Presentación Ofrendamos este libro al acto humano de escuchar, porque creemos profundamente que contribuye a la preservación, apreciación y práctica de la narración oral, como puente y cauce de la comunicación intergeneracional y valoración de las historias, entre personas de distintas edades, vivencias y territorios.
Bien sabemos que el patrimonio cultural de un lugar, no se limita a monumentos y colecciones de objetos, sino que comprende también tradiciones o expresiones vivas heredadas de nuestros antepasados y transmitidas a nuestros descendientes, como tradiciones orales, usos sociales, rituales, actos festivos, conocimientos y prácticas, hechos, sucedidos y cuentos. El siguiente libro es el resultado de un proceso de recopilación que se fue tejiendo poco a poco por un viaje lleno de emociones, recuerdos, sustos, apariciones, saltos al vacío, juegos y travesuras de todos aquellos que con alma y presencia se dejaron llevar en un acto de confianza a la niñez, al barrio, a los territorios de otro Valparaíso, ese que aún subsiste en la memoria emotiva de sus antiguos habitantes. “Sucedidos e historias de poblamiento y otros temas de barrios porteños”, es un proyecto que se desarrolló en tres lugares de Valparaíso, cerro Rodelillo, cerro Barón y barrio Puerto, y que tuvo como propósito la 4
recopilación de historias que surgen desde los imaginarios colectivos lugareños y de los propios relatos de sus habitantes. Proyecto circular que desde lo oral a lo oral del rescate, incorporó en su segunda etapa la compilación, transcripción, adaptación e ilustración de los cuentos, hechos y sucedidos recopilados, los que finalmente están presentes hoy en esta publicación. Cerrando esta circularidad y volviendo a su origen, en acto de ofrenda y agradecimiento, la tercera parte contempla la adaptación de las historias a cuentos, como una forma de volverlos al océano de los hechos y sucedidos para que naden libres de lo oral a lo oral. Fue el Centro de Extensión del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Valparaíso, Céntex quienes en confianza y profundo respeto encomendaron la realización de este viaje a Patricia Mix. Hoy convertido en un “audio-libro-ilustrado”. 5
Agradecimientos
Queremos agradecer profundamente a todas las personas que abrieron su corazón y generosamente nos posibilitaron los contactos para llegar a aquellos lugares que atesoran historias, memorias, cuentos y sucedidos, especialmente a don Jorge Díaz del Centro Comunitario San Leonardo de Rodelillo Ex-Cadi, quién con su amable y entusiasta invitación convocó a los habitantes del barrio quienes sorteando el frío llegaron despacio y expectantes a ver de qué se trataba esto de los cuentos, a ellos y ellas, nuestra gratitud y esperanza que estos encuentros continúen al rededor del brasero y del cariño. Agradecer a quien nos presentó a don Jorge y nos vinculó con el Centro Comunitario, Karen Molina de la Dirección general de Vinculación con el medio de la Universidad de Playa Ancha. A Carolina Paredes y Erick Fuentes Coordinadores del proyecto de investigación Archivo Oral de la Maestranza Barón, quienes compartieron sus vinculaciones y su propia historia al subirnos al carro de otro tiempo, detenido en la estación de la memoria de todos aquellos que compartieron sus anécdotas, historias e imágenes de otro Valparaíso y otro Chile, aquel que era recorrido a través de sus venas ferroviarias por la que circulaba todo un país, llevando en su viaje sensaciones y personas. Fue en la sede de la Sociedad Mutualista Santiago Watt; entidad que cumplió 100 de vida (1913-2013), el lugar propicio en pleno cerro 6
Barón donde abordamos las historias de maquinistas y viajeros de la mano de don Alejandro Herrera y doña Rosa Allendes que junto a la directiva de la sociedad mutualista nos abrieron la puerta para entrar al corazón de la historia ferroviaria porteña. Por último, la fría mañana del 25 de julio llegamos a una asamblea general de la Sociedad José Mariano Valenzuela, que sus 113 años de existencia, reúne a los antiguos trabajadores portuarios que dieron vida, movimiento y bohemia a este Puerto. Nuestros agradecimientos al presidente de la Asociación, don Benedicto Monsalve, al tesorero don Hugo Cofré y a la directiva completa por su disposición y por los relatos de mar, puertos, barcos, cargas y descargas, y por sus ojos colmados de recuerdos que nos invitaron a viajar. Gracias a la confianza y colaboración del equipo del Centro de Extensión del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Céntex y al equipo de Imaginarios Producciones, porque generaron las condiciones para que estas historias y tantas otras llegaran en la voz de quienes aceptaron nuestra invitación a recordar, a dejarse llevar por la memoria alojada en el cuerpo y el corazón y que dejaron traslucir otro Valparaíso que sólo a través del recuerdo personal y colectivo es posible de imaginar. A todos y cada uno, los que estuvieron, se emocionaron y bendicieron la realización de este proyecto, vaya nuestro especial y sincero agradecimiento.
