Qué clásic clásicooss!
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Versiones breves de grandes clásicos de la literatura universal
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La metamorfosis de Franz Kafka
Cada uno verá en Gregor Samsa una idea diferente: el rechazo por la diferencia, el esclavismo de las estructuras rígidas, la incomunicación, la culpa... La metamorfosis ha tenido tantas interpretaciones como lectores. Ahora es vuestro turno de descubrir quién es para vosotros Gregor Samsa.
Lugar y año de publicación: Alemania, 1915 Lengua original: alemán
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Una mañana, después de un sueño intranquilo, Gregor Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Notó que su espalda era un caparazón duro que le impedía moverse con libertad. Levantó un poco la cabeza para mirarse el cuerpo y se encontró con un vientre convexo y oscuro, con numerosas patas alrededor, penosamente delgadas, que se agitaban sin orden. —¿Qué ha pasado? No era un sueño. Estaba allí, en su habitación. Sobre la mesa estaba el muestrario de telas —Samsa era viajante de comercio— tal y como lo había dejado la noche anterior. Miró por la ventana, fuera estaba nublado y se dijo a sí mismo que quizá sería mejor dormir un poco y olvidarse de todas esas locuras. Pero solía dormir de lado y el caparazón con el que se había despertado le imposibilitaba esa postura. Miró el despertador. —¡Dios mío! —exclamó para sí. Eran más de las cinco y media. Había puesto la alarma a las cuatro para ir a trabajar. Su madre llamó a la puerta. —¡Gregor! ¿No tenías que irte de viaje? —dijo desde la habitación contigua. ¡Qué voz más dulce tenía su madre! Y en cambio él, cuando comenzó a contestar, se dio cuenta de que la suya era penosa y estridente, las vocales se mezclaban con un silbido
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desagradable que hacía incomprensible su discurso. Por esa razón decidió no dar muchas explicaciones. —Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto. Al cabo de poco rato fue su padre quien golpeó la puerta, preguntando qué pasaba. Casi simultáneamente, su hermana, más bajito y desde la habitación del otro lado, le preguntó si necesitaba algo. —Ya estoy bien —respondió Gregor a ambos, hablando lo más lentamente posible para hacerse entender mejor. Por suerte, había adquirido el hábito de cerrar siempre la puerta con llave, una costumbre lógica para un viajante que se pasa la vida de pensión en pensión. Lo primero que tenía que hacer era levantarse y vestirse tranquilamente, sin que nadie le metiera prisas. En la cama no podía pensar con claridad. Pronto vendría alguien del trabajo para reclamarle. Era algo que no podía comprender; después de cinco años sin faltar ni un solo día en el trabajo, vendrían a buscarle como si no tuvieran ni una pizca de confianza en él. Lo sabía porque era la manera de proceder de la empresa, la persecución de cualquier trabajador que demostrara un mínimo retraso en su llegada. Aunque tenía razones para levantarse, no era tan fácil como había pensado. El duro caparazón seguía siendo una losa que dificultaba sus maniobras. El único movimiento que podía sacarle de la cama tenía que ser brusco; podía llevarle de bruces al suelo y hacer que se lastimase en la cabeza. Mientras intentaba el balanceo necesario para acometer la acción, oyó que llamaban al timbre, la criada abría, el gerente hablaba con ella y, al fin, su madre, su padre y el gerente iban hasta la puerta de su habitación. Gregor continuaba el balanceo que tenía que permitirle levantarse, vestirse, salir a hablar con el gerente
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y explicarle que en seguida iría a trabajar. Cuando por fin consiguió bajar de la cama, como había previsto, fue cayendo de bruces y causando un gran estrépito. —Aquí dentro ha pasado algo —dijo el gerente ante la puerta. Su hermana, susurrando desde la otra habitación, le dijo que el gerente había llegado, y Gregor le respondió que ya lo sabía. Su padre, nervioso, le preguntó si el gerente podía entrar a hablar con él. Su madre dijo que seguramente estaba enfermo; si no, ¿por qué habría perdido el tren y habría faltado al trabajo? El gerente replicó que bien podría ser así, pero que también podría ser que su hijo estuviera fingiendo. Su padre decidió preguntar otra vez a Gregor si el gerente podía entrar en su habitación. —No. —Fue la única respuesta que pudo dar, mientras su hermana empezaba a llorar en la habitación de al lado. «¿Por qué llora Grete?», se preguntaba Gregor. Pensó que seguramente lo hacía porque debía de creer que si no abría la puerta, perdería el trabajo, lo cual significaba que sus padres volverían a estar asediados por las deudas fruto de la ruina económica del negocio de su padre. Hacía ya cinco años que Gregor se había hecho cargo de la familia, aportando todo el dinero que necesitaban para vivir, e incluso más. Por ejemplo, Grete tocaba muy bien el violín y, aunque a sus padres no les parecería bien, estaba dispuesto a pagarle clases de música el próximo año. Así mismo pensaba decírselo a Grete y también a sus padres por Navidad. Pero ahora, el miedo a que Gregor perdiera el trabajo hacía llorar a Grete. Gregor no estaba preocupado. Estaba bien claro que él no tenía ninguna culpa de nada y, en todo caso, en cuanto pudiera vestirse y salir a explicarse, todo se resolvería. —¡Señor Samsa! —gritó el gerente—. ¿Qué está pasando?
