CARRUS NAVALIS

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REVISTA DIGITAL DEL CENTRO DE INFORMACIÓN Y DOCUMENTACIÓN CARNAVAL DE BARRANQUILLA

No.1 Barranquilla, enero, 2014


CARRUS NAVALIS

CARRUS NAVALIS Revista del Centro de Información y Documentación Carnaval de Barranquilla CIDCAB. Carla Celia Martínez-Aparicio Directora Ejecutiva Fundación Carnaval De Barranquilla Alberto Gomez Struss Director de Proyectos Especiales CLENA Concepto Diana Rodríguez Suárez Coordinadora Editorial Mercedes Cartilla Marrugo Corrección de Estilo Diseño Alfredo Miranda Daconte Hernando Arteta De Alba Nro. 1 Barranquilla, enero de 2014.


Carrus Navalis o una noción de carnaval Miguel Iriarte La música del caribe colombiano y el Carnaval de Barranquilla Juventino Ojito Carnaval y literatura Ariel Castillo Mier Redefiniendo la gestión cultural como instrumento de cambio Ana Elizabeth Patiño Ortiz

Carrus Navalis es una publicación del Centro de Información y Documentación Carnaval de Barranquilla (Cidcab) que pone al alcance de la comunidad escritos especializados de la fiesta más importante del Caribe colombiano. Se autoriza la reproducción total o parcial de su contenido citando la fuente. El Cidcab no se hace responsable por los conceptos emitidos por los colaboradores.


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CARRUS NAVALIS

Carrus Navalis o una noción de carnaval Por:Miguel Iriarte

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or lo general, esta expresión latina, que significa literalmente carro naval, es en verdad la acepción etimológica más aceptada de la palabra carnaval; las otras dos son: ¡Carne vale!, o ¡adiós a la carne!, utilizada para referirse a la excesiva libertad y promiscuidad permitida antes del tiempo penitencial eclesiástico. Y la tercera acepción etimológica viene del título aplicado por el papa san Gregorio el Grande al domingo anterior a la Cuaresma, que él llamó “dominica ad carnes levandas”, expresión de la cual se deriva entonces la palabra Carnelevamen, que, a su vez, significa supresión, levantamiento o privación de las carnes “(de aquí que también se diga que carnestolendas viene de care (carne) y tollenda (que se ha de quitar)”.

Pero definitivamente en el caso de carrus navalis (carro naval) casi toda la literatura historiográfica del carnaval la considera como la palabra de más arraigo semántico, y en un sentido histórico moderno, la más ligada a la historia del carnaval. No solo porque deriva de las saturnales romanas, fiestas documentadas desde la más remota Antigüedad como una manera de simbolizar el año nuevo o la primavera, que era el renacimiento de la naturaleza, sino porque está más cercanamente referida a una noción de carnaval reconocible en el mundo contemporáneo. En todo caso, lo importante es precisar que en la historia de imperios como el griego, el romano y en los territorios germánicos y celtas, estas fiestas tenían como elemento escénico móvil en sus desfiles y procesiones un barco con rueda, es decir, un carro naval desde el cual se ejecutaban danzas promiscuas, mascaradas y se cantaban canciones satíricas y obscenas. Hoy por hoy este elemento es un componente común a casi todos los carnavales que se realizan en el mundo occidental, en función del cual la expresión carrus navalis está vinculada en mayor grado con una noción de las fiestas de carnaval de las sociedades modernas. Por tanto, un carro naval es así una carroza, y metafóricamente una carroza es también un medio de comunicación; algo que vehicula un mensaje, o que trae un contenido: en este caso, relacionado con el carnaval; de la misma manera que lo hace un centro de documentación de esta fiesta, y en razón a que lleva consigo implícita la idea de la historia, la revista que la moviliza bien pudiera llamarse Carrus Navalis.

La música del caribe colombiano y el Carnaval de Barranquilla Por: Juventino Ojito

Decir que la región Caribe colombiana ha sido históricamente zona de intercambio y convivencia es reafirmar su condición de sitio ideal para el encuentro multicultural. En el Caribe colombiano los cantos y ritmos negroides heredados de África, los bailes indígenas milenarios y las músicas autóctonas resultantes de múltiples transculturaciones, subsisten al lado de expresiones musicales y dancísticas llegadas de muchos puntos del planeta. En ese contexto, los aportes de todas esas expresiones multiétnicas se conjugan de manera única y particular entregándole forma y contenido a las manifestaciones que distinguen socioculturalmente a la región. En este lugar —donde existe un continuo devenir de sucesos de intercambio y confluencias— surge la música de la región Caribe colombiana: conjunto de expresiones y géneros musicales diversos, resultado de la mezcla de innumerables elementos, portadora de una invaluable riqueza folclórica y patrimonial, producto de un logro colectivo. En estos saberes, moldeados durante un largo proceso, están involucrados, según sea la etapa, diferentes aspectos étnicos, artísticos, socioeconómicos,


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culturales e históricos; un gran torrente sonoro, que confluyen en las innumerables corrientes musicales folclóricas y populares —tradicionales y contemporáneas— autóctonas de la región. Este inmenso movimiento artístico-cultural ha ganado espacios dentro de la cadena de la industria musical en el mundo y agrupa más de medio millón de intérpretes, en su mayoría residentes en los ocho departamentos de la costa Caribe de Colombia y en Bogotá, si bien el acelerado crecimiento y desarrollo comercial que se observa en los últimos cien años, está definitivamente vinculado con el propio desarrollo de Barranquilla. No en vano la ciudad tiene una gran capacidad de convocatoria regional e históricamente cumple un papel aglutinante de las manifestaciones culturales caribe-colombianas, gracias al indiscutido liderazgo que se deriva de su privilegiada localización geográfica, su desarrollo económico-industrial y por la celebración del Carnaval de Barranquilla. En su época republicana, a finales del siglo XIX y durante gran parte del siglo XX, la ciudad de Barranquilla acogió inmigrantes procedentes del exterior e interior del país y de las subregiones de la costa Caribe colombiana. Estos nuevos habitantes llegaron dispuestos a vincularse efectivamente al crecimiento industrial y comercial de la ciudad; pero también trajeron consigo su música y tradiciones unidas a las celebraciones de sus propias fiestas populares, importantes expresiones culturales que hoy día se recoge, e incluso, se recrea en el Carnaval barranquillero. De esa manera, el Carnaval de Barranquilla es reflejo del conjunto de obras colectivas derivadas de la tradición de una fiesta traída a América por los colonizadores europeos, que a través del tiempo ha sido enriquecido por los aportes de los nativos costeños, ribereños, caribes, africanos y otros, y nutrido por la fuerza de la música de la región, que define el propio espíritu de la celebración. Esta música se ha constituido en baluarte cultural y eje temático central de la celebración del Carnaval de Barranquilla e ícono representativo de su identidad. Es precisamente esa identidad regional caribeña, reflejada en sus expresiones artísticas y culturales autóctonas, en general, la que hace únicos y diferentes a sus habitantes dentro del contexto social nacional: “Desde el Darién hasta el Cabo de la Vela, de San Andrés hasta los Montes de María, el mismo sol alumbra nuestros días y levantamos la misma bandera”. Canción institucional, ¨Aniversario de TELECARIBE 2.012 Entonces, el Carnaval de Barranquilla debe ser ese necesario e imprescindible escenario natural y permanente de impulso al desarrollo de la música contemporánea autóctona de la región Caribe, sitial reservado al protagonismo de sus nuevas generaciones de músicos y grandes maestros, templo abierto a la inevitable asistencia de la contemporaneidad inmersa en las nuevas propuestas regionales, espacio dedicado a la preservación y difusión de la tradición musical caribe hoy resguardada gracias al colosal empeño de sus avezados forjadores, creadores e intérpretes. Fragmento del proyecto FESTICARNAVAL, Festival de las Músicas del Carnaval, UNINORTE 2010.

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Carnaval y literatura Por: Ariel Castillo Mier

Las fecundas relaciones entre la literatura y el carnaval se remontan a la Antigüedad clásica grecolatina y la época helenística, pasan por la Edad Media y el Renacimiento, su momento de esplendor, y se extienden hasta nuestros días, algo disminuidas en Europa, pero con un dinamismo incesante en América Latina, especialmente en el área del Caribe y Brasil, donde el espíritu popular del carnaval se mantiene vivo. En el presente texto nos centraremos en la presencia del carnaval en nuestra narrativa (cuento y novela), pero queremos dejar previa constancia de la necesidad de un trabajo más amplio que aborde la poesía popular de las letanías, así como las reflexiones sobre la fiesta por parte de los más destacados escritores de la ciudad o residentes en ella desde José Félix Fuenmayor y Ramón Vinyes hasta Ramón Illán Bacca, Eduardo Márceles Daconte y Heriberto Fiorillo .

