por allí también estaba Ramón Manso, un
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patriarca negro, centinela incansable bajo el añoso ombú de la playa de la Mulata. Pronto empezó a subdividirse las tierras que había sufrido su primer fractura cien años antes: estanzuela de Alzáibar, y antes de Sebastián Carrasco; ahora, chacras de doña Candelaria, de Xarpes, de Camejo, de Ramírez, y de Pernas… De repente, hamacándose en esos recuerdos distantes, una húmeda neblina cubrió los ojos del hombre que parecía que dormitaba, al concluir que sobre ese Cardal de la Estanzuela, había hincado a varias décadas su impresionante feudo… …He de necesitarlo –le dijo Oribe-, así como a todos los hombres de energía y de acción con los cuales levantará ese pueblo, en el que, no en tanto, debió esperar casi 8 años hasta la caída de Montevideo. Que tan fácil le pareciera todo en aquel soleado día de febrero en que, desmontando con su escolta ante el saladero de los Fariña, pidió a su dueño una posada para quince días, tiempo que hallaba suficiente para prepara su ataque a Montevideo. ¿Pero cómo, si en esos 15 días no atacó la ciudad? ¿Pensó realmente Oribe rendirla por el bloqueo y el hambre? Y eso que el General traía un ejército tan Una Flor Blanca en el Cardal
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numeroso y aguerrido como nunca lo había visto ningún campo Oriental. En aquel entonces, ya se habían pasado siete años desde cuando los hermanos Fariña lo recorrieron a caballo por la primera vez, y comprobaron que ese campo era más que bueno. Terreno raso, chirca, cardo, y un arroyo cruzándolo. Doscientas seis cuadras con bajíos y quebradas, tomando altura suavemente en medio de la loma. Enclavado entre el Cardal y el Cerrito, lindaba con las chacras de los Durán. Lo arrendaron por $500 a don José María Platero y a don Domingo González. Pero en el 43, esa Nueva Troya ya era otra cosa. Tenía una instalación costosa. Postes de ñandubay; mangueras y tendales de guayabo; alrededor del viejo ombú, 28 piezas de severa edificación, con tejado de azotea, cornisa sin adornos. Además, el floreciente saladero y todo lo demás. Fue en aquellas 28 piezas de enorme capacidad, que el General distribuyó las oficinas de sus Ministerios, la Maestranza, la Imprenta del Ejército, la Comisaría… El campo
de
los
españoles
Fariña
fue
ocupado
permanentemente por 600 infantes durante toda la duración de la Guerra.
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Al fin de esta, el conflicto a los Fariña les habría arrancado su negocio, una fortuna de un cuarto de millón de pesos, y dejado el campo raso. Sin embargo, al morir Andrés en junio de 1850, a su hermano Antonio le quedó el honor de haber servido con devoción a una causa noble. Al evocar esas reminiscencias, no nos quedan dudas de que Tomás Basáñez fue uno de los principales puntales en la Restauración. Tampoco habría dudado él, al iniciarse el Sitio, de cuan cercana sería la victoria. Pero así que corrían los años sin que se la anteviera, debió pensar que el destino le ordenaba quedarse allí para siempre. Habría deseado tal vez levantar en el Cardal un pueblo que le recordara los cuentos de su padre sobre la costa cantábrica: una gran iglesia de piedra, y a su alrededor grandes casas de tejado y balcón saliente; angosta la calleja con adoquines; los aleros arrastrando hasta la senda enredaderas y sombras; un vago olor a humedad o de pasto recién recogido, huyendo de los portalones; algún escudo nobiliario sobre un dintel labrado. Pero todo era en fin, un verdadero ensueño vasco. La realidad fue otra. El conjunto de ranchos de adobe tradujo hasta en su falta de alineación, el apuro con que fue levantado; no existía la soñada iglesia de piedra; en su lugar Una Flor Blanca en el Cardal
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oficiaba una pequeña capillita en medio de los naranjos; y en vez de una población tranquila y soñadora, hervía el gentío en el campamento en el medio del relámpago rojo de los asaltos centellando en el horizonte, y el tronar de los cañones resonando en el eco de la historia. Para suerte suya, que unos años después apareció el Coronel Reyes y sopló fuerte por sobre los terrones del rancherío, y la Restauración apareció sobre el Cardal como si esta surgiese bajo el ademan de un mago: casitas bajas, agrupadas como por un sentido instintivo de mutua ayuda, y en las cuales no debía respirarse otro aire que el íntimo de los viejos hogares de la patria madre. Fue en esa nueva Villa de la Restauración, ya nacida adulta por un certero decreto, con sus casitas blancas y puertas coloradas desparramándose hasta el límite del campo; con sus molinos junto a los trigales; en un poblado de surcos urbanos y gente antigua, que supo Tomás Basáñez ser el patriarca que ese pueblo esperaba. ¿Pero cómo podía ahora en la vejez, olvidarse de los otros; de aquellos desafortunados vivientes que el 3 de noviembre de 1832, el General Fructuoso Rivera, mediante el pago de treinta mil pesos, les otorga concesión a José Vilaza,
Domingo
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Vázquez
y Juan
M.