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Cuentos y sucedidos
Sucedido porteño 1:
Trenes multicolores y gentes como cuncunas
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uillermo Guerreros cuenta “A nosotros nos costaba 20 años aprender a manejar ferrocarriles. Conducíamos trenes que eran
la alegría de Valparaíso, trenes color verde aceituna, color rosado, ver trenes con coches rojos que llegaban, era una cosa linda. El trajín que tenía la ciudad puerto daba gusto con la bulla de los trenes, con los carros que llevaban y traían carga. Era lindo ver a Valparaíso a la hora de inicio o término de jornada. Como en fila de cuncuna bajaba la gente de Barón y Placeres hasta la maestranza y cuando sonaba el pito de salida, la misma gente subía caminando hacia los cerros. Se iban a compartir en los barrios y a sus casas a descansar. Toda esa poesía de puerto se ha perdido. Hoy se ve todo vacío, sin color, silencioso. Lo que más pena me da, es pensar que se murieron los trenes y se están muriendo los maquinistas…”
A Manuel Gómez G. que abordó su último tren. 10
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Sucedido porteño 2:
Mamá Julia
M
amá Julia era una de las dos únicas parteras del Valparaíso de 1930. Iba por los cerros a la hora que la fueran a buscar y las
veces que fuera necesario. Sigilosa en la noche salía de su casa de madera y latón en el cerro, llevando una bolsa tejida y dentro un pañuelo en que envolvía yerbas medicinales, unas tijeras y telas limpias. En otro pañuelo un trozo de chancaca, un puñado de té y media tortilla. Se ponía el chal en la espalda, bajando por los hombros y lo cruzaba en el pecho, anudándolo por las puntas y encomendando a los ángeles a sus 5 hijos, salía de la casa a oscuras, protegida por la buena voluntad y un palo para espantar a los perros. Una noche Eliseo, el segundo de los hijos, despertó y vio como mamá Julia preparaba la salida, viéndola sacar un trozo de la única tortilla que tenían para llevarla, el niño no pudo evitar reprocharle que no comprendía por qué además de salir a esa hora a atender un parto en que no le pagaban nada, llevaba más encima comida. Mamá Julia sonrió y acariciándole el pelo le susurró: “es que a la casa que voy hijo, son tan pobres”.