El carnaval en la novela y el cuento La desposada de una sombra La primera recreación del carnaval en nuestra literatura la realiza Abraham Zacarías López-Penha, en su novela La desposada de una sombra. El autor, un judío sefardita nacido en Curazao en 1865 y residente en Barranquilla desde 1887 hasta 1927, año de su muerte, es considerado el introductor del modernismo en Colombia. Librero, editor de revistas, poeta, novelista, traductor, boticario, empresario de cine, erudito, misántropo y neurótico. López Penha (1903: 7-12) pinta el último baile de las rumbosas fiestas del carnaval en la industriosa ciudad de B., “el delirio al cabo de un año de abstinencia, de prosa y de rutina” (7). El carnaval que López Penha registra es el telón de fondo para una acción fantástica con visos esotéricos. El carnaval aquí descrito no es el de las clases populares, sino el de la élite . Al escenario, un teatro con doble hilera de palcos e interminables asientos, en el que se baila el valse y se sirve un bufé, se llega en carruaje, y a la entrada, pese a la profusión de focos eléctricos, “hacíase imposible ver claro por entre la compacta muchedumbre de casacas, tuxedos


6 y toda la curiosa variedad de trajes negros o fantásticos” (10). El protagonista, un médico contemplativo y soñador, tiene escasos veinte días de haber llegado a la ciudad, y más que participante es un observador. No obstante, reconoce que “gracias al Carnaval, vime en pocos días perfectamente relacionado con casi todo lo que hay de más granado en la ciudad” (8). Sin embargo, no disimula su rechazo al viejo y barbado Viloux que “resollaba como pudiera hacerlo alguna enorme ballena, y apestaba tan horriblemente a alcohol, que era una lástima no hubiese a mano alguna sociedad de temperancia” (9) y al verlo que “tambaleaba sobre sus larguísimas zancas; y a fin de acortar tan grata entrevista, no tuve (¡qué remedio!) sino alargarle algunas pesetas para que buenamente se fuera… a cualquier parte” (10).

Fruta tropical Autor colombiano de origen alemán, nacido hacia 1870 en Barranquilla, y muerto en Europa en 1924, Adolfo Sundheim escribió en 1919 la novela Fruta tropical, publicada en España en 1921. A medio camino entre la novela picaresca y el cuadro de costumbres con pinceladas satíricas, la novela relata las hazañas de un abogado bogotano afanoso de atesorar dinero sin ningún escrúpulo, quien haciéndose el muerto escapa de la cárcel en donde estaba preso accidentalmente, mediante la argucia de presentar un cadáver, en complicidad con una admiradora. Después de cambiarse el nombre y el apellido se traslada a Barranquilla, “la tierra clásica del camarón y la hicotea”, (80) donde inicia un periodo de prosperidad a punta de chanchullos, que culmina con una inesperada conversión al catolicismo y su matrimonio con la negra Angélica, casta fruta tropical. En su emotiva exaltación de la ciudad se refiere a “la temporada festiva de antruejo que todo lo trastorna en Barranquilla” (Sundheim, 1921: 117) y recrea el 20 de enero, día de san Sebastián, “principio obligado de la serie de saturnales con que sueña durante muchos meses el pueblo más divertido quizás de la meridional América” (186). El protagonista organiza una fiesta para sus amistades en la “que hubo diversiones para rato, haciendo el gasto en el ramo de carnestolendas los adoradores del soñoliento Momo, que se dan por carretadas en los patios y corrales de dicha buena tierra” (186). En la fiesta se hacen presentes la comparsa de indias farotas al “son melancólico de las dulces gaitas, siempre ganosas de repetir, hasta la saciedad, esa rara melancolía Caribe” (187), los belicosos gritos indígenas con la palma de la mano en la boca, una cumbiamba “al son de esa música popularísima conocida por Gallo giro, en la que la flauta lleva la voz cantante con un acompañamiento de bombo, tambor y maracas” y el baile que Nacha, la doméstica, una “avispadísma negra” de espíritu carnavalero, “mujercita de alma noble y retozona, capaz de ahuyentar el humor más negro, llevando la alegría a todo corazón sumido en la tristeza… pues parecía haber nacido para payaso, siendo como era capaz de comprender y sentir las finuras de la antigua comedia italiana, en la que con poco esfuerzo habría hecho un Arlequín de primissimo cartello” (185),

CARRUS NAVALIS quien “bailó como patoja y con la lengua afuera para remedar a la perra Merveille, provocando la hilaridad de la concurrencia, que no alcanzaba a tenerse de pura risa, sin excluir a Mister Johns, que se le cayó la baba y hasta la pipa de yeso” (188). En esta recreación se inicia una constante en la narrativa de nuestro carnaval: la de la protagonista femenina que parece encarnar la visión del mundo, la esencia de la fiesta.

Desolación Este cuento de Olga Salcedo de Medina, incluido en su libro En las penumbras del alma (1947), destila cierto romanticismo folletinesco. El relato ocurre frente a la plaza de un barrio de arrabal de calles tristes, sórdidas y estrechas. En una casucha de aquel lugar, forman una destacada pareja carnavalesca la funeraria La Comodidad y el café-bar El Torbellino, de luz anémica e intermitente, roja y azul; colinda con ellos, la cocina popular de Juana, quien, pintada, coquetona, con un escote audaz y un heliotropo en la oreja, rodeada así de hombres que la devoran con la mirada como de niños y perros, ha encendido su anafe al caldero donde fríe chorizos, butifarras, morcillas y pechugas, muslos y menudencias de gallina que luego sirve sobre la mesa sin escurrirles la manteca. El calabazo de la plaza está vestido de serpentinas, caretas, máscaras, tiras de papel brillante y letreros alusivos al carnaval. El propietario de la funeraria se ha disfrazado de médico y bebe ron blanco; a su vez, el hijo del dueño del bar personificando la Muerte persigue con una guadaña a los transeúntes; la comadrona es Cleopatra, y el profesor, Napoleón, mientras que el zapatero utiliza una totuma con cuerdas para ofrecer un concierto a los zapatos. El mundo al revés se impone: Por obra y gracia del carnaval impera la mentira y todos realizan aquello que alguna vez han soñado. Las niñas son señoritas de alto mundo, princesas, artistas de cine. Las viejas, niñas. Algunos hombres ―fenómenos del subconsciente― son señoritas. Hay mariposas, gitanos, árabes, pendencieros, bailarines, Pierrots y Colombinas. Ladran los perros de dos patas… Rugen los tigres… Embisten los toros… Las danzas de pájaros y de diablos giran sobre sí, entre cantos y coplas. Y todos rinden pleitesía a su Majestad Lastenia Primera, la reina electa en votación popular (Salcedo 1947: 49-50).


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En una casa, al final del barrio se encuentran Carmelo y su mujer. Aquel ha llegado de la calle, ensimismado, a sentarse silencioso en su mecedor. La mujer, intranquila, intenta conversarle y el hombre la manda a callar; viene de rogarle a su patrón que le dé trabajo o un préstamo, pero se lo han negado. Tras maldecir, Carmelo sale curvado por la angustia. Al día siguiente, a las 10 de la mañana, una ambulancia con dos policías, rodeados de vecinos trasnochados, trae el cadáver de Carmelo, quien se había lanzado al río. La mujer, que ha perdido la casa y el marido, abrazada al ataúd al momento del entierro, se pregunta para dónde va a coger, mientras siente en sus entrañas el remezón del hijo por nacer y se escuchan, a lo lejos, los gritos, las gaitas y los tambores del martes de carnaval. Se destaca en el cuento el contraste entre la indolencia, la mezquindad y el pragmatismo del patrón y la alegría y la solidaridad de los vecinos parranderos y, aunque al parecer el relato recrea el ritual de la muerte que cede el puesto a un nuevo nacimiento, característico del carnaval, el final del cuento es ambiguo: ¿la vida del niño que viene a sustituir al padre tras el patético suicidio representa una esperanza o la inminencia de un nuevo desastre? El cuento de Olga Salcedo continúa una tradición de muertes violentas en tiempos de carnaval que había iniciado José Francisco Socarrás en 1944 con su cuento “Al tercer día de carnaval” cuyo escenario, no obstante, es la zona bananera.

Un viejo cuento de escopeta Anunciado como el primero de una serie que evoca a la vieja Barranquilla, este cuento de José Félix Fuenmayor se publicó en la revista Crónica del 27 de mayo de 1950. Un par de ancianos, Martín ―alto y huesudo― y Petrona ― bajita y débil― deciden mudarse del campo a la ciudad. Venden su finca con todo y se trasladan a la incipiente urbe ―ella en burro; él a caballo―, pero se traen una vieja escopeta adquirida mediante el trueque por una carga de yuca a un desconocido. Como la escopeta les genera temores y quieren deshacerse de ella, Martín, al escuchar que los miembros de un grupo del carnaval, la Danza de los pájaros, necesitan una para su representación, decide regalársela, pero estos solo la aceptan prestada. Durante seis carnavales consecutivos la escopeta es la sensación hasta cuando en una ocasión al escenificar la muerte del gavilán por el cazador en defensa de la paloma, se dispara y da muerte al danzante. En la confusión aparece un extraño en busca de Martín para que recoja el arma, y su mujer cree ver que ese hombre es el mismo vendedor que, según su intuición, no es otro que el diablo que carga las escopetas. El cuento recrea, pues, esa creencia tras la cual subyace la idea de la fatalidad y la desgracia asociadas al espíritu del mal. El narrador logra crear un clima con visos mágicos alrededor de la escopeta que va transformándose con el tiempo, y el percance final, acompañado de un previo proceso de inapetencia y deterioro en la salud de Martín, pareciera enjuiciar ese embeleco de abandonar el campo por la ciudad, dominio del demonio. Ambientado en el

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carnaval, el cuento no solo enumera algunas de sus danzas ―los Diablos, los Collongos, los Patos cucharos, los Doce pares de Francia, los Gallinazos y el Toro―, sino que de la Danza de los pájaros describe el acompañamiento musical y la vestimenta y cita los versos del papayero, el pitirri, el canario, la paloma y el gavilán. Por otra parte, uno de los personajes manifiesta su preocupación por una tradición amenazada, la Danza de los diablos, pese a sus esfuerzos: “Yo me he puesto a buscar jóvenes para enseñarlos. Conseguí algunos pero se fueron cuando les puse las uñas de hojalata y las espuelas de puñales” (Fuenmayor, 1994: 72). El cuento, como bien lo vio García Márquez en 1950, es una buena muestra de cómo se puede recrear la realidad regional sin incurrir en lo irrisorio del costumbrismo cerril: el relato es una indagación que, sin quedarse en lo pintoresco de la anécdota, está impregnada de superstición religiosa sobre el tema del mal, al tiempo que su minuciosa observación del orden doméstico abarca la medicina popular y la culinaria caribe, todo desde la perspectiva del hombre del campo. El tratamiento de la escopeta es una muestra temprana de ese realismo mágico que descubre cómo las cosas tienen vida propia y sólo es cuestión de despertarles el ánima. La perspectiva de extrañamiento del carnaval por parte de un campesino candoroso que nunca lo ha experimentado y la exploración de un tono coloquial de cuentero oral y de las situaciones humorísticas le confieren credibilidad al tratamiento del tema y constituyen una lección que aprendieron y aprovecharon sus discípulos Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez.