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El oficio de viajante es duro, pero no podemos quedarnos en la cama a las primeras de cambio. También debo decirle que hoy el secretario me ha comentado que ayer hizo usted un cobro. Yo le he dicho que juraría en ese momento que usted nunca se aprovecharía de una circunstancia similar. Pero ante esta situación, y si no se dispone a abrir la puerta, debo decirle que ya no intercederé más por usted. Antes al contrario, quizá tenga que empezar a dudar de usted. —¡Tranquilícese! —dijo Gregor mientras pensaba cómo hacer mover el montón de patas desorganizadas que tenía pegado al cuerpo—. Ya me levanto, me visto e iré en seguida, tomaré el tren de las ocho. Ayer me encontraba un poco mal, no sé por qué no lo dije, pero ahora ya me encuentro mucho mejor. Así que no se preocupe. Explique todo esto en la oficina, y sobre todo al señor director. No debe dudar de mí, todo volverá a la normalidad. Gregor ya había adquirido un poco de agilidad y consiguió apoyarse en el baúl, después en una silla y acercarse a la puerta. —¿Han entendido algo de lo que ha dicho? —preguntó el gerente—. ¡Diría que se está haciendo el loco! Parecía la voz de un animal... Su madre pidió a Grete que fuera a buscar a un médico, y su padre dijo a la criada que avisara a un cerrajero para abrir la puerta. Podría ser que Gregor ya se hubiera acostumbrado al sonido estridente de su propia voz y le pareciera que se le entendía cuando en realidad no era así. Gregor esperaba del médico y del cerrajero acciones insólitas y maravillosas que solucionaran aquella situación, pero ante la intranquilidad del gerente no podía esperar. Tenía que abrir la puerta. Empezó a
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hacer girar la llave con la boca, lo que le causó heridas de las que sangraba un líquido negro. Fuera, el gerente se dio cuenta de que el cerrojo se movía, pero ni él ni su padre ni su madre le dieron ánimos para continuar con más tesón aquella difícil tarea. Nada de nada. Al fin, abrió la puerta y Gregor pensó que al menos ya no haría falta un cerrajero. Las reacciones fueron diversas: el gerente dejó salir un sonido gutural y se cubrió la boca, su madre se desmayó y su padre retrocedió hasta el recibidor y se puso a llorar. Gregor contemplaba la escena desde una de las hojas de la doble puerta, a la que se había quedado pegado, convencido de que, de todos los implicados, él era el único que había sabido mantener la calma. Pasados unos segundos, el gerente empezó a retroceder hasta llegar al final de la escalera. Una de sus manos se aferraba a la baranda, como si algo le impidiera huir corriendo. Gregor no podía aceptarlo: si el gerente se iba, tenía demasiadas posibilidades de perder el trabajo. Si su hermana Grete, lista como era, hubiera estado allí, lo hubiera retenido; pero ella había salido en busca del médico y, por lo tanto, tendría que hacerlo él mismo. Empezó a desplazarse hacia donde estaba el gerente. Justo en ese momento su madre despertó y comenzó a gritar, el gerente salió corriendo y su padre tomó el bastón del gerente —no se había molestado en cogerlo al irse, igual que su sombrero y su abrigo— y un diario, y empezó a arrinconarlo hacia la habitación. Solo había un problema: él había salido de la habitación en posición vertical y ahora estaba en el suelo en posición horizontal. Es decir, su cuerpo no pasaba por el espacio que dejaba la única hoja de la doble puerta que estaba abierta. Gregor pensaba cómo hacerle entender a su padre la situación, pero el hombre estaba
