Cuentos tradicionales chilenos de la Regiรณn del Maule
Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule Recopilación Wendy R. Tyndale Proyecto, edición y gestión Imogen Mark y Carolina Tapia Diseño y edición Cristián Peña G. Ilustración Laura Césped “Palta” RPI: 304317 ISBN: 978-956-398-852-9 © Wendy R. Tyndale Se autoriza la reproducción parcial citando la fuente correspondiente. Prohibida su venta. Junio de 2019.
Los textos de este libro fueron recopilados y transcritos de la manera mĂĄs literal posible, utilizando modismos y frases locales, para asĂ respetar fidedignamente el relato de sus autores y autoras.
Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
Recogidos y presentados por Wendy R. Tyndale Proyecto y edición de Imogen Mark Prefacio de José Bengoa
Dedico este libro a la familia Moyano con la que viví cuando recogí los cuentos. En memoria de señora Isolina, de don Nicolás y de su segundo hijo Genaro, y a Patricio, Leopoldo, María Angélica, Cecilia, Nicolás y Raúl con mucho cariño y profundo agradecimiento.
Índice Prólogo Presentación Prefacio Agradecimientos Introducción Los cuentos
11 15 19 20 24
Los narradores y sus cuentos
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I - Señora Isolina Faúndez El culebrón encantado Cuando una señora mandó una carta al cielo, a su hijo Un matrimonio que nunca había tenido un hijo La monita de palo
30 31 36 40 44
II - Señora María Muñoz Las tres hermanas
52 53
III - Señora María Garrido La Cenicienta Florángel La mujer rica y pobre El cuento del pájaro malverde El negro patas de crin
58 59 63 65 68 81
IV - Señora Aída Amaro Pulgarcito La sapa encantada El cuento de un matrimonio muy pobre
96 97 100 105
V - Señora Marina Vistoso Juanito y Juanita La mata de col El árbol que canta, el pájaro que habla y el agua de oro
108 110 116 122
El cuento del tonto Un cuento de cuando había gigantes Don Alonso
131 140 150
VI - Don Rosalindo Cornejo El cuento del joven que se le antojó casarse
160 161
VII - Bernadita Pacheco El niño que le cortó la pata al toro El cuento de un niñito chico que se hizo rey
164 165 167
Notas sobre los cuentos
169
Análisis de los cuentos
175
Glosario
189
Bibliografía selectiva
195
Presentación Con mucho gusto escribo estas líneas a modo de presentación de la publicación Cuentos tradicionales chilenos de la región del Maule. Se trata de una colección de veintidós cuentos recogidos por Wendy Tyndale en la zona del río Maule el año 1972. Como relata Wendy en la Introducción, había llegado a esta zona el año anterior como parte del equipo de investigación del Centro de Estudios Agrarios y Campesinos (CEAC) de la Universidad Católica en Talca; pocos meses después fue invitada a participar en un proyecto para analizar algunos cuentos tradicionales chilenos, y ella se encargó de la recolección. Los cuentos narrados por campesinos fueron registrados en doce cintas de casete, las que además contienen el relato de leyendas, adivinanzas, canciones, entre otras expresiones, y referencias sobre sus propias vidas. Estas cintas fueron ofrecidas por Wendy a la Biblioteca Nacional de Chile el año 2016, ya que consideraba que este valioso material que guardaba desde 1973, fecha en que volvió a Inglaterra, pertenecía a todos los chilenos y debía darse a conocer. En una breve pero fructífera conversación telefónica, y al conocer los documentos y materiales que se conservan en el Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares, Wendy consideró que éste era un lugar idóneo para conservar y difundir los cuentos recopilados por ella. Así, a través de su amiga Imogen Mark se concretó, en octubre de ese año, la donación a esta sección de la Biblioteca Nacional de los registros de audio más un documento con la transcripción de los cuentos. Es el deseo de Wendy e Imogen, y del Archivo de Literatura Oral también, que estos cuentos sean conocidos y disfrutados por muchas personas. Como parte de los fondos del Archivo, quedan a disposición de los usuarios para su consulta; con este fin, ya se han realizado algunas tareas como la digitalización de los registros de audio para posteriormente proceder a su catalogación. Asimismo, es interesante ver cómo esta colección se integra y vincula con otros conjuntos documentales, de esta sección y de la Biblioteca en general. Como señala Wendy, esta publicación contiene “lo que posiblemente puede ser una de las últimas colecciones de cuentos populares chilenos que pertenecen auténticamente a la tradición oral”. Una labor que, en nuestro país, habría iniciado el filólogo alemán Rodolfo Lenz a fines del siglo XIX. En 1897, Rodolfo Lenz publicó en su serie de Estudios Araucanos más de veinte cuentos mapuches recopilados en terreno por él y por su informante Víctor Manuel Chiappa, muchos de ellos referidos por un joven moluche llamado Segundo Jara, cuyo nombre indígena era Calvún. La segunda década del siglo XX, luego de la creación de la Sociedad de Folklore Chileno en 1909, fue prolífica en el estudio de ésta y otras expresiones tradicionales, realizadas por investigadores miembros que presentaban
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sus temas en las sesiones de la Sociedad y difundían en revistas como los Anales de la Universidad de Chile, la Revista de Folklore Chileno y la Revista Chilena de Historia y Geografía. El propio Lenz se dio a la tarea de realizar estudios comparativos de cuentos recopilados por Jorge Atria, Eliodoro Flores, Ramón Laval, Roberto Rengifo y la señora Sperata R. de Saunière, además de dar noticias sobre el conjunto de cinco relatos recogidos por el señor D. Th. H. Moore, colaborador de El Folk-Lore Magazine, en la zona de Santa Juana de la Región del Biobío, publicados en el tomo I de la Biblioteca de las tradiciones populares españolas, el año 1883. Hacia mediados del siglo XX, las labores de recolección y estudio de cuentos tradicionales alcanzaron un gran desarrollo con el investigador Yolando Pino Saavedra, quien entre 1960 y 1963 publicó más de 250 relatos recogidos por él en tres tomos de Cuentos folklóricos de Chile. E inspirado por la obra de Pino, entre 1967 y 1973 el investigador Carlos Foresti Serrano, junto a un equipo del Departamento de Literatura de la Universidad de Chile en Valparaíso, recolectó más de 150 relatos orales en las provincias de Valparaíso, Aconcagua y Coquimbo, publicados algunos de ellos en Cuentos de la tradición oral chilena. 1.- Veinte cuentos de magia (1982). Estas colecciones, originadas por las labores de recolección en terreno, se completan por otras de distinto origen. Desde una perspectiva literaria, que se aleja de los estudios folklóricos y análisis comparados de los cuentos, destacan las obras Cuentos de mi Tío Ventura (1933) y Mi Tío Ventura. Cuentos populares de Chile (1938) del periodista Ernesto Montenegro, y Cuentos chilenos (1956) de la escritora Blanca Santa Cruz Ossa, basados en recuerdos de infancia de los autores. En los últimos años, y hasta la fecha, el corpus de cuentos tradicionales se ha enriquecido enormemente con los relatos que se generan a partir del concurso “Historias de nuestra tierra” que la Fundación de Comunicación, Capacitación y Cultura del Agro, FUCOA, realiza desde 1992. Los libros y revistas en que se han publicado los cuentos se pueden consultar en la Biblioteca Nacional, ya sea en formato físico o el documento digitalizado a través de Memoria Chilena. En el Archivo de Literatura Oral, en particular, contamos con varios libros de antologías de cuentos chilenos, y también se conservan los documentos originales producidos por el investigador Rodolfo Lenz y los relatos del Concurso FUCOA. Los cuentos de la región del Maule que aquí se presentan, y en especial las cintas de casete que contienen su narración, quedan como vivo testimonio de una práctica que, antiguamente, era muy común para entretener a grandes y chicos, pero que ya comenzaba a declinar hacia la década de 1970: “Ya no contamos más porque ahora tenemos la tele”, le dijo la señora Isolina Faúndez a Wendy Tyndale. Interesante es constatar que algunos cuentos se repiten en las distintas colecciones, por supuesto con variaciones, y que otros relatos parecieran que están compuestos por uno o más cuentos. Es muy probable que esta colección de cuentos sea una de las últimas que evidencia la oralidad de esta tradición, con toda la riqueza de versiones que por este motivo podemos encontrar, pero no es menos cierto que esta diversidad se ha plasmado, de otra manera, en los miles de relatos que año a año aumentan la colección FUCOA. Agradecemos enormemente la generosidad de Wendy, de querer compartir con no-
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sotros y con todos los que quieran conocer estos relatos su encomiable y metรณdica labor de recolecciรณn y estudio comparado de la colecciรณn de cuentos por ella formada. Personalmente, su lectura fue un verdadero agrado que me permitiรณ profundizar en la riqueza de los fondos conservados en el Archivo, y sobre todo un agrado conocer a Imogen y, aunque sea un poco y a la distancia, a la mujer detrรกs de esta linda obra.
Carolina Tapia Valenzuela Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares Biblioteca Nacional
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Prefacio Quien lea este libro de Cuentos tradicionales del Maule se sorprenderá. Quizá no comprenderá el porqué en el campo tradicional chileno, maulino en este caso, cercano a Talca, aparecen tantos Reyes, Princesas, misteriosos personajes fantásticos que se confunden con seres maravillosos propios del campo, como culebrones y seres provenientes quizá de las tradiciones indígenas olvidadas. Wendy Tyndale recopiló al inicio de los setenta, como escribe en su Introducción, cuentos que le relataban sobre todo mujeres de los fundos y campos cercanos a Talca. La Reforma Agraria había comenzado unos años antes, Gobierno de Eduardo Frei, y no había tenido aún la masividad que luego logró en el período de Allende, y la misma noción de latifundio no se había esfumado como ocurrió después y hoy día es evidente. El Fundo Flor del Llano del cual surgen varios de los cuentos, y que usaremos como ejemplo para graficar el contexto de estos relatos, estaba –y lo que queda aún está–, en el camino que va de Talca a San Clemente. Es un valle que sube lentamente hacia la Cordillera de Los Andes. A fines de los sesenta era una gran Hacienda de tierras planas y fértiles en que se producía de todo tipo de alimentos, destinados a la gran feria o mercado de Talca, desde donde partían a Santiago. Las casas del fundo eran enormes. Un corredor de piso de viejos ladrillos gastados por el uso y postes de madera que sostenían el techo de tejas de barro, medía casi una cuadra de largo. Allí estaba la entrada de la casa de los patrones pero también la entrada de los corrales para los animales y las habitaciones del personal de vigilancia, capataces, mayordomos y vaqueros. El llavero, que como dice su nombre manejaba la seguridad de la Hacienda, tenía un lugar especial. Era muy notable ver que convivían en estos fundos de esta zona del país los patrones con sus trabajadores de confianza en un mismo espacio amurallado, con patios rodeados de altos tapiales, para protegerse de los salteos de bandidos que eran muy comunes. Muy diferente a lo que ocurría en el centro del territorio donde los patrones vivían en medio de parques y no pocas veces en palacetes. Allí se produjo ese año 1969 la expropiación del Fundo o Hacienda, estableciéndose un Asentamiento campesino. Eran muchas familias de inquilinos que vivían en el Fundo, quizá desde siempre, por generaciones. Trabajaron esos años en forma comunitaria, como se decía en la época, manteniendo relativamente igual el sistema laboral anterior sin las pesadas cargas de la “obligación”, verdadera esclavitud del campo chileno. El inquilino debía ponerle a la Hacienda un “peón obligado” y cuando se lo requirieran entregar un peón llamado “voluntario”. Las mujeres salían al alba, y en invierno con noche, a ordeñar las vacas. Los niños eran sacados tempranamente de la escuela y debían acompañar a sus madres a “ternerear”, esto es, a amarrar los
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terneros cuando ellas ordeñaban las vacas. Todo eso era parte de la “obligación” –que así se llamaba– de modo de pagar la casa o rancho que le entregaba la Hacienda, un trozo de tierra llamado “goce”, donde se sembraban legumbres y hortalizas, y algunas otras regalías de tierra, más una olla de porotos y un pan de campo denominado “galleta campesina”. Hasta hace pocos años estaban las ruinas de lo que fue la cocina de los peones donde se preparaban enormes ollas de porotos y el horno para cocer las galletas o pan de campo. Años después nos contaban, a quienes estábamos haciendo allí en Flor del Llano una película sobre este proceso, que escucharon en una pequeña radio portátil que en Santiago había un golpe de Estado. A los días llegó un interventor, que ellos ya conocían porque trabajaba en la Corporación de la Reforma Agraria. Se sabe borrosamente de una persona que fue tomada presa y no volvió al Fundo. Se repartieron las tierras en Parcelas de la Reforma Agraria, quedando los dueños de casa o jefes de familia con más hijos con tierras de muy buena calidad. Como no había apoyo estatal y se temía que perdieran las tierras recién entregadas, cosa que ocurrió, el Obispo de Talca, Monseñor Carlos González, formó un organismo denominado CRATE, que les dio el apoyo necesario. Los parceleros formaron una sociedad y continuaron por algunos años trabajando las tierras en común. Sin embargo, el ambiente de las empresas y la economía chilena no era favorable a las actividades asociativas y cada uno se fue por su lado, algunos vendieron y otros se quedaron con sus antiguas casas y sus viejos “goces”. Los años pasaron y los hijos se fueron construyendo casas al lado de las viejas viviendas de adobe y barro, hoy muchas de ellas ya demolidas. Hace casi 50 años, cuando fueron recopilados estos cuentos maravillosos, Flor del Llano quedaba, en ese tiempo, lejos de Talca. Entre la ciudad y San Clemente eran solamente Haciendas y campos. Hoy es prácticamente un camino rodeado de habitaciones, poblaciones construidas por el Estado y hacia el interior campos de cultivo, siendo en su mayoría viñedos, huertos frutales y agricultura intensiva. Los campesinos parceleros, beneficiarios de la Reforma Agraria, vendieron a empresarios. Casi nadie se recuerda de estas historias y mucho menos de estos relatos antiguos. Lo mismo ocurre en los otros lugares donde fueron recopilados los cuentos que están en este libro. La vida de las Haciendas maulinas era muy aislada, y por siglos. Se trataba de una sociedad estamental, en la que los inquilinos eran una suerte de siervos de la gleba a la usanza europea. Los patrones, también de origen español, eran dueños de casi todas las tierras de la zona. Un puñado de familias, los Silva de la Hacienda Aurora, los Donoso de Huilquilemu, los Henríquez antecesores del Cardenal Silva Henríquez, y unas pocas más se repartían familiarmente esos enormes valles. Se casaban entre ellos, se vendían y compraban los campos en una suerte de monopolio territorial, en fin, se trataba de una oligarquía que vivía entre la casa del campo y los enormes caserones de varios patios en el centro de la ciudad de Talca, como lo ha contado el escritor José Donoso con singular brillo. Los inquilinos del Valle Central de Chile y en especial del Maule tienen en lo principal un origen español. Como lo ha mostrado el historiador Mario Góngora, se trataba de españoles pobres que en un primer momento arrendaron tierras a los hacendados que habían llegado antes y se habían apropiado de ellas. Con el tiempo
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no pudieron pagar el canon de arriendo y debieron contraer deudas, transformándose en “inquilinos”. Casi ninguno sabía leer ni escribir, no había más comunicación que entre ellos o las fiestas campesinas. Las mujeres en sus casas, a cargo de las huertas, de la cocina, de los niños, se contaban historias de generación en generación, tomando mate, como cuenta Wendy Tyndale que fue su hermosa experiencia. Este es el origen y situación en la que surgen estos cuentos fantásticos. Son una suerte de “arqueología” lingüística y de relatos provenientes de lo más temprano de la colonización europea y española en lo principal de Chile Central. Es por eso que el eje temático son historias de gente pobre que de una u otra manera trata de salvar su suerte y destino de servidumbre, mediante una argucia de modo de casarse con la hija del Rey, aunque no haya habido reyes en el Maule; pero los patrones eran su sucedáneo. Son historias de aislamiento, de una cultura de una gran credulidad, ingenuidad también, en que lo maravilloso estaba presente cotidianamente en la vida de las familias. Muchos lectores van a recordar cuentos que como la Cenicienta provienen de esas tradiciones, los que se entrelazan con elementos de la naturaleza talquina, de animales y plantas del campo local. Hay por cierto un piso indígena pero muy débil. Hay que decir que en esta zona cuando llegaron los inquilinos, siglos diecisiete y dieciocho, ya no había indígenas, y los que sobrevivían habían sido expulsados a la Costa o algunos valles escondidos de la Cordillera. Por ello estos cuentos nos retrotraen a un tiempo suspendido en el Medioevo, de modo increíble. Todo eso se esfumó de una plumada con la Reforma Agraria y las modernizaciones que le siguieron. La vieja Hacienda explosionó; los inquilinos poco a poco y muy rápido, hay que decirlo, se transformaron en “pobladores rurales”, trabajadores temporales, peones de una diversidad enorme de actividades. Por citar un caso, en esa zona que ponemos como ejemplo por conocerla bien, hay muchos jóvenes, sobre todo mujeres jóvenes hijas o nietas de los antiguos inquilinos, que combinan trabajos urbanos en supermercados con cosechas en el verano. La distancia y tiempo de viaje desde sus casas a la ciudad es cada vez menor, hay buses, taxis colectivos que van y vienen. Por cierto que estas maravillosas fantasías se fueron también olvidando frente a las lógicas de la televisión, de la educación formal, y comenzaron a perder interés y considerarse incluso ridículas. Son simplemente un testimonio, genial por cierto, de un pasado que ya no existe. El trabajo que realizó Wendy Tyndale fue de gran calidad y es una decisión muy acertada darlo a la luz pública casi medio siglo después. Será un material del mayor interés analítico para quienes quieren comprender de manera compleja lo que ha sido la formación del “pueblo chileno”, de las influencias de las culturas europeas y su raigambre en el territorio e influencias locales. Estoy muy agradecido por haberme solicitado y permitido escribir esta Presentación ante una obra de tanta calidad. José Bengoa Septiembre del 2018
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Agradecimientos Mis primeros agradecimientos los debo a quienes me ayudaron en los años 70 en Chile. Ante todo, por supuesto, a los narradores de los cuentos, quienes no solamente me dedicaron su tiempo, sino que me acogieron con generosidad y cordialidad. Nunca me olvidaré de ellos y de las horas tan gratas que pasé en su compañía: las señoras Aída Amaro, María Garrido, Isolina Faúndez, María Muñoz y Marina Vistoso, don Rosalindo Cornejo, y la niña Bernardita Pacheco. También quisiera agradecer a todo el equipo del CEAC (Centro de Estudios Agrarios y Campesinos) de la Universidad Católica de Talca, especialmente a Raúl Iturra por su apoyo en este trabajo y a Iris Zepeda, quien transcribió los cuentos grabados. Igualmente agradezco a Luis Felipe Ribeiro, sin cuya idea inicial no hubiera recogido los cuentos. Mis agradecimientos van también a las personas que me han apoyado más recientemente. Especialmente a Imogen Mark, tanto por su paciencia y generosidad como por la ayuda que me dio con su claridad de visión y pericia como periodista. Hemos escrito el libro juntas y es Imogen quien hizo los contactos en Chile que han culminado en su publicación. El apoyo de Carolina Tapia, directora del Archivo de Literatura Oral de la Biblioteca Nacional de Chile ha sido vital. Su entusiasmo inicial por los cuentos y su amabilidad para escribir la presentación nos dieron mucho ánimo en momentos de duda, mientras que su edición rigurosa y amorosa del texto final fue un ejemplo de su gran erudición. El reconocimiento del valor de los cuentos de parte de la Biblioteca nos ha dado mucha satisfacción a todos los que hemos estado involucrados en este proyecto. Al personal de la Biblioteca agradecemos el tiempo y trabajo de Cristian Peña, quien, como estudiante en práctica en el año 2018, junto a Laura Césped contribuyeron con las ilustraciones y el diseño del libro. El antropólogo Jose Bengoa, un viejo amigo, ha sido otro gran apoyo. En su prefacio se aprecia su profundo conocimiento de la región del Maule y de los procesos del mundo campesino chileno en los años 70 y posteriores, lo que ofrece un marco histórico muy enriquecedor a los cuentos y sus relatores. En la preparación de los textos, Maruja González y Florángel Lambor hicieron un aporte indispensable con sus correcciones lingüísticas y sugerencias de estilo. Pablo Moyano sirvió de enlace fiel y constante con el resto de su familia, y Aarón Albarrán y Gabriela Álvarez me proporcionaron ayuda práctica en las primeras semanas de escritura. Alan Angell fue una de las primeras personas que me estimularon a realizar mi sueño de devolver estos cuentos al pueblo chileno; y Rafael Sagredo tuvo la gentileza de aconsejarme acerca de la publicación. Hazel Johnson y Fleur Bourgonje me han respaldado con su amistad y apoyo, así como lo han hecho mi hermana gemela, Anne Freeman, y mis amigos Chris Rowland y Susy Carstairs quienes me han acompañado durante todo el proceso.
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Introducción Contexto de la recolección de los cuentos Mi intención con este pequeño libro es devolver al pueblo chileno lo que posiblemente puede ser una de las últimas colecciones de cuentos populares chilenos que pertenecen auténticamente a la tradición oral. Son cuentos del Valle Central de Chile, de la zona del río Maule, los que escuché y grabé en el año 1972 antes de la llegada masiva de la televisión al campo. Mi conexión con estos cuentos ocurrió de manera fortuita. En septiembre del año 1971, a través de los contactos de mi profesor de la Universidad de San Andrés en Escocia donde estudié español y francés, me llegó una invitación para unirme al equipo de investigaciones del Centro de Estudios Agrarios y Campesinos (CEAC) de la Universidad Católica en Talca. Me pidieron que hiciera un aporte lingüístico/ antropológico a los estudios que hacía el equipo en el contexto de la reforma agraria del gobierno de la Unidad Popular. No había estado nunca en Chile y no conocía el campo chileno, pero me pareció una oportunidad única, así que acepté con mucho gusto. Fue así como llegué a Talca y, después de unas semanas, a Ramadillas de Lircay, una aldea de 44 casas a unos once kilómetros de Talca. Ahí la señora Isolina, mamá de la familia Moyano Faúndez, tuvo la gentileza de invitarme a su casa por dos semanas para que pudiera llegar a conocer mejor el ambiente rural. Resultó que, en vez de por dos semanas, viví durante un año y medio con su familia. Siempre estaré agradecida, de la señora Isolina y de su esposo don Nicolás, como también de cada uno de sus siete hijos, por su tolerancia, su apoyo, todo lo que me enseñaron y sobre todo su cariño. Nos convertimos en amigos para siempre y no cabe duda de que mi estadía en Ramadillas de Lircay fue una de las experiencias más significativas de mi vida. Era la época en que el gobierno de la Unidad Popular empezaba a expropiar los latifundios más grandes para convertirlos en asentamientos de los trabajadores. Éstos ya eran cambios fundamentales, pero no hubiéramos podido imaginar en aquel entonces cuánto se transformaría el campo talquino en los años siguientes. Bajo la dictadura militar, la producción tradicional de uvas y papas prácticamente desapareció, siendo reemplazada por las explotaciones agrícolas de hoy que envían su vino y su fruta al extranjero en escala industrial. Esto cambió para siempre las relaciones de trabajo en el campo; ahí no solamente se hicieron temporeros la mayoría de los trabajadores, sino que también se empezó a ofrecer trabajo a las mujeres. Al relatar el cuento El árbol que canta, el pájaro que habla y el agua de oro, la señora Marina
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Vistoso sugiere que el rey de antes podría ser el latifundista de ese tiempo. Hoy día no hay ni rey ni latifundista porque las relaciones semi-feudales entre el terrateniente y los trabajadores terminaron para siempre. Al mismo tiempo hubo cambios en el área cultural. Los jóvenes tenían cada vez más oportunidades para estudiar y, en números crecientes, empezaban a salir del campo para radicarse en el pueblo. Además, a medida que se pavimentaban más caminos laterales, se mejoraba el sistema de transporte, creando la posibilidad de llegar al pueblo en bus o en ‘liebre’ (minibús) en vez de ir a pie, en bicicleta o en carretilla. Esto significaba que los habitantes del campo ya no vivían tan aislados como en tiempos anteriores, cuando la gran mayoría no conocía Santiago y, sobre todo en el caso de las mujeres, sólo en raras ocasiones visitaban el pueblo más cercano. Cuando yo vivía en Ramadillas, no había teléfono en la aldea, ni llegaba el correo. Teníamos que buscar las cartas en la oficina de correo de Talca. Podíamos escuchar la radio, aunque la calidad de la recepción solía ser muy variable, pero el único televisor pertenecía al administrador de uno de los fundos colindantes. Recuerdo los grupos de niños que se congregaban delante de su casa para mirar a través de la ventana las imágenes que se movían. Narración de los cuentos Después de unos meses de trabajar en el CEAC, conocí al académico brasileño Luis Felipe Ribeiro, quien trabajaba en el Departamento de Comunicaciones de la Universidad Católica en Santiago. Luis Felipe estaba elaborando un proyecto para analizar algunos cuentos tradicionales chilenos, pero aún necesitaba recoger el material de base. Puesto que yo estaba radicada en el campo, me invitó a encargarme de la parte más atractiva de todo el estudio, la recolección de los cuentos mismos. Así fue como empecé a averiguar si allí mismo en Ramadillas había personas que podían narrar cuentos tradicionales y a la vez fui a visitar otros lugares en los alrededores de Talca. Mi búsqueda no fue hecha de manera científica y no sé si por pura casualidad o quizás porque soy mujer resultó que de todos los cuentos que recogí solamente uno fue narrado por un hombre. A veces una narradora me enviaba donde otra y en algunos casos amigos míos me indicaron dónde había narradores conocidos. Una niña, Bernardita Pacheco, me relató sus dos cuentos mientras estábamos sentadas en unas llantas botadas al borde de la calle; los otros narradores me contaron los suyos en sus casas. Cuando hacía frío nos sentábamos cerca del brasero, o íbamos a la cocina que solía estar bien calientita, aunque a veces también llena de humo porque cocinaban con leña. Si hacía sol nos sentábamos en un banco en el corredor (la galería que corría afuera a lo largo de la casa) o salíamos al patio, rodeadas por macetas de flores y por lo general de patos y gallinas que cloqueaban y graznaban mientras iban picoteando cualquier grano que encontraban. Hubo ocasiones también en que algunas de las señoras me llevaron hasta su huerto donde cultivaban hortalizas, papas y a veces frutas. Era muy común que se acercaran niños pequeños o muchachas jóvenes para escuchar la historia, pero era raro que hubiese ahí un hombre o un joven presente
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cuando narraba una mujer. No creo que fuese casualidad que las mujeres me invitaban a venir durante las horas en que sabían que los hombres de la casa estarían trabajando en el campo. Más bien me parece que temían que sus esposos o sus hijos mayores consideraran el relato de cuentos tradicionales como algo anticuado o incluso vergonzoso. Después de la narración solían invitarme a tomar té o mate. Conversábamos largamente acerca de la familia, de los niños, de la religión, de la agricultura y en algunos casos de la política, muchas veces hasta que caía la noche. Las señoras eran acogedoras, hospitalarias y amistosas. Nos reíamos mucho y a veces llorábamos. Siempre disfrutaba de aquellas visitas. Hubo ocasiones en que una narradora me pidió ‘un día para recordar’ pero ninguna de ellas se refirió a un texto escrito antes de contar. Esto no quiere decir que no existieran versiones escritas, en casi todos los casos seguramente las había, pero los cuentos que presentamos aquí se transmitieron de generación a generación a través de la narración oral. Parece que la poca escolaridad de las mujeres les dejaba libres de los impedimentos de la intelectualidad, intolerante como está de imprecisiones y lógicas ‘no razonables’, y de esta manera podían dar rienda suelta a sus capacidades intuitivas y a su extraordinaria creatividad. Algunas de las señoras estaban algo tímidas al comenzar la narración, pero una vez decididas a contar, lo hacían con un gusto evidente, gratificadas de poder transmitir estos cuentos antiguos que en muchos casos les habían relatado sus abuelas. Sin dejarse interrumpir o distraer por mi pequeña grabadora, contaban con una fluidez admirable, fascinante. Eran artistas de lo mejor, actrices que sabían transmitir a sus oyentes el mundo de los cuentos tradicionales: el mundo de todos los días y a la vez un mundo mágico y maravilloso. Hasta en los momentos en que se daban cuenta de que se habían equivocado u olvidado algo, no perdían nunca el hilo ni rompían el encanto de la narración. Los narradores no creían que lo que contaban hubiera sucedido históricamente, sin embargo, transmitían las historias como si fueran reales y no cabe duda de que se identificaban con los elementos que reflejaban su propia realidad. Contando, por ejemplo, El cuento del joven a quien se le antojó casarse, don Rosalindo Cornejo explica cómo eran los caminos, comparándolos con caminos que él conocía: ‘Tomó un camino tal como la Panamericana, que se había hecho nuevo’, o ‘…vio el ñato que justo salía otro camino viejo, tal como el que sale por la Laguna del Toro acá’. Un cuento narrado oralmente no se puede separar de la persona que lo cuenta, porque no se trata de la mera repetición de una narrativa memorizada sino de una creación nueva. Cada narrador da su propia versión de los acontecimientos, agregando u omitiendo detalles, empapando el cuento de su visión particular del mundo y de la humanidad, contando con su propio sentido de humor y de lo dramático. Al ser escritos, los cuentos orales se petrifican porque pierden su presentación dramática, actuada, con gestos, risas y exclamaciones. Con este libro estamos ‘petrificando’ los cuentos del campo del Maule, pero espero que, al conservarlos en forma escrita, hayamos podido atesorar lo más posible de la esencia de sus características como parte de la tradición oral de Chile. Iris Zepeda,
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la amable secretaria del CEAC, los transcribió palabra por palabra: para facilitar su lectura han sido mínimamente redactados, no obstante, los presentamos casi exactamente como se contaron, y en la parte final se presenta un glosario que contiene la explicación o definición de palabras que se utilizan solamente en Chile –o América del Sur–, en las zonas campesinas o que ya están en desuso. El estilo es espontáneo e informal, aunque algunas de las narradoras siguen una tradición que parece ser especialmente característica de Chile, la de terminar, y a veces de empezar con frases fijas (‘matutines’): ‘Para saber contar es necesario aprender’ o ‘Y se acabó el cuento y se lo llevó el viento’, por ejemplo. Otro recurso de la narración oral que se encuentra en estos cuentos es el de terminar diciendo: ‘… cuando yo me vine’ o ‘… y yo creo que todavía están viviendo’, para recalcar la supuesta realidad de la historia. Desafortunadamente, como secuela del golpe militar de 1973, perdí contacto con todos los narradores aparte de la señora Isolina Faúndez. Volví a Inglaterra en marzo de 1973 y desde el mes de septiembre de ese año trabajé en apoyo de los presos políticos y refugiados chilenos. En mis visitas a Chile durante los años de la dictadura militar, no quise perjudicar o poner en peligro a mis amigos del campo y más tarde no los volví a encontrar. Fue una pérdida lamentable.
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Los cuentos Orígenes Los cuentos de esta colección pertenecen al género de los relatos orales conocidos como ‘cuentos folklóricos’, ‘cuentos populares’ o ‘cuentos tradicionales’ y la gran mayoría se incluye además en la subcategoría de ‘cuentos de maravillas’ o ‘de magia’ (a veces llamados ‘cuentos de hadas’, a pesar de que en las versiones que ahora tenemos es bastante rara la aparición de un hada). Los narradores del campo del Maule continuaban una tradición tan antigua como la existencia humana. Cuentos de maravillas han sido descubiertos escritos en papiros egipcios que se remontan a 2,000 años a. C., pero sabemos que la narración oral formaba parte de la cultura de civilizaciones aun más antiguas, como en Mesopotamia. Parece que al principio los cuentos constituían parte de los rituales y prácticas religiosas, sobre todo en los ritos de iniciación. Entre los rasgos de estas prácticas se incluyen, por ejemplo, el tema del abandono de niños en un bosque, como ocurre en Pulgarcito. También encontramos temas que reflejan la creencia en los viajes a otros mundos que se suponía se emprendían después de la muerte. Vemos un ejemplo de esto en los mundos que encuentra Manuelito debajo de la tierra en el cuento del Negro patas de crin. Fue precisamente porque evocaban costumbres precristianas y porque daban crédito a poderes mágicos, que la iglesia durante la Edad Media y aun más tarde, se oponía a la narración de cuentos de maravillas. Sin embargo, aunque los clérigos aprovechaban toda ocasión posible para cambiarlos, transformando por ejemplo las hadas en brujas, nunca lograron acabar con ellos. Es probable que casi todos los cuentos que tenemos aquí llegaran a Chile en el siglo XVI con los soldados del ejército español. Después de la repartición de las tierras entre los poderosos, ellos quedaron como trabajadores en los latifundios y llegaron a constituir la base de la población del Valle Central. Los cuentos que traían formaban parte de una cultura de cuentos orales en España que florecía desde el reinado de Alfonso el Sabio en el siglo XIII, lo que indica que los relatos de los narradores de la región del Maule pueden tener orígenes medievales y en algunos casos más antiguos. Sin embargo, nunca se va a poder encontrar su ‘versión original’, ni se puede saber con certeza de qué parte del mundo son oriundos, porque los temas y los personajes de casi todos estos cuentos se encuentran también en muchos otros países, desde Irlanda hasta la India.
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Recogidos y presentados por Wendy R. Tyndale
En las Notas al final del libro se intenta dar algunas indicaciones de los posibles orígenes de cada cuento y de las otras colecciones mundiales y chilenas en las cuales se encuentra. Características Al narrarse a través de los siglos, los cuentos se alargaron o se acortaron según la visión y la imaginación de cada narrador y según las influencias de la cultura local. A veces incluso fueron modificados radicalmente. En el caso de los cuentos más complejos es muy común encontrar combinaciones de dos argumentos que en otras versiones pertenecen a cuentos distintos; o se puede encontrar las mismas acciones llevadas a cabo por actores diferentes. En esta colección los cuentos Juanito y Juanita y El cuento de un matrimonio muy pobre son muy parecidos en cuanto a la historia básica, pero en Juanito y Juanita se incluyen más elementos en el argumento y tiene otro desenlace. La monita de palo y Las tres hermanas son dos cuentos en los cuales se incorpora el mismo argumento, aunque la historia transcurre en otras circunstancias y con personajes diferentes. Estos cuentos me fueron contados por narradoras distintas, pero hay dos más, Un cuento de cuando había gigantes y Don Alonso narrados por la misma persona, la señora Marina Vistoso, las que empiezan de una manera tan semejante que la narradora misma observa que ‘al joven le pasó casi igual que en la otra historia’. Sin embargo, Un cuento de cuando había gigantes continúa de una manera que pareciera pertenecer a otro cuento y no tiene nada que ver con la segunda parte de Don Alonso. Los cuentos de maravillas tienen muchas características en común en cuanto a su estructura, sus personajes, sus temas, su estilo y su visión del mundo. Todos empiezan por exponer una situación en la que hay un desequilibrio o una carencia que implica una inversión del orden normal o deseable. Es con la intención de resolver esta situación problemática que el protagonista sale de su casa y normalmente emprende un viaje largo, muchas veces a un mundo desconocido, en el curso del cual pasa por una serie de pruebas. Para tener éxito necesita ayuda y, por lo tanto, siempre de manera inesperada, se encuentra con un ayudante que puede ser una persona o un animal con poderes mágicos o maravillosos. El punto culminante de la aventura lo constituye la prueba principal que el protagonista tiene que enfrentar: rompe un encantamiento o vence a su oponente principal, que también suele ser un personaje mágico o misterioso. El desarrollo entero del relato está orientado hacia esta lucha. Se desplaza rápidamente de acción en acción sin demorar en descripciones que no sean esenciales
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para avanzar en el argumento. El cuento termina con el retorno del protagonista a su casa o por lo menos a un entorno cotidiano; ahí puede vivir feliz para siempre porque su problema inicial ya está solucionado. Esta estructura básica, aunque con innumerables variaciones, sirve para el desarrollo de un número infinito de argumentos diferentes. Los actores de los cuentos de maravillas son figuras unidimensionales cuya única función consiste en llevar a cabo la acción; si es que se les da nombres, éstos no les dotan de ninguna individualidad. Raras veces tienen características personales o incluso sentimientos, a menos que éstos sean relevantes para la acción. Al principio del cuento puede ser que se comente la desesperación de los personajes que se encuentran en una situación problemática y al final es común que se demuestre la felicidad cuando el problema se resuelve, pero los actores se identifican más bien por los papeles que juegan. Todos los hermanos menores, las madrastras, los zorros, las brujas y los gigantes se asemejan. Los protagonistas casi siempre carecen de poder y de estatus social. Hasta entre los príncipes y las princesas, los que juegan el papel de héroe o heroína suelen ser hermanos menores, muchas veces considerados menos capaces que sus hermanos mayores. Los héroes logran vencer porque son astutos y están alertas, abiertos para aprovechar cualquier oportunidad que se presente y son esencialmente buena gente; son además rebeldes o por lo menos indiferentes a las normas sociales. Se atreven a actuar sin calcular los riesgos; tienen confianza en sí mismos sin ser arrogantes. En momentos de peligro o de crisis pueden desanimarse momentáneamente, pero, a menos que se dejen distraer, como le pasa a Manuelito en El cuento del pájaro malverde, casi siempre se sienten libres, optimistas y alegres. Las heroínas comparten estas características, aunque en muchos cuentos, como La Cenicienta, por ejemplo, son también humildes, obedientes y trabajadoras. Dimensión religiosa/espiritual/sobrenatural Si bien los cuentos populares no se basan en ninguna creencia particular, en todas partes del mundo hay evidencia de la influencia mutua entre ellos y la cultura religiosa del entorno. En la península ibérica es particularmente notable cómo las leyendas de los santos se fueron mezclando con los cuentos tradicionales. En dos de los cuentos del Maule (La mata de col y El cuento de cuando una señora mandó una carta al cielo a su hijo) el protagonista viaja hasta el cielo, mientras en El cuento de un niñito chico que se hizo rey y Un cuento de cuando había gigantes, la Virgen y ‘taita Dios’ aparecen en los caminos comunes y corrientes de este mundo. Sin embargo, más allá de estas referencias específicas al catolicismo, a mi parecer hay un sentido religioso o espiritual que permea los cuentos de una manera más profunda. Éste se percibe en la manifestada existencia de realidades y de experiencias radicalmente diferentes a las de la vida diaria, pero que tampoco están separadas de ella. En los cuentos de maravillas el mundo real se encuentra con el del más allá como si fuera algo muy normal. Los dos mundos se topan sin ninguna explicación. Subiendo por un gancho de la mata de col se llega donde San Pedro y el Señor (La
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Recogidos y presentados por Wendy R. Tyndale
mata de col), bajando por una soga se entra en un mundo subterráneo de monstruos (El negro patas de crin). Los mundos diferentes se juntan y se separan según las exigencias de la narrativa. El loro mágico se posa en un sauce cualquiera (El cuento del tonto), el viejito con poderes sobrenaturales visita al matrimonio sin hijos en su casa humilde (El cuento de un matrimonio que nunca había tenido un hijo) y cuando no se le necesita más, el ayudante mágico o divino desaparece tan inesperadamente como llegó. Es muy común que lo sobrenatural se revele a través de las fuerzas misteriosas que se encuentran encarnadas en los animales, en los personajes y en los objetos ‘de virtud’, y hay poca diferenciación entre lo mágico y lo divino. En El cuento de un niñito chico que se hizo rey es la Virgen que le regala al niño una varillita ‘de virtud’, objeto que normalmente se asociaría con la magia. Además, en muchos casos es Dios mismo quien le ha dado la ‘virtud’ al objeto o al animal que la incorpora. Sin embargo, si en varios de estos cuentos se revela al final que el ayudante mágico es un espíritu celestial, en otros la proveniencia de los poderes sobrenaturales queda sin explicación. Lo que todas estas fuerzas sobrenaturales tienen en común es su poder extraordinario para cambiar la vida tanto de personas como de pueblos enteros, sea para el mal o para el bien. Según la visión de los cuentos, estos cambios no son productos del azar o de la arbitrariedad, sino que son propios de un mundo donde hay orden y un propósito para la vida. Los cuentos transmiten una visión llena de esperanza. Realidad El cuento de maravillas es a la vez real e irreal. Se inicia y termina en el mundo que reconocemos, aunque éste pueda estar ligeramente disfrazado. Como indica la señora Marina Vistoso al introducir El árbol que canta, el palacio de un rey puede representar la casa del latifundista en el campo del Maule. Sin embargo, se nos invita a ver la realidad de otra manera, en otro estado de ánimo, con otras actitudes, prestando atención a la intuición más que a la racionalidad. Una visión analítica del mundo se centra en la diferencia y la separación; en la visión intuitiva, se ven relaciones entre todo lo existente. Una cosa se puede transformar en otra sin ningún problema y la diferencia entre los animales y los humanos se diluye: las personas se hacen piedras (El árbol que canta), un caballo fino se convierte en burro enlodado (El cuento del tonto) e incluso la separación final entre la vida y la muerte se supera con la resucitación de los muertos (Don Alonso). El cuento rompe las barreras del tiempo y del espacio para hacernos ver una realidad de dimensiones innumerables y de una envergadura infinita. Interpretaciones Es posible analizar los cuentos de infinitas maneras. Hay sociólogos que los leen como historias que transmiten esperanzas a los que no poseen riqueza material, poder político o estatus social y que, por lo tanto, en el mundo real no parecen tener la posibilidad de superar su situación de carencia por su propio esfuerzo. Según esta interpretación el
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protagonista tiene que salir de su casa, porque en el lugar donde vive sus problemas no se pueden resolver. Además, puesto que en el mundo real la clase dominante tiene el poder absoluto, él va a necesitar ayuda mágica. Para estos sociólogos el gigante y el rey representan la clase poderosa que es vencida o desplazada por el héroe pobre o despreciado. Los psicoanalistas, por otra parte, interpretan la misma salida del protagonista de su casa como símbolo de la necesidad de dejar a la madre para hacerse independiente como un adulto maduro. Para ellos el gigante simboliza al padre a quien se opone su hijo obsesionado por su complejo de Edipo. También identifican en los cuentos los arquetipos de Jung en su forma más sencilla –entre ellos las imágenes del padre y de la madre– además de los motivos universales como del tesoro inalcanzable. Para estos psicoanalistas, el bosque o el mundo subterráneo son símbolos que representan el mundo del subconsciente mientras que el encantamiento de una persona puede simbolizar la pérdida de su identidad. Desde esta visión, el cuento es también una narración que da esperanza: si se tiene confianza, determinación y coraje cada persona puede encontrar la madurez que le permite superar los obstáculos y los desastres que forzosamente se encuentran en la vida. Si bien es posible encontrar todo lo anterior en los cuentos, no se puede pretender que éstas sean interpretaciones definitivas. Después de haber presenciado la narración de los cuentos de esta colección, tiendo a pensar que en cierto modo tales análisis pueden perder lo esencial de estas historias, porque al tratar de encontrar un significado específico, se imponen pautas fijas en narraciones que por naturaleza son sobre todo fluidas, libres y siempre cambiantes. Lo esencial de la tradición oral es que cada oyente puede intuir, de manera más o menos consciente, un sentido que otros oyentes no necesariamente entienden y que no es necesariamente igual al que la misma persona intuirá si vuelve a escuchar la misma historia en otra ocasión. Es una característica intrínseca de los cuentos de maravillas que no dan ninguna explicación ni del por qué de lo que pasa, ni de su significado. De la misma manera en que las acciones se llevan a cabo simplemente porque es así que lo exige el argumento, el cuento es sencillamente lo que es. En cada cuento cada oyente descubrirá el significado que concuerde más con su propia búsqueda en la vida. Estimados lectores, espero que disfruten de estos cuentos que les ofrezco en recuerdo cariñoso de las personas extraordinarias que me los contaron. Wendy Tyndale Oxford, junio de 2018
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Los narradores y sus cuentos “Ya no contamos más cuentos porque ahora tenemos la tele.” - Señora Isolina Faúndez, 1979.
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I Señora Isolina Faúndez Ramadillas de Lircay La señora Isolina Faúndez tenía 47 años cuando me relató los cuatro cuentos que siguen. Luego de pasar su infancia en el pueblo de San Clemente, a unos 20 kilómetros de Talca, se casó con don Nicolás Moyano quien era inquilino mediero en un fundo de más de 80 hectáreas que colindaba con Ramadillas de Lircay. Cuando yo fui a vivir con ellos ya llevaban aproximadamente 25 años en Ramadillas. La señora Isolina tuvo 12 hijos, de los cuales sobrevivieron siete. A diferencia de sus padres, todos los hijos (cinco varones y dos niñas) lograron terminar por lo menos sus estudios primarios y varios de ellos aprendieron un oficio. La señora Isolina y don Nicolás no sabían leer. Su casa estaba situada a la entrada de la aldea cerca de la calle, justo en el lugar donde el pavimento cedía al camino de tierra. Era de adobe, pintada de azul, con techo de tejas. Afuera en el patio había unas macetas de flores. En el salón de la familia había una mesa grande, algunas sillas que generalmente estaban colocadas alrededor del brasero y un armario; algunos carteles y un viejo calendario colgaban de la pared. En ese entonces la familia tenía una radio, pero la recepción era bastante mala y no la escuchaban mucho. Al principio la señora Isolina insistía en que no sabía ningún cuento tradicional, pero un día, de repente me dijo que sí le parecía que se acordaba de uno. Al final se reveló como una narradora de mucha imaginación y de una vivacidad excepcional. Es una de las narradoras que más usa frases fijas, o ‘matutines’, para terminar sus relatos y, en el caso del cuento de La monita de palo, al comenzarlos también. Solía ilustrar su narración con gestos dramáticos que le causaban mucha risa a ella misma al igual que a los que la escuchaban. Además de ser una persona de mucha sabiduría e integridad, la señora Isolina era muy cariñosa y tenía un encantador sentido del humor. Era muy trabajadora. Madrugaba todos los días para encender el brasero, pasaba el día cocinando, limpiando y lavando ropa y muchas veces cosía hasta tarde en la noche; sin embargo, le gustaba descansar un rato en la tarde para tomar mate y conversar. Ella siempre quería contarme sus cuentos por la tarde, cuando sus hijos mayores y su esposo estaban fuera de la casa. A veces nos sentábamos debajo de un sauce cerca del canal que corría por su huerto, otras veces salíamos al patio. Ahí se encontraban el horno donde se cocía el pan y también la noria junto a la cual crecía la viña cultivada por don Nicolás. Los patos y las gallinas con sus pollitos solían acompañarnos, como lo hacían también María Cecilia, que en aquel entonces tenía unos 11 años, y los dos niños chicos, Nicolás y Raúl, quienes aceptaban de buena gana la condición estricta de quedarse callados durante la narración. Estos cuentos se los contaron a la señora Isolina cuando era niña.
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Isolina Faúndez
El culebrón encantado
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na vez había un rey. Su señora, la reina, había tenido un hijo, pero por intermedio de una vieja hechicera el hijo había nacido dentro del cuero de un culebrón. Por eso se llamaba el culebrón encantado. Fue por hechicería que vino el mal para ellos y nació así. Entonces cuando ya había crecido, se quería casar, pero no encontraba con quien, porque por ahí cerca no había niñas de su edad. Entonces empezó el culebrón a pedirle señora a su papá y se acordó el rey de uno de sus criados. Ese criado tenía tres hijas y el rey le mandó a buscar a la mayor para que se casara con su hijo, el culebrón. Entonces el criado fue a buscar a su hija y la trajo al palacio. Ahí le dijo el rey a la niña que era para que se casara con el hijo de él. Ella le dijo que sí, se casaba con él, pero nunca se imaginaba que fuera un culebrón. En la noche vino el culebrón: – Tú vas a ser mi esposa, te vas a casar conmigo – dijo. Pero cuando lo vio venir, ella le dijo al culebrón: – ¿Yo? ¡Casarme contigo culebrón mugriento! ¡Yo no me caso contigo! Entonces el culebrón se enojó y le dio un colazo y la mató. Así que los papás tuvieron que hacer el funeral para callado, para que el papá de ella no se diera cuenta. Como usted sabe, que antes mandaban los reyes y las cosas que ellos mandaban se hacían. Ya, al poco tiempo otra vez empezó el culebrón que quería casarse. – ¿Qué hago? – dijo la mamá –. Voy a tener que mandar a buscar la segunda hija del criado. Entonces mandó a buscar la otra y cuando vino la niña, le dijo la reina que la había mandado a buscar para que se casara con el hijo de ella. Le dijo la niña que bueno, que se casaba, pero cuando en la noche vio al hijo, le dijo que no, que no se casaba, que ella no se iba a casar con un culebrón, que prefería quedar sola y no casarse con un culebrón. Entonces se indignó con ella también el culebrón y le plantó una colada y la mató porque le había contestado muy mal. Otra vez hicieron los funerales callado para que no se diera cuenta el papá qué era lo que pasaba entre sus hijas. El papá creía realmente que estaban en el castillo. Bueno ya pasaron varios días y otra vez empezó el culebrón a pedirles señora, a insistirles que tenían que darle esposa. Entonces desesperadamente tuvieron que mandar a buscar la tercera hija. Eran tres hijas no más las que tenía el criado, así que ya con ésa terminaban. Entonces vino él y les trajo su hija menor, y le dijo la reina a la niña que la había mandado a buscar para que se casara con su hijo. – Bueno pues señora, yo me caso con él – dijo la niña. Luego le dijo la reina: – Mire, en la noche cuando se vaya a acostar, déjele un lavatorio con agua.
