Historias sobre la ciudad perdida de los CĂŠsares
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Historias sobre la ciudad perdida de los Césares
Diseño de tapa y dibujos: Mariano Ponte - email: marianojponte@yahoo.com.ar Dibujos personajes: Verónica Glibbery – email: veronicaglibbery@hotmail.com David Erbin – email: daviderbin@hotmail.com Dibujos y fotos: Claudio Erbin – email: claudio.erbin@gmail.com
Agradecimientos: Susana Panza Silvia Erbin Augusto Erbin
Versión corregida y mejorada de la edición impresa en Agosto del 2007 por Editorial Dunken
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Índice Preludio ...................................................................................... 7 Los Preparativos ................................................................. 26 El Viaje ..................................................................................... 44 Neuquén, la llegada .......................................................... 66 El ñancu de Melipal.......................................................... 75 El Secreto de Linlil ........................................................... 85 El bautismo del huerque nguempín .......................106 Auca...........................................................................................115 El Caleuche ...........................................................................151 Curulef .....................................................................................172 La Anchimallén ..................................................................183 Una deuda por saldar ......................................................204 Curando Viejas Heridas ................................................225 Los vuriloches .....................................................................240 Ailén ..........................................................................................270 Anón el Pillan de la montaña ....................................297 El lugarteniente del demonio .....................................309 El trauco ..................................................................................334 Nguenmahün ........................................................................358 El Fütapacücha ...................................................................376 Los Elementales del bosque .......................................396 El final del cuarto día .....................................................424 En la cima de los encuentros .....................................444 Terminología........................................................................476 Notas Bibliográficas........................................................499
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“Ojalá pudiera echarme a los pies de VV. RR. y agradecerles lo bien que me han acompañado y acompañan con sus santos sacrificios y oraciones en esta misión de los puelches y poyas, o por mejor decir en este Paraíso Terrenal, que Dios Nuestro Señor me ha dado y entregado para que trabaje en él y saque frutos de vida eterna para mí y otros muchos, pues sólo de las oraciones de VV. RR. reconozco tan abundante y llena cosecha que voy cogiendo. Bien se echa de ver lo que temía el demonio esta venida, pues tantas veces procuró darme en la cabeza y quebrarme las piernas o ahogarme o estorbarme la venida o dilatarla. Pero Dios Nuestro Señor quiso por su misericordia acordarse ya de tantas ovejas suyas, redimidas con su sangre y metidas en las bocas de tantos lobos y demonios que tantos años han sido señores de estas tierras, y así me libró de todo peligro y estorbo y, con todos mis achaques y pie desconcertado, me dio aliento para venir a pie desde ese mar, y pasar la cordillera, y venir descalzo por el pedregal y muchas vueltas del río de Peulla, sin que el pie lastimado jamás se me hinchase o dilatase la marcha…”.
Padre Nico lás Mascardi
E
l 9 d e Jun io de 1527, d ía en qu e se celeb raban las Pascuas, Sebastián Gaboto fundó el fu erte de Sanct i Sp iritus en la conflue n cia d e los ríos Carcarañá y Paraná. Fue el p rimer asentamiento que se realizó en el actual territorio argentino. Mient ras preparaba una exped ición río ar riba, en búsqueda del deslumb rante imperio del ―Rey Blanco‖, mandó una partida a exp lorar el interior. En 1528, el Capitán Francisco César, homb re terco y audaz, part ió con catorce soldados en tres colu mnas; una se dirigió al sur, otra al oeste y la tercera al noroeste. Después de andar trescientas leguas, la única expedición que regresó fue la comandada por el propio César. Algunos historiadores sostienen que llegó hasta el imperio de los Incas y otros hasta el lago Nahuel Huapi. Al regresar, se encontró con el fuerte destruido y Gaboto organizando la vuelta al v iejo cont inente. A este grupo de sobrevivientes de aquella exped ición, los denominaron ―los Césares‖; sus relatos