De
Silva,
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concediéndoles derechos para que introdujesen a 700 negros, a fin de ser vendidos como esclavos? ¡Imposible! Suerte que por un nuevo decreto del Gobierno sitiador, emitido el 26 de octubre de 1846, el General Oribe determinaba de forma rotunda: “Queda abolida para siempre la esclavitud en la República”. La ley fue dictada por el Brigadier en su cuartel del Cerrito, y su firma fue acompañada por la de su Ministro Bernardo Prudencio Berro. Sin embargo, el no olvidaba que esa misma la norma había estado precedida por dos decretos. El primero, durante la Presidencia del mismo Oribe en 1835, cuando había prohibido el ingreso de barcos con esclavos, y dispusiera que todos los negros fueran libres y estuvieran bajo tutela para protegerlos hasta los 25 años de edad: “Desde la promulgación de la presente Ley, entran al goce de su libertad todos aquellos esclavos que no hayan sido emancipados de derecho
anteriormente,
en
virtud
de
la
Constitución, u otras leyes y disposiciones anteriores y posteriores a ellas”. Posteriormente, otra norma idéntica surgió en 1842, cuando el entonces Presidente Suárez había abolido la Una Flor Blanca en el Cardal
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esclavitud. Pero nuevamente, el decreto había sido más un deseo, que una realización posible de llevar adelante. No obstante, ya pasados cuatro años desde aquel día, esta vez Oribe lograba libertar definitivamente la raza oprimida. Pero como en aquel momento el Gobierno del Cerrito no disponía de tesoro, se estableció que el valor de los libertados se declarase como deuda de la nación. “El Estado la pagará después de la victoria” -les dijo el General-. Si en verdad fue así, es de creer que bajo esta forma de disposición, los amos de los esclavos se desprendieron de sus negros de muy mala gana. Pero no todos. Pues frente a esa actitud, contrastó la que don Tomás Basáñez había formalizado junto al General Oribe. Renunció por escrito a la indemnización debida, arrastrando tras él, a don Pedro Olave, don Joaquín Requena, don Norberto Larravide y don Cesario Villegas y Luna, dueño de muchos negros en su establecimiento de Pando… Quien en ese momento estuviese a observar esa figura dormilona del anciano bajo la sombra de fornido árbol, fácilmente
hubiese
visto
la
leve
sonrisa
que
espontáneamente se le dibujó en la comisura de los labios,
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pero seguramente no lograría descubrir el motivo que originaba tal emoción. Su mente estaba distante… …Una tardecita del mes de octubre de 1846, en el caserón de la callecita del Colegio la fiesta ya llevaba horas bajo la mancha blanca y rosada de los frutales floridos, por eso, luego comenzaron a encenderse los farolitos de papel que formaban alegres guirnaldas, mientras un ritmo del candombe era arrancado de los tamboriles. En la celebración de aquella distante tarde, el ébano vivo de los congoleses, mozambicanos y molembos, festejaban frenéticamente su nueva condición de seres libres, con un candombe en agasajo y honor de su noble amo. Dicen que hasta el último rincón del pueblo llegó ese día el enardecido eco de la tambora y de tamboriles, de la marimba en el porongo, del mazacalle y de los platillos. Cuentan que era una música enervante y triste –tiene que serla por ser negra-, pues parecía llevar dentro un dolor de siglos. Había en todos ellos un explícito motivo para tamaña alergia. Los que habían sido hasta ese día esclavos de don Tomás, se embriagaron ante el buen amo y el grupo de invitados que los contemplaban desde el patio, bajo la Una Flor Blanca en el Cardal
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tienda fragante de la copa del tilo, con el rojo carlón y el mareante vino de la libertad inesperada. Brillante era en los oscuros rostros la blanca cimitarra de la risa negroide, cuyo tremendo respeto de esclavo no había limado aun el tiempo. La lozana doña Juana Illa y Viamont de Basáñez, la determinada dueña de casa, lucía su extraordinaria hermosura en medio de la preciosa corona de vivacidad formada por sus hijas, en las que el timbre de la raza – belleza y señorío-, estaba en todas bien marcado. Junto al hidalgo señor de la casa, estaba la enjuta estampa del General Oribe, el placentero rostro de don Carlos Anaya, el sombrío de su pariente Villademoros, la nuca colorada del cura Ereño. Y como no podía dejar de ser, los ministros y otros personajes de la Restauración también animaban el cuadro, estando estos marginados por espectadores más humildes, todos como embobados ante el grupo medido y lujoso de los elegidos. Mientras tanto, el tam-tam traía lágrimas, arrastraba sangre. La rueda desconocía el descanso; no había una pierna, un brazo inmóvil. Girando las cabezas, los negros multiplicaban el palmoteo. Las ágiles manos de diorita volvían sonoros los grandes mates con semillas secas. Los Una Flor Blanca en el Cardal
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tambores, el rítmico zapatear, la grave alegría de los desterrados, los saltos acrobáticos y las reverencias del gramillero, el vino desbordado de las pipas, parecía que hacían subir el fuego nostálgico en sus corazones, y pronto los libertos olvidaban medio y espectadores, para entregarse a revivir el ambiente natal. Había benguelas, minas, y cabindas, pero todos eran, al fin, un sólo negro, gemido echado al viento, por todos aquellos que no podrían libertarse nunca. Las viejas libertas, con sus anchas caderas y los rebocitos rojos, agitábanse que ni niñas con la misma agilidad de las muchachas nacidas en el país. Los hombres de motosas cabezas ya con patillas grises, observando a un lado, fumaban sus cachimbos, y emitían de vez en cuando gritos guturales, mientras los jóvenes –verdaderas estatuas de azabache algunos-, pitaban en chala, requebrando a las negrillas de amplias polleras de percal y ajustada basquiña que les marcaba los núbiles senos. De repente, gana nuevamente sus oídos, aquella misma voz que fragmentara el frenético ritmo de los tambores. Era la voz de doña Mercedes Lasala que, con ojos llenos de lágrimas, moviendo acompasadamente su gran
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abanico de carey, estaba a articularle aquella ida tarde, un perentorio comentario: -“Que obra la tuya, Tomás. Darles la libertad y dejarlos a tu servicio con sueldo… Bien deben ellos quererte de rodillas”. Al escuchar la acotación de la digna dama, sin necesidad de elevar la voz, le contestó el noble señor, grave, pero sonriente: -“Es mi deber humano, y bien cumplido, Merceditas”. Mientras lo decía, perceptiblemente su mirada buscaba con amor el rostro perfecto de su compañera, y las juveniles
cabezas
de
sus
seis
hijos.
No
buscaba
confirmación por lo dicho. Era feliz, sentía que el cielo lo había colmado. A todo eso, crecía el alboroto, la jarana, el ruido de los instrumentos selváticos, pero en un descanso, pronto surgió entre el grupo de los invitados, una morena con el turbante
de
un
pañuelo
a
cuadros,
que
llevaba
cuidadosamente un gran vaso de leche recién ordeñada, espumosa y tibia. Cuanto más, acercóse de forma diligente hasta el General Oribe, y le ofreció con gran respeto: -“¿Lechita de la burra del señó Jefeamo?”.