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Entonces en la noche, cuando ya era tarde, vino la reina con un lavatorio de agua y se lo dejó en la orilla de la cama de su hijo, donde se acostaba él. – Acuéstese usted – le dijo a la niña –. Después llegará él y se acostará con usted. Entonces antes de que él llegara, ya estaba ella con el lavatorio de agua en la pieza, esperando que llegara. Llegó el culebrón y le dijo: – ¡Oh! Tú vas a ser mi señora. Cuando ella lo vio atravesar le pieza, le dijo: – Sí, soy su señora. Entonces él la miró con tanto cariño, porque le había contestado así. Luego, cuando ya llegó la hora, se fue a acostar ella. Él la acariciaba y ella estaba muy contenta, muy feliz. Se acostaron y durmieron uno vuelto para el rincón y el otro para la orilla. Entonces al otro día él se levantó como siempre y salió, y ahí vino la misma señora que le había hecho el daño a él para que naciera vuelto culebrón. Ella habló con la niña, le dijo: – Señorita, ¿no sabe con quién vive? Vive con un rey muy precioso. Esta noche acuéstese y vuélvase para el rincón como si estuviera durmiendo. Cuando llegue él, la va a mirar, la va a contemplar, entonces hágase la dormida y cuando él se acueste, destápelo y ahí verá quién es. Entonces la niña lo hizo; se acostó en la noche y se hizo la dormida. Cuando él se vino a acostar, claro que creía realmente que estaba durmiendo, y cuando se puso a dormir él, ella lo destapó y vio que era un rey. Entonces se levantó él, se metió dentro de su cuero otra vez y le dijo: – Me has traicionado. Yo estaba por despertarme, porque soy un rey encantado y el único amor que he tenido para que me desencantara eres tú. Pero ahora voy a ser encantado para siempre y tú dormirás para siempre, siempre que no llegue una señora a contarte un cuento. Entonces tendrás que despertarte y salir a buscarme hasta que me encuentres. Yo me voy muy lejos ahora. Se fue, y ella quedó vuelta para el rincón durmiendo y no pudo hablar; ahí quedó. Pagaban lo reyes, los papás de él, pagaban para que vinieran a contarle cuentos, pero nadie le contó el cuento que a ella le agradaba. Entonces ya oyó decir de eso una viejita que vivía muy lejos. Dijo la viejita que iba a contar un cuento a la reina, a la princesa, a la que estaba encantada, y vino por un camino largo. Como no podía traer algo, se echó unas tortillas calientes para tener para el camino, y cuando venía por una loma, las tortillas se le salieron del seno para afuera y se quemaba toda. Ella siguió su camino. Ya era mucho que había andado, cuando encontró un castillo, pero muy bonito, y en ese castillo todo se servía. Había unos comedores, pero enormes, preciosos los comedores, llenos de cosas; y en la cocina los asados estaban dándose vuelta, los fondos de las cazuelas hirviendo y se veía que todo se meneaba de una parte para otra, pero no se veía nada quién servía ni quién hacía nada. Y ella así, todo lo miraba. Entonces ya se fue atracando adonde se sentaban los reyes principales. Había unos lavatorios con agua ahí, allá uno y acá otro, y vinieron volando tres tortolitas que se sumieron a uno de los lavatorios con agua, se bañaron y se volvieron reinas. Detrás vinieron cuatro jilgueritos que también
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se metieron al otro lavatorio con agua y se volvieron reyes. Pero había uno que venía más atrás: – ¿Y por qué vienes tan atrás? – le dijeron los otros. – Vengo tan cansado – les dijo el de más atrás –, por eso que no puedo caminar. Los reyes se sentaron cada uno con una niña, pero el que vino atrás quedó solo y los otros le dijeron: – ¿Y por qué tan solo, tan triste? – Si yo estuviera con mi amada aquí al lado, yo también sería feliz – les dijo. Bueno, vio todo eso la viejita y fue allá donde la señorita y le contó todo. Le dijo: – Mire mi’jita, yo he venido de muy lejos a contarle un cuento a usted. Me eché unas tortillas calientes al seno y salí de mi casa y cuando venía por el camino se me saltaron porque ya no soporté lo caliente que estaban. Entonces más acá encontré
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un castillo muy bonito – dijo –, y en ese castillo estaban las cosas sirviéndose, los asados dándose vuelta y no había nadie que sirviera, porque era un palacio encantado. Después, cuando me atraqué al comedor había dos lavatorios con agua. Ahí vinieron tres tortolitas volando y se metieron en un lavatorio y se volvieron unas reinas muy bonitas. Luego más atrás vinieron unos jilgueritos, cuatro jilgueritos, volando. Los que venían adelante venían muy contentos, pero el que venía más atrás venía triste y poco le rendía lo que andaba. Los jilgueritos se metieron adentro del otro lavatorio con agua y se volvieron cuatro reyes muy bonitos, muy amorosos. Los tres que venían adelante tomaron las señoritas y se sentaron en el comedor, pero el último quedó solo. Entonces le dijeron: “¿Por qué vienes tan triste?” Les dijo el otro: “Estuviera con mi amada estaría feliz yo también, pero como no está, estoy triste”. Entonces la niña se sentó y le dijo a la viejita: – Abuelita ¿dónde es el castillo? Ahí pudo hablar. – Allá – le dijo –. Es muy lejos. ¿Quiere que yo le acompañe? – Bueno – le dijo –. Vamos. Entonces se arregló ella y salió con la viejita, con la abuelita. Después de un trecho que habían andado, llegaron a la loma donde a la viejita se le habían caído las tortillas. Le dijo: – ¿No ve, hijita? Para que no diga que son mentiras, aquí en esta parte traía las tortillas calientes y aquí salieron las tortillas porque me quemé mucho; me quemaron, me quemó el seno, porque ahí las traía yo. – ¿Todavía nos queda mucho? – le preguntó ella. – No, si ya nos queda poco. Ya habían andado otro trecho cuando se encontraron con el castillo. La viejita tenía tapada a la niña. Le dijo: – Mire yo siempre la voy tapando a usted para que no la vean. Y llegaron donde estaban los asados, todos dándose vuelta ahí al palo, y los fondos hirviendo. La anciana fue a meter el cucharón que estaba a la orilla en uno de los fondos, pero el cucharón se paró y le dio un cucharonazo en la frente. No había que meterse nadie porque en primer lugar tenía que comer el amito, así era la voz que contestaba. Entonces se fueron al comedor y ahí en el comedor venían las tortolitas volando. Vinieron y se metieron al lavatorio con agua y se volvieron princesas. Luego vinieron los jilgueritos. Se metieron al otro lavatorio y se volvieron unos princesos lindos, reyes. Y la niña, como lo conocía al joven, al tiro lo reconoció. Ahí ellos se sirvieron y le dijeron a él: – ¿Por qué estás tan triste? – Porque estoy solo, porque mi amada no está aquí – les dijo –. Si mi amada estuviera aquí, entonces yo estaría feliz. Entonces la niña largó la voz detrás de la puerta donde se habían escondido, y le dijo: – Aquí está tu amada. Entonces ahí se abrazaron los dos y quedaron dueños y reyes del castillo. El castillo era de ellos nada más, porque estaba encantado. Los otros seis se volvieron
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pajaritos y se fueron. Ellos quedaron viviendo ahí para siempre y son felices en su castillo. Y se terminó el cuento y pasó por un cogollito de poroto, un zapatito roto, para que la María Cecilia se cuente otro.
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El cuento de cuando una señora mandó una carta al cielo, a su hijo
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sta era una vez una señora que estaba muy desesperada porque no sabía nada de su hijo. Entonces un día puso un aviso que necesitaba un hombre para trabajar, porque tenía un trabajo. Muy lejos de allí había una choza y en esa choza vivían tres hermanos. Ellos querían trabajar, pero no habían encontrado trabajo en largo tiempo. Así que cuando oyeron decir que esa señora tenía trabajo fue el mayor allá. Llegó donde la señora y le preguntó si acaso tenía trabajo. Le dijo que sí, que tenía. Quería que le fuera a dejar una carta al cielo, a su hijo. El joven le dijo que bueno, que iba, que se atrevía, iría. Entonces al otro día en la mañana la señora le arregló una mula y le echó charqui, queso, pan y harina tostada. Le pasó la carta y él se fue. Mucho trecho había andado cuando se encontró con un río muy grande y dijo: – ¿Cómo voy a pasar este río aquí? Me va a llevar el agua. Bajó de su mula y durmió la siesta. Cuando se despertó se puso a comer todo lo que llevaba, y la carta la tiró al río. Luego volvió a la casa de la señora. Cuando llegó allá, la señora estaba muy ansiosa de saber de su hijo. Entonces le dijo: – ¿Llegó allá? – Sí llegué – le dijo. – ¿Cómo le fue? – Lo más bien. Entonces le dijo: – Ahora, hijo ¿qué quiere? ¿Quiere un decalitro de plata o quiere un santo? Él le dijo que quería la plata porque hacía mucho tiempo que él no veía plata, y se fue muy contento, feliz. Se compró un caballo lindo, una linda montura y espuelas y se fue a su casa feliz porque llevaba harta plata. Ya, después empezaron a decir los otros hermanos que también tenían deseos de salir a trabajar. Entonces él le dijo al segundo hermano: – Oye, en tal y tal parte están dando la plata hombre. ¿Necesitáis plata? Anda allá, allá hay. La señora da al tiro plata ¿y para qué vas a hacer ese viaje tan largo cuando tan poco paga? Entonces se fue el segundo hermano. Arregló su linguerita1 y partió. A mucho que había andado, se encontró con la señora y le dijo: – Buenas tardes señora. – Buenas tardes hijo. – Necesito trabajo señora. ¿Tiene usted que me dé?
1 No hemos podido encontrar el significado de esta palabra.
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– Sí – le dijo –, sí tengo. Quiero que vaya a dejar una carta a mi hijo al cielo. Entonces le dijo él que bueno, que iba. Al otro día se levantó temprano la señora. Le hizo pan, le hizo de todo y le dejó su mula arreglada otra vez con charqui, queso y harina tostada, que eso era lo principal. Le pasó la carta y él salió temprano pues. No mucho había andado cuando se encontró con el mismo río. Dijo él: – ¿Cómo voy a pasar este río tan lleno de agua? Pero después dijo: – En nombre de Dios y de la Virgen que pase. Pasó el río. Entonces más allá encontró otro río que venía lleno de sangre y dijo: – ¿Cómo voy a pasar este río de sangre aquí? Voy a quedar todo sucio. Entonces se atracó a la orilla del río y comió en la sombra y se acostó. Luego tiró la carta al agua y lo que le restaba también tiró al agua, y volvió a la casa de la señora. Cuando llegó allí: – ¿Cómo están allá? – le dijo ella. – Están todos bien – le dijo. – ¿Qué quieres ahora? – le preguntó –. ¿Dos decalitros de plata o un santo? Entonces él le dijo que prefería la plata porque hacía tiempo que no veía plata, y se fue con su plata. Se compró todo lo que quería. Si el caballo del hermano mayor era bonito, ése sobresalía, sus espuelas más bonitas, su traje, todo más lindo. En fin, cuando tenía todo comprado, se fue a la casa de su madre, feliz porque llevaba plata. Entonces al otro, al hermano menor de todos, le dio tanta envidia cuando los vio a sus hermanos mayores bien arreglados y con harta plata mientras él no tenía nada, y le dijo el segundo hermano: – Oye en tal y tal parte hay una señora que paga para que le vayan a dejar una carta a su hijo. – Ya – le dijo el menor –, voy a ir. Se arregló y al otro día salió temprano y llegó a la casa de la señora. – Buenas tardes, señora – le dijo. – Buenas tardes, hijito. – Mire – le dijo él –, ando buscando trabajo. ¿Tiene usted que me dé? – Sí – le dijo le señora –. Dos que he mandado a hacer el trabajo no me lo han hecho. Han alcanzado hasta la mitad del camino y se han vuelto, así que ahora necesito uno que vaya a dejar la carta a mi hijo, que necesito saber de él. Entonces le dijo el joven que él iba. Al otro día le arregló la señora la mula con hartas cosas, charqui, queso, pan, harina tostada y un vaso para que tomara agua, y le pasó la carta. Cuando iba el joven por el camino, después de haber andado un buen trecho, se encontró con el mismo río muy profundo, el agua muy bonita. Miró como iba tan bonita el agua y como era tan hondo el río, y se acercó y paró: – En nombre sea de Dios y de la Virgen que pase este río – dijo. Pasó el río y siguió su camino. Había andado otro trecho más cuando encontró el río de sangre. Entonces lo miró y dijo: – ¿Cómo voy a pasar este río aquí? En nombre sea de Dios y de la Virgen que pase este río.
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Lo pasó, y más allá encontró otro río que tenía agua muy turbia y dijo: – En nombre sea de Dios y de la Virgen que pase yo este río. Pasó ese río también. Siguió su camino y había andado otro buen trecho ya cuando se encontró con un potrero. ¡Tan bonito el pasto y el trébol tan florido! Pero los animales allí estaban muy flacos. Entonces dijo: – ¡Qué animales más flacos y el pasto tan bonito! Lo contempló callado un rato. Luego, después de andar más, encontró otro potrero muy tosco, con pura piedra y suelo pelado, pero los animales que había eran tan bonitos, tan gordos, tan frondosos. – ¡Qué vacas! – dijo él –. ¡Allá el potrero tan bonito y los animales tan flacos y aquí tan feo el pasto y tan bonitos los animales! Entonces anduvo otro trecho más y cuando estaba por llegar a otra parte encontró dos toros peleando. Se sacaban los cuernos de tanto pelear. - 40 -
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– Y estos toros, ¿qué hacen aquí? – dijo –. ¿Por qué pelean tanto? En nombre de Dios que pase estos toros. Y pasó los toros y no le pasó nada. Más allá encontró dos vacas que daban con los cachos. Iban peleando. Entonces dijo él: – ¡Por Dios! ¡Tanto que pelean las vacas! En nombre sea de Dios que pase estas vacas. Las pasó, y en el trecho que anduvo después, llegó a un palacio y en ese palacio estaba el hijo de la señora. El joven le entregó la carta y él le escribió otra a su madre. Entonces le preguntó al joven: – Hijo ¿qué encontraste cuando venías en el camino para acá? – Primero señor – le dijo –, encontré un río con agua muy bonita. – Ese río que encontraste en el camino – dijo el señor – es la transpiración mía, cuando los judíos me azotaron. Es la transpiración mía que quedó ahí. Y más acá ¿qué encontraste? – Un río de sangre – le dijo el joven. – Ese río de sangre que viene ahí – le dijo – es el río de mis llagas cuando me clavaban las lanzas a mí. Y más acá ¿qué encontraste? – Encontré un río con aguas turbias – le dijo. – Ese río – le dijo el señor – es una materia que corre ahí de cuando me supuraban las llagas. Y más acá ¿qué encontraste? – Un potrero muy bonito y animales muy flacos – le dijo. – Ésos son los ricos que gozan allá y acá vienen a pagar todas las culpas que deben – le dijo –. Y más acá ¿qué encontraste? – Un potrero – le dijo – muy tosco, pura piedra, y los animales muy bonitos. – Ésos – le dijo – son los pobres que sufren allá. Aquí vienen a gozar para siempre. Y más acá ¿qué encontraste? – Encontré – le dijo – dos toros pelando. – Ésos son los compadres – le dijo – que pelean en la tierra. Aquí vienen a pelear, a pagar sus culpas. Y más acá ¿qué encontraste? – Había dos vacas peleando – le dijo. – Ésas son las comadres que pelean en la tierra. Aquí vienen a pagar las culpas, las dos. Ahí le entregó la carta que había escrito a su madre y en eso se vino el joven. Cuando llegó donde la señora, ella se puso muy contenta porque ya sabía que realmente había alcanzado allá por el tiempo que se había demorado. El joven le entregó la carta que le mandó su hijo de allá y la señora le preguntó: – ¿Qué quieres ahora? ¿Quieres un decalitro de plata o un santo? – El santo – le dijo el joven. – Entonces cuando llegues a tu casa, hazle un altar al santo – le dijo – y cuando sientas hambre, sientas frío, quieras plata o quieras trabajo, híncate de rodillas y pídele al santo todo lo que tú quieras y serás un hombre feliz. A los otros ya se les terminó la plata. Ya no tienen dinero porque se lo tomaron, se lo remolieron y se lo dieron en lujo. Entonces tú no vas a llevar plata hijo – le dijo – pero vas a llevar una virtud para que tengas toda la vida para comer. Y se terminó el cuento, pasó por un zapatito roto, pasó por un cogollito de poroto para que la señorita Wendy se cuente otro.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
El cuento de un matrimonio que nunca había tenido un hijo
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sto era una vez un matrimonio que hacía muchos años que estaban casados, pero nunca habían tenido un hijo. Entonces una noche, noche de invierno, llegó a su casa un viejito a pedir alojamiento. Ellos se lo dieron, porque en la noche ¿dónde iba a pedir alojamiento? si en ese camino no había otra casa más que la de ellos. Pero en las noches apenas comían ellos y no hallaban qué hacer. Lo único que tenían era un gallo y una gallina, una perra y una yegua. Entonces mató el gallo la señora para darle comida a la visita. Luego, en la noche conversando, conversando ellos tres ahí, se fijó el viejito que no tenían hijos y les dijo: – ¿Y ustedes están solitos? ¿No tienen hijos? – No – le dijeron –, porque Dios no nos ha querido dar hijos. – Es muy fácil – les dijo el viejito –. Yo les voy a dar un consejo. Mañana en la mañana, cuando se levanten temprano, vayan a la playa y cómprense un pescado grande. Entonces se sirven ustedes el pescado como ustedes quieran. Lo hacen estofado o como ustedes quieran hacerlo, y la sangre del pescado se la dan a la perra y la cabeza se la dan a la yegua, revuelta con comida molida, y los restos del pescado se los dan al otro animalito que les queda, a la gallina, para que pique. Las tres espinas que hay adentro del pescado tienen que enterrarlas en las tres esquinas del huerto, y entonces ahí ustedes van a ver el resultado; con el tiempo van a ver qué es lo que van a tener. Pero en el huerto no tienen que excavar hasta cuando hayan crecido sus hijos bastante para pasarles la pala, para que ellos mismos excaven el huerto y vean lo que tienen enterrado ahí. Bueno, al día siguiente hicieron todo según los consejos que les había dado el viejito y entonces esperaban ansiosos para saber qué era lo que les iba a pasar, cuando un día la señora se sintió enferma para tener guagua. ¡Y tuvo tres guaguas! Tuvo tres hijos, tuvo Pedro, Juan y Diego; la perra tuvo tres perritos blanquitos y la yegua tuvo tres caballitos, blanquitos también. Ya, con los años crecieron estos niños y se hicieron hombres. Entonces un día dijo el dueño de la casa, el papá: – Mis hijos ya están grandes y conviene que sepan lo que ellos tienen enterrado en el huerto. Entonces vino y le pasó la pala al mayor, a Pedro: – Hijo – le dijo –, excave aquí. Excavó él y ya había excavado un buen poco para abajo cuando salió una espada, linda, una espada de lo más bonita. Entonces llamó el papá al del medio y le dijo que excavara en otra esquina del huerto. Sacó otra espada. Si la espada del primero era bonita, ésta era más bonita. Después el papá llamó al tercero. Éste escavó en la última esquina del huerto y si la segunda espada era bonita, la espada de él era la más
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bonita de todas. Bueno, ya tenía el papá a sus hijos con herencia. Le regaló uno de los caballos blancos a cada uno y un perrito blanco a cada uno. Entonces ellos estaban hombres grandes ya, pero nunca salían de la casa. Luego un día se le ocurrió al mayor ir a unas carreras que había por tres domingos en otra parte, carreras de mucho nombre. Les dijo a sus hermanos: – Oigan, estaría bien bueno que saliéramos. Estamos hombres ya y no salimos a ninguna parte y no sabemos nada. Le pidió permiso al papá para ir a las carreras y tanto insistía, que el papá se lo dio. – Hijo – le dijo –, no te vaya a pasar algo. – No – le dijo Pedro –, no me pasa nada. ¿Qué me va a pasar? Mañana temprano ensillo mi caballo. Ensilló su caballo en la mañana, llamó su perro, llevaba su perro blanco también, se puso su espada y salió. ¡Estaba como un rey el niño! Bueno, allá llegó y todos lo miraban, porque como no salía de su casa, nunca lo habían visto, era cara desconocida. Lo miraban, pero nadie le hablaba nada, lo miraban no más, con indiferencia. Pero unos le tenían envidia y le dijeron: – ¡Espérate no más cuando se entre el sol lo que te va a pasar reycito! Entonces cuando ya estaba por entrarse el sol, se vino él a su casa, corriendo. Pero más acá, cuando andaba para acá, ligerito salieron unos aliñaones de los que le habían hablado, y lo querían rajar. Entonces él sacó su espadita para poderse favorecer y llegó a la casa. – ¿Cómo te fue hijo? – le dijo su padre. – Lo más bien – dijo. Cada uno de los hermanos siempre guardaba sus secretos. Ninguno de los tres sabía lo que les pasaba a los otros. No se lo contaban a los otros. Así eran los hermanos. Entonces cuando llegó, le preguntaron sus hermanos: – ¿Cómo te va hombre? ¿Cómo te fue hermanito? – Lo más bien. Pasé encantado. – Este otro domingo – dijo el del medio –, le voy a pedir permiso yo a mi papá. Tiene que darme permiso a mí también. Y el día sábado, cuando faltaba poco para el domingo, empezó a pedirle permiso. Le dijo: – Papá ¿por qué no me da permiso para ir a las carreras como mi hermano fue? Si él pudo ir ¿por qué no puedo ir yo? Me vengo temprano. – Es que yo tengo miedo – le dijo el papá – que no le vaya a pasar algo. – No – le dijo –, no me pasa nada. ¡Deme permiso no más! – Bueno hijo, vaya. Al otro día se levantó bien temprano él. Se arregló y se puso su espada, ensilló su caballo, llevó su perro y salió ¡otro rey! si la ropa que tenía era muy bonita. Entonces llegó allá a la cancha donde estaban los caballos puestos y quedó mirándolos. – ¡Ah! – le dijo uno de los de allá –. Has vuelto ya. ¿Ves que te quedó gustando la fleta que te dimos el domingo? Como venía equipado igual que su hermano, les
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parecía igual. – Ésta va a ser más gorda – le dijo otro –. ¡Mira que reycito ha llegado aquí! Entonces miró él y no les hizo caso, pero bien antes de entrarse el sol se fue, más temprano que su hermano, y los otros dijeron: – ¡Y tan luego se desapareció! Seguro que se acordó de la fleta que le dimos el domingo. Y lo persiguieron y trataron de rajarlo, pero él sacó su espada y los corrió. Entonces llegó a la casa de sus papás otra vez. – ¿Cómo le fue hijo? – le preguntó el papá. – Lo más bien. – ¿No te pasó nada? – le preguntó el hermano mayor. – Nada, ni una cosa, nada. Había unos choritos por ahí, pero no me dijeron nada. – Ya. – ¿Y son bonitas las carreras? – le dijo el último. – ¡Bonitas las carreras! ¡Oh! Vieras que corren los caballos. Es muy bonito. – ¡Va! – dijo el otro –. Voy a pedirle permiso a mi padre, yo también. Entonces fue donde su padre y le dijo: – Oiga padre ¿por qué no me da permiso para ir a las carreras? – Hijito, usted es el menor. Me da no sé qué que vaya. No le vaya a pasar algo, porque las carreras son tan peligrosas – dijo su papá. – No me pasa nada. ¿Qué me va a pasar a mí? – Bueno hijo, vaya – le dijo. Ésas eran las últimas carreras. Iban a ser más peleadas. Entonces ensilló su caballo y salió con su perrito blanco. Se puso su espada y estaba hasta más elegante que sus hermanos porque iba de capa, muy elegante. Entonces cuando llegó a las carreras, lo quedaban mirando tres de los otros de allí. – ¡Chi! Ya está el gallito aquí. Ahora le vamos a correr güira a la galleta. Entonces él llegó y se atracó por ahí, apostando, porque era más gallo que los otros dos, apostando tanta plata cae. – ¡Chita! Que llegó con plata ahora – decían los otros. Ligerito no más, por la misma apostadora de la plata, por la cantidad que él apostaba, llegó uno y le plantó un ramalazo por el sombrero. Pero vino él y los tiró el caballo encima y botó a los tres. – ¡Chi! Está rebueno – dijo él –, así me las voy a arreglar a estos choritos. Entonces vino él y se va miércale a la orilla de unas carretas donde había unas viejas haciendo sopaipillas, friendo ahí empanadas fritas, y vinieron los otros viejos a echarle el caballo encima, pero sacó la espada ligerito él y empezó a darles para acá, para allá, para todos lados. Entonces ahí dejó muerta harta gente con la espada; y luego se fue a su casa, después de que había matado tanta gente allí. Se fue a la casa asustado y le dijo a los hermanos que iba a irse. – ¿Y para qué hombre? – le dijeron los hermanos –. ¿Por qué te vas a ir? – No saben nada – les dijo –, que en las carreras hice la mortandad y voy a tener que irme. ¿Qué voy a hacer si vienen a buscarme aquí? Nos van a llevar a todos
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detenidos, porque somos todos iguales. – ¡Qué hombre! – le dijo el mayor –. No te vayas nada. ¿Qué vas a hacer por allá? Quédate aquí no más. Si sales a andar vas a sufrir ¿y qué va a ser de ti? Entonces por todo lo que le dijeron, se quedó en la casa. Pasaba escondido, porque no podía salir por ningún motivo. Ya de ahí los hermanos tampoco salieron más. Ninguno salió a ninguna fiesta porque ya estaban requeridos. ¿Quiere que se lo termine? Ahí se terminó el cuento.
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La monita de palo Una chaucha y un cinco y un diez, no le echo más matutines porque hay que dejar para los fines.
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na vez había una viuda que tenía dos niñitas. Entonces se le ocurrió a la señora de casarse de nuevo y se casó pues. Luego un día ella salió con la hija mayor, así que la menor quedó sola en casa. Pero el esposo con quien se había casado por última vez se enamoró de la chiquilla menor y la molestó harto ese día a la chiquilla. Ella no quiso porque le dijo que era él el esposo de su mamá, que se había casado con la madre y no con ella. Entonces tenían un maestro en la casa que era de mucha confianza de la chiquilla, y ella mandó a hacer con él una monita de palo, justo que cupiera ella adentro. Él lo hizo a escondidas, porque la chiquilla no quería que nadie supiera nada del mandado que había hecho con el maestro. Le pidió que hiciera la monita bien segura, con llave por dentro. Entonces cuando ya el maestro la tuvo lista, se la entregó a ella. Ella echó plata, echó todas sus cosas adentro y esperó otro día cuando saliera la mamá y ella se quedara de casera otra vez. Entonces antes de que llegara el padrastro, se metió adentro para estar oculta dentro de la monita, y cuando llegó el padrastro no la encontró. La buscó por todas partes pero no la encontró, porque ella estaba metida dentro de la monita. Entonces dijo el padrastro: – Esta mona tiene la culpa que la niña se ha perdido. Y le dijo al mismo maestro: – Mira, anda a botar esta mona donde yo no la vea, al desierto más grande, anda a dejarla. Ensilló un caballo el maestro y fue a botarla como había ordenado el caballero; fue a botarla bien lejos donde no la vería nunca más. La dejó botada por allá y se vino a la casa. – ¿La botaste? – preguntó el caballero – Sí, sí la boté – dijo. – Ya. Entonces pasaron varios días y la niña seguía perdida. La buscaron en la casa pero no la encontraron por ninguna parte. La mamá hacía mandas para que llegara. ¡Qué la iban a encontrar si la habían botado! Luego un día salió a cazar un cazador por la orilla así de la montaña, cuando se encontró con esa monita y le preguntó: – ¿De esta vida o la otra? Le dijo entonces ella:
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– De ésta. Le dijo: – Yo tengo mi mamá, está solita. ¿Te vas conmigo para que tú te quedes acompañándola en la casa? Le dijo la niña que bueno, que se iba, y llevó el cazador la monita para la casa. Cuando llegó donde la mamá, le dijo: – Mamá, le traigo una compañera. La viejita muy contenta la recibió. No hallaba qué hacer estaba tan feliz. Le arregló una cama bien hechita al lado de la cama donde dormía ella. Bueno, ya hacían varios días que estaba en la casa cuando dio la casualidad que se formaban unas carreras muy bonitas cerquita de la casa de ellos. Entonces el caballero dijo que iba a las carreras. – ¿Me lleva a mí también? – le preguntó la niña. Pero el caballero se enojó: – ¿Cómo que te voy a llevar a ti, monita mugrienta? – le dijo él, y agarró un ramal y le dio un ramalazo fuerte y se fue. Entonces dijo la niña a la mamá: – Mamita ¿por qué no me da permiso para ir a mirar las carreras un ratito? – Pero mi’jita – dijo ella –, póngale que viene un caballo y la pasa a llevar, usted es tan chiquitita. – No, si me gano por el ladito no más – dijo ella. Tanto le exigió que le dio permiso: – Bueno pues – le dijo. Fue ella. Se fue al tiro a unos matorrales que había, unas zarzamoras muy grandes, allí se ganó ella y sacó la varillita de virtud que Dios le había dado y le pidió un coche de los mejores que tuviera un rey, que ella fuera princesa y que le diera los mejores vestuarios. Bueno todo eso se le sirvió. Le apareció un coche precioso y ella se volvió princesa vestida del vestuario, pero de lo más elegante. Su monita la dejó guardada en las zarzamoras, subió al coche y se fue a las carreras. Cuando iba por el camino toda la gente la miraba porque no habían visto nunca una niña tan linda como ésa. Las otras que había al lado eran bonitas, pero ella sí era la más bonita de todas. Entonces el mismo caballero que la había recogido, el cazador, se enamoró de ella. La encontró tan bonita que se le acercó y le preguntó dónde vivía. Le dijo ella que vivía en la calle del Ramalazo, porque antes de salir le había dado un ramalazo a ella porque encontraba que era una cosa sin valor. – Vivo en la calle del Ramalazo – dijo ella. – ¿Dónde será eso? Él no había visto nunca eso. Le volvía a exigir pero cada vez lo mismo le decía ella. Y antes de las cinco ella tenía que hacerse desaparecer porque tenía que arrancarse antes de que se le volviera nada lo que ella andaba trayendo. Entonces cuando ya dieron las cinco, ella se fue y el caballero miraba por todas partes. De repente había desaparecido y no sabía él para dónde se había ido. Ella se fue corriendo a donde estaba su monita, se metió adentro y partió para la casa, así que cuando llegó él la encontró en la casa ya. Entonces cuando
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llegó le dijo ella: – Amito ¿cómo encontró las carreras? – Eran muy bonitas – le dijo él –, muy bonitas. – ¿Y por qué no me llevó a mí? – ¡Qué te vas a meter tú por allá, mona cochina – le dijo –, cuando allá hay chiquillas bonitas que te van a mirar, a mirar su mona de palo! ¡Qué malo! – Pero este otro domingo, si hay carreras ¿me llevas a mí, amito? – dijo ella. – No – le dijo –. ¡Qué te voy a llevar a ti! Bueno, ya el caballero se quedó con esa pasión de la chiquilla que había visto. Entonces pasaron días y al otro domingo él se preparó para irse, porque eran dos domingos seguidos las carreras. Al otro domingo ella estaba lista para pedirle permiso a la mamá, pero le dijo a él primero: – Amito, amito ¿por qué no me lleva a las carreras? – No te llevo nada – dijo, y vino con un estribo y le dio un estribazo para que saliera porque estaba indignado con la cabra y por su pasión de la otra todo le molestaba. Luego se fue. Al salir él, tanto le exigió la niña a la mamá que ella le dio permiso otra vez para que fuera a las carreras. Fue a las carreras. Se escondió de nuevo y le pidió a la varillita de virtud que si era bonito el traje y bonito el coche que le había dado el domingo pasado, que le diera otros más bonitos. Entonces ligerito se le apareció un coche precioso con los mozos arriba, como iban antes, para llevarla en la carroza. Y el cazador estaba listo, esperando, cuando apareció el coche. En cuanto llegó a las carreras, lo primero que hizo él fue ir a mirar las chiquillas allá pues, y estaba conversando con unas de ellas cuando la carroza fue pasando. Dejó en seguida las cabras y se fue para encontrar a la princesa. Le preguntó cómo había venido y si sus papás se enojaban porque salía. Ella dijo que no, porque cuando decían que llegara temprano, ella llegaba temprano a su casa, antes que el papá llegara, ella estaba en la casa. Claro que ella hablaba de él mismo. Luego preguntó otra vez cómo se llamaba donde vivía. Le dijo que ella vivía en la calle del Ramalazo, esquina del Estribazo. – ¿Y qué dirección será ésa? – preguntó él. No pudo entender qué dirección era. Él andaba trayendo un anillo. Entonces le tomó las manos a la niña y le sacó el anillo y se quedó con el anillo de ella, y ella también hizo el cambio; le sacó el anillo de él y lo guardó. En todo esto ya se terminaban las carreras y ella se fue a sus zarzamoras otra vez. Se puso en condiciones de antes y se fue, para estar en la casa antes de que el amito llegara. Y él también se fue para la casa, pensando en la chiquilla. Se apenó tanto que se enfermó. Pasó toda la semana enfermo en cama porque no sabía dónde vivía la chiquilla. Y como las carreras se habían terminado, él por sí mismo fue y armó unas carreras con la esperanza de que la chiquilla fuera, que apareciera otra vez allí. Armó las carreras y las hicieron correr el día domingo. Entonces el día antes del domingo preguntó ella: – Amito ¿va a haber carreras otra vez?
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– Sí – le dijo –, sí va a haber unas muy buenas – le dijo él. Entonces le preguntó: – ¿Por qué no me lleva a mí también? – ¡Qué te voy a llevar a ti – le dijo –, cuando allá hay chiquillas lindas! – ¿Cómo sabe amito – le dijo ella – si puede encontrar una chiquilla en mí? – ¡No! ¡Qué voy a encontrar una chiquilla en ti! Hazte a un lado mona mugrienta, tiznada que andáis. Parecís no sé qué cosa ¡una pura mona no más! – y le dio un tropezón para que se largara. Entonces llegó el día domingo y salió él y ella le pidió permiso a la mamita y salió atrás. Llegó allá y de nuevo le pidió a la varillita de virtud. Se arregló bien y salió de las zarzamoras. Si era bonito lo que llevaba el domingo antes, este otro día domingo era más bonito; un vestido cubierto todo de alhajas llevaba. Salió ella una princesa de primera clase. El cazador miraba por todos lados cuando de repente apareció el coche, pero no sabía por qué lado. Siempre era así, veía la carroza cuando ya estaba encima y no podía saber por qué lado llegaba. Se fue al tiro donde ella. ¡Qué! ¡Las carreras no le importaban! Él no hacía juicio de las carreras ni de nada. Él las hizo nada más que para ver a la chiquilla. Le preguntó entonces dónde vivía. Ella le dijo que vivía en la calle del Ramalazo, esquina del Estribazo y del Tropezón, porque esas tres cosas le había hecho. Entonces conversando, y los anillos siempre cambiados, le dijo él que quería visitarla en la casa. Le dijo ella que no podía porque no tenía casa. – Tengo esa dirección donde estoy – dijo ella – pero no tengo casa. Y le dijo ella que le diera la dirección de él. Le dijo que vivía en tal y tal parte, que era una persona sola y vivía con su mamá. – Y de compañera tenemos una mona que encontré en un desierto – le dijo –. Tengo una mona para que acompañe a mi mamá. Ahí dijo ella: – Yo soy esa mona. Bueno, cuando ya se iba a terminar la última carrera, ella se vino antes de las cinco a su casa. Él quedó con las mismas dudas acerca de la dirección de ella. Cuando llegó la niña a la casa, le dijo la viejita: – ¿Cómo le fue mi’jita en las carreras? – Muy bien mamita, estuvieron muy bonitas, estuvieron lindas las carreras. – ¿Y su amito? – le dijo. – No sé – le dijo –. No lo vi. El caballero llegó después, en la tarde llegó a la casa. Se cayó enfermo, tan enfermo que ya no se paró más de la cama. Estaba completamente enamorado y no sabía de quién se había enamorado. Así pasó mucho tiempo, hasta que un buen día se puso a llover y le dijo el caballero a su mamá: – Mamá me gustaría comer unas empanaditas fritas. – Bueno mi’jito – dijo ella –, se las voy a hacer. Le voy a hacer, mi’jito, unas empanaditas. Entonces revolvió la masa, pero la monita le dijo: – Mamá, yo voy a hacerle las empanadas a mi amito. Yo se las hago. – Pero mi’jita, merece saber tu amito que yo la voy a dejar que revuelva la
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masa, se va a enojar porque le tiene asco. Entonces vino la niña y escondida en la cocina hizo una empanada bien bonita para él y adentro de la empanada ella echó el anillo; se lo echó adentro. Entonces la señora recibió la empanada y se estaban sirviéndo las empanadas cuando abrió el señor la de la niña y no salió el anillo. Se enojó mucho él y le dijo a su mamá que de dónde sacó ese anillo y quién se lo había dado a ella. ¿Por qué apareció eso ahí, siendo que él no se lo había dado? Sabía que se lo había dado a una chiquilla que no era ella. – Mamá ¿de dónde lo sacó? – y total. Entonces ella dijo que no sabía pues, no sabía de dónde lo había sacado. Bueno, ya le dio el señor unos varillazos a la monita y se enojó con ella. No quiso comer ninguna empanada, total que se enfermó más. Pero la niña ya estaba tan cansada de estar dentro de la mona de palo que esa noche, cuando fue a acostarse, se salió de la mona y se acostó en la cama sola. Y - 51 -
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en la noche nadie sabía por qué se vio una vislumbre tan grande en la pieza. Todos quedaron como si había sido algo como un rayo, una cosa que había pasado. Pero al otro día se levantó la viejita y se fue a tocar la cama de la mona y estaba calentita, igual como si hubiera dormido gente en ella. Entonces la señora quedó maliciosa. Decía ella que tenía que ser una persona la que había dentro de la mona de palo y que ella antes del amanecer debía meterse adentro. Entonces quedó sospechosa la señora y a la otra noche se fue a acostar y se hizo la que dormía. Cuando sintió ruidos y sentía que venía la niña, se mantuvo bien tapadita y calladita. Luego se levantó la señora, prendió un fósforo y la fue a alumbrar a ella en la cama y vio que era una chiquilla que había ahí, pero de lo más linda, una princesa, muy linda era ella. Al verla, le pegó el grito al caballero y le dijo: – ¡Mira la mona! – dijo –. ¡Mira lo que hay aquí! Entonces el caballero se bajó de la cama y fue a verla pues, y entonces le dijo: – ¡Ésta es la chiquilla que yo buscaba! – dijo –. ¡Mona ingrata! Tú eras la que me tenías la vida perdida. Entonces le dijo: – Todo lo que buscaba y todo lo que era mi ambición estaba en esta mona. Aquí tengo lo que yo buscaba. Ésta es mi futura esposa y me caso con ella. Y se casó con ella y quedaron viviendo para siempre. Pasó por un cogollito de poroto, un zapatito roto, para que las que escuchen cuenten otro.
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II Señora María Muñoz Ramadillas de Lircay Cuando la conocí, la señora María llevaba 23 años viviendo en Ramadillas. Su esposo, que había pasado toda su vida ‘trabajando en chacras’, estaba jubilado. Tenían cuatro hijos, todos los cuales ya habían terminado o estaban terminando la educación secundaria en Talca. La señora María tenía unos 48 años en ese entonces; había pasado su infancia en un fundo cerca de Ramadillas y tenía finalizados varios años de escuela básica, de suerte que sabía leer. Era una persona de confianza en la aldea y estaba encargada de algunas tareas comunitarias.
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María Muñoz
Las tres hermanas
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ran tres hermanas que vivían solas con su papá. El papá las quería mucho y un día le dijo a la mayor: – ¿Cuánto me quieres tú a mí? Le dijo: – Yo, papá, lo estimo como el sol. – ¿Y tú, mi´jita? – le dijo a la segunda. – Yo, como la luna. – ¿Y tú mi linda? – le dijo a la más chica, porque era la más regalona. – Yo lo estimo como la sal. Por haberle dicho que lo estimaba como la sal, el papá se enojó mucho con su hija menor y la mandó a cambiar de la casa, la echó. Entonces ella se fue llorando, caminando, y se encontró con una hada. La hada le dio una varillita de la virtud y le dijo que con esa varillita ella se pusiera una mona de palo, así que se volvió una mona de palo y fue a buscar trabajo. Y llegó a la casa de un rey donde había una reina viuda con hijos. Entonces ahí le dieron un trabajo tan feo que era para que cuidara unos pavos, de pavera estaba la señorita. Luego había una fiesta, un baile muy bonito en el pueblo. Fueron todos de la casa; sólo quedó la pavera ahí en la casa. El joven, el hijo de la reina, fue el último que salió y le dijo ella: – Patroncito, ¿por qué no me lleva a mí al baile? Entonces él le dijo: – ¡Quítate por allá! – y le dio un empujón y la botó. Ella quedó llorando, pero después que el patrón se había ido, le dijo a su varillita: – Varillita, por la virtud que Dios te ha dado, transfórmame en una princesa de lo más linda y dame un traje de lo más lindo que pueda haber y una carroza para llegar a la fiesta. Cuando llegó a la fiesta todos se admiraron y decían: – ¿De dónde será esta señorita tan bonita? Y al mismo patrón, al príncipe, hijo de la reina, le gustó tanto la señorita que la sacó a bailar y le preguntó de dónde era y qué sé yo, y ella le dijo: – No le puedo decir de donde soy. Y antes de que se terminara la fiesta ella se fue. En la tarde, cuando él llegó a la casa, le fue ella a preguntarle cómo había estado la fiesta. Él se puso indignado porque venía pensando en la señorita que había conocido allá y ella venía a molestarlo.
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Al otro día ensillaba su caballo para salir, porque iba a caballo ese día para ver si podía seguir la señorita a caballo, y llegó la niña y le dijo: – Patroncito ¿por qué no me lleva hoy día a la fiesta? – ¡Quítate por allá! – le dijo y le dio un puntapié. La tiró lejos otra vez pues. Entonces ella volvió a pedir a la varilla de la virtud y se fue otra vez a la fiesta; era por tres días la fiesta. Allá, cuando estaba en la fiesta el patrón le preguntaba de dónde era y qué sé yo. Él no sabía que era la mona de palo. Le dijo que él le iba a hacer un regalo y le llevó la medida de un dedo para regalarle un anillo de recuerdo de él. Entonces ya llegó el último día de la fiesta y le dijo ella: – Patroncito ¿por qué no me lleva? Entonces él, de tanta rabia que lo viniera a molestar, pescó un ramal y le dio unos ramalazos y se fue. Después llegó ella a la fiesta otra vez con un traje más bonito, más elegante, más lindo y el patrón se enamoró nuevamente de ella. Entonces le dijo:
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– Señorita, le pido por favor que me dé su dirección para poder saber yo de dónde es usted. Ya joven – le dijo –, soy del país del Empujón, la provincia donde vivo se llama el Puntapié y el fundo de mi papá se llama el Ramalazo. ¡Uh! Se quedó él sin hallar qué hacer, pero le regaló el anillo. Luego, este joven, visto que ya nunca más vio a la señorita, cayó enfermo y comía solamente lo que le llevaban de regalo. Quería ubicar la niña ésa, pero jamás podía ubicarla. Entonces ya nadie le traía nada. La niña le preguntaba todos los días a la mamá cómo estaba el patrón. – Ahí está – le decía la señora –. No hay esperanza que se mejore. Sufre por un amor y es muy difícil encontrarla a la que ama. Y era ella misma, pero ella no se daba a conocer. Entonces le dijo la niña a la mamá que le haría una empanada, que se la llevara de regalo. Entonces dijo la mamá, la reina: – Pero pavera, a lo mejor no se va a comer una empanada de tu mano. – Pero señora ¿para qué tendrá que decirle que yo se la he hecho? – dijo ella. Entonces ella hizo la empanada. Se lavó bien las manos y hizo la empanada en presencia de la señora. Le metió de todas las cosas y colocó el anillo adentro. Y el joven estaba tan mal, pero se enderezó porque quiso abrir la empanada, y cuando vio el anillo adentro dijo: – ¡Mamá! ¿Quién trajo esta empanada? A la señora le dio tanto susto porque creía que podía haber encontrado una mugre de pavo o de algo. – Un niñito – le dijo. – Llámeme ese chico, mamá – le dijo. – Si no está, ya se fue mi´jito. Cómase la empanada no más. – No mamá, si tengo que saber quién la trajo. Ella no le quiso decir nada para no mentirle más, entonces empezó él a llamar a todas las señoritas del barrio a probarse el anillo, pero a nadie le quedaba bueno. Y él prometió que con la que le quedara bueno el anillo, con ésa se casaba. Le dijo a la mamá que llamaran a todas. Llamaron las señoritas, las de clase media, las pobres, las empleadas y últimamente quedaba la pavera. Le dijo él que la llamaran también. – Pero mi´jito – le dijo la mamá – ¿cómo puede ser tan fatal? ¿Con una pavera te vas a casar? – Mamá – le dijo – di mi palabra y prometí. Debo probarle el anillo. Entonces la llamaron. Vino ella y se probó el anillo y le quedó exacto. Entonces dijo él que se casaba con ella. Luego las señoritas, las hermanas de él, querían hacerle un vestido, pero ella les dijo que no, que ella no se ponía ninguna cosa, se casaba así mismo. En la noche antes del día del matrimonio no quería lavarse ni nada, cuando al otro día se casaba. Entonces ya llegó el día y ella estaba igual, y las hermanas del joven dijeron que no iban a hacer fiesta porque iban a pasar muchas vergüenzas y por eso no iba a haber invitados ni nada. Luego les dijo la niña que se iba a casar, pero les iba a pedir un favor. Ella tenía su padre y quería invitarlo al matrimonio, pero quería que todos los platos que
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se hicieran para servirle al papá fueran sin sal. Así que invitaron a ese rey viudo, al papá de la niña. Lo invitaron de lejos. Le dijo el príncipe que se iba a casar y lo invitaba a la comida. Y llegó el cura a casarlos y ella había ido como mona de palo. Pero ahí le pidió a su varillita que la pusiera igual que antes, bonita con todos sus trajes, un traje pero muy lindo de novia, y el joven la vio igual como la había conocido. Entonces después hicieron una gran fiesta, muy grande la fiesta, y vino el papá de ella a la comida del casamiento del príncipe, y tan elegante estaba la novia que el papá no la conoció. Entonces todos se servían tan contentos, todas las cosas se servían, muy contentos, pero el papá probaba y dejaba los platos, probaba otros platos y los dejaba. Los otros ya se habían servido mucho y últimamente le preguntó el novio al caballero, al papá de ella: – Y usted señor, ¿por qué no se sirve nada? Que me he dado cuenta que no come nada y tan ricos, tan exquisitos están los asados, los pollos y todo. Y veían que los platos que le servían a él eran platos lindos, asados, todas las cosas. Pero no sabían que venían sin sal. Entonces les dijo el papá que creía que solamente a él le habían servido platos sin sal y había sido una burla, que lo habían invitado a ese matrimonio para burlarse de él. Le dijeron que por qué decía eso él cuando todos estaban tan contentos y felices en la boda. – Porque creo que a mí solamente me sirven los platos sin sal – les dijo. Entonces la novia, su hija, le dijo: – ¡Ah papá! ¿Se recuerda cuando a mí me botó a la calle porque dije que yo lo estimaba como la sal? Ahora ve usted que sin la sal nada se puede servir. En eso él reconoció a su hija y le pidió perdón por todo lo que había sufrido, y ahí ella presentó su marido a su papá y quedaron viviendo tan felices ahí en la casa.
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III Señora María Garrido Asentamiento Flor del Llano La señora María pasó su infancia y unos 20 años de su vida de casada cerca de Chillán. Tuvo 22 hijos, de los cuales sobrevivieron once. Cuando la conocí en febrero del año 1972, vivía en Flor del Llano, un asentamiento de más de 500 hectáreas a unos 15 kilómetros de Talca que fue establecido durante el tiempo del gobierno demócrata cristiano de los años 1964-70. El asentamiento era muy bonito, con una calle central bordeada de álamos cuyas hojas en esa época de otoño se volvían doradas. El esposo de la señora María, don José, llevaba cuatro años de estar asentado allí. El traslado a Flor del Llano debe haber sido un gran alivio para los dos porque habían pasado los doce años previos en los alrededores de Talca, donde don José iba de fundo en fundo buscando trabajos temporales. Su situación económica era bastante precaria. En 1972, la señora María tenía unos 55 años. A pesar de nunca haber asistido a la escuela, sabía leer y escribir. Quizás por su propia falta de oportunidades educacionales, hacía esfuerzos para asegurar que la mayoría de sus hijos recibieran por lo menos cinco años de educación básica. Era una persona bastante seria y muy religiosa. Aparte de estar socialmente activa en el asentamiento, desempeñaba cargos de responsabilidad en varias organizaciones católicas y femeninas. Siempre insistía que sus hijos se portaran impecablemente. La primera vez que llegué a su casa, la encontré con sus dos hijas menores. Había establecido contacto con ella a través de un sacerdote que no le había explicado por qué quería visitarla y era evidente que se sentía algo insegura. Sin embargo, en cuanto le expliqué el propósito de mi visita, se entusiasmó con la idea de contarme los cuentos tradicionales que sabía. Su casa era de madera. En mi primera visita nos sentamos en una pieza bastante grande con una mesa, un sofá y una estantería llena de ornamentos, mayormente de naturaleza católica. La señora María me ofreció ‘onces’: café y pan con un huevo. Hablamos de su familia y de la iglesia. Más adelante, cuando nos conocimos mejor, a veces hablábamos de la participación de la mujer en la sociedad. La señora María decía que muy pocos hombres en Flor del Llano estaban dispuestos a permitir que sus esposas tomaran parte en actividades fuera de la casa. Una de las veces que llegué, las niñas estaban leyendo la Biblia, pero al rato salieron para ayudar a su papá y otros familiares a plantar membrillos. Fue en esa ocasión que la señora María me narró el cuento del Negro patas de crin. Estábamos sentadas en la cocina calentándonos cerca del brasero, rodeadas de montones de sarmientos. Después me acompañó al paradero del micro. Ya estaba oscuro. Me contó algo de su pasado y de cómo había sufrido mucha pobreza en su vida.
