Copyright de los textos: el autor Copyright 2009 de esta edición: Museu Valencià d’Etnologia-Diputació de València Maquetación, diseño de portada y de la colección: Estudio Eusebio López Coordinación técnica: Robert Martínez Canet Tirada: 750 ejemplares Impresión: Imprenta Romeu Depósito Legal: V-256-2010 ISBN: 978-84-7795-542-9
ÍNDICE
4 ÍNDICE Agradecimientos INTRODUCCIÓN 1. La tradición, problema de la modernidad 2. La anomalía festiva de los Poblados Marítimos de Valencia: algunas consideraciones teóricas para abordar una fiesta “tradicional” 3. Metodología y estructura de la investigación
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I. “PECULIARES ENTRAMADOS URBANOS”: EL CABANYAL, EL CANYAMELAR Y EL GRAO 45 1. Vilanova del Grau y Poble Nou de la Mar: proceso de formación 47 2. De arrabales a pueblos y de pueblos a barrios 51 3. Composición demográfica 55 4. Morfología urbana, vecindario e identidad 59 5. Geografía religiosa: las parroquias 65 6. Un espacio semantizado: territorio y lugar 68 7. Transformaciones recientes 71 8. El calendario festivo y los usos del territorio 74 II. “TRONABA EN LAS CALLES DEL CABAÑAL”: APROXIMACIÓN HISTÓRICA A LA SEMANA SANTA MARINERA 81 1. Mitología fundacional 83 2. “Sayones y granaderos”: la Semana Santa de los pescadores (1792-1923) 88 2.1. Castellanos de Losada y la Semana Santa del Grao (1847) 89 97 2.2. Blasco Ibáñez: Flor de Mayo y la Semana Santa del Cabanyal (1895) 2.3. Morales San Martín (1907): Sayones, granaderos y desórdenes rituales 103 3. Modernidad e identidad: hacia una fiesta turística (1924-1931) 108 3.1. Expansión del entramado asociativo 110 3.2. Expansión de la secuencia ritual 118 4. República y Guerra Civil: anticlericalismo, Fallas e iconoclastia (1931-1939) 124 5. La Semana Santa durante el franquismo (1939-1975) 129 5.1. Nacionalcatolicismo y reconstrucción (1939-1944) 129 5.2. Consolidación y cisma (1944-1951) 132
5.3. Reestructuración y clasicismo procesional (1952-1966): la invención de la “Semana Santa Marinera” 5.4. Tardofranquismo: una decadencia no unilineal (1966-1975) 6. Transición religiosa, decadencia y expansión fallera (1976-1983) 7. De fiesta de barrio a patrimonio festivo de la ciudad de Valencia (1983-2006) 7.1. La revitalización de rituales públicos tradicionales y la tercera oleada semansantera 7.2. Apertura y revitalización de la Semana Santa Marinera (1983-1988) 7.3. La fiesta actual 7.3.1. Consolidación de las procesiones en El Grao y aparición de nuevas hermandades 7.3.2. Semana Santa en Valencia III. “UN PUNTO DE CONCORDIA”: EL ENTRAMADO ASOCIATIVO DE LA SEMANA SANTA MARINERA Y LA SOCIABILIDAD COFRADE 1. Asociaciones formales 1.1. Cofradías, hermandades y corporaciones 1.2. Organismos de coordinación 2. Aproximación cuantitativa 2.1. Número de cofrades por asociaciones 2.2. Número de cofrades por parroquias 2.3. Año de fundación de las cofradías 2.4. Mujeres y hombres en las cofradías: una aproximación cuantitativa en términos de género 3. La sociabilidad cofrade 3.1. El acceso a la cofradía: la familia, el vecindario y los amigos 3.2. Permanencia en la hermandad 3.3. La base territorial cofrade: vecinos y pendulares 3.4. El local: sociabilidad e identidad 3.5. El ejercicio de la comensalidad 3.6. La invasión del calendario festivo 3.7. Tipos de vínculo con la cofradía 3.7.1. El género 3.7.2. La edad
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6 3.7.3. Trabajadores y free riders 3.7.4. Amigos desiguales 4. Algunas paradojas de la sociabilidad tradicionalizante IV. “FERVOR, TRADICIÓN Y ARTE”: LA DRAMATIZACIÓN RITUAL DE LA SEMANA SANTA MARINERA 1. Diez días de procesiones 1.1. La nueva expansión del calendario festivo 1.2. De Viernes de Dolor a Domingo de Resurrección: desarrollo argumental 1.2.1. De Viernes de Dolor a Jueves Santo: procesiones e hibridaciones 1.2.2. Viernes Santo 1.2.2.a) Madrugada de “Cristos” en la playa 1.2.2.b) Liturgia y teatro: los Via Crucis 1.2.2.c) “La gran noche del respeto y del fervor”: la procesión del Santo Entierro 1.2.3. El desenlace: Sábado de Gloria y Domingo de Resurrección 2. “Tradiciones que nos singularizan”: entre la mitología y la diferenciación marginal 2.1. “Las casas son las prolongaciones de los templos” 2.2. “Las mejores andas del mundo” 2.3. Corporaciones armadas y personajes bíblicos V. “RELIGIÓ I TRADICIÓ, SIMBIOSI CARACTERÍSTICA D’ESTA FESTA”: EL RITUAL Y LA TRADICIÓN COMO CAMPO DE FUERZAS Y DE SIGNIFICADOS 1. ¿Una doble ortodoxia? 1.1. La ortodoxia eclesiástica 1.2. La ortodoxia festiva 2. La tradición como clave explicativa en el discurso cofrade 2.1. “Lo hemos hecho toda la vida” 2.2. “Les festes del poble” 2.3. La tradición marinera 3. Las religiosidades cofrades 4. Las reglas del campo: ¿ortodoxia eclesiástica u ortopraxis festiva?
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VI. “SIN PERDER LAS RAÍCES DEL BARRIO”: IDENTIDAD(ES) Y TERRITORIO(S) 1. Construcción identitaria y niveles de significación en la Semana Santa Marinera 1.1. Niveles de identidad en el ritual de la Semana Santa Marinera 1.1.1. Identidad grupal 1.1.1.a) Identidad subgrupal 1.1.1.b) Identidad grupal 1.1.2. Identidad comunal 1.1.3. Identidad supracomunal 1.1.3.a) Una supracomunidad de tres barrios 1.1.3.b) Una supracomunidad de una ciudad 1.1.4. Identidad mediática 1.2. Rituales translocales: la Semana Santa Marinera en el universo festivo de la Semana Santa 1.2.1. La Junta Diocesana de Hermandades de Semana Santa 1.2.2. Encuentros estatales 1.2.3. www.portalcofrade.com: devociones en red e identidades virtuales 1.3. Una red polimórfica de procesiones, unas identidades fluctuantes 2. Identidad y territorio 2.1. Los barrios del Marítimo hablan unos de otros 2.2. La cofradía, la parroquia y la Junta Mayor 2.3. El problema de Valencia y el monopolio de la Semana Santa VII. “AL CALOR Y COLORIDO DE NUESTRAS PROCESIONES”: LA LUCHA POR EL RECONOCIMIENTO Y LA VOLUNTAD TURÍSITICA DE LA SEMANA SANTA MARINERA 1. La lucha por el reconocimiento 2. La voluntad turística 2.1. Una voluntad frustrada 2.2. Estrategias de turistización 2.2.1. Potenciación de las especifidades 2.2.2. Adopción de novedades 2.2.3. Estrategias de patrimonialización 3. Unas reflexiones sobre fiesta y turismo
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8 VIII. “FIEL REFLEJO DE NUESTRA SEMANA SANTA”: LA PATRIMONIALIZACIÓN DE LA FIESTA Y EL MUSEO DE LA SEMANA SANTA MARINERA 1. La patrimonialización de la fiesta 2. La Casa-Museo de la Semana Santa Marinera 2.1. Una reivindicación 2.2. Un lugar de política 2.2.1. Un reparto de poderes 2.2.2. Una política cultural 2.2.3. Nuevos activadores patrimoniales 2.3. Un lugar de identidad 2.4. Un lugar de reconocimiento 2.5. El museo y la tradición: el patrimonio como zombi de la modernidad CONCLUSIONES APÉNDICE: FIGURAS FIGURA 1: Situación del Cabanyal-Canyamelar y El Grao en la ciudad de Valencia FIGURA 2: Valencia y los Poblados Marítimos en el siglo XIX FIGURA 3: Delimitación de los barrios con sus iglesias FIGURA 4: Ubicación de los locales de las cofradías (Semana Santa de 2005) FIGURA 5: Belén con penitentes realizado por la Sección Juvenil de la Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador y del Amparo (1992) FIGURA 6: Representación de la Entrada Triunfal de Jesús en Jerusalén, la mañana de Domingo de Ramos (Hermandad del Santísimo Ecce Homo) FIGURA 7: Una Virgen de la Esperanza Macarena, de factura andaluza, desfila por El Cabanyal escoltada por una hermandad de Silla FIGURA 8: El “Encuentro de los Cristos” FIGURA 9: Un grupo de niños de la Hermandad del Santísimo Ecce Homo escenifica el Juicio de Jesús ante Pilatos FIGURA 10: Una Dolorosa viviente a punto de abrazar a su Hijo camino del Calvario FIGURA 11: Interpretación del paso de la Verónica (1) FIGURA 12: Interpretación del paso de la Verónica (2)
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FIGURA 13: Interpretación del paso de la Verónica (3) FIGURA 14: Descendimiento del final del Via Crucis (1950) FIGURA 15: Personaje bíblico representando a Cristo Resucitado durante el Desfile de Resurrección del Domingo de Pascua FIGURA 16: El Cristo del Salvador en un domicilio particular (1993) FIGURA 17: Corporación de Sayones FIGURA 18: Esclava musulmana de la cofradía de Jesús en la Columna FIGURA 19: Samaritana, años veinte FIGURA 20: Personaje bíblico de estética “peplum” FIGURA 21: Personaje bíblico de estética “auténtica” FIGURA 22: Corporación de Granaderos de Nuestra Señora de los Ángeles FIGURA 23: Los presidentes de las hermandades del Canyamelar desfilan juntos durante el Via Crucis de Viernes Santo FIGURA 24: Recorridos procesionales de los actos principales de la Semana Santa Marinera FIGURA 25: La Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador dirigiéndose a la playa la mañana de Viernes Santo BIBLIOGRAFÍA ÍNDICE DE CUADROS CUADRO I.1: Población del Cabanyal-Canyamelar y El Grao (1900 / 2004) CUADRO I.2: Calendario festivo del Cabanyal, El Canyamelar y El Grao CUADRO II.1: Fallas plantadas en los Poblados Marítimos y hermandades-cofradías de Semana Santa activas (1930-2002) CUADRO III.1: Número de cofrades por hermandad o cofradía (1997 / 2005) CUADRO III.2: Porcentaje y variación del número de cofrades por parroquias (1997 / 2005) CUADRO III.3: Año de fundación de las asociaciones actuales CUADRO III.4: Período de fundación de las cofradías y hermandades actuales (2005) CUADRO III.5: Número de hombres y mujeres por cofradía (1997 / 2005) CUADRO III.6: Años de pertenencia de los cofrades a la Hermandad del Santo Sepulcro (2005) CUADRO III.7: Lugar de residencia de los cofrades de la
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10 Corporación de Pretorianos y Penitentes (El Canyamelar) (2005) CUADRO III.8: Lugar de residencia de los cofrades de la Cofradía de Jesús de Medinaceli (El Grao) (2005) CUADRO IV.1: Escenificaciones durante el Via Crucis
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AGRADECIMIENTOS El origen de este libro es la tesis doctoral que, dirigida por el profesor Antonio Ariño Villarroya, fue leída en el Departament de Sociologia i Antropologia Social de la Universitat de València el 21 de febrero de 2007, con el título de Tradición y proceso ritual en la modernidad avanzada: la Semana Santa Marinera de Valencia. El tribunal que la juzgó, compuesto por los doctores Gerhard Steingress, Salvador Rodríguez Becerra, Josep Vicent Boira i Maiques, Gil-Manuel Hernàndez i Martí, y, en calidad de presidenta, Josepa Cucó Giner, tuvo a bien concederle por unanimidad la calificación de sobresaliente cum laude. Es mucho más que una formalidad ritual afirmar que agradezco sinceramente a todos ellos sus críticas y sugerencias. Meses después, una reelaboración del texto (que implicó, entre otras cosas, la supresión de todo un capítulo dedicado a cuestiones metodológicas) fue galardonada el Tercer Premio de Investigación Cultural Marqués de Lozoya, otorgado por el Ministerio de Cultura, siendo ésta la versión que aquí se presenta. Tengo la certeza de que cualquier investigación llevada a buen puerto implica necesariamente a muchas más personas que el investigador que acaba firmando: las deudas, a fuerza de incontables, son por lo tanto impagables. No obstante, hay nombres que deben forzosamente ser reconocidos en público: así, el agradecimiento inicial debe ir, necesariamente, hacia mi director, Antonio Ariño, auténtico maestro cuyas enseñanzas nunca acaban, y cuya paciencia y confianza he tensado hasta extremos arriesgadamente abusivos. También sería injusto olvidar que mi iniciador en el estudio de la fiesta fue Gil-Manuel Hernàndez, quien domina el difícil arte de ser a la vez serio científico e
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12 incondicional festero, además de excelente amigo. Un seminario de Josepa Cucó sobre “Perspectivas antropológicas de la amistad” fue el inicio de mi trabajo de campo en la Semana Santa Marinera, cuando aún era demasiado temprano para plantearse una tesis; sin su estímulo inicial otro hubiera sido pues mi tema de investigación. En lo que hace al proceso de realización de ésta, prolijo sería intentar recordar a todos y todas con quienes estoy endeudado (además, traicionaría el anonimato prometido en muchas entrevistas), pero como mínimo debe rendirse reconocimiento explícito al entusiasmo de José Ángel Crespo, al interés de Toni Carles, el ejemplo festero de Pascual Ribera y a la sabiduría de Pep Martorell. También quiero agradecer la cálida acogida de dos hermandades: la del Santísimo Cristo de los Afligidos del Canyamelar, y la del Santísimo Ecce Homo del Cabanyal, agradecimiento que debe hacerse extensivo a la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, siempre presta a colaborar con el inoportuno investigador. La tesis, sencillamente, no hubiera sido acabada sin el apoyo de Paz Villar y Elena Gadea, que estuvieron conmigo en los momentos más difíciles. Pero aquí, quien más ha sufrido ha sido la familia: dedico pues este trabajo a Nuria, mi hermana, a mis padres Florentino y Consuelo y, de la manera más especial, a Luisa, por tanta ilusión y tanta felicidad.
INTRODUCCIÓN
14 1. La tradición, problema de la modernidad A diferencia de las posturas mantenidas mayoritariamente hasta hace poco más de un par de décadas, hoy sería difícil, para cualquier científico social, afirmar que la acción ritual es una práctica en declive en las globalizadas sociedades de la modernidad avanzada. El propio Habermas, tan poco dado a reflexionar sobre trivialidades, lo ha reconocido recientemente: “las formas de representación simbólica y de expresión ritual aparecen también en las sociedades modernas, y no sólo en forma residual” (2004: 87). A decir verdad, debería llegarse mucho más lejos de lo que parece proponer la tímida concesión habermasiana pues, en realidad, y como ha demostrado con contundencia Martine Segalen, “el concepto de rito ha abandonado las sociedades primitivas y exóticas, para convertirse en elemento de análisis contemporáneo” (2005: 10). Lejos, pues, de haberse consumado los vaticinios que auguraban la incompatibilidad entre ritual y modernidad, asistimos, traspasado el umbral del siglo XXI, a una proliferación de acciones rituales de muy diversa tipología, que abarca desde lo político (Rivière, 1988), hasta lo deportivo (Augé, 1982), pasando por lo más estrictamente cultural (Sutton, 1996) o lo festivo y religioso (Boissevain, ed., 1992). El fenómeno, evidentemente, no se ciñe a las grandes manifestaciones públicas: basta comparar el reciente libro de Flores Arroyuelo (2006) con el dedicado al tema por Glasser y Strauss (1995) para comprobar cómo los viejos ritos de paso, sobre los que Van Gennep construyera su influyente teoría, han ido transformado su morfología, pero sin por ello ceder importancia como marcadores del ciclo vital. Podríamos, finalmente, hablar de esa continua ritualización de actos de la vida
1 Por “historia de bronce” este autor entiende el proceso mediante el cual “el ritual se ha convertido en una suerte de Aleph antropológico: punto de la cultura que contiene todos los puntos culturales” (Díaz Cruz, 1998: 21).
cotidiana de los que con reconocida maestría nos hablara Goffman (1971), en una línea desarrollada y ampliada sistemáticamente por Claude Rivière (1995), quien, desde perspectivas innovadoras, ha vuelto a reconciliar la acción ritual con el ámbito de lo sagrado. No entra dentro de los objetivos de esta investigación discutir la pertinencia de utilizar el término “ritual” para caracterizar cualquier comportamiento rutinizado de la vida cotidiana: baste aceptar, con Segalen, que “el registro ritual no se puede extender hasta el infinito, pero es universal en la medida en que toda sociedad tiene una gran necesidad de simbolización” (2005: 10). En todo caso, cabe destacar que, utilizando la dicotomía sociológica clásica, sean observadas tanto desde perspectivas macro como micro, las sociedades modernas necesitan del ritual en no menor medida que las llamadas tradicionales, tanto para marcar la diversidad interna que generan, como la universalidad a la que aspiran (Velasco, 1996). El criterio de demarcación que, según Díaz Cruz (1998), había establecido la “historia de bronce” del ritual entre las sociedades tradicionales y las modernas, parece pues haberse resquebrajado. Pero si bien parece haberse establecido un cierto consenso acerca del estatus –o, al menos, de la innegable importancia- del ritual en la sociedad global de la modernidad avanzada, menor acuerdo encontramos en otro término estrechamente vinculado a éste, como es la tradición. Cabría quizás recordar, antes de seguir avanzando, que ritual y tradición suelen aparecer como categorías íntimamente imbricadas: la vieja definición de Mauss del rito como “acción tradicional eficaz” (1970: 139) es la más célebre síntesis de una corriente que se remonta, como mínimo, a
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16 Durkheim –quien, recordémoslo, vinculaba la eficacia del rito a la de la propia tradición-, pero cuyos ecos continúan resonando en autores contemporáneos: “Los ritos son acciones tradicionalmente pautadas que pueden ser de tipo demostrativo o transformativo (…). Incluso cuando no tomamos a la tradición por guía, guiándonos sólo por nuestros sentimientos, estos sentimientos, en la medida en que está dirigidos a los dioses, se fundan siempre en la tradición” (Schwimmer, 1982: 73).
Aunque encontremos, pues, significativas excepciones en obras de envergadura (cf. Rappaport, 1999), la tradición parece constituirse, pues, como la piedra de toque desde la que entender el ritual: éste “tiene la tradición como matriz”, ha afirmado Briones Gómez (1999: 318), mientras que Honorio Velasco (2005) ha insistido recientemente en el carácter “tradicionalizador” del ritual. Para profundizar en el estudio de éste se hace necesario, pues, intentar determinar en qué consiste aquélla. Al respecto, resulta interesante recordar que, en 1938, Arthur M. Hocart publica un corto artículo de título sumamente expresivo: “Bajo el yugo de la tradición”. Lejos de referirse, como en un principio pudiera pensarse, a exóticas sociedades coloniales, Hocart dirige su mirada hacia el mismísimo continente europeo, lanzando aserciones sumamente provocadoras, como la que afirma que “Europa está tan sujeta a la tradición hoy como en otros tiempos”. El hombre, nos dice este autor, “es un animal de tradiciones, y debe siempre retrotraerse a la tradición para encontrar sus medios de expresión” (1985: 164). Tal postura resulta consecuente con la que mantendrá un año después, cuando, en un
2 “… decir que se observa el rito porque procede de los ancestros, es como reconocer que su autoridad se identifica con la de la tradición, objeto social por excelencia” (Durkheim, 1993: 585).
artículo dedicado al ritual, afirme sin titubeos que “de nuestros predecesores recibimos, íntegro y sellado, lo fundamental de nuestras convicciones” (1985: 74). Pese a su nacionalidad inglesa, no es extraño, pues, que sea en Francia donde la obra de Hocart encuentre una mayor acogida (Galey / Vidal, 2005: 352): para Mauss, la tradición consiste en la ligazón diacrónica de los hechos sociales; es decir, es precisamente el carácter tradicional de éstos el que pone los límites a lo arbitrario (Tarot, 1999: 655-657). No podemos, sin embargo, afirmar que, tanto en antropología como en sociología, posturas como la de Hocart gocen de un reconocimiento pleno. Aunque no faltan entre los antropólogos quienes no dudan en afirmar que “toda cultura es tradicional” (Pouillon, 2005: 70), ni quien escriba que “la tradición, a través de la cual se transmite la cultura, nos impregna tanto el cuerpo como el alma, desde la infancia y de manera indeleble” (Warnier, 2002: 15), no podemos olvidar posturas como la de Cuisenier, quien postula la necesaria sustitución del concepto de la ya muerta “tradición popular” por el de “práctica social ordinaria” (1995: 116-120). En cuanto al gremio de los sociólogos, no podemos olvidar contribuciones tan fundamentales como la de Shils (1975), quien hace de la tradición un requisito transtemporal, marcadamente consensuado e ineludible en toda sociedad, adoptando una postura coincidente con la que años después mantendrán autores como Bellah, quien piensa que la tradición es una “dimensión inherente a toda acción humana”, algo que “nunca se puede abandonar del todo” (Bellah et. al., 1989: 396). Posturas que chocan frontalmente con las mantenidas por teóricos recientes de la relevancia de Beck (1998) o Giddens (1997), quienes han hablado del proceso
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18 de “destradicionalización” como uno de los elementos característicos de las sociedades de la modernidad reflexiva, entrando así, a su vez, en polémica con autores como John B. Thompson (1996), quien defiende el “rearraigo” de la tradición, convenientemente metamorfoseada, en dichas sociedades. En medio de todo ello, no debemos olvidar la célebre fórmula de la “invención de la tradición”, lanzada exitosamente en los años ochenta por el grupo de historiadores liderados por Hobsbawm y Ranger (1988); finalmente, hay que advertir que tampoco faltan las posturas eclécticas -algunas anticipándose varios años al debate actualcomo la que afirma que, en realidad “la tradición cambia modernizándose y la modernidad cambia ‘tradicionalizándose’” (Werblobsky, 1981: 36). Y todavía podríamos complicar las perspectivas sobre el tema, si, inspirándonos en Redfield, continuáramos distinguiendo entre “gran tradición” y “pequeña tradición” (1956: 41-42), o si recordáramos, con Raymond Williams, el carácter necesariamente selectivo que la continuidad con toda tradición cultural implica (2003: 51-77). Aunque las deficiencias del concepto de “tradición” empleado por varios de estos autores han sido puestas de relieve en otros trabajos (Ariño, 1999; 2002b), no deja de ser evidente que la tradición, o las formas de relacionarse con la misma, no deja de jugar un papel de cierta relevancia en nuestras vidas. En palabras de Piercarlo Grimaldi: “Che le tradizioni, le neotradizioni e i processi di risemantizzazione, di rifunzionaliazione e d’invenzione che ne connotano il loro trascorrere contemporáneo, soprattutto nella societè complessa della modernità avanzata o della postmodernità, siano un fenómeno rilevante tale da
3 Un debate en profundidad acerca de estas cuestiones puede verse en el libro colectivo coordinado por Heelas / Lash / Morris (1996).
caratterizzare e condizionare l’individuo contemporaneo è cosa ampiamente risaputa” (2000: IX).
4 Ver al respecto la reciente compilación de trabajos realizada por Ortiz García (ed.) (2004), la mayor parte de los cuales han sido realizados desde perspectivas antropológicas.
Determinar el grado de tal relevancia, explicitar la magnitud de estos procesos de resemantización y refuncionalización, profundizar, en definitiva, en el estatus de la tradición y en sus condiciones de posibilidad en las digitalizadas sociedades de la información aparece, pues, como una de las tareas pendientes en la agenda de las ciencias sociales del siglo XXI. Urgen pues monografías que aborden el tema desde perspectivas claramente focalizadas, aportando ese material empírico sin el cual sería vana cualquier pretensión teórica. Por lo que a esta investigación respecta, la pregunta inicial que la ha guiado podía plantearse de la siguiente forma: si en las sociedades de la modernidad avanzada la acción ritual ha demostrado seguir manteniendo su eficacia, ¿qué sucede con la acción tradicional? Antes de seguir avanzando, se debe destacar que la mayoría de enfoques hasta el momento mencionados presentan un rasgo en común, y es que utilizan el término “tradición” como algo dado por supuesto, sin definir previamente qué entienden por ésta, y sin entrar a analizar la naturaleza de la misma. Es por esto que, cuando se ha intentado poner orden en la bibliografía existente sobre el tema, se ha puesto de relieve, en primer lugar, la extraordinaria polivalencia que el término conlleva, que lo convierte en susceptible de abarcar múltiples significados: “Tradición puede ser sinónimo de costumbre o hábito arraigado, de perteneciente al pasado, de sociedad premoderna, de corriente o tendencia intelectual, de práctica
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20 obsoleta y antigua, de producto auténtico, de tesoro arcano… No sólo se maneja como herramienta descriptiva o normativa, según los casos, sino que además tiene la extraña virtualidad de ser normativamente antinómica” (Ariño, 1999: 169).
Parece pues conveniente recomenzar definiendo qué es lo que se va a entender aquí por tradición. No se trata con ello de intentar resolver problemas tal vez irresolubles: la polisemia léxica es un mal endémico en las ciencias sociales. Con todo, y teniendo en cuenta el papel crucial que el concepto de tradición (y su derivado, “tradicionalismo”), ha jugado en la autocomprensión de la modernidad, no parece descabellado comenzar distinguiendo entre la función de la tradición en sociedades tradicionales y en sociedades modernas. Quizás no esté de más recurrir a Weber como punto de partida. Ríos de tinta se han vertido acerca de su tipo ideal de “dominación tradicional”, en contraposición a otras formas modernas de dominación; también se ha insistido en el “tradicionalismo” como el principal adversario de la ética del capitalismo y, de manera más general, como categoría central del pensamiento weberiano (Parsons, 1968, II). También resulta harto sabido que la “acción tradicional” es uno de los cuatro tipos de acción social establecidos por Weber, y que su determinación por una costumbre arraigada sería una de sus características definitorias, que la ubica frecuentemente más allá de la acción con pleno sentido (Weber, 2002: 20). Sin embargo, menos tiempo y espacio se ha dedicado a la conceptualización weberiana de la naturaleza de la tradición, pese a que ésta aflora en diversos pasajes de Economía y Sociedad. Recordemos uno de los más explícitos:
“Las reglas convencionales representan normalmente la manera como se convierten puras y efectivas regularidades del actuar, meras ‘costumbres’, por lo tanto, en ‘normas obligatorias’, garantizadas casi siempre por la coacción psíquica: formación de la tradición. (…) Tan pronto como la convención se ha apoderado de las regularidades del actuar, que, por lo tanto, se ha convertido en un ‘actuar de masa’, en un ‘actuar consensual’(…) podemos hablar de ‘tradición” (Weber, 2002: 264).
5 Un ejemplo notable nos lo proporciona Foster, en su estudio sobre Las culturas tradicionales y los cambios técnicos, publicado por primera vez en 1962, pero podrían multiplicarse los ejemplos.
Este “actuar consensual” se encontraría difundido, espacial y temporalmente, por todas las sociedades premodernas. Ecos de esta visión resuenan por doquier, tanto entre antropólogos como entre sociólogos, durante buena parte del siglo XX, y se convierten en el motor de múltiples estudios sobre la modernización de las sociedades tradicionales, realizados desde ambas disciplinas durante los años sesenta y setenta. En consonancia con esta noción de tradición se construye la idea de la “sociedad tradicional”. Una escueta definición de la misma nos la ha proporcionado recientemente Andrew Gamble: “Una sociedad tradicional es aquella en la que la actividad presente está estrechamente circunscrita por costumbres heredadas de generaciones precedentes, cuyo origen, e incluso lógica, son desconocidos. La fidelidad a las costumbres en una sociedad tradicional es tan importante porque éstas son el medio por el que se establece y afirma la identidad” (Gamble, 2003: 80).
Mucho antes de Gamble, se nos había advertido que este tipo de sociedades se caracterizaría por su estado de conformidad: “a través de la historia, la gente
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22 de las sociedades tradicionales ha aceptado estas condiciones porque no conoce otra cosa” (Foster, 1988: 11). Y es que “en la mayoría de las sociedades tradicionales las masas tienen pocas opciones, si es que las tienen” (1988: 11). Es por esto que la tradición actúa como una barrera cultural al cambio (Foster, 1988: 100-102). Más recientemente, el ya citado Giddens (1997) ha establecido una distinción nítida entre el suelo de posibilidad de la tradición antes y después de la modernidad, para concluir que cuatro serían sus características básicas en el primer tipo de sociedades: es un mecanismo de organización de la memoria colectiva, tiene un carácter vinculante, está custodiada por guardines y, finalmente, implica el ritual. La tradición supone, pues, un medio de identificar los vínculos que unen pasado y presente, con lo que se relaciona con el control del tiempo. Representa no sólo lo que en sociedad se hace, sino también lo que debería hacerse, ofreciendo a los que se adhieren a ella un alto grado de seguridad ontológica. Su “noción formular de verdad” viene garantizada por la existencia de guardianes, de quienes “se cree que son los agentes o mediadores esenciales de sus poderes causales” (Giddens, 1997: 86). Por fin, señala este autor, “podemos postular que el ritual es básico a efectos para los marcos sociales que dan integridad a las tradiciones; el ritual es una forma práctica de garantizar la preservación” (1997: 85). Llegados a este punto, el diagnóstico es inequívoco: “la modernidad destruye la tradición”, afirma con contundencia Giddens (1997: 118). Este proceso se radicaliza en la segunda fase de la modernidad, definida por una lógica globalizadora, individualizadora y crecientemente racionalizadora: la modernidad
reflexiva vendría pues caracterizada por la ya aludida “destradicionalización” de la sociedad (Giddens, 1997; Beck, 1998). Roto el equilibrio entre tradición y modernidad, los viejos guardianes de la tradición son sustituidos por sistemas expertos de conocimiento. En tales condiciones, es lógico que cualquier gran tradición de pensamiento pierda ese carácter de autoridad que caracterizaba al conocimiento custodiado por guardianes: sometida a procesos de interrogación rutinaria, la legitimación tradicional carece de cualquier privilegio autoritativo que pudiera esgrimir en el pasado. La destradicionalización sistemática del mundo de la vida es también consecuencia de la globalización, ya que la conexión orgánica con el lugar de la que dependía la tradición se ve excavada por los sistemas abstractos, descentrados y deslocalizados: es por esto que “la sociedad postradicional es la primera sociedad global” (Giddens, 1997: 124). La pluralidad de valores es, pues, una de las principales -si no la principal- características de las sociedades no tradicionales. Esto implica, para el individuo, la posibilidad de elegir constantemente: “Una sociedad no tradicional (...) celebra la posibilidad de elegir y la eleva a la categoría de un principio que todo lo abarca. Busca reducir la tradición a un mínimo, otorgando poder a los individuos, haciéndolos autosuficientes y dueños de su propio destino. En la medida en que se opone a la tradición, una sociedad no tradicional está en contra del tipo de destino que una sociedad tradicional dicta para la mayoría de sus miembros” (Gamble, 2003: 86).
Zygmunt Bauman lleva esta postura más lejos, pues tal posibilidad de elección permanente es considerada
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24 como la condición de posibilidad de la propia tradición (Bauman, 2001: 141). Además, cabe apuntar que Bauman no coincide con la opinión anterior en esa reducción de la tradición “a un mínimo”: “La idea de ‘sociedad postradicional’ no implica que la tradición haya pasado de moda, sino que existe un exceso de tradiciones: el exceso de lecturas del pasado compitiendo por ser aceptadas, la ausencia de una lectura única de la historia capaz de inspirar una confianza mundial o generalizada” (Bauman, 2001: 142).
Tal exceso es causa también de la aparente paradoja señalada en otro lugar: que “las sociedades modernas están más cargadas de tradición que ninguna otra sociedad ‘tradicional’”, de manera que “cuanto más moderna es una sociedad mayor es la tradición que es capaz de transmitir y más información cultural posee” (Francisco, 1997: 81-82). Paradoja, que, como convenientemente se nos advierte, se desvanece con sólo realizar la pertinente distinción entre “acervo cultural” y “cultura compartida” (Francisco, 1997: 82). La tradición deviene, así, en parte del acervo cultural de las sociedades de la modernidad avanzada, aumentando la complejidad cultural de las mismas, y en competencia con otros múltiples productos culturales, que gozan de la misma o mayor legitimidad. Se produciría así una situación paradójica, expresada con dolorosa lucidez por Agamben en su caracterización de El hombre sin contenido: “La ruptura de la tradición, que hoy, para nosotros, es un hecho consumado, abre una época en la que entre lo viejo y lo nuevo ya no hay ningún vínculo posible más que la
infinita acumulación de lo viejo en una especie de archivo monstruoso o el extrañamiento provocado por el mismo medio que debería servir para su transmisión” (Agamben, 2005: 174).
No se trata, por tanto, de que las sociedades de la modernidad avanzada sean sociedades sin tradición, sino que éstas han acotado un espacio de legitimidad limitado para las diversas formas de la misma (Cruces Villalobos, 1997: 52). Su estatus se ha visto, pues, radicalmente alterado; sin embargo, y bajo diversas formas, la defensa de la misma se ha convertido en una práctica frecuente y en ascenso (Ariño, 1999). En una sociedad destradicionalizada, la tradición es, pues, susceptible de mantenerse, mediante una irrenunciable legitimación discursiva, dentro de un universo plural competitivo. Lo expuesto hasta el momento permite destacar algunas carencias evidentes de planteamientos como el de Giddens. Ahora bien, aquí nos interesan especialmente dos: en primer lugar, a éste se le escapa el hecho de que, en sociedades tradicionales, la tradición remite a la revelación (Goestel, 1997); en segundo, si, como se señaló anteriormente, ritual y tradición se encontraban indisolublemente ligados en las sociedades tradicionales, cabría preguntase de nuevo qué ha sucedido con el estatus del ritual en las sociedades globales. La respuesta de Giddens resulta sorprendente: si bien la modernidad no ha supuesto la desaparición del ritual colectivo, la modernidad avanzada hace conveniente distinguir -siguiendo a Gluckman- entre “ritualismo” y “ritualización de las relaciones sociales”, de manera que el primero se vincularía a la verdad formular, mientras
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26 que la segunda quedaría para describir las relaciones sociales estandarizadas. Giddens se ve pues obligado a realizar una auténtica pirueta para no acabar concluyendo en una desritualización a la que, contra toda evidencia empírica, su postura parece condenarle: “el ritualismo, y por consiguiente, la tradición, siguen existiendo siempre que la verdad formulaica constituya una forma de construir interpretaciones del tiempo pasado” (Giddens, 1997: 132). El propio hecho de que Giddens no desarrolle más el tema resulta indicativo de la manera en que la acción ritual ha sido afrontada desde la sociología. No sólo porque, a diferencia la antropología, aquélla no haya hecho del mismo uno de sus objetos de estudio fundamentales (Ariño, 1996a: 154), sino porque, en ocasiones, al hablar de “ritual” en cada una de las respectivas disciplinas, se acepta como un hecho consumado el no referirse al mismo tipo de fenómenos (Abercrombie / Hill / Turner, 1986: 207). Acerca de la evolución experimentada por las teorías acerca del ritual contamos con espléndidas monografías, por lo que no resulta necesario volver aquí sobre el tema. Sí que parece claro que, se adopte o no algún tipo de vinculación entre el ritual y lo sagrado como elemento irrenunciable en la definición de aquél –y aquí se entiende que resulta conveniente hacerlo-, el ritualismo persiste y prolifera, como se ha avanzado con anterioridad, y lo hace –se sostendrá aquí- inequívocamente desvinculado de esa verdad formular a la que lo vincula Giddens: la proliferación de rituales públicos, como los apuntados anteriormente, evidencian la falta de apoyo empírico de la propuesta del sociólogo inglés. Y valga apuntar al respecto que la propia creciente pluralidad simbólica ligada a las
6 Desritualización que, irónicamente, sí postula uno de los defensores del rearraigo de la tradición en la modernidad avanzada: J.B. Thompson, quien habla explícitamente de “desritualización de la tradición” (1998: 256).
7 Ver al respecto Cazeneuve (1971); Scarduelli (1988); Maisonneuve (1991); Díaz Cruz (1998). Más sintéticos son los planteamientos de Piette (1992) y Ariño (1998b).
8 Mucho se ha avanzado desde los planteamientos pioneros de Caro Baroja, con su célebre trilogía (1979; 1984; 2006), que venía precedida de pequeños estudios anteriores, recopilados posteriormente en forma de libros (1968; 1989). La antropología universitaria comenzó a ocuparse del fenómeno festivo a finales de los años setenta y principios de los ochenta, resultando fundamentales planteamientos como los de Rodríguez Becerra (1978; 1980; 1985), o Roma (1980), que contribuyeron a fundamentar el estallido posterior de estudios que se plasma en libros emblemáticos, como la recopilación de Honorio Velasco (1982); o la de Córdoba y Étienvre (1990), así como en estudios como el de Prat / Contreras (1984), o Ariño (1988), por citar sólo algunos casos relevantes dentro del estado español. La sociología tardó más en incorporase a esta empresa, haciéndolo de la mano de autores como Homobono (1990) y de libros de marcado carácter teórico como el de Gil Calvo (1991). Un planteamiento sintético sobre el tema puede verse en Roma (1996), y más recientemente en Homobono (2004; 2006). Compilaciones recientes son las de Martínez-Burgos García / Rodríguez González (2004), Jimeno Aranguren / Homobono (2004). 9 Ver, aparte del ya citado Boissevain, Grimes (1981); García García et. al. (1991); Ariño (1992a); Centelles Royo (1998); Irazuzta (2001); Jimeno Salvatierra (2002).
emergentes políticas de identidad, tan magistralmente analizadas por él mismo (Giddens, 1994), deberían haberle prevenido al respecto. Resulta curioso comprobar cómo, sin abandonar su obsesión por la acción comunicativa, Habermas ha acabado viendo el problema con mayor claridad que Giddens: “Cuando en la comunicación se diluyen los contenidos normativos de los mitos y los ritos, de las formas de expresión simbólica y de las prácticas simbólicas, esto representa sin duda una transformación de los fundamentos de la validez de la ‘acción obligatoria sin objetivo’, pero no su disolución” (Habermas, 2004: 87).
Y es que, al igual que sucedía con la tradición en general, también “las formas de rememoración colectiva tradicionales, iniciadas por las autoridades y practicadas por el pueblo, se han visto arrastradas por el torbellino de la reflexión” (Habermas, 2004: 69). El objeto de este trabajo es, pues, profundizar en esas “formas de rememoración colectiva tradicionales” olvidadas por Habermas, que son las fiestas públicas de carácter explícitamente religioso y tradicional. Aunque la bibliografía sobre el fenómeno festivo es cada vez más abundante, ha sido más frecuente abordarlo desde la perspectiva teórica del estudio del ritual que desde el suelo de posibilidad de la tradición. No se trata con ello, ni mucho menos, de abandonar el estudio de la fiesta desde la perspectiva del ritual: aunque ambos conceptos no puedan ser asimilados sin más, no es menos cierto que éste se ha revelado como la categoría analítica clave para la comprensión del fenómeno festivo. Pero no deja de ser menos cierto que, en numerosos estudios sobre éste, la tradición aparece
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28 como una categoría dada por supuesta, sin cuestionar el o los significados que se esconden tras la misma. Pero si, dentro del binomio ritual-tradición, la fiesta aparece como una herramienta hermenéutica clave, parece necesario, aunque de manera sucinta, intentar definir cada uno de estos términos. Ya se ha señalado la polisemia del término “tradición”, y se ha esbozado la problemática que tal concepto plantea a las ciencias sociales. En cuanto al “ritual”, tampoco es fácil encerrarlo en definiciones, pues todas las que se han intentado han terminado por mostrar tantas fisuras que no ha faltado quien ha terminado por proponer el abandono de su uso (Goody, 1977). No obstante, sí podemos aceptar, con todas las reservas que se quiera, propuestas de definición de innegable operatividad, como la realizada por Maisonneuve, para quien “el ritual es un sistema codificado de prácticas, con ciertas condiciones de lugar y de tiempo, poseedor de un sentido vivido y un valor simbólico para sus actores y testigos, que implica la colaboración del cuerpo y una cierta relación con lo sagrado” (1991: 18, cursiva del autor). Aunque la definición, como se ha avanzado, presenta algunos problemas (por ejemplo, y como se verá en su momento, la colaboración del cuerpo puede realizarse hoy de manera virtual), sí es interesante señalar, por lo que aquí respecta, esa vinculación más o menos vaga que Maisonneuve establece entre el ritual y lo sagrado. Habría que añadir que tal sacralidad puede ser también intramundana (algo que se intentará demostrar en este trabajo), que sirve para organizar el tiempo social, que es socialmente eficaz y que crea una relación dialéctica con el tiempo ordinario, adoptando así un carácter procesual y performativo.
En cuanto a esa modalidad de la acción ritual que es la fiesta, ésta se configura como un campo de significación y de fuerzas, una “encrucijada peculiar en la que se encuentran, compiten y negocian las distintas opciones culturales que subyacen en el seno de una colectividad dada” (Ariño, 1992a: 15). Este carácter de campo de fuerzas y significados acentúa el carácter procesual del ritual, al tiempo que confiere una problematicidad específica a la tradición que se despliega en el seno del mismo, pues insinúa que la misma práctica puede ser interpretada desde perspectivas en ocasiones antagónicas, según la posición de los agentes en el espacio social. Esbozada la problemática teórica en la que se pretende avanzar con este estudio, se parte aquí de una doble hipótesis: en primer lugar, se sostendrá que el proceso de secularización marca un punto de inflexión en las maneras de relacionarse con la tradición. Si antes de éste venía dada, en la modernidad avanzada la tradición sólo podrá ser performativa: se reconstruye, dentro del repertorio cultural disponible, en el uso que de la misma ejecutan los agentes. Adaptando la terminología propuesta por Sousa Santos, pretendo demostrar, a través del análisis del ritual festivo, que la tradición ha dejado de ser una “raíz”, para constituirse en una “opción” (Santos, 2005: 115-128). Esto supone, entre otras cosas, una oposición a las posturas que insisten exclusivamente en la necesidad de estudiar los mecanismos de transmisión de la tradición (Costa, 2003; 2006), incluso de la tradición religiosa (Prandi, 1983; Barrera Rivera, 1998), y, de manera especial, una hipótesis de partida que niega la postura del fundamental libro de Hervieu-Léger, para quien la tradición, en tanto que confiere trascendencia al pasado, “solo se nutre de sí misma” (2005: 145).
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30 En segundo lugar, se pretende demostrar que, en condiciones de modernidad avanzada, el uso que se haga de la tradición es susceptible hacer de ésta una aliada del proceso de secularización. Frente a lo que cree Giddens, tradición y ritual pueden sobrevivir estrechamente vinculados entre sí, a la vez que progresivamente alejados de su “verdad formulaica”. Esto no significa, ni mucho menos, el final de su capacidad para producir carisma y trascendencia, pero, en tanto que aliada de la modernidad, la tradición puede producir nuevas experiencias religiosas, sin dejar de construir la ilusión de crear continuidad con el pasado, contribuyendo así a tejer ese “hilo de memoria” que, según Hervieu-Léger (2005), es constitutivo de la religión. Para intentar demostrar estas hipótesis, he escogido como objeto de estudio el caso de un ritual de carácter marcadamente “tradicional”: la Semana Santa Marinera de Valencia. Pasemos pues a presentar brevemente a la misma, y a plantear la manera concreta en que tal ritual es susceptible de insertase en la problemática teórica hasta aquí esbozada. 2. La anomalía festiva de los Poblados Marítimos de Valencia: algunas consideraciones teóricas para abordar una fiesta “tradicional” Posiblemente, sorprenda saber que, en los barrios marítimos de la ciudad de Valencia, cuando la gente se refiere sin más a “la festa” –pues en ellos se habla mayoritariamente valenciano-, nadie piensa en las Fallas. Y no es porque en ellos no se plante este tipo de monumentos, sino porque, es precisamente con los fuegos de San José recién apagados, cuando dichos barrios inician su fiesta grande: la Semana Santa Marinera. Hay que comenzar aclarando que cuando se
10 Cualquier pretensión de exhaustividad sería aquí vana. La última puesta a punto del tema es el monográfico dedicado hace años por Demófilo: ver Gómez Lara / Rodríguez Mateos (coords.) (1997). Un clásico es ya el reeditado libro de Moreno Navarro (1999); ver también Briones Gómez (1999); Rodríguez Mateos (1997), además de muchos otros trabajos que serán citados a lo largo del presente estudio.
11 Sin pretensiones de exhautividad, ver Ariño (1992a); Hernàndez i Martí (1996); Spizzichino (2004); Costa (2003; 2006).
habla de “fiesta grande” no se exagera: un indicador de la importancia de este ritual nos lo proporciona el hecho de que, en el año 2001, había censados en estos barrios un total de 2.898 falleros, por 2.990 penitentes (García Pilán, 2002). Se trata, pues, de un capital humano que dista mucho del que pueda movilizar cualquier otra fiesta de los numerosos barrios que componen la ciudad, y cuya eficacia simbólica es, en este reducido territorio, equiparable al menos al de las Fallas, esa “fiesta unánime” que, como se ha puesto de relieve de manera inapelable, dramatiza la “liturgia civil del valencianismo temperamental” (Ariño, 1992a). Se trata, en definitiva, de una anomalía festiva que reclama, con su mera existencia, la mirada del científico social. Mirada que, por otra parte, no se ha llevado a término hasta el momento, pues se trata de un ritual festivo del que carecemos de estudios realizados desde perspectivas antropológicas o sociológicas. Tal carencia resulta, en buena medida, lógica: a diferencia de las espectaculares semanas santas andaluzas, de las que la antropología ha dado rendida cuenta, en la ciudad de Valencia, la Semana Santa siempre se verá eclipsada por la omnipresencia de las Fallas como fiesta grande. Ello ha provocado que la sociología y la etnografía urbanas del ritual festivo hayan sido acaparadas de manera exclusiva por dicha fiesta, acerca de la que contamos con una bibliografía ya abundante. Así, junto a los planteamientos teóricos esbozados anteriormente, un objetivo complementario de la presente tesis es aumentar la etnografía del ritual urbano de la ciudad de Valencia. Pese a la mencionada ausencia de estudios que aborden de manera científica la Semana Santa Marinera, parece evidente que ésta es susceptible de plantear, cuando
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32 menos, algunos interrogantes. En primer lugar, la misma existencia de la fiesta: aparentemente, resulta paradójico que una celebración que hunde sus raíces en una sociedad preindustrial, que respondía a unas condiciones religiosas, económicas y sociales hace mucho tiempo superadas, haya podido permanecer en condiciones tan distintas a las que la vieron nacer. Es evidente que esta misma pregunta puede hacerse para intentar explicar otras semanas santas (cf. Zamora Acosta, 1997: 141), así como otro tipo de rituales religiosos, pero nuestro caso plantea un problema añadido, pues como se verá con mayor detalle en el capítulo II, la historia de la Semana Santa Marinera se cruzó con la de las Fallas, y lo más esperable hubiera sido que hubiese acabado engullida por éstas. Enlazando con la problemática esbozada anteriormente acerca del estatus de la tradición, podríamos, pues, comenzar considerando este ritual como un “nicho de tradición local”, con la connotación residual que Cruces Villalobos asigna a tal tipo de fenómenos (2004: 23). Desde esta perspectiva, podría resultar tentador comenzar explicándonos la persistencia de la fiesta aludiendo a factores de tipo geográfico y económico: como se verá en el capítulo siguiente, nos enfrentamos a un ritual que ha surgido entre una población que tuvo mayoritariamente en el mar su medio de vida. Su medio de vida y, en múltiples ocasiones, la causa de su muerte: como nos dice el historiador Mollat du Jourdin, el mar Mediterráneo puede ser definido como un “espacio de mortalidad” (1993: 173), aseveración que no sería difícil trasladar al caso que nos ocupa (cf. Huertas Morión, 2000). Parece pues posible que pueda buscarse aquí una base histórica para la pervivencia de una religiosidad específica y diferenciada, pues,
como nos dice este mismo autor, “la permanencia del hecho religioso en la civilización marítima al margen de los avatares europeos de la religión cristiana, sobre todo a partir del siglo XVI, requiere una explicación, o al menos una investigación” (1993: 211). Y es que parece evidente que, el apego a las creencias religiosas, sería un hecho fácilmente demostrable en los litorales de los países latinos; Michel Mollat opina al respecto que la inmensidad del mar “puede hacer que el espíritu se incline hacia el infinito”, y que “el hecho de enfrentarse al peligro incita a la humildad personal ante las fuerzas superiores” (Mollat du Jourdin, 1993: 212). Como veremos en su momento, no faltan explicaciones que recuerdan a la de Mollat surgidas de boca de los propios agentes protagonistas de la fiesta. Y es por lo tanto posible que tenga algo de razón, pero a su esbozo de explicación se le escapa, en primer lugar, el hecho de que más que al “infinito” la religiosidad de los pescadores se suele aferrar hacia imágenes muy concretas, y en segundo lugar -y esto es aquí más importante-, que tales expresiones religiosas han demostrado una notable capacidad de pervivencia, una vez el mar ha dejado de ser ese aludido “espacio de mortalidad”. En una perspectiva asimilable en buen medida a la anterior, podríamos considerar nuestro caso como una anomalía equiparable a esa Andalucía, cuyo atraso económico se ha achacado a la abrumadora pervivencia del catolicismo (Romero de Solís, 2002), o al Mezzogiorno italiano, cuya “especifidad religiosa” se ha atribuido al “persistere della tradizione” (Martelli, 1998). Aun sin resultar tan reduccionistas como la anteriormente esbozada, este tipo de explicaciones, más o menos monocausales, tiene en común el
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34 hecho de que se apoyan en “la fuerza de la tradición” (Moreno Navarro, 1997b: 176). Al respecto, resulta paradigmática la posición de Amando de Miguel, quien, al referirse recientemente a la procesiones de Semana Santa apunta que “la explicación es que la fuerza de la tradición cultural resulta tan ineludible como la fuerza de la gravedad” (2006: 53). Pero este tipo de posturas nos llevaría a plantearnos, con Isidoro Moreno, “porqué ‘la tradición’ ha adquirido aquí y ahora tan inusitado vigor, cuando precisamente la modernidad, o incluso la que muchos denominan postmodernidad, es el ámbito en que se desenvuelven hoy sectores cada vez más amplios de la sociedad andaluza y la propia Andalucía en su articulación con Europa y el mundo” (Moreno Navarro, 1997b: 176).
La respuesta de “la tradición” se vuelve así radicalmente insuficiente, “y no puede dar cuenta de las causas por las que muchos rituales religiosos otrora populares sí han desaparecido o han pasado a ser muy poco relevantes, mientras otros se han mantenido o cobrado un fuerte auge” (Moreno Navarro, 1997b: 176-177). La vitalidad de la Semana Santa en Andalucía sólo puede ser explicada pues “en la modernidad y no en base a la perduración de rasgos ‘tradicionales’” (1997: 177). Afirmación que es, como se verá a lo largo de los capítulos siguientes, plenamente extrapolable a nuestro caso. Por otra parte, también resulta tentador, ante un caso como el que aquí se afronta, inspirarse en interpretaciones como la de Gómez García (1991), que interpreta meritoriamente la religión popular andaluza en términos de recepción y reelaboración del mensaje mesiánico, o de Briones Gómez (1997; 1999), quien,
a través del estudio de un caso concreto (la Semana Santa de Priego, en Córdoba), ha intentado extrapolar sus conclusiones a todo el conjunto de Andalucía. Para el propósito que aquí nos ocupa, los planteamientos de este último autor merecen un cierto detenimiento, pues, tras efectuar un análisis de contenido de una serie de entrevistas en profundidad, concluye: “He dado por supuesto (…) el hecho de que los prieguenses abordan la Semana Santa desde un estado de falta o de necesidad, situación subjetiva a partir de la cual entablan una relación simbólica con la imagen. Mi propósito ha sido el hacer ver que si la Semana Santa funciona y continúa existiendo en Priego es porque hay una correspondencia entre el ritual propuesto y la demanda de los sujetos. El conjunto de signos del ritual es como un agua que calma la sed de los prieguenses. Creo haber constatado suficientemente para el caso de Priego que esta ‘pantalla’ del ritual, lo que he llamado ‘dispositivo simbólico’, ofrece simultáneamente signos de miseria, de violencia y de muerte, que permiten a los prieguenses expresar su situación, y también signos de grandeza, de paz y de vida que transforman el deseo profundo de los individuos, del grupo y de la naturaleza misma” (1997: 211).
Hay que insistir en que, como hipótesis, es sugerente: parece claro que para que cualquier ritual funcione, es necesaria una mínima adecuación entre el “dispositivo simbólico” que éste pone en marcha y “la demanda de los sujetos” -Clifford Geertz (1997: 131-151) nos ha demostrado con su habitual agudeza lo que sucede cuando esto no ocurre así-; pero podríamos también plantearnos que pasará con el ritual si los prieguenses salen alguna vez de esa supuesta situación de “estado de falta y de necesidad” que les lleva a identificarse
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36 con un mensaje “de miseria, de violencia y de muerte”. Por otra parte, el propio autor advierte que, aplicando su hipótesis a otras semanas santas andaluzas, “probablemente se llegaría a conclusiones parecidas” (Briones Gómez, 1997: 211-212). Y es que la clave de la eficacia de la Semana Santa estaría “en la ambivalencia del dispositivo simbólico en torno a los significantes de la muerte y de la vida, de la violencia y de la lucha competitiva y de la paz y la armonía” (1997: 211-212), o, como señala algo más adelante, “en la gestión simbólica de las realidades individuales y colectivas del orden de lo irracional” (1997: 212). Aunque disten de ser rechazables de plano, tales planteamientos parecen insuficientes. Y no se trata de que negar que la historia rememorada por la Semana Santa sea susceptible de encontrar reconocimiento del público, incluso del gran público: un imaginativo estudio ha puesto de manifiesto recientemente los paralelismos entre la vida de Cristo y alguna nueva deidad mediática (Poilloux, 1999). Pero planteamientos como el de Briones parecen eludir el problema de la secularización al afrontar el estudio de los rituales religiosos. Cierto es que, al respecto, se ha podido hablar de ésta como de un mito (Estruch, 1994), y que incluso autores de la talla de Berger, han entonado el mea culpa, echando por la borda en buena medida sus planteamientos anteriores, al hablar de la existencia de un proceso de “desecularización” del mundo (cf. Berger, 1981; 2001); desde esta perspectiva, Amando de Miguel se ha servido precisamente del auge de las procesiones de Semana Santa en toda España para concluir que “la secularización tiene sus límites” (2006: 69). Sin embargo, no menos cierto es que otros estudiosos siguen viendo en la teoría de la secularización la clave hermenéutica de la
modernidad, de modo que el resurgimiento religioso que prolifera, bajo múltiples manifestaciones, en la actualidad, no iría más allá de una “persistencia emocional y banal” (Rubio Ferreres, 1998). En todo caso, y aunque lo tradicionalmente identificado con “lo sagrado” se haya desplazado del centro de la sociedad (Pérez-Agote, 1984; Prades, 1994), resulta evidente, en primer lugar, que no podemos seguir identificando sin más lo sagrado con las religiones instituidas oficialmente; en segundo, que la secularización, lejos de terminar con la religión, supone un proceso de recomposición de lo sagrado, así como de producción de nuevas sacralidades (Ferrarotti, 1993; Lyon, 2002, Hervieu-Léger, 2005; Lenoir, 2005). Resultan sumamente interesentes, desde este punto de vista, apreciaciones como las de Isidoro Moreno, para quien “lo que caracteriza realmente a la modernidad no es la ausencia de lo sagrado sino precisamente la pluralidad de sacralidades, la fragmentación de lo sagrado y no su desaparición” (Moreno Navarro, 1997b: 179). Pero la pluralidad de sacralidades no implica la desaparición de las creencias religiosas, que siguen siendo susceptibles de actuar como poderosos mecanismos de identificación. En este contexto, las fiestas religiosas “son, sobre todo, contextos rituales donde se reproducen o redefinen identidades e identificaciones colectivas” (Moreno Navarro, 1997b: 184). Con todo, este tipo de consideraciones deben ser complementados con perspectivas que nos sirvan para mejor afrontar las hipótesis apuntadas en la introducción. Desde esta óptica, son sumamente interesantes los planteamientos realizados desde las teorías de los rituales seculares y las religiones civiles. Aunque, como es sabido, la genealogía de este último
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38 concepto se remonta a Rousseau, quizás sea Salvador Giner quien ha realizado una definición más precisa y omniabarcante del mismo: “... la religión civil consiste en la sacralización de ciertos rasgos de la vida comunitaria a través de rituales públicos, liturgias cívicas o políticas y piedades populares encaminadas a conferir poder y reforzar la identidad y el orden en una colectividad socialmente heterogénea, atribuyéndole trascendencia mediante la dotación de carga numinosa a sus símbolos mundanos o sobrenaturales así como de carga épica a su historia” (Giner, 1994: 133).
No podemos echar en saco roto esa inclusión de las “piedades populares” entre las posibles fenomenologías de la religión civil, pues, como veremos, también esta perspectiva nos será útil de cara a explicar el papel de la tradición en el marco del ritual. Sin embargo, tampoco podemos quedarnos exclusivamente con ésta perspectiva, pues nuestro caso no cumple otro de los requisitos que, a continuación, el propio Giner aplica a cualquier religión civil: “la sacralización de la politeya” (1994: 147-161). Aunque, como veremos, la intervención de los políticos como unos agentes más dentro del campo del ritual es tan importante que ha llegado a considerarse imprescindible, nos encontramos lejos de un ritual cuyo principal objetivo sea “la legitimación del poder y la autoridad”. Aunque sí actúa como una liturgia civil que sacraliza una comunidad imaginada, la Semana Santa Marinera está muy lejos de ser, como veremos a lo largo de esta monografía, “un modo político de producción de la sociedad” (Giner, 1994: 148). Se hace, pues, necesario complementar esta perspectiva con otras que incorporen el factor religioso (tanto
inmanente como trascendente), a la vez que tengan en cuenta el papel de la secularización. Llegamos así a un nuevo planteamiento que, complementando algunos de los anteriores, resultará de gran utilidad a la hora de abordar la investigación. Resulta significativo fijarse al respecto en un apunte realizado por Cuisenier, quien, tras constatar que ya no hay instancias ni poderes capaces de reencantar un mundo desencantado, señala: “Sin embargo, la vitalidad de las prácticas rituales en la España contemporánea ofrece argumentos contra esta tesis. Los desfiles de Moros y Cristianos con sus trajes de fantasía en Granada, las hogueras levantadas en la plaza mayor frente a la iglesia en Canals, las figuras alegóricas adornando los carros durante la procesión del Corpus Christi en Valencia, todo este material emblemático no puede encerrar exclusivamente un valor anecdótico. Se trataría más bien de dotar de un lenguaje contemporáneo a la expresión de una demanda social tendente a significar más de lo que significan las reuniones ordinarias de la vida cotidiana, las actividades domésticas o las tareas profesionales. Es un hecho, ciertamente, que este proyecto de significación no encuentra ya en el lenguaje religioso tradicional ni el vocabulario ni la sintaxis apropiados. El proyecto de resignificación que anima estas manifestaciones de sociabilidad sólo retiene lo que le interesa del vocabulario y la sintaxis del lenguaje religioso. Pero esto no quiere decir que la intención de significar se agote en el simple juego de la sociabilidad” (Cuisenier, 2001: 145).