trataban sobre la existencia de una ciudad fantástica, situada en una isla en medio de un lago, en algún lugar ignoto de la Patagonia. La llamaban de diferentes maneras: ―Ciudad Encantada‖, ―Lin Lil‖ o ―Trapalanda‖. Finalmente, en la memoria prevaleció el no mbre de ―Ciudad de los Cés ares‖, en donde sus habitantes vivían en casas de roca, revestidas de oro y plata. A su llegada a Sev illa, Gaboto tuvo que rendir cuentas por apartarse del o bjetivo orig inal; le habían dado precisas órdenes de seguir la ruta de Magallanes a Oriente, para traer oro, plata y sedas de esas tierras lejanas. El hábil marino justificó el cambio de planes basándose en los informes vertidos por su Capitán. Fue así como co men zó a gestarse el mito detrás del móvil principal: obtener las abundantes riquezas de las que hablaron ―los Césares‖. Este relato fue reforzado posteriormente, con la versión de que un grupo muy numeroso de quechuas pertenecientes al Imperio Incaico, habían mig rado hacia el sur a t rav és d el desierto de Atacama. Pero eso había s ido antes de que Pizar ro tomara definit ivamente la ciudad del Cuzco, allá por 1533. Algunas crónicas posteriores, como El hombre que vi no del Es te Claudio Erbin
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la del Padre Rosales, contaban sobre la historia de Obiedo y Cobos que estuvieron en esa ciudad, donde les hicieron regalos de plata. Otras crónicas, daban cuenta sobre construcciones de edificios suntuosos, templos maravillosos, dentro de una ciudad protegida con formidables murallas, fosos medievales, puente levadizo y artillería. Pero nunca se pudieron confirmar. Muchas otras expediciones intentaron seguir sus pasos en la búsqueda de la ciudad perdida de los Césares, sin encontrar signos que pudieran co mprobar su existencia. Sin embargo, cada vez se añadían más datos que comen zaron a desvirtuar el relato orig inal y aumentaron las ansias por obtener ese tesoro exótico. Se decía que, por algunas épocas del año, desde los más altos cerros del Flan des ind iano , se pod ía ver el reflejo qu e producía el brillo de sus cúpulas, de las torres y los techos de los templos. El primer cronista mestizo del Río de la Plata, Ruy Díaz de Gu zmán , escribió en su libro La Argentina: “…entraron en una provincia de gran suma y multitud de gente; muy rica en oro y plata, que tenían justamente mucha cantidad de ganados y carneros de la tierra, de cuya lana fabricaban gran suma de ropa bien tejida… donde mandaba un gran Señor que a su regreso los obsequió dándoles muchas piezas de oro y plata”. Mediando el siglo XVII, los jesuitas hicieron su llegada a Ch iloé (sur de la actual República de Chile), y fundaron en Castro, bajo la rectoría del padre Nicolás Mascardi, una escuela para niños y adultos, fueran estos indios o españoles. Según relata en su carta relación, escrita en 1670 a sus superiores, emprendió la búsqueda de la citada ciudad perd ida en pos de evangelizar a sus habitantes. Su vehemencia al respecto, induce a sospechar que habría otro motivo detrás, no sólo el religioso. Mascardi siguió las pistas obtenidas en incansables interrogatorios realizados a poyas y puelches que habitaban las comarcas aledañas al lago Nahuel Huapi. Como resultado, emprendió cuatro expediciones que le insumieron varios años de su estadía en la región y, finalmente, falleció en manos de los indios como desenlace de una dudosa situación. Después de su muerte, lo siguieron en ese intento, también sin éxito, los padres Laguna, Gu illelmo y Menéndez. Tantas expediciones encausadas en la búsqueda de un lugar incierto utilizando pistas dudosas y llenas de mitos no comprobados, darían a entender que habría un móvil poderoso más allá de nuestra comprensión . Por ello, transcurridos más de dos siglos, la leyenda de la Ciudad perdida de los Césares aún continúa en la neblina del mito.
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Nosotros los Sioux, pasamos mucho tiempo pensando en las cosas de cada día que, a nuestros ojos, están mezcladas con lo espiritual. Vemos en el mundo que nos rodea numerosos símbolos que nos enseñan el sentido de la vida. Tenemos un dicho según el cual si el hombre blanco ve tan poco es porque debe tener un solo ojo. Nosotros vemos muchas cosas que ustedes no advierten nunca. Las verían si tuvieran suficientes ganas, pero en general están demasiado apresurados. Nosotros los indios vivimos en un mundo de símbolos y de imágenes donde lo espiritual y lo cotidiano son una sola cosa. Para ustedes, los símbolos no son más que palabras que se dicen o se leen en los libros. Para nosotros, forman parte de la naturaleza, de nosotros mismos: la tierra, el sol, el viento y la lluvia, la piedra, los árboles, los animales, incluso los insectos como las hormigas y las langostas. Tratamos de comprenderlos, no con la cabeza sino con el corazón, y una simple indicación basta para revelarnos su sentido.