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La Cenicienta Sabe que encuentro yo que hay muchas familias igual que la Cenicienta. Por eso me gusta este cuento.
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abía una vez un matrimonio que tenía dos hijas, pero se murió el papá y se casó de nuevo la señora, esta vez con un caballero que tenía una hija que se llamaba María; claro, era la Cenicienta pues. Un día les dijo el papá a las hijas de la señora: – Voy a ir al pueblo a comprarles trajes para que vayan al baile –, porque iba a haber un baile en el pueblo. Y la hija del papá, la María Cenicienta, le dijo: – Papá, ¿y qué me va a traer a mí? – Lo que tú me encargues – le dijo él. Las otras le habían encargado trajes para el baile, pero ella le dijo: – Papá usted me trae la primera rama que se le enrede en el sombrero. – Bueno hija –, le dijo y se fue. Fue, y trajo los trajes de las dos hijas de la señora, de las entenadas. Para llegar a la casa había unas puertas por donde tenía que pasar y ahí se le enredó una rama de avellano en el sombrero del caballero y se le voló el sombrero y cayó al suelo. – Verdad que mi hija me encargó la primera rama que se me enredara en el sombrero – dijo. Se bajó, recogió el sombrero, quebró la rama y se la llevó a su hija. A las otras les tocaron los vestidos. La María Cenicienta salió al lugar donde estaba enterrada su madre, porque cuando murió su mamá no la enterraron en el cementerio sino ahí cerca de la casa, y había una cruz donde la tenían enterrada. Fue allá y enterró la rama del avellano. Y se puso a llorar y a pedirle a la mamá que de alguna manera le diera lo que necesitaba para ir al baile junto con las hermanas. Las dos hermanas se pusieron sus trajes y comenzaron a arreglarse para ir. Le dijeron a la Cenicienta que no podía ir, de ninguna manera, porque no tenía ropa. Y ahí la chiquilla quedó llorando no más pues. ¿Qué iba a hacer ella? Entonces le dijo la mamá, la madrastra: – Si me recoges estas habas de la ceniza, puedes ir al baile tú también. Le puso un tarro de habas, que eran como quince kilos, y las revolvió en la ceniza donde hacía el fuego. Y ella ¿cómo las iba a recoger? Se puso a llorar. En eso estaba llorando, cuando llegaron muchos pajaritos y comenzaron a escarbar en la ceniza y le llenaron el tiesto que tenía con las habas. La niña se las entregó a la mamá, a la madrastra.
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– Tú no puedes ir al baile porque no tienes ropa – le dijo. Cumplió su misión, pero siempre no pudo ir. Se fueron las otras hijas y ella quedó allí llorando. Se fue a llorar donde estaba la mamá, pero cuando se levantó de ahí, se encontró con un vestido ¡pero lindo! Y así, bien vestida, fue al baile. Allá la cortejó un joven que era un príncipe de la corte, y de repente las otras hermanas dijeron: – ¡Hermana, mira! ¿No será la María, la Cenicienta? – ¡Se te ocurre! Que si ella no puede ser. Y a cada rato decían igual. – Pero mira, sí es ella. – Pero ¿cómo va a ser, siendo que ella no tiene ni zapatos, no tiene ni ropa? En la mañana, al irse la María Cenicienta, la siguieron muchos jóvenes para que volviera, pero ya estaba aclarando y ella se arrancó y se les perdió. Antes de volver - 62 -
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a la casa pasó a orar ahí donde estaba enterrada la madre y apareció con su misma ropa vieja. Al otro día pasó igual, pero ahí le puso trigo la señora. Y los pajaritos llegaron y le sacaron el trigo. Entonces ella quedó conforme porque pensaba que ahora iba a ir al baile, pero la mamá, la madrastra, le dijo que no podía ir. Y así siguió, igual que el otro día. Fue la niña a llorar donde la mamá, pero no con interés ella, no porque el día antes lo había hecho así, sino porque ella pensaba darle gracias de que había podido ir al baile. – Esta noche no importa – dijo. Pero cuando se levantó, encontró que estaba con un traje aun mejor que el otro y fue al baile. Ahí pasó igual que a la otra noche. Cuando en la noche se fue la señorita, la niña, el príncipe que estaba muy interesado en ella la siguió. Ella iba por una parte que no era camino y cuando pasaba por una tapia, el joven le sacó un zapato, y después de que se terminó la fiesta, salió en busca de la dueña del zapato. Prometió que se casaba con la dueña del zapato, pero no le venía ninguna niña; el zapato no le quedaba bien a ninguna. Entonces un día llegó el príncipe a la casa de la madrastra y le preguntó si tenía hijas: – Sí – le dijo la señora –, sí, tengo dos niñas aquí. Y salieron las chiquillas para probarse el zapato. A la primera de las hermanas le estaba pequeño, pero le cortó un poquito los dedos la señora y así le quedó bien bueno. Al joven no le gustó la niña, pero tuvo que llevársela. Como andaba con una gran comitiva ¿qué iba a hacer? Palabra de rey no podía faltar. El arbolito que la Cenicienta había plantado en la sepultura de la mamá había crecido, en pocos días creció, así que ya era un avellano muy lindo, y arriba había pajaritos. Y cuando pasó el príncipe por allí, comenzaron a cantar: – Mira, mira con rescato1 – decían –, Verá sangre en el zapato. Le está corto y es pequeño. No es la novia de tu sueño. Miró el príncipe y al ver el zapato lleno de sangre, volvió a la casa para devolverla a la señora. – ¿No tendrá otra hija? – le dijo a la madrastra. – Sí – dijo –, sí tengo otra. Limpiaron el zapato y la señora trajo a su otra hija. A ésta el zapato no le quedaba bueno de atrás, pero la señora le cortó el talón y el príncipe tuvo que llevársela. Entonces cuando pasó por la sepultura, porque ése era el camino, otra vez los pajaritos comenzaron a cantar: – Mira, mira con rescato – decían –, Verá sangre en el zapato.
1 Rescato: palabra utilizada con el sentido de poner mucha atención, probablemente proviene de la palabra ‘recato’, que significa “cautela, reserva” (RAE). Nota de la autora.
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Le está corto y es pequeño. No es la novia de tu sueño. Miró el príncipe y claro, estaba sangrando el zapato otra vez. Volvió donde la niña para devolverla y le preguntó a la madrastra si acaso tenía otra niña. – No – le dijo –, si son estas dos no más. Pero el príncipe insistió y mandó a un joven de su comitiva: – Yo traigo orden de allanar la casa y de buscar cuántas niñas puedan haber en la casa, sea lo que fuere – le dijo el joven a la señora. Entonces los de la comitiva bajaron a buscar, y en la cocina encontraron ahí escondida a una niña ¡bien linda! pero bien pobrecita y a pata pelada, bien descalza. Y le exigieron que fuera a probarse el zapato. Ella no quiso porque la madrastra no quería, pero insistieron, y ahí se lo puso y de ella era. Ella manejaba un paño amarrado en la cabeza, pero el príncipe la reconoció inmediatamente. La madrastra siempre le decía a la Cenicienta que no se sacara el paño porque tenía el pelo muy bonito y ella no quería que viera la gente lo lindo que era su pelo. Por eso lo manejaba amarrado. El príncipe la llevó con harta vergüenza porque ella estaba tan pobre, pero la llevó en su carroza, como antes andaban a caballo, y cuando de nuevo pasaba por donde estaba enterrada la mamá, le dijo la niña: – ¿Me puede permitir primero ir a hacer la última oración a mi madre? – Bueno – le dijo, y la esperó. Cuando volvió de allá, la Cenicienta estaba muy linda ¡pero una princesa! Ella fue con el intento de decirle el último adiós a su madre porque se iba lejos, pero cuando se levantó, apareció así. Entonces los pajaritos comenzaron a cantar del árbol de la sepultura: – Mira, mira con rescato. Ya no hay sangre en el zapato. No está corto ni es pequeño. Ésta es la novia de tu sueño. Y ahí se terminó el cuento porque se casaron y fueron muy felices.
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Florángel
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abía unos jóvenes que se casaron y tuvieron una guagua, una hijita. Era tan linda la niña que le pusieron Florángel. Pero cuando Florángel tenía apenas dos años se murió la señora y el papá la crió solo no más pues, ahí donde vivían en una montaña. Él serraba por ahí y tenía unos pedacitos de huerta y un corral para el ganado. La mamá tenía huso, tenía rueca y todas esas cosas para tejer, y el papá le decía a Florángel que en esos trabajaba la mamá. Allí donde vivían había unos baños y cuando iban turistas por ahí, las señoras que se alojaban en la casa de ellos le enseñaban a Florángel a hilar y a tejer como lo hacía su madre y también a coser, como hacía ella. Y la niña fue creciendo y cuando tenía doce años ella le tejía la ropa al papá y tejía para ella, pero andaba descalza. Empezó también a plantar flores en un jardín, plantaba de todas las hierbas que le decían los turistas que eran buenas para remedios. Su mamá tenía un libro donde decía que la menta, el poleo, el maqui, todas esas cosas eran buenas para esto y para lo otro. Y la niña aprendió a leer, su papa le enseñó, así que ella se fue guiando por los cuadernos que tenía la mamá. Y los turistas le trajeron libros de medicina a la niña porque la encontraron con mucha inteligencia. Pero ellos venían en el puro verano. En el invierno Florángel y su papá lo pasaban solos y la niña hacía queso, hacía de todo. Cuando ella ya tenía como dieciocho años era como una médica por ahí, porque todos los remedios que ella daba, los tenía en su jardín, todos los plantaba ella. También traía árboles del campo y los plantaba ahí. Y tejía unas alfombras, muy lindas, frazadas, todo lo que era de telar, pero eso era cierto. Y fíjese, que después, cuando tenía como dieciocho años, había una reina, una duquesa, que estaba tullida y le dijeron que esa chiquilla sanaba mucha gente. Entonces fue la duquesa a los baños y Florángel le dijo cómo se podía curar, que se pusiera barro, tierra en el estómago, todas esas cosas; la duquesa se siguió medicinando en la casa de ellos y Florángel le daba las hierbas de su jardín. Y como la niña no tenía plata para comprar el hilo para los bordados que ella podía hacer, la duquesa le dio hilo y así ella bordó, en lana y en género, y le quedaban muy lindas las cosas. También le daba la duquesa cosas para comer que nunca antes había comido, porque era muy pobre y andaba a pata pelada. Después de varios días de estar la duquesa con ellos, vino su hijo con una gran comitiva, y cuando llegó el joven en las carrozas ahí, vio una chica que se asomaba a la puerta, pero estaba descalza y no quiso salir. Las damas de la señora, de la duquesa, le dijeron que saliera, pero ella les mostró los pies que estaban descalzos y dijo que no podía salir porque ella no merecía. Y ahí el joven, cuando la vio, se enamoró de ella y quería saber de la vida de ella. La mamá le preguntaba muchas cosas, y ella les dijo como había surgido y que era huérfana de madre. El joven, el duque, nunca había visto
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una chica tan bonita y tan útil. Un día se le perdió un pañuelo y en un momento ella le tejió otro y se lo presentó. Al verlo él, le dijo: – ¿Cómo tejió esto? – Esto es herencia de mi madre – le dijo –. Por eso yo tengo que tejer así. Y apenas la niña se atrevía ni a hacerle remedios a la duquesa, porque era tan pobre, pero después de varios días más, se fue el joven con su mamá sana. Ya podía caminar ella y extendía los brazos y todo. Estaba muy sana, y se fueron. Pero el joven se enfermó porque solamente pensaba en la niña y se preguntaba para qué hubiera personas con tanta inteligencia y tan pobres. Él conocía puras mujeres de la vida no más y andaba con una y con otra, pero nunca había visto una persona tan sencilla, de tan buen corazón y tan útil como lo era Florángel, y pensaba que podría ser esposa de él. El papá le comenzó a buscar médicos al joven, pero él le dijo: – No Papá, yo no necesito médico, lo que necesito es a Florángel. Y nadie quería traer a la niña porque era pobre, pero el joven insistió tanto y dijo que él no comía ni tomaba ningún remedio mientras que no le permitieran ir a buscar a Florángel. Y como los papás eran tan buenos, le mandaron a hacer ropa para la chiquilla y fue una gran comitiva para allá, como tenía que ser en carroza antes. Fueron a buscar a Florángel y la tomó por esposa el hijo de la duquesa. Y ahí después se casaron y fueron muy felices pues. Terminó.
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La mujer rica y pobre
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abía una vez un rey que tenía un hijo. El rey estaba muy enfermo y cuando estaba para morirse llamó a su hijo porque quería decirle algo. – Hijo – le dijo –, quiero que te cases. – Pero ¿con quién papá? – le preguntó el hijo –. ¿Usted me puede decir con quién me puedo casar? ¿Qué mujer busco? – Mira hijo – le dijo el rey –, te voy a dar este consejo. Busca la mujer más rica y más pobre. El joven quedó pensativo y no sabía qué decir. Luego el padre agonizó y se murió. Después de sus funerales, el joven empezó a preguntarse quién podía ser la mujer más rica y la más pobre y empezó a buscar consejeros por ahí. Preguntó a unos caballeros ricos, de más edad, si acaso conocían a una persona que fuera rica y pobre, porque él no comprendía el dicho de su padre. Algunos de ellos le presentaron mujeres ricas de la ciudad, otros mujeres pobres de las aldeas. – Ésta es buena, ésta es linda, ésta es muy rica, ésta otra es muy pobre – dijeron. – Pero mi padre me dijo que me casara con una que fuera rica y pobre –. No podía comprender. Un día le contaron de una mujer bien rica. Él fue allá, siempre en busca de una novia, la más rica y la más pobre. Cuando llegó, salió la niña rica y le dijo él a lo que iba pues. – Eso es lo que yo deseo también – le dijo ella –. Siempre he deseado casarme con un príncipe. Pase usted para acá. Y lo llevó a un salón grande y ahí lo colmó de besos, pero tenía los labios pintados y tantas sortijas que al joven le daba vergüenza, le daba asco, y al rozarle la cara, la mujer le dejó todo el paletón manchado con la pintura de los labios. Tuvo que lavarse el joven y le dijo: – ¿No me puedes dar agua? – ¡Ay! ¡Ay! pero agua – le dijo ella, – ¿dónde hay? ¿Cómo? No sabía pasarle agua. – Vamos por aquí – le dijo, pero no hallaba qué hacer. – Dime tú dónde hay agua entonces – le dijo el joven – y yo me la busco. Pero ella no sabía dónde se encontraba el agua. Entonces le dijo él: – Quiero que me prepares una taza de té, sola. Ella no sabía preparar té, si a ella la peinaban, la vestían; tenía damas para que la peinaran, la vistieran. Ella no sabía hacer nada.
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– Entonces no me prepares té – dijo el joven – sino cualquier cosa que sea, para comer al mediodía. La mujer no sabía cómo. – ¡Ay! – le dijo –, pero mis empleadas pueden ser. – No, yo quiero de la mano tuya – le dijo el príncipe – porque así me dijo mi padre. Pero ella no sabía prepara nada. Iba a sacar una taza, pero no sabía ni dónde se encontraban las tazas. No sabía nada. Después el joven quiso irse y ella quedó llorando. – ¿Cuándo vuelve? – le dijo. – Cualquier día – le dijo el joven –. Pero ya volveré por ti. ¡Y tanto que le besó la mujer! Le dijo miles de cosas, pero era una chiquilla bastante libertina y le decía cosas tan raras que al joven no le gustó. Le dijo que si fuera así ella con todos los jóvenes no le gustaba. Tanto le mimaba la chiquilla que se le cayó al joven un botón del paletón y le dijo: – Préndeme el botón. Trae una aguja para prenderme el botón. ¡Qué! No sabía ella dónde estaban las agujas. Sólo encontró una porque se la pidió a las empleadas, a sus damas. Y cuando fue a prender el botón al paletón, le clavó la guata al príncipe y el joven dio un grito y dijo: – ¡No! ¡Déjemelo así! Tuvo una dama que prenderle el botón al paletón. Después el joven se fue, pero desmoralizado y no quería volver más a esa casa, pero no sabía qué hacer. Entonces se encontró por ahí con un anciano que iba con una herramienta al hombro, no sé si sería pala o qué sería, y como estos viejos siempre saben algo, le preguntó dónde podría haber una persona rica y pobre. Le dijo el viejito, caballero no más, no era tan viejo: – Yo sé dónde vive una chiquilla. Vive en tal parte – dijo ¬–. Es una chiquilla huérfana y muy pobre, pero es muy buena, es muy hacendosa. Ella vive sola. Al joven no le gustaba mucho la idea de una persona muy pobre. ¿Cómo iba a ir allí? Llegó a una casa bien pobre, pero tenía flores y árboles y estaba limpiecita. La mujer la había pintado con tierra blanca porque no tenía plata para comprar pintura. Entonces la casa estaba muy buena, de unos palitos parados no más, pero todos pintados; bien buena la casa. Cuando la mujer vio al joven, le dijo: – ¿Adónde puedo dejarle pasar? No merezco que pase un príncipe para acá. La comitiva del príncipe y sus carrozas quedaron afuera y él pasó para adentro, pero la puerta era tan angosta y tan mala que al pasar se le cayó un botón de su pantalón, y la mujer le dijo que no merecía que un príncipe llegara a su casa. – ¿Usted me puede dar algo? – le dijo él –. ¿Agua para lavarme? Ella sacó una fuente de greda, un lavatorio grande, que había hecho ella misma. Se lo puso con agua, bien rápido, y le trajo un paño tejido por ella misma: – Perdóneme que esto lo he tejido yo – dijo –, pero vea que lo único que tengo es lo me enseñó mi madre. Apenas tenía quince años cuando ella murió. Y le puso el paño que ella había tejido para que se secara las manos.
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Después le dijo el joven: – ¿No puedo pasar ahora para tu cuarto? – No tengo cuarto – le dijo ella –. No tengo donde vivir sino aquí. Ésta es mi piececita. Ahí tenía la cama, y tenía un telar y la rueca para tejer y para hilar. – ¿Se puede quedar un momentito aquí? – le preguntó el príncipe. Tenía unos sillones con cojines tejidos por ella, todas las cosas hechas por ella. – ¿Qué le puedo servir? – le preguntó la mujer –. Solamente tengo pan, aceite y ajo. Se quedó esperando un momento el príncipe y luego en un abrir y cerrar de ojo se encontró servido. Le quedó una sopa, pero tan rica que nunca había comido una cosa así. Después le dijo: – Ando trayendo este botón aquí que se me cayó. ¿Me lo puede pegar? Ella sacó una aguja y se lo cosió como una persona que sabía. Y ahí el príncipe le dijo que andaba buscando una novia que fuera pobre, pero que fuera rica en entendimiento. En ese momento comprendió lo que le había dicho su padre. Ahí había encontrado una mujer que estaba a la perfección. – Me voy Rosa – dijo, ella se llamaba Rosa –, pero pronto te mando a buscar, porque tú serás mi esposa. Esto es lo que quería encontrar yo, una mujer rica y pobre. Ahora comprendo lo que me dijo mi padre. Y me voy llorando – le dijo –porque no te quiero dejar. Se puso a llorar la chiquilla porque ¿cómo iba a merecer tanto? Pero también le gustó porque nunca le había hablado una palabra amorosa un joven rico. Ella no sabía nada de eso, solamente sabía de los pobres que le hablaban a ella. Los ricos pasaban no más. Al alejarse el príncipe, ella quedó llorando, pero tenía la esperanza que la volvieran a buscar. Y así fue; él llegó donde vivía y la mandó a buscar. Y se casó con ella, ella fue su esposa, y después la coronó de reina y nunca tuvo humillación ni vergüenza de decir que era la mujer más rica que conocía en el mundo. Y ahí terminó el cuento.
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El cuento del pájaro malverde
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abía un matrimonio que tenía tres hijos. Uno se llamaba Pedro, el otro Juan y el otro Manuel. Cuando nació Manuelito algo interesante pasó. Llegó un zorrito a la casa un día cuando estaba llorando la guagua y el zorro lo conformó; por eso los papás dijeron que le iban a dar su último hijo a ese zorro. Pero el Manuelito no sabía nada de eso. Después se murió la mamá de los jóvenes y cuando murió, el padre de tanto llorar quedó ciego. Venía gente a conformarlo y le decían que no llorara, pero él seguía llorando en la noche y cuando estaba solo, hasta que se quedó ciego. Y los hijos le decían: – Papá ¿para qué llora más? No llore. Mira que mi mamá está bien. Y empezaron a buscarle remedios para que se mejorara la vista. Pero el papá seguía llorando, hasta cuando ya dejó de llorar y vio que estaba ciego, ciego, que no veía más. Tenía una nube blanca en los ojos, una tela. Los hijos le buscaron médicos, pero no le hicieron nada bien. Entonces un día dijo el mayor, Pedro: – Yo voy a salir en busca de remedios para mi padre. Y salió en busca de remedios. El papá le dio plata, porque era rico, dos cargas de plata le dio, le hicieron algo para que llevara, y se fue. Por el camino había que pasar por unas puertas con llave que se llaman trancas por acá. Había que pasar por allí y ahí había una cantina; tenían chiquillas y bailaban. También daban alojamiento y se quedó el joven ahí. Empezó a gastar su plata y todos los días decía: – Mañana me voy, mañana me voy. Iba con mozos, pero de ahí no se movió más. Ya después pasó un tiempo y se casó con la chiquilla mayor que había. Cuando no volvió a la casa, dijo el segundo, Juan: – Ahora que no ha vuelto mi hermano, yo voy en busca del remedio de mi padre, pero yo tengo que volver con él. Entonces el padre dijo que no fuera: – ¿Cómo vas a ir? – le dijo –. Mira, tu hermano no ha vuelto. Quizás habrá muerto. ¿Qué le ha pasado? Tú no puedes ir porque me puedo morir yo si tú sales y no vuelves. ¡Cuánto hemos sufrido ya por tu hermano! – No padre – le dijo Juan –, si yo quiero recuperarle la vista. Mi hermano lo hizo mal, pero yo voy a hacerlo bien. Yo, sea como sea, vuelvo. Se fue y como era el único camino que había, antes había muy pocos caminos, siguió el mismo camino que su hermano. Ése llevaba tres cargas de plata por si estaba el hermano en alguna situación mala, para poder traerlo a casa. Y llegó a esa misma parte donde estaba la cantina, y ahí se encontró con su hermano. Se pusieron a tomar
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de alegres y siguieron banqueteándose varios días. En eso se enamoró el segundo hermano de la chiquilla que había del medio, como eran tres chiquillas grandes, y había otras más chicas también. En pocos meses se casó con ella y no volvió a la casa. Ahí el papá estaba más triste, sufría y lloraba y el joven también, el que quedaba, el Manuelito. Entonces ya un día Manuelito se animó a decirle a su papá: – Papá, yo voy en busca de mis hermanos y en busca del remedio para sus ojos. ¿Cómo el padre iba a querer que fuera pues? – Eso no, no lo pienses Manuelito – le dijo –. ¿Cómo voy a quedar solo? No puedo quedar solo porque no veo. – Pero si le dejo empleadas, le dejo mozos, de todo tiene usted – le dijo Manuelito –. No se preocupe de mí porque yo sí tengo que volver. Entonces al salir le dijo: – Yo no necesito más de una carga de plata. Con esto tengo de más. Y se fue. Él también fue por ese mismo camino, porque por ahí había que irse, y de ahí tomó otros caminos y anduvo preguntando a los médicos, a los yerbateros por ahí, qué sería bueno. Lo que le decían que era bueno lo iba anotando y lo llevaba, pero tenía que ser una cosa que nunca se le había dado a su papá, porque ninguno de los remedios que le habían dado había tenido resultado. Luego llegó ahí a esas puertas donde había la cantina. Todos estaban en una fiesta y no lo oían, pero al final le fueron a abrir con la llave y él se encontró con sus hermanos en la fiesta. Lo echaron al medio y le dijeron: – ¡Pero cómo! ¡Nuestro hermano por acá! ¿Cómo está mi padre? Tan contentos estaban que lloraron, de veras lloraron, pero el vino no los dejó irse para adonde su padre. Ya no tenían nada de plata tampoco. Entonces le dijeron: – Mira, Manuelito, aquí hay una chiquilla. Es la menor que queda de tres hermanas. Mira que es simpática. – Linda – les dijo él. – Fíjate que nosotros le contamos que teníamos un hermano y que queríamos ir a ver a mi papá y traerlo a él, a ver si ella te gustaba a ti. – Claro que me gusta – les dijo. Entonces le dijeron: – Quédate aquí. El caballero, el dueño de la cantina, no tiene ningún inconveniente que su hija se case contigo porque ya hemos conversado bastante de esto y él tiene deseos de conocerte. Y Manuelito era bien parecido. Pero les dijo a sus hermanos: – Claro que me gusta, pero más tarde, después que le haya ido a buscar el remedio de mi padre. – No –, le comenzaron a decir los otros. – Bueno, yo no puedo demorar más – les dijo Manuel –. Voy a estar tres días aquí. Estuvo tres días y lo encontró mucho. Entonces en la noche Manuelito fue a darles de comer a los caballos y se había dormido, cuando sintió un silbido:
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– ¿Quién será? – dijo. El silbido era delgadito y despacito –. ¿Quién es? – dijo él. Todos estaban en la fiesta y por ahí donde estaba él no había ninguna cosa. Se allegó un poco más al lugar donde silbaba alguien y vio un zorro. – ¿Eres tú zorro que silbáis? – le dijo. – Sí – le dijo el zorro. – ¿Y qué necesitáis de mí? – Mira – le dijo –, tienes que irte en seguida. Toma esta llave y abre el candado y te vais, porque tus hermanos te van a traicionar. Sólo están esperando que quedes dormido. Junta a tus mozos y te vais inmediatamente. Y así lo hizo; se fue el joven. Cuando los hermanos fueron a verlo, a ver si acaso estaba ahí, no lo encontraron nada. Ya tenían planificado todos juntos la traición porque él no había querido compartir con ellos. Se fueron a las puertas, estaban con llave, y no hallaban qué hacer. Lo buscaron por los potreros y se amanecieron buscándolo, pero no lo encontraron. La cosa es que querían traicionarlo porque traía plata y a ellos ya no les quedaba. Ya hacía como un año que estaban ellos ahí pues. Se fue el joven y como a los dos días, llegó a una parte, un pueblecito chico, y le dijo a una señora anciana: – Buenos días abuelita. – Buenos días hijito – le dijo ella –. ¿Qué necesitas joven? – Necesito posada – le dijo –. Si me podría hacer el favor de darme alojamiento aquí, porque voy para muy lejos. Tengo plata y tengo que comer también. – Bájese usted – dijo la señora. Y ahí se alojó él. De lo que llevaba, le convidó a la señora y le dejó plata. Pero en la noche, cuando estaban a la orilla de las brasas, sintieron un boche bastante grande, así como un ruido de campanas que suenan, y le dijo él: – ¿Y qué es eso, abuelita? – porque a las viejitas les dicen abuelita –. ¿Qué es lo que se siente a cada rato más fuerte? – ¡Ah! ¿No sabe usted hijito – le dijo – lo que pasa aquí en este pueblo? – No, no sé – le dijo –. Yo no soy de aquí. Siguieron conversando y él insistió que le dijera qué era que se oía a cada rato más fuerte, y se paró a la puerta. Pero le dijo la viejita: – No se pare nada para allá. Es peligroso. Entonces le insistió el joven que le dijera qué es lo que era y le dijo: – Ése son que se siente es un muerto que echaron adentro de un tarro, y lo pusieron a la cola de un caballo porque el pobre no tuvo para pagarle al rey lo que le debía. Entonces le quitó la casa el rey y mandó que lo mataran y lo echaran adentro de ese tarro y todas las noches lo ponen a la cola del caballo en el tarro. Y cuando el tarro se hace pedazos, un tambor grande es, lo reemplazan con otro. La cosa es que por mientras que el rey viva, tiene que pasar esto y aterroriza a todo el pueblo todas las noches el caballo, como anda corriendo por ahí y pasa por las calles. El boche no se deja en toda la noche. Sólo a lo que sale el sol vienen a buscar el caballo y lo guardan hasta la otra noche. Es para que tengamos temor, todo el pueblo, el rey de aquí lo hace así. Al que le quede debiendo, le va a hacer otras cosas más atroces. – ¿Y cuántos años hacen que pasa esto?
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– Hacen como unos catorce o dieciocho años, no me acuerdo. – le dijo la viejita– Hacen muchos años. Entonces le dijo el joven, Manuelito: – ¿Y a ése, lo conocía usted? Se puso a llorar la viejita y le dijo: – ¿Cómo no lo iba a conocer yo, cuando era mi yerno? Y este joven que tengo aquí – le dijo, ella tenía un chiquillo en la casa –, es hijo de él. Mi hija – dijo –, de tanto sufrir se quedó petrificada, estaba viva, pero estaba muerta. Se quedó así la primera noche que pasó por la calle el caballo con el tarro y los huesos adentro. Y le dijo que su hija se había quedado dos años así y no la habían enterrado. La pobre viejita no hallaba qué decir porque su hija quiso llorar, pero no pudo llorar y así se quedó. Entonces el joven le dijo: – Abuelita, no diga más – porque como era hijo él también, no quería que dijera más. – ¿Y se puede hablar con el rey? – le dijo. – Sí – dijo ella. – ¿Y cuánto era la suma de plata que le debía? – El rey la tiene anotada, él sabe – dijo la viejita –. No sé cuánto será. Al otro día fue Manuelito al palacio. Pidió audiencia y habló con el rey. Le preguntó cuánto era el dinero que le debía el muerto. El rey le dijo cuánto era. Se lo pagó Manuel y le dijo que si necesitaba más, le pagaba más, pero que lo sacara del tarro ya. Y le pagó la carroza y todo, y lo mandó enterrar. Estuvo en el pueblecito como cinco días para hacer ese trabajo y después se preparó para irse. Pero antes de partir, de nuevo escuchó un silbido y ahí estaba el mismo zorrito que antes. – Está bien que vayas mañana – le dijo el zorro –, pero no tomes nada de valor de lo que encuentras botado por el camino antes de que llegues al segundo rey, a la comarca del segundo rey. – Gracias – dijo Manuelito y partió en su caballo. Pero cuando iba a caballo, vio brillar una cosa muy lejos en el camino y se le olvidó que le había dicho el zorro que no fuera a recoger nada que encontrara de valor por su camino porque eso iba a ser su fatalidad, y empezó a correr para que otro no se lo ganara. Al llegar donde estaba, se bajó de su caballo para ver qué era que brillaba tanto y vio que era una pluma que se le había caído a un pájaro. Como era muy bonita, Manuel la recogió y la guardó. Después llegó a una parte muy lejos donde había otro rey. Allá llegó y empezó a buscar trabajo para poder ir saliendo, como iba para preguntar qué remedio sería bueno para su padre. Quería llegar a conversar con el rey o con alguna persona que más supiera, tal vez con una de esas viejitas que saben más, para que le dijeran qué remedio tenía que conseguir, por eso buscaba trabajo él. No le quedaba plata porque había encontrado a personas por ahí que estaban necesitadas y las había sacado de sus apuros con lo poco que le quedaba de su carga de plata. Llegó al palacio del rey y ahí cayó bien porque le pusieron de copero del rey. Pero los demás empleados del rey se envidiaron de él y dijeron que Manuelito les había
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dicho esto y que les había dicho lo otro, para ponerlo mal. Y éstos del palacio sabían que una señora bruja había robado la hija del rey. La había robado junto con un pájaro que tenía, un pájaro que alumbraba toda la casa. Se llamaba el pájaro malverde. Y la misma señora, señora bruja que la llaman, también le había robado un caballo al rey. Entonces se juntaron cinco de estos empleados y fueron a hablar con el rey. Pidieron audiencia y hablaron con él, y le dijeron: – Dijo tu copero, el Manuelito, que se animaba a ir a buscar el pájaro malverde. Entonces el rey mandó a llamar a Manuelito y le dijo: – ¿Es cierto que dijiste que te animabas a ir a buscar el pájaro malverde que tiene la vieja bruja que me lo robó? – ¿Cuándo señor? Él no sabía nada de eso, no sabía. Pero los otros le habían revuelto todas sus cosas y habían encontrado la pluma que tenía y se la llevaron al rey. Manuel dijo que ni conocía el pájaro malverde, no sabía de qué pájaro era esa pluma, que la había encontrado. Dijo la verdad pero no lo creyeron, y el rey le dijo: – Total, hayas dicho o no hayas dicho, vas a ir en busca del pájaro malverde. Mi hija lo tenía en una jaula de oro y se lo robaron. Manuelito se puso a llorar, estaba tan triste. Se fue a una parte lejos del palacio llorando. ¿Cómo iba a ir a buscar el pájaro malverde si ni sabía dónde estaba? Dijo: – Aquí van a tener que matarme –, porque el rey le había dicho que si no iba le cortaba la cabeza, y el verdugo ya sabía a quién le tendría que cortar la cabeza si no iba. – Ahora sí que voy a morir – dijo Manuel –, y mi padre ¡cómo no me suplicaba que no saliera de la casa! No se acordó nunca del zorro. El zorro le había dicho que se acordara de él en el apuro que tuviera, pero no se había acordado de él. Así que cuando comenzó a silbar, Manuelito pensaba que era un hombre y dijo: – ¿Quién será que silba? Se limpió las lágrimas y se paró de donde estaba. Había unas matas que se llaman piche por acá y por entre medio del piche salió el zorro. – ¿Sois tú zorrito que silbáis? – Sí, pues – le dijo –. ¿No te dije Manuelito que no fueras tan grosero? ¿Por qué tuviste que tomar la pluma del pájaro malverde? ¿Te acordáis que te encargué mucho que no fueráis a tomar nada antes de llegar a este lugar? – De veras pues zorrito. ¿Cómo no me había acordado? – le dijo Manuel –. Harto malo hice. – Mira – le dijo el zorro –, no sé si ayudarte o no ayudarte si otra vez vas a hacer lo mismo y olvidar lo que te digo, porque con esto vas a ir perdido tú. Pero vamos a salir adelante. Seáis más hombre y vais a salir adelante. Ándate para allá otra vez y mañana vas a pedir una merced al rey. – Y si me dijo que fuera mañana – dijo Manuel. – No importa – dijo el zorro –. Anda no más y pídele una merced. Pídele que te dé algo que comer, te dé un par de gallinas o cosas así, para que tengáis para el camino, porque el lugar está lejos y es muy difícil llegar allí. No le pidas caballo, pero
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sí vas a pedir una montura y un cordel fuerte. Te traes la comida para acá, lo que te den, y la montura y el cordel. Entonces Manuel volvió donde el rey para pedirle algo para comer y una montura y un cordel. El rey dijo que bueno y se preparó Manuelito para el otro día. Cuando llegó de nuevo donde estaba el zorro, ya eran las ocho de la noche. Tenía la montura, pero no había pedido caballo al rey. El zorro estaba esperándolo y Manuel le preguntó: – ¿Para qué necesitas una montura zorro? El zorro le dijo que se la pusiera a él. Manuel se la puso y llevó la comida y el cordel también. Luego el zorro le dijo: – Sube en mí. ¡Que no se animaba Manuelito a subir!
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– Sube no más – le dijo el zorro –. No ves que no tienes confianza en mí. Si tuvieras confianza, todo resultaría mejor. – Sí – le dijo Manuel –, sí, ahora voy a tener confianza. No se animaba, pero subió al zorro como a caballo y se fue el zorro, pero ¡con una velocidad! No sé cuántos kilómetros por hora, pero se fue corriendo por tierra, no fue volando. Y por ahí comieron un poco. Manuel le dio de comer al zorro y comió él también y luego siguió pegando el zorro. En la noche viajaron otro poco y al otro día llegaron a una parte donde había un peñasco grande, una piedra, roca que se llama, en un potrero. Ahí le dijo el zorro: – Aquí vamos a quedar. Yo me voy a quedar aquí y tú vas a bajar para abajo. Este cordel que te dije que pidieras, éste te va a servir. Lo tienes que amarrar aquí. Y lo amarraron en un árbol. – Entonces yo te voy a ayudar a levantar esta roca – le dijo el zorro – y la vamos a dejar levantadita así. Luego te metes para abajo. A ver, sujétame. Manuel lo sujetó y el zorro levantó la roca. – Ahora – le dijo el zorro –, te metís para abajo. Toma estas llaves. Abajo hay como un palacio porque esta vieja bruja está robándoles a todos los reyes y haciéndoles todo el mal. Y abajo hay quien cuida el pájaro, hay gigantes, hay de todo, hay muchos peligros. Tu entráis por dos puertas con esta llave, después entras por otra puerta con esta otra llave y sigues hasta que lleguís al comedor de los gigantes. Ahí no hay luz, pero el pájaro malverde alumbra como si hubiera la mejor luz. Donde ves brillar de muchos colores las luces, ahí está el pájaro malverde, de lejos lo vas a ver. Entras calladito – le dijo –, y si están los gigantes con los ojos abiertos es porque están durmiendo, pero si están con los ojos cerrados, con la pupila del ojo ven para arriba, y ahí te van a ver. No vas a entrar si están con los ojos cerrados. Entonces el joven lo hizo como el zorro le había dicho y cuando llegó al comedor de los gigantes, vio que tenían los ojos abiertos, así que tomó la jaula y se fue. Para volver para arriba había una escalera y después tenía que subir por el cordel. Pero empezó a crujir la escalera y cuando Manuel la dejó para subir por el cordel, se cayó. La vieja bruja oyó el ruido y salió corriendo al comedor, y ahí vio que estaba apagada la luz y que el pájaro no estaba. Pero Manuel llegó arriba y el zorro salió: – Sube en mí – le dijo. Subió Manuelito con la jaula del pájaro y se fueron. Ya habían ido como un kilómetro cuando salió la vieja bruja arriba. Corrió mucho, gritaba, aleteaba, pero no pudo hacer nada. No los alcanzó y llegaron donde el rey. Se puede imaginar usted como habrá estado de contento el rey que Manuelito le había traído la jaula con el pájaro, pero los otros empleados del rey estaban envidiosos y dijeron: – ¡Miren el Manuelito! Ahora se va a creer más. Ahora lo van a poner en otro puesto más alto. Pero no va a ser así porque vamos a inventar otro plan. – Oigan – dijo uno –, digámosle al rey que Manuel ha dicho que se anima a ir a buscar a su hija –. Porque sabían que esa misma señora bruja tenía la hija del rey también. – ¡Ay! ¡Ésta es la cosa! – dijeron todos los cinco –. ¿Vamos? Tempranito pidieron audiencia para hablar con el rey y le dijeron que Ma-
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nuelito había dicho que se animaba a ir a buscar a la hija del rey. – Así nos dijo – dijeron –: ¿“Cómo no me voy a animar a buscar a la hija del rey? Fui a buscar el pájaro malverde que estaba en el comedor y sé que la princesa está en otra parte, sola. Esto va a ser más fácil.” Contaron al rey que así les había dicho Manuel. ¡Qué! Manuelito no sabía nada de esto pues. El rey lo mandó a buscar para preguntarle sobre su viaje a buscar a la princesa, pero Manuel le dijo que no sabía nada de esto. Fue como la otra vez. Manuel salió a llorar para allá, en la misma parte que antes, y nuevamente se olvidó del zorro que le podía favorecer. Estaba así llorando y cuando apareció el zorro, le dijo que pidiera al rey las mismas cosas que la otra vez. Así que Manuel volvió a ir donde el rey y pidió lo que iba a necesitar. Entonces fueron allá mismo, donde estaba esa roca. Ya Manuelito conocía el lugar y sabía más, pero el zorro le dijo que esta vez tenía que pasar por la misma pieza de la vieja bruja, y ahí había otra puerta por dentro donde guardaban a la hija del rey, entremedio de los gigantes y de la vieja bruja; ahí tenía el dormitorio ella. Bajó Manuel y llegó donde estaba durmiendo la princesa. La despertó, y al despertarse ella quería gritar, pero él le tapó la boca y le dijo que la venía a buscar. – ¿Cómo me puedo ir? – dijo ella –, si los gigantes y la que me cuida no me van a dejar que vaya. Le dijo Manuel: – Yo la llevo en brazos. La tomó en brazos y pasó por todas las piezas, dejando las puertas abiertas para que la vieja bruja y los gigantes no se fueran a despertar. Luego subió para arriba por la escalera y justo cuando la había echado a la chiquilla delante, la escalera se cayó otra vez. Manuel quedó abajo, pero estuvo bien listo, se tomó del cordel y subió por el cordel para arriba. Entonces echó a la niña por delante en el zorro, porque le dijo el zorro que lo hiciera así, luego subió él como de a caballo y se fueron. La vieja no los alcanzó. Ella tenía una cierta parte donde podía llegar, pero de ahí para allá una medida no podía pasar. Tenía que ser ciertos días para que ella pudiera pasar de esa medida. Así que Manuel llegó con la hija ya. ¡Cómo habrá estado el rey de contento! Pero los empleados le tenían todavía más envidia. Y a los tres o cuatro días empezaron a inventar otro plan. Inventaron que Manuel se animaba a ir a buscar el caballo que se le había robado al rey. ¿Cómo iba a traer el caballo? ¡Se imagina! Cuando supo Manuel, porque el rey lo mandó a buscar igual que las otras veces, se puso a llorar. – ¡Ah! – le dijo el rey –. No sacas nada con llorar. Hayas dicho o no hayas dicho, tienes que írmelo a buscar y si no, la vida te cuesta. – Ya – dijo Manuelito –. ¿Qué voy a hacer? Me voy. Y con su apuro otra vez no se acordaba del zorro. Se fue y estaba llorando, pero en otra parte, cuando llegó el zorro y le dijo: – Pero mira, tú eres muy informal. Yo te he dicho siempre que te acordís de mí cuando tengáis apuro. – De veras zorrito – le dijo – que no me acordé. Tanto que he sufrido y cuando recuerdo mi padre se me olvida todo. Solamente me acuerdo de lo que me están
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diciendo que haga y el resto se me olvida todo, porque estoy pendiente de mi padre. Mis hermanos me han pagado con tanto mal y ahora me he venido a morir por acá. Es por eso que yo no me había acordado de ti. Entonces el zorro le dijo: – Sí, te entiendo, pero tienes que acordarte mejor. Y lo hizo subir otra vez y se fueron a todo correr a buscar el caballo. Cuando llegaron, dijo el zorro: – No vamos a poder sacar el caballo por la escalera y el cordel como hiciste las otras veces. Ahora te vas por esta puerta que ves por aquí mismo. Tiene otra salida el caballo por allá. Entonces te vais despacito con él de tiro, con este cordel sí, porque sin esto, nadie lo puedo tomar. Y le dio un cordelito que no recuerdo cómo se llamaba, de piñabincu me parece que era. Era bien delgadito. Le dijo: – Éste se lo pones tú. El caballo del rey va a venir al tiro a morderte o hacerte pedazos con las patas, pero apenas le pongáis este cordelito se va a dar el caballo. Subís al caballo y lo sacáis despacito a una parte donde hay unas puertas, donde hay un especie de tablado, es como una romana, una pesa. Ahí encontrarás un cordel. Apenas que tiráis ese cordel vas a subir inmediatamente para arriba. En cuanto llegues te vas corriendo. Y Manuelito lo hizo así pues. Cuando llegó ahí, vio que la vieja tenía como tres caballos más, caballos más viejos, de otros reyes, pero sólo el que buscaba le hizo caso. Fue a la puerta al tiro como para matar a Manuelito, pero él le puso el cordel de piñabincu y se quedó muy tranquilo. Luego subió para arriba con el caballo, igual como se sube en un ascensor ahora, y salió para arriba y se fue para adonde el zorro. Así que él fue en el caballo, y se fue el zorro como había llegado. Y el rey quedaba feliz con su caballo, el pájaro y la niña. Entonces le dijo Manuel: – Ahora le voy a pedir una merced. En verdad fue el zorro que le había dicho que dijera así. – Le voy a pedir una merced – le dijo al rey. – ¿Qué será? – le dijo el rey –. La que sea. – Que me deje pasearme en el caballo – le dijo Manuelito – con su hija en ancas, porque es tan buena, y con el pájaro malverde en la jaula en la mano. Que me deje pasearme y darle tres vueltas a la plaza. – Eso es lo de menos, pues hombre – le dijo, porque nadie podía enlazar el caballo; no lo podían enlazar con ninguna cosa. Pero Manuelito tenía ese cordelito que lo podía enlazar bien. Y el zorro fue el que le dijo que le pidiese esto al rey. – Eso es lo de menos – dijo el rey –. Mañana lo hacemos. Pero fue a buscar un consejero. Mandó a buscar un consejero el rey, y le dijo que cómo estaría dejar a Manuelito que se paseara. – Es buen chiquillo – le dijo al consejero –. Mi hija también lo encuentra muy buen chiquillo y está muy agradecida. Y fui yo que le pedí que me trajera todas estas cosas.
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Le dijo el consejero: – Sí, sí, está bien, pero de todas maneras ponga todos sus guardias en las cuatro esquinas de la plaza. Y así puso guardias en todas partes: – No se vaya a arrancar éste – dijo. Y ellos estaban mirando del balcón. Miraban todos los del palacio, la reina y el rey y los súbditos. Dio la segunda vuelta Manuelito, pero no corriendo, a medio galope no más, pero a la tercera vuelta de repente le apretó las espuelas al caballo y pasó por encima de todos los soldados y se fue. No le vieron ni la luz. Lo siguieron como dos días pero ¡Qué! ¡Ni sabían adónde se había ido! Pero él, bueno, se fue corriendo. Y el caballo, como era tan bueno y como iba con ese cordel, no se cansaba nunca aunque corriera los kilómetros que corriera. Y se fue la chiquilla muy contenta con él porque estaba tan agradecida. Y el zorro corría con ellos. El zorro le dijo a Manuelito que cuando llegara a la casa, pasara la pluma del pájaro malverde al padre en la vista en cruz y se iba a mejorar inmediatamente. Entonces ¿cómo no iba a querer tener el pájaro malverde el joven? Ya, para acortar el cuento llegaron allá donde estaban los hermanos. Allí el zorro los dejó, pero antes de irse le dijo a Manuelito que no se quedara ninguna noche con sus hermanos porque lo iban a traicionar. Estaban borrachos los hermanos, pobres, con un niño cada uno ya; ya tenían cada uno una guagua. Entonces cuando llegó Manuelito allí ¡por Dios que estaban contentos! – ¡Que viene mi hermanito! – dijeron –. Menos mal que te haya ido bien. Nosotros no hemos vuelto donde mi padre. – ¿No han ido? – dijo Manuelito. – No pues. ¿Qué vamos a ir? No nos queda plata y estamos trabajando aquí con el suegro pues. Con eso comenzaron a conversar y Manuelito les contó cómo le había ido. Todavía le quedaba plata en el bolsillo, pero de mucho valor. Y la princesa llevaba joyas, pero lindas, de mucho valor las joyas, las mejores que tenía para adornarse. Y el rey le había pasado a Manuelito la mejor ropa de la que tenía cuando era joven y él se había vestido con esa ropa. Cuando les había contado a sus hermanos todo lo que había pasado y lo que había sufrido, les dijo: – Pero traigo el remedio para mi padre, que eso es lo me hace más contento. No me puedo quedar la noche. Porque empezaron a decir que se quedara. – No puedo quedarme – dijo Manuelito –, porque no veo la hora de llegar donde mi padre para que pueda ver a mi pobre viejo. ¡Cómo estará de triste! Y la chiquilla también le decía: – No nos quedemos, vámonos pronto. Pero comenzaron los hermanos a decir: – Pero ¿cómo? Mañana vamos los tres y ¡qué felices van a estar en la casa! Total, se pusieron ellos a arreglar su viaje y a preparar a los niños. Manuelito
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los esperó, pobrecito. Se olvidó que el zorro le había dicho que los hermanos le iban a traicionar, y se esperó el pobrecito ahí, esperando las cuñadas para que se fueran. Ya se veía que iba a llegar el grupo de los hijos adonde su padre, cuando en la noche empezaron sus hermanos a tomar y le hicieron tomar a Manuelito. Sólo muy poquitito tomó, pero le pusieron vino fuerte, vino rico. Él no se dio cuenta, creía que era el que estaban bebiendo los otros. Y también a la hora de la comida tomó, pero sin saber que era un vino que era para curar a uno y también tenía dormidera; se llamaban así unas gotas que habían puesto al vino. Con eso Manuelito se quedó dormido como un borracho. Luego los hermanos lo tomaron a él y a la princesa, y lo amarraron a Manuel, bien amarrado, y lo fueron a tirar a un barranco alto que había. Luego tomaron ellos el caballo, el pájaro y la chiquilla que se iba a casar con él. Uno de ellos se iba a apartar de su mujer y casarse con la princesa y ahí comenzaron las disputas. – De todas maneras nos vamos. – dijeron – Nos vamos para donde mi padre.