Ese algo que, trascendiendo la sociabilidad, Cuisenier no sabe cómo nombrar podría definirse desde lo que, inspirándose en la idea de “cultura común” de Paul Willis, se ha dado en llamar recientemente “religión común”. Ariño (2006) aplica este apelativo al caso
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40 de la Navidad, cuyas prácticas, siendo religiosas, escapan inequívocamente de la religiosidad eclesial, sin dejarse atrapar tampoco por las definiciones de religiosidad popular ni de religión civil. Postmoderna y postcristiana, híbrida y transclasista, la religión común, manifestada a través del gran ritual navideño que permite aflorar la communitas en la liminalidad, vendría a sacralizar, de manera incluyente y general, vínculos sociales concretos, como la sociabilidad o las comunidades de práctica, llegando así reafirmar el valor genérico de la humanidad. Aunque la Navidad, entendida como el gran ritual de la humanidad a escala casi mundial, se encuentra en muchos aspectos en las antípodas de la Semana Santa (convertida hoy en tiempo vacacional para la mayoría y, en todo caso, un tiempo claramente segmentado en sus significados para el conjunto de la sociedad), la noción de religión común nos puede servir para enfocar con una nueva mirada fenómenos como el que aquí trataremos. De la metodología desplegada para su análisis se tratará en lo que resta de esta introducción. 3. Metodología y estructura de la investigación En cuanto a la metodología seguida, se ha tratado de responder a la serie de interrogantes planteada utilizando, como principio metodológico principal, un estudio de caso. La pertinencia de tal método responde, en primer lugar, a que éste se ha revelado especialmente útil a la hora de facilitar una combinación de perspectivas, dentro del pluralismo metodológico que, cada vez en mayor medida, caracteriza a las ciencias sociales (Coller, 2000). En cuanto a la relevancia del caso analizado para profundizar en la problemática teórica planteada anteriormente, cabe apuntar que
el interés por la fiesta que se va a analizar aquí viene justificado desde distintos puntos de vista. En primer lugar, la Semana Santa Marinera de Valencia responde sin ambigüedades a la definición de Mauss, que articula los tres vértices del triángulo formado por lo sagrado, la tradición y el rito. Así, en tanto que festividad explícitamente religiosa, apela al problema de la secularización; en tanto que ritual secularizado, apela al de la identidad en la modernidad avanzada. Su muy concreta y reducida localización espacial permite, además, plantear el tema de las identidades en el espacio y en el tiempo, y observar con lente microscópica los procesos de recomposición espaciotemporal a los que la modernidad avanzada somete a los rituales tradicionales. Se trata, además, de una festividad periférica dentro del contexto urbano de la ciudad de Valencia, y es periférica en un doble sentido: el espacial (se desarrolla en unos barrios marginales de la ciudad) y el simbólico (el centro festivo de la ciudad se presenta abrumadoramente ocupado por las omnipresentes Fallas). Esto sugiere, en un principio, plantear el problema de la tradición, de manera apriorística, en términos meramente residuales. Por fin, frente a los grandes rituales mediáticos (Fallas de Valencia, Carnaval de Río de Janeiro, Sanfermines de Pamplona, Rocío de Ayamonte, etc.), permite apreciar hasta qué punto otros rituales, que operan a una escala mucho más reducida, son igualmente capaces de abrirse y segregar nuevos y múltiples significados, a partir de la incorporación al ritual de un sujeto celebrante de complejidad creciente. Como suele ser habitual en los estudios de caso, las técnicas para llevar adelante la investigación han sido preferentemente cualitativas. Sobre la
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42 base común de la primacía de la investigación etnográfica, se ha considerado en todo momento la triangulación metodológica como herramienta heurística fundamental: recurrir a múltiples fuentes de investigación es un principio básico, de cara a fortalecer la fiabilidad y validez interna de la investigación a lo largo del trabajo de campo. Aunque se ha recurrido ocasionalmente a datos estadísticos muy básicos, las técnicas fundamentales de recogida de la información han sido la observación, la entrevista y el análisis documental. Las tres técnicas se han utilizado a distintos niveles. Veamos, en primer lugar, el uso que se ha realizado de la primera. Siempre que sea posible, la observación de situaciones es crucial a la hora de realizar análisis social. La observación permite la aproximación a la realidad que se está estudiando, y se convierte en una guía de observación que nos permite conocer mejor el caso. Estas afirmaciones se refuerzan quizás al dirigir la mirada hacia los rituales festivos: sería difícilmente concebible realizar, desde perspectivas antropológicas o sociológicas, un estudio sobre un ritual en el que el investigador social no haya estado presente. Con todo, esto supone un problema, que aparece por ejemplo como el catalizador del segundo viaje de Nigel Barley (1999) al país de los dowayos: el ritual festivo se suele celebrar sólo una vez al año. Hay pues que intensificar la observación de manera especial durante los días en que transcurre el evento, intentando aprovechar al máximo las fuentes de registro porque, lo que no se vea un año, se habrá perdido en buena medida hasta el siguiente. Debe matizarse que, en este caso, la observación se ha realizado a dos niveles: en un primer momento, se
12 Como se verá en los capítulos siguientes, en la reproducción de los fragmentos de las entrevistas me limito a identificar asociación de pertenencia del entrevistado o entrevistada, y el barrio donde ésta está ubicada.
efectuó una observación discreta y no intervencionista del ritual; en un segundo momento, se pasó a un tipo de observación participante en el mismo. Hace ya tiempo que Hocart señalaba con ironía que “la única persona a quien nunca se pregunta sobre la teoría del ritual es precisamente a aquella que lo celebra” (1985: 63). Evidentemente, hoy ya no se podría repetir –al menos en muchos casos– esta afirmación; ya que la propia observación participante es, en realidad, un ejercicio continuo de interrogación. Por mi parte, he partido de la base de que las prácticas discursivas son básicas en las construcciones simbólicas de los individuos o los grupos sociales, por lo tanto, mediante su análisis podemos acceder a la comprensión que éstos tienen de la realidad. En mi caso, la técnica fundamental ha sido la entrevista a cofrades (un total de cuarenta), que ha oscilado entre la entrevista semiestructurada y la entrevista en profundidad. Especialmente en las primeras fases de la investigación, se recurrió a directivos que llevaban un tiempo significativo de implicación en la fiesta, es decir, informantes expertos o, adaptando la terminología de Valles (1997: 188-189), se realizaron “entrevistas a élites”, entendidas éstas en sentido amplio; conforme se incrementó la frecuencia de mi interacción con el mundo cofrade, se pudo realizar entrevistas a gente menos vinculada al organigrama directivo de las cofradías. El análisis de determinados tipos de documentos ha pretendido formar parte de la estrategia de triangulación aludida anteriormente. Su utilización ha sido doble: en el momento de construir una historia del ritual, han constituido las fuentes de información primaria. En otros momentos de la investigación,
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44 han sido usados como material de segundo orden, en la medida en que han servido para corroborar alguna idea o situación que había sido observada o analizada durante la práctica etnográfica, buscando proporcionar a tales datos coherencia, fiabilidad y solidez. El material documental utilizado puede ser clasificado en dos grandes categorías: el emanado desde el interior de la fiesta, y el externo a la misma aunque referido a ella. Respecto al primero, se han revisado todos los programas y libros oficiales de la Semana Santa Marinera desde el año 1928 hasta el 2006; además, se han utilizado numerosos folletos de diversas hermandades, citados puntualmente a lo largo de la investigación. En lo que respecta al segundo tipo de documentación referido, éste ha consistido fundamentalmente en prensa escrita. La monografía se dividirá en ocho capítulos, que pretenden ser ocho miradas o perspectivas desde las que abordar la fiesta. En el primero de ellos se abordará el escenario del ritual, es decir, los barrios en los que éste ha surgido y constituyen su soporte. Se pondrá especial énfasis en la situación histórica de aislamiento y enfrentamiento a la ciudad de Valencia, así como en la relativa homogeneidad interna de unos poblados pescadores de los que hoy ya queda poco más que el recuerdo, pero también se hará hincapié en las irreversibles transformaciones que estos barrios han experimentado en los últimos años, y que no pueden ser interpretadas al margen de los procesos de reorganización espacial inducidos por la globalización. A partir del capítulo II, entraremos en el estudio del ritual festivo. Se hará un repaso a la historia del ritual, intentando establecer una genealogía del mismo que sirva para dar cuenta tanto de sus continuidades como de sus transformaciones, no sólo en su morfología, sino también de sus significados. En el capítulo siguiente (III), se abordará la base organizativa del ritual, con el objetivo de conocer
las pautas de sociabilidad que se establecen, a lo largo de todo el año, en torno al mismo. El capítulo IV es el más descriptivo de todos, pues se basa fundamentalmente en un relato acerca de lo que sucede durante la dramatización del ritual. Con todo, se ha intentado trascender una mera descripción de los hechos, procurándose abordar distintas problemáticas, como la mitología construida en torno al mismo, o sus rasgos de diferenciación marginal, que nos permitan enlazar con el tema de los usos de la tradición, que será profundizado mediante el análisis de los diversos discursos de los agentes en el capítulo V. En tanto que tradición e identidad van estrechamente unidos en el marco de la modernidad avanzada, el capítulo VI tratará el tema de esta última, que se presenta analíticamente dividida en dos partes: en la primera, y con el fin de evitar cualquier definición esencialista de identidad reproducida en torno al ritual, se tratarán los distintos niveles de identificación que éste es capaz de suscitar. En la segunda, se tratarán estos niveles en relación al territorio en el que se reconstruye la tradición, territorio que, como ya se ha avanzado, ha cambiado tanto como una tradición que ya no puede utilizar a éste como exclusivo soporte físico (aunque sí simbólico). Los capítulos siguientes están estrechamente relacionados, pues se trata en ellos de las transformaciones que, el mundo festivo en particular y en el ámbito de la cultura en general, está provocando la modernidad globalizada: el turismo y la patrimonialización de la cultura. El primero (VII) será abordado desde dos perspectivas: en primer lugar, como un deseo de reconocimiento de la fiesta de cara al exterior, tras el que se oculta una identidad fuerte, pero que se ha sentido en buena medida desconocida, cuando no estigmatizada. En segundo lugar, se tratarán las estrategias que la fiesta utiliza para lograr ese reconocimiento,
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46 reconocimiento que, hay que insistir, encontraría en las visitas de los turistas (aunque sean de la propia ciudad de Valencia) el máximo de sus objetivos. Finalmente, en el capítulo VIII, se abordará uno de los aspectos más apasionantes del resultado de la secularización del ritual festivo en la modernidad avanzada, como es la conversión de la tradición religiosa en patrimonio cultural. Dentro de éste, se hará especial hincapié en las paradojas que, para las representaciones de los agentes que organizan el ritual, constituye la presencia de un museo que pretende objetivar vivencias y creencias que no están ya del todo ni vivas ni muertas. Por último, unas conclusiones finales intentarán recapitular los principales resultados obtenidos a lo largo de la investigación, valorando las hipótesis inicialmente mantenidas al principio con las evidencias aportadas por el material empírico analizado. Antes de continuar, parece conveniente realizar unas advertencias de tipo filológico. En primer lugar, soy consciente de que el verbo “procesionar” no está en el diccionario, pero lo he utilizado con normalidad, ya que las procesiones han sido, al fin y al cabo el objeto de mi estudio, y ya que los festeros utilizan este verbo para definir sus salidas a la calle con la cofradía. Por otra parte, hablo con frecuencia de “semanasanteros”. Bien sé que tampoco es éste un concepto ortodoxo, pero no es menos cierto que también es escuchado con frecuencia de boca de los agentes del ritual; por otra parte, creo que su uso es equivalente al de términos más normalizados para definir a los protagonistas de otras fiestas, como es el caso de los falleros o los toreros. Efectuadas estas aclaraciones, podemos pasar ya a analizar el escenario del ritual.
I “PECULIARES ENTRAMADOS URBANOS”: EL CABANYAL, EL CANYAMELAR Y EL GRAO
48 La Semana Santa Marinera se desarrolla en tres barrios de los Poblados Marítimos de la ciudad de Valencia: El Cabanyal, El Canyamelar y El Grao. No entra dentro de los objetivos del presente trabajo realizar un análisis sociológico pormenorizado de dichos barrios, ni un estudio de su proceso de construcción histórica, geográfica, demográfica o económica; con todo, y siguiendo el esquema proporcionado por una serie de estudios precedentes a éste, sí se intentará ofrecer unas pinceladas acerca del escenario concreto en el que se desenvuelven las celebraciones. No se pretende con ello seguir el viejo modelo de estudio antropológico de comunidad, y tampoco incurrir en lo que Lefebvre (1978) denunció como “ideología de barrio” -ideología que, en palabras de otro clásico, consistiría en “tratar formas de vida social como datos naturales ligados a un marco” (Castells, 1988: 128)-, sino perfilar el concreto lugar en que se desarrolla el ritual, sin perder de vista que éste sólo resulta inteligible inmerso, como veremos posteriormente, en la dinámica global o translocal. El problema no es, pues, el estudio del barrio en sí, sino la tentación de aislarlo de su contexto (Cátedra, 1997: 15). Y es que, pese a las advertencias de Lefebvre o Castells, no podemos dejar de tener en cuenta la operatividad de las definiciones que del “barrio” como unidad de análisis han realizado urbanistas como Kevin Lynch: “Las características físicas que determinan los barrios son continuidades temáticas que pueden consistir en una infinita variedad de partes integrantes, como la textura, el espacio, la forma, los detalles, los símbolos, el tipo de construcción, el uso, la actividad, los habitantes, el grado de mantenimiento y la topografía” (2004: 86).
13 La ubicación de estos barrios en el plano de la ciudad puede verse en la figura 1 (apéndice).
14 Cf. Ariño (1992a: 23-52); Hernàndez i Martí (1996: 45-49); Centelles Royo (1998: 21-51).
Afirma también este autor que, el sentido de un asentamiento, alude a la claridad con que puede ser percibido o identificado, así como a la facilidad con que sus elementos pueden ser reconocidos o relacionados con otros acontecimientos y lugares, en una representación coherente del tiempo y del espacio. Como se verá más adelante, tales consideraciones son en gran medida aplicables a nuestro caso. Se realizará, pues, en este capítulo, una descripción selectiva de estos barrios, destacando aquellos datos históricos, geográficos y sociodemográficos que nos sirvan para comprender mejor el concreto espacio festivo. Espacio que, como veremos, se ha definido en buena medida en base a múltiples tensiones con la ciudad de Valencia, y que adquiere una complejidad creciente en condiciones de modernidad avanzada, hasta el punto que, si bien el ritual no deja nunca de identificarse completamente con unos barrios, éstos ya han dejado de conformarse de manera exclusiva en el marco estrictamente local. Captar las distintas fases atravesadas durante el proceso de formación de este territorio, priorizando la vertiente simbólica e identitaria de este proceso, es pues uno de los objetivos del presente capítulo. Otro de ellos es poner de relieve la multidimensionalidad que, en términos tanto geográficos como sociales y culturales, imponen al mismo los procesos de recomposición característicos de las sociedades globalizadas. 1. Vilanova del Grau y Poble Nou de la Mar: proceso de formación Aunque, antes de la conquista de Valencia por las tropas del rey Jaume I, ya había algunos núcleos de poblamiento en torno a lo que terminaría siendo su
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50 puerto, en realidad éste es resultado de dicha conquista (Sanchis Pallarés, 1997: 12-13; 2005: 15-28). Así pues, como para la mayor parte del Reino y, en todo caso, de la ciudad de Valencia, el año 1239 puede ser considerado también como el punto de arranque de la historia de los Poblados Marítimos, definiéndose a partir de entonces un núcleo de población estable, defendido por una muralla, y de gran importancia estratégica para asegurar la defensa de los territorios conquistados. Núcleo que se consolida plenamente de iure con la concesión de un Privilegio Real en 1249, que ha sido considerado como el acta fundacional de la Vilanova del Grau, al permitir la construcción de viviendas en el interior del recinto amurallado. Tal recinto se encuentra completamente aislado, separado por unos tres kilómetros de la ciudad de Valencia (ver en apéndice figura 2). Para atender espiritualmente a esta población, dedicada en gran medida a la pesca, se creará desde muy pronto un pequeño templo, dedicado a la Asunción de Nuestra Señora, y que ya en textos fechados en 1333 es conocida como “L’església de Santa María del Mar” (Corbín Ferrer, 1994: 41-70). Vemos aparecer así el embrión del templo que será clave en el surgimiento y desarrollo inicial de las celebraciones semanasanteras; el capital simbólico colectivo articulado en torno a éste se verá pronto reforzado por la “milagrosa” aparición de una imagen capaz de movilizar a este núcleo poblacional: la llegada por mar de una talla gótica de Jesús Crucificado la mañana del 15 de agosto de 1411 (coincidiendo con el día de la Asunción de la Virgen) provocará una pequeña guerra local entre los vecinos de Vilanova y los moradores de Ruzafa, otro enclave extramuros de Valencia que también reclamaba para sí dicha imagen. Del triunfo de los primeros arranca una devoción que
15 Aunque la primitiva denominación de origen de este enclave era “Vilanova del Grau”, en la actualidad, y pese a tratarse de barrios donde se habla mayoritariamente el valenciano, el término se ha castellanizado, por lo que utilizaré preferentemente el término “El Grao” para referirme al actual barrio, mientras que optaré por respetar la denominación original para referirme a la población antigua.
16 Desde el siglo XV, a la zona que luego se llamaría “Canyamelar” se le llama “Cabanyal”. La denominación “Canyamelar” es más reciente, y parece que va ligada a las plantaciones de cáñamo que se interponían entre las chozas del Cabanyal y el enclave del Grao (Sanchis Pallarés, 1997: 279). 17 Debe tenerse en cuenta al respecto que, el grueso de pescadores que faenaban en las aguas próximas al Grao, se encontraba establecido dentro del casco urbano de la ciudad de Valencia, en el que tenía su propio barrio, ubicado en los aledaños de la actual calle de Las Barcas, en pleno centro de la actual ciudad (Boira Maiques / Llave Cuevas, 1987: 36).
aún perdura: la profesada al Santísimo Cristo del Grao, cuya fiesta, organizada por una hermandad homónima, sigue celebrándose cada año a principios de mayo (Domínguez Moltó, 1981). Con todo, nos encontramos todavía lejos de una población capaz de vertebrar grandes celebraciones: a principios del siglo XVII, Gaspar Escolano nos dice que El Grao estaba compuesto únicamente por “sesenta casas de poblacion” (1611: Libro VII, cap.I). Población que, en todo caso, crece: para mejor atender a su cuidado, en tiempos de recia religiosidad barroca, se construye sobre la antigua iglesia románica el templo actual, cuyas obras, iniciadas en 1683, no concluyen hasta 1736. A finales del siglo XVIII, según Cavanilles, “la pesca y el comercio suministran medios de subsistir á 636 vecinos, que viven en la parroquia antigua del pueblo, y á otros 500, que componen una nueva parroquia, tendida por media legua al nordeste de la villa”. Y apostilla el botánico ilustrado: “las habitaciones que están fuera de las murallas generalmente se reducen á pobres chozas ó barracas” (Cavanilles, 1795: I, 142). Esta última observación es importante, porque debe tenerse en cuenta que todo lo dicho hasta el momento se refiere únicamente a Vilanova del Grau. En cuanto a lo que será después El Cabanyal-Canyamelar, durante la centuria anterior, y volviendo al testimonio de Escolano, éste nos dice, tras referirse al Grao, que “a tiro de artilleria del pueblo” se puede encontrar más de cuarenta barracas o chozas de pescadores (1611: Libro VII, cap.I), que estaban establecidos en terrenos poco confortables, “al amparo de la protección real” (Boira Maiques, 1987: 16). Chozas y barracas que irían creciendo de forma paralela a la línea de mar, conforme crecía hacia el norte la población de Vilanova del Grau.
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52 En todo caso, hasta bien entrado el siglo XVIII, este incipiente arrabal no adquiere la condición de barrio: de su escasa entidad como núcleo de población da idea el hecho de que, todavía en 1793, la documentación informe de los 580 vecinos que lo habitan, sin hacer ningún tipo de referencia a los poblados adyacentes (Boira Maiques, 1987: 17). Esta situación irá cambiando cuando las clases pudientes de Valencia empiecen a usar la playa como sitio de veraneo: si bien en algunos casos se alquilaba alojamiento a las gentes del lugar, en otros se construyen ex novo edificaciones que cumplan adecuadamente esta función, dada la precariedad de las viviendas autóctonas. Resulta elocuente el, al mismo tiempo, complaciente y moralizador relato que Cavanilles realiza de este proceso (1795, I: 143): con él, el lujo de la capital se instala en medio de las míseras chozas de pescadores. Tenemos aquí un factor de confrontación latente entre la ciudad y sus Poblados Marítimos, que veremos reaparecer explícitamente en años posteriores. En el año 1761, impulsada por el ilustrado arzobispo Mayoral, se crea en El Canyamelar una ermita bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario, con el objetivo de evitar los desplazamientos hasta El Grao para asistir a los oficios religiosos (Corbín Ferrer, 1994: 105). Ironía histórica: se trata del mismo prelado que prohibió en 1763 las procesiones de disciplinantes durante la Semana Santa en su diócesis (Brosel Gavilá, 2003: 62). Durante el siglo XIX, el desarrollo hacia el norte de estos enclaves continúa, creciendo El Cabanyal en forma de casas paralelas a la línea de costa. Según el Padrón, en febrero de 1814, este antiguo arrabal cuenta ya con 1.515 almas, en su mayor parte pescadores (Sanchis
Pallarés, 1997: 60). Fruto de tal crecimiento será el reclamo de una iglesia propia, pues, en palabras del Director de la Comunidad de Patronos, los marineros estaban perdiendo “aquel pasto espiritual que con urgencia necesitan los vecinos de una pobladísima Partida que yacen en la más crasa ignorancia aun de los primeros rudimentos de la Religión Santa que profesamos” (citado en Sanchis Pallarés, 1997: 60). A decir de algún erudito (Corbín Ferrer, 1994: 125), en 1812 había ya una ermita, aunque las fuentes que maneja no son nada claras. En todo caso, en 1851 encontramos ya abierta dicha ermita, cuyo servicio religioso es costeado por el Gremio de Pescadores. Tenemos así constituido el embrión de los templos que articularán durante más de un siglo la geografía religiosa de los Poblados Marítimos. 2. De arrabales a pueblos y de pueblos a barrios Paralelo al crecimiento demográfico, se desarrolla un sentimiento de abandono de estos barrios respecto al municipio, un municipio con el que son constantes los enfrentamientos, lo que acaba determinando su lucha por la independencia administrativa. Tales reivindicaciones fructifican en 1826, con la creación de Vilanova del Grau como municipio independiente, categoría que alcanzará una década después (en 1836) El Cabanyal, que se erige con el nombre de Poble Nou de la Mar. Atravesado este último por la acequia d’En Gash, sus dos mitades constituirán lo que conocemos por El Cabanyal (al norte) y El Canyamelar (al sur). Este antiguo arrabal inicia ahora un crecimiento demográfico que le llevará a superar, a lo largo del siglo, a Vilanova del Grau en cuanto a número de habitantes. No se abandona,
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54 con ello, la situación de precariedad económica y social de este enclave pescador, cuya rutina se ve alterada estacionalmente por elementos de superior extracción social, venidos de la ciudad de Valencia, pues el proceso cuyos inicios observó Cavanilles a finales del siglo XVIII se consolida durante la primera mitad del XIX, convirtiéndose así El Cabanyal en una zona de atracción de la burguesía valenciana. Elocuente es, al respecto, el testimonio de Pascual Madoz, cuyos datos fueron recogidos en 1849: “En su origen, no muy remoto, solo había algunas cabañas de pescadores, cuyo número fue progresivamente aumentando hasta llegar a formar una población bastante importante, en la que se ven interpoladas aquellas con bonitas casas de recreo, cuasi todas con jardín, formando un agradable conjunto. Tal aumento de casas en tan pocos años, ha sido debido a la inveterada costumbre de concurrir a este pueblo muchas familias de Valencia, y aun de la corte y otros puntos lejanos, a pasar la temporada de los calores para tomar más comodamente los baños de mar, y disfrutar del fresco ambiente que allí generalmente se respira. En lo restante del año presenta la población muy distinto aspecto: no quedan en ella sino sus vecinos, cuasi todos pobres pescadores que ocultan su miseria hacinados en sus chozas; quedando desierta la mayor parte de aquella hasta que la venida de los nuevos calores le devuelve la animación y la vida de que careciera por espacio de 9 a 10 meses.” (Citado en Martorell, 2001: 20).
No es de extrañar, pues, que en determinado momento histórico, algunos intelectuales valencianos acudan a este cercano enclave en búsqueda de exotismo. Propietario de uno de los chalets frente al mar en los que un sector de la burguesía valenciana se refugiaba
de los rigores del calor, Blasco Ibáñez ambienta su novela Flor de mayo (1895) en un Cabanyal cuyos habitantes son poco menos que salvajes en lucha por la supervivencia. El efecto que en el lector busca provocar esta narración de corte costumbrista es tal que, de ella se ha podido decir que, “a través de las páginas de Flor de Mayo, podemos decir que el Cabanyal se configura como un espacio claramente diferenciado de la ciudad de Valencia” (Boira Maiques / Llave Cuevas, 1987: 351). Diferencia que, como muy bien se encargan de remarcar estos autores, no es sólo física, sino también social: “El argumento de la novela se desarrolla en diferentes espacios que Blasco se encarga de diferenciar clara y nítidamente. El Cabanyal de la época, poblacho de gente del mar, clase baja y pendenciera, siempre al borde de la muerte; la ciudad de Valencia, muy lejos del mar, física y socialmente. Una Valencia
moderna citada en la obra por sus fábricas, tranvías, mercados y tiendas, sede del poder civil, distante y distinta” (Boira Maiques / Llave Cuevas, 1987: 350).
Sin embargo, no es el violento contraste entre un Cabanyal pobre y atrasado y una Valencia moderna, poderosa y civilizada, el único que podemos leer en la obra del afamado escritor republicano. Ocasional vecino de la localidad, y buen conocedor de la misma, Blasco establece también diferencias entre los barrios de la fachada marítima en términos socioespaciales: “No se veía una sola persona en toda la extensión de arena donde en verano son plantadas las barraquetes para los bañistas de Valencia. Más allá estaba el puerto erizado de mástiles embanderados, vergas entrecruzadas, chimeneas
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56 rojas y negras, grúas que parecían horcas. Avanzaba mar adentro la escollera de Levante, como un muro ciclópeo de rojos bloques aglomerados al azar por una trepidación del suelo. Amontonábanse en el fondo los edificios del Grao, las grandes casas donde están los almacenes, los consignatarios, los agentes de embarque, la gente de dinero, la aristocracia del puerto. Después, como una larga cola de tejados, la vista encontraba tendidos en línea recta el Cabañal, el Cañamelar, el Cap de França, masa prolongada de construcciones de mil colores, que decrecía según se alejaba del puerto. Al principio eran fincas con muchos pisos y esbeltas torrecillas, y en el extremo opuesto, lindante con la vega, barracas blancas con la caperuza de paja torcida por los vendavales.” (Blasco Ibáñez, 1999: 124).
Vemos así, pergeñada por la pluma de Blasco, una gradación espacial de la pobreza, que lleva desde las más altas cotas alcanzadas por la misma en las abigarradas barracas del Cabanyal, hasta el más acomodado Grao. El dato merece retenerse, pues aflorará posteriormente como un factor explicativo de la composición social y la propia historia del ritual en el discurso de sus actores. La situación de independencia administrativa se mantiene hasta 1897, año en que Poble Nou de la Mar y Vilanova del Grau son anexionados por la capital, junto con otros municipios colindantes con la misma. Tal anexión no se realizó sin resistencias, tanto en el caso del Cabanyal como en el del Grao, que contaba desde el siglo XIX con un amplio historial de colisiones con las autoridades de la ciudad, en cuya base se encontraba el control del puerto (Sanchis Pallarés, 1997; 2005; Boira Maiques / Serra Desfilis, 1994). Los Poblados Marítimos entran pues en el siglo XX como barrios de la ciudad de Valencia, de la que se encuentran muy lejos
18 El Cap de França es la zona más septentrional del Cabanyal; parece que Blasco equivoca el orden de los barrios.
de sentirse integrados: como se ha afirmado acerca de Flor de mayo, “el Cabañal de la novela es un pueblo condenado por dos amenazas, el mar y la burguesía de Valencia” (Mas / Mateu, 1999: 46). Cabe también mencionar que, la agitación política que caracteriza estos años de formación de la clase obrera valenciana, se vive con intensidad en unos barrios en los que el caciquismo encontraba un terreno perfectamente abonado, pero también donde la incipiente clase obrera se decantaba de manera mayoritaria por opciones republicanas (Reig, 1982: 187225). En un clima de anticlericalismo creciente, en el que las opciones religiosas se vinculan estrechamente a las políticas en la enconada lucha por el control de la ciudad (Reig, 1986), el arzobispo de Valencia impulsa la reordenación parroquial de la diócesis; para lo que aquí nos interesa, hay que destacar que, en 1902, las ermitas del Cabanyal y Canyamelar son elevadas al rango de parroquias. 3. Composición sociodemográfica Ya se ha señalado anteriormente que, durante el siglo XIX, la tendencia demográfica de estos núcleos de poblamiento ha invertido su primitiva orientación: en 1900 encontramos 14.476 habitantes en el recientemente anexionado Poble Nou de la Mar, por 5.688 en Vilanova del Grau (Boira Maiques, 1987: 19). Durante todo el siglo XX, y hasta la actualidad, se mantiene el mayor peso demográfico de lo que fue el antiguo arrabal: según el Padrón Municipal de Habitantes, a enero de 2004, El Cabanyal-Canyamelar contaba con 20.820 vecinos empadronados, frente a 9.222 en El Grao. Sin embargo, si comparamos estos datos con los ofrecidos por padrones anteriores, comprobamos que el primero
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58 de estos barrios se encuentra inmerso en un acelerado proceso de despoblamiento, mientras que el segundo continúa creciendo: de la comparación de las cifras actuales con las ofrecidas en el año 1970, vemos que El Cabanyal-Canyamelar ha sufrido una espectacular caída de población (ha perdido un 35,5% de sus efectivos), mientras que El Grao ha aumentado la suya en un 32,3% (ver cuadro I.1). CUADRO I.1.: Población del Cabanyal-Canyamelar y El Grao (1900/2004) AÑO
HABITANTES EL CABANYAL-CANYAMELAR
HABITANTES EL GRAO
1900
14.476
5.688
1970
32.312
6.969
1981
26.179
7.670
1986
23.603
8.058
1991
22.125
8.046
1996
21.326
8.041
2002
20.671
8.835
2003
20.793
9.090
2004
20.820
9.222
Fuente: Año 1900: Boira Maiques (1987: 19); año 1970: Boira Maiques, (1987: 19); años 1981-2004: Padró Municipal d’Habitants, Ajuntament de València. Elaboración propia.
El progresivo descenso demográfico en el que se halla inmerso El Cabanyal-Canyamelar, se halla en estrecha relación con la degradada situación que desde hace años vive el barrio, así como las incertidumbres acerca de su futuro, que han provocado un proceso de deserción hacia otras zonas de la ciudad. Al respecto, es importante considerar que, gran parte de la población que abandonó éste, se trasladó a viviendas construidas en los barrios limítrofes, producto de la expansión urbana de Valencia, como Algirós o Beteró (Martorell, 1997b: 34), lo que ha permitido en muchos casos a estos
19 Como se verá más adelante, tales incertidumbres vienen derivadas del proyecto, por parte del Consistorio, de prolongar la avenida de Blasco Ibáñez hasta el mar.
peculiares “emigrantes” un contacto casi cotidiano con sus mayores y, en definitiva, con el barrio de origen. En todo caso, el decrecimiento actual del Cabanyal-Canyamelar ha venido acompañado de un envejecimiento progresivo de la población (Boira Maiques, 1987: 31-32), población que, por otra parte -y a diferencia en buena medida del Grao-, ha mantenido un elevado porcentaje de autóctonos valencianoparlantes, ya que fueron barrios vecinos, como la Malva-rosa o Natzaret, los que absorbieron las mayores cuotas de población inmigrante en la época del desarrollismo (Boira Maiques, 1987: 11-14). Aunque, como cabía esperar, durante los últimos años la inmigración extranjera también ha irrumpido en estos barrios, ésta no alcanza todavía los porcentajes de otras zonas de la ciudad (Garcia i Garcia, coord., 2001: 250). Así, envejecimiento y elevado porcentaje de autóctonos se conjugan en el caso del Cabanyal y Canyamelar para explicar en gran medida ese 8’1% de población que, en el marco global del Marítimo ocupaba, a mediados de los noventa, casas construidas antes de 1900. Por el contrario, hay que decir que El Grao destaca, en el conjunto de la ciudad de Valencia, por la intensa actividad constructora desarrollada desde 1981 (Ninyoles, 1996: 37). En cuanto a la composición socio-profesional del Cabanyal-Canyamelar, hace dos décadas un estudioso concluía que “el mayor porcentaje se adscribe a obreros cualificados, le siguen los administrativos y otros en menores proporciones como trabajadores de comercio y hostelería, obreros del transporte, y obreros no cualificados” (Boira Maiques, 1987: 12-13). En la actualidad, las actividades vinculadas a la pesca y al puerto, históricamente mayoritarias, han ido quedando relegadas progresivamente, aunque su importancia en términos simbólicos no ha decrecido, como hizo
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60 notar hace algunos años el equipo de investigadores coordinado por Ernest Garcia: “Les professions lligades al sector primari actualment són residuals i ocupen a percentatges molt reduïts de la població, però cal recordar que a aquests barris l’activitat agrària i sobretot la pesquera van desenvolupar un lloc destacat a la seua economia dècades enrere i que les activitat lligades a la mar juguen un paper destacat a la comunitat i al seu univers simbòlic col·lectiu.” (Garcia i Garcia, coord., 2001: 47)
Desde esta perspectiva, podemos interpretar las recientes reivindicaciones patrimonializadoras realizadas desde la sociedad civil en torno a edificios amenazados, como la antigua Lonja de Pescadores (Gómez Ferri, 2004a; 2004b), así como los ejercicios de memoria e investigación desplegados en torno a la ya mítica “pesca del bou” (Huertas Morión, 2000), o la reconstrucción del viejo mundo marinero del Cabanyal (Martorell, 2001), pasando por la reconstrucción y relanzamiento de edificios emblemáticos, como las antiguas Atarazanas (Contreras Zamorano, 2002), por poner algunos ejemplos significativos. Interesa destacar al respecto que, la pérdida del valor económico aportado por las actividades marítimas a la renta de estos barrios ha venido acompañada, de manera aparentemente paradójica, por un incremento de la aportación de las mismas en términos simbólicos: cuando la identidad laboral ha dejado de venir determinada por la familia o la pertenencia a la colectividad, el rescate del pasado pescador y marinero se ha convertido en una fuente de producción de identidad cultural de marcado carácter colectivo. Se debe advertir de la carencia de estudios más recientes y referidos al Grao, pero, en todo caso, los datos apuntados
20 Técnica de pesca basada en el arrastre de redes y barcas hacia la orilla utilizando la fuerza de bueyes, y que sirvió como motivo, por ejemplo, a algún cuadro de Sorolla (puede verse detalladamente en Martorell, 2001).
21 Nombre con que se conoce popularmente a la torre de la catedral de Valencia.
22 Los pescadores-contrabandistas que protagonizan esta novela mueren en medio de una tormenta enfrente del puerto, ante la vista desesperada de sus vecinos. La tragedia se cierra con el gesto de rabia de la tía Picores: “Ya no enseñaba el puño al mar. Le volvía la espalda con desprecio, pero amenazaba a alguien que estaba tierra adentro, a la torre del Miguelete, que alzaba a lo lejos su robusta mole sobre la masa de tejados de la ciudad. Allá estaba el enemigo, el verdadero autor de la catástrofe. Y el puño de la bruja del mar, hinchado y enorme, siguió amenazando a la ciudad, mientras su boca vomitaba injurias. ¡Que viniesen allí todas las zorras que regateaban al comprar en la Pescadería! ¿aún les parecía caro el pescado? ¡A duro debía costar la libra!” (Blasco Ibáñez, 1999: 244).
no desdicen de la caracterización general que de los Poblados Marítimos efectúa Ninyoles (1996: 46) como barrios predominantemente ocupados por ciudadanos de clase media-baja, clasificación que se correspondería con el nivel de renta establecido para El Cabanyal-Canyamelar en estudios posteriores (Garcia i Garcia, coord., 2001: 51-53). Quizá merezca también destacarse que nos encontramos, en el caso del Cabanyal-Canyamelar, con unos niveles de instrucción bajos en comparación con el resto de barrios de la ciudad de Valencia, y con unas tasas de analfabetismo mayores que las de la mayor parte de barrios del distrito (INCIS, 1994: 41-43), aunque con una población que sabe bastante del pasado de estos barrios como municipios independientes (Boira Maiques, 1987: 50-56). 4. Morfología urbana, vecindario e identidad Un aspecto que hay que tener en cuenta siempre al referirnos a estos barrios, es la ambigüedad históricamente mantenida por los mismos respecto a la ciudad de Valencia. La escena final de la anteriormente citada novela Flor de mayo, con la tía Picores blandiendo con rabia impotente su puño hacia la torre del Micalet, lanzando injurias contra la ciudad a la que responsabiliza de la tragedia que acaba de suceder (los protagonistas de la novela han perecido ahogados en el mar), ilustra, más allá de la intención literaria de Blasco Ibáñez, el estado de subordinación que se percibe respecto a la capital, hasta tal punto que esta novela ha sido interpretada por un historiador en términos de lucha de clases (Sebastià, 2000: 92-93). Y es que, si bien los Poblados Marítimos han constituido para la ciudad de Valencia “su prolongación natural al mar”, no es menos cierto que ésta “durante mucho tiempo vivió de espaldas a la mar (y tal vez todavía vive), situación que va a condicionar las relaciones entre estos dos núcleos”
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62 (Boira Maiques, 1987: 14). Su separación física respecto a la ciudad hasta fechas muy recientes se refleja, a decir de dos estudiosos, “en la seua morfologia, però també en les tradicions i en la mateixa percepció d’identitat i diferenciació respecte de la ciutat de València, que caracteritza el habitants del Grau i CabanyalCanyamelar” (Boira Maiques / Serra Desfilis, 1994: 7). Debe advertirse, por otra parte, que aunque El Cabanyal y El Canyamelar forman un mismo barrio a efectos administrativos -e incluso simbólicos-, hay un fuerte sentimiento de pertenencia por parte de los vecinos a cada una de las dos partes de lo que fue el antiguo Poble Nou de la Mar, por lo que es justificable considerarlos a la vez como un único barrio y como dos barrios diferenciados. En realidad, la consideración al respecto dependerá del punto de referencia que se adopte: uno frente al otro se perciben como divididos; de cara al exterior, reafirmarán su unidad. Tales sentimientos, profundamente ambivalentes, hunden sus raíces en la histórica dualidad social que durante mucho tiempo dividió a un Cabanyal pescador de un Canyamelar con mayor población flotante (principalmente veraneantes) y dedicado en mayor medida a las actividades portuarias más burocráticas, diferencias que se acentúan notablemente en el caso del Grao (Boira Maiques, 1987: 46-48), barrio respecto al cual los dos anteriores se autoperciben y definen de manera más unificada. Por otra parte, la evolución histórica de estos barrios hará que con el tiempo sea este último el más asimilado a la ciudad, lo que no significa la pérdida total de un sentimiento de identidad diferenciada: “A pesar del tiempo transcurrido desde la pérdida de su independencia municipal, el Grau y, sobre todo, el Cabanyal-
Canyamelar, continúan constituyendo peculiares entramados urbanos y humanos en el tejido de la actual ciudad de Valencia” (Boira Maiques, 1998: 35).
Su urbanismo, especialmente en el caso del Cabanyal y Canyamelar, delata su origen: calles largas y estrechas, paralelas a la línea de la playa, contrastan en el plano con una ciudad que ha crecido fundamentalmente en base a círculos concéntricos. Entre 1875 y 1939, la mayor parte de las viejas barracas fueron sustituidas por casas de obra, constituyéndose así la actual disposición cuadriculada de sus unidades vecinales, “con largas y estrechas manzanas compuestas por numerosos edificios de escaso porte” (Boira Maiques, 1987: 20), con casas de dos pisos cuyas fachadas oscilaban entre los cuatro y los nueve metros, y que destacaban además por una decoración modernista popular, “con muestras también de eclecticismo e incluso de racionalismo” (Boira Maiques, 1998: 35). Debe hacerse notar también la pertinaz resistencia al cambio que el entramado parcelario ha demostrado a lo largo de más de dos siglos: si tomamos como puntos de referencia la posición de las iglesias de Nuestra Señora de Los Ángeles (El Cabanyal) y Nuestra Señora del Rosario (El Canyamelar), comprobamos que el Plano Geográfico de la Población de la Playa, elaborado en 1796, coincide de manera notable, en el núcleo del antiguo Poble Nou de la Mar, con el levantado para el Plan General de Ordenación Urbana en 1988 (Herrero, 2003: 64-65). Según un notable estudio de geografía de la percepción, tal disposición ha tenido importantes repercusiones en la construcción de unos marcados límites “naturales” del barrio, límites reforzados por unas fronteras claramente perceptibles: tres acequias -hoy sepultadas
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64 por calles transversales relativamente anchas - de sur a norte, vías férreas al oeste y el mar al este (Boira Maiques, 1987: 75-92). Durante mucho tiempo, la vía del tren Valencia-Barcelona, al borde oeste del barrio, constituyó una “auténtica barrera insalvable entre el Cabanyal y el Canyamelar y el resto de la ciudad” (Boira Maiques, 1987: 78), hasta su soterramiento en 1991. No es de extrañar, pues, que aún hoy sea frecuente escuchar expresiones como “me’n vaig a València” para indicar un desplazamiento hacia el interior de la ciudad. Tal disposición urbanística, unida al aislamiento físico, habría devenido en la construcción de un fuerte sentimiento de unidad vecinal: “La sensación de unidad vecinal viene dada pues, tanto por su relativa homogeneidad física y su ‘compacidad’ morfológica (organización en largas calles paralelas, claramente diferentes de su entorno), como por la claridad de sus fronteras. Este hecho, viene a reforzar la sensación de ‘barrio’, de unidad vecinal claramente definida, que es una de las características del Cabanyal-Canyamelar” (Boira Maiques, 1987: 76).
Cabe señalar que las consideraciones de Boira vienen a corroborar no sólo las ideas de Lynch -en quien se apoya-, sino también, las que, desde la antropología, ha planteado Hannerz a propósito de los límites espaciales de los barrios, pues, según este autor, “cuando existe en común algún centro o sentido de las fronteras que impida que las definiciones de los barrios se conviertan en algo centrado en el ego y, por lo tanto, sólo coincidentes en parte, las relaciones de vecindad pueden echar a andar con mayor facilidad” (Hannerz, 1993: 293).
23 Se trataba de las acequias del Riuet, d’En Gash y de Pixavaques, base del alcantarillado que actualmente discurre bajo las calles de Francisco Cubells, Avenida del Mediterráneo y Pintor Ferrandis, respectivamente. La acequia d’En Gash era la frontera entre El Cabanyal y El Canyamelar (como hoy sigue siéndolo la Avenida del Mediterráneo). La de Pixavaques dividía El Cabanyal del Cap de França (hoy plenamente integrado dentro de El Cabanyal) (ver plano del barrio en figura 3).
Ha sido éste, además, un barrio con un positivo nivel de percepción de las relaciones humanas establecidas en su seno, cuyos habitantes confieren una elevada importancia al contacto social con sus vecinos: desde la disciplina geográfica se ha podido decir del CabanyalCanyamelar que conforma “una unidad bastante homogénea, tanto en su historia, como en su urbanismo y en la imagen creada del mismo en la mente de sus habitantes. Un barrio preocupado eminentemente por las relaciones sociales, por la unidad vecinal y por las señas de identidad peculiares. Un barrio que, como reflejando su propia estructura y morfología interna en la cara opuesta de un espejo, se reconoce en sus calles. Vive en sus calles. Pasea, recuerda y describe a través de sus calles” (Boira Maiques, 1987: 104).
Calles que, de manera significativa, aparecen salpicadas por lo que en la retórica de escritores costumbristas locales, son definidos como rincones “entrañables”: hornos cargados de historia, Lonja de Pescadores, tabernas añejas, casinos, escuelas, casas natalicias de “prohombres”, etc. Significativa es, al respecto, la producción de una literatura producida desde el interior del barrio, y estrechamente vinculada al mismo, y que cuenta con títulos tan elocuentes como Contes d’un Cabanyaler (Monzó Expósito, 1970), Viejo Cabañal (Damiá Maiques, 1970), o Del puerto a la playa (Damiá Maiques, 1973). El propio callejero es susceptible de ser analizado como un ejercicio de memoria, pues son numerosas las calles que dedican su nombre a algún hijo ilustre -o no tan ilustre- del barrio. Parece conveniente señalar también que el Marítimo goza de una densa vida asociativa: si nos atenemos a la encuesta realizada en 1994 por el Instituto de
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66 Investigación en Ciencias Sociales para el conjunto del Arciprestazgo San Pío X, el 44% de la población pertenecía entonces a algún tipo de asociación, destacando por su cuantía la pertenencia a asociaciones vecinales (INCIS, 1994: 150-153), cuya evolución parece no haber corrido del todo paralela a la tendencia detectada por Ninyoles (1996: 49) para el conjunto de la ciudad de Valencia entre 1985 y 1993. No sólo éstas son importantes: ateneos culturales, casinos, casales falleros, sociedades de colombaires o bandas de música contribuyen, especialmente en El Cabanyal-Canyamelar, a densificar las redes de sociabilidad dentro del barrio. Quizás valga la pena recordar, asímismo, que la vida asociativa del Marítimo ya gozaba de buena salud con anterioridad al período franquista (Corbín Ferrer, 1994: 193-209; Sanchis Pallarés, 1998), consideración que impide importar a nuestro terreno la tesis expuesta por Javier Escalera, quien explica la importancia numérica del fenómeno cofradiero andaluz como un sustitutivo de otros tipos de asociacionismo, lo que, a la inversa, permite explicar que en nuestro caso el auge de otros tipos de asociaciones no haya repercutido en una decadencia de las festivoreligiosas (cf. Escalera Reyes, 1990a, 1990b). Para terminar este apartado, se recordará que, también en el aspecto deportivo, estos barrios han conseguido articularse en torno a un potente símbolo identitario: se trata del Levante U.D., considerado habitualmente el segundo equipo de fútbol de la ciudad de Valencia, pero cuyo precursor es otro equipo de denominación mucho más localista: “el Cabañal”, que adoptaría en el año 1909 la denominación del actual equipo azulgrana (Sanchis Pallarés, 1998: 53-54). No es del todo ajena la historia de la Semana Santa Marinera a la existencia
24 Por ejemplo, no es infrecuente que una cofradía otorgue alguna medalla o distinción para conmemorar algún éxito del equipo, e incluso pueden verse banderas del Levante en la puerta de las sede de algunas cofradías.
de este club de fútbol; de momento, baste apuntar que, aunque la afición valencianista se ha expandido considerablemente por estos barrios durante las últimas décadas, una simple vuelta por sus bares basta para percibir la importancia que mantiene tal símbolo deportivo. Aunque se trata de un tema por estudiar, habría que añadir que éste es percibido frecuentemente como un factor más de agravio por parte de la ciudad, cuyo equipo de fútbol “oficial” (el Valencia C.F.) se lleva no sólo todas las glorias deportivas, sino sobre todo la atención prioritaria de los medios de información, así como los principales apoyos políticos. 5. Geografía religiosa: las parroquias A diferencia del Grao, El Cabanyal y El Canyamelar forman parte del Arciprestazgo San Pío X, demarcación eclesiástica que sí incluye, entre otros, barrios como la Malva-rosa que, por el contrario, no participan en la celebración semanasantera. Tampoco participan en ésta otras parroquias comprendidas teóricamente dentro del territorio de estos barrios: la de Nuestra Señora de la Buena Guía y la de San Vicente Ferrer; se trata en estos casos de iglesias de creación relativamente reciente, orientadas hacia las feligresías de los bloques de viviendas más cercanos a la playa, y en los que los problemas de desarraigo y marginación alcanzan unos niveles realmente destacables. A las tres parroquias ya señaladas en los epígrafes anteriores -una de las cuales pertenece al Grao, otra al Cabanyal y otra al Canyamelar-, hay que añadir una cuarta: la de San Rafael-Cristo Redentor, de creación relativamente reciente (1987), y que es fruto de la unión entre las parroquias de ambas advocaciones. Hace al caso aclarar que la parroquia de San Rafael se creó en la inmediata postguerra, fracturando
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68 en dos a la feligresía del Cabanyal, lo que no dejó de levantar suspicacias, resistencias soterradas y fuertes rivalidades, en la actualidad no del todo superadas (Martorell, 1997a; 1997b). Así pues, oficialmente, el entramado asociativo de la Semana Santa Marinera se vertebra en torno a cuatro parroquias, de las cuales dos pertenecen al Cabanyal (Nuestra Señora de los Ángeles y San Rafael-Cristo Redentor), una al Canyamelar (Nuestra Señora del Rosario), y otra al Grao (Santa María del Mar) (ver figura 3). Sin embargo, a efectos prácticos hay que añadir otras dos: una quinta es la parroquia de San Mauro-Jesús Obrero, ubicada ya en el barrio vecino de La Cruz del Grao, que vino a romper, a principios de los noventa, el perfecto cuadrilátero que sin ella dibujaría la Semana Santa Marinera, pudiendo ser considerada entonces tanto como un apéndice de la fiesta como una avanzadilla de ésta hacia el interior de la ciudad. Por fin, desde el año 2005, una sexta parroquia se ve involucrada -aunque muy tibiamenteen las procesiones: la de San Pascual Bailón, ubicada en el extremo occidental de la avenida de Blasco Ibáñez, completamente fuera del Distrito Marítimo y más cerca ya de la céntrica catedral que del Grao. En flagrante contraste con las opiniones que al respecto pudiera haber vertido Lefebvre –quien niega a la parroquia la facultad estructurante que pudo haber tenido en el pasado (1978: 197)-, la importancia otorgada por los habitantes de estos barrios a sus respectivas parroquias parece ser notable: hace algunos años, un autor afirmó que “la estructura interna del Cabanyal-Canyamelar se apoyaba, y todavía lo hace, sobre la división parroquial” (Boira Maiques, 1987: 47). Tal consideración, en tiempos de franca agonía de la vieja “civilización parroquial” (Hervieu-Léger, 1997)
25 Como se verá en capítulos posteriores, la cofradía que pertenece a esta parroquia no organiza, al menos de momento, procesiones por su propio territorio parroquial, al contrario de lo que sucede con la anteriormente mencionada iglesia de La Cruz del Grao.
podría parecer exagerada, pero lo cierto es que, según los estudios realizados a mediados de los ochenta por el citado geógrafo en diversos colegios del barrio, los niños atribuían un significativo papel a las parroquias a la hora de establecer una jerarquía de los monumentos más destacados del mismo (Boira Maiques, 1987: 54). Parece pues legítimo pues, desde el punto de vista de la construcción social del espacio, interpretar estas construcciones como lo que, según la terminología de Lynch (2004: 98-103) actuarían como “mojones”, es decir, elementos singularizados dentro del paisaje, que sirven como punto de referencia dentro de una ciudad (o dentro de unos barrios, en nuestro caso). Pero debemos tener en cuenta, además, que la estabilidad espacial ha actuado históricamente como un factor esencial para el mantenimiento de la memoria del grupo religioso, pues, como observó Halbwachs hace más de sesenta años, ésta “es tan continua como los lugares donde nos parece que se conserva” (2004b: 156); de ahí que las tradiciones religiosas tiendan a remontar sus orígenes a lugares muy determinados (Halbwachs, 2004b: 145-161). No sabemos, transcurridos veinte años, si los niños del Cabanyal-Canyamelar interpretarían sus parroquias hoy tal como lo hicieron para el citado estudio de Boira; en todo caso, como consecuencia del proceso secularizador, la sombra de sus campanarios es ya, a todas luces, incapaz de resguardar a todos los habitantes del barrio. Del proceso secularizador y, ligado a éste, del pluralismo religioso: ciñéndonos exclusivamente a religiones institucionalizadas, es fácil comprobar cómo Testigos de Jehová, adventistas del Séptimo Día y, sobre todo, evangelistas pentecostalistas (“aleluyas”), se expanden con fuerza en barrios de fuerte presencia gitana (como es el caso del Cabanyal-
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70 Canyamelar), aumentando la complejidad de la geografía religiosa de un espacio en el que ya ha aparecido incluso alguna pequeña mezquita (caso del Grao). Con todo, las parroquias nunca están del todo ausentes en el territorio de sus feligresías: mucho más allá de los límites de sus pórticos, actúan creando una topografía religiosa perceptible, por ejemplo, a través de las estaciones del Via Crucis que, jalonando regularmente las calles del barrio, indican al transeúnte -incluso a aquél que no sepa leer su iconografía- que se encuentra en un espacio en el que uno de los más tradicionales rituales católicos toma la calle al menos una vez al año. De hecho, no sólo en Semana Santa hay procesiones en el Marítimo: estas parroquias son el punto de partida de numerosas procesiones que jalonan un calendario festivo propio. Volveremos sobre el mismo para cerrar este capítulo; de momento, baste con señalar que la impronta católica juega en el mismo un peso fundamental. 6. Un espacio semantizado: territorio y lugar Ante todo lo enumerado, parece legítimo plantearse al respecto si, siguiendo la terminología que ha hecho célebre Marc Augé, no nos encontramos ante “lugares antropológicos” (1998: 49-79). Según el antropólogo francés, a diferencia del “no lugar” (espacio del anonimato, característico de la sobremodernidad), tres rasgos comunes servirían para considerar a todo lugar antropológico: se trata de espacios identificatorios, relacionales e históricos (1998: 58-61). El primero de éstos es sumamente importante, y parece plenamente aplicable a nuestro caso: cuando el monumento o el espacio pasan de ser un objeto identificable a convertirse en un rasgo identificador, se convierten en
elementos ritualizadores de gran eficacia a la hora de crear una identidad étnica. También parece claro que, como veremos a lo largo de los capítulos siguientes, cada parroquia se define no sólo por sí misma, sino fundamentalmente en relación a las otras; incluso, en el interior de cada una de éstas, la singularidad posicional de cada uno de sus elementos forma una configuración específica, que confiere al conjunto una identidad compartida. En fin, el lugar es histórico porque “conjugando identidad y relación, se define por una estabilidad mínima” (Augé, 1998: 60). Efectivamente, el lugar lo han hecho los antepasados, lo que contribuye a establecer una estrecha correlación entre pasado y presente. Y en nuestro caso, como suele suceder con este tipo de edificios, las parroquias contribuyen a destacar la sensación de “eternidad” del hecho religioso (Halbwachs, 2004b: 156-157; Rodríguez Becerra, 1998: 31) . Pero además, otro rasgo de los señalados por Augé resulta sugerente para nuestro caso: el lugar antropológico “es ante todo algo geométrico” (1998: 62). Según esta peculiar geometría, nuestra geografía cotidiana se basa en itinerarios (líneas), encrucijadas (intersección de líneas) y puntos de intersección. La definición parece realizada expresamente para definir el ya descrito entramado urbano de estos barrios, especialmente en lo que respecta al Cabanyal-Canyamelar, pero lo que más interesa destacar aquí es la definición que se nos da de determinados “centros de intersección”, como “centros más o menos monumentales, sean religiosos o políticos, construidos por ciertos hombres y que definen un espacio y fronteras más allá de las cuales otros hombres se definen como otros con respecto a otros centros y otros espacios” (Augé, 1998: 62).
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72 Aunque la terminología de Augé resulta, como mínimo, discutible (podríamos preguntarnos qué tipo de esencia se esconde tras la denominación de “antropológicos” aplicada a estos “lugares”), sí parece claro que nos encontramos ante un espacio semantizado; es decir, ante un territorio que acumula señas de identidad específicas, tanto para quienes viven en su interior como para los foráneos (García, 1976: 29). Llamémosles “lugares antropológicos”, o, sencillamente y respetando una larga tradición en ciencias sociales, simplemente “lugares”, parece claro que, en todo caso, nos encontramos ante espacios locales de las identidades más o menos compartidas, que crecen paralelos al “espacio global de los flujos” de la información y del capital (Castells, 1995), y que, aunque de manera más o menos subordinada, constituyen el reverso indisociable de éstos. Retener, sin embargo, exclusivamente estos aspectos supondría aprehender sólo una faceta de una realidad de múltiples caras. El Cabanyal, El Canyamelar y El Grao bien pueden haberse configurado como territorios cargados de sentido (lugares). Sin embargo, y como nos advierte Augé, “en la realidad concreta del mundo de hoy, los lugares y los espacios, los lugares y los no lugares se entrelazan, se interpenetran. La posibilidad del no lugar no está nunca ausente de cualquier lugar que sea” (1998: 110). Es por esto que en tiempos de globalización, el término se ha visto obligado a redefinirse: así, McDowell advierte que, lejos de definirse ya por unos límites categóricos, el lugar se definiría hoy “por la combinación y la coincidencia de un conjunto de relaciones socioespaciales” (2000: 147). En todo caso, el lugar tiene, como hemos visto, su historia, y ésta dista de haberse detenido, incluso en
estos barrios que practican con intensidad los más tradicionales rituales festivos del calendario católico. Antes de proceder al análisis de éste, nos detendremos en algunos de los cambios más recientes que vienen experimentando estos pueblos-barrios. 7. Transformaciones recientes Señaló hace tiempo David Harvey (1979) que cualquier modificación de la forma espacial de la ciudad tendrá sus correspondientes efectos sociales, especialmente si tales modificaciones se refieren a equipamientos colectivos. Vale la pena recordar aquí a Harvey porque, desde principios de los años 90, todo el Distrito Marítimo ha venido experimentando importantes actuaciones de reforma urbana, referidas especialmente al sector de la vivienda, que son susceptibles de provocar significativas transformaciones sociales. Así, la apuesta por parte del gobierno municipal de transformación radical de la fachada marítima está provocando un “procés de transició entre un sistema de llocs de ‘classe baixamolt baixa’ i un sistema de llocs de ‘classe mitjana’ dominant, amb les conseqüencies de substitució de població que açó implica” (Castelló Cogollos / Martínez Morales, 2004: 160). En el caso concreto del Cabanyal tal proceso de gentrificación o elitización residencial podría exacerbarse, de llevarse a cabo el proyecto, por parte del Consistorio, de prolongar la avenida de Blasco Ibáñez hasta el mar, operación urbanística que supondrá la demolición de un importante número de viviendas (más de mil quinientas), y el desplazamiento de numerosos vecinos fuera del barrio. Y es que, de manera un tanto paradójica, desde la declaración en 1993 por parte de la Generalitat Valenciana de buena parte del Cabanyal
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74 como Bien de Interés Cultural (BIC), este barrio no ha dejado de degradarse. En medio del triángulo dibujado por la Ciudad de las Artes y las Ciencias, el megaproyecto del Balcón al Mar, y la promoción turística de la playa, reforzado todo ello por la designación de València como sede mundial de la 32ª Copa de América del 2007, la prolongación de la avenida de Blasco Ibáñez puede ser vista como “un ambicioso proyecto de articulación de un entramado turístico que pretende crear una zona residencial nueva” (Gómez Ferri, 2004a), lo que ha dado pie a un importante movimiento de protesta vecinal, articulado fundamentalmente en torno a la Plataforma “Salvem El Cabanyal”, protesta en la que las formas locales festivas no han dejado de jugar su papel. Frente a la estigmatización del barrio causada por un tejido urbanístico y social en continua descomposición, su reactivación patrimonial es una de las estrategias empleadas por dicho movimiento vecinal para hacer frente a los proyectos del Ayuntamiento (Gómez Ferri, 2004a, 2004b). En todo caso, bolsas crecientes de pobreza contribuyen a fortalecer procesos de segregación espacial reforzados por problemas de tráfico de drogas, prostitución y conflictos con minorías étnicas, que coexisten en poco espacio con pioneras edificaciones protegidas por sistemas de seguridad privada. Aunque la disposición urbanística del Cabanyal y Canyamelar sigue distinguiéndose todavía claramente de la del resto de la ciudad, en la práctica ya no hay solución de continuidad entre estos barrios y el resto de Valencia. Quizá sea difícil, en tales condiciones, mantener indefinidamente una identidad diferenciada, al menos sobre las bases en que ésta se ha sustentado durante la primera modernidad o “modernidad sólida” (Bauman, 2003c). Máxime cuando, desde posiciones
26 Ver, por ejemplo Levante-EMV, 7-3-1999, p.26; Levante-EMV, 31-3-1999, p.32.
poco sospechosas de insensibilidad hacia estos barrios, se demanda como necesaria una intervención urbanística, como apoyo a una ineludible intervención política sobre un espacio cada vez más necesitado (Boira Maiques, 2001). Se debe, pues, hoy más que nunca, evitar la tentación -tan extendida durante mucho tiempo entre los antropólogos, como señala Augé (1996: 98-99)-, de exagerar la homogeneidad cultural de una población circunscrita a un espacio determinado. No sólo porque, como advierten autores como Giddens (1993: 28-32) o Bauman (2003c: 99-138), la modernidad ha dislocado el espacio del lugar, sino porque las reordenaciones espaciales y temporales ocurridas en la modernidad avanzada, al complejizar la relación entre cultura y territorio, han contribuido a desterrar “el arraigado mito del ‘localismo premoderno’, nacido, hasta cierto punto, de las exigencias del trabajo de campo etnográfico” (Cucó Giner, 2004: 61). Nada más ingenuo, pues, que intentar tratar los barrios del Marítimo como islas culturales: ya no estamos ante “un territorio bien demarcado, apropiado por un grupo humano netamente definido, integrado simbólicamente y discontinuo respecto a cualquier otra isla adyacente” (Cruces Villalobos, 1997: 47). Al contrario, será difícil encontrar tradiciones comunes a la totalidad de un complejo mosaico social y espacial que se construye de manera cada vez más heterogénea. En las condiciones emergentes, el propio concepto de vecindario se vuelve más equívoco (cf. Hannerz, 1993: 292-300; Boissevain, 1999: 63). Esto significa que, desde los viejos Poblados Marítimos, la alteridad hoy ya no puede definirse exclusiva o principalmente, como en tiempos de Blasco Ibáñez, en relación a la ciudad de Valencia, aunque
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76 ésta siga siendo, como veremos, fundamental para la explicación de la dinámica del ritual festivo. Alterada la composición social, desdibujados ya los confines de la identidad territorial, y seriamente amenazados ambos de difuminarse todavía más, el sentimiento de pertenencia al lugar sólo puede sufrir transformaciones, aunque éstas nunca sean unidireccionales: como afirma Linda McDowell (2000: 145-182), también un barrio puede ser global, y la idea concreta que del mismo se harán sus habitantes será el resultado de la combinación de su historia particular con los efectos que las transformaciones contemporáneas operan sobre el mismo. Las transformaciones globales o translocales se rearticularán, pues, sobre la matriz local. Como se verá, el ritual refleja tales transformaciones y, en ocasiones, aunque sea de manera conflictiva, las sanciona. 8. El calendario festivo y los usos del territorio Este breve recorrido por los barrios del CabanyalCanyamelar y del Grao quedaría incompleto sin una breve presentación de las especifidades de su calendario festivo-ritual, aunque sea de manera sumamente descriptiva. El tema dista de ser baladí, no sólo porque la Semana Santa Marinera es el punto álgido de un calendario que adquiere una dimensión sistémica o autorreferente, sino porque, como ha señalado oportunamente Zerubavel (1992), la formación de un calendario festivo propio es un requisito indispensable para que un grupo se constituya como tal. Está aún por realizarse un análisis pormenorizado de la específica evolución experimentada al respecto por los Poblados Marítimos, pero la información recogida durante el trabajo de campo ha permitido verificar la existencia de un calendario denso, y atravesado por una fuerte
27 No por ello cerrada, como tendremos ocasión de comprobar unas líneas más adelante, sino capaz de interactuar con otros calendarios festivos, que implican a grupos humanos y a territorios más amplios y complejos.
impronta local, jugando el mar, o la playa, un papel simbólico clave en muchas de estas festividades, como la de la Virgen del Carmen, la de Nuestra Señora de la Buena Guía, o la del Cristo del Grao, cuya mítica aparición se rememora anualmente mediante su arribada al puerto en un barco. Los viejos espacios de trabajo marinero se reconvierten así en espacios festivos y lúdicos, sin perder por ello su carácter esencialmente religioso, rasgo que se acentuará notablemente durante las celebraciones semanasanteras, como tendremos ocasión de comprobar más adelante. En efecto, cada uno de estos barrios vive a lo largo del año sus propias festividades, destacando por su poder de convocatoria –al margen de la Semana Santa- la del Cristo del Grao (en mayo), o la del Cristo del Salvador en el Cabanyal (en noviembre). Ésta última es el punto álgido de un ciclo procesional particularmente intenso en otoño, que se inicia en septiembre con la procesión de la Virgen del Rosario (en El Canyamelar), y continúa con las del Cristo del Perdón (en octubre), las del Cristo de la Concordia (en La Cruz del Grao), y la del Cristo del Salvador y del Amparo en noviembre (también en El Cabanyal, pero en la parroquia de San RafaelCristo Redentor). Debe destacarse también que El Cabanyal y El Canyamelar celebran también, de manera conjunta, una procesión de Corpus Christi, que se realiza después de la del centro de la ciudad. Por fin, otras pequeñas procesiones como las de la Virgen del Carmen o la de Nuestra Señora de Los Ángeles, en pleno período estival, contribuyen a confirmar las especifidades de un calendario festivo propio, jalonado por otras múltiples festividades que se limitan a la celebración litúrgica, acompañada de los consabidos actos lúdicos: pirotecnia, animaciones diversas, comensalidad, etc. En esta categoría entrarían festividades como la de la Preciosísima Sangre de Cristo en julio (en El Cabanyal), o la del Santísimo Cristo de los Afligidos en septiembre (en
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78 El Canyamelar), por citar sólo unos casos. Por otra parte, prácticas como la custodia de determinadas imágenes de culto, o reliquias diversas en domicilios particulares de vecinos a lo largo del año (que se convierten así en centros de microperegrinación semipúblicos y semiprivados), contribuyen a la simbolización del espacio, desde unos referentes explícitamente extraídos de una religiosidad de clara matriz católica y de genealogía barroca. Se detallan en el cuadro I.2 las principales festividades del CabanyalCanyamelar y del Grao, ordenadas según el ciclo estacional anual. En el mismo se ha incluido al barrio de La Cruz del Grao porque, como se indicado al hablar de las parroquias, cuenta con una imagen que se encuentra formalmente adscrita a las procesiones de la Semana Santa Marinera, aunque tiene su propia festividad, que discurre por las calles de su feligresía. CUADRO I.2: Calendario festivo del Cabanyal, El Canyamelar y El Grao EL CABANYAL
EL CANYAMELAR
PRIMAVERA
EL GRAO
LA CRUZ DEL GRAO
VALENCIA
Semana Santa Marinera Cruces de Mayo
Cruces de Mayo
Cruces de Mayo Cristo del Grau
Sant Vicent Corpus Christi VERANO
Nit de Sant Joan Virgen del Carmen Ntra. Sª. de los Ángeles
OTOÑO
Virgen del Carmen Ntra. Sª. del Rosario
Cristo del Perdón Nou d’Octubre Cristo del Salvador
Cristo de la Concordia
Cristo del Salvador y del Amparo La Buena Guía INVIERNO
Noche de Reyes
Carnaval
Moros y Cristianos Fallas (En negrita las festividades vinculadas directamente con la Semana Santa Marinera). Fuente: elaboración propia.