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demasiado alterado para darse cuenta de esa sutileza. Habría sido tan fácil como abrir la otra hoja para que Gregor pudiera entrar sin problemas, pero su padre lo empujó a patadas hacia la habitación, donde Gregor entró soltando el líquido repugnante, fruto de las heridas que el incidente le había causado, y perdió el conocimiento. Cuando Gregor despertó, vio que le habían puesto un cubo de leche. Tenía hambre. Fue hacia allí, asomó la cabeza dentro del cubo y comprobó con extrañeza que la leche ya no le gustaba. Esperó. Gregor sabía que Grete sería lo bastante observadora como para entender que no estaba desganado, sino que la metamorfosis también había afectado a sus gustos alimentarios. Grete entró a la mañana siguiente y vio que no había comido nada. Se llevó el cubo y volvió al cabo del rato con diferentes tipos de alimentos: frescos, pasados, secos y algunos hasta podridos. Gregor notó que prefería el queso pasado y la comida que normalmente habría considerado que estaba en mal estado. Una vez establecidos sus nuevos gustos, Grete le traía comida dos veces al día. Él se metía siempre bajo el sofá; allí se sentía mejor que sobre la cama, a la que no había vuelto a subirse. Grete entraba, le dejaba la comida y recogía los restos de la anterior. Ella nunca le decía nada. Gregor supuso que pensaban que, del mismo modo que ellos no podían entenderle, él no podría entenderlos. Pero de momento se consolaba escuchando las conversaciones a través de las puertas. Al principio todas eran sobre lo que le había ocurrido, cómo había sucedido o qué iban a hacer; pero poco a poco se fueron centrando en el problema económico. Su padre estaba arruinado, pero todavía tenía algunos ahorros, para dos años a lo sumo.
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Gregor pensó en su padre, un hombre que no había trabajado en los últimos cinco años, que había engordado y ya era poco ágil. También pensó en su madre, que sufría un asma grave y el mínimo esfuerzo la hacía jadear. Y, no hace falta decirlo, pensó en la atenta Grete, que a sus dulces dieciséis años no debería preocuparse de otra cosa que no fuera estudiar. Ya hacía un mes de la transformación. A Gregor le gustaba mover una de las sillas para poder apoyarse en ella y mirar por la ventana. Un día se encontraba en esa posición no muy cómoda, pero que le permitía ver un poco del paisaje exterior, cuando Grete entró y se encontró frente a él. Sin decir nada, Grete retrocedió y cerró la puerta. Desde aquel momento, Gregor supo que tenía que hacer algo para ahorrarle la visión a Grete, que seguía siendo la única que entraba en la habitación. Decidió poner la sábana por encima del sofá; así, cuando él se pusiera detrás, estaría totalmente oculto. Otra de las costumbres que adoptó fue la de encaramarse por las paredes y el techo. Allí se sentía cómodo. Grete en seguida se dio cuenta de ello —quizá dejaba algún rastro que se quedaba pegado al techo—, y le pidió a su madre que la ayudara a mover los muebles para que Gregor pudiera tener más espacio. Su madre accedió entusiasmada, ya que su padre nunca la dejaba entrar en la habitación ni ver a su hijo. De todos modos, Gregor se escondió como siempre bajo el sofá cubierto por la sábana. Empezaron a mover con esfuerzo el baúl, que era muy pesado. Entonces su madre reflexionó: quizá Gregor no quería que movieran los muebles, quizá si lo hacían, pensaría que estaban perdiendo toda esperanza de que se recuperara. Él escuchó atento aquellas observaciones y pensó que tenía mucha razón. Incluso con los muebles en la
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habitación, empezaba a sentirse alejado de su anterior existencia humana. Pero la voz de su madre lo había acercado a aquel pasado. No, lo mejor que podían hacer era no mover nada, dejarlo todo como estaba, que continuara siendo su habitación. Pero Grete, que ostentaba con razón el título de saber mejor que nadie lo que él quería, dijo que sería conveniente que no hubiera muebles allí dentro; así podría moverse con más libertad. Gregor quería evitar aquel error que podría distanciarle para siempre de su condición humana. Su madre y Grete continuaban empujando el baúl, que ahora ya casi estaba en la otra habitación. Él aprovechó el momento en que las dos habían salido de la habitación para lanzarse sobre un cuadro con un