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Nosotros vamos a ir a mejorar a mi papá y nos vamos a quedar en las buenas con él. Ya formaron viaje y se fueron, y Manuelito quedó ahí en el barranco. Pero quedó vivo él. Estaba todo hecho pedazos, no tenía hueso bueno, si el barranco era alto, pero no murió. Había pasado uno o dos días ahí cuando sintió que un animalito le estaba lamiendo: – Ya – le dijo el zorrito –, te traigo eso porque así te vas a quedar muy bien –. Y le dio una medicina. Luego dijo a Manuel que lo tomara de la patita y así lo ayudó el zorrito a salir arriba del barranco. – ¿Qué vas a hacer ahora Manuelito? – dijo –. Mira, tus hermanos han llegado donde tu papá con el pájaro malverde. Le han sacado varias plumas y las han pasado a tu papá por la vista, pero nada le han hecho de provecho. Ve un poco, pero luego queda igual. Entonces ahora no te queda otra cosa Manuelito, que tú vayas allá. Primero saludas a tu padre y luego le sacas una pluma al pájaro y se la pasas a tu padre por la vista en cruz, y ahí se le va a caer algo de la vista, se le va a caer la tela blanca, y va a ver. Después tú verás qué es lo que vas a hacer con tus hermanos. Si quieres los matas, si quieres los dejas viviendo ahí, pero no tengas confianza en ellos porque nuevamente te pueden formar trampa. Ponte un poco serio con ellos y vas a ser tú el que los vas a mandar. Así hizo Manuelito. Como era tan lejos todavía para irse donde el papá, el zorro lo llevó otra vez y lo dejó en la casa del papá. Cuando llegó y sintieron los hermanos que venía él, no hallaban donde meterse, estaban tan apurados. Pero el papá estaba tan alegre y ahí le dijo a Manuel: – Pero hijo ¡qué alegría de verte de nuevo! Yo creía que habías muerto, como tus hermanos me dijeron que habías ido y no habías vuelto, que hacían años que no te veían. – No papá, sí estoy vivo. Es que me demoré en llegar no más – le dijo Manuel. Luego le pasó una pluma del pájaro por los ojos, se la pasó en cruz, y en seguida se cayó la tela blanca de un ojo. La otra pudo Manuel sacar con la mano y quedó viendo el papá. Estaba de lo más feliz y contento. Ahí le preguntó Manuel por la chiquilla, que dónde estaba: – Ahí está– dijo el papá –. Como yo no veía no sé, pero creo que dicen que no quiere comer y apenas toma agua, porque tú no llegabas. A mí no me quiere contestar nada cuando le pregunto algo. Está muda. Ahí se dirigió Manuel donde la chiquilla, y ésta le habló al tiro y en seguida comenzó a sentirse feliz con Manuelito. Luego Manuelito se dirigió a sus hermanos y les dijo: – Ustedes lo que merecen es la muerte, pero no quiero mancharme las manos con la sangre de mis hermanos. Pero de aquí en adelante uno de ustedes va a quedar para cuidar las aves y el otro para que cuide los chanchos y les obedecerán a mis mayordomos en todo lo que manden, y de aquí del patio para adentro no los quiero ver nunca más. Les voy a tener compasión, pero me han jugado muchas trampas ya y no quiero otra. Nunca más van a ser escuchados por mí porque sé que son trampas las que meten. Y ahí se quedaron viviendo ellos. Se casó Manuelito con la princesa y apenas
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se había casado, vino el zorro de nuevo. Sintió silbar Manuel como las otras veces y dijo: – ¿Quién será que me silba? Y fue para afuera y vio el zorrito. – ¿Te habías olvidado de mí Manuelito? – le dijo. – No – le dijo Manuel. – Vengo a decirte que vivas en paz – dijo el zorro –. A mí me mandó tu madre que ya hacen tantos años que ha muerto. Ella consiguió un espíritu que viniera a favorecerte. Yo soy un espíritu celestial y ahora ya te he favorecido y no me verás más. Le dijo adiós y se fue y ahí quedaron viviendo. Y se terminó el cuento.
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El negro patas de crin Para saber contar es necesario aprender. Éste es el cuento del Negro patas de crin; ése es el título del cuento.
H
abía una vez un matrimonio que tenía tres hijos. Cuando el menor tenía diecisiete años, se murió la mamá y de pesares murió el papá también en el mismo año, así que quedaron los tres jóvenes solos en su casa. Uno hacía de comer y los otros iban a trabajar. Así pasó mucho tiempo, pero un día les dijo el mayor a sus hermanos: – Ya que pasó el duelo y quedamos solos, estaría bueno ahora que arregláramos la casa porque ya está vieja y tenemos que arreglarla. Vamos a conseguir madera para hacerla entera de madera. Y se fueron a labrar la madera que antes se arreglaba con hacha no más, no había máquina para sacar la madera. Se fueron los menores y quedó el mayor en la casa. Como antes tenían tanto ganado, hacían mucho de comer, mataban corderos, y él mató un cordero, porque el trabajo de la madera era duro. Mató el cordero y lo puso a asar. Cuando estaba el asado ya casi en punto, sintió silbar. Dijo: – ¿Quién será que viene, cuando aquí ahora no le pertenece a nadie de venir2? Alguna persona de lejos puede ser. Salió para fuera. No había nadie, así que se vino a dar vuelta al asado otra vez y la comida estaba casi cocida. Luego volvió a sentir silbar, pero no encontró a nadie. – ¿Quién es? ¿Quién es? – preguntó. Varias veces pasó lo mismo, pero no veía a nadie. Luego miró así para abajo y ahí vio un monito chico, chico, como de unos treinta centímetros no más de alto sería, delgadito, y las patitas como un crincito delgado, y abajo tenía unas ramitas como patitas, las manos también, como ver un crin para los lados. La cabecita tenía redondita y bien negrita. Le dijo el joven: – ¿Sois tú, negro, que silbáis? – Sí pues – le dijo. – Ya, pasa para acá – le dijo –. ¿Qué necesitas? Pasa para acá. Y le puso un asiento para que se sentara. ¡Qué se iba a sentarse en un asiento cuando era tan chico! Se sentó en el suelo al lado del asado. Estuvo un ratito ahí, entonces estiró un pie y sacó del bolsillo un cortaplumas, un cuchillo, y sacó un pedazo de asado y se lo comió. A otro ratito volvió a hacer igual. 2 “…no le pertenece a nadie de venir”: frase cuyo sentido es ‘normalmente nadie debe venir a esta hora’. Nota de la autora.
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– Ya – le dijo el joven, que se llamaba Pedro –, si vuelves a sacar otro pedazo te voy a dar una asadorazo con la carne, con toda, y matarte al tiro. Pero el negrito volvió a sacar otro pedazo y ya eran grandes los pedazos que sacaba, y tan chico el negro. Sacaba un pedazo como de medio kilo cada vez. Así que levantó Pedro el asador y con fuerza de hombre lo pegó y lo botó lejos para allá, pero cuando lo botó, se quedó muy tranquilo el negro. – Eso querías – le dijo Pedro. Creía que lo había muerto porque quedó con las patas para arriba. Pero se paró y se puso a pelear con Pedro. Al principio él no le hizo ni caso. Le dio un puntapié y después un puñete, pero quedó peleando y después de pelear mucho rato con él, el negrito comenzó a crecer. Empezó a agrandar tanto que ya quedó casi más grande que Pedro y ya no podían pelear adentro. Pedro ya estaba bien cansado cuando salieron para afuera en el patio y empezaron a pelear ahí. Ya no hallaba qué hacer porque estaba todo sangrando. Y el negro iba creciendo y quedó como de tres metros, pero le crecieron grandes las manos también. Lo dejó a Pedro botado. Se fue para la cocina y se comió el asado y dio vuelta la olla. Se comió toda la carne que tenía la olla y en seguida se fue, y ahí quedó Pedro solo, lamentándose, pero todo malo. Ahí quedó toda la tarde. Cuando se acercaban a la casa los hermanos sentían lamentarse: – ¿Qué pasa? – dijeron –. ¿Qué le pasó que se siente lamentarse alguien? Se apresuraron y vieron a Pedro que estaba botado en el patio. – ¡Ay! Si aquí llegó un negro, bien chiquitito – les dijo –, y sus patitas eran iguales que las patitas de crin. Y les contó el caso como había pasado. Para no repetirlo, ya sabemos cómo pasó. Todo les contó y los otros hermanos le dijeron: – Pero hombre ¿cómo te va a pegar un negro tan chico? Con el primer asadorazo lo matas inmediatamente. – A ti te parece – les dijo – pero no fue así. – ¡Párate de aquí! – le dijeron –. ¿Qué haces aquí? ¡Así que un negro tan chico te ha pegado! – Pero se fue creciendo después – dijo Pedro. – ¡Va! – le dijeron –. ¿Por qué iba creciendo? A un negro como ése, hay que matarlo inmediatamente cuando está chico y no se te dé nada. Vamos para allá. – Mañana me quedo yo – dijo Juan, el del medio. – Pero hermano – le dijo Pedro –, mañana te pasa igual también. ¿Y qué vamos a hacer esta noche para comer? Comieron algo, lo que pudieron por ahí, con harta hambre, y les dijo el del medio: – Yo me voy a quedar. Al otro día se quedó él. Mató un cordero y pasó igual que la otra vez. Cuando tenía el asado en punto, silbó una persona también. – ¡Ah! – dijo –. Por ahí viene. Conmigo se las va a poner. Salió para afuera y no tuvo que salir tres veces como el otro. Salió una vez no más y miró para allá y vio al negrito. – ¿Eres tú que silbáis? – dijo.
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– Sí – le dijo el negro. – Pase. Y le pasó igual. Sacó el negro su cuchillo y comenzó a sacar asado. En la segunda vez, le dio Juan un asadorazo, pero firme, al tiro, y se le fue encima para ponerle el pie para aplastarlo. Pero adonde que le pusiera el pie, el negro se hinchó para arriba y luego se paró y lo botó y quedó grande como de un medio metro de altura. Juan se paró y le dio un puñete al negro y lo botó lejos de allí. Pero éste venía con más rabia, ya venía grande como de un metro y ahí siguió firme la pelea. Creció el negro cada vez más rápido porque el otro estaba bien animado y pegaba fuerte también. Que a éste le pasó peor que al otro. Quedó ahí, pero botado, y los perros le lamían las heridas. No hallaba qué hacer, pero los perros no le hacían nada. En la tarde, cuando llegaron los hermanos, Juan no servía para nada, apenas servía para llevar algunas cosas, si estaba
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muy mal. Ya le dijo Manuelito, el menor de los tres: – Pero ¿cómo puede ser esto, que un mono tan chico los vence así? ¿Qué es lo que les va a hacer? – No te riáis hombre – le dijeron los otros. – Ya – dijo Manuelito –, mañana me quedo yo. – ¿Cómo que te vas a quedar tú? – le dijeron –. Te acuerdas de lo que nos dijo mi mamá que te cuidáramos y que no te pasara nada. A ti que sois joven te mata. No lo quisieron dejar. – No – dijo él –, déjenme no más. Le dijeron: – No, si mañana no vamos, ni te dejamos solo porque tenemos que respetar lo que dijo mi mamá que no te dejáramos en ningún peligro. Pero Manuel insistió tanto: – Vayan no más – les dijo –. Algo voy a hacer. Me quedo. Y Manuelito quedó allá. Hizo lo mismo que los otros. Ya llevaban dos días casi sin comer. Comieron algo no más, pero no lo que podía comer un hombre trabajando. Así que Manuelito fue al corral, mató un cordero y luego hizo un asado y había hecho pan también. Entonces llegó la hora más o menos cuando el negro llegaba, cuando sintió silbar. Al tiro le dijo: – Pasa no más hombre. Ni se paró, no salió. Pasó para adentro una cosa tan chica como de a treinta centímetros, tan delgadita que ya se caía. Estuvo un rato y luego sacó su cuchillo y cortó un pedazo del asado igual que los otros días. Le dijo Manuelito: – Conmigo no vas a venir nada a hacer lo que hiciste con mis hermanos. No me vas a sacar ningún pedazo más. Si sacáis, conmigo te las vas a poner. Fue el negro a sacar otra vez, pero Manuelito no lo dejó. Levantó el asador y lo botó lejos. Se paró de un salto el negrito y se fue al lado de Manuelito. Grande estaba ya, le llegaba como a la cintura, y siguieron peleando inmediatamente. Creció tanto y tan rápido que Manuelito se vio muy apurado y dijo: – ¡Que me va a pasar igual que a mis hermanos! Entonces se acordó del machete que había dejado donde partía leña, era muy bueno el machete, y fue para la cocina. El negro lo siguió, pero Manuelito tomó el machete y cuando dio vuelta, el negro lo vio y quiso arrancarse, pero Manuelito levantó el machete y le dio un machetazo. No le alcanzó a matar, pero le pegó por el asiento y le cortó un pedazo del asiento que quedó como de ocho kilos, y la carne era negra. Los perros la olían, pero no se la comieron porque era tan negra y fea pues. Y ahí el negro quedó cortado. La sangre le corría y se fue corriendo, un hombre como de cinco metros quedó, fornido. Y Manuelito tomó el machete, dejó la puerta abierta, y lo siguió, lo siguió por la sangre. Ya llegó a una roca grande que había, pero muy grande, como de unos veinte metros alrededor, una roca grande, y ahí se perdió la sangre, sólo había algunos rastros. – Aquí tiene que estar – dijo Manuelito. Dio vuelta a la roca y vio que estaba despegada de la tierra de forma que parecía posible levantarla.
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– ¿Qué me voy a poner fuerza aquí – dijo –, cuando es tan grande? Pero tenemos que sacarla. Y se fue para la casa. Cuando llegó él, llegaban los hermanos. Se vinieron temprano, como estaban tan enfermos. Cuando llegaron les esperaban comida y asado. Se abastecieron los pobres, como hacían tres días que no comían y estaban todo machacados también. Manuelito les contó cómo había sido y adonde había ido a meterse el negro y les dijo que tenían que sacarlo. – ¿Qué vamos a meternos ahí? – le dijeron –. ¿Vamos a ir para que nos mate? – No – les dijo Manuelito –, a mí no va a importar. Yo tengo que matarlo. – Pero ¿cómo lo podemos hacer? – Mira– les dijo –, vamos a buscar bueyes y pedirles a todos los inquilinos y a toda la gente alrededor que se junten con bueyes y vamos a dar vuelta a la piedra. Y así hicieron. Bloquearon la roca, le pusieron cadenas y cordeles y la empezaron a dar vuelta, pero se demoraron como tres días. La levantaban un poco y se volvía a quedar. Pero trabajaban tanto que un día ya la dieron vuelta, pero con mucha gente, muchos bueyes, con cadenas. Y al darla vuelta quedó un hueco para adentro, un hoyo como de una noria, y no se veía nada para abajo, nada más que la oscuridad. Les dijo Manuelito: – ¡Bueno y qué es lo que creen ustedes que vivirá allí abajito? Todos quedaron asustados y dijeron: – ¿Quién se va a meter aquí? – Yo me voy a meter – dijo Manuelito. ¡Cómo no le rogaron los hermanos! ¡Qué no le dijeron! Pero fue inútil. Se fueron todos para la casa, Manuelito con ellos, y comieron. Pasaron varios días y comenzaron a añadir cordeles como antes se hacía, porque no había cordeles de cáñamo ni de cuero. Les cortaban las colas a las bestias y eso se llamaba soga, por eso que ahora dicen “tráiganse la soga”, ésa es la soga. Los hermanos añadieron todas las sogas que tenía el papá, y los inquilinos, los vecinos, todos, añadieron otras. Luego volvieron al lugar donde estaba la roca y las pusieron ahí, como dos cuadras de cordeles para abajo. – Ahora – dijo Manuelito – voy para abajo. Se hizo una chigua que se llama. Se llama chigua, pero es una cosa como un canastillo colgado. Estaba colgada con los cordeles, y sujetaron los cordeles en unos árboles. Ahí se metió Manuelito y se bajó para abajo. ¡Que no se veía nada! Apenas se veía abajo un poquitito de luz como a un rededor de un lavatorio, no muy chico, así se veía luz abajo. Y Manuel les había dicho que cuando él moviera el cordel, lo tenían que tirar para arriba. Entonces movió el cordel y lo subieron para arriba. Cuando llegó arriba, les dijo que estaba muy lejos el fondo del hoyo. – Creo que faltará más o menos una distancia como de todas estas sogas otra vez – dijo –. Tenemos que volver. – ¿Y de dónde vamos a sacar más sogas? Ya no hay más – dijeron. Los vecinos no tenían, pocos metros nada más. Ahí quedaron como una semana otra vez. Juntaron todas las yeguas que tenían y los caballos más chúcaros y les cortaran la cola y siguieron los maestros haciendo las sogas. Hicieron como doscientos metros más de soga. De nuevo volvieron a la roca y ahí se tiró Manuelito para abajo
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y llegó. Amarró la chigua, ese canastillo, abajo y siguió adelante con su machete nada más. Así llegó a un mundo que no conocía ni había oído decir de él. Empezó a andar, y como al medio día, llegó a una parte donde vio brillar una casa, un palacio muy lindo. Lo vio brillar y dijo: – Allá se ve una casa, un palacio, allá tiene que vivir éste. Se fue para allá. Cuando llegó no había nadie, no había empleados, no se veía ninguna cosa, el puro palacio metido por allá. Entonces empezó a abrir las puertas y salió una señorita de adentro que era una princesa, pero tan linda, y le dijo: – ¡Ay! ¿Qué hace por aquí joven, donde ni los pájaros habitan? – ¡Ah! En busca de usted vengo – le dijo él. ¡Qué! ¡Ni sabía que existía ella! – ¿Cómo dice joven? – le dijo –. ¡Ay! Se tapó la cara con las manos. – Para que me lleve a mí, la vida le cuesta. – No, señorita – le dijo –, a mí no me cuesta la vida. La vengo a buscar y conmigo se va a ir. – Mire – le dijo –, estoy muy feliz con su dicho, pero a mí no me va a llevar porque me cuida una serpiente de siete cabezas y si no mata a la serpiente yo no puedo ir con usted. ¡Pero qué lindo fuera que me pudiera ir con usted! Tantos años me tiene aquí sufriendo tanto. Después usted va a saber quién me tiene aquí. – Sí, más o menos lo sé, señorita o princesa le diré – le dijo Manuelito. Era princesa y por eso después de decirle señorita le dijo princesa. – ¿Y dónde está la serpiente? – le dijo. – ¡Ay! ¿Para qué quiere saber joven? – le dijo –. Si apenas lo vea lo va a matar. – No, no me importa. Quiero saber no más, porque yo voy a matar la serpiente y me la voy a llevar a usted. – ¿Cómo puedo saber que usted la va a matar? Tome – le dijo ella – este pañuelo. Si me trae las siete lenguas en el pañuelo, es seña que la ha muerto. De otra manera yo no me puedo ir porque adonde vaya hay peligro. Le dijo la princesa adonde tenía que andar y se fue Manuelito en busca de la serpiente. En busca de ella andaba para la cordillera, por unas partes muy lejos, porque era un mundo, pero muy grande, igual que éste era. Y se iba Manuelito en busca de la serpiente, cuando sintió que ella venía rugiendo y botando árboles, muy furiosa venía, porque encontraba olor a carne humana. Manuelito tenía un fuego bien tapado para que no echara humo, porque ahí no había nadie. Tenía unos troncos prendidos. Cuando la serpiente venía pasando cerca del camino, él se ganó detrás de un árbol y le empezó a cortar las cabezas una tras otra, pero se le pegaban las cabezas de nuevo. Ya Manuelito no hallaba qué hacer, pero él había oído otro cuento antiguo que con fuego las víboras se podían matar. Se veía bastante mal, pero fue para adonde el fuego que tenía y sacó un palo ardiendo y le cortó las cabezas con el machete que llevaba y las puso al fuego. Ahí no se pegaron más y mató la serpiente. Sacó las siete cabezas del fuego y luego les sacó las lenguas, las amarró en el pañuelo y se las llevó a la princesa. Estaba tan feliz ella que se puso a llorar. – ¿Por qué llora princesa? – le dijo. – Porque no me puedo ir ni aunque haya muerto a la serpiente – dijo.
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– ¡Va! ¿Y cómo me prometió que se iba? – Pero es que tengo otra hermana – le dijo –, y si ella no se va conmigo no puedo irme yo. A ella la cuidan tres gigantes. – Eso es lo de menos – le dijo –. Si es así, dígame donde vive y voy allá. Ya le dijo en qué parte vivía y que tenía que andar por tal camino. Caminó día y noche Manuelito y llegó al lugar. Allí le pasó igual que la otra vez. Había un palacio que estaba solo y salió la princesa: – ¿Qué hace por aquí joven – le dijo –, cuando por aquí ni los pájaros habitan? Usted no ha visto un pájaro desde que empezó a andar. – No pues princesa – le dijo –. Yo no he visto ni un pájaro ni un animal, pero algo más he visto; más que un pájaro y más que un animal he visto. – ¿Y qué anda haciendo por aquí? – En busca de usted vengo.
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– ¡Ah! – le dijo la princesa – para que me lleve a mí la vida le cuesta. Y ella de alegría y de miedo se puso a llorar porque estaba en el destierro en ese palacio. El palacio era de oro, tenía de plata, de jaspe, tenía de todas las piedras preciosas. Por eso era que llegaba a brillar de lejos, y le dijo la niña: – ¿De qué vale todo esto, estas riquezas que hay aquí, si yo vivo sola y amargada? – No se le dé nada – le dijo –, si yo tengo que sacarla de aquí. – Pero es que tengo otra hermana – le dijo – y a ella la cuida una serpiente. – Ésa – le dijo –, ya la tengo lista. – ¿Cómo? ¿Ya mató usted la serpiente? – Claro – le dijo –, la maté y aquí están las lenguas de la serpiente. Porque la hermana le había dicho que se las llevara porque si no, ésta no le iba a creer. – Ya – le dijo, y le dijo dónde estaban los gigantes. – Ahora fueron a bañarse y a tomar agua – dijo –, y ahí duermen la siesta todos los días, al lado de unos árboles. Y cuando usted llegue allá, si están con los ojos abiertos están durmiendo, si están con los ojos cerrados, ahí están despiertos. Entonces Manuelito se fue allá y estaban durmiendo los gigantes porque estaban con los ojos abiertos. Y fue Manuelito y se les acercó bien despacio con un tranco; fue bien despacio para que no lo oyeran, y les dio un trancazo a cada uno. Luego le cortó la cabeza al uno y al otro y al otro, pero le quedaron saltando las cabezas. Estuvieron pero mucho rato saltando. ¿No ve que así saltan las cabezas de los gigantes? Pero cuando se quedaron tranquilas, les sacó las lenguas y se las llevó a la princesa. Ella también respondió igual que su hermana. – ¡Ay! – le dijo –. Para que me lleve a mí y a mi hermana le va a costar más, porque nos queda nuestra hermana menor y a ésa la cuida un negro. – ¡Ah! – le dijo Manuelito – eso es lo de menos. Con ese negro me he tirado. En busca de él vengo para poderlas llevar a ustedes. ¡Qué! ¡Él ni sabía que existían ellas! – ¿Cómo puede ser así? – le preguntó ella. – ¿Pero no ve? – le dijo –. Ya maté la serpiente y los gigantes. No desconfíe en mí. Nos vamos a ir. En seguida la princesa le dijo que así fuera, se limpió las lágrimas y le dijo: – Entonces confiaré en usted, pero ahora creo que con el negro usted va a tener que morir. – No – le dijo Manuelito –, no tengo miedo. ¿Sabe que le falta un pedazo del asiento? – Sí – le dijo la princesa –. Llegó un día así, pero ya está sano. – Bueno – le dijo Manuelito –, eso se lo corté yo, y si no hubiera arrancado lo hubiera matado. Ahora vengo a matarlo para llevarlas a las tres. Se quedó muy feliz la princesa, pero rogando que no le fuera a pasar nada. – ¿Y dónde anda el negro? – dijo Manuelito. – Anda buscando unos animales que tiene para la cordillera – dijo. Y fue Manuelito, fue a encontrarlo allá. Había un árbol hueco, un tronco
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grande y grueso; estaba hueco adentro. Manuelito no hallaba donde ganarse, pero luego se ganó ahí, al lado del camino, y venía el negro como a media cuadra cuando comenzó a decir: – Carne humana aquí, carne humana acá. Buscaba por las matas, por todas partes. Dejó los animales botados para salir buscando. – Carne humana – dijo y arrancaba las matas. Manuelito se le daba la espalda, pero cuando venía cerca, salió a enfrentarse con él y el negro lo vio y lo conoció. Conoció el machete y quiso arrancarse, pero Manuelito, como era grande el negro, dio un salto para arriba porque quería cortarle el cuello inmediatamente antes de que se arrancara. Tuvo que saltar porque si no, no lo alcanzaba arriba. Pero no se lo cortó inmediatamente, no pudo cortárselo. Encontró tan alto el negro y dijo: – Si no lo bajo un poco no le voy a poder cortar el cuello. Así que le cortó una pierna y le cortó la otra y cuando se cayó el negro, ahí le cortó la cabeza. El negro andaba con una espada y Manuelito se lo quitó. Lo mató y le sacó la lengua y se la llevó a la princesa. Esa princesa era la más bonita de todas y Manuelito dijo: – Ésta me la voy a dejar para mí y las otras para mis hermanos. Él había pensado en la primera, pero cuando conoció la otra, era más bonita y al conocer la tercera, era un ángel. Entonces ya se fue y llevó a la princesa. Fue recogiendo la segunda hermana y luego la primera, así se fue. Y llegaron allá donde estaba el canastillo. Era grande sí, pero no tan grande, y no cabían más de dos personas. Entonces les dijo a las dos primeras: – Ustedes se van de aquí, y allá arriba las van a recibir mis hermanos. Y les dio a ver como tenían que hacer para llegar. – Después nos podemos irnos – les dijo –, yo y la otra señorita, porque con tres queda muy pesado el canastillo y se corta el cordel. La tercera princesa se iba con la espada del negro, y como la espada pesaba tanto, Manuelito se iba solo con ella. Sacaron los hermanos las dos princesas arriba y bajaron de nuevo el canastillo abajo, pero pudo subir la pura princesa con la espada porque la espada pesaba tanto. Se fue llorando y le dijo a Manuelito: – Pero voy a dejarle este recuerdo para toda la vida porque tengo desconfianza que llegue allá. – No, váyase tranquila – dijo Manuelito –, si yo voy a subir después. Pero la princesa le dio un anillo y le dijo: Este anillo tiene una virtud Manuelito. Piense que tiene una sola virtud. Pídasela cuando la necesite, pero acuérdese que tiene una sola virtud y nada más. Ahí Manuelito le agradeció mucho y él se quedó con su anillo. La princesa se fue y la sacaron arriba. La gente ¡imagínese como estarían de asustados! Pero los hermanos estaban contentos. – Aquí tenemos nosotros unas novias – dijeron, y ya se veían casados con las
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princesas, pero no sabían qué le había pasado a Manuelito. Al moverse abajo el cordel, lo habían tirado para arriba, lo tenían amarrado, y ahí sacaron las primeras princesas y luego la última con la espada. En seguida volvieron a tirar el canasto para abajo y empezó a subir Manuelito, pero cuando ya iba por la mitad, soltaron sus hermanos el cordel para quedarse con la princesa menor y para asegurar que ellos iban a ser los más poderosos. La gente los adoraba a los hermanos porque ellos dijeron que eran ellos que habían acabado con ese negro. Ahí ¡se imagina usted como habrá quedado Manuelito ahí abajo! Quedó hecho pedazos el pobre, pero quedó vivo, porque había caído dentro del canastillo. Eso le favoreció, si no, hubiera muerto. Pero cuando iba para abajo se pegaba por los lados de la fosa y por eso llegó todo machacado abajo. Ahí estuvo como tres días y seco de sed, y cuando ponía una mano así para dormirse, la cabeza la ponía a un lado y a otro. No podía dormir. Entonces de repente vio el anillo y se acordó: – ¡Qué pena no acordarme del anillo! – dijo –. Sólo ahora me vengo a acordar. Y dijo: – ¡Ay anillito! Por la virtud que Dios te ha dado quiero ir siete estados para abajo. Oh ¡por Dios! En vez de pedir siete estados para arriba para poder salir, le pidió siete estados para abajo. El estado no sé exactamente cuánto será, pero ellos lo medían en brazadas. En cada uno de los siete estados había un mundo. Así que se encontró en otro mundo que ni sabía cómo era y no había nadie. Empezó a andar ahí y a llorar amargamente. ¡Se imagina usted como habrá sufrido! Ahí caminó días y noches; dormía por ahí. Mire, ya no hallaba qué hacer, cuando un día llegó a una parte donde se sentían ruidos. Él empezó a acercarse para allá y había un pueblo, pero era un pueblo de enanos, bien chiquititos, que le llegaban a las rodillas. Entonces al ver el monstruo que venía, se arrancaron y querían meterte en sus casuchitas, chiquititas. Manuelito había hecho pedazos a estas casitas, pero no era mal intencionado, no hacía el mal. Gritaban y lloraban los enanitos y corrían para esconderse. Él les hablaba con buenas palabras, pero su voz era tan grande y gruesa para ellos que se tapaban los oídos porque les parecía un monstruo. Pasó un tiempo hasta que los domó un poco y habló con ellos y les hizo nuevas casas. Les enseñó muchas cosas, su lengua también, hasta que entendieron su lengua, con puros cariños, así se podían entender. Ellos empezaban a entender la lengua de él y él la de ellos. Los enanos tenían mucho ganado que era más chico que un conejo, era de los pigmeos el ganado. ¿De los pigmeos se dice, o de los enanos? Y ahí había un pueblo y las guagüitas eran todas chiquititas. Después le dijeron a Manuelito: – Pase para adentro. Porque algunas de las casas eran grandes. – La casa de fulano es grande – le decían, pero en su lengua. Lo llevaron allá. ¡Qué! ¡Manuelito no cabía ni botado pues! Y ahí tuvo que hacerse una casa él. Para abreviar más el cuento, pasó mucho tiempo, pasó un año y pasaron dos, y él ahí, viviendo con los enanos. Mire, si ya era el dios de ellos; era el dios que tenían, porque todo lo que ellos querían Manuelito se los hacía, si era un hombre con
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inteligencia. Mire, les dejó palacio, llamaban palacio ellos la casa de él, porque tenía tanta destreza para todo. Y como era tan bueno lo llamaban el Padre Dios. Le creció la barba y se le hizo pedazos la ropa. Luego las enanitas le hilaron ropa porque él algo sabía y les enseñó a tejer y les enseñó a hilar, lo que había visto de su madre. Les hizo ruecas porque ellos no sabían, no ve que andaban con pieles. Y había lana, había de todo. Manuelito les enseñó todo. Él ni sabía, pero acordándose de como lo hacía su madre, empezó a trabajar. ¿Cómo no lo iban a querer bien? Les enseñó a sembrar y a guardar fruta. Ellos no la guardaban y pasaban hambre, pero ahora hacían casas y ahí guardaban fruta y otras cosas para comer en el invierno. Mire, les había llegado el dios. Pero llegó un día en que Manuelito no hallaba qué hacer porque no lo dejaban nunca solo. Se tenía que arrancar cuando estaban durmiendo y ahí se iba a llorar lejos. Un día fueron los enanitos a buscar el ganado y al volver estaban cansados, así que se acostaron para dormir la siesta. Cuando estaban dormidos, él se fue a un barranco de pura piedra que había y allí lloraba, pero amargamente, cuando sintió que le decían algo de muy lejos en el habla de su tierra: – Manuelito – le decía la voz – ¿cuánto me pagáis, yo te llevo para tus tierras? Mire, él se quedó helado. Miraba, no veía a nadie. – Manuel – le decía – ¿cuánto me pagáis, yo te llevo para tus tierras? Era un habla, un grito fuerte, pero él no veía a nadie. De tanto mirar casi se les desorbitaron los ojos. No veía a nadie. Pasaron como dos días así. Y un día él dijo: – ¿No será algo, algún espíritu, alguna cosa? ¿Por qué no le respondo? Mañana le voy a responder. Porque él clamaba a Dios para comprender qué era. Al otro día, bien temprano se ganó ahí y empezó a gritarle otra vez: – Manuelito ¿cuánto me pagáis, yo te llevo para tus tierras? Lo que vio era una aguilita que otros días había visto. Estaba en una altura en unas rocas altas. – ¿Sois tú, aguilita, que me habláis? – le dijo. – Sí – le dijo. – ¿Qué me decías? – Que ¿cuánto me pagáis, yo te llevo para tus tierras? – Ven para acá – le dijo –, y hacemos el trato. Voló la aguilita y se fue para allá y hicieron el trato. Le dijo Manuelito: – ¿Qué me vas a decir? – Que ¿cuánto me pagáis, yo te voy a dejar a tu tierra? – ¿Verdad aguilita? – Claro, porque veo yo que sufres tanto que he tenido compasión y como no eres de aquí, yo te llevo para tu tierra. – ¡Ay! Lo que me cobres, pero no tengo plata, no tengo nada. – No, tienes que pagarme algo – le dijo –, porque si no, no te llevo. – Allá te pago. – Bueno – le dijo –, allá me pagáis, pero quiero comida para el camino. – ¿Y qué necesitáis? – le dijo –. Te lo doy.
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– Necesito siete corderos. – Eso es lo de menos – le dijo. Los corderos de los enanos eran tan chicos, poco más que un ratón los más grandes. Ya les dijo Manuelito a los enanitos que se iba a ir para su tierra. No quería decírselo porque no los quería dejar y lloraba porque veía que ellos iban a sufrir mucho; lo iban a echar tanto de menos. Pero también pensaba en la princesa y en su tierra. No hallaba qué hacer, quedarse o irse, porque era el dolor más grande dejar miles de enanos ahí solos sin él. Mire, ellos lloraban, se colgaban de él los niños y las mujeres. Fue un duelo tan grande que se sentían puros aullidos como de monos que lloraban. Él se puso a caminar, pero todos lo seguían, lo sujetaban. Caminó hasta que llegó allá. Todos estaban colgados de él, pero no le hacían nada porque tenía fuerza, y llevaba los corderos. Cuando se los pidió a los enanos le dijeron: – No tan sólo siete corderos, sino los que quiera llevar Manuelito. – No, si yo necesito siete no más. Y llegó la aguilita al lado de él y le dijo: – Ahora vas a subir en mí y nos vamos. – ¿Y cómo voy a subir en ti? ¿No te haces pedazos? – Mira – le dijo –, te dije que me creyeras todo lo que te digo. Haz lo que te digo, y cuando te digo ‘car, car, car’ me vas a dar un cordero. A cada estado para arriba me vas a dar un cordero. – Bueno – le dijo. Llevaba los corderos listitos en un saco abierto para poder dárselos a la aguilita. El saco era de los que ellos hacían allá, no como éstos de aquí pues. Sería de lana, no sé, o qué sé yo, de cuero. Subió en la aguilita y ella se comenzó a elevar, dando vueltas hasta que se elevó alto, dando vueltas bien largas. Cuando ya había andado un estado para arriba, dijo: – Car, car, car, car. Y Manuelito le dio un cordero. Se lo tragó el águila. Siguió volando, así a la redonda, hasta que llegó muy arriba. Otra vez le dijo: – Car, car, car, car. Hasta siete veces. ¿Para qué vamos a alargar el cuento? Pero después todavía seguía volando y no llegaban arriba. Manuelito decía: – Con este estado estamos listos. Cuando le dijo la aguilita: – Car, car, car, car, car. – ¡Ay! ¡Pero aguilita! – le dijo –. ¿Qué te doy aguilita? Se me terminaron los corderos. – Car, car, car, car. – ¿Qué te doy aguilita? Nada, movía, le gritaba, le decía: – Car, car, car, car. – ¿Pero qué te doy aguilita?
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– Sácate carne de una pantorrilla – le dijo, esta parte de la pulpa de la pierna. Se la cortó con el machete él y se la dio a la aguilita que se la tragó. Siguió volando. – Car, car, car – dijo cuando llegaron al otro estado. – ¿Qué te doy aguilita? – preguntó Manuelito. – Dame la otra pantorrilla, y si no te suelto – le dijo el águila. Se la sacó y se la dio. Ahí siguió volando y llegó a su tierra. – Mira Manuelito – le dijo el águila –, desde que tú te fuiste la princesa no quiere comer ni hablar. Sólo toma algo para poder esperarte, para no morir. Hay mucha gente porque vienen príncipes de todas partes, monarcas, pero ella no le hace caso a nadie. Tú te metes allí, así como estás no más. Manuelito andaba muy mal vestido y barbón, que le llegaba la barba abajo de la cintura. No se había afeitado ¿con qué pues? Una vez quería hacerlo con el machete,
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pero luego no quería, para que le tuvieran respeto los enanos. Tú entras para allá no más – le dijo el águila. – y verás que la princesa tiene todavía la espada del negro. Hay muchos que quieren casarse con ella, pero ella ha dicho que sólo se casa con el que desenvaine la espada de un solo tiro. La vas a desenvainar tú y no vas a dejar vivos a tus hermanos, o tú sabrás lo que haces con ellos, según el corazón que tengáis. Luego dijo el águila: – Yo he sido un ángel que te ha mandado el Señor para todos tus sufrimientos. Él se ha compadecido porque no hay personas que desfavorezca, no hay personas desfavorecidas en la tierra. Mi espíritu es celestial y por eso me ha enviado a mí para favorecerte. Aquí tienes tus pantorrillas, póntelas. Soy un ángel que ha enviado Dios para favorecerte. Y se fue Manuelito para la casa. Entonces los príncipes que llegaban ahí se apuraban para poder desenvainar la espada del negro, pero sólo lograban sacarla como cinco centímetros corridos. Más se apuraban los jóvenes, no podían desenvainarla. Y ahí entró un viejo, bien pobre y con la barba larga. Todos empezaron a gritar: – ¡Sáquenlo para afuera a ese rotoso! – ¡Qué no dijeron! – ¡Tírenlo para afuera! No lo quisieron dejar entrar. Pero Manuelito fue haciendo a un lado a los demás y entró a la porfía para adentro. Miró la princesa y fue a desenvainar la espada. La tomó y le hizo así no más y salió de la vaina como de costumbre. Y ella dio un grito de donde estaba y abrazó a Manuelito. Pero él estaba tan roñoso y tan pobre que tuvieron que ponerlo en una tina ¡quizás con cuánta agua! Y de ahí se puso su ropa que tenía antes pues, y formaron el matrimonio él y la princesa, y se casaron. A los hermanos les dio Manuelito el puesto más bajo que pudo darles, pero no los mató. Y ahí fueron tan felices, se quedaron viviendo todos. Todavía a lo mejor quedan viviendo. Y se terminó el cuento y pasó por un zapatito roto para no contarle otro.
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IV Señora Aída Amaro Asentamiento Flor del Llano La señora Aída había pasado casi toda su vida en la cordillera. Se crió allí y al casarse se fue con su esposo, don Manuel, a vivir en un fundo muy remoto, ‘más adentro, muy lejos’. La pareja permaneció varios años en ese fundo, hasta que don Manuel consiguió un pequeño terreno en Vilches. Allí trabajó de minifundista durante ocho años. Sólo en 1970 lograron trasladarse al asentamiento Flor del Llano donde don Manuel estaba asentado. Él me habló de su suerte increíble en tener esa oferta. Cuando era niña, la señora Aída tuvo la oportunidad de asistir durante cuatro años a una escuela primaria donde aprendió a leer y escribir y, a pesar de su precaria situación económica, ella y su esposo habían logrado que todos sus nueve hijos recibieran entre tres y cinco años de educación básica. Los menores estudiaban todavía. La señora Aída participaba activamente en organizaciones católicas y femeninas. Conocí a la señora Aída en abril del año 1972, cuando ella tenía 36 años. Llegué a su hogar por primera vez una tarde de otoño. Había un gran sauce cerca de la casa, al otro lado del patio, y ya se habían posado varias gallinas en sus ramas para pasar la noche. Un chancho enorme tenía su hocico enterrado en unos tallos de maíz, hasta que don Manuel vino a ahuyentarlo. Luego desapareció y se produjeron momentos dramáticos cuando los niños comenzaron a buscarlo dentro de la casa, mientras su papá y su hermano mayor seguían martillando algo afuera. Cuando la señora Aída empezó a contarme su primer cuento, El Pulgarcito, estábamos sentadas en la cocina con sus dos hijas menores. Al principio ella estaba muy nerviosa, pero poco a poco se sumergió en el tema y se olvidó de cualquier otra cosa. Las niñas estaban encantadas y al final querían que su mamá les volviera a contar la historia. Siempre que ella me narraba algún cuento venían a escucharlo. Al parecer nunca se los había contado antes. Cada vez que visitaba a la señora Aída, al anochecer nos sentábamos afuera, en el corredor cerca del brasero, y don Manuel venía a conversar con nosotras. Me contaban de su vida en la cordillera y no me despedía de ellos hasta que se cerraba la noche. Luego las niñas solían acompañarme hasta la calle e insistían en esperar conmigo hasta que viniera la micro.
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Pulgarcito
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ste era un matrimonio muy pobre. Tenían siete niñitos, siete hombrecitos, todos chiquitos, y no tenían qué darles de comer. Por eso sufrían mucho. Una noche los echaron a acostarse temprano porque no tenían ni cómo darles. Le dieron un pedacito de pan a cada uno y luego los mandaron a acostarse. Pero el más chiquitito, era tan pequeño que le decían el Pulgarcito, era muy habiloso también, el más habiloso de todos, y él volvió a la cocina donde los papás quedaron y por debajito de la puerta se quedó escuchando lo que ellos conversaban. – Mira – dijo el papá –, hagamos una cosa. Estamos sufriendo nosotros y sufren ellos. Vamos a dejarlos al bosque para que se los coman los animales y no estén sufriendo hambre aquí. Vamos a botarlos al bosque mejor para que ellos se pierdan. El niño escuchó todo y se fue a la pieza donde estaban los otros. No les dijo nada, sino que guardó el pedacito de pan que le habían dado; se lo guardó para él. Al otro día los convidaron los papás a los niños: – Vamos a ir a buscar leña al cerro. Se fueron con todos, pero el niño más chiquito sabía que los iban a botar allí. Así que por el camino se fue dejando las miguitas del pan que había guardado, todas desparramaditas para hallar un caminito por donde volverse. Y los papás los dejaron por allá a todos los niños, buscando flores del campo, recogiéndolas, y ellos se vinieron escondidos. Dejaron a todos botados en el bosque para que se los comieran los pájaros por ahí. Así que cuando los niños intentaron a buscar a sus padres, no estaban, y comenzaron a llorar, pero el más chico les dijo a los otros: – Miren, yo tengo un caminito por donde puedo encontrar el camino de la casa. Así que se fueron en busca de las miguitas de pan, pero se las habían comido los pajaritos y los niños no encontraron el camino. Se pusieron a llorar, y cuando en el bosque se les hizo la noche, se subieron arriba de un árbol a dormir porque andaban lobos por ahí, muchos animales del campo. Los niños tenían miedo, como rugían los leones; lloraron de miedo. Pero el más chiquitito, que le decían Pulgarcito, les daba valor que no les pasaba nada y que no tuvieran miedo. Entonces tarde en la noche, de arriba del árbol donde estaban, de repente vieron una luz muy lejos como que había fuego, que había una casa, y les dijo Pulgarcito: – Bájense y vamos caminando, que allá hay una luz que tiene que ser alguna vivienda que hay. Caminaron toda la noche y al amanecer del otro día llegaron a la casa de una señora. Ella se asustó cuando los vio. Tenía siete niñitas mujeres la señora. – Miren, ustedes vienen llegando aquí – les dijo –, pero mi marido es un ogro
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que se los va a comer. Se los come a todos los niñitos, se los come cociditos como sea. No puede llegar nadie a esta casa. ¿Cómo lo hago yo para esconderlos y librarlos? La señora era muy buena y les dio de comer y los escondió a la hora que llegaba el marido. Cuando llegó el ogro a almorzar, ella los tenía escondidos a todos, a unos debajo de unos canastos por ahí, a otros dentro de unos cajones. Pero al tiro encontró el ogro el olor, y muy enojado le dijo a la señora: – Carne humana huele aquí – estaba muy enojado –. ¿Dónde está? – dijo –. ¿Quién ha estado en esta casa? – Nadie – le dijo la señora tan asustada –. Aquí no ha llegado nadie. Pero él se paró y comenzó a buscar y los encontró a todos los niñitos. Entonces le dijo a su mujer: – Mira, me los vas a hacer todos asaditos y me los voy a comer esta noche. No, mejor esta noche los dejo muerto, y mañana me los como todos. Me los haces asaditos, una buena comida para comerme, los siete niños. Así ordenó él no más y ella estaba atemorizada. – ¿Cómo lo voy a hacer? – dijo. – Esta noche – le dijo él – los haces dormir ahí, junto a las niñas. Eran chiquititas también las siete niñas. Entonces en una cama muy grande hizo dormir a todos la señora; ella los acostó, las niñitas de ella para un lado y los niñitos para acá, pero cada uno con un gorrito colorado para que se distinguieran cuando se levantara él a dejárselos muertos, a degollarlos. Y ella los puso así como él ordenó, los gorritos colorados a ellos y a ellas les puso otros gorritos azules. Pero el Pulgarcito, el niñito más habiloso de los siete hermanos, se levantó en la noche y cambió todos los gorros. Los gorritos de las niñas se los puso a los niños para que los gorros quedaran intercambiados. Al otro día temprano, cuando se despertó el ogro, le dijo a su mujer: – ¿Dónde están los niños? – Ahí están – le dijo –, acostados todos juntos, los niños para el pie de la cama y las niñitas para arriba, y ellos tienen gorritos colorados para que no te vayas a equivocar. Así los puedes matarlos a todos ellos. Se levantó el ogro para matar a los niños, pero cuando vio que los que dormían para el pie de la cama tenían gorritos azules, dijo: – ¡Ay! Casi me equivoco. Y se fue para el otro lado y mató a todas las niñitas; a ellas se las dejó muertas y salió. Ahí se levantaron todos calladitos los siete niños y se fueron temprano. Cuando se levantó la señora para hacer el causeo para sus hijas, las encontró todas muertas. Salió en seguida para buscar a los niños, pero no los alcanzó a encontrar; se habían ido arrancando. Cuando volvió a casa, el ogro le dijo a la señora: – Bueno ¿y los niños dónde los tienes? Cuando me levanté – dijo ella –, encontré a las niñas todas muertas. No había nadie más que ellas muertas. – Éstos se fueron – dijo él. Y se puso unas botas que caminaban muchas leguas de lejos y los siguió para matarlos; los fue siguiendo muy enojado.
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Pero cuando los niños vieron que venía muy cerca, se subieron todos arriba de un árbol. El ogro caminó mucho y debajo de ese mismo árbol se acostó a dormir de cansado. Se tiró a la larga a dormir y se quedó tan dormido que el Pulgarcito se bajó de donde estaba arriba; se bajó y le sacó toda su plata al ogro. Llevaba mucha plata y el Pulgarcito se la sacó del bolsillo. Luego le quitó las botas y se los puso, y tan grandes eran que los otros hermanitos cabían adentro también, así que salieron caminando muy ligero hasta llegar a la casa de sus papás. Con las botas del ogro lograron encontrar el camino de la casa. Y el ogro, cuando se despertó sin botas, ya no pudo seguir caminando en busca de ellos, así que de aburrido se volvió a su casa y no podía caminar más. Pero los niños llegaron a su casa, felices y contentos, todos con vida, y el hermanito chico, el Pulgarcito, era el que los había salvado a todos. ¡Qué alegría más grande de los padres de verlos llegar a todos con vida! Y llegaron con la plata del ogro para poder comprar comida.
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La sapa encantada
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ra un rey que tenía tres hijos. Se llamaban Pedro, Juan y Manuel. Cuando ya estaban grandes, jóvenes, le dijeron al rey: – Padre, nosotros queremos salir para conocer el mundo, para ser hombres, para saber más. Entonces él les dijo: – Bueno, les voy a poner la bendición, van a salir a andar. Le dio un caballo escogido a cada uno, los más bonitos que tenía. – Pero al año cumplido – les dijo – tienen que volver ya casados. Tienen que haberse casado por allá, pero no volver con sus señoras sino que traerme una maceta de flores del jardín de la esposa. Entonces se fueron ellos a caminar sin rumbo, sin saber adónde. A los mayores les costó poco casarse por allá. Se casaron y tenían sus esposas, sus jardines y todo. Pero el menor pasó a la casa de una viejita solita, una ancianita. Ahí pasó él y se hospedó en la casa de ella; ahí se alojaba, y tenía su caballo y todo. Pero cuando ya faltaba poco para que el año se cumpliera, él estaba muy triste. Le preguntó la viejita: – ¿Por qué está tan triste Manuelito? Dijo él: – Fíjese abuelita, que tengo que ir al año cumplido para ver a mi padre y sólo me faltan dos días para irme. Tenía que volver casado y llevarle una maceta de flores del jardín de mi esposa. – No se le dé nada – le dijo ella –. Yo le voy a preparar una macetita. ¡Qué! No tenía jardín, no tenía nada la viejita. Le dijo él: – ¿De dónde? Entonces ya llegó el día que cumplió el año y le dijo ella: – Vaya a recogerme florcitas del campo. Cuando pasen sus hermanos por ahí, por el camino, usted va a estarme recogiendo florcitas. Así lo hizo; ensilló su caballito y fue a recoger flores del campo. Ahí pasaron sus hermanos con unas macetas tan lindas; cada uno llevaba su maceta dentro de una caja. – ¡Aguaita, hombre, Manuel! – dijeron uno al otro. Comenzaron a reírse de él. – Ando recogiendo flores del campo para llevárselas a mi papá – les dijo. Se rieron de él. Cuando habían pasado ellos, Manuel volvió a la casa y le entregó las florcitas a la abuelita. Ella las envolvió en un papel y le dijo: – Tírelas al pozo que hay en la laguna que queda por el camino. Tírelas ahí y
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espere usted el resultado. Manuelito se fue y tiró las flores al pozo que había. Se hundieron, pero luego comenzó a salir una cajita. La destapó él. ¡Uy! ¡Una maceta de lo más linda que hay! Estaba encantada esa laguna. Entonces ya se fue contento y feliz de a caballo con su cajita. Los otros ya habían llegado a la casa y estaban esperando. Les preguntó el papá: – Y Manuel ¿no lo habís visto? – Por ahí estaba – le dijeron –, en una casa donde dicen que hay una sapa encantada. Ahí andaba, recogiendo flores para traer. Ya pasaban al comedor, todos muy contentos, los hermanos y el rey, el papá, cuando llegó Manuel: – Ahí viene – dijo el rey –. Tiene que traerme flores bien bonitas. Comenzaron los otros a burlarse. El rey tenía las macetas de ellos en el comedor, pero cuando Manuelito le entregó las flores de él y las destapó el rey: – ¡Oh! – se espantó, porque eran las más lindas. – Ya lleven esas otras flores más allá, por la cocina – les dijo –. Yo me quedo con éstas. Casi se murieron de envidia los otros, pero se festejaron y se dieron alegría. Antes de que se fueran, les dijo el rey: – Y ahora, al año cumplido, tienen que traerme un perrito de la casa de ustedes, de la crianza que ustedes tengan. Ya, se fueron muy contentos, pero los dos mayores iban riéndose del hermano menor. – Éste – dijeron – ¿qué perro va a traer? Ellos tenían razas muy finas, muy bonitas. Al año cumplido pasó lo mismo. Manuel estaba muy triste porque no hallaba qué hacer, pero estaba tan encariñado con esa abuelita con quien se alojaba, como una madre la consideraba. Le dijo ella: – ¿Por qué está tan triste otra vez Manuelito? Le dijo él: – Mire, ¿cómo no voy a estar triste cuando tengo que volver a ver a mi papá y llevarle un perrito de las crianzas de mi casa? Que él cree que estoy casado. – No se le dé nada – le dijo ella –. Mañana, cuando pasen sus hermanos, usted va a pescar esa perra que hay por ahí con un lacito y va a andar con ella, como si fuera ésa la que va a llevar. Tenía que hacer esto para que los hermanos se burlaran más de él, y así lo hizo. Cuando ellos pasaron con sus cajitas ahí, riéndose, él andaba con una perra al arrastre con un lacito, como si ésa era. Los hermanos se rieron tanto de él y siguieron por el camino. Entonces la viejita hizo unos trapitos. Los echó a un bolsito y le dijo: – Vaya a tirar estos trapos al agua de la laguna y espere lo que le salga. Lo mismo pasó que la otra vez. Manuelito tiró los trapos al agua y cuando se habían hundido, salió una cajita. Él la destapó y salió un perrito de lo más lindo, saltando. Así que lo guardó y se fue. También igual pasó en la casa del padre. Cuando llegaron los otros, el rey les preguntó: – ¿Y Manuel?