Carnaval
Carnaval
Como puede verse, en el cuadro se ha incluido a la ciudad de Valencia, porque estos barrios comparten con ella sus festividades principales, pero no es infrecuente que se les intente imprimir un marchamo diferenciador. Resultan al respecto sumamente ilustrativas las consideraciones de un Regidor de Fiestas del Ayuntamiento de Valencia, dirigiéndose al colectivo fallero del Distrito Marítimo: “(...) los Ayuntamientos de Vilanova del Grau y de Poble Nou de la Mar al disolverse, incorporaron a la ciudad toda su fachada marítima al norte del viejo Turia, con sus tradiciones, su riqueza paisajística, sus gentes con su personalidad marinera y su patrimonio cultural que pasó a impregnar al resto de la ciudad y a enseñarnos a mirar y a amar más a nuestro Mediterráneo. Una gran parte de la personalidad de aquellas gentes sigue viva en los falleros de l’Agrupació del Marítim que la ponen de manifiesto a cada ocasión en sus actividades, en su trabajo y 28 La Agrupación de Fallas del Marítimo en el año del centenario. València: Agrupació de Falles del Districte Marítim, 1998, p.15.
en el mantenimiento de sus tradiciones.”
Retórica al margen, resulta significativo de este texto que, desde las instancias políticas locales, se aluda a una “personalidad marinera”, susceptible de “impregnar al resto de la ciudad”, máxime teniendo en cuenta los enfrentamientos históricos entre Poblados Marítimos y Valencia, aludidos anteriormente. Y es que, como se avanzó con anterioridad, los tiempos están cambiando, y las identidades vinculadas a territorios se transforman con ellos. Pero volviendo al calendario festivo local, y como se aprecia en el cuadro I.2, dentro del Marítimo hay que ubicar también otras procesiones en parroquias que, ubicadas dentro del Cabanyal-Canyamelar, no pertenecen a la Semana Santa, como la festividad de la Buena Guía (en noviembre), o la de San Vicente
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80 Ferrer. La vida festiva de estos barrios es mucho más apretada, pues éstos comparten otras festividades con el resto de la ciudad: las ya aludidas Fallas en primer lugar, pero también otras, como las Cruces de Mayo (que se celebran de manera fragmentada) o los Moros y Cristianos (que se celebran de manera conjunta). Como en el caso del Corpus, también se ha conseguido imprimir a estas fiestas un marchamo propio: el caso más espectacular lo constituyen los desfiles de comparsas de Moros y Cristianos que, pese a su carácter novedoso, se han convertido ya en un punto de referencia importante dentro del calendario festivo del barrio: en 1996 empezaron con catorce filaes, que eran ya cuarenta y cuatro en el año 2000 (una de ellas nacida precisamente en el seno de una hermandad de penitentes). Parece pues, que nuestro caso no permite seguir sin más matices a Giddens (1993), cuando afirma que la separación entre tiempo y espacio es una de las fuentes dominantes de la modernidad. Ahora bien, no es menos evidente que el calendario festivo esbozado desborda con amplitud los límites territoriales de los barrios que se han venido analizando. Un ejemplo evidente lo suponen las Fallas, cuya Agrupació del Marítim no sólo abarca un territorio mucho mayor que el del conjunto del Cabanyal-Canyamelar y Grao, sino que introduce una fractura entre las dos mitades del antiguo Poble Nou de la Mar, al situar a las comisiones falleras de cada barrio dentro de sectores distintos. Las formas de apropiación y definición de un mismo territorio pueden pues variar, en función tanto de la comunidad celebrante como del objeto celebrado. Y en determinadas ocasiones, incluso puede suceder que ambos factores utilicen,
29 No sólo fragmentada desde el punto de vista del barrio: detrás de las distintas cruces suele haber tanto comisiones falleras como cofradías de Semana Santa, que se adhieren de manera individual y voluntaria a la festividad, sin implicar al resto de colectivos del barrio.
30 Levante-EMV, 4-3-2000, p.56.
31 El Cabanyal con la Malva-rosa y Beteró (al norte); El Canyamelar con El Grao y Natzaret (al sur).
resignificándolo completamente, un espacio que no es en ningún caso el de las interacciones cara a cara: la identidad de barrio queda claramente difuminada cuando, la noche de San Juan, el territorio del Marítimo se ve masivamente ocupado por los vecinos de Valencia, que acuden a encender sus hogueras a las orillas de la playa. Aquí, el espacio es usado de manera muy distinta, pues evidentemente ya no podemos hablar con propiedad de una fiesta del Marítimo, sino que sería más correcto hacerlo de una fiesta valenciana en el Marítimo. Sería incorrecto, sin embargo, considerar las fiestas señaladas según un modelo progresivamente inclusivo, según el cual habría rituales locales (de parroquia, de barrio), encapsulados dentro de los que abarcarían al resto de la ciudad (Fallas), que a su vez estarían incluidos en otros de rango estatal o global (Noche de Reyes, en Navidad), reproduciendo cada uno de ellos identidades ampliadas progresivamente. Como propone Renato Ortiz, el espacio hoy debe ser tratado “como un conjunto de planos atravesados por procesos sociales diferenciados” (1996: 14). En realidad, pues, sería más ajustado enfocar el ciclo festivo dentro de un modelo “cronotópico”, atendiendo a las prácticas y discursos que conectan o desconectan las coordenadas del contexto local y las de la sociedad global (Cruces Villalobos, 1997: 45-58). El mismo espacio se recompone así en un proceso de hibridación cultural, de acuerdo a una dialéctica de temporalización específica, gracias a la cual el espacio-tiempo abstracto de un mundo globalizado se materializa en espacio y tiempo efectivamente vividos. Desde esa perspectiva, y en los barrios que nos ocupan, el ritual colectivo
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82 que actĂşa con mayor fuerza como dispositivo de autorreconocimiento es la Semana Santa Marinera. Tiempo es ya de adentrarnos en ella.
II “TRONABA EN LAS CALLES DEL CABAÑAL”: APROXIMACIÓN HISTÓRICA A LA SEMANA SANTA MARINERA
84 Carecemos todavía de un estudio detallado que, basándose en una metodología rigurosa y en consonancia con las nuevas corrientes de la historia social, estudie el ritual festivo que aquí nos ocupa en su devenir histórico. Subsanar tal carencia escaparía a los objetivos del presente trabajo; sin embargo, se ha entendido que sólo desde una perspectiva de larga duración pueden comprenderse fenómenos como el aquí estudiado. No en vano, autores como Rodríguez Becerra han denunciado “la valoración insuficiente del pasado en la conformación del presente” como uno de los males característicos de la antropología andaluza en el campo de estudio de las fiestas y la religión (1998: 39); afirmación que, en realidad, no resultaría difícil extender mucho más allá del ámbito del ritual, para hacer de ella una profesión de fe metodológica: el antropólogo, como el sociólogo, “ha de interrogarse, e interrogar a la realidad social, acerca del cursus sufrido por aquello que estudia, sobre cómo ha llegado a ser como es, e incluso por qué ha llegado a serlo” (Beltrán, 1998: 21). Antes de seguir adelante cabe advertir que, pese al vacío señalado, el panorama historiográfico sobre nuestra fiesta se ha enriquecido considerablemente durante los últimos años, debiéndose destacar aquí al respecto las tres monografías realizadas sobre sendas hermandades por Martorell (1997a; 1997b; 1999), y la monumental historia de la Junta Mayor realizada por Chiner Gimeno (2001). Este capítulo se limitará, pues, basándose tanto en los estudios preexistentes como en fuentes primarias, a establecer las principales fases atravesadas por la fiesta, entendida ésta en relación dialéctica con las transformaciones experimentadas por la sociedad en la que se inserta. El objetivo prioritario de este capítulo
es pues comprobar cómo una gran fiesta del calendario tradicional católico es utilizada, en el concreto plano local en que nos situamos, como un instrumento de construcción y reproducción de una identidad, así como apuntar algunas de las transformaciones que en este sentido se observan durante los últimos años. Utilizando la terminología de Hobsbawm y Ranger (1983), asistiremos en este capítulo, en definitiva, al proceso de invención y reconstrucción de una tradición. Como se verá, lejos de cualquier evolución unilineal, éste se verá sometido a frecuentes indeterminaciones, reinvenciones y recombinaciones, hasta llegar a constituir la fiesta su configuración actual. 1. Mitología fundacional Al intentar aproximarnos a las primeras fases vividas por lo que terminaría configurándose como la fiesta que aquí se analizará, encontramos que, en la única –y no muy sólida- “Historia general de la Semana Santa Marinera” de la que en la actualidad disponemos, se arranca con una sorprendente ambigüedad: “Los orígenes de la Semana Santa Marinera de Valencia se remontan al siglo XV, cuando se crea una agrupación llamada ‘Concòrdia dels Disciplinants’ o concordia de los que hacen disciplina, de la que fue Prior San Vicente Ferrer. Esta entidad realizaba actos de penitencia y caridad al llegar la semana santa. Si la Semana Santa Marinera entronca o no con esa agrupación es algo que no puede asegurarse” (Morales Monsalve, 2002: 40).
No resulta difícil apreciar cómo, en el citado fragmento, contrasta la decisión con la que se empieza determinando el origen de la fiesta, con las dudas inmediatas acerca
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86 de la misma, que ponen en realidad en solfa lo que se acaba de afirmar. Con todo, y pese a su incoherencia, podríamos atribuir a este texto un talante algo más crítico que el habitual, pues en la historiografía oficial parece de consenso situar a San Vicente Ferrer como padre fundador de la fiesta que nos ocupa. Según este relato, el santo dominico habría sido el organizador y prior de la ya aludida “Concòrdia dels Disciplinants” con base en la Iglesia de Santa María del Mar, en El Grao: el protagonismo del predicador valenciano ha sido aceptado sin reservas por autores como Pedro de los Reyes (1944), Vidal Corella (1978: 9), Domínguez Moltó (1981: 41-42, 54), Amat i Torres (1997c: 66), o Nicolau Fossati (1997), por ceñirnos sólo a algunos casos significativos que han sucumbido a lo que Eliade llamaría “el prestigio mágico de los ‘orígenes’” (2003: 29-44). Sólo recientemente, la escrupulosidad documental de Chiner Gimeno (2001, I: 19), ha venido a llamar la atención sobre el carácter “antihistórico” de la pretendida intervención vicentina, postura que está en la base de las dudas que hemos visto aparecer en el citado fragmento de Morales Monsalve. Aunque no se ha podido documentar con certeza el origen de tal atribución, resulta claro, en primer lugar, que, en lo que a nuestra fiesta se refiere, el protagonismo del santo valenciano es una invención relativamente reciente -o, para ser más exactos, una adaptación local de una tradición extendida por un ámbito geográfico mucho más amplio y difuso-. Pero resulta claro, también, que éste cumple una función esencialmente mítica: como se ha repetido en múltiples análisis del mito, una de las funciones de éste consiste en borrar el tiempo histórico; de ahí que poco importe a efectos prácticos esa “antihistoricidad” denunciada por
32 Por poner un par de ejemplos, en el año 1600 Fray Francisco Diago nos dice que San Vicente Ferrer fue el “primer inuentor de la diciplina (sic) publica con procession”, pero no alude a Vilanova del Grau, pese a que sí lo hace a otras localidades, como Graus o Mondragón (1600: 125). Previamente, Diago (1599: 177) había aludido a las procesiones de disciplinantes en Valencia en Viernes Santo, pero tampoco alude a este territorio. Lo mismo sucede, más de ochenta años después, con otro dominico de pluma mucho más plúmbea y oscura, Fray Andrés Ferrer de Valdecebro (1682), quien matiza que San Vicente “dispuso la disciplina de sangre de la manera que hoy en todo el Christianisimo (sic) se executa la Semana Santa, la quaresma, y algunos días del año, como las fiestas de la Santisima Cruz” (1682: 40). Tampoco aquí aparecen alusiones a los Poblados Marítimos de Valencia, lo que no desanima a algunos de los entusiastas defensores del papel del dominico valenciano: “No deja de llamar poderosamente la atención la casual homonimia de los dos topónimos que en el presente artículo ocupan nuestro pensamiento, Graus de Aragón, y Grau de Valencia” (Nicolau Fossati, 1997: 125).
33 Ver Brosel Gavilá (2003: 33); Andrés Ordax (1993a: 139); Moreno Navarro (1997a: 28).
Chiner Gimeno: la veracidad histórica y la autenticidad mitológica (o identitaria) siguen lógicas claramente diferenciadas. Las dudas de Morales Monsalve se convierten así en un ejemplo de esas variaciones sobre el mismo tema que, retomando una terminología musical, Hans Blumenberg detecta como características del lenguaje mitológico, y que hacen del mismo “algo apto para la tradición” (2003: 41). Sin entrar en estériles discusiones sobre la mayor o menor veracidad acerca del protagonismo del santo valenciano -mito que, por otra parte, se encuentra en muchas otras semanas santas, tanto del País Valenciano como fuera de las fronteras del mismo-, más interesante parece señalar que su invocación no resulta meramente erudita, sino que se atribuye a nuestro apocalíptico predicador el haber dotado a las celebraciones de un marchamo indeleble. Desde esta perspectiva, se ha podido reivindicar sin titubeos la figura del santo, “en cuya febril actividad está la clave de cómo entendemos hoy, pasados los siglos, nuestra fiesta mayor” (Nicolau Fossati, 1997: 124). Por otra parte, este mito nos permite comprobar que se cumple aquí también la advertencia de Ricardo Sanmartín, para quien “alejar en el tiempo el origen de unos símbolos es estrategia común a toda afirmación de identidad” (1993: 46). Cabe advertir, sin embargo, de la inutilidad que resultaría de intentar buscar lo que de histórico o verdadero hay en el tema, es decir, pretender precisamente dar el paso del mito al logos: bastante se ha escrito ya sobre la escasa o nula importancia que para el científico social tiene la búsqueda de los orígenes supuestamente auténticos de cada fiesta, rito o tradición (Prats, 1995); vano sería pues aquí sucumbir a esa “obsesión embriogenética” que, según Marc Bloch, constituiría uno de los “ídolos” de la
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88 “tribu de los historiadores” (1985: 27-28). Sí se puede, en cambio, conjeturar que no parece demasiado probable que un enclave de estas dimensiones organizara, ya en la Edad Media, procesiones durante los días de Semana Santa, al menos con entidad suficiente como para dejar huellas documentales, como sabemos que se hacían en la ciudad de Valencia, o en otras localidades de mayor envergadura que este modestísimo arrabal. Aunque es posible que algún tipo de celebración se realizase en unas fechas tan señaladas dentro del calendario cristiano, es difícil que ésta trascendiese todavía el ámbito estrictamente litúrgico o, a lo sumo paralitúrgico. No deja de ser significativo al respecto que, en los diversos tipos de documentación analizada por los historiadores, nada se diga acerca de cofradías penitenciales ni de procesiones en Semana Santa en la parroquia de Santa María del Mar durante toda la Edad Media ni, lo que resulta más elocuente, la Edad Moderna. Tal carencia resulta lógica para el período medieval, pues las cofradías pasionales, tal como las conocemos hoy, son un fenómeno que arranca del siglo XVI, y que se fortalece después del Concilio de Trento, es decir, durante la llamada Contrarreforma, habiéndose llegado a hablar de un “modelo barroco de Semana Santa” tras el mencionado concilio (Fernández Basurte, 1998). Característico de este período histórico es que, durante los días de Semana Santa, “el aparato religioso y la exaltación del fervor popular alcanzaban su paroxismo” (Callado Estela, 2001: 153), con manifestaciones religiosas que intentará controlar la jerarquía eclesiástica en toda Europa, en un complejo y conflictivo proceso que los historiadores han analizado en profundidad. Lógicamente, Valencia no escapa a tales conflictos: el debido decoro de las procesiones y
34 Sabemos de procesiones en Valencia a finales del siglo XIV: Brosel Gavilá (2003: 46). 35 En forma de representaciones en vivo de la Pasión, como las que sabemos se realizaban en otros lugares en el interior de los templos (Fernández Basurte, 1998: 40-41), en la puerta de los mismos (Chiffoleau, 1988: 49), o compaginando ambas situaciones (Mérimée, 1985, I: 53-64).
36 Cf. Cárcel Ortí / Boscá Codina (1996). Pese a que en las visitas ad limina de los años 1617, 1622, 1654, 1663, 1675, 1732, 1765, y 1885 se relaciona el estado de esta parroquia, nada se nos dice acerca de la fiesta de Semana Santa (organización, procesiones, cofradías, etc). Cf. Cárcel Ortí (1989, II: 800, 836, 921, 965, 993, 1051, 1098-1099, 1392). Tampoco aparece ésta en los textos de historiadores del XVII como Escolano, quien relaciona todas las cofradías existentes en las parroquias de la ciudad (1610, V, capítulos XIX-XX). 37 Para un panorama general de las relaciones entre Iglesia y cultura popular durante los siglos XVI al XVIII, véase Burke (1996: 295-342).
otras actividades religiosas durante los días pasionales fue objeto de preocupación para el clero local, como han demostrado estudios como el de Callado Estela sobre la religiosidad en la Valencia del siglo XVII (2001: 147-156), pese a lo cual nunca aparece mención alguna a la parroquia del Grao. Con todo, no faltan las alusiones, más o menos fabulosas, a la existencia de procesiones de Semana Santa en los Poblados Marítimos durante la Edad Moderna. Por ejemplo, Pedro de los Reyes (1944) llega a afirmar que, en torno al año 1600, habría en la mismas pasos escultóricos, que acabarían engrosando las procesiones de Sagunto, especie que será continuada por autores posteriores. Entre éstos destaca por su retórica Domínguez Moltó, quien llega a afirmar –sin ningún tipo de apoyo documental- que “hacia el año 1600 aparecen los primeros grupos escultóricos que prestan a las procesiones callejeras una solemnidad, riqueza, esplendor y colorido, que impresionan plásticamente a los fieles” (1981: 54). Mucho más crítico se ha mostrado recientemente Chiner Gimeno, quien nos advierte al respecto que “se aportan como ‘dogma de fe’ datos de libros que en el momento de mencionarlos por primera vez hace ya cientos de años que se encontraban desaparecidos no indicándose en dónde habían sido leídos nuevamente” (2001, I: 19). Cabe apuntar, por otra parte, que el vacío en la documentación disponible no indica necesariamente que en estas fechas no hubiese celebraciones de la Pasión sino, tal vez, que sus dimensiones no eran significativas a los ojos de la jerarquía eclesiástica, por lo que no habrían dejado huellas documentales. Por otra parte, tampoco sería extraño que hubiese celebraciones de este tipo: por todas partes, la omnipresencia de
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90 procesiones es una práctica inherente a las formas de religiosidad barrocas (Mestre Sanchis, 1979: 539). Visto desde esta perspectiva, lo significativo no sería tanto tratar de establecer el origen exacto de las celebraciones de Semana Santa en los Poblados Marítimos -algo que, a lo sumo, serviría como estrategia de legitimación de la fiesta-, sino el cuándo y cómo éstos, a partir de un proceso de selección, decidieron establecer una reflexiva continuidad con el pasado a través precisamente de este ritual. En tal mecanismo de “reproducción en acción” encontró Raymond Williams la clave de ese proceso “de continuidad deliberada” que llamamos tradición (1994: 174). Entendida como la entendemos, pues, ésta sólo puede ser moderna (Bauman, 2001: 141-148). 2. “Sayones” y “granaderos”: la Semana Santa de los pescadores (1792-1923) Podemos, pues, situar el punto de arranque de la fiesta en los albores de la Edad Contemporánea. Tampoco ésta es, en sus inicios, pródiga en documentación: en realidad, incluso para el siglo XIX las noticias son escasas y muy poco explícitas, lo que es debido, en primer lugar, a la inexistencia de archivos documentales, tanto por parte de las cofradías como por parte de sus parroquias. Con todo, tampoco faltan en la bibliografía disponible informaciones que sorprenden por su pretendida precisión; por ejemplo, Corbín Ferrer (1994: 215-216), habla de una “Hermandad del Santísimo Cristo de la Concordia”, cuya fecha fundacional sitúa en 1800, en cuyo seno se irían introduciendo con el tiempo nuevas subdivisiones. Habla también este erudito de una “Concordia de Sayones del Santo Sepulcro de Villanueva del Grao”, e incluso de una “Asociación de Esclavas de Nuestra Señora de la Soledad”, formada en
38 Se ha vinculado la irregularidad de las celebraciones semanansanteras en toda España a los vaivenes políticos de la época: en períodos liberales o progresistas la fiesta desaparecería, para resurgir con gobiernos conservadores: cf. López Muñoz (1991: 341).
39 El texto ha sido publicado recientemente, en la parte referente a Vilanova del Grau, por Brosel Gavilá (1999), quien proporciona información acerca del autor.
1806. Sin embargo, las fuentes en las que dice basarse este autor habían desaparecido ya en el momento de escribir su texto. A tales carencias se suma el hecho de que, en la prensa de la época, las celebraciones aparecen tan sólo de manera esporádica, lo que puede deberse tanto a la escasa entidad que se otorgaba a los Poblados Marítimos, como a la posibilidad de que las procesiones careciesen de continuidad durante la primera mitad del siglo XIX -fenómeno documentado por ejemplo en Sevilla, como han demostrado Gómez Lara y Jiménez Barrientos (1995: 13-14), o en la propia Valencia, como documentó en su día Ariño (1993a: 91)-. Ante tales vacíos documentales, centraremos nuestros análisis sobre la fiesta en el siglo XIX en la información obtenida a través de unas pocas fuentes literarias. La primera data de 1847, y su autor es Basilio Sebastián Castellanos de Losada (Castellanos, 1847). La segunda corresponde a Vicente Blasco Ibáñez, concretamente al capítulo V de su novela Flor de mayo, publicada por primera vez en 1895 (Blasco Ibáñez, 1999). En tercer lugar, contamos con el testimonio de Morales San Martín, escrito ya dentro de la pasada centuria (1907). 2.1. Castellanos de Losada y la Semana Santa del Grao (1847) Empecemos con Castellanos de Losada. Éste se centra en Vilanova del Grau, y describe en primer lugar los actos que tenían lugar en Jueves Santo: “En la Villa Nueva del Grao existe desde 1792 una hermandad titulada Concordia de Jesús Nazareno, cuyo objeto es solemnizar la Pasion en el tiempo en que nos la recuerda la iglesia. La cofradia se divide en dos compañias, la una vestidos a la romana con su gefe y bandera, con el lema S.P.Q.R.
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92 (Senatus Populusque Romanus) y la otra de los soldados del Centurion que reconocieron al hijo de Dios. Estas compañías se reunen el Jueves Santo durante los oficios, despues de tres toques de llamada en sus respectivos cuarteles. En seguida acompañados de su correspondiente banda militar, van a por su gefe, bandera y por las imágenes de Jesús Nazareno y paso de los Azotes; los Sayones, nombre que dan a la primera comparsa, y la segunda denominada de los Granaderos, se dirige por la Virgen de la Soledad, tocando su musica piezas lúgubres. Colocado el Santísimo en el monumento, entran ambas compañías tambor batiente en la iglesia, y despues de colocar las imágenes en sus puestos custodiadas por una guardia de cuatro soldados y un oficial, se vuelven a dejar el gefe y banderas en sus respectivas casas, y marchando á sus cuarteles en donde se disuelven hasta el día siguiente; pero quedando avisados para relevar las guardias de honor espresadas de media en media hora” (Castellanos, 1847: 62).
Nos encontramos pues ante una fiesta organizada por una cofradía, que se divide a su vez en compañías: romanos, sayones y granaderos, con lo que aparece ya la hoy clásica distribución: los granaderos con la Virgen; los sayones con el Nazareno. El texto de Castellanos nos permite también aventurar que la fecha de creación de la hermandad de la “Concordia de Jesús Nazareno” (1792), es anterior a 1800, fecha que hemos visto proponer a Corbín Ferrer, y que es aceptada generalmente sin reservas en la historia oficial de la fiesta. En todo caso, lo que más interesa destacar, es que esta hermandad es creada según esta fuente a finales del siglo XVIII, es decir, después de la ofensiva lanzada por el gobierno ilustrado de Carlos III contra este tipo de asociaciones (cf. López Muñoz, 1991). Se trata pues de un tipo de organización más propia de los
albores de la modernidad que del ya declinante Antiguo Régimen: como sagazmente ha observado Callahan, durante el siglo XIX, “las viejas cofradías, reflejo de las categorías sociales tradicionales de un orden jerárquico se transformaron en simples asociaciones de individuos piadosos” (1989: 177). Así, las cofradías resurgen durante los inicios de la Edad Contemporánea sobre nuevas fórmulas, entre las que destaca la pérdida de su antiguo carácter socio-profesional y asistencial, para transformarse en cofradías de barrio, pues la nueva sociedad emergente, basada en el ideal del individualismo burgués, conlleva ineludiblemente el declive de las viejas prácticas colectivas (López Muñoz, 1991: 358-359), prácticas que deben ser encuadradas dentro del marco de esas “costumbres en común” de las que E.P. Thompson (2000) nos legó un panorama magistral. En cuanto a los acontecimientos de Viernes Santo, Castellanos es aún más explícito, y merece ser citado en extenso: “Más festivas són las santas ceremonias en Villa-Nueva del Grao. (…) hay aquí un Via-crucis, á los que los destemplados tambores y las bocinas llaman á los fieles antes de amanecer. Las compañías de sayones y de granaderos de que hablamos antes al tratar de esta villa, se reunen a las seis, los primeros en la puerta de la parroquia con el Nazareno y los segundos en un puesto acordado con la Soledad. Sale la procesión de la iglesia en el orden siguiente: dos estandartes con las insignias de la Pasion, los sayones con su música, y, entre ellos, la Magdalena, la Samaritana, María Santísima acompañada del amado discípulo y de las demas Marías representadas todas con trages adecuados por niñas de esta población, sigue despues un Santo Crucifijo tras del que va un coro cantando
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94 motetes de la Pasion. En cierto sitio para la procesion, y los sayones se dirigen á un huerto cercano donde esta el que hace de Cristo orando, y prendiéndole bruscamente y atándole las manos, le conducen á la presencia de Pilatos, el que desde un balcon, hace leer a su secretario la sentencia de Jesus, haciendo la ceremonia de labarse las manos protestando no tener parte en la muerte del Señor. En seguida llevado el que hace de Cristo á un sitio en que se halla la cruz, le desata las manos un sacerdote, y la cargan sobre sus hombros, en cuyo caso vuelve á andar la procesion. A poco tiempo sale al encuentro la Virgen de la Soledad acompañada de los granaderos con su música y despues de saludar y abrazar á su Santísimo Hijo, se incorpora la Soledad entre el Nazareno y el Crucifijo que corona la procesion. Tambien se hace aquí el paso de alquilar a Simon Cirineo, y despues que este va ya ayudando á llevar la cruz al que hace de Cristo, sale á poco rato una niña vestida de Verónica y le limpia el rostro, apareciendo estampado en el lienzo. Llega el Nazareno á la puerta Judiciaria y cae el Cristo segunda vez (sic), apareciéndose entonces siete niñas vestidas de luto y llorando, en representación de las piadosas hijas de Jerusalén, que encontró el Señor en la calle de la Amargura. Sucede despues la tercera caída en la que se ofrece al Cirineo a llevar la cruz hasta el Calvario, al ver el desfallecimiento de Jesus, lo que no consigue por la crueldad de los sayones: este es el último ceremonial, pues en seguida entra la procesión en la iglesia de donde salió. Empiezan acto continuo los oficios divinos, alternando las musicas mientras dura la adoracion de la cruz, formandose las comparsas al quitar al Señor del monumento; volviendo despues de los oficios las banderas a sus respectivos depósitos. El sermon de las Siete Palabras empieza á las doce, a cuya hora al pié del Cristo de la Agonía se colocan las niñas que representan a María y a la Magdalena, y el niño que hace de discípulo, situándose al frente las guardias de ambas comparsas. Concluye el sermon
que es intermediado de musica con un estrepitoso terremoto figurado, y con el acto de contricion, y en seguida se verifica la ceremonia del descendimiento de la cruz. Empieza el sermon, y al llegar al punto del descendimiento, lo verifican dos sacerdotes despues de pedir licencia a Pilatos sentado sobre un solio, y a la que representa a la Virgen, valiéndose para ello de escaleras colocadas al efecto, y ejecutándolo conforme va diciendo el predicador. Los dos sacerdotes que representan a José de Arimatea y á Nicodemus, presentan a la Virgen sucesivamente los clavos y corona de espinas, y despues de manifestar al Señor bajado de la cruz le colocan en un sepulcro de cristales que posee la cofradía de la Concordia” (Castellanos, 1847: 63-64).
40 Basta hablar con cualquier protagonista de la fiesta para corroborar esta afirmación, que es mantenida también por estudiosos de la fiesta. Como ejemplo, Domínguez Moltó: “En los primeros tiempos de esta cofradía de ‘La Concòrdia’, en las procesiones de Semana Santa no tenían imágenes. Estas eran suplidas por cofrades que, convenientemente disfrazados y caracterizados, representaban escenas de la pasión del Señor, acompañados siempre de gran número de encapuchados y flagelantes” (1981: 54). Hay que tener en cuenta que en tales fechas no había aún pasos escultóricos (Bernales Ballesteros, 1999).
Se trata pues de una representación teatralizada de las estaciones del Via Crucis, mucho más completa que las que pueden verse en vivo en la actualidad en las calles del Cabanyal y Canyamelar (ver capítulo IV). Resulta significativa esta aparición de penitentes representando a diversos personajes bíblicos, pues de ellos se ha afirmado que “han sido meros procesionantes, si bien siempre hubo y en los últimos años más alguna que otra representación plástica de un momento concreto de la Pasión y siempre en el contexto itinerante de la procesión del Vía-Crucis” (Amat i Torres, 1997c: 69). Volveremos a hablar en otro capítulo del papel que estos personajes juegan en la actualidad en el desarrollo del ritual; de momento valga avanzar la versión oficial de la fiesta acerca de los orígenes de los mismos, que es unánimemente atribuida a la escasez de recursos económicos para realizar pasos escultóricos. En realidad, la presencia de personajes bíblicos dentro de las procesiones es una muestra más de la tenaz resistencia de determinadas prácticas populares a
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96 desaparecer, pese a que, desde el Concilio de Trento, arrecian las prohibiciones por parte de la jerarquía eclesiástica de representar en vivo escenas de la Pasión, así como de otras manifestaciones parateatrales que se realizaban con motivo de procesiones o festividades religiosas, como Corpus, Navidad, etc. (Brosel Gavilá, 2003: 56-57). La efectividad de tales prohibiciones es sumamente dispar, pero parece que, al menos en lo que a Semana Santa se refiere, en ámbitos urbanos tuvieron mayor éxito que en núcleos rurales, ya que en éstos, la vigilancia de la jerarquía diocesana era menor, mientras que el bajo clero podía emplear éstas como un recurso didáctico, dirigido a gentes consideradas de bajo nivel cultural (Horcas Gálvez, 1997: 98). En todo caso, en numerosas poblaciones su efectividad es nula, lo que se demuestra por la propia reiteración de las mismas. El propio Castellanos (1847: 64) menciona la prohibición, lanzada en 1827 por el arzobispo de la diócesis, de que “se celebrase a lo vivo la Pasion del Señor, por los abusos é irreverencias que se cometian”, pero aunque afirma que no hubo resistencias al respecto, reconoce inmediatamente después que el gobernador eclesiástico volvió a conceder el permiso pasado cierto tiempo. Desde esta perspectiva se entiende mejor la integración de curas dentro de las escenificaciones: como ha señalado Brosel Gavilá (1999: 110), en el texto de Castellanos son dos sacerdotes quienes bajan a Cristo de la cruz y lo depositan en el sepulcro, lo que supone un cierto nivel de control simbólico por parte del clero local de las escenas representadas. Por otra parte, el texto de Castellanos de Losada podría servir quizás para reforzar la tesis de Munuera Rico (1989), para quien, durante las primeras décadas del siglo XIX, habrían triunfado, en sitios muy determinados
41 En Sevilla, a mediados del siglo XVII tales prohibiciones ya se han hecho en gran medida efectivas (Portillo / Gómez Lara, 1993: 128; Moreno Navarro, 1986: 181-184).
-como Lorca o Puente Genil -, los intentos por parte de la Iglesia de hacer salir en las procesiones de Semana Santa a personajes bíblicos y centurias de soldados romanos, inspirados en las por entonces ya caducas procesiones del Corpus. Sea o no así, parece claro, pues, que el proceso que en otras semanas santas condujo de la escenificación teatral al paso escultórico, se habría dado en nuestro caso de manera menos unilineal (vemos, ya en Castellanos de Losada, convivir ambos tipos de expresiones). Con todo, quizás lo más interesante para nuestro propósito sea señalar que aquí aparece por primera vez la Semana Santa como un indicador de diferencias locales: el “más festivas” con que hemos visto encabezar el fragmento de Castellanos, es fruto de la comparación de las procesiones del Grao con las de la ciudad de Valencia. Además, Castellanos se refiere a los actos que tenían lugar la tarde del viernes (procesión del Santo Entierro): “Despues de los oficios de la tarde, sale la procesion del Santo Entierro, en el órden siguiente: las banderas con los emblemas de la Pasion; cinco pasos en andas que representan los Misterios dolorosos del Santo Rosario, acompañados de cofrades con túnicas y caperuzas negras, y niños vestidos de ángeles con los instrumentos de la Pasion; el Santo Sepulcro bajo del palio rodeado de sayones con su musica; las niñas que representan á la Virgen, la Magdalena y el amado discípulo, y en fin la imagen de la Soledad escoltada por los granaderos precedidos de su música” (1847: 64).
Junto a sayones, granaderos y personajes bíblicos encontramos pues a los penitentes (vestas). Cabría advertir que éstos no aparecen aquí, como se suele dar por sentado en la historias más o menos oficiales de la
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98 fiesta (Morales Monsalve, 1991), rindiendo devoción a ningún crucificado. Por otra parte, la alusión a esos “cinco pasos en andas” nos permite pensar otra vez que la historia de la fiesta es menos unidireccional de lo que podríamos creer: a finales del siglo XIX, no encontramos ya ninguna alusión a este tipo de imágenes en las procesiones. No disponemos de ningún testimonio similar para el antiguo Poble Nou de la Mar, pero parece poco probable que se celebrasen procesiones antes del siglo XIX, ya que, como se señaló en el capítulo anterior, no había templos de envergadura antes de la Edad Contemporánea. En El Cabanyal, aunque la devoción al Cristo de San Salvador parece hundir sus raíces en un pasado mucho más remoto, hasta el año 1850 no cuentan con una imagen propia, y sería muy forzado vincular esta devoción exclusivamente a una imagen pasional, tratándose más bien de un culto de tipo cotidiano, cuya fiesta propia se celebraba -como continúa haciéndose en la actualidad- a principios de noviembre. Según Corbín Ferrer, desde mediados del siglo XIX existían, en torno a la entonces ermita de Nuestra Señora de los Ángeles, la Cofradía del Cristo de San Salvador, fundada en 1851 (1994: 216), y una corporación de granaderos cuya fecha de fundación desconocemos (1994: 234). En la de Nuestra Señora del Rosario, estaban la Hermandad del Cristo del Buen Acierto, fundada en 1872 (1994: 226; 1997), y los granaderos de la Virgen, fundados en 1882 (1994: 234). Acerca de éstos últimos, cabe decir que su presencia en las procesiones ha sido sistemáticamente justificada como una consecuencia de la invasión napoleónica (Morales Monsalve, 1991; 2002: 41; Corbín Ferrer, 1994: 214-215; Amat i Torres, 1997c: 66).
42 Se ha convertido ya en otro mito el vincular la devoción actual al Cristo del Salvador en El Cabanyal con la que, desde la Edad Media, los pescadores de la ciudad de Valencia profesaron a la imagen del Cristo de San Salvador, en la iglesia que, con esta advocación, se encuentra en el caso histórico de la ciudad: ver por ejemplo, Ferri Chulio (2003), versión que no es difícil escuchar oralmente de muchos semanasanteros.
43 Se trata de procesiones por el centro de Valencia, sin ninguna vinculación directa con los Poblados Marítimos: cf. Aledón (1999); para el Corpus, V. Cárcel Ortí (1986: II, 521).
44 En su estudio sobre la Semana Santa de Málaga durante el Barroco, Fernández Basurte ha documentado la presencia de acompañamiento tanto “militar” como “paramilitar”, pues se trataba tanto de grupos propiamente militares como de milicias urbanas, o de soldados romanos como los que aparecen también en nuestro caso en fechas muy posteriores (Fernández Basurte, 1998: 294-305).
Tal explicación puede parecer paradójica, si tenemos en cuenta, en primer lugar, la encarnizada resistencia que desde El Grao se ofreció a la invasión francesa (Sanchis Pallarés, 2005: 152-156) y, en segundo, la conocida “insensibilidad religiosa de los militares [franceses], que tan desastrosas consecuencias tuvo en España” (Woolf, 1992: 272). Sin embargo, sabemos también que, en la ciudad de Valencia, la colaboración del arzobispo con los invasores “permitió el desarrollo normal de la vida religiosa” en cuanto a actos de culto, procesiones y festividades se refiere, llegando las anticlericales tropas francesas a participar en procesiones, tanto de Semana Santa como de Corpus, en 1813, por lo que no es disparatado atribuir a la invasión francesa la fascinación por este tipo de uniformes. De todos modos, quizás sea más ajustado considerar que se trataría de una innovación local de tipo estético, pues la presencia de cuerpos armados en las procesiones es un fenómeno que, al menos en otras localidades, arranca de centurias anteriores. 2.2. Blasco Ibáñez: Flor de Mayo y la Semana Santa del Cabanyal (1895) En todo caso, y dada la aludida escasez de documentación, tenemos que esperar a 1895 para que Blasco Ibáñez nos ofrezca una vívida descripción de la fiesta, esta vez ubicada ya en Poble Nou de la Mar. A diferencia de Castellanos de Losada, Blasco no ofrece ningún dato concreto sobre la estructura organizativa de la misma. La presencia de la Semana Santa en su narración es casi accidental, fruto de su pretensión de retratar con su característico naturalismo a los pescadores del Cabanyal; así, súbitamente, al finalizar el capítulo IV de Flor de mayo, nos enteramos de que los dos hermanos protagonistas de la novela deben
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100 posponer su expedición de contrabando a Argel para después de Viernes Santo: “Pero el Retor no podía partir hasta el Sábado de Gloria. Bien deseaba él que fuese antes, pero la obligación es lo primero, y el viernes tenía que salir con su hermano en la procesión del Encuentro, al frente de la colla de los judíos. No así se abandona un puesto que venía ocupando la familia hacía no sé cuantos años, con gran envidia de muchas gentes. El traje de sayón era de su padre” (Blasco Ibáñez, 1999: 133).
Y en el capítulo V asistimos a una vigorosa descripción del Via Crucis de la mañana de Viernes Santo. Como botón de muestra del tono utilizado por Blasco en todo el capítulo, sirvan las primeras líneas: “Tronaba en las calles del Cabañal, a pesar de que el día había amanecido sereno. La gente echábase de la cama, aturdida por ese ruido sordo e incesante, igual al tableteo de lejanos truenos. Las vecinas, desgreñadas, con los ojos turbios y ligeras de ropas, salían a las puertas para ver con la azulenca luz del alba cómo pasaban los fieros judíos, autores de tanto estrépito, golpeando los parches de sus destemplados y fúnebres atabales. Los más grotescos figurones asomaban en las esquinas, como si, bajándose el almanaque, Carnaval hubiese caído el Viernes Santo” (Blasco Ibáñez, 1999: 135).
De la descripción de Blasco podemos inferir información más precisa que de las anteriores acerca del sujeto social de la fiesta. En un pasaje, afirma de manera un tanto vaga, que quien se disfrazaba era “la juventud del pueblo” (1999: 135), pero sabemos que los protagonistas del relato -sayones, aunque Blasco habla
de “judíos”- son dos pescadores, uno de los cuales llega a hacerse amo de barca gracias al contrabando. A lo largo de la novela, prácticamente todas las profesiones giran en torno al mar: desde la vendedora de pescado (Rosario), que tiene que arrastrar su carga hasta Valencia andando porque de venderla allí depende su supervivencia, hasta la propietaria del mejor puesto de pescado del Cabanyal, mujer relativamente acomodada, ya que tiene a su sobrina para que venda por ella (la tía Picores). Incluso el tío Mariano, que controla el contrabando marítimo en la zona, “a quien se tenía en el pueblo por incrédulo, porque jamás daba a ganar al cura una peseta” se muestra comprensivo cuando su sobrino le dice que hay que retrasar el viaje hasta el final de las procesiones (Blasco Ibáñez, 1999: 133134). Como en el caso de las Fallas de la época, pues, “no era la fiesta de los desheredados, pero mucho menos aún de los ‘distinguidos’” (Ariño, 1992a: 111). El sujeto celebrante de la fiesta es gente que vive con muchas estrecheces de su trabajo, para quienes posiblemente era más fácil todavía que para los menestrales de la ciudad atravesar la frontera hacia la indigencia, pero respecto a quienes el propio Blasco no advierte que los había más pobres (1999: 71). Usando una terminología un tanto imprecisa, pero en todo caso útil, podemos afirmar, sin lugar a dudas, que son la clases populares de los Poblados Marítimos las protagonistas de la fiesta. Además, Blasco proporciona información sobre quienes no salen en la procesión: las mujeres, que quedaban en las aceras “gimoteando ante la Madre dolorosa” (1999: 142), y los niños, que corrían en torno a los sayones “embobados por los vistosos uniformes” (1999: 136). Podemos comprobar, pues, que los excluidos de los
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102 papeles de mayor protagonismo son básicamente los mismos que se han analizado en la procesión del Corpus de la ciudad de Valencia en el siglo XIX. Por otra parte, habría que precisar que la ausencia de las mujeres es matizable: en el texto de Castellanos de Losada hemos visto a niñas representar a determinadas figuras bíblicas; Blasco se extiende más sobre éstas:
45 Ariño (1988: 447-450). Observa al respecto Honorio Velasco: “salvo que se considere que los espectadores, que desde balcones y ventanas, en la plaza o en las calles, la ven pasar, no forman parte de la procesión” (1992: 13).
“… en medio de esta chusma armada y feroz, iban pasando niñas talluditas con los carrillos cargados de colorete, vestidas de odaliscas de ópera cómica, con un cantarillo bajo el brazo para demostrar que eran la bíblica Samaritana, llevando en las orejas y la garganta el brillante aderezo tomado a préstamos por sus madres y completamente descubiertas las robustas pantorrillas, con polonesas y medias rayadas” (Blasco Ibáñez, 1999: 140).
Respecto a las mujeres, cabe destacar que las burlas de Blasco acerca de su identificación con el sufrimiento de la Virgen, pueden ser leídas desde perspectivas como la del ritual como “pantalla”, propuesta por Briones Gómez (1997: 211), quien, como se vio en la introducción, postula una adecuación entre el dispositivo simbólico que el ritual pone en marcha y la demanda de los sujetos que organizan y viven la celebración, en términos de la experiencia histórica de sufrimiento e injusticia vividas por el pueblo andaluz, perspectiva en la que coincide con otros autores que han tratado el mismo tema, como Moreno Navarro (1999: 79). Leemos también en Flor de mayo una vívida narración acerca de los comportamientos del tumultuoso público, y describe el autor además con cierto detalle algunas prácticas que preceden a las procesiones:
46 Refiriéndose a la imagen de la Virgen, dice Blasco: “Ella era la que atraía la atención de las mujeres. Muchas lloraban. “¡Ay, reina y soberana!” Aquel encuentro partía el alma. ¡Ver una madre a su hijo en tal estado! Era lo mismo -aunque la comparación resultase mala- que si ellas encontraran a sus chicos, tan buenos y honradotes, camino del presidio” (1999: 142).
“Las collas se habían reunido, y en filas de a cuatro marchaban sus guerreros, tiesos, solemnes y admirados como vencedores. Iban a la casa de su respectivo capitán para recoger la bandera que ondeaba en el tejado, fúnebres estandartes de terciopelo negro ostentando bordados los horripilantes atributos de la Pasión.” (Blasco Ibáñez, 1999: 138).
Prácticas que, aunque ya en relativo desuso, han llegado hasta nuestros días. Un poco más adelante, tales “collas” llegan a casa del capitán: “Sonaban acompasados los tambores ante la puerta, y el vistoso escuadrón agitó los pies, el tronco y la cabeza con rítmico contoneo, sin moverse del sitio, mientras Tonet y dos guerreros más, con imperturbable gravedad, subían al balcón para recoger el estandarte” (Blasco Ibáñez, 1999: 139).
Aparece también en Flor de mayo una descripción del Encuentro de Viernes Santo: los granaderos avanzaban por una calle escoltando a la Virgen; por otra marchaba la imagen del Nazareno, acompañado de judíos y “vestas”; ambas procesiones avanzaban en dirección opuesta, “moderando su paso, deteniéndose, calculando la distancia para llegar con exacta precisión” (Blasco Ibáñez, 1999: 142), hasta que por fin coincidían: “Llegó el instante del encuentro. Cesaron los tambores sus destemplados redobles; apagaron las trompetas sus lamentables alaridos; callaron las fúnebres músicas; quedáronse las dos imágenes inmóviles frente a frente, y sonó una voz quejumbrosa cantando con monótono ritmo varias cancioncillas, en las que se describía lo conmovedor del encuentro (…). Subieron y bajaron las imágenes, lo que equivalía para la gente
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104 a dolorosos y desesperados saludos que se dirigían la Madre y el Hijo” (Blasco Ibáñez, 1999: 142-143).
Con todo, uno de los aspectos más destacables del texto de Blasco Ibáñez es que con él, por primera vez el antagonismo entre El Cabanyal y la ciudad de Valencia adquiere unos tintes conflictivos que se expresan precisamente a través de las procesiones, pues los forasteros (valencianos) se hacen presentes en éstas como espectadores, pero, según el autor, con el único objetivo de burlarse: “Entre los espectadores veíanse caras pálidas y ojerosas, bocas sonrientes, gente alegre que, después de una noche tormentosa, habían venido de Valencia para reir un poco. Y cuando se burlaban demasiado fuerte de los grotescos figurones, no faltaba algún soldado de Pilatos que agitaba el espadón amenazante, rugiendo con indignación:
-¡Morrals!… ¡Morrals!. ¿Veníu a burlarse? ¡A burlarse de una fiesta tan antigua como el mismo Cabañal!…¡Señor! De Valencia habían de ser, para atreverse a tanto” (Blasco Ibáñez, 1999: 140).
Según se ha señalado en otro lugar a propósito del citado fragmento, estos visitantes, llegados desde Valencia, “plantean un doble distanciamiento: la mirada del forastero -que no se halla empañada por la costumbre o la devoción- y la condición burguesa de los visitantes, que les da un aire de superioridad” (Mas / Mateu, 1999: 37). Lo significativo aquí no es si la escena reproduce o no hechos reales: lo más destacable del planteamiento del novelista no es tanto su voluntad de deslegitimar una práctica cultural -lo que resulta lógico, en unas fechas en que la burguesía
arremete duramente contra éstas por doquier-, sino la focalización que realiza de un conflicto cultural que tiene su raíz en posiciones de clase que se articulan en términos espaciales: la Valencia ilustrada acude al exótico Cabanyal a burlarse de la que ya es su fiesta más representativa (tanto que nuestro escritor le atribuye la misma antigüedad que al barrio). 2.3. Morales San Martín (1907): Sayones, granaderos y desórdenes rituales Se utilizará a continuación a un texto algo más reciente, el publicado por Morales San Martín en un número extraordinario de Las Provincias en 1907. En su tono y en sus descripciones, éste coincide bastante con Blasco Ibáñez; aunque podemos apreciar en sus mordaces comentarios cuatro detalles importantes. En primer lugar, como hemos visto en el escrito de Castellanos de Losada, en la noche de Jueves Santo, los sayones se quedaban en el interior del templo a velar el Sepulcro; ahora sabemos que tal práctica también existió en el Cabanyal, pues dice que dejó de hacerse “desde que en noche famosa convirtieron el religioso velatorio en orgía sacra y el santo recinto en campo de Agramante” (Morales San Martín, 1907). La segunda información de interés que aporta Morales es la relativa a los desórdenes propios del Sábado de Gloria, de manera mucho más completa que lo había hecho Blasco: “Lo que sí nos guardaremos de enseñar al forastero, es la
fuchida que sayons y granaeros hacen el Sábado Santo, al toque de Resurrección, rodeados por turbas de chiquillos que aporrean y rompen cristales, precedidos por mozalbetes de cara embadurnada de azulete, formados grotescamente, remedando los andares y actitudes de los sayons auténticos…
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106 relativamente, tirándose naranjas y barro y dando otras muestras de cultura, dando origen á algún conflicto ‘internacional’, al cruzarse con los sayones de otra parroquia, á quienes saludan insultándolos, llamándoles á coro ¡choros,
llanuts! Y otras lindezas aún más exquisitas que éstas, á ciencia y paciencia de cultas autoridades” (Morales San Martín, 1907).
Años más tarde, Llorente Falcó (1946) dejará otra descripción de tal acto, por entonces, ya desaparecido: “En cuanto las campanas de la parroquia del Grao eran lanzadas al vuelo los sayones que hacían guardia al sepulcro del Señor lanzábanse en carrera desenfrenada por las anchurosas calles del Grao, del Cabañal y del Cañamelar, y en su huída acompañábales un verdadero diluvio de denuestos y de cacharros que caían sobre los fugitivos, los cuales se arrojaban unos a otros polvos de azulete a grandes puñados, y sucios y jadeantes recorrían la carrera tradicional, no sin peligro de que los muchos objetos que se les arrojaban a su paso no dieran en un blanco muy sensible”.
En otras partes (Ariño, 1993a: 92-95; González Alcantud, 1993) se han estudiado detenidamente los desórdenes producidos durante la mañana del Sábado de Gloria, por lo que no nos extenderemos aquí sobre el tema. Sin embargo, cabe hacer notar al respecto que, pese al desorden generalizado que se vivía habitualmente en este tipo de celebraciones, aquí son los sayones los principales protagonistas de la misma. Monferrer i Monfort (1995: 91-94) ha advertido al respecto que, en determinados lugares, tales manifestaciones iban ligadas a las soldadescas que hacían escenificaciones de la Pasión y Muerte de Cristo, aunque los datos disponible le impiden precisar la cronología de las mismas, que
47 El tema del “humor postcuaresmal” es tratado con detalle por Jacobelli (1991). Ver también González Alcantud (1993: 84-90).
48 Cf. García Sanz (1948); Caro Baroja (2006: 148-150); Mitchell (1986); Ariño (1992a: 65). Para la pervivencia de la “quema”, González Alcantud (1993: 87-88). Estas prácticas se han revitalizado últimamente: véase la actual puesta al día de Brisset (2000).
tendría además que matizarle por zonas. Teniendo en cuenta que, en 1895 Blasco Ibáñez no alude a la fugida dels saions, podemos preguntarnos si estamos ante unas prácticas antiguas mantenidas ininterrumpidamente, o ante un fenómeno relativamente nuevo o, al menos, revitalizado: el Domingo de Pascua de 1897, la prensa de la ciudad afirma que “en las poblaciones marítimas al toque de Gloria que fue alegre y pintoresco se verificó la ‘huida’” (citado por Amat i Torres, 1997a: 122); y parece lícito interrogarse sobre el significado de tal pintoresquismo, teniendo en cuenta que en otras ciudades se ha documentado la aparición -o reapariciónde mascaradas y otras prácticas que la intervención eclesiástica parecía haber hecho desaparecer (cf. Gómez Lara / Jiménez Barrientos, 1997: 149). En todo caso, el estallido de “humor postcuaresmal” que se vehiculaba a través de la fugida iba acompañado del castigo simbólico de los culpables de la muerte de Cristo. Tal unión de humor ritual y chivo expiatorio que, mediante la introducción de elementos carnavalescos en la última fase de la secuencia ritual de la Semana Santa, convierte a los perseguidores en perseguidos, nos permite asimilar esta práctica a otras más conocidas por su mayor extensión geográfica, como la “quema del Judas”, que hasta hace pocos años se realizaba todavía en determinados pueblos andaluces y castellanos, o la festa dei Giudei de San Fratello (Messina) que, erróneamente, Salvatore Salerno considera una insólita excepción dentro del ámbito mediterráneo (2000: 185). Cabe también destacar, como tercer elemento del texto de Morales San Martín, que con él aparece la primera alusión a actos el Domingo de Pascua:
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108 “... vuelta la página bochornosa del Sábado Santo, á cualquier forastero podemos invitar á ver el último y definitivo encuentro de la soledad con su Divino Hijo y el solemne Comulgar de impedidos, aunque nos hagan sonreir otra vez los granaderos de media gala, con pantalón blanco, y las mesnadas de Pedro el Cruel, que en vez de ir a socorrer á su señor en Montiel, acompañan al Comulgar y van tras las autoridades mezclados con los modernos guardias civiles y municipales” (Morales San Martín, 1907).
Al respecto, no debemos pasar por alto que, de todos los festejos enumerados por este autor, el que nos es presentado como el más digno es precisamente aquél en el que aparecen elementos ajenos a la comunidad local: las autoridades y las fuerzas de orden público, ausentes hasta ahora en los anteriores testimonios. Finalmente, reseñaremos el cuarto aspecto destacable del breve pero sustancioso artículo de Morales San Martín: en él aparece por primera vez la noción de tipismo para aludir a estas celebraciones. Aunque el autor finaliza su escrito reconociendo que “prefiero la Semana Santa de la ciudad, silenciosa, austera, huraña, á la Semana Santa grotescamente bulliciosa de mi pueblo”, no es menos cierto que considera mucho más interesante escribir sobre esta última: “¡Qué decir de la Semana Santa de la ciudad! Precisamente porque no reviste ese carácter ostentoso fuera de los templos que en otras ciudades es por lo que he preferido fijarme en las fiestas, verdaderamente típicas, del Cabañal” (Morales San Martín, 1907).
La noción es importante porque, como ha señalado García Canclini, “lo típico es el resultado de la abolición de las diferencias, la subordinación a un tipo común de
49 Boira Maiques (2006) ha documentado cómo, ya a finales del siglo XVIII y durante el XIX muchas de las embarcaciones inscritas en el registro correspondiente tenían nombres como “Jesús Nazareno” (1790) o “Ecce Homo” (1866). Otras mantenían la advocación al “Santíssim Crist del Salvador” (1844).
los rasgos propios de cada comunidad” (1982: 96). Por otra parte, aunque no sea éste el objetivo del autor, su escrito contiene implícito, de nuevo, la contraposición entre El Cabanyal y la ciudad de Valencia, antagonismo en el que la Semana Santa juega un papel simbólico fundamental. En realidad ya la lectura de Blasco, con sus pretendidos espectadores venidos desde la ciudad a burlarse de las procesiones, sugiere algo parecido, pero Morales lo afirma expresamente, sin recurrir a los artificios literarios del novelista. Con el tiempo, la idea reaparecerá de manera mucho más explícita, llegando a convertirse en una clave explicativa en los discursos acerca de la existencia de la fiesta. De este conjunto de testimonios podemos extraer algunas conclusiones: se trata de una fiesta ligada a formas de religiosidad popular pre o protoindustriales, eminentemente práctica, vitalista e instrumental, fuertemente enraizada en el entorno ecológico local. También vemos proyectada en ella la división sexual del trabajo característica de la vida social tradicional: los hombres ocupan el lugar preferente y organizador; para las mujeres quedan los gestos de tipo más privado o, en todo caso, subalterno: con Blasco Ibáñez las hemos visto rezar o llorar viendo la procesión; años después, otro escritor nos informará de que vestían de negro al llegar la Semana Santa (Damiá Maiques, 1970: 167). Finalmente, la fiesta corresponde a unas formas de sociabilidad en las que prima todavía el elemento comunitario frente al individualismo burgués. Esto se hace especialmente evidente en prácticas de justicia colectiva simbólica como la fugida dels saions, prácticas a las que la moral burguesa de los nuevos tiempos había condenado a desaparecer, pero también en otras menos espectaculares: bastantes años después
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110 de desaparecer este tipo de actos, el doctor Damiá recordará con añoranza cómo, al llegar la Semana Santa, los vecinos del Cabanyal hacían limpieza general en sus casas y emblanquinaban las fachadas (Damiá Maiques, 1970: 166-167). Con todo, estas formas de religiosidad comunitarias heredadas del Antiguo Régimen aparecen ya entrelazadas con otras formas decididamente modernas; modernidad que se expresa, como hemos apuntado, en su base asociativa, pero también en una incipiente preocupación por la expresividad estética, que empieza a apuntar, por ejemplo, en los uniformes de los granaderos, por no hablar de esos supuestos “lujosos trajes que vestían los cofrades” aludidos esporádicamente por la prensa local, o de la aparición de caballos durante las procesiones. Pero el aspecto más esencial de esta incipiente modernidad se encuentra, sin lugar a dudas, en el surgimiento y consolidación, a lo largo del siglo XIX, de la idea de la celebración de una específica Semana Santa, como una práctica diferencial de los Poblados Marítimos respecto a la ciudad de Valencia. 3. Modernidad e identidad: hacia una fiesta turística (1924-1931) Se debe insistir en que lo expuesto en el apartado anterior no debe hacernos pensar en una evolución lineal. Aunque los datos recogidos no permiten una reconstrucción minuciosa del devenir de las celebraciones a lo largo del siglo XIX, sí podemos afirmar que, en torno a los años diez de la pasada centuria, la Semana Santa de los Poblados Marítimos se encuentra en crisis. Parece ser un proceso general al conjunto del Estado español: más o menos por todas partes, se prolonga “la paulatina decadencia” iniciada en el siglo anterior
50 La Correspondencia de Valencia, 3-IV-1886; Las Provincias, 15IV-1876. Hay que hacer notar que ya en cualquier procesión medieval o de la Edad Moderna se intentaba impresionar al espectador potenciando su espectacularidad a través de múltiples ornamentos (cf. Narbona Vizcaíno, 1999: 46-47). Sin embargo, el factor estético no es la clave de la lectura que se hace de la procesión, que mantiene, junto a su simbolismo social, una estructura iterativa y alegórica que desbordan a aquél.