marco de madera hecho por él mismo. Le pareció que aquel podía ser el símbolo de su queja: tenía que arriesgarse a que lo vieran e impedir el desastre. Pero lo que Gregor no había previsto era la reacción de su madre: al ver aquella mancha negra pegada a la pared, se cayó redonda al suelo. Grete fue a buscar un frasco para reanimarla, y Gregor, aún con el instinto de quien quiere hacerse escuchar, la siguió para comunicarse con ella, aunque no sabía cómo. Cuando encontró el frasco que buscaba, Grete se giró hacia la habitación y se encontró con Gregor en medio del camino. Se le cayó el frasco, cogió otros que había en el mismo cajón, avanzó hacia Gregor y lo encerró en la otra habitación, de manera que ella pudo quedarse con su madre. Se oyó la puerta de la entrada, llegaba su padre. Grete fue a buscarle, y solo con verle la cara él adivinó que algo había sucedido. Algo que él malinterpretó: creyó que Gregor había intentado escapar, lo que no era en absoluto cierto. Gregor trató de pensar cómo podía explicarle a su padre que él no había tenido ninguna intención de abandonar la ha-
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bitación. Le pareció que lo más lógico era pegarse a la puerta del dormitorio, demostrándole que no quería irse a ninguna parte. Giró la cabeza como pudo, para encontrarse con la mirada de su padre, y entonces fue cuando se dio cuenta de que hacía mucho que no salía del cuarto o veía a su padre. Llevaba un uniforme con botones dorados, como los de un conserje de banco, y lo miraba con autoridad. En todo caso, con o sin botones dorados, su padre no entendió el mensaje y empezó a perseguirlo. Gregor se movió unos pasos y su padre lo siguió. Entonces se dio cuenta de que su padre se había armado con un montón de manzanas con las que lo estaba bombardeando. Las primeras casi no le causaron daño, pero una de las últimas se le clavó en el caparazón. Su madre, recuperada la conciencia, se interpuso en el campo de batalla pidiendo a gritos que no mataran a su hijo. Malherido y sangrando el líquido negruzco, entró en el cuarto y perdió el conocimiento. Gregor salió muy mal parado de aquella pelea, con varios golpes y una manzana incrustada que dejaba una herida abierta permanentemente. Pero de algún modo, y pese a que ahora ya no podía moverse con facilidad y mucho menos subir por las paredes, aquella manzana podrida se convirtió en un recordatorio que toda la familia aceptó: él no era el enemigo. Además, desde el triste incidente, cada tarde dejaban la puerta de la habitación abierta para que pudiera verles mientras se sentaban a charlar en la mesa del comedor. Ahora podía escuchar sus conversaciones con la aprobación general. Pese a este gesto, las conversaciones ya no eran como las que él recordaba cuando estaba de viaje, aquellas charlas alegres que echaba de menos cuando estaba solo en cualquier hostal. Ahora las conversaciones eran sobre dinero, sobre cómo conseguirlo, sobre cuántas joyas más ten-
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drían que vender —las joyas que Grete y su madre se ponían los días de fiesta—, sobre sus trabajos agotadores, sobre Grete, que ahora era dependienta de una tienda. Y también sobre la necesidad de cambiar de casa, y sobre la imposibilidad de hacerlo por culpa de Gregor. Pero él sabía con certeza que ese no era el problema, ya que habría sido tan fácil como meterle dentro de una caja de madera con agujeros para que pudiera respirar durante el trayecto. El problema era que no querían asumir que habían sufrido una desgracia como ninguna familia la había sufrido antes. El paisaje que podía ver desde su habitación mostraba un padre que solo hablaba de los problemas, una madre y una hermana cansadas que, por la noche, cuando su padre se adormilaba en la silla, trataban de llevarle hacia el dormitorio contra su voluntad. Cuando por fin lo conseguían, cerraban la puerta, pero Gregor podía oír cómo lloraban y se las imaginaba sentadas una junto a