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– Por ahí estaba. Andaba con una perra al arrastre – le dijeron –. Ésa la iba a traer. Cuando llegó Manuel y le entregó su perrito, el rey ya estaba deleitándose ahí con los otros perritos, pero cuando vio ése, les dijo: – Estos otros lleven para allá, para que corran las gallinas y éste lo dejo para entretenerme. Los hermanos mayores morían de envidia de nuevo. ¡Tenían tanta envidia con el hermano menor! – Ahora, miren – les dijo el rey a sus hijos –, al año tienen que volver con sus esposas, tienen que traer sus señoras para acá. Ahí vino Manuelito a la casa de la viejita y dijo: – ¿Qué voy a hacer yo pues? Los otros estaban contentos, tenían sus señoras.
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Así que al año cumplido, otra vez estaba triste Manuel y le dijo a la viejita: – Abuelita ¿qué voy a hacer? Esto y esto me pasa. – Conmigo va pues – le dijo la viejita –. No se le dé nada. Mañana, cuando pasen sus hermanos, usted va a estar con su caballito y yo voy a estar subiendo al anca como que va a ir conmigo. Al otro día vieron venir a los hermanos. Venía cada uno con su esposa al anca en el caballo, y la viejita estaba por ahí, sacudiéndose para poder subir al caballo. ¡Qué! ¡No iba a ir nada! Así que le hizo la misma gracia que antes. Le dijo: – Mire, lleve usted estos papeles de color. Ella hizo un mono de hartos papeles de color y él se fue a tirarlos allí a la laguna. Ahí se sintió como un trueno, como un estampido. Miró Manuelito, y apareció un palacio lindo y salió una princesa de adentro. Ella estaba encantada, le decían la sapita encantada. Y todo se transformó. Había una carroza de lo más linda y para él un terno de lo mejor para ponerse. Se puso el más elegante y salió con su carroza. Cuando los otros llegaron a caballo, el rey les preguntó: – ¿No vieron a Manuel? – Sí – le dijeron –, ahí estaba agarrando a una vieja al anca para traerla. Cada vez más estaban riéndose de él, cuando el rey se asomó al balcón y dijo: – No aparece nada Manuel por ahí a caballo con su señora. Ellos se reían de él no más, cuando por fin vieron un deslumbre como que venía algo brillando, tanto oro, tanta plata, una carroza de lo más lindo. Miró el rey y dijo: – Ahí viene Manuel. Ellos se reían. ¡Qué iba a ser él! Cuando llegó la carroza al palacio y paró, salió el rey a recibirlo y ahí el rey a Manuel no más le prestaba atención y los otros estaban todo acholados, avergonzados; no hallaban qué hacer. – Ahora – les dijo el rey –, vamos a la mesa a comer. Estaban todos en la mesa con el rey, comiendo y la señora de Manuel, la princesa, se ponía los huesitos de las aves todos encajaditos por aquí, en el cinturón de la bata. Y las otras, las señoras de los hermanos mayores, como la vieron a ella, comenzaron a hacer lo mismo. Después de la comida, les dijo el rey: – Ahora vamos a bailar cada uno una cueca con su señora. Primero le tocó a Manuel, a Manuelito con la reina, y cuando bailó ella y dio la vuelta, sacó los huesos y los tiró. ¡Puras joyas se volvieron las cosas! Y los otros hermanos no hallaban donde meterse de envidia. Después las señoras de ellos hicieron lo mismo, pero salieron puros huesos y quedaban por ahí. ¡Los perros andaban a gusto! Así que quedaron tan acholados. Luego le dijo Manuelito a su padre: – Ahora papá, yo quiero que usted me vaya a dejar a mi casa para que conozca mi palacio. El rey al tiro le dijo: – Bueno, en la carroza nos vamos. Los otros tomaron sus caballos y se fueron con sus señoras al anca y el rey se fue en la carroza de Manuel a conocer el palacio. ¡Pucha! El rey no quería venirse de
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allá, cuando encontró que todo brillaba, unos pilares de oro y otros de plata. Así que dijo: – Esto es mío, esto es mío – y el rey quería todo para él, pero claro, él se vino para su casa mientras Manuel quedó ahí viviendo, encantado. Los otros hermanos estaban todo avergonzados, pero Manuelito quedó feliz y contento, viviendo con su princesa en el palacio de la viejita. Y ése es el cuento. Ahí termina.
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El cuento de un matrimonio muy pobre
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ste era un matrimonio muy pobre. Tenían dos hijos, una niñita que se llamaba Rosita y un niñito hombre como de siete años; la niñita tenía doce años y el niño como siete. Los papás peleaban mucho, porque por su pobreza no tenían que darles de comer a los niñitos. Entonces los niños sufrían y una noche le dijo la niñita al niño: – Vámonos de la casa. Mandémonos a cambiar lejos donde no suframos tanto como en la casa. Ahí los padres pueden pelear tranquilos y nosotros nos vamos. Ya, un día temprano se fueron de la casa. Cuando iban por el camino quemaba mucho el sol y hacía mucho calor, así que cuando llegaron a una parte donde había un pozo de agua, dijo la niñita: – Bañémonos aquí porque hace tanto calor. – Ya – le dijo el niño. Entonces se tiraron al agua. Se bañó ella primero. Salió una princesa de lo más linda, bien bonita y grande. Entonces se bañó él. Salió vuelto cordero, un cordero, balando el corderito, y ella lloraba mucho por ver a su hermano vuelto cordero y no pudo hacer nada. ¿Qué podía hacer? Salió a andar ella con el corderito a la siga, balando. Entonces habían andado mucho cuando llegaron frente al palacio de un rey. Ahí vivía un rey solo, soltero, sólo tenía una negra para que lo cuidara; una negra muy fea que lo cuidaba y hacía las cosas y todo. Entonces el rey se encariñó tanto con el corderito, lo encontró tan lindo, y le dijo a la niña: – Quédate aquí muchachita. Es tu casa, y el corderito en el jardín. Ahí pasaba feliz la niña. Era tan bonita que el rey se enamoró de ella, y el corderito en el jardín. Pero la negra le tenía mucha envidia a la niña porque el rey se preocupaba tanto de ella y porque era tan bonita; estaba muy envidiosa la negra. Entonces en medio del jardín tenía una noria muy grande de donde sacaban agua para tomar, y la negra dijo: – Yo la voy a echar a la noria cuando el rey se vaya. El rey tenía un mozo con quien salía a cazar todos los días domingo; a cazar perdices, conejos, con escopeta. Así que cuando salió el rey a cazar, le dijo la negra a la niña: – Mire, mi señorita ¿Vamos al jardín a ver la noria que hay ahí, una noria grande? La niña fue con ella, confiadamente, pero cuando se atracó a la orilla a mirar, la negra la empujó, la echó adentro y tapó la noria. El corderito balaba y corría para todos lados, tan desesperado porque la hermana estaba adentro de la noria. Más tarde, cuando llegó el rey, preguntó al tiro por ella. Le dijo a la negra:
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– ¿Se fue? – No, no la he visto – contestó ella –. Tiene que haberse ido, pero no la he visto yo. Y el corderito lloraba tanto, balaba para todos lados. El rey cayó a la cama, enfermo de tanta pena; se fue a la cama. Y el corderito balaba, balaba día y noche y no dejaba a nadie dormir. Entonces un día le dijo el rey a su mozo: – Mira, hazme matar ese cordero que ya me tiene más enfermo. Y el mozo se levantó temprano y afiló el cuchillo para matar el corderito. Lo maneó y lo puso arriba de algo, así, cerca de la noria. Pero no le pasaba el cuchillo para matarlo cuando el corderito habló: – ¡Ay, hermanita bonita que me van a matar! – Y yo dentro del pescado sin poderte salvar – le dijo ella. El caso es que había un pescado muy grande dentro de la noria y ahí se la había tragado enterita a la niña. Entonces el mozo se quedó espantado. Hizo de nuevo como que lo iba a matar al corderito, cuando éste volvió a hablar: – ¡Ay, hermanita bonita que me van a matar! – Y yo dentro del pescado sin poderte salvar – le contestó ella. Entonces fue corriendo el mozo a contárselo al rey. – Mire mi rey, esto y esto pasa – dijo. Se levantó el rey, así mismo, en calzoncillo, en ropa de dormir, y fue a escuchar. – Ya, hazlo otra vez – le dijo al mozo. El mozo hizo de nuevo como que lo iba a matar al corderito: – ¡Ay hermanita bonita, que me van a matar! – dijo el corderito. – Y yo dentro del pescado sin poderte salvar – le dijo ella. Entonces el rey mandó a buscar gente a sacar toda el agua de la noria. Y sacaron el pescado y lo abrieron. Salió ella, enterita y se abrazó con el rey y le contó cómo había sido, quien la había echado adentro. El rey mandó a buscar a la negra y se enojó mucho con ella y le dijo: – La mando a matar al tiro. Así que buscaron dos caballos, de los más chúcaros, de los más mañosos, y amarraron a la negra así, con un pie en un caballo y el otro en el otro y ahí la mandó al campo y soltaron las bestias. La negra la rajaron en el medio. Después se casó el rey con la princesa. Estuvo muy bueno el casamiento, y en lo que se casaron ella dijo: – Vamos a ir al tiro al pozo de agua donde se volvió cordero mi hermano. Y le contó al rey todo, que era hermano de ella ese corderito. Fueron en una carroza a bañarse allá mismo y llevaron el corderito. Llegaron allá, se bañó ella primero, salió más linda. Luego se bañó el corderito, lo echaron al agua, y salió vuelto un príncipe el hermano de ella. Y el rey se tiró a bañarse para salir
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más bonito, más joven, pero en vez de eso salió embarrado hasta las orejas. No cambió nada, por estar envidioso del hermanito. Entonces ya volvieron tranquilos a la casa. Y quedaban allí viviendo tranquilos cuando yo me vine.
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V Señora Marina Vistoso Asentamiento El Porvenir La señora Marina Vistoso tenía unos 45 años cuando la conocí. Pasó su infancia en Concepción. Luego, al casarse, se trasladó al Porvenir que en ese entonces era un fundo muy agradable con una superficie de 500 hectáreas en el cual su esposo trabajaba de inquilino. En 1968, cuando ya llevaban 21 años de casados, el fundo fue convertido en asentamiento y el esposo de la señora Marina quedó como asentado siendo el bodeguero del lugar. El Porvenir está a unos 10 km de Talca. La señora Marina tenía cuatro años de educación escolar y sabía leer y escribir. Era una persona activa en el asentamiento y en la comuna donde desempeñaba cargos en varias organizaciones católicas y femeninas. De sus cinco hijos algunos ya habían terminado ocho años de educación básica, los otros seguían estudiando. Su casa estaba al otro lado de un pequeño puente, tenía una sala grande llena de ornamentos, con muchos cuadros y fotos en la pared y un televisor que permanecía encendido todo el día. En otro cuarto de la casa se habían instalado unas máquinas de coser porque una de las hijas mayores recibía pedidos para hacer pantalones y faldas. Si no estaba lloviendo, la señora Marina me narraba los cuentos en el huerto donde nos sentábamos juntas en un poncho cerca de un montón de tallos de choclo seco; unas gallinas con un gallo muy ruidoso solían acompañarnos. Como era otoño, las hojas de los árboles ya estaban cambiando de color. La tarde en que la señora Marina me contó la historia de su vida estábamos en el huerto. Había sufrido mucho y al acordarse de las dificultades que había tenido que enfrentar, comenzó a llorar. Era una persona muy sensible, pero también enérgica, llena de vida y con mucho sentido de humor. En una ocasión llegué a su casa justo cuando se preparaba para salir y me invitó a acompañarla. Fuimos en carretilla por un camino pedregoso, hasta llegar a una escuela recién construida, cuyo director era un maestro muy dinámico que pedía sus muebles de Santiago. ‘Que la santísima Virgen le toque el corazón’ dijo la señora Marina al llegar. Su oración debe haberse escuchado, porque logró persuadir al maestro que le regalara algunos de sus muebles viejos para reemplazar las mesas rotas de la escuela en El Porvenir. Volvimos a la casa justo antes de que empezara a llover y la señora Marina me contó el cuento de La mata de col. Los niños pequeños también lo escuchaban, riéndose y disfrutando de la historia. Cuando terminó el cuento, la lluvia estaba cayendo fuerte contra las ventanas y la señora Marina empezó a cantar con una voz tan bella que se me llenaron los ojos de lágrimas. Antes de irme hablé un poco con su esposo y luego caminé con dos de las niñas hasta la carretera. Todavía lloviznaba y era difícil ver el camino en la oscuridad. Cuando
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llegamos, las únicas luces que se veían eran la de un brasero recién prendido en el patio de una casa cercana y la luz encima del letrero que anunciaba: ‘El Porvenir – Asentamiento Campesino’. Otra tarde llegué cuando unos catequistas estaban reunidos en la casa. Esperamos afuera, paradas en el corredor, y al terminar la reunión, entramos en la sala y miramos televisión un rato. Luego fuimos a sentarnos cerca del brasero en el cuarto donde tenían las máquinas de coser y la señora Marina me contó dos cuentos. Esa vez fue ella la que me acompañó hasta la carretera. Los pájaros trinaban en los árboles que se veían negros contra el rojo brillante del cielo.
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Juanito y Juanita
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uanito y Juanita eran dos niños, un niñito y una niñita que quedaron solos. Podría haber sido una cosa tal como lo que pasa ahora, que se les hubieran muerto los papás y ellos hubieran quedado solitos. Quedaron solitos ahí en la casita de sus padres. Mientras que tuvieron algo para comer, estuvieron bien, pero después, cuando se les fueron terminando sus provisiones y vieron que la casa ya no les ofrecía nada, les dio por salir a andar los dos, buscando rumbo para otra parte, la niña y el niño. Anduvieron mucho y llegaron a una casa donde una señora les dio hospedaje y les preguntó de dónde venían. Le dijeron ellos que se habían quedado solos, se les habían muerto sus papás y se habían visto obligados a salir a andar, porque ya en la casa no tenían nada y no tenían a quién pedirle; así que habían salido en busca de una vida mejor. Esta señora les dijo que se quedaran con ella y que ella les daría lo que pudiera darles. Se quedaron los niños con ella, pero la señora era tan mala, y como no eran hijos de ella, era egoísta con ellos. Los quería tener en la casa más bien para que le sirvieran a ella, no para servirles a los niños. Los quería para que le sirvieran, para que le hicieran todas las cosas que tenía que hacer y qué sé yo, y los maltrataba. Estuvieron un tiempo con ella, pero cuando vieron que no podían soportar más, el niño empezaba a reclamar. Le decía a su hermana: – Hermanita Juanita, ¿por qué no nos vamos mejor? ¿Qué vamos a hacer aquí? Esta señora no nos quiere, nos castiga, nos trata mal todo el tiempo. Es mejor que nos vayamos. – ¿Y adónde vamos a ir? – le decía la niña –. Si no tenemos adónde ir, no tenemos familia, no tenemos a nadie. ¿Qué podemos hacer? Pero tanto el niño le fregaba a la niña, diciéndole que se fueran: “¡Vámonos! ¡Vámonos!” decía; tanto le fregaba hasta que por último le dijo ella: – Ya, vámonos. Arreglemos las cosas y nos vamos a ir. Pero cuando la señora se dio cuenta que estaban preparando viaje, les dio una paliza, casi los mató, y les dijo que no se movieran a ninguna parte, porque si se movían de ahí, ella los hacía buscar por donde quisiera que fueran y los hacía traer nuevamente. Así que fueron obligados a quedarse sufriendo todo el tiempo con ella y los hacía hacer los trabajos más duros. A la niña la hacía hacer todo lo de la casa y todavía no se encontraba conforme, y al niño lo mandaba a cuidar los animales y hacer todos los trabajos de campo, y los golpeaba a la hora que se le ocurría, hasta que un día le dijo la niña a su hermanito: – Ahora sí hermanito que estoy dispuesta a ir. No podemos soportar más esta vida. Nos vamos a ir apenas ella se acueste. Nos vamos a ir en la noche.
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Y así lo hicieron. Esperaron que ella se acostara, porque la señora con el marido dormían con toda comodidad y los pobres niños los hacía dormir en el último de los rincones. No los quería, si no eran hijos de ella, los quería nada más que para que le sirvieran. Entonces no se dieron ni cuenta la señora y su marido cuando los niños se escaparon en la noche. Se fueron los dos. Anduvieron toda la noche por rumbos desconocidos, donde no habían andado jamás. Al día siguiente estaban entumidos de frío por la mañana y sin tener a quien clamarle. No había casas por allí, no había nada, todo un desierto, puro camino pelado. Después le dio sed al niño, y había así como un canalito que iba pasando allí; se veía a la distancia. – Allí vamos a tomar agua, pierde cuidado – le dijo la niña. Pero cuando llegaron ahí, había un letrero que decía: “No tomar agua, porque si tomas agua te conviertes en perro”. No sé, pero había algo que decía que si se tomaba agua se convertía en animal. No recuerdo qué animal era, pero me parece que era un animal grande; tiene que haber sido un caballo o un burro así, porque le dijo la niña al niñito: – ¡Qué voy a andar con un animal tan grande! No puedo. Ya, aguantó la sed el niño y anduvieron todo el día, y como andando al sol les daba aun más sed, cuando llegaron a otro estero, otro canal, dijo la niñita: – Aquí sí que vamos a tomar agua hermanito. Pero cuando llegaron a la orilla del agua, había otro letrero que decía: “El que toma agua aquí se va a volver chancho”. – ¡Uy! le dijo Juanita –. Aguántate hermanito por Dios. ¿Qué vamos a hacer? ¡No, no! No tomes esta agua, aguántate. – Pero si no puedo más hermana – le dijo él –, si la boca me seca. ¡Tengo una sed tan grande! – Sigamos avanzando hermano. ¿Cómo sabes si no vamos a encontrar una vertiente o algo? Siguieron avanzando y cuando llegaron al último estero ahí, ya no aguantaban; hasta ella tenía sed. Pero ahí vieron otro letrero que decía: “Él que tome agua de este reguero se convertirá en un corderito”. – ¿Qué hago? – dijo él. Le dijo ella: – ¿Qué vamos a hacer hermanito por Dios? Vamos a vernos tentado de tomar agua. Al fin y al cabo un cordero no sería para tanto, pero no, que no nos vayamos a convertir los dos en corderos. Pero el niñito tomó agua y se convirtió en un corderito. Juanita tuvo que ir con su corderito de tiro, con su corderito a la siga. Ella no tomó nada porque si no, se hubieran vuelto corderos los dos. Se fue con su corderito andando, andando, con su corderito a la siga, y llegó a una parte así como una parcela, un fundo que había. Llegó a la casa y le preguntó a la señora, dueña de la casa, si le podía dar hospedaje. – ¿Y de dónde vienes? – dijo ella. – Vengo de muy lejos – le dijo Juanita ¬–, pero no sé de dónde porque no sé ni de qué lado vengo. He andado, he andado el mundo, pero no sé de dónde vengo. Entonces le dijo la señora:
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– ¿Y qué sabes hacer? – Sé hacer todo lo que usted me diga señora – le dijo –. Puedo barrer, puedo limpiar, puedo hacer comida. He aprendido a hacer todo porque los mismos sufrimientos me han hecho aprender todo, aprender a hacer todas las cosas. Le dijo la señora: – Bueno, si es así, te quedas aquí. La hizo pasar para adentro, le dio comida, le dio alojamiento y al día siguiente la presentó al resto de la familia para que empezara a trabajar como sirvienta; y la niña todo lo aceptaba. Y a cada rato el corderito le balaba y le decía: – ¡Hermanita Juanita! Nadie sabía que el corderito le decía así ¿ah? Solamente ella sabía que el corderito la llamaba. Le dijo la señora un día: – ¿Por qué no vendes el cordero? - 114 -
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– No señora – le dijo ella –, mi corderito no lo vendo porque es lo más sagrado que tengo. No puedo vender mi corderito de ninguna manera. – Pero es una fregadura que andes con el cordero por todas partes. – Déjeme no más señora – le dijo –. Él que me recibe a mí tiene que recibirme con mi corderito. Ya, la señora no le dio mayor importancia. Lo curioso era que donde dormía Juanita, dormía el corderito, si era su hermano pues. Así quedó ella sirviendo un buen tiempo en esa casa. Pero la señora que la hospedó en su casa era empleada de un caballero, un patrón que había, patrón de ella, y a él le bajó curiosidad de conocer a la niña que tenía el corderito. Quiso conocerla, porque todos le hablaban de que había llegado una niñita con un corderito y él quería saber la novedad. Por eso un día mandó a llamarla. Juanita fue, se presentó, y le dijo él: – ¿De dónde has venido tú? Le dijo ella que había quedado sin padre y sin madre y que no tenía familia, y que al verse sola en la casa sin tener qué hacer había salido a andar, pero no le dijo nada de que el corderito era su hermanito. Entonces le dijo él: – Y ese corderito ¿no lo quieres vender? – No señor – le dijo –. Es lo único que tengo, así que no lo puedo vender de ninguna manera. No puedo venderlo. – Ah ya – le dijo –, ¿y te gustaría venir a trabajar en esta casa? – Claro que me gustaría venir a trabajar – le dijo ella –, porque eso es lo que quiero, tener una casa donde estar. – Vente – le dijo –. Yo voy a hablar con la señora donde estás para que te vengas a trabajar aquí. Se vino a trabajar al palacio la niña, a la casa. El caballero estaba solo y de tanto verla y verla todos los días, encontró que era una niña buena y se enamoró de ella y le dijo que si quería ser su esposa. Ella le dijo que como no tenía a nadie en el mundo ¿por qué negarle? Así que el caballero estaba feliz porque había encontrado una niña humilde, pero de buen corazón, sin perjuicio ninguno. Pero eso sí, le dijo la niña que tenía que conservarlo todo el tiempo su corderito, que nadie le matara su corderito. El rey dijo que estaba bien, si su corderito era de ella ¿por qué se lo iban a matar? Él tenía una negra de empleada, una negra que lo atendía ahí, y la negra había sido empleada junto con la niña pues. Pero como ella había sido empleada primero, y después había pasado la niña a ser la patrona, a la negra le bajó la envidia. Se sintió mal porque después de haber sido empleada y compañera de ella, ahora la niña había pasado a ser la señora del rey. Por eso no desperdiciaba la oportunidad de poder vengarse y un día le dijo: – ¿Quiere mi señorita que yo le carde el pelo, le escarmene el pelo? – Bien pues – le dijo Juanita. No se le ocurría que la negra estaba con malas intenciones. Y empezó a cardarle el pelo la negra y así a adormecerla. Ya cuando la vio bien dormida dijo: – Es linda ¡muy linda! ¿Y qué parezco yo, una negra, delante de ella?
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Entonces pensando cómo podría hacerlo para hacerla desaparecer, un día la invitó que fuera de paseo con ella a un puente que había. Le dijo: – La invito a que vamos de paseo para que conozca el reino. – Ya – le dijo la niña y salió con ella –, pero siempre que me lleve a mi corderito. Lo llamó, y el niño le dijo: – Hermana Juanita, hermana Juanita ¿para adónde vas? Pero ella lo volvió a llamar y vino no más. Se fueron y andaban en una especie de muelle que había, como un puente. Ahí vino la negra y le dio un empujón y la plantó al agua a la niña, y adentro del agua se la tragó enterita una ballena; cuando cayó al agua se la tragó una ballena enterita. El niño quedó gritando arriba, el corderito vuelto loco, y le gritó: – ¡Hermanita Juanita! ¡Hermanita Juanita! Pero la niña estaba adentro de la ballena. Entonces, como el rey se había ido y ellas habían quedado solas, ahí fue que se le adelantó la idea a la negra de cambiarse por la niña. Entonces se fue contenta a la casa y se adornó con la ropa de la niña, con lo mejor que tenía, y se afeitó, bien afeitada, porque sabía que pronto iba a llegar el caballero. Cuando llegó el caballero le dijo: – ¡Oh! ¿Por qué te encuentro tan morena? – ¡Ay! – le dijo ella –, los soles y los vientos me tienen así. – ¡Pero por Dios! – le dijo –. ¿Cómo has podido cambiar tanto? – No lo tomes en cuenta – le dijo la negra –. No te digo que los soles y los vientos son los que me tienen así medio retostado el cutis. Y el corderito corría para allá y para acá, balando. Entonces al joven le llamó mucho la atención y se preguntaba por qué andaba desesperado. Luego le dijo la negra: – Oye, sabes que tengo muchos deseos de comerme un asado de cordero, así que quiero que me mates el cordero. ¿Cómo? – le dijo él – siendo que tú me dijiste que nunca te ibas a deshacerte del cordero. – Pero es que ahora he cambiado de parecer y me lo quiero comer, quiero comerme un asado. – Muy bien pues – le dijo el rey –. Te lo mando matar y que te hagan un asado. Pero no se imaginaba que la negra estaba vestida con la ropa de la niña. Claro que la halló un poco quemadita, pero debe haber sido bien tonto también, porque es harto diferente una negra con una blanca. El caso es que el cuento es así. Y los empleados del rey empezaron a perseguir al cordero para matarlo, pero el cordero se fue al muelle y empezó a balar: – ¡Hermana Juanita! El rey me quiere matar. – ¡Hermana Juanita! El rey me quiere matar. – Y yo dentro de la ballena – le dijo ella –,
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Sin poderte salvar. Y los empleados que andaban persiguiendo el cordero para matarlo se dieron cuenta que alguien le había contestado de adentro del agua. Entonces volvieron donde el rey: – Mi rey – dijeron –, es cosa curiosa que cuando íbamos por el muelle, el cordero se puso a balar y de adentro del río le contestó alguien. – ¿Si? – les dijo el rey –. Yo quiero ir a ver. Empezaron a perseguir al corderito de nuevo, pero éste se fue ahí al muelle y dijo: – ¡Hermana Juanita! El rey me quiere matar. – Y yo dentro de la ballena – le dijo ella –, Sin poderte salvar. Entonces ahí el rey entró en sospecha que no era nada ella la niña que estaba en su casa, que él había visto, y dijo a sus empleados: – Inmediatamente van a sacar las compuertas y van a desaguar el río para ver qué es lo que hay allí. Y así lo hicieron. ¿No ve que dicen que ponen compuertas cuando se detiene el agua así? Sacaron las compuertas y desviaron el río y lo desaguaron, y allí estaba la ballena. La abrieron con todo cuidado y adentro estaba la niña y la sacaron. Entonces cuando ya la niña recobró su libertad y salió de la prisión en que había estado, vio a su hermanito. ¡Úy! Feliz estaba con su corderito. Inmediatamente el rey se fue donde la negra, pero la negra desapareció del mapa. Se mandó a cambiar, quizás para dónde. Se fue arrancando antes que le llamaran la atención y le dijeran lo que había hecho. Y ahí el rey con la niña volvieron a ser felices nuevamente. Pero el hermanito quedó como corderito. Nunca se encontró la manera de volverle la forma normal porque no se acordaron por donde habían pasado, ni donde habían tomado agua. Y ahí termina.
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La mata de col ¿Sabe qué es la col? Es la mata de repollo. Es una mata de col que da un repollo arriba, pero hay algunas de repollo y otras que no son de repollo, son de col nada más y dan las puras hojas sueltas y no repollo. Ésa es la col.
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sto se trataba de una viejecita que era muy pobre, muy humilde y que no tenía familiares, no tenía a nadie; pero eso sí, que era muy católica, iba a misa los domingos. Siempre se lamentaba ella, siempre decía que ¿por qué sería tan pobre y no se componía su suerte, sino que todo el tiempo tenía que vivir de lo que le daban? y ¿por qué no había nadie que se compadeciera de su situación? Entonces un día, a la salida de la misa, después de haber estado rogándole al Señor que la socorriera en algo y de decirle cómo era posible que sufriera tanto y qué sé yo, al salir de la misa, se encontró con otra señora que le dio una mata de col. Le dijo: – Mire, lleve esta matita de col y plántela en el patio de su casa. Va a ver que se va a dar muy linda la mata. La viejita la recibió, pero sin ningún entusiasmo porque dijo ella: – ¿Qué voy a hacer con la mata de col? Lo que yo necesito es algo para comer ahora y algo como abrigarme, porque ella andaba demasiado pobre. Entonces se fue con su matita de col a la casa. Después dijo: – Después de todo, la señora me la dio con toda la buena intención. Voy a plantarla. Y fue y picó un poco de tierra en medio del patio en frente de la casa, del ruquito donde vivía. Picó un poco de tierra y plantó su matita de col y la regó, pero siguió con su problema de no tener qué hacer, no tener qué comer, ni nada. Entonces fue una cosa admirable. La mata de col empezó a crecer, a crecer, a crecer, pero en forma fantástica. Entonces ella se dio cuenta y dijo: – ¿Y por qué esta mata de col en tan pocos días ha crecido tanto? ¿Cómo puede ser esto? – y le bajó un poco de admiración. Entonces, un domingo que venía de vuelta de la misa, vio que su mata tenía tres tremendos ganchos para arriba: – Estos van a seguir creciendo. ¿Qué fin van a tener? – dijo. Entonces un día se encontraba ella tan aburrida de ver que ni tenía qué llevarse a la boca, no tenía nada. Nadie le quería dar nada porque también la gente tendría su situación más o menos mala y no tenían cómo darle. Ella salió al patio y dijo: – ¿Y si yo me fuera por ese ganchito, me subiera para arriba y me fuera adonde el Señor a pedirle algo?
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Eso fue lo que pensó y lo hizo pues. Se encaramó por el gancho para arriba; subía y subía y el gancho no se terminaba nunca, cuando ya creyó ver a alguien arriba. Era San Pedro, un caballero con una llave grande, y como dicen que San Pedro es él que abre la puerta del cielo, le dijo: – Señor ¿estará Nuestro Señor aquí? – ¿Qué quiere abuelita? – preguntó San Pedro. – Quiero hablar con él – le dijo – porque mi situación ya no puede ser peor. Soy muy pobre, no tengo de todo nada y ya no hallo qué hacer. Por eso aprovechaba de hacer este viaje por esta rama que creció tanto y venir hasta acá. – Ya, espérese un momentito – dijo San Pedro. Entonces salió un caballero y le dijo: – ¿Qué busca abuela? En fin, le contó ella su situación y le dijo el caballero: – Mire, le voy a dar este mantel. Cada vez que usted tenga hambre, extienda el mantel encima de lo que sea y pida lo que usted quiere comer y este mantel se lo va a dar. Se vino la viejita, pero contentísima, pero ¿cómo iba a saber ella si acaso era cierto lo que le habían dicho? Llegó a su casa. Apenas se bajó, el gancho se quebró; le quedaron dos ganchos nada más. Se entró para adentro de la casa, extendió el mantel en el suelo y le dijo: – Mantelito, con la virtud que el Señor te ha dado, yo quiero comer de lo mejor que haya. Inmediatamente el mantel se llenó de cosas ricas para que comiera la viejita. Sació su hambre, comió hasta que no quiso más, y en seguida quedó satisfecha. Pero al día siguiente tenía que ir a misa; como ella era devota no dejaba nunca de ir a misa. Y la casa en la que ella vivía era abierta, no tenía llave, no tenía nada. Entonces, no podía dejar el mantelito ahí porque se lo podían trajinar y se lo robaban. Lo único que tenía era una vecina: – Voy a ir donde la vecina – dijo – y le voy a decir que me guarde el mantelito mientras que voy y vuelvo. Pero como era tan sencilla y tan sana de corazón, se le ocurrió decirle: – Vecinita ¿me puede guardar este mantelito mientras que voy a misa? Pero por favor no le pida nada ¿ah? Fue como abrirle la curiosidad a la vecina. – ¿Por qué me dijo que no le pidiera nada? ¿No será de virtud este mantel? A lo mejor es de virtud. Voy a hacer la prueba – dijo. Entonces empezó a hacerle tentativas al mantel y de repente se le ocurrió decir: – Mantelito si eres de virtud, dame lo que yo necesito en este momento porque quiero probarlo. Claro, inmediatamente se llenó el mantel de todo lo que quería ella. Y ahí le nació a ella el deseo de engañar a la viejita y comprarle otro mantel que fuera parecido y entregárselo y dejarse ése de virtud para ella. Entonces trato hecho, ligerito se fue por ahí a una tienda y justo había comprado otro mantel cuando volvió la viejita.
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– Paso a buscar mi mantelito, vecina – dijo. – Aquí está, señora, llévelo no más, tranquilamente – dijo la vecina. Llegó la viejita a la casa con hambre porque la misa había salido un poco tarde y como quería almorzar, le pidió al mantel, pero no le dio nada. – ¡Por Dios! – dijo –. ¿Qué ha pasado? Si yo fui a la misa para cumplir con el Señor y ahora ¿por qué el mantelito no me quiere dar nada? ¿Qué habrá pasado? Al día siguiente se encaminó por el segundo gancho. Llegó allá arriba y al caballero le contó el cuento otra vez, que el mantelito se había cansado y no le había querido dar más. Pero como el Señor de arriba ve todo, sabía que la cosa no estaba nada muy buena. Entonces le dijo: – Bueno, abuelita, ahora le voy a dar una burriquita. Ésta sí que no se va a cansar nunca de darle plata. A esta burriquita, cada vez que usted necesite, le dice: “Dame oro y plata burriquita” y con ese oro y esa plata compre usted lo que necesite. Se vino feliz ella con su burriquita. Llegó a la casa y se quebró el segundo gancho. Luego dijo a su burriquita: – Quiero oro y plata burriquita. Se compró una cama, porque ¡imagínese como dormiría si no tenía nada pues! Se compró una cama bien buena, unas frazadas, sábanas para taparse, cosas de dormir como cristiano, feliz. Compró algo para comer, de todo. La gente se admiraba de verla: – ¿Y de dónde sacó la abuelita tanta plata? Pero nadie sabía que tenía la burriquita. A los ocho días, llegó el domingo nuevamente y se fue a misa. Como nunca se le ocurrió a ella que la vecina estaba haciendo la traición pues, le llevó la burriquita y la dejó mandada guardar donde ella. Entonces dijo: – Vecina, voy a ir a misa. Tengo este regalo que me hicieron y no quiero dejarlo en la casa porque se me puede perder, y como tengo tanta confianza en usted, aquí lo voy a dejar, pero no le vaya a decir: “Echa oro y plata, burriquita”. ¡Fue como haberle dicho que lo hiciera! Apenas salió la señora para afuera para irse a la misa, la vecina al tiro le empezó a decir a la burriquita: – Echa oro y plata, burriquita. ¡Uy! La burrita le dio todo lo que ella quería, le dio todo lo que ella pidió, oro y plata, y ella dijo: – Aquí sí voy a ser rica, pero no se la entrego mejor. Voy a buscar por donde haya. Tengo que encontrar una burriquita igual para poderla devolver a mi vecina. Y así lo hizo; salió en busca de una burriquita en las tiendas por ahí, buscando una imitación que fuera. Cuando volvió la señora de misa, pasó a buscar su burriquita: – Paso a buscar mi burriquita señora. – Aquí está pues, vecina, llévesela no más – dijo la vecina. ¿Cómo sería tan corta de vista la viejita que no se dio ni cuenta que la habían cambiado? Llegó a la casa y le pidió oro y plata. ¡Nada! – Ésta sí que es grande – dijo ella –. Cada vez que voy a misa me pasan estos percances. Ella pensaba que por haber ido a la misa se le había acabado la virtud a la
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burriquita, pero nunca pensaba mal de su vecina, que la había cambiado. Le quedaba el último ganchito. – Ya ésta es la última vez que voy a ir – dijo – y ya es capaz que el Señor se enoje conmigo, porque todo el tiempo le estoy pidiendo, pidiendo y no me dura nada. Se fue y llegó arriba. – ¿Qué busca abuela? – le dijo San Pedro. – Usted viene todo el tiempo acá. No se cansa nunca. – Pero señor – le dijo –, fíjese que tengo la mala suerte que cada vez que el Señor me da una virtud para que no tenga necesidad, me dura unos días no más y luego me falla y no me queda más. Entonces salió el Señor y le dijo: – ¿Qué le pasó abuelita? Le contó ella. – ¿Le pasó la misma de la otra vez? – Sí, fui a misa y dejé la burriquita donde mi vecina y cuando volví a casa, le pedí oro y plata y no me quiso dar. – ¡Ah! Qué lástima ¿no?– le dijo el Señor –. ¡Ah ya! Ahora le voy a dar una buena, le voy a dar una mejor. Cada vez que tenga una necesidad – le dio un palito, un palo grande así, pero bien contundente, bien firme –, cada vez que usted necesite algo dígale: “Haz tu gusto palito” y verá usted que el palito le va a quitar todos los malestares. Y cuando no quiera que el palito le dé más, dígale: “Deja tu gusto, palito”. –Ya – le dijo la viejita –, ésta es la última vez que vengo – porque lo vio medio enojado al Señor –. No voy más ahora. Y cuando ella llegó abajo, se quebró el tercer gancho. No le quedaba ningún gancho más porque ¿no ve que la col dio tres ganchitos? Tres ganchos nada más. Así que éste era el último ganchito que quedaba. Y dijo la viejita: – Ahora ya estoy jodida. Si no me resulta esto es porque voy a tener que terminar todos los días de mi vida pobre y en la última miseria. Luego le dijo al palo: – Haz tu gusto, palito. Y en esto que le dijo “Haz tu gusto, palito”, el palo la empezó a apalear. ¡Pero la dejó recontra sacudida el palo! Ya, cuando ya no podía más, se acordó que le había dicho el Señor que le dijera: “Deja tu gusto, palito”. El palo la hizo transpirar por los garrotazos, garrotazos limpios, y ella con el nerviosismo porque ¡imagínese de repente verse apaleada, pues oiga, por un palo! Es para no acordarse del otro que le había dicho el Señor. Entonces de repente se acordó y dijo: – Deja tu gusto, palito. Y el palito la dejó. Pero se le quitó el hambre, se le quitó todo el cansancio. ¡Ni deseos le quedaron, con la tanda de palos! Al día domingo siguiente, se fue a la misa. Ahí fue lo más curioso, su castigo de la vecina, porque tenía que llegarle el castigo. Le dijo la viejita: – Eh, vecinita, voy a la misa y he pasado a dejar este encarguito aquí. Me lo guarda mientras que voy y vuelvo, porque no lo quiero dejar en la casa porque me puede entrar gente y me lo roban.
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– Ya pues, vecina, no tenga cuidado, déjelo aquí no más – le dijo la vecina. – Pero no se le vaya a ocurrir de decirle: “Haz tu gusto, palito”. – No, vecina, ¡Por Dios! ¡Se le ocurre que le voy a estar diciendo esas cosas! Pero esperó no más que la señora se fuera alejando un poco de la casa, y le dijo: – Haz tu gusto, palito. Y el palo la pescó a garrotazos a la señora. ¡Imagínese! La viejita fue a misa y volvió, y el palo le estaba dando palos a la vecina traidora. ¡Pero si le dio unos palos! Así que cuando volvió la señora de la misa, la encontró en el suelo; ya no resistía más, botada en el suelo y el palo bailando encima de ella. ¿No ve que no sabía decirle “Deja tu gusto, palito”. Sabía decirle “Haz tu gusto, palito” no más. ¡Imagínese! La señora ahí vio que había hecho mal en cambiarle el mantel y también le había cambiado la burriquita a la pobre vieja que tenía tanta necesidad, y le dijo: – Vecinita linda, ¡sáqueme este palo de encima! Le devuelvo su mantel, le devuelvo su burriquita, le devuelvo todo, pero ¡sáqueme este palo de encima! Entonces la viejita le dijo: – ¡Así es que usted me había cambiado el mantelito! ¡Con razón que mi taita Jecho arriba estaba medio enojado conmigo! ¿Y me había cambiado la burriquita? ¡Con razón que no me daba nada! Y entonces ahí le dijo al palo: – Deja tu gusto, palito. Y se pusieron en las buenas y le entregó la vecina el mantel de virtud y la burriquita, y se quedó la viejita viviendo feliz con sus virtudes que el Señor le había dado y perdonó a la señora que le había hecho el cambio. Y se acabó el cuento y pasó por una matita de poroto para que el Orlandito se cuente otro.
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El árbol que canta, el pájaro que habla y el agua de oro Estos cuentos son harto antiguos, son cuentos que contaba mi abuelita, imagínese usted, de cuando había reyes pues. Ahora no hay reyes. ¿O hay reyes todavía? En Chile no pues. Aquí hay presidente no más. Esto es de cuando había reyes. Pero un rey podría ser igual que un rico ¿no es cierto? Un rico que tiene muchas propiedades, que tiene muchos fundos y que tiene sus inquilinos, sus trabajadores, sus ministros, claro eso. Entonces vamos a hacer cuenta que éste sería un rico, muy rico y tenía sus ministros de tierra, es decir mayordomos que le estudiaban todo ¿o lo contamos como es no más, como rey?
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l caso es que éste era un rey que era muy buena persona. Tenía varios ministros y su reinado era inmenso de grande, rico, rico. Pero él tenía una mala costumbre. En la noche le gustaba salir, de noche oscura, a escuchar lo que decía la gente en las casas. Siempre le gustaba salir a observar, a poner oído a lo que hablaba la gente. Le gustaba escucharla porque de día seguramente no le dirían nada y en cambio de noche, no ve que mucha gente se encierra en sus piezas y se ponen a conversar cosas personales de la familia así y no se dan cuenta que a veces los están escuchando. El caso es que un ministro de los del rey tenía tres hijas, tres hijas bien simpáticas, lindas, muy trabajadoras, que le ayudaban al papá y todo. Y una noche dijo por broma la mayor: – Yo sería feliz si me casara con el copero del rey para tomar las más ricas copas de licor. Yo sería la preferida porque tomaría los mejores licores. Y la que seguía dijo: – Yo no me conformo con tan poco. Me gustaría ser esposa del cocinero para comer los mejores manjares. Y la menor, como ella suponía que ésta era broma pues, si eran bromas de ellas que no hallaban de qué hablar, dijo: – Yo me encontraría feliz si me casara con el rey. ¡Úy! ¡El rey estaba escuchando! ¡Imagínese usted! Entonces al día siguiente llamó el rey al ministro, al viejito que era el papá de las niñas, y le dijo: – Te he mandado llamar porque te necesito. – ¿Para qué será? – le preguntó el ministro. – Mira – dijo el rey –, ¿tú tienes tres hijas? – Sí señor – le dijo. – Yo quiero que mañana las traigas a primera hora aquí, al palacio. – Muy bien señor – le dijo el ministro –. La orden suya será cumplida. El pobre viejo se fue tan confundido, porque nunca lo tomaban en cuenta para nada, ni menos a su familia, así que él no sabía de qué se trataba. Se fue muy
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confundido a su casa y les dijo a las niñas: – Miren, el rey me ha mandado a decir que las necesita, así que prepárense ustedes lo mejor que puedan y mañana yo las voy a llevar allá. Las llevó el viejito a la primera hora al palacio. El caballero, el rey, ya estaba en pie y el ministro se presentó con sus hijas. Se sentó el rey y llamó al copero y al cocinero y le dijo a la mayor de las niñas: – Anoche pasé por tu casa y estabas diciendo que serías feliz si te casaras con el copero. Ahí lo tienes. Y luego dijo a la segunda: – Tú dijiste que serías feliz se te casaras con el cocinero. Ahí lo tienes también. – Y tú – le dijo a la menor – dijiste que serías muy feliz si te casaras conmigo. Aquí estoy. Órdenes del rey se tenían que cumplir, porque él era el que mandaba, el dueño y señor de la tierra. Así que nadie podía contradecir lo que quería. Y el papá, imagínese usted, no hallaba qué hacer pues. – Pero ¿cómo ha podido ser esto? – dijo –. Éstas como se ponen a hablar cosas sin sentido a veces ¡y el rey estaba escuchando! Las bodas se celebraron con mucha armonía, con harta fiesta y qué sé yo, y quedaban las hermanas colocadas en primer plano. Pero como nunca falta el gusano de la envidia, las hermanas mayores no se contentaron con ser una la esposa del copero, que era un ministro de los primeros que tenía el rey, y la otra la esposa del cocinero, que es él que hacía los manjares. No se contentaron con eso, y dijeron que siempre ellas iban a estar bajo el dominio de su hermana menor, porque su hermana menor se había casado con el rey. Entonces ellas eran menos que su hermana y su hermana les había ganado. Y eso les fue llamando un poco de envidia, como se dice, y empezaron a pensar mal de ella. Día a día estaban conversando las dos, tratando de ver cómo lo podrían hacer para hacer desaparecer a la hermana. ¡Imagínese el extremo a que llega la gente! Después de que el rey las había tomado al azar a las tres para que se casaran, no hallaban cómo deshacerse de su situación. El caso es que al año, como es lo más natural, la hermana menor estaba encinta, estaba esperando un hijo, y ella no tenía a nadie más que a sus hermanas a quien confiarse, y como su corazón era puro, nunca pensó que sus hermanas tuvieran envidia con ella y estuvieran con el puñal debajo del poncho, como se dice. Se confiaba tanto de ellas que todas sus dolencias se las comunicaba, incluso les dijo que cuando ella se enfermara, serían ellas las que la atenderían, porque ella no quería molestar a nadie más. Y así llegó el día del alumbramiento y estas pícaras se pusieron de acuerdo para mejorarla. Y la guagua que tuvo fue un niñito muy lindo, el príncipe. Entonces ellas vinieron y se lo robaron y lo echaron en un canastillo río abajo, y le hicieron creer al rey que lo que había tenido su esposa había sido un perrito. El rey se sintió tan mal y lloró amargamente al pensar que a su esposa le había pasado eso. Como era el secreto del rey no se lo quiso decir a nadie, y se guardó el secreto para que nadie supiera, ni se propagara la noticia de que la reina había tenido un perro; se guardó el secreto.