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Hacer de tripas corazón
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on Carlos, es miembro del directorio de la Mutual de trabajadores Ferroviarios Santiago Watts, or-
ganización con 100 años de existencia y cuya sede está en el Cerro Barón. Él nos escuchaba atento cuando contábamos que andábamos intercambiando historias. Entonces sacó una pequeña libretita y anotó alg unas cosas muy concentradamente. De pronto, levantó la cabeza y aprovechando una pausa en la conversación, comenzó a contar: “Esto f ue hace muchos años y era mi primer viaje como maquinista en un automotor eléctrico; recién habían llegado para la ruta Valparaíso e intermedios. Esas máquinas habían sido fabricadas en A lemania y estaban recién estrenándose. Eran las más potentes de la época…incluso diría que la más poderosas de las que hubo en Ferrocarriles. Fácil podías llegar a 140 kilómetros por hora…la serpiente de oro, le decían. Ese día íbamos dos maquinistas, yo conduciendo y el compa14
ñero iba aprendiendo… en realidad los dos estábamos aprendiendo. Por más experiencia que uno tuviera, siempre había cosas nuevas… las mañas de las máquinas, por ejemplo. Íbamos a campo traviesa en esos tiempos no había casi nada entre Peñablanca y Limache. Era un día de verano -sería como las 8 de la tarde - el momento justo cuando el sol comienza el descenso y da en la cara al enfrentar las cur vas. En un segundo no vi más que un destello y en frente, la silueta fugaz de un hombre que salía de atrás de unos matorrales para cruzar la línea. Activamos el freno de emergencia y el si lbato, pero la d ista ncia era cor ta y nos pasamos del lugar del incidente, como por 40 metros. Cuando pudimos frenar, con mi compañero nos bajamos de la locomotora y nos devolvimos corriendo para ver lo que había pasado. Comenzamos a revisar los costados de la línea y lo que podíamos ver de la trocha. Uno por cada lado buscando a la persona accidentada, (en ese momento a uno se le hace un nudo en la g uata y hay que hacer de tripas corazón), cuando me voy encontrando pedazos de intestinos esparcidos a lo largo de varios metros. 15
Llamé a mi compañero que iba por el otro lado; él pasó hasta donde estaba yo, encaramándose por las conexiones entre dos coches. Ambos, callados e inclinados seg uimos rastreando restos para ubicar al infortunado. Estábamos en eso, cuando una mano en mi hombro me sobresaltó, volteé la cabeza y me encontré con la sonrisa del supuesto atropellado, que con voz traposa y mirada ebria, nos dijo que le ayudáramos a buscar, que por correr se le había caído en la línea, un paquete de chunchules.
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Infancia de Miedo
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la señora Sofía la conocimos en Rodelillo. Llegó el día de más lluvia y casi no aguantaba las ganas de contar su historia. En
cuanto le preguntamos, no dudó un segundo: “Yo tengo una de cuando era chica – dijo- lo que les voy a contar me pasó de verdad y me acuerdo clarito”, y comenzó a contar: “Yo vivía en el campo con mi mamá y mi hermano, criábamos animales y sembrábamos trigo. Cuando ya el trigo estaba bonito antes de la cosecha, para el día de San Francisco, se hacía fiesta, se mataba animales y se bailaba. Todos trabajábamos harto y después todos celebrábamos. Yo no tenía ninguna preocupación hasta los 6 o 7 años cuando todo esto empezó. Mi mamá era una mujer alta, bien trabajadora y muy católica. En ese tiempo que comenzó todo, ella andaba siempre vestida de Lourdes por una manda que había hecho. Llevaba puesto siempre un vestido blanco largo, con una cinta celeste en la cintura. Abajo del vestido llevaba enaguas almidonadas, de esas que se usaban en ese tiempo, eran tan tiesas que cuando pasaba por las ramas de orilla de camino, sonaban con el roce. 18