Tahca Ushte Tantra de Van Lysebeth
Preludio
A
quella tarde del lunes 22 de F ebrero d e 1999, Hugo Payens estaba en el conocido camp amento de ―Los Ráp idos‖, ub icado sobre la margen Sudoeste del lago Mascard i. Era inev itab le ser desord enado al tener tantas cosas que le daban vuelta en su cabeza. Aún no sabía cómo iría a terminar aquello. Tan era así, que Hugo no había notado la presencia de uno de los encargados del campamento a sus espaldas. Estaba muy co mpenetrado luchando contra el terrible viento, mient ras trataba de quit ar el aire embolsado en las telas de la carpa que pretendía desmontar. —Señor, señor, ¿necesita que le dé una mano? Giró la cabeza, su rostro mantenía una mueca de desconcierto. Seguía en el piso boca abajo. Luego se sentó e intentó quitarse el polvo adherido por la transpiración. —¿Ay uda? No. Gracias. Pensaba que solamente él sabía dónde guardar cada cosa para que quedara lo más ordenado posible. —¿Quiere que le lleve este bolso al colectivo? —le p reguntó el joven—. Los bo mberos están organizando la evacuación. Hugo miró hacia el cer ro ―Falso Gran ítico‖, la espesa nube de humo se elevaba desde la ladera posterior. De allí provenía el viento terrible que soplaba con
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insistencia desde hacía horas. Cerca de la cima pudo divisar a la ñancucurá, desde esa distancia, aquel monolito era apenas un diminuto punto negro. Le llamó la atención el sol, el disco rojo apenas se podía vislumbrar detrás de aquella cortina marrón de contornos indefinidos. El hu mo formaba figuras y pompones nefastos que se elevaban cubriendo el cielo. —¿Señor? —insistió con educación. Hugo observaba mudo, con mirada perdida, fascinado por el ter rible espectáculo. Su estado contemp lativo no cuadraba con la urgencia que exig ía aquella situación. —Sí, sí. Llevalo —. Ya no le importaba que dentro de aquel bolso tuviera la cámara de fotos, quería estar a solas en ese instante. Una nueva oleada de viento le hizo tomar conciencia para que se apresurara. Actuaba como un autómata, sin preguntarse por qué no dejaba todo allí y se marchaba. Pareciera que ante un desastre, uno siempre piensa que tiene tiempo para llevarse todo lo que atesora. Qu izá porque no se tenga la capacidad de evaluar la verdadera magn itud del suceso. Se puso el sombrero y cargó la mochila; la caminata no le resultaría sencilla con el peso que llevaba, la pendiente adversa, el p iso con pedregullo y el viento en contra, le co mp licaban la marcha. No quitaba el ojo de la colina del ―Falso Gran ít ico‖. Observó una vez más hacia las nubes de humo; sobre el filo del cerro pudo observar los destellos del fuego. Las ráfagas que provenían del oeste incrementaban la emanación de hu mo. Solamente at inó a mascullar: —Mald itos demonios. Hugo ya había salido de los límites del campamento y caminaba por la ruta de consolidado con prisa. Cuando cru zaba el puente de madera sobre el río Manso, vio con pavor cómo las llamas se devoraban el bosque de lengas achaparradas que estaban cerca de la cima del cer ro. Descendían rápidamente por el faldeo como un rodillo infernal, dejando a su paso una estela carbonizada y humeante. Pudo escuchar el ruido de la madera que crujía al quemarse. El fuego tomó los primeros coihues que se encontraban en el bosque, que se extendía por detrás de la ruta que llevaba hacia la ―cascada de los alerces‖, y se fagocitaba maderas centenarias en un abrir y cer rar de ojos. Cuando dejó el puente, icono característico del lugar, lamentó que quizá no volvería a ver nunca más aquel hermoso y apacible paraje, donde el río tomaba color verde turquesa con tonalidades tan variadas. Al desaparecer el bosque, le quitaría la esencia encantadora y mág ica que había allí. No se imag inó que todo eso pudiera sobrevivir. El colectivo aguardaba en el cruce de caminos. Éste sería su último recorrido del día y de la temporada veraniega también. A su alrededor estaban los bomberos, hacha en mano, en fundados en sus trajes amarillos, con cascos provistos de visores transparentes y tanques de oxígeno en las espaldas. Parecían guardianes imp erturbables ante el peligro que se avecinaba. Hugo los observó mientras ascendía al vehículo. ―¿Qué podrían hacer contra ese fuego?”, se preguntó. La lluv ia, ausente por la tremenda sequía, era lo único que podría detener el avance de las llamas. Por cierto, la nevada inesperada que vendría El hombre que vi no del Es te Claudio Erbin
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―milagrosamente‖ unas semanas después , apagaría definitivamente aquel incendio. —¡Vamos!… Vayan subiendo —lo sacó de su ensimis mamiento el conductor. Ascendió, saludó al resto de los evacuados. Sin embargo, permaneció imbuido en sus vericuetos mentales sin prestarles atención. Una persona que estaba detrás le tocó el hombro. Hugo se dio vuelta y se encontró con Laura, la méd ica que lo había atendido aquella mañana. —Hola. ¿Có mo estuviste en el día de hoy? —le preguntó amablemente, con sincera preocupación. —Bien, b ien. A lgo cansado, pero bien. —¿A dónde te fuiste? Te nos escapaste —lo retó con delicadeza—. Si supieras la rabieta que se agarró el guarda parques cuando descubrió que te fuiste sin avisar—. Hugo sonrió en silencio, no encontró palabras para justificarse, en realidad no pensó que debería tenerlas. —Po r lo v isto , c reo que hoy no fue su día —respondió y señaló hacia el incendio con su dedo—. Lamento haber contribuido en ello —concluyó con voz baja. Nadie de los allí presentes se hubiera imag inado el verdadero alcance de su comentario. —Tampoco lo fue para nosotros. La conversación se interrumpió cuando el conductor, le preguntó