Áurea y justa proporción Reseña de La muerte juega a los dados, de Clara Obligado por Begoña Alonso Monedero Y todo eso duraba interminablemente, y la cornucopia estaba en el suelo rota en tres pedazos, uno más grande y dos casi iguales, como manda la divina proporción. Cap. 126 de Rayuela, JULIO CORTÁZAR
“Le envío, querido amigo, una pequeña obra de la que no cabría decir, sin ser injustos, que no tiene ni pies ni cabeza […]. Podemos cortar por donde queramos; yo, mi ensueño; usted, el manuscrito; el lector, su lectura; pues la reacia voluntad de éste no le suspende del interminable hilo de una intriga superflua. […] Desmenúcela en numerosos fragmentos y verá que cada uno puede existir aisladamente”. Esta dedicatoria que Charles Baudelaire ponía en 1862 al frente de sus Pequeños poemas en prosa, revela la conciencia de la creación de algo nuevo, una forma sin forma previa, un todo hecho de partes que facilitaba un juego, a tres bandas al menos (autor-editor-lector), que procuraba una apertura a nuevas maneras de ver, de leer, de percibir… más allá del “interminable hilo de una intriga superflua”.
No lejos de esta actitud renovadora debemos entender la obra que Clara Obligado acaba de alumbrar y pone en manos del lector, La muerte juega a los dados (Páginas de Espuma, 2015). Con grandes dosis de espíritu baudelairiano, nos presenta una creación que desborda los moldes genéricos convencionales, que no encaja ni en lo que conocemos como “novela” ni en lo que llamamos “cuento”. Más aún, diríamos que Clara Obligado va más allá o más al fondo en el territorio de las conocidas como narrativas integradas o enlazadas, pues si bien la fábula, la voz narrativa, el espacio y el tiempo, quedan descompuestos en los pequeños y multicolores cristales de un caleidoscopio, todos esas fracciones reaparecerán ante el lector que culmina la lectura integrados en un nuevo orden tanto narrativo como hermenéutico. Confiesa la autora haber querido escribir la historia de una saga al estilo de Lo que el viento se llevó, y lo hace al componer, en las intersecciones de la ficción narrativa, el puzle de la historia de una familia a lo largo de un siglo. Aunque la trama del primer relato comienza en 1936 con el asesinato del patriarca, Héctor Lejárraga, el relato de conjunto –entretejido por los 18 cuentos que componen la obra- comprende a tres generaciones que descienden de este primer tronco: la de Leonora (su viuda), la de su hijas Alma y Sonia, y la de sus descendientes, las mellizas, y cómo sus vidas se prolongan tras el crimen, se bifurcan desde el punto de origen, hacia amplios espacios de la geografía y la historia, el barrio de Les Marais en París en los años 20, los bombardeos y la ocupación nazi de la segunda Guerra mundial, la revolución mejicana en la primera década del xx, la Polonia de Lech Walesa…, que quedan en el fondo sfumato de un lienzo, en un relato que nunca es lineal. 1
El primero de los relatos presenta el misterio de un crimen, el asesinato de Héctor Lejárrega, y a los personajes que pueden haberse visto implicados. Cada unidad narrativa siguiente expresa una voz distinta, salta en el tiempo, profundiza en detalles que obligan a reorganizar la información, o en un pasado insospechado en un personaje ya conocido… en que uno tras otro los protagonistas fundamentales resultan sospechosos del crimen: ¿qué papel jugó Leonor en la muerte de su marido?, ¿sería acaso su amante Mme. Tanis la autora del crimen? ¿O aquel judío que menciona el periódico y Amalia señala al azar sobre el papel?... ¿Acaso fuera el mayordomo?