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Tomólo don Manuel sin hacer cualquier remilgo, y agradeciendo, le dijo: -“Tu no te olvidas, Tomaza… ¿Está linda la mansa?” -“Como el día de hoy…, mi Dios la gualde, señó”…
Con las Tablas de la Ley en la Mano La tardecita del último día del año de 1872 aun estaba cálida, y las ramas del formidable tilo que había en el patio de la casona, insistían en proyectar perezosamente su fresca sombra para proteger tan noble amo que, en su sillón de mimbre, dormitaba ahora entre espectros de sueños añejos de una reproducción de su vida… …¿Donde abrevaban la justicia los pobladores del Cardal? Gente de chacra y puestos, saladeristas, atahoneros; pulperías de palenque, escuelita de diez niños; idilios de reja; almas límpidas. En el primer cuarto de siglo, aquello era campaña pura, pero asonada en las puertas del Montevideo viejo. Era tan solo campo surcado por cuatro arroyos con exiguos núcleos de poblado para tanta extensión: Las Piedras, Miguelete, Canelón Chico, Peñarol, Pantanoso, Toledo, Una Flor Blanca en el Cardal
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Manga y Cardal. Eran jurisdicciones primitivas a las que llamaban de “partidos”. Un decreto de 1827 había nombrado a don Adrian Ortiz, el Juez para mucha área y poca gente. Hasta 1835 no se encuentra más nombre que el de éste, en una enorme jurisdicción en la que cabía el antiguo caserío Cardal y el restante de los partidos. Pero a partir de ese año, ya se concreta un juzgado en el poblado de Manga, y allí concurría ahora el vecindario del Cardal. Juan Pedro Oliver es su primer Juez. Muchos nombres de otros jueces dignos pasarían por allí durante los años siguientes. Sin embargo, mismo con el Ejército Sitiador acampado en los campos del Cerrito, hasta 1845 tampoco había juzgado en el ya desorganizado pueblo del Cardal. No en tanto, por avenencia del Gobierno del Cerrito, el 2 de enero de ese año, el juez Francisco Farías firma el acta que marcaría el nacimiento del juzgado del pueblo de la Restauración. A partir de ese día, dispuesto sobriamente en uno de los ranchos del beligerante campamento, tuvo su sede el nuevo juzgado durante tan solamente un mes, y hasta él, se arrimaron los vecinos del Cardal en demanda de la Ley.
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¿Pensó realmente Oribe establecer en el Cerrito la capital de su “Gobierno”, siéndole intolerable disponer para residencia del mismo “la costa de un arroyo, o un molino de viento?, como humorísticamente lo destacaba Florencio Varela desde su “Comercio del Plata”. Tenemos que creer que sí. Al menos, por el plano de del ingeniero Reyes en 1845, y por un aviso que salió en el “Defensor” en 1846, ofreciendo manzanas en el nuevo “pueblo”, a 200 patacones, ¡y a plazos!, podíase atribuir que sí. En ese momento inicial, un hombre de confianza de Jefe, era quien estaba encargado de esa venta, que no prosperó. Era don Francisco Farías, el primer Juez de Paz, que en su instancia, supo alternar sus tares judiciales con anotaciones de las ventas diarias en el campo recientemente amojonado. Una mañana se presentó a su despacho, don Felipe Maturana, sargento mayor de caballería de línea, y Edecán del
Excelentísimo Sr. Presidente de la
República,
reivindicando “en su nombre y en de los co-herederos de su finada madre doña Josefa Durán y Pagola, las tierras del Colorado, que decían suyas don Gregorio Quincoces”…, y en la tarde de ese mismo día, el Juez que había recibido la demanda dándole el trámite de práctica, anotaba en una Una Flor Blanca en el Cardal
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libreta-registro la venta de la manzana 41, o el compromiso por “el solar que enfrentaba a la portera de los Fariña”. Para quien lo viese, no cabía recelo que la actividad singular de ese hombre, y los relativos descansos de que gozaba, le permitían ejercer la doble función. Su juzgado, por otra parte, con el pasar del tiempo trabajaba un poco menos cada día. Aumentaba la población y se eclipsaban los pleitistas. Se explica. Los que en el campo sitiador esperaron la instalación del juzgado para apagar en él su sed de justicia sin contar mucho con la balanza “policial”, fueron contemplados de entrada. Los pleitos, a partir de ahí, tenían que disminuir. Por otra parte, los demandantes del nuevo pueblo también deponían un tanto sus pequeños rencores, atemorizados por el trámite no siempre rápido, y por los sellados. Porque hay que reconocer que el Cerrito usaba sellados propios, impresos en su imprenta, y vendidos en el Cardal, en la calle principal de la Restauración. Pasado el primer mes, desde febrero de 1845, ya no tenía don Francisco Farías su juzgado en el campamento general del Cerrito. Ahora firmaba sus actas “en el paraje de los Olivos”, en la antigua quinta de Tejada, situada en un camino entre la Villa y el campamento. El paraje era Una Flor Blanca en el Cardal
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pequeño, y el juzgado debió codearse con la capilla en la que a veces el cura Ereño oficiaba sus misas, y con la cárcel, junto al macizo de Ferreño. Los cuatro años de su gestión judicial, Farías se lo pasó en ese punto, una quinta de árboles pálidos y apacibles, que tiene su salida fiscal en 1769. Pero el juzgado se iba aproximando del poblado. Primero en el campamento, después en los Olivos, hasta que en enero de 1849, se eligió un nuevo juez, y el juzgado pasó directamente al centro del pueblo. Precisamente a una de las habitaciones de la casa de don Tomás Basáñez, en la calle del Colegio, entre los naranjos y… Al mediar 1849, el juez Farías le pasó finalmente su sitial. Es de adivinar la alegría interior que sintió ese nuevo buen juez Basáñez, cuando recién nombrado en el cargo, obligó a Manuel Cachila a pagar a doña Florinda, no sólo tres años de trabajos domésticos no satisfechos, sino también cierta cantidad “para la cría del hijo que el demandado había tenido con ella”. Ciertamente era el mismo regocijo que sintió cuando desestimó una querella de desalojo y cobro de pesos, “porque tenía orden verbal del Presidente Oribe de proteger
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de todas maneras la familia de los individuos estaban en servicio activo”. La ley podía obligarlo, pero él encontraba siempre manera de humanizar sus sentencias. Tuvo la intuición de que podía ser, con las tablas de la ley en la mano, “tan justo como inicuo”. Si no lo fue alguna vez lo primero, nunca cayó del todo en la verdadera iniquidad legal. Domó la ley siempre que pudo. Así fue en el “pleito de la mula muerta”, en que si el testimonio decisivo del pastoriador no pudo caer en la balanza porque el muchacho tenia doce años, hizo pesar en ella la sangre de la mula de doña Antonia, “totalmente ultimada por el chuzazo de Gentil”. Aunque la compasión fue el viso más definido de su carácter, no utilizó jamás dos medidas. El desheredado supo, sin embargo, lo que era la justicia distribuida por ese hombre: una mano, que el pobre necesita, y la ley también, porque a su contacto se humaniza. Y eso pasó con don Tomás Basáñez sin desmedro de la justicia misma. Nunca hizo pesar demasiado la piedad hasta convertir la sentencia piadosa para el pobre, en un desequilibrio injusto para el poderoso.