51 Solemnes Fiestas de Semana Santa en Valencia 1930. (Distrito del puerto), s.p. 52 Las Provincias, 23-III-1929, dice que, dos años antes, sayones y granaderos del Grao volvieron a desfilar tras estar años sin hacerlo.
(Brisset, 1994: 11). En este sentido, bien hubiera podido parecer que la Semana Santa de los Poblados Marítimos iba a seguir una evolución similar a la de la ciudad de Valencia (cf. Ariño, 1993a: 111-119). Los datos, una vez más, son escasos y fragmentarios: sabemos que en El Cabanyal, de manera más o menos desorganizada, perduraban las compañías de sayones y granaderos, además de la cofradía organizada en torno al Cristo de San Salvador. Por lo que respecta al Canyamelar, parece que hasta los granaderos llegaron a desorganizarse en 1910, con lo cual quedarían los sayones y los vestas que seguían al Cristo del Buen Acierto. En cuanto al Grao, la crisis culminaría con la completa desaparición de las procesiones: sabemos que el último “Desenclavament” con el Cristo de la Concordia se realizó en 1905; por esas fechas debieron desaparecer también las soldadescas de sayones y granaderos, aunque el vacío documental existente no nos permite aventurar una fecha concreta. No faltaron, no obstante, los intentos por revitalizar o al menos mantener las procesiones, al menos en El Cabanyal-Canyamelar. Al respecto, no caben dudas de que el proceso secularizador ha avanzado: del carácter étnico que éstas van adquiriendo dan muestra los esfuerzos surgidos por mantenerlas, entre 1900 y 1924, por parte de organizaciones plenamente laicas, como el Círculo Marítimo o el Patronato Musical de Poble Nou de la Mar (Chiner Gimeno, 2001: I, 32). Con todo, no es hasta mediados los años veinte que podemos apreciar una acelerada evolución. No se trata, obviamente, de un caso aislado: sabemos que, aproximadamente por las mismas fechas, la estructura organizativa y ritual de la Semana Santa conoció un notable impulso en diversas poblaciones del Estado español; por poner
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112 algunos casos, citaremos los de Valladolid (Andrés Ordax, 1993b: 36, 45), Medina del Campo (Andrés Ordax, 1993a: 140), Zamora (Mateos Rodríguez, 1993: 67-68), Burgos (Andrés González, 1993: 117), Málaga (Callahan, 2003: 217), o la propia Sevilla (Hurtado Sánchez, 2000: 40). Cabe apuntar que no se trata sólo del universo festivo de la Semana Santa: las monografías disponibles al respecto permiten calificar los años veinte y treinta como de un período de modernización festiva generalizada. En todo caso, en los Poblados Marítimos se produce una reestructuración que supone una auténtica expansión, que puede ser considerada desde dos puntos de vista, ambos indisolublemente ligados. En primer lugar, expansión del entramado asociativo en torno al cual se vertebra la fiesta. En segundo, extensión del calendario festivo; es decir, amplificación de la expresividad festiva a través de la diversificación de su secuencia ritual. 3.1. Expansión del entramado asociativo Ya se ha apuntado que, en 1923, El Grao había perdido completamente sus procesiones, quedando en El Cabanyal y El Canyamelar como herencia del siglo XIX unas cofradías, más o menos organizadas, en torno al Cristo de San Salvador y al Cristo del Buen Acierto, acompañadas de los consabidos sayones. Ese mismo año, los granaderos del Canyamelar inician su reorganización, y al siguiente seguirán sus pasos los del Cabanyal. El año 1924 es una fecha clave, pues la aparición de la Hermandad de la Santa Faz (en El Canyamelar) marca claramente una nueva forma de entender las celebraciones de Semana Santa. En el epígrafe siguiente se insistirá sobre ello; de momento, basta con comentar que con ella empieza a romperse el equilibrio decimonónico entre granaderos, sayones
53 Por ejemplo, en 1924 se crea en Elche una Junta Protectora encargada de restaurar y promocionar el Misteri (Castaño i Garcia, 1997: 91-110); también son años cruciales en la evolución de las Fallas (Ariño, 1992a: 155-207). Fuera del ámbito valenciano, parece que también los carnavales se revitalizaron en Galicia: Fernández de Rota (2005: 140-141).
54 Las Provincias, 7-III-1929, p.4. 55 Habla Francisco Alarcó, uno de los agentes impulsores de la renovación festiva, en 1952 (citado en Chiner Gimeno, 2001: I; 40).
y vestas, en favor de éstos últimos. Además, la Santa Faz rompe definitivamente con el modelo de cofradía de Antiguo Régimen, y pasa a constituirse “a manera de sociedad orgánica, con reglamento aprobado por la autoridad civil y eclesiástica”. Reglamento que, según uno de sus propulsores, debía ser “de régimen interno férreo, de disciplina casi ignaciana en cierto modo”. El contraste entre esta nueva asociación y las cofradías anteriores es remarcado por uno de los protagonistas de la renovación (Francisco Alarcó) varios años después, en términos sumamente elocuentes “Hasta fines del primer cuarto de este siglo, más que hermandades para procesionar el martirio del Señor, existían unas cofradías que eran a manera de congregaciones religiosas bajo la advocación del Santísimo Cristo, y, por accidente, con sus túnicas negras en Viernes Santo, y con albas el Domingo de Resurrección, acompañaban al Jesús Divino.” (Citado en Chiner Gimeno, 2001: I, 45).
Frente a estas atrasadas entidades, la Hermandad de la Santa Faz vendría a iluminar el camino a seguir por la Semana Santa: “Surgió una Hermandad nueva, disciplinada, instituida canónicamente que venía a trazar caminos abiertos a la mejor luz, a encadenar aquellas fuerzas espirituales, de tal manera, que al año siguiente y sucesivos resurgieron unas y nacieron otras y otras Cofradías obedeciendo reglas y normas. Era el año 1925 con sus albores de promesa. La Semana Santa Marinera ya tenía cauce (…). Amanecía.” (Citado en Chiner Gimeno, 2001: I, 46).
No debemos perder de vista que este texto se escribe ya en 1950, en pleno nacionalcatolicismo, lo que explica el
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114 énfasis puesto por Alarcó en los aspectos más espirituales de la fiesta. En todo caso, a partir del momento indicado, comienzan a crearse nuevas cofradías: en el año 1925, mientras Valencia pierde sus procesiones, aparecen en El Cabanyal los Longinos y, al año siguiente, los Pretorianos del Canyamelar, junto a otras tres hermandades de penitentes en El Cabanyal. En 1927, en El Grao deciden recuperar sus desfiles, en principio de la mano de sayones y granaderos, un año después, acompañados de vestas. Entre 1928 y 1929, El Canyamelar aportará otras tres hermandades: la de la Crucifixión del Señor, la del Santo Sepulcro y la del Cristo de los Afligidos -que tras la guerra se convertirá en el patrón del barrio-. En 1930, la Hermandad de la Oración del Huerto, en El Grao, completará las veintiuna asociaciones que desfilaban al proclamarse la República. En cuanto al número de cofrades que participaban en las procesiones, carecemos de datos exactos: Pedro de los Reyes (1944) afirma que en 1931 llegaron a desfilar más de tres mil; previamente (en 1930), Sanchis Nadal afirmó que había tres mil quinientos cofrades. Estas cifras son sin duda exageradas, pues en 1929 la prensa informa del número de participantes en el Desfile de Resurrección del Domingo de Pascua: seiscientos cincuenta y tres cofrades, de los cuales doscientos cincuenta y cuatro pertenecían al Cabanyal, doscientos dieciocho al Canyamelar y ciento ochenta y uno al Grao. A éstos habría que añadir “otras tantas por las diferentes y numerosas bandas de música que acompañaban a cada Hermandad o Cofradía”. Estas cifras parecen mucho más fiables que las anteriormente señaladas, pero hay que tener en cuenta también que no todos los cofrades desfilarían; por ejemplo, en otro lugar se nos informa de que de los doscientos socios
56 El 8 de abril de 1925 el diario Las Provincias advertía que ese año la procesión del Santo Entierro no iba a poder celebrarse en Valencia debido a que no había suficiente dinero para llevar a acabo el acto. 57 La Hermandad del Cristo del Perdón, la Cofradía de Jesús en la Columna y la del Ecce-Homo (que no procesionaría hasta 1928: Solemnes Fiestas de Semana Santa en Valencia 1930 (Distrito del Puerto), s.p.
58 Las Provincias, 23-III-1929, p.8.
59 Una de ellas reorganizada en torno a una vieja imagen: el Cristo de la Concordia; la otra con un paso escultórico (la Flagelación del Señor). Se fundan en 1927, pero no empiezan a procesionar hasta el año siguiente (Las Provincias, 13-III-1929, p.8).
60 Las Provincias, 2-IV-1929, p.4. Se nos dice también que la hermandad que desfiló con más asociados fue la de la Flagelación del Señor, con 70.
61 Las Provincias, 7-III-1929, p.4.
62 Ariño (1992a: 196-197). El Comité Central Fallero da sus primeros pasos en 1928, y no se consolida hasta 1930.
63 Por ejemplo, en el primer programa oficial de fiestas (Fiestas de Semana Santa. Poblados Marítimos. Programa 1928, s.p.) se nos dice que la Hermandad de Santísimo Cristo del Perdón tenía su local social en la calle Libertad, 250 (hoy calle de la Reina); la de Jesús en la Columna en calle Libertad, 172; la del Ecce-Homo en calle Gobernador Moreno, 162; la de la Flagelación en la calle Palau, 6. En los años siguientes encontramos datos similares.
que la Hermandad de la Santa Faz tenía en 1929, sólo un tercio salía a la calle con sus hábitos procesionales. El incremento del número de cofradías y cofrades es indicativo por sí sólo de las profundas transformaciones que está viviendo la fiesta. Pero quizás lo más significativo al respecto sea la creación, a partir de 1925, del embrión de lo que sería el Comité Central de Fiestas de Semana Santa, el cual funcionaba ya de facto en 1927, aunque no lo hiciese de iure hasta un año más tarde (Chiner Gimeno, 2001: I, 43-74). En este sentido, la Semana Santa del Distrito del Puerto se adelanta cronológicamente a la evolución vivida por las Fallas, pero el sentido es inequívocamente el mismo: como en el caso del Comité Central Fallero, el que nos ocupa asumiría la función de coordinación y gestión de los valores e intereses comunes a todo el colectivo festero. Colectivo del que todo aparece como radicalmente novedoso: las pautas de sociabilidad de estas nuevas asociaciones no tienen nada que ver con las del siglo XIX: sabemos que, ya en 1928, algunos grupos tenían sus propios locales sociales. Aunque éstos no tuviesen todavía la morfología y funciones que han adquirido en la actualidad (ver capítulo siguiente), parece claro que la sociabilidad cofrade ya ha abandonado la parroquia como núcleo exclusivo de reunión. Habría que profundizar en el estudio de las causas que contribuyeron a posibilitar esta revitalización de la Semana Santa, pero, en todo caso, hay un cierto acuerdo en aludir al contexto político. El proceso de reorganización y expansión de la Semana Santa coincide cronológicamente con la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930); al respecto, y refiriéndose al contexto general de Castilla y León, Mateos Rodríguez
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116 ha afirmado que, para sus cofradías y hermandades, “la dictadura primorriverista significó un importante revulsivo cuyo impulso se mantuvo hasta la caída del trono en 1931” (1993: 8). Aunque no podemos olvidar el ya mencionado momento general de modernización festiva -el apoyo político no serviría para explicar el auge de otras festividades, como las Fallas o los Moros y Cristianos-, tales consideraciones sí ayudarían a comprender la desconfianza -o abierta intransigenciaque hacia este tipo de festividades se vivió entre amplias capas de la población durante el período republicano. Sin embargo, y sin negar la validez de tal tesis, consideramos que debe pensarse también que el auge de la Semana Santa en los Poblados Marítimos coincide plenamente con el irreversible declinar de la fiesta en la ciudad de Valencia, y parece lógico pensar que si la opción política de la Iglesia hubiera sido determinante en un caso, también lo hubiera debido ser en el otro. Así pues, si hubo impulso externo venido desde arriba, éste encontró un caldo de cultivo adecuado, produciéndose una situación de consenso sin la cual se hubiera visto abocado al fracaso. Tampoco hay que descuidar, localmente, el contexto económico. La dictadura del general Primo de Rivera coincidió en tierras valencianas con una fase de expansión agraria e industrial, que redundaría con la creación en El Grao de la Unión Naval de Levante en 1924 (Palafox, 1988: 822). Podríamos pensar que la posibilidad de trabajar en una empresa moderna supondría una cierta mejora en la situación económica de determinados sectores de la clase obrera de los Poblados Marítimos, lo que permitiría acceder a nuevos bienes de consumo, así como mantener con mayor esplendor las celebraciones religiosas y festivas. Un
64 Cofradía de Jesús en la Columna. X aniversario, Cabanyal 1981-1991. Valencia, 1991, s.p.
indicio al respecto nos lo proporciona la creación, en 1926, de la Corporación de Pretorianos, a partir de trabajadores portuarios (Corbín Ferrer, 1994: 231). Según algunos historiadores (Sanchis Pallarés, 1998: 100; Chiner Gimeno, 2001: I, 61), otro factor, aún más específicamente local, resultaría decisivo a la hora de comprender el resurgimiento de la Semana Santa: se trata del apoyo recibido de la Unión de Pescadores, que desde unos años antes venía realizando una importante labor cultural y social en el CabanyalCanyamelar. Tal dato resulta revelador acerca de la complejidad social del fenómeno, si tenemos en cuenta la filiación republicana de esta entidad (Sanchis Pallarés, 1998: 99-106). Hay que insistir, con todo, en que la coyuntura política o económica no debe hacernos perder de vista el contexto cultural global: en torno a 1921, en la ciudad de Valencia, las Fallas entran en una fase nueva, tanto cualitativa como cuantitativamente: se transforman en una fiesta turística, al tiempo que asumen su condición de fiesta reafirmante de la identidad colectiva valenciana, convirtiéndose así en esa “fiesta unánime” que ha sido analizada por Ariño (1992a: 155-207). De manera aparentemente paradójica, la transferencia de sacralidad que se operó en el seno de tales transformaciones, puede servirnos también para entender las de nuestra fiesta. No faltan los ejemplos que apuntan en este sentido. Así, la iniciativa en 1926 de crear la Cofradía de Jesús en la Columna parte de un grupo de aficionados al cine: la “Peña Admiradores Films”. Cuando, en 1928, tal peña estrena estandarte, éste llevará por la parte delantera, como es lógico, la imagen de Jesús atado y azotado, pero por el reverso podrán verse las iniciales P.A.F. Parece
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118 clara la aparición aquí de un elemento nuevo: identidad y etnicidad son vehiculadas a través de una sociabilidad festiva en la que empieza a jugar su papel el ocio. Más explícito es el caso de la Hermandad de la Santa Faz: según leemos en la prensa de la época, ésta nace con la finalidad expresa de “hacer prosperar las fiestas de Semana Santa”, y, como ya se ha apuntado, con el convencimiento inicial de que “sería la que trataría de remozarlas”. Las palabras que el periodista pone en boca de los fundadores no dejan lugar a dudas: “Si anidamos en el pecho algo más que ese egoísmo propio
65 Las Provincias, 7-III-1929, p.4.
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de la condición humana debemos hacer acrecentar las fiestas, Puede resultar arriesgado hablar de nuestras fiestas de Semana Santa, ya que con ello al fomentar “etnicidad” o “identidad étnica”, tal el culto daremos un nombre a este bendito pueblo”.
Expresamente se intenta, pues, vincular religiosidad a identidad: la fiesta debe ser remozada, pero el motivo principal de tal remozamiento no es, como en tiempos de Castellanos de Losada, que los que se dedican a ella “no dejan de ofrecer ocasiones de poner en ridículo los actos más solemnes del cristianismo” (Castellanos, 1847: 64), sino que los actos festivos deben servir para engrandecer unos barrios, afirmándose a través de ella una identidad colectiva (local y étnica). Las transformaciones ideológicas corren pues paralelas a las transformaciones en la estructura organizativa. Acerca de ésta, hay que decir que parece seguir claramente la tendencia detectada en las comisiones falleras durante esos mismos años (cf. Ariño, 1992a: 191-195). Aunque no estamos en disposición de ofrecer datos tan detallados como los que se han ofrecido acerca de los cambios en la composición social de éstas últimas, sí resulta claro que ya no estamos en una Semana Santa
como se viene aquí haciendo, para referirnos a unos barrios de Valencia que no han dejado de ser pueblos. Con todo, se habla de “etnicidad” y no de “etnia”, tal como viene haciendo la antropología social desde hace años, para referirnos a un proceso creativo de relaciones culturales entre grupos, a través de las cuales unos se definen respecto a otros acentuando la consciencia de su singularidad. La identidad étnica se refiere aquí, pues, a la autopercepción como grupo culturalmente diferenciado por unas prácticas específicas (Pujadas, 1993). Por su parte, Bartolomé (2004) incide en el carácter contrastivo que debe alimentar cualquier identidad étnica. En todo caso, nos encontraríamos ante una manifestación evidente de lo que Irazuzta (2001: 14) llama etnicidad “políticamente marginal”, ya que se manifiesta bajo una modalidad expresiva exclusivamente cultural, que no pretende competir con los fundamentos de legitimación política vigentes.
67 Las Provincias, 23-III-1929, p.8; 13IV 1930, pp.9-10; 17-IV-1930, p.1; 17-IV-1930, p.5; 18-IV-1930, p.2.
68 Solemnes Fiestas de Semana Santa en Valencia 1930. (Distrito del Puerto), s.p.
formada exclusivamente por pescadores y labradores: las clases más o menos acomodadas del Marítimo se integran en la fiesta. Buena parte de los cofrades pierden el anonimato: los nombres de los directivos aparecen ahora detallados en la prensa, que informa también acerca de los importantes donativos de determinados individuos o familias para la elaboración de tal o cual estandarte o reparación de una imagen. Se ponen así las bases para el reclutamiento de los cargos honoríficos entre los vecinos de mayor posición social; las entidades más poderosas extenderán sus redes mucho más lejos: la Hermandad de la Santa Faz pasará a ser “Real” en 1928; la del Cristo de la Concordia, “Pontificia y Real” un año más tarde. Idéntica política seguirá el Comité Central de Fiestas, quien conseguirá hacer presidente honorario al marqués de Sotelo (Díaz Tortajada, 2001: 66). Se implantan pues nuevas formas de vinculación con la fiesta: las cofradías buscan obtener prestigio y financiación; a cambio se reafirmarán a través del ritual las nuevas diferencias sociales. Además, con la incorporación de elementos de superior extracción social y de mayor capital económico y cultural, la fiesta adquiere otra dimensión nueva: surge una identidad dual, que se plasma ocasionalmente en determinados textos. Uno de los más explícitos al respecto es el escrito en 1930 por el cofrade Eduardo Estellés, quien, si bien reconoce que “estas fiestas han sido siempre de gran arraigo en estos poblados marítimos”, no duda en afirmar que todos los esfuerzos realizados para el engrandecimiento de la fiesta se ejecutan desde un “alto espíritu de valencianía”. Aunque la ambivalencia del escrito permite intuir un cierto afán de reconocimiento por parte del Cap i Casal (al fin y al cabo, una identidad fuerte necesita
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120 reconocimiento externo), lo cierto es que, al menos para los sectores más elitistas de la fiesta, Valencia ya no es el enemigo que intentó reflejar Blasco Ibáñez unos años atrás. Desde determinadas perspectivas de estudio de la cultura popular, como la liderada por Lombardi Satriani, podría interpretarse que el nuevo interclasismo representado simbólicamente en la fiesta supone una estrategia de “etnocidio” cultural, practicado exclusivamente en detrimento de las “clases subalternas” (1978: 77-179). La evidencia muestra que se trata de un fenómeno mucho más complejo, aunque resulta claro que los nuevos actores que se incorporan al ritual intentan imponer, dentro del emergente campo festivo, una nueva ortodoxia, a través de la moralización de la fiesta y la potenciación de su factor estético. Esto repercute, como veremos, en la morfología de las salidas procesionales, que entran en una fase radicalmente nueva, alcanzando un impulso y unas significaciones inéditas hasta el momento. 3.2. Expansión de la secuencia ritual La secuencia ritual reconstruida a partir de las descripciones de Castellanos de Losada, Blasco Ibáñez o Morales San Martín, contrasta vivamente con la que nos encontramos por estas fechas. En palabras de uno de los artífices de la renovación festiva, la “ancestral organización de las procesiones” se ha modificado radicalmente (Estellés, 1930). El primer programa oficial de fiestas, aparecido en 1928, es explícito: en él encontramos prefijada una secuencia que abarca ininterrumpidamente de Domingo de Ramos a Domingo de Pascua, y que incluso prefija los actos que, posteriormente, permitirán un gradual retorno a
69 Fiestas de Semana Santa. Poblados Marítimos. Programa 1928, s.p. Con la procesión de los “Santos Pasos” se aludía al Via Crucis de la mañana de Viernes Santo. 70 Solemnes Fiestas de la Semana Santa en Valencia 1929 (Distrito del Puerto), s.p. 71 Solemnes Fiestas de la Semana Santa en Valencia 1930 (Distrito del Puerto), s.p.
72 Solemnes Fiestas de Semana Santa en Valencia 1931 (Distrito del Puerto), s.p.
la normalidad postfestiva. Resultan pertinentes aquí las consideraciones de Honorio Velasco (1992: 15), quien nos advierte de que un programa “viene a ser la versión burocratizada de una secuencia ritual”. Para llegar a tal grado de burocratización, fue determinante la ya aludida creación del Comité Central de Fiestas; a partir de entonces, vemos que, tímidamente, se van organizando los primeros actos colectivos entre los tres barrios: en 1928, el programa nos habla de un “Desfile general” la mañana del Viernes Santo, tras realizar la procesión de los “Santos Pasos” cada parroquia por separado. Al año siguiente, los desfiles colectivos son de mayor magnitud, inventándose actos específicamente para ellos: se fija la “Visita a los Monumentos” en Jueves Santo, y el “Desfile de Resurrección” el Domingo de Pascua. Por fin, en 1930, se organiza conjuntamente la Procesión del Santo Entierro. Años después Sanchis Nadal recordaría -desde el exilio-, que con este acto, la Semana Santa “dejó de ser un festejo de barriada, para convertirse en un extraordinario motivo de atracción turística y en una solemnidad que podía equipararse, si es que no las superaba, con las más famosas de Andalucía” (1969). Exageraciones al margen, las dificultades para conseguir la organización de tales actos colectivos no debieron ser despreciables, dadas las enormes rivalidades que había entre los tres barrios (Sanchis Nadal, 1969). Sin embargo, en 1931 volvieron a procesionar conjuntamente, avanzándose con claridad hacia la construcción de una identidad colectiva que abarcaba a los dos antiguos Poblados Marítimos. Pero no es la celebración de actos colectivos la única transformación que viven las procesiones. Ya se ha dicho que la irrupción de la Hermandad de la Santa Faz inició el decantamiento de una Semana Santa de sayones
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122 (y de granaderos) a otra en la que predominaban los penitentes; en el terreno de la imaginería, esto significó una innovación fundamental: la aparición con ella de un grupo alegórico representando el momento de la Verónica supone la irrupción del paso escultórico en una Semana Santa que, hasta entonces, se reducía a nazarenos, dolorosas y crucificados (con la salvedad de esos “cinco pasos en andas” aludidos por Castellanos de Losada, y a los que no hemos visto reaparecer). Por otra parte, la sustitución de las viejas telas de merino por las más vistosas de raso y terciopelo, resulta un claro indicador de la potenciación del factor estético como parte fundamental de la fiesta. Además, frente a los viejos hábitos negros, cada cofradía se caracterizará por lucir unos colores distintos en sus atuendos: más allá de la penitencia, el nuevo uniforme servirá para determinar el sentido de pertenencia a un grupo concreto: en la nueva estética festiva surgen así rasgos de “diferenciación marginal”, que con el tiempo se radicalizarán notablemente. También parece claro que se toma Sevilla como punto de referencia: al paso de la Virgen, empezarán a escucharse saetas, generándose una polémica acerca de si Valencia es o no un sitio adecuado para practicar este tipo de cante, pudiendo cantarse “en valenciano estilo”. El hecho dista de ser anecdótico, pues evidencia cómo, en condiciones de modernidad, los actores se ven obligados a elegir, sobre el repertorio cultural disponible, buscando discernir la autenticidad de una tradición dentro de una situación de heteronomía social creciente. Las procesiones se han convertido en un espectáculo y, en los tramos privilegiados, hay que pagar para verlo. Esto significa que se percibe como importante la presencia masiva de espectadores para la consideración del éxito
73 Ver Semana Santa Marinera de Valencia 1999 (Programa de mano). Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1999, p.4. 74 Segun Riesman / Glazer / Denney por “diferenciación marginal” se entiende el proceso por el cual, en una determinada esfera o actividad social, los individuos tratan de diferenciar sus personalidades. Tal procedimiento competitivo “abarcará personas y servicios tanto como artículos” (1981: 66).
75 Las Provincias, 11-IV-1925, p.1.
76 Fiestas de Semana Santa. Poblados Marítimos. Programa 1928, s.p. Según Handelman (1997), la conversión del ritual en espectáculo es una característica de la modernidad. Es evidente, pero a diferencia de la postura por él mantenida, esto no supone la muerte del primero.
77 Las Provincias, 18-IV-1924, p.1.
78 Sin pretensiones de exhaustividad, ver: Las Provincias, 9-IV-1925, p.3; 1-IV-1926, p.1; 9-IV-1927, p.7; 10-IV1927, p.5; 14-IV-1927, p.3.
79 Las Provincias, 31-III-1928, p.4; 1-IV-1928, p.8; 4-IV-1928, p.3; 5-IV1928. p.3; 6-IV-1928, p.3; 7-IV-1928, p.3; 8-IV-1928, p.3. Se informará ya ininterrumpidamente, y cada vez con mayor detalle, entre 1929 y 1931. 80 El 12 de abril de 1928 el diario Las Provincias anuncia que en el cine Alhambra se proyectará, a partir de las cinco de la tarde, el “gran desfile de todas las Cofradías de Semana Santa en los poblados marítimos, acompañado de tambores, cornetas y canto de saetas”. 81 Ver Sanchis Nadal (1930; 1931).
82 Las Provincias, 2-IV-1929, p.4. 83 Sanchis Nadal, (1930: 36).
o fracaso de las mismas, con lo que, al tiempo que se refuerza la vocación artística de las celebraciones, se abren las vías para la llegada de la fiesta turística. La estrategia tiene éxito: a partir de 1924, la fiesta empieza a aparecer sistemáticamente en los periódicos, incluyendo sus portadas. Podemos pensar otra vez que el papel jugado por la Hermandad de la Santa Faz fue clave al respecto, pues durante los primeros años, aunque se informa ocasionalmente de las actividades en el resto de las parroquias, sólo se ofrece el programa de fiestas de Nuestra Señora del Rosario; sin embargo, a partir de 1928, El Cabanyal y El Grao empiezan a merecer la misma atención. Sabemos que incluso la incipiente industria cinematográfica dedica su mirada a las procesiones: con la proyección pública de reportajes sobre la fiesta, ocio y religiosidad comienzan a darse la mano. Aparecen ahora en la prensa amplios reportajes; no sólo en la periódica, sino también en la dedicada específicamente a fomentar el turismo (Valencia Atracción); mientras, las compañías ferroviarias amplían sus servicios hasta el distrito durante los días de las celebraciones, pues hacia tales empiezan a afluir “verdaderos racimos humanos”. Como importante novedad, cabe destacar que las autoridades del Ayuntamiento de Valencia acuden a presenciar los festejos (Martorell, 1999: 37), en los que intervienen ahora también los guardias municipales. Por fin, el Consistorio empieza a costear una pequeña parte de los gastos que origina la fiesta. Turismo y política cultural se suman pues a religiosidad y etnicidad, aumentando la complejidad del ritual como campo de fuerzas y significados. Tumultuosas procesiones como las descritas por Blasco Ibáñez son incompatibles con la presencia de autoridades y turistas: empiezan a realizarse ensayos
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124 desde un mes antes de las celebraciones; con ellos, la vieja penitencia mortificadora deja paso a la autodisciplina corporal, susceptible de ser entendida ahora más como una tecnología de autocontrol al estilo foucaultiano (o, si se quiere, eliasiano). La disciplina en procesión requiere también una nueva aptitud social, basada en un individualización creciente: el paso de una comunidad de “yos” indiferenciados a una asociación de “yos” coordinados. Así, hay que acabar con los actos considerados de mal gusto para las emergentes formas de legitimidad cultural: en 1928, una “retreta” nocturna para las corporaciones armadas la noche del Sábado de Gloria aparece en el programa como un claro sustitutivo de la fugida del saions. Evidentemente, esto no quiere decir que se consiguiese terminar tajantemente con ella, pero indica a las claras el sentido de la evolución de la expresividad ritual: al tiempo que se define a los sayones como “uno de los cuerpos más típicos de la Semana Santa”, se intenta depurar a éstos de su anterior función como elemento festivo y chivo expiatorio del mito que el rito rememora. Va dejando, pues, de ser central el castigo a los asesinos de Cristo dentro de la secuencia ritual, precisamente porque el objeto celebrado ha sufrido sustanciales modificaciones: con el proceso civilizador, la secularización ha alcanzado al corazón de la Semana Santa. La fiesta, pues, ha cambiado, y mucho: el propio Morales San Martín, que tan mordazmente la atacó en 1907, se extiende en alabanzas hacia ella veintiún años más tarde, pues “las fiestas que comenzaron en días remotos por una pobre comparsa de sayóns y de granaderos (...) hoy son unas fiestas solemnes y espléndidas, altamente artísticas, dignas de una capital de primer orden y de un pueblo culto y progresivo” (1928: s.p.).
84 Las Provincias, 5-III-1929, p.8.
85 Fiestas de Semana Santa. Poblados Marítimos. Programa 1928, s.p.
86 Solemnes Fiestas de Semana Santa en Valencia 1930 (Distrito del Puerto), s.p.
La alquimia introducida por la emergente legitimidad cultural ha permitido que las viejas “mesnadas de Pedro el Cruel” (Morales San Martín, 1907: 5), se hayan metamorfoseado en dignos evocadores de “nuestros padres los atenienses” (Morales San Martín, 1928: s.p.). Desde Valencia Atracción se sugiere la posibilidad de que se unan las celebraciones del Marítimo con la decadente procesión del centro de la ciudad, como medio de atraer visitantes (Ariño, 1993a: 119); tanto da si la propuesta era viable o no, para entonces la fiesta ya estaba indisolublemente ligada a sus barrios; la opinión vertida por El Mercantil Valenciano el 13 de abril de 1929 era taxativa al respecto: con tal traslado, las procesiones “perderían toda su seriedad y magnificencia”, pues tales fiestas constituyen “algo que está ligado al espíritu y la idiosincrasia propia del pueblo y no hay que intentar siquiera trasplantarlo a otro sitio que no sean las castizas barriadas marítimas” (citado en Martorell, 1999: 37-38). De la euforia desplegada en torno a la fiesta da testimonio una vez más Sanchis Nadal, quien insiste, desde una perspectiva abiertamente instrumental y secularizada, en los beneficios económicos que, derivados del turismo, le pueden reportar a la ciudad de Valencia las procesiones de sus Poblados Marítimos, llegando a plantearse la conveniencia de una política de apoyo que permita a estos festejos superar a los de otras poblaciones: “Grande es el porvenir de las fiestas de Semana Santa del distrito del Puerto. El incremento tomado por ellas en unos pocos años ha hecho correr su fama de un modo inusitado, y pocos son ya los que no tienen noticia del grandioso espectáculo de arte y riqueza que todos los años se da en las mismas puertas de la ciudad (…). Esta nueva corriente de atracción que hacia Valencia ha originado su
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126 Semana Santa debe ser fomentada con todo cariño, ya que a nadie han de escapar los grandes beneficios que esta nueva fuente de turismo, bien encauzada y dirigida, pude reportar a la ciudad.Por ella, pues, y por las fiestas mismas, a todos interesa velar por su engrandecimiento y por su difusión hasta lograr que estos típicos festejos sobrepasen en lujo y en riqueza a los que se celebran en otras capitales” (Sanchis Nadal, 1930: 38).
A las puertas del período republicano, pues, la Semana Santa de los Poblados Marítimos, inmersa en una fase de radical modernización, aparece como un ritual capaz de articular diversos niveles de significación: entre éstos se encuentran, como mínimo, unas creencias y prácticas religiosas (que, obsérvese, ni siquiera son aludidas por Sanchis Nadal), una identidad local fuerte y diferenciada, una identidad dual emergente, y una fuente de ingresos para todo aquel que esté en disposición de acaparar beneficios económicos con la afluencia de turistas. 4. República y Guerra Civil: anticlericalismo, Fallas e iconoclastia (1931-1939). Cuando, el 14 de Abril de 1931, se proclamó la II República, hacía muy pocos días que habían terminado las procesiones. Sólo unos días antes, un comunicado del Comité Central mostraba claramente su inquietud acerca del futuro de la fiesta, intentando apelar a la apoliticidad de la misma, y cargando el énfasis en sus aspectos identitarios y estéticos: “. . . si queremos servir a nuestro pueblo, si deseamos que su nombre figure en el lugar preeminente entre todos los de la tierra, debemos contribuir al engrandecimiento y solemnidad de estas fiestas apolíticas, en las que se condensan todas
las manifestaciones, tendencias e inclinaciones artísticas de 87 Las Provincias, 29-III-1931, citado en Martorell (1999: 151).
88 La Correspondencia de Valencia, 24III-1932 (citado en Chiner Gimeno, 2001: I, 72).
89 “Ante ello, visto que muchos distritos quedan huérfanos de aliciente para atraer forasteros, ha surgido la idea de plantar fallas el año próximo, buscando en esto un motivo que satisfaga sus anhelos” (Las Provincias, 24-3-1932, p.5).
90 El Mercantil Valenciano, 12-III-1932, p.4.
nuestra maravillosa tierra levantina.”
La preocupación no era vana: pese a las notables transformaciones sufridas, e incluso, pese a la filiación republicana de algunos de sus impulsores, en la coyuntura política del momento, la Semana Santa no podía aparecer con la ambigüedad que caracterizaba a fiestas como las Fallas (cf. Ariño, 1992a: 72); así, en 1932 la política laicizadora del período republicano culmina con la prohibición de las procesiones. Las repercusiones de tal prohibición se harán notar pronto: sólo unos días después, la prensa informa de que “los poblados marítimos que, gracias a su esfuerzo, habían ya encauzado los festejos que se celebraban con motivo de Semana Santa, se han visto ahora, al suprimirlos, huérfanos de toda clase de fiestas”. Pero las repercusiones no afectan sólo al ámbito de lo simbólico: el día 24 de marzo, los diarios La Correspondencia de Valencia y Las Provincias coinciden en responsabilizar a tal disposición republicana de una grave crisis económica, que afectará profundamente al comercio de estos barrios, y frente a la que se exhorta al Ayuntamiento a tomar medidas (Chiner Gimeno, 2001: I, 72). Evidentemente, tal postura podía resultar tendenciosa, pero más significativo es, quizás, que ambos periódicos extraigan como consecuencia de esta crisis la irrupción en los Poblados Marítimos de la fiesta de las Fallas. Respecto a las mismas, unos días antes (el 12 de marzo de 1932), la prensa local nos había informado de que “la fiebre fallera se ha extendido este año al distrito del puerto”. Y es que, durante las Fallas de dicho año, un monumento había sido plantado en la calle Vicente
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128 Brull (del Canyamelar). La iniciativa, a decir del periodista de turno, tuvo éxito (Chiner Gimeno, 2001: I, 72). Por su parte, y después de informar de los perjuicios económicos ocasionados por la pérdida de las procesiones, desde Las Provincias se continúa advirtiendo: “Tenemos noticia de que son varias las fallas que han de plantarse y de momento podemos contar ya como un hecho la de la plaza del Mercado Nuevo y calles adyacentes, en el Grao, cuya comisión numerosa y además integrada por personas de prestigio, quedó constituida ayer mismo en medio del mayor entusiasmo”.
Acerca de la misma comisión, informa al día siguiente otro medio que se había reunido “a falta de festejos de Semana Santa”. Por otra parte, según la prensa no cabía dudar del éxito de la iniciativa, ya que sus promotores (comerciantes en su mayoría), eran “valencianos de pura cepa, por lo que no dudamos han de alcanzar un verdadero éxito en su primera jornada como falleros”. En El Grao, como en la ciudad, Fallas y valencianía van de la mano. Con todo, atribuir la llegada de las Fallas a los Poblados Marítimos a la prohibición republicana de las procesiones sería demasiado simplista: la dinámica de las primeras era imparable, y en realidad los monumentos falleros hace tiempo que habían llegado a estos barrios. Es verdad que, por lo que sabemos, todavía se hacía sin continuidad: en 1917 se planta la primera falla en El Cabanyal, situación que se repetirá en 1924 y 1928, en otra calle del mismo barrio. En todo caso, la de 1933 es, que se sepa, la primera falla que se planta en El Grao, pero la misma comisión repetirá la experiencia al
91 Las Provincias, 24-3-1932, p.5.
92 El Mercantil Valenciano, 25-3-1932, p.4.
93 Las Provincias, 24-3-1932, p.5.
94 La Agrupación de Fallas del Marítimo en el año del centenario. Valencia: Agrupación de Fallas del Distrito Marítimo, 1998, p.97.
95 La Agrupación de Fallas del Marítimo en el año del centenario. Valencia: Agrupación de Fallas del Distrito Marítimo, 1998, p.97.
96 El Mercantil Valenciano, 25-3-1932, p.4; Las Provincias, 24-3-1932, p.5: aparecen notables cofrades de las más pudientes hermandades del Grao: Eduardo Estellés (de La Flagelación), Miguel Montoro (del Cristo de la Concordia), Eleuterio Llona (de los Granaderos). 97 Ver la portada de la revista Crónica, VI, nº 226 (Madrid, 1934); Las Provincias, 13-4-1930, p.9. .
año siguiente. En 1934 las Fallas ya reaparecen también en El Canyamelar, y encontramos ocho monumentos plantados en los tres barrios. Aunque éstos se reducen a cinco durante los dos años siguientes, parece claro que las Fallas han arraigado definitivamente en los Poblados Marítimos. Con todo, y para comprender correctamente el desarrollo posterior de las celebraciones, no debe dejar de tenerse en cuenta que, de seguir el relato de Las Provincias, las Fallas se establecen en la franja marinera de Valencia de manera un tanto subsidiaria, lo que se hace más evidente si tenemos en cuenta quiénes son los fundadores de la aludida falla: al mirar la composición de su directiva, se comprueba que, al menos tres de sus protagonistas proceden de hermandades del mismo barrio. Tampoco en El Canyamelar el todavía incipiente mundo fallero careció de antecedentes en la Semana Santa: en 1934 su falla proporcionó a Valencia su Fallera Mayor, la señorita Amparo Albors, a quien puede verse años antes actuando como personaje bíblico en una de las hermandades canyameleras de composición social más elevada (la Real Hermandad de la Santa Faz). Así, con el advenimiento de la República, la reconversión festiva de los Poblados Marítimos se encaminaba en la misma dirección que la tomada por la ciudad de Valencia. La Semana Santa parecía pues llamada a convertirse en un capítulo definitivamente superado del calendario festivo de los márgenes de la capital del Turia; el estallido iconoclasta provocado por el inicio de la Guerra Civil hubiera podido hacer el resto. Bien sabido es que los rituales festivos constituyeron uno de los ámbitos predilectos de acción de anticlericalismo contemporáneo español. Recordemos al respecto que, en un estudio clásico, Halbwachs señaló que derribar
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130 los altares de los antiguos dioses y sus templos ha sido un prerrequisito para intentar borrar la memoria de los mismos (2004b: 157-158). Más recientemente, se ha advertido que la desacralización del espacio y del tiempo exigía la supresión de todas las expresiones de culto que tenían lugar fuera de los templos (Delgado, 2001), teniendo en cuenta la ordenación que de estos dos elementos se realiza a través de las procesiones (Velasco, 1992). En cuanto al interior de los templos, se ha señalado también que el iconoclasta habla el lenguaje de lo sagrado, y el antirritualismo practica el “contra-ritual” (Delgado, 1989): la destrucción de los rituales católicos implicaba pues la violencia antirreligiosa. Violencia de la que las pequeñas parroquias se convirtieron en objetivos privilegiados, en tanto que constituían los centros de la actividad religiosa de la comunidad, pues en este tipo de espacios era donde más enraizados estaban tanto el catolicismo oficializado como el anticlericalismo. Por otra parte, también se sabe que “las imágenes que luego habrían de ser arrastradas por los suelos, ultrajadas o quemadas fueron las mismas que habían sido sacadas en procesión” (Delgado, 1997a: 170), y que las imágenes de Cristo se prestaban a ser tratadas con las referencias dramatúrgicas con las que los mismos ejecutores contaban, ya que ellos mismos habían sido educados en la práctica sacramentalizadora de las imágenes (Delgado, 1997b: 389-396). Las del Cabanyal, Canyamelar y Grao cumplían, pues, todos los requisitos; máxime si tenemos en cuenta la cotidianeidad del trato que con ellas implicaban prácticas como guardarlas en domicilios particulares durante los días de Semana Santa. Como en tantos otros lugares del territorio español, las iglesias y la imaginería de los Poblados Marítimos fueron víctimas en 1936 de
98 La práctica aparece documentada en el primer libro oficial de fiestas (Fiestas de Semana Santa. Poblados Marítimos. Programa 1928, s.p.). Era ésta otra costumbre que había intentado erradicar el Concilio de Trento (Brosel Gavilá, 2003: 55).
esas “luces iconoclastas” que con tanta profusión ha estudiado Manuel Delgado (2001): según testimonio de una falangista local, el 20 de julio de dicho año “una turba desenfrenada” arrasa la iglesia de Santa María del Mar, ante la aquiescencia de la mayoría de sus feligreses (Sanchis Pallarés, 1998: 130). En El Cabanyal, sabemos que el párroco fue fusilado, quemándose la mayor parte de la imaginería: un vencedor (Pedro de los Reyes, 1944) nos dirá, algunos años más tarde, que durante el “período rojo” desaparecieron más de veinte imágenes. 5. La Semana Santa durante el franquismo (1939-1975) 5.1. Nacionalcatolicismo y reconstrucción (1939-1944) Historiadores como Mosse (1975), o Thamer (1998), han puesto de relieve la utilización que de ciertos ritos y ceremoniales hizo el régimen totalitario nazi, como instrumento de control de las masas; en consonancia con estas tendencias, el franquismo puso en marcha un programa de instrumentalización del calendario festivo, expresado en una reinvención del mismo, susceptible de rehacer el pasado de acuerdo con sus propios intereses. Frente a la secularización experimentada con anterioridad a la guerra, el franquismo pone en marcha un proyecto de resacralización de la sociedad, en el que tendrá un papel destacado la recuperación, sobre nuevas bases, de las tradicionales festividades católicas como instrumento de control ideológico, máxime teniendo en cuenta que muchas de estas fiestas habían sido reprimidas durante el período republicano (Hernàndez i Martí, 1996; 2002). De la mano de las nuevas autoridades, la Iglesia católica olvida cualquier duda o recelo mantenidos con anterioridad acerca de las manifestaciones de religiosidad popular, para pasar
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132 a promocionarlas sin reservas, intentando hacer de ellas un instrumento más de reconquista religiosa (Callahan, 2003: 359-387). No extraña pues que, dentro del universo festivo que nos ocupa, haya unanimidad en afirmar que los años cuarenta supusieron “una reactivación hispánica de cofradías semanasanteras” (Andrés González, 1993: 118). En el ámbito del País Valenciano, no sólo se retomarán las procesiones allí donde existía una tradición previa, sino que en determinados lugares se crearán ex novo (Ariño, 1992b: 43-44). Lógicamente, los Poblados Marítimos de Valencia no podían constituir una excepción. Quizás sea ahora, de manera más clara que en ningún otro momento, cuando sean asimilables a nuestro caso las teorías de Isidoro Moreno acerca de la religiosidad popular andaluza como un instrumento de cohesión de las clases populares, a costa de su integración en el universo ideológico de las clases dominantes (Moreno Navarro, 1990a; 1990b). Hay que advertir, sin embargo, que en estos barrios de extracción social baja, y especialmente castigados por los bombardeos de la guerra, tal integración, entendida en términos de reconstrucción festiva, fue especialmente costosa. En 1939, el Domingo de Ramos cayó un 2 de abril, sólo un día después del anuncio del final de la guerra. Evidentemente, esto hacía inviable la celebración de procesiones; sin embargo, pronto debió plantearse la recuperación de las mismas, pues al año siguiente, la Falange Española y de las J.O.N.S. “requirió y obtuvo el respaldo de las gentes del distrito para organizar la procesión del Santo Entierro, a pesar de las anómalas circunstancias por las que se atravesaba” (Martorell, 1999: 51). El 23 de marzo de 1940, la prensa informa de
99 Las Provincias, 24-III-1940 (citado en Chiner Gimeno, 2001: I, 74)
que “los devotos hijos del puerto” habían conseguido unificar sus esfuerzos: con la procesión del Santo Entierro “este distrito, que desde hace nueve años no había podido encontrarse a sí mismo”, volvía a hacer de la Semana Santa su fiesta grande. La reconstrucción de los templos fue una de las tareas primordiales del régimen, y con ella vino la reposición de imágenes: el 10 de noviembre de 1940, la nueva del Santísimo Cristo del Salvador volvía a la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles. Sin embargo, la reorganización de las hermandades iba a ser más difícil: la excepcional penuria económica de esos años dificultaba la inversión en trajes, el pago de cuotas, etc. Si bien en 1941 reaparece de manera conjunta la procesión del Santo Entierro, la prensa afirma sin tapujos que ésta no estaba todavía en condiciones de asumir su pasada fastuosidad. Al año siguiente, una epidemia de tifus aconsejó no realizar procesiones (Martorell, 1999: 52-53), aunque tenemos ya constancia documental de la existencia de una Junta Central de Fiestas de Semana Santa (Chiner Gimeno, 2001: I, 76). Sin embargo, ese mismo año se produciría un acontecimiento clave en el posterior desarrollo de la Semana Santa Marinera: la creación de la parroquia de San Rafael Arcángel. Esta parroquia, que arrancaba parte de las feligresías de Nuestra Señora del Rosario y Nuestra Señora de los Ángeles, tendría como consecuencia más visible el impulso de sus organizadores a la Semana Santa: en 1943 es bendecida la talla del Cristo del Salvador y del Amparo, imagen que marcará durante los años venideros una dura rivalidad entre sus seguidores y los del “verdadero” Cristo del Salvador (Martorell, 1997a: 57-65). En torno suyo, el mismo año, más de setenta sayones desfilaron con indumentarias de alquiler; es
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134 el año de “la Saionà”, percibido hoy como clave para la recuperación de la Semana Santa en los Poblados Marítimos (Martorell, 1997a: 24-25; 1997b: 22-23). Del impulso que iba cogiendo la fiesta da testimonio, por otra parte, la sugerencia por parte de la prensa, una vez más, de la conveniencia de trasladar las procesiones al centro de la ciudad (Martorell, 1999: 53-54). 5.2. Consolidación y cisma (1944-1951) En 1944 vuelve a imprimirse cartel y programa oficial de fiestas, lo que puede servir como un indicador de la consolidación de las procesiones. Aunque posiblemente el número de cofrades no fuera muy elevado, las dieciséis entidades que aparecen en dicho programa atestiguan su crecimiento y consolidación. A éstas se unirán otras cuatro en 1946, llegándose a veinticuatro cofradías en 1951. En cuanto a la composición social de las mismas, el 19 de abril de 1949, Las Provincias alababa los esfuerzos realizados por éstas en los siguientes términos: “Y puestos a escribir los esfuerzos y sacrificios, hemos de referirnos en tonos elogiosos a esa magnífica extremidad de la población marítima: el Cabañal. El sector marinero por excelencia, auténtica y entusiasta piedra angular de la Semana Santa junto a nuestro Mediterráneo, es acreedor del elogio más encendido. El Grao, fino y cuidadoso de los más nimios detalles, así como el Cañamelar, señorial, verdadera capital del distrito por su situación geográfica, se muestran asimismo orgullosos de este Cabañal de caras curtidas por todas las brisas de nuestro mar; de andar torpe a veces, pero siempre ofreciendo con espíritu sublime a nativos y forasteros la elegancia convencional de sus atuendos guerreros: Soldados Romanos y Sayones.” (Citado en Martorell, 1999: 57)
100 Carecemos de datos para este año, pero el 18 de abril de 1946, un suplemento dedicado por el diario Jornada a la Semana Santa informa de que con la Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador desfilaron 47 cofrades; 38 con la del Ecce-Homo, 33 en los Sayones de Nuestra Señora de los Ángeles, y 31 granaderos de la misma parroquia (Chiner Gimeno, 2001: I, 85, n.160).
101 Semana Santa en Valencia 1944. Distrito Marítimo, s.p.).
102 Las Provincias, 18-III-1951, p.16.
Texto que no sólo refleja -y naturaliza- explícitas diferencias sociales entre los tres barrios, sino que, además, decanta claramente la identificación de la fiesta hacia uno de ellos: si hemos visto nacer la fiesta en El Grao, y con anterioridad a la Guerra Civil era El Canyamelar la vanguardia de la misma, el peso de las celebraciones se apoya ahora de manera especial en El Cabanyal, que adquiere ahora la condición de foco más genuino de la fiesta, en tanto que está mayoritariamente formado por “la ruda gente del mar”. Cabe añadir, por otra parte, que tras la retórica populista de estos elogios se esconde una soterrada devaluación de la comunidad celebrante, de cuyos más genuinos protagonistas se nos dice en tono paternalista que es gente “de andar torpe”, aunque sea también de “espíritu sublime”. Parafraseando a Grignon y Passeron (1992), miserabilismo y populismo se dan en ocasiones la mano. El aumento del número de cofradías se corresponde con la progresiva recuperación de la perdida fastuosidad, así como el aumento del éxito de respuesta por parte del público (Martorell, 1999: 55). Como antes de la guerra, la Hermandad de la Santa Faz volvió a dar un impulso importante a la fiesta: la bendición como imagen titular de un grupo escultórico de Mariano Benlliure, atrajo al Marítimo a las primeras autoridades de la ciudad y, con ellas, a los medios de comunicación, contribuyendo así a la expansión de la fiesta fuera de los estrechos límites de la barriada (Quevedo Pessanha, 1947: 812-816). Con todo, ya no era exactamente la misma celebración que antes de la guerra: actos como la festiva “retreta” del Sábado de Gloria han desaparecido de los programas y, evidentemente, la vieja fugida dels saions ha quedado como un recuerdo de otros tiempos (Llorente Falcó, 1946). Hasta tal punto se ha llegado a la reinvención
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136 festiva que los viejos verdugos de Cristo pasan ahora a ser considerados “soldados cristianos de las cruzadas” (Amat i Torres, 1997c: 85). La “totalización festiva” que según Gil-Manuel Hernàndez (1996) caracterizaría a las Fallas durante las primeras décadas del franquismo, podía realizarse con especial rigor en una fiesta de estas características, máxime teniendo en cuenta que las festividades religiosas se convirtieron en un ámbito de participación masiva, en el que el clero podía ejercer más visiblemente su liderazgo. En los Poblados Marítimos, la Iglesia triunfante se encarna de manera paradigmática en la figura del Arcipreste Vicente Gallart Cano, hijo de pescadores del Cabanyal que llegaría a ser profesor del Seminario, párroco de Nuestra Señora del Rosario y Arcipreste de San Pío X (Sanchis Pallarés, 1998: 149-155). Magnífico orador en el púlpito, y todavía hoy figura controvertida, cabe aplicar a este sacerdote las aseveraciones de Linz (1993: 16-18) sobre lo especialmente opresiva que resultaba la jerarquía eclesiástica de origen rural y marcadamente antiintelectualista. Para lo que aquí nos interesa, hay que decir que su actuación como prior de la Semana Santa marcaría en buena medida el futuro de la misma, al provocar la expulsión del Grao en 1951. Las repercusiones de este episodio, al que los historiadores locales califican como “cisma de la Semana Santa” (Sanchis Pallarés, 1998: 153-155) o “cisma del Grao” (Chiner Gimeno, 2001, I: 81-230), devienen trascendentales para la evolución de la fiesta. El detonante de la discordia fue un problema de itinerarios, lo que demuestra una vez más la importancia del territorio en el desarrollo de las procesiones: las hermandades graueras pretendían recorrer una porción de su barrio que, alegando problemas logísticos,
103 Efectivamente, esta hermandad había sido creada desde el centro de la ciudad, impulsada por miembros de una altar vicentino (información recogida en el trabajo de campo).
el resto de cofradías -y el prior- había acordado no cubrir. En un creciente clima de tensiones entre las cofradías del Grao y la jerarquía eclesiástica, el desfile del Domingo de Resurrección terminó en agresiones verbales y físicas entre cofrades, hecho que propició incluso la intervención del Arzobispo. Tras el tema de los recorridos había otros problemas de fondo; no hay que perder de vista al respecto las enormes rivalidades entre barrios, tras las cuales latían diferencias culturales y socioeconómicas. También podemos intuir, a partir de la documentación sacada a la luz por Chiner Gimeno (2001: I, 81-230), que otro de los motivos del conflicto era la resistencia por parte de las cofradías del Grao a la excesiva injerencia de Gallart en los asuntos internos de las hermandades: sólo desde esta perspectiva se entienden las acusaciones de “comunistas” vertidas por éste contra las cofradías de Santa María del Mar, en los momentos más álgidos del conflicto (Sanchis Pallarés, 1998: 154). Con todo, merece destacarse que, una vez más, Valencia aparece como elemento de contraste, como argumento para la confrontación: en medio del citado tumulto, un cofrade del Grao le dice a otro de la Hermandad del Santo Cáliz (del Cabanyal) que éste “no tenía ningún derecho a intervenir en las cosas de Semana Santa porque ya era bastante que se les permitía salir a los del Santo Cáliz que eran forasteros” (citado en Chiner Gimeno, 2001, I: 154). En todo caso, Gallart consiguió que, como represalia, la Junta Mayor expulsase a las cofradías de Santa María del Mar durante dos años de la procesiones; pasado el tiempo de sanción, los expulsados no volvieron a desfilar. Sabemos que hubo algunas tentativas de acercamiento de posturas; incluso, en 1955, vemos una fugaz reaparición de Santa María del Mar en las
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138 celebraciones, pero ésta no tendría continuidad en los años posteriores. La celebración perdía así un capital humano y simbólico -además del económico- de gran importancia, pues no sólo desaparecían cinco cofradías con sus respectivas imágenes, sino que las procesiones abandonaban el barrio que mejor conectado estaba a la ciudad de Valencia. 5.3. Reestructuración y clasicismo procesional (19521966): la invención de la “Semana Santa Marinera” Con la expulsión del Grao, la fiesta entra en una nueva fase de reestructuración, marcada en gran medida por las carencias económicas del Cabanyal-Canyamelar. La intransigencia del Arcipreste Gallart con los intentos de acercamiento hacia la parroquia represaliada culminan con su completa asunción de las riendas de la fiesta, provocando lo que Chiner Gimeno (2001: I, 200-230) llama la “dimisión-cese” del presidente de la Junta Mayor: a partir de este momento, y hasta la retirada por enfermedad de Gallart en el año 1966, un consejo de Gobierno dirigido por éste, junto a los párrocos de las tres parroquias, constituirá el ejecutivo de la Semana Santa: con tal período de presidencia eclesiástica parece consumarse la “resacralización” de la fiesta. Aunque Gallart afirmará con convencimiento que “la Semana Santa Marinera va menos mal cada año desde que nos acercamos y somos dirigidos por el Prelado y los Párrocos”, lo cierto es que las diecinueve cofradías que El Cabanyal y El Canyamelar suman en 1951, descienden a dieciséis tres años más tarde. Gallart arremete contra el excesivo boato desplegado en las procesiones, y suprime actos susceptibles de ser considerados de carácter laico, como el pregón anunciador de las fiestas (sustituido por una homilía). Entre las hermandades desaparecidas, se encuentra, por enfrentamientos
104 Semana Santa de Valencia 1955. Distrito Marítimo, s.p.
105 El Prior afirma esto en una carta fechada el 19 de abril de 1952, dirigida al cofrade Francisco Alarcó, añadiendo que “antes iba peor porque se invertían los valores de las cosas y de las personas” (Chiner Gimeno, 2001: I, 172).
106 Ver Amat i Torres (1998a: 104). La fiesta se denominará así hasta 1968, reapareciendo el adjetivo “Marinera” en 1984.
con el Arcipreste, la de la Santa Faz que, como hemos visto, había sido un puntal en la modernización de la fiesta. Incluso el soporte económico concedido por el Ayuntamiento empieza a decrecer. Se constituye durante estos años un tipo de ortodoxia festiva; lo que podríamos denominar un clasicismo procesional: las procesiones adquieren el orden de formación que, a grandes rasgos, perdura en la actualidad, se consolidan determinadas imágenes como los focos principales de devoción, etc. Es también en estos años cuando aparece por primera vez la denominación actual de las celebraciones: si antes de la guerra los programas y carteles hablaban de Semana Santa del Distrito del Puerto, y entre 1944 y 1955 lo hacían de Distrito Marítimo, el cartel de 1956 anuncia por primera vez la “Semana Santa Marinera”. El apelativo había surgido unos años antes, ligado a Gallart –artífice de la denominación- y, por tanto, a la retórica del nacionalcatolicismo; un botón de muestra nos lo proporciona un tal Agustín Fuentes, en 1954: “Esta es la Semana Santa Marinera y valenciana, la Semana Santa del Distrito Marítimo, la que por un milagro de la Fe tiende de orilla a orilla del Mare Nostrum el esplendoroso de sus procesiones (sic), de su entusiasmo y su devoción. La que recoge las viejas esencias católicas de España, la católica y la tradicional, y en un vuelo de palomas de mística espuma las envía sobre el azul hacia aquella otra ribera de Palestina donde hace siglos se desarrolló de verdad el
107 1954. Semana Santa Valencia. Distrito Marítimo, s.p.
drama que esta otra rememora”.
Lejos de caer en el solipsismo narcisista de otras fiestas grandes, y de manera un tanto paradójica, empieza a fraguarse en este periodo un doble sentimiento de amenaza que alcanzará, con diversos matices, hasta
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140 nuestros días: en primer lugar, las viejas sugerencias de llevar las procesiones hasta el centro de Valencia dejan paso al miedo de que la Semana Santa se extienda por el resto de la ciudad; en segundo, surge el temor explícito ante la expansión fallera. Respecto al primero de los temores, éste se deja oír de manera expresa con motivo de la expulsión del Grao. De las negociaciones realizadas entre cofrades de las dos partes para lograr la reincorporación de los expulsados ha quedado este documento, que levanta acta de una reunión mantenida en dicho sentido en el año 1952. En ella, Francisco Alarcó (histórico cofrade de la Hermandad de la Santa Faz, ya aludido anteriormente) arenga sobre la necesidad de mantener una Semana Santa fuerte y unida ante la amenaza que Valencia puede suponer para las celebraciones: “Valencia no nos quiere tanto como nosotros a ella. Ese río que encinta como una faja a la ciudad, parece que nos aparta de ella y seguimos siendo como una cosa apendicular y aparte. Ahí afuera está la prueba de este olvidadizo cariño, ahí están sangrantes las melladuras de la pasada guerra al cabo de tres largos años, ahí tenemos nuestro fortín defensivo pues defensor fue de la ciudad cuando llegaban los aviones, y el faro, nuestro faro ¿os dais cuenta? Los retenía y subyugaba como la luz a las mariposas, y aquí volcaban su carga de destrucción y así destrozándonos, salvamos un día y otro a Valencia. Ya veis como nos ha respondido. Tomemos la lección pensando que lo que seamos habrá de ser por nosotros mismos, y afiancémonos para que no se nos vaya de las manos nuestra Semana Santa, que el día en que cualquier parroquia de la capital -y todas son ricas-, se organizara una Hermandad, tendría imitaciones estimuladas y entonces nuestra Semana Santa habría terminado. Todas estas cosas,hemos de pensarlas,
y sobre todo ustedes señores del Grao piensen cuánto ha de ser el sacrificio y la lealtad; ustedes, que como cada una de las tres parroquias hermanas, son una minoría más. Hoy están ustedes en postura incómoda; podrán organizar su Semana Santa independientemente un año y otro; al tercero quizá no puedan llegar. Entre tanto, veinte Hermandades del otro lado unidas y disciplinadas seguirán adelante y el triunfo, reconozcámoslo así será para ellos”. (Citado en Chiner Gimeno, 2001: I, 181-182).
