El Montevideano

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Noviembre de 2020

Año i

Nº 01

El Montevideano 1869

Primera edición en Francia

l i b e rt é

égalité

f r at e r n i t é

Edición Homenaje a Isidore Lucien Ducasse (1846-1870), poeta montevideano, en el 150º aniversario de su muerte.

2020

Primera edición en Uruguay


Maldoror, una bondad breve e impronunciable p o r A l m a B o ló n

Cuando Isidore Ducasse nació, probablemente en una casa hoy demolida de la calle Camacuá en la Ciudad Vieja, la ciudad de Montevideo llevaba tres años sitiada: era el 4 de abril de 1846. Al morir, el 24 de noviembre de 1870, en los altos del 7, rue du Faubourg-Montmartre (en los bajos había una fábrica de municiones), el ejército prusiano sitiaba París. De esos veinticuatro años que van de un sitio a otro, quedan una obra extraordinaria y algunos datos biográficos. Conforme con sus partidas de nacimiento, doblemente registrado en la Iglesia Matriz y en el consulado de Francia, Isidore fue hijo de un funcionario consular, François Ducasse, y de Céleste Jacquette Davezac, también francesa, de profesión “cortadora de vestidos”, según consta en su pasaporte. Como tantos otros habitantes de aquel Montevideo, los padres de Isidore venían del suroeste de Francia, de la región de los Pirineos. Su padre lo sobrevivió, vivió hasta viejo y terminó sus días en el Hotel des Pyramides, en la calle Sarandí, a metros de la Plaza Matriz; hoy sus restos reposan en el Cementerio Central montevideano. Su madre murió cuando Isidore tenía menos de dos años y mucho se ha especulado sobre esa muerte; no hay restos ni partida de defunción que se hayan encontrado. Los primeros años de Isidore Ducasse transcurrieron pues en una ciudad sitiada, con numerosos pobladores franceses e italianos (recuérdese a Garibaldi) que

militaban en las legiones que defendían Montevideo, una ciudad con periódicos también en lengua francesa, como Le Patriote Français que salió durante los siete años del sitio. Llegaban al puerto y se anunciaban en los prensa los libros de los escritores franceses más populares del siglo —Balzac, Lamartine, Hugo, Dumas, Sue— , y sus textos también aparecían como folletines en las primeras páginas de los diarios. Algunos testimonios cuentan que obras de Dumas, Aloisius Bertrand y Mérimée se encontraban en la biblioteca de François, el padre de Isidore. En ese Montevideo, vivían también muchos escritores y poetas de Buenos Aires, exiliados unitarios que se alejaban del gobierno de Rosas. En 1848, Le Patriote Français anunciaba que los lectores montevideanos podrían comprar ejemplares de la recién aprobada Constitution francesa, que consagraba su segunda y breve república. Después de 1851, llegarán a Montevideo otros exiliados, ahora perseguidos por Louis-Napoléon, que se sumarán a quienes antes habían huido de los Borbones y de los Orléans, luego de la derrota de Napoléon Bonaparte. A los trece años, en 1859, el padre envía a Isidore a Francia, a la región de donde venía su familia, para que fuera al liceo; en la ciudad de Tarbes, Isidore hace los primeros años de secundaria; en Pau, los últimos: ya es bachiller en Letras en 1865. Algunos biógrafos han reconstruido con bastante detalle su vida de liceal a partir de

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los archivos conservados en las instituciones de enseñanza a las que asistió. Muchos entre aquellos a quienes luego dedicará sus Poésies I, II, publicadas en 1870, año de su muerte, habían sido sus condiscípulos o su profesor, como el señor Hinstin, profesor de Retórica en el liceo de Pau. En mayo de 1867, se registra su embarco en Burdeos, rumbo a Montevideo. En agosto de 1868, vuelve a encontrárselo, ahora en París, en un barrio dentro del que se mudará varias veces, y en el que se sitúan varios episodios de Los cantos de Maldoror: el barrio de la Bolsa y de los Grandes Bulevares. En ese año 1868, Ducasse publica como obra independiente y anónima —apenas tres asteriscos en el lugar del nombre— el “Canto Primero” de Los cantos de Maldoror; envía entonces dos ejemplares acompañados de una carta a Victor Hugo, escritor que en su prolongado exilio sigue siendo autoridad, y al que se dirigen en busca de un espaldarazo los autores jóvenes. (Un año antes, el uruguayo José Pedro Varela había visitado a Hugo en su casa en Guernesey; un año después, la argentina Eduarda Mansilla, sobrina de Rosas, le enviará su Pablo, ou La vie dans les Pampas, publicado en París.) En su carta, Isidore Ducasse pide a Victor Hugo que interceda ante el editor-librero Albert Lacroix, que había publicado su “Canto Primero”, pero que ahora se muestra renuente ante el “Canto Segundo”, ya en su poder desde varias semanas atrás.


Escarabajo estercolero, Carlos Musso (2020).

También le dice que ha escrito a una veintena de críticos, y que una respuesta de Victor Hugo lo haría inimaginablemente feliz. Se despide confesándose estremecido por su propia audacia: él, “que todavía es nadie en este siglo”, haberle escrito a Victor Hugo, “que es el Todo”. En 1869, finalmente, Los cantos de Maldoror —sus seis cantos— son publicados a cuenta del autor, aunque en Bélgica, y sin que lleguen a distribuirse en Francia. Como autor, figura el seudónimo “Conde de Lautréamont”, que sustituye a los tres asteriscos que aparecían en el “Canto Primero”. Isidore Ducasse en esos días escribe varias cartas a Poulet-Malassis, el editor de Las flores del mal baudelairianas, y con insistencia reitera su anhelo de que la crítica lo juzgue, para así poder darse a conocer. También le expresa a PouletMalassis su deseo de que este se encargue de la distribución de Los cantos de Maldoror, cosa que el crítico y editor baudelairiano acepta, acordando porcentajes de ganancia por ejemplar vendido. Con criterios muy contemporáneos, Ducasse organiza como un estratega la entrada de su “poésie de révolte”, de su poesía de revuelta, al mundo (o mundillo) de las letras. Sin embargo, como adelanté, Los cantos de Maldoror permanecerán en los talleres del impresor, en Bélgica, sin distribuirse. En 1870, entre abril y junio, Isidore Ducasse publica Poésies I y Poésies II, ya sin asteriscos ni seudónimos, bajo su propio nombre.

Muere poco después, el 24 de noviembre de ese mismo año; en su partida de defunción, figuran como testigos el hotelero y un mozo del hotel, y como profesión reza “hombre de letras”. En ese invierno de 1870, los parisinos pobres comían ratas, y los ricos compraban en el mercado negro churrascos de elefante y de otros animales del zoológico del Jardin des Plantes. Enterrado en el cementerio del Norte, hoy cementerio de Montmartre, los restos de Isidore se dispersaron sin dejar rastro. El cadáver se pierde junto con los muertos por las hambrunas y por las enfermedades de la ciudad sitiada, y con los masacrados de la Comuna. Habrá que esperar veinte años más para que, recién en 1890, Los cantos de Maldoror sean nuevamente editados en forma completa, en París. Será esta edición la que conozcan los surrealistas, y la que entusiasme a sucesivas generaciones de artistas, intelectuales y lectores refinados, que encuentran en esa poesía un logrado propósito de desafío y de revuelta del orden comúnmente admitido. Junto con el culto a la obra y a su personaje Maldoror, prosperará la fascinación por el autor, a menudo provisto de los lugares comunes que suelen atribuirse al artista decimonónico: loco, pobre, solo. Las investigaciones biográficas documentadas pondrán en tela de juicio este imaginario que, no obstante, corre paralelo y saludable. La ausencia de retratos de Isidore Ducasse (curiosamente, sí se conserva uno del padre) estimuló la creatividad de

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los artistas plásticos, desde el francés Félix Vallotton y el español Salvador Dalí hasta los uruguayos Adolfo Pastor, Guillermo Fernández, Carlos Seveso, Jorge Añón, Fermín Hontou, Federico Murro y Óscar Larroca. En 1977 se descubrió en Francia una imagen fotográfica que, identificada como perteneciente a Isidore Ducasse, hoy oficia de único y casi oficial retrato. Si del otro lado del océano la existencia de autores pertenecientes a la literatura francesa y nacidos fuera de Francia no plantea inconveniente alguno (la lista es larga: Rousseau, Germaine de Staël, Benjamin Constant, Jules Laforgue, Maurice Maeterlinck, Guillaume Apollinaire, Jules Supervielle, Henri Michaux, Marguerite Yourcenar, Marguerite Duras, Samuel Beckett, Eugène Ionesco, Albert Camus, Blaise Cendrars..., por no decir nada de Hergé, o de los filósofos Louis Althusser, Jacques Derrida, Alain Badiou o Jacques Rancière, los cuatros nacidos en el norte de África), de este lado del océano y del río se ha reivindicado un Ducasse uruguayo, uruguayo a pesar de todo: más propiedad privada (“patiotismo”, diría Julio Cortázar) que presencia de un interlocutor que sigue hablándonos. Así, se han procurado identificar en Los cantos de Maldoror temas y sensibilidades, además de algunos giros considerados hispanismos, tributarios de la prolongada infancia montevideana de Isidore Ducasse. Al presentar Los cantos de Maldoror, en la primera misiva que dirige a Poulet-Malassis,


Isidore Ducasse escribe: “He cantado el mal como lo han hecho Mickiéwickz, Byron, Milton, Southey, A. de Musset, Baudelaire, etc. Naturalmente, exageré un poco el diapasón, para producir novedad en el sentido de esa literatura sublime que solo canta la desesperanza para oprimir al lector y hacerle desear el bien como remedio. Así pues, es siempre el bien lo que, en suma, se canta”. En estas pocas líneas, Ducasse refiere aspectos decisivos de sus Cantos. Por un lado, el omnipresente asunto del “mal”, absolutamente inseparable del “bien”. Nombrar a Baudelaire y dirigirse al editor de Las flores del mal nada tiene de oportunismo: el mal, las flores y sus guirnaldas fragantes o putrescentes, el enojo y el deseo mortíferos y burlones se alojan en Los cantos de Maldoror, desde el título hasta las últimas palabras. Por otro lado, la conciencia ducassiana de estar escribiendo dentro de una tradición, con una biblioteca a cuestas, con la que dialoga exagerando la nota para que, en algún extremo, aparezca la novedad. Lejos de ser una fanfarronada de escritor novato que alardea de erudición, también con esto Ducasse avisó verazmente sobre lo que luego encontraría la crítica: Los cantos de Maldoror son un mosaico abigarrado de citas, parodias, referencias, pastiches, alusiones, remedos o plagios de textos ajenos. Cita y copia, desde Dante a los manuales escolares de ciencias naturales, pasando por Goethe, por Baudelaire y por decenas de otros autores. (Por lo que nos es más inmediato: véase cómo Ducasse, sobre el final del Canto Primero, parodia la idílica y musical descripción de Montevideo que unos veinte años antes había hecho Alexandre Dumas, al inicio de Montevideo o Una nueva Troya.) En cuanto a la exageración, también avisada por Ducasse en su carta a PouletMalassis, no hay duda alguna: Los cantos de Maldoror hace de la exageración, de la desmesura, un principio constitutivo, que el lector encuentra en variados planos. Por ejemplo, en la extensión de las oraciones. Uno de los pasajes más memorables del Canto Primero, la descripción de cómo y contra qué ladran los perros, está compuesto por 365 palabras; esto es muchísimo, y obliga a volver hacia atrás para volver a leer, porque el hilo se nos pierde de vista, aunque siempre esté ahí. El hilo se pierde también por la exageración en la discontinuidad de las escenas sucesivas. El protagonista Maldoror pasa de un episodio a otro, de una escena a otra, de un espacio a otro, de un paisaje a otro,

de un tiempo a otro, sin que el lector pueda ver el hilo que lo condujo ni identificar, certeramente, el lugar en el que se encuentra, recurrentemente nombrado como “paraje” (“parage”) o “comarca” (“contrée”). Sobre el final, en el Canto Sexto, dice el narrador que Maldoror “hoy está en Madrid; mañana estará en San Petersburgo; ayer se encontraba en Pekín”. Es cierto; en ese Canto Sexto, presentado como “una novelita”, Maldoror decide “acercarse a las aglomeraciones humanas”, y se encuentra, salvo en el episodio de la lucha con el arcángel cangrejo ermitaño, en un paisaje urbano, alejado de la naturaleza marina, costera, o montañosa, predominante en los Cantos. (Más precisamente, Maldoror se encuentra en París, nombrada por primera y única vez en este Canto final.) No obstante, la afirmación del narrador es aún más acertada si se tiene en cuenta el principio azaroso que parece guiar los pasos de Maldoror quien, con su vagabundeo errático, contradice el principio milenario según el cual, en una narración, todas las acciones propenden hacia un fin, de modo que lo contado luzca como un organismo completo, al que nada le falta ni nada le sobra, con todos sus componentes articulados entre ellos. Maldoror contraría esa economía organicista, porque avanza como en un sueño en el que los espacios se yuxtaponen, sin que nada conduzca de uno a otro: no hay nexo, ni articulación, ni motivo, ni móvil, ni función, ni razón. Maldoror avanza entonces como si no tuviera fin: sin meta alguna y, en consecuencia, sin posibilidad de final. Solo atravesar espacios y tiempos. Sin embargo, el vagabundeo físico de Maldoror tiene como contrapartida la sistematicidad de su pensar, que es un objetar constante, imparable. Es asombroso: la palabra “pero” (“mais”) en Los cantos de Maldoror aparece 445 veces. Maldoror es un discutidor enojado, a menudo burlón, dispuesto a enjuiciar todo; a cada paso que da, está dispuesto a levantar, en el teatro de su conciencia, la objeción. Porque, como bien lo demuestran los encuentros del protagonista con el Padre Celeste o con sus enviados, si poder le queda al Todopoderoso, solo es poder para ejercer el mal más atroz, impelido por su deseo avasallador. En consecuencia, con un Altísimo que no para de caer bien bajo (por ejemplo, apareciéndose en un prostíbulo en el que voluptuosamente termina desollando a un muchachito), ¿quién podrá enunciar la ley que discrimina el bien y el mal? ¿Quién mantendrá el orden? ¿Quién separará lo

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divino de lo humano, lo animal de lo vegetal, lo humano de lo bestial, lo aéreo de lo marino, lo femenino de lo masculino, el cielo de la tierra, la sensatez de la locura, lo justo de lo injusto, lo natural de lo artificial, lo innato de lo social, el amor del odio, la inocencia de niños y púberes de la concupiscencia de hombres, divinidades o fieras? ¿Quién protegerá al marido de su madre incestuosa aliada con su esposa infiel? ¿Quién impedirá el acoplamiento enamorado del nadador y de la tiburona? ¿Quién consolará a las tres Margarita (sí, en singular: una y trina) del crimen del canarito cantor cometido por el padre? ¿Quién separará lo alto y lo bajo, la tragedia de la comedia, la risa del llanto, la víctima enamorada del verdugo dichoso? Dios, no; duerme su borrachera a la vera de un camino, mientras cuanto animal pasa por ahí lo orina o lo escupe o lo defeca. La policía, “ese escudo de la civilización”, como dice Maldoror, tampoco lo hará (son unos inútiles: años persiguiéndolo sin atraparlo). Pues entonces, como nadie restablecerá el orden perdido, solo queda su objeción incesante, y su reformulación en sentencias tan inapelables como antojadizas. Sentencias con empaque de sabihondas, pero tan caprichosas como los pasos de su emisor, Maldoror, porque la objeción tampoco es la chance de otro orden que podría mejorar lo objetado. Eso, de entrada, el narrador lo había avisado: contar el breve tiempo inaugural en que Maldoror vivió dichoso y fue bueno es imposible. Es tiempo perdido, cuya rememoración se escabulle en el lapso entre unas pocas palabras de promesa y un punto y coma: “Estableceré en pocas líneas cómo Maldoror fue bueno durante sus primeros años, cuando vivió dichoso; ya está”. Consecuentemente, en este mundo en el que la ley suprema, caída en lo más bajo, ya no separa el bien y el mal, tampoco es posible la risa o el llanto; solo queda su remedo gestual, y Maldoror lo intenta estirándose con un cortaplumas las comisuras de los labios; o su remedo verbal: el hablar sentencioso y arbitrario, el sarcasmo y la ironía que Maldoror ejerce, mientras el lector se pregunta si tanto horror es para la risa o si tanta risa es para horrorizarse.1 1- Los datos biográficos provienen de la correspondencia de Isidore Ducasse, de Le Patriote Français, y de los trabajos de Álvaro Guillot Muñoz, Jean-Jacques Lefrère, Michel Pierssens, Éric Walbecq y Kevin Saliou. Los análisis y asertos corren por mi cuenta.