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Amigo íntimo del Dr. Capdehourat, amparó contra él a su demandado –Petronilo Alonso. Compadre del doctor Azarola, intercedió a favor de Mariano Pereyra en peregrino expediente del 1851. Detalle de la cuenta: “Por el viaje a caballo propio a la estancia de los Burgueño, en el Mosquito, que dista 14 leguas, -cuatro patacones la legua- 56 patacones. Por la operación del labio leporino; 34 patacones. Por permanecer tres días en la estancia, cuidando, sangrando, aplicando sanguijuelas al susodicho; 60 patacones”. Modesto, en realidad el monto total. Pero la guerra había arruinado las estancias, la época es terrible, y aunque el Juez comprende la justicia de la demanda, intercede ante el doctor Azarola, obteniendo para Pereyra, a quien no ha visto nunca hasta entonces, una quita que aligera el alma del buen juez. Cuando dejó el juzgado en 1852, es de creer que debió hacerlo con pena, por no haber podido doblegar siempre la letra de la ley; por haber lastimado alguna vez la apariencia de un derecho, o el haber sostenido, obligado, contra el pobre, la pretensión del rico torpe, que disponiendo de “la razón y de la piedad”, sólo ejerció la primera, porque la otra pareció confinar con el despilfarro o con la flaqueza… Una Flor Blanca en el Cardal
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Las Hojas del Árbol Comienzan a Caer Todo duerme ya en la muerte y el tiempo… Apenas puede darnos su crónica la historia, minuciosa espigadora. Manos pulidas de los señores, encantos de damas muy entendidas en ricas y autenticas elegancias, manos rudas de los esclavos, humildes instrumentos de candombe, desfile incesante de entorchados y sedas, rostros angélicos, caras negras de expresión sumisa, poderío de don Tomás Basáñez:
casi
todo
ha
desaparecido
ahora,
lenta,
oscuramente en un descenso igualitario hacia la sombra. La memoria nada perezosa retrocede hasta un cierto día de 1862, cuando una ignominiosa flecha comenzó a doblar su sinecura y marcó la profunda herida que terminó por arquear su destino: era el año en que murió su compañera de toda la vida. Hasta ese entonces, había sido asombrosa su actividad y no hubo progreso local en que no se iniciara con él al frente de los avatares. Subdividió su feudo al llegar, y en los solares que fueron suyos, edificóse la zona urbana del poblado. Regaló al gobierno del Cerrito tres manzanas centrales para colegio, iglesia y plaza. Estuvo junto a Larravide y a Fuentes, su Una Flor Blanca en el Cardal
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consuegro, en el camino que hicieron para recorre los ómnibus. Junto con don Norberto, también en la construcción del ruedo español; y a don Lorenzo Cardona en el molino de los fondos del templo. ¿Cuánto tiempo, ya?... Ni lo recuerda el avejentado hombre. …Sabe si, que salieron del horno suyo, los enormes ladrillos con que se levantó la Unión; de sus saladeros, la carne para la tropa sitiadora; y de su quinta de la Grasería, el aceite de potro y las velas con que se alumbró durante tanto tiempo la población naciente. Fueron suyas también las piedras para calzar las desnudas calles del Cardal, que desde 1866 se la arrancó Diego J. Martínez a la cantera de Basáñez. Un campo de varias hectáreas le servía de límite. Campo quebrado, dejaba ver, de trecho en trecho, la piedra de su entraña. Diego Martínez inició una rápida inspección por las lomas del campo de don Tomás, hasta que halló a flor de tierra la piedra que buscaba. Se la dio en concesión al señor Castellanos para iniciar lo antes posible el acuñado de las calles… Sus últimos años lo ataron a su recuerdo. Hasta ese día, don Tomás había sido un hombre como muchos, apasionado y virtuoso. Había conocido el amor y la Una Flor Blanca en el Cardal
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ambición; pero llegó el momento en que vio extinguirse lo primero, y lo otro, penoso también, de ver satisfecho lo segundo, sin sentir alegría... …En ese derradero momento había pasado de los 65 y su cuerpo aun se sostenía erguido, tersa la faz, apenas algún poco de gris en las sienes. Tenía la ambición satisfecha, y una hermosa familia crecida en la opulencia y en la ternura hogareña. Era joven. Se sentía joven, esperanzado todavía. Libre ya de las turbulencias pasionales, su dicha era reposada. Ese hombre avanzaba en la vida tan lentamente, que sólo los que dejaban de verlo por largo tiempo, se daban cuenta del cambio de su fisonomía. Basáñez parecía estancado en la edad indefinida, pero lejos de la vejez. De pronto, en una semana, fue capaz la mezquina neumonía de arrebatarle a Juana, su adorable compañera; y en esa semana de 1862, desapareció de golpe la ficticia juventud de ese hombre. Ocho días fueron suficientes “para apagar una mirada”, para que una espalda se encorve. El viejo estaba dormitando en ese joven, y no necesitó una enfermedad para despertarlo, bastó sólo con una desgracia para doblarle el alma.
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Alguien ha lamentado no haber escrito la fabula del árbol que quiso guardar sus hojas. Le fue fácil en el estío, pero cumplido el plazo inflexible en que deben caer, entonces, a pesar de sus esfuerzos por conservarlas, estas huyeron en remolino, y el árbol pudo ver en el arroyo su oscuro esqueleto, idéntico al de los otros a los cuales hubiera no deseado asemejarse nunca. Basta una sola tormenta para desnudar un tronco, para envejecer un alma. Ese año, fue aquel en que don Tomás Basáñez se convirtió en un cartujo.
Un Otro Sueño Se Apaga Los ojos del anciano parecían estar cerrados en un veladuerme vacilante, sin embargo, no dormía. Recuerdos de voces lejanas retumbaban en su mente. Eran las antiguas reuniones organizadas por sus hijos en los salones del casaron, o en el patio de la quinta… …Cuantas grandes damas circulaban en los diversos cenáculos que allí eran organizados: Juana Illa y Viamont de Basáñez, María Hines de Larravide, Teodora Lima de Vilaró, Ana Rella de Bianqui, Clara Sierra de Díaz, Una Flor Blanca en el Cardal
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Manuela Rama de Pijuán, Francisca del campo de Arboleya, Bernarda Aguirre de Fernández, Paulina F. de Díaz, Felipa A. de Segundo, Gregoria Pérez de Vila, Celmira Iriarte de Ressing, Belarmina U. de Ribas, Dolores N. de Iriarte, Carmen A. de Arboleya. No en tanto, otras veces allí concurrían distintas destacadas damas del vecindario, como doña Agustina Contucci, la esposa del General, Fátima Díaz de Acevedo, madre de Eduardo Acevedo Díaz, y Manuela Gómez de Visillac, madre del General José Visillac. Seguramente que aquellos fueron días de tertulias inolvidables. Algunas veces solían ser bailes al que asistía el mundo social de aquel pueblo, y organizados en las casa de uno u otro, para distraer las sílfides radiantes y hermosas hijas de estos nobles. Sin embargo, ese domingo que ahora merodeaba sus recuerdos, traía a flote una selecta peña de mozos que se habían agrupado en la quinta de don Tomás, y en ella explayaban sus risas y conversaciones alrededor de Adolfo, hijo del amo dueño de casa. Porque Adolfo León Basáñez Illa acababa de recibirse de Doctor en Jurisprudencia. Era el grupo de los graduados de 1854, y en él estaban junto al anfitrión: Plácido Ellauri, los hermanos Eustaquio y Domingo Gounouihou, como él, también doctores en Una Flor Blanca en el Cardal
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jurisprudencia. Los acompañaban Idelfonso y Doroteo García Lagos, Mariano Ferreira y José Pedro Ramírez, todos ellos bachilleres. -¿Quién sabe un día también no será Juez? Seguramente un gran futuro lo espera… -pensó don Tomás para sí, mientras se distraía con el jolgorio de los visitantes. Al año siguiente, más precisamente el 24 de enero de 1855, Adolfo León Basáñez contraía matrimonio con Mercedes Fuentes Méndez Caldeira, y pronto le vendrían al matrimonio sus cachorros. No obstante, este no había sido el primero de los hijos a casarse. El mes de julio de 1850 ya lo había hecho Carolina, y el 3 de marzo de 1853, había sido la vez de Rosa Felipa. En ese entretanto posterior al casamiento, su hijo se entretuvo, entre otras cosa, a ejercer la abogacía y en la ayuda con la administración de los negocios de la familia, mientras de reojo acompañaba atentamente los acalorados vaivenes de la política de aquel entonces. Así fue hasta que el 8 de mayo de 1858, entró por la puerta grande de la política, y fue elegido Legislador asumiendo su lugar en la Cámara como Diputado por Minas, en un mandato que se extendió hasta el 14 de febrero de 1861.