Ella trabajaba con la lana de oveja. Criábamos ovejas nosotros, ella las esquilaba, lavaba la lana y tejía de todo. Tenía unas señoras conocidas que se llamaban las Romero -ese era su apellido- que le hilaban la lana. Mi mamá me mandaba a dejarles unas bolsas llenas de lana y de vuelta me traía montones de hilo que estaba listo en ovillos. Para llegar a la casa de las Romero tenía que caminar harto: bajar la loma, seguir la huella y después subir al alto. Viniendo de vuelta un día -justo bajando el alto- venía distraía caminando cuando unos metros más adelante, se apareció una persona que empezó a bajar apurada. La vi por la espalda, era una señora alta como mi mamá y vestida igual, pero en lugar de que el vestido fuera blanco, el de la señora era negro y las enaguas no hacían ruido con el roce. A mí me pareció extraño, pero como caminaba igual a mi mamá y se le parecía mucho, pensé que podía ser ella. Yo la empecé a llamar: ¡mamá, Pily, mamá Pily!, le gritaba, pero no me hacía caso. Yo corrí para alcanzarla, pero ella se apuró y así se fue alejando, ligero. Como era en bajada no la alcancé. Se me perdió entre los árboles de la huella, la busqué un rato y no la encontré. Me asusté un poco pero no sabía bien por qué y después de un rato me fui para la casa. En eso, llegando a la casa lo primero que vi, fue que estaban pastando las ovejas y cabras que teníamos. Entre los animalitos había una cabrita que era guachita, le sacábamos leche nosotros. La llamé y la cabra vino 19
corriendo, pero pegó un tremendo balido y cuando me baló, más susto me dio. Cuando entré a la casa, mi mamá estaba ahí tomando mate y tejiendo, sentada frente al brasero. -“¿¡Pero niña por qué te demoraste tanto?!” - me preguntó- yo le conté que la había visto, pero mi mamá me dijo: “si yo no me he movido de aquí, si no he salido pa´ ninguna parte, ¿qué te pasó, qué no estaban las Romero acaso?”, Sí estaban –respondí- “Entonces, ¿por qué te demoraste tanto?” - me dijo- Y yo no aguanté más y me puse a llorar. -“¿Y por qué estás llorando?” -me preguntó- yo no podía hablar al principio, hasta que saqué la voz y le conté todo lo que me había pasado. Mi mamá me miró y me dijo: “te quedaste jugando por ahí y estay inventando historias… soy buena pa´ la mentira tú. Mejor anda pal patio y lávate la cara y te venís a tomar tecito”. Yo salí para afuera hasta el pilón grande donde teníamos agua, me encaramé en un piso, incliné mi cabeza y me comencé a lavar la cara y después metí toda la cabeza al chorro con los ojos cerrados. Se fue juntando agua mientras me lavaba, cuando de repente abrí los ojos y vi reflejada en el agua, al lado de mi cara, el reflejo de la señora de negro. Antes que pudiera reaccionar ella puso su mano abierta en mi nuca y me empujó con fuerza hacía abajo, sumergiéndome hasta el fondo en el pilón. Yo desesperada me afirmaba en los bordes y trataba de liberarme, de respirar, hasta que me soltó. Yo debo de haber gritado muy fuerte, 20
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porque vinieron todos los de la casa y después perdí el sentido. No me acuerdo mucho, tengo imágenes vagas de cuando mi hermano me tomó en brazos, me llevó para la casa y me puso en la cama. Mi mamá, como era de esas señoras católicas, me rezó mucho, se persignaba y me besaba. Yo la sentía como lejos. Cuando reaccioné y se me pasó un poco el susto, vi en la esquina de la pieza como arrinconada, parada y mirándome a la señora de negro. Cuando la vi, desesperada se la mostré a mi mamá para que la viera, pero ella decía que no había nadie ahí, que me quedara tranquila, que dejara de cahüiniar. Yo me paré como pude y aguantando el miedo, me acerqué hasta donde estaba. Estiré la mano y la toqué. Sentí el vestido duro y tieso... pero cuando la toqué desapareció, nadie más que yo la vio…me quedé muy asustada. Entonces mi mamá me llevó donde el cura para qué me santiguara y me echara agua bendita.El susto se me pasó unos días. Hasta que mi mamá me volvió a mandar donde las Romero a buscar un hilo. Yo no quería ir, pero mi mamá me retó y me mandó igual nomás. Como yo no le hacía caso y ella era bien guapa, me dio unos varillazos que me dejaron marcadas las piernas…así llorando tuve que ir nomás. En el camino me encontré con mi hermano,que como me vio mal, me acompañó un rato, después me hice la valiente, tomé un buen palo y seguí sola. Cuando llegué a la casa de las Romero y fui hasta el portón para entrar. Era de esos portones de varas y bien anchos que hacen en el campo para 23