Fuera del relato p o r Silv ia G u e r r a

Las metamorfosis, lo que pasa de anhídrido carbónico a oxígeno del aire, una mano de seda a un guante putrefacto, una mirada de seda a un ojo de pescado, frío como la muerte. Buscar dentro de lo que conoce las cosas más delicadas. De ojo a orificio invadido de gusanos, sabrás, escucharás, querrás saber: los insectos prefieren lo húmedo para empezar su tarea de desmantelar un cuerpo inerte. Ofrecer, en la pequeñez de su cuerpo, partes incomparablemente menores, piernas con articulaciones, venas en sus piernas, sangre en sus venas, humores en esta sangre, gotas en sus humores, vapores en estas gotas. Lo húmedo, las mucosas más suaves, los orificios, que son siete en lo humano. Dividiendo todavía estas últimas cosas, agote sus fuerzas en estas concepciones y que el último objeto a que pueda llegar sea ahora el de nuestro discurso. Un hombre es un supuesto, pero si se le anatomiza, ¿será la cabeza, el corazón, el estómago, las venas, cada vena, cada porción de vena, la sangre, cada humor de la sangre? Una ciudad, una campiña, de lejos, son una ciudad y una campiña; pero a medida que nos acercamos son casas, árboles, tejas, hojas, hierbas, hormigas, patas de hormigas, hasta el infinito. Todo se encierra bajo el nombre de «campiña». De repente sentir que una parte de algo —del cadáver del animal tirado al borde del camino— puede desprenderse alegremente un ojo y empezar a andar y saludar y saltar por aquí o por allí. Algo aparece por debajo sustraído y sustrato de otro ancestro: la madre tenía miedo de tanta humedad en la cabeza, de su piel húmeda, de bebé, de rana. Había un cierto espanto en la humedad, en la repe-

tición que veía en el de sus hermanos con la boca torcida en el campo, en la infancia de la madre de ella con los niños, volver a parecerse a él, en ellos, en el loco, en el que mató al yerno en la madrugada y lo tiró al terraplén, en el padre cuando golpeaba al pasar una fuente metálica y la madre sabía que había entrado y el sonido se expandía por la casa oscurecida por la noche, en mitad de la noche. Sí, habrá repetición de los destinos, de los rasgos, de actos criminales y escondidos, de los mismos nombres repetidos, Isidoro, Luciano. Pensó en esa visión que cada tanto se le aparecía, pensó en aquella tarde de adolescencia a caballo en que vio un animal muerto y putrefacto. Se acordó de cómo sintió subir la curiosidad, y de la náusea enorme, de la náusea tremenda que le dio vuelta y esa claridad que lo llevó al cuerpo de su madre. [...] El mal es una fuerza que mueve la historia, la fuerza negra de la historia, lo que no puede maquillarse, lo prohibido, lo que junta a los débiles. Un inmenso dolor en cada página, ¿es eso el mal? Si apretara al máximo una tecla fortuita sonora densa en mi cabeza, si fuera por el desencadenamiento del ritmo, de la música final de las palabras, ahí encontraría algo mayor, fundamental, primario: el más rápido desarrollo de las frases de una sonoridad desconocida, arracima palabras y les devuelve brillo —oh, vida, oh lenguaje, oh Isidoro—, llevar hasta el extremo tales cosas la atracción de las matemáticas, que son, con la tecnología y la poesía, los tres lados por donde puede ascenderse al infinito. Los extremos se juntan, demasiado ruido ensordece; demasiada luz ofusca; demasiada distancia y demasiada proximidad impiden la visión; demasiada longitud y demasiada brevedad

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en el discurso lo oscurecen; demasiada verdad nos pasma. [...] Dirán que todo eso es un mito, un mito hecho por montevideanos que construyen mitos, que será un mito más, un invento uruguayo como Gardel, como Maracaná, como Artigas. ¡Ay del viajero rezagado! Así, dirán que los uruguayos me inventaron, que inventaron mi idioma, mi historia trunca, mi fantasma. Que esa adorable rana se hinche tanto como quiera. Dirán que, después de todo, lo que quedará de mí sea un conjunto mucho mayor de datos que el de cualquier otro escritor francés contemporáneo, que no salió de Francia, que no tuvo la ocurrencia de nacer en la América austral, ni de hablar con un francés cruzado de español, con un francés mestizo: Tranquilízate, no igualará tu tamaño; al menos, eso supongo. ¡Te saludo, viejo Océano! Cruzado de español del Río de la Plata, lo que quiere decir cruzado de italiano, portugués, inglés, es un ejemplo. Capaz es cierto. Capaz el escondite ha sido este. [...] Pero las fotos también me regirán. Debo decir que no hay inocencia en este asunto: me evado, me salgo de la foto, me diluyo, me eclipso. Eres más hermoso que la noche. También es cierto que la foto no me toma, no estampa mi estampa en ese vidrio. Que la edición se pierde, se va a perder, habrá una madre muerta antes de que hubiera recuerdo, la oscuridad verdaderamente me concierne. La completa evidencia de los hechos es este borramiento sucesivo, perderse y bostezar, olvidarse de todo. Deberás darle crédito a la noche y aceptarla sin reconocerla, como si fuera el dios de todos tus días, la noche. Fragmentos del libro homónimo (2007.)


À Lautréamont p o r Ju l e s Su pe rv ie l l e

N’importe où je me mettais à creuser le sol espérant que tu en sortirais J’écartais du coude les maisons et les forêts pour voir derrière. J’étais capable de rester toute une nuit à t’attendre, portes et fenêtres ouvertes En face de deux verres d’alcool auxquels je ne voulais pas toucher. Mais tu ne venais pas, Lautréamont. Autour de moi des vaches mouraient de faim devant des précipices Et tournaient obstinément le dos aux plus herbeuses prairies, Les agneaux regagnaient en silence le ventre de leurs mères qui en mouraient, Les chiens désertaient l’Amérique en regardant derrière eux Parce qu’ils auraient voulu parler avant de partir. Resté seul sur le continent Je te cherchais dans le sommeil où les rencontres sont plus faciles. On se poste au coin d’une rue, l’autre arrive rapidement. Mais tu ne venais même pas, Lautréamont, Derrière mes yeux fermés. Je te rencontrais un jour à la hauteur de Fernando Noronha Tu avais la forme d’une vague mais en plus véridique, en plus circonspect, Tu filais vers l’Uruguay à petites journées. Les autres vagues s’écartaient pour mieux saluer tes malheurs, Elles qui ne vivent que douze secondes et ne marchent qu’à la mort Te les donnaient en entier, Et tu feignais de disparaître Pour qu’elles te crussent dans la mort leur camarade de promotion. Tu étais de ceux qui élisent l’océan pour domicile comme d’autres couchent sous les ponts Et moi je me cachais les yeux derrière des lunettes noires Sur un paquebot où flottait une odeur de femme et de cuisine. La musique montait aux mâts furieux d’être mêlés aux attouchements du tango, J’avais honte de mon cœur où coulait le sang des vivants, Alors que tu es mort depuis 1870, et privé du liquide séminal Tu prends la forme d’une vague pour faire croire que ça t’est égal. Le jour même de ma mort je te vois venir à moi Avec ton visage d’homme. Tu déambules favorablement les pieds nus dans de hautes mottes de ciel, Mais à peine arrivé à une distance convenable Tu m’en lances une au visage, Lautréamont.

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No importa dónde me ponía a escarbar el suelo esperando que tú salieses Yo apartaba las casas y las florestas para ver detrás, Y era capaz de quedar toda una noche a esperarte, puertas y ventanas abiertas, Frente a dos vasos de alcohol que no quería tocar. Pero tú no venías, Lautréamont. En torno mío morían vacas de hambre ante los precipicios Y volvían obstinadamente el lomo a las más herbosas praderas, Los corderos ganaban en silencio el vientre de sus madres que morían, Los perros desertaban América mirando tras sí Porque ellos hubieran querido hablar antes de partir. Librado a mi soledad sobre el continente, Yo te buscaba en el sueño, donde los encuentros son más fáciles. Uno se para en la esquina de una calle, el otro llega rápidamente. Pero aun así tú no venías, Lautréamont, Con tu rostro de hombre. Detrás de mis ojos cerrados. Yo te encontré un día a la altura de Fernando de Noronha, Tú tenías la forma de una ola, pero más verídica, más circunspecta, Y enfilabas hacia el Uruguay en pequeñas jornadas. Las otras olas se apartaban para mejor saludar tus desgracias. Ellas que no viven sino doce segundos y no marchan sino a la muerte Se te daban por entero, Y tú fingías desaparecer como ellas, Porque ellas te creían en la muerte su camarada de promoción. Tú eras de esos que eligen el océano por domicilio como otros duermen bajo los puentes Y yo, yo ocultaba los ojos detrás de unas gafas negras Sobre un paquebote en que flotaba un olor a mujer y a cocina. La música subía a los mástiles, furiosos de verse mezclados a los toqueteos del tango, Tenía vergüenza de mi corazón donde brotaba la sangre de los vivos Mientras que tú estás muerto desde 1870 y privado del líquido seminal Tomas la forma de una ola para hacer creer que esto te es igual. El día mismo de mi muerte yo te veo venir a mí Tú deambulas favorablemente los pies desnudos en los altos terrones del cielo. Pero apenas llegado a una distancia conveniente Tú me arrojas uno a la cara, Lautréamont. Traducción de Óscar Ferreiro en revista Los Huevos del Plata #12 (1968).

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Troya Blanda p o r A m ir H a m e d

[...] En la ocasión del convite, Mitre le había acercado a Ducasse sus hojas castellanas con el Ruy Blas de Hugo y el amable galo, contra su costumbre, le retaceó en algo su atención porque estaba obsesionado con capturar en la caja negra a la criadita, que parecía hinchada de trillizos y ya de nueve meses, tan grande que el delantal se le perdía como una servilleta náufraga entre los faldones grises y el rostro se le esfumaba por entre la barriga y los voladitos de la cofia que le despuntaban allá arriba, como a lo lejos —naciendo en el horizonte— se divisa el velamen de las fragatas. Para su sorpresa, si bien a medida que se acercaba al Hotel de las Pirámides parecía alejarse el coro ebrio que lo reclamaba, crecía el lamento de los perros —ahora podía comprobarlo— que aullaban en la calle y como si su luna estuviera en las habitaciones de Ducasse; un escándalo que se delataría como el eco del alboroto que lo aguardaba en lo de su anfitrión. Al golpear, con el rostro contraído lo recibió el ataché en persona, viniendo del fondo unos gritos escalofriantes y era que, asistida por Isidora —una negra célebre entre los del batallón de libertos— Célestine estaba dando a luz. Durante las tres horas que Ducasse le dedicó a la exposición, hasta que fueron filtrándose a cada placa la barbita oval de pelusas, los ojos azules y el cabello ondeado del teniente, no paró el griterío ni los lamentos perrunos que invadían desde la calle. Forzado por caballerosidad a permanecer inmóvil, era tal el estruendo que Bartolomé de a ratos recordó melancólico la carnicería de las batallas y por momentos añoró la gelidez del sereno y los fraternos vejámenes de los asociacionistas, incluidas —entre fríos hocicos de perro— las zarpas de fiera que el oportunista de Flores impondría en la refriega. Mil ensoñaciones más tarde estaba listo, según declaró Ducasse, y al mismo tiempo casi se le cae el monóculo porque —parecía un milagro— desde la pieza del fondo solo venía silencio, uno tan grande que contagió se

diría a los canes, que se habían callado o se habían mandado mudar. En la cara desencajada del francés, Bartolomé, sin decidirse del todo a moverse y desacalambrarse, sospechó que estaría ingresando la rolliza Isidora. En efecto, como un enorme camafeo entre sus negros brazos, irrumpía una criatura que parecía muerta, o tal vez dormida y que, según la africana, no había siquiera llorado cuando le cortaron el cordón. Una catarata terminó expulsándolo y a Célestine, luego de los trabajos, le quedaba algo de vida y el cuerpo de manteca o papel, porque el bebé irrumpió ya grande y peludo como de tres meses y, como si fuera poco, bien en el fondo a la criada le había quedado como la galladura de otro huevo, de otro bebé que no había nacido, como si fuera un niño —afirmaba Isidora, que era muy creída en los espíritus— que hubiera salido en otra calabaza o en otra parte del mundo. Hubo unos golpes en la puerta, siendo ostensible para Bartolomé que Ducasse, con la irritante gritería, había quedado sensiblote y al límite de algún vahído, al extremo que la africana los increpó duramente a los caballeros a ver si pretendían que ella misma fuera a recibir cargada como la tenían con aquel angelazo blanco. Tuvo que ir el mismo Mitre y frente a él, colorados de ginebra habían llegado todos, incluso Cúneo, Mármol y Juan Carlos Gómez, con el corbatín deshecho y el cuello a la miseria. Monsieur Ducasse por fin articuló y s´il vous plaît, messieurs, los invitó a pasar, proponiendo, a sugerencia del teniente Mitre, un daguerrotipo a la vida y la esperanza, que conjugara a la juventud del Plata con el sigiloso bebé de Célestine, que relucía como de cera porque no despegaba los ojos. Algunos querían retirarse, llevándoselo con ellos a Mitre, otros, como Gutiérrez, que nunca habían sido retratados, o como Echeverría, que estaba francamente exhausto, prefirieron aceptar la fineza del agregado francés. Inquisidor, ágil, incansable como de costumbre, Alberdi se

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llegó hasta el recién nacido y, pidiendo silencio con el dedo, pegó su oreja en la criatura, que estaba caliente aunque no se la sentía respirar. Isidora, que con una mano repartía copas, licor y le pellizcaba el trasero a Mitre, aseguraba que el crío era vivo pero que había nacido pasmado polque se le había peldido la melliza o el mellizo, el Cimelo sablía dónde le había quedado. Gómez, que era de los que más hablaban, sobre todo para olvidar su aflicción en medio del barullo, contemplando aquel bebé de prodigio propuso un brindis a favor de las mujeres que, incorruptas, paren al margen del arbitrio mazorquero, porque estas varonas dan los hijos y la patria ya los va apañando en sus borceguíes pero de pronto, y sin entender bien cómo, cayó en un silencio profundo, de ojos húmedos, que parecía contagiado por el bebé. Aprovechando el mutismo y la complicidad de Mitre, diestro ejecutor de cada indicación, Ducasse fue disponiendo a la turba contra una pared, cada uno con su copa, esmerándose como buen artista en que el cuadro saliera perfecto. Al centro el teniente Bartolomé y delante —el único que se animó a solicitar una posición— sentado Esteban Echeverría; destacaba, al fondo, el emotivo Gómez que lloraba, tal vez por Mitre, tal vez por el infante o vaya a saberse por qué cuerno y adelante Isidora, con los dientes blancos como las teclas de un piano y el dormido entre los brazos. Nunca había colocado frente al aparato a tanta gente y menos compuesto un cuadro tan heterogéneo; nadie hablaba, por fortuna, y acaso de mirarlo tan duro al plañidero Gómez o de tanto fijar la vista vino a descubrir que él mismo estaba llorando y que todos, salvo la negra y el niño, estaban al borde del puchero. En aquel trance golpearon a la puerta, sin que nadie se moviera, y mucho menos Isidora que parecía fascinada por la cámara o su bulto; eran Garibaldi y ese nilótico suyo que excusate signore Ducasse, ya iba diciendo el italiano, había sido questa sombra mía que


me trajo sin saber cómo y ché fortuna, ahí estaba Mitre con Cúneo, pero al advertir ese silencio de piedra, y cómo el anfitrión se cruzaba los labios con el índice, marchó como llevado por el moro a tomar posición entre los distinguidos allí apiñados. La escena se repitió un poco más tarde y nada menos que con el jefe de policía, quien llegaba con dos uniformados en busca de Mitre, a pedido de la población, pero esta vez fue Garibaldi el que hizo gesto de sta zitto cavaliero Lamas y ya partían los guardianes a colocarse en el montón que ya no podía encuadrarse de modo alguno. Incluso un barbudo enérgico, que olía a cueros, que casi tira abajo la puerta y que pretendió atropellar, tronando que aquí estoy de cuerpo presente el coronel Venancio Flores y me dijeron que por acá andaba el pícaro soltero, había caído repentinamente en aquello que no se sabía si era hipnosis, arrebato de trascendencia o mero empaque de solemnidad, y fue bajando el tono de voz como para no callar así nomás de un golpe pero preguntando entre abochornado y socarrón si hay lugar entre tanta güena gente mientras enfilaba derechito hacia un costado de Mitre, haciendo desaparecer al apretujado Juan Carlos Gómez, de quien se vislumbraba tan solo la cima de la galera, un codo y una lágrima que se despeñaba desde la encerada punta del bigote. —A ver todos, digan trece —proponía Flores. Ya sonaban gallos en la vecindad; Ducasse, resignado a que el tumulto diera una superposición de contornos, barbas, bigotes, corbatines y sombreros en torno al negro abrumador de Isidora y su bulto blanquísimo, dio por buena la exposición, y la pose por finiquitada con un expresivo salú. Partía como cataléptica Isidora hacia el cuarto del fondo, donde reposaba Célestine, y ya los ojos codiciosos de Flores recaían sobre Mitre, ya el reflejo salobre en los bigotes de Gómez escintilaba al tiempo que Alberdi, tomando el sombrero por el ala decidía que bueno marchémonos, caballeros, que ya abre la Historia las sedas de un nuevo día y mucho hay por hacer, incluso alguien que debe atender un des-

posorio. No menos vivaz, el casadero Mitre proponía saludar al generoso anfitrión con versos celebratorios, que un servidor estaba dispuesto a improvisar aquí mismo, puesto que dichoso era este alumbramiento en una ciudad heroica que tanto y cotidiano epitafio debía pergeñar, y era el teniente Bartolomé buen juez en la materia. Por tal motivo, si los demás no se oponían —sobre todo el coronel Flores, quien junto a Garibaldi era el oficial de mayor rango en la reunión— recitaría una oda de las que ya las pródigas musas le habían susurrado varias estrofas durante el transcurso de la pose colectiva. El aludido Flores, que barruntaba que con eso lo querían rebajar a su condición de frugalmente alfabetizado y que no le daba la derecha a nadie, prefirió argumentar —dado que ya clareaba y cada uno de los presentes debía atender impostergables asuntos de la guerra— que si no sería mejor que todos le escribieran uno o dos versos en un papel, para que luego, como se debía, acompañaran el daguerrotipo, siendo Alberdi el primero en festejar la ocurrencia de nuestro endecasílabos o alejandrinos en un cuaderno del recibidor. Gómez a quien su salud espiritual le reclamaba soledad para poder sufrir en lo íntimo, se apuró a ejecutar la sugerencia, suspirando largamente al empuñar la pluma en espera de que las inspiradoras diosas bajaran a su corazón. En su delicado estado emocional, ya en la aurora, volvía amargo el recuerdo de la amada, que todo lo empañaba. Al inicio, cerrando los ojos, la rima llegaba nítida, mejorada de los versos que la musa le cuchicheara en la reunión maya, y así abrió el álbum. Su honestidad, no obstante, le hizo recordar unos afortunados versos de su camarada Pacheco y lo tachó de un trazo; en todo caso, el niño, cuando creciera, podría comprender que el poeta no estaba muy iluminado y prefería remarcar que esto que le regalaba —en la asfixia del asedio— era una genealogía de sentimientos prístinos. Afuera, la luz dañaba los ojos colándose entre el tejado del hotel y Gómez, al contemplar a los perros —retrepados los unos sobre los otros, las hem-

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bras bostezando echadas en la tibieza del alba— se repitió que era la hora de partir, desconsolado. [...] Varias descargas partieron los aullidos y la mañana, justo frente al hotel: la policía estaba baleando perros, que caían exánimes como cerberos de dos cabezas. Ya muy cansado, monsieur Ducasse intentó aprovechar las luces y sus pinceles para recuperar algún color en las planchas de metal; fue un trabajo sonámbulo y sorprendente para el agregado porque ya le rugía de hambre el estómago, se esfumaba la luz y las campanas de Misericordia volvían sobre el hechizo de vésperas, con nuevo coro de perros que no se sabía de dónde llegaban y un renovado dónde está Bartolomé Mitre que está a punto de casarse, y en toda aquella vigilia y perseverancia no había logrado que sus pinceles dieran un mínimo de relieve al niño, porque decididamente, a pesar de su tamaño y posición privilegiadas, el bebé nunca había salido en la placa. Se los podía contar a todos: aquí el lacrimoso bigote de Gómez, allí la cabeza fatigada de Echeverría, en este costado Alberdi y su mirada de halcón, la tenue compostura de Gutiérrez; más adelante la elegancia de Mitre y contra su cuello una mano que era como una zarpa de oso perteneciente a Flores; allá el agrio Mármol, el decidido Cúneo, Garibaldi y un manchón a su flanco. Al centro, bien hacia el frente, una luna creciente que eran los dientes de Isidora —que en estos momentos llegaba con un plato de sopa de tapioca— y el amplio detalle de su vestido. Allí donde debía encontrarse el infante había un escote y las telas gruesas de la africana, nada más: era como que el bebé no existiera, al punto de que, con la sopa humeante frente a él, monsieur Ducasse interrogó cortante a la morena para saber si el bebé de Célestine estaba o no estaba muerto. —La Celestín etá viva, musiú, y el gulí pa’madito nomás. Aola tome la sopa ke sel’enflía y dispué de mi vá dolmil. Fragmento del libro homónimo (1996).