Domingo de carnaval En su libro Guineo verde (1966), Néstor Madrid Malo incluyó este cuento en el que narra la historia del disfraz del hombre acuchillado al que el público le celebra la persuasiva representación de su agonía. Estimulado por el éxito, el disfrazado diversifica la intensidad de su dramatismo, pero el público prestándole atención a otros disfraces, lo ignora. Más tarde el disfrazado regresa con mayor realismo en el tono y en los gestos, pero el público se fastidia. Solo cuando lo ven que cae al suelo boca abajo entre espasmódicas contracciones, el público retoma el interés en el disfraz, elogia la fidelidad de la imitación, y lo aplaude. Atribuyendo la inmovilidad del hombre a su completa embriaguez, alguien se le acerca, para ayudarlo a levantarse, pero al


8 moverlo descubre que esta vez la sangre no es de anilina ni el cuchillo falso: el hombre está muerto. Aunque por momentos pareciera que lo central en el cuento no es el carnaval en sí, sino las dramáticas relaciones entre el artista y su público, los riesgos mortales del narcisismo; pese a que el narrador se refiere al “multicolor vaivén del Carnaval” (Madrid Malo, 1966: 32) y a su “policromo rondel de extravagancias” (33), el final de terror del relato, revela un oscuro, macabro humor y una visión sombría del carnaval al advertir acerca de los riesgos del disfraz cuando se confunde la realidad con la ficción. Se trata, en fin, de una visión bastante negativa del Carnaval como funesta farsa, como simulación aciaga, que sin la menor duda distancia a este cuento del sano regocijo que marca la tradición de la literatura carnavalesca.

El emperador africano En 1974 se publicó en el Suplemento del Caribe este cuento de Álvaro Medina que también reflexiona acerca de la esencia del disfraz, pero su solución es sustancialmente diferente: mientras que Madrid Malo parece descalificarlo, Medina apunta al aspecto mágico que esconde el acto de disfrazarse. Una frase pronunciada de repente por un personaje “en Carnaval los mejores disfrazados no están disfrazados: en esos días no representan como en el resto del año, sino que son lo que son”, sirve de punto de partida a un relato que culmina fantásticamente, como el de José Félix Fuenmayor: el personaje Meco, disfrazado de pájaro, vuela y se posa en el guante de la reina del Carnaval y luego se encarama en el espaldar de su silla y amenaza a sus amigos con el pico. Este cuento explora el clásico motivo carnavalesco de la metamorfosis con un tono sostenido que le confiere su eficacia: “la vaina debió ser tan clara como una noticia bien redactada y nada fue oscuro, pero nadie entendió” dice el cuento al comenzar y así prosigue hasta el fabuloso final. La proliferación de apreciaciones acerca del hecho ofrece una visión compleja del mismo. La de Medina es la primera narración que nombra lugares reales de la ciudad ―la calle Cuartel, la verbena de una candidata del barrio Boston, las botellas de Fala, el paseo Bolívar, la estatua de Bolívar, el bar La Cueva, la Emisora Atlántico y el locutor Carlos Fernández Garay.

Algo tan feo en la vida de una señora bien Dieciocho años después de haber sido reina del Carnaval de Barranquilla, como Marvel Luz Primera, Marvel Moreno narra en este cuento las horas finales de la esposa de Ernesto Urueta, hombre de empresa, ex presidente de los clubes Country y Rotario. Laura, quien ha cuadrado perfectamente las cosas para quedarse sola en su mansión, tras un minucioso repaso de su vida que la lleva a descubrir su íntimo fracaso y a sentirse, por un lado, sometida, anulada (como la mosca en esos instantes atrapada en su habitación, entre una ventana de vidrio cerrado y una cortina) y usada por su marido, “aquel industrial de ojos tranquilos, que había

CARRUS NAVALIS calculado su matrimonio con la misma perspicacia que le servía para comprar negocios en quiebra y en un año sacarlos a flote” (Moreno, 1980: 109); y, por el otro lado, víctima de los prejuicios de su madre, incansable centinela de una virtud hipócrita. Laura, deprimida por la conclusión a la que ha llegado, a la hora del crepúsculo, un sábado de carnaval, después de escuchar el pausado campaneo de La Inmaculada, cuando las danzas que acompañaban la carroza de la reina, entre el resonar de los tambores y la queja alegre de las gaitas, debían de estar, en pleno Paseo Bolívar, se toma varios puñados de tranquilizantes y somníferos. Este cuento parece la otra cara de la moneda de Desolación. Si en aquel, los personajes pertenecían a la clase baja, aquí son de la élite; si en aquél se suicidaba un hombre, aquí lo hace una mujer. Y en ambos, se escucha a lo lejos el resonar ronco de los tambores y el lamento de las gaitas. En los dos cuentos, escritos por mujeres que denuncian la sociedad patriarcal, el carnaval es un telón de fondo para contrastar la expansión de la alegría popular con el fracaso personal y la insensibilidad de los otros. La banda sonora del carnaval es un marco irónico para revelar la otra cara ―de pesadilla― de un pueblo carnavalero en cuya vida diaria se imponen la injusticia, la ausencia de la alegría, la represión constante, el miedo al placer, la agresión anuladora y los prejuicios religiosos.

La noche feliz de Madame Yvonne En 1977, para darle cuerpo y cerrar la edición de su primer libro de cuentos, Marvel Moreno escribió La noche feliz de Madame Yvonne, un cuento que se aparta del temple habitual de la narrativa de la autora en la que resuena, si bien plenamente asimilado, el fuelle trágico de Faulkner. El cuento ocurre un sábado de carnaval en el patio Andaluz, sitio donde concurre la crema y nata de la ciudad. Allí confluyen esa noche diversas nacionalidades, idiomas, clases sociales, posiciones políticas, sexos, licores, comidas, músicas, culturas, autoridades y saberes, cuando la ex prostituta y ex presidiaria marsellesa Yvonne, que ahora como lectora del tarot, las cartas y la bola de cristal, en Siape, el barrio de las queridas de los adinerados de la ciudad, conoce al dedillo de todas las intimidades ―secretos, infidelidades, traiciones, maledicencias, miedos― de la sociedad barranquillera, se emborracha, se trepa en la tarima, agarra el micrófono y suelta la lengua, ante el estupor de la concurrencia, para cantarle algunas verdades al magnate de la ciudad, hasta cuando la policía la apresa y se la lleva a su casa en el auto del gobernador. Las inusitadas perspectivas de la borrachera lúcida de la


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bruja y de la mirada extrañada y forastera de su amigo europeo (como ocurría en Fuenmayor con el campesino Martín), estructuran y confieren tensión al cuento a medida que va desplazando, como un cámara, el punto de vista hacia variados personajes, hombres y mujeres, de diversas profesiones y distintos intereses: el playboy, el capitalista mayor, un mesero terrorista que sueña con las venganzas que se tomará cuando sea comisario, el siquiatra loco de la ciudad, el pintor de vanguardia, el cantante guerrillero, una modelo en desgracia, una ejemplar madre de familia cuyo hijo de dos años todavía no camina, la esposa de un aristócrata tarado y millonario, etc. El gran acierto del cuento está en el personaje Yvonne, quien por el conocimiento que tiene de los papeles que cada uno representa en la vida cotidiana, puede ver y revelar lo que se oculta detrás de los disfraces y presentar una visión amplia y compleja del Carnaval y de la vida de la ciudad. Yvonne, ajena a las reticencias, encarna, por un lado, la voz interior del carnaval que quiere llamar la atención sobre la vida verdadera que se pierde en la rutina diaria y huye “en cada palabra no dicha, en cada deseo no realizado” (Moreno, 1980: 193). Su meta es que la vida sea para todos un eterno sábado de carnaval, (194), el brillo permanente del sol. Asimismo, Yvonne, con su mirada clarividente permite que fluya ese otro rasgo del carnaval que Olga Salcedo mencionaba y que, en palabras de un personaje, podría definirse como el “afloramiento de lo que para bien de todos estaba reprimido. La licencia, la situación que permite a la mujer sacar a la luz sus más ocultos deseos” (148). Por otro lado, Yvonne personifica esa cara rebelde, casi subversiva del carnaval, al dirigirse con franqueza extrema al mandamás de la ciudad para decirle lo que quizá todos querían expresarle, pero nadie se atrevía. Cuando se llevan a Yvonne, la gente la aplaude. El cuento, crítico de la realidad, revela también las libertades relativas del carnaval puestas de manifiesto cuando el portero no quiere dejar entrar al salón a un pintor invitado, por ser negro. Como en Medina, el narrador nombra los lugares de la ciudad, las calles, los restaurantes, los sitios de estudio, las marcas de los cigarrillos, los periódicos, los licores, los perfumes, dándole al cuento ese carácter de reportaje periodístico sobre la actualidad polémica, típico de la literatura carnavalesca.