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Las referencias y exámenes de los postreros años que se siguieron a su época legislativa, muestran que pronto los hechos le consignan interesantes triunfos en el ámbito público y jurídico, pero al saber el desenlace de los acontecimientos finales, podemos conjeturar que Adolfo se mantuvo muy próximo de las vicisitudes políticas y de los avatares que enfrentaba el Partido Blanco. Consta en los anales de la historia, que el 5 de marzo de 1870 marca el inicio de la denominada “Revolución de las Lanzas”, una nueva sublevación desencadenada por los Blancos contra la política del entonces Presidente Lorenzo Batlle, y con la finalidad de obtener representación en el Parlamento,
así
como
para
“hacer
respetar
las
prerrogativas del ciudadano amante del orden”. En ese momento, Adolfo tampoco se mantuvo al margen de los hechos. Liderado el levantamiento por el General Timoteo Aparicio, éste rápidamente expresa en su proclama: “Compatriotas: después de cinco años de persecuciones, de ostracismo, de martirios, tomamos las armas respondiendo a vuestros votos, inspirados por el sufrimiento de la patria”.
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El ejército revolucionario del Partido Nacional, contaba en sus columnas con un número cercano a los 6 mil hombres, y en sus filas estaban engajados jóvenes como Lussich, Juan Ganzo Fernández, y Aparicio Saravia da Rosa, -ambos con 14 años-, y el propio Coronel Adolfo León Basáñez, entre muchos de los otros bravos que, aun vivos, continuarían a pelear en las revoluciones posteriores hasta la definitiva de 1904. Dando secuencia a los hechos de ésta revolución, el 28 de mayo de 1870, Timoteo Aparicio, en el paraje conocido como Espuelitas (Lavalleja), enfrenta a las fuerzas del gobierno comandadas por Manuel “Manduca” Carbajal. Este fue el primer combate de la llamada “Revolución de las Lanzas” y fue victoria de Aparicio. Lo que fue registrado como Revolución de las Lanzas (1870-1872), o recordada por otros como la montonera en que los insurrectos “blancos” dirigidos por el caudillo Timoteo, originó destacadas batallas como: la del Paso Severino, la del Corralito, la toma de la Fortaleza del Cerro de Montevideo, la batalla del Sauce, la de Manantiales, la de la Unión, y un sinfín de refriegas menores realizadas en esos dos años.
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Pero por fin llega el día en que ambos lados deben buscar la concordia, y el 10 de febrero de 1872, en Buenos Aires, representantes de los desafectos suscriben la Convención de Paz. Estaban presentes el Dr. Carlos Tejedor, Ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina; el Dr. Andrés Lamas, agente confidencial del Gobierno uruguayo; y los doctores. Cándido Juanicó, José Vázquez Sagastume y D. Estanislao Camino, como comisionados de la revolución. La misma acta es ratificada por Coronel Timoteo Aparicio el día 22, pero al surgir diferencias, se debieron continuar las negociaciones hasta el mes de abril de ese año, donde ambas partes firman el documento final en que se acuerda la paz. De manera verbal, finalmente se concedió al Partido Blanco, cuatro Jefaturas Políticas del País. Finalmente, el día 6 de abril de 1872 se firma lo que convinieron llamar de la “Paz de Abril”. Por ella: “Los Orientales renuncian a la lucha armada y someten sus respectivas aspiraciones a la decisión del País, consultado con arreglo a su Constitución y a sus Leyes por medio de elecciones para la renovación de los poderes públicos”.
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La fórmula definitiva fue suscrita por los Ministros del gobierno uruguayo: de Guerra, Marina y Relaciones, y de Hacienda, representados por el Dr. Emeterio Regúnega, General Juan P. Rebollo y Dr. Ernesto Velazco, respectivamente; por el Cónsul General argentino, Don Jacinto Villegas en representación de su gobierno mediador; y los comisionados de la Revolución, Coronel José G. Palomeque y Don Estanislao Camino. Al licenciar sus tropas, el General Timoteo Aparicio se expresó en éstos términos: “Vuestros sacrificios no han sido estériles. Hemos conseguido para el país una situación que puede llegar a ser el más completo triunfo de nuestro programa revolucionario. Si como lo creo firmemente, el sufragio popular ante el cual hemos inclinado nuestras armas, llega a ser una verdad en todo el país; si la reconstrucción de los poderes públicos y el tener por única base la voluntad nacional libremente expresada en las urnas electorales se realiza, podemos decir con orgullo que la victoria ha sido nuestra, sean cuales fuesen los hombres o los partidos que vayan al poder Una Flor Blanca en el Cardal
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llevados por la práctica de las instituciones democráticas.