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Pero la guagua se fue río abajo, y a la orilla del río vivía otro ministro. Él vivía solo con su esposa porque no tenían familia, y como la divina providencia venía favoreciendo a la guagua para que no muriera, encontraron ellos el canastillo. – ¡Mira! – dijo el esposo – ¡Mira lo que viene allí! – ¡Qué es lo que es – dijo ella –, si no es una guagua! – ¡Es una guagua! Y se metió al río él y lo sacó y se lo pasó a la señora. – ¿Qué vamos a hacer? – dijo ella –. Tenemos que dar cuenta que esta guagua la encontramos. – No – le dijo él –, ha venido río abajo del palacio. Los secretos del palacio no se deben de comunicar. Guardemos el secreto y pensemos que es de nosotros la guagua. Y se la llevaron a su casa con toda clase de cuidado y en el misterio más grande porque nadie sabía que la señora estuviera esperando, nada más que después, cuando apareció con su guagüita. Y la pobre reina sufría amargamente al saber que había tenido un perro. Pasó el tiempo y el rey le perdonó eso porque nadie está libre de pasar por una cosa así. Entonces el rey le perdonó su falta y al año siguiente nuevamente esperaba. Nuevamente las hermanas urdieron un plan, porque no quedaron conformes con eso. Urdieron el plan de volver a engañarle al rey y esta vez hicieron a la guagua pasar por un gatito muerto. Era otro niño, hombrecito, y lo volvieron a echar río abajo. Pero el mismo ministro y su señora estaban al acecho, tratando de los días que se iba a mejorar la reina por si acaso nuevamente se fuera a repetir el caso, y sacaron a la guagüita, la salvaron. Como el ministro éste sabía que la reina estaba esperando, calculaba más o menos de dónde venía la segunda guagua y dijo: – Son secretos del rey que uno no puede divulgar, porque si se los divulga se vuelve un tremendo desastre. Y la reina iba de mal en peor, porque el rey ya no lo podía soportar más de ver que en vez de tener una guagua, tenía un gato muerto. Pero las hermanas estaban felices. La veían sufrir y no se compadecían de ella. La veían que pasaba días enteros encerrada en su pieza llorando su desgracia, pero no se compadecían de ella. Todo lo contrario, lo que querían ellas era que el rey la desechara y la mandara lejos para quedar ellas las dos solas. Y pasó el tiempo y ya al año siguiente nuevamente la reina esperaba. ¡Qué cosa no se exclamó el marido de ella con el fin de que fuera una guagua y que no fuera a resultar mal otra vez! Pero si estaba en manos de las hermanas de la reina era imposible que se salvara tan luego, porque ella no se maliciaba nada, porque con sus dolores no se daba cuenta de lo que le pasaba. El caso es que esta vez fue una niñita. También a ésta la pusieron las hermanas en un canastillo y la echaron río abajo. Ni hay por decir que no se les ocurría averiguar si alguien había encontrado a las guaguas, nada. Ellas pensaban que se habían ahogado no más. Pero como Dios vela por el cristiano, por los seres, las niñita tampoco se ahogó. También la encontraron el matrimonio solo y la recibieron. ¡Esto ya fue el colmo! Dijeron que la niña había tenido un pedazo de carne
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podrida. Esto ya el rey no lo soportó más. Entonces mandó que la pusieran a la reina en una torre. La torre tenía cuatro ventanas por los cuatro lados y pasaba la gente por un lado y le escupía a ella, y pasaba por el otro y le volvieron a escupir. O sea por los cuatro lados ella recibía pollos, escupos, porque el rey la despreciaba. Decía que era una desnaturalizada, que en vez de hijos había tenido otras cosas, un perro, un gato y carne podrida. Era el colmo para una mujer que ya más no la podría soportar él y ahí la encerró a sufrir por el resto de su vida. Pero a los niños que había salvado el ministro, él y su mujer los habían criado celosamente, bien cuidado, y eran niños de lo más lindos: dos príncipes, pero hermosos, y la niña para qué decir. Pero como nunca falta la desgracia, se enfermó el ministro, bien digo el ministro que hacía de padre de ellos, y murió. Y al morir él, al poco tiempo se murió la señora y quedaban los tres jóvenes solos. Estaban ahí solos, sin hallar qué hacer, cuando un día un viejito los visitó. Él les dijo que ellos encontrarían la felicidad un día, pero siempre que uno de ellos diera con el árbol que canta, el pájaro que habla y el agua de oro. – ¿Y adónde encontramos esos abuelito? – le dijeron. – Tienen que buscarlos ustedes por su propio esfuerzo, solamente encontrando esas tres cosas serán ustedes felices. Mientras no los encuentran, no van a ser felices, siempre van a tener problemas, siempre van a tener sufrimiento. Así que busquen estas tres cosas y verán que van a ser felices. Entonces eso fue una tentación que les dejó y la niña fue la que más insistió. – ¿Qué hacemos si dentro de esas tres cosas está la felicidad? – dijo. ¿Dónde las podemos encontrar? Tendremos que buscarlas. Dijo el mayor: – Yo no puedo ver sufrir a mi hermana y veo que está tan preocupada por esto, así que me voy en busca. La hermana le dijo: – Que te vaya bien hermano. Te esperaré día y noche hasta que vuelvas. Se fue el joven. Más o menos les había dado el viejito la idea de que era en un cerro donde estaban esas tres cosas, pero no les había dado instrucciones de cómo se podía llegar hasta allá. Al llegar así al pie de la montaña, se encontró el joven con otro viejito quien le dijo: – ¿Adónde va joven? – Voy en busca del árbol que canta, el pájaro que habla y el agua de oro – dijo. – ¡Uy! – le dijo. – Esas cosas ni sueñe con encontrarlas. Muchos han tratado de llegar hasta allá, pero no les ha sido posible. No han vuelto, han quedado por allá y no se han visto más. – Pero yo lo voy a intentar, abuelito – le dijo el joven –, porque las necesitamos mucho. Estamos solos en el mundo y no tenemos ningún medio, así que esperamos encontrar esas tres cosas para poder ser felices. – Ojalá Dios te oyera pues hijo – le dijo el viejito –, pero difícil lo veo. Aquí tienes la señal. Te llevas esta lana. Era un ovillo de lana. Entonces tenía que empezar a desparramar hilo desde que partía, y donde se terminara el hilo, ahí tenía que desmontarse y subir. No le dio
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ninguna instrucción más el viejito. Se fue el joven con la lana hasta donde se le acabó. Ahí se bajo y empezó a subir una cuesta. Había hartas piedras por los lados. Estaba subiendo cuando sintió que le empezaban a decir: – ¿Adónde va el desnaturalizado? ¿Adónde va el hijo de perra? Y era una serie de tonteras que le decían. Él sentía que de todas partes le hablaban y de repente miró para atrás y se quedó convertido en piedra, porque esa montaña estaba encantada. Todos los que intentaran llegar al pájaro que habla, al agua de oro y al árbol que canta quedaban convertidos en piedra si escuchaban lo que les decían pues, y él justamente escuchó y miró para atrás y ahí murió. Pasaron quince días y no llegaba a la casa. Entonces la niña dijo: – A mi hermano algo le ha pasado así que ya no va a volver. ¿Qué hacemos? – Yo voy hermanita – le dijo el menor. Para abreviar el cuento le diré que le pasó lo mismo que al otro. Le pasó la
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misma cosa porque no iba preparado. No le dieron instrucciones ni nada y la niña se quedó cavilando en la casa. – Ahora sí que quedé bien – dijo –. Quedé sola. Perdí mis dos hermanos por buscar estas tres cosas tan necesarias, pero si mis hermanos han ido yo también voy detrás de ellos. Entonces se preparó su ropa, tomó su equipaje y partió. Ella también llegó por la parte donde estaba el viejito. Había que verlo siempre porque era una pasada que había, y el viejito no se desaparecía nunca de ahí. Tenía que estar ahí presente por donde se podía pasar. Entonces le dijo él: – ¿Adónde va señorita? – ¡Ay, abuelito! – le dijo. Ya he perdido dos hermanos y ahora voy yo a correr aventura. Voy en busca del pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro. – ¡Ay hija! – le dijo –. Harto valiente te encuentro. Ojalá que te vaya bien. Te deseo toda la felicidad. Que te vaya bien. Mira te voy a dar un consejo. Tápate los oídos con algodón y cuando te empiecen a retar no vayas a oír, y ni por nada se te vaya a ocurrir de mirar para atrás. Que sigas adelante no más, con paso firme, hasta cuando llegues a la cumbre del cerro. Así lo hizo la niña; llegó al pie de la montaña. Se desmontó y se encomendó a todos los santos y siguió avanzando. Había piedras por todos lados del camino. Todos los que habían intentado buscar esas tres cosas habían quedado convertidos en piedra. No les había sido posible encontrarlas. Ella siguió avanzando, la retaban, qué cosa no le decían: “¿Adónde vas?” y no sé qué cosas más, pero ella oído sordo no más, no les escuchaba nada. Seguía avanzando, seguía avanzando porque sentía un ruido, unos cantos y una cosa tan linda que no sabía de dónde venía, una música muy bonita. Así que ella no escuchaba el reto ni nada; lo único que escuchaba eran los cantos no más. Cuando llegó hacia la cumbre del cerro, había un árbol ahí, pero lleno de pajaritos y era como una música que cantaban; parecía haber centenares de pájaros. Y en medio del árbol, en un gancho, estaba colgada una jaula de oro con un pájaro adentro y al pie de la cuesta había una laguna con agua de oro, un agua que salía de un grifo para arriba y brillaba como si fuera de oro. Entonces la niña llegó bien intrépida no más y se metió en medio del árbol. Tomó la jaula y ahí se dio cuenta que era el pájaro que hablaba, era él que retaba, de él eran las voces que se sentían. Ella tomó la jaula y le dijo: – Pájaro hablador, eres mi prisionero. Entonces él contestó: – Sí princesa, soy tu prisionero. – ¿Quién te ha dicho que soy princesa? – le dijo la niña. – Pero yo te digo así. – Ahora me vas a decir – dijo ella – qué es lo que tengo que hacer para llevarme el árbol que canta y el agua de oro. – Con un gancho que lleve princesa – le dijo –, tienes para hacer un árbol en tu casa, y con una botella de agua que lleves, también tienes para hacer una pila de agua en tu casa. – Bien y ahora me vas a decir qué es de mis hermanos.
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– Tus hermanos están convertidos en piedra – le dijo el pájaro. – ¿Y qué debo hacer yo para devolverles la vida? – Rocíalos con agua de esta misma fuente, y volverán a la vida, no sólo tus hermanos sino muchos de los que trataron de llegar hasta mí. Entonces la niña iba rociando todas las piedras por el cerro pues, imagínese, y todos se volvieron a la vida. Se rompió el encantamiento y ellos volvieron nuevamente a ser personas como eran antes. Y todos le agradecían y la alababan y fueron el cerro para abajo como en una procesión, la niña con su jaula con el pájaro, una rama del árbol y una botella de agua. Cuando llegaron abajo, ella le pasó a dar las gracias al viejito que le había dicho que se pusiera algodón en los oídos. Luego se fueron los tres hermanos a su casa, pero felices, y la niña puso el arbolito en el comedor. Parecía que había centenares de pajaritos que estaban cantando en la pieza del comedor. En el patio hizo la piletita de agua, era un agua que brillaba como el oro cuando estaba brotando para arriba, y colgó la jaula del pájaro hablador en el mismo arbolito que había brotado de la rama que ella había llevado. Pero era una armonía, una cosa tan linda, una música celestial que ella escuchaba todos los días y no sentía pasar las horas. Estaba feliz, feliz, feliz y los dos jóvenes estaban felices también a la hora que llegaban a la casa, con la armonía de las tres cosas que había encontrado ella. Pero de todo esto no lo sabía nadie, solamente ellos tres. Nada de estar diciendo al resto del reino, porque luego llegaba a oído del rey. Pero aunque los secretos tratan de guardarse, a veces es imposible porque no falta quien los divulgue, y se empezaba a decir en el palacio que los hijos del ministro muerto eran unos jóvenes muy simpáticos, muy dijes, que eran muy inteligentes, muy habilosos, qué sé yo. Y el rey, como era curioso, no ve que siempre le había gustado de joven andar escuchando lo que hablaban los demás, andar poniendo el oído, quiso invitarlos un día a cazar porque a él le gustaba mucho salir a cazar. Los invitó y los encontró tan lindos que él no hizo ni juicio de andar cazando, ni andaba pendiente de los otros que andaban con él, sino que se llevaba embelesado, mirando a los jóvenes. – ¡Si así podría haber tenido mis hijos yo! – dijo –. Pero Dios no quiso que los tuviera y en vez de hijos me dio un perro y un gato. Él no se imaginaba que ésos eran sus hijos y tanto los contemplaba que ya se llevó pegado de ellos pues; todo el rato andaban junto con ellos nada más. Entonces le dijo al mayor: – ¿Ustedes tienen hermanita? – Sí, tenemos una hermana, somos tres hermanos que quedamos. – A mí me gustaría conocer a su hermana. – Bueno – le dijo el mayor –. Yo le preguntaré a mi hermana si puede recibirlo en casa y según lo que ella me conteste le avisaré. – Muy bien – dijo el rey –, a pesar de que yo podría decirle que voy a su casa no más, pero es mejor que le digan que quiero ir. Entonces los jóvenes fueron a la casa y le contaron todo a la hermana. – Fíjate, que el rey no hacía más que hacernos puro cariño y conversaba con nosotros todo el tiempo – le dijeron –. No nos dejaba libres ni un momento y desea mucho venir a conocerte. ¿Qué dices tú?
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Entonces les dijo ella: – Les daré la razón. Se fue a la pieza donde estaba el pájaro. Era el pájaro que metía bolina y los demás pájaros los que seguían, entonces se formaba toda una armonía de puros pajaritos. – Pájaro hablador – le dijo –, el rey quiere venir a visitarme. Entonces el pájaro le contestó: – Déjalo que venga no más. – Pero tú me vas a indicar qué manjares le gustan para que se los pueda preparar. – Muy bien – le dijo –, yo te explicare qué es más agradable para él. Y ella les dijo que ya a los jóvenes, que le dijeran al rey que viniera. Entonces el día que iba a venir, ella tenía todo arreglado como para una fiesta, pero todo lindo en su casa. Y le dijo al pájaro: – ¿Qué comidas le gustan al rey para preparárselas? – Le vas a tener – le dijo – esto y esto. Y le dictó los platos que le gustaban al rey. – Y le vas a tener también – le dijo – un plato especial, un relleno de perlas. – Pero ¿cómo se te ocurre que le voy a tener un relleno de perlas? ¿Cómo va a comer eso el rey? Eso no se ha visto nunca que se lo coma. – Haz lo que te digo – le dijo el pájaro. Y así lo hizo ella. Tenía todos los manjares, las cosas más lindas en la mesa y ahí, entremedias de todo, la zalagarda. – Pero yo no he visto una cosa más linda – dijo el rey –. ¡Este árbol tan lindo, esa jaula tan preciosa y esa agua! ¿De dónde son todas estas cosas? Pero ¿cómo puedo haber vivido yo tan ignorante de todo esto? Y la niña estaba feliz, calladita no más. Entonces llegó la hora del almuerzo, de los manjares. Primero le dieron los platos que a él le gustaban. Estaban sumamente ricos, y le preguntaba a la niña cómo había adivinado su gusto. Entonces le dijo ella que por curiosidad lo había hecho nada más; a lo mejor le había tocado que le gustaban esas cosas. – Sí – le dijo el rey –, pero si son mis platos favoritos. Pero cuando le llegó el relleno de perlas: – ¡Oh! – dijo –. Pero ¿cómo es posible? ¡Este plato tan raro! Esto sí es lo más raro que he visto. ¿Relleno de perlas? ¿A mí con este chiste? ¡No! ¿Qué quiere decir esto? Me van a decir inmediatamente qué es lo que quiere decir esto. La niña estaba harto asustada y los jóvenes también. Ella se lo había servido al rey porque el pájaro que habla le había dicho que le diera relleno de perlas. Y el pájaro metía una tremenda bolina con los otros pájaros, tanto que no se oía, pero cuando vio que el rey estaba tan enojado, tan encolerizado, porque le habían dado relleno de perlas, entonces cesó todo el ruido, quedó todo en silencio, ni un ruido de pajarito, nada, sino el pájaro de la jaula dijo: – Su majestad encuentra muy extraño que le sirvan un relleno de perlas y no encontró extraño que su señora tuviera un perro en vez de un hijo.
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– ¿Cómo lo sabes? – le dijo el rey. Se puso furioso, no ve que eso había quedado en secreto para que nadie supiera que la niña había tenido un perro, un gato muerto y un pedazo de carne podrida. – ¿Cómo lo sabes? – le dijo. – Lo sé todo señor – le dijo el pájaro y le empezó a revelar todo lo que había pasado. Le dijo: – No encontró extraño que el primer parto de su esposa fuera un perro, ni tampoco encontró extraño que el segundo fuera un gato muerto, ni menos encontró extraño que el último parto de su esposa fuera un pedazo de carne podrida. Usted creyó todo lo que las envidiosas le dijeron y mandó a encerrarla a su mujer en la parte donde la tiene para la burla de toda la gente que pasa y le escupe. Eso no lo encontró extraño, pero sí encuentra muy extraño que sus hijos le sirvan un relleno de perlas. – ¡Mis hijos! – le dijo el rey al pájaro, todo extrañado. – Sí – le dijo el pájaro –. El príncipe es tanto (no sé cómo eran los nombres, no me acuerdo de los nombres). Fue el primero que salió agua abajo por manos de las envidiosas de las hermanas y el segundo está ahí, ellos son sus hijos, y ésta, la princesa, es el pedazo de carne podrida. – ¿Pero cómo es posible? – dijo el rey –. Y yo que tengo a mi pobre mujer encerrada allá fuera del palacio. Porque la tenía a pan y agua en una pieza de cuatro ventanas, una ventana por cada lado, para que él que pasara la escupiera. El rey no hallaba qué hacer pidiéndole perdón a sus hijos y pidiéndole perdón a la señora y castigando a las infames que habían hecho esa tremenda talla con ella. Y en seguida se los llevó a sus hijos al palacio y se llevó todas sus cosas la niña. Eran sus hijos, así que los tenía que recoger y a su esposa pedirle mil perdones y mandar a la cárcel a las que la habían perjudicado tanto. Entonces después se murió la princesa y se secó el árbol y se secó el agua y se murió el pajarito, pero para ella era la felicidad que se encontrara la verdad de su nacimiento. Y ahí termina el cuento.
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El cuento del tonto Hoy día le voy a contar una historia de una madre que tenía tres hijos. Resulta que a veces se ven los tiempos difíciles en algunas partes y los hijos se confunden de ver que no pueden ayudar a sus padres, y los padres también se confunden de ver que no les pueden dar a los hijos lo que necesitan.
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ntonces esta señora tenía tres hijos y el marido se le había muerto. Vivían con ella los tres hijos. Siempre le decían: “Cuando nosotros seamos grandes mamá, vamos a salir a rodar el mundo y le vamos a traer todo lo que necesita.” Y ella se conformaba con la esperanza que le daban sus hijos. Cuando tenía dieciocho años, el mayor le dijo: – Mamá, ya es tiempo que yo salga a recorrer el mundo a ver si encuentro mejor suerte que aquí, porque veo que aquí no es nada lo que puedo hacer. Hágame unas tortillitas y un poquito de harina tostada – que eso era lo único que se echaba la gente a las provisiones cuando salía –, hágame unas tortillitas y un poquito de harina tostada y me voy a ir de viaje buscando trabajo. La mamá lloró un poco de primera, pero en realidad tenía la esperanza de que su hijo algún día pudiera mejorar su situación buscando trabajo por otros lados, ya que ahí donde vivían no había. Le hizo las tortillas, le hizo un poco de harina, arregló todo y al venir el día, se lo entregó. Él se despidió de su mamá, le pidió la bendición y se fue. Se fue a andar el mundo sin tener rumbo fijo, sin saber adónde iba. Ya había mucho que había andado, cuando le empezó a dar un poco de debilidad, y cuando llegó a un sauce que había a la orilla de un estero, se sentó a la sombra del sauce. Sacó una tortilla y se puso a comer, mirando a todos lados. No había nadie, pero de repente le dijeron: – ¿Me convidáis? Entonces él miró para todos lados. Se sorprendió un poco, le dio susto, porque no había ninguna persona que le podía hablar. Luego volvieron a decir: – ¿Me convidáis? El joven miró para arriba y era un loro que hablaba, arriba del sauce. – ¡Chi! – le dijo él –. ¡Antes que no tengo ni para mi te voy a darte a vos, loro cochino! El loro se quedó calladito. No le dijo ninguna cosa. – ¿Sabís vos – le dijo el joven – dónde hay trabajo por aquí? – Sí – le dijo el loro –, ahí al otro lado hay un rico que manda cuidar unos caballos a la orilla de una laguna. Si querís, vas tú y le pides la pega. – Eso voy a hacer – le dijo –. Hasta luego.
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– Hasta luego. Se fue. Anduvo un poco y llegó al lugar ése del caballero que necesitaba un mozo para que le fuera a cuidar unos caballos a la orilla de una laguna de agua. Se presentó el joven y le dijo: – Necesito trabajo señor. – ¿Qué sabís hacer? – le preguntó. – Bueno, todo trabajo de campo yo lo sé – le dijo. – Mira, lo único que necesito yo es un mozo para que me vaya a cuidar unos caballos ahí en la orilla de la laguna – le dijo –. No es tan grande el trabajo, pero eso sí que lo único que te advierto es que de tomar tú la ocupación de cuidar los caballos, tienes que tener harto cuidado de no meter ninguna cosa en la laguna. – Muy bien señor – le dijo. Le entregaron los caballos y el joven se fue al potrero. Anduvo mirando por ahí para todos lados pues. Luego se acercó a la laguna y dijo: – ¿Qué tendrán en esta laguna que no quieren que meta ninguna cosa? ¡Mira la cuestión! Vino él y metió la punta del dedo de pie a la laguna. Inmediatamente los caballos se dispararon corriendo y fueron a la casa del patrón. En seguida supo él que el joven había metido algo a la laguna y llegó ahí corriendo. Lo curioso es que todo lo que se metía a la laguna se volvía de oro. Entonces el joven amarró su dedo de pie como pudo; se lo tapó con su pañuelo y un hilito. Al llegar allá, el caballero le dijo: – ¿Qué te pasó? – Me corté un dedo patrón – le dijo. – ¡Ah sí! ¿Te cortaste un dedo? A ver. Déjame verlo. Y apenas le vio la punta del dedo que se había puesto amarilla porque la había metido al agua, vino el caballero con un cortaplumas y le cortó el dedo de veras; le cortó el dedo. Después lo mandó a cambiar inmediatamente y no le pagó ni un veinte. ¡Pobre joven! Así que imagínese usted, en vez de encontrar un trabajo, llegó herido a su casa con un dedo menos, pobre, harapiento y qué sé yo. Pero eso no le quitó el ánimo al segundo hijo. – Yo también voy a salir a buscar trabajo mamá – dijo –. Ya que a mi hermano le fue mal, saldré yo. La mamá le dijo que no, porque ya que a su hermano mayor le había ido mal ¿cómo sabía él cómo le podía ir pues? Mejor que no saliera, que se aguantaran, así como podían no más. – No mamá – le dijo –. Sí, voy a ir. Hágame unas tortillitas, hágame algo para llevar y voy a ir. Así lo hizo la señora; le hizo unas tortillitas, le preparó todo, y él salió tempranito al día siguiente. Anduvo mucho, pero por ninguna parte le daban trabajo. Todos le dijeron que no había, no había, no había trabajo. Parece que estaban igual que ahora con la cuestión de la reforma agraria, porque aquí tampoco se da trabajo a ninguno de afuera. Entonces ya estaba aburrido el joven y quería saber cuánto tiempo más le duraría su cocaví que llevaba, sus provisiones, si tuviera que andar mucho más
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buscando trabajo en más partes. El caso es que tuvo que pasar por el mismo riachuelo que su hermano y se sentó debajo del sauce a descansar un rato. Estaba comiendo tortilla, o sea harina, y lo que llevaba, cuando le hablaron, igual que le había pasado a su hermano: – ¿Me convidáis? Él era más listo que su hermano y se dio cuenta ligerito que era un loro que le hablaba. ¡Chi! – le dijo –. ¡Antes que no tengo ni para mí! Y he andado tanto y no he encontrado trabajo en ninguna parte y más encima quieres que te dé yo mis cosas que llevo a comer. Se quedó calladito el lorito. No dijo ninguna cosa. ¿Sabís tú – le dijo el joven – dónde puede haber trabajo por aquí? que he andado tanto. – Sí – le dijo el loro –, ahí al otro lado hay un caballero que necesita un joven para que le cuide los caballos. Si querís, anda pues, a ver cómo te va. Y así lo hizo el joven; fue pues, e igual que al otro le dieron la pega y le dijo el patrón que tenía que cuidar los caballos a la orilla de la laguna, pero que no metiera nada en la laguna, nada, nada. Podía mirarla no más y dejarla. Pero como la tentación es grande pues, el joven dijo: – Bueno, y ¿por qué me va a decir que no meta nada en la laguna? Se aguantó un poco sí, un día, dos días, pero la tentación no lo dejaba. Andaba, pero a cada rato pendiente del agua de la laguna. ¿Qué habría ahí en la laguna que no querían que metiera ni la mano, nada, nada, ninguna cosa? – Éstas son tonteras dijo –. Yo voy a sacar un poquito de agua. Metió la mano en el agua. ¡Uy! La mano se puso amarilla, y los caballos se fueron disparados a la casa, porque ésa era seña que alguien metía algo al agua. Cuando llegó el caballero, el joven tenía la mano aforrada con un pañuelo. – ¿Qué te pasó? – le dijo el caballero. – Me caí – le dijo – y me lastimé la mano. – ¿Ah sí? – le dijo –. A ver, déjame vértela. Entonces le entregó la mano y el caballero se la cortó y le dejó el puro chongo3, el puro manco de la mano. Y ya estuvo entonces. Lo dejó coloreando de sangre y lo lanzó. Dijo que se fuera no más porque había desobedecido las órdenes que le había dado él. Le había dicho que le daba pega, pero que no fuera a meter nada al agua y él se había tentado y había metido la mano. Así que ni siquiera lo auxiliaron en su enfermedad ni nada. Lo lanzaron así no más. A ése le fue peor que a su hermano pues. Casi se desangró, seguro. Nuevamente llegó a la casa, pero llegó enfermo netamente. Había perdido toda su manita. – Esto es el colmo – dijo el menor –. Mis hermanos no han sabido hacer las cosas bien. ¿Por qué les puede haber ido tan mal?
3 “chongo”: Muñón, lo que se deja cuando se corta una extremidad del cuerpo. Nota de la autora.
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Entonces él se preparó. – Mamá – dijo –, yo no le pido mucho porque sé que apenas les queda para comer a mis hermanos que están enfermos, pero como sea yo me voy en busca de trabajo y tengo la seguridad de que me va a ir bien. – Ojalá que Dios te ayude – le dijo la madre –, porque bastante falta nos hace. Pero ten cuidado. Cuídate hijo, que no te vaya a pasar igual que lo que les ha pasado a tus hermanos. – No mamá – le dijo –. Tenga confianza en mí. Le hizo sus tortillitas ella, lo que pudo le dio para que llevara a comer, y se fue el joven. Se fue con mucha tranquilidad. Observando por todas partes, veía que el mundo no era tan reducido como él lo había visto en un principio, ahí donde vivía con su madre. Veía que por todas partes la gente tenía, pero cada cual era más egoísta que el otro, cierto. Él pedía trabajo, no había. Pedía, por un lado, por otro, nada, no había trabajo. Aburrido ya, se fue a sentar debajo del mismo sauce por donde habían pasado sus hermanos. Era como un paso que había allá, seguro, para pasar por el estero que había. Se fue a sentar debajo del sauce, sacó sus provisiones que tenía, y se ponía a comer cuando le hablaron de arriba: – ¿Me convidáis? Miró y vio al tiro al loro arriba. – Baja a comer – le dijo. Y bajó el loro re contento de lo alto y se dejó caer en medio de él. – Come no más – le dijo el joven –. Come de todo lo que yo tengo. Y se pusieron a conversar y cosa curiosa el loro lo entendía todo. – Fíjate – le dijo el joven –, que ando en busca de trabajo y no he podido encontrar nada. ¿Tú no sabes dónde hay una pega buena? – Sí le dijo el loro –, donde un fulano que necesita una persona para que le cuide los caballos a la orilla de una laguna, pero ninguno ha sido capaz de descubrir el engaño, así que muchos han sido que han salido menos los dedos, menos qué sé yo, porque se los ha cortado el caballero. – Sí – le dijo el joven –, justamente mis hermanos han pasado por esa mala suerte. – Pero no se te dé nada – le dijo el loro – porque vas a ser mi amigo y en cada apuro que te encuentres, en cada situación difícil, no tienes más que decir: “Lorito por la virtud que Dios te ha dado”, y me pides lo que quieras y verás que yo andaré contigo siempre. – Muchas gracias – le dijo el joven. Comió una tortilla el loro, comió de todo y se separaron como buenos amigos, y se fue el joven a buscar la pega. Llegó allá al tiro y el caballero lo miró en menos. Lo consideraba tonto. – Este pobre – dijo –, ¿quizás qué va a meter al agua? Pero no importa. – Señor – le dijo el joven –, yo vengo por una pega. Me han dicho que usted necesita un mozo para que le cuide unos caballos ahí en la laguna de agua. – Sí – le dijo él –. ¿Tú quieres la pega? – Claro.
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– Ya, mira, el sueldo es tanto y tanto. Lo único que te advierto es que no metas nada en el agua porque al meter algo al agua, pierdes inmediatamente la pega. – Muy bien señor, ya queda todo entendido. Pasó una semana el joven con sus caballos a la orilla de la laguna y nada pasó. El caballero estaba admirado. Dijo: – Pero ¿cómo puede ser que este tonto ha salido tan habiloso y no ha metido nada al agua? ¿Cómo puede haber aguantado la tentación? El joven observaba todo y de vez en cuando lazaba a los caballos y se subía al caballo más lindo que tenía, muy manso. Se montaba a él en pelo no más. Entonces el caballero, extrañado, decía: – ¿Qué pasará? ¿Qué pasará? El joven llegaba generalmente todas las tardes con sus caballos y le servían bien y todo, total que el caballero lo estaba queriendo ya. Pero un día dijo el joven:
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– Éstas son leseras. ¿Voy a pasar todo el tiempo cuidando caballos a la orilla de la laguna? ¡No! Puede haber algo mejor para mí. Entonces vino con el cinturón y pescó el caballo más lindo y dijo: – Lorito, por la virtud que Dios te ha dado, ayúdame. Yo voy a hacer una cosa grande. Y metió toda la cabeza dentro del agua, toda la corona aquí ¿ah? y salió como que iba con un gorrito amarillo, pero en seguida se puso el sombrero encima. Los caballos se fueron disparados para la casa, pero él se subió en el caballo más lindo que tenía mansito ya. Se subió en él y se fue pero ¡patitas para que te quiero! por los caminos corriendo. El rico cuando echó de menos el caballo más lindo y al chiquillo, dijo: – ¿Qué es lo que ha pasado? Averígüenme. Y mandó a todos los empleados que tenía que fueran a buscar el caballo y a buscar al joven para castigarlo. ¡Qué lo iban a encontrar! No lo encontraron en ninguna parte. En todo el reino buscaron y nunca lo hallaron. – Ahora – dijo el caballero – se van a poner todos en facha para que salgan a la siga de él, porque tienen que encontrarlo aunque sea en el fin del mundo. Mi caballo no lo pierdo así y no sé qué este tonto habrá metido al agua. Ya, se montaron todos a caballo y se pusieron en guardia todos a servicio del caballero, para salir a la siga del chiquillo. Entonces vinieron por el camino un tropel, sus veinte, treinta soldados serían poco, y el joven se dio cuenta. Entonces dijo: – Lorito, por la virtud que Dios de ha dado, que mi caballo, a pesar de ser tan bonito, se convierta en un burro y yo en un tonto que ya está perdido en el barro. Y así era cuando llegó el regimiento de soldados: – Oye – dijeron –, ¿has visto pasar por aquí un chiquillo? Y le dieron todas las señales, en un caballo muy lindo de este y este color. – No he visto ninguno, señores – les dijo el joven –. Hace como más de media hora que estoy aquí perdido en el barro. Y estaba perdido en el barro él, y el burro también. Entonces pasaron los otros como un celaje, pasaron todos, buscándolo. Así pasó el peligro y el joven quería recobrar su forma de antes. Entonces le dijo al loro: – Lorito por la virtud que Dios te ha dado, quiero recorrer el mundo y que nada se interponga ante mí. Quiero ir por todas partes. Y lo hizo: se fue por un camino muy lejos, pero muy lejos del reino, un camino que ya no tenía nada que ver con el caballero donde había estado empleado, el dueño del caballo. – ¿Qué hago ahora? – dijo. – Lo primero que tengo que hacer es ir a dejarles todo lo que necesiten a mi madre y mis hermanos que están enfermos. Y dijo: – Lorito, por la virtud que Dios te ha dado, tú sabes la situación en que dejé mi familia cuando salí. Quiero ir a verlos y llevarles todo lo que necesitan. Inmediatamente tenía todas las cosas que necesitaba para ir a dejar a su familia y la fue a ver. La mamá le preguntó cómo le había ido y dónde estaba trabajando. Total que ella quería saber una infinidad de datos. Mamá – le dijo –, confórmese sabiendo que yo estoy bien y no me pregunte
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muchas cosas porque no le voy a contestar. Si alguien pregunta por mí, dígale que yo salí a rodar el mundo y no sabe dónde estoy. De nuevo salió de la casa y llegó a un reino, una parte donde había un rey muy rico, muy famoso, que tenía unas viñas preciosas y necesitaba un viñatero para cada viña. Y el que le presentara la mejor uva, el que le presentara el mejor vino de todo lo que producía la viña, ése iba a ser el esposo de su hija menor. Tenía tres hijas, princesas. Entonces dijo el joven: – Aquí está la mía. Aquí me voy a emplear. Y se presentó, pero sencillo así, en un caballito bien mala suerte y él un pobre diablo no más. Dijo que había sabido que el rey necesitaba un viñatero y que él venía a ofrecer sus servicios. – ¡Cómo no! – le dijeron los otros viñateros –. Converse con el patrón no más y le da el trabajo. Pero después dijeron: – ¡Éste va a cuidar la viña! ¡Éste no sirve para ninguna cosa! De verlo da no sé qué. ¡Tiene pinta de tonto éste! Lo miraron en menos. Pero el caballero, como había prometido que le daría la oportunidad al que fuera, le dijo que estaba bien no más, que le daba la pega, y le entregó la viña que tenía que cuidar. – Esta viña me va a cuidar – le dijo –. Me tienes que presentar lo mejor, porque el que me presente la mejor uva va a ser el esposo de mi hija. Le entregó su viña que tenía que cuidar, y el joven lo arreglaba con su puro caballo no más. Todo el trabajo hizo con su caballo y todas sus cosas hizo lo más bien. Pero nadie veía que cambiaba de actitud y que se adelantaba un poco. Cualquiera lo veía un pobre gallo así no más. Pero un día al caballero se le ocurrió ir a mirar la viña y vio que la uva de él era la más linda, la más rica, la más sanita, si parecía que no la habían picado ni los pájaros. En cambio las otras, ni con mucho que las cuidaran, estaban así no más. Claro, es que el joven le había pedido al lorito: “Lorito, por la virtud que Dios te ha dado, que mi viña sea la que sobresalga y que no haya otro que la tenga mejor que yo.” – ¡Úy! Pero he ido a dar una vuelta por la viña y encuentro que la viña del tonto es la más linda – dijo el rey, porque el tonto lo llamaban, si éste es el cuento del tonto. – La viña del tonto es la más linda, la más impecable – dijo –. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo la ha cultivado? Y los otros estaban pero quemados. Dijeron: – ¿Cómo puede ganar ese tonto sin destino que no tiene ni idea de los trabajos? ¿Nos va a ganar a nosotros? Entonces un día le dijo el joven al lorito: – Lorito por la virtud que Dios te ha dado, quiero que mi caballo sea el mismo caballo negro que yo saqué de allá, que me traje de la orilla de la laguna, y para mí quiero un traje negro, pero muy bien, bien encachado y muy bien montado; que todo mi apero sea de lo más impecable.
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Y se puso a trillar la viña para arriba, para abajo de a caballo y no había quién lo detuviera. Cuando lo vio, el rey mandó que fueran los guardias para que detuvieran a ese hombre que estaba estropeando la viña. Dijo que sería hecha una calamidad. ¿Cómo era posible? Pero nadie lo podía detener, no había caso. Estaba pero desesperado, pateando para arriba y para abajo, corriendo como que andaba corriendo carrera. – Aquí sí que le llegó al tonto – dijeron los otros –. Le hicieron tira la viña. ¡Éstas sí que son grandes! Pero mejor, porque ya no se va a casar con la hija del rey. ¡Que fue una pura prueba de él no más! Y al día siguiente en la mañana tempranito: – Lorito – dijo –, por la virtud que Dios te ha dado, hoy me toca rendir cuentas y quiero que mi viña sea la mejor de todas, que no haya ninguna otra que la empareje. Tenía que llevar él la mejor uva, un canasto de la mejor uva a presencia del rey. Pero ¿cómo iba a creer el rey que le iba a llevar uva buena, puesto que la había visto trillar el día antes? Pero el caso fue que él fue quien presentó mejor uva que todos. Una uva exquisita, pero sin ninguna machucadura, nada, nada, nada, la más rica, lozana. Entonces el caballero dijo: – ¿Cómo puede ser esto, si ayer pasaba por encima de la uva un hombre de a caballo? Entonces ¿cómo puede traer la uva más buena? Pero vayan a verla, vayan a verla. Fueron a ver la viña. Claro estaba lo más linda, como si no hubiera pasado nadie de a caballo encima. – Cosa admirable – dijo el rey –, pero tengo que aceptarla porque así fue mi contrato. Así que fue obligado de darle al joven la mano de su hija menor. La niña tenía más o menos idea de que el joven tenía cambios y que si había veces cuando parecía tonto, había otras cuando no lo parecía, y por eso lo aceptó con gusto, pero no así sus hermanas que le empezaron a hacer burla. – ¡Oh! – le dijeron – el novio que vas a tener ¡por Dios! ¡Esto es el colmo, casarte con un tonto! La chiquilla aguantaba no más las humillaciones. Y el rey, como había prometido que él le daba la mano de su hija al que presentara la mejor uva y el joven había presentado mejor que ninguno, tenía que cumplir su palabra. Y así lo hizo; le dio la niña. Pero usted sabe que las mujeres somos bien observadoras a veces. Los hombres tienen hartos cambios, pero las señoras andamos siempre pegaditas mirando pues. Así que yo creo que la niña se había dado cuenta que el joven tenía algo raro, tenía sus cambios, y por eso lo aceptó con todo gusto y feliz. Cuando las hermanas trataban de apocarla y humillarla porque se había casado con un tonto, ella se reía no más y les contestaba puras evasivas. Entonces el rey le dio a la princesa una casita aparte donde vivieran y allí estuvieron viviendo un buen tiempo sin novedad los dos. El joven seguía aparentando como que era un tonto para que la gente se convenciera que era un pobre gallo no más. Luego, un poco más adelante, parece que el país del rey entró en guerra y como rey que era, tenía que ir él a la guerra y llevar toda la gente que tuviera para que defendieran el estado allí donde vivían. Esa parte podría ser igual que vivir aquí en Chile y que un fulano cualquiera se pusiera en guerra y tendría que llevar todos los ricos, por
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ejemplo, llevar a toda su gente para combatir. El caso es que este rey fue llamado a la guerra y para ir tenía que llevar a toda su gente para que defendiera su reino. Un día salió él con un grupo de gente, pero no volvieron ni la cuarta parte. La mayoría murieron en el campo de batalla. Otro día salió con otro grupo y pasó igual y así siguió hasta que le iba quedando pero muy poca gente; no tenía a qué atenerse. Pero estaba su yerno calladito y en el último día del combate, cuando el rey vio perdida toda su fuerza y vio que ya no iba a poder resistir más, porque casi toda la gente se le había muerto, casi todos los que eran buenos para defenderlo ya habían muerto, ahí el joven no resistió más. Entonces le dijo al lorito: – Lorito por la virtud que Dios te ha dado, necesito mi caballo mejor, el que yo traje de allá de la laguna, necesito la mejor armadura, las armas más fuertes. ¡Cuando él no había manejado arma ni nada, ninguna cosa! ¡Imagínese usted! – Una espada por lo menos necesito – le dijo al lorito –, y que sea la más valiosa que haya para poder defender a mi suegro. Entonces en un momento se vio transformado en un soldado, pero de mucha altura, muy bonito, preparado, y partió corriendo. Ya no quedaba casi nadie de la gente del rey, de la gente que iba por el camino. Cada día las mujeres veían morir a sus maridos pues. Entonces vieron pasar a este caballero por el camino, pero como un celaje, y allá en el campo de batalla llegó en el medio defendiendo al rey. Cortó cabezas para lado y lado con la espada. Cortaba cabezas, pero como quien segaba trigo. El caso es que no le quedó enemigo parado. Venció completamente, y cuando había vencido completamente, el rey dijo: – ¡Tómenlo! ¡Sujétenlo! Quiero saber quién es. Quiero saber quién es, así que sujétenmelo porque quiero darle las gracias. ¡Qué se les botó al lobo! No había caso que lo pudieran pillar. Pero cuando ya no pudo esquivarse más, entonces le dijo el rey: – Quiero saber, señor, quién es usted. Porque ésta es una gran cosa que usted ha hecho por mi país y quiero agradecerle. Quiero saber de dónde viene, de qué reino, de qué país. Entonces ahí el joven no aguantó más y dijo que él era el esposo de la hija menor del rey. – Yo soy su yerno – le dijo –, el esposo de su hija menor. Pero el rey se quedó de una pieza y todos los que estaban con él igual, porque si lo habían visto como un pobre gallo no más y nunca se habían imaginado de que fuera él un gran guerrero y que los iba a ir a defender. Entonces se lo llevaron a casa en andas por los aires y llegó el rey al palacio presentándoselo a los demás y a las otras dos hijas. – ¡Mi yerno! – dijo –. ¡Mi yerno! ¡Mi yerno! Y la princesa, su esposa, no estaba tan sorprendida, porque siempre había sabido que tenía una virtud. No sabía qué virtud era, pero por lo menos sabía que él tenía cambios. Y ahí se celebró la fiesta, pero todos encantados de la vida al ver que el joven había vencido hasta el último. El lorito ayudó hasta el final. En seguida el joven fue a ver a su madre y sus hermanos y les comunicó la noticia de que se había casado con la princesa y les preguntó si querían ir a vivir con él. Y se acabó el cuento y se lo llevó el viento.
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Un cuento de cuando había gigantes Éste es un cuento bien antiguo de cuando había gigantes, calcúlese de cuando había gigantes. Ahora esas cuestiones no se ven. ¿O se creerá la gente todavía en eso? Yo creo que no. Bueno, gigante o un hombre malo, un hombre de malas intenciones y muy macanudo y muy prepotente, sería casi la misma cosa ¿no es cierto? Una persona prepotente con mucho poder, que nadie se le puede poner por medio, se podría pensar que puede ser un gigante ¿no es cierto? porque no se puede vencer. Entonces puede ser que en este tiempo también haya.
É
sta es la historia de dos niños, un niño y una niña, que quedaron solos. Se les murieron sus padres y quedaron en un lugar de campo, muy abandonado, viviendo en el ranchito que había sido de sus padres, sin más herencia que un caballito que le había dejado el papá al hijo. En un principio les quedó algo de comer en la casa, pero después, con el tiempo, se les fue terminando y se alimentaban con la fruta silvestre que encontraban en los campos. El joven salía a cazar pajaritos y conejos para comer, pero un día le fue mal. Anduvo casi todo el día y no cazó nada, hasta cuando ya venía de regreso a su casa, al atardecer, y ahí halló un conejo. Cuando ya estaba por llegar a su casa, se encontró con un viejito que andaba con dos perritos. El viejito le dijo: – Mi´jito ¿me das el conejo? – Abuelito – le dijo –, en mi casa no hay que comer porque vivo yo solo con mi hermana y no hallamos qué hacer, pero si usted lo necesita más que yo, se lo cedo, se lo doy. Y se lo dio al viejito. Entonces el viejito le dijo: – Hijo mío, en pago de tu buena obra que has hecho conmigo, te voy a regalar estos perritos. Con ellos vas a cazar todos los días y nunca te va a ir mal. Y le dio los dos perritos, muy lindos, muy chiquititos, muy mononitos. – Uno se llama Rompefuerte – dijo – y el otro Quebracadenas; ésos son los nombres que tienen los perros. Llegó el joven a la casa contento con sus perros; y los perros, como si lo hubiesen conocido toda su vida, lo siguieron inmediatamente. Le dijo su hermana: – Bueno ¿y qué traes? – Nada. Fíjate, que traía un conejo, pero se lo he tenido que dar a un abuelito porque lo necesitaba más que nosotros, porque a ti te queda algo para ahora. Mañana voy a salir tempranito con mis perros a cazar. A la hermana no le pareció muy bien, pero de todas maneras se quedó callada. Al día siguiente salió él con sus perros tempranito y le fue pero bien, bien. Trajo pajaritos, conejos, de todo le trajo a su hermana, cosa que tuvieran para comer varios
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días. Y esto era la tarea de todos los días. No tenían que trabajar, ni nada, no más que vivir ahí en ese ranchito y alimentarse con la caza que hacía el joven por los campos. Entonces un día el joven se internó mucho en un bosque con los perros, y mirando por todos lados, le parecía que era un lugar desconocido, porque nunca se alejaba mucho de la casa, sino quedaba en los alrededores no más. Miraba, miraba, y a cada rato encontraba más lindos los bosques. No pensó en nada, mirando, mirando no más, muy tranquilo. Hasta se había olvidado de los perros, cuando de repente los sintió que estaban ladrando desesperados por en medio de la espesura del bosque, del monte. Fue a ver lo que les pasaba y los encontró ladrando delante de una casa tan linda, pero preciosa, como castillo. Los perritos ladraban, porque había señales de vida ahí y se veía que podía haber gente. Quedó él todo admirado y miró la casa y llamó, pero nadie salió. – ¿Esto estará abandonado? – dijo –. Si estuviera abandonado, vendría yo a vivir aquí con mi hermana porque esto está muy lindo. Siguió avanzando, avanzando y entró para adentro. Ahí siguió recorriendo todas las dependencias y no se veía nadie. Así que siguió andando y cuando llegó a una gran galería, de repente salió un tremendo hombre y le dijo: – ¿Qué haces aquí ladrón? Vienes a robar. ¿Qué es lo que vienes a hacer aquí? El chiquillo estaba todo confundido, no hallaba qué hacer, porque nunca se había visto antes en una situación tan desesperante. – No señor, yo no venía a robar – le dijo –. Venía por curiosidad. Me llamaba la atención de venir a mirar porque nunca había visto una casa tan bonita como ésta. – No tienes nada que venir a hacer aquí – le dijo el otro –. Te voy a matar. Aquí mismo te voy a degollar. Dijo el joven: – Aquí está la muerte mía. No sabía defenderse porque era muy chico, muy joven, y además nunca había peleado, así que ¡imagínese como estaba! Pero de repente se acordó de sus perros y dijo: – Como yo no ando solo, ando con mis perros, en algo me van a favorecer. El gigante ya lo tenía listo, lo había levantado por los aires y estaba a punto de cortarle la garganta, cuando se acordó y dijo: – ¡Rompefuerte! ¡Quebracadenas! Favorézcanme mis perritos. Y los perros, pero como una ilusión se fueron sobre el gigante y lo empezaron a morder por las piernas, lo mordieron por todas partes, y se vio obligado a soltar al joven. En seguida el joven tomó la misma espada que el gigante tenía y se la empezó a correr por todas partes hasta que lo venció. Cuando ya lo tuvo en el suelo, cortado por todas partes con siete heridas, le dijo el gigante: – Me has vencido, y como me has vencido serás el dueño de este castillo. Te lo entrego porque has sido valiente, me has sabido vencer. Vive en él todo el tiempo que quieras, pero a mí, enciérrame donde nadie me vea, ahí quiero terminar mi vida. – ¿Dónde? – le preguntó el joven. – Mira – le dijo –, ahí hay una puerta. Llévame ahí y de esa puerta pasa a otra y a otra, hasta que hayas pasado por siete puertas, una tras otra. En la última depen-
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dencia adentro me dejas guardado y te guardas la llave. Vuelve cerrando las puertas y llévate la llave, pero no le digas a nadie que estoy encerrado en esa parte. Así lo hizo el joven, fíjese; llevó al gigante como pudo adonde le dijo que lo llevara. Ahí lo dejó tendido en un camastro que tenía y le cerró la puerta con llave y se fue. Entonces cuando llegó de nuevo a su casa, le dijo a su hermana: – Fíjate que he encontrado un castillo abandonado en el bosque, muy lindo, y quiero que nos vayamos a vivir allá. Hay de todo en esa casa. No vamos a pasar necesidad porque, si tú vieras, hay dependencias que tienen todo lo que necesita uno. Así que vamos allá. La niña creía que era un sueño de hadas y dijo: – ¿Cómo se va a encontrar una casa abandonada? – Pero sí, no te digo. Así que júntate lo que quieres llevar, tus cosas no más, tus recuerdos más queridos, y todo lo demás lo dejamos aquí porque no tenemos necesidad de llevarlo. Y así lo hizo la niña; juntaron las cosas y se fueron, se fueron muy tranquilos a la casa del bosque, muy linda la casa, y ahí se instalaron. La niña corría por una puerta y por otra. Lo encontraba todo tan lindo y por todas partes había cosas que ella necesitaba, así que de ahí en adelante ya no iban a tener necesidad. El joven salía todos los días en su caballo a recorrer los bosques, a conocer más, y volvía muy tranquilo. En la cartera de su chaleco tenía la llave de la puerta de la pieza donde estaba guardado el gigante. La llevaba y siempre que se cambiaba ropa, la sacaba de un chaleco y la ponía en el otro, con el fin de que no se le fuera a perder la llave. Así pasó el tiempo. Vivieron muy felices un buen tiempo. Pero un buen día, como nunca falta la tentación, al cambiar su chaleco, a él se le olvidó de sacar la llave. La niña había recorrido toda la casa, conocía las dependencias al revés y al derecho, sabía cuál era la llave de cada puerta, todo, todo, todo. Entonces cuando encontró la llave, limpiándole la ropa dijo: – Todas las llaves de la casa yo las conozco y las tengo en un manojo, pero esta llave ¿de qué puerta puede ser? Y le bajo la curiosidad. No ve que las mujeres somos un poco curiosas a veces y queremos saber. Le bajó la curiosidad y dijo: – Pero la he de probar por todas partes hasta que logre ver de dónde es. Así lo hizo; fue probando la llave. Cada vez que el joven salía, ella se acordaba. Tomaba la llave y partía probándola por toda la casa hasta que dio con la puerta. Cuando dio con la puerta, la abrió y siguió avanzando. Había otra puerta y otra y otra, y la llave a todas las puertas les hacía, hasta cuando ella llegó a la última puerta. Ahí encontró al gigante. Él le dijo: – ¿Qué vienes a hacer aquí mujer? Tu hermano me tiene por siete heridas sangrante y todavía tú vienes a reírte de mí. Ella se quedó de una pieza porque no sabía la historia. – ¿Cómo? – le dijo. – Sí – le dijo –, tu hermano me venció en una lucha cuerpo a cuerpo y aquí me tiene. – ¿Cómo puede ser – le dijo ella – que me hermano te haya dejado herido y
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no te curó? – No – le dijo. – Pero yo te voy a curar – le dijo ella –. Yo te voy a sanar las heridas que tienes. Y fue por agua oxigenada, por curaciones y todo, y le curó las heridas y en seguida lo dejó. Lo encerró nuevamente, pero le dijo que al día siguiente volvía. Al día siguiente volvió otra vez y todos los días lo visitaba. El joven ni se daba por entendido que la llave se la habían sacado. Le llevaba comida al gigante ella, le llevaba todo ¡imagínese! Lo atendía re bien y el joven seguía saliendo, inocentemente. Cuando ya el gigante estuvo recuperado de las heridas y había cobrado nuevamente fuerza, le dijo ella: – ¿Qué vamos a hacer ahora? – ¿Qué vamos a hacer? – le dijo –. Lo único que podemos hacer, si tú quieres que yo siga viviendo, lo único que nos queda, es matarle a tu hermano.