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que puedan entrar las carretas. En la casa había varios perros que me conocían y no me hacían nada. Pero ahora estaban inquietos, se tiraron encima y me ladraban mostrando los colmillos. Yo, mientras los espantaba con el palo, me encaramé en el portón y me puse a llamar a la Anita, (una de las hermanas Romero que siempre salía a encontrarme), pero ese día ella no estaba. La que si estaba era la Rosita, la otra hermana que vivía ahí, pero ella tenía problemas para caminar, por eso se demoró harto en aparecer. Se asomó por la ventana y me hacía señas para que entrara. Yo le grité que no podía, porque los perros estaban como furiosos…“¡no tengas miedo –me gritó- sabes que los perros a ti no te hacer nada!”. En eso yo veo parada a mi lado a la señora de negro. Entonces le grité a la Rosita que por favor me ayudara, que esa señora me quería matar. “Si no hay nadie ahí, bájate no más y pasa -me decía- y yo desesperada, encaramada en el portón, trataba de pegarle a la mujer con el palo. Y cuando me iba a bajar del portón para arrancar, ella me agarró de la ropa, por la cintura y con calzón y todo - bien sujeta- me tiró fuerte para abajo. De ahí no supe más de mí, me desvanecí entera. A mi casa me llevaron las Romero y le contaron a mi mamá lo que me había pasado. Después mi mamá me llevó donde unas personas del pueblo y ahí estuve por tres días… me rezaron y me santiguaron. Yo estaba mal, decían que me iba a morir; pero después de unas semanas 25
me recuperé y no me mandaron más donde las Romero. Pero esa señora de negro igual me siguió por mucho tiempo, incluso en la escuela del pueblo donde me pusieron en al año siguiente. Ahí también se me apareció en un recreo. Cada vez que me aparecía, me volvían a llevar a santiguar, hasta que hice la primera comunión y ahí pasaron varios años en que no la volví a ver. Pasó el tiempo, ya estaba más grande, tendría unos 15 años y me mandaron urgente a llevar unas cosas al pueblo. Yo era buena para el caballo, corría como los diablos, no me demoraba nada en ir y volver al galope, por eso me mandaban a mí. Fui al pueblo, hice las diligencias y cuando vengo de vuelta pasando por un álamo de punta -que era como le decían allá a un cruce de camino que había con tres corridas de álamos-, de repente se taima el caballo. Se paró tieso y no quiso caminar más, lo chicoteaba, le daba golpecitos al anca y nada… ¡vamos, vamos!, le decía y nada. Como que las patas se le habían trancado al animal, el cuerpo estaba tieso y sólo paraba las orejas. Yo me bajé del caballo, lo tiré por las riendas y no hubo caso, el caballo no caminó. En eso estaba, cuando de lejos escuché que se acercaba un tropel, otra gente que venía a caballo. Entre ellos un señor que cuando me vio, desmontó para ayudarme, pero por más que lo tiramos, no lo pudimos mover. “Ya, no se preocupe”, me dijo el caballero, “yo la llevo para su casa” y me subí al anca de su caballo. Cuando avanzamos un poco, yo volteé la 26
cabeza y alcancé a ver, montada en mi caballo, a la señora de negro que me miraba fijamente. Varias horas después volví con mi hermano al lugar y encontramos al animal mansito pastando por ahí. Después de eso me volvió el miedo, ya no quería ni dormir sola. En la noche no me quería despegar de mi mamá y eso fue hasta grande. Cuando me confesaba después de misa y le contaba al padre lo que me pasaba, él me decía: “ya, reza tres ave marías y tres padres nuestro” y ahí me dejaba igual…y yo con ese miedo. Hasta ahora que han pasado más de 70 años, ese sigue siendo el único miedo que he tenido en mi vida. Todavía cuando me acuerdo en la noche, cierro bien la puerta de mi pieza donde estoy sola. A veces dejo una luz encendida y mientras rezo, vuelvo a sentir en mi espalda la transpiración y el escalofrío de esa, mi infancia de miedo.