La dama de Elche p o r A m a n d a B e re n g u e r

Nel mezzo del cammin di nostra vita. Dante

y doblé la curva sinuosa de la angustia hacia una punta Colorada allí caía a veces cae el rayo de Apolo enrojeciendo las rocas como las Flamígeras en Delfos aquella hendida llameante montaña donde escuché el oráculo: “—levanté la hoja de laurel estaban las preguntas comí tambor y bebí címbalo”

—la gota de agua horada la piedra— puede ser que escribiera gota a gota la entrada de la vida mas he socavado rocas o arenas deleznables o resistentes habitaciones tal cavernas amarradas a la orilla ¿es así que se entra al “río ancho como mar”? una noche en playa Honda cerca de mi casa en una playa de Montevideo nos cubrieron de alquimia las noctilucas y nadamos en agua brillante: fuimos dos enamorados manando luces que enceguecían a los pordioseros del amor

el destino y el azar me disputaban sus aullidos se oyen son las olas y el viento sin vencido ni vencedor en medio de los olivos que desembocan en el golfo de Corinto las pasas de uva pequeñas las aceitunas los higos ruedan sobre la mesa de mi casa aquí cuando era niña o en medio de las horas de este reloj de fondo de arena del Río de la Plata incrustado en el hígado salado del Atlántico

más lejos en Maldonado en playa Verde recogida ante la restinga Encandilada las algas se enredaron con mi pelo y tuve miedo: una canción se oía traída por el mar las olas crepitantes la mezclaban con la espuma —un presentimiento me hacía llorar— cuando busqué la palabra la encontré y la desnudé: era una boca palpitante mortal junto a mi boca

voy gimiendo un canto de Maldoror me sigue sigilosa “la mirada de seda” del gran pulpo y la Ballena sombría recostada en la costa asoma su lomo largo estancado igual al Aqueronte —pensé— y recordé toda mi historia de golpe como los ahogados

también con la botánica submarina he preparado sopas y tortillas y suavísimos cosméticos nos alimentamos con yodo y salitre todo el verano y en la Bitácora apuntamos nuestros días de celo y de deleite pero había aceite negro alquitrán de un naufragio que de vez en cuando en la orilla sin saber nos manchaba los pies

vi la Aparecida punta del Este espectral y futura —buscaba las nacientes del sol— por la costanera griega junto al mar Egeo las columnas del templo de Poseidón alzan sus quebradas torres de nácar y todo es terrible y blanco como la cabeza del caballo del Guernica

—estaba en el centro de la vida— iba sentada en la confortable soberbia de una playa hermosísima como quien navega seguramente en el automóvil familiar

viví días y noches con el sol violento

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cíclope demente y con la luna mansa semejante a una cordera entre los brazos balando suavemente

echando espuma por la boca caían las olas sobre la extenuada firmeza de esos labios

viví con el sol fogoso criatura rampante lenguas de oscuro fuego le salían de las fauces —tinta china grabada sobre el frágil papel de arroz— y me quemé: quedó negro como carbón un sótano interno que llevo para mí sola y llegó la luna de agua y fue una inundación de plata fría que anegó los rincones ardientes

allí vería salir el sol —me dijeron pero era falacia lo sabía y usé escondites para sorprender las apariencias solo podía pensar en brumas ahumadas o amarillas con guirnaldas violetas que parecían desmedidas medusas navegantes en el aire engañoso ¿el aire? aguas del pliegue de raso el cielo pálido de prodigios en el lugar del nacimiento del falso nacimiento cuanto más caminaba más envejecía

viví con el sol vigilante un guardián tal vez una cárcel de espejos ¿un celoso silogismo? luego la luna mandrágora me llenó de pesadillas y perversiones las dos cuencas de los ojos un sábado al atardece como esa dama perseguida por Goya: “No te escaparás” arribé a la punta del Diablo arqueadas olas saltaban sobre la presa sobre las rocas sobre la arena en un persistente quehacer de violación

vi entonces la cola de la salamandra brillando atrayéndome hacia el profundo océano y pensé en mi madre en mi hijo en el amor en el sexo entreabierto como las manos en el juego de prendas donde se pone un huevo o un anillo y se espera la resurrección

no había entrega —es cierto—

Encuentros extramuros con Isidore Ducasse

p o r A m a n d a B e re n g u e r

i.

Encontrarnos a orillas del mar sobre un peñasco de la costa / fue la cita / el / evanescente pez metafísico perverso y ágil / tocándome apenas / la punta de los dedos con sus aletas / su vientre de piel azul con un ojo de sangre / su mirada de medusa escarlata / me dijo: no vuelvas la cabeza que morirás / quédate alga o musgo en el hueco de la roca / te protegerán guijarros / pezuñas de dolor /

se levantó ante mí / sentí que se enderezaba el océano / y me tragué la realidad / mientras oía la caída de un meteoro / sobre Montevideo / sin embargo / Isidoro Ducasse / era un niño transparente / sentado a mi lado / lo tomé en mis brazos y lo amamanté de certeza material / hasta que lo entregué de nuevo al mar.

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ii.

Où s’en vont-ils, de ce galop insensé? iii. 1. Ibas a caballo al galope sobre la orilla arenosa a vuelo de pájaro te observaba desde un heicóptero / modelo fin de siglo XX / la espuma del Río de la Plata caía sobre las huellas de los cascos veloces / y tú crecías / Maldoror / jinete mutante del Apocalipsis /


Lautréamont contra el toyotismo hermenéutico p o r G u stavo E spin o sa

Hay ciertas maniobras de la interpretación que consisten en hacer de tal o cual texto canónico un escolio útil a unos supuestos ideológicos, o una ratificación de las convicciones (estéticas, políticas) de quien ejerce la lectura o la crítica. Para el profesor John Beverly, por ejemplo, las Soledades son un manifiesto contra el imperialismo. Hemos visto también un Eurípides feminista o un Sófocles concernido por los de-

rechos humanos (particularmente de aquellos que fueron conculcados por las dictaduras latinoamericanas del siglo pasado). A favor de esa manera de leer se ha dicho que contribuye a acercarnos a los clásicos, que demuestra la vigencia transhistórica de los textos geniales, o que evita la monumentalización y pone a la escritura a fluir. Yo creo que se trata de una especie de toyotismo hermenéutico convencido de que el arte y la literatura deben funcionar amigablemente en los circuitos del presente perpetuo. De este modo se nos recuerda que después de toda escritura, aun de aquella más

potente, de aquella que —como Maldoror — más se avecina al aullido, a la carnicería o a la música, solo nos espera el murmullo amable de la conversación, el tintineo de las copas de vino, el sabor de los sandwichitos en la presentación del libro. Yo prefiero creer que lo que profiere Lautréamont no es nada que podamos pensar o decir acerca del presente. Es mejor que la lectura de los Cantos nos muestre la trabazón abigarrada de un misterio sin resolver. Se ha dicho que esa extrañeza se debe a la intersección de alucinaciones heterogéneas: Hugo, Lamartine, Musset, Byron o Baudelaire interferidos por las imágenes de las putrefacciones y degüellos, por el color rosa de las casas pintadas con cal y sangre de chancho que Ducasse había tenido que ver en Montevideo. Es mejor no molestar esa monstruosidad inútil que ocurrió del mismo modo que el célebre y ya domesticado encuentro entre el paraguas y la máquina de coser. Permitamos que siga siendo una irrupción incesante. Octubre, 2020.

Escarabajo estercolero, Carlos Musso (2020).

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Exhumación proyectada p o r M ig u e l Á n g e l C a m p o d ó n ico

Te verás paseando extramuros, pronunciarán tu falso apellido auténticas bocas supinas (por ignorantes y porcinas). Ya te darás cuenta, no te habrá valido desmembrar roedores en la ciudadela para que no te creyeran francés. Lo que importa está lejos (por eso se importa). Te nombrarán hasta los panaderos, quizás por la excursión organizada alrededor de los croissants. Los propios mercaderes del Mercado Central te reconocerán cada vez que miren la tercera parte del primoroso (mono y delicioso) monumento que te evoca, pegoteado siempre a dos más que tampoco querían ser franceses (ni uruguayos). Conmovedor ejemplo de cohabitación o de cooperativa de ayuda mutua (según donde te coloquemos), tanto acá como allá tres hacen más que uno. No hay que preocuparse. Los alfabetos canibalizarán tus textos, los crípticos literarios tropezarán y caerán enredados en los flecos de tu mortaja. Acá estamos nosotros para inflamar (transitoriamente) a la muchedumbre. A falta de tu realismo buenos son sus realismos (propios de los zafios). Tu nombre (lo prometemos) será coreado en el gran estadio, hasta los ministros respectivos y despectivos te incluirán (fugazmente, claro) en sus discursos oficiales y axiales. El Mal Olor de tus cantos seguirá frunciendo narices de Bergerac, exigirá quilos de sales para que reaccionen los desmayados. Nuevos cuerpos se derrumbarán ahora con la fetidez de tus piojos minuciosos, al exhumarte serás otra vez (por un momento) el virus del siglo que destrozará a quienes se empolvan las pelucas en la pieza de servicio de la academia. Estamos para esto. Para saludar al asqueroso perfil de tus repugnantes prolongaciones, para ala-

bar la negrura de tus uñas, el eructo pleonástico de tu alarido. Ni bien terminemos de acomodar el polvo de tus huesos, un vendaval eminente (¿inminente?), el pampero probablemente, te desparramará por el río vecino que no es río (como todo por estos lados nada llega a hacer algo). Y el polvo será polvillo, se introducirá en la brecha de la muralla que dejaste abierta antes de desaparecer, irritará ojos, secará gargantas, toserá pulmones, estornudará membranas pituitarias. Cuando el aire se haya despejado (no podremos evitarlo, lo

sabemos), insistiremos en llamarte mientras acariciamos tu partida de nacimiento, al tiempo que lamemos y olfateamos como perros cimarrones y frenéticos tu partida de defunción. Y recorreremos la Ciudad Vieja para comprobar si te enterraron. Con un solo grano de tu polvo a flor de tierra nos alcanzará. Volveremos a esparcir tus despojos. Como lo querías. Somos buitres, no corderos.

Entrada de Ducasse en Montevideo, Carlos Seveso (1992).

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De revista Maldoror #23 (1992).


En torno a los corasanes p or L ava l l e j a Ba rt l e by (M a r io Lev re ro )

Los corasanes, posteriormente llamados “croissants” por los franceses, fueron inventados en Montevideo, en el año 1856, por Isidoro Ducasse, “Conde de Lautréamont” y llevados a París por él mismo en esa travesía imprecisa y nebulosa que los investigadores no han logrado, hasta la fecha, verificar sin enloquecer. A pesar de que los franceses reivindican para sí la invención de los “croissants” o medialunas, atribuyéndolas a un oscuro panadero de Decazeville, Jean Croissant (o Croix-Sainte, según otros, que van más allá y le asignan a la medialuna un significado místico, esotérico o cabalístico, y al supuesto panadero un carácter de símbolo, algo como el santo patrono de una secta ocultista que floreció en el sur de Francia a mediados del siglo xix); a pesar de las protestas inglesas (Sir Oliver Gallinworth) asegura que el tocino, las medialunas y las obras de Shakespeare son incuestionables invenciones de los hermanos Bacon), y de la insinuación por parte del Diccionario de la Real Academia Española, de que bien podrían ser medialunas los indefinidos “bollos” citados en el Quijote, lo cierto es que, de acuerdo con el Registro de Patentes de nuestro país, los corasanes nacieron en el Río de la Plata, y fueron el resultado de una larga serie de elaboraciones que culminaron con la genial torsión de las puntas pergeñadas por Ducasse. Antes de Ducasse los corasanes eran derechos e inevitablemente se perdían, deslizándose hacia el interior de la taza, al mojarlos en el café con leche. Se les llamaba “panecillos de orfebre”; Mélanie Klein osa afirmar que la torsión impuesta a las puntas no se debió al natural afán de evitar que la factura se perdiera en el café, o su

búsqueda por medio de cucharillas especiales, sino —atiéndase bien— a la “necesidad inconsciente de Ducasse de desvirtuar el carácter fálico de los panecillos de orfebre y administrarle esa forma uterina, para compensar la falta de su madre, y a causa de su indudable homosexualidad latente”. La autora no ha leído, seguramente, Los cantos de Maldoror, y proyecta en el montevideano su propia envidia; por otra parte, confiesa en el tomo IV de sus Obras Completas no haber nunca comido un croissant, lo cual no deja de ser significativo. Por último cabe señalar que algunos autores, encabezados por James Atchik, ponen en duda la existencia del mismo Ducasse; afirman que “hubo incuestionablemente un Isidore Ducasse que nació en Montevideo; y un Isidore Ducasse que murió en París, con un intervalo de veinticuatro años”, pero que no puede asegurarse que se trate de la misma persona ni, menos aún, que esta persona sea realmente el Conde de Lautréamont que escribió Los cantos de Maldoror —los que, según dicen, tienen todas las características de una obra colectiva; y apelan nuevamente a la que estaría simbolizada por el panadero Croix-Sainte, y a la que no habrían sido ajenos León Bloy, Jalbert Klutch y Rubén Darío. Nosotros nos mantenemos al margen de la polémica. Preferimos, con Agnès Peralta, “leer por las noches algunas páginas de Maldoror, y por las mañanas sumergir lentamente un corasán en el café con leche, y luego otro, y otro más; el resto de la jornada no es más que vanidad y aflicción de espíritu”. Se sabe que Ducasse nació en Montevideo y que murió en París a los

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veinticuatro años; no existe, sin embargo, constancia del viaje. Lautréamont o “L’ autre à mont”, es decir “el otro en monte”, o sea Montevideo; Atchik, al descomponer de este modo el seudónimo de Ducasse, pretende demostrar la existencia del segundo Ducasse en París; ambos estarían al tanto de la existencia de su doble, o bien ambos serían cómplices inocentes de la secta que escribió los Cantos. De revista Maldoror #23 (1992).

Retrato imaginario de Lautréamont a los 19 años, obtenido por el método paranoicocrítico, Salvador Dalí (1937).