algo inquieto al suboficial de gendarmería que se encontraba sentado en el primer asiento: —¿Salimos? El colectivo dejó aquel lugar camino hacia la ciudad de San Carlos de Bariloche. Hugo miró por la ventanilla hacia las profundidades del bosque de los quechronamun. La frente posada sobre el vidrio tambaleaba a la par de las vibraciones producidas al desplazarse por el camino de ripio. A pesar de ello, sus ojos estaban fijos en el paisaje mítico. Algunos recuerdos parecían emerger de una confusa neblina que velaba su memo ria. La duda co men zó a carco merlo; quedaba la posibilidad de que todo aquello que creyó haber viv ido haya sido producto de su frondosa imag inación. Nunca hubiera pensado que aquel pasado cercano le pudiera afectar tanto, ni tampoco có mo le iría a cambiar la vida. No era para menos, ya que en esos cuatro días su experiencia había sido muy densa, y todo no acababa allí. Ese terrible incendio del que estaba escapando, había sido el inicio y no el fin de un proceso. ¿Habría un mensaje oculto en el mis mo fuego, efecto de una causa iniciada por él? Pod ría pensar en el simbolismo de quemar una etapa para comen zar otra ¿Quemar para purificar y volver a renacer en una nueva e xperiencia de v ida? ¿Resurg ir de las mis mas cen izas como el ave Fénix? Eso lo calmaba, pero El hombre que vi no del Es te Claudio Erbin
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no podía evitar sentir aquella angustia que le p roducía impotencia y bronca a la vez al ver esos bosques cubiertos por densas columnas de hu mo. Él creía tener cierta responsabilidad. Fue en vano tratar de quitar ese sentimiento pues no estaba en armonía. Se palpó el pecho, comprobó debajo de la chomba que aún tenía ese extraño objeto que colgaba de una cadena de plata de eslabones rústicos. Disimu lada mente extendió el escote para observarlo. Contenida y protegida por una jaulilla de plata, estaba una burbuja de cristal del tamaño de un guijarro, dentro de la cual parecía haber un elemento líquido y plateado que se asemejaba al mercurio, si es que no lo era. Eso lo había traído del otro lado, lo cual probaba que la experiencia había sido verdadera. ¿Y las pimuntuhues?, recordó. La faltriquera donde tenía esas piedras mágicas la había perdido, pero no supo cuándo ni dónde. Quizás en alguna de las tantas escaramu zas que tuvo. Todo era posible. Le costaba mantener ciertos recuerdos, algo se los estaba borrando de la memoria in mediata. Cerró los ojos y se echó para atrás en el respaldo del asiento. Mientras acariciaba el enig mático talismán, intentó repasar los hechos que lo llevaron hasta ese lugar. Co men zó por preguntarse cómo hacer la lectura de lo que le había sucedido. ¿Habían sido hechos reales? ¿Por qué le t uvieron que pasar a él? En los últimos años, el mundo social se le había tornado demasiado co mplejo y difícil. La g lobalización y el neoliberalis mo afectaron la economía en forma contundente, lamentablemente, en contra de su bienestar y de su familia . Abundaron los problemas con los que lidiar en ―la realidad‖. Podría ser lógico, y hasta previsible, que se hubiera retraído en el submundo de la fantas ía para evadirse. Tendría razones para hacerlo, cierto; abundaban las razones. Pero si fuera así, debería sentirse en ese mo mento con ganas de volver a escapar, ya que las causas seguían asolando al mundo. Sin embargo, en su conciencia tenía el peso de tener que cumplir con un deber. Co mo si hubiera encontrado algo allí que lo inc itaba a tomar las riendas y afrontar esa nueva realidad desde otra perspectiva. Pensar que lo suyo fue un ―escapismo‖ sería una forma sencilla de pretender explicar la situación, siempre y cuando se lo viera desde una óptica materialista y se pensara que todo fue una mera casualidad. Si se tuviera que guiar por esa pos ibilidad, estadísticamente no podría haber sucedido lo que le sucedió. No había cabida para ―la casualidad‖. Los hechos casuales son esporádicos y desconectados de cualquier otro evento, sin seguir una secuencia que se pueda determinar como un camino. Todo daría a suponer, que muchas de las cosas que vivió fueron debidas a una marcada ―causalidad‖ sobre hechos sucedidos en un pasado tan lejano, que se remontaron a un mo mento anterior a su nacimiento, y que el presente era un cúmulo de hechos que podían suceder desde varios pasados posibles, siguiendo tendencias que existían en su mente. Si bien sus inquietudes interiores, sumergidas en el afán de una búsqueda espiritual y material de la felicidad influyeron mucho, no podía dejar de lado al cú mulo de coincidencias que experimentó. Coincidencias sobre hechos sincrónicos que sucedieron dentro de un ―continuo‖ espacio tiempo, donde no se podría hablar de un espacio tridimensioEl hombre que vi no del Es te Claudio Erbin
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nal ni de un tiempo lineal. Fueron sucesos sincrónicos significativos. Quizá Hugo no lo entendía; los vestigios del concepto mecanicista sobre el proceder humano estaban aún fuertemente arraigados en él. Era una persona racional, con dudas metódicas que lo alejaban del escepticismo sistemático y lo hacían demasiado estructurado como para aceptar la intervención del ―genio maligno‖ cartesiano. Pero todo eso quedó en el ―antes‖. Había comen zado a vivir el ―después‖, donde lo pensado comenzaba a derivarse de las sensaciones percibidas. El agotamiento lo venció y se recostó sobre el vid rio de la ventanilla ; todavía le quedaba algo más de una hora de viaje. En los últimos días nunca había tenido un sueño normal y se despertaba cansado. Cerró los ojos y se relajó ráp idamente. En realidad, no supo cuándo se quedó dormido.