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El doctor y el ingeniero
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i en algo estábamos todos de acuerdo era en el éxito que tenían los ferroviarios con las mujeres. Siempre querían
impresionarlas, “dicen que en eso nos parecíamos con los portuarios”, soltó uno de ellos mientras añadía antecedentes…”bien vestidos y bien atentos, y dentro de los ferroviarios, el mayor prestigio lo tenían los maquinistas”. Era cotizado ser maquinista y no era fácil, nos dijeron. Siempre estaban lleg ando maquinas nue vas, por lo que nunca se paraba de aprender. Por los años 60 llegó la Sofía Lorens, una locomotora que corría hasta 120 kilómetros por hora y que le decían así por su belleza, su origen Italiano y por las cur vas que tenía la carrocería . Era buena pero muy tiesa -contaban- así que tenían trayecto sin mucha cur va y la conducían sólo maquinistas experimentados. La pusieron en el tramo del Rápido de la Frontera, que iba de Santiago a Temuco
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A varios maquinistas de Valparaíso les tocó ir hasta Santiago para conducir las máquinas recién llegadas, “no sé si por la destreza que teníamos con las máquinas o por el trato gentil que teníamos con las mujeres”, comentaron los antig uos maquinistas sonriendo. Luis Jofré y Manuel Pino, conocidos entre los compañeros por ser muy enamorados, iban normalmente a Santiago a conducir una Sofía Lorens. Viajaban en el coche de primera clase, vestido con los mejores ternos y bien perfumados. Jofré llevaba siempre un maletín de cuero negro como de banquero, y Pino un “doctor bag” café; uno de esos maletines redondeados de doctor. Dentro de los maletines llevaban el equipaje del viaje, que normalmente era ropa interior, una camisa para cambiarse, sándwich y frutas para el viaje y siempre hacían lo mismo. Cuando les tocaba ir juntos a Santiago, se sentaba uno en cada extremo del coche de primera . En un momento del trayecto, cuando el ritmo sincopado, ágil y apresurado del tren mecía los carros, los hombres se paraban de sus asientos y caminaban por el pasillo entre la gente. Se daban una mirada 30
y levantaban los brazos saludándose a viva voz : ¡que g usto ing eniero !, ¡el placer es mío doctor !, y diciendo esto, se daban sendos abrazos, atrayendo con ello las miradas y sonrisas de admiración de todos los pasajeros, pero sobre to d o d e la s s eñ ori ta s , a la s qu e pronto a b orda b an c on conversaciones. Un día, previo a la fiesta de la primavera en Valparaíso, en que venían de vuelta al puerto en un tren colmado de pasajeros, quisieron lucirse como nunca ante tanta mujer bella que venía a los festejos. Entonces, hicieron la rutina acostumbrada, pero se sobreactuaron y en un descuido y en medio del abrazo, golpearon entre si los maletines con tal fuerza, que am b os ma l etin es s e a bri eron, s o ltando p or los a ire s -y en caída libre- manzanas, panes con queso, calcetines y calzoncillos, causando carcajadas de los hombres y risas de las mujeres, como si de un show de circo se tratara. Cuentan que desde entonces “el ingeniero Jofré” y “el doctor Pino”, no volvieron a viajar en primera clase.
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Sucedido porteño 3:
Como en las películas
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enedicto González como buen porteño, era bueno para el agua: “Éramos buenos para nadar y para los piqueros en las torpederas.
Siempre pienso que tuvimos suerte porque era peligrosísimo y nosotros demasiado osados. A veces hacíamos campeonatos de nado de larga distancia, íbamos entrando al mar hasta que no veíamos la playa, ni desde la playa nos veían a nosotros. Cuando había más gente, nos lucíamos; salíamos en las lanchas que iban, en ese tiempo, desde las torpederas al muelle Prat y en mitad del trayecto, cuando estábamos bien lejos, nos tirábamos y de ahí comenzábamos a regresar hasta la playa, compitiendo en velocidad. La gente se ponía de pié, expectante esperando vernos aparecer en la playa. A veces uno se agarraba una corriente y era difícil volver…había que concentrarse y aguantar. Éramos un espectáculo en las torpederas para la gente que iba a pasear y para atraer a las mujeres… con eso y con los piqueros. Competíamos quién se tiraba de mayor altura desde las rocas; uno se lanzaba cuando venía la ola y había que saber caer… igual que en Acapulco, como en las películas”. 32
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Contenido Presentación 4 Agradecimientos 6 Sucedido porteño 1:
Trenes multicolores y gentes como cuncunas 10 Sucedido porteño 2:
Mamá Julia 12 Hacer de tripas corazón 14 Infancia de miedo 18 El doctor y el ingeniero 28 Sucedido porteño 3:
Como en las películas 32