El Conde de Lautréamont, poeta infernal, ha existido p o r E d m u n d o M o n tag n e

No ha sido un espectro el autor de Los cantos de Maldoror; no ha sido un espectro que después de dictar a un médium ese libro de horrores, majaderías y genialidades, se volvió a las sombras y calló para siempre. No: ha sido un hombre. Treinta años ha. Rubén Darío, clasificando al Conde de Lautréamont entre sus “raros”, comenzaba diciendo: “su nombre verdadero se ignora”. Y después de explicar los temibles Cantos, agregaba: “de la vida de su autor nada se sabe”. [...] Hoy sabemos que el Conde de Lautréamont fue de carne y hueso, respiró, se movió y se hizo hombre en Montevideo, hasta pocos años antes de publicar su libro espantable; su casa vetusta existe aún, a la espera, acaso, de que se reconozca antes que la proyectada Rambla Sur arrase con ella; los libros, clásicos, románticos, aquellos que fueron su leche literaria, podrían nombrarse. Recomencemos. El Conde de Lautréamont fue hijo único del legítimo matrimonio Francisco Ducasse-Celestina Davezac. El señor Ducasse desempeñó muchos años el cargo de canciller de la legación francesa en Montevideo. Fue hombre de una singular cultura. Afirman los

Guillot-Muñoz que durante una laguna de su existencia realizó viajes a lo Marco Polo por el corazón de América del Sur, y un fracaso en cierto negocio de maderas quebrantó seriamente su fortuna. Quiso dedicarse a la enseñanza, y de vuelta, en Montevideo, explicó filosofía comptiana en una academia de su fundación que duró poco. Murió en la indigencia. ¿En la indigencia? No, señores, esto sería muy bello siguiendo el gusto melodramático. Y ganas nos dan por este dato y otros, de retirarles a los Guillot-Muñoz el título de verídicos que nos hemos apresurado a concederles. Y es que en este punto de la indigencia creemos más al Señor Prudencio Montagne que a los Guillot-Muñoz. El señor Prudencio Montagne (San José, República del Uruguay) es tío del que redacta esta crónica, por él promovida al enviarnos, anotado en sus márgenes, el libro de los Guillot. “Murió (Francisco Ducasse) en 1887, en la más extremada indigencia”, afirman los Guillot. Y esta afirmación, anota mi señor tío: Esto es completamente falso. Se alojaba en el Hotel de las Pirámides, y dos días antes de morir me hallaba yo con él tomando mate en su habitación. Ante

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esta marginalia enviamos un cuestionario a nuestro tío. Él lo llenó y aquí está lo que puso: Ducasse nunca estuvo necesitado ni menos en la indigencia. ¿Puede llamarse indigente a quien muere en un hotel de primer orden y goza hasta el último momento de su servicio? “Vestía siempre de traje negro de levita y galera de felpa. Estaba jubilado como canciller del consulado francés y creo que tenía dinero en el banco de Londres”. “Siendo yo niño, Ducasse vivía en la calle Camacuá frente a la de Brecha, en casa que existe aún, antiquísima. Recuerdo los paseos con mi padre hasta la plaza Artola. Entrábamos en la cervecería Thiébaut. Ese paseo lo realizábamos todos los domingos después que M. Ducasse compartía nuestro almuerzo en casa. No iba con nosotros Isidoro el Conde. Tal vez estaría en un colegio o no lo sacaría su padre temiendo las diabluras que podría hacer por las calles. También podría haberlo mandado a Francia, a estudiar.” (Estos paseos duraron hasta 1867, fecha en que se da al Conde ya en París). “A causa de mi pupilaje en el Colegio Inglés no supe nada de M. Ducasse entre los años 1869-1874. Por esta última fecha


se instaló en Las Pirámides y entre ambas debió realizar su viaje o sus viajes. Quizá haya ido a Francia a saber del hijo. Respecto a viajes americanistas (viajes de estudios precolombinos atribuidos por los Guillot-Muñoz), me extraña muchísimo que nunca me hubiera hablado de ellos y de los escritos que dicen escribió sobre esta materia, sabiendo que yo me interesaba tanto en ella.” (Nuestro tío Prudencio es un precursor del actual incaísmo. Lo prueban sus yaravíes, el pedestal de la estatua de Artigas en San José, estilo americano autóctono... y los nombres de sus hijos Atahualpa, Liropeya, Gualcanda...) “Cuando murió Ducasse tenía yo treinta años. Hasta entonces iba yo al hotel una o dos veces por semana a eso de las cuatro de la tarde, a tomar mate con él, cebado por mí. Éramos dos grandes materos. Murió dos años después de mi última visita. El dueño del Hotel M. Haurie me lo hizo saber y le mandé una corona de flores que fue la única que tuvo el finado”. “Mi actuación firme con Ducasse fue de 1876 a 1888 época en que murió. Durante ese tiempo sostuve con él una amistad franca y constante. De tiempo en tiempo lo llevaba a pasear al Buceo. En uno de esos paseos le saqué la fotografía que le recorto. Casi diluido el rostro en esa fotografía, aparece el anciano descubriéndose su chistera en la diestra, viva la expresión casi picaresca. El ademán es naturalmente gentil. Parece que dijera “no crean Uds., sé que por esta fotografía, y debido a mi hijo pasaré a la posteridad. Pero no crean, Sres., que tenga yo nada que ver con el hórrido libro que cometió. Es una de las mil travesuras de las suyas. Yo seguiré siendo la amable persona que en vida fui tal como aquí me ven”. Ducasse fue casado pero parece que su mujer murió al poco tiempo de nacer Isidoro (el Conde) o por lo menos antes de mis paseos referidos. Respecto de ella no sé nada. No la conocí. No existía en mis tiempos. En cambio conocí a Isidoro Luciano Ducasse. Era un muchacho —en esas épocas éramos muchachos hasta los veinte— pero sumamente travieso, barullero e insoportable.” “Nunca oí hablar a nadie de las obras literarias de Isidoro. Si él las publicó entre 1868 y 1879 tendría yo de diez a doce años. Entonces, ni cuando fui hombre, repito, oí hablar de esos Cantos. Lo único que me dijo una vez Francisco Ducasse después del año 1875 fue que Isidoro ha-

bía muerto en el 70. Yo creí siempre que hubiera sido en la guerra.” El cuestionario llenado por Prudencio Montagne concluye diciendo que a pesar de su trato continuo con Francisco Ducasse, ignoró “las fatigas de sus viajes y las crisis periódicas de paludismo” que le atribuyen los Guillot-Muñoz. Esta declaración y las anteriores sobre el silencio del padre respecto a la literatura del hijo son de atenderse y cotejarse con otras sobre los mismos puntos hechas por los autores de “Lautréamont & Laforgue”. Pero está de Dios que ante el tribunal del proceso Lautréamont habrán de comparecer otros seres tan ajenos a él como nuestro señor tío. Uno de esos otros seres es nuestra señora madre. —¿No decías tú que en el taller de papá fueron depositados los libros de M. Ducasse? Nuestra madre nos repite que sí y nos refiere el caso: Ducasse le pidió ese servicio a tu padre. Era el 70, me parece, Ducasse tenía que irse de viaje. Los libros fueron puestos en una chapelière: un baúl-mundo. Y no estaba de más te lo aseguro, porque era cosa tremenda los libros que había. Yo me los fui leyendo unos tras otro después que metía a los chicos en cama. Molière, Racine, Cheteaubriand, Corneille, Rousseau... Con esta referencia a los libros de la primera cultura literaria del Conde de Lautréamont algunos de los cuales cita en su carta el editor (de la Serna, Prólogo a los Cantos) terminan nuestras revelaciones sobre el montevideano. El Conde en sus Cantos se llama a sí mismo el montevideano. ¿Y a qué se debe que estos Cantos en prosa, puestos con razón en el index de la prudencia humana, cobren hoy una boga que nunca han tenido? No se debe a su concepción de conjunto, que, aunque maldita, es genial; ni acaso al mismo impulso de su estilo, que a veces cobra extraordinario vigor; se debe a que sus expresiones parciales y el caudal ilustrativo utilizado en ellos (todas las novedades de las ciencias y toda la modernidad) corran parejas, medio siglo después de esparcidos, con algunos “ismos” de las últimas generaciones literarias. Ya se sabe que cada nueva generación lanza sus “ismos” y forma escuela, con lo que se habilita para proclamar que ha cogido el mundo en la mano. El “sobrerrealismo” nombra al Conde de Lautréamont su jefe o cosa así. El cubismo también lo da como uno de sus precursores y gran maestro, debido quizás a lo que Lautréamont reconoció en el cubo, al final

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de esta oración que tiene un mérito mucho más serio que ese, y es el de definir el propio carácter del autor de los Cantos: “Si tienes una inclinación señalada por el caramelo (¡admirable farsa de la Naturaleza!); nadie lo concebirá como un crimen; pero aquellos cuya inteligencia, más enérgica y capaz de más grandes cosas, prefieren la pimienta y el arsénico, tienen buenas razones para obrar de ese modo, sin sentir la menor intención de imponer su pacífica dominación a los que tiemblan de miedo ante una musaraña o ante la expresión parlante de las superficies de un cubo.” Pero se querrá saber qué son al fin esos Cantos. Y en verdad que ya es tiempo de que lo digamos, o, lo que será mejor, que hagamos que lo digan quienes lo hicieron admirablemente. Habla Darío: “León Bloy fue el verdadero descubridor del Conde de Lautréamont. El furioso San Juan de Dios hizo ver como llenas de luz las llagas del alma del Job blasfemo.”... No se trata de una “obra literaria”, sino del grito, del aullido de un ser sublime martirizado por Satanás. “... Con quien Lautréamont tiene puntos de contacto es con Edgar Poe. Ambos tuvieron la visión de lo extranatural, ambos fueron perseguidos por los fantasmas enemigos... ambos experimentaron la atracción de las matemáticas que son, con la teología y la poesía, los tres lados por donde puede ascenderse a lo infinito. Mas Poe fue celeste, y Lautréamont infernal. “... Los clamores del teófobo ponen espanto en quien los escucha. Si yo llevase mi musa cerca del lugar donde el loco está enjaulado vociferando al viento, le taparía los oídos.” Habla Ramón Gómez de la Serna: “Estos cantos están cantados desgarradoramente bajo el apremio y la amenaza de la muerte. Tienen una risa que quiere borrar la fatalidad. Indagando mucho en ellos se podía encontrar el bacilo terrible. Es probablemente Lautréamont el talento que en vez de apocarse encuentra en la combustión precipitada y voraz de su vida la exaltación generosa de las crueldades humanas, de las más privadas angustias, del pavoroso instinto de estrangulación con que nos contagia la muerte que nos estrangula.” “... Debemos ser rudos y cabales, gracias a estas exaltaciones en que se pierde el miedo.” “... Este libro es impar y único.”


“... Cada obra de arte debe batir un récord y tener la plenitud de dominio que esta tiene.” “... El mismo Gourmont no la comprendió porque cree en la locura, y aunque se ve que la comprende, no le basta eso para ahorrarse esa palabra falsa, ya que Lautréamont es el único hombre que ha sobrepasado la locura. Todos nosotros no estamos locos, pero podemos estarlo. Él, con ese libro, se substrajo a esa posibilidad, la rebasó.” “... Para dulcificar su superficie, pero a contrapágina de ella, señala Gourmont que puede ser un “ironista superior” y señala cualesquiera de esas ironías, cuando todo se ve que está escrito entre la ironía y la verdad, todo monstruosa y supremamente consciente.” “... Tiene una cosa sagrada, ímproba de rebelión sensata, de revolución por el insulto, que hace parecer a Lautréamont el segundo redentor que aun está en los infiernos.” Habla Paul Dermée (y lo hace refiriéndose también al segundo y póstumo libro de Lautréamont): “Es necesario mostrar la unidad profunda de la obra de Lautréamont, cuyos dos libros son dos asuntos opuestos, no dudarlo, “el problema del Mal”. En Los cantos de Maldoror lo ilumina ese léxico sorprendente que, según él decía, “se nutría de las pesadillas espantosas que atormentan mis insomnios”. En las “Poesías” flagela a todos los falsos ídolos de sentido del mal, tan dignos de odio como las divinidades hipócritas del partido del bien. Lautréamont no fue nunca, sin embargo, un moralista de discurso académico. Es el azote terrible de un dios apasionado de perfección.” Habla Alberto Lasplaces: “No se sabe si Los cantos de Maldoror es la obra de un cerebro extraviado, ahíto de las vulgaridades corrientes, que se venga de un modo atroz, o la de un genio satírico lleno de amargura que alza su brazo sobre la humanidad y deja caer sobre ella toda clase de inmundicias.” Hablan Álvaro y Gervasio Guillot-Muñoz: “El más allá de la coincidencia de Maldoror hallase unido por lazos equívocos a la realidad deformada.” “... Entre la mezcla de honestidad y bajeza, de escrúpulo y descuido, se adivina en Lautréamont cierto gusto por la experimentación científica.” “... Esa capacidad para asir el principio del mal, esa manera de sugerir que la car-

ne y la naturaleza humana son abominables, algunos giros de su espíritu refinado y feroz, hacen pensar en el herético del gnosticismo.” ¡Ah, pero cuán difícil es dar idea de los Cantos! Tratase de un mundo creado con lo negro de la existencia y el hurgueo que allí obstina el ángel que había en Lautréamont. ¡Un furioso, incesante revolver la pulpa de la tiniebla hedionda hecha de monstruos entrelazados! Los monstruos se sueltan, nos afrontan, nos acometen. A veces son héroes de crímenes sin ejemplos; otra, verdugos de suplicios que llamarlos dantescos es dar flaco indicio de ellos. Esas pesadillas, esas visiones, esos delirios se hacen lúcidos y vívidos hasta enceguecernos y aterrarnos. Y estallan de la boca del ángel las blasfemias. Son blasfemias cuyo grotesco sobrepasa a toda suposición. Y ábranse a nuestros pies los círculos vertiginosos del loco razonante, o se opone a nuestra marcha el vacío, por trechos, condenándonos a un estertor interminable, más torturante cuento que la angustia es moral y parece la del remordimiento. Son esos cantos la obra de un tremendo vengador, furibundo y frío. Vengador, ¿de qué ofensa, de qué nefasto ultraje, inferido por nosotros, sus hermanos? ¡Oh Dios de misericordia! Cuándo vais a arrojar el libro contra el muro, a colmo de asco e irritación; cuándo vais a arrojarlo para rechazar el sarcasmo, la idiotez, el absurdo, tanto más “hirientes y abominables” cuanto que se ven que están hechos adrede para vuestra repulsión, una imagen límpida y opulenta, de gran belleza, os detiene, paraliza vuestros ímpetus, como el puño de un dios una cuadriga desbocada. Los críticos que maldicen los Cantos quisieran aniquilarlos, borrarlos en lo eterno a toda posibilidad siquiera de comento. No. Si algo sabemos de lo intenso y desconcertante del vivir, protegemos ese libro, maravilla de espantoso fruto, de un fruto que nos brinda, al morderlo, el jugo último de la tragedia, sustentador de las raíces mismas del ser. Los que los alaban dijéranse que querrían mostrárnoslos como ejemplo de placentera amenidad. No; no son Los cantos de Maldoror un collar de baratijas estéticas para la disertación ociosa y presumida. No son sensualidad, verbal aunque tal parezcan, son alma en su fibra originaria. Nietzsche, quienes sean, pudieran razonar el problema del mal. Lautréamont vi-

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vió; fue la emoción palpitante, sangrienta de ese problema. Por eso... ¿creyó o no creyó en la “expiación providencial”? ¿Descuidó o no descuidó las “contingencias de las quimeras maléficas que se ciernen sobre los malditos”? Inaudito modo de suicidarse el de Lautréamont, si admitía el rebote en lo espiritual, más certero que el de la pelota vasca en el frontón. En los cantos finales se jacta de su poder hipnotizante. ¡Pobre basilisco! Porque Lautréamont, creador de seres desmesurados o deformes que llegarán a ser mitológicos, es el fabuloso basilisco. ¡Pobre basilisco, cantando a la sordina su potente arrullo con que “idiotizamos”, fijó su solo ojo en nosotros, a fin de que la mirada acerada y cariciosa que destila veneno, nos clave hasta el alma su estilete inyectador! El espejo de su conciencia devolvióle, hundió en él mismo; la mirada que da la muerte. Darío, católico visionario como despierta desde el fondo de su gran paganismo, está en su línea al creerlo, con la tradición de la Santa madre Iglesia, un poseso. “No aconsejaré yo a la juventud —dice— que se abreve en esas negras aguas, por más que en ellas se refleje la maravilla de las constelaciones.” Y murmura eso muy por lo bajo, temeroso de ser oído por Lautréamont. [...] De revista El Hogar (Bs.As., 1925).

Retrato, Adolfo Pastor (1947).


¿Quién es Isidoro Ducasse? p o r M a rg u e r it e Du p rey

En 1927, François Alicot tuvo la feliz idea de interrogar a un anciano de 81 años, Paul Lespès quien 62 años antes, había sido condiscípulo de Ducasse en el Liceo de Pau. Tan largo alejamiento y tan avanzada edad tornan algo sospechoso el testimonio. Sin embargo, si alguna vez tenemos la impresión de encontrarnos frente a un ser vivo y no ante un mito, es a través de esos lejanos recuerdos. Física, intelectual, moralmente, rasgo a rasgo, se va componiendo el retrato del lineal Isidoro Ducasse: “Conocí a Ducasse en el Liceo de Pau, en el año 1864. Aún veo a ese joven alto, delgado, algo encorvado, pálido, con los cabellos largos cayéndole sobre la frente... Habitualmente estaba triste y silenciosos, como retraído en sí mismo. Dos o tres veces me habló con cierta animación de esos países de ultramar donde la vida era libre y feliz. Muchas veces pasaba horas enteras con los codos apoyados en el pupitre y las manos en la frente, los ojos fijos sobre algún libro clásico que no leía; era evidente que sufría la nostalgia y que lo mejor que sus padres debieron haber hecho era llevarlo de vuelta a Montevideo. Según creo, había ciertas cosas que él prefería no entender a fin de mantener más vivas sus antipatías y repulsiones. Su actitutd distante y algo desdeñosa, una tendencia a considerarse un ser aparte, las preguntas oscuras que nos planteaba de improviso, sus ideas, las formas de su estilo en el cual nuestro excelente profesor denunciaba las exageraciones, la irritación que manifestaba a veces sin ningún motivo serio, todo ello nos inclinaba a creer que su cerebro carecía de equilibrio. Apreciaba mucho a Racine y a Corneille, y sobre todo al Edipo Rey, de Sófocles. La escena en la cual Edipo, consciente por

fin de la terrible verdad, lanza gritos de dolor, y con los ojos arrancados maldice su destino, le parecía sumamente bella. Lamentaba sin embargo que Tocaste no hubiera acentuado el horror trágico, dándose la muerte ante los ojos de los espectadores.” Señalemos por otra parte que la única fotografía de Ducasse de la que se haya tenido noticia —invalorable reliquia confiada por una antigua familia de Montevideo a los hermanos Guillot Muñoz— se extravió en los apuros de una deportación política. El poeta Pedro Leandro Ipuche, que tuvo el privilegio de observar dicha fotografía, describe así al joven Ducasse: “Demuestra tener dieciocho años y es tan parecido a nuestros jóvenes de esa edad, tiene el aire adolescente de Montevideo tan

Retrato imaginario de Lautréamont, Félix Vallotton (1896).

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hiriente, que verlo desconcierta en su sencillez circundante, casera.” Entre estos dos testimonios, en parte contradictorios, según su costumbre, logra el poeta escabullirse. Es obvio que cuando empieza a escribir, Ducasse se encuentra en plena crisis de adolescencia, crisis agudizada en su caso por cierta violencia temperamental —recordemos la atracción hacia los horrores trágicos de ese muchacho que nunca supo reír— y también por circunstancias históricas y personales. Como ya señaláramos, su vida, tanto en Uruguay como en Francia, se desarrolló en un ambiente de guerras y violencia. Fragmento del libro Jules Laforgue (1987).