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– Pero ¿cómo lo vamos a matar? – dijo ella. – De otra manera no podemos – le dijo el gigante –, porque yo sé que si no, él me va a vencer de nuevo. No podemos hacerlo de otra manera. – ¿Qué podemos hacer entonces? – Mira – le dijo –, esta noche va a venir a comer, y en la comida le podemos echar un poco de veneno. Le vas a echar estas gotas y verás que con eso se va a morir. Ya llegó la noche, y el joven vino a comer. La hermana muy atenta lo recibió y le dijo: – Te tengo una comida lista. Te voy a servir inmediatamente. Puso la mesa muy correcta, muy atenta, pero al tiempo que el joven se iba a servir, vinieron los perros y le dieron vuelta la mesa, así que él no comió nada. Si hubiera comido, hubiera muerto pues. Pero como los perros le dieron vuelta la mesa, no comió nada y se salvó. Entonces dijo él: – ¿Qué habrá pasado? ¿Por qué los perros me dieron vuelta la mesa? No importa. No tengo hambre ahora, así que no voy a comer. Él ni se maliciaba que su hermana lo quería envenenar. Al día siguiente ella le contó todo al gigante. – Fíjate – le dijo –, que le tenía el plato listo con lo que tú me dijiste y resulta que los perros le dieron vuelta la mesa y él no comió nada. – ¡Por Dios! Vamos a tener que buscar otra manera – le dijo. – Entonces ¿ahora qué puedo hacer? – Mira – le dijo el gigante –, le vas a poner una aguja en la cama. Entonces cuando él se vaya a acostar se va a clavar en la aguja, y esta aguja va a estar envenenada, así que va a morir. – Ya. Fue y le puso la aguja en la cama. Pero al tiempo que el joven se iba a acostar entraron los perros y le hicieron tiras la cama. Le sacaron los colchones. Él los miraba no más porque todo lo tomaba por gracia. Luego dijo: – Pero ¿cómo esos perros me sacaron la cama? Y palpó la aguja y ahí se dio cuenta de que había una trampa. – Bueno ¿qué es lo que pasa? Entonces al día siguiente su hermana amaneció muy enferma. – ¡Uy! hermano – le dijo –, que estoy tan enferma. – ¿Qué te pasó? – ¡Oh! tengo una fiebre tremenda. Debo tener mucha temperatura y no sé qué voy a hacer. Fíjate, me gustaría comer unas naranjitas amargas, de ésas que hay en el huerto, pero no las puedo sacar. Si pudieras tú sacarme unas pocas para hacer un poco de jugo de naranja. – Ya – le dijo él –, te las voy a sacar pues hermana, aunque me tenga que subir a la última copeta. En cuanto salió él de la casa, la hermana se levantó de la cama y encerró a los perros, porque maliciaba que los perros le iban a salvar de esta situación. Pero él no maliciaba que ella le podría haber hecho algo. Se fue y subió arriba del naranjo a sacarle unas naranjas a la hermana y cuando estaba arriba, el gigante apareció abajo.
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– Aquí te quería pillar – le dijo –, con que sacando naranjas ¿ah? Vamos a ver si vas a bajar con las naranjas de ahí. Tenía un tremendo cuchillo, listo para ensartarlo no más. Ahí se dio cuenta él que su hermana lo había traicionado. Se acordó de la llave inmediatamente, se acordó de la llave, y ahí se dio cuenta de que su hermana le había robado la llave y que debido a eso eran las cosas graves que le estaban sucediendo; eso de que los perros le habían botado la mesa y todas esas cosas. Entonces le dijo el gigante: – Si todavía te queda un poco de valor, haz una oración porque vas a morir. Ésta es tu última hora. Reza si quieres, haz lo que quieras, pero no te vas a salvar de mí esta vez. Entonces en vez de rezar, empezó a llamar: – ¡Rompefuerte! ¡Quebracadenas! ¡Rompefuerte! ¡Quebracadenas! Empezó a llamar a los perros, pero calladito, espiritualmente no más se podría decir. Y de repente aparecieron los perritos, y eso que se los tenían encerrados. Aparecieron los perros y empezaron a morder al gigante, igual que la primera vez, pero con más deseo todavía. En eso el joven se dejó caer abajo, le quitó al gigante la espada con que iba a matarlo a él y empezó a corrérsela en todas partes hasta que lo mató. Mató al gigante y lo dejó estiradito ahí. Tenía que salvarse la vida pues. Y en seguida le dijo a su hermana. – Con que usted fue hermana – le dijo – la que me traicionó –. No importa, pero zapatos de fierro tendrá que gastar para que me encuentre. Me voy y no vuelvo nunca más, y aquí se queda usted. Ella lloró amargamente, le pedía perdón, pero no hubo caso. – No – le dijo –, no me quedo aquí. Adiós. Quédese usted solita no más. Yo me voy. Y se fue. Tomó su caballo y sus dos perritos y se fue muy tranquilo. Llegó a un pueblecito chico, y como era el atardecer ya, el oscurecer, golpeó a la puerta de una casita pobre así. Salió una viejita y le dijo: – Abuelita ¿Me podría dar un vasito de agua? Vengo de muy lejos y tengo una sed tan grande. – ¡Ay! hijo – le dijo la viejita –, si usted supiera lo que cuesta el agua. – ¿Y por qué abuelita? Si el agua no se vende. – Así debería de ser – le dijo la abuelita –, pero resulta que aquí cada vez que se consigue un poco de agua tiene que morir una mujer. – Y ¿por qué abuelita? – Porque en el estanque donde está el agua – le dijo – hay una serpiente de siete cabezas que vive ahí. Esa serpiente ataja el agua y para que largue el agua hay que llevarle una niña. Cada vez que le llevan una niña, mientras ella se la come, el agua corre a raudales por el estero para abajo. Pero una vez que ella se la ha comido, ataja nuevamente el agua y carecemos de agua días enteros sin hallar qué hacer. Hoy justamente le llevan la hija del rey, una niña muy linda. Se la van a dejar ahí, y mientras que se la come la serpiente, va a correr el agua. Nosotros siempre aprovechamos de guardar el agua en todos los tiestos que tenemos con el fin de que no haya escasez. – Así que por la vida de una mujer toman agua ustedes.
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– Sí pues hijo. ¿Qué vamos a hacer? – ¿Y nadie ha sido capaz de luchar para terminar con eso? – No pues hijo. Aquí no hay valiente. – Gracias abuelita – le dijo. Le dio un poquito de agua sí, la viejita. – Voy a ir a recorrer – le dijo –. Quiero conocer el pueblo. – ¡Ah! – le dijo la viejita –, a las doce del día en punto van a dejar a la hija del rey allá, a la orilla de la laguna donde está la serpiente. – Voy a darme la vuelta por allá abuelita – le dijo –, a ver si puedo ver algo. Se fue el joven. Dejó sus cosas allí no más, su equipaje en la casa de la abuelita, llamó a sus perritos y se fue. Entonces llegó a la laguna cerca de las doce y ahí venían unos emisarios del rey a dejar a la niña a la orilla del estanque. La dejaron allí solita con la vista vendada con un pañuelo y se fueron. El joven estaba escondido en unos matorrales, mirando. Cuando la dejaron sola, vio que la niña lloraba amargamente, imagínese, si iba a una muerte segura. Entonces él se acercó de ella y le sacó la venda, el pañuelo, de los ojos. Se lo guardó para sí y dijo: – Señorita ¿por qué ha venido usted para aquí? Le dijo ella: – Vengo a sacrificarme para que los súbditos de este pueblo tengan agua. Me han venido a dejar aquí para que la serpiente me mate. Le dijo él: – No señorita, la serpiente no la matará. En eso se sintió un tremendo estruendo y un ruido tan fuerte que parecía que se venía abajo todo el cerro. Era la serpiente que venía bajando. Entonces se preparó el joven. Dijo a la niña que se ganara hacia un lado no más o si quería, que se fuera a su casa. La niña se quedó mirando a ver qué era lo que podría hacer y dijo: – Si no muero yo, va a morir él entonces. Cuando apareció la serpiente, el joven empezó a luchar y a darle con la espada del gigante que tenía todavía, su espada de guerra. Empezó a darle tajos por todas partes. Y en seguida llamó a sus perritos: – ¡Rompefuerte! ¡Quebracadenas! ¡Ayúdenme a vencer a ésta! Y en dos por tres, con la ayuda de los perros le dio el bajo a la serpiente. Entonces ¿sabe lo que hizo? Le cortó las lenguas de las siete cabezas. A cada cabeza le cortó la lengüita y las amarró en el pañuelo de la niña y las guardó. Luego le dijo a la niña: – Ahora señorita váyase tranquila a su palacio no más. Y en el palacio había un negro, muy re feo el negro, era negro, negro, cholo, y ése sabía que el rey había ofertado la mano de la princesa a aquel que fuera capaz de vencer a la serpiente. Y el negro se llevaba dando vuelta por ahí donde estaba la serpiente, pero a lo lejos, cosa que no fuera a darle miedo. Entonces él vio la serpiente y creía que estaba calentándose al sol y dijo: – ¡Uy! La serpiente está calentándose al sol. Y se fue allegando de a poquito, de a poquitito, hasta que llegó donde estaba
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la serpiente y la tocó y vio que no se movía: ¡Uh! – dijo. Y le empezó a dar con el hacha, hachazos, pero por todas partes. – Yo maté la cherpe – dijo –. Yo maté la cherpe. Y vino y le cortó las cabezas, las siete cabezas, y las plantó arriba de una carreta que se iba para el palacio y dijo: – Yo maté la cherpe, yo maté la cherpe. Muy contento estaba porque había matado la serpe; y el agua corría. Y las pobres señoras guardaban agua en todos los tiestos que tenían, con el fin de no quedar sin agua después, porque ellas no se imaginaban lo que había pasado. Cuando ya llegó la niña al palacio, sana y salva, y el negro llegó con las cabezas de la serpiente en la carreta, corrió por todo el pueblo, por todo el reino, la noticia de que el negro había matado la serpiente y que iba a tener que casarse la niña con él, porque el rey tenía ofrecido de que él que matara a la serpiente era dueño de la mano de su hija. La niña sabía que no había sido el negro, pero dejó la cosa no más, porque ella no sabía de dónde era el joven que la había favorecido, ni sabía si era de este pueblo o no era, o si volvería o no volvería, no sabía nada. Lo único era que se veía muy triste. Así que lo mandaron a buscar al negro porque la palabra del rey tenía que ser cumplida. Él había prometido que él que matara a la serpiente era dueño de la mano de su hija y cumplía su palabra. Pero primero mandaron a buscar un saco de arena al mar para que se fregara, bien fregado el negro, a ver si se blanqueaba un poco, pero lejos de blanquear, si era negro antes, se puso morado, imagínese usted, de tanto fregarlo. Pero ya de todas maneras el casamiento se hacía y empezaron a prepararlo. No ve que dicen que los reyes antes preparaban la boda durante ochos días, ocho días creo que se reunían. Y empezaron a preparar la fiesta para el casamiento y todo, pero la niña se veía muy triste, ni conversaba con nadie. Entonces la primera noche de la fiesta, al negro lo metieron en un traje de etiqueta, pero la cosa más fina. Llegaba a brillar al lado de la princesa. Todos estaba sentados a la mesa, el papá y todos los de la corte, toda la gente más cerca de la familia, muy bonito. La mesa estaba puesta con los mejores servicios y todo estaba en punto de servirse. El joven estaba allá en la casa de la abuelita donde había llegado primero de hospedado y dijo: – Yo pasando hambre aquí – porque la viejita era pobrecita; no tenía que darle, no tenía grandes cosas –, yo pasando hambre aquí y en el palacio se está celebrando una fiesta que podría ser en mi honor. ¡Rompefuerte! ¡Quebracadenas! ¡A buscar mi parte! Fueron los perros y empezaron a tirar el mantel con las cosas. Lo empezaron a tirar, a tirar, a tirar, hasta que sacaron todo al suelo. Bueno, total el rey no se enojó. Dijo: – Ésta no es ocasión para enojarse, así que cualquier cosa. La niña inmediatamente conoció los perritos. Sabía que eran los perritos del joven que la había salvado, y se alegró harto. Y al rey le causó mucha admiración porque la niña en vez de enojarse se había alegrado tanto, pero no dijo nada.
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– Ésta es la primera noche de la boda, y con una cosa tan poca no nos vamos a enojar. Volvamos a servir nada más y listo ya – dijo. Pero el joven se servía de todo con la abuelita en su casa. A la noche siguiente, igual cosa. Nuevamente prepararon la fiesta y los mejores manjares, las cosas más ricas, y ahí volvieron los perros a repetir la gracia. ¡Ya fue el colmo! La servidumbre se puso furiosa, porque no ve que ellos tenían que estar sirviendo de nuevo, arreglando de nuevo todas las cosas. Pero la niña se alegraba montones y les decía: – No se enojen, no se enojen, porque yo no quiero ver a nadie enojado. Son las noches de mi fiesta y no quiero que nadie esté enojado. Así que por favor ¿qué les cuesta servir de nuevo? – porque ella más o menos maliciaba por qué los perros hacían eso. Pero a la tercera noche todos ya anduvieron enojándose y el rey también se enojó y dijo: – Si aparecen otra vez esos perros, vamos a seguirlos y vamos a saber de dónde son: tenemos que saber de dónde son. Así lo hicieron. Esperaron la hora que estaba todo servido y cuando llegaron los perritos, inmediatamente los siguieron. Salió el rey con su hija y toda la comitiva a la siga de los perros. Cuando llegaron a la casa de la abuelita donde estaba el joven, le dijo el rey: – ¿Usted es el dueño de estos perros? – Sí señor – le dijo el joven –, soy el dueño. – ¿Y usted sabe el daño y el perjuicio que han estado haciendo? – No – le dijo –, no he sabido eso. – Mire – le dijo el rey –, estamos en una fiesta. Estoy celebrando con anticipación la boda de mi hija y resulta que estos perritos llegan allá y nos hacen la grande, si no salen con los manteles, con los servicios, con todas las cosas. – Sí señor – le dijo el joven –, mis perros han ido allá porque yo soy el que debía estar sentado a esa mesa y no el negro. – ¿Pero por qué? – le preguntó el rey –. Yo prometí que a él que matara la serpiente le daba la mano de mi hija, y él la mató pues, si trajo las cabezas en la carreta. – Pero ¿se ha fijado, su excelencia, si las cabezas venían con lenguas? – ¡Ah no! – le dijo –. En ese detalle no me he fijado. – Mire si acaso vienen con lenguas porque yo sé que vienen sin lenguas, las lenguas están aquí en este pañuelo. ¿Conoce usted este pañuelo? – Claro que sí. Es el pañuelo de mi hija. Y la niña se alegró montones. – Sí papá – le dijo –, sí este joven fue el que me salvó. Yo no te quería decir nada porque las cosas estaban todas dispuestas a tu manera, pero yo sabía que algún día tenía que salir la verdad. – Sí – le dijo el joven –, yo fui el que salvó a su hija. Y se volvieron a hacer las fiestas de nuevo en honor de los dos jóvenes. Y se casaron pues y cuando venían saliendo de la iglesia para afuera, se encontraron con el viejito que le había dado los perritos al joven cuando vivía en su casa de campo con su hermana.
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– Hijito mío – le dijo –, veo que eres muy feliz. – Si abuelito – le dijo –, pero ¿cómo ha podido aparecer usted acá? – He venido a felicitarte – le dijo – y a desearte toda la felicidad del mundo, y a la vez quiero que me entregues los perritos. – Pero ¿cómo se los voy a entregar abuelito – le dijo el joven – siendo que son mis perros? Me han salvado tantas veces y yo los quiero tanto. – Pero ya no los vas a necesitar – le contestó el viejito – porque toda tu vida de aquí en adelante será pura felicidad. Además vas a vivir en un palacio y ahí no puedes vivir con los perros. Entonces el joven le dijo: – Bueno abuelito, si usted los necesita, se los entrego. El viejito los tomó en la palma de la mano, les pegó un soplillo y se volvieron dos palomitas y se fueron. Era taita Dios pues el que lo había favorecido. Se ve ¿no es cierto? Se terminó el cuento.
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Don Alonso
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ra una mamá que quedó viuda y quedó sola con su hijo. Quedaron los dos solos en un campo, en una parte muy sola. Les había dejado el papá la casita donde vivían y un pedacito de suelo para trabajar. Ahí el hijo trabajaba para darle sostén a su madre, pero no avanzaba nada porque la tierra era mala y poca. Así que él se encontraba un poco aburrido y postergado porque no había ningún porvenir para él. Tenía un caballito y salía de a caballo para no andar a pie. Salía así a los alrededores a ver acaso qué cosas más podía haber lejos de donde vivía, para conocer un poco más, porque no conocía nada más que esa parte donde había nacido. Cada día se alejaba más de la casa, andando, y un día se encontró perdido en un bosque, y no hallaba cómo regresar a la casa porque no sabía por dónde había entrado. Ya se veía en el medio del bosque, sin saber para dónde seguir, cuando divisó una casa muy bonita, grande; se veía muy bonita, muy buena. Se acercó a la casa y golpeó a la puerta, pero no salió nadie. Entonces empezó a ver por dónde podría entrar, a ver si acaso había gente. Cuando ya estuvo adentro, anduvo recorriendo por varias partes y dijo: – Esta casa está sola, abandonada. ¿No vivirá nadie aquí? Pero en eso de repente apareció un tremendo hombre y le dijo: – ¿Qué buscas aquí intruso? Le dijo él: – Perdone señor, yo creía que la casa estaba sola. Llamé y nadie me contestó, entonces me vi obligado a entrar para pedir un poco de agua o algo de comida porque tengo hambre y me encuentro perdido en el bosque. El hombre se enojó bastante con él, un gigantón tremendo, y le dijo: – Aquí vas a morir. Tú me vas a servir de comida a mí. Entonces el joven se vio harto apurado en ese momento y dijo: – ¿Qué voy a hacer? Aquí éste me va a matar. Y empezaron a luchar los dos, él con el gigante. Tanto habían luchado ya que el gigante lo tenía bien dominado al joven, pero él se valió de su astucia y como era más chico y más liviano, siguió luchando hasta que lo venció al gigante y lo tuvo en el suelo. Cuando ya lo tuvo en el suelo y bien golpeado ya, el hombre se dio por vencido y le dijo: – Sos harto astuto para pelear y me has vencido, pero todavía falta mucho. Entonces se las valió de alguna manera y siguió luchando para salir victorioso, pero no pudo vencer al joven; total que al último ya le dijo: – Bueno, me venciste en buena ley, pero quiero que me escondas en una parte donde nadie me vea, porque yo voy a desaparecer de aquí y tú, como me has vencido
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en buena ley, te quedarás dueño de mi casa. Entonces dijo el joven: – ¡Qué bueno! Porque aquí me puedo traer a mi mamá que por allá está tan abandonada en una parte que no sirve para nada. – Y me vas a encerrar – le dijo el gigante – en una pieza que yo te voy a indicar. Lo llevó el joven como pudo y lo fue a dejar a la pieza que le dijo. – Pero eso sí – le dijo –, que no quiero que nadie me vea, que nadie se venga a meter aquí donde yo estoy muy tranquilo, porque aquí quiero terminar mi vida. Y le puso llave a la puerta el joven, la guardó y se fue. Se fue y llegó de noche a la casa de la mamá, y la mamá estaba bien intranquila porque pensaba que le podría haber pasado algo. – ¿Qué te había pasado hijo mío que no llegabas? – le dijo. – No sabes mamá – le dijo –, he andado tanto, medio perdido en un bosque, sin saber cómo entré al bosque y sin saber por dónde salir; pero te traigo buenas noticias. Fíjate, me encontré con una casa sola, una casa tan linda que tiene jardines, prados, qué sé yo, donde podemos vivir. – Pero ¿cómo vamos a vivir allá hijo? – le dijo ella –. Esa casa tiene que tener dueño y cualquier día va a aparecer el dueño y nos va a botar para afuera. – ¡Qué importa mamá! Vámonos no más – le dijo –. Yo lo que sé decirte es que la casa está sola. Tanto la entusiasmó a la señora, que como eran pocas las cosas que tenían, eran tan humildes, tan pobres, tomaron sus cositas de más importancia no más y se fueron; se fueron a vivir allá. ¡Linda la casa! La señora la recorrió por todas partes y vio que era una maravilla. Entonces él le dijo: – Bueno, aquí mamá, usted va a ser como la dueña de casa y yo voy a trabajar y vamos a vivir una vida muy feliz. Él lo pensaba así, pero no todo había de ser felicidad. Entonces pasó el tiempo; él trabajaba, sembraba, plantaba alrededor de la casa, todo para ellos, feliz. Y un buen día conoció a un viejito que vivía un poco más allá de la casa donde él estaba; un viejito que tenía una niña, y se hizo muy amigo de él. Lo quería tanto el viejito que lo consideraba como uno de la familia. Cada vez que ladraba el perro, le decía a la niña: – Ladra el perro y canta el gallo, Mariquita vea quién viene. Salía la niña a mirar y le decía: – Don Alonso, taitita. – Hazle un poco de comer diablita – le decía. Era como refrán. Entonces la niña le preparaba algo de comer y le servía a su papá y le servía al joven. Se hicieron tan amigos y le preguntaba el viejito en su conversa cómo había llegado ahí. Pero él no le decía el secreto que había vencido al gigante ése y lo tenía por ahí escondido. Decía que por casualidad había pasado por ese bosque y se había encontrado con que esa casa estaba abandonada y sola, y se había venido ahí a vivir con su mamá, porque ellos vivían en una parte tan miserable que no daba ni deseos de estar. Bueno, así le informó pues, pero el viejito éste, parece que tenía como dotes de adivino y seguro que sabía algo más.
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Entonces pasó el tiempo y un día a la señora ésta, la mamá del joven, se le ocurrió ir a registrar toda la casa. Fue intruseando por todas partes. Ya conocía todo ella, toda la casa y conocía todas las llaves de las puertas, menos la de esa piececita donde estaba el hombre adentro: – ¿Y por qué esta pieza cerrada aquí? No encuentro la llave por ninguna parte. ¿Qué habrá en ella? Quiero saber lo que hay en ella – pensaba ella entre sí. Esta cosa le fue fascinando, la tenía como perturbada. Ella andaba todo el tiempo pensando en la piececita esa. Y un día el joven se cambió la ropa, le pasó casi igual que en la otra historia, y al cambiarse la ropa se le olvidó la llave de la puerta que andaba trayendo. Bueno, como había pasado tanto tiempo, él se imaginaba que el hombre estaba muerto, entonces ni se acordaba de la llave, y la señora, la mamá, se la pilló. Al pillarle la llave se le ocurrió al tiro que era la llave de esa pieza donde ella no había podido entrar porque no encontraba la llave. Apenas el joven se fue, ella se dirigió a la pieza con la llave y abrió la puerta, y adentro estaba el hombre. – ¿Qué vienes a hacer aquí, mujer inmunda? – le dijo –, que tu hijo me tiene aquí poco menos que aturdido, enfermo, todo machucado con la frisca que me dio. – Pero ¿cómo iba a saber yo? – le dijo ella –. ¿Cómo es posible que mi hijo haya hecho esto? – Sí – le dijo –, lo hizo y aquí estoy, pero no le culpo a él porque me ganó. Se defendió como pudo y fue más listo que yo y me ganó, y yo le pedí que me dejara aquí. – Pero ¿por qué? – dijo ella – cuando tú puedes vivir como los demás. Yo te curaré tus heridas, tus machucones, y tú volverás a levantarte. El hombre se convenció pues. Así que la señora le trajo medicina, lo curó y le dio buenos alimentos y qué sé yo, y el hombre mejoró encerrado ahí. Pero cada vez que el joven llegaba, ella se hacía la más inocente como que nada había pasado y a él ni se le pasaba por la mente que la señora le hubiera pillado la llave. Así pasó el tiempo y el gigante se recuperó y mejoró del todo. Entonces le dijo ella: – Ahora ¿qué vamos a hacer? – Tu hijo tiene que desaparecer. Tú quisiste mejorarme a mí y sanarme, así que ahora tienes que deshacerte de él, porque si no, voy a tener todo el tiempo este peligro. Le dijo ella: – ¿Cómo lo puedo hacer? – Hazte la enferma – le dijo – y dile que te vaya a buscar un remedio que yo te voy a indicar. Los que están cuidando esos remedios son compañeros míos, así que yo sé que vivo él no va a volver. – Ya – le dijo ella. Entonces cuando llegó el joven en la tarde, la encontró muy enferma a la mamá, muy enferma en la cama. – ¿Qué le pasa mamacita? – Estoy muy enferma hijo – le dijo –. Me voy a morir. – ¿Cómo se le ocurre que se va a morir, mamá, y me va a dejar solo? – Sí hijo – le dijo –, me voy a morir porque los únicos remedios que me mejorarían están muy lejos de aquí y es muy difícil encontrarlos.
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– Pero por muy difícil que sea – le dijo –, aquí está tu hijo y él te los buscará, aunque sea hasta el fin del mundo. – Si es así pues hijo – le dijo –, fíjate que me han dicho que lo único con que se me puede pasar el dolor que tengo, porque tengo un dolor eterno en la pierna, en los huesos, es con el sebo del chancho jabalí. – ¡Oh! – le dijo él – ¿y dónde se encuentra? – En tal y tal parte dicen que hay un chancho jabalí, y lo único que puedes hacer es sacarle el sebo para traerlo, para que me mejore yo. – Te lo voy a buscar – dijo el joven. Ensilló el caballo y partió. Al partir tenía que pasar por la casa del viejito amigo que tenía. Entonces cuando ladró el perro: – Ladra el perro y canta el gallo Mariquita vea quién viene. – Don Alonso taitita. – Hazle un poco de comer diablita. Le hizo un poco de comer la niña y en seguida le sirvieron. – ¿Adónde va don Alonso? – le dijo el viejito. – ¡Ay abuelo! – le dijo – ¿No sabe? Mi mamá está muy enferma y me ha pedido que le vaya a buscar el sebo del chancho jabalí que es lo único que la puede mejorar. – ¡Ay! – le dijo el viejo – quien bien lo quiere que mal lo envía don Alonso. Bueno, el joven no se imaginó qué era lo que quería decir con esas palabras. Nunca se imaginó que su madre le estaba haciendo una traición. Luego le dijo el viejito: – ¿Y dónde piensa encontrar el chancho jabalí? – Dicen que en una parte bien distante de aquí – le dijo – hay una laguna y en esa laguna creo que está el chancho jabalí, cuidándola. – ¡Ah! – le dijo el viejito –. Yo le voy a dar esta espada para que usted se defienda. Con ella puede usted darle muerte al chancho y traer el sebo. Así lo hizo y se fue el joven. Se llevó la espada que el viejito le había dado y se fue en la dirección que le habían indicado hasta llegar a la laguna donde estaba el chancho jabalí. Allá tuvo que librar una batalla grande con él para poder voltearlo, matarlo y sacarle un pedazo de sebo y venirse. Como la espada que le había dado el abuelo tenía un poder, no había nada imposible para él. Volvió con el sebo del chancho jabalí. Cuando llegó nuevamente de vuelta a la casa del abuelito a darle a saber cómo le había ido en su empresa, le dijo el viejito: – Quédese don Alonso un rato, para que comamos algo y después se va. Mientras que comían, el viejito fue y le cambió el sebo. Le echó un sebo cualquiera y el sebo del chancho jabalí lo guardó él. ¡Que el joven no se dio ni cuenta, ni por entendido! Se fue y le llevó el sebo a la mamá. Llegó allá, y la señora, en vez de estar contenta de que había vuelto su hijo, estaba triste porque lo que quería ella era que no volviera más, para poder quedarse con el gigante. – Aquí te traigo el remedio mamá – le dijo –. Espero que te haga bien y que te encuentres lo más pronto recuperada. Al día siguiente salió nuevamente a trabajar. Salió a recorrer su campo y a trabajar, y en seguida la señora se levanto. ¡Que no había estado enferma nunca! Se
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fue donde el gigante y le dijo: – Mira, si fue allá donde lo mandamos y trajo el sebo. – ¡Oh! – le dijo el gigante –. ¿Cómo se las habrá arreglado éste? Y yo pensaba que no iba a volver vivo para acá, pero de alguna manera se las habrá arreglado. El caso es que volvió. Ahora le vas a decir que no te sentiste bien con eso y que te va a tener que buscar el sebo del chancho panza. Entonces cuando llegó el joven en la tarde, ella hacía como si estuviera más enferma todavía. Ahí era toda una lamentación. – ¿Y qué pasa mamá? – Que los remedios no me han hecho nada y ahora me dicen que tiene que ser el sebo del chancho panza. El joven, como la quería y como era su madre, nunca imaginaba que ella lo estaba mandando a una muerte. – Te lo voy a buscar pues madre – le dijo –. No te preocupes. Al día siguiente ensilló su caballo y partió tempranito. Al pasar por la casa del viejito nuevamente, éste le dijo: – ¿Adónde va don Alonso? – Mi madre sigue peor – le dijo –. No le hizo nada el remedio que yo le traje y me ha pedido ahora que le vaya a buscar el sebo del chancho panza. – Quien bien lo quiere que mal lo envía don Alonso – dijo –. ¿Está dispuesto a ir? – Sí, voy adondequiera que sea con el fin de traer los remedios a mi madre. – Bueno pues don Alonso – le dijo –. Nuevamente yo le facilito mi espada para que usted vaya. Y le dio la indicación de donde estaba el chancho panza para que fuera a buscarlo. Y fue el joven, días enteros andando, para llegar adonde estaba la laguna donde estaba el chancho panza. Allá libró una batalla con él. Lo mató y le sacó un pedazo de sebo y se vino. Nuevamente empezó a cantar el gallo. – Ladra el perro, canta el gallo. Mariquita vea quién viene. – Don Alonso taitita, ya viene de vuelta. – Hazle de comer. Le hizo de comer. – Don Alonso ¿cómo le ha ido? – Bien, me ha ido bien. He traído lo que buscaba. – Ahora vamos a comer y en seguida se va a su casa. Mientras que comían, el viejito le volvió a cambiar el sebo. Fue a las prevenciones del caballo, ve que se llevaban unas prevenciones atrás, entonces allí llevaba el joven las cosas. Pues el viejito cambió el sebo que traía y le puso un sebo cualquiera, y ahí en seguida el joven se fue a su casa. Llegó donde la mamá y dijo: – Aquí estoy de nuevo. ¡Que la mamá estaba de muerte! Pero no de enfermedad porque no había estado nunca enferma, sino de muerte de ver que nuevamente había vuelto. Eso ya no podía soportar. Entonces le dijo:
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– Aquí traigo mamá el remedio que me han entregado. – Gracias hijo – dijo ella. Al día siguiente ella se levantó apenas el joven salió, y se fue donde el gigante otra vez. – ¿Qué hacemos, si nuevamente volvió? – Pero mira mujer – le dijo el gigante –, si ya es lo último ya, porque ese chancho panza es lo más terrible y lo ha vencido. – ¿Qué podemos hacer? – Le vamos a pedir ahora que te vaya a buscar el agua de la vida. Eso sí que le va a ser harto difícil porque el agua de la vida la cuida un gigante muy grande, mucho más fornido que yo, y vamos a ver si te la trae. Entonces a la mañana siguiente la señora le dijo: – Hijo mío, estoy todavía más enferma ahora. Ahora es imposible. Dicen que
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lo único que me puede salvar es que me tome el agua de la vida para que me devuelva la salud. – ¿Y dónde voy a encontrar eso madre? – Bueno, dicen que está muy lejos de aquí, pero no es una cosa imposible de conseguir. – Yo te la voy a buscar – le dijo él –. Voy dondequiera que sea para traértela. Partió. Antes de irse, nuevamente volvió a pasar donde el abuelito y le contó: – Mi madre está muy enferma ya – dijo –. Me ha mandado dos veces a partes donde no había andado nunca, pero los remedios que le he traído nada le hacen y ahora me ha pedido que le traiga el agua de la vida. Dijo el viejito: – Quien bien lo quiere que mal lo envía don Alonso, pero vaya con Dios, que le va a ir muy bien. Nuevamente le voy a dejar mi espada, y usted verá con quien va a tener que pelear allá. En tal parte está la laguna del agua de la vida. Le dio una botella para que trajera el agua, y se fue el joven, muy confiado. Cuando llegó allá a la laguna donde estaba el agua de la vida, se encontró con un gigante mucho más grande que el otro que había dejado acá medio aturdido, pero como era listo, y con la espada del abuelito, en un dos por tres lo dejó vencido. Llenó la botella de agua y se vino muy tranquilo. Cuando pasó nuevamente por donde su amigo el viejito, éste le dijo: – ¡Oh don Alonso! Ya ha vuelto nuevamente. – Sí ¿por qué no había de volver abuelito? – le dijo –, si iba para volver. – Espérese – le dijo el viejito –. Mire, vamos a tener una gran fiesta, por el hecho de que usted haya vuelto con vida. Al joven le causó harta admiración que le dijeran eso: porque había vuelto con vida. Bueno, le causó admiración que le dijera eso porque él no se imaginaba lo que estaba pasando pues, nunca se imaginaba que le estaban traicionando. Entonces mientras que comían, le cambió el abuelito la botella de agua y le echó agua común, de ésta que tomamos nosotros, y en seguida el joven se fue pues y llegó contento a la casa. – Mamá, le traigo el agua de la vida, así que creo que ahora te vas a levantar buena de la cama. La señora en vez de alegrarse, recibió el agua como cualquier cosa. El joven dijo: – Bueno ¿y por qué mi mamá no estará contenta con lo que le traigo? ¿Será tanta su enfermedad que tiene que no se alegra? Y pasó toda la tarde cuidando a la mamá. Ella quería una almohada por aquí, otra cosa por allá, puro fingiendo no más, fingiendo que estaba enferma. Pero al día siguiente, apenas el joven salió, se levantó ella y se fue donde el gigante. Le dijo: – Fíjate, que ha vuelto ya. ¿Qué vamos a hacer con éste? – No, ya no espero más – le dijo el gigante –. Yo lo voy a matar, lo vamos a matar entre los dos y lo vamos a despresar y luego lo vamos a echar en el caballo, que lo vaya a dejar quizá por donde, donde anda el caballo por ahí. Y así lo hicieron. Se pusieron de acuerdo y al día siguiente lo esperaron, lo
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encerraron en una pieza, y mientras estaba en la pieza con la mamá, apareció el gigante y le dijo: – Aquí quería encontrarte. – ¡Ah! – le dijo el joven –. ¡Con que eran ustedes los que me estaban mandando a la muerte! Por eso que mi mamá sentía dolores que no se calmaron con los medicamentos que traje. Yo no comprendía, y me mandaba a esas partes tan difíciles. Ahora comprendo todo. – Pero de nada te vale que hayas comprendido – le dijo el gigante –, porque aquí ha terminado tu vida. Vas a morir. El joven murió con todos sus dolores y su pena de ver que su propia madre le había traicionado y se había hecho cómplice del gigante para matarlo. Así que lo mataron, lo despresaron, lo echaron en un saco y se lo cargaron al caballo. Luego largaron el caballo que se fuera. Como el caballo estaba acostumbrado que se iba a la casa del abuelito, se dirigió allí pues. Apenas sintió ladrar el perro y cantar el gallo, cuando el viejito dijo: – Ladra el perro, canta el gallo Mariquita vea quién viene. – El caballo de don Alonso taitita. – Ya lo mataron – le dijo él –. Entonces prepárame todos mis instrumentos porque los voy a necesitar. La niña, como era enfermera, le preparó todas las cosas, todo lo que iba a necesitar, y en seguida sacó el viejito el saco del caballo y lo tiró en la cama que ella le había preparado. Luego fueron uniendo las partes del cuerpo del joven, o sea el viejito lo fue uniendo pieza por pieza, las piezas que le habían cortado. ¡Es harto fantástico el cuento! Vino con el sebo, ése que le había robado él mismo, y fue uniendo las piezas, con el sebo del chancho panza y el sebo del chancho jabalí fue uniendo, uniendo las partes, y cuando lo tuvo todo armado, en seguida le dio el agua de la vida y lo hizo vivir de nuevo. Claro que fue un trabajo extenso, porque devolverle la vida a una persona tiene que ser algo raro ¿ah? Y como lo habían despresado, cortado en muchas piezas, fue muy difícil. Así que ya, lo armó enterito encima de la cama como le digo, y le hizo toque con los sebos que le habían robado al mismo joven. Luego, al tomar el agua de la vida, empezó el joven a vivir de nuevo, a vivir de a poco. Lo tuvieron convaleciente mucho tiempo ahí, trabajando con él, hasta cuando, ya a los quince días más o menos, se sintió un poco recuperado; pero no se acordaba de nada más que su mamá lo había traicionado y que había visto al gigante allí. – ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? – dijo. Y ahí el viejito le empezó a narrar la historia. Dijo esto: – Esto es lo que le pasó a usted: lo mandaron a una muerte segura, su madre lo mandó a una muerte segura, pero usted salió victorioso porque no murió. Pero en cambio, cuando ya no lo soportaron más, lo mataron, lo despresaron y lo echaron en su caballo. Luego aquí yo lo recibí y lo armé de nuevo, y aquí está nuevamente con vida.
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Entonces el joven se sentía tan feliz y agradecido del viejito: – ¿Cómo podré pagarle, abuelito, este favor que usted me ha hecho? – le dijo –. ¿Con qué le podré pagar todo esto? – ¡Ah! hijo – le dijo –, queda todavía una parte que recorrer. Si usted ganó en buena ley al gigante y él le dijo que se instalara en su casa, no había derecho como para que lo traicionaran, pero todavía le queda un poco que recorrer. Recupérese todo lo que pueda y cuando usted se encuentre bueno, yo le voy a decir adónde tiene que ir. Así pasó un tiempo y el joven ahí con ellos feliz; y a todo esto la Mariquita se había enamorado de él pues, se imagina usted. Ella era como una enfermera de planta que tenía, porque lo cuidaba a toda hora. Entonces ya se sintió bien el joven y este viejito, el abuelito, le enseñaba a disparar al tiro al blanco. Todos los días le hacía clase de tiro y cuando ya lo vio que estaba bien firme, un día le dijo: – Mire, con esta escopeta usted va a ir a cierta parte que yo le voy a indicar, donde hay una torre. Cuando usted suba la torre, arriba le va a estar esperando una paloma, y usted va a hacer todo lo posible por darle a la paloma el tiro, porque si usted lo pierde, peor es. Cuando se vaya volando la palomita, en seguida, al vuelo, le va a mandar el balazo, y cuando caiga, me la va a traer acá. Y así lo hizo el joven; subió a la torre alta que había y ahí y esperó que llegara la paloma. La paloma tenía un nido, entonces vino a ver el nido, y cuando se voló, al vuelo disparó. Le achuntó medio a medio y la paloma cayó abajo. Él la recogió y se la trajo al abuelito. El abuelito la abrió y adentro tenía un huevito. Le dijo que le disparó tan bien a la paloma y la achuntó y que ahora tenía que achuntar al gigante en toda la frente con este huevo. – Porque en este huevo está la vida del gigante – dijo –, y si usted lo hiere, al tiro estará fregado. Tiene que pegarle frente a frente, en medio de la frente, y calcular bien donde lo puede encontrar mejor. ¡Qué su mamá y el gigante se iban a imaginar tal cosa de que el joven estaba vivo! Si lo habían echado despresado al caballo, no podrían imaginarse que estuviera vivo. Entonces el joven llegó allá y nadie se dio cuenta. Estaba el gigante con la mamá sirviéndose a la mesa, pero los mejores, los más exquisitos manjares, felices los dos, imagínese usted. Llegó él y le achuntó al gigante con el huevo en toda la frente. Se fue de espalda el gigante. Hasta allí no le duró más la vida porque en ese huevo estaba la vida del gigante. – Entonces a usted mamá – le dijo – ¿qué le dijera? Yo ahora le dijera que no la miro más por madre, por haberme hecho esta traición tan grande. La señora se arrodilló a los pies de su hijo, le lloró, le clamó y le dijo: – Mírame como la última de las criaturas, pero no me desprecies como madre. Perdóname porque lo que yo hice, lo hice con el fin de devolverle la salud al hombre ése que estaba encerrado, pero nunca creí que después él iba a insistir en que teníamos que matarte. Total que usted sabe que entre madre y hijo no se puede haber rencores y tuvo al último que perdonarla.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
– Pero yo – le dijo el joven –, de este momento voy a traer a otra familia aquí a la casa. Si tú quieres quedarte, te quedas, pero no como patrona de aquí, porque la persona que yo voy a traer aquí es la persona que me favoreció de tu infamia. Es una niña con quien me voy a casar, y su padre. Y se los trajo a ellos a la casa, y se casó con la niña. Trajo a su suegro, al viejito, a vivir con ellos y la mamá quedó también viviendo con él, arrepentida de lo que había hecho. Se acabó el cuento.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
VI Don Rosalindo Cornejo Duao Conocí a don Rosalindo un domingo de marzo de 1972, cuando visité el pueblecito de Duao, en la comuna de Maule. Un sacerdote amigo me había llevado en su auto porque iba a decir misa en el lugar. Cuando llegamos el sol ya había salido y había un grupo de personas esperando cerca de la iglesia. Después de la misa don Rosalindo me invitó a su casa que quedaba detrás de la iglesia. Don Rosalindo nació en Duao, un villorrio de unas 100 familias, y había pasado toda su vida allí. Era propietario de una cuadra de tierra y un líder en la comunidad donde era presidente de la Cooperativa de Pequeños Propietarios. Cuando yo lo conocí tenía 45 años. Él había completado varios años de educación escolar y de sus 11 hijos la mayoría ya había terminado sus estudios secundarios. Antes de empezar con su narración, me ofreció melón y nos sentamos debajo de una viña. Era un señor muy abierto y amistoso, menos reservado quizás que mis amigos de Ramadillas y de los asentamientos en los alrededores de Talca.
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Rosalindo Cornejo
El cuento del joven que se le antojó casarse
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esulta que una vez era un joven que se le antojó casarse ¡pero era harto flojo el ñato! Pasaron varios años y tuvieron hijos, pero él era flojo. Iba a trabajar un rato y no ganaba nada de plata y la señora pasaba historiando con él, retándolo, hasta que lo colmó tanto que después de como cuatro años, se le antojó al ñato irse: – Me voy a ir, mejor – dijo –. ¿Hasta cuándo esta mujer me va a fregar porque no tengo plata, no tengo nada? Pescó sus cositas y se fue. Ya llevaba varios años fuera de la casa, cuando entró a trabajar donde un patrón. Ahí ganó cien escudos y más, incluso después de algunos años más, logró juntar trescientos escudos y le dijo al patrón: – Tengo trescientos escudos. Voy a irme para mi casa. Ya tengo algo que le puedo llevar a mi señora. – Mira hombre – dijo el patrón –, antes de que te vais, anda donde un consejero que te dé un consejo. Y él dijo: – Ya está, voy a ir donde un consejero. Y llegando donde el consejero, le dijo: – Mire señor, quiero irme para mi casa. Yo tuve tales problemas y me vine a trabajar. Tengo para llevarle plata a mi señora y quiero que me dé un consejo. – Ya – le dijo el consejero –. Mira tú, nunca desprecies lo viejo por lo nuevo. Ya, éste fue el consejo y le cobró cien mil pesos al tiro. Volvió donde el patrón. – ¿Fuiste al consejero? – le preguntó el patrón. – Sí. – ¿Qué te dijo? – Que nunca despreciara lo viejo por lo nuevo. El ñato siguió trabajando, pero dijo: – Me quedaron doscientos mil pesos no más. Voy a irme con eso que sea. Y fue donde el patrón. – Me voy a ir, patrón – le dijo. – Anda donde el consejero que te dé otro consejo – le dijo el patrón. Y se vino donde el consejero y resulta que le dio otro consejo: – Mira, nunca preguntes lo que no te interesa. Ya estuvo. Le cobró cien mil pesos y él quedó con cien no más. Se fue donde el patrón y le dijo: – Mire patrón, me quedan cien mil pesos no más. Me cobró cien el consejero y ya llevo doscientos gastados. – Anda que te dé otro consejo.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
Se fue donde el consejero y le dio otro consejo. – Nunca te creas lo que te cuentan – le dijo el consejero. Ya quedó puro. Vino el ñato y dijo: – Mire, me dejó puro el consejero. ¿Qué voy a hacer ahora? Pensó un poco y dijo: – Me voy a ir mejor. Voy a trabajar a otra parte. Llegó a trabajar a una parte donde había un rey. Ese rey necesitaba un ñato para que le sirviera ahí el almuerzo, como un mozo, un garzón, y empezó a trabajar ahí. Y el rey tenía prometido que los que le preguntaran a él qué se servían ahí, los mataba y les cortaba la cabeza. Así que lo invitó a almorzar el rey: – Mira, pasa a almorzar y después te voy a dar el trabajo que tienes que hacer – le dijo. Bueno, pasaron al almuerzo. Al ñato le sirvieron la entrada y el segundo. Luego llegó otro mozo que tenía el rey, y llegó con la cabeza de un cristiano en una bandeja, sangrando. Llegó y se la colocó ahí en la mesa, en el comedor. Entonces el ñato se acordó: – Me dijo el consejero que nunca preguntara lo que no me interesa. Ahí siguió comiendo y miró la cabeza. Le sirvieron otro plato y al rato se puso otra cabeza destilándole la sangre en el comedor, hasta que llenaron el comedor de puras cabezas de cristianos, con sangre y todo. Y el ñato se acordó del consejo del consejero: – Me dijo que nunca preguntara lo que a mí no me interesa. Y no preguntó nada a nadie. Entonces el rey tenía prometido que el que le preguntara de quién eran esas cabezas y qué pasó, por qué las cortaron, también lo mataba y le cortaba la cabeza. Y el que no le preguntara, a él le iba a dar todas sus riquezas que tenía, le llenaba unas cargas con plata y oro. Así que después que almorzaron y el ñato no le había preguntado nada, el rey dijo: – Mira hombre, yo tenía prometido que el que me preguntara de quién eran esas cabezas, le cortaba la cabeza a él y la metía en el comedor, y a el que no me preguntara le iba a dar todas mis riquezas. Y tú, como no me preguntaste, ganaste mis riquezas; y dijo a los mozos que le llenaran unas cargas de plata. Así que el ñato se las cargó y salió para su casa con esa plata. Tomó un camino tal como la Panamericana, que se había hecho nuevo. Él no sabía que por este camino nuevo lo estaban esperando otros hombres que sabían ya que traía mucha plata. Lo estaban esperando para quitarle todas las riquezas que traía. Pero al venir por el camino nuevo, vio el ñato que justo salía otro camino viejo, tal como el que sale por la laguna del Toro acá, un camino de antes que hacía un desvío, y dijo: – El consejero me dijo que nunca despreciara lo viejo por lo nuevo. Me voy a ir por este camino viejo. Dejó el nuevo y se vino por el viejo donde no había nadie, mientras en el nuevo lo seguían esperando, para quitarle sus riquezas que traía. Así se libró y pasó, y llegó a su casa donde la señora con todas esas riquezas. Y la mujer estaba feliz. Entonces
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luego lo vio la gente que lo conocía. Ellos sabían que hacía muchos años que no estaba en la casa y le dijeron: – Mira, en tu casa llega un cura todos los días con tu señora. Está pecando con tu señora. Y él justo vio que salió un cura de la casa, y toda la gente veía que todos los días salía un cura de la casa. Pero él se acordó del otro consejo que le había dicho el consejero, que nunca se creyera lo que le contaban. Así que fue y le dijo a la señora: – Mira, y este cura ¿quién es? – ¿Así que no te acuerdas de tus hijos? – le dijo. Era el hijo de él que había estudiado y era cura, y la gente estaba juzgándolo mal. Así que siguieron viviendo felices, y yo creo que todavía están viviendo. Eso, nada más.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
VII Bernardita Pacheco Asentamiento El Canelo No sé cómo se enteró Bernardita que me interesaba por los cuentos, pero al vernos llegar a Duao, el mismo domingo de marzo en que conocí a don Rosalindo Cornejo, en seguida se ofreció como narradora. Tenía 12 años y había pasado toda su vida en el asentamiento El Canelo, a unos 25 km de Talca. Vivía con sus abuelos y un hermano menor; su abuelo trabajaba de carpintero allí. Bernardita asistía a la escuela primaria. Ya sabía leer y le gustaba mucho leer la revista ‘Disneylandia’ que llegaba de vez en cuando al asentamiento. Era una niña encantadora, alegre, amistosa y con mucha confianza en sí misma. Me contó los cuentos antes de la misa. Fuimos a sentarnos sobre unos neumáticos polvorientos que estaban cerca, botados al lado del camino. En seguida varios niños se acercaron para escuchar. Ellos disfrutaron mucho de las historias y era evidente que tenían bastante respeto hacia la narradora. ¡Y con razón! Espero que hoy día sean los propios nietos de Bernardita quienes estén disfrutando de sus cuentos.