la otra, abrazadas, y al cabo de un rato sin tocarse siquiera, mirando fijamente la mesa con los ojos secos. Pasaron las semanas y Grete cada vez limpiaba menos su habitación. Un día, a su madre se le ocurrió poner un poco de orden en ella; cuando Grete lo vio, se ofendió tanto que dijo que no volvería a entrar en el cuarto. Entre todos decidieron que lo más lógico era que se encargara la asistenta. No fue un buen cambio para Gregor, que hubiera preferido no volver a ver a nadie antes que tener que soportar la grosería de la señora. Ella no sentía ninguna repugnancia por él, pero tampoco sentía nada más. Lo trataba como a un animal, a golpes y sin ningún tipo de respeto. Además, la habitación de Gregor se convirtió en el lugar donde guardaban todo aquello que no sabían dónde meter. Y cada vez había más cosas que no sabían dónde meter, sobre todo desde que habían acogido a tres
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inquilinos que se habían instalado con sus propios muebles. Una noche, Grete se puso a tocar el violín. Los tres hombres quisieron escucharla y le pidieron que tocara en el comedor. Su padre y su madre accedieron en seguida, con una generosidad excesiva por la ignorancia de no haber sido nunca arrendatarios de nada. Gregor quedó conmovido por aquella música, pero los tres hombres parecían aburrirse. Él quería acercarse a Grete, decirle que viniera a su habitación, donde él la escucharía enamorado de su arte. Y sin darse cuenta ni saber cómo lo había conseguido tras todas las lesiones, se encontró fuera de la habitación, ante Grete. Uno de los hombres lo vio; no parecía asustado, pero empezó a pedir explicaciones. Su padre se puso muy nervioso y comenzó a empujar a los hombres hacia sus cuartos con tal insistencia que uno de ellos lo detuvo. Le dijo que se irían sin pagar nada y que tal vez hasta los denunciarían. Su padre cayó abatido sobre el sofá, su madre se desmayó otra vez y Grete seguía mirando la partitura como si aún estuviera tocando. —Ya no podemos aguantarlo más —dijo por fin Grete—. Todo el día trabajando, y luego esto. Debemos dejar de pensar que es Gregor. Debemos deshacernos de él. —Si al menos nos entendiera... —dijo su padre, asumiendo que no lo hacía—. Pero si fuera Gregor, ya se habría ido para no causarnos todos estos problemas. Lo miraron con odio. Gregor empezó a moverse lastimosamente para dirigirse hacia la habitación. No lo empujaron, habían visto el gesto de buena voluntad por su parte. Poco a poco, con mucho esfuerzo, resoplando y sufriendo, consiguió entrar en la habitación. Detrás de él, su hermana cerraba la puerta con llave.
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—Y ahora, ¿qué haremos? —dijo Grete. Dentro del cuarto, Gregor se dejó caer al suelo y exhaló su último suspiro. A la mañana siguiente, la asistenta lo encontró en el suelo. Le dio un golpe con la escoba, lo movió hacia un lado y hacia el otro y se dio cuenta de que estaba muerto. Salió al comedor y lo comunicó gritando. —¡Se ha ido al otro barrio! —dijo la asistenta, con su estilo poco refinado. La familia entera se despertó de golpe. Fueron a la habitación y se quedaron mirándolo fijamente. Notaron que estaba muy delgado y Grete comentó que casi no comía. Y lo miraron un rato más todavía. Después salieron de la habitación. El padre echó a los inquilinos con tal autoridad que no le llevaron la contraria. La madre, la hermana y también el padre se sentaron a la mesa para escribir cartas a sus jefes explicándoles que aquel día no irían a trabajar. La asistenta había acabado la limpieza y les hizo saber que no hacía falta que se preocuparan por aquella cosa de allí dentro. Pero no le hicieron mucho caso. Ya estaban preparados para salir a la calle a pasear. Irían en tranvía. Cogidos del brazo, pensaban que Grete ya era toda una mujer y que había que buscarle un buen marido. Y así, charlando sobre el futuro, se fueron calle arriba decididos a disfrutar del día de fiesta que se merecían.