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Cinco años pasaron desde que cruzó ―la barrera de los treinta‖ y, así co mo tantos que con frecuencia intentan buscar causales en algo externo, alguna vez pensó en echarle la culpa por lo que le estaba sucediendo. Ciertamente, no fue esa ―barrera‖ la causa. El origen era co mplejo, d ifícil de resolver. Lejos quedaron los días cuando su inconciente estaba influenciado por la óptica regresiva del pecado, y todos esos castigos mentales infligidos por su formación cristiana . Desde que tenía uso de razón fue un sujeto sometido, como tantos otros, por los que dominaban a la sociedad de su país. Grupos concentrados de poder, la ig lesia, los militares y la intervención extranjera. Estaba harto de escuchar que debía seguir el orden natural de las cosas, el no te metas, el por algo será que al otro le pasa lo que le pasa, imitar a la potencia del norte, mirar a Europa, ser ordenados, serios, occidentales y cristianos, etc. Esa sociedad era un reflejo en donde ese poder se observaba a sí mis mo. Cansado de que el sentido común se lo fijaran otros y de estar imp licado en un mundo en donde todos creían y decían lo que el poder quería que dijeran, comen zó a sentir que estaba siendo pensado desde la mente de otro. No se podría decir que fueron los únicos motivos para que comen zara a cuestionar sus creencias, lo cual derivó en un ateís mo profundo y en un cuestionamiento continuo de todo lo que estuviese relacionado con lo que le había tocado vivir. Ciertamente, influyeron el materialis mo, el consumis mo, la amb ición, la co mpetencia y otras tantas consecuencias regresivas de la sociedad capitalista en que se movía, en que estaba imbuido desde que era un niño, además del contexto de la realidad física, ún ica y palpable que sus sensores disponibles podían percib ir. Todo esto lo manten ía atrapado y, de alguna manera lo hacía sentir cómodo en esa situación de privileg io que le había tocado vivir desde su niñez, en el ceno de una familia burguesa de clase media. Luego, en algún momento de su madurez, co menzó a pensar en que el bienestar debería ser para todos, la desigualdad e inequidad traerían más problemas, que las religiones adormecían los reclamos de justicia y boicoteaban las soluciones reales que requería la gente, que no se podía actuar como el avestruz, que había que hacer algo para vivir mejor ya que antes de la vida y después de ella no e xistía nada. La finitud tenía su lógica, pero era difícil de sobrellevarla. Esa dificultad fue parte del motivo por el cual algo siguió repercutiendo dentro, como esquirla que vibraba en resonancia con las fibras íntimas de su ser. Su inconciente se negaba a creer que la vida era un camino sin final, sino que continuaba por los vericuetos de la mente a lo largo de su evolución. Esa vib ración que había quedado y que nunca había muerto, q u izás fue la que lo volvió a poner en la senda d e la es p irit u alid ad y apartarse de la frivo lidad de ese sistema que se devo raba todo. Ay udado por una serie de hechos significativos que condujeron sus pensamientos a través de senderos extraños y nunca antes vividos, comen zó a tener una serie de experiencias más allá de la imag inación. Si se las hubiera contado a cualquier incrédulo le hubiera creído loco, y que tendría que hacer un tratamiento para retomar el camino a la realidad. ¿Pero cuál era la realidad? ¿Dónde estaba ese parámet ro? ¿En la concepción mecanicista del Un iverso? La realidad parecía
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ser aquella, que definida co mo tal por el homb re, producía consecuencias que, de ser así, eran reales.