Estamos pues muy lejos de aquel escrito de 1930 en el que Eduardo Estellés esgrimía la Semana Santa como garante de valencianía. Hay que decir que no se trata de una opinión aislada: similar sentido se encuentra en otro escrito dirigido a la Junta Mayor por cofrades del Cabanyal y Canyamelar, con motivo de los acontecimientos sucedidos el Domingo de Resurrección de 1951: “Se piensa en lo peligrosísimo que sería la creación de una Hermandad en la Capital. Se formarían varias a seguido. El derrumbamiento de la Semana Santa Marinera sería automático” (citado en Chiner Gimeno, 2001: I, 156). Aún más significativo que este desmesurado temor ante las eventuales inclinaciones festivas de una ciudad que se centraba en las Fallas, es comprobar cómo en estos textos se vincula el resentimiento experimentado por el abandono administrativo con la amenaza a la principal fiesta propia. Ya no se pide, como en tiempos de Sanchis Nadal, apoyo a las instituciones para favorecer al conjunto del municipio: la Semana Santa no puede esperar nada de Valencia, debe ser fuerte contando exclusivamente consigo misma. La segunda amenaza percibida por las autoridades de la fiesta se relaciona con la expansión de las Fallas
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142 por estos barrios. El mismo año en que se produjo el “cisma del Grao” (1951) es también el primero en que la documentación refleja una oposición tajante entre ambas fiestas, y lo hace, curiosamente, en clave de temor por parte del colectivo semansantero, como se aprecia en el siguiente documento, exhumado por Chiner Gimeno del archivo de la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera: “Por la alegre expansión que van tomando las comisiones de fallas, implican un peligro constante para nuestra Semana Santa. Se dice que una de estas comisiones cuenta con 30.000 duros para el próximo San José y derribar a la Semana Santa. Sólo un organismo como la Junta Mayor puede hacer frente a estas eventualidades continuando su labor social y misionera con plena autoridad.” (Chiner Gimeno, 2001: I, 157)
Lo más curioso de este texto es que, en el año 1951, sólo cuatro monumentos falleros se habían plantado en los barrios marítimos. Acerca de las preferencias festivas de la población de éstos, la reestructuración vivida por ambas fiestas durante el período inmediatamente posterior a la guerra no dejan lugar a dudas; tenemos incluso indicios de que algunos de los falleros del período republicano abandonaron la Falla y volvieron a la Semana Santa después de la guerra. Aunque la evolución histórica iba a demostrar que era éste un temor más realista que el expuesto anteriormente, de momento, la salida en procesión el Domingo de Ramos, en caso de coincidir éste con los fiestas de San José, es un indicador de la fuerza respectiva de ambas celebraciones. En estos momentos, la consigna es clara: las hermandades del Cabanyal y Canyamelar saldrían en 1951 a la calle dicho día con el objetivo declarado
108 La Agrupación de Fallas del Marítimo en el año del centenario. Valencia: Agrupación de Fallas del Dsitrito Marítimo, 1998, p.98.
109 Caso verificado, por ejemplo, entre uno de los fundadores de la hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno, en el Grao: Ezequiel Fornás, que aparece entre los directivos de la Falla plantada en este barrio en 1932 (Las Provincias, 24-3-1932, p.5 ).
de “celebrar la Semana Santa sin preocuparse de las fallas” (Chiner Gimeno, 2001: I, 157). Unos años más tarde, ya no será posible hacerlo. Cabe concluir, por otra parte, que esta sensación de fiesta amenazada evidencia una vez más la complejidad del ritual festivo, entendido en términos de tradición. Incluso en el contexto resacralizador y totalitario de la dictadura, aparece de manera implícita la conciencia de que la tradición no se reproducirá de manera automática, sino en un marco de competencia entre tradiciones alternativas, que se hace más explícito todavía en el segundo de los temores señalados. En el marco de una comunidad que define su identidad en gran medida de manera contrastiva frente a la ciudad, aflora así un sentimiento de inferioridad social y cultural que, en cierta medida, se ha arrastrado hasta nuestros días. 5.4. Tardofranquismo: una decadencia no unilineal (1966-1975) No es fácil encontrar una fecha determinada que marque un punto de inflexión con la etapa anterior. Sin embargo, y teniendo en cuenta los antecedentes señalados, podemos interpretar la retirada del Arcipreste Gallart en 1966 como el inicio de una nueva etapa, en la que de nuevo un civil ocupa la presidencia de la Junta Mayor (Chiner Gimeno, 2001, I: 351). Uno de los historiadores de la fiesta ha afirmado recientemente que “su desaparición de la escena supuso una eclosión de creación de nuevas hermandades que sólo tuvo parangón con la acaecida en los años veinte” (Morales Monsalve, 2003: 33). Aunque tales afirmaciones puedan resultar un tanto exageradas, lo cierto es que, tras la expulsión del Grao de las procesiones, y como se ha señalado más arriba, algunas cofradías del Cabanyal y del Canyamelar también desaparecen; así, frente
143
144 a las veinticuatro cofradías que desfilaron en 1951, encontramos sólo quince al llegar a 1963. Parece, pues, que la Semana Santa empieza a entrar en crisis; sin embargo, entre 1963 y 1971 aparecen siete nuevas cofradías, lo que supone una innegable recuperación, ligada al despegue económico de los años sesenta: un ejemplo claro de ello es la creación de la Hermandad de María Santísima de las Angustias en 1963, fundada por trabajadores portuarios (Martorell, 1997). Algunas de las hermandades ya existentes experimentan un alza en el número de cofrades, como ha documentado Martorell en su historia de la Hermandad del Santo Silencio (1999: 101). Son años en los que se crean además hermandades infantiles, aunque éstas no tendrán continuidad. Años también en los que la fuerte personalidad de determinados cofrades, económicamente fuertes (los “amos” de la cofradía), marca en buena medida la inercia de la fiesta. La reorganización civil de la Junta Mayor supone la recuperación de actos eliminados durante la presidencia eclesiástica de Gallart, como el Pregón o la Retreta de las Corporaciones Armadas (Morales Monsalve, 2003: 3536). Lejos del triunfalismo oficial del nacionalcatolicismo, la literatura local liga indisolublemente a la Semana Santa con sus barrios marineros, en términos mucho más identitarios que confesionales: “serem més o menys arrimats a l’Església, però aquell que s’hi pose en contra de la festa de la Setmana Santa o critique alguna de les nostres imatges les passarà morades; no li ho aconselle”, nos dice en uno de sus Contes d’un cabanyaler Vicent Monzó (1971: 39). En enero de 1975, tras los oportunos trámites, la Junta Mayor de la Semana Santa consigue que la Dirección General de Ordenación del Turismo declare
110 Semana Santa Marinera. Valencia 1963, s.p. 111 Hermandad de María Santísima de las Angustias (1963), Corporación de Sayones (1966), Santa Hermandad de la Muerte y Resurrección (1967), Hermandad de Jesús con la Cruz (1967), Longinos (1968), Hermandad de la Santa Faz (1970), Granaderos de San Rafael (1971).
112 La Hermandad Infantil de la Entrada Triunfal en Jerusalén y la Hermandad Infantil de Cristo Resucitado. 113 Un caso claro puede verse en Martorell (1997b: 33-58), pero podrían multiplicarse los ejemplos.
la fiesta como “de Interés Turístico”. Según Martorell (1997b: 51), ésta “era una manera d’afegir-li un marxamo de qualitat per atraure l’atenció de la gent de la ciutat, que de sempre havien donat l’esquena al districte, i els animà a acostar-se per contemplar unes processons que possiblement no entendrien massa bé en tots els seus detalls”.
Aunque según este autor la decisión implicaba decantarse por el concepto de “fiesta-multitud” (1997b: 52), la alternativa en realidad era inevitable: “Els directius de la festa estaven preocupats per la possible disminució d’assistents, convençuts que els actes tenien èxit o no, depenent del públic que hi haguera als carrers. Existia, a més, la voluntat de convertir les representacions de la Passió i Mort de Crist en una part del patrimoni festiu de la ciutat” (Martorell, 1997b: 51).
114 Expresiones similares se han escuchado de manera reiterada a lo largo del trabajo de campo.
Situación que refleja, en definitiva, el fracaso del modelo de resacralización impulsado durante décadas de nacionalcatolicismo. Debe considerarse, además, que para entonces la fiesta ya había entrado en una fase de franca decadencia. El propio aumento del nivel de vida de las clases trabajadoras, que unos años antes había permitido la fundación de nuevas hermandades, motivó el decaimiento de la fiesta. Hoy lo recuerdan como “el bache del Seiscientos”, bache largo, que duró hasta finales de los setenta, porque -dicen- “tras el Seiscientos vino el chaletito”. La Semana Santa se convierte en un período de vacaciones; además, como ya se ha dicho en el capítulo anterior, por esos años muchos vecinos abandonan el barrio. Finalmente, la
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146 propia actitud de la Iglesia tras el Concilio Vaticano II actuaba en contra de este tipo de festividades (Christian, 1978: 14; Casado Alcalde, 1992: 107-108). Tampoco hay que olvidar que la crisis coincidió con un hecho crucial: la espectacular expansión protagonizada por las Fallas durante los años del desarrollismo afectó de manera notoria al Cabanyal y Canyamelar. Los nuevos tiempos hacen patente la crisis de la Semana Santa Marinera. Si antes de la República la fiesta había avanzado hacia su secularización, tras la resacralización del nacionalcatolicismo, la propia secularización parecía condenarla a desaparecer. 6. Transición religiosa, decadencia y expansión fallera (1976-1983) Según Díaz-Salazar (1993), paralelo al proceso de transición política, económica, demográfica y cultural, se vivió “la transición religiosa de los españoles”, que abrió una era radicalmente diferente a la instituida por el experimento nacionalcatolicista. Tal proceso habría llevado de la “religión total” a la “religiosidad desinstitucionalizada” característica del período democrático. A la crisis que las festividades religiosas vivieron más o menos por todas partes, quizás habría que añadir en nuestro caso el hecho de que la propia envergadura de la fiesta -y del barrio en que se desenvolvía- no la convertía en un objetivo apetecible al poder político local, centrado en esos momentos en el proceso de “bunkerización” e instrumentalización de las Fallas (Hernàndez i Martí, 1997a). En cuanto a éstas, ya se ha apuntado cómo, en el momento de producirse el “cisma”, tan sólo cuatro se repartieron entre El Cabanyal, El Canyamelar y El Grao, frente a veinticuatro cofradías, hermandades y corporaciones semanasanteras. Llegado
115 Ver Hernàndez i Martí (1996: 338339, 341-342, 348-350, 374-375).
116 La Agrupación de Fallas del Marítimo en el año del centenario. Valencia: Agrupación de Fallas del Distrito Marítimo, 1998, pp.98-100. 117 Es imposible cuantificar el número, pero se han encontrado varios casos. También recoge algunos indirectamente Martorell (1999: 120-121).
118 Información facilitada por el presidente de la Corporación.
119 Semana Santa Marinera de Valencia 1999 (programa de mano). Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1999, p.5.
120 Levante-EMV, 13-4-2000, especial “Semana Santa”, p.7.
el año 1967, el peso relativo de cada fiesta aparece ya más equilibrado: junto a veinte cofradías, las once fallas plantadas en estos barrios atestiguan que la expansión de la fiesta fallera ha sido importante en el Marítimo. Fallas que contribuyen a aumentar las deserciones de la fiesta: no pocos semanasanteros abandonan la cofradía y se apuntan a la comisión fallera. La falta de censos en los archivos de la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, impide ofrecer datos fiables acerca de las cifras de participación en la fiesta durante los años setenta; sin embargo, los pocos que se han podido reunir nos pueden proporcionar una idea de las dimensiones del fenómeno: por ejemplo, sabemos que la Hermandad de María Santísima de las Angustias, que una década antes había rondado los cien miembros, quedó con una docena de ellos en 1979 (Martorell, 1997b: 58). Más temprana fue la crisis en la Corporación de Pretorianos, que se quedó con unos diez asociados en 1973. En general hay acuerdo en afirmar que “la década de los setenta es (…) una época de decadencia en la que algunas Cofradías procesionaron bajo mínimos y otras incluso desaparecieron”. Fueron años de rivalidad o, al menos, de conflictos puntuales entre fiestas pasionales y falleras: en una entrevista a un medio de comunicación, el presidente de la Junta Mayor durante los años 1973 a 1976, recordaba los problemas con las Fallas como una prioridad a resolver durante su mandato. En todo caso, mientras las cofradías se mantienen a duras penas, las Fallas siguen creciendo: en 1975, diecisiete comisiones plantan sus monumentos en los tres barrios. Cinco años después se contabiliza una menos, pero las cofradías han descendido ya a diecinueve. Por fin, en 1985, se aprecia claramente el vuelco: por primera vez, en
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148 los Poblados Marítimos hay más casales falleros que cofradías de Semana Santa (ver cuadro II.1). La paradoja es que, para esas fechas, la Semana Santa ha entrado ya en una fase de revitalización, como demuestra el hecho de que, sólo cinco años más tarde, otra vez las veinticinco agrupaciones semanasanteras superan en número al de fallas. Sin embargo, y a diferencia de lo que sucedió en anteriores ocasiones, la expansión de una de las fiestas ya no se ha efectuado en detrimento de la otra. CUADRO II.1: Fallas plantadas en los Poblados Marítimos y Hermandades-cofradías de Semana Santa activas (1930-2001) AÑO
FALLAS
HERMANDADES-COFRADÍAS
1930
0
21
1935
0
0
1940
1
1
1945
4
19
1950
3
23
1955
3
20
1960
8
16
1965
11
16
1970
12
23
1975
17
22
1980
16
19
1985
23
21
1990
21
25
1995
21
27
2000
21
27
2001
21
26
Fuente: La Agrupación de Fallas del Marítimo en el año del centenario. València: Agrupación de Fallas del Distrito Marítimo, 1998, pp.97-197; Censo Junta Central Fallera; Libros oficiales de la Semana Santa Marinera de los años correspondientes; Chiner Gimeno (2001: II, 722-868). Las fuentes difieren algunos años. Elaboración propia.
7. De fiesta de barrio a patrimonio festivo de la ciudad de Valencia (1983-2006) 7.1. La revitalización de rituales públicos tradicionales y la tercera oleada semanasantera Un importante libro dirigido por Boissevain (1992) puso de manifiesto, desde múltiples puntos de vista, el proceso de revitalización de rituales tradicionales que, contra todo pronóstico, se había dado en toda Europa (especialmente en la meridional), desde los años setenta. El mismo autor ha vuelto más recientemente sobre el tema, sintetizando cómo una serie de procesos se encuentra en la base del cambio de actitudes hacia las celebraciones públicas tradicionales; entre estos factores se situarían el retorno de migrantes a sus lugares de origen -permanentemente o en períodos vacacionales: los “pendulares” de que nos habla Artoni (1996)-; el desencanto provocado por los efectos medioambientales y económicos de la industrialización, la explosión de los medios de comunicación, la democratización, la eclosión del turismo de masas y, de manera aparentemente paradójica, “la desconfesionalización” aludida en el apartado anterior (Boissevain, 1999). Éste es, pues, el contexto en el que se explica ese “crecimiento vertiginoso a partir de 1978” experimentado por las cofradías semanasanteras a lo largo y ancho del Estado español (Brisset, 1994: 11). La misma fecha sería la consignada por otro autor, cuando, al referirse en 1983 a la revitalización de la Semana Santa en Andalucía, constata que el hecho arranca de cinco años atrás (Briones Gómez, 1983: 5-6). En todo caso, se debe destacar cómo, a diferencia de los dos estallidos cofradieros anteriores, que coincidieron con períodos políticos autoritarios o dictatoriales, apoyados de manera incondicional por la Iglesia, este tercer impulso procede de la iniciativa
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150 exclusiva de la sociedad civil, en un entrono democrático y secularizado 7.2. Apertura y revitalización de la Semana Santa Marinera (1983-1988) En líneas generales, los puntos expuestos por autores como Briones o Boissevain sirven para explicar la revitalización de nuestra fiesta; en todo caso, habría que profundizar más en las condiciones locales que hicieron posible el fenómeno. Quizás la recuperación se inicie aquí de manera algo más tardía; no sería un caso exclusivo: por ejemplo, sabemos que en la localidad valenciana de Torrent, la recuperación semanasantera arranca también de los ochenta. En todo caso, habría que añadir otros factores que, al menos aquí, contribuyen a explicar el proceso. En primer lugar, el surgimiento de nuevas pautas de sociabilidad: a principios de los ochenta aparecen los locales sociales. Analizaremos con más detalle este punto en el capítulo siguiente, pero apuntaremos aquí que éste es percibido como un factor de gran importancia por todos los entrevistados. En segundo lugar, tenemos la incorporación de las mujeres a la fiesta. En mayo de 1983 tiene lugar el I Congreso de la Semana Santa Marinera, que volverá a denominarse así oficialmente a partir de 1984 (Amat i Torres, 1998a: 104). Este último año, las mujeres desfilan por primera vez de manera oficial -muchas lo hacían ya clandestinamente-. El ritual sancionaba y fortalecía así las transformaciones vividas por la sociedad; volveremos sobre el tema en el capítulo siguiente. Señalaremos de momento que aquí, como en Andalucía, serían las esposas y las novias de los varones cofrades las primeras en incorporarse a la vida de las hermandades: se formaron así, en el seno de las cofradías, numerosas parejas bastante homogéneas social e ideológicamente.
121 Ver Royo Martínez (1996: 25). En Medina del Campo, Andrés Ordax (1993a: 140) habla de un relanzamiento a partir de 1983.
También hay que tener en cuenta un fenómeno que merecería ser analizado con más detalle: muchos falleros compatibilizan la comisión con la hermandad. Podría pensarse que se produce así una “fallerización” de la Semana Santa (Hernàndez i Martí, 1999), que hay que poner en relación con la capacidad de las Fallas para “vampiritzar qualsevol altra festa o celebració dotades de notòria acceptació popular” (Ariño, 1998a: 65); con todo, el proceso es más complejo que el de una unilateral “fallerización”: en realidad, la Semana Santa despliega sus propias estrategias para distanciarse de las Fallas. En todo caso, sí nos encontramos ante una ejemplificación de esos múltiples alineamientos identitarios que la postmodernidad permite al individuo (Lyon, 2002); también, desde una perspectiva complementaria, con las nuevas formas que adquieren las prácticas del tiempo de ocio, y las posibilidades económicas de mantenerlas (cf. Negre, 1993: 34-35; Cuenca Cabeza, 2000: 141-185). Por fin, tras una serie de tentativas, en el II Congreso de la Semana Santa Marinera (1988), se decide la reincorporación de la parroquia de Santa María del Mar a las procesiones. El proceso no será fácil: tras casi cuarenta años sin Semana Santa, los vecinos de esta demarcación parroquial se habían volcado en la fiesta de la vieja imagen del Cristo del Grao como símbolo de expresión de una identidad propia. Con todo, había deseos de salir en Semana Santa: en 1986 se refunda la Pontificia y Real Hermandad del Santísimo Cristo de la Concordia. Problemas con el párroco motivarán su marcha a una parroquia vecina, aunque situada ya fuera de los límites históricos de la Semana Santa Marinera: la hermandad será acogida en la parroquia de San MauroJesús Obrero, en el barrio de La Cruz del Grao. Con todo,
151
152 y aceptando nominalmente su adscripción a Santa María del Mar, la Concordia se incorporará a las procesiones semanasanteras en 1990, un año después de hacerlo la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno y la Cofradía de Granaderos de la Virgen. 7.3. La fiesta actual 7.3.1. Consolidación de las procesiones en El Grao y aparición de nuevas hermandades El retorno del Grao a las procesiones consolida la revitalización de la fiesta. Durante los noventa, ésta continúa su expansión, aunque ahora de manera ya más ralentizada: en 1991, como consecuencia de una escisión de Nuestro Padre Jesús Nazareno, se crea la Cofradía de Jesús de Medinaceli: se trata ya pues de una advocación novedosa en este contexto, de una tradición foránea, sin antecedentes en la religiosidad de los Poblados Marítimos, que viene a formar la cuarta de las cofradías dependientes de la parroquia de Santa María del Mar, así como a fortalecer los procesos de hibridación religiosa translocal que, pese a no constituir un fenómeno estrictamente novedoso, se aceleran exponencialmente en la modernidad avanzada (Lenoir, 2005). En 1995, producto de otra escisión, en esta ocasión en El Canyamelar (en el seno de la Hermandad de Vestas del Santísimo Cristo del Buen Acierto), se refunda la Hermandad de la Crucifixión del Señor. Aunque unos años después desaparece una entidad de la parroquia de San Rafael-Cristo Redentor (la Corporación de Granaderos), otra en la más pujante parroquia de Los Ángeles (la Cofradía de la Oración en el Huerto) mantiene en veintisiete el número de cofradías. 7.3.2. Semana Santa en Valencia Para finalizar este capítulo, se hará referencia a los últimos acontecimientos que aumentan la complejidad del fenómeno. Desde 1994, organizado por la Vicaría de
122 No se trata de una simple importación, sino que lo local se ha adaptado a una devoción foránea: la actual imagen que venera esta cofradía (Jesús de Medinaceli) es un Nazareno que llevaba más de medio siglo en la iglesia del Grao, al margen de su actual denominación y de las procesiones de Semana Santa. Ello no impidió que en 1997 se celebrase su cincuentenario: ver La Cofradía de Jesús de Medinaceli en el 50 Aniversario de su Imagen Titular. Parroquia Santa María del Mar, Grao – Valencia. Aquí sí se trata, pues, de la invención de una tradición en sentido estricto.
Evangelización y presidido por el Arzobispo, el Viernes de Dolor, un Via Crucis vuelve a salir a las calles del centro de Valencia. Centro al que, además, han vuelto las procesiones penitenciales al estilo tradicional: ligada a una iglesia perteneciente al Opus Dei (San Juan del Hospital), y con el decidido apoyo del Arzobispado, la Cofradía del Cristo de las Penas sale a la calle en Viernes de Dolor y en Jueves Santo. Evidentemente, este tipo de actuaciones tiene más que ver con esa ofensiva por la reconquista del espacio público que durante los últimos años ha desplegado la Iglesia católica (Casanova, 2000), que con tradicionales religiosidades ligadas a identidades locales, lo que no quiere decir que ambos fenómenos no interaccionen, como veremos más adelante. Además, la manera en que la prensa refleja este último acto no puede resultar más ilustrativa: un titular a cuatro columnas del diario Levante presenta a ésta como “la cofradía más antigua de Valencia”. Continúa la noticia: “Con la Semana Santa, y en pleno corazón de la Valencia más antigua, sale a desfilar la cofradía decana de la ciudad, la del Cristo de las Penas, fundada en el siglo XIII en la iglesia de San Juan del Hospital, en la actual calle del Trinquete de Caballeros, y que permanece después de casi siete siglos… aunque con 123 Levante-EMV, 27-III-1999, suplemento “Semana Santa”, p.2.
124 Levante-EMV, 10-IV-2003, suplemento “Semana Santa”, p.9.
intermitencias”..
La antigüedad de las calles del barrio de La Xerea se convierte así en un valor añadido que refuerza el capital simbólico de una cofradía que “saca a la calle las imágenes más antiguas que participan en actos procesionales” (tallas del siglo XII). Pero no es el del Cristo de las Penas el único caso: en la también céntrica parroquia de los Santos Juanes, otra cofradía viene últimamente sacando a la calle al Cristo de los Afligidos
153
154 la mañana de Viernes Santo. Ambas iniciativas tienen en común el hecho de mantener una cierta relación con la Semana Santa Marinera, pero sin pertenecer a ésta (se trata en realidad de un tipo de relación que podríamos calificar de diplomática). No ha sucedido así en el tercero de los casos: en el año 2005, una entidad completamente foránea a los Poblados Marítimos, se incorpora a la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera: se trata de la Cofradía del Cristo de la Buena Muerte, surgida a partir de la Hermandad de Antiguos Caballeros Legionarios. Perteneciente a la parroquia de San Pascual Bailón, esta nueva cofradía se ha integrado formalmente en las procesiones de los Poblados Marítimos, como un miembro más de Santa María del Mar (El Grao). Se introduce así un elemento radicalmente nuevo en las celebraciones: una cofradía de origen militar, que profesa una devoción a una imagen de ascendencia inequívocamente andaluza, se une a una fiesta que, con ella, extiende su red hasta casi el centro de la ciudad. Los nuevos participantes no han dejado de levantar tensiones desde el momento de su primera participación en la fiesta: en lenguaje de Bourdieu (1997b; 2000), podríamos avanzar que nuevos actores chocan con la ortodoxia establecida en el campo. Nuevos elementos de análisis que antes aparecían velados, se hacen ahora explícitos: evidentemente, ya no puede recurrirse sólo a una fuerte identidad de barrios que se sienten pueblos para explicar la fiesta. Con todo, lo más significativo de este hecho es la voluntad, por parte de la Junta Mayor, de monopolizar las procesiones de Semana Santa en la ciudad de Valencia. Se configura así una nueva dialéctica, en la que nuevos actores confieren al ritual nuevos significados. Volveremos sobre este punto más adelante. De momento, esbozado el proceso histórico de construcción de la fiesta, pasaremos a analizar su entramado asociativo.
125 Por ejemplo, en las salidas de Viernes de Dolor de la primera, acude la Cofradía de Jesús en la Columna del Cabanyal; mientras que la segunda está hermanada con su homónima del Canyamelar. Sin embargo, estas cofradías no acuden con sus hábitos a las procesiones del Marítimo. 126 A diferencia del caso referido anteriormente de Jesús de Medinaceli, aquí se ha realizado una imagen nueva, claramente inspirada en la de los legionarios malagueños. 127 En el barrio valenciano de Arrancapins, situado al oeste de la ciudad, y a instancias de un colectivo de inmigrados andaluces, el 1 de abril de 2006 se presentó en público una nueva agrupación de penitentes, externa a la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera: la Hermandad de Nazarenos de Jesús de los Desamparados y Nuestra Señora de Gracia. Esta cofradía salió a la calle por primera vez los días anteriores a Semana Santa. Habrá que permanecer expectantes a la evolución de las relaciones de esta nueva entidad con la Junta Mayor, ya que comenzó su andadura pidiendo –y obteniendo- a ésta apoyo para sus primeras salidas procesionales, y algunos de sus miembros participaron (vestidos de paisano) en algunos actos de la Semana Santa Marinera del 2006, manteniéndose las relaciones al año siguiente
III “UN PUNTO DE CONCORDIA”: EL ENTRAMADO ASOCIATIVO DE LA SEMANA SANTA MARINERA Y LA SOCIABILIDAD COFRADE
156 El análisis procesual de la acción ritual no puede ceñirse exclusivamente al momento cumbre de la misma, es decir, al momento de su ejecución. Muy al contrario, característica distintiva de la fiesta en la modernidad –y en especial de su fase avanzada- es que ésta es preparada, a lo largo de todo el año, por asociaciones especializadas en tal fin: en este caso, las cofradías o hermandades de Semana Santa. Este tipo de entidades hunde sus raíces en un pasado contrarreformista, con antecedentes medievales y, en el caso concreto que nos ocupa, las hay que arrancan de los albores de la Edad Contemporánea. Con todo, son precisamente las pautas de sociabilidad que se establecen en el seno de este tipo de asociaciones uno de los factores que les proporciona un carácter inequívocamente moderno. El presente capítulo tiene como objetivo el estudio del entramado asociativo sobre el que se vertebra el ritual, así como las pautas de sociabilidad que emanan del mismo, al tiempo que lo constituyen. Cabe recordar al respecto que el estudio de la sociabilidad y el asociacionismo cuenta ya con una sólida tradición en ciencias sociales, aunque, desde la perspectiva que aquí lo abordaremos, ha sido la antropología la disciplina que más sistemáticamente lo ha afrontado, siendo Moreno Navarro (1972; 1974; 1982; 1985), quien primero se centró en este tipo de fenómenos. Desde entonces, el estudio de cofradías y hermandades se convirtió en un territorio privilegiado para el análisis de los procesos de clientelismo, conflicto social, solidaridad, construcción social de la identidad personal y colectiva, etc. En un segundo momento, la continuación de este tipo de estudios sirvió para conseguir la superación de un concepto excesivamente estrecho de sociedad civil (Cucó Giner, 1990b), comprendiéndose al mismo tiempo
la importancia de estas asociaciones como agentes capaces de fortalecer y extender las redes sociales de los individuos, más allá de sus teóricos propósitos formales, perspectiva desde la que destacan trabajos como los de Barrera González (1990) o de Escalera Reyes (1987; 1989; 1990a; 1990b). Tomando como base los estudios citados, se pretende aquí incidir en algunas de las líneas señaladas en los mismos. Partiendo del supuesto de que “la sociabilidad es al mismo tiempo estructurada y estructurante” (Cucó Giner, 2004: 126), una de las ideas principales que guiarán este capítulo es que la sociabilidad cofrade es susceptible de actuar como un mecanismo de retradicionalización selectiva de la vida cotidiana, es decir, un mecanismo compensatorio de reencantamiento en un mundo desencantado y destradicionalizado. Analizar las condiciones de posibilidad y los límites de tal proceso se configura, pues, como uno de los objetivos fundamentales de este capítulo, máxime teniendo en cuenta los vínculos que frecuentemente se han establecido entre socialidad, tradición y comunidad (Gurrutxaga Abad, 1996; Morris, 1996). Previamente, será necesario penetrar en el entramado organizativo de la fiesta, analizando detalladamente una serie de puntos. En primer lugar, se analizará el funcionamiento de las cofradías en tanto que asociaciones formales, para aludir después a los organismos de coordinación de la fiesta. A continuación, se realizará una valoración cuantitativa del fenómeno, tanto desde una perspectiva global como en términos de género (perspectiva imprescindible cuando se trata de hablar de los procesos de modernización de la tradición). Se pasará después a analizar las prácticas de sociabilidad que emanan del entramado asociativo, sin olvidar detenernos
157
158 en aspectos como las transformaciones que, en el mismo, operan las recomposiciones espaciales de la modernidad avanzada, o las cambiantes relaciones de poder que se conforman en el seno de las mismas. Una recapitulación acerca del crecientemente complejo tipo de relación social que prima actualmente en el seno de estas asociaciones, servirá para conectar las formas de la sociabilidad con la morfología y significados del ritual, lo que permitirá enlazar con el capítulo siguiente. 1. Asociaciones formales 1.1. Cofradías, hermandades y corporaciones Las cofradías, hermandades y corporaciones que forman la Semana Santa Marinera cumplen los requisitos para ser definidas como asociaciones formales, populares y tradicionales (cf. Cucó Giner, 1990a; 1993). En tanto que tales, pueden ser definidas como “comunidades de práctica”, es decir, asociaciones orientadas al ejercicio de la sociabilidad y de una afición común, volcadas principalmente sobre sus miembros (Ariño, dir., 2001: 27). No me extenderé acerca de su funcionamiento y organización, por no redundar en lo que ya se ha dicho acerca de otras organizaciones festivas, por lo que bastará con limitarse a señalar la existencia de estatutos, una junta de gobierno, y una peculiar combinación de caracteres asambleario y presidencialista (el presidente se elige por votación, pero se han constatado permanencias en el cargo de más de treinta años). Usando la tipología weberiana, podría pues definirse a estas asociaciones como de carácter “legal-racional”, como han afirmado diversos estudiosos de las organizaciones voluntarias que han proliferado con la modernidad (Cucó Giner, 2004: 128-129), pero hay que advertir también de su enorme capacidad para combinar burocracia y carisma,
128 Desde el punto de vista del Derecho Canónico, cabría distinguir entre “hermandades” y “cofradías”, ya que las primeras se dedicarían a organizar el culto interno (dentro del templo) y las segundas a las celebraciones fuera de la iglesia. No faltan, sin embargo, expertos que afirman el carácter sacramental (de culto eucarístico) de la hermandad, mientras que la cofradía mantendría el culto pasionista, mariológico y a los santos (cf. Cofradía Jesús en la Columna. Parroquia Nuestra Señora de los Ángeles, Cabanyal – Valencia – 2000, s.p.). En nuestro caso, la situación se complicaría más con la presencia de las “corporaciones”, que en su día fueron “corporaciones armadas” (de sayones, de pretorianos, de granaderos o de longinos). En la práctica, cabe advertir que cualquier tipo de distinción se refiere exclusivamente a la denominación de la entidad, ya que, al menos en el caso aquí tratado, todas actúan con idénticos fines, se organizan siguiendo la misma estructura, etc. Por otra parte, todas están doblemente constituidas: como entidades nominalmente dependientes de la Iglesia, y como asociaciones culturales (estrategia que les permite acceder a subvenciones oficiales). Por todo ello, utilizaré indistintamente y como sinónimos los términos “cofradía” y “hermandad”, exceptuando los casos en los que me refiera a una entidad concreta, en la que usaré su denominación oficial.
129 Algo que suele suceder en lugares donde la comunidad se divide en “mitades”. Sobre esta tendencia a la “semicomunalidad” el estudio clásico es el realizado por Moreno Navarro (1972).
130 Práctica extendida en Andalucía: cf. Barrera González (1990: 193), quien habla de la existencia de “filtros selectivos” para entrar en las cofradías.
conceptos que no se han revelado, a la postre, tan antagónicos como pudiera desprenderse de la lectura de Weber (Breuer, 1996). Por otra parte, y a diferencia de lo que sucede en determinadas cofradías andaluzas o del mismo País Valenciano, la inscripción en las cofradías o hermandades no es aquí automática. Sin embargo, y en teoría, el acceso tampoco es totalmente libre: en todas las asociaciones donde se ha desarrollado el trabajo, el acceso a la cofradía viene regulado por los respectivos estatutos; se exige haber recibido una serie de sacramentos, tener unas determinadas creencias, vivir de acuerdo con una demostrada moral cristiana, etc. Además, en algunos casos también se exige, sobre el papel, el aval de al menos un miembro de la cofradía, o incluso de dos. En realidad, la práctica es mucho más flexible: un punto en el que todos los informantes coinciden es que, aunque oficialmente se debe votar en asamblea, en realidad, las aceptaciones se producen de manera automática. Así, los requisitos se reducen al mínimo: “que sea cristiano, que sea sociable”; “que sea cristiano entre comillas”, etc., son las explicaciones más utilizadas en las entrevistas. En realidad, la postura aquí es sumamente pragmática, porque, como he podido escuchar en múltiples ocasiones, “lo que nos interesa es ser cada vez más, porque eso supone dinero”. En cualquier caso, parece que las transformaciones que en el funcionamiento de las hermandades está provocando el aumento del número de sus miembros –que será analizado a continuación-, nos autoriza a considerar que, recurriendo a la tipología weberiana, éstas han cumplimentado sobradamente el paso de “sociedades cerradas” a “sociedades abiertas” (Weber, 2002: 36).
159
160 1.2. Organismos de coordinación En la Semana Santa Marinera, como en todos aquellos pueblos o ciudades donde existen asociaciones festeras consolidadas, que comparten su situación con otros grupos de idéntico funcionamiento y estructura, así como la convergencia en sus fines, también encontramos un organismo supra-asociacional que los coordina e integra, o una “organización de segundo nivel”, que permite un determinado grado de “integración transversal” (Ariño, dir., 2001: 374-379): la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, de la que ya se ha hablado en el capítulo precedente. Se trata de un órgano central, que goza de un elevado margen de autonomía, y que funciona, como otros organismos similares, “con capacidad retroactiva sobre las asociaciones de base, ejerciendo un control y estableciendo una ortodoxia festiva” (Ariño, 1993c: 142), otorgando recompensas, imponiendo multas por infracciones, etc. El presidente es elegido por asamblea general -a la que cada cofradía envía tres delegados-, y la duración de la gestión del equipo de gobierno es de tres años. El Consejo de Gobierno suele estar formado por todas las parroquias en proporción directa. Tras muchas reticencias y no poca oposición, la Junta Mayor acabó integrándose recientemente en la Junta Diocesana de Hermandades de Semana Santa, con lo que, teóricamente, actuaría como una correa de transmisión entre las hermandades y la jerarquía eclesiástica, circunstancia que dista de realizarse en la práctica, al menos de manera continuada y fluida. La Junta Mayor cuenta con sus propios locales, y en su seno se establecen pautas de sociabilidad mantenidas a diario, que trascienden con mucho su función estrictamente administrativa y burocrática.
Sin embargo, no es la Junta Mayor el único organismo de coordinación que actúa por encima de las cofradías, sino que, en cada parroquia, una Junta Parroquial se encarga de coordinar los actos que realizarán sus respectivas asociaciones dentro del territorio de la misma, así como de coordinar determinadas actividades conjuntas a lo largo de todo el año. Cada cofradía envía tres delegados a esta Junta, que tiene a su vez un presidente. A diferencia de la Junta Mayor, tales juntas no tienen local propio, sino que se reúnen en los locales de la parroquia o, alternativamente, en los de la propias cofradías; el párroco de la respectiva iglesia actúa como consiliario, y su capacidad de decisión durante el desarrollo de la fiesta se ve prácticamente anulada ante la Junta Mayor. 2. Aproximación cuantitativa 2.1. Número de cofrades por asociaciones Según la información que se ha podido recabar, en el año 2005 un total de 3.399 cofrades componían el colectivo de los actores principales de la Semana Santa Marinera, agrupados en torno a veintiocho asociaciones, que oscilan entre los cuarenta y uno y los trescientos sesenta y cinco miembros. Como ya se ha indicado anteriormente, podemos asegurar que, al igual que otras manifestaciones festivas, la que nos ocupa se encuentra en fase de expansión; el incremento del número de festeros es uno de los indicadores más concluyentes al respecto: sabemos que, en el año 1997, la base organizativa de la fiesta estaba compuesta por un total de 2.557 cofrades, lo que supone que, en ocho años, su número total se ha incrementado casi en un 33%. En el cuadro III.1 se enumeran, agrupadas por parroquias, las veintiocho cofradías, hermandades o corporaciones que en la actualidad vertebran las celebraciones,
161
162 con el número de asociados inscritos en los censos de la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera. Si comparamos sus cifras respectivas con las del año aludido, apreciamos, en primer lugar, que mientras una corporación ha desaparecido, dos nuevas cofradías se han incorporado a la organización del ritual. Excluidas éstas, pues, podemos comprobar que, de las veintiséis cofradías en las que podemos efectuar la comparación, un total de dieciocho ha aumentado el número de sus socios, mientras que otras siete los han disminuido, manteniendo una estable su censo. Evidentemente, las altas compensan con mucho a las bajas, llegando algunas cofradías a incrementos superiores al 100% durante estos ocho años. (Ver CUADRO III.1) Las tasas de crecimiento serían sin duda más elevadas si pudiésemos observar el fenómeno desde una perspectiva de varias décadas, algo que no ha sido posible, dada la falta de censos en los archivos de la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, hasta hace relativamente pocos años. Con todo, y aunque no se ha podido realizar un análisis cuantitativo detallado de la evolución de todas las asociaciones en un plazo más largo, sí podemos tomar algunas como punto de referencia. Así, en 1982, la Cofradía de Jesús en la Columna empezó a desfilar con 25 cofrades; lo que implica que su censo se ha multiplicado sobradamente por diez hasta alcanzar los 267 del año 2005. Evidentemente, no todas las entidades han seguido el mismo ritmo, pero desde luego no se trata de un caso aislado: por poner un par de ejemplos, en 1992, la Hermandad del Santo Silencio y Vera Cruz tenía 67 cofrades (Martorell, 1999: 117), frente a los 125 actuales; la Cofradía de Jesús de Medinaceli arrancó en 1991 con 21 miembros; cinco años más tarde
131 Cf. Cofradía de Jesús en la Columna. X Aniversario. Cabanyal, 1981-1991 . Valencia, 1991.
CUADRO III.1: Número de cofrades por hermandad o cofradía (1997 / 2005) HERMANDAD O COFRADÍA
PARROQUIA - barrio
AÑO
Variación
1997 2005
total
%
H. del Santísimo Ecce-Homo
Ntra. Sª. de los Ángeles (Cabanyal)
267
375
108
40,4
C. de Jesús en la Columna
Ntra. Sª. de los Ángeles (Cabanyal)
167
267
100
59,8
H. del Stmo Cristo del Salvador
Ntra. Sª. de los Ángeles (Cabanyal)
154
225
71
46,1
H. de Jesús con la Cruz y Cristo Resucitado
Ntra. Sª. de los Ángeles (Cabanyal)
123
179
56
45,5
Corporación de Granaderos de la Virgen
Ntra. Sª. de los Ángeles (Cabanyal)
122
147
25
20,4
H. del Santo Silencio y Vera Cruz
Ntra. Sª. de los Ángeles (Cabanyal)
121
125
4
3,3
H. del Santísimo Cristo del Perdón
Ntra. Sª. de los Ángeles (Cabanyal)
75
5
0
0
Corporación de LonginosZ
Ntra. Sª. de los Ángeles (Cabanyal)
44
52
8
18,1
C. de la Oración Jesús en el Huerto
Ntra. Sª. de los Ángeles (Cabanyal)
-
96
Sta. H. de la Muerte y Resurrección del Sr.
S. Rafael-Cristo Redentor (Cabanyal)
126
86
-40
-31,7
H. del Santo Cáliz de la Cena
S. Rafael-Cristo Redentor (Cabanyal)
106
96
-10
-9,4
H. del Stmo. Cristo del Salv. y del Amparo
S. Rafael-Cristo Redentor (Cabanyal)
102
90
-12
-11,7
H. de María Santísima de las Angustias
S. Rafael-Cristo Redentor (Cabanyal)
63
56
-7
-11,1
Corporación de Sayones
S. Rafael-Cristo Redentor (Cabanyal)
61
78
17
27,8
Corporación de Granaderos de la Virgen
S. Rafael-Cristo Redentor (Cabanyal
29
-
-
-
H. del Santo Sepulcro
Ntra. Sª. del Rosario (Canyamelar)
120
137
17
14,1
H. del Santísimo Cristo de los Afligidos
Ntra. Sª. del Rosario (Canyamelar)
106
111
5
4,7
C. de Granaderos de Ntra. Sra. de la Soledad
Ntra. Sª. del Rosario (Canyamelar)
97
100
3
3
H. de V. del Stmo. Cristo del Buen Acierto
Ntra. Sª. del Rosario (Canyamelar)
84
101
17
20,2
Real H. De la Santa Faz
Ntra. Sª. del Rosario (Canyamelar)
80
93
13
16,2
H. de la Crucifixión del Señor
Ntra. Sª. del Rosario (Canyamelar)
60
176
106
176,6
H. del Descendimiento del Señor
Ntra. Sª. del Rosario (Canyamelar)
48
43
-5
-10,4
H. del Santo Encuentro
Ntra. Sª. del Rosario (Canyamelar)
47
41
-6
-12,7
Corporación de Pretorianos y Penitentes
Ntra. Sª. del Rosario (Canyamelar)
44
51
7
15,9
H. de Nuestro Padre Jesús Nazareno
Santa María del Mar (Grau)
91
84
-7
-7,6
Cofradía de Granaderos
Santa María del Mar (Grau)
72
113
47
65,2
Cofradía de Jesús de Medinaceli
Santa María del Mar (Grau)
68
76
8
11,7
Pontificia y Real H. del Santísimo Cristo de la Concordia
Santa María del Mar (Grau)/ San Mauro (Cruz Grau)
80
191
111
138,7
Cofradía del Cristo de la Buena Muerte
Santa María del Mar (Grau)/ S. Pascual Bailón (Pla del Reial)
-
135
TOTAL
2.557 3.399 842
32,9
Los números en negrita destacan las asociaciones que han ganado socios en términos absolutos. Fuente: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera. Elaboración propia
163
164 había doblado el número. En cuanto a las cofradías cuyo número de socios ha descendido, observamos que la mayor parte de las mismas se encuentran en la parroquia de San Rafael-Cristo Redentor (cuatro de las siete, más una desaparecida), lo que nos sugiere la necesidad de analizar las cifras desde el punto de vista de las agrupaciones parroquiales. Parece claro, en todo caso, que no se puede hablar de una mera transmisión de la tradición para explicar esta afiliación creciente de nuevos sujetos, que se incorporan en muchos casos sin haber tenido ninguna relación previa con la misma, como veremos más adelante, como también parece claro que la tradición no se reproduce automáticamente, como demuestran los casos (minoritarios) en que las cofradías han perdido efectivos. Pero antes de analizar este punto, es conveniente focalizar el fenómeno desde el punto de vista territorial. 2.2. Número cofrades por parroquias Si pasamos de tomar como punto de referencia la unidad “cofradía” a la unidad “parroquia”, podemos comprobar, en primer lugar, que el barrio de El Cabanyal aúna, con sus dos parroquias, la mitad del número de asociaciones. Sin embargo, dentro del mismo hay una notable diferencia, en cuanto al número de cofradías se refiere, entre la parroquia de San Rafael-Cristo Redentor, que suma cinco, y la de Nuestra Señora de los Ángeles, que llega a las nueve, constituyendo ésta, junto con la de Nuestra Señora del Rosario, las dos parroquias que más cofradías articulan. De las cinco entidades adscritas a la iglesia del Grao, hay que recordar que, en la práctica, una pertenece a un barrio vecino (La Cruz del Grao), y la otra se encuentra ya en un distrito distinto (El Pla del Reial), más cercano al centro de la ciudad que a la parroquia del Grao.
132 La Cofradía de Jesús de Medinaceli en el 50 Aniversario de su imagen titular . Valencia, 1996, pp.30-31.
133 Vayan al respecto un par de ejemplos recogidos en las entrevistas: “Mira, la feligresía para hacer procesiones es muy mala, ¿por qué? porque es el gran gueto del Cabanyal, luego la gente participa mucho menos, tanto a nivel parroquial como a nivel de Semana Santa. Las hermandades son poquitas” (Hermandad de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar). “Nosotros, la parroquia de San Rafael lo hemos notao una barbaridad lo del paseo, por ejemplo nosotros la mayoría de la gente salía de la calle Escalante, y de la calle Escalante no nos queda prácticamente nada (...). Probablemente estemos estancaos en cuanto a número de cofrades porque el barrio no tiene los habitantes que tenía antes.” (Hermandad del Santo Cáliz, El Cabanyal).
No es, con todo, el número de entidades el dato más significativo que podemos extraer si observamos el fenómeno desde el punto de vista parroquial. Si del número de cofradías pasamos a observar el número de cofrades comprobamos que, de las cuatro parroquias que oficialmente vertebran la celebración, la de Nuestra Señora de Los Ángeles (El Cabanyal) es, con mucho, la que más efectivos aporta, sumando ella sola el 45,3% del total. Por el contrario, la otra parroquia del Cabanyal, con sólo 405 miembros, es la que menor número de cofrades suma, alcanzando el total de los mismos menos del 12% de los festeros. Para contextualizar mejor estos datos, resulta útil la comparación con un momento anterior. Como se hizo al detallar el número de festeros por cofradías, también ahora recurriremos al año 1997 como punto de referencia. Así, el cuadro III.2 muestra cómo la parroquia de San Rafael-Cristo Redentor es la única que atraviesa un momento de retroceso, habiendo perdido casi un 17% de sus cofrades durante los ocho años considerado. Tal situación ha sido atribuida casi unánimemente al proceso de degradación que, como vimos en el capítulo I, sufre El Cabanyal, que afecta de manera especial a esta demarcación parroquial, así como al proceso de incertidumbre que se vive entre amplios sectores de su población. Parece indudable, pues, que la situación conflictiva por la que atraviesa en estos momentos el barrio afecta negativamente a este sector de la fiesta. Hecha pues la salvedad de esta parroquia, el resto se encuentra en situación claramente expansiva, resultando en términos exponenciales especialmente notorio el caso de la parroquia del Grao, que ha aumentado sus efectivos un 92,6% durante el período de tiempo considerado (1997-2005). Debemos advertir, sin embargo que el punto de partida de esta
165
166 parroquia era sensiblemente más bajo que el resto, pues, como vimos en el capítulo anterior, la reincorporación de este barrio a las procesiones arranca de principios de los años noventa. En cuanto a la comparación de los respectivos porcentajes de cofrades aportados por cada parroquia sobre el total en cada uno de los momentos considerados, resulta interesante constatar cómo la parroquia de San Rafael-Cristo Redentor ha perdido más de siete puntos de cuota, quedando el total de sus efectivos ya por debajo del joven y pujante Grao (que ha ganado 5,5 puntos). El leve retroceso que, en términos relativos, experimenta la parroquia del Canyamelar obedece, en realidad, a que es la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles la que consolida su primacía, en cuanto a número de festeros se refiere. El dato dista de ser anecdótico o irrelevante, pues, como veremos más adelante (capítulo VI), el capital humano de esta parroquia es, utilizando los términos de Bourdieu, reconvertible en otros tipos de capital, lo que, en el campo específico en que nos movemos, equivale fundamentalmente a mayor capital simbólico. CUADRO III.2: Porcentaje y variación del número de cofrades por parroquias (1997 / 2005) PARROQUIA
1997
2005
VARIACIÓN
TOTAL
%
TOTAL
%
TOTAL
%
Ntra. Sra. de los Ángeles
1.073
41,9
1.542
45,3
469
43,7
San Rafael-Cristo Redentor
487
19
405
11,9
-82
-16,8
Ntra. Sra. del Rosario
686
26,8
853
25
167
24,3
Sta. Mª. del Mar
311
12,1
599
17,6
288
92,6
Total
2.557
842
32,9
3.399
Fuente: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera. Elaboración propia
2.3. Año de fundación de las cofradías Como pude comprobarse en el cuadro III.3, de las veintiocho hermandades, cofradías y corporaciones que salen a la calle por Semana Santa en estos momentos, nueve han sido fundadas (o “refundadas”, según gusta recalcar a los festeros) después de la consolidación del régimen democrático, lo que vendría a constituir algo más del 32% del total de cofradías. De éstas, cinco (el 18% respecto al total) fueron creadas en los años ochenta –que constituyen, como vimos en el capítulo anterior, una década decisiva en la revitalización de la fiesta-, mientras que otras dos (el 7%) se constituyeron durante los noventa, y aún quedan otras dos creadas ya dentro del siglo XXI (ver cuadro III.4). Del resto, se mantienen en la actualidad sólo dos que, constituidas en el siglo XIX, no han sufrido ningún proceso de disolución y refundación, excepción hecha del período republicano y bélico. Esta última salvedad debe tenerse en cuenta también para esas siete entidades que desfilan desde los años veinte (24% del total), quedando todavía otras tres fundadas en la década de los cuarenta (11%), una de los cincuenta (4%), cinco de los sesenta (18%) y sólo una de la década de los setenta (4%). Como otras veces se ha afirmado (Cucó Giner, 1993) se trata, pues, de asociaciones populares características de la modernidad, que, apelando a la tradición como discurso legitimador, responden a necesidades de sociabilidad y de sacralidad plenamente modernas. El apartado siguiente contribuye a apuntalar esta perspectiva.
167
168 CUADRO III.3: Año de fundación de las asociaciones actuales ENTIDAD
PARROQUIA
AÑO FUNDACIÓN
Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador
Ntra. Sra. de los Ángeles (Cabanyal)
1851
Hermandad de Vestas del Santísimo Cristo del Buen Acierto
Ntra. Sra. del Rosario (Canyamelar)
1872
Cofradía de Granaderos de Nuestra Señora de la Soledad
Ntra. Sra. del Rosario (Canayamelar)
1923 / 1882
Corporación de Granaderos de la Virgen
Ntra. Sra. de los Ángeles (Cabanyal)
1924 / s.XIX
Hermandad del Santísimo Ecce-Homo
Ntra. Sra. de los Ángeles (Cabanyal)
1926
Hermandad del Santísimo Cristo del Perdón
Ntra. Sra. de los Ángeles (Cabanyal)
1926
Hermandad del Santo Silencio y Vera Cruz
Ntra. Sra. de los Ángeles (Cabanyal)
1928
Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos
Ntra. Sra. del Rosario (Canyamelar)
1929
Hermandad del Santo Sepulcro
Ntra. Sra. del Rosario (Canyamelar)
1929
Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador y del Amparo
S. Rafael-C. Redentor (Cabanyal)
1944
Hermandad del Santo Cáliz de la Cena
S. Rafael-C. Redentor (Cabanyal)
1947
Hermandad del Descendimiento del Señor
Ntra. Sra. del Rosario (Canyamelar)
1948
Corporación de Pretorianos y Penitentes
Ntra. Sra. del Rosario (Canyamelar)
1959 / 1926
Hermandad de María Santísima de las Angustias
S. Rafael- C. Redentor (Cabanyal)
1963
Corporación de Sayones
S. Rafael- C. Redentor (Cabanyal)
1966 / 1943
Santa Hermandad de la Muerte y Resurrec- S. Rafael- C. Redentor (Cabanyal) ción del Señor
1967
Real Hermandad de Jesús con la Cruz y Cristo Resucitado
Ntra. Sra. de los Ángeles (Cabanyal)
1967
Corporación de Longinos
Ntra. Sra. de los Ángeles (Cabanyal)
1968 / 1925
Real Hermandad de la Santa Faz
Ntra. Sra. del Rosario (Canyamelar)
1970 / 1924
Cofradía de Jesús en la Columna
Ntra. Sra. de los Ángeles (Cabanyal)
1981 / 1926
Pontificia y Real Hermandad del Stmo. Cristo de la Concordia
Sta. Mª. del Mar (Grao)
1986 / 1927 / 1792
Hermandad del Santo Encuentro
Ntra. Sra. del Rosario (Canyamelar)
1988 / 1954
Cofradía de Granaderos de Santa María del Mar
Sta. Mª. del Mar (Grao)
1988 / 1927 / XIX
Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno
Sta. Mª. del Mar (Grao)
1988 / 1946
Cofradía de Jesús de Medinaceli
Sta. Mª. del Mar (Grao)
1991
Hermandad de la Crucifixión del Señor
Ntra. Sra. del Rosario (Canyamelar)
1995 / 1928
Cofradía de la Oración de Jesús en el Huerto
Ntra. Sra. de los Ángeles (Cabanyal)
2001
Cofradía del Cristo de la Buena Muerte
Sta. María del Mar (Grao)
2005
(En los casos que aparece una segunda o incluso tercera fecha se trata de refundaciones. No se incluyen las entidades desaparecidas y que no han sido refundadas). Fuente: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera. Elaboración propia.
CUADRO III.4: Período de fundación de las cofradías y hermandades actuales (2005) período
nº de asociaciones
porcentaje
Siglo XIX
2
7%
Años veinte
7
24%
Años cuarenta
3
11%
Años cincuenta
1
4%
Años sesenta
5
18%
Años setenta
1
4%
Años ochenta
5
15%
Años noventa
2
7%
Siglo XXI
2
7% Fuente: Elaboración propia
2.4. Mujeres y hombres en las cofradías: una aproximación cuantitativa en términos de género Pese a que, como hemos visto anteriormente, las cofradías actuales son asociaciones nacidas con la modernidad, nacieron con un sesgo de género que fue mantenido durante mucho tiempo y en múltiples lugares: en una opinión plenamente homologable con la de otros antropólogos, Henk Driessen pudo hablar no hace todavía mucho tiempo de la Semana Santa como del “período de sociabilidad masculina por antonomasia”, afirmación basada en el exclusivismo masculino que caracterizaba a las hermandades, así como en las pautas de sociabilidad masculina como la exhibición de fuerza al portar la imagen, resistencia a la embriaguez, etc. (1991: 715). Evidentemente, las afirmaciones de Driessen no se circunscriben exclusivamente a los días de celebración de la Semana Santa: por ejemplo, cuando en 1950 Caro Baroja visitó Puente Genil, pudo definir los “cuarteles” que constituían los núcleos de la sociabilidad semanasantera como “’clubs’ eminentemente masculinos” (Caro Baroja, 1957). Unos años después, Isidoro Moreno definirá las cofradías como “clubs de varones” (Moreno Navarro, 1974: 23), mientras que Fuensanta Plata podrá extenderse
169
170 posteriormente sobre el tema del “asociacionismo masculino” sin salir del ámbito festivo-religioso (Plata García, 1989). Por lo que a nuestra fiesta respecta, y como se vio en el capítulo anterior, hasta 1984 las mujeres no disfrutaban del derecho a salir en las procesiones en calidad de penitentes (aunque sí lo hacían como personajes bíblicos). Con todo, sabemos que algunas lo hacían, desafiando así la histórica hegemonía masculina. El testimonio de una de las cofrades entrevistadas nos permite hacernos una idea de las situaciones que vivían las pioneras: “ (...) yo salí en la época prohibida, porque las mujeres ha estado prohibido total, yo he salido en la época prohibida ocultándome de mi padre y de los señores delegados que solamente iban fijándose con los pies y aparte te diría dos o tres que es que no los podía ni ver, porque es que cuando los veía ya sabía que los pies los tenía que poner … no obstante salía de casa con caperuza ¿eh? multaban a la hermandad ¿eh?, multaban a la hermandad (…) A veces me dejaba un traje un amigo de mi marido, o mi marido decía incluso ‘sal’… bueno, no era mi marido, era novio, y salía, sí. Me iba de casa, me vestía en otra casa y… el día del Entierro ¿eh? porque los demás días pues a veces te pueden pillar. Entonces la Hermandad tenía la delicadeza que me acompañaba a casa, todos en el capuchón puesto, que normalmente cuando salimos por el Rosario te lo quitas porque es muy pesado ¿eh? (…) Y tenían la delicadeza y venían vestidos a acompañarme a casa, sí.” (Hermandad del
Santo Silencio y Vera Cruz, El Cabanyal).
Más de veinte años después, la lucha de las mujeres por acceder al ritual ha obtenido notables victorias. En la actualidad, de entre los 3.399 cofrades mencionados
134 Las palabras de esta cofrade nos traen a la memoria a Mauss, quien nos advertía que “los hombres, sociedad por sociedad, hacen uso de su cuerpo en una forma tradicional” (1991b: 337). No se le escapó al maestro francés el hecho de que las técnicas corporales eran distinguibles en función de sexo, fijándose incluso en las distintas disposiciones al andar según el tipo de educación que hubiesen recibido (1991b: 339, 344).
135 Ver, por ejemplo, Semana Santa Marinera. Libro oficial 1991, p.72. Todas las informaciones obtenidas de manera oral coinciden en este punto.
anteriormente, se ha podido contabilizar un total de 1.728 mujeres, lo que supone que éstas suman ya más de la mitad de los festeros (el 50,8%). Del significado que en términos de género adquiere la progresiva incorporación de cofrades aludida anteriormente da fe el hecho de que, en el censo del año 1997, éstas quedaban todavía en un 47,7% del total. En el cuadro III.5 se proporciona el número total de cofrades divididos por sexo, tomando una vez más como punto referencia los años 1997 y 2005. Se puede apreciar en el mismo cómo, en la actualidad, en diecinueve de las veintiocho cofradías existentes, las mujeres son mayoritarias. También desde aquí se verifica el empuje apuntado anteriormente, pues las quince cofradías en las que las mujeres eran mayoritarias en 1997 suponía un 55,5% del total de asociaciones, que ha ascendido hasta el 67,8% actual. Completamente superada ya la “tradicional” ausencia de las mujeres en la fiesta, hay hoy más bien un consenso general en torno a la idea de que han sido ellas las salvadoras de la misma. La información recogida tiende a afinar este análisis apuntando en un doble sentido: no sólo es lo que ellas han aportado numéricamente, es que -como se nos ha comentado en infinidad de ocasiones en términos muy similares- “al poder salir ella, no te tenías que ir tú”. Al respecto, Francisco Checa (1992: 102), intenta explicar el fenómeno (similar) acaecido en la población de Motril en términos de motivación subjetiva, como medio de integración y participación social de un colectivo históricamente marginado. Sin perder de vista esta perspectiva, también pueden plantearse las victorias conseguidas por las mujeres desde la teoría de los campos de Bourdieu: una ortodoxia (masculina) se
171
172 CUADRO III.5: Número de hombres y mujeres por cofradía (1997 / 2005) HERMANDAD / COFRADÍA
HOMBRES
MUJERES
TOTAL
1997
2005
1997
2005
1997
2005
H. del Santísimo Ecce-Homo
170
185
97
190
267
375
Cofradía de Jesús en la Columna
67
150
100
118
167
267
H. del Stmo Cristo del Salvador
72
117
82
108
154
225
R. H. de Jesús con la Cruz y Cristo Resucitado
67
85
56
94
123
179
Corporación de Granaderos de la Virgen
80
92
42
55
122
147
H. del Santo Silencio y Vera Cruz
64
66
57
59
121
125
H. del Santísimo Cristo del Perdón
36
31
39
44
75
75
Corporación de Longinos
36
38
8
14
44
52
C. Oración Jesús en el Huerto
-
47
-
49
-
96
Sta. H. De la Muerte y Resurrección del Señor
71
40
55
46
126
86
H. del Santo Cáliz de la Cena
56
43
50
53
106
96
H. del Stmo. Cristo del Salvador y del Amparo
55
49
47
41
102
90
H. de María Santísima de las Angustias
27
22
36
33
63
56
Corporación de Sayones
40
27
21
51
61
78
Corporación de Granaderos de la Virgen
12
-
17
-
29
-
H. del Santo Sepulcro
78
66
42
71
120
137
H. del Santísimo Cristo de los Afligidos
51
45
55
66
106
111
C. de Granad. de Ntra. Sra. de la Soledad
56
49
41
51
97
100
H. deV estas del Stmo. Cristo del Buen Acierto
20
43
64
58
84
101
Real Hermandad de la Santa Faz
31
43
49
50
80
93
H. de la Crucifixión del Señor
29
88
31
88
60
176
H. del Descendimiento del Señor
22
19
26
24
48
43
H. del Santo Encuentro
16
15
31
26
47
41
Corporación de Pretorianos y Penitentes
19
23
25
28
44
51
H. de Nuestro Padre Jesús Nazareno
41
42
50
42
91
84
Pontif. Y R. H. del Stmo. Cto. de la Concordia
60
46
20
145
80
191
Cofradía de Granaderos
30
50
42
63
72
113
Cofradía de Jesús de Medinaceli
31
40
37
36
68
76
H. Cristo de la Buena Muerte
-
110
-
25
-
135
TOTAL
1.337
1.671
1.220
1.728
2.557
3.399
Fuente: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera. Elaboración propia.