El vuelo del búho blanco p o r Lu is B r avo

Hay tardes de verano en las que el mundo es una inmensa plancha de hierro candente. Un vapor comienza a disolver las pobres certezas de las criaturas. En su mediodía encandilado, Montevideo se abre como la falsa puerta del tiempo que soñara Borges, ese Homero rioplatense. Al cruzar ese umbral, las manecillas del reloj se mueven en sentido antihorario. De pie en la misma esquina se ven transitar en cámara lenta autos de diseño, cachilas Ford T, tranvías, un sulky, hasta dar con una carreta destartalada. Uno de sus ruanos trisca los pastos mientras espanta moscones verdes con la cola. La canícula gasta húmeros y humores, corren gotas por la frente y la gente sale de sus cabales. Lo heroico es atravesar la granítica pampa de la Plaza que un día llamarán Independencia sin que la larga sombra larga del Ecuestre se proyecte como una deuda sobre el destino de los peatones. Al fondo, la puerta del Ejido promete un viaje al sangriento amparo de la historia. El ruido de las armas se alza como un oleaje en noches insomnes. Es de esperar, sin embargo, que la siesta apacigüe los redobles. * En la calle del Bacacay el neón titila: Atlanta. Primera librería electrónica del Uruguay. En el potrero de libros usados del callejón de Policía Vieja —donde un mural con arco iris celebra los más antiguos rituales sexuales ahora legislados — volví a encontrar mi tomo desvencijado del Arte de Hablar, de Don José Gómez de Hermosilla. Al llegar al Cabildo, yo —este huérfano, servidor de platos fuertes en la escena finisecular— emprende una frenética caminata alrededor de la fuente de la Plaza Matriz. Los botines trazan círculos concéntricos, según lo indica

el rito. Giro cada vez más rápido. Me sirvo del viento que sube desde la Rambla Sur, sus lenguas ululantes desmantelaron la casa paterna, la fina voz de mi madre. Giro sobre mí mismo como un trompo magnético. Descubro como al pasar, entre transeúntes desprevenidos, una moneda de oro y nácar. La pieza se agiganta hasta hacerse escudo. Las partes de una antiquísima armadura se incrustan en mi costillar. Respiro hondo. Giro mientras camino en torno a la fuente. Los angelotes de ojos extraviados y las narcóticas quimeras de la fuente se mueven a veinticuatro gestos por segundo. En un cono de sombra flotan piernas rechonchas, aletas y fauces de peces, se elevan ágiles, acompasándose al son de una moviola de a vintén. Cuando los físicos comenzaron a experimentar con vidrios ahumados el revelado de luces y sombras, en París y en Montevideo se habló de detener cuerpos y objetos en el tiempo. Padre quiso probar la novelería, pero me negué rotundamente. La negación es lo mío. No sé cómo sucedió el saqueo de mi imagen, pero ese de pie y pelo enrulado, mirando hacia ningún lugar, siempre será otro. Bien lo dijo mi compadre, un año después de mi partida: Je est un Autre. Verdad incontrastable desde que los cuerpos transmutan según quien maneje los hilos de la escena: dioses, chamanes, poetas, actores, dibujantes de cómics, ingenieros genéticos, extraterrestres, cósmicos mutantes. Giro cada vez más rápido y los ángeles ya blanduzcos y mareados pasan cabalgando en monturas de mármol entre parches celestiales. Transito invisible gracias al casco que Monsieur Hades me obsequió. Me detengo curioso ante nimiedades: una estampita de San Jorge lanceando a un dragón desde un tordillo imposible; la triunfante

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mancha violácea de una cresta de gallo; la alegría tintineante del gurí que birló un monedero a la salida de la catedral. Estos flashes me atraviesan por detrás de la retina; son desprendimientos del neocórtex que me transportan en el tiempo. El dragón de la estampita se enarbola como una escultura de yeso y luego cae como desde un pedestal con pie flojo. En mis uñas larguísimas y en mis talones crecen alas aceradas. El descubrimiento me hace feliz. Prendo un cigarrillo, sigo el humo internándome en el paisaje de la posguerra onírica. La ciber-ciudad de Hipnos se enciende como un gran patio cubierto por claraboyas bañadas por una luz dorada. ** Soy el Montevideano dando vueltas como un sonámbulo por el ajedrez de la plaza custodiada. Soy el jinete con lanza y empuño en la mano izquierda un escudo que brilla como el sol de las banderas. Invoco a un dios desconocido, y de mi boca esculpida en arena salen voces que no entiendo: ... de mi boca nace, lava del escándalo, un líquido candente; otro hilo rojizo gotea de la cabeza sangrante que empuña mi mano. Conduzco la mitológica testa, con los ojos de muerte abiertos, hasta lo alto del campanario...

Caracoleando sobre el dragón, recito mientras enarbolo el trofeo de la mitológica tormenta. La hoz que gotea en la diestra cumplió con deleite hasta el último detalle lo encomendado por la voz que, desde una barca del río, me ordenó: “avanza hasta la bahía donde se divisa el sexto monte, usa las sandalias aladas, no vueles muy alto; pule el


escudo hasta que brille como un espejo; enfréntalo a la mirada de la que convierte en piedra a quien ose mirarla. En el instante en que la luz de sus propios ojos le encandile, corta de un solo tajo la cabeza de mil serpientes. Coloca sus ojos fulminantes en la égida.” Advertido de que al cortar el cuello brotaría de una arteria un caballo alado no estaba previsto que una insondable tristeza se apoderara de mi corazón; ni que éste, como un escarabajo negro, derramara pesadas lágrimas de ónix sobre la belleza convulsa de aquel cuerpo. Lo vergonzante de estos sentimientos me convierte en un nostálgico vampiro de mampostería. En pleno quejido de jabalí atrapado, mascullando entre lanzas la detestable condena de la trampa, me sorprendió el eco de mi voz, bramando a los cuatro vientos: ... desde lo alto grito a toda la ciudad, con el escudo en alto grito a toda la ciudad: soy el héroe, el amante, el matador, el telépata.

Lo dramático del discurso, voceado en tono operístico, descendió desde la cúspide del campanario en diagonal a mi antigua alco-

ba. Cientos de noches intenté hablar con el Eterno, huidizo habitante del alto y sonoro sitio; harto de su prolongado silencio, me encomendé al Oscuro. Gruesas gotas de sudor caliente brotan otra vez en mi frente. *** Los trajeados ciudadanos se mueven lentos como muñecos de cuerda bajo sus anchos paraguas abiertos. Una bandada de cuervos avanza a paso sincrónico por la calle Sarandí. El repiqueteo de cientos de máquinas de coser pedaleando al mismo ritmo se incrusta en los oídos. Las mesas de los bares están patas arriba como roedores muertos. El cielo se desploma en nimbos de hierro y estalactitas de nácar. Tras la tormenta una nube de vapor caliente recorre otra vez la ciudad. La gente se sumerge bajo altos ventiladores de techo o avanza en presurosas manadas para internarse en las tiendas con aire acondicionado. Me detengo ante un niño que con la punta de la lengua lame los copos cremosos de un cono de chocolate. Sediento y con la cola entre las patas bajo hacia el mar. Sobre la costa amarronada se abren los coágulos del atardecer. Hacia el norte la campiña indecisa, de un amarillo

fantástico. A lo largo de la orilla sur, cientos de barquitos de espuma plástica y madera de cajones de verdura, parten hacia el estuario. Van repletos de flores y velas encendidas. Azuzado por la cornamenta blanca de la luna me interno en una punta rocosa. Vuelvo a escuchar los cánticos de las misas negras; un arrullo de palabras, familiares y distantes a la vez, me envuelve en el aroma de dos grandes pechos morenos. Aúllo como un lobo de mar desde una roca, con un lamento dirigido a los mástiles fueguinos que navegan sobre la fina línea del horizonte. Titila el pabilo de las velas incrustadas en los hoyos cavados en la arena. Pronto llegará la impía luz del amanecer. Un sol matemático se verá a este lado del Cerro; al fondo de los zaguanes se irá borrando el hilo de plata. Cuando la ocasión sea propicia, saldré envuelto en mi capa de sombra. Entonces recorreré otra vez las antiguas habitaciones, el roble de los cajones en mi escritorio, las esculturas de bronce, los sagrados libros de mi arrebatada niñez. Desplegando mis alas blancas levantaré vuelo sobre la ciudad y entonces, al ras de un eterno instante, lo sabré todo, una y otra vez.

Maldoror, Ducasse, Lautréamont en obras artísticas en Uruguay po r Al ma B o ló n

Viñetas de Magritte para una edición ilustrada de Los cantos de Maldoror.

Isidore Ducasse y su obra, desde fines del siglo xix, despiertan el deseo de artistas plásticos, poetas, músicos. Hasta 1977, la ausencia de imagen que pusiera un rostro al nombre (al plebeyo o al condal) atiza la imaginación: Félix Vallotton o Salvador Dalí dejan sus retratos imaginarios. Luego de 1977, con la aparición de una foto atribuida a Isidore se multiplican las recreaciones de su fina estampa. Al mismo tiempo, la abundancia y la audacia de las imágenes plasmadas por su escritura llaman a una pléyade de artistas a entablar diálogo. En Uruguay, artistas plásticos como Adolfo Pastor, Francisco Matto, Guillermo Fernández, Miguel Battegazzore, Jorge Añón, Carlos Seveso, Fermín Hontou, Federico Murro y Óscar Larroca; músicos como Leo

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Maslíah, Alberto Magnone, La sangre de Verónika y Aldo Mazzucchelli; junto con una pléyade de escritores como Jules Supervielle, Silvia Guerra, Amanda Berenguer, Inés Trabal, Amir Hamed o Mario Levrero se dejaron inspirar por Maldoror y sus cantos. Un registro de esta huella que van dejando los Amigos Pasados, Presentes y Futuros de Ducasse, se encuentra en el sitio de los Cahiers Lautréamont. Se reciben con agradecimiento datos que lo acrecienten.


Montevideo en video Ducasse p o r Jua n C a r lo s M o n d r ag ó n

Los primeros días de abril, otoñales en su totalidad, cuando en la ciudad empieza a desgranarse la noche, me gusta pasear a paso lento por aquellas calles predestinadas a la redundancia. La costanera asfaltada lindando con el puerto tiene para mí un particular encanto, y es rara la ocasión en que, finalizado el ambiguo trayecto, no me detenga a contemplar el mismo paisaje recurrente: la indefinición de banderas lejanas, el paso vacilante de enigmáticos personajes exentos de ficción que cruzo en mi camino, el mar que cada tanto salpica mi cara después de haberme hecho oír el sonido furioso del oleaje, una satisfacción encadenada de episodios triviales que se repiten. También suelo inclinarme, sin tendencias suicidas, sobre los parapetos de granito, a comprobar si las rocas insisten en intermediar el choque bestial entre la amera oscura y las murallas humanas renegridas. Me acerco a descubrir despojos de las correntadas, tablas, pedazos deshechos de redes, andrajos, peces masacrados por golpes y la asfixia inexorable del petróleo crudo a la deriva. [...] El único indicio de vida en la embarcación era un cerdo inmenso, que se paseaba a bordo con la solvencia de un grumete experimentado. Las patas del cerdo, sus pezuñas evolucionando sobre cubierta, la respiración como de hombre fatigado, producían un ruido molesto, un sonido que hacía contrapunto en fuga con mi corazón reactivado. La extraña criatura, la cosa abandonada en tan inconcebible naufragio, me inspiró una variante ignorada de la ternura y, como alguien que se agacha para pedirle a su perro que se acerque, del mismo modo flexioné mis rodillas y estiré la mano hacia el animal. El ruedo de mi impermeable barrió las piedras empapadas de un humor descono-

cido. Mi mano parecía dar ayuda pero era cierto que la estaba pidiendo, para entender lo sucedido y salir luego ileso del atolladero mental que comenzaba a desbordar mi expectativa y entendimiento. El cerdo, con agilidad sorprendente que todavía recuerdo, salvó de un salto limpito la relativa distancia que nos separaba. —¿Qué hay de extraño del otro lado? —le pregunté, como si ya tuviera antiguos tratos con la aparición. —No tengo la respuesta definitiva porque todavía me faltan algunos viajes antes de morir, me respondió el cerdo. Nada es destruido, todo se encamina a la transformación incesante; de los posibles avatares corporales que pudieron tocarme en suerte, pienso que esta forma animal es la más ventajosa. A mi especie, el sabor de la carne humana nos despierta idéntica voluptuosidad que a los hombres la carne del cerdo. ¡Sabios judíos lectores de Ezequiel! Ellos adoran desde el pacto sangriento la criatura más aborrecida, la bestia postergada de la zoología, el animal de más ignominioso prontuario dentro de la historia natural, y que al morir bajo el acero eficaz del matarife chilla igual que los niños que desconocen el lenguaje humano cuando mueren. Es curioso, cuando bajo los párpados las diferencias se disuelven. Lo digo por experiencia. ¿A ti no te sorprende que un cerdo hable? —Es tan normal y mágico como que hable un hombre —contesté. —Si las apariencias carecen de importancia para tu inteligencia, volveré al aspecto de mi juventud. Te pido, por favor, que te vuelvas unos instantes. Esto de las metamorfosis conscientes en el tiempo breve de un soneto es desagradable. Yo accedí a esa comprensible demanda de secreto pudor.

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—Ya puedes mirar, me dijo luego de que pasara un momento. El olor que me llegaba era el mismo, pero ahora tenía ante mi a un anciano de chaqueta raída, mirada de pájaro exterminado por arqueros asirios, sin dientes que mancharan de osario blanco una boca negrísima, a la vez vencido y orgulloso. Me obligué a superar un asco inevitable y avancé hasta ofrecerle un brazo para que se apoyara, temiendo que al mínimo contacto su cuerpo se disolviera en un charco espeso de materia nauseabunda. Ya habría tiempo para buscar explicaciones. —Como ves, cuando cae la levísima cáscara de bestiario que me recubre, soy nada más que un viejo que sigue envejeciendo hacia la nada. Inmortal porque sigo viviendo en mi escritura, envejeciendo al ritmo de mi fraseología. A medida que lo escuchaba dejó de repugnarme el aspecto y su manera de hablar de erres arrastradas. Me pareció tomar el brazo a toda una ciudad, a la ciudad donde yo agonizaba, vacía a esa hora, gris a la mañana, húmeda de inmemoriales lluvias tristes. Una ciudad niña y ya con aspecto de ciudad cansada, anunciando en callejones inmorales e inexorables ruinas sin prestigio; el Monte Sexto de los primeros navegantes extremeños que diera al mundo, con el reptar del tiempo, seis Cantos terribles por voz de éste, lo supe de inmediato, que camina a mi lado ahora, y que reconocí por la belleza del temblor de sus manos bendecidas de absenta. —Como sabes, en medio del delirio sin diagnóstico alabé el poder matemático, pero a mis años me incliné por la zoología. Los números, a pesar de la cómoda tentación del infinito y el cero, perdieron para mí el encanto pitagórico y me aburren hasta la indi-


ferencia. Las bestias, como la serpiente de la imaginación, tienen fronteras y esos límites mantienen el poder de inquietarme, de igual manera que me atemorizan los sueños persiguiéndome, los miedos acunados en las luces perpetuas de este puerto al que siempre regreso, como si fuera un purgatorio asignado que no comparto con más nadie. La condena consiste en volver a mi patria de signos, ser viajero del tiempo triangular de los suicidad, exiliados de lenguajes prosopopéyicos, con la oscura misión de demostrar que la mitología es una ciencia exacta. ¿No dicen con lengua aligerada que los poetas somos inmortales? Hagamos el pacto entre nosotros, tengamos fe ciega en la escatología de ciertas palabras. Mira el cielo del sur. Atrévete a escuchar el ruido que recuerda el aletear de albatros contagiados huyendo, que parten sin dar la última vuelta que debe prescribirles el instinto. ¿Te parece que duerme la gaviota posada sobre aquella cubierta? Tal vez espera la llegada de la nada traída por vientos hostiles a su especie, que la hunda en aguas infectadas, y se plegó al fracaso sin la gracia de un final rotundo. A la certeza de estas dudas se le dio el desafortunado nombre de nostalgia. En otro siglo yo vi con ojos de niño, en estas mismas calles perpendiculares, en estos andurriales que cambiaron de nombre, la violación y el robo, los divinos estragos del alcohol y el orgasmo espasmódico de los asesinatos. Aquí, tan cerca que me parece olerlo, arrullé bestias invisibles, contemplé los gusanos espontáneos que crea el hígado en su putrefacción, acaricié la entrepierna del imponente lenguaje hermafrodita que ofrece el sabor simultáneo del asco y del placer. Mi cuerpo desgarrado, mis cantos olvidados, mi fantasma sin daguerrotipo, somos el uruguayo errante, el ser que nunca muere para trocarse, por ejemplo, en mujerzuelas golpeadas que venden la virtud pasajera de sus hijas a marinos borrachos venidos de Tartesos, de Thule. Olvida lo que digo, tengo la fatiga del espectro cansado. Tengo el dolor de lo inconcluso, siento que falta y faltará por siempre el séptimo canto relatando el regreso. Es triste confesar la impotencia con palabras antiguas que son ahora reverentes, sumisas por miedo a ser olvidadas en viejos diccionarios. Pero es imposible volver a mis irrepetibles catorce años. La edad en que decidí matar mis propios jovencitos. El año que zarpé de esta bahía para agonizar allá y malvivir entre palabras como juegos, molestias gratuitas de la pobreza, parrafadas inoperantes, apostar sin pasión a lectores timoratos, noches en vela buscando incomodar el futuro y exorcizar la pertinaz infancia. Nadie nos detuvo cuando salimos del puerto, como si la cercanía del transfigura-

do tuviera el poder de hacer de la escena un sueño, un plasma insustancial. —Observa alrededor y luego intenta decirme con precisión lo que ves. ¿No te parece que mis versos centenarios resultan toscos, ingenuos, devorados por la bestia rutinaria, enmohecidos por el orín del uso? Mis cantos otrora repugnantes se deshacen incluso en ediciones con prólogo ilustrado. La irónica lección del tiempo me condujo de fronteras infernales de la poesía a manuales de historia literaria, y sin embargo las madres prudentes mantienen mis papeles lejos del reposo nocturno de los adolescentes, que presienten en sus venas azules la sensación agradable de aceptar que los excita el color, el gusto, el tacto pegajoso de la sangre. Entre tanta humillación esa complicidad con los jóvenes podría reconfortarme. El poeta que no pacta con lo que ya sabemos, continúa siendo una molestia a destruir para las buenas conciencias. Una criatura peligrosa, como los homicidas metódicos de la hora postrera de las noches sin luna. Nada es ahora mi delirio confrontado a los hechos que suceden aquí. Mi crimen con metáfora y ornado de animales inconcebibles empalidece, avergonzado frente al espejo de las actuales formas de tortura. El Maldoror querido tiene la ingenuidad de un aprendiz del vicio comparado con la saña de ciertos compatriotas vulgares, que no tienen la excusa dudosa de pretender entrar en el mal absoluto. Mis buitres negros con carroña en el pico son palomas de plaza enfrentadas al hombre que fuma, apurando la brasa que aplicará sobre la piel de muchachas en flor, el que goza sintiendo en los nudillos partirse la pulpa de los labios tumefactos y que, al amanecer, con ojos cansados del horror placentero regresa al hogar, acaricia con ternura a su gato, pregunta a la esposa si quedó algo frío de la última cena y mira con sus hijos revistas con estampas de animales salvajes. Ingenuo de mi querer estremecer un pueblo adolescente por la comparación. Matar la tenia de la abulia con una metonimia. Seducir corazones proclives al abismo con una sinécdoque original. Porque creía que el viejo asunto con la poesía seguía siendo la palabra. Caminamos hacia ninguna parte, yo busco evadirme de la idea del sueño y para ello me concentro queriendo escuchar nuestros pasos, pero es su voz lo único que encuentro. —Mis admoniciones se oyen sin reacción y con indiferencia en los liceos públicos, mis imágenes escritas son de tráfico corriente en los síntomas de toda esquizofrenia que se precie. El mundo se acomodó a mi fresco de Montevideo y lo arrumbó al olvido. Por eso regreso a ver, a confirmar o desilusionar-