El cadáver de papá El cadáver de papá (1978) es quizá la más intensa de las obras de autores barranquilleros que exploran el tópico del carnaval. Difícilmente encontraremos otra obra en la literatura colombiana en la que ocurra tantas cosas tan disímiles y transgresoras en tan poco tiempo: 26 horas. El hijo bastardo del político Villalba, de unos treinta años, huérfano de madre desde niño, quien ha retornado de los Estados Unidos donde ha cursado con brillantez su carrera de Estudios Internacionales y ejerce como cónsul en una ciudad de La Florida, recibe, a las seis de la mañana del martes de carnaval, la llamada del médico, para que se acerque a la clínica porque su padre se encuentra en estado crítico

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y pregunta obsesivamente por él. El narrador acude, medio borracho todavía y con el cansancio de tres días de viaje y fiestas y apenas tres horas de sueño, pero al ver al padre, se le activa todo el resentimiento acumulado de hijo ilegítimo que únicamentes ha recibido dinero, pero no afecto, y decide, cuando lo dejan solo, ahogarlo con la almohada. De ahí en adelante la narración se convierte en un alud vertiginoso de acciones matizadas por los recuerdos, las reflexiones y los sueños del protagonista, un ser amoral, sin el menor sentido de culpabilidad, extranjero en su tierra, ajeno a reglas y valores que, simultáneamente, inicia una nueva existencia de continuas contravenciones al tiempo que emprende un viaje al fondo de la noche de su pasado. Esta nouvelle es una auténtica fiesta de carnaval en la que se cumple una vez más el rito central del derrocamiento del rey de burlas como una manera simbólica de superar situaciones tiranas que entristecen la vida del hombre durante trescientos sesenta y un días del año. La novela recrea la idea concreta, sensible, de la decadencia de todo y su consecuente sustitución, la muerte y el renacimiento: nada permanece, nada es absoluto, ni la naturaleza ni las instituciones ni el poder. Como en el carnaval, en el relato se vive una experiencia de libertad en la cual las reglas se infringen y se eliminan el miedo, la razón, las convenciones, se liberan los deseos, los impulsos y los sueños más profundos, y se goza a plenitud del placer de lo prohibido. Villalba, sin temores ni tapujos ni respeto por los valores establecidos, asume un comportamiento excéntrico que pone el mundo al revés. No hay ya fronteras de género ―los hombres se visten y se comportan como hembras y viceversa―, se abandona el tiempo cronológico de la producción y se asume el tiempo mítico en el que se confunden la vida y la muerte, el presente y el pasado, el placer y el dolor, la realidad y la ficción, el machismo y la mariconería, el potentado y el desposeído. Una escena clave en esta obra ocurre de noche, cuando el protagonista se dirige al centro, compra ron y se pone a bailar, en una tarima, con una prostituta y vive una especie de epifanía en la que experimenta una suerte de disolución en la colectividad y un reencuentro con sus ancestros africanos: “Y de repente siento cómo una parte de mí, una parte atávica, algo que clama en mi sangre desde muy lejos, desde más allá de mi madre y mis abuelos, arriba, allá en su ancestro en África, me posee y me hace girar. Yo estoy borracho, pero, más que nada, ebrio de un nuevo conocimiento interno de mí mismo. Y entonces comienzo a bailar, primero con reticencia, luego abandonándome completamente a la música, a sus cadencias, perdiéndome entre los laberintos de sonidos” (Manrique 1978: 92-93). Al rato decide marcharse y le entrega a la mujer un billete que esta rompe, mientras lo insulta porque ella no es mercancía para usar y tirar. Ámbito de la profanación y del cuerpo grotesco, en el libro prolifera el procedimiento técnico de la degradación, es decir, el énfasis en el contacto con las partes bajas del cuerpo y las secreciones ―semen, sangre, lágrimas, sudor―, así como el uso de un lenguaje en el que abundan los insultos, los gritos y las plebedades. Es significativo


10 que la obra culmine el martes de carnaval, día del entierro de Joselito, final de la fiesta, pues de esta manera se resalta el fin de una época de dominio y el inicio de una nueva era, un cambio en el poder. Tras su veloz inmersión en el pasado, Villalba inicia una nueva etapa de su vida, liberada de autoritarismos, en la que asume de manera autónoma su existencia y decide comenzar su carrera política, pues considera que ha dejado de ser niño y está preparado para mandar y actuar sin escrúpulos, saltar por encima de lealtades y usar los disfraces y las máscaras necesarios para preservar el poder. Uno de los méritos más importantes del libro de Manrique es la representación amplia del carnaval que abarca tanto las fiestas en los clubes como las celebraciones populares en las calles y la plaza pública.

Los domingos de Charito Dos apariciones registra el carnaval de Barranquilla en esta novela de Julio Olaciregui. La primera recrea el comienzo de la fiesta: Toda la gente salió a la puerta de la calle porque estaba pasando una carroza vacía. Apenas era mediodía pero la retahíla de las emisoras, los buses repletos, las carreras de los niños, los camiones pintados (ME 109 CITO) y aquel palacio de cartón brillante subiendo lento por la calle Murillo eran el comienzo del Carnaval. “Se formó el coge-coge” (Olaciregui, 1986: 105). A diferencia de Marvel, quien recrea el carnaval de la clase alta, en Olaciregui encontramos el de la clase media baja, representada por un grupo de amigos que alquila un carro de mula y lo adorna con palmas y trapos viejos y le cuelga una bacinilla desportillada que al rozar el suelo suelta chispas y produce risas. Con un gran despliegue sensorial, Olaciregui

CARRUS NAVALIS aprovecha su experiencia periodística para ofrecernos un fresco vivo del sábado de carnaval —los ruidos, el sol violento, los olores, los colores— y con mirada y oído certeros va registrando los disfraces y las frases más significativos, los que expresan a plenitud la visión del mundo carnavalesca. Desfilan allí: una tropa de muchachos vestidos con uniformes militares y metralletas de madera, barbudos, con un letrero que decía: “Viva el sipotudo baile los guerrilleros de la 42; los cabezones de la cafetería Almendra; falsos indios, maquillados con grasa de motor, haciendo gestos obscenos y con flechas de palos de escoba; un hombre vestido con una pesada gabardina negra con una falsa cámara fotográfica que al accionarle un resorte dispara una “larga y monda verga tallada en corcho, venosa, cruel y pintada de rojo” (106); un señor vestido con pañales empinándose un tetero lleno de ron con una mueca de bebé satisfecho; un enjambre de adolescentes persiguiendo a unas palenqueras para agarrarles el fondillo; “máscaras de mico, caras de queso, capuchones de satín verde y amarillos, cabezas untadas de azul de metileno, sobacos húmedos y cabelleras moradas” (108), entre otros disfraces. Pero lo que más llama la atención del narrador son “las casetas donde hombres y mujeres bailaban, pegados los unos a los otros por el sudor y la vibración de la música como si tuvieran la pelvis soldada o fueran hermanos siameses” (108); “las parejas movían muslos y caderas con los ojos fijos en un punto invisible, desplazándose difícilmente, golpeándose suavemente los unos a los otros, las rodillas entrando entre las piernas, los brazos en torno al cuello, las manos en la cintura. Había ese olor agrio que no sólo era humo de parrillas y fritanga sino también amontonamientos, frote, carne, deseos” (109). Pero el Miércoles de Ceniza, los parranderos se enteran de la muerte del amigo ladrón cuyo nombre sale “por primera y última vez en letras de imprenta”. La segunda aparición del carnaval se da cuando Augusto, el esposo abandonado por Charito, sale vestido con las ropas de ella, pese a que desde la muerte del amigo ladrón le había perdido el gusto a los Carnavales pero ello no le impedía desaparecer de su casa durante los últimos cuatro días del mundo, eso eran para él esas fiestas; salía desde el sábado a mediodía después de santiguarse y echarse agua de colonia por todas partes y comenzaba de verdad a sentirse más vivo que nunca, a beberse a cántaros todo el licor de caña y los ríos de cerveza que se le atravesaban, sudando y buscando el sudor, el húmedo y antiguo gozo de echar un polvo, harina de maíz, cal viva. El martes por la noche regresaba a la casa exprimido y triste, [pero] contento de haber sudado y mordido, mojado y reseco, hediondo a pachulí y a vómito (187). Pero Augusto no regresa a casa. Guiado por “un ‘doloroso’ apego a lo de abajo, al placer, al sol, a la comida, al sueño, a la farsa, a la risa, a la mentira, a la procacidad y por qué no decirlo, a la prosa” (188), en el camino se interpone un arroyo que lo arrastra acompañado de todo el basural y los excrementos citadinos. Una vez más, como en Olga, Marvel y Madrid Malo, el carnaval se asocia con la democrática muerte que no respeta las clases sociales.