136 Corporación de Pretorianos y Penitentes. Canyamelar. Semana Santa 1998.
ha visto desplazada, al acceder al campo nuevos actores (las mujeres). Visto así, esa “motivación subjetiva” se transformaría en illusio, o acuerdo sobre determinados valores en juego dentro del campo: al acceder a la competencia por el capital simbólico que supone la participación en el ritual, las mujeres han conseguido que la postura ortodoxa consista ahora en reconocerles su papel como salvadoras de la tradición. Una tradición que –hay que insistir en ello-, en la sociedad tradicional era fundamentalmente masculina. Evidentemente, ello no quiere decir que se halla alcanzado una completa igualdad entre hombres y mujeres, lo que se hace visible si comparamos las cuotas de cofrades por sexo con las cuotas en cargos directivos, que siguen ocupados mayoritariamente por hombres. Así, por ejemplo, de los 50 miembros que la Corporación de Pretorianos y Penitentes tenía en 1998, 20 eran hombres y 30 mujeres. Sin embargo, de los 15 miembros de la junta directiva, 13 eran hombres, con lo que el 60% de presencia global femenina se ve reducido al 18’75% al referirnos a puestos de responsabilidad. En cuanto a los delegados en la Asamblea General, en 2005, las mujeres alcanzaban sólo el 19% del total de los mismos (dieciséis mujeres por sesenta y ocho hombres). Sin embargo, la cifra no deja de representar un avance, pues si la comparamos con la del año 1994, comprobamos que su porcentaje se quedaba en un 7,7% (seis mujeres por setenta y dos hombres). Lógicamente, la cúpula organizativa de la fiesta reproduce el esquema, aunque aquí, a través de deliberadas políticas compensatorias se ha alcanzado, durante los últimos años, mayores cotas de paridad: en el Consejo de Gobierno de la Junta Mayor encontramos sólo hombres en 1994; y hasta 1996
173
174 no se integró ninguna mujer en el equipo directivo. Sin embargo, en el año 2004, el 42,8% de mujeres tenían algún cargo directivo. Así pues, pese a que, en la práctica, siguen operando esos “techos de cristal” que, para ámbitos muy distintos al que nos ocupa, nos describiera Gil Calvo (1997: 169-172), indudablemente, considerado el fenómeno cofradiero desde la óptica del género, los cambios son apreciables y parecen irreversibles. Un reflejo inequívoco de tales cambios es el propio ejercicio de la sociabilidad cofrade. A ella se dedicará el resto del presente capítulo. 3. La sociabilidad cofrade 3.1.El acceso a la cofradía: la familia, el vecindario y los amigos Ya vimos, en el apartado anterior, algunos de los requisitos formalmente establecidos para hacerse cofrade. Ahora bien, las razones prácticas que esgrimen los entrevistados para justificar el acceso a la asociación se encuentran, lógicamente, muy lejos de los mismos, pudiendo dividirse éstas en tres tipos: los que llegan atraídos por las creencias religiosas, los que acceden mediante relaciones de amistad, o los que lo hacen a través de relaciones de parentesco. De éstas, es al primer tipo al que se suele conceder menos importancia; mientras que del tercero interesa el hecho de que, a diferencia del primer caso, se le asocie de manera explícita a una práctica específicamente tradicional (categoría que, significativamente, no se le asigna a las motivaciones religiosas): “(... ) la gente llega a la cofradía por tres motivos: uno es por amistad, eso suele darse en la gente joven que descubre la cofradía, quiere apuntarse por el motivo que sea, porque ve
137 Los datos han sido extraídos de los libros oficiales de la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera en cada uno de los años referidos.
138 Después de terminar la presente investigación, concretamente el 12 de junio de 2007, una mujer salió elegida, por primera vez en la historia de la fiesta, presidenta de la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera.
que los críos se lo pasan bien y tal y llegan; por devoción, que somos los menos, eso pasa en cofradías como el Cristo del Salvador, los Afligidos, los grandes iconos religiosos del barrio; y luego está el que llega por tradición familiar.” (Hermandad
del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal).
Así pues, en la práctica son las redes personales las que conducen en mayor medida a hacerse miembro de una cofradía. Tales redes vienen constituidas fundamentalmente por dos factores fundamentales: parentesco y amistad. Ambos pueden, eventualmente, cruzarse con un tercer factor: la territorialidad, que se hace efectiva en el marco de las relaciones de vecindario (y que, lógicamente, puede cruzarse con los otros dos factores). Se comenzará pues con el primero, pero hay que tener en cuenta que, en la práctica, todos aparecen estrechamente entrelazados. Algo que se ha podido verificar repetidamente a lo largo del trabajo de campo es el peso que diversas familias juegan en el seno de determinadas cofradías. Familias que, más allá de la célula nuclear, extienden sus redes de manera ampliada, abarcando así dentro de las cofradías más numerosas a grupos de hermanos, primos, tíos, sobrinos y demás parentela. Se produce así, tanto a ojos del propio grupo como a ojos del resto de entidades, una clara asociación entre determinadas cofradías y las familias que ostentan puestos de mando u organizativos en el seno de la misma, al tiempo que se otorga a esta circunstancia un matiz de calidez en las relaciones, que contribuye a crear un ambiente más agradable en el seno de la cofradía, que contrasta implícitamente con el tipo de interacciones que se suelen encontrar fuera de la misma: “Yo creo que sí, realmente en todas las hermandades hay una familia que... aquí realmente son dos, aquí toda la vida
175
176 hemos sido dos, (...) ¿no? pero siempre son dos familias bastante numerosas que mueven ¿no? igual que en el Ecce Homo (...) ¿sabes? Y entonces yo creo que sí que realmente es familiar más... es que realmente una familia... es distinto ¿no? es más familiar, más tal, más cual, no sé... da otro ambiente, da otro ambiente el hecho de... Pero yo creo que en el resto de cofradías también, es una familia que desde un principio ¿no?” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Cabría añadir que el peso de la familia ampliada no es privativo exclusivamente de las hermandades, sino que hay determinados apellidos que, apareciendo en diversas asociaciones, dentro la misma o de diversas parroquias, consolidan el pedigrí semanasantero de esa familia. Por otra parte, la identificación entre una cofradía y una familia determinada puede alcanzar a la imagen titular de la misma, reforzando así el capital simbólico de dicha familia dentro de la cofradía. Se dan así ocasiones en las que se opera una reconversión de capitales: por ejemplo, se ha verificado el hecho de que haber costeado una determinada familia la imagen en un momento histórico muy determinado, otorga a la misma unos derechos sobre aquélla muchos años después. La familia se configura, pues, como una referencia fundamental para el funcionamiento de las cofradías, lo que ayuda sin duda a sostener la ilusión de que la familia siempre ha estado vinculada a tal cofradía, pero sobre todo, a otorgar un carácter más tradicional a la misma, en tanto que la familia es la supuesta garantía de la transmisión. Se atribuye a la familia tal importancia que aún quien llegue a la cofradía a través de redes de amistad acabará por crear, si descubre la esencia de la cofradía, su propia “tradición familiar”:
“yo no entiendo o sea, si que lo entiendo, pero no entiendo una cofradía sin vínculos familiares. (...) Uno que llega por amistad acaba creando, si está a gusto y está bien y descubre lo que significa la cofradía acaba creando su tradición familiar dentro de la cofradía, sigue los pasos desde parejas de novios que salen de dentro de la cofradía, yo creo que es fundamental el tema familiar.” (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal)
Este punto es importante, porque, no es difícil, a lo largo del trabajo de campo, captar la existencia de lo que, adaptando la expresión de Cruces Roldán (2002: 99), constituiría una especie de “síndrome genético”, consistente en decir, de manera más o menos aproximada, que “los del Marítimo llevamos esto en la sangre”. La familia sería así el vehículo transmisor de una tradición que pasaría de padres a hijos en una cadena ininterrumpida: “[Empiezo] en la hermandad por tradición familiar, no he salido en otra, no pienso que salga nunca en otra, y salgo por tradición familiar, en la hermandad ha salido mi abuelo, que es [...], no era de los fundadores, lo fue mi abuela, mi abuelo sí que estuvo apuntao en la Hermandad, después los primeros personajes bíblicos, excepto las hermanas [..], que son dos tías mías (…), y desde entonces empezó a salir mi padre (...)” (Hermandad del
Santo Cáliz, El Cabanyal). “Bueno, la cuestión es de que mis padres ya pertenecían a esta cofradía antes, y ya no mis padres, sino hasta mis abuelos ya pertenecían a esta cofradía. Desde muy pequeñito ya me inculcaron el tema de la Semana Santa, y casualmente era en esta cofradía” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Ahora bien, el hecho de que existan tradiciones familiares diversas demuestra, en primer lugar, hasta qué punto la tradición es susceptible de verse fragmentada en prácticas
177
178 diferenciadas y diferenciadoras. Por otra parte, y en franca contradicción (no percibida como tal), con el “síndrome genético”, la tradición familiar no basta para determinar la pertenencia a la misma cofradía: “Yo estuve en el Cristo del Perdón con mi padre, de pequeñito salía con mi padre, luego de salir siete años, con catorce años, los amigos los salían en Jesús con la Cruz y yo le dije a mi padre que yo el ambiente lo tenía allí y tal, y yo fui a Jesús con la Cruz, a los catorce años, y luego de estar muchos años en la cofradía, he sido presidente, secretario general, secretario de actas, integrante del foro parroquial también, pues luego a los veinte a los veintiún años decidí con un grupo de reorganizar la cofradía de la cual en este momento pertenezco, yo soy de la Columna” (Cofradía de
Jesús en la Columna, El Cabanyal).
Más allá del trasiego de una cofradía a otra, y más significativo todavía para los objetivos de este estudio, es determinar cómo la tradición familiar ni siquiera puede determinar la pertenencia a la fiesta: “Un hermano tengo que no es creyente, entonces cuando llegó a cierta edad decidió no salir porque, no cree, no, no le dice nada salir. Luego tengo otra hermana que nunca le había gustado y se sentía como obligada a seguir; el año que murió mi padre en señal de luto mi madre no nos vistió a ninguno de los hermanos y esta otra hermana ya dejó de salir, sin embargo sus hijas son cofrades, ya ves, pero ella dejó de salir en la Hermandad. Y luego el pequeño, pues bueno, tiene una serie de problemas (...) y va y vuelve” (Hermandad del Santísismo Ecce Homo, El Cabanyal).
Y es que, como sucede con la tradición en general, la “tradición familiar” no deja de verse sometida a la
interrogación rutinaria acerca de los fundamentos de su existencia, como demuestran los apuros narrados por este cofrade ante las preguntas de su hijo: “Mi hijo nació el veintitrés de febrero del año ochenta y tres, y el día treinta de marzo ya estaba procesionando, en el mismo año, con un mes ya salía con el traje… (...) Hombre, ahora… ya está llegando un momento en el cual él ya me está haciendo preguntas, ya me pregunta y el porqué … hay muchas veces pues que tengo que pensar y decirle “mañana te responderé”… porque antes sí, él salía, venía conmigo y ahora ya me pregunta el por qué tiene que salir, si es que es obligatorio, yo siempre a esto le digo que no, que si a él le nace que salga, que si no le nace que no salga, eeeh… yo estuve saliendo veinte años representando el personaje de Pilato, en… en el Desfile de Resurrección, todos esos años mi hijo me ha acompañao, haciendo el mismo personaje pero de niño, el momento que yo me dejé de salir lo está haciendo él, que sale él sólo, (...)… y bueno, pues ya… ya empieza a hacer preguntas interesantes de decir que por qué las cofradías salen, que por qué la iglesia hace, el por qué dicen…y… pues muchas veces tengo que pensar y decirle pues mira, en este momento no te puedo responder, pero mañana ya te contestaré” (Cofradía
de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
La “crisis de la socialización de las creencias religiosas” que se ha estudiado en un reciente trabajo (Collet i Sabaté, 2005), alcanza pues también a las más tradicionales asociaciones que alberga en su seno la Iglesia Católica. Y hay que señalar que esta situación contrasta vivamente con la mantenida tan sólo por una generación anterior, ya que la socialización en la práctica de la Semana Santa era tal que, entre los entrevistados mayores de cuarenta años, la práctica de jugar a la
179
180 Semana Santa de niños ha aflorado constantemente en las entrevistas: “Pues yo siempre recuerdo que desde pequeño, pues las procesiones de Semana Santa por aquí por la barriada de los Ángeles, pues todos los chiquillos pues salíamos a la calle a ver las procesiones, y como dato curioso cuando acababan las procesiones lo que hacíamos era con una… hoja de periódico, hacernos un caparrucho, y con un palo de esos pues hacer o bien la espada de los granaderos o la los longinos, o bien un… un báculo procesional de vesta… Y con cualquier mantel de esos pues nos los atábamos al cuello, y esas eran las procesiones que hacíamos de pequeños… O sea que… es una vinculación que te viene ya de pequeño…” (Cofradía de Jesús
en la Columna, El Cabanyal).
Así pues, pese al enorme peso que la familia tiene en la organización de las cofradías, es el individuo quien, en última instancia, decide su pertenencia, al margen de lo que constituya la “tradición familiar”, de manera que estar en la cofradía ya no es, como se veía antaño “la cosa más natural del mundo”. Por otra parte, el papel de la familia no se agota con el modelo de transmisión de padres a hijos: no es infrecuente que se apunte primero la hija o el hijo, lo que acaba llevando a los padres a apuntarse a la cofradía: “Pues llego en octubre del 89, después de las fiestas del Rosario... bueno, yo tenía tres años y mi tío y mi tía ya estaban apuntaos... y conocen mis padres a [...] y empiezan a decirle “que se apunte el chiquillo, que se apunte el chiquillo”... y nada, y me apuntaron y en el 90 salgo por primera vez (...) mi padre, no quería salir (...) pero al año siguiente dijo que para ir detrás conmigo, pues que se vestía y salía en la fiesta,
139 La frase procede de un cofrade mayor de cuarenta años, refiriéndose a su infancia: “Es que aquí como lo vives en casa y lo vives en la calle y más en aquella época, pues yo no veo ninguna obligación por salir, sino que lo veía como la cosa más natural del mundo. De hecho a mí me cuentan que yo llegaba Semana Santa muy pequeñito, oía los tambores y nada más quería ir detrás de los tambores” (Hermandad del Santo Cáliz, El Cabanyal).
y luego mi madre... y luego mi hermano y mi hermana... salimos todos” ( Cofradía de Jesús en la Columna, El
Cabanyal ).
Este último texto no constituye, ni mucho menos, una excepción. Desde una de las cofradías más numerosas del Cabanyal, se señala la creciente importancia que han ido adquiriendo los niños del vecindario de cara al reclutamiento de familiares y amigos en una segunda fase: “Hoy en día lo que está funcionando más, por lo menos aquí es el tema de ... de niños ¿no? Tu haces cosas para niños, entonces vienen muchos niños, los niños se juntan, los niños tal, y claro, hoy en día tenemos unos ... dieciséis personajes infantiles, o doce, no sé, una burrada, aparte de los niños, primos, hermanos, no sé cuántos, porque claro, viene toda la familia, y luego claro, la vecina que viene a verlos y luego ‘oye, pues si mi chiquillo saliese’... esos es por lo menos en esta hermandad lo que lo está meneando, (...), o sea, la gente se mueve por eso, por gente que conoce y entran y... y entonces si cuando entran encuentran la puerta abierta pues traen más gente ¿no? ellos mismos tren más gente, pero la cuestión es esa.” (Hermandad
del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal)
Este tipo de acceso a la cofradía es importante, pues, pese a que en un estudio sobre la sociabilidad fallera se ha afirmado que “las tradiciones también pueden ser pasadas hacia arriba, desde los niños hacia los adultos” (Costa, 2003: 103), parece claro que no es ésa una modalidad aceptable desde ninguna de las definiciones de tradición que se manejan en ciencias sociales, ya que la tradición consistiría, por principio, en respetar como algo dado la autoridad del pasado
181
182 y, con él, la de los mayores. Desde esta perspectiva, resulta elocuente la siguiente opinión de un joven cofrade del Canyamelar, al afirmar la importancia creciente, para el mantenimiento de las cofradías, de otras modalidades de ingreso y permanencia, como son las redes de amigos: “La tradición familiar se está rompiendo. Si un hijo dice que no, no se apunta. Antes no, antes era desde que nacían y ya estaban apuntados. Yo creo que hacen más los amigos” (Hermandad de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
Vemos, pues, que entre los propios cofrades se abre paso la idea de que, con la creciente complejidad de la composición social de las hermandades, el papel de la familia va jugando un papel cada vez más secundario: “Sí bueno, aquí ya no es la dinámica familiar de que te apuntas porque eres de la familia sino porque… o a lo mejor porque conoces a alguien, o porque vienen, te ven procesionando y les gusta. Nosotros la otra cosa que hacemos es eeeh… si hay alguien que tiene idea de apuntarse a una cofradía y bueno, viene aquí, si tenemos algún traje pues se lo dejamos, sale un día a procesionar con nosotros y si le gusta al año siguiente se apunta…” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
Así pues, pese a la insistencia en el papel de la familia, y siguiendo una pauta ya detectada en el estudio de otras asociaciones dedicadas a diversos fines, también en nuestro caso se ha podido documentar la importancia de los grupos informales de amigos en el proceso de institucionalización de estas asociaciones, en algunos casos incluso en fechas
bastante tempranas (años veinte), constatándose así una vez más un proceso del que ya teníamos información detallada (cf. Cucó Giner, 1990a; 1994, 1995: 113-133). Restaría pues insistir al respecto en la idea de que, trasmutada en formas organizativas formalizadas, la amistad, fuerza productora de sociedad, se convierte también en este contexto tradicionalizado en “un pilar de la modernidad” (Ariño, 2003: 851). Sin embargo, no es sólo que la amistad se revele importante en el proceso de nacimiento y formalización de las cofradías, sino que, en situación de modernidad avanzada, parece que empieza a percibirse un vuelco en el que los vínculos nacidos de las relaciones de amistad comienzan a primar en detrimento del vínculo familiar. La paradoja resultante es que, justo cuando aparece la idea de “tradición familiar” es cuando la filía comienza a desbancar a la fratría. 3.2. Permanencia en la hermandad Ya se han visto los requisitos, teóricos y prácticos, de acceso a la hermandad. Como en los casales falleros (Ariño, 1990: 167), terminado el ejercicio (es decir, concluida la Semana Santa), llega el período de altas. Ahora bien, como en cualquier otro tipo de asociación, las deserciones son también un factor importante. Al respecto, no se ha podido establecer siquiera un estimación del promedio de bajas que, a lo largo del año, puede sufrir una cofradía, aunque sí se ha verificado en algún caso que un número no muy elevado puede ocasionar trastornos (especialmente en las entidades poco numerosas), de cara a afrontar gastos como el alquiler del local. También ha sido difícil obtener datos acerca de los niveles de estabilidad y continuidad de los cofrades, ya que
183
184 las fuentes manejadas (los censos de las cofradías) no suelen reflejar el año de alta en la asociación. Con todo, sí que se ha podido determinar este dato en un caso, el de la Hermandad del Santo Sepulcro (perteneciente a la parroquia del Canyamelar). Así, tal como se refleja en el cuadro III.6, el 60% de los integrantes en la Hermandad, llevan en la misma más de diez años. Aunque para valorar correctamente ese 39,5% restante habría que disponer de la edad de los cofrades (dato que el censo utilizado no reflejaba), sí que resulta elocuente el hecho de que el grueso de los asociados se encuentre en el segmento incluido entre los once y los veinte años de permanencia (el 42,3%), ya que son éstos los transcurridos desde el proceso de revitalización aludido en el capítulo anterior. CUADRO III.6: Años de pertenencia de los cofrades a la Hermandad del Santo Sepulcro (2005) Nº años
Nº cofrades
%
10 ó menos
54
39,5
De 11 a 20
58
42,3
De 21 a 30
19
13,9
De 31 a 40
4
2,9
Más de 40
2
1,4
Total
137
Fuente: Hermandad del Santo Sepulcro. Elaboración propia
Hay que insistir en que, para poder realizar una valoración más precisa de estas cifras, deberíamos disponer de una “tasa de abandono” sobre la que no se ha podido realizar ningún cálculo, aunque, durante el trabajo de campo, se ha aludido frecuentemente a lo efímero del paso de mucha gente por las cofradías (y ya se ha visto a unas pocas reducir el número de sus miembros). Con todo, hay niveles de
permanencia que resultan bastante significativos, con lo que parece claro que la asociación crea un sentido de pertenencia que se intentará valorar posteriormente. Aunque por causas biológicas sea cada vez más difícil encontrar cofrades que lleven más de cuarenta años asociados, se han encontrado varios casos de permanencia de más de medio siglo (desde las primeras procesiones de postguerra, en los años cuarenta), normalmente –aunque no siempre- ocupando cargos directivos. También se han detectado casos reincidentes de “refundadores de cofradías”, es decir, individuos a los que el conflicto interno expulsa del interior de la asociación, pero no de la comunidad celebrante: la triplicidad de opciones racionales (salida, voz y lealtad) propuesta por Hirschman (1977) ante situaciones de crisis, encuentra pues en el campo de la tradición festiva una peculiar recombinación, que permite compatibilizar la salida con la lealtad. Cabe pensar al respecto que se trataría, tanto en estos casos como en los anteriores, de “asociados habituales” llevados al ámbito específico de la sociabilidad festera, es decir, individuos que “han desarrollado una identidad que necesitan ver reflejada en sus actos, y el colectivo al que pertenecen la refuerza actuando como círculo de reconocimiento” (Funes Rivas, 1996: 184). La identificación de estos individuos con su grupo alcanza en determinadas ocasiones unos niveles de lealtad que “puede ser experimentada no sólo como vinculación afectiva a un grupo, sino a una forma de vivir que permanece y que disminuye la probabilidad de decepción” (Funes Rivas, 1996: 184). Como se verá más adelante, es la existencia de estos individuos la que, en buena medida, sirve
185
186 de soporte al ritual, en tanto que suelen nutrir los grupos más activos dentro del mismo a lo largo de todo el año. 3.3. La base territorial cofrade: vecinos y pendulares Se nos ha advertido recientemente de la conveniencia de “reconceptualizar parcialmente el término de sociabilidad para convertirlo en un continuum habitado por grupos y redes” (Cucó Giner, 2004: 125). Y es que, frente al “fetichismo espacial” que da por hecha la relación directa entre proximidad espacial e interacción social, en la práctica las redes de proximidad local coexisten con otras redes, dispersas espacialmente, lo que no impide que, frecuentemente, las de vecinazgo refuercen la densidad de las interacciones (Cucó Giner, 2004: 150-153). Teniendo en cuenta tales advertencias, se ha considerado interesante averiguar el lugar de residencia de los cofrades, con el objetivo de intentar determinar hasta qué punto los procesos de recomposición espacial aludidos en el capítulo I afectan a las cofradías, en términos de reclutamiento de sus miembros. Aunque no se ha podido efectuar esta operación con la totalidad de los mismos (ni siquiera con una muestra suficientemente representativa), sí se ha conseguido establecer el lugar de residencia de los componentes de dos entidades: la Corporación de Pretorianos y Penitentes del Canyamelar, y la Cofradía de Jesús de Medinaceli, del Grao, reflejándose los datos obtenidos en los cuadros III.7 y III.8. Al respecto, debe tenerse en cuenta que, intentar establecer con exactitud si el lugar de residencia de cada asociado se ubica o no dentro de los límites estrictos de su parroquia, hubiera resultado una
operación excesivamente costosa y poco operativa (el trabajo de campo había permitido saber de antemano que muchos cofrades no lo hacían), por lo que se han delimitado, como unidades territoriales, El Cabanyal-Canyamelar, El Grao y el resto de la ciudad, quedando un último apartado para los que residen fuera de ésta. Teniendo en cuenta las precauciones derivadas de lo reducido de la muestra, no deja de resultar significativo el hecho de que, en ninguno de los dos casos, llegue al 50% el número de cofrades que reside en el barrio donde se ubica su parroquia, aunque la hermandad del Canyamelar se sitúa desde esta perspectiva casi cuatro puntos por encima de la del Grao. Si agregásemos las cifras de los cofrades que residen en el territorio festero, en ambos casos éstos superarían la mitad de los cofrades (50,9% y 50,6% respectivamente). En las dos asociaciones tratadas, el número de cofrades que residen en el resto de la ciudad se aproximan al 45%, mientras que el porcentaje de los que viven fuera de la misma es mucho más reducido (3,9% y 2,6%, respectivamente). Cuadro III.7: Lugar de residencia de los cofrades de la Corporación de Pretorianos y Penitentes (El Canyamelar) (2005) lugar de residencia
Total
%
Cabanyal-Canyamelar
24
47
Grao
2
3,9
Resto de Valencia
23
45
Fuera de Valencia (ciudad)
2
3,9
Total
51
Fuente: Corporación de Pretorianos y Penitentes. Elaboración propia.
187
188 Cuadro III.8: Lugar de residencia de los cofrades de la Cofradía de Jesús de Medinaceli (El Grao) (2005) lugar de residencia
Total
%
Grao
33
43,4
Cabanyal-Canyamelar
7
9,2
Resto de Valencia
34
44,7
Fuera de Valencia (ciudad)
2
2,6
Total
76
Fuente: Cofradía de Jesús de Medinaceli. Elaboración propia.
Podemos afirmar pues que, aunque la base territorial cofrade sigue asentándose con fuerza en la variable vecindario (basada en círculos de proximidad espacial inmediata), emergen claramente otras formas de adscripción, erigidas sobre otro tipo de vínculos, y que extienden sus redes por un espacio no sólo ampliado, sino poroso y de límites cada vez más imprecisos. Por otra parte, el fenómeno podría ser también explicado, al menos en parte, desde la perspectiva de la pendularidad, tal como han hecho algunos sociólogos italianos (Artoni, 1996: 127-128). Aunque, como nos advierte este autor, la pendularidad se refiere a la experiencia sistemática de formaciones sociales distintas (con lo que podrían ser considerados “pendulares” la inmensa mayoría de los cofrades), no es menos cierto que la distancia geográfica se convierte con frecuencia en un elemento activador de la misma. En todo caso, el territorio al que se regresa con una periodicidad sumamente variable, no deja de constituir un valor simbólico de la máxima importancia, en tanto que lugar de la “autenticidad”, raíz de la “identidad idealizada” (Ortiz, 1996: 11-12).
140 La Pontificia y Real Hermandad del Santísimo Cristo de la Concordia.
3.4. El local: sociabilidad e identidad En el capítulo anterior se apuntó la importancia de la implantación y extensión del uso de locales propios por parte de las cofradías como medio de revitalización del ritual festivo. Efectivamente, todas las entidades, excepto una, tienen su propio “local social”. La ubicación de éstos es suficientemente expresiva: como puede comprobarse en la figura 4 (ver apéndice), de las catorce asociaciones pertenecientes al Cabanyal, doce se asientan dentro de los límites de éste, y sólo dos lo hacen en el vecino Canyamelar (la Hermandad del Santo Cáliz de la Cena y la Corporación de Sayones), aunque cabría puntualizar que sus sedes se encuentran en el límite entre ambos barrios, y aún dentro de una manzana cuya feligresía pertenece a la parroquia de San Rafael-Cristo Redentor. Por el otro lado, la totalidad de los nueve locales pertenecientes en teoría al territorio de la parroquia de Nuestra Señora del Rosario, se ubica efectivamente dentro del mismo. En cuanto al Grao, y excepción hecha de la hermandad citada anteriormente, los tres locales restantes se encuentran dentro de sus límites, e incluso ha sido capaz de atraer a su territorio a la Hermandad del Cristo de la Buena Muerte, procedente casi ya del centro de la ciudad y que, como se ha visto con anterioridad, se ha incorporado recientemente a las procesiones. La ubicación del local tiende, pues, a reafirmar la identidad de barrio, independientemente de que la mayor parte de los asociados residan o no dentro de éste. Aparte de contribuir a la construcción y reproducción de una identidad de barrio, el local cumple una función de espacio de sociabilidad, cuyas pautas
189
190 pueden variar notablemente de un caso a otro. Como ya se ha indicado, prácticamente todos los entrevistados han coincidido en otorgar al local un papel de hito en la propia salvación de la fiesta, ya que, gracias al mismo se pudo, en primer lugar, estrechar la interacción entre los cofrades. Al respecto destaca, en primer lugar, el fuerte contraste establecido entre la práctica de la sociabilidad con anterioridad a la existencia de los locales, y después de la generalización de los mismos: “La generación de mi padre, la cofradía todo el año no la tenían. Había un presidente, un hermano mayor, o las dos cosas la misma persona, había cobradores, que se reunían en una casa o en un bar, y luego el resto de la cofradía que se veían sólo en Semana Santa. Luego, el tema de los locales sociales ha sido mucho más aperturista, y claro, ya la manera de vivir la fiesta, pues antes la fiesta era todo el año o era una forma de vida sólo para esas cuatro o cinco o diez personas con sus familias para compartir vivencias u opiniones, y hoy día está para todos los cofrades que quieran acercarse a ella, antes no había esa opción, de un punto logístico para juntarse todos.” (Hermandad
del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal).
“Punto logístico para juntarse todos” que, permite, en primer lugar, disfrutar de la cofradía durante todo el año, y que, por otra parte, no deja de relacionarse de manera explícita con el hedonismo postmoderno pues, como señala este otro testimonio, la existencia de un local posibilita, en definitiva, una mayor “calidad de vida”: “Hombre, el local es importante porque hubo una época en que las hermandades no tenían local. Entonces, pues
curiosamente el nexo de unión entre todos los cofrades era el cobrador, que antiguamente, pues… había un cobrador que iba casa por casa. Y a medida que se acercaba la fiesta, pues iba diciendo: ‘oye, pues a tal hora tenemos que quedar en tal sitio’ ¿no? Después vino ya la época de que hay reuniones, a lo mejor unas reuniones son en los bares, es decir, pues…, nosotros nos reuníamos en el bar Polp, aquí, con lo cual también aquello creaba una relación, y después viene ya pues la época en que realmente ... al cofrade no le puedes ofrecer únicamente el… la posibilidad de salir en Semana Santa, sino que, hombre, todo evoluciona en la vida, y… vamos a una mayor calidad de vida, y entonces, incluso, cuando estás en un sitio tienes que darle al cofrade o al invitao una determinada calidad.” (Hermandad de María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
Este tipo de prácticas viene a corroborar las tesis de Daniel Bell (2004) acerca del creciente papel del hedonismo y la gratificación personal en el desarrollo de la vida en la sociedad postindustrial. Ahora bien, imbuido de ética protestante, Bell se equivoca al pensar que hedonismo y religión marchan necesariamente por caminos contrapuestos. El tipo de capital que se pone en juego aquí, es muy otro; y por ello se insiste una y otra vez, en que la principal función del local social es densificar la sociabilidad, permitir estar juntos y realizar más actividades: “Yo creo que un local permite precisamente el desarrollo de otras muchas tareas y actividades, como hacer juegos sociales, como lo de participar en concursos de belenes, como… etcétera etcétera, que de otra manera no lo puedes tener.” (Herman-
dad de María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
Dicha función aparece de manera unánime entre los entrevistados, aún cuando, presos de la illusio
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192 del campo, algunos se esfuercen en distinguir entre religiosidad y sociabilidad: “No, la religiosidad no tiene nada que ver, y… tenemos que ser sinceros. Eeeh… la religiosidad, con la Semana Santa sí, en el momento que procesionas tú sales porque tienes devoción a tu imagen titular, a tu imagen titular que no te la toquen porque es tu imagen y tú tienes devoción a tu imagen, pero una vez sales de la procesión, ya se desvincula completamente la religiosidad, y te diré el porqué, porque si la Semana Santa consistiera solamente en salir y procesionar y luego venir aquí al local a flagelarse, no habría nadie... ¿Qué lo buscan? pues como un centro de distracción, diversión o como conocimiento de amistades o un núcleo de… de expansión o desarrollo de… de ideas, porque aquí igual te encuentras a cuatro que están jugando al truc como a seis que están jugando al parchís, o otros que están divagando de política…” (Cofradía de Jesús en la
Columna, El Cabanyal).
Siempre dentro de esta perspectiva, el local permite el reagrupamiento o la formación de grupos dispersos que, como hemos visto en el apartado anterior, trascienden con mucho los límites del barrio, convirtiéndose así en un punto neurálgico de la dialéctica entre desterritorialización y reterritorialización, fenómeno clave para comprender los complejos fenómenos de reorganización espacial inducidos por el proceso de globalización. “Yo creo que también era un resurgimiento, una parte de la gente ha tenido que irse del barrio, (…) y la gente vuelve a venir, y se vuelve a encontrar con los amigos, y entonces… las cofradías también han cambiao mucho, pasan de tener una
directiva que venía a cobrar a tu casa a tener un local social donde juntarse, donde poder celebrar cenas con los amigos, poder hablar o de la cofradía, o de lo que sea, o tener una televisión para poder ver el fútbol, entonces se llega a una convivencia (…) eso ha sido fundamental” (Cofradía de Jesús
en la Columna, El Cabanyal).
La sociabilidad (y con ella el ritual) sirve pues frecuentemente de puente entre los dos sectores de comunidades partidas (los que se fueron y los que quedaron). Ahora bien, como ya se ha insinuado anteriormente, tales procesos de desterritorialización y reterritorialización no afectan sólo a los grupos de amigos o pendulares que abandonaron el barrio, sino que extienden sus redes hacia nuevas amistades en principio ajenas a éste. Así, el local ha podido ser definido metafóricamente como la cabeza de un pulpo, cuyos tentáculos llegan mucho más lejos: “No, esto es como… como un pulpo… el local es la cabeza y luego van ramificándose pues ¿qué son las patas? pues gente que… que es conocida de otro sitio pues muchas veces lo invitas aquí, ya conoce una relación, una amistad, y se van, se van uniendo, a lo mejor, pues ¿qué te diré yo? pues… la alcaldesa puede venir un día, pero, puede venir con todo su séquito, y a lo mejor dos o tres de su séquito les gusta y se quedan más vinculaos aquí, o sea que es un punto de reunión pero al mismo tiempo de atracción...” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
Dentro del local, se insiste en la calidez de las relaciones, en la amistad, en la creación de unos vínculos emocionales que son, a decir de un sociólogo, “expresión directa del vínculo social” (Bericat Alastuey, 2000: 151):
193
194 “En la hermandad… acabas haciendo un grupo de amigos, ... con unos lazos importantes; la hermandad no es solamente… es decir, éste también es un concepto que hay que desterrar y que cada vez se tiene que trabajar más, quiero decir… la hermandad no es únicamente salir en la fiesta. La hermandad debe de tratar de hacer pues… una labor social, y sobre todo debe de tener una cohesión entre todos los miembros de la hermandad. Y bueno, y desde los años… si yo entro en el año 70 por ejemplo, y había hay quien está desde el año 63 o 64 que es cuando se fundó, te puedes imaginar que estamos hablando de veintiocho años de vivir un grupo juntos, vamos, no juntos, sino pertenecer al mismo grupo de hermandad, y eso hace… pues… es importante.” (Hermandad de María
Santísima de las Angustias, El Cabanyal)
Dentro del local, se celebra, pues, fundamentalmente, la interacción, la sociabilidad, que las personas cuentan allí por sí mismas, y no como objetos de cálculo instrumental. Por eso el local, como se me comentó en más de una ocasión, “te llena”: lo que allí se celebra es, fundamentalmente, el carácter sagrado de la relación con el otro, el carisma del propio vínculo social, la communitas, en definitiva. Resulta lógico, pues, que el ejercicio de actividades lúdicas deje en un segundo plano a las de tipo pastoral, que, pese a ser numerosas, tropiezan una y otra vez con la falta de interés de la mayoría de los cofrades. Y al respecto vale la pena recordar que, en el estado actual de la correlación de fuerzas, se da la paradoja de que, usando la terminología de Bourdieu, los “herejes” serían los que propugnan una religiosidad más vinculada a la institución eclesiástica, mientras que los “ortodoxos” serían los que imponen de manera casi hegemónica
141 Para Merton, los sub-grupos “están constituidos estructuralmente por los que establecen relaciones sociales distintivas entre sí que no son compartidas por otros individuos del grupo general” (1995: 290).
una religiosidad más práctica, más próxima a formas comunes de sociabilidad hedonista que sacraliza, junto a la imagen objeto de culto, también el vínculo social entre los cofrades. Se volverá a tratar en el capítulo V esta aparente paradoja; de momento cabe insistir en que la postura más ortodoxa es la que, huyendo de cualquier militancia, insiste en la importancia del local como espacio de sociabilidad primario, un “punto de concordia” del que depende en gran medida el buen desarrollo todo lo demás. Desde la Hermandad del Cristo de los Afligidos, un cofrade lo expresaba sin tapujos: “está muy bien el Cristo y las procesiones y la iglesia, pero luego tiene que haber un punto de concordia, si no la hermandad se va a la mierda, hablando pronto y mal”. Aparte de contribuir a crear y recrear una fuerte identidad de barrio, el local crea, lógicamente, una identidad grupal y diversas identidades subgrupales, sirviendo el símbolo religioso como nexo de unión entre sus devotos. Ahora bien, de la importancia que adquiere la sociabilidad como sacralización del vínculo social da fe el hecho de que, en ocasiones, ésta puede primar sobre la devoción a la imagen, aunque sin anular a la misma. Es sumamente ilustrativo al respecto el comentario obtenido de un cofrade, en cuya hermandad el cambio de presidencia había supuesto una disminución de la frecuencia de la interacción en el seno de su local. Como consecuencia, y sin abandonar su asociación, éste tuvo que rehacer sus pautas de sociabilidad, acudiendo a diario a otra cofradía de su misma parroquia, pero sin darse de baja en la suya. Tal situación crea sentimientos contradictorios en cuanto a la pertenencia al grupo de referencia:
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196 “Si éstos siguen así [se refiere a los directivos de su hermandad] yo me borro y me vengo aquí. No saldré porque yo soy del Cristo, pero... ¿para estar aquí? me vengo y pago aquí.” (Hermandad
del Santísimo Cristo de los Afligidos).
3.5. El ejercicio de la comensalidad. El ejercicio de la comensalidad se configura como una de las claves para el funcionamiento de la sociabilidad en el interior de los locales. Sabido es que se trata de un fenómeno generalizado en otros tipos de grupos especializados en la organización del ritual festivo: así, como cualquier falla (Costa, 2003; 2006), las hermandades, corporaciones y cofradías de la Semana Santa Marinera organizan numerosas actividades durante todo el año, dirigidas a fomentar la práctica de la sociabilidad entre sus miembros. Inevitablemente, la mayor parte de esas actividades se ve coronada por algún acto de comensalía, de modo que, lo que es un ritual en sí mismo, pasa a formar parte secuencial de otros muchos: no en vano se ha calificado a ésta como “ritual de rituales” (Millán, 1997: 234-235) o, adaptando la terminología de Mauss, “un hecho social total” (Homobono, 2002: 179). El tema merece cierto detenimiento. Si ya Simmel (2001) o, de manera más sistemática, Norbert Elias (1993) destacaron el fundamental papel que los cambios operados en torno a los comportamientos en la mesa han tenido en el proceso civilizatorio, recientemente la práctica de la comensalía ha vuelto a llamar la atención de múltiples científicos sociales. No podía ser menos, si aceptamos, con Amado Millán (1997: 223), el papel casi fundacional que la práctica compartida de la comida y la bebida tiene, no sólo para hacer patente la concreción del grupo, sino, a
142 Téngase en cuenta que esta entrevista se realizó en el local de una hermandad vecina a la del entrevistado.
nivel simbólico, para la constitución y mantenimiento de la sociedad. Afirma al respecto el citado autor: “La invitación a la mesa, en su reciprocidad, construye y reconstruye tanto la alianza y la cooperación como redes de obligaciones mutuas entre los miembros del grupo comensal. Compartir las viandas es fundar una relación de interdependencia” (Millán, 1997: 223).
La importancia de la mesa es tan evidente, desde el punto de vista de los actores, que puede servir incluso para subsanar requisitos teóricos de acceso a la cofradía en apariencia insalvables. Un ejemplo: en la Cofradía de Jesús de Medinaceli se necesitan, según sus estatutos, dos avales de sendos cofrades para que prospere cualquier solicitud de ingreso. Al preguntarle a la presidenta qué sucedía si un recién llegado al barrio no lograba esos avales por no conocer a nadie, respondió que se invitaba al aspirante a cenar un par de veces (lo hacen todos los viernes), para que todo el mundo pudiera juzgar su actitud. Comprobamos así cómo el paso o no de tal prueba viene a hacer buenas tanto las viejas observaciones de Van Gennep sobre la comensalía como “rito de agregación” (1996: 39-40), como las más recientes de Hirschman (1997) acerca de los posibles dobles efectos de la comensalía. Pero a los factores de civilización (Simmel, Elias) y convivialidad (Hirschman), cabría sumarle una tercera perspectiva: el incremento del ejercicio de la comensalía sirve, en este contexto, como un factor más de retradicionalización de la vida cotidiana: tan importante como con quién se cena es el tempo específico de la comensalía, la inversión en (más) tiempo para cenar o tomar algo. El tiempo social invertido en esta actividad permite, pues,
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198 la creación de un capital social colectivo que sirve para estrechar los lazos dentro del grupo. Durante las celebración de la Semana Santa, es decir, en los momentos de máxima efervescencia social y expresión identitaria, se intensifica la comensalidad en el ámbito del local social: el más o menos reducido núcleo que se reúne a lo largo de todo el año se ve ampliado hasta prácticamente la totalidad de los cofrades, a los que hay que añadir familiares, amigos, simpatizantes y demás invitados. Pero esta intensificación de la sociabilidad se acompaña además de otro rasgo nada desdeñable: durante estos días no se come cualquier cosa. Efectivamente, durante la Semana Santa, determinados platos típicos, como la titaina (especie de pisto local) o las albóndigas de bacalao, hacen su aparición en las casas del Cabanyal y Canyamelar -y no sólo en las casas, sino también en los bares y restaurantes de la zona. Estos mismos platos son los que mayoritariamente se consumen durante estos días en los locales; y es que, como ha señalado Jesús Contreras, “la fiesta exige una alimentación determinada que, a su vez, puede ‘hacer la fiesta’” (1993: 64). La comida adquiere así un carácter decididamente simbólico, convirtiéndose en un auténtico sistema de comunicación, pero también en un creador de identidad: “Dado el significado simbólico de los alimentos, resulta fácil, pues, identificar a las personas según lo que comen, del mismo modo que ellas mismas se identifican o se ‘construyen’ mediante la comida (…). Compartir unos hábitos o unas preferencias alimentarias proporciona un cierto sentido de pertenencia y de identidad; podría decirse que la comida alimenta, también, el corazón, la mente y el alma” (Contreras, 1993: 66-67).
Cabría añadir que, en estos casos, la comida cumple una “función rememorativa” (Contreras, 1993: 67). Tal función “establece vínculos con tradiciones evocadas o inventadas, constituyendo un medio de preservar identidades colectivas” (Homobono, 2002:179). Como veíamos en el capítulo I al hablar de los templos, estas comidas, en su calidad de “tradicionales”, poseen una especie de virtud histórica, que liga el pasado con el presente, y proporciona seguridad sobre el futuro, pues todo el mundo sabe que, si quiere, el año que viene, volverá a comer titaina, como ya lo hizo el año pasado. 3.6. La invasión del calendario festivo Lo que se ha visto hasta el momento tiende a reforzar lo obtenido en otras investigaciones, referidas a otros rituales festivos: sólo la práctica de la sociabilidad festera, ejercitada a lo largo de todo el año, es capaz de permitir el estallido ritual cuado llegan los días pertinentes. Ahora bien, se debe señalar también que tal ejercicio de sociabilidad sirve como plataforma para actividades que van más allá del reforzamiento del lazo social, llegando a actuar como un mecanismo de retradicionalización selectiva de la vida cotidiana. Entre las prácticas lúdicas y retradicionalizadoras que desde las cofradías se ejecutan a lo largo de todo el año podemos distinguir, a nivel analítico, dos categorías (aunque frecuentemente éstas se encuentren indisolublemente entrelazadas): invasión por parte del colectivo cofrade de buena parte del calendario festivo, y ejercicios de reinvención y revitalización de tradiciones de carácter laico, que se ven resignificadas en este nuevo marco. Resulta interesante comprobar, en primer lugar, cómo las cofradías semanasanteras han ido asumiendo, de manera cada vez más decidida durante los últimos
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200 años, una actitud equiparable a la que se ha señalado en otros estudios, tanto para los casales falleros (Ariño, 1998a; Hernàndez i Martí, 1999), como para las cofradías de Semana Santa andaluzas (Briones Gómez, 1999: 116-123), al protagonizar una invasión del calendario festivo que abarca ya prácticamente todo el año. Como se indicó en el capítulo I, los Poblados Marítimos disfrutan de un calendario festivo especialmente denso. Se apuntó también que determinadas festividades del mismo, como la procesión de Corpus, habían sido puestas en marcha durante la postguerra por una hermandad pasionista (la Hermandad del Santo Cáliz de la Cena). Como ya se sugirió en el capítulo anterior, también podríamos sentirnos tentados a considerar este fenómeno desde el punto de vista de la “fallerización”, entendida como la invasión del calendario festivo por parte de miembros de comisiones falleras, que pondrían en marcha numerosas fiestas ajenas a la plantación y quema de su monumento. Con todo, la situación se revela más compleja de lo que este modelo sugiere, pues aunque, como también se apuntó ya, es evidente que buena parte del colectivo cofrade compagina la falla con la hermandad, no lo es menos que son muchos los directivos de hermandades que mantienen una actitud de recelo ante la prepotencia de la fiesta fallera, habiéndose podido escuchar en más de una ocasión, a lo largo del trabajo de campo, expresiones como “las Fallas son –entre comillas- el enemigo”. Ésta es la razón, pues, para que determinadas cofradías elaboren estrategias de “diferenciación marginal” para diferenciarse de las mismas; algunas las practican sólo algunas cofradías (por ejemplo, al preguntar en una ocasión a un directivo de la Hermandad del Santísimo
143 En el año 1999, la Santa Hermandad de la Muerte y Resurrección del Señor incorporó de manera sorpresiva más de setenta personajes bíblicos a la procesión del Corpus (ver al respecto Semana Santa Marinera. Libro oficial 2000. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2000, p.31). Durante los años siguientes, otras hermandades de la parroquia de San Rafael-Cristo Redentor han seguido sumando efectivos.
Ecce Homo por qué ellos no editaban –como sí hacen numerosas cofradías- un folleto propio durante la Semana Santa, se me respondió que “porque los llibrets son cosa de falleros”), pero otras resultan motivo de debates generalizados, como la legitimidad para usar karaokes en el local de la cofradía. Así constatamos, en primer lugar, cómo la procesión del Corpus, que durante muchos años había sido sostenida por los casales falleros (junto a la Hermandad del Santo Cáliz), ha sufrido durante los últimos años un proceso se semanasanterización, consistente en la invasión masiva de la misma por parte de miembros de hermandades de Semana Santa, lo que ha repercutido tanto en una cierta retirada de efectivos del mundo fallero, como en una transformación de la morfología de la fiesta, que ha cedido uniformes “de valenciano” en favor de disfraces de personajes bíblicos. La Semana Santa se ha infiltrado también en otra de las grandes fiestas del Marítimo, como es la vieja fiesta del Santísimo Cristo del Grao, pese a que ésta cuenta con una organización autónoma, lo que no ha impedido no sólo la doble afiliación de algunos cofrades en ambos rituales, sino que ha favorecido el apoyo logístico de las cofradías graueras al paso de la fiesta (lanzamiento de tracas y pétalos al paso de la imagen, aportación de capital humano para la procesión, etc.), apoyo en el que colaboran también otros casales falleros del barrio. Sin embargo, múltiples son las festividades que organizan las cofradías sin ningún tipo de injerencia fallera: la principal festividad del Cabanyal después de la Semana Santa, que es la del Santísimo Cristo del Salvador en noviembre, es organizada por una clavaría propia, pero ésta está compuesta casi exclusivamente por semanasanteros, y controlada por la hermandad homónima. Idéntica
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202 situación se produce con otras festividades de otoño, como la del Cristo del Salvador y del Amparo, el Cristo del Perdón, o la del Cristo de la Concordia. Algo parecido a lo que hemos visto en el caso del Cristo del Grao sucede en el caso de las fiestas de Nuestra Señora del Rosario, en El Canyamelar, ya que éstas cuentan también con una cofradía propia, en la que colaboran no pocos cofrades provenientes de la Semana Santa. Sin embargo, éstos son de manera exclusiva quienes, llegado el otoño, organizan la festividad del Santísimo Cristo de los Afligidos, pequeña celebración que une a los actos litúrgicos los propios de un festa de carrer (concursos de juegos, paellas, animaciones diversas, fuegos artificiales, etc.). No se trata de un caso aislado: desde las dos últimas décadas, prácticamente todas las cofradías de Semana Santa han encontrado un hueco para organizar su pequeña pero específica festividad, en la que, independientemente de que haya o no procesión, se toma una porción del espacio público para que la gente que quiera se acerque a disfrutar de la celebración. No es, por tanto, infrecuente escuchar tambores o tracas en la calle durante múltiples fines de semana a lo largo del año, acompañando en ocasiones a procesiones mínimas (caso del Cristo del Perdón). A partir del ejercicio de una tradición, pues, se inventan nuevas tradiciones, que permiten retradicionalizar a la carta el mundo de la vida durante prácticamente todo el año. Por otra parte, podemos distinguir otra vertiente en esta actividad retradicionalizadora de la vida cotidiana que llevan a cabo las cofradías a lo largo del año: se trata de la recuperación reflexiva de tradiciones autóctonas declinantes o ya en completo desuso: nits d’albaes, juegos tradicionales, charlas o
exposiciones fotográficas sobre la historia del barrio, pueden servir como ejemplo. Lo interesante de este tipo de actividades es que, mediante las mismas, las cofradías se incluyen, siquiera intermitentemente, dentro del amplio abanico de agentes activadores del proceso de patrimonialización de la cultura característico de las sociedades de la modernidad avanzada (proceso del que se hablará detalladamente en el capítulo VIII). Las que, usando la terminología empleada en otro lugar, podrían ser clasificadas como “comunidades de práctica” (Ariño, dir., 2001: 27), se convierten así, al menos puntualmente, en asociaciones cuya acción se orienta a la producción de un bien simbólico colectivo (el patrimonio cultural), susceptible de ser apropiado por sectores más amplios de la sociedad. Para terminar este apartado, hay que destacar que la mencionada invasión del calendario festivo suele producirse en clave inequívocamente semanasantera, lo que provoca en ocasiones situaciones paradójicas de hibridación festiva, como cuando, al llegar el concurso de belenes de Navidad, se construye un Nacimiento con un Niño Jesús visitado por penitentes (ver figura 5, en apéndice). En conclusión, y como afirmó un entrevistado, gracias al ejercicio continuado de la sociabilidad cofrade “la Semana Santa yo creo que se vive todo el año...” (Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar). 3.7. Tipos de vínculo con la cofradía Lo expuesto hasta el momento no debe hacernos pensar en que las cofradías son asociaciones homogéneas, en las que priman relaciones plenamente igualitarias, y en las que todos lo miembros se vinculan a ésta del mismo modo. Ya se ha visto algo al respecto al tratar del tema en términos cuantitativos: desde los mismos veíamos
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204 diferencias basadas en el género, que ya resultaban elocuentes. Más elocuentes resultan tales diferencias si al género le añadimos la variable edad. 3.7.1. El género Ya se vio, al tratar el asociacionismo desde el punto de vista cuantitativo, cómo pese a que las mujeres eran ya mayoritarias dentro de la fiesta, los puestos directivos seguían ocupados preferentemente por hombres. Situación que podemos considerar lógica si, como se ha afirmado en otro lugar, la práctica de la sociabilidad “es el resultado y la expresión de relaciones económicas, sociales y culturales vigentes en una época y un lugar” (Cucó Giner, 2004: 126). Se intentará ahora apuntar algunas explicaciones que nos ayuden a entender los mecanismos de reproducción del fenómeno. El trabajo de campo realizado proporciona al respecto ejemplos sumamente ilustrativos. Por ejemplo, todas las tardes, el núcleo organizador de la Corporación de Pretorianos (formado por un grupo de amigos) se reúne en su local social. Allí, y como ya hemos apuntado, se conversa, se toma alguna cerveza, se juega a las cartas; se practican, en suma, esos rituales de masculinidad tan efectivos para la construcción social de la identidad masculina que los antropólogos han analizado en el ámbito de bares y cafés (Driessen, 1991; Cowan, 1991; Papataxiarchis, 1991). Ahora bien, al preguntar por las mujeres, se contesta que éstas se reúnen ellas solas menos, y cuando lo hacen, normalmente se van de merienda fuera del local. Esto no quiere decir que las mujeres no vayan al mismo: al preguntarle en una ocasión a un informante si acudían con normalidad mujeres, respondió que sí, que todos los jueves cenaban hombres y mujeres juntos. Por las tardes, la cosa es distinta, ya que, “las mujeres, normalmente, tienen más cosas que hacer”.
144 En otros locales, las pautas de sociabilidad son más igualitarias, téngase en cuenta que he escogido deliberadamente un caso extremo, que ayude arrojar luz sobre el fenómeno.
Tal ejercicio de formas relativamente diferenciadas de sociabilidad, puede proporcionarnos algunas pistas sobre la dirección en que deberíamos avanzar para explicar la cuestión de por qué los hombres siguen detentando mayoritariamente los puestos decisivos. En muchas ocasiones –hay que insistir en que no siemprelos hombres, sencillamente, están más. Y como dice Gil Calvo, refiriéndose a las pautas de sociabilidad masculina, “en los puestos de poder hacemos amigos y son estos amigos quienes nos permiten acceder al poder” (1997: 177). La amistad se transforma así en una red de complicidad -complicidad en la que no estarían suficientemente entrenadas las mujeres-, máxime si tenemos en cuenta que los lazos de amistad entre los hombres se basan más en la sociabilidad que en la intimidad: “se insiste especialmente en hacer cosas, muchas más veces en grupo que en parejas” (Requena Santos, 1994: 67). 3.7.2. La edad Aunque no poseemos datos cuantitativos, todo parece indicar que en el seno de las cofradías se da esa “tendència gairebé estructural de les Falles i de les associacions festives familiars”, consistente en una alta tasa de afiliación infantil y adulta frente a una baja afiliación juvenil (Ariño, 1998a: 65). A simple vista, la importancia de este colectivo es aquí menor que, por ejemplo, en Andalucía (cf. Checa, 1992: 102) y, de hecho, constituye un motivo de preocupación constantemente escuchado a lo largo del trabajo de campo. Entre las causas de tal absentismo juvenil se sitúa, evidentemente, el proceso de secularización de la sociedad, así como la emergencia de subculturas juveniles que actúan como forjadoras de estilos de vida deliberadamente segregados (Hebdige, 2004;
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206 Feixa, 2006). Con todo, no debe dejar de tenerse en cuenta que, dentro del ritual festivo, se establecen también relaciones de poder, y que es éste un ámbito no sólo predominantemente masculino, sino también adulto. Desde esta perspectiva, los jóvenes reclaman un relevo generacional que, en la práctica, encuentra muchas dificultades. Los dos largos fragmentos que siguen coinciden en varias de ellas: se concede escasa voz a los jóvenes, no se les reconocen los esfuerzos realizados, sólo se les fían cargos de poca importancia y, llegado el caso de alcanzar un joven la presidencia, se produce la sensación por parte de los mayores de que éste transgrede las reglas del campo: “Hay gente mayor que, a la juventud mismo, no… no la acepta, porque hasta cuando yo fui presidente, yo cuando fui nombrado presidente, a mi en mi casa me llamaron por teléfono diciéndome de que… que qué había hecho, que estaba loco, que yo era un tío que no tenía que entrar en esta cofradía, porque resulta de que yo era un chico joven y iba a deshacer la cofradía. O sea que, hasta ese punto llega, hasta en esta cofradía mismo hay rivalidad entre gente mayor y gente joven (...). Entonces, la gente joven, había gente joven que quería trabajar; pero claro, tenían cargos pues de poca importancia… El eso, el acudir a una junta una noche, verte que se hacen las tres de la mañana, no te piden ni opinión ni nada, porque yo he estado de los… bueno yo antes…. yo trabajando de noche, me iba a veces a las reuniones, me iba con la cena, a las nueve, y se me hacían las dos de la mañana; ‘ye, me tengo que ir a trabajar porque ya no puedo…’ y no son capaces de preguntarte, ‘¿bueno y qué opinión tienes tú?’. (...) Entonces, por un lado bien, porque está claro que la cofradía tiene que tener una estabilidad, ¿no? Pero por otro lado, pues se iban colocando gente que no… no es acorde
a la juventud. O sea, no es que no sea acorde, que, que no pensamos, a veces la juventud no piensa lo mismo. Entonces fue… el tema de… el corte generacional, porque empezaron a coger gente joven, a darles unos cargos, que cuando venían a la cofradía, tenían toda la faena ahí por hacer, tenían que hacérsela, y encima ni le decían gracias, y encima se iban a su casa. Y luego vente por aquí, y ‘xé, te invito a una cerveza, o vamos a tal sitio’, o xé, o cena o lo que haga falta… No había ningún agradecimiento. Entonces, por eso nosotros tenemos el corte generacional, que esa juventud se fue de la cofradía, no es que se fuera,ni se borró, simplemente es que dijo la juventud: xé, yo me apunto como cofrade, pago y ya está claro.” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Como ya se ha avanzado, este segundo testimonio coincide con muchas de las reivindicaciones anteriores, añadiéndole además la variable género: “Ahí pienso yo que la culpa la tienen un poco la gente que ya está en Semana Santa, los viejos dinosaurios que se les suele llamar. En parte es por ellos porque yo esta conclusión la he sacado de las reuniones de Junta Mayor. En las reuniones de Junta Mayor llama la atención que el nivel de mujeres es bastante inferior, y por eso mi cofradía es una de las más innovadoras, porque somos las tres mujeres las tres delegadas, y que el nivel medio de edad no te exagero si te digo que está en los cincuenta años. Los pocos jóvenes que a lo mejor este año sí que he visto un par de caras más jóvenes ni pinchan ni cortan, vamos allí cuando hablan son los mayores, y es que no se produce vaya, en todas las cofradías ese relevo generacional. Y si se produce a los jóvenes nos ponen muchas trabas. Porque es como un tira y afloja, es como decir ‘sí, tenéis que entrar los jóvenes pero lo que hacéis no nos gusta
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208 como lo hacéis’, es una cosa así, porque de hecho yo estoy pasando por esa experiencia de ocuparme de la directiva de la cofradía y me encuentro con ese problema. O sea, ‘[...] tú eres la presidenta pero las cosas se hacen así’, entonces claro es choque generacional lo que se produce, y es lo que ocurre en Semana Santa, que los jóvenes lo que ocurre muchas veces es que dicen: ‘si me van a poner ahí para no pintar nada ni contar para nada mis opiniones, pues me quedo en mi casa y me ahorro horas de sueño y todo’, y ese es el problema que hay, son los viejos dinosaurios que he dicho antes.” (Hermandad de María
Santísima de las Angustias, El Cabayal).
Se da pues la circunstancia de que, como advertía Simmel (1976, II: 655), en la práctica el grupo limita la medida en que un número determinado de individuos puede pertenecer al mismo. En este clima de relativo conflicto, basado en intentar conseguir ese “relevo generacional”, que termine con la “inclusión parcial” de los jóvenes, desde finales de los noventa vienen celebrándose regularmente Jornadas de la Juventud de la Semana Santa Marinera que demuestran, en algunos sectores, una decidida voluntad de cambio que, de llevarse a cabo, supondría una redefinición de las relaciones de poder en el seno de las cofradías. 3.7.3. Trabajadores y free riders Esencial para entender el funcionamiento de la sociabilidad cofrade es establecer claramente algunas diferencias acerca del modo de relación que prima entre los participantes en la fiesta y el núcleo organizativo de la hermandad. Y cabe comenzar al respecto indicando que se hacen plenamente aplicables a nuestro caso las consideraciones de Gómez Lara y Jiménez Barrientos, acerca de las transformaciones experimentadas por la Semana Santa de Sevilla:
145 El término “inclusión parcial” procede de Simmel (1976, II: 655).
“De la cofradía, modelo asociativo caracterizado por los vínculos fuertes entre sus miembros -clase social, gremios, órdenes religiosas, minorías raciales-, y condicionado por su número restringido, se ha pasado a un modelo complejo, acorde con la realidad de las modernas concentraciones urbanas. Los vínculos sociales fuertes aún priman entre los miembros de las juntas de gobierno y dentro de las cuadrillas de costaleros (…). Pero el número de cofrades directamente comprometidos con la organización del desfile es siempre inferior al de la masa de participantes en el mismo. Estos son los llamados peyorativamente ‘capiroteros’ cuya relación con la hermandad es la definida desde una perspectiva sociológica como ‘débil’” (Gómez Lara / Jiménez Barrientos, 1997: 157).