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me, a buscar como entonces en medio de la guerra la fiereza ciega del tiburón hembra, y aparearme en las profundidades hasta engendrar otro lenguaje monstruoso. Lo más desesperante de las letras de esta putria lo escribí yo en la lengua que heredé de mis padres legítimos. ¿En qué se escribirá desde ahora, si es que nos queda la sed de escuchar los bastardos­? Seguro que en lenguas que vinieron del norte. —¿Por qué yo? ¿Por qué llegó hasta mi tu embarcación corriendo el riesgo de que te desconociera, tomándote por otro loco más? —Te das demasiada importancia. Tu porque eres el único otro personaje que está en la visión. ¿Y cómo puedes suponer que me aparecería, con los inconvenientes que has visto tu mismo, ante un desconocido que apenas pondría atención a mis explicaciones, considerándolas con desden, catalogándolas de inútiles absurdidades en un gesto de lastima y condescendencia? Debes saber que, sin embargo, muchos por aquí me conocen de oídas. Si lo deseas podemos salir por las calles a gritar en sordina cualesquiera de mis nombres, a preguntar incitando la complicidad: ¿conoces a Isidoro el muchachito esmirriado que partió rumbo a Europa hace muy poco tiempo? Inténtalo, la gente bien te mirará extrañada y luego, sin que lo pidas, te darán unas monedas incanjeables para que dejes de molestarla; ¡ah!, pero los pordioseros que se reproducen como anguilas, ellos te mostrarán un enorme piojo con facciones humanas, el mismo insecto paseado por Vallejo, y las vagabundas sin dientes hurgarán entre los trapos superpuestos hasta meterse los dedos en los labios del placer, hasta impregnarlos de un fuerte olor a algo inconcebible en vida para luego ofrecerlo a tu boca golosa, mientras se ríen y murmullan obscenidades en el argot de Brest. —Este es tu monumento en Montevideo. —¿Así que solo este pedazo de chatarra merece mi inmolación? Una gloria compartida con el señor Laforgue, con el señor Supervielle, un velamen de bronce, como si los tres viajáramos en el mismo barco. Detrás del encantador teatro Solís, como si nuestras tragicomedias fueran similares. Hay en el emplazamiento una lógica sutil que escapó sin duda a los ediles. ¿No fue Solís aquel adelantado español que despertó el apetito de los indios charrúas? En otro tiempo aquí resplandecía la calle de la prostitución, y estar fundido en tales dominios es algo que me reconforta. Luego deberás contarme qué dicen los biógrafos de mis primeros años pares entre ustedes. Los que conozco tienen demasiado pudor. Pero luego. Ahora déjame contemplar mi putita ciu-


dad, mon petit mon, ma vie Montevideo. La mano de los hombres que siguieron te cambió poco, apenas te diferencias de los grabados que hoy se venden en el centro de Londres a buen precio; lentamente y sin apercibirnos los aborígenes del sur dejamos de ser exóticos. Ahora no vienen a estas pampas concienzudos naturalistas. Los nuevos gobiernos republicanos nos mandan embajadores egresados del Polytécnico, y los audaces ingenuos buscan en el sur del tópico la intacta magia del asombro, olvidándose sin remordimiento de mi lluvia de sapos y mi fatigada máquina de coser contigua a cierto paraguas muy citado. Allá, en las bibliotecas de París, se atreven a redactar memorias sobre mi criatura sin sospechar el infierno que me acunó. ¡Triste destino el mío, ser una referencia elegante y bilingüe! Podrías, s’il te plaît, indicarme en qué lengua estoy monologando. Pero basta de recuerdo ingratos, anda, cuéntame las novedades, como lo haría una portera del Marais, dime de la muerte que huelo, ayúdame a entender la desfachatada sensación de ver que tomaron mis abyecciones casi al pie de la letra, militarizando mis vicios y mis sueños. Con lo que queda probado que, insistiendo, uno puede ser profeta en su tierra. —Yo tengo miedo. —Te comprendo, de algunas cosas es mejor callar. Además debes vivir por acá cerca y te cuesta creer lo que estás viviendo. —Algo así. —Quisiera volver a perderme en esta ciudad mía, revivir la memoria escuchando frases de significado desconocido, sonidos guturales recordándome que escribí en francés para defenderme de pesadillas leídas en montevideano. te pido mantenernos cerca de la costa. Desde niño detesto las calles suburbanas pobladas de gente pobre recargada de hijos, que desprecio tanto como amo los despojos humanos desnudos de dignidad, que sobreviven igual que costras de puerto. Miro cualquier barco anclado y me admira que el hombre pueda llegar tan lejos, lo mismo pienso cuando encuentro un borracho disputándose un hueso grasoso con perros vagabundos. Llegan todos al punto de partida para no partir hacia ninguna parte. La ciudad los empuja implacable hacia el mar con los excrementos, la basura, los fetos y los preservativos. Del mar venimos y hacia otro mar de inmundicia volvemos. Cuando los hombres se degradan alcanzan a recuperar ruinas, despojos de la memoria primitiva. Me intrigan los náufragos anónimos que llegan a la costa desde alta mar, también los que vienen de tierra adentro y se preservan desparramados entre diarios y basura, durmien-

do mientras los hombres prudentes expiran sin remedio a causa de un derrame cerebral sin previo aviso, dejando a la familia una pensión miserable. Volver a Montevideo, monte, vi, deo, vi un monte, vi, viví en la ciudad inventada con vino de voyeur. Del ver, del ver el monte a lo lejos, ilusión de la luz, imagen irreal de la esperanza y de lo inalcanzable. También para escalar este monte hay que atravesar el infierno. Emprender un viaje de significados por un infierno hecho de sintaxis, con ejemplares castigos similares a las figuras de la retórica. Una sola idea siendo a la vez el nombre y la ciudad, impremeditada invención de viajero vigía que llega y puerto último para gente que escapa, que se cruza con quienes regresamos a ver lo que ha quedado en pie después de la batalla, a ensayar repitiendo el papel que nos corresponde en la comedia de la muerte. Montevideo, Montevideo, Montevideo, haz el intento, repítela hasta que se pierda el sentido y solo quede una irreconocible melodía voluptuosa, que se deshace en la boca como un bombón relleno de licor de naranjas amargas, que embriaga como el vino espeso de Bordeaux, brota parecida a la sangre de la carótida seccionada por la navaja del peluquero alienado, chorrea como esperma entre las manos de las vírgenes. Por ese gusto a muerte es que apenas hieren al que se queda las cartas recomendadas y las postales. Montevideo es la alucinación de viajeros afiebrados que añoran ciudades inexistentes. Peor si partes, guárdate de proferir en el mundo su nombre, de hacerlo estarás perdido para siempre. Por el contrario, si lo callas, puede que llegues a ser un hombre feliz. Si caes en la tentación de decir lo impronunciable estando lejos, al instante te invade la carroña, el cáncer de querer volver. Yo una vez la nombré en un descuido imperdonable. Yo recordaba mi perturbada infancia cuando caí en la debilidad de asociarla a un sonido dulcísimo. Desde ese instante supe que mi condena era regresar a la ciudad sonido, grito de marino trepado en un mar de silencio, y después Montevideo ahogada por otros gritos y una marejada de insultos carentes de piedad. Acércate a la costa y nómbrala en voz baja, tiene la apariencia de una palabra única pero es toda una ciudad. Si el resto es silencio y acaso algo distante de la literatura, Montevideo es el resto. Te lo dice un poeta muerto de dos mundos con ganas de llorar. Extraño el misterio vasto del río como mar. En mi querido Sena los suicidas pierden en pocas horas su intimidad con la muerte, y flotan obscenos delante de pintores aficionados sobre le Pont des Arts, y se enganchan ridículos en barcazas de paseo cargadas de

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turistas. Aquí todo naufragio es esplendoroso y la intimidad del suicidio puede prolongarse durante semanas, este es un río que respeta las voluntades y a los cadáveres con la marca del crimen grabada en la frente, los vomita en las playas para espanto de gente desinformada e inquietud de verdugos. El gigante marrón respeta a los puros que dieron su vida para el otro milagro de los peces. Donde fuera que estuviera extrañaba este río travestido de mar. A pesar de las arquitecturas perversas de París, sus callejuelas con misterio y el mundo húmedo de las alcantarillas, siempre añoré este paisaje nocturno impregnado de agua de agonía, barcas terminales que no merecen existir, hombres embriagados que escuchan melancólicas canciones extranjeras. Cuando escribía, con la muerte histérica mirándome las manos, me desprendía de una realidad carente de interés y forzaba apenas a la imaginación, yo nada más hacía que activar la memoria hurgando en el pasado. Allá y aquí siempre me sentí un injerto mal suturado, una grotesca adición de partes desiguales, como la burda criatura de cierta novela de terror con suceso. Yo alimentaba la secreta esperanza de que mi monstruosidad se asemejara a la poesía. Escribí la virtud de torturar al hermano, pero juro que nunca pretendí... ¿A cuánto estará el franco en el mercado negro? Creo que todavía tengo algunos billetes. Podríamos ir de putas, ir a buscarlas caminando en los mismos adoquines que frecuenté hace más de un siglo, destruyendo mi breve adolescencia. ¿Qué hora es? ¿Has visto cómo pasa el tiempo? Y todos los niños que se han acercado a pedirnos monedas, algo para masticar o cariño. Mes petits élèves. Ellos conocen a los cinco años el secreto de mis cantos mejor que los especialistas, para esos pequeños las liendres voraces son algo más concreto que un símbolo o un tema de disertación. Mis historias son apenas cuentos de nodrizas montevideanas. Quienes quieren todavía ocupar algunos años de la vida para entender mis cantos, tienen un solo camino: llegar a como de lugar a la coqueta una noche ventosa, y dejarse envolver por la orgía incesante de palabras e imágenes. Que una cárcel se llame Libertad es una paradoja digna de presidir un curso de gramática, como lo es que el río amarronado se llame de la Plata y no obstante sea bello como el supremo instante en que se superponen el olor a excrementos y los gritos de un hombre estaqueado cuando le aplican electricidad en los testículos; sabrás perdonar, peor hay comparaciones que todavía me tientan a ciertas horas. En aquellas noches de desesperación, la lengua de mis padres fue el instrumento idóneo para decirlo todo. Los


versos escritos de madrugada, la humillación de la miseria y las pequeñas empresas artesanales me ayudaban a poblar de monstruos los recuerdos. Todo empezó en estas costas. Más que apocalíptico de langostas ridículas fui premonitor, y eso se paga caro. Extraño las navajas afiladas que tanto llenaron mis imágenes, la crónica roja de los pasquines, los procesos jurídicos por crímenes horribles y la historia del arte. Me reconforta volver a os fundamentos de mi imaginación, sentir y presentir el contacto directo con los solitarios inspiradores, muertos, pederastas, prostitutas, el creador impostor, Maldoror mismo, seres condenados al desamor, a remontar el cauce de corrientes naturales y vivir de cara a la abyección. Los indefendibles seres solitarios, los protagonistas de actos irrepetibles en los que no hay posibilidad de salvarse. Al caminar por Montevideo me sorprende la nostalgia de amor. La verdad es diáfana. Soy un fantasma hecho de palabras, como es fantasma de espectros desterrados la ciudad. Derrumbando y construyendo, poniendo asfalto hasta esconder los rieles, supermercados sobre antiguos cementerios, casa de cambio en los viejos conservatorios, prostíbulos en las escuelas primarias. Sé que estoy condenado a transfigurarme en todo, importa poco en qué. Ahora tengo la leve tentación de matarte, ultrajar de alguna manera tus despojos y tirar trozos de tu carne a los gatos que miran asustados desde los rincones. No temas, estoy cansado y viejo. Esta visión me remueve el pasado. Otro siglo más. Tu esfuerzo de llegar hasta aquí habiéndome soportado merece que te cuente lo que sucederá. Escucha con atención: ellos irrumpirán en aviones, no en barcos fantasmas como yo. Intenta pensar en niños cuya infancia pasó en Montevideo, siendo seducidos a los catorce años en lenguas extrañas, y ya tienes un poeta maldecido. Maldorores del mundo, escribid de noche, aguzad el ingenio hasta el rechazo de la vida que arrastráis. Castrados de nostalgia y de amor, obligaros a cantar desde el desgarramiento sobre las nuevas formas que tiene el mal entre los hombres. El puerto está intacto. Al final del siglo pasado aquí vivió el poeta más desgarrado por alimañas internas. Ahora vive oculto en Suecia, en Caracas, alcoholizado en un desierto australiano esperando la muerte, en México D.F o se aniquila por las pensiones del barrio chino de Barcelona. Chicos de pocos años que, sin ser hijos de funcionarios extranjeros, están escarbando diccionarios bilingües, entresacando despojos de habla popular, saqueando la sintaxis más negada de la sociedad, reflotando los vicios menos frecuentados en esa lejanas literaturas. Ahora serán

otras las imágenes resultantes, las palabras, los bestiarios y las lenguas profanadas. Idénticas serán la infancia vivida entre estas casas. Ya partieron, ya están en ruta. Morochitos, insignificantes entre los demás colegiales. Silenciosos, postergados a los últimos bancos en las aulas, buscando a escondidas las palabras que traduzcan lo que vieron los ojos inocentes en su ciudad natal. Enseñándose contra ellos mismos, excomulgando dioses falsos y nombres nórdicos, mediterráneos o tropicales. Esta ciudad los engendra, los acuna durante los primeros años haciéndoles ver el horror del más allá en vida, les infiltra en sus sueños infantiles visiones de espanto que los despiertan con el cuerpo sudado y ganas de escribir. Somos así, enviamos hacia el mundo bombas humanas de tiempo llenas de poesía, huevos de bestias fantásticas que anidarán durante años en gramáticas y escrituras desconocidas para profanar sagas heroicas, desparramar miserias en estanterías de bibliotecas fuera de sospecha. Mi francés se desangra mordido por hienas sajonas. En el siglo pasado escribirlo era ser escriba de Babel. Pero me descifraron, me tradujeron y haciendo eso me mataron; por ello desde la nada reconstruiremos la torre y recitaremos los cantos en todos los idiomas conocidos. ¿Cuánto demorarán en percatarse de que hay orientales desmoronados tramando estrofas en lengua sueca? Será muy tarde. Mi grito desgarrado de soledad y ayuda se perdió en la niebla del tiempo, como se evaporó en la historia el Imperio AustroHúngaro. Esperemos que mis jóvenes colegas dispersos por el mundo tengan mayor fortuna y logren vivir hasta finalizar la obra; errará mucho tiempo por provincias extranjeras hostiles, pero regresarán como lo hice yo una última vez, vagando entre palabras. Mientras tanto dejemos que la escritura sirva para incomunicarnos. Dos piedras sin serlo ya son una muralla. Dos palabras forman un idioma. La patria es también esto que nos sucede: hablar la propia lengua bajo el cielo celoso de la cruz del sur. Hablar, el supremo placer de hablar así al borde de aguas malolientes; ahora sé: eso era lo único que tenía para decir antes de anegarme en la arena sucia del olvido. Como los viejos inseguros y temerosos de su destino final que olvidan valijas de cartón en los andenes de madera, así el anciano se me perdió de vista en la primera bocacalle del fondo, de la que llegaba una música de acordeón desafinado, una melodía reconocible. [...]

Poema inédito p o r Fr a ncis co Á lve z Fr an c e s e

La pulga con insistencia corroe el duro diente me corroe y ¿quién la resista?, con sus patitas adheridas, [con su boca impura, con sus ojos huecos que han visto a Maldoror [brillando como un ángel negado. Siento la prosecución del hechizo y de la [mácula extendiéndose en mi cuerpo que se dobla proyectando sombras contra el sol en [crepúsculo. Lenta / corroe el cuerpo / lenta corroe / lenta y baja a mis tuétanos y se alimenta, / baja / y se alimenta de mis tuétanos / y de mis restos preparados en mortaja ya / en urna / desparramadas ya / cenizas ya / y todo ya— Del libro Zhe pú yuan 52 (2014).

Retrato de Ducasse, por Lucía Boiani, basaFragmento de Montevideo en video Ducasse, en revista Maldoror #23 (1992).

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do en la fotografía que Lefrère encontró en Tarbes.