Pronto las expectativas del lector cambian, mientras su lectura recorre el género epistolar, el ensayo, la parodia, el absurdo o lo onírico… En la frontera que marca la mitad de la obra, el cuento de “El efecto coliflor” cuestiona –con distanciamiento casi brechtiano- si es interesante descubrir “la verdad del crimen”, reconstruir la teoría que explique los hechos mediante un método lógico, según pretende el detective O’Brian, o si…, como piensa Amelia –su mujer-, debe uno mirar o fijarse en lo que nunca se cuenta, lo que no se ve, aunque está a la vista, en las vidas de tantas personas afectadas por el crimen o la violencia, que no salen en los periódicos: ¿qué es lo verdaderamente importante? ¿Y si el muerto no fuera el final sino el principio de todos los problemas?, ¿qué pasa después con las otras vidas de las mujeres que lo rodearon y le sobrevivieron?... La mirada se vuelve más atenta a lo que pasa por dentro, o a lo cotidiano, más intrahistórica, más íntima. Se redirige, se pone a ras de tierra y descubre un pequeño y bello microcosmos femenino apenas percibido, justo a la altura de un rodapié, como en la portada del libro.
Junto a estas dos visiones del mundo, la autora implícita ofrece en este “efecto coliflor”, en tanto que tronco de todas las bifurcaciones en que este se ramifica la ficción, la guía de lectura de su propio texto (en pos de la precisión o del caos), la necesidad de volver atrás en el discurso y en la historia (“desandar el camino” para llegar a la verdad, como piensa O’Brian al recordar la conversación con su mujer antes de que lo abandonara), de reinterpretar el pasado, lo ya leído y creído entender; o bien, comprobar que los caminos no existen, como piensa Amelia, y que la vida es puro azar y hay que agarrarse a la vida. También se encuentra una teoría de la creación literaria que la autora concreta y materializa al emular en su narración el ritmo del patrón fractal de la naturaleza, en que todo se repite con variaciones, lo grande en lo pequeño, el pasado en el futuro..., y también la necesidad de prestarle atención a “lo que está fuera del marco” y de hacer visible lo invisible. Y todo ello, sin dejar de divertirnos con la ironía más hilarante que se pueda imaginar. El cuento del detective O’Brian (en que de paso se rinde homenaje al escritor irlandés Flann O’Brian) se convierte en el eje sobre el que la autora hace girar todo el artefacto narrativo hacia la perspectiva de Amelia. Con ese giro, todo gira y la intriga argumental cambia de signo. La estructura nunca es lineal, los relatos reinciden en elementos anteriores, se ligan tangencialmente en todos los niveles: acciones, personajes, animales, objetos, espacios, gestos, sintagmas, palabras… La ficción crece y se desarrolla, como el cauce de los ríos, en formas que se repiten y en variaciones que permiten contemplar la realidad en múltiples dimensiones…, sobre todo, las microscópicas. La narración avanza hacia atrás y cuanto más retrocede en el tiempo más lejos estamos del principio. Cada cuento repite ese movimiento primigenio de la mirada hacia atrás, cada capítulo presenta la vuelta al pretérito 2
propia de la rememoración de cada personaje, que reevalúan su pasado, en un movimiento repetido a pequeña y gran escala: los juegos de la infancia, los miedos y los sueños, la violencia o la incomprensión, la tortura o la muerte, junto a las arañas, las cabezas leonadas o de las mariposas, poblando el mundo de la ficción. La misma vuelta atrás, al origen, que hacía reiniciar el relato de “Exilio” una y otra vez en Las otras vidas y reconfigurarlo.
Cada cosa encuentra su réplica. Gestos de los personajes, como el de la mano de la niña que se posa en la rodilla de su madre, objetos que se repiten en otros lugares (la alfombra con la sangre del crimen, que es, desde el recuerdo, la balsa, en medio del naufragio, en que jugaba la infancia), historias repetidas a la inversa (la carta que cuenta mentiras a una madre, la que confiesa una verdad sobre ella; la muerte del patriarca, la pérdida de la madre), hermanos y hermanas que forman simetrías y trastocan sus destinos, el mismo espacio en distintos tiempos, elementos de la naturaleza (el vuelo del azor, las nubes en su viaje, el viento y la tormenta…), objetos que aparecen y reaparecen como talismanes (una horquilla del pelo, el regalo de un libro o su encuentro casual, las piezas de una vajilla, las cortinas…), palabras en idiomas extraños, que encuentran su correspondencia en un después, pero su signo ha sido invertido por el paso del tiempo.