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En diciembre llegaban las brisas Esta novela amplía la visión del Carnaval que Marvel Moreno había desarrollado en sus cuentos. Aquí la mundana Divina Arriaga, de belleza insolente y espíritu lúdico habitado por los duendes del desorden, con el desparpajo de una mujer emancipada hace de su vida un desafiante desacato en busca de la utopía de la libertad, del deseo y del erotismo. Divina enriquece esa tradición de mujeres emblemáticas del carnaval que afirman la vida en medio del caos y son sinónimo de transgresión y escándalo, pues dinamitan conceptos, religiones, ideologías y tabúes y asumen su sexualidad sin vergüenzas como una experiencia fabulosa al tiempo que ponen en evidencia la fragilidad de las convenciones creadas en función del poder y, contra todo fatalismo arraigado, defienden la posibilidad de modificar la vida a través de una acción. Divina hace de su casa en Puerto Colombia un laberinto que, también como el carnaval, permite a cada uno de los visitantes encontrar su verdad más profunda, romper el orden y divertirse. Divina debe salir de la ciudad porque hizo entrar al Country una comparsa de ochenta personas disfrazadas de manera equívoca en la que había de todo en una irreverente amalgama: monjas de caridad empujando cochecitos de niños dentro de los cuales dormitaban hombres cubiertos de un simple pañal, las peludas piernas al aire y un biberón de whisky en la boca; colegialas en el uniforme del Lourdes perseguidas por viejos que les tiraban las trenzas con sonrisitas maliciosas; travestidos acicalados coqueteándole descaradamente a los espectadores; cuatro Madres Católicas vestidas de “mamasantas”, [que fueron] generando un ambiente de disipación en el club de manera que en la pista de baile las parejas se abrazaban al grado de sus deseos y no de sus vínculos conyugales y los borrachitos habían organizado frente a la piscina el concurso del chorro de pipí más largo y abundante mientras [que los demás (…)] se batían a pescozones [a medida que destrozaban (…)] las primorosas matas del jardín (Moreno 1987: 108). Cuando años después Divina regresa a Barranquilla con su hija Catalina, continuadora de su legado de independencia, y candidata a un reinado del periodismo, la narradora presentando una reflexión desengañada de la fiesta se refiere a “ese pobre pueblo acostumbrado a recibir cada año, junto con cuatro días de licencia y mucho ron, a una reina del Carnaval como mensajera intocable, pero gracio-

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samente expuesta a sus ojos y ofrecida a su admiración, como mágico espejo de donde huía toda miseria para reflejar la ilusión de penetrar al mundo de quienes la habían elegido” (118).

La última batalla de flores La novela de Hipólito Palencia transcribe los manuscritos que el mafioso paisa Orlando Montenegro le entrega a Polo, un amigo barranquillero, un sábado de carnaval en el que se salvó de un atentado criminal por parte de sus colegas. El texto es un recuento de la violencia que acosa a su familia desde los abuelos, en la época de la Guerra de los Mil Días, hasta su madre, prostituta y narcotraficante asesinada en Miami, sin olvidar a los antepasados quimbayas aniquilados por los conquistadores españoles. En toda una vida de privaciones y desplazamientos y muertos, para el protagonista solo existe un día feliz: el de la llegada con su madre a Barranquilla, un sábado de carnaval: “Hoy comienza el carnaval, cuatro días de desorden”, se le adelantó el chofer del taxi a mi madre, “pero aquí el carnaval dura todo el año y esta es la semana cuando más se acentúa, ya usted va a ver cómo a la gente no le importa sino parrandear”; se había dado cuenta que éramos del interior y terminó alabándonos: “Aquí la gente no trabaja, no es como en el interior del país, yo creo que lo que los mantienen en pie la economía de esta ciudad son los turcos y los paisas que vienen a trabajar y a hacer fortuna…” (Palencia, 1993: 89). La experiencia vivida allí con sus primos de una ciudad en la que se respira música, con un ritmo de tambor que acelera las cosas y canciones que se chocan unas contra otras, la visión de los disfaces de El Zorro, Supermán, el luchador enmascarado, el indio negro, los monocucos, las marimondas, la existencia de una batalla de flores, de alegría y no de muertes, las nubes de maicena, las romerías de encapuchados, las verbenas de los barrios, las papayeras, las carrozas, el hombre sin cabeza, el ahorcado del carro de mula, la araña gigante, el bebé inmenso con los pañales cagados, las flores, los confetis, los cabezones, los enanos, la muerte con su garrocha, la danza de los labios, los negros de carbón y achiote, la danza del garabato, la del paloteo, de los goleros, de los pájaros, las Ánimas, la Burra Mocha, los congos con sus machetes de madera, los duelos de picós, “el gigantesco aparato por donde salía la música tan grande como un escaparate, pintado con coloridos dibujos” (97), el velorio de Joselito, la radio a todo volumen, constituyen para el personaje una “omnipotente


12 fantasía que convertía […] fantasmas, [o (…)] temores en alegría” (93). Marcado por esta vivencia, Orlando regresa cada vez que puede y es paradójica la reacción de sus dieciséis guardaespaldas matones que al recibir la primera nube de maicena en los camperos Toyota se quejan de la exagerada violencia (11).

La noche de la guacherna Si Hipólito Palencia se vale de la peculiar mirada de un paisa, Alfonso Hilarián escoge a Zabulón Zarid, nativo de Estambul, para presentar su mirada sorprendida del carnaval, y quien viene al Caribe colombiano por recomendación de un médico amigo a fin de llegar a Palenque, lugar donde le han dicho que puede encontrar la mujer que resista el tamaño colosal de su falo que privó de espanto a Farina, la paisana con quien se casó en su tierra. No obstante, por casualidades del destino, se encuentra con Juana Candor que padece el problema contrario: es tal la profundidad de su vagina, que su esposo la abandona el día de la boda porque está “desfondada” (Hilarión, 1993: 60). Juana sobrevive a veinte años de soledad hasta cuando una tarde llega de compras al almacén La Perla de Estambul del libanés Mustafá, en la plaza de San Nicolás, en el momento en que llega Zabulón vestido con una bata y al saludar de abrazo a su paisano y le deja ver la solución ideal para su problema. Tras una minuciosa búsqueda de vida o muerte, Juana logra encontrar en la noche de Guacherna de 1989 al alicaído Zabulón, cuyo viaje a Palenque había sido una nueva frustración. Juana se lo lleva a su casa en el barrio Abajo y nueve meses después nace Zabuloncito. Para la Guacherna siguiente deciden celebrar, pero Juana pone una condición: que Zabulón le introduzca el pene completo, lo que no había hecho por temor a hacerle daño. Juana muere en el acto. La truculenta anécdota, de por sí carnavalesca, no parece más que un pretexto para celebrar la ciudad, sus habitantes y sus carnavales. Se nombran allí con nombre y apellido a las familias adineradas, a los locutores, a los futbolistas, a los músicos. No obstante, también se cuestionan con contundencia las corruptas costumbres políticas de la urbe. Sorprende cómo este escritor del interior, que además fue alcalde militar en la época de Laureano Gómez, capta y festeja con humor la esencia del carnaval. Asimismo llama la atención la plasticidad de las descripciones de los diversos eventos de la fiesta, de las costumbres y de numerosos lugares de

CARRUS NAVALIS la ciudad, así como la recreación del habla barranquillera con su léxico típico, sus dichos, sus piropos y hasta sus plebedades y avisos en verso en los baños. Como la mayoría de los textos mencionados, el carnaval está ligado a la muerte, pero asociado con un nacimiento. Aunque Juana muere feliz y gozosa, deja un Zabuloncito, hijo de la Guacherna, que nace en octubre.

El pez en el espejo En 1984, el mismo año en que el lunes de carnaval un drogadicto que cursaba octavo semestre de Medicina les quitó la vida a trancazos a tres mujeres, Alberto Duque López publicó la novela El pez en el espejo que desde la portada resaltaba las conexiones con el crimen. No obstante, la presencia del carnaval en esta novela es prácticamente nula, no va más allá de una simple localización temporal. El personaje mismo es ajeno a la fiesta: “Nos quedamos callados, yo la miro a usted, Olga, ahí sentada muy quieta con la cabeza hundida por uno de los golpes que le di cuando usted dijo que qué raro que no se sintiera nada en la calle, que dónde se había metido la gente un domingo de carnaval por la noche, que si era que la alegría de Barranquilla estaba desapareciendo y usted se volteó hacia mí, Olga y me preguntó: Tú qué opinas?, yo la miré y le dije: A mí de fiestas no me pregunte porque prefiero otras cosas” (Duque, 1984: 55). En esta obra, el suceso criminal es un pretexto para desplegar cierta destreza técnica en el manejo de los monólogos interiores, en el cambio de los puntos de vista temporal y espacial y del narrador, libre de las ataduras del realismo, lo que le permite poner a hablar a los cadáveres. Aunque se apoya en la crónica roja, el autor se aparta de los sucesos reales, y se despreocupa por completo de los móviles del asesinato: lo único que parece interesarle es la reiteración pueril hasta el cansancio de las imágenes de sangre, maltrato y destrucción.