Estas advertencias son fundamentales, pues nos permiten observar la sociabilidad cofrade en toda su complejidad, de manera mucho más matizada de lo que se ha hecho con algunos casales falleros, presentados de manera un tanto idílica como espacios igualitarios donde prima de manera desinteresada el “trabajo sociable” de prácticamente todos los miembros de la asociación (Costa, 2003: 132-137). En realidad, podemos afrontar este tema partiendo de las advertencias de Simmel, quien, ya en 1910, hablaba sobre “las diversas medidas en que los miembros de un organismo colectivo participan en éste” (1976, II: 654). La distinción que hacía el sociólogo alemán entre “socio completo”, “semi-socio” y “cuarto de socio” no se da en nuestro caso de iure, pero sí se da algo similar –en diversas gradaciones- de facto, como afirman los siguientes entrevistados: “Yo lo entiendo así… Aquí hay cofrades de varios tipos. Hay el cofrade que viene y paga y que se lo hagan todo… entonces
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210 si hay alguien o algún tonto hace la faena, pues mejor para él, sea el tonto que sea. Hay otro tipo de gente que ya…lo ve de forma distinta, entonces prefiere aquella gente que tiene unas capacidades o que las ha demostrado… Y luego hay gente que… voluntarios tontos que nos prestamos a cualquier cosa que nos pidan. Yo nunca me ha presentado a ningún cargo, (...) y como tampoco sé decir que no, pues… me ha tocao.” (Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno, El Grao). “… la cofradía a fin de cuentas si lo analizas bien funciona … con una veintena de personas… y el resto pues salen pues… cuando se oyen los tambores de Cuaresma.” (Cofradía de
Jesús en la Columna, El Cabanyal).
No resulta difícil pensar, al escuchar a estos cofrades, en Olson y su teoría del free rider (1992). Y es que, como afirmara otro clásico, junto a los miembros realmente activos en un grupo, están los meramente “nominales” o “periféricos” (Merton, 1995: 287290). Bien sabemos que el fenómeno no es exclusivo de este tipo de asociaciones, ni circunscribible tan sólo a las festeras, sino que se trata de un fenómeno caracterizador del panorama asociativo de las sociedades de la modernidad avanzada (Cucó Giner, 1991: 52-57). El siguiente texto sintetiza las múltiples posibilidades de implicación en dos polos, que son concebidos como dos maneras distintas de vivir la fiesta: “... es que hay dos formas de verlo, de ver la Semana Santa, la Semana Santa son... o la Semana Santa, lo que es el que acaba el domingo, o todo el año, o trabajar todo el año, entonces, ahí depende también, es que ahí está la filosofía de la cosa, ¿no?, (...)” (Hermandad del Santísimo Cristo de los
Afligidos, El Canyamelar).
Se trata de una postura que se ha debatido en múltiples ocasiones en mi presencia a lo largo del trabajo de campo, y que se resume frecuentemente en la fórmula “una o setenta y dos semanas santas”. La opción mantenida por los primeros es clara a los ojos de los segundos: sencillamente, no quieren “complicaciones”: “No, no, viven... viven lo que es la Semana Santa, pero fuera... vamos, acaba el Domingo de Ramos y se olvidan totalmente de la Semana Santa hasta la otra Semana Santa. (...) cumple perfectamente su misión, él es el primero y es el que tiene... él es... y no falla, entonces, pues no le puedo decir nada... cumple perfectamente su cometido que es salir... (...) y los otros pasan, como pasa siempre, mucha gente pasa y no quiere complicaciones y se pasa y tal y cual... y para ellos, muchos son los siete días de la Semana Santa” (Hermandad
del Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
Complicaciones que vendrían derivadas de los compromisos inherentes a la asunción de un cargo, y que se encuentran en colisión frecuente con ese individualismo exacerbado que caracteriza a las modernas sociedades globalizadas (Beck/Beck-Gernsheim, 2003; Lipovetsky, 2005a), a ese “crepúsculo del deber” del que nos habla, en un tono un tanto apocalíptico, Gilles Lipovetsky (2005b). El siguiente fragmento de entrevista es ilustrativo al respecto: “... porque la gente en el momento que le das obligaciones no quiere ninguna. Y eso lo tengo comprobao yo desde el año ochenta y uno que… que creamos la cofradía. En el momento que tú le das obligaciones, que tienes que hacer esto, que tienes que hacer lo otro… lo primero que te responden: ‘oye, yo aquí
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212 vengo y pago y salgo el día que me da la gana… ¿Tú quieres obligarme? no me cobres nada y entonces yo estaré obligao a venir los días que tú quieras, pero mientras yo pague, vengo los días que a mí me da la gana, cuando me dé la gana” (Cofradía
de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
A diferencia del “actuar consensual” de la tradición weberiana, custodiada por guardianes con poder sancionador, pues, los actuales organizadores tienen escaso poder para prescribir actitudes, lo que limita sensiblemente su poder ejecutivo. Como se ha visto más arriba, Gómez Lara y Jiménez Barrientos han propuesto adaptar la noción de “vínculos débiles” al caso de las cofradías (andaluzas), lo nos permite apreciar en mayor medida cómo la pertenencia a una cofradía responde perfectamente a las características de la sociedad de hoy (llamémosla postmoderna, postindustrial, del riesgo o reflexiva): individualismo, pragmatismo, permisividad, presentismo, hedonismo… Resulta claro al respecto que en rituales como la Semana Santa Marinera lo sensorial ocupa un papel predominante; siendo susceptible de satisfacer plenamente a una sociedad en la que prima lo placentero y lo visual. Por otro lado, y como ha señalado Elías Zamora, pocos compromisos son más débiles que el de un capirotero (aquí, un vesta): “Pertenecer a una hermandad impone en la práctica muy pocas obligaciones. Se podría decir que ninguna. Y por el contrario permite ser absolutamente protagonista de la fiesta, situarse a los dos lados del ritual” (Zamora Acosta, 1997: 143).
Búsqueda de protagonismo que enlaza con la creciente individualización contemporánea y que, como ha
señalado Ariño (1996b: 14-15), se halla estrechamente conectado con la proliferación de asociaciones festivas especializadas. Como ha puesto de relieve Giddens (1994), la modernidad impone continuamente la necesidad de elegir, y el modo de implicación en la asociación es una elección más. No debemos olvidar que la complejidad de las modernas urbes impone al individuo “la adopción de una serie de roles diversos a través de los cuales puede establecer alianzas temporales no excluyentes” (Gómez Lara / Jiménez Barrientos, 1997: 157). La pertenencia a una cofradía proporciona, finalmente, la posibilidad de acceso a diversas redes sociales en las que el individuo puede sentirse reconocido por los demás sin que ello suponga un alto coste para su intimidad. En una entrevista se expresó este fenómeno con claridad: “Hombre, date cuenta de que… somos ciento setenta. Y… y nos vemos una vez al año, porque yo con la mayoría de la gente, es una vez al año. En una vez al año, yo te puedo decir, pues no te digo el… pero un treinta por ciento de la gente que viene aquí sí que la conozco. Y eso sí, el cien por cien, de vista todos… O sea que… nos vemos una vez al año, y sin embargo nos conocemos todos. Y sí que es verdad, hay grupos, porque hazte cuenta que yo tengo veinticinco años, pero mi cofradía… ese… ese corte generacional que nosotros decimos, los que hay de superiores a mí esos, su fiestecita, el jueves por la noche vienen aquí y se la montan. Que no les decimos que no, porque esto es para eso. Y se juntan aquí (...)…Y nosotros venimos y si queremos nos agregamos, y si no queremos no nos agregamos, o sea que… Y sin embargo, tienes una aquí, y luego tienes otra aquí de chicas, que son una fila entera de ocho chicas, y… eso siempre hay y habrá siempre. Pero claro, si…
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214 es lo que pasa, que… que siempre estará abierto a quien venga, siempre estás abierto a quien venga.” (Hermandad
del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Así pues, el modelo de alianza social definido como “débil” se muestra como uno de los requisitos irrenunciables para la puesta en escena del “drama ritual urbano” (Gómez Lara / Jiménez Barrientos, 1997: 151, 157-158). Ahora bien, podemos preguntarnos, en nuestro caso, qué es lo que conduce a un reducido núcleo a trabajar con dureza durante todo el año para que, al llegar el momento de la fiesta, esté todo preparado. Podríamos pensar que la respuesta a tal pregunta se encuentra en la relación de donación tal como la estableció Mauss (1991a); visto desde esta perspectiva, es precisamente la falta de reciprocidad de lo que se quejan quienes en mayor medida practican el don: “...tú estás trabajando todo el año y te das cuenta todo el año y a veces, hay gente que ni te da un simple gracias, y, en una junta que somos trece, de los trece a veces no estamos de acuerdo ninguno de lo que estamos comentando. Y cada vez que se te plantea por ejemplo la idea de una cosa importante o que piensas que puede ser importante para mejorar una cofradía, muchas veces te encuentras la dificultad de que vienes a la junta, expones algún caso, y de repente se te deniega el caso de lo que tú tengas previsto para hacer. Entonces, muchos años que sales, vienes aquí privao a trabajar, te encuentras que a veces te das pues una trompá en… contra la pared, igual. Y… es por eso, simplemente porque llega ese año, ves que todo va bien, y trabajas todo el año y de repente ¿no? te encuentras que… eso es normal, que nadie te va a decir ‘macho, que bien lo has hecho, no, no eso no te lo dice nadie” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
De hecho, y como consecuencia de esta falta de reciprocidad, la tentación de abandono del cargo es algo que surge frecuentemente en las entrevistas: “…Hombre, abandonar la Semana Santa nunca… Pero abandonar la cofradía sí. (...) Sí. Y… siempre por motivaciones por… por culpa de otras personas. Porque han llegao a quemarte tanto, quemarte tanto que decir ‘señores, ahí está mi carta de renuncia porque… porque no puedo soportarlo’… o sea, yo he estao de vicepresidente en la cofradía, de vicepresidente he sido relaciones públicas, y de relaciones públicas llegó el momento que dije ‘señores… esto se ha acabao’, se ha acabao porque… los libros están, he conseguido muchas cosas para la cofradía, tenía unas metas que quería llegar a ellas, pero no me dejaban y dije… ‘si tú no me dejas que desarrolle las ideas que son todas a fin de cuentas en beneficio de la cofradía, lo que no puedo es estar luchando contra un muro’” (Cofradía de Jesús en la Columna,
El Cabanyal).
Tal tentación de abandono se puede entender desde la perspectiva propuesta por Simmel, para quien “una vez que hemos aceptado una prestación (...) se establece una relación íntima que nunca se extingue por completo, porque la gratitud tal vez sea el único estado sentimental que puede ser moralmente exigido y realizado en todas las circunstancias” (1976, II: 626). En la donación se pone en juego la materialización y reproducción del vínculo social; es por eso que la falta de gratitud es vivida como un agravio comparativo, que tienta a la salida o al abandono del cargo. El don mediante el que se anuda el pacto asociativo se mueve, pues, dentro de esa “inconditionalité conditionnelle” que ha descrito Caillé (2000: 133), según la cual todo el
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216 mundo está dispuesto a retirarse del juego, si los otros no cumplen las reglas. Sin embargo, hay que decir que la tentación de abandono se suele ver pronto superada, pues la propia práctica de la sociabilidad compensa sobradamente la frustración producida por la falta de reciprocidad en el don: “Mira, normalmente, si tú al día siguiente de Domingo de Resurrección hubieses pasado hermandad por hermandad y hubieses hablado con los… podíamos decir, no los jefes ni los… los que trabajan, te hubiesen dicho casi todos que era la última vez, ‘que estoy hasta el gorro’. Hoy a lo mejor ya te empiezan a decir ‘bueno, sí, pero…’ porque nos gusta y porque vamos a seguir, pero me refiero, ¿eso de mandarlo todo a la feria?, el Domingo de Ramos empiezan ‘esto no pot ser’, ‘açó no n’hi ha..’, sí, sí… Y creo como a mi te diría que a mucha gente. Estoy hablando al día siguiente ¿eh? o cuando se ha terminao el desfile, ha salido mal no se qué, no ha salido bien, entras y está todo sucio, el otro que viene y na más que bebe y no… y todo eso te va… pero pasan tres o cuatro días y ya pues ya vamos a preparar para el año que viene.” (Hermandad del Santo Silencio y Vera Cruz, El Cabanyal). “Que luego, cuando pasa la Semana Santa, viene la Pascua, que vienes aquí a merendar todas las tardes, pues, como ves la armonía y el ambiente de los amigos y tal, pues se te olvidan muchas penas de las que has encontrado durante el camino. Pero no… no es eso…no” (Hermandad del Santísimo
Cristo del Salvador, El Cabanyal)
Este último testimonio proporciona algunas pistas acerca de qué es lo que motiva a algunos cofrades a trabajar todo el año, para que al final todos se aprovechen de sus frutos. En tanto que el don no se rige
por una lógica económica, éste no puede ser sometido al cálculo instrumental. Así, de alguna manera, se obtiene la reciprocidad en las satisfacciones obtenidas por el mero ejercicio de la sociabilidad: frente a la donación del esfuerzo invertido en el trabajo se reciben beneficios emocionales. Pero también aparecen otros motivos más explícitos; en primer lugar, hay quien encuentra satisfacción en el trabajo bien hecho: “Yo por mi parte, yo considero la cofradía como algo mío, no algo mío de propiedad, no?, sino como algo de, de mi vida, parte de mi vida, entonces me satisface ver que la gente está contenta, me satisface ver que la gente trae a sus hijos, como lo hizo mis padres, como lo harán los míos, gracias a Dios de momento somos la cofradía más numerosa, parte de eso, no sé, no lo puedo explicar, es como, cuando tu tienes un hijo y ves que crece y le van bien las notas y le va tal, pues, y te satisface porque es parte de tu vida; es esa la satisfacción.” (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal).
Se debe insistir en que, en el ámbito de la sociabilidad, los bienes que se ponen en juego son, fundamentalmente, de tipo emocional. Es por esto que el trabajo bien hecho es susceptible de proporcionar una “satisfacción personal”: “Lo único que te puede dar a lo mejor es una satisfacción personal de decir, bueno, qué cofradía más… más buena que tengo, que la veo en la calle y… sabe procesionar, saben hacer las cosas, con dignidad, con… (...) y... es una satisfacción personal, pero es lo único que te da la cofradía, no te da más… al contrario, te quita mucho, porque te quita vida privada, te quita satisfacciones familiares, y encima te cuesta dinero (...) a mí me da ciertas satisfacciones, no sé a otros, pero a mi…
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218 me da mucho trabajo pero hay veces que ves que aunque los demás no te lo reconozcan pero tú mismo ves que el trabajo si ha llegao a buen término tú mismo reconoces que dices que, bueno, ha valido la pena sacrificarte y… pasar muy malos ratos y conseguir lo que querías…” (Cofradía de Jesús en la Columna,
El Cabanyal). “Yo creo que trabajar para los demás es satisfacción personal... y hacer un poco... hacer un poco de honor a mi apellido y a mi padre, ¿no?. (...) yo creo que es cosa familiar también, y cosa familiar y cosa de... de... del ser de cada persona.” (Hermandad
del Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar)
Tal satisfacción personal procede, en definitiva, de ver cómo año tras año, y gracias al esfuerzo invertido, la tradición se mantiene viva: “Decepciones ninguna ¿eh?; todo son satisfacciones. Hombre… cuando acabas un ejercicio y ves que se ha acabado y lo has acabado incluso sin tener dinero… que eso es una de nuestras principales metas, y que año tras año pues has podido hacer de nuevo el trono-anda, o como en este año que hemos podido alquilar y que… estoy seguro que podremos sacarlo y todo esto…, de alguna manera eso supone una satisfacción, y no… en principio no es ningún… es decir, desilusión ninguna, la satisfacción de todos los años ver que se va cumpliendo el ejercicio y que vas sacando, tienes la satisfacción de alguna manera de coadyuvar a la… al sostenimiento de la fiesta del… de los p… del distrito donde vives… (...) Es decir, cuando ves que estás ayudando a que se mantenga la tradición, yo creo que es un hecho muy importante.” (Hermandad de María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
Hay que insistir en que no deja de haber una cierta reciprocidad en la obtención de esta satisfacción personal.
Pero, por otra parte, tampoco hay que olvidar que, los días previos a la Semana Santa y, a petición de cada una de las cofradías, la Junta Mayor, reparte diversas insignias, distinciones y medallas a los cofrades que se considera han efectuado una labor más fructífera de cara a la elaboración del ritual. En estos casos, sí que hay recompensa explícita a ese ya aludido “trabajo sociable” del que nos habla, para el mundo fallero, Costa (2003: 132137). Pues cabría afirmar que los cofrades galardonados suman, así, un capital simbólico que reconoce y legitima su posición dentro de la fiesta. En realidad, pues, puede afirmarse que la postura de muchos cofrades –especialmente entre los cargos directivos-, oscila así entre el don desinteresado, basado en la sociabilidad lúdica o artística de Simmel (2002: 77-101), y el “interés en el desinterés” propuesto por Bourdieu (1997a: 139-201; 1997b). 3.7.4. Amigos desiguales Los vínculos creados a través de la sociabilidad, de la sacralización del vínculo social, tienden a crear, en el lenguaje de Victor Turner (1988), la ilusión de communitas, que suspende las estructuras en aras de una situación de igualdad ideal. Sin embargo, tal estado es en buena medida, como ya se ha dicho ilusorio: la cofradía teje el vínculo de la igualdad, pero también puede reforzar las desigualdades. Al respecto, pudiera parecer paradójico plantear la existencia de relaciones de clientelismo en el seno de la moderna sociabilidad cofrade, máxime teniendo en cuenta consideraciones como las realizadas por González Alcantud (1997: 40) sobre “la pérdida de centralidad de la religión en la configuración de los clientelismos contemporáneos”, pues “la aparición de la arena política concurrencial moderna convierte a la religión cada vez más en una red social que influye políticamente, pero que no
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220 organiza la trama social”. Desde este punto de vista, y una vez más, el uso moderno de la tradición serviría para oponer nuestras sociedades a las sociedades tradicionales. Sin embargo, sí hemos encontrado algunos indicios de un tipo de relación que bien pueden encajar en la definición de clientelismo, entendido éste más en el ámbito de una lucha por los recursos que como una “amistad asimétrica”. Como cualquier asociación festera, las cofradías necesitan incrementar sus relaciones extrasocietales; lógicamente, las personalidades públicas más relevantes son un codiciado objeto de captación: aumentan el prestigio, a la vez que extienden las redes de la cofradía. En algunos casos, esto se consigue al más alto nivel: por ejemplo, cuando el Rey acepta ser Hermano Mayor (Pontificia y Real Hermandad del Santísimo Cristo de la Concordia, Real Hermandad de la Santa Faz...), pero lo más frecuente es ver a importantes políticos de ámbito municipal o autonómico desfilar junto a las cofradías mejor relacionadas. En otros casos, encontramos asociados a cofrades con un determinado peso estratégico (por ejemplo, cuando una hermandad cuenta con los contactos propiciados por un periodista). La potencialidad de una relación asimétrica es evidente en este tipo de casos, aunque también aquí estamos asistiendo a transformaciones evidentes: de las viejas formas de patronazgo y clientelismo, fuertemente asentadas en las relaciones de poder locales, estamos pasando a otras más difusas, en las que, frente a una cierta succión del carisma que en ocasiones efectúan los políticos, se despliegan las astutas estrategias de los cofrades para aprovecharse de los mismos. Con ellas, la reafirmación de las viejas jerarquías deja paso de nuevo a la ilusión de communitas.
146 Como lo definió Pitt-Rivers, en quien se apoya Wolf (1990: 34-35). Frente a la interpretación de Pitt-Rivers, ver González Alcantud (1997: 40-42).
147 Y no sólo en publicaciones religiosas: Sanchis Pallarés, hablando del Ateneo Marítimo, aludirá a “la omnipresente Pepita Ahumada” (1998: 169). Pepita Ahumada aparece ya en 1930 haciendo de María Magdalena con la Hermandad del Santísimo Cristo del Buen Acierto (Las Provincias, 13-IV-1930, p.9).
148 Mención a una hermandad andaluza como caso histórico de “una verdadera red de clientelismo de los terratenientes” hacen Provansal / Molina (1989: 455).
149 Se trata del Jesús Nazareno de Bernardo Morales, que data de 1848. El papel de doña Pepita es reconocido en Corporación de Pretorianos y Penitentes. Semana Santa. Cañamelar 1998.
Comenzaré por tratar las decadentes formas de patronazgo y clientelismo, tarea que se realizará exclusivamente a través de un caso ejemplar: si nos centramos en el ámbito del Canyamelar, una figura aparece una y otra vez tanto en los lujosos libros oficiales como en los modestos folletos parroquiales o pequeñas publicaciones de las cofradías: Dª. Josefa Ahumada Camps, “doña Pepita”. Militante de Unión Valenciana -partido por el que fue regidora del Ayuntamiento de Valencia-, recientemente fallecida, doña Pepita fue Teniente de Alcalde del último consistorio franquista de la ciudad, cargo en calidad del cual actuó como pregonera de la Semana Santa en 1976, honor que repetiría unos años más tarde (en 1989). Elegida “Canyamelera d’Honor 1992”, fue Presidenta de Honor Perpetua de la Corporación de Pretorianos y Penitentes, y ocupó numerosos cargos honoríficos, al menos en la Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos y en la Hermandad de Vestas del Santísimo Cristo del Buen Acierto, entidades todas que le han dedicado varios homenajes. El reconocimiento de doña Pepita no se queda en el ámbito parroquial: en 1994 recibió de la Comisión de Recompensas de la Junta Mayor la distinción “A Instituciones y Personas Muy Vinculadas a Nosotros”. En el sentido que nos interesa, sus actuaciones vienen de lejos: ya en 1959, y gracias a su mediación, el Arcipreste Gallart -figura de la que ya hemos hablado en el capítulo precedente y que sirve para confirmar las opiniones de González Alcantud (1997: 58) sobre las relaciones entre patronazgo y catolicismo- concedió la custodia de una de las imágenes más prestigiosas del conjunto imaginero del Marítimo a la Corporación de Pretorianos y Penitentes. Hay que decir que la relación
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222 de doña Pepita con los Pretorianos fue particularmente estrecha hasta los años setenta: en unos años en los que se alquilaban los trajes procesionales, ella costeaba generosamente los desfiles de una Corporación que llegó a tener -me dijeron en un entrevista- doscientos miembros. Por los mismos años, la devota rosariera aportó “una entrañable donación” a la Cofradía de Granaderos de Nuestra Señora de la Soledad para el manto de la Virgen. Parece evidente que, para interpretar este tipo de actos, podemos apoyarnos en las explicaciones de Wolf, quien distingue de la siguiente manera las relaciones de patronazgo de las amicales: “las dos partes del contrato de patronazgo no intercambian ya bienes y servicios equivalentes. Los dones del patrono son más inmediatamente tangibles; consisten en ayuda económica o protección contra los abusos de autoridad legales o ilegales. El cliente, por su parte, da en pago bienes más intangibles que consisten, en primer lugar, en una demostración de estima” (Wolf, 1990: 34).
No resulta difícil entender que el destino de la Corporación de Pretorianos quedó en gran parte ligado al de doña Pepita: cuando en los años setenta -coincidiendo además con “el bache del Seiscientos”decidió dejar de financiar a la Corporación, ésta estuvo a punto de desaparecer. Lo cierto es que doña Pepita ha seguido figurando, hasta su reciente fallecimiento, en los puestos de honor de la misma, puestos que, como ya hemos indicado, se repiten en otras entidades, y que acompañaban la preferencia para protagonizar acciones rituales de prestigio, como el privilegio de cargar en determinados momentos con las dos imágenes más
150 En 1968: ver Semana Santa Marinera. Libro oficial 1993, p.50.
151 Así la definieron en la sede de la Corporación de Sayones.
emblemáticas del Canyamelar -el Cristo de los Afligidos y el del Buen Acierto-, fotografía de la que los medios locales dan cumplida cuenta en sus publicaciones. La que en otro tiempo fue “la dueña del Marítimo”, ha conservado pues una parte considerable de su prestigio social en el ámbito más reducido del Canyamelar. Quizás sean plenamente aplicables al caso las consideraciones de Pierre Bourdieu sobre los mecanismos con que la violencia simbólica opera en el marco de “la economía de los bienes simbólicos”: “Una de las consecuencias de la violencia simbólica consiste en la transfiguración de las relaciones de dominación y de sumisión en relaciones afectivas, en la transformación del poder en carisma o en el encanto adecuado para suscitar una fascinación afectiva (…). El reconocimiento de deuda se convierte en agradecimiento, sentimiento duradero respecto al autor del acto generoso, que puede llegar hasta el afecto, el amor …” (Bourdieu, 1997a: 172).
Por otra, parte, y como ya hemos señalado, esta mujer pertenecía a un partido político, lo que supone la posibilidad de cumplimiento de otra modalidad de pago clientelar señalada por Wolf (1990: 34-35). Justo es señalar, sin embargo, que las actuaciones de Doña Pepita han permitido en más de una ocasión superar esa triple partición que, en opinión de Cruces Villalobos (1998: 36-41) conduce a la rutinización y esclerosis de la fiesta (el vecino en la jaula de hierro, el técnico en la de goma, y el político en la torre de marfil). Quede claro que no hablamos sólo de subvenciones: en la memoria de numerosos participantes en la fiesta han quedado, por ejemplo, las gestiones que realizó en su día para que acabasen en poder de los feste-
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224 ros las ropas utilizadas para el rodaje de la superproducción cinematográfica La caída del Imperio Romano. En todo caso, la actividad de la Srta. Ahumada no cesó hasta prácticamente el día de su fallecimiento: concluiremos este apunte señalando que, por ejemplo, en los últimos años contribuyó con generosidad a la construcción de la nueva imagen de la Hermandad del Descendimiento del Señor. El caso de Doña Pepita contribuye, como se ha señalado, a ilustrar un tipo de clientelismo que responde a las condiciones locales de una sociedad no democrática. En la actualidad, la mayor parte de tales padrinos locales han desaparecido, y las cofradías se ven obligadas, por la propia dinámica del ritual, a atraer sobre sí el interés de los políticos, elegidos democráticamente, que ocupan cargos oficiales en el momento. Porque la presencia o el interés de los mismos es imprescindible para el engrandecimiento de la fiesta, tanto por el capital económico que aportan como por el simbólico. Y hay que decir que las posturas encontradas al respecto demuestran un elevado grado de pragmatismo: “Para mí los políticos son los que vienen a las inauguraciones y se acabó (...). O sea, creo que son importantes, como todo lo que se vaya a hacer en la vida civil, porque necesitas un apoyo económico, independientemente que sea este político o sea el otro va a ser lo mismo, es decir o te lo dan o no te lo dan según la importancia que te concedan, pero al político como tal (...) Claro, entonces más vale tenerlos como amigos que como enemigos, pero... (...) Hombre, ellos sirven... vale, vas a hablar con ellos las subvenciones y tal. También sirven para... vale, vienen, inauguración, tal, foto, periódico. Nos ve alguien. Entonces, en eso, pienso que nosotros nos aprovechamos de ellos.” (Hermandad del Santo Cáliz, El Cabanyal).
152 El suceso es narrado por cierto detalle en Sanchis Pallarés (1998: 168), quien curiosamente no cita aquí a la mediadora. Del impacto de esta y otras películas similares sobre la morfología del ritual festivo se hablará en el capítulo siguiente. 153 Ver Levante-EMV, 4-IV-1998, suplemento especial “Semana Santa”, p.8.
Aún sin desaparecer la asimetría de la relación, el clientelismo, pues, ha dejado paso a un nuevo pragmatismo. Pragmatismo que debe situarse más allá de las clásicas posiciones de izquierda o derecha: lo importante es siempre tener cerca a quien ocupe en ese momento el cargo: “No sé si tiene tanto que ver como la izquierda o la derecha o ver de mimar a quien cada vez está en el poder. Es decir, cuando el Ayuntamiento de Valencia o la Generalitat Valenciana estaba gobernada por el PSOE, a las procesiones asistían cargos del PSOE, y ahora pueden asistir cargos del PP. Dices, ¿es porque en un momento uno era de izquierdas y otro de derechas, o porque realmente lo que quieren es realmente buscarse el favor de un político?… Y no solamente por temas de dinero, sino también porque muchas veces para que conozcan, … apoyen con su presencia las fiestas… Quiere decirse, que por ejemplo, yo entiendo que la Junta Mayor en un momento determinado busque políticos o gente muy importante para los pregones, ¿por qué?, porque tiene más repercusión en los medios de comunicación, y hoy en día los medios de comunicación es como si no apareces en la prensa es como si no existieras, entonces lo que se trata de buscar también es personas que cuando llegue… la inauguración de un local social, pues vengan y tenga después su repercusión en los medios de comunicación. Y que además, que todas esas personas conozcan realmente qué es la Semana Santa del Marítimo. (...) Repito: lo de izquierdas y derechas creo que es más el que en un determinado momento esté ocupando unos cargos de importancia, es decir, que si tú, hombre, si tú en un momento determinado tienes que hacer por ejemplo hermano mayor, no tiene razón de ser que no hagas hermano mayor al presidente de las Cortes, y que le hagas al vicepresidente segundo de las Cortes porque es de un determinado partido…, porque realmente el… marchamo de… digamos de importancia es el presidente de las Cortes, que en ese momento está preocupado por una determinada opción. Esa es mi manera de ver ¿eh?” (Hermandad de María Santísi-
ma de las Angustias, El Cabanyal).
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226 Como se ha comentado, la implicación de los políticos asume un doble nivel: el económico y el simbólico. Respecto al primero, no son éstos los únicos capaces de aportar capital, por lo que hay cofradías que pueden optar por elegir para cargos honoríficos a personalidades más cercanas y, en principio más asequibles: “De mi hermandad es una forma de darle un sablazo a la familia. Motivo: somos una hermandad pequeña, pero tampoco hemos ido a hacer a Villalba, a Zaplana, al Teniente Coronel, a Pepito. Hacemos al chico este que vive en la esquina, que a lo mejor lo has visto que ha venido dos o tres veces, para tenerlo un poco… aquella persona de la otra hermandad que le tiene una fe a la Cruz pues vamos a hacerla, a nivel personal y a nivel muy reducido. No para que nos den más, sino para que nos ayuden un poco pero para tenerlos también aquí. Y a ver si al año siguiente pues se apuntan, o no se apuntan. De hecho nosotros tenemos aquí una pequeña cena, le damos un pequeño obsequio, no miramos nunca lo que pone en el sobre y eso te lo garantizo, y nunca hemos hecho a una personalidad o a un… para grandes poderes y grandes… otras hermandades pues hacen a gente muy importante, les da mucho dinero, o a lo mejor no les da tanto como dicen, tampoco lo sé, hacen un restaurante… no lo sé, eso ya, yo te hablo a nivel… Es más que nada por ejemplo tú estás viniendo por aquí ‘pues mira que a ti te podríamos hacer Cofrade de Honor’, te hacemos Cofrade de Honor” (Hermandad del Santo Silencio y Vera
Cruz, El Cabanyal).
En cuanto al capital simbólico que aportan los políticos –u otras personalidades de elevado estatus social o económico, como pueden ser altos mandos militares-, éste alcanza su punto álgido durante las salidas procesionales:
“Hombre, sí… sí que te ayuda. Por ejemplo, tener una alcaldesa presidenta honorífica de la hermandad sí que te ayuda. Te ayuda en dos sentidos, primero popular, porque, si la alcaldesa viene a procesionar contigo, pues, va más gente a ver a la alc… va más gente a ver tu cofradía que está procesionando que otra que está procesionando en este momento, sencillamente porque el pueblo es así. El pueblo quiere ver a los dirigentes en la calle, porque en la poltrona ya los ve todo el año en la tele… y piensa que este año a las procesiones vas a ver a muchos cargos políticos en las procesiones, ¿por qué? porque quieren estar con el pueblo, ¿pero para qué? para que en mayo conseguir el voto de ellos…” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
Lo visto hasta ahora no quiere decir que desde la cofradía se perciba como desinteresada la colaboración de los políticos, lo que tampoco excluye que, lo que en un primer momento eran relaciones instrumentales por ambas partes, terminen transmutándose en otro tipo de relación más basada en el vínculo personal: “Hombre, cuando estás en el cargo, pues es un poco por obligación. Pocas veces es por devoción o por… por necesidad. Entonces yo recuerdo un político que nos dijo: ‘este año vamos a venir porque como es el año electoral me he dicho: bueno, pues aquí tengo que venir’ Y creo que pactamos. Y vino, estuvo muy a gusto con nosotros y… ha habido una vinculación, incluso pues irnos algún fin de semana a pasarlo por ahí.… Tampoco es preciso decir quién ni historias de estas.” (Hermandad de Nuestro Padre Jesús
Nazareno, El Grao).
Vínculo, que mediado por el ejercicio de la sociabilidad, no duda en ser definido como de amistad:
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228 “Aquellos tratos nos dejaron unas... buenas amistades que aún perduran, con algunos de los cargos que… que tenían, que habían venido por aquí y… alguno pues… se prometió a sí mismo volver y vuelve todos los años, aunque no esté en Valencia. O sea que ya entra un poco… ya en lo… no ya el cargo honorífico, o el…, sino que ya es otro tipo de relación, sí, es una vinculación personal.” (Hermandad de Nuestro Padre
Jesús Nazareno, El Grao).
Así pues, y al margen de las salidas procesionales –en las que las jerarquías aparecen claramente marcadas-, lo importante es que, dentro del local, el político se sienta uno más, creándose esa ilusión de communitas anteriormente aludida: “Yo creo que eso depende de la labor que podamos hacer. Yo... primera que tratamos igual al político que al que no es político (...) tratamos igual al político cuando lo es que cuando deja de serlo, y eso es algo que les sorprende, y ellos lo cuentan. Y luego resulta que al que invitamos le tratamos... no invitarlo a comer y ya está, sino pequeños detalles como puede ser una felicitación de Navidad, eeeh... los invitamos a la misa que hacemos en julio, antes inaugurábamos el Belén, y luego a particulares... detalle cuando uno ha tenido un hijo, ir a verlo al hospital, ... lo que tú dices al político yo lo que intentamos es tener a la persona y olvidarte de que es un político. Tener a la persona.” (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal).
4. Algunas paradojas de la sociabilidad tradicionalizante Lo expuesto a lo largo de este capítulo sugiere, como siempre que se habla de la tradición en condiciones de modernidad avanzada, algunas paradojas. Una de ellas fue sugerida por Irazuzta en su magnífica monografía sobre
el Encuentro de Colectividades de la ciudad de Rosario (Argentina), y consiste en que “cuestiones económicomercantiles y de complejización burocrático-administrativa son capaces de exponer a ciertas manifestaciones sagradas a las vicisitudes de la cotidianeidad” (Irazuzta, 2001: 49). Efectivamente, se da la circunstancia de que, cuanto más y mejor se organiza la fiesta (es decir, cuando más se contribuye al reencantamiento del mundo), en mayor medida aumenta la burocracia asociada a la misma. Hasta tal punto que, en la Junta Mayor ya se prevé la necesidad de sustituir, en la medida de lo posible, ese “trabajo sociable” anteriormente aludido por una burocracia experta: “...la administración de la Junta Mayor, llegará un momento que aquí hará falta personal contratao igual que tiene Junta Central Fallera... no tanta gente porque evidentemente el movimiento de gente no es tan grande, pero habrá gente que tenga que estar aquí ocho horas diarias haciendo tó el trabajo que tenga que hacer, porque si no esto llegará un momento que no se podrá llevar.” (Hermandad de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
No se trata sólo de la Junta Mayor. Aunque el problema planteado no sea el mismo (evidentemente, las cofradías no se pueden plantear contratar gente para que les realice las tareas burocráticas), no ha sido infrecuente, a lo largo del trabajo de campo, ver cómo la sociabilidad ejercida en el local imbrica de manera indisoluble burocracia con carisma: se puede cenar todos los viernes para estar juntos y pasarlo bien, con lo que se sacraliza en buena medida el vínculo social, pero no faltará el momento en que se aluda a la mejor manera de costear, por ejemplo, el I.V.A. de las bandas de música que indefectiblemente habrá que contratar llegados los días de fiesta, al estado de las cuentas de la lotería, o a la mejor manera de gestionar una
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230 subvención oficial. A través del ejercicio de la sociabilidad cofrade, se produce, pues, una espiral en la que sacralización y burocracia se retroalimentan mutuamente. Usando la terminología de Salvador Giner (2003), pues, profanización de lo sagrado y sacralización de lo profano avanzan cogidas de la mano. O, como diría Ritzer (2000) el reencantamiento sólo es posible a través del empleo sistemático de medios genuinamente desencantados. Por otra parte, resulta tentador, a la hora de interpretar desde el punto de vista sociológico a las cofradías, hacerlo desde la propuesta de esas “instituciones intermedias” que Berger y Luckmann (1997) postulan como necesarias entre el individuo y el macrosistema social. Cierto es que estos autores plantean el concepto de manera tentativa, ya que advierten que dilucidar cuáles de estas instituciones merecen tal título “sólo podrá determinarse una vez que se hayan analizado sus modos de funcionamiento, a nivel local,” para añadir inmediatamente: “si no actúan como mediadoras entre las grandes instituciones de la sociedad y los individuos en su comunidades de vida, entonces no son verdaderas instituciones intermedias” (Berger / Luckmann, 1997: 124). Parece claro que, uno de los requisitos exigidos por estos autores, se cumple tajantemente en el caso de nuestras cofradías: las raíces locales son “suficientemente profundas para servir como fuentes de sentido de las comunidades de vida” (Berger / Luckmann, 1997: 124). Ahora bien, más problemático es asegurar que, en todos los casos, las cofradías sean capaces de transmitir “reservas de sentido” al conjunto de sus miembros. Parece evidente que en muchos casos es así, lo que explica en buena parte esos elevados grados de pertenencia que se han detectado anteriormente, así como esa sociabilidad ejercida cotidianamente por parte de sus socios. En
algunas entrevistas, se declara abiertamente: la cofradía sirve tanto para compartir una devoción con los demás como para superar la soledad o el aislamiento al que la modernidad condena al individuo, llenando así “huecos de su vida”: “...hay muchas posibilidades ahí. Está pues la gente que… que necesita comunicarse con alguien, la gente que necesita estar con otros para poder llegar a vivir la devoción, la Semana Santa, la gente que se encuentra un poco sola y así encuentra amigos, la gente que así llena huecos de su vida… hay gente de mucho tipo.” (Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno, El Grao).
154 Expresiones como “esto es un hobby”, o “esto es ocio” se ha escuchado frecuentemente a lo largo del trabajo de campo. Es más, hay quien asimila la pertenencia a la cofradía a la vivencia de una hinchada de fútbol (aunque dando significativamente a ésta un matiz religioso), o de otro tipo de deporte: “al final es… la hermandad es… como eres de un equipo de fútbol, esa advocación…” (Hermandad del María Santísima de las Angustias, El Cabanyal), “... está la gente que sale en la cofradía, pues yo que sé, como el que está apuntao a un club de tenis” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
En relación con este punto, no resulta menos cierto que, en los contextos del ritual y en la preparación permanente de éste, se trasciende el creciente aislamiento en la weberiana “jaula del hierro”; y que, en el seno de estas asociaciones, se entrecruzan diversos tipos de relaciones que no responden a la lógica del mercado. Sin embargo, se hace necesario insistir en que las desiguales proporciones de interacción social que se establecen en el seno de la hermandad o cofradía significan, en la práctica, la existencia de distintos grados reales de pertenencia a la misma. Es realmente difícil asegurar que, para quien sólo va por la cofradía en Semana Santa, ésta se configura como una “reserva de sentido”. Es más, a decir verdad, sería incluso difícil asegurar si, para quien acude más a menudo, no se trata tan sólo de una manera de invertir su ocio. Si el pluralismo es, como sostienen Berger y Luckmann, el causante de la crisis sentido, las cofradías distan de escapar, como hemos visto, a aquél. En realidad, y ésa es una de las paradojas del uso de la tradición en la modernidad avanzada, “todo esfuerzo por solidificar las estructuras del mundo de la vida causa más
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232 fragilidad y divisibilidad” (Bauman, 2005: 331), como hemos podido comprobar al hablar de las dudas de los directivos u organizadores sobre su permanencia en el cargo, y de su incapacidad absoluta para implicar en la cofradía a un número mayoritario de cofrades, fuera de los actos estelares, que veremos en el capítulo siguiente, y en los que claramente prima el elemento lúdico y estético (sin perder por ello su sentido religioso). Así, las “estructuras intermedias” de Berger y Luckmann, sin dejar de resultar efectivas en la práctica, son capaces de coexistir, en el seno de la misma asociación, con las “comunidades estéticas” de Bauman, quien define a éstas como el tipo de comunidad que perdura “mientras dure el ritual semanal o mensual programado, y vuelve a disolverse una vez reconfortados sus miembros” (2003a: 85). Si, como instituciones intermedias, proveen a algunos de estructuras de sentido, como comunidades estéticas actúan como “perchas” en las que se cuelgan temporalmente, bien las preocupaciones, bien los intereses, que son susceptibles de ser trasladados sin problemas a otra parte (ya hemos aludido, por ejemplo, a la doble o incluso triple militancia festiva de muchos cofrades, que son a la vez falleros y/o moros y cristianos). No hay, para muchos cofrades, responsabilidades éticas ni compromisos a largo plazo: “la característica común a las comunidades estéticas es la naturaleza superficial y episódica de los vínculos que surgen entre sus miembros (...) tales vínculos causan escasas incomodidades y suscitan poco o ningún temor” (Bauman, 2003a: 86). A diferencia de los grupos de las sociedades tradicionales, en estos nuevos grupos la membresía es fácilmente revocable y, en todo caso, depende de una opción personal (basada a menudo en estilos de vida u opciones de ocio) la que decide la permanencia. Sumamente ilustrativo es, al respecto, el siguiente párrafo, extraído de una entrevista, y que insiste en que “la persona tiene que estar antes que la cofradía”:
155 Buena prueba de ello es lo fácil que resulta dejar la cofradía, por motivos en ocasiones bastante triviales: “La gente que se va de su cofradía generalmente es porque ha tenido algún problema, o un mal rollo, o porque no se encuentra a gusto, o yo que sé, a lo mejor porque la dedicación no es la que… o sus amigos en ese momento ha hecho nuevas amistades, y prefieren estar pues yo que sé, a gusto en otro sitio.” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal)
“pienso que, primero, antes de que… yo siempre he pensado que la persona tiene que ser lo primero, antes que la cofradía, si a mí por estar aquí a lo mejor me diera un infarto, ten por cuenta que yo no estaría, o sea que yo creo que sería, primero, primordial la persona. O sea que no… antes que todo lo demás, ¿eh?” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Desde esta perspectiva experimentada de abierta primacía del individuo sobre el grupo, no dejan de percibirse incertidumbres acerca del futuro de la tradición: “Yo creo que esto seguirá pero seguirá por tradición, el tema de lo que es religión y tal no sé, lo veo un poco más complicado, porque la gente está volviéndose un poco más en contra de la religión, y de tal, y más como está últimamente el plan, y yo creo que lo que moverá o lo que tendrá que continuar la Semana Santa será la gente joven que nos quedemos pues nuestros hijos, el tema de los personajes bíblicos que a la gente le sigue encantando que le vean lucir por la calle y... continuar continuará, lo que le veo es que también eso sí, muchas se quedarán en el camino (...) yo creo que sí, yo creo que muchas hermandades se quedarán en el camino (...) Porque la gente es muy independiente hoy en día, entonces la gente escucha los tambores y viene, pero realmente no le supone tampoco tanto ¿sabes? No le marca tanto su vida, no es tan vinculante como puede ser a mí que me vengo todos los viernes a cenar con mis amigos. Entonces la gente no la vincula tanto, y algo que no te vincula es más fácil de dejar... Y mucho menos si encima que no te vincula tengo que estar pendiente de ... de algo de la hermandad, como por ejemplo pues llevar lotería o algún acto o lo que sea, entonces...” (Hermandad del Santísimo
Cristo del Salvador, El Cabanyal).
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234 La pertenencia a la cofradía puede producir, y de hecho produce, sensación de fraternidad, de igualdad, de communitas, pero estamos muy lejos de las formas comunitarias orgánicas de las sociedades tradicionales. La moderna sociabilidad festiva, que podemos llamar tradicionalizante en tanto que apela a la tradición como instancia legitimadora, no es lo mismo que la sociabilidad tradicional, pues existe exclusivamente por la suma de decisiones individuales de estar juntos, de construir y lucir las señas de una identidad a la que se ha decidido ser fiel. No es una mera herencia el pasado, sino un ejercicio de autoconstrucción constante, un vehículo de la autodefinición individual. Evidentemente, la pertenencia a la cofradía implica algún tipo de consenso, pero éste no es, como sugiere Bauman, argumentativo, sino “alusivo y elusivo” (2005: 329). La “dinámica de la homofilia en materia de valores” de la que nos hablan Merton y Lazarsfeld (1985) se reduce a unos mínimos, explicitados con claridad por un cofrade durante una entrevista: “Aquí pretendemos pasarlo bien, pero esto es una institución que voluntariamente pertenece al ámbito eclesiástico. Por lo tanto, públicamente no se pueden hacer manifestaciones de anticlericalismo, pero... cada uno en su conciencia que crea lo que quiera” (Corporación
de Pretorianos y Penitentes, El Canyamelar).
En tales, condiciones, y como afirma una vez más Bauman, “el único consenso que probablemente tenga probabilidad de éxito es aceptar la heterogeneidad de los disensos” (2005: 331). Como conclusión principal a este capítulo, podemos afirmar que una cofradía está, aún como asociación generadora de religiosidad, en las antípodas de lo que pudiera ser cualquier variedad de lo que Coser (1978) llamó una “institución
voraz” (que demanda un compromiso total de parte de la totalidad de sus miembros). Y tampoco tiene mucho que ver con ningún tipo de organización realmente “tradicional”. Muy al contrario, en el interior de estos pequeños grupos coexisten códigos de significados y narrativas muy diversas, lo que proporciona un nuevo sentido a la experiencia de identidad. El lazo social adquiere, también dentro de estas asociaciones, nuevos y múltiples sentidos, que se sitúan lejos también de la “moral tradicional” que proponen Bellah y sus colaboradores (1989). Como se ha afirmado en otro lugar, “la comunidad es algo que construyen los actores y que no puede ser vista o juzgada antes de su aparición” (Gurrutxaga Abad, 1996: 68). Pese a pretender, pues, fundarse en la tradición y, pese a que de hecho, la práctica de la sociabilidad cofrade constituye un ejercicio permanente de memoria, la comunidad es, en buena medida, imaginada desde una suma de subjetividades, nunca impuesta desde una totalidad referencial o dada por supuesta. Ello no significa que no haya un nexo de unión importantísimo que comparten todos los componentes del grupo: el galvanizador sería la demanda de reconocimiento y de sentido, el deseo de pertenencia, el compartir con los demás, la sociabilidad pura, en definitiva. Lo que proporciona la cofradía, es, en suma, lo que Martín-Barbero llama el “reencantamiento de las identidades” (2002: 57-62), reencantamiento que se hace posible a través de ese mecanismo de retradicionalización selectiva de la vida cotidiana que es la sociabilidad cofrade y que permite, utilizando el lenguaje turneriano, alcanzar la liminalidad casi a capricho, alternado cotidianamente, si así se desea, estructura con communitas. Tal reencantamiento alcanza su clímax durante los días de Semana Santa. Pasemos pues ya a analizar qué sucede durante éstos.
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IV “FERVOR, TRADICIÓN Y ARTE ”: LA DRAMATIZACIÓN RITUAL DE LA SEMANA SANTA MARINERA
238 En otros lugares se ha estudiado detenidamente el lugar de la Semana Santa dentro del calendario festivo cristiano (Ariño, 1992b: 62-65; 1993a: 88-95; 1993b: 27-33) por lo que no es necesario extenderse aquí sobre el tema. Baste recordar que, dentro del año litúrgico, la Semana Santa juega un papel histórico central dentro del ciclo soteriológico, pues la Pasión de Cristo supone la culminación del tiempo orientado hacia la Pascua, fecha máxima del calendario cristiano, por lo que, durante la mayor parte de la historia cristiana, la Semana Santa fue “el momento más importante del año” (Muir, 2001: 70). Viejo tiempo de dolor, de lágrimas, de dramática teatralización de la sangre y el sufrimiento, de meditación colectiva, en suma, sobre el misterio de la muerte y sobre su exorcismo (Cardini, 1984: 144-150). Ahora bien, si al menos gran parte de la Cristiandad –católica- ha vivido durante un largo período de tiempo este período de manera fuertemente consensuada, en la actualidad se trata de un fecha que, al menos para muchos, mantiene su importancia fundamentalmente como período vacacional; período que en el País Valenciano se extiende hasta la festividad de San Vicente Ferrer (Llop i Bayo / Simón Franco, 1994). Sin embargo, el hecho de que la Semana Santa haya transformado en gran medida sus significados para segmentos claramente mayoritarios de la población, no quiere decir que para los protagonistas de las procesiones éstas no tengan unos significados fuertemente cargados de sentido. Es más, como veremos a lo largo del presente y capítulo (y del siguiente), pueden llegar a producirse unos notables niveles de identificación con la historia bíblica, y en unas circunstancias históricas en las que, a causa del grado de secularización de la sociedad, el pluralismo de significados y la diversidad de ofertas
culturales, no quedan muchos resquicios para la duda acerca de las afinidades electivas de los participantes en las procesiones. Sin embargo, y pese a la identidad del sujeto celebrante, el objeto celebrado puede sufrir severos descentramientos. Por otra parte, los procesos de secularización, globalización e individualización, característicos de la modernidad avanzada, no pueden dejar al ritual anclado en la vieja y cruenta celebración del Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, sino que someten al ritual, y con él a la tradición, a un proceso de múltiples resignificaciones. El propósito del presente capítulo es triple. En primer lugar, se pretende realizar una somera descripción del ritual de la Semana Santa Marinera, otorgando prioridad a su desarrollo en la calle, es decir, a sus actos procesionales. Es evidente que la procesión es siempre el punto álgido del ritual festivo, la práctica a la que, tanto cofrades como espectadores, confieren el máximo sentido dentro del mismo. Esto motivará que, más allá del desarrollo argumental estrictamente pasionista, se haya producido en los últimos años un auténtico estallido de actos que trascienden con mucho la teatralización del drama representado. En segundo lugar, se procederá al análisis de determinados grupos ceremoniales y determinadas prácticas, que han adquirido un nivel de importancia fundamental en el desarrollo de las procesiones. Como veremos, su función oscila entre la diferenciación marginal (diferenciar sus prácticas de otras del universo festivo compartido) y el mito (ofrecer explicaciones más allá de la historia a determinados aspectos del ritual). Ello conducirá a enlazar con el capítulo siguiente, en el que se pasará a analizar más detenidamente los discursos mantenidos sobre las prácticas por los distintos agentes implicados dentro de la comunidad celebrante.
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240 1. Diez días de procesiones 1.1. La nueva expansión del ritual festivo En el capítulo II vimos cómo la reestructuración de la Semana Santa, efectuada entre 1924 y 1930, supuso una evidente expansión del calendario festivo. Si, como se ha apuntado también anteriormente, tal transformación se apoyaba en las alteraciones que la estructura organizativa de la fiesta había experimentado, podemos pensar que, los cambios más recientes en la misma, analizados en el capítulo anterior, habrán podido tener como consecuencia nuevas transformaciones en la sintaxis del ritual. Así, ya hemos visto cómo la revitalización cofradiera de los últimos años ha tenido como consecuencia, en primer lugar, la organización permanente de actividades a lo largo de todo el año, algo común a este tipo de asociaciones, y que se relaciona con esa “difuminación del ritual en las sociedades modernas” de la que nos habla Honorio Velasco (1996). Ciñéndonos más estrechamente a la puesta en marcha del ritual semanasantero entendido en sentido estricto -es decir, los días de fiesta-, apreciamos que, una vez más, la expansión festiva ha acompañado a la expansión de las hermandades: en la actualidad, más allá del calendario litúrgico, puede afirmarse que la fiesta de la Semana Santa Marinera comienza a funcionar de manera ininterrumpida el Viernes de Dolor, e incluso se realizan actividades cada vez más formalizadas durante algunos días antes. Así, la preparación gradual del tiempo festivo, se produce a través de un número creciente de actos al margen de los litúrgicos: los más destacables al respecto serían la celebración del Pregón de la Semana Santa Marinera en el mes de marzo, a cargo de un orador más o menos ilustre o conocido, o la realización de obras de teatro, conciertos de música
156 Antes de salir la hermandad a efectuar su recorrido, las cañas son bendecidas en el interior de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario; otro factor que diferencia este acto de los ensayos para aprender a marcar el paso, ya que la bendición convierte a este pequeño anticipo en un acto explícitamente religioso.
sacra, o exposiciones audiovisuales nocturnas, en el interior de las parroquias, durante la semana anterior a la fiesta. No debe olvidarse tampoco que, desde el Miércoles de Ceniza, y durante toda la Cuaresma, el sonido de los tambores recorriendo las calles, durante la tarde de cada viernes, advierte a los vecinos de la inminencia de las celebraciones. No serán éstos los únicos que suenen por el Marítimo con anterioridad a la celebración: desde hace una década, el lunes anterior al Lunes Santo, la Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos ejecuta la “procesión de las cañas”, especie de ensayo general en el que, de paisano y con caña en lugar de báculo, la Hermandad advierte a los vecinos del Canyamelar de que el próximo lunes estarán ahí, acompañando al patrón del barrio. Acto marginal en apariencia, interesa destacar aquí que, tan significativa como la acción simbólica que se ejecuta, es la manera de aludir al pasado para justificarla, concretamente a esos ensayos mencionados en el capítulo II, y cuyo objetivo era disciplinar el paso de los cofrades, teniendo constancia, al mismo tiempo, de que el significado es ahora muy distinto, primando la identidad de barrio frente a cualquier tipo de ensayo: “(..) yo eso lo he vivido, eso fue a raíz de la guerra que se perdió el paso, porque ahí va el paso, entonces, lo hacían en la playa, se hacían con escobas, no con cañas... pero claro, del Canyamelar ..., yo ahí jugué enseguida con el papel de... de las raíces del barrio, ¿no?, del Canyamelar, (...) nosotros hacemos... con un sentido ahora y no es como cuando se hizo en la guerra, que fue después de tres años empezar a hacer el paso, porque algunos habían muerto y tal... y... si no nosotros hacemos como un llamamiento al barrio, ¿porqué?, porque lo hacemos con el mismo itinerario del Lunes Santo, entonces,
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242 lo hemos reconvertido el acto en un... en un decirle al barrio ‘ojo, que los Afligidos salen el lunes que viene’”. (Hermandad
del Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
Tan versátil recurso a la tradición, tiene también la virtud de transformar esta pequeña procesión en un primer gran ejercicio de sociabilidad que prepara la Semana Santa, en el que los cofrades, aún sin hábitos, van perfectamente identificados por sudaderas con sus colores –práctica que se ha extendido a la totalidad de las cofradías durante los últimos años-: “... entonces, claro, es un altavoz de valor, es una propagación del Lunes Santo y... y un ensayar la gente, muchos vamos... ya se ha hecho... se sale con un estandarte, o sea, se ha oficializao el acto, y se sale con la cruz, con el crucifijo... y luego también se... de un tiempo a esta parte, como tenemos sudadera, porque muchos... todos, ya tienen casi todos sudadera, de toda la cofradía (...) de la hermandad y se sale con el amarillo de la sudadera y tal, entonces, se va creando poco a poco una... (...) no sé, luego se cena en el local, la gente ya vive la Semana Santa, ¿no?” (Hermandad del
Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
1.2.De Viernes de Dolor a Domingo de Resurrección: desarrollo argumental 1.2.1. De Viernes de Dolor a Jueves Santo: procesiones e hibridaciones Ya se ha señalado que, desde hace algunos años, las procesiones empiezan la tarde del Viernes de Dolor, cuando los Granaderos acompañan a sus respectivas imágenes de la Virgen Dolorosa. Hay que advertir también que éstos no procesionan solos, sino acompañados por representaciones del resto de asociaciones de
157 La primera procesión que aparece en los programas es la de los granaderos del Rosario, en 1963 (Semana Santa de Valencia 1963, s.p.). El acto no tuvo continuidad los años siguientes, hasta que se institucionaliza a finales de los setenta.
158 El acto de “recuperó” en 1980 (Levante-EMV, 15-IV, 2000, p.48). Desde la Semana Santa del año 2006, las cofradías del Canyamelar han empezado a la calle para realizar tal “Retreta”el jueves anterior a Viernes de Dolor. Parece que tal práctica va a continuar durante los años venideros, lo que significa en la práctica que las festividades comienzan ya antes de Viernes de Dolor.
su parroquia, o de las parroquias vecinas. Recién terminadas estas procesiones, en San Rafael-Cristo Redentor, la Hermandad de María Santísima de las Angustias, recuperando una vieja tradición (Martorell, 1997b: 102), saldrá a cantar los Siete Dolores de María: es la primera procesión nocturna. El sábado no es, desde un punto de vista litúrgico, día de procesiones, lo que no obsta para que, en la parroquia de Nuestra Señora del Rosario, se realice desde fechas relativamente recientes una “Retreta” o desfile general de todas las agrupaciones del Canyamelar. Tradición pretendidamente “recuperada”, aquella “Retreta” que en su día se inventó para intentar suprimir o al menos civilizar a la fugida dels saions, no sólo se ha adelantado una semana, sino que se ha convertido en un acto de reafirmación simbólica específico del Canyamelar, ya que los estandartes de todas las cofradías de su parroquia abren la marcha, rindiendo homenaje conjuntamente a la puerta de cada uno de los locales de las hermandades de este barrio. En otros barrios, otras hermandades hacen su salida de presentación esa misma tarde, también al margen de cualquier lógica litúrgica, pues, hay que insistir en que, según el relato evangélico, Cristo todavía no ha iniciado su Pasión: la salida a la calle es claramente el principal objetivo del ritual, consiguiendo así las cofradías a la vez un autorreconocimiento y un reconocimiento público que fortalece su identidad grupal o barrial. El Domingo de Ramos comienza la semana de Pasión propiamente dicha. Durante la mañana, en todas las parroquias, a la bendición de la Palmas siguen las procesiones que rememoran la entrada de Jesús en Jerusalén (ver figura 6). La coimplicación ente acción ritual y narración mítica se estrecha aquí de manera
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244 explícita, con lo que crece también la imbricación entre teatro y procesión. Terminadas las procesiones, y a lo largo de toda la tarde, se sucederán diversos actos, que alternan los más estrictamente litúrgicos -en función siempre de las cofradías: imposición de medallas a los nuevos cofrades, etc.- con los procesionales: las respectivas hermandades inician los traslados de sus imágenes titulares a los domicilios particulares de los cofrades agraciados por el sorteo, donde permanecerán durante toda la semana (y en ocasiones, parte de la siguiente). De Lunes a Miércoles Santo, tiene lugar una serie ininterrumpida de pequeñas procesiones, que cada una de las diversas hermandades efectúa por el territorio de sus respectivas parroquias. Desde hace algunos años, la Corporación de Longinos efectúa también una pequeña representación teatral, que consta de dos fases: primero, los soldados romanos desfilan hasta una casa particular, donde espera Jesús. Efectuado el prendimiento -tras un mínimo diálogo-, lo conducen hasta la parroquia de nuestra Señora de los Ángeles. En el interior de ésta, el actor será reemplazado por una imagen del Crucificado, sobre la que se ejecutará el acto de “la Lanzada”. A continuación, la Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador trasladará la imagen del Cristo Yacente desde la parroquia hasta la casa del cofrade correspondiente. Después, en ésta y en otras parroquias se realizarán distintas procesiones nocturnas, Via Crucis penitenciales, etc. Cabe destacar también que, durante los últimos años, éstos son los días en que las procesiones manifiestan de manera más clara los procesos de hibridación cultural característicos de la modernidad avanzada. Éstos procesos son de fenomenología variada, pero
159 Se explica más detalladamente en qué consiste esta práctica más adelante.
160 Se trata de una imagen privada, que no ha tenido gran aceptación popular: ver por ejemplo Levante-EMV, 12-IV. 2001, que recoge opiniones encontradas al respecto, “por no ser tradicional esta imagen” (p.30). No obstante, lo significativo para lo que se pretende indicar (procesos de hibridación cultural) es que haya salido en procesión arropada por una hermandad del Cabanyal.
se pueden distinguir diversas formas, algunas de las cuales son claras muestras de las paradojas culturales de la globalización. Tendríamos así, en primer lugar, formas culturales venidas de otras semanas santas: en principio, éstas son las formas más sencillas, pues consisten en la visita de representaciones invitadas de cofradías de otras localidades más o menos cercanas, como pueden ser Silla, Sagunto o Calahorra, a desfilar junto a hermandades locales (que devolverán su visita a lo largo de la semana). Son éstos también los días en que se incorporan a las procesiones manifestaciones características de otras semanas santas, como las “tamborradas” de Teruel. Sin embargo, y ésta es una de las paradojas aludidas anteriormente, también se ha podido, ver, surgidas del mismo Cabanyal, formas claras de andalucización de la fiesta, como son no sólo el canto de saetas al paso de las imágenes –tema que ya vimos fue objeto de polémica antes de la Guerra Civil-, o la incipiente formación de grupos de costaleros, sino la adopción de marchas procesionales sevillanas o incluso el desfile en procesión de una “Esperanza Macarena” autóctona (ver figura 7). Pero la hibridación no procede sólo del universo festivo de la Semana Santa: si El Cabanyal aporta una Macarena andaluza, Andalucía aporta –de momento- festeros en principio foráneos a la Semana Santa, como es la Hermandad Rociera de Valencia, que lleva algunos años desfilando (de etiqueta los hombres y con mantilla las mujeres) junto a una hermandad del Cabanyal el Lunes Santo. Por otra parte, el mismo centro de Valencia, con cuya Semana Santa se mantienen relaciones recelosas, aporta sin problemas una imagen que también queda fuera del ciclo pasional: la vieja talla medieval del
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246 Sant Bult, que, portada por cofrades de la Hermandad de Jesús con la Cruz, recorre las calles del Marítimo la citada tarde-noche de Lunes Santo. En Jueves Santo, en todas las parroquias se celebra el “Lavatorio de Pies”, con los hermanos mayores de las distintas cofradías y hermandades penitenciales como protagonistas. Después, se concentran todas en el imponente escenario que supone la plaza de las Atarazanas (en El Grao), mientras en el interior de la parroquia de Santa María del Mar, tiene lugar el “Sermón de las Siete Palabras” (popularmente llamado “la Profecía”). Finalizado éste, tiene lugar el primer acto colectivo de las cuatro parroquias: todos los vestas (o penitentes) efectúan la “Visita a los Monumentos” de cada parroquia. Después, volverán diversas procesiones nocturnas, ejecutadas por distintas hermandades de manera individualizada. 1.2.2. Viernes Santo 1.2.2.a) Madrugada de “Cristos” en la playa Ya se ha mencionado, en el capítulo precedente, el uso “ancestral” de cargar con las imágenes a pulso, de manera, individualizada -un cofrade con pedigrí ha hablado en las entrevistas de la existencia de “portacristos” como rasgo diferenciador de la Semana Santa Marinera-. Desde hace unos años, el uso ha desbordado los recorridos procesionales: en 1983, se improvisó el traslado del Cristo del Salvador y del Amparo a la orilla de la playa de Las Arenas, el Domingo de Pascua, para rezar una oración por los difuntos de la cofradía. Al año siguiente, el acto aparece ya en el programa oficial, trasladado a la mañana de Viernes Santo, después del Via Crucis. Cinco años más tarde, la Hermandad del Cristo del Salvador decide hacer lo mismo, pero a primera hora de la mañana.