Ab ril de 1994: Era un fin de semana lluvioso, de esos que no le daban ganas de salir. Su esposa había ido al video club y, a sabiendas de que esa precisa tarde no iría a conseguir nada interesante, decidió ordenar la biblioteca. Co mo suele pasar en esos casos, uno se encuentra con algo que hacía mucho no se topaba. Sopló el polvillo posado sobre un viejo libro, era un tratado de ―Teogonía del Universo‖. Lo ab rió en cualquier pág ina, su mirada quedó en el subrayado que hizo en su mo mento; comentaba sobre la trascendencia del hecho de que todos los grandes sistemas de filosofía relig iosa, admit ían la existencia de un ser supremo, único y trino a la vez, la in mortalidad del alma, y la existencia de seres intermediarios entre Dios y el hombre. ¿Cuál sería el nexo entre aquellas civilizaciones? Exp licaba que el hombre a lo largo de la historia, en diferentes lugares geográficos y distantes en el espacio y en el tiempo, mantenía la creencia en cosas similares. ¿Sería debido a la existencia de un arquetipo que trasciende lo físico? Aquella tarde Hugo guardó el libro y se quedó con ese pensamiento. A pesar de que ninguna relig ión entraba en su mundo mental, la vacuidad que le había dejado el ateísmo, paradójicamente no la podía llevar desde la razón. La representación de la realidad y de la existencia a la cual debía enfrentarse, no lo satisfacía; intuía que era falsa e incierta, al igual que los dogmas. Viv ía in merso en una pesadilla diaria, donde la vida era un devenir de acontecimientos apresurados a los cuales debía seguirle el rit mo para no perder un t ren, que no sabía a dónde lo estaba conduciendo, pero que sin embargo, era conciente de que era dirig ido por ―otros‖. ¿Quiénes eran esos otros? Con los medios de comunicación masiva no es difícil movilizar la ambición de la gente para que surja el afán de competir, de querer lo que tiene el otro, de desear lo que no se puede tener y, en esa confusión, hay veces que se termina luchando por no ser considerado un inepto por no lograr ciertos objetivos cons umistas. No es fácil tener que rendir examen casi todos los días. Se dio cuenta de que repetía pautas de comportamiento como si fuera un autómata, sumergido en problemas laborales y personales que le quitaban el sueño, la salud y la paz interior. Estaba harto de las noticias que lo angustiaban permanentemente, basadas en la realidad social y política del mo mento, o sencillamente inventadas porque era la línea de bajada de los intereses de poder que dominaban la economía y por ende, el país. No pocas veces se preguntaba: —¿Dónde está la felicidad? La vida era una gigantesca línea espiral donde los problemas incid ían entre sí. Lograban un efecto catalizador entre ellos, se retroalimentaban co mo si tuvieran vida propia o una inteligencia artificial que los hacía cada vez más fuertes El hombre que vi no del Es te Claudio Erbin
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y poderosos, para generar un desbastador vórtice que lo devoraban poco a poco y le cegaban la propia existencia. Hasta llegó a preguntarse si tenía sentido vivir así, ya que cada vez más se convencía de que su vida estaba carente de autenticidad. Poco a poco comenzó a reflotar en su mente una chispa intuitiva; debía haber algo distinto. Así como había gente que era infeliz, estaban los que eran felices. ¿Có mo lograban serlo?, se preguntaba. ¿Sería una cuestión de actitud ante la vida? Concluyó que era una aceptación del nivel de equilib rio entre virtud, contemplación y bienes personales que le tocó como realidad. ¿Real id ad ? Es a era la p alab ra clav e. Cad a u n o t en ía s u p ro p ia realid ad . En t o n ces , ¿cuál era la s u y a ? ¿Era el pienso y luego existo, p ara du d ar de todo aquello que le hiciera distinguir lo verdadero de lo falso? ¿Sería tan sólida como se le presentaba? Si bien pensaba que el ser humano no era una abstracción, sino algo corpóreo, activo, que tenía una historia y que se relacionaba con un medio llamado sociedad, percibía que lo complementaban otras cosas. La materia le parecía tan sólida como la realidad, sin embargo todo no era materia. Intuyó que las cosas podían ser más fluidas, menos rígidas. Quizás tenía que dejar de ver al mundo de esa manera. La clave cons ist ía en verlo co mo si todo estuviera regido por pautas de energía, la cual podía ser influenciable de alguna manera. Se dejó llevar por esa coincidencia in icial que le h izo ab rir aquel libro, y co men zó a leerlo desde una nueva óptica. A partir de ese día, muchos otros libros se fueron agregando a esa lista que lo condujeron a tratar de entender cuál era su realidad, por supuesto, para saber có mo modificarla. Rememo ró aquella época de su búsqueda espiritual ―her mét ica‖ que había tenido en la pubertad, cuando creía que junto a la concepción del Cosmos había un Dios creador y un Plan en su Mente, la Mente del Todo, y que al ser éste la actividad de una Vo luntad sabia, el Plan ten ía que ser por esencia bueno. Si esa Voluntad estaba dirigida