La muerte no triunfó aquí Esta obra de teatro de Mario Zapata, finalista en el Premio Nacional de Dramaturgia, cuyos jurados fueron Santiago García, Griselda Gambaro y José Sanchis Sinisterra, se desarrolla en un barrio de clase baja de Barranquilla, con música de verbena al fondo. El protagonista, Chachachá, un joven a quien solo le interesan la música, la pachanga y la buena vida, el sexo (“polvo que se deja pasar, es polvo que se pierde”) y los sábados para bailar y salir, un donjuán profesional que no trabaja y vive un romance apasionado con la Cubi, una muchacha desparpajada (“la vida


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es una sola y hay que gozarla”), que tiene ritmo y cadencia en los movimientos, pretendida por el turco Isaías, el acomodado del barrio, quien intenta seducirla con dinero y mediante la presión sicológica de Rosendo, un homosexual que se le pasa vigilando la vida ajena y difundiendo chismes, y que le propone a Isaías contactar al profesor Yurini para que invoque a la Muerte y le quite a Chachachá del medio. La Muerte llega por el joven, pero este hábilmente la seduce con suavidad y encanto y entusiasmo y ganas de vivir y la emborracha para que bote el bendito garabato y eche una canita al aire. Su novia acude en su ayuda y viste de adornos a la Muerte con collares y pañoletas. Ante el fracaso de la Muerte en su misión, llega el Diablo medio enfermo con mareo y ahogo y pide una cerveza para que se le pase la maluquera. El Diablo insulta a la Muerte y se la lleva, aun cuando no puede impedir que esta le tire besitos a Chachachá. En la obra participan asimismo dos disfraces típicos del carnaval: las negritas puloi y las marimondas. Por el humor desplegado, por la afirmación vitalista, por la celebración del gozo, la alegría y la jocosidad, por la irreverencia frente a las autoridades y lo establecido, por la sensualidad de los jóvenes, por su triunfo sobre los mayores, esta obra de Zapata constituye una interesante y válida traducción del espíritu carnavalesco al arte.

A lo oscuro metí la mano Incluido en el libro Sin brujas ni espantos (1996: 111119), este cuento de Guillermo Henríquez ahonda en un motivo enunciado, pero nunca abordado en la narrativa del carnaval: la homosexualidad masculina. El relato ocurre en el burdel La Ceiba en cuyos alrededores merodean curiosos “en procura de algo que no se sabe” (111). Roberto, que acaba de llegar a la ciudad, se encuentra con que su amigo Julio le ha conseguido pareja para toda la temporada de carnavales: el capuchón azul 8558. Al sentarse en la barra ve a través del espejo el disfraz de número sicalíptico, acompañado de otro de malla negra. Después de un rato de baile apretado, Roberto siente un bulto sobre su muslo y le pregunta a la pareja si se trata de un arma o un liguero. Mientras su acompañante se retira con el pretexto de ir al baño, Roberto se acerca al cantinero para aclarar la situación cuando este le revela que “aquí no vienen mujeres, y en carnaval menos. Lo mejor es que sigas divirtiéndote”. Roberto entiende que ni el capuchón ni Julio lo han engañado, porque el número capicúa lo dice todo y “esa chica aún le gusta”. El relato está lleno de equívocos y de humor, tal y como lo prevé un verso de la canción que sirve de título al cuento, “A lo oscuro/ yo hice mi lío”; el relato apunta al ocho, a situaciones circulares, a las que un erotismo creciente signa.

Disfrázate como quieras Esta novela de Ramón Bacca publicada en 2002 es quizá la más ambiciosa y sutil de cuantas se han escrito con esta fiesta como motivo del carnaval, pues en ella confluyen el carnaval como tema y como visión del mundo y lenguaje: por un lado, se describe sobre tamboras, comparsas, disfraces, danzas mientras se narra el carnaval; por el otro, se representa, se recrea (se encarna en la escritura) y se re-

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flexiona sobre él. Ramón Bacca (1998: 185-200) quien ya había adelantado un lúcido y ameno estudio sobre las relaciones entre la literatura y el carnaval en Barranquilla, incorpora aquí algunas de sus observaciones al tiempo que asimila los aportes anteriores desde Abraham López-Penha hasta Guillermo Henríquez. Esta novela es un texto que indirectamente se autoanaliza y provee al lector las claves para su comprensión como un “coctel de Ibsen y Freud” (94), una “película de acción que termina en melodrama” (150) o una fusión de tragedia griega y cine mexicano que oscila entre la onda espiritual y la fragancia del pecado (18) con la eclosión de ecos anticlericales contra los traumas generados por la religión, aunados a un aire de insurrección política, con el fondo musical de la Sonora Cordobesa con compases de Vivaldi. Pero el Carnaval de Barranquilla, “la ciudad del caimán” de Ramón Bacca no es lo público y evidente de cuatro días con sus disfraces de senadores romanos y filósofos daneses. El autor le apunta a lo otro, a lo íntimamente escondido, a lo que surge posteriormente, pues “después del carnaval lo que vale es el disfraz” (202): el carnaval metafísico de temores y temblores. A Bacca le interesa ese carnaval permanente de la vida secreta (aquí vista como la verdadera), la de los personajes que en su rutina diaria viven en licencia ininterrumpida una doble vida con sus disfraces invisibles: la vida de las sex-escapadas, el sibaritismo, la promiscuidad, el Eros incesante, las perversiones, las culpas, los pecados capitales, los tumores ignotos, los temores, el voyerismo, el sonambulismo, el bestialismo, la misoginia, el racismo, las pasiones insaciables, las redes de mentira, los embarazos histéricos, los pesos en la conciencia, la bestia velada, las esterilidades ignoradas, la disfunción eréctil, el cáncer secreto y las frases imprudentes. La vida burdelesca de Barranquilla, nocturna y cosmopolita del barrio chino con sus muchachas egipcias, los futbolistas brasileños, el Shangai, el salón Carioca, el Bar-Bar-O es uno de los hilos conductores de esta novela que por momentos abruma con la desbordada y delirante imaginación y el humor incesante. Pero no se trata de una historia frívola: detrás de la epónima familia Altapuya, la impostura de los atridas en el Caribe, está una metáfora de la ciudad, de la región, del país (tan monstruoso como el engendro que para Laureano Gómez definía al liberalismo, esa mezcla, en un mismo cuerpo, de violencia, oligarquía e ira), expuesta al vaivén de las bonanzas pasajeras y a la estabilidad de la corrupción política.


14 Rebolo en Carnaval sabroso y ardiente que corre por las venas Periodista integrante de la Danza del torito, Fabio Osorio ha abordado en tres libros, Rebolo en Carnaval (1999), Carnaval sabroso y ardiente (2001) y Carnaval que corre por mis venas (2004) el tópico del carnaval de Barranquilla en uno de sus barrios populares emblemáticos: Rebolo. En una serie de textos que incluyen el cuento, la crónica, el relato autobiográfico, Osorio muestra el universo del barrio cuya vida gira todo el año en torno al carnaval hasta tal punto que en diciembre las gentes dejan de comprar ropa y aplazar necesidades básicas como la alimentación, el arriendo, la educación y los útiles escolares para ponerse disfraces nuevos. El ámbito de las verbenas, la noche, los picós, los bares, las putas, el bordillo, los bacanes, las danzas de carnaval y los disfraces son los motivos recurrentes de sus textos, en los que se aprecia la recreación del lenguaje popular. Quedan aquí retratados los valores de una comunidad en los que el machismo, la homofobia, la violencia, los traseros femeninos, la droga, el alcohol y las “malas palabras” son una constante. Testimonio crudo, pero ameno de un mundo marginado al que estos textos intentan darle voz a través de personajes que nunca la han tenido. Sin embargo, el esquematismo y cierta superficialidad impide al escritor la experiencia de transformar el conocimiento revelando al lector lo no dicho, lo invisible, que le confiere trascendencia a un relato.

Tras el antifaz hay un aroma Entre febrero y marzo de 2003, en tres entregas consecutivas, dos impresas y una virtual, Guillermo Tedio publicó este cuento que celebra y recrea con precisión e imaginación los elementos identificatorios del carnaval y la eficacia de sus rituales, una situación típica del festejo: el baile con una persona desconocida puede conducir a sorpresas terribles. El narrador, Roberto, sostiene con cierta lucidez una relación venida a menos con Susana, su esposa, y que en cuanto a sus constantes desavenencias es muy similar a la de sus vecinos de piso, los Cepeda, aunque con una diferencia de forma: mientras estos viven sumidos en el escándalo, Roberto y su mujer naufragan de manera silenciosa. El martes de carnaval el narrador se concede en una licencia, sale de su casa sin avisar, se interna en el carnavalero barrio Abajo, que le es desconocido, se emborracha y en

CARRUS NAVALIS un momento dado se ve bailando con una mujer disfrazada de felina a quien no logra identificar, aunque por el olor a lirios le recuerda a Susana. La armonía de los cuerpos en el baile, el estímulo de la música, el calor de la multitud y las incitaciones de una pareja de gordos disfrazados que le dan ron y le sugieran con gestos obscenos el encuentro sexual con la pareja, excitan a Roberto y lo llevan a proponerle a su acompañante la salida del salón hacia un sitio de mayor intimidad, el cual resulta ser un motel de mala muerte en el que, tras consumar su relación con la tigresa, se queda dormido. Al día siguiente Roberto despierta solo, y cuando las gentes van a misa por el inicio de la Cuaresma, emprende el regreso a su casa agradecido con los mejores amigos del mundo: los disfrazados Cepeda, que han facilitado el encuentro inconsciente y feliz con Susana.