Finalmente
los
exhortó
a
mostrarse “tan grandes ciudadanos en las urnas como generosos y valientes en la pelea”. Pobre y valiente Coronel Basáñez, uno de los aguerridos comandantes del ejército revolucionario. Caro le costó la satisfacción de participar en esas contiendas, y la complacencia de sentirse un victorioso al fin de las mismas, pero quiso el destino que en la refriega conocida como de las Tres Cruces, ocurrida un poco antes de ser firmado el armisticio, cayera mortalmente herido. Sin embargo, hubo un tiempo después de la muerte de su amada Juana, en que pudo creerse como una reacción de ánimos, en la cual don Tomás pareció interesarse por los triunfos de su hijo. En su momentos, había llegado a ser un distinguido abogado, agente fiscal, representante del Partido Blanco en la Cámara Baja, llegando inclusive a parecerle que, en ese ritmo, escalaría rápido muchas otras posiciones importantes en la vida política del país, pero vino la revolución, y ahora, el cuerpo ya rígido de su hijo estaba, ante sus ojos, siendo enterrado con honores al día siguiente de la escaramuza…
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Ahora don Tomás, ya de cuerpo y alma envejecidos por el tiempo y otras penas, sintió que su cartujo se le encorvó más todavía.
No hay Quejas… Sólo Resignación El mes de febrero de 1873 continúa presentándose cálido y húmedo, y como siempre, el anciano sigue sentado bajo el tilo, entregándose a reminiscencias que le permiten soñar y dialogar silenciosamente con sus queridos fantasmas… …Salía tan sólo para llegar hasta el templo, en cuyo altar propio, hincaba la rodilla, aflojando el alma. Todas las hijas habían pasado bajo esa bóveda de la catedral de San Agustín, para salir después, radiantes, bendecida la boda suntuosa. Del fresco ramillete de doncellas que había poseído, hacía muy poco tiempo (1867), que Ruperto Butler de las Carreras había escogido a su hija Valentina, nacida en 1834; en 1853 había sido Alfredo Pochet quien se casó con Rosa Felipa, nacida en 1830; Carlos Beherens había desposado a Carolina Emilia en 1850, la primera de sus hijas (nacida Una Flor Blanca en el Cardal
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1828); y por fin, Ángel Verde, en 1872 se había casado con Juana Brígida, nacida en 1832. Sufrió ese padre los sucesivos desgarramientos que los casamientos provocaban, pero estos eran amortiguados con un pedido tierno: “que se fueran al nido nuevo, pero siempre que se anunciara un heredero, debía regresar la pareja al caserón antiguo”. Luego los nietos fueron llegando al mundo en el mismo lecho de la abuela patricia, en la pieza cuyo ventanal se abría bajo la sombra veraniega de los parrales, oficiando en el trance la única comadrona de pueblo; el mismo fuego en la chimenea, siempre intacto el artesonado de duras vigas. Desde siempre, a don Tomás le había gustado de ver a los de su sangre recorriendo el camino por el cual él ciertamente no volvería más. Pero se vino la sublevación de los comandados por Timoteo, y el doctor Basáñez, comandante revolucionario, ya no estaba más entre los vivos. Desde mucho tiempo antes, se había acostumbrado a no llevar en cuenta a Julián, que muy joven había partido sin llegar a alcanzar el uso de la razón, pero después del Una Flor Blanca en el Cardal
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maldito infortunio de 1870, le quedaba ahora, único báculo, el hijo de su nombre de pila. Pero Tomás Basáñez Illa se fue también, se le había ido llevando envuelto en nieblas el espíritu. Apenas algunos años antes, éste se había casado con Josefa Barrera Benítez. Ahora le restaba al abuelo la infancia de Ecilda, un abuelo que ya tenía los cachorros de Adolfo para cuidar. Los pequeñuelos, aun los huérfanos más sagrados, no bastan. El triste abuelo no está dispuesto a jugar con ellos, a descender hasta su edad, a contarles cuentos, siempre los mismos, a escuchar de sus labios incontaminados las deliciosas confesiones. Ahora está solo Basáñez, definitivamente solo. Ya no conseguían los íntimos cambiar su habitual actitud: reconcentrado y silencioso, parecía no conservar fuerzas ni para sufrir. Ahora sí conoce la indiferencia del alma. Ahora sí, el antes altivo terrateniente que pudo disponer de su feudo para regalarlo al gobierno de su partido, es en definitiva el viejo Basáñez.
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Cae la Última Hoja Así marchaba ese mismo mes de febrero en una conclusión sin dilación. Los lazos que podrían atar al anciano a la vida, no se mantienen a su lado todos los momentos. En la laguna de la quinta sus ojos contemplan ahora el tronco desnudo de sus días. Se han desprendido su rama muchas hojas: Juana, la compañera perfecta; Adolfo, el que debió esclarecer el respetado nombre vasco; Tomás, escapado por la puerta de la locura. Don Tomás ha puesto definitivamente todo el afecto en esas sombras y ya no teme más la muerte. En sus nostálgicos sueños bajo el tilo, lo rodea la antigua atmosfera familiar. La casa no ha cambiado; en tantos años nunca dejó la glicina de tirar un ramo por encima del muro; a esta hora del atardecer, tía Maruka siempre encendía los candelabros antes de acostumbrarse con la novedad de la lámpara. Esa luz ayudaba a iluminar sus queridos fantasmas del pasado. Pero ahora ni el padre Gadea, ni el doctor Capdehourat consiguen arrancarlo a sus pensamientos. Por esa puerta se ha colado tantas veces el frio, tantas veces el
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viento… Por ella llegó el Amor hasta su casa dichosa. Por ella también ha de venir luego el eterno sueño… En los momentos finales tiembla el corazón del hombre que no está seguro de haber vivido… porque sabe que ha sobrevivido. Finalmente el campanario de la iglesia San Agustín, apadrinados años antes por su gran amigo Pedro Olave, hace redoblar intensamente los carillones con un retumbo afligido, entristecido, quien sabe, por ansiar querer avisar a los vecinos de la Villa de la Unión, que finalmente ese 27 de febrero de 1873, fallecía don Tomás Basáñez en la quinta de un pueblo que supo construir. Ese día partía hacia el nirvana, el alma de un hombre que hacía 77 años había nacido con el albur de dejar la marca, que si no fue con el abolengo de su apellido, al menos supo dejar un pueblo que se convirtió eternamente en ciudad. Sus ojos no alcanzaron a ver, cruzando la Villa, el penacho de humo blanco del Ferrocarril a Pando, pero igual quedaron a su partida, sus infatigables esfuerzos a favor de esa mejora para su comunidad.