a la Evolución, todo lo que no la entorpeciera sería bueno. En toda lo existente habría entonces una esencia individualizada, una fuerza vital y un sistema de energía y materia que se traduciría en la trilogía de correspondencia entre los planos Físico, Mental y Espiritual. Pero ya había dejado de creer en esas cosas. Estaba convencido de que el Universo, la humanidad, se crearon por un hecho casual. Así como se originó la vida, pudo no haberse generado nunca. A pesar de ello, seguía leyendo esas cosas. Si b ien no creía en algo superior, sentía que había algo espiritual en los seres humanos. Algo más allá de lo físico. Su esposa no quería que perdiera el tiempo en esos libros. Según ella, tenía que aprovecharlo en capacitarse en algo que le redituara d inero en el futu ro. Dinero. Dinero y más dinero. Exit ismo. Progreso. Esas con-versaciones lo afectaban. Lo sacaban del foco de sus meditaciones sobre la trilogía que debería mantener el equilib rio en el ser hu mano: Mente, Cuerpo y A lma. —¿Alma? —interru mp ió cuando Hugo le comentó sus pensamientos—. No necesito que exista un alma para explicar que deba haber un lugar donde se lleEl hombre que vi no del Es te Claudio Erbin
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ven a cabo los procesos mentales. Para eso está el cerebro y sus reacciones químicas. Só lo eso produce el pensamiento —dijo con iracunda autosuficiencia. —Estoy de acuerdo , pero tamb ién, el cerebro es un recipiente y la estructura psíquica de la personalidad no dependería de él. —¿Si no está allí, dónde está? ¿O acaso me vas a decir que muerto el cerebro el alma sigue estando? Qué tu pensamiento sigue existiendo en, contenido no sé dónde. ¿En el cielo? —Pueden ser independientes. —Perdoname, pero no lo puedo creer. Una vez muerto el cerebro, se muere todo. Lo contrario, nadie lo pudo comprobar. A Hugo le faltaban elementos para poder contestarle, quizás no los tendría nunca. No estaba seguro si lo intuía o si era más que nada un fuerte deseo de continuidad de su ser. La realidad co mp robable por él, fue que la mayoría de los hitos que aparecían en su camino a part ir de ese mo mento, dependieron de hechos que le abrieron la mente sobre el concepto de la relación entre conciencia y psique. Percibió que su espiritualidad estaba en una dimensión tan import ante de su existencia, que le permit iría relacionarse con el Universo sin inter med iarios, y de una manera d istinta. Su mente jugó un papel preponderante, era el único ―laboratorio‖ donde experimentar. Pero él tenía muy poco control sobre ella. Era paradójico, una herramienta tan impo rtante la ten ía tan desatendida. Ese desconocimiento lo llevó, no pocas veces, a pretender exp licar algunos fenómenos confundiéndolos con temas espirituales. La existencia del alma era una creencia, un acto de fe y no una realidad. Si Hugo sabía poco sobre la mente, menos sobre el alma. Investigó, siempre desde una óptica distanciada; descubrió que algunas culturas antiguas llegaron a conocer los misterios que rigen a las almas. M isterios que quedaron adormecidos por el constante empecinamiento del hombre por lograr el poder tempo ral, lo cual lo condujo a la destrucción sistemática de las bases de conocimientos provenientes de edades ancestrales, y desvinculó, por co mpleto, a la ciencia del espíritu. Co mprendió la importancia de saber cómo to mar conciencia de su cuerpo, del aquí y ahora. Algunas teorías decían que eso podía llevarlo a los u mbrales de lo div ino, y que lo podría trasladar a otro plano de existencia. Desde la psiquis de la célula más elemental, hasta el áto mo. ¿Y más allá qué? Más allá se encontraba el umbral de la dimensión de la conciencia, pero no sabía cómo dar el p rimer paso, el que deter minaría la realidad de su materia. Percib ía un Universo viviente y conciente, estratificado en una infinidad de niveles donde cada uno de ellos era independiente. Se asombró al descubrir que también había una inter dependencia, por medio de la cual podría influir en los niveles inferiores si utilizara las órdenes adecuadas. Detrás de todo eso había un mundo interior que era tan real co mo el exterior, y que existía porque poseía una mente para percibirlo. Pero le faltaba comprender aún, que también había que agregarle El hombre que vi no del Es te Claudio Erbin
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una conciencia que lo entendiera racionalmente y un alma que lo abarcase irracionalmente. Hasta que comen zó a utilizar una herramienta fundamental. La med itación fue el elemento disparador del ingreso a la realidad mística, a la metafísica . Le permit ió expandir la conciencia más allá de los límites de su ego. Pero el acceso a los estados de conciencia alterados era pelig roso si no se hacía con una guía adecuada. Sintió traspasar un portal invisible a través del cual habría t rascendido aquel frag mento de la realidad interpretada por el ―orden man ifiesto ―, para ingresar en aquella totalidad de la existencia deno minado ―orden oculto‖.