Esa gordita sí baila. (Sancocho de capuchón y arroz de monocuco) La poetisa Lya Sierra incursionó en la narrativa en 2004 con una novela, que trae minuciosamente el lenguaje de la bacanería barranquillera: su léxico, dichos, comparaciones, metáforas, insultos, refranes, apodos, piropos, juegos de palabras y letras de canciones, al tiempo que registra las costumbres y lugares habituales de la clase media baja. El texto encarna la visión del mundo de un personaje emblemático de la ciudad y su carnaval, la Gordita, a quien solo le interesan la comida, el baile, el combo, el ambiente, el sexo, las telenovelas y la salsa, pues la vida es una sola y no existen repuestos. En sus relaciones familiares y afectivas, en el trabajo, en los buses, en la política, en el baile, en el café, en la cama, en el exterior, en las verbenas, en los desfiles del carnaval, en el estadio de fútbol, el retrato de la Gordita es presentado como arquetípico del barranquillero común, con sus virtudes y defectos: aficionado al Junior, lector del horóscopo y de las páginas de cine y deportes, cara limpia y entrón, impuntual y amiguero. Novela de formación que recrea la educación sentimental de una joven que se forja a punta de tropezones, esta obra ahonda sin pedantería en la significación del carnaval, incluso, en particular, en las dolorosas relaciones entre el carnaval popular y la pobreza, encarnadas en un disfraz perenne, el de las culebras cobradoras que amargan todo el año la vida de quienes se divierten los cuatro días de carnaval a costa de 361 días de penalidades.


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CARRUS NAVALIS

Redefiniendo la gestión cultural como instrumento de cambio Por: Ana Elizabeth Patiño Ortiz

La cultura es el gran tema de nuestra época; un concepto con una amplia historia y con una gran relevancia actual, por cuanto se relaciona con problemáticas y preocupaciones del presente como la identidad, el patrimonio cultural, la democracia, el desarrollo, la educación, las artes, la ciencia y la tecnología, las comunicaciones, la solidaridad, entre otros temas. Como un modo de organizar el movimiento constante de la vida cotidiana, la cultura es el elemento propulsor de los cambios; es en ese lugar de encuentros donde se desarrolla y alcanza su carácter diverso, fluctuante, mezclado. Hablamos que somos y construimos culturas híbridas. Pero no la estudiamos únicamente en calidad de producto de un aprendizaje ilustrado, o posesión privilegiada de unos conocimientos y saberes librescos cultivados con ornato y refinamiento; tampoco la aceptamos como la única respuesta del pasado, de una herencia social, o cierto estilo de vida para conservar y proteger. La cultura como el sentido práctico de la vida es el mismo devenir y el cambio. Ella se va creando, va siendo. Discurre, lucha, se impone; propone un destino personal y colectivo, discute y construye futuro. La propia especificidad de la cultura y su expresión como características sintéticas del desarrollo de los individuos, de los grupos y la sociedad, la dotan de una extraordinaria complejidad que se expresa no solo en el crecimiento y valoración del pasado y del presente, sino, además en el impulso trasformador que nos mueve hacia el progreso como vínculo permanente entre el pasado y el futuro. Se trata de volver a concebir y entender la cultura según la referencia de su significado etimológico. O mejor aún, entenderla en plural como culturas, “cultivos”; semillas de vida que van siendo formas y maneras de ser, hábitos y maneras de pensar y hacer que apuntan a nuevos modos de ver el mundo. Concebir la cultura como instrumento para el cambio implica un proceso de creación desde las iniciativas de las comunidades, que deben asumir la responsabilidad de su futuro y redefinir los fines humanos de cada actividad social, así como adoptar nuevas alternativas de origen ciudadano, que con autonomía y libertad se responsabilizan de su futuro. Esto requiere decisión, voluntad para trabajar en función de las trasformaciones que partan de la fuerza y de la capacidad humana para la búsqueda de soluciones. Se trata de analizar a fondo los problemas, las causas que los originan, que cada hombre y mujer, grupo humano y clase

social desempeñe su papel actuando en favor de su futuro. La alternativa cultural mejor diseñada es aquella que ve a las comunidades y grupos sociales de cada nivel de la sociedad participando y organizando su proyecto de vida de acuerdo con su propia visión del mundo, en defensa de su identidad y valores culturales, de cara a otros diferentes o similares. Al interior de una cultura, de un pueblo, hay muchas culturas, a veces contradictorias, que tratan de legitimarse; por eso el campo de lo cultural es un espacio de conflictos donde se validan ciertas expresiones y prácticas. No hay un estado idílico, sino tensión interactuante, vigorosa, que se impone, resiste, se expresa, se vive. Las culturas tratan de imponer lo que somos, o lo que creemos y queremos ser. […] No existen pueblos como unidades cerradas. Una cultura se define no solo por el intercambio con otras, sino por las mismas contradicciones que la constituyen. Por las pugnas y las batallas que en ella se dan. La cultura para el cambio arraiga la construcción de la paz, la reformación de modelos de trabajo cultural, de forma tal que se logren trasformaciones y condiciones objetivas para un desarrollo incluyente, sostenido y más humano. Se trata de la construcción de una cultura de la convivencia y el respeto que vaya trasformando paulatinamente los rasgos negativos en la vida cotidiana de las comunidades sociales. Aparece entonces una cultura de lo público, la de todos, que amplía el crecimiento del tejido social y la reconstrucción de la sociedad civil. Por tanto, los interrogantes sobre el Carnaval de Barranquilla como Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad deben ser: • ¿Qué se debe rescatar del olvido, la homogenización, la frivolidad para ser conservado y protegido? • ¿Qué creencias nos identifican, arraigan; y cuáles nos inmovilizan o limitan el crecimiento? • ¿Qué dimensiones de la vida de la comunidad merecen promocionarse o impulsarse? • ¿Qué dimensiones y prácticas nuevas merecen introducirse para dinamizar procesos comunitarios de contacto y relación con otros espacios, lugares, país y mundo? Sobre la base de estos presupuestos, crece la conciencia acerca de la necesidad de abordar la gestión para el desarrollo del Carnaval de Barranquilla desde una perspectiva que sitúa al hombre en el centro del proceso, dándole un valor real a la definición de un proyecto, de un proyecto


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de vida, donde Carnaval de Barranquilla se asuma como un instrumento para el cambio dirigido a crear nuevos modos de ser y de vivir. Si de la cultura de lo que somos, nace el desarrollo que queremos, su gestión implica profundizar ambos aspectos, para encontrar el camino y la dirección del desarrollo del Carnaval de Barranquilla. Así, ayudando a construir el tejido social, se crean las condiciones para que las comunidades se organicen cada vez más y trabajen por su propio bienestar. Lo que nos ocupa entonces es el desarrollo social y cultural del Carnaval de Barranquilla; la capacidad de movilizar a las comunidades para que asuman la fiesta como un espacio vital de participación, organización y decisión. La dinámica de la vida cotidiana es la gestora de la cultura y ya lo que importa es enriquecer la experiencia cotidiana de la gente, ampliar su visión del mundo, acrecentar su tolerancia, su capacidad de convivir democráticamente, es decir, buscar su dignidad y calidad de la vida. Y esto exige no solo administración, gerencia y planeación, sino gestión. La cultura tiene una función, organización y un sistema que utiliza lógicas, reglas mediante los cuales es posible estudiar y entender su dinámica de cambio. Por eso se habla de gestión cultural como el desarrollo que busca la participación, convivencia, organización y decisiones que convengan y sirvan para el momento y el futuro. La gestión cultural es hoy una profesión visible y deseable gracias a una práctica real sostenida desde finales del siglo XX, que se ha ido concretando con el tiempo y los acontecimientos. Ha cobrado cada día mayor importancia, no solo por ser el resultado de un planteamiento teórico elaborado en algún estado, institución o programa, sino por el mayor reconocimiento de la dimensión cultural y su articulación con el tejido social. Las nuevas formas de relación globalizada, las múltiples formas de intervención en cultura han creado la necesidad de especializarse o de formarse en áreas como las de administración y gerencia, mercados, redes, comunicación y nuevas tecnologías, […] basta solo alguna de estas, para atender con mayor eficiencia y dominio las necesidades y las demandas de bienes y servicios culturales. Al masificarse la utilización del término “gestión cultural” es importante definir sus contenidos e identificar quienes la desarrollan. Se deben establecer unos consensos mínimos acerca de su definición, su entorno, los agentes que intervienen, las funciones que ellos cumplen, las metodologías de trabajo, las técnicas apropiadas y consecuentemente sus responsabilidades en la búsqueda de resultados y satisfactores en una colectividad determinada. La gestión de la cultura es la respuesta contemporánea al espacio cada vez más amplio y complejo que la cultura ocupa en la sociedad. Las relaciones que hoy se establecen entre cultura y economía, sociedad, territorio, comunicación (mass media y TIC) dan idea de la ampliación del