Clara Obligado ha comentado que ella misma se sorprendió al final del proceso de escritura ensamblando el relato de la misma forma en que debió hacerlo Julio Cortázar en su Rayuela. El texto, ciertamente, exige la colaboración de un lector “cortazariano” que acepta el pacto y el reto del juego de su escritura, y lo hace avanzar –siguiendo el orden de los relatos o leyéndolos aleatoriamente- según va descubriendo los hipervínculos de su artefacto literario, su intertextualidad interna y externa, sus referencias y homenajes a Verlaine, o a Mark Twain, a Proust, a Lewis Carroll, a Borges... Le obliga a retroceder para avanzar. A repensar, a establecer relaciones, a conectar con la historia, con otras geografías y paisajes, con otros lenguajes, extrañando la lectura a cada paso. A plantearse la búsqueda de una verdad escondida u invisible más allá de las palabras y de la realidad que aparece. O quizá deba el lector perseguir una doble solución al enigma… y seguir jugando con las simetrías.
En La muerte juega a los dados, parece materializarse el convencimiento de Virginia Woolf para el futuro de la novela de que este género, todavía joven entonces, sería dúctil para la mujer, y de que en sus manos alcanzaría la configuración que deseara, y se transformaría en “un vehículo para extraer la poesía que lleva dentro”, según expresaba en Una habitación propia. Clara lo consigue en la zona fronteriza y transgenérica que existe entre el cuento, el micro y la novela. El cuento, como unidad narrativa, permite de forma natural construir la narración con variaciones, sin mantener la uniformidad de la visión, o de la voz narradora o del lenguaje, que son constantes en el cambio. Vidas e historias fragmentadas, cuyos detalles nos transportan de epifanía en epifanía hasta conformar, más allá de la aparente superficie irregular o rugosa, una brillantez avasalladora en la precisión y en la unidad del conjunto. Es la suya, sin duda, una narración que, como los fractales de la naturaleza, quiere adscribirse al ámbito de la frontera y poseer la belleza natural de la vida, eso sí, en el interior de una obra de arte (“Esta casa donde habito tiene más memoria que yo”). Lo cierto es que detrás de las múltiples voces, tiempos y espacios narrativos que fragmentan el texto, la mirada nostálgica pero serena del “autor implícito” ha tejido una 3
inmensa y bella tela de araña, cuyos hilos, como decía Virginia Woolf, están atados a la realidad: “y (estas telas) no las hilan en el aire criaturas incorpóreas, sino que son obra de seres humanos que sufren y están ligadas a cosas groseramente materiales, como la salud, el dinero y las casas en que vivimos”. Esta obra de Clara Obligado es, seguramente, como ella ha dicho, lo más cercano a la autobiografía que ha escrito, pues también está hecha de retazos y fragmentos de lo vivido, que dibujan el mapa de su propia geografía del dolor tanto como de la felicidad. Como Rayuela para Cortázar, se trata de una obra con poso autobiográfico, “un libro que me contiene tal como fui en ese tiempo de ruptura, de búsqueda, de pájaros.” Toda obra bien hecha, acabada, lleva implícita también la clave de su propia génesis y el sentido de la escritura que la originó. Así, en La muerte juega a los dados, Obligado consigue religar tres vectores o direcciones que conforman su obra, y que se señalan en las citas de los tres autores que presiden el texto: Albert Einstein, García Márquez y Cervantes.