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(*) Adaptación con alguna corrección e disquisición adicional, del texto original de algunos capítulos de Aguafuertes de la Restauración –Luis Bonavita
Una Otra Semilla del Viejo Árbol Euskaro Los pocos bienes que aun habían quedado de propiedad de don Tomás, luego fueron siendo vendidos por su familia durante la década siguiente, hasta que su nombre se restringe solamente a recordarlo en el Uruguay, como identificación de una apacible calle que bordea el lado derecho del Cementerio del Buceo. Sin embargo, la misma llama entusiasta que había venido casi un siglo antes desde aquel lejano pueblito de Erandio, no se había apagado aun en el Uruguay, porque el día 11 de octubre de 1891, ella vuelve a reaparecer en escena durante un fracasado intento revolucionario del partido blanco, que había sido perpetrado contra la conducción del Presidente Dr. Julio Herrera y Obes. Cuenta la historia que desde el mes de agosto del 1891, ya se venían reuniendo clandestinamente los complotados, cuyo grupo principal lo integraban el Dr. Duvimioso Terra, el Dr. Pantaleón Pérez, y los Sres. Una Flor Blanca en el Cardal
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Ventura
Gotuzzo,
Antenor
Pereira
(diputado
por
Montevideo 1899-1902), Manuel Barreto, Benito Montaldo (diputado por Cerro Largo 1919-1923), y Juan Cruz y Costa (diputado por Florida 1870-1873). Las ideas de estos hombres fueron macerando en un caldo de desconforto, hasta que cierto día, los Coroneles Valentín Martínez, Roberto Usher y Andrés Klinger fueron abordados por los revolucionarios, solicitándoles para que ellos y sus comandados participasen en el complot que estos estaban gestando. Una vez aceptada la propuesta, de inmediato, ellos comunicaron al gobierno cuales eran los intencionales planes del grupo revoltoso. Julio Herrera y Obes, con el pensamiento abstraído, les agradeció por la información, y los instruyó para que participaran de esa maquinación y prontamente le notificaran de todos los detalles del mismo. Y así ocurrió hasta el día en que se llevaría a cabo la acción, donde el Coronel Usher quedó encargado de detener con voz de prisión, al Dr. Terra, a Ventura Gotuzzo y al Dr. Pantaleón Pérez. Por otro lado, ese mismo día, en la esquina de las calles 8 de octubre y Comercio, (otros afirman que fue frente a la confitería La Liguria), en pleno corazón del Una Flor Blanca en el Cardal
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barrio de la Unión, se había establecido el grupo armado de los revoltosos, formado por gente de la “Sociedad de Socorros Mutuos del Partido Nacional”, una entidad que había sido fundada por el propio Dr. Pantaleón Pérez, médico filántropo de gran arraigo en la zona de la Unión. En el desarrollar de la refriega, este grupo fue atacado casi de sorpresa por un escuadrón del batallón Nº 4 que ya esperaba por los acontecimientos, y en el transcurso de la violenta escaramuza, terminaron cayendo muertos los ciudadanos nacionalistas Adiamantino Fernández, Miguel Stella y Manuel Adhemar Cordones. Hubo también varios heridos, en donde, entre los de más gravedad, se encontraban: Pablo Montes de Oca, Juan Reboledo, Rodolfo Horne, Lindero Spikerman, y Heraclio Basáñez, un pariente de don Tomás, el mismo patriarca del barrio-pueblo. Posteriormente a la intentona, el Dr. Pantaleón Pérez, ya preso en el cuartel, intentó evadirse y murió tras ser baleado por la guardia. Pinzando el nombre de este emparentado, apreciamos que cinco años después de ocurrido el hecho, el mismo muchachote que participara ardientemente en el fracasado intento revolucionario, y para ser más exactos, el día 8 de Una Flor Blanca en el Cardal
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octubre de 1896, comparecería a la dependencia del Registro del Estado Civil, para registrar que: “a las seis y media de la mañana del día 30 de septiembre del mismo año, había nacido Juan Carlos Basáñez Aguirrezabala, hijo de Heraclio Basáñez Hijo, oriental, empleado de 28 años, y de Ignacia Aguirrezabala, oriental de 23 años. Vivian en la calle Cerrito nº 15”, (en el perímetro de lo que había sido el casco del Montevideo viejo). Consta en el registro, que los abuelos Heraclio R. Basáñez de 49 años, y Rosa Pérez de 48 años, vivían en la misma finca del declarante, y del lado materno, Ignacia Echabeguren de 50 años, viuda, era domiciliada en el Departamento de Tacuarembó. Fueron testigos del registro: Isidro Fynn Hijo, oriental de 28 años, domiciliado en la calle Buenos Ayres 75; Eugenio Fazio, italiano de 26 años, domiciliado en Misiones 167 (todas calles del perímetro de la antigua Ciudadela). Firmó el acta en el 16vo., al margen número 432 del libro, Cipriano Martínez, Juez de Paz de la 2da sección del Departamento de Montevideo. Lo que nos consta en el documento, es que estos sucesores del apellido, eran descendientes directos de Francisco, el hermano menor de Tomás, que si no tuvo la Una Flor Blanca en el Cardal
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misma presteza de su consanguíneo en lo material, por lo menos permitió que la rama de los Basáñez continuase a echar raíces en los siglos subsecuentes en la tierra que don Manuel un día supo escoger. Ciertamente no fueron muchos, porque el recién nacido, Juan Carlos Basáñez Aguirrezabala, fue único hijo varón de ese último casamiento del siglo XIX, y también tuvo él, y sus descendientes, un único hijo varón en cada una de las generaciones postreras que llegan hasta los días de hoy. De él vinieron en descendencia directa: Juan Carlos Basáñez Mannocci (1926-1988), Carlos Guillermo (1949), Jorge Daniel (1970-2003), Guillermo Diego (1970), Rafael (1980), y una última generación formada por Leonardo (1999 - Erexim -RGS. BR), y Eduardo (2005 - Porto Alegre - RGS. BR). Igualmente, de Teresita de Jesús, una hija viuda nacida de Juan Carlos Basáñez Mannocci, en Florianópolis, Brasil, están sus hijos: Raúl (1982), Juan Carlos (1987) y Víctor (2000). Lamentamos que por la falta de documentación comprobatoria, aun haber quedado en el tintero varios enigmas sin
desvendar, de manera que,
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una vez
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esclarecidos, estos pudiesen enriquecer aun más al noble don Tomás, hombre de tan distinguido apellido vasco que al día de hoy, se restringe a la nomenclatura de una calle montevideana, y el nombre de un club de futbol de la liga de Montevideo (fundado en 1920), con sede social en el famoso barrio de La Unión, el cual, por homenaje a este ilustre fundador de la Unión, lleva el apellido en su escudo, y los colores de la bandera vasca en su uniforme. Saque pues el lector algunas conclusiones del entresijo que aún falta desvendar, como: -¿Ocurrió de tal forma la venida del patriarca don Manuel a tierras del Plata a fines del siglo XVIII? ¿Su unión matrimonial estuvo revestida de alguna trama o contrariedad enigmática? ¿La fortuna atesorada por don Tomás, era parte del espolio resultante del General Viamonte, abuelo de Juana? -¿Fue don Tomás un visionario inversionista que se anticipaba a los eventos, o un simple pancista a la sombra de los acontecimientos? -¿Sería él, un mero servil a los intereses de otros, y del suyo propio? Una Flor Blanca en el Cardal
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-¿Fue realmente un Juez “tan justo como inicuo”? -¿Sería su hermano Francisco, por haber permanecido viviendo en la entonces Ciudadela sitiada, un adversario político que habría actuado en las huestes de Rivera, o del partido Colorado? -¿La lapidación de las fortunas de todos los mayorales del Cardal, ocurrió por imprevisión de los mismos, o por causa de un ajuste de cuentas por parte de los gobernantes del partido opositor (colorados), que rigieron el país
después del
armisticio de 1851?