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sector cultura hacia ámbitos que antes no le eran propios y en los que cada día adquiere una mayor relevancia y posicionamiento. Esta nueva situación es la que ha motivado el reconocimiento y la necesidad de una función gerencial en la cultura, diferente a la creativa; espacio que ocupa la gestión cultural. Inicialmente, la noción de gestión cultural ingresa al discurso cultural en América Latina hacia la década de los ochenta tanto en las instituciones gubernamentales como en los grupos culturales comunitarios, como una propuesta distinta de actividad cultural a la realizada por “animadores culturales”, “promotores culturales”, “trabajadores culturales” o “administradores o gerentes culturales”. Los roles de animadores y promotores culturales poseían una tradición importante en España, que les permitía incrementar y fortalecer la mediación entre los productores y los receptores de cultura. Como lo plantea Víctor M. Quintero, los animadores y promotores culturales, ejes fundamentales de los desarrollos culturales en los municipios y regiones, administraban las organizaciones culturales (bibliotecas, museos, grupos culturales) con un corte empírico y comunitario que enriquecía la construcción de identidad y región. La concepción de trabajadores culturales fue una recreación latinoamericana, posiblemente de las ideas del marxista italiano Antonio Gramsci, en busca de acercar el trabajo material al espiritual y el desarrollo intelectual orgánico. La noción de administradores o gerentes culturales, con un peso significativo en los Estados Unidos y Francia, acentuaba la posibilidad de organizar la actividad cultural con principios y criterios empresariales. Se les llamó ingenieros culturales cuando el Estado disminuía su tamaño, y se les daba a las organizaciones no gubernamentales la contratación y ejecución de programas y proyectos auspiciados por el gobierno. Para garantizar su efectividad, el Estado les trasladaba directa y mecánicamente los conceptos y las técnicas de la microeconomía, de la administración de empresas y de la ingeniería industrial al ámbito de lo cultural. Era el reino de la economía empresarial, entendida como la administración de recursos destinados a la promoción y difusión. Con el ingreso discursivo en los años ochenta de la noción de gestión cultural, se plantearon por lo menos tres tesis de cambio. Primero, la sostenida por el escritor peruano Jorge Cornejo, que plantea que la gestión cultural incluye las denominaciones anteriores (ante todo la de animador y promotor), pero sin oposiciones ni modificaciones significativas entre ellas. En segundo término aparece la necesidad de preservar las nociones anteriores, ya que la inclusión de la gestión pretende borrar las fronteras entre los procesos culturales y las actividades económicas, razón por la cual algunos sectores rechazan el término gestión como una intromisión excesiva de lo económico en la dimensión cultural. Y, por último, están quienes defendiendo la pertinencia del concepto, y apoyados en tesis del investigador Néstor Gar-


18 cía Canclini, consideran que, por la situación actual de la cultura, sí existen modificaciones relevantes, planteamiento contrario al de Cornejo. Surge entonces la necesidad de definir si gerencia, dirección, administración y gestión son sinónimas, o si hay que diferenciar estos conceptos. En todo caso, estos términos pueden utilizarse para identificar la labor de los diferentes momentos del proceso de intervención de la cultura, mas no son necesariamente equivalentes, aunque envuelvan una relación concurrente que dificulta su diferenciación. Dirigir es liderar, o gerenciar, y gestionar Gestionar implica todo un proceso orientado a crear condiciones para el desarrollo, punto común entre la creación artística y la población, entre las dinámicas sociales, económicas y políticas que buscan el desarrollo, el crecimiento y la calidad de la vida humana. Desde la Economía Empresarial a la Economía de la Cultura se avanza más allá de la administración óptima de todos los recursos de la organización cultural y se sobrepasa la sola ejecución de programas o provisión de recursos. Es la mirada con perspectiva y proyección a fin de intervenir positivamente en lo público. Así, gestar es hacer un trabajo con sentido y organización. Un ejercicio sistémico, que interpreta e integra, a partir de una visión-misión que define políticas; traza propósitos y metas; identifica estrategias; concreta planes y proyectos; vigila y evalúa resultados, logros e impactos, y sobre todo visualiza un futuro posible, viable. Dicho ejercicio tiene sentido social porque afecta e incide en la comunidad, y requiere de investigación, participación y discusión en un mundo plural y dinámico. Eso significa que el gestor(a) cultural debe intervenir en una, algunas o todas las fases del ciclo de vida de la cultura: desde que se inicia hasta que deviene del dominio público. Estas fases son: la creación, la producción, la distribución, la difusión, el uso y consumo. Por eso, además de gerenciar organizaciones culturales, el gestor cultural identifica las distintas culturas en el espacio donde habita, promueve lugares para que la vida cotidiana tenga lugares de encuentro y se construyan tejidos sociales y comunidades felices que conviven, participan, toman decisiones sobre qué hacer, cómo hacerlo, cuándo y con quién o con quiénes. El gestor cultural comunitario (Arango, 1996) conoce y participa en los espacios y procesos culturales de los grupos y las comunidades con quienes realiza su trabajo. Sabe de cultura; la entiende como sector, como área, como dimensión, facilitando con dicho saber escenarios y procesos donde las organizaciones culturales promueven la búsqueda del sentido colectivo que en el grupo y la comunidad se le da a la vida, así como las relaciones con el mundo en que se vive.

CARRUS NAVALIS En este sentido, el gestor cultural administra organizaciones desde esa noción extensa de cultura donde se desenvuelven organizaciones sobre patrimonio, tradición, folklore, arte, y en general sobre todo aquello que hace la comunidad y enriquece su cultura. El gestor cultural es aquella persona que tiene la responsabilidad de favorecer el desarrollo cultural en su calidad de mediador entre los fenómenos expresivos o creativos y los públicos que conforman la comunidad social. Su objetivo principal es establecer canales que promuevan la participación de las personas en la dinámica cultural territorial, la cual, a la vez retroalimenta y estimula la creación y los hábitos culturales. “En últimas, lo que tienen en común el administrador y el gestor cultural, es que ambos usan herramientas de administración de empresas para gerenciar la organización cultural, pero mientras un estilo las aplica automáticamente, el otro las cierne y promueve sus ajustes, precisiones, dinamismo y, sobre todo, su factibilidad social” (Víctor Manuel Quintero). Esa responsabilidad de intervenir en lo colectivo obliga a respetar la independencia del hecho cultural, a reconocer lo que es manejable de la cultura, incluso a defender los límites de su actuación y a imponérselos en materia de respeto y defensa de la libertad y autonomía del propio desarrollo de la cultura, y de evitar la degradación de la cultura por efecto de intereses especulativos, ya sean mercantilistas, mediáticos o electoreros. Gestar proyectos y servicios culturales nos lleva a buscar nuevas rutas, caminos de encuentro, interacción y socialización cada vez más cooperativos, junto con el manejo de recursos factibles con el mejor grupo humano posible; nos lleva a pensar en centros, entidades y empresas, cuyos procesos de organización, planeación, dirección y evaluación de sus planes, programas y proyectos estén al servicio de la comunidad y promueva su bienestar. Por último, se puede concluir que el objetivo de este ensayo es revisar técnicas y herramientas de la administración de empresas que deben ser tenidas en cuenta en el quehacer cultural y en su gestión; el diseño, creación, desarrollo y evaluación de proyectos, programas, eventos y actividades. Especialmente busca dar respuestas a situaciones concretas, demandas comunitarias o problemas, carencias y limitaciones del quehacer de los actores del Carnaval, reconociendo y atendiendo, por supuesto, las especificidades y requerimientos particulares de ellos mismos, de sus grupos y colectividades locales.


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Indice de Autores Ana Elizabeth Patiño Ortiz Licenciada en Educación, Filosofía y Letras y Magíster en Administración Financiera de la Universidad Santo Tomás de Aquino. Bogotá, Magíster en Administración y Supervisión Educativa (Convenio Universidad Francisco de Paula Santander y Universidad Externado de Colombia), Diplomada en Gestión Cultural, Universidad Industrial de Santander, UIS. Postgrado en Cooperación Cultural Iberoamericana, Beca del Convenio Andrés Bello, Universidad de Barcelona, España. Diplomado en Cooperación Internacional y Desarrollo Social, Fundación Norte Sur, Bucaramanga. Coordinadora Área Cultural del Banco de la República, sede Cúcuta y Bucaramanga. Jefe del Teatro Amira de la Rosa, Área Cultural del Banco de la República. Gestora Cultural independiente. Ariel Castillo Mier Escritor, ensayista y crítico literario nacido en Barranquilla. Doctor en letras hispánicas del colegio de México. Coordinador de la especialización en literatura del Caribe colombiano de la Universidad del Atlántico y del programa Cátedra Caribe del Observatorio del Caribe. Sus escritos han sido publicados en revistas colombianas y extranjeras, ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar al Mejor Artículo Cultural en 2002 y Mejor Libro sobre Vallenato en los últimos años en 2011. Miembro del colectivo de investigación literaria Gilkarí de la Universidad del Atlántico. Editor de la revista Aguaita del Observatorio del Caribe Colombiano.

Miguel Iriarte Poeta, publicista, periodista cultural, gestor cultural y catedrático de Semiótica y Comunicación de la Universidad del Norte. Nació en Sincé Sucre en 1957 y reside en Barranquilla desde hace 30 años. Licenciado en Filología e Idiomas de la Universidad del Atlántico, Especialista en Gerencia y Gestión Cultural de la Universidad del Norte; Magíster en Comunicación de la Universidad del Norte. Ha sido director del Instituto Distrital de Cultura de Barranquilla, Secretario de Cultura y Patrimonio del Atlántico, director de la Biblioteca Piloto del Caribe, director y editor de la revista de investigación, arte y cultura Víacuarenta, director de la Revista Oral Astrolabios; y actualmente es asesor cultural de la Corporación LuisEduardo Nieto Arteta de Barranquilla. Juventino Ojito Productor, arreglista, compositor, intérprete y director musical colombiano, nacido en Polonuevo, Atlántico. Ha participado en la grabación y realización de fonogramas en múltiples géneros musicales, junto a reconocidos artistas entre los que se encuentra Álvaro José “Joe” Arroyo, Checo Acosta, Carlos Vives, Corraleros de Majagual, Gabino Pampini, entre otros. Reconocido intérprete del saxofón, el clarinete y la flauta; Director, productor y arreglista de ¨Juventino Ojito y su Son Mocaná”. Docente y conferencista en temas de Emprendimiento Cultural, de la música popular y folclórica de la Región Caribe colombiana. Productor de Exaltación a la Música del Caribe Colombiano, FESTICARNAVAL, Carnaval de Tradición y Barranquilla Sabe Cantar. Ha recibido varios reconocimientos por su labor artística y cultural.




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