De un lado, la cita de García Márquez proclama el derecho a la nostalgia de la propia tierra, se dirige hacia el pasado y el exilio. El relato se asienta sobre la necesaria e irrenunciable nostalgia del trasterrado que abandona un mundo propio, sea la patria, la infancia, un primer amor, la protección de una madre…, como atestiguan muchos de sus personajes emigrados, enajenados, sin idioma o sin memoria…que transitan por las páginas. “¿El mundo es puro destierro, fuera de… algunos lugares?”, se pregunta Leonora en un determinado momento. La palabra es uno de estos lugares para Sonia o Fernanda, que se dejan sorprender por su forma y su sonido. El idioma se vuelve extraño a veces, es un lugar de frontera (donde surgen los fractales), pero sobre todo es una patria, como en la historia de Edmund, el poeta polaco (“Era la época feliz en la que tenía un idioma”). El exilio de las palabras, como al poeta sin palabras, puede empujar a la desesperación. En contraposición, el poder liberador de la belleza nos salva de la terrible realidad, como a Teo en el relato de “Nada útil”. Abundan las historias que reinciden en ese bálsamo de la belleza para redimirnos de la opresión del mundo. Como en la “Invitación al viaje” al país de Jauja de Baudelaire, donde “los espejos, los metales, los tejidos, la orfebrería y la loza interpretan para los ojos una sinfonía muda y misteriosa…”, aparece ante el lector todo lo que es capaz de sobrevivir al dolor y a la muerte, los pequeños objetos cotidianos, preciosos e inalterables al tiempo, como la taza de porcelana que desentierra el azar (“Porcelana”).
Por otro lado, la cita de Cervantes apunta a un segundo vector que mira hacia el futuro, a la apertura hacia lo desconocido, a la esperanza en lo porvenir que personifica la figura feliz de Fernanda en el viejo apartamento de Les Marais, con sus cortinas de seda amarillas, pero también la voz enunciadora del último cuento que se dispone a disfrutar de lo que queda del verano. La mirada hacia el pasado busca la verdad, hacia el futuro busca la vida: las dos están dando unidad a la obra. El tiempo y la historia nos empujan hacia delante, como un viento devastador, aun con la mirada vuelta hacia atrás, como el Angelus novus benjaminiano, el ángel de la Historia que avanza vuelto hacia el pasado, permitiéndonos reconsiderarlo o reescribirlo. Recuperar la memoria para religarla al presente y rescatar lo que de verdad importa y había quedado en el olvido. Nos permite recomponer un mundo roto en mil añicos, a partir de sus ruinas, como hace la protagonista de “Verano”, escribiendo “como si recortara el tiempo, como si lo poseyera”. Y confesando: “querida hermana: me he pasado media vida inventando ficciones, cómo me gustaría ahora que me cuenten la verdad”. Solo en la escritura, 4
en la narración de esa historia, puede reconstruirse la unidad de lo fragmentado y sobrevivir al naufragio en una balsa de piratas, que es una alfombra roja y voladora…, cambiar el sentido de la memoria, rectificar, “desandar el camino”. La escritura recupera el tiempo ya perdido (“porque el papel tiene memoria”), pero también nos recupera a nosotros mismos al realizar un ajuste con nuestro propio pasado: escribir es volver en sí, volver a uno mismo y recuperarse.
Ese es, finalmente, el tercer vector de la proporción que concierne a la cita de Einstein. En ella, el azar y el destino compiten en la explicación del mundo, el caos y el orden, como en el título de la obra. Pero el lector atento y curioso, como diría Cervantes, descubrirá en ella una ley, una matemática perfecta, al constatar en las casualidades de la ficción un patrón: una imagen que sorprende por su belleza, su ética y su verdad, no la de los hechos, sino la de sus consecuencias. Cada fragmento de cristal contiene un todo, cada imagen su número Φ. Solo en la estructura calculada de la ficción, la muerte puede convertirse en cosa de juego (“Interferencias”). En la ficción, es posible recortar el tiempo como un papel, replegarlo para volverlo a desplegar y mostrar las huellas, las aristas, la dos caras del valioso, pero limitado, papel en que transcurre nuestra vida. Clara Obligado, como Teo asediado por lo que ocurre fuera de su escondite, corta en fragmentos el papel (“otro cuadro, tira líneas, divide cuadros y triángulos, los imagina bajo la mirada curiosa de la araña, que también teje su espiral logarítmica”), pero con maestría modela la perfecta y complicada figura de origami que es esta obra, donde nada deja al azar. Es el tercer segmento, la última fracción que compone la justa y áurea proporción de la verdad literaria.∎
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