El dormitorio acecha seguro a un costado del pasillo p o r G u stavo Wo j c ie c h ow ski

todo vampiro dibuja una m en medio de la bruma el problema sería saber cuál es la sustancia última, dónde la certeza se hace sospecha, cuando nos recorre la nuca, sigilosamente. La yugular es una serpiente que nos surca el cuello. Y uno recorre el invierno sin sobretodo. París. Sobre todo habría que preguntarse quién pregunta. Se paró la acción. Se separó de su asiento y ordenó repetir la acción el director: hora que sabemos que en los sueños jamás se ve el sol, nos tendremos que iluminar con el ahorcado que pende del alumbrado público. (Yo tampoco me probaría tu corbata.) París. Es hora del amanecer... de disipar las preguntas. El sereno duerme sereno. Nadie cuida a la muchachada del aviso publicitario del cine de enfrente, ella resistirá la noche sola, sin ser rasgada de cuajo como un papel. Asustada, maquillada, afectada. Nadie se cuida del sereno. Ni los paraguas. El film se volverá a repetir sobre sí mismo. El celuloide es un músculo a punto de accionar su otro mecanismo (segunda vida): tinieblas en el día, las luces de la noche. El operador de la cabina vuelve por el paquete que había olvidado en su sitio, al ver el tendal de butacas vacías piensa que es el lugar ideal para cometer un asesinato. En eso, el sonido de la yilet abre la puerta a sus espaldas. c o r t e n. el cerquillo/ ese perfecto cortinado / qué cuánto se nos habrá descorrido cuando te sacaron de la piscina / chorreando/ dorada luz/ el cuello diáfano/ let it bleed/ (eso no es más que un fragmento de otra historia, algún macabro operador simplemente emparchó un corte prudencial con ese fragmento: Píntalo de negro.) c o r t e n. Vayamos por partes. Jack the ripper: nos esparcen. Es indivisible el placer. Se vende por f(r)acciones y se

vuelven a unir cabeza y tronco como una lombriz ciega. Así, mismo. Sin embargo nos ofrecemos en una mesa de disección, resplandecientemente. c

o

s

a

n.

¿Y el paraguas dónde quedó? Si Bela Lugosi no hubiera muerto conciliaría el sueño en un subterráneo. En nuestra urbe cosmopolita lo más parecido a un subterráneo es el túnel de la calle San José. A sus pies, sobre un demacrado balcón, Lugosi escribió el siguiente graffiti: “nerval”. Nervaduras: nervio de las hojas. La n es la letra que le sigue a la m. Escenas del próximo capítulo. Sinopsis París el cine, la secuencia que teje la historia a tantos cuadros por segundo, es lo superficial...lo profundo es la sala vacía el suspiro ah, qué pena ya no ser un bello suicida todo vampiro... Ni yo ni las cuatro patas-aletas del oso marino en el océano boreal hemos podido solucionar el problema de la vida. Ten cuidado, la noche se aproxima, y tú estás allí desde la mañana. ¿Qué dirá tu familia, en especial tu hermanita, al verte llegar tan tarde? Lávate las manos, retoma el sendero que va al lugar en que duermes... mientras tanto, en París a otro montevideano le crecen alas en su espalda. Sólo ha podido buscar un seudónimo que comience con m. Mario Levrero contiene trece golpes de tecla.

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Agua y gas en todos los pisos. Todos podemos ser pilotos de nuestra pasión, pero resulta muy aburrido... lo interesante es que nos pilotee. Alas. Sin embargo, encontramos la calle de nuestra casa, nos quitamos el sobretodo empapado, nos lavamos las manos y quedamos dormidos frente al aparto encendido. Es solo un ballet sin sentido, rayas, zumbidos, contorsiones. el vampiro también duerme (nadie sospecha sus pesadillas). Él espera por los buenos tiempos, ahora... espera, temeroso de contraer sida. La suerte está echada, todo está en los guantes de los doctores, sus experimentos, probetas, gabinetes, burbujas...como un film de horror eine symphonie des grauens el primer film donde aparece el vampiro fue realizado en 1922 por un alemán que tenía seudónimo que comenzaba con m: Murnau. Había nacido el día de los inocentes de 1888. Había contraído la pasión por el horror y los vuelos siendo piloto en la Primera Guerra Mundial. Al filo de la medianoche la televisión se interrumpe a sí misma. Una placa fija anuncia: urgente pedido de ayuda. Con unos segundos de atraso la voz engominada del locutor solfea su parlamento: “urgente pedido de ayuda: se necesitan donantes de sangre tipo (la mía) para intervenir quirúrgicamente al actor húngaro Bela Lugosi. Los donantes deberán concurrir en ayunas al Hospital Universal m(a)ca en horario de la mañana. Se agradece su colaboración.” El muchachón no pudo recibir el mensaje, su cabeza reposaba sobre el hombro, un lápiz en el suelo, el block entre las rodillas. Nada ya volverá a ser tan romántico, tan gótico, tan expresionista. No más anotaciones.


El piano de Lautréamont p o r Su l e ika I b á ñ e z

“Tocado fue por la raíz del fuego” S. de I. Otra vez ese piano de mis maldiciones, dijo el hotelero aquella noche. Recuerdo el espejo, sus bailarinas nacaradas bailando cancán. El espejo que desapareció, con esa manía emigratoria de las cosas de la juventud. Veo mi cara entre las ligeras piernas de la primavera sexual. Atigrada por la luz que agoniza del gas, que boqueaba con fulgor medieval. El hotelero era un bonhomme, pero cicatero. Bebíamos un grog. Nevaba. A eso de la medianoche empezó a sonar el piano. Los sonidos volaban, leves cintas doradas, alas de seda fina. Lo vimos. Y olía a miel y sal, como el mar en verano. Henri (no recuerdo su apellido) temió la ira de los huéspedes. No acabó de salirle la queja. Se la hicieron tragar los gritos, insultos y lamentos. La hotelera dijo con rabia es un escándalo. Pero sin dejar de tejer la única fantasía de su vida, a tic y espasmo del mal de su labor ingobernable, sangría de encaje que inundaba su falda. Y seguía la lucha a muerte de los arpegios contra sus destemplados enemigos. Crecía escaleras arriba, o abajo. Una escalera se puede dar el lujo indescifrable de subir y bajar a la vez. Henri trepó a saltos de sapo barrigón, por el caminero de ópera escarlata y roída. Voy a hacer callar a ese cara de loco. ¡Tiene unos ojos!, me dijo. Sí, a veces de diablo, a veces de arcángel. Un día azules mar al alba, otro día negros noche de viento. Lo pondré en su sitio, dice Henri. ¿Qué sitio para ese muchacho inubicable? ¡Drácula de medianoche!, se enoja el hotelero. Ocurrencia sin fundamento. Es cierto que se hallaron murciélagos en su cuarto más tarde. Pero cuando el piano sonaba, la cara del pianista estaba en todos los espejos. Se oyeron taconeos como baile

flamenco, puñetazos. Con la solidaridad de locura de los solitarios de hotel de mala muerte. Henri reaparece, se despeña como un alpinista por los pasamanos. Arañan la puerta, dice, temo un estropicio en la pintura. Me río, eso sería un desafiante milagro para las puertas sarnosas de los cuartuchos. Río mi risa de veinte años y una noche, detrás del enojo carmesí de Henri tendrán que pagar ellos al carpintero ¡ni que tuviera garras! Escuchamos rugidos, mugidos, graznidos. Volvimos a subir. Al fondo del corredor la música brotaba, sin metáfora, rarísima, crimen y santidad. Y recrudecían los sonidos salvajes de las piezas vecinas. Y rezumaba como una resina de oro, con mayor pasión, la música corpórea, a través de la puerta del pianista. Pero Henri no golpeó en el sortilegio, sino en los cuartos del ruido y la cólera, llamando a fulanos y menganos. Hubo un callar al acecho. Después recomenzaron los bufidos y embestidas. Henri retiró la mano del pestillo, como de una brasa. Bajamos levitando. El caminero era un sueño rojo. Bebimos otro grog y la hotelera siguió tintineando su mal sagrado. Fui en busca de la policía, y me demoré en convencerlos. Lleven lo necesario para enfrentarse con algo más extraño que ladrones o asesinos, dije. Vinieron, desquiciaron las puertas. De cada pieza brincó un animal furioso, ardientes leopardos, monos piel lluviosa, caballos negros. Todo de espantosa belleza. Fueron atrapados en jaulas y redes, hasta el elefante y las ratas. Por un tiempo se comentó el hecho inexplicable de la desaparición de los inquilinos sustituidos por la fauna demencial. Y todavía se hallaron bestias menores, más piojos y cucarachas que de costumbre, lo que es mucho decir. Solo el extravagante joven del piano permanece con su forma

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humana. Nunca se pareció demasiado a la gente normal, dice Henri, y viene de un país de salvajes y de fiebres tropicales. Lo extraño fue que tampoco nosotros nos metamorfoseamos. Éramos inmunes a la música, bella y diabólica como la de las iglesias. No decimos nada a nadie del olor de la melodía, de su color deslumbrante. Nos tomarían por locos o borrachos. Pero lo otro no fue una zoopsia, lo vio quien quiso. Examinaron el piano, las partituras. Detectives de Scotland Yard, inspectores de la Sûreté, espiritistas, adivinos, científicos. Nada especial se halló. Henri, de corazón blanco, permite al joven de ojos estelares conservar el piano. No se pudo probar nada en su contra, après tout. Sobre todo porque nadie entendió una palabra de su declaración. Pero Henri bajó los precios, por las dudas. Y la historia se repitió: la tormenta de protestas de los huéspedes, y la música que oxidaba los bronces con leyendas o era pobre, que es lo mismo. Y terminaron abandonando los cuartos en jaulas o redes, y surtiendo zoos y circos. Henri está ya harto de las metamorfosis, pero surtout de la pérdida de dinero. Y decide conservar los últimos animales. Las puertas se reemplazan por rejas, las roídas alfombras por heno. Se instalan serpentarios, acuarios, pajareras. Yo sugiero: llamemos a este hotel Zoo del Piano de la Medianoche. Y Henri director de zoo se enriquece. Su mujer y él besarían al joven huraño que ahora vive entre el elefante azul y los tiburones blancos. Lo reciben a reverencias. Hoy él dijo a henri éloignez cette tête sans chevelure, polie comme la carapace d’une tortue. Pero Henri no se molestó. Siga con el piano, dijo ¿por qué no toca? No insistas, dijo la mujer, tengo miedo de convertirme en un bicho espantoso, y siguió con los relámpagos de hilo.


Peor fue infinito el dolor del matrimonio, y el mió, cuando un veinticuatro de noviembre de nieve y borrasca (lo recuerdo porque ese día cumplo años) el joven de veinticuatro años apareció muerto en su cama. Hubo que cerrar sus estrellas abiertas, para no cegarse. ¿Qué sucederá ahora con mi zoo?, sollozó Henri, el tigre tiene fiebre, la serpiente no come... y Henri reventaba los alamares de plata de su casaca de domador de circo ¿quién renovará mis existencias?, ¿quién podrá tocar con ese embrujo? El matrimonio no cesó de llorar, de empapar crespones, de ida y vuelta al cementerio. Pero después abrieron un Pommery por el alma del pianista, y corrieron a hurgar en ropas y cajones del difunto. Con la esperanza de encontrar alguna fórmula para tocar el piano, quién te dice. Solo hallaron una esquela en el piano, sobre las teclas, y decía

si vous êtes malheureux, cachez-le pour vous mêms. Han pasado siete meses. Henri y yo bebemos el champán del luto y del éxito. La hotelera tiembla azogada su epilepsia de valencianas. De pronto, oímos el piano. ¡Mi arcángel ha vuelto!, tartamudea Henri y salta escaleras arriba y lo sigo. En el corredor, la melodía nieva. Confetti de oro en carnaval finísimo. Ya no la profana la guerra carnal. Suena belleza, sueños de humor negro, nostalgias de lo no venido, encanto cruel, tierno horror. Nos miran los ojos del muerto, su milenaria juventud. Tambalean el pecado y la peste. Todo esto se siente y se sabe de pronto. Se me destartalan las rodillas, me aprietan recuerdos de hermosura vagabunda. Despierto sabiendo que he vivido asesinando cosas, con ilusorias maldades. Siendo que me toca una maravillosa muerte, una promisoria pesadumbre.

A Henri le ocurre algo parecido, su nariz de vino palidece. Llora siento adioses, soy feliz, se me vuelca el alma. ¡La hotelera deja de tejer!, y sube. Y de las piezas salen los antiguos inquilinos al son del recital de infierno que deviene en soirée paradis perdu. El piano sigue inventando destino. Los otra vez humanos se miran deslumbrados, sordomudos. Yo sé desde el fondo oscuro de mis venas que están estrenando inmortalidad. El piano sigue su festival contra la nada. Algunos huéspedes caen muertos ante los espejos, con una mano dentro de la luna. Otros se suicidan de un pistoletazo. Los más, vuelan por las ventanas, errátiles rosas, finos fantasmas de si mismos. Y cuando el último huésped de las sombras sale y desaparece en el cielo estrellado, el piano deja de tocar. De Retrato de bellas y de bestias (1990).

Plût au ciel p o r Ó sc a r La r ro c a

Plût au ciel, Óscar Larroca (2010).

El cocodrilo no cambiará una sola palabra del vómito salido de su cráneo. 2020. Año I de la Peste. El pródigo espectro en recibir adjetivos, Isidore Ducasse, retoña bajo las mismas muecas. Florece cada vez que se lo invoca, fortuitamente, en los arrebatos del confinamiento, en el polvo áspero y oscuro sobre el placard, en un garabato irrepetible, en parroquianos que soñaron con un cáncer de garganta el martes por la noche, en el negativo de acetato olvidado en un sobre, en la pornografía en el techo de la Capilla Sixtina, en las aguas servidas contra el cordón de la vereda, en pomadas chinas compradas de contrabando, en el pedregullo blanco en el Jardin des Tuilleries, en las olas de mármol en una pintura berreta, en la aboñatada nariz del viejo de Ghirlandaio, en el perfecto perfil de un seno mojado, en minotauros, centauros y silbatos en el ano de un travesti, en cartones marrones en la acera y hechos papilla por el aguacero, en los genitales olorosos, en la leve transparencia en el borde de un diente de ajo, en un estómago y un corazón en frascos con formaldehído,

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en las toallas acartonadas de un hotel de mala muerte, en un peine de carey con los dientes torcidos, en el bolsillo de un flâneur, en la prosa beligerante y el tráfico de miedo, en los urinarios demasiado altos, en la lengua salada de las promesas pegajosas, en los pezones desabridos, en ancianas de mofletes craquelados y fríos, en una deposición de cuatro kilómetros y medio, en la fragancia perenne en la acera muda del Boulevard Saint-Michel, en las viejas cicatrices como argumento sacralizador, en los seudorrevolucionarios indulgentes con alambres oxidados, en las tres dimensiones de una hojilla de tabaco, en la gradación de la luz en un fonograma de vinilo negro, en el gorrito de nailon en la cabeza de un enclenque caballo de tiro, en imágenes todas. En imágenes para ciegos y videntes. En cruces, entre el pasado y el presente. El crocodile no changera pas un mot del vomissement salido de dessous son cráneo. Hoy, el pasado florece en el ahora. Le crocodile ne changera pas un mot au vomissement sorti de dessous son crâne.


De potencial revolucionario p o r Fe r n a n d o Lo u stau n au

Lautréamont nos invita a concebir eso que llamamos “realidad” de otro modo. En tal sentido, hay revolución en Lautréamont, y constatando lo demagógico, que también incluye al poeta. No hay revolución sin conocimiento, sin “conciencia revolucionaria”, Lautréamont lo sabe, y se vale de su obra para cumplir con la etapa de “trabajo teórico”. El poeta confronta el problema de la literatura con la noción “modernidad”, haciendo vigentes, “vitales”, postulados clásicos y con telarañas. Su obra es “poesía” en lo más puro del sentido, así como “crítica de la poesía”, dando de este modo la posibilidad de una “poli=interpretación”, haciendo libre a la idea, liberando. Lautréamont transita luego por la aun descifrable cornisa del subconsciente, del inconsciente, incorporando las vibraciones que va recogiendo, a una posición militante, privilegiada, hasta llegar a la búsqueda de una constantes topológicas, búsqueda que se satisface con su formulación, que queda incompleta, ya que “incompleto” es el todo, búsqueda entonces que —a su manera— es respuesta. Y valiéndose de esa “colaboración de paciencia y de violencia” que anota Blanchot, (y que parece un verdadero axioma del poeta), se va nutriendo de ese “autre monde”, inyectando de autonomía onírica todas las actividades esenciales. Lautréamont llega a establecer un algo diferente, superior a su juego de apuestas. El poeta jamás procuró la palinodia del cero, como se ha sugerido; sus “marcha atrás”, hasta sus tergiversaciones, no dejan de conducir a un mismo “algo”. “La forma en que el sueño expresa las categorías de la oposición y de la contradicción es particularmente sorprendente: no las expresa, parece ignorar el no. Freud,

“Ensayo de Psicoanálisis aplicado”. Dice Isidoro Ducasse en “Poésies”: “Un pion pourrait se faire un bagage littéraire en disant le contraire de ce que disent les poètes de ce siècle. Il remplacerait leurs affirmations par des négations. Réciproquement. S’il est ridicule d’attaquer les premiers principes, il est plus ridicule de les defender contre ces mêmes attaques. Je ne les défendrai pas”.1

Las preocupaciones metafísicas de Lautréamont, poco tendrían que ver —en principio— con la concepción tradicional del revolucionario, propulsor de un nuevo orden a partir de la alteración de las estructuras sociales, como forma productora de bienestar y felicidad entre los humanos. Isidoro Ducasse no nos da ninguna pauta (a juzgar por lo que sabemos de él) de tener una conciencia social o política: solo podemos afirmar —y exclusivamente en lo concerniente al aspecto económico— que conoce el manejo del dinero: en la carta que envía al banquero Darasse, hace específicas referencias a sumas de dinero abonadas, denotando total coherencia en el planteo, con lo cual contradice la teoría que lo muestra como una nueva versión de santo anacoreta —paradoja mediante— inmenso en su realidad torremarfilesca, alejado casi en absoluto de la experiencia del mundo exterior. 1- Un adscripto podría hacerse un bagage literario diciendo lo contrario de lo que dicen los poetas de este siglo. Reemplazaría sus

afirmaciones

por

las

negaciones,

Por lo demás, Isidoro Ducasse no se toma el trabajo —que sepamos— de hacer mención alguna, ni a la distribución de capital, ni a ningún sistema de gobierno, ni a nada —en suma— que tenga como propósito directo la armonía, el bienestar de alguna comunidad. Sin embargo, y a través de la finalidad última que ilumina su poesía, cabe inferir que Lautréamont asume la importancia de la necesidad de una libertad, como prerrequisito de la otra; el montevideano compenetrado con sus desavenencias metafísicas, con los avatares de su corazón, carece de tiempo para perpetuar sus preocupaciones por los congéneres sojuzgados; Lautréamont da por supuesto lo imprescindible de esa liberad extrínseca, su interés se orienta entonces de forma directa al origen del mal: “La science que j’entreprends est une science distincte de la poésie. Je ne chante pas cette dernière. Je m’efforce de découvrir sa source”2. Lautréamont, por tanto, no parece resignarse con lo formal de la problemática, al contrario, es el campeón de lo no-contingente. Ataca la raíz, la fuente, sin el concomitante peligro de tener que aceptar algún presupuesto viciado. Ducasse es testigo de la indivisibilidad del hombre, así que resulta natural que conciba ambas libertades integrando un mismo contexto; sabe que el individuo no es susceptible de aspirar a una sin su consecuente, simplemente ocurre que desde su “Weltbild”, embriagado de búsqueda de esa última (o primera) “source”, carece de tiempo manetal para ingresar en la temática de las reivindicaciones socioeconómicas. Además,

recíprocamente. Si es ridículo de atacar los primeros principios, es más ridículo

2- La ciencia que yo emprendo es una ciencia

defenderlos contra esos mismos ataques. Yo

distinta de la poesía. Yo no canto a esta última.

no los defenderé.