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MÁS CERCA La dureza de un padre
Cuando Franz Kafka (1883-1924) escribió La metamorfosis había tenido algunas experiencias vitales que pueden permitirnos entender más profundamente esta obra. Kafka había nacido en la ciudad checa de Praga, en el seno de una familia de clase media alta. Su padre era comerciante y tenía una tienda en el centro de la ciudad; era un hombre autoritario y duro que marcó profundamente el carácter de su hijo. Kafka estudió derecho y acabó trabajando en una institución pública, el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, un empleo que le dejaba mucho tiempo libre para dedicarse a la verdadera pasión que había desarrollado durante la carrera, la literatura. Por lo tanto, tenemos: una familia acomodada, incomunicación con el padre y un trabajo basado en la burocracia, la estructura y la jerarquía. Muchas de estas experiencias se ven reflejadas en La metamorfosis, un texto que, como el mismo Kafka reconoció, tenía puntos de conexión evidentes con su propia biografía, como la mayor parte de los textos de este escritor. Incluso se ha señalado que el apellido del protagonista, Samsa, es un juego del escritor con su propio nombre, Kafka, por la posición de las vocales y la repetición de las consonantes. Insectos que no lo son
Parte de la crudeza del relato de Kafka se encuentra en la presentación de unos hechos absolutamente extraordinarios desde un punto de vista de detallismo mundano. Es decir, la víctima y quienes la rodean intentan aplicar la lógica que conocen en su mundo cotidiano, como si pudieran afrontar el hecho de
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que Gregor se ha convertido en un insecto de la misma manera que cuando hay que cambiar el agua del calefactor. Leyéndolo, parece que no es tan importante el hecho de que Gregor sea ahora un animal, sino el modo en que reaccionan todos los implicados en el asunto. Quizá por eso se ha dicho tantas veces que La metamorfosis no habla de una transformación física, sino de la exteriorización de un estado psicológico: Gregor Samsa ya era incomprendido, solitario e infeliz antes del cambio. Esta intención del autor puede ejemplificarse con una anécdota de la primera edición de La metamorfosis. Cuando Kafka supo que el editor había encargado una ilustración para la portada, se puso rápidamente en contacto con él para comunicarle que no quería que el dibujo fuera de un insecto. Kafka le propuso alguna escena de la familia ante la puerta entreabierta, pero en ningún caso podía aparecer un escarabajo o cualquier otra imagen de un animal. El editor le hizo caso y la ilustración definitiva de la portada fue la del padre de Gregor, en bata, tapándose la cara con las manos ante la puerta entreabierta. En español
Franz Kafka nos dejó cuatro novelas, unos cuantos relatos y otras más correspondencias (era muy aficionado a escribir car-
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tas). Además, mucha de esta obra fue editada gracias al hecho de que su amigo Max Brod no siguió las órdenes que Kafka le había dado: quemar todos los manuscritos que no se hubieran publicado después de su muerte. No pudo, por suerte para todos, cumplir la última voluntad de su amigo. A pesar de la osadía de Brod, la obra de Kafka no es muy extensa. Entre las joyas de su literatura está La metamorfosis, un texto corto, de lectura ágil y que, por su brevedad e intensidad, vale la pena releer más de una vez. Para aquellos que queráis entrar en el mundo a veces surrealista —o, como ya se denomina, kafkiano— de Gregor Samsa, podéis hacerlo en incontables ediciones. Durante mucho tiempo se acreditó a Jorge Luis Borges, famoso escritor argentino, la autoría de la primera traducción de La metamorfosis, en 1938. Estudios posteriores han demostrado que Borges jamás tradujo esa narración de Kafka, aunque la Editorial Losada se empeñe en defenderlo todavía hoy en la portada de su edición. La primera traducción al español se publicó en España en 1925, solo un año después de la muerte de Kafka. Aún hoy sigue en disputa la autoría de este texto que sirvió de base para muchos de los estudios posteriores que se hicieron de la obra. En todo caso, lo más recomendable es escoger alguna de las traducciones más recientes. Entre las más reeditadas tenemos la de Miguel Salmerón Infante (EspasaCalpe), la ilustrada de César Aira (Libros del Zorro Rojo) o la de Tina de Alarcón (Edimat). A finales de los noventa se hicieron nuevas traducciones a partir de los originales de Kafka —y no de los textos ordenados por su amigo Brod— en unas Obras completas editadas por Galaxia Gutenberg que incluyen la traducción de Juan José de Soler bajo el título La transformación, más próxima al original alemán Die Verwandlung.
© del texto Carme Puche Moré, 2012 Revisión lingüística Virginia Sanmartín López Jesús Tavira Arbiol © Ilustraciones Antonio Cuesta Cornejo David Morancho Moreno Javier Sánchez Casado Diseño gráfico
Jordi Rabascall Madrid (Estudi Puche S. L.) © de esta edición Editorial Septimus c/ Rajoleria, 3 08472 Campins Primera edición: mayo de 2012 Segunda edición: diciembre de 2012
ISBN: 978-84-940179-1-9 Depósito legal: B.15881-2012 Impresión
Llob 3 S. L. c/ Comadrán, 1 Polígono Industrial Can Salvatella 08210 Barberà del Vallès Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.