Ciertamente
estas
cuestiones
permanecerán
en
suspenso en la mente del lector, ya que en este relato histórico donde es necesario imaginarse el pasado, germinarán otras encrucijadas en la que surgirá la duda, y otros hechos pueden quedar ocultos por la evidencia de la propia acción, donde concluyentemente se deformará la cualidad humana, permitiendo florecer hesitaciones y contradicciones de pensamientos.
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BIBLIOGRAFIA
-Aguafuertes de la Restauración y Sombras heroicas, de Luis Bonavita; Montevideo. 1943 y 1945. -Cobre Bruñido. Evocaciones de la Restauración, de M. Ferdinand Pontac (Luis Bonavita). Montevideo. 1962. -Historia urbanística y edilicia de la ciudad de Montevideo, de Hugo Baracchini y Carlos Altezor. Montevideo, 1971. -Apuntes para una historia de la Unión, de Rubens D. Calabria; Montevideo. 1984. -Diagnóstico para la revitalización del barrio de la Unión. Montevideo. Instituto de Teoría de la Arquitectura y Urbanismo. Facultad de Arquitectura. -Los barrios de Montevideo. 2/La Unión, de Aníbal Barrios Pintos y Washington Reyes Abadie. Montevideo. 1991. -La Unión, de Fernando Assunção e Iris Bombet Franco. Cuadernos de la Fundación Banco de Boston. Serie Montevideo. Nº 3, 1991. -Historia de tres nombres (Del Cardal, De la Restauración, de la Unión), de Juan Carlos Lazzarino. Montevideo. Abril de 1995. -Villa de la Unión (grabaciones). Libretos de Juan Carlos Lazzarino. Montevideo 1995. (Material cedido por el Dr. Una Flor Blanca en el Cardal
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Ubaldo Delorenzo Violante, junto a un completo dossier de boletines e informes de la Comisión de Fomento de la Unión). -Blog Agenda Blanca http://agendanacionalista.blogspot.com -Blog Geneanet http://gw5.geneanet.org/index -Biografías de los principales personajes de la historia montevideana - Wikipédia -Prosopografía de la emigración vasca, y libro de los linajes T.2 – Ricardo Goldaracena. -El Observador, de Montevideo –Crónicas de Lincoln R. Maiztegui Casas -“Memorias del Dr. Domingo Ordoñana”, con introducción y comentarios de José María Rosa. -Grupo Estudios y Reconocimiento Geográfico del Uruguay G.E.R.G.U. Luis Moresco -Almanaque del Banco de Seguros del Estado - años 1975/76 de Aníbal Barrios Pintos -Mapas cartográficos reproducidas del sitio fortalezasmultimidia.com.br - Los Barrios de Montevideo – La Unión – Aníbal Barrios Pintos / Washington Abadie. -Sitio del Foro Candombeando - Relatos de César di Candia Una Flor Blanca en el Cardal
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-Informaciones colectadas de los escritos de Ruben Borrazás -Post Taringa - Cissol 100
BIOGRAFÍA DEL AUTOR Nombre: País de origen: Fecha de nacimiento: Ciudad:
Carlos Guillermo Basáñez Delfante República Oriental del Uruguay 10 de Febrero de 1949 Montevideo
Nivel educacional:
Cursó primer nivel escolar y secundario en el Instituto Sagrado Corazón. Efectuó preparatorio de Notariado en el Instituto Nocturno de Montevideo y dio inicio a estudios universitarios en la Facultad de Derecho en Uruguay. Participó de diversos cursos técnicos y seminarios en Argentina, Brasil, México y Estados Unidos. Experiencia profesional: Trabajó durante 26 años en Pepsico & Cia, donde se retiró como Vicepresidente de Ventas y Distribución, y posteriormente, 15 años en su propia empresa. Realizó para Pepsico consultoría de mercadeo y planificación en los mercados de México, Canadá, República Checa y Polonia. Residencia: Desde 1971, está radicado en Brasil, donde vivió en las ciudades de Río de Janeiro, Recife y São Paulo. Actualmente mantiene residencia fija en Porto Alegre (Brasil) y ocasionalmente permanece algunos meses Una Flor Blanca en el Cardal
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Retórica Literaria:
Obras en Español:
Una Flor Blanca en el Cardal
al año en Buenos Aires (Rep. Argentina) y en Montevideo (Uruguay). Elaboró el “Manual Básico de Operaciones” en 4 volúmenes en 1983, el “Manual de Entrenamiento para Vendedores” en 1984, confeccionó el “Guía Práctico para Gerentes” en 3 volúmenes en el año 1989. Concibió el “Guía Sistematizado para Administración Gerencial” en 1997 y “El Arte de Vender con Éxito” en 2006. Obras concebidas en portugués y para uso interno de la empresa y sus asociados. Principios Básicos del Arte de Vender – 2007 Poemas del Pensamiento – 2007 Cuentos del Cotidiano – 2007 La Tía Cora y otros Cuentos – 2008 Anécdotas de la Vida – 2008 La Vida Como Ella Es – 2008 Flashes Mundanos – 2008 Nimiedades Insólitas – 2009 Crónicas del Blog – 2009 Corazones en Conflicto – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. II – 2009 Con un Poco de Humor - 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. III – 2009 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IV – 2009 Humor… una expresión de regocijo - 2010 Risa… Un Remedio Infalible – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. V – 2010 Fobias Entre Delirios – 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VI – 2010 Aguardando el Doctor Garrido – 2010 El Velorio de Nicanor – 2010 La Verdadera Historia de Pulgarcito - 2010 Página 472
Misterios en Piedras Verdes - 2010 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VII – 2010 Una Flor Blanca en el Cardal - 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. VIII – 2011 ¿Es Posible Ejercer un Buen Liderazgo? 2011 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. IX – 2011 Los Cuentos de Neiva, la Peluquera - 2012 El Viaje Hacia el Real de San Felipe - 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. X – 2012 Logogrifos en el vagón del The Ghan 2012 Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas Vol. XI – 2012 El Sagaz Teniente Alférez José Cavalheiro Leite - 2012 El Maldito Tesoro de la Fragata - 2013 Carretas del Espectro - 2013
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Una Flor Blanca en el Cardal
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