Julio de 1997: Su esposa lo observaba detrás de la puerta entreabierta. Estaba mo lesta por su actitud pasiva, prefería verlo trabajar en la casa, en alguna actividad de mantenimiento, incluso mirando televisión, antes que hace r ―eso‖. Meditando en la postura siddhasana, finalizó su sesión de yoga. Aquel sábado sería una jornada difícil para sus relaciones. Con el peso de las vicisitudes económicas que estaban pasando, nunca pensó que terminaría con una discusión teológica. Cuando fue a la cocina ella le co mentó con ironía: —Si seguís así, vas a volver a perder tiempo en la ig lesia. Él co men zó a prepararse un jugo de naranjas como desayuno; solamente hizo un gesto aprensivo, no tenía sentido responderle. —Me gustaría saber qué te transformó. —Las personas cambian —se encogió de hombros—. Solamente estoy prestando atención a cosas que antes pasaba por alto. Además, el yoga es un excelente ejercicio. Me sirve para canalizar el estrés que me está produciendo toda esta mierda que estoy viviendo en el laburo con los despidos. No tengo la mente tranquila cuando veo que están rajando a algunos de mis compañeros. —Por lo menos deberías prestarle más atención a los chicos, en vez de encerrarte en ese cuarto haciendo esas pavadas . O ir a buscar otro laburo. —Si, porque sobra trabajo por todos lados. Subo al colectivo y ya me toman. ¿O no sabés que hay más de un quince por ciento de desocupación? —le respondió sin poder evitar la ironía. Lo suyo no pasaba por lo relig ioso, además no creía en un Dios. Quizá no como se lo entiende normalmente a Dios. Lo cierto fue que el ―despertar‖ lo condujo a la ―revelación‖ y poco a poco Hugo dejó el ateísmo por una relig ión propia, ¿agnóstica quizás? Le costaba creer en un universo creado según el ―Génesis‖, en un Dios cruel y guerrero denominado como ―Universal‖, pero limitado a un solo pueblo sobre la Tierra, y para colmo, con la necesidad de hacerse hombre para conocer su sufrimiento. En un profeta o Mesías como Jesús
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cuya historia fue escrita, modificada, velada y mancillada por intereses político económicos de hombres de valores dudosos , más relacionados con el poder secular de una sociedad patriarcal y retrógrada que con principios human istas . ¡Qué tremenda incoherencia! Demasiadas controversias tenía su religión de nacimiento, demasiados rincones oscuros, demasiados vacíos. Si existió Jesús como profeta, según confirmarían algunos alegatos históricos, lo que pudo haber sido un mensaje claro hace veinte siglos, evidentemente quedó falto del contenido original. Ni siquiera la Nav idad, la celebración de la fecha de su nacimiento, es cierta. Hoy en día se sabe que es la celebración de una fecha pagana que en la época de Constantino las autoridades eclesiásticas la tomaron como propia. Fue durante el famoso concilio de Nicea que le superpusieron el nacimiento de su profeta y que crearon el credo con ese invento de la trinidad. Jesús pasó a ser una deidad, como si fuera un dios Griego, cosa que no cabía en la cabeza ni en las creencias de los primeros cristianos, pero sí de los greco-romanos cuyo imperio catapultó a esa religión como un elemento más de captura de las subjetividades populares con el solo objetivo de concentrar el poder. Ese poder que absorbió exitosamente las voluntades y las mentes de la gente toda y después de gran parte del mundo, hasta hoy. Y esto no quedaba en los orígenes de su religión con que fue bautizado. Ya muy joven, después de haber estudiado la historia, había visto las cons ecuencias casi nefastas del Cristianis mo en la vida de las civilizaciones occident ales, por lo tanto no pudo evitar dejar de tener el pensamiento simp lista de que si el Dios de su relig ión realmente existiera, ¿có mo fue que permit ió que sucedieran tantas atrocidades en su nombre? Aunque, si viéramos al dios del antiguo testamento, que no se caracterizaba precisamen te por ser un dios bondadoso, quizás su pensamiento no sería tan simp lista. Pero co mo él era un ser introvertido y sensible que se apoyaba en las funciones racionales del pensamiento y de los sentimientos, fue casi inevitable que llegara a las conclusiones que lo llevaron a ese punto: al agnosticismo. Por ello, algo le faltaba para co mpletar el vacío que sentía y que no podía describir, mucho menos exp licar. Ten ía una vaga expect ativa, co mo quien espera recibir una señal.
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