Yo me esfuerzo en descubrir su fuente.

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Lautréamont duda de las aprehensiones culturales del hombre: “... Ce que tu dis là, homme respectable, est la vérité: mais, una vérité partiale. Or, quelle source abondante d’erreurs et de méprises nést pas toute vérité partiale3. Más conveniente es remitirse a las fuentes. Pero —y fundamentalmente— la necesidad de vincularse activamente con un mundo que aún concibe la felicidad, aunque sea con reticencias, a través de valores exteriores, le exigiría una participación, una vitalidad, para las cuales no solo carece de interés, sino que —además— ni se hallaría capacitado. Lautréamont no posee fuerzas motrices, ya tiene partes muertas. El poeta simplemente no puede pasar a la materialización de sus aspiraciones extrínsecas, pero asume —implícitamente— la importancia de esa, por así llamarla, libertad social, con la misma vehemencia (dada la integración) que pretende exacerbar el conocimiento de la psiquis humana.

Lautréamont en ningún momento deja de apreciar la belleza de lo cierto, y el hecho que otorgue prioridad al descubrimiento de la profundidad del hombre, para lo cual invierte todas sus energías, no significa abstención. El poeta concreta su ser hacia su verdad, y aún conociendo la inversión de valores —en cuanto a que una pareciera ser antecedente de la otra— no por ello podemos dejar de pensar que Ducasse no conciba la libertad del hombre, colectivamente hablando. Cuando nos enseña: “La poésie doit être faite par tous, non par un”4, nos invita a la socialización de la actividad literaria, productora de sentimientos contribuyentes a la emancipación. Pero también nos transporta a la praxis de la función arte, de la actitud artística, a modo de asumirse existencialmente hablando, desmitificando el arte en cuanto a lo negativo del miro, otorgándole cariz de necesidad irrenunciable, de alimento y de respuesta. La poesía adquiere perfil de solución existencial,

Lautréamont entonces, con la precisión de esta frase, democratiza el arte, llevándolo a la categoría más viva, con pujanza revolucionaria. El arte, representado por la manifestación poética, adquiere una dimensión total, es creador del hombre nuevo. Isidore Ducasse llega a conjugar un mismo verbo con una doble finalidad: no solo disfruta de la paz aislante que le ofrece su connivencia, su ingerir el cosmos artístico, desmintiendo la bifurcación escritor-escritura, logrando una especie de muerte ilustrada, integrándose en una unidad, tal vez como “bálsamo, reposo y olvido” según Unamuno veía la música, sino que —al mismo tiempo— dibuja la praxis artística como conductora hacia las actividades más revolucionaras, más ambiciosas y llevándonos así a la elaboración de un mundo nuevo. O, remitiéndonos al propio Lautréamont, cuando dice: “... allez y —voir vous même— si vous ne voulez pas me croire!”.5

origen abundante de errores y desprecios no

4- La poesía debe ser hecha por todos, y no

5- “Id y mirad vosotros mismos si no queréis

son una verdad parcial?

por uno.

creerme”

3- Lo que tú dices, hombre respetable, es

Fragmento de su libro Lautréamont (1984).

la verdad: pero, una verdad parcial. O ¿qué

Premio Cézanne 2020 A 150 a ñ o s d e l a m u e rt e d e I sid o re Du c a sse

Afiche del Premio Paul Cézanne 2020, a cargo de Federico Arnaud.

La edición 2020 del Premio de Artes Visuales Paul Cézanne tuvo como temática la obra de Isidore Ducasse. A modo de homenaje en este año especial, se les pidió a los candidatos inspirarse en la obra de quien se autodenominara “el montevideano” en el primero de sus Cantos. Las once obras finalistas, expuestas durante dos meses en el Centro de Exposiciones Subte, demostraron una gran diversidad y sobre todo el carácter indudablemente visual y moderno del poeta. El Premio Cézanne se caracteriza por comprender una etapa de evaluación de las obras con una visita al taller de los candidatos finalistas. Las conversaciones en torno a cada interpretación de los poemas de Ducasse fueron la ocasión para confirmar cómo estos mantienen una vigencia tal que renace a través del tiempo. Hoy que la imagen reina en nuestras socieda-

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des pobladas de pantallas, Ducasse transmite la fuerza de la creación del imaginario desde la palabra escrita y reafirma el poder del lenguaje sobre la imagen. En esta experiencia artística pudimos ver cómo se entremezclan las sensaciones reales e imaginarias desde una fuente remota, escrita y pensada por un joven nacido a pocos kilómetros del lugar de exposición de las obras. No cabe duda de que esa fuente no se agotará, y que si desde Dalí a Magritte fueron muchos los artistas que recorrieron la obra del Conde para alimentar su talento, aún quedan muchos por venir. Los artistas finalistas fueron, por orden alfabético: Ana Agorio, Tinno Circadian, Natalia De León, Santiago Dieste, Guillermo García Cruz, Santiago Grandal, Camila Lacroze, Matías Nin, Nicolás Pereira, Fabiana Puentes y Guillermo Stoll.


Higos por M aro s a D i Gi o rgi o

Otoñal, algebraica p o r E n r iqu e Fie r ro

Mamá, esta tarde es nuestra. Papá estará en la labranza; tu labor es pequeña y celeste, o tienes un plato con dulces de higo. El higo parece un santo; mira sus vestidos color violeta y color azúcar. Dices: ¡Estos higos! ¡Cómo brotan! Están extraordinarios. Los llevaré a la iglesia. —Sí. (Por ahí alguien te responde). Que los maten. Estos higos son el diablo. Decimos que no y que no, con la cabeza. Pero, desde los higos saltan dos penes rojos, morados diminutos. Uno para cada una. Vienen a nosotras; nos pasan los cendales, haciendo una leve escritura en la superficie, se van a lo hondo y allí tragan fuertes letras, rodeadas de diabluras. Nos cubrimos la cara con el manto, con las manos. Locas de vergüenza y gusto. Por unos segundos estamos encintas, luego nos ruedan gotas de néctar por las piernas y se van al suelo. Y mañana nacen unos seres chiquititos, misteriosos, abrillantados. Que se parecen a los higos, a mí y a mamá. Nos vestimos de blanco para estas citas.

Viejo océano por In és Tra b a l viejo océano de ese deseo de ese SOS que sos ese ici d’or ducasse salva nuestras almas descosidas en esta travesía

Homenaje a Julio Herrera y Reissig (Fragmentos) Los ojos de Ducasse y el perro que ladraba en tu cabeza: pájaro que moría y renacía. ¿Disolución activa? ¿Evasión dinámica? Plena residencia. ¿Ursula punza la boyuna yunta? ¿Quién inclinó los jazmines de la hipotética noche? Malabarista la neurosis la máscara la muerte malabarista

de

Otra vez la tierra purpúrea: ¿cantar de repetición? Glauco perfil oscuro: Julio lívido y litúrgico. La patria: la página en blanco. Grave lengua que nadie entiende: ¿la pez del Uruguay desde tus años? Sonoro sordo río de los textos

de de del de

México, 1975.

Tropiezos de Lautréamont Autor: Mzz*, 2004. Guitarra eléctrica, guitarra acústica, bajo, composición y programación de teclados y percusión. Alberto Quintela: voz, leyendo fragmentos de Los cantos de Maldoror.

save our souls En Cartas (2003).

*Mzz, Aldo Mazzucchelli.

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Les chants de Maldoror en español p o r A l m a B o ló n

La versión publicada por Casa editorial hum sigue fundamentalmente la muy buena traducción de Ángel Pariente (Sevilla, Renacimiento, 1998), realizada en un idioma que fluye gratamente a nuestros oídos. Sobre este texto, Beatriz Vegh y yo hicimos algunas modificaciones, teniendo a la vista las ediciones de Les chants de Maldoror que hizo Jean-Luc Steinmetz para la Pléiade (París, Gallimard, 2009) y para la colección de bolsillo (París, lgf, 2001). Por un lado, sustituimos las marcas más notorias del español peninsular (os, vosotros/as, vuestro/s; leísmo para el objeto directo animado) por las formas corrientes en América (se, le/les, ustedes, su/sus/suyo/suyos; lo/s y la/s para el objeto directo animado e inanimado). No obstante, no intervinimos en el sistema temporal, conservando el pretérito perfecto compuesto que es norma peninsular, sin sustituirlo por el pretérito perfecto simple que es nuestra norma rioplatense, salvo cuando el traductor lo había empleado para traducir el passé simple francés. Cuando fue el caso, restituimos los imperfectos usados por Ducasse; en pocas oportunidades intervinimos en el léxico peninsular (“tomar” y “agarrar” por “coger”; “campo” y “campos” por “campiña”; “bosquecito” por “bosquecillo”, “fósforos” por “cerillas”, y poco más). Por otro lado, intentamos restituir a la prosa ducassiana parte de la extrañeza que la traducción española había buscado normalizar y adecentar. En el plano de la sintaxis y, en particular, de la puntuación,

Isidore Ducasse no solo juega con el ritmo producido por la alternancia de oraciones extensas y de oraciones brevísimas, sino que emplea la puntuación, en particular el punto y coma, de una manera que lleva sus construcciones hasta los límites de la aceptabilidad académica, a menudo partiendo sintagmas nominales considerados insecables. Nuestro propósito fue mantener su uso inmoderado de la coma y del punto y coma, en particular en las secuencias en que este precede un “pero” seguido de coma, o un “sin embargo” también seguido de coma, o un “pues” seguido de coma. Entendimos que la recurrencia apabullante de esta construcción sintáctica es fundamental en la poética ducassiana de la objeción a la que antes me referí. Igualmente, intentamos respetar la puntuación ducassiana que, en los sintagmas nominales que actúan como vocativos, separa con coma el nombre de su complemento. Las normas de la corrección académica condenan esta puntuación que nosotras intentamos, a sabiendas de la torsión a la regla, mantener. Con ese mismo criterio que procura trasladar al idioma español las rarezas del texto en francés, mantuvimos el orden sintáctico empleado por Ducasse, quien a menudo ordena los sintagmas de manera inesperada. Puntuación y orden sintáctico van reteniendo el decir, deteniendo su esperable fluidez. Más difícil fue trasladar al español los juegos ducassianos con el exclamar y el preguntar, que tienden a borrar la diferencia

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entre esas dos modalidades del enunciar y que en Los cantos de Maldoror a veces resultan de combinar la sintaxis francesa de la interrogación y los signos tipográficos de la exclamación. Cuando encontramos la vuelta, intentamos mantener esa duplicidad. De igual manera, procuramos mantener las repeticiones léxicas, renunciando a hacer jugar la posibilidad de sinónimos en español. Así, entre otros ejemplos, el recurrente “lueurs” (trece ocurrencias), pasible de ser traducido por “resplandores”, “claridades” o “reflejos”, fue traducido por “resplandores”; el adjetivo “hideux” fue siempre traducido por “repulsivo” y el sustantivo “broussailles”, por “malezas”. Los fundamentales “gémissements” y “gémir” (catorce veces presentes, entre ellas la decisiva “No es el espíritu de Dios el que pasa: es solo el suspiro agudo de la prostitución unido con los gemidos graves del Montevideano”) fueron traducidos siempre por “gemidos” y “gemir”. El adjetivo francés “céleste”, correspondiente a “del cielo”, en español puede dar lugar a “celeste” y a “celestial”. En todas (16) las ocurrencias de “céleste” preferimos traducir por “celeste”, ya que “Céleste” era el nombre con el que firmaba la madre de Isidore. Desechamos entonces “celestial”, también posible. Como sustantivo, como verbo o como adjetivo, “présence” (“présent”, etc.) figura 54 veces, a menudo en giros complejos que nombran al ser como complemento de su “presencia”. Ciertamente, procuramos mantener esa rareza.


Como es patente, Les chants de Maldoror es poesía en prosa; la música se hace presente en el numeroso vocabulario musical empleado y en la cadencia de una escritura hecha de repeticiones y de silencios, de aceleraciones y de enlentecimientos. Como ya dije, procuramos conservar estos efectos, aun cuando la sintaxis podía resultar un poco triturada, normativamente hablando. De igual modo, mantener la extrañeza del texto ducassiano supuso atenerse a las particularidades del léxico, cuando este proviene de las diferentes ciencias con que juega Ducasse —la geometría, la aritmética, el álgebra, el dibujo, la zoología, la botánica, la astronomía, la música, la fisiología, la anatomía, el dibujo, la retórica, la navegación, etc.— simulando su rigor y su precisión en el nombrar, incluso cuando este cientificismo pueda desembocar en expresiones como “ano infundibuliforme”, que por cierto preferimos a su traducción explicativa “ano en forma de embudo”. Con ese mismo ánimo, intentamos trasladar el remedo de precisión y de rigor apor-

tado a los Cantos por la parodia del lenguaje administrativo —burocrático—, que da lugar a perífrasis recargadas (“Esos agentes de la policía celeste cumplen con celo su penoso deber, a juzgar, sumariamente, por mi frente herida.”) y que a menudo enuncian el absurdo (“lleno de inexperiencia”). Fue nuestro propósito mantener esa entonación afectada por la grandilocuencia y por la solemnidad, en su contrapunto con las llanas y recurrentes interpelaciones al lector. A diferencia del español, que emplea formas más abstractas (“mirada”), el idioma francés prefiere “œil/yeux” (“ojo/ojos”). El torrente de imágenes que son los Cantos, poesía dedicada al ver y al oír, se complementa con la recurrencia apabullante de los términos “ojos” (“yeux”: 141 veces) y “ojo” (“œil”: 40 veces). A su vez, en Ducasse, esta predominancia de la materialidad del ver que dan las ciento ochenta y una veces en las que se nombra “ojo(s)” se prolonga en la recurrencia de la palabra “párpado(s)” (“paupière(s)”: 19 veces); “párpados” cosidos, pegados, estaqueados, grandes, conge-

lados, simpáticos, curiosos o que se buscan como dos amigos... Por la centralidad entonces de la imagen visual en los Cantos, tradujimos siempre “ojo(s)” por “œil” y “yeux”, incluso yendo contra el idioma español cuando su uso reclama “mirada” o “vista”. Esta materialidad del ver, que está en lo visto y sobre todo en la operación realizada por el “ojo” y el “párpado”, sin duda, subyugó a los surrealistas; pero también dejó su marca en Felisberto Hernández y en sus juegos con “los ojos” (no solo con la mirada) que pasan, o que pasean, por las cosas. También esto fue un acicate para intentar mantener, en español, “ojo(s)”. Finalmente, luego de varias consultas, optamos por conservar para la segunda persona del singular una forma —“tú eres”, “tú tienes”, “ten”, “ven”, “dime”— que hace mucho tiempo que no es norma en el ámbito rioplatense. Entendimos que esta forma tan ajena y tan cercana daba cuenta de un texto que luego de ciento cincuenta años sigue hablándole a nuestro azoramiento.

A 150 años de su publicación original, presentamos la primera edición uruguaya de Los cantos de Maldoror, obra del poeta montevideano más leído en el mundo. Curada por Alma Bolón y Beatriz Vegh en base a la traducción peninsular de Ángel Pariente, esta edición nos acerca a la prosa desafiante, vigorosa y desconcertante de Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont. Seis cantos componen esta obra del autor uruguayo y francés que renovó la manera de imaginar el mundo. La escasez de datos fiables sobre su persona ha hecho de su vida un enigma que se vuelve leyenda, en poética confusión con su personaje Maldoror y su seudónimo. Su corta vida —veinticuatro años, de los cuales trece vivió en Montevideo— nos lega una obra igualmente breve y extraordinaria. Ofrecemos así un libro clave para la poesía universal, que sigue orientando los rumbos de la literatura contemporánea.

Traducción de Ángel Pariente (en acuerdo con editorial Pre-Textos), al cuidado de Alma Bolón y Beatriz Vegh. Prólogo de Alma Bolón. Arte de cubierta e ilustraciones de Carlos Musso.

336 páginas | ISBN: 978-9915-653-85-3 | Distribuye Gussi Libros

El Montevideano © de los autores | © de los artistas Selección y edición: Alma Bolón | Fotografía de portada: Estudio Blanchard (Tarbes, 1867) Diseño: Lucía Boiani | www.casaeditorialhum.com

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