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Bernardita Pacheco
El niño que le cortó la pata al toro
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e trata de que una vez había un niño que era muy bueno para el lazo. Su papá tenía un toro muy regalón, y un día el niño fue donde estaba el toro y, como era tan bueno para el lazo, le lazó la pata, pero lo tuvo que tirar mucho porque era mañoso el toro, y de tanto tirarlo, el niño le cortó la pata. Después, cuando el padre supo de esto, lo echó de la casa. Así que el niño tomó su caballito negro y se fue caminando. Ya llevaba hartos días andando, cuando se sentó a la sombra de un sauce al borde de un lago lindo, y en el medio del lago había una piedra. Entonces el niño se sacó los pellones y se puso a dormir. Durmió, y en eso soñaba él que había una niña que se estaba peinando con una peineta de oro, y cuando se despertó, la vio. Vio una niña sentada en la piedra en medio del lago y se estaba peinando. Y como era tan bueno para el lazo, con cuidadito sacó el lazo y la tiró, y lazó a la niña justo de la cintura. Luego amarró el lazo en el árbol y empezó a tirar hasta que la sacó del lago. La niña le estaba bien agradecida, porque no había podido escaparse de allí porque estaba encantada, y era un sacrificio estar allí en el lago pues. Con todo esto ya tenía sueño la niña, y el niño sacó los pellones y ella se acostó en las piernas de él. Cuando ella estaba durmiendo, él empezó a sacarle los pinches, puros pinches de oro. Los tenían en la mano para mirarlos, cuando pasó un pájaro y le quitó un pinche y se lo llevó en el piquino. Entonces el joven dejó la cabecita de la niña en el suelo y corrió. Corrió por todo el monte con una varilla larga a la siga del pájaro y logró asustarlo, pero no encontraba donde dormía el pájaro. Tuvo que seguir hasta el último lugar del monte, hasta que al final lo encontró al pájaro abajo en un árbol, y lo asustó y le quitó el pinche. Luego volvió a cruzar todo el monte. Cuando se despertó la niña y vio que el joven no estaba, ella volvió a su casa, pero hizo una pensión4 que el joven que le contara el cuento que ella sabía, ése se casaba con ella. Todos los ricos iban donde ella, pero ninguno le contaba el cuento. Entonces llegó el joven allí y se sentó en un rincón, esperando. Y cuando le tocó a él, le contó todo como había sido, que se había encontrado con una niña que estaba encantada. Y entonces le dijo la niña que siguiera no más. – Ya – le dijo –, y después la lacé y la tomé de la cintura y la saqué del lago. La amarré bien en un árbol y la empecé a tirar hasta que la saqué. Después ella estaba bien agradecida conmigo y se durmió. Ahí le saqué un pinche y lo empezaba a mirar en la mano, cuando pasó un pájaro y me lo quitó. Corrí todo el monte a la siga del
4 Pensión: Palabra utilizada con el sentido de hacer una promesa o voto. Nota de la autora.
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pájaro y no lo pude hallar, hasta que lo vi abajo en un árbol y logré asustarlo y le quité el pinche. Y el pinche, por si acaso no lo creyera, lo tenía en la puntita de la camisa y se lo mostró. Entonces la niña dijo: – Éste es el joven –. Lo dijo delante de todos los ricos –. Éste es el joven. Ésta es la historia que yo quería. Pero los ricos dijeron: – ¿Ése? – Y todos se pusieron muy enojados. Y la niña les dijo: – Sí. Éste es. Aquí está su caballito negro y aquí está el lazo con que me lazó. Y al joven le dijo: – Yo soy la niña que usted sacó del lago. Eso es.
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Bernardita Pacheco
El cuento de un niñito chico que se hizo Rey
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e trata de un joven, un niñito chico, que salió del lado de su madre porque su padre era muy malo y lo echaron. Entonces iba por el camino y llevaba una burrita. Iba diciendo: – ¡Ah burrita! ¡Ah burrita! – y no le salió una viejita; era la Virgen, y le preguntó: – ¿Para adónde va? Y le contó el niñito toda la historia. Le dijo que sus padres lo habían echado de la casa. Entonces la viejita, la Virgen, le dijo: – Toma, yo te voy a dar esta varillita y tú, lo que queráis le pides a la varillita y ella te lo dará. El niñito se fue encantado de la vida. Siguió su camino y llegó a un palacio donde había un rey, y el niño entró de jardinero ahí. El rey le dijo que le tenía que llevar flores lindas. Entonces el niño pedía a la varillita de la virtud y llevaba unas rosas lindas al rey y el rey lo quería harto. Todas las mañanas la niña del rey salía al balcón y lo miraba. Y él con la varillita plantaba puros palitos y al otro día había rositas. Y la niña asomaba de arriba y cuando el niñito, que ya era joven grande, le llevaba las rosas, se enamoró la niña de él y querían casarse. Pero era pobre el joven y el rey no quería que se casara con su hija. Poco tiempo después, el rey fue a pelear con otro rey, y cuando todos estaban en la batalla, y todos estaban cansados ya, y muchos habían muerto, se fue el joven a pelear también. Le dijo a la varillita de virtud que le diera un caballo negro y un lazo lindo y una montura linda, más linda que la del rey, y apareció allí y los mató a todos los otros. Después dijo el rey: – ¿Quién será ese joven? Y lo siguieron para ver quién era, porque los había salvado a todos ellos. Lo siguieron tres veces, pero no lo podían pillar. Entonces un día le tiraron una flecha para ver quién era, y le dieron, le hicieron una herida. Después de un tiempo se presentó el joven. Fue donde el rey y le dijo que era él quien lo había defendido cuando peleaban. Pero el rey no lo creía y dijo: – Si tú eres un huillento5 – le dijo. Y otras cosas le dijo. Pero el joven insistió: – Me pegaron. ¿Se acuerda que me dieron con la flecha aquí en la pierna? 5 Huillento: Palabra utilizada con el sentido de pícaro o galopín [“muchacho mal vestido, sucio y desharrapado, por abandono”, en RAE]. Nota de la autora.
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– Sí – le dijo –, pero no fuiste tú. Entonces se arremangó el pantalón el joven y se vio la herida. Luego vino y se sacó la varillita y se puso un sombrerito y quedó un rey, pero elegante, elegante. El rey tenía una pesebrera donde estaban todos los animales del rey y de la señora del rey también, la Compadecida la llamaban. Y cuando se dio cuenta de que sí era este joven que los había salvado a todos, el rey le permitió casarse con su hija y le dio la pesebrera. Así que el joven era rico, rico, con todas las riquezas del rey. Y quedó él un rey, pero de lo más lindo.
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Notas sobre los cuentos Las referencias a los tipos de cuentos populares que se hacen en las notas están tomadas de la clasificación del académico norteamericano, Stith Thompson, quien revisó y extendió el sistema de clasificación del folklorista finlandés, Antti Aarne (1961). Las colecciones de cuentos citadas son las siguientes:
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
Colecciones mundiales Marie-Catherine Le Jumel de Barneville, Baronne D’Aulnoy, ‘Contes de Fées’ [Cuentos de hadas], 1697. Madame d’Aulnoy fue una baronesa francesa. Recogió cuentos tradicionales en España y Francia, los que refundió en forma literaria pero también conversacional para que se leyeran en los salones de la aristocracia de Francia. Giambattista Basile, ‘Il Pentamerone o El cunto de li cunti’ [El cuento de los cuentos], 1634. Los cuentos que escribió Basile se basan en narraciones orales de la región de Nápoles, del sur de Italia y de Sicilia. ‘Il Pentamerone’ fue publicado después de su muerte. Es la primera colección de cuentos tradicionales escritos que se publicó en Europa. Rachel Buck, ‘Legends of Rome’ [Leyendas de Roma], 1877. Buck, de Inglaterra, pasó muchos años en Roma donde recogió cuentos populares de la ciudad y sus alrededores. Fernán Caballero (pseudónimo de Cecilia Böhl de Faber y Larrea) ‘Cuentos, oraciones, adivinanzas y refranes populares e infantiles’, 1877. Böhl encontró sus cuentos mayormente en Andalucía, España. Wilhelm y Jacob Grimm, ‘Kinder- und Hausmärchen’ [traducido como Cuentos de hadas], 1812-1815. La colección de cuentos alemanes de los hermanos Grimm es una de las más conocidas en todo el mundo; se ha traducido a más de 100 idiomas. Los hermanos solían invitar a los narradores a contarles los cuentos en su casa. Luego los redactaron, transformándolos en cuentos literarios. Joseph Jacobs, ‘English Fairy Tales’ [Cuentos de hadas de Inglaterra], 1890. Aunque era australiano, Jacobs recogió cuentos tradicionales no sólo en Inglaterra sino que también en Europa y en India. Los redactó para niños. ‘Las Mil y una Noches’ Ésta es una célebre recopilación medieval en lengua árabe de cuentos tradicionales del Medio Oriente. Se cree que muchas de las historias fueron recogidas de la tradición oral en Persia (hoy día Irán) así como en Irak, Afganistán, Tajikistán y Uzbekistán y que fueron compiladas más tarde. La primera versión en español se remonta al año 1253.
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Notas sobre los cuentos
‘La Pachatantra’ [literalmente Cinco principios], alrededor de 200 a.C. La Pachatantra se considera la primera colección de cuentos populares del mundo. Fue escrita en Cachemira en sánscrito. Giovanni Francesco Straparola, ‘Le piacevoli notti’ [Noches de placer], 1550-53. Straparola era de Caravaggio en Italia. En su libro aparecen las primeras versiones literarias en Europa de varios cuentos tradicionales, supuestamente contados por un grupo de amigos que se entretienen narrando historias por la noche. Charles Perrault, ‘Histoires ou contes du temps passé’ [Historias o cuentos del pasado], 1697. Perrault escribió sus cuentos para la aristocracia francesa, pero se basan en cuentos populares que circulaban oralmente durante esa época en Francia.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
Colecciones chilenas Mi referencia a las colecciones siguientes no pretende sugerir que he hecho una investigación exhaustiva de todos los cuentos chilenos existentes. Carlos Foresti Serrano, ‘Cuentos de la tradición oral chilena: 1. Veinte cuentos de magia’, 1982. Foresti fue catedrático de literatura española medieval y director del Departamento de Literatura de la Universidad de Chile en Valparaíso. Ahí formó un equipo que durante los años ’60, recogió cuentos orales en las provincias de Valparaíso, Aconcagua y Coquimbo. Fundación de Comunicaciones, Capacitación y Cultura del Agro (FUCOA), ‘Una palomita en mi palomar’, 2000. Desde 1992, FUCOA convoca anualmente al ‘Concurso de Historias y Cuentos del Mundo Rural’. En esta colección se publicaron 72 de los cuentos recibidos hasta 1998. Brenda Hughes, ‘Folk Tales from Chile’ [Cuentos folklóricos de Chile], 1962. Académica norteamericana de la Universidad de Virginia, Hughes tradujo algunos cuentos chilenos para lectores angloparlantes. Ramón Laval, ‘Cuentos populares de Chile’, 1925. Laval fue uno de los primeros académicos chilenos que estudió el folklore chileno. Recogió versiones orales de cuentos populares. Ernesto Montenegro, ‘Cuentos de mi tío Ventura’, 1933. Montenegro fue un eminente periodista, recopilador de cuentos y ensayista. Yolando Pino Saavedra, ‘Cuentos folklóricos de Chile: antología’, 1975. Académico y especialista en folklore chileno, Yolando Pino hizo más que cualquier otro para documentar la cultura popular de su país. Desde 1948 hasta 1960 pasó los veranos recogiendo cuentos narrados por gente del campo, 270 de los cuales aparecieron en su libro de tres tomos, en su mayoría por primera vez en forma escrita. Hemos tenido acceso tanto a la antología de 1975 que consiste casi únicamente de cuentos del primer tomo de Pino (hoy agotado) como a una traducción al inglés de 50 cuentos, ‘Folktales of Chile’, que se publicó en 1968 y en el cual hay cuentos tomados de los tres tomos.
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Notas sobre los cuentos
Blanca Santa Cruz, ‘Cuentos chilenos’, 1956. En este libro para niños Santa Cruz reproduce los relatos que una empleada de su familia le contó cuando pequeña. Fidel Sepúlveda Llanos, ‘El cuento tradicional chileno: Estudio estético y antropológico: Antología esencial, 2012. Como base de su estudio estético y antropológico, Sepúlveda publicó 133 cuentos en lo que él llama ‘una antología esencial’ de cuentos populares chilenos. Los tomó de colecciones ya publicadas, algunas de las cuales apenas se consiguen hoy día.
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Anรกlisis de los cuentos
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
El Culebrón Encantado Orígenes: El argumento de este cuento (tipo 425) es uno de los más antiguos que existen en el folklore. De acuerdo a escritos en papiros egipcios, se sabe que una historia semejante se encontraba entre los cuentos más conocidos de la época del Reino Nuevo de Egipto, entre 1,600 y 1,000 a. C. Esto indica que ya existían versiones orales aun más antiguas, las que pueden haberse originado en Mesopotamia. El argumento del cuento egipcio es casi igual a la versión de señora Isolina: la heroína va a vivir con un monstruo y, a pesar de su fealdad, lo ama. Luego, por violar una prohibición, lo pierde y lo tiene que buscar. Al final se encuentran y se casan. El cuento de una niña que se casa con una serpiente se incluye también en ‘La Panchatantra’. Sin embargo, esta versión carece de la segunda parte de la historia que resulta del rompimiento de la prohibición. ‘La Panchatantra’ se tradujo al griego en el siglo XI d.C. y luego a otros idiomas europeos, pero la primera versión del cuento más largo que tenemos por escrito en Europa se publicó en el siglo XVII en ‘Il Pentamerone’ de Basile. Otras versiones chilenas: En el libro de Sepúlveda se encuentran dos historias parecidas al Culebrón encantado, aunque en las dos se trata de un torito más bien que de un culebrón. El primero, El torito de los cachitos de oro, contado por Agustín Poblete en 1950 en Los Andes, Aconcagua, es uno de los cuentos recogidos por Pino1. El segundo, El torito encantado, contado por Rubén Hernández Palma de Chillán, pertenece a la colección de FUCOA2. Éste se parece mucho más al cuento de señora Isolina. El equipo de Foresti recogió otra versión más, Cabecita de burro, contada por Rosa Palomino de Olmué3. Aunque esta historia difiere bastante de la de señora Isolina el argumento básico es igual. El cuento de cuando una señora mandó una carta al cielo a su hijo Orígenes: Éste pertenece a un grupo de cuentos (tipo 471) que se conoce como ‘El puente a otro mundo’. Reflejan creencias religiosas, aunque no necesariamente cristianas como en este caso. Los cuentos de este tipo son populares en Noruega, Islandia y Rusia, pero se conocen también en otros lugares, incluyendo México, Bretaña, África del Norte y especialmente entre los tártaros de Siberia. Además hay paralelos antiguos en India. En todos, el protagonista llega a otro mundo, normalmente después
(1): Sepúlveda, pág.250. (2): Ibid., pág.427. (3): Foresti, pág.115.
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Análisis de los cuentos
de cruzar un río, para cumplir con una tarea dada por un ser divino que en muchos casos es Dios mismo. En el mundo más allá del río se ven cosas extraordinarias cuyo significado religioso se explica al final. Otras versiones chilenas: En la colección de Sepúlveda encontramos dos versiones: Donde ha habido siempre queda4 y Un milagro de fe5. Montenegro recopiló la primera, mientras que la segunda, narrada por José Adrián Domínguez Aguilera de Coyanco, Ninhue, pertenece a la colección de FUCOA. En ambos cuentos se entiende que es Dios (personificado por un hacendado en el primero y un vecino en el segundo) quien quiere mandar una carta a la Virgen. En el cuento de Montenegro, el tercer hermano logra llegar con la ayuda de un loro mágico y de una burrita mágica. En Un milagro de fe, como en la versión de Señora Isolina, es con ayuda divina que cumple con su misión. El cuento de un matrimonio que nunca había tenido un hijo Orígenes: Existen más de 700 versiones de este cuento que tiene orígenes indoeuropeos. Ha sido narrado durante centenares de años en muchos países de Europa, incluyendo Estonia, Finlandia, Laponia, Checoslovaquia, Rusia, Sicilia, Grecia, España y los países escandinavos. Se suele conocer como Los gemelos o Los hermanos carnales (tipo 303) y casi siempre se encuentra combinado con el cuento del Matadragones (tipo 300: ver la nota en la página 190 sobre El cuento de cuando había gigantes). Una de las versiones más comunes, Los caballeros del pez, fue publicada en el siglo XIX en España como parte de la colección de Böhl. Las versiones más conocidas empiezan de una manera semejante a la de señora Isolina, pero en vez de las aventuras de los trillizos en las carreras, los hermanos (gemelos en lugar de trillizos) salen con su herencia en direcciones distintas para conocer el mundo y experimentan una serie de aventuras. ¿De dónde es oriunda la versión de señora Isolina quien la concluye de una manera tan insólitamente repentina? ¿Indica su pregunta final que sabía de la existencia de otra alternativa? No sabemos. Otras versiones chilenas: en ‘Folktales of Chile’ se encuentra The fisherman [El pescador], narrado a Pino en 1951 por Francisco Coronado de Ignao, Valdivia6. Ésta versión sigue la pauta general del argumento más conocido aunque no incluye el cuento del Matadragones. Es interesante notar que el mismo narrador contó otro cuento al año siguiente que sí se combina con este cuento: (ver nota en la página 189 sobre El cuento del tonto).
(4): Sepúlveda, pág.197. (5): Ibid., pág.441. (6): Pino 1968, pág.26
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
La monita de palo Orígenes: Tanto el cuento de La monita de palo (tipo 510B) como los dos que le siguen, Las tres hermanas y La Cenicienta, pertenecen a la misma categoría de cuentos (Tipo 510). Aunque no comparten una sola historia, en los tres hay una heroína perseguida que esconde su identidad. En un evento festivo, un caballero o un príncipe se enamora de ella, pero sólo logra descubrir quién es por medio de una seña, sea ésta un anillo u otra cosa pequeña que la niña le ofrece en una bebida o en un plato de comida, un zapato perdido que le queda bien solamente a la heroína, o unas palabras claves. No se sabe dónde se originó el tema extraño del disfraz de palo. El primer cuento escrito que trata de un disfraz de madera se publicó en el libro de Buck. En este cuento, Maria di Legno [María de madera], la heroína sufre del acoso de su propio padre a quien le pide tres vestidos bellos y luego uno de madera que se pone para escaparse. Aquí no se trata de disfrazarse de mona y no hay elementos mágicos, pero el argumento es muy parecido al de la versión de señora Isolina. Hay un sin fin de otros cuentos semejantes en Europa. En ‘Il Pentamerone’ el cuento La osa tiene el mismo tema, pero en vez de esconderse en una mona de palo, la niña se disfraza de osa. En Allerleirauh [Todo tipo de piel], publicado por los hermanos Grimm, el disfraz es de pieles. Otras versiones chilenas: El equipo de Foresti encontró dos versiones de este cuento. En una variante, La monita de palo, contada por Javier Rojas de Huentelanquén7, como en la gran mayoría de las versiones existentes, es su mismo padre que quiere casarse con la niña. Para posponer la boda, la niña le pide a su papá dos vestidos bellos y luego se esconde dentro de una mona de palo. El resto del cuento es muy parecido a la versión de señora Isolina. En la otra variante, El chanchito de plata, narrada por Inocencia Cuadra de Valparaíso8, la niña se esconde dentro de un chanchito de plata para evitar el matrimonio con un joven elegido por su padre. Hay otras dos versiones del mismo cuento recogidas por Pino: una, La monita de palo, narrada en 1951 en San Francisco de Mostazal, O’Higgins, está incluida en la colección de Fidel Sepúlveda9. Este cuento comienza igual que el de Foresti, pero lo que sigue es una historia diferente. La segunda variante, The little stick figure [La figurita de palo], narrada en 1951 por Agustín Poblete de Los Andes, Aconcagua, se encuentra en ‘Folktales of Chile’10. Ésta se parece mucho a la versión de señora Isolina.
(7): Foresti, pág.163. (8): Ibid., pág.149. (9): Sepúlveda, pág.255. (10): Pino 1968, pág.99.
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Análisis de los cuentos
Las tres hermanas Orígenes: La historia del padre que echa a su hija menor de la casa por decirle que lo aprecia como la sal (tipo 510B) es bien conocida en toda Europa y más allá. Aparte del principio y el final, se trata prácticamente de la misma historia que La monita de palo. La primera versión de esta variante escrita en Europa es el cuento inglés Cap o’Rushes [Gorra de juncos] en que la heroína se disfraza vistiendo una capa con capuchón hecho de junco. Fue publicado en el libro de Jacobs. Otras versiones chilenas: No se ha encontrado ninguna en las colecciones citadas. La Cenicienta Orígenes: La primera versión escrita de un cuento con un argumento semejante al de La Cenicienta (tipo 510A) se remonta al siglo IX d.C. en China. Aquí la niña, Yeh Shen, recibe ayuda del espíritu de su madre muerta en forma de un pez. Su madrastra mata el pez, pero al rezar a sus espinas, Yeh Shen consigue un vestido lindo para ir a una fiesta. Ahí pierde uno de sus zapatos que al final llega a las manos de un rey que busca a la dueña para casarse con ella. Seguramente el cuento chino habrá migrado a otros países, pero se piensa que surgieron también en forma independiente otros cuentos que tienen el mismo tema de una niña perseguida por su madrastra y sus hermanastras, la que logra salir de la pobreza casándose con un hombre rico. Si se incluyen las variantes de La monita de palo y de Las tres hermanas (tipo 510B), en Europa hay más de 500 versiones de cuentos del tipo 510. La Cenicienta es el cuento tradicional más conocido en todo el mundo. En la primera versión escrita en Europa, ‘Cenerentola’, publicada por Basile, la niña, Zezolla, consigue su ropa fina de un árbol mágico del cual sale un hada. Va a una fiesta donde el rey se enamora de ella y luego la encuentra por medio de su zapato perdido. En este cuento, aconsejada por su institutriz bien querida, la niña llega a matar a su primera madrastra (sin que esto resuelva su situación porque, volviéndose su segunda madrastra, la institutriz se torna tan mala como la primera). Otra versión del cuento muy conocida en Europa es la historia escocesa, ‘Rashin-Coatie’. Rashin-Coatie, la heroína, también toma medidas extremas cuando, para salvar a su ternero mágico, mata a su hermana fea. Se escapa y llevando el ternero consigo, entra en un palacio para trabajar como sirvienta. El día de Navidad el ternero le da un vestido bello para que vaya a la iglesia donde deja uno de sus zapatos. El príncipe, que se ha enamorado de ella, lo recoge y se casa con la dueña. Hoy día una de las versiones europeas más populares de La Cenicienta es Cendrillon, refundida por Perrault. Es en esta variante que se encuentran tanto un hada madrina como una calabaza y unas ratas que se convierten en coche y lacayos, elementos que no existían antes en las narraciones populares. El cuento de señora María es casi igual a Aschenputtel, la versión publicada por los hermanos Grimm, a quienes la contó un narrador anónimo de un hospital en Marburg.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
Otras versiones chilenas: El cuento María Cenicienta, contado por Amelia Quiroz a Pino en el año 1962 en Parral, Linares, se encuentra en la colección de Fidel Sepúlveda11. En esta versión, como en muchas de las versiones españolas también, el tema del padre enamorado de su hija, aunque encubierto, se discierne con más claridad que en cualquiera de las variantes de La Cenicienta ya mencionadas. Usando a la niña de intermediaria, una vecina propone a su padre viudo que se case con ella. Éste no está nada convencido y después de dejarse persuadir, se arrepiente. En otra versión de La Cenicienta, contada por Ana Carvajal de Huentelauquén e incluida en el libro de Foresti12, se trata de un caballero que queda viudo y empieza a pololear con una de sus dos empleadas. Luego él se va a la guerra y la otra empleada, que tiene tres hijos, juega el papel de la madrastra. El cuento sigue la pauta conocida de la historia y termina con el casamiento de la primera empleada (ya liberada de su patrón/padre) con el rey. Florángel Orígenes: No hemos encontrado este cuento en las colecciones mundiales y de hecho no tiene las características de un cuento de maravillas. Señora María me dijo que un catequista se lo había contado cuando era niña. Es muy posible que tenga sus orígenes en círculos católicos de hace muchos años. Otras versiones chilenas: Tampoco se ha encontrado otra versión en las colecciones citadas. La Mujer Rica y Pobre Orígenes: En la antología de los hermanos Grimm se encuentra el cuento El huso, la lanzadera y la aguja, (tipo 585) que parece ser el antepasado de éste. En la versión alemana la niña pobre hereda de su madrina un huso, una lanzadera y una aguja, todos con poderes mágicos. El príncipe llega a su casa en busca de la mujer más pobre y la más rica. Ella no sale, pero después pide al huso que siga al príncipe y lo guíe de vuelta a su casa. Cuando llega el príncipe de vuelta, la lanzadera se pone a tejer una alfombra linda y la aguja cose cortinas y manteles finos. Viendo lo bonita que está la casa a pesar de la pobreza de la niña, el príncipe se casa con ella. La versión de Señora María no tiene los elementos mágicos del cuento alemán. Además, igual que en el caso del cuento de Florángel, la descripción que se da de la esposa ideal concuerda mucho más con una imagen católica de la mujer ejemplar que con las heroínas aventureras de los cuentos de maravillas. La mujer pobre no toma la iniciativa como lo hace la niña en el cuento alemán. Por eso se podría conjeturar que se trata de una versión del cuento El huso, la lanzadera y la aguja, suavizada por la iglesia.
(11): Sepúlveda, pág.363. (12): Foresti, pág.139.
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Análisis de los cuentos
Otras versiones chilenas: No se ha encontrado ninguna en las colecciones citadas. El cuento del pájaro malverde Orígenes: El cuento El pájaro, el caballo y la princesa (tipo 550) tiene una larga historia literaria. Con algunas variaciones aparece en ‘Las mil y una noche’. Sin embargo se encuentra también extensamente difundido en la tradición oral no sólo en casi todos los países de Europa sino también en Armenia, India, Indonesia y África Central. Hay además muchos otros casos, como el que tenemos aquí, en que se combina con la historia de un hermano menor que logra conseguir un remedio maravilloso para su padre a pesar de sus hermanos mayores celosos que lo traicionan (tipo 551). En la versión alemana, Der goldene Vogel [El pájaro de oro], contada a los hermanos Grimm por Gretchen Wild, se encuentran también tanto la posada donde los hermanos mayores pierden su tiempo y despilfarran su dinero como el tema del héroe que se olvida de los consejos de su ayudante. Otras versiones chilenas: El cuento del Pájaro malverde se incluye en la colección de Fidel Sepúlveda quien lo sacó del libro de Laval13. Básicamente se trata del mismo cuento de la señora María. Otros cuentos del libro de Sepúlveda que contienen temas semejantes son Juan, Pedro y Chiquirín14 y La flor Lililá15, recogidos por Pino y Santa Cruz respectivamente. El negro patas de crin Orígenes: El tema del héroe que viaja a un mundo subterráneo se conoce desde los tiempos de La epopeya de Gilgamesh que se originó en Mesopotamia hace unos cuatro mil años. En Europa también es un tema muy antiguo. Los héroes de los mitos griegos bajan frecuentemente al inframundo que se asocia con el mundo de los muertos. El folklore heredó este tema mitológico. El negro patas de crin sigue la tradición de una serie de cuentos acerca de tres princesas robadas (tipo 301). Se conoce mucho en Europa, pero también hay versiones árabes y turcas. Los detalles pueden variar, pero el episodio con una criatura amenazadora que les roba la carne a los hermanos, el descenso del héroe en busca de ella por un hoyo debajo de una roca, el rescate de las tres princesas y la traición de los hermanos mayores son más o menos constantes. Es muy común también la llegada del héroe al mundo de arriba con la ayuda de un espíritu o un pájaro que lo obliga a darle de su propia carne para comer. En las versiones europeas del mismo cuento, como Der starke Hans [Hans el fuerte] y Dat Erdemänneken [El gnomo] de los hermanos Grimm, el que roba la carne suele ser un enano.
(13): Sepúlveda, pág.79. (14): Ibid., pág.245. (15): Ibid., pág.509.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
Otras versiones chilenas: El cuento de Las tres princesas robadas, contado por Pantaleón Ulloa de Los Lagos, Valdivia, que se encuentra en la antología de los cuentos de Pino16, varía en sus detalles de la versión de señora María, pero tiene los mismos elementos principales del argumento. Otro cuento de este tipo en el mismo libro de Pino, contado en Chimba Azul por Manuel Olivares, se llama Juanito Oso17. Empieza con una historia distinta, pero el argumento de la segunda parte es bastante parecido al del Negro patas de crin aunque falta la traición de sus compañeros. En el primero de estos dos cuentos es un gigante monstruoso que roba la carne y en el segundo un minero da vuelta las ollas. La versión de señora María es especialmente interesante por el personaje tan extraño del negro patas de crin, tan chiquitito y tan enorme y cuyas manos y patas parecen ser de crin. Es claramente importante por la descripción inusitadamente detallada que se da de él cuando primero aparece. No hemos encontrado este personaje en ninguna otra parte, pero está claro que tiene algunas características de una visión popular del diablo. Incluso en la misma aldea de Ramadillas de Lircay circulaba la creencia, o leyenda, que era peligroso pasar por cierto lugar en la noche porque podría aparecer el diablo allí y que además, aunque saldría como ser chiquito, rápidamente crecería hasta llegar al tamaño de una persona enorme. Pulgarcito Orígenes: En el cuento de Pulgarcito (tipo 327) se encuentran muchos temas comunes de los cuentos tradicionales de Europa, desde los países bálticos, Escandinavia y Rusia hasta Sicilia y también en algunos países asiáticos. Los ogros o gigantes a quienes les gusta comer niños figuran en el folklore de muchas partes del mundo y ya en la literatura clásica griega se encuentra el truco del intercambio de los gorros en la cama, el que a veces lleva a que el gigante coma a sus propios hijos. Es común en estos cuentos que los protagonistas sean niños y en muchos de ellos el héroe se destaca por su extrema pequeñez. El personaje de Pulgarcito mismo aparece también en varios cuentos con argumentos totalmente diferentes; por ejemplo en Daumesdick de la colección de los hermanos Grimm, donde el héroe pequeñito se somete a todo tipo de aventuras distintas. El cuento de señora Aída es muy semejante a la versión francesa, Le Petit Poucet, de Perrault. En ésta se encuentra tanto el tema del truco del cambio de los gorros como las botas de siete leguas. Las botas son un elemento de folklore europeo, bien conocido sobre todo en Noruega, Alemania, Francia e Inglaterra, pero en las otras versiones de este cuento sólo el mismo Pulgarcito se las pone (y camina con ellas a ganar mucha plata sirviendo a un rey).
(16): Pino 1975, pág.301. (17): Ibid., pág.27.
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Análisis de los cuentos
Otras versiones chilenas: No se ha encontrado ninguna en las colecciones citadas. La Sapa Encantada Orígenes: La historia básica de La sapa encantada (tipo 402) se hizo popular en Europa por la publicación del cuento La chatte blanche [La gata blanca] en la colección de d’Aulnoy, lo que significa que en el siglo XVII el cuento se habría conocido en España. Existen unas 300 versiones de esta historia en Europa. En casi todas, el príncipe menor acepta casarse con un animal que suele ser una gata, una ratona, o una rana. El momento en que el animal se convierte en princesa es el punto culminante de la historia. La versión de señora Aída se diferencia de esta norma por cuanto la sapa ya está convertida en princesa antes de salir de la laguna. Otras versiones chilenas: En la colección de Fidel Sepúlveda hay dos cuentos semejantes. En el primero, La sapita encantada, narrado por Beatriz Montecinos y recopilado por Ramón Laval18, el héroe acepta casarse con una sapa; en el segundo, La princesa mona de Pino19, él se casa con una mona. En este cuento, como en el de señora Aída, el rey les manda que bailen la cueca y es en ese momento que sucede el desencantamiento de la mona. Pino recogió además otra versión del mismo cuento, The little frog [La ranita], contada en 1962 por Amelia Quiroz de Parral, Linares, e incluida en ‘Folktales of Chile’ 20. En éste, al igual que en otro cuento con el mismo título, contado por Rosa Palomino de Olmué y publicado por Foresti21, el hermano menor acepta casarse con una rana. El cuento de un matrimonio muy pobre Juanita y Juanito Orígen: Tanto El cuento de un matrimonio muy pobre como Juanito y Juanita pertenecen a un grupo de cuentos (tipo 450) acerca de una niña y un niño abandonados. El hermanito toma agua de un estanque y se convierte en un animal. Sin embargo este cuento se ha vuelto tan entrelazado con el cuento de La novia negra y la novia blanca (tipo 403) que ya no se pueden separar. Los orígenes del cuento no se conocen, pero es seguro que se narraba en Italia en el siglo XVII porque aparece en ‘Il Pentamerone’ de Basile. Hoy día se encuentra en muchos países europeos, con más frecuencia en Italia, los países bálticos, Rusia, los Balcanes y Alemania. También se narra en algunas partes de África y en el oriente hasta la India. Es fuera de lo común que la sirvienta negra logre huir como ocurre en Juanito y Juanita. Los castigos crueles se encuentran comúnmente en los cuentos tradicionales,
(18): Sepúlveda, pág.139. (19): Ibid., pág.397. (20): Pino 1968, pag.257. (21): Foresti, pág.99.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
aceptándose como justos, sin comentario. Sin embargo, es interesante notar que casi nunca son ordenados por el protagonista mismo, quien suele mostrar compasión. El tema del pescado grande, generalmente una ballena, que traga una persona viva se conoce desde el tiempo de la historia bíblica de Jonás la que se remonta por lo menos al siglo IV a.C. En muchos de estas historias vemos que los personajes malos se identifican como ‘negros’. Esto puede ser una herencia de España donde los musulmanes del norte de África (peyorativamente denominados ‘moros’) se solían representar como ‘negros’. No se sabe qué imagen tenían en mente las narradoras del Maule cuando se referían a los personajes negros. Otras versiones chilenas: No se ha encontrado otra versión en las colecciones citadas. La mata de col Orígenes: La historia de un hombre pobre a quien un bienhechor le da los regalos mágicos de una mesa, un burro y un palo (tipo 563) es muy común en Europa y Asia y extensamente difundida también en América del Sur. La primera versión escrita aparece en las leyendas de unos budistas chinos del siglo VI d.C., pero no se sabe dónde se originó el cuento. A diferencia de las versiones chilenas, en los cuentos europeos el benefactor suele ser un ser humano y generalmente el que roba es un posadero. Otras versiones chilenas: En el libro de Sepúlveda se encuentra una versión de este cuento, La mata de cóguiles, narrada en Santiago por don Carlos del Pino y recopilada por Ramón Laval22. Otra versión The old man and the beanstalk [El viejo y la mata de judía] aparece en ‘Folktales from Chile’ de Hughes23. El árbol que canta, el pájaro que habla y el agua de oro Orígenes: El cuento del Árbol que canta, el pájaro que habla y el agua de oro generalmente conocido como Los tres hijos dorados (tipo 707) es uno de los ocho o diez cuentos tradicionales más conocidos en el mundo. Perduró a través de los siglos en la tradición oral más que en la literaria. No hubo versión escrita hasta los años 155053, cuando apareció en el libro ‘Noches de Placer’ de Straparola. Ahora se encuentra en colecciones de cuentos en toda Europa, Siberia, el Oriente Medio, India, África y América Latina. Existen más de 400 versiones, todas las cuales se mantienen bastante fieles al argumento básico.
(22): Sepúlveda, pág.107. (23): Hughes, pág.47.
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Análisis de los cuentos
Otras versiones chilenas: Este cuento se conoce muy bien en Chile. Carlos Foresti recopiló una versión, contada en Olmué por Rosa Palomino, que se llama La niña con la estrella en el frente24. A pesar de algunas variaciones, tiene el mismo argumento básico. Menos semejante pero claramente del mismo tipo, es el cuento Marina Ignacia y Juancito, narrado a Pino en 1961 por Felisa Acuña, de Tapihue, Maule e incluido en el libro de Sepúlveda25. El cuento del tonto Orígenes: En Alemania el cuento del joven a quien se le vuelve el pelo de oro por romper una prohibición se conoce como Das goldener Märchen [El cuento de oro]. Es el cuento más popular del grupo de cuentos tradicionales en que un caballo juega un papel destacado por su ayuda al héroe (tipo 314). Se conoce mucho, aunque en versiones distintas, en Alemania, Escandinava y los países bálticos y se encuentra con frecuencia también en Irlanda y Francia, Europa del Este, toda Rusia y en algunos países de Asia. En la versión más común el joven se vuelve empleado del diablo y ahí rompe una prohibición, que da por resultado que se le vuelva el pelo de oro. El joven se escapa con la ayuda de un caballo mágico y consigue empleo como jardinero de un rey. Estando allí, la princesa se enamora de él y se casan. Sin embargo, solo consigue la aprobación de los de la corte al salir victorioso de un torneo durante el cual su caballo, que antes se veía como un rocín agotado, se convierte en un fino corcel. Al ganar el torneo el héroe se esconde, pero al final es reconocido por una señal que a veces es la punta de una espada que le queda incrustada en la rodilla. En la versión de señora Marina la aventura en la viña constituye en sí misma casi otro cuento. El episodio del loro incluido por ella se encuentra en muchos otros cuentos pero generalmente no en éste, en que el único animal que ayuda al joven suele ser el caballo. Otras versiones chilenas: En la colección de Fidel Sepúlveda hay una versión, El príncipe de la espada, que Francisco Coronado de Ignao de Valdivia narró a Pino en 195226. El argumento es semejante al del cuento de Señora Marina, aunque más sencillo. En nuestra colección tenemos además el Cuento de un niñito chico que se hizo rey de Bernardita Pacheco (ver en la página 192) que se parece a la segunda parte de la versiones más comunes del Cuento del tonto.
(24): Foresti, pág.197. (25): Sepúlveda, pág.305. (26): Ibid., pág.236.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
El cuento de cuando había gigantes Don Alonso Orígenes: En Europa del Este existen muchas versiones de una historia acerca de una hermana o una madre infiel que se junta o se casa con un gigante quien luego urde un complot para asesinar al héroe (tipo 315). Lo insólito es que este cuento casi nunca se encuentra solo. Como ocurre en el Cuento de cuando había gigantes, se suele combinar con la historia del Matadragones (tipo 300) o a veces con cuentos sobre ogros y niños (tipo 327). De esta forma es popular sobre todo en los países bálticos, Rusia y los Balcanes (especialmente en Rumania). Por su parte la historia del Matadragones tampoco se relata sola, sino intercalada en otro relato, sea del tipo 315 u otro. Se conoce en muchas partes, pero es especialmente popular en Escandinavia, Sicilia, Rusia y España. El cuento de Don Alonso es excepcional ya que no combina la primera parte con El matadragones ni con un cuento de ogros y niños. Sin embargo, la segunda parte contiene temas bien conocidos. Entre ellos está la resucitación de un muerto, generalmente usando el agua de la vida y a veces también unificando los pedazos de un cuerpo desmembrado. Otro tema común es el de matar a un gigante con el huevo de una palomita dentro del cual está el corazón del ogro. Otras versiones chilenas: Un cuento semejante es The faithless sister [La hermana infiel] que aparece en ‘Folktales of Chile’ de Pino, narrado en 1951 por Francisco Coronado de Ignao, Valdivia27. Al igual que el cuento de Don Alonso, esta versión es excepcional por no combinarse con uno los cuentos usuales. Por otro lado, en el libro de Foresti tenemos la historia del Tidrón, contada por Rosa Palomino de Olmué28. Esta historia es una combinación del cuento del Matadragones con un episodio semejante al que se encuentra en el relato del Pájaro malverde (ver página 185) en que los hermanos mayores, celosos del héroe, lo tiran a un barranco de donde lo sacan sus perritos mágicos. El cuento que sigue más fielmente el argumento del Cuento de cuando había gigantes es El matador de la serpiente y la hermana traidora, contado a Pino en el año 1952 por Edilia Oyarzún del Fundo Santa Juana, Vivanco, Valdivia e incluido en la colección de Sepúlveda29. En este caso tanto la historia inicial con el gigante como la de la serpiente de siete cabezas son casi iguales a la versión de la señora Marina Vistoso. Sólo se agrega que después de la boda del joven con la princesa, la hermana traicionera reaparece y mata a su hermano a quien los perros resucitan (como también pasa en The faithless sister).
(27): Pino 1968, pág.40. (28): Foresti, pág.17. (29): Sepúlveda, pág.213.
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Análisis de los cuentos
El cuento del joven que se le antojó casarse Orígenes: Éste no es un cuento de maravillas, sino un buen ejemplo de otro género de cuento tradicional en el que se da un consejo misterioso al protagonista que sólo llega a entenderlo al entrar en situaciones en las cuales se pone de manifiesto su sabiduría (tipo 910). No se incluyen necesariamente acontecimientos mágicos en estos cuentos, aunque pueden encontrarse elementos pasmosos y misteriosos. Es muy común que los consejos se consideren de tanto valor que hay que pagar mucha plata para recibirlos. La figura del consejero sabio, profético, y muchas veces medio sobrenatural, proviene de las tradiciones literarias; sin embargo, una vez adoptadas por narradores populares, estas historias se hicieron muy queridas y se volvieron un elemento auténtico de la tradición oral. Algunas tienen su origen en India y hay variantes que son de los países árabes y persas, pero aparecen también en libros europeos de la época medieval y del Renacimiento. Otras versiones chilenas: Sepúlveda incluye en su colección dos cuentos chilenos semejantes al cuento de Duao. Uno de ellos, No hay que dejar lo viejo por lo mozo, se encuentra en el libro de Montenegro30. Tiene más o menos el mismo argumento aunque los detalles no son iguales. El otro es Los consejos de “El Grillo” que Manuel Millán Rivera le contó a Pino en 1950 en Diaguitas, Coquimbo31. El argumento de éste es diferente, pero los tres consejos son iguales a los del cuento de Duao.
(30): Sepúlveda, pág.175. (31): Ibid., pág.337. (29): Sepúlveda, pág.213.
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El niño que le cortó la pata al toro Orígenes: El tema de una niña encantada y mantenida cautiva en un lago aparece en diferentes formas en varios cuentos, aunque no hemos encontrado en otra parte su rescate con un lazo. En el cuento de Bernardita el joven gana a la princesa por su propia habilidad más que con una ayuda mágica. Otras variantes chilenas: No se ha encontrado ninguna en las colecciones citadas. El cuento de un niñito que se hizo rey Orígenes: Este cuento de Bernardita está basado en la segunda parte del cuento conocido como Das goldener Märchen [El cuento de oro] (tipo 314). Narrado con una precisión admirable, se convierte en sí mismo en un cuento completo. Otras versiones chilenas: La segunda parte del Cuento del tonto narrado por señora Marina Vistoso (ver página 189) es otra versión de este cuento, pero el final que narra Bernardita se asemeja más a la mayoría de los cuentos de este grupo, porque el joven es reconocido al final por una seña; en este caso su herida causada por la flecha.
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Glosario A continuaciĂłn se definen palabras que podrĂan ser desconocidas a los lectores, especialmente extranjeros, ya que son de uso comĂşn en Chile, algunas utilizadas principalmente en las zonas campesinas y otras antiguas ya en desuso.
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
Para definir y comentar estas palabras se consultó el diccionario en línea de la Real Academia Española (RAE) y los diccionarios chilenos Diccionario de chilenismos rurales, del autor Eduardo Vega Riquelme, el Nuevo diccionario ejemplificado de chilenismos y de otros usos diferenciales del Español de Chile, del autor Félix Morales Pettorino, y el Diccionario del habla chilena, de la Academia Chilena. La fuente que define cada palabra se indica entre paréntesis, ya sea con el nombre del autor o el título; las referencias bibliográficas completas de estas obras consultadas se detallan más adelante, en la Bibliografía. Acholar: Verbo que significa “correr, avergonzar, amilanar” (RAE); por extensión, acholado significa ‘avergonzado’. Aforrado(a): “Tapado o cubierto algo o alguien” (Vega). Aliñar/aliñado: Aliñar es un verbo que se usa de manera coloquial y popular para referirse a alguien que actúa “con coraje, altanería o agresividad”, sinónimo de aniñar (Morales). La RAE define aniñado como un adjetivo coloquial utilizado en Chile que significa “animoso, guapo”. Al tiro/altiro: Es un adverbio coloquial muy utilizado en Chile que significa “inmediatamente” (RAE). Atracar/atracarse: Verbo usado de manera coloquial para referirse a la acción de “mover o trasladar a alguien o algo hasta la proximidad o contacto de alguien o algo” (Morales). Braza: “Unidad de longitud, generalmente usada en la marina, basada en la antigua vara castellana y equivalente a 1,6718 m.” (RAE). Boche: Palabra utilizada en Chile como sinónimo de “bochinche, tumulto, barullo” (RAE). Cabro(a): Palabra coloquial para designar a un muchacho o muchacha, “desde la infancia hasta la juventud inclusiva” (Morales). Causeo: “Comida que se hace fuera de horas, ordinariamente de fiambres o cosas secas” (Vega). Celaje: La RAE define esta palabra como “Aspecto que presenta el cielo cuando hay nubes tenues y de varios matices”. Vega añade que “quizás se asocie a los fenómenos astronómicos como meteoritos o estrellas fugaces, pues el sentido que se le da en el campo a este término es de fugaz, veloz, rápido”. Charqui: “Carne salada y secada al aire o al sol para que se conserve” (RAE). Cherpe: De la palabra sierpe, “culebra de gran tamaño” (RAE). - 192 -
Recogidos y presentados por Wendy R. Tyndale
Chigua: Palabra utilizada en Chile, definida por la RAE como “Especie de serón o cesto hecho con cuerdas o corteza de árboles, de forma oval y boca de madera, que sirve para muchos usos domésticos y hasta de cuna”. Chita/chitas: Interjección coloquial “con que se denota sorpresa o admiración” (Morales). ¡Chis!: Interjección coloquial “con que se inicia o interrumpe el discurso para realzar lo que se enuncia a continuación. Suele proferirse al comienzo” (Morales). Choro: Adjetivo utilizado en Chile para referirse a “una persona: audaz, resuelta” (RAE). Cocaví: En Chile, palabra que se refiere a la “provisión de víveres que llevan quienes viajan a caballo” (RAE). Culebrón: “Ser mítico de forma alargada, como la de una culebra, que suele chuparle la lecha o la sangre al ganado” (Morales). Dije: Palabra de uso coloquial en Chile para referirse a una “persona muy agradable” (RAE). En facha: Expresión coloquial que significa “en forma o disposición conveniente para algo” (RAE). Entenado(a): hijastro(a) (RAE). Fleta: Palabra utilizada en Chile que significa “paliza” (RAE). Frisca: Palabra utilizada en Chile que significa “zurra, tunda” (RAE). Gallo: Palabra utilizada de manera coloquial para referirse a un “hombre fuerte, valiente” (RAE). Ganarse: Verbo utilizado de manera coloquial en ciertas zonas de Chile, y especialmente en el campo, que significa “acercarse a cierto sitio con algún propósito” (Morales) o “colocarse o ponerse en algún lugar” (Vega). Guagua: “Nene, niño muy pequeño que todavía no anda o que recién empieza a andar” (Morales). Guata: Palabra muy utilizada en Chile sinónimo de “barriga, vientre, panza” (RAE). Hacer tiras: Destrozar (Diccionario del habla chilena). Jecho: Manera coloquial para referirse a Jesucristo (Morales). - 193 -
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Maliciar: “Recelar, sospechar, presumir algo con malicia” (RAE). Mejorar/mejorarse: Verbo que se utiliza de manera coloquial con el significado de “dar a luz la mujer o la hembra” (Morales). Miércale: Interjección usada de manera coloquial que “denota sorpresa o admiración, a veces entusiasta”, sinónimo de expresiones como ¡Miércoles!, ¡mierda(s)!, ¡chita(s)! (Morales). M’ijo(a): Contracción de “mi hijo”. Se usa como una “expresión afectuosa de un padre a un hijo o de algún mayor a un joven o novato” (Vega). Ministro: Señala Vega que esta palabra, en el campo, denomina a una “persona comisionada o representante de un superior, encargada de cuidar y administrar un fundo o hacienda”. Monono(a): Adjetivo de uso coloquial, sinónimo de mono, definido como “delicadamente hermoso o bien compuesto” (Morales). Para callado: Frase coloquial utilizada para referirse a algo realizado “en secreto, de modo muy reservado” (Morales). ¡Patitas para qué te quiero!: Frase coloquial que significa: “Echar a correr velozmente. Arrancar de un peligro” (Diccionario del habla chilena). Pega: En Chile, palabra utilizada como sinónimo de “trabajo” (RAE). Pinche: “Horquilla pequeña cuyos brazos se ajustan uno contra otro y con la cual las mujeres se suelen sujetar el cabello” (Morales). Pollo: Palabra coloquial para referirse a un “escupitajo, esputo” (RAE). Prevenciones: “Provisión de mantenimiento o de otros elementos necesarios, especialmente en un viaje. Lugar donde se guardan las provisiones (alforjas)” (Vega). Rajar: Verbo utilizado de manera coloquial que significa “Herir con arma blanca” (RAE). Remoler: En Chile, este verbo significa “Parrandear, jaranear, divertirse” (RAE). Ruco: “Cabaña o choza, reducida por lo común a una pequeña habitación provisional o rústica” (Morales). Diminutivo: ruquito. Serpe: De la palabra sierpe, “culebra de gran tamaño” (RAE).
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Recogidos y presentados por Wendy R. Tyndale
Talla: Palabra de uso coloquial que tiene varios significados, pero el sentido que tendría en el cuento El árbol que canta… es la acepción número 2 definida por Morales como: “Chanza, burla o broma que se prepara con el fin de lograr diversión a costa del, o de los, afectados por ella”. Yerbatero: Palabra utilizada en Chile y otros países latinoamericanos, definida por la RAE como: “Dicho de un médico o de un curandero: Que cura con hierbas”. Zalagarda: La RAE define el uso coloquial de esta palabra como “astucia maliciosa con que alguien procura engañar a otra persona afectando obsequio y cortesía”.
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BibliografĂa selectiva
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
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Recogidos y presentados por Wendy R. Tyndale
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Cuentos tradicionales chilenos de la Región del Maule
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Este libro terminose de imprimir en el invierno del año 2019, se utilizó para los textos la familia tipográfica Biblioteca, creada por el diseñador chileno Roberto Osses y disponible de manera gratuita, en sus versiones Regular, Italic, Bold y Black. Para los títulos se utilizó una versión gratuita de Jazz Script. Las ilustraciones fueron cortesía de @paltapinta.