161 Procedente del céntrico barrio de La Xerea, esta talla medieval, tenida por la más antigua de Valencia, celebra su festividad en junio.
162 Semana Santa Marinera de Valencia 1999 (programa de mano), p.3.
163 Según Lombardi Satriani (1996: 65), la fiesta puede actuar como espacio protegido para que tenga lugar sin peligro el encuentro entre los vivos y los muertos. Sin duda en este caso es así, pero creo que Lombardi olvida las dimensiones lúdicas del fenómeno (que aquí no son, ni mucho menos, incompatibles con el intenso despliegue emocional del acto).
En todo caso, la improvisación primero, y la innovación deliberada después de este tipo de actos no ha anulado “la peculiar capacidad que tienen los rituales de anudar los tiempos” (Velasco, 1992: 21): con ellos, se mantiene el mito del Cristo pescador y marinero, a la vez que la cofradía rememora a sus difuntos, con lo que el espacio y el tiempo se conjugan aquí como soporte de la memoria (de la colectiva y de la de cada una de las familias afectadas). Y se debe apuntar al respecto que, si bien en el primer caso, el acto sigue conservando un carácter casi privado (de la cofradía), en el segundo se ha llegado a unos niveles de masificación que exigen buscar nuevos significados. Esto se manifiesta especialmente en un nuevo acto que, desde 1992, celebran las dos citadas hermandades antes del Vía Crucis. Ya se ha señalado en el capítulo II que, la creación de la parroquia de San Rafael, y con ella, la de la imagen del Cristo del Salvador y del Amparo, supuso la fractura y, con ella, el surgimiento de una dura rivalidad en el seno de las feligresías del Cabanyal. En 1992, se decide poner fin a tales roces mediante un acto simbólico: se juntarán las dos imágenes en una casa particular y saldrán de ésta siendo portadas cada una por el hermano mayor de la otra hermandad, iniciándose entonces un desfile en el que las dos imágenes caminarán parejas, llevadas siempre por devotos de la feligresía contraria (ver figura 8). Se trata de un acto tumultuoso, sin orden aparente, pero donde lo más importante es escrupulosamente respetado: se tiene mucho cuidado en que ninguna imagen adelante a la otra, hasta que ambas se separan, no sin antes haberse dirigido complicados saludos y reverencias. Sin embargo, el propio éxito del acto, hace que empiecen a afluir turistas, con lo que una acción cargada de
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248 simbolismo para los habitantes del barrio deberá ser sometida a un proceso de resignificación para quien asista a verlo sin conocer la historia del Cabanyal. Durante los últimos años, también importantes políticos valencianos madrugan para participar en el “Encuentro de los Cristos”, lo que introduce nuevos matices en el mismo, pues el interés del poder político sanciona de manera simbólica el rango de un acto que nació al margen de cualquier orden pasional. 1.2.2.b) Liturgia y teatro: los Via Crucis Como en casi todos los lugares, Viernes Santo es, sin duda, el día grande de la Semana Santa Marinera. Durante toda la jornada se produce una paralización total de los barrios que sirven de escenario a la fiesta, paralización que se plasma en los cortes casi ininterrumpidos de tráfico, y en la ocupación masiva de la calle por parte de los espectadores (es también el día que más turismo acude a ver la celebración). El territorio es señalado, además, por los numerosos estandartes y engalanamientos diversos que lucen desde los balcones de las casas, especialmente en las calles principales (calle de la Reina, especialmente), que actúan así como signos diacríticos que marcan un tiempo y un espacio festivo. Por la mañana, las hermandades, cofradías y corporaciones de cada parroquia organizan conjuntamente, por el territorio de cada una de ellas -que ahora es delimitado por completo-, el Via Crucis, llamado antes de la Guerra la “procesión de los Pasos”. La fusión entre liturgia y teatro alcanza aquí su punto álgido, pues a lo largo del recorrido puede verse escenificar una serie de estaciones o pasos relacionados con el camino realizado por Jesucristo, desde su juicio hasta su muerte.
164 Se trata de la principal calle que atraviesa El Cabanyal-Canyamelar, finalizando en el Grao. Puede verse su importancia en las grandes procesiones en la figura 24 (apéndice).
Antes de avanzar en la descripción de los mismos, cabe avanzar al respecto que, si nos fijamos en el cuadro IV.1, comprobaremos que la parroquia que cuenta con mayor infraestructura organizativa y capital humano (Nuestra Señora de los Ángeles), es la que más escenificaciones representa (recordemos que es también allí donde el Miércoles Santo se escenifica “la Lanzada”); llegando a representarse un mismo paso en dos ocasiones. Por el contrario, la parroquia de San Mauro-Jesús Obrero, con sólo una hermandad, es la que menos escenificaciones realiza (recordemos que esta parroquia no se encuentra oficialmente dentro de la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera). CUADRO IV.1: Escenificaciones durante el Vía-Crucis. parroquia
I Estación
IV estación
VI estación
XIII estación
(Pilatos)
(encuentro)
(verónica)
(desenclavament)
Ntra. Sª. de los Ángeles
+
+
+ +
+
S. Rafael-Cristo Redentor
-
+
+
-
Ntra. Sª. del Rosario
-
+
+
-
Santa María del Mar
-
+
+
-
San Mauro-Jesús Obrero
-
-
-
+
Fuente: elaboración propia.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que las escenificaciones pueden representarse bajo tres tipologías: con personajes humanos, con imágenes, o combinando imagen y persona real (personaje bíblico). También aquí apreciamos variaciones a lo largo del tiempo, que serán detalladas siguiendo el orden pasional.
• La I Estación: un grupo de jóvenes de la Hermandad del Santísimo Ecce-Homo escenifica
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250 el “Juicio de Jesús ante Pilatos” (ver figura 9). Es, con mucho, la representación más larga de todas, con un escenario construido al efecto, y una escenificación relativamente compleja, que la convierte en una pequeña obra de teatro -entendida a la manera convencional- dentro de una secuencia ritual mucho mayor. Hay que decir que se trata de una representación joven: en el interior de la misma parroquia se hacía antes en Jueves Santo; después empezó a escenificarse antes de comenzar el Via Crucis, para acabar, en los últimos años, incluyéndose dentro de éste. Antes de la Guerra Civil, el Juicio lo tenemos documentado también en la parroquia de Nuestra Señora del Rosario (Celdrán Martínez, 1993), en Jueves Santo, de manera similar a la descrita por Castellanos de Losada en 1847. Sabemos que ya entonces se trataba de una innovación (o recuperación), pues se lo organiza una Corporación de creación entonces reciente; por otra parte, y con las variaciones pertinentes, el acto ha vuelto a recuperarse durante los últimos años.
• La IV Estación, o “Encuentro entre Jesús y su Madre”, se realiza en todas las parroquias, exceptuando San Mauro-Jesús Obrero. Se escenifica siempre con imágenes (una llega por cado lado acompañada de su cofradía, y se juntan en el punto delimitado por los azulejos que, marcando las estaciones del Via Crucis, jalonan el territorio de cada parroquia), excepto en San Rafael-Cristo Redentor, donde una Dolorosa de carne y hueso se abraza a la imagen del Cristo del Salvador y del Amparo (ver figura 10).
165 Semana Santa 1950. Año Jubilar, s.p. 166 Semana Santa 1968, s.p. 167 Semana Santa de Valencia 1982. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa, 1982, s.p. En los años 2006 y 2007, el acto volvió a realizarse dentro de la iglesia.
• La VI Estación o “Paso de la Verónica”, combina en todas las parroquias un personaje vivo (la mujer) con una imagen, excepto en la parroquia del Rosario, donde, desde 1983, también un hombre hace de Jesús. Se trata de escenas de gran hieratismo, que no impiden alcanzar una notable tensión dramática –no es difícil ver llorar a los protagonistas, o incluso a gente del público-. En el Via Crucis de Nuestra Señora de los Ángeles (El Cabanyal), la Verónica sube hasta el trono-anda donde se encuentra Jesús, con lo que la dificultad del ascenso añade dramatismo a la escena (ver secuencia en tres fases en figuras 11, 12 y 13); en otras, se limita a pasar el lienzo por el rostro de una imagen que se lleva a hombros: en todos los casos, la protagonista se acaba girando hacia el público, mientras despliega el pañuelo en el que aparece la Santa Faz .
•
168 El uso de este tipo de imágenes articuladas para representar el descendimiento de Cristo de la Cruz estuvo extendido por toda la Europa católica desde la Edad Media (Freedberd, 1992: 326-327).
La XIII Estación (el “Descendimiento” o “Desenclavament”) se hace en dos parroquias: una es la de San Mauro-Jesús Obrero, desde fechas recientes y dentro de la iglesia. En la de Nuestra Señora de los Ángeles, viene realizándose con regularidad desde los años cincuenta, en la calle, y ante un público numeroso. La escena es similar a la que puede verse en otros lugares (ver figura 14): un pequeño Cristo articulado es desenclavado por un cofrade mientras el párroco lee la escena. El cuerpo de Cristo es entregado a un personaje bíblico que hace de María, que declama a renglón seguido una escena impregnada de dolor (amplificada hoy por altavoces). El acto
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252 no lo tenemos documentado en las demás parroquias, excepto en la del Grao: sabemos que se representó, después de veinticinco años sin realizarse, en 1930, por la tarde, y antes de la procesión del Santo Entierro. Después se repetiría, al menos, en 1950, y en la fugaz reaparición del Grao en la fiesta en 1955. Teniendo en cuenta que lo protagonizaba el Cristo de la Concordia, la reciente recuperación por la hermandad de dicha advocación de tal acto también puede ser interpretada como la reinvención de una tradición, que se realizaría así hoy incluso fuera del espacio en que históricamente se hacía (hoy se hace en el barrio vecino de La Cruz del Grao). Hay que recordar, finalmente, que en la documentación disponible encontramos otros pasos, como el del Cirineo (V Estación), que se representó en Santa María del Mar en 1928, sin que tengamos noticia de que se haya vuelto a representar. Cabe apuntar que, en la misma parroquia, en los últimos años, también se escenifica la Pasión en el interior del templo. Vemos, pues, que se trata de dramatizaciones de una secuencia ritual dentro del drama más amplio que la fiesta despliega; desde esta perspectiva, podrían ser consideradas “metateatro”, entendiendo por tal un recurso que ayuda a entender la obra al público espectador, representando dentro de la obra que se representa (Mas, 1987: 137-138). En ellas se han seleccionado escenas de alto contenido emocional, que coinciden en gran medida con las celebradas en otras localidades, tanto del ámbito de la Comunidad Valenciana como de fuera de ésta (cf. Portillo / Gómez Lara, 1993; Llop i Bayo / Simón Franco, 1994). Por otra parte, se
169 Solemnes Fiestas de Semana Santa en Valencia 1930 (Distrito del Puerto), s.p. 170 Semana Santa de Valencia 1955. Distrito Marítimo, s.p.
171 Según Ariño (1993b) podemos distinguir diversos niveles de presencia del drama en la acción festiva: escenificaciones teatrales modernas, dramatizaciones de una secuencia ritual y, finalmente, podemos entender a la propia fiesta como drama, lo que implica interpretar globalmente el ritual desde la perspectiva del teatro (el territorio se transforma en escenario, la comunidad celebrante asume roles, etc.). Ello no supone, evidentemente, que podamos asimilar sin más ritual a teatro, entre otras cosas porque la fiesta es celebración y porque, en ella, se disuelven las fronteras entre actores y espectadores. En el tema de la Semana Santa como teatro insiste Briones Gómez (1983: 6-8).
trata de escenificaciones de factura ingenua que, a diferencia de las modernas representaciones teatrales de la Pasión -como la de Moncada: cf. Farinós (1998)-, entroncan en su morfología con los viejos misterios medievales, pero con los cuales de ninguna manera se puede establecer una filiación ininterrumpida, dado el complejo proceso de desapariciones, apariciones y reelaboraciones a los que en diversos contextos se han visto sometidas. 1.2.2.c) “La gran noche del respeto y del fervor”: la procesión del Santo Entierro La tarde de Viernes Santo, hasta bien entrada la noche, tiene lugar el mayor acto colectivo de la Semana Santa Marinera: es la “Procesión del Santo Entierro”. En un orden inspirado en la secuencia de la Pasión, todas las agrupaciones desfilan acompañadas de bandas de cornetas y tambores -las más poderosas desde el punto de vista económico, con dos o tres bandas-, exhibiendo con la máxima solemnidad todas sus banderas y estandartes, personajes bíblicos e imágenes titulares. De éstas últimas se desprende una de las peculiaridades de la fiesta, derivada de la forma en que históricamente ha estado constituida: como hemos visto anteriormente (capítulo II), en 1929 se organiza por primera vez de manera conjunta esta procesión, que hasta entonces se hacía por separado. La incorporación se hizo de la manera más fácil, es decir, sumándose las cofradías de cada parroquia con sus respectivas imágenes, lo que dio lugar a diversas repeticiones de pasajes bíblicos; así, podemos ver pasar en la procesión la imagen de tres dolorosas, tres ecce-homos, tres nazarenos y hasta seis crucificados. El fuerte sentimiento de identidad que une a cada hermandad con su imagen ha provocado, según un estudioso de la fiesta, “la repetición exhaustiva
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254 de algunos temas, que generalmente correspondían a imágenes solas y más devocionales que de misterio”, con el resultado de que “se ha ido cercenando el ciclo de la pasión” (Cifre Fornás, 1997: 94-95). Resulta evidente que tal estudioso no considera dos factores: en primer lugar que, frente al espectacular paso escultórico de otras semanas santas, la estampa de cada Cristo llevado a hombros por uno de sus cofrades o devotos, es una de las más definitorias de la Semana Santa Marinera, con lo que entraríamos en ese síndrome de “diferenciación marginal” que tan importante es hoy para el desarrollo y promoción de cualquier fiesta. Buena prueba de ello es que, cuando una hermandad dedicada a la advocación de algún crucificado, consiguió costearse con mucho esfuerzo un trono-anda para el mismo (algo que sucedió en 1964 con el Cristo del Buen Acierto), tuvo que acabar vendiendo el costoso artilugio unos años más tarde, “pues la tradición marcaba que el Stmo. Cristo fuese portado a brazo por los cofrades y devotos en general”. En segundo lugar, hay que tener en cuenta que razonamientos como el de Cifre responden a una lógica teológica, muy ajena a las prácticas identificatorias que, en cada devoto, es capaz de suscitar no el concepto unívoco de Cristo, sino el símbolo polivalente que cada imagen de éste representa, de manera que la vinculación con cada imagen concreta supone la expresión de un nivel de identidad colectiva del que se hablará en el capítulo VI. En todo caso, hay que insistir en que nos encontramos ante el momento cumbre del ritual, en “la gran noche del respeto y del fervor” del discurso periodístico, el momento cumbre en que “fervor, tradición y arte”, son capaces de congregar, no sólo toda la parafernalia de la fiesta, sino el mayor número de altos cargos políticos en tribuna, y varios cientos de miles de espectadores
172 Semana Santa Marinera de Valencia. Libro oficial 1999. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1990, p.38. 173 Baso esta distinción entre “concepto” y “símbolo” en Fernández de Rota (2000: 121-122). 174 Lo que, por otra parte, supone considerar a la imagen “propiedad comunal antes que eclesiástica”, como afirma Ariño (1989: 480).
175 Levante-EMV, 22-IV-2000, p.33. Todos los años pueden leerse titulares similares. 176 Ver portada de Actualidad fallera, 121 (mayo 2000). La expresión es un tópico que se repite en videos, folletos, etc, publicados por la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera.
177 Featherstone (2000: 136-141) plantea el entronque entre determinadas actitudes asociadas al posmodernismo y la estetización de la vida cotidiana (sucesión de sensaciones, desdiferenciación, descontrol de las emociones, etc.), con la vieja cultura carnavalesca.
contemplando más de seis horas de procesión. Nueva paradoja: tal despliegue de religiosidad debe verse organizado desde una férrea burocracia, que establece no sólo los horarios de salida de cada cofradía, sino otros aspectos como los minutos que tiene para desfilar por delante de la tribuna de autoridades, o lo que es o no lícito hacer delante de ésta. Como ya se ha apuntado al hablar de la sociabilidad, el carisma que se construye a través del recurso a la tradición, sólo es realizable en compatibilidad con la más organizada burocracia. 1.2.3. El desenlace: Sábado de Gloria y Domingo de Resurrección El Sábado de Gloria, a las doce de la noche, los vecinos efectúan desde sus casas la “trencà dels perols”: se lanza desde las casas loza y agua a la calle, con lo que los espectadores del ritual se implican en éste hasta alcanzar el papel de co-protagonistas, casi en igualdad con los cofrades, que hacen lo mismo desde sus locales. Dentro y fuera de éstos, pueden llegar a adoptarse formas de factura claramente carnavalesca –en la medida en que éstas son hoy posibles-; en todo, caso, se produce en el barrio una situación de juerga generalizada. El ruido se adueña de los Poblados Marítimos, pero ya no es el sonido lúgubre de los tambores y cornetas de los días anteriores: mientras las campanas de las iglesias tocan a gloria, las cofradías lanzan tracas desde sus locales y desde los domicilios donde hay imágenes; tracas a la que se unen en ocasiones hasta los casales falleros de los tres barrios. A continuación, música en las calles acompaña a la imagen del Resucitado hasta el castillo de fuegos artificiales con el que, un pirotécnico de renombre, pondrá el broche al final de las solemnidades. Como podemos ver, se trata de un sustitutivo sumamente civilizado de la antigua “fugida del saions” a la que
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256 nos hemos referido en el capítulo II: comparada con aquélla, la “trencà dels perols” aparece como una práctica poco o nada peligrosa para la integridad física de los celebrantes; claro que el ruido sigue jugando un papel fundamental, pero la sensación de caos comunitario ha variado notablemente sus formas: los cacharros se lanzan al vacío, no sobre la gente, y los disparos al aire han sido sustituidos por vistosos fuegos artificiales, perfectamente programados y localizados, y donde claramente prima el elemento estético sobre el desorden como medio de expresión ritual de la alegría. El Domingo de Pascua, en las cuatro parroquias se hace el “Encuentro” entre la Dolorosa y el Resucitado. En todos los casos se realiza con imágenes: la del Resucitado avanza por una calle, la de su Madre por otra, hasta que se encuentran de frente; entonces a la Virgen se le retira el velo negro, mientras tracas, música, aplausos y en ocasiones palomas al vuelo acompañan los gestos de alegría de las imágenes. Además, en las calles de la parroquia de San Rafael-Cristo Redentor, tal “Encuentro” se escenifica con personajes vivientes: la Hermandad de María Santísima de las Angustias aporta la Madre; el Resucitado es un niño de la Corporación de Sayones. Esta costumbre de utilizar un niño –sea una persona viva o una imagen- se ha verificado también en algunos pueblos de Andalucía, Castilla y León (Portillo / Gómez Lara, 1993: 122; Rodríguez Pascual, 1993: 205) y, según un estudioso, “la explicación quizás esté en que el pueblo entiende la re-surrección como un renacimiento. Por eso vincula la Pascua de Resurrección a la Pascua de Navidad… Como también enlaza, sin hiato alguno, los dos grandes ciclos humanos: muerte y vida, eros y zánatos” (Rodríguez Pascual, 1993: 205).
178 Levante-EMV, 20-IV-2003, p.32.
Celebración del triunfo de la vida, pues, que alcanzará su cénit unas horas más tarde, en el “Desfile de Resurrección”, acto “único en las celebraciones españolas”. Antes de éste, en todas las parroquias se celebra la última procesión: el “Combregar d’Impedits” (comulgar de impedidos) que suspende por un pequeño lapso de tiempo el estado de euforia. Durante el Combregar, vuelven momentáneamente a tronar con solemnidad los tambores y las cornetas; poco durará la seriedad: en realidad se trata de un pequeño paréntesis hasta el acto final. Éste llega a la una de la tarde, cuando todas las hermandades, cofradías y corporaciones vuelven a desfilar por los tres barrios, sin imágenes, y a cara descubierta: se trata ahora de una auténtica marcha triunfal, de carácter más informal y con una mayor margen para la espontaneidad de los actores, donde flores, pasodobles y caras alegres multiplican el estado de alegría general (ver figura 15). Los actos que componen la fiesta no son pues simples escenas superpuestas, sino que se encuentran sólidamente ensambladas en una trama ritual bastante completa, en la que se imbrican indisolublemente mito y rito, liturgia y teatro, desde una primacía indiscutible de las salidas procesionales como medio de expresividad religiosa. Ahora bien, esta rememoración de la Pasión, con ser el núcleo, no abarca la totalidad de los actos de la Semana Santa Marinera: muchos otros contribuyen a engrandecer la expresividad de ésta. Ya hemos visto que, a lo largo del tiempo, la interminable dialéctica de incorporación y desaparición de formas dramáticas a la secuencia ritual demuestra que la fiesta (y con ella la tradición) no es algo inmóvil. Mucho menos pues lo será si nos fijamos en otro tipo de actos, que serían perfectamente prescindibles desde el punto de vista de lo que litúrgicamente se celebra. Esto no les resta, sin embargo, ni un ápice de su importancia.
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258 2.“Tradiciones que nos singularizan”: entre la mitología y la diferenciación marginal El ritual de la Semana Santa Marinera se configura como un mensaje que la comunidad celebrante se dirige a sí misma a la vez que a los otros, a los que transmite así su carácter diferencial, su identidad. Ello sirve, en primer lugar, para constituir (o imaginar) a la comunidad celebrante en comunidad expresa. Pero sirve también para construir tal identidad dentro del universo festivo de la Semana Santa, dentro del cual la Marinera busca su cuota de mercado acentuando sus rasgos de diferenciación marginal, que le permitan distinguirse de las del resto del mundo católico. Así, no es difícil escuchar expresiones del tipo “esta Semana Santa es única”, o “tenemos cosas que no tiene nadie”. La prensa ha recogido un texto que sintetiza muy bien este tipo de representaciones: “Es difícil, para la gente que visita por primera vez estos barrios, entender la forma tan personal de entender las celebraciones, pero es una realidad que está ahí y que hace que la Semana Santa Marinera sea especial, que no se parezca en nada a las demás, no tiene la sobriedad de la semana santa castellana, ni la espectacularidad de la sevillana, pero tiene sentimiento, colorido, explosión de alegría, lo cual no quiere decir que los actos religiosos no se lleven con la dignidad y el respecto que la ocasión requieren.”
Así, entre las especifidades de la Semana Santa Marinera se encuentra, en primer lugar, el mar, que ha devenido en una suerte de denominación de origen de la fiesta. Otro de los actos más destacados es del “Desfile de Resurrección”, “único en España”, como no se cansan de repetir los distintos entrevistados y los
179 Levante-EMV, 8-IV-2006, p.31.
medios de comunicación. De éste ya hemos tratado con anterioridad, y de aquél se hará en los capítulos siguientes. Pero, además, otros rasgos (supuestamente únicos) caracterizan la celebración a ojos de sus representantes: la presencia de corporaciones armadas y de personajes bíblicos sería una de ellas. La costumbre de cargar con las imágenes del Crucificado a hombros y de guardar las imágenes en las casas serían otras. Son las “tradiciones” que mejor expresan la noción de identidad articulada en torno a la fiesta; tradiciones, que como veremos, adquieren en no pocos casos una dimensión que bien podemos calificar como mítica. 2.1. “Las casas son prolongaciones de los templos” Una de las supuestas “peculiaridades” de la Semana Santa Marinera –“la més entranyable de totes”, en palabras de un cofrade (Martorell (1997b: 55-56), es la costumbre de trasladar las imágenes titulares de las distintas hermandades a los domicilios particulares durante los días de Semana Santa (ver figura 16). Amat i Torres proporciona una explicación acerca de los orígenes de tal práctica que entra de lleno en el terreno del mito: “Durante los días de Semana Santa, los templos recibían mayor número de fieles para los solemnes oficios, por esta razón y porque a nuestros antepasados les pareció bien la idea de custodiar en sus casas durante esa Semana las imágenes de pasión tan veneradas. Por sorteo los venerados Cristos permanecían y permanecen en las casas adornadas con flores, cirios y otros ornamentos, en los que se compite por conservar una tradición que nos viene desde antiguo” (Amat i Torres, 1997c: 80-81).
180 Levante-EMV, 24-III-2005, p.22.
De tal manera es así, que “las casas se convierten en capillas” o, como afirma Amat, ya que las iglesias se han quedado pequeñas, “las casas son prolongaciones
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260 de los templos” (Amat i Torres, 1997c: 81). En todo caso, no hay que dejar de reseñar esa alusión al pasado mítico (“porque a nuestros antepasados les pareció bien la idea”), que ubica la práctica más allá del tiempo histórico. Por otra parte, cierto es que, como dice este autor, normalmente el reparto de imágenes se efectúa por sorteo, aunque en algún otro caso, es “tradicional” que el privilegio recaiga sobre una familia o casa concreta. En todo caso, no debemos olvidar el nivel de identificación que permite el trato cotidiano con la imagen venerada, y que, de los distintos niveles posibles de apropiación de las imágenes por “el pueblo”, éste es el mayor posible, como nos dice un antropólogo al observar esta costumbre en Andalucía: “una casa particular, propiedad privada, posee durante unos
181 Para este tema es interesante Casado Alcalde (1992). La práctica de llevarse a casa una imagen sagrada está documentada en otros lugares de Andalucía: Provansal / Molina (1989: 451).
días lo que es propiedad, por ser considerado religioso-sacro, de la institución eclesiástica, y por ser querido por el vecindario de la colectividad. El que posee la imagen, posee el poder moral sobre el pueblo” (Casado Alcalde, 1992: 111).
Afirmación que parece perfectamente suscribible, aunque quizás fuese interesante, al menos en el caso que nos ocupa, sustituir ese “poder moral sobre el pueblo” por una acumulación de “capital simbólico” en relación a todos aquellos que comparten la illusio de los valores que el ritual dramatiza. Por otra parte, ya se ha comentado anteriormente que tenemos constancia documental de tal apropiación al menos desde 1928. En la actualidad, no se practica en El Grao, dadas las dificultades derivadas de guardar las imágenes en pisos; en El Cabanyal y Canyamelar, la relativa abundancia de plantas bajas y viviendas de dos pisos facilita en ma-
182 Fiestas de Semana Santa. Poblados Marítimos. Programa 1928, s.p.
183 Aquí se está produciendo una desplazamiento que requeriría una investigación específica: normalmente, se ha contratado a gente de escasos recursos económicos para empujar las andas; capital humano que no era difícil encontrar dentro de un barrio cuyas características ya se han descrito en el capítulo I. En la actualidad, no es infrecuente ver a grupos de inmigrados latinoamericanos ver cumplir esta función (u otra también pesada, como es llevar el estandarte de la cofradía).
184 Ver figura 8 en apéndice.
yor medida el mantenimiento de esta práctica (se dan también casos de cofrades que alquilan plantas bajas durante un mes para poder tener en ellas a la imagen los días de Semana Santa). Las transformaciones vienen condicionadas aquí, en primer lugar, pues, por un factor que podríamos considerar externo, como es la evolución urbanística de la zona. Pero no sólo por ella: no es infrecuente que, en El Cabanyal, un piso sea habilitado para albergar a determinadas imágenes (caso frecuente, por ejemplo, con la del Ecce Homo), pese a los problemas logísticos que tal operación conlleva. Evidentemente, el mantenimiento de la tradición depende, también en estos casos, del voluntarismo (es decir, la elección reflexiva) de los cofrades. 2.2. “Las mejores andas del mundo” Aunque en los últimos años están apareciendo grupos de costaleros con un alto grado de formalización -como el grupo de costaleros de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno-, o la Asociación de Portadores del Nazareno -creada en el seno de los Pretorianos en el año 1995-, no encontramos en la Semana Santa Marinera nada similar a los grupos masculinos especializados en el duro privilegio de cargar con las pesadas andas. La ausencia de grupos (masculinos o mixtos) como los mencionados se explica, en buena parte, por la propia imaginería, mucho menos espectacular en nuestro caso que en el andaluz o en el castellano, y para cuyo empuje pueden bastar unos pocos brazos, frecuentemente pagados. Con todo, no debe perderse de vista el hecho crucial de que otra de las señas de identidad más características de la Semana Santa Marinera se basa en la costumbre de cargar con los Cristos de manera individualizada (“a pecho”, es la expresión habitualmente utilizada). Oigamos la opinión vertida al respecto por el periodista Martí Domínguez allá por los años cincuenta:
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262 “... algunos Cristos de las parroquias marineras de Valencia los lleva procesionalmente un sólo hombre que a costa de ímprobos esfuerzos -pues la cruz suele ser de tamaño natural, más la cruz que ello supone- la mantiene vertical y erguida avanzando así lenta y fatigosamente por las calles del recorrido procesional. No son los diez, veinte o cuarenta hombres de los grandes pasos, (…). Aquí es un hombre -¡un hombre!-, un sólo hombre el que hace de anda y trono del Señor. ¿Para qué más?”
Esta “ancestral costumbre de portar las imágenes del Santísimo Cristo crucificado ‘a pecho’ y no en andas”, convierte a los portadores de la imagen en “lo que constituyen si duda las mejores andas del mundo”. Sin embargo, aquí la tradición sí aporta un punto problemático, pues, la insistencia de Domínguez en “un hombre” no alude a la totalidad del ser humano, sino que debe ser planteada en términos de género. Así, continuaba el citado periodista:
185 Citado en Semana Santa Marinera. Libro oficial 1998, p.23
186 Semana Santa Marinera de Valencia, 2002. Programa de mano. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2002, p.5.
“Muchas y soberbias andas tiene el Señor en España. Pero yo creo que ninguna comparable a estas andas de unos brazos fuertes y un pecho viril pegados fuertemente a Cristo y con El caminando por la calle de su propio pueblo.”
En la actualidad, la situación ya no es la misma, pues, de las seis imágenes de Cristo crucificado que pueden verse en la calle, sólo una sigue siendo un privilegio exclusivamente masculino. Ahora bien, no se trata de una imagen cualquiera, sino de la del Santísimo Cristo del Salvador (El Cabanyal), sin lugar a dudas la imagen que mayor devoción suscita dentro de la Semana Santa Marinera. No se trata de una cuestión
187 Semana Santa Marinera. Libro oficial 1998, p.24.
sin importancia, si consideramos la imagen en términos de capital simbólico, al modo de Bourdieu. Capital al que, apelando a la tradición, no se deja acceder a las mujeres, con lo que la tradición es usada claramente en este caso como ideología, entendiendo por tal la legitimación de desigualdades sociales. Escuchemos al respecto la opinión de un cofrade: “... y el tema es que nosotros, el Cristo del Salvador por ejemplo una mujer no lo puede llevar. (...) En mi cofradía sí que mujeres no pueden llevar el Cristo. Eso sí que es verdad. No sé porqué, ¿eh?, pero las mujeres y… creo que… bueno… es una pequeña tradición que se lleva siguiendo de mucho tiempo, pero el día que digan las mujeres ‘nooo’… ya veremos a ver que pasa. No quiero que llegue el día por si acaso pero, no, de todas formas las mujeres siempre les ha gustado más ir detrás de la imagen que llevar la imagen. Además, son casi ochenta kilos, que en principio una mujer ochenta kilos… habrá quien la lleve, pero habrá quien no pueda llevarla. (...) Es una tradición que llevan tan vieja tan vieja tan vieja que no vale la pena romperlo por una cosa así. Ahora si hay que romperla y las mujeres dijeran ‘adelante’, pues… ¡se estudiaría igual!” (Hermandad del Santísimo Cristo
del Salvador, El Cabanyal).
La capacidad exclusivamente masculina para cargar con la imagen convierte tal acto en “un ritual de masculinidad a través del cual los hombres pueden engrandecer su imagen de si mismos”, como afirma Driessen refiriéndose al caso andaluz (1991: 716). Ahora bien, como deja traslucir el anterior párrafo, como toda tradición en situación de modernidad, ésta corre el riesgo de ser sometida a interrogación (de “presión por llevarlos”, me habló una cofrade de la Hermandad). De hecho, en los últimos años se aprecian claramente estrategias
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264 tendentes a romper el monopolio masculino, aunque éste siga manteniendo una hegemonía cada vez más contestada. Así, aún aceptando la norma general de no poder cargar con el Cristo en los actos más importantes, se han ideado actos de menor entidad para que también las mujeres puedan llevar la preciada imagen. Como se vio al tratar de la sociabilidad, también en la dramatización del ritual el monopolio masculino parece ir resquebrajándose. Aunque, de momento, la posición subordinada de la mujer intenta mantenerse inventando nuevas tradiciones. Una cofrade –que acepta la norma establecida- lo narra del siguiente modo: “... aquí el Cristo del Salvador las mujeres no lo podías llevar... no lo podías llevar, no tampoco es cierto que no lo podían llevar, dentro de la parroquia las mujeres se les ha dejado llevar siempre, una mujer ha dicho quiero llevar al Cristo y lo ha llevado no se le ha prohibido a nadie en el mundo que lleven el Cristo, nunca, nunca, nunca. Pero lo que es por la calle no lo habían llevado nunca, entonces yo todavía no estaba en la junta de gobierno, se decidió que como antiguamente cuando se iba a la playa que iban pues los pobres cofrades que habían, iban muy poquitos, entonces iban pasándose siempre el Cristo, entonces como tradición se quedó que dentro de lo que es el ritual de la playa, dentro de la playa lo llevaran cofrades, entonces se introdujo que pudiesen llevarlo también mujeres cofrades, vestidas de cofrades ¿no? entonces poco a poco... hoy en día tenemos un acto en que el Viernes Santo por la mañana cuando se vuelve de la playa las mujeres lo pueden llevar, y entonces ¿discriminación? ... pues yo no la veo discriminación cuando lo pueden llevar cuando quieran...” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
2.3. Corporaciones armadas y personajes bíblicos. Un buen conocedor de la fiesta ha afirmado que “las corporaciones armadas, especialmente los sayones y longinos, son colectivos consustanciales a nuestros barrios marineros”, llegando a constituir la garantía de que las procesiones no se hubiesen desplazado al centro de Valencia (Martorell, 1999: 120). Esta alta valoración de las corporaciones armadas viene de lejos; pues ya en el año 1949 se definió a estos “tradicionales cuerpos armados” como la “verdadera base de la Semana Santa en los Poblados Marítimos”, pero lo cierto es que no se ajusta en absoluto a lo que reflejan los censos: como se vio en el capítulo III, y a diferencia de las corporaciones de granaderos, que en general gozan de una pujante salud, las centurias de soldados romanos perviven de manera más precaria. Es posible que factores de legitimidad estética hayan jugado su parte en ésta relativa decadencia (cf. Martorell, 1999: 120), pero quizás sea más bien la propia evolución del ritual la que sirva para explicarlo mejor, lo que se hace evidente en el caso de los sayones. Como vimos en el capítulo II, los sayones jugaban una función clave dentro del ritual: eran los responsables de los suplicios de Jesucristo y debían expiar su culpa. En esas circunstancias, su papel central dentro de los desórdenes del Sábado de Gloria les aseguraba un papel de protagonistas: no en vano tales desórdenes eran conocidos como la varias veces mencionada fugida dels saions. Ahora bien, como ya vimos, el proceso de civilización festiva acabó privando a éstos de su papel de chivo expiatorio, con lo cual su posición dentro de la fiesta pasó a ser más marginal. Pero lo más destacable al respecto es cómo rápidamente se creó una nueva mitología en torno a los mismos, despojándolos de su
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266 antiguo papel de soldados romanos (o mejor, judíos al servicio de los romanos), para pasar representar, ya en el año 1944 “al soldado de las Cruzadas que liberaron la Tierra Santa para la Cristiandad”, lo que no impide al mismo texto reafirmar a continuación que son “lo más antiguo y tradicional de la Semana Santa en estos poblados”. Con el paso del tiempo, la mitología reconvertida de los sayones en cruzados se ha ido elaborando más, detallando progresivamente la simbología de este nuevo grupo:
188 Semana Santa en Valencia, 1944. Distrito Marítimo, s.p. Idéntica definición puede leerse en el programa de mano de la Semana Semana Santa Marinera de Valencia, 1999,p.3. 189 Semana Santa en Valencia, 1944. Distrito Marítimo, s.p. Ver figura 17.
“Tal como son representados aquí representan a los soldados cristianos de las cruzadas que durante la Edad Media se alistaron en los ejércitos de los reyes europeos para librar los Santos Lugares del Islam y al mismo tiempo traer reliquias de la Pasión” (Amat i Torres, 1997c: 85).
Así, pese a que este autor tenga claro que “en principio la palabra sayón es sinónimo de verdugo” (Amat i Torres, 1997c: 85), se ve obligado a recurrir a una vaga filología para defender la nueva postura, cuando a renglón seguido afirma que “hay quien relaciona la palabra sayón con saxón o sajón con lo cual estaría más cerca de ser un soldado cruzado” (Amat i Torres, 1997c: 86). Todo ello pese a que algunos estudiosos de la fiesta han advertido de su significado original, y de que en su estandarte siguen aún hoy luciendo la viejas siglas S.P.Q.R. (Senatus Populusque Romanus), lo que no deja de provocar la perplejidad de Amat, para quien esto es simplemente “un signo de confusión”. Lógicas científica y mitológica siguen senderos divergentes, y la segunda no deja de ser tremendamente creativa, pudiéndose inventar, gracias a la nueva función, personajes bíblicos que sin ellos no hubieran tenido cabida, como es esta
190 Cf. Martorell (1997b: 19), y, especialmente, Chiner Gimeno (2002).
curiosa irrupción del Islam en plenas procesiones de Semana Santa: “Es propio de los sayones, el personaje de una esclava musulmana portada por dos sayones con cadenas, con las manos juntas, esposadas y un velo cubriendo su rostro como las mujeres musulmanas que serían fácil botín de los Cruzados en sus 191 Este personaje ha desbordado a la Corporación de Sayones, apareciendo también en otras cofradías: ver figura 18.
192 Cf. Amat i Torres (1997b; 1998b; 1999; 2000; 2005; 2006); Esteve et. al. (1991).
193 Cf. Caro Baroja (1957); Brisset (1994: 11); Munuera Rico (1989); Portillo / Gómez Lara (1993); Plumari (1996); Asensi Díaz (2004).
correrías por la Palestina medieval (...)” (Amat i Torres, 1997c: 87).
La última de las citas nos permite enlazar el tema de los sayones con el de los personajes bíblicos. Éstos son, de todos los grupos ceremoniales, los que de manera más explícita articulan su función de diferenciación marginal con la vertiente mitológica. De ellos se ha dicho que, junto a los soldados romanos, son quienes “mejor han expresado el espíritu de la Semana Santa Marinera” (Martorell, 1999: 120), y son presentados frecuentemente con orgullo como la principal característica diferenciadora de la misma respecto a todas las demás semanas santas del mundo. Poco importa al respecto que la presencia de este tipo de personajes bíblicos (llámense así o de manera similar) sea una práctica extendida por numerosos pueblos y ciudades del ámbito mediterráneo, desde Andalucía hasta Sicilia; hasta hace muy poco tiempo, existía la absoluta certeza entre los festeros locales de que la Semana Santa Marinera era la única en el mundo que sacaba a las procesiones tal tipo de figuras procesionantes. Certeza que, lógicamente, en plena sociedad de la información, se ha hecho imposible de mantener, pues a través de Internet, videos, televisión y foros diversos, muchos protagonistas se han visto confrontados a un proceso de reflexividad que, no obstante, simplemente ha hecho matizar el mito (o variar su versión):
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268 “Es que es algo tan típico de aquí que fuera de aquí eso no existe, los personajes bíblicos fuera de aquí no existen, aparte de Jesús y las Tres Marías que igual hay más sitios representadas fuera de aquí no existe, entonces algo, una tradición tan... no es que vistas a la calle para que la gente te vea, no es cierto, pero realmente que la gente venga y vea y lo conozca una tradición como es ésta.” (Hermandad del Santísimo Cristo
del Salvador, El Cabanyal).
Uno de los mitos más interesantes acerca de estos personajes es precisamente el de su origen, que se encontraría, según la versión oficial, en la falta de imágenes para acompañar a esa “Concòrdia de Disciplinants” que vimos fundar supuestamente a San Vicente Ferrer en el capítulo II: “En los primeros tiempos de esta cofradía de ‘La Concordia’, en las procesiones de Semana Santa no tenían imágenes. Estas eran suplidas por cofrades que, convenientemente disfrazados y caracterizados, representaban escenas de la pasión del Señor, acompañados siempre de gran número de encapuchados y flagelantes” (Domínguez Moltó, 1981: 54).
Como ya se ha indicado anteriormente (capítulo II), lo importante no es que, hasta el período barroco, no hiciese su aparición el paso escultórico. Lo decisivo es, en primer lugar, que estos personajes están desde el principio, junto a San Vicente, y que están aquí gracias a que el barrio, habitado por gente pobre, no podía costearse las imágenes que, se supone, son inherentes a las procesiones pasionales en el resto de lugares:
“Uno de los más importantes caracteres de la Semana Santa Marinera de Valencia lo constituyen sin duda sus Personajes Bíblicos. Es posible que su presencia, desde épocas muy tempranas, se deba a la escasez de fondos con que costear la adquisición de tallas de madera en aquellas imágenes que representan personajes considerados importantes en la Pasión. El caso es que, ante la alternativa de su ausencia, se optó por que las jóvenes del Cabañal, Cañamelar y Grao vistieran trajes de época para representar durante los actos procesionales a 194 Semana Santa Marinera de Valencia 2002. Guía de mano. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2002, p.5.
los personajes que compartieron vida con el Salvador.”
En cuanto a la función oficial de estos personajes, es muy clara: contribuir de manera didáctica a esa escenificación de la Biblia que la procesión representa, debiendo escenificar “una catequesis plástica que nos invita a seguir a Jesús potenciando nuestra fe, esperanza y caridad” (Esteve et. al., 1991: s.p). A tal carácter catequético unen su capacidad de intemporalidad, pues “en su devenir histórico han conservado sus esencias los personajes bíblicos, auténticas imágenes vivientes, catequesis viva de religiosidad popular” (Amat i Torres, 1997c: 68). Tal función de catequesis plástica no obsta para que aporten a la fiesta el sello indeleble de alegría, exuberancia y mediterraneidad, forma de ser inherente a los habitantes de los Poblados Marítimos: “Su vestuario y aditamentos están muy adaptados a la forma de ser alegre y mediterránea de la gente de los Poblados Marítimos de Valencia, jugando la tradición dinámica un papel no menos
195 Ibid.
protagonista que la pura interpretación de las Sagradas Escrituras”.
Así, la evidencia (recientemente constatada) de que también existen en otras partes, no le resta a estos
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270 iconos su marchamo diferenciador dentro de la fiesta, ya que encarnan las esencias de la misma, pues “es precisamente en los personajes bíblicos donde radica una cierta peculiaridad de nuestra Semana Santa, (...) donde se muestra un colorido especial acorde con el barroquismo mediterráneo tan exuberante y rico” (Amat i Torres, 1997c: 68): También resulta interesante constatar cómo lo que se presenta como una tradición inmutable ha sufrido numerosos cambios, tanto en sus funciones como en su morfología. Ya aludimos al tema en el capítulo II: la función de estos personajes era representar escenas de la Pasión, y como hemos visto, hacían una escenificación completa de la misma, pese a que se haya afirmado de ellos que, hasta hace poco, eran “meros procesionantes” (Amat i Torres, 1997c: 69). Así, si comparamos los actos de mediados del siglo XIX con los que hemos visto representar anteriormente en el marco de los Via Crucis, podríamos caer una vez más en las manidas supervivencias. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja: sabemos que, en 1930, cada hermandad sacaba uno o a lo sumo dos personajes bíblicos; mientras que en la actualidad una cofradía como la del Ecce Homo tiene aproximadamente un 10% de sus miembros inscritos como tales. Así pues, si antes del período republicano salían a la calles unos treinta personajes, en la actualidad son bastantes más de trescientos los que lo hacen (Brosel Gavilá, 2003: 174). Por lo tanto, se ha producido una inflación de figuras procesionantes que está creando auténticos problemas de organización, al tiempo que ha imposibilitado mantener la “tradición” de ir la cofradía a recogerlos a sus casas, tal y como se hacía antes -punto en el que también ha influido el hecho de que muchos viven ya fuera del barrio-. Por otra parte, tal
196 Se puede ver una lista completa de ellos en Las Provincias, 13-IV-1930, pp.9-10. 197 Treinta y dos sobre trescientos catorce en el año 2001, según los datos proporcionados por la hermandad. No es éste el caso más espectacular: en el año 1999, la Hermandad del Cristo del Perdón sacó unos veinticinco personajes sobre setenta y cinco miembros.
198 El influjo del cine sobre la Semana Santa ha sido tal que, incluso la prensa anima al público a acudir a presenciar las procesiones recurriendo a títulos de películas. Un ejemplo: “Si se acercan verán casi 3.000 cofrades vuelven a rememorar la historia más grande jamás contada: la pasión, muerte y resurrección de Cristo” (LevanteEMV, 8-IV-2000, p.48). El 19 de abril de 2003 el mismo diario titulaba, refiriéndose al Santo Entierro, “Como una película sobre Jesús” (p.38).
incremento no se debe sólo la hecho de las constantes duplicaciones de personajes (puede haber personaje adulto e infantil, por ejemplo), sino a que, como hemos visto al hablar de los sayones, durante las últimas décadas se han ido incorporando figuras nuevas, tanto del Viejo Testamento (Reina Ester, Judith, etc.) como alegóricas (Fe, Esperanza, Caridad, Rosa Mística), o, como ya hemos visto, otras importadas directamente del cine (hebreos, bizantinos, esclava musulmana), sin llegar a faltar algún caso de evidente “fallerización” (posteriormente erradicado) como ha sido la presencia de alguna “Reina de las Vestas”. Una observación atenta de los personajes bíblicos permite también aproximarse a un tema estrechamente relacionado con el de la tradición, como es el de polémica relación entre cultura de masas y cultura popular (cf. García Canclini, 2001), pues el más tradicional de los rituales de una de las grandes religiones históricas, aporta elementos que nos permiten comprobar lo fútil de la distinción tantas veces debatida, operación para lo que basta con echar una ojeada a la evolución de la indumentaria registrada por los personajes bíblicos durante el último siglo. Efectivamente, la evolución morfológica de éstos muestra una asombrosa capacidad de adaptación a las modas del momento: como ha señalado el propio Amat i Torres, en los años anteriores a la guerra, los personajes bíblicos aparecían “con el típico tocado de las cupletistas” (1997c: 71); circunstancia que podemos comprobar observando el atuendo lucido por la Samaritana de la figura 19 (apéndice). El hecho no es de extrañar, ya que, como se vio en el capítulo II, fueron éstos años de modernización festiva, que coincidieron con el tímido despegar de las industrias culturales y del ocio.
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272 Ferozmente aplacadas las alegrías de la belle époque por las penurias de la postguerra, la industria cinematográfica se irá convirtiendo en un importante sector de ocio, también en España, especialmente a partir de los años cincuenta. Y el relato bíblico es un filón inagotable de guiones: aunque ya había precedente importantes (cf. Solomon, 2002), es a partir del film La túnica sagrada (1953) cuando la industria de Hollywood “volvió sus ojos hacia la Biblia como fuente de inspiración” (Gubern, 1996: 88). No es de extrañar, pues, que cuando en los años sesenta la Semana Santa Marinera viva la recuperación que hemos mencionado en el capítulo II, el influjo de la gran pantalla se convierta en un modelo para los uniformes de los cofrades. Hasta tal punto fue esto así que, en el año 1962, se desfiló con los trajes utilizados para el rodaje de la película La caída del imperio romano, rodada en 1961 bajo la dirección de Anthony Man. Más allá de la anécdota, resulta evidente que el colosalismo espectacular de la era dorada del peplum resulta sumamente atractivo para la estética cofrade, lo que se plasma de manera especial en el recargado atuendo de determinados personajes bíblicos, cuyos adornos y peinados, recargados de tirabuzones de factura casi imposible, traen a la memoria el boato de películas basadas tanto en el Nuevo como en el Viejo Testamento (ver figura 20). Parece pues que, lejos de exterminar a las culturas populares autóctonas, las industrias culturales (es decir, de masas), son susceptibles de alimentarlas, mostrando las primeras una notable capacidad de reelaboración de lo global desde códigos locales, en un claro ejemplo de lo que Robertson (2000) acabaría llamando “glocalización”.
199 Film televisivo rodado en 1977, y que cuidó algo más que sus predecesoras la ambientación histórica (cf. Solomon, 2002: 207-209). 200 Película controvertida que, no lo olvidemos, se estrena coincidiendo con la plena revitalización de la Semana Santa, y en un clima democrático ya consolidado.
Según el varias veces citado Amat i Torres, tras el influjo de la minifalda y de las grandes superproducciones cinematográficas, se ha evolucionado hasta llegar, en la actualidad, “a una vuelta a lo genuino”, inspirada en nuevos films, como el Jesús de Nazaret de Zefirelli (1997c: 70), que tendría como resultado una estética mucho más sobria en el atuendo de los personajes bíblicos (ver figura 21). En realidad es posible que, más que Zefirelli, sean películas como La última tentación de Cristo (1988) de Martin Scorsese, las que en estos momentos proporcionen modelos estéticos a seguir para muchos procesionantes, máxime si tenemos en cuenta que fue éste el director que de manera más explícita intentó romper con la iconografía del peplum (Monterde, 2000: 360-361). Parece también pues que el mundo de la fiesta no es ajeno al de la moda (otra expresión por excelencia de la cultura de masas): con menos vértigo que en la vida cotidiana (al fin y al cabo, la innovación aquí sólo puede hacerse de año en año), la tradición también incorpora lo efímero y, sobre todo, incluso se sirve de él para llevar a cabo estrategias de “diferenciación marginal”. Pero también esta evolución estética de los vestidos de los actores va más allá de la anécdota. Frente a la homogeneización característica de la sociedad tradicional (hemos visto anteriromente a Blasco Ibáñez decir de su contrabandista que heredó de su padre el traje de sayón), el espíritu de una sociedad donde la moda representa el reino de lo efímero, “es menos firme, pero más receptivo a la crítica, menos estable pero más tolerante, menos seguro de sí mismo pero más abierto a la diferencia, a la prueba, a la argumentación del otro” (Lipovestky, 1990: 296). Como veremos inmediatamente, el debate actual en torno a los personajes bíblicos no deja de darle algo de razón a Lipovetsky. De momento, y dejando ya las
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274 erudiciones cinematográficas al margen, lo que nos interesa aquí es comprobar cómo, tras esa “vuelta a lo genuino” que pretende Amat, lo que se esconde es una voluntad por lograr una mayor autenticidad dentro de la fiesta, tema ligado estrechamente a la patrimonialización de la misma, que se analizará posteriormente, y que, en cuanto a la reflexividad que incorpora, no deja de relacionarse con la tesis que sobre el estatus de la tradición se viene sosteniendo en esta investigación. Así, en los últimos años de ha creado, desde la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, una “Comisión de Personajes Bíblicos”, destinada a ejecutar un proceso de depuración de los mismos. Proceso que tendría tres objetivos fundamentales: reducir en la medida de lo posible el número de personajes, hacerlos reconocibles, y velar por la veracidad histórica de los atuendos. Como se verá a continuación, en la práctica, se trata de cuestiones íntimamente entrelazadas. En cuanto al primero de los objetivos, en el discurso de los entrevistados aparece claro el tema de la inflación: “Las cofradías son de vestas, no de personajes bíblicos. Por ejemplo, en la Hermandad siempre ha salido el Santo Cáliz, que es lo que hay relacionado con la Última Cena, pues siempre han salido pues Marta y María, y a lo mejor una Virgen María, y ya está, y ... ahora tenemos once personajes bíblicos” (Hermandad
del Santo Cáliz, El Cabanyal).
El remedio de la situación se encuentra, sencillamente, en una vuelta al pasado, que se convierte así en una fuente de legitimidad de la reforma pretendida: “Yo soy partidario de recuperar el buen criterio que se tenía antes y no el mal criterio que se tiene ahora. Sí que es
verdad que se abrió mucho la mano, por cuestiones de crisis de cofrades pero no sé donde he leído que la última procesión antes de guerra eran… que había dieciocho cofradías y habían treinta y seis personajes bíblicos, porque más de dos o tres no salían por cofradía, a lo que ahora es, que hay muchas veces que no hay bastantes vestas pa sacar personajes bíblicos. Además yo creo que va en contra de lo que es una cofradía de Semana Santa, porque aquí, por lo que se el Personaje siempre ha sido una cosa más circunstancial a la fiesta que otra cosa, y ahora parece que sea lo único importante que hay en la fiesta, y no es así (…) Porque eran complemento de las imágenes a lo mejor que la Hermandad no tenía, o de la complementar lo que llevabas de titular o de paso de la cofradía” (Hermandad
del Santo Cáliz, El Cabanyal).
Por otra parte, no falta quien, desde posturas pragmáticas, identifica las causas del problema que, por otra parte, responde a una lógica que parece difícil erradicar: “Hay cola ... porque había llegao un momento que esto es como todo, vamos a ver yo quiero ser personaje bíblico ¿vale? y yo me voy a una hermandad y le digo ‘quiero apuntarme de personaje bíblico’, ‘pues no tengo ninguno’, ‘bueno pero es que yo te traigo diez vestas conmigo’, entonces viene aquello de ‘¿once más o me quedo como estoy?’ Pues me invento un personaje y sale de lo que sea. Entonces ha llegao un momento que sí que es cierto que en algunas se desmadró, porque aparecían dos dolorosas, tres verónicas, claro, eso no podía ser. Eso sí que se ha regulao, eso sí que se ha regulao y ahora digamos que hay la comisión infantil y la comisión mayor que digo yo, están los personajes adultos y los niños, y no se puede repetir personaje en el mismo grupo. Ahora lo que hay que empezar a delimitar son esos personajes que
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276 se ha inventao y que determinadas cofradías aún no lo han eliminao. Entonces, no se les puede decir que lo eliminen pero si que se les puede aconsejar...” (Hermandad de la Crucifixión
del Señor, El Canyamelar).
La empresa encuentra, pues, dificultades de diverso tipo. En primer lugar, las de orden utilitario (un personaje bíblico representa más gente para la cofradía), y en segundo lugar, la capacidad individual que, en condiciones de modernidad, el marco del ritual deja a la iniciativa de cada uno: “Huy, eso va a ser un Dos de Mayo. No, hombre… el tema no es que se pueda razonablemente, es que la gente sea razonable, que eso es… porque se puede hablar las cosas y hablando se entiende la gente, lo que ocurre es que claro, imagínate que un determinado personaje está saliendo cinco años y que ahora le digan: ‘oye, es que como tú no estás definida de qué estás saliendo dejas de salir’, eso tampoco puede ser así de tajante. Entonces, a lo mejor puede ser una tarea un poco ardua, pero a lo mejor habría que estudiar personaje por personaje y ver qué se hace con él. Lo que pasa es que es lo que tú dices, hay pues… superávit de personajes, o sea, muchísimos personajes.” (Hermandad de María Santísima de
las Angustias, El Cabanyal).
Esta creatividad, dejada prácticamente a la iniciativa individual (algo que chocaría frontalmente con la manera de vivir la tradición en una sociedad tradicional), crea situaciones paradójicas, en las que ya ni los propios cofrades pueden llegar a saber a quién están viendo: “Porque es que llegó un momento que esto era... recuerdo una anécdota que cuenta [da un nombre], que siendo presidente
de la Junta Mayor, fue la época que salió Madonna, con los vestidos aquellos que llevaban así unos picos metálicos, pues recuerdo que [...] cuenta que estaba en tribuna y tenía detrás de él, creo, o al lado, estaba un obispo y entonces... que no había visto nunca la fiesta ¿no? (...) Y entonces le iba preguntando ¿[...] y ésta quién es? pues esta es nosequién, ¿y ésta quien es? pues ésta es nosecuántos, y este año Camps, Paco Camps, el presidente también preguntaba ¿no? porque no conocía mucho la fiesta... y de repente apareció una chica con un traje... pues con un traje de Madonna con una falda cortita y una capa enorme de cabra con unas cosas muy raras en la cabeza, y el obispo se queda mirando y dice ‘[...] y ésta quién es?’ y [...] dice ‘ésta no sé, no tengo ni idea’ ¿no? Porque llegó un momento que se desvirtuó tanto que era ver quién llevaba más cosas, pero bueno eso se ha corregido un poquito, y esperemos que ahora con la comisión de personajes se vayan eliminando, no que se quiten de raíz pero sí que cuando la persona que lleve a ese personaje deje de llevarlo pues aconsejar que no se vuelva a coger y que se lleven los personajes que tengan cierto sentido, si no solamente con la vida de Jesús sí por lo menos con los antecedentes de lo que es la vida...” (Hermandad de la
Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
201 Advierte Velasco que “la transparencia u opacidad social de los símbolos implica ejercicios de interpretación como actividad libre reconocida a especialistas o simplemente a observadores atentos. No siempre es el caso. Invocar a la ‘tradición’ puede ser un síntoma común de la considerable opacidad social de los símbolos” (1992: 27, nota 6).
No se trata, sólo, pues, de que los símbolos bíblicos se hayan hecho opacos (aunque también se trata de eso en buena medida); es que la inflación de personajes se transforma, de la mano de la individualización, en una inflación de significados tan atomizados que ya pueden depender de los gustos personajes de la o el protagonista, al margen de cualquier corpus de conocimiento común. Y si, como señala Michel de Certeau (2006: 19) la tradición cristiana consiste en una manera de recibir el mensaje bíblico, parece evidente que tal tradición (entendida como recepción) queda
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278 reducida al mínimo en el marco de las procesiones pasionistas. Para afrontar esta falta de legibilidad, se hace necesario un ejercicio de autenticidad, que ciña los desfilantes al relato evangélico: “Hay muchas hermandades que hay muchos personajes bíblicos, y no nos regimos por la autenticidad o por… hay quien lleva una pandereta, porque le ha salido llevar una pandereta… a lo mejor va de Salomé, vale, pero (…) debíamos fijarnos un poquito más en los personajes, ir más al día, al día no, al ayer, por ejemplo, buscarle… llega un momento que ya no sabes ni quién es… ¿Santa Inés? ¿pero esta qui és ? Si Santa Inés no era, no era de la Sem… Santa Rita ¿Santa Rita? Pero… y es porque ya están todos copaos, todos los personajes, y como quieren más y tal pues… ahí pienso que debíamos, o bien Junta Mayor que ya se intentó hace un par de años, a ver para que digan lo que pueda llevar… la Reina de las Vestas, la Reina de las Vestas, pero ¿qué se creen que esto es una falla, o qué se creen? … sí, es verdad hay una Reina de las Vestas, no lo comprendo, de verdad, no lo comprendo.(...) No se puede salir de Santa Rita porque no hay un personaje de Santa Rita. Y Santa Teresita del Niño Jesús tampoco. Eso es una virgen, eso es una santa, pero no es de la Semana Santa. Ahí si que debíamos de meter caña de verdad.” (Hermandad del Santo Silencio y
Vera Cruz, El Cabanyal).
Dentro de esta postura, hay quien, incluso, postula la necesidad de que cada personaje coincida con el orden de Pasión, de manera que cada cofradía lleve los suyos propios. Con todo, tal los partidarios de tal postura reconocen que no pasa de ser un deseo condenado de antemano al fracaso:
202 Nótese que, en este caso concreto, hay un evidente rechazo de esa “fallerización” de la que nos habla Hernàndez i Martí ( 1999). De hecho, este personaje ya ha sido eliminado.
“Si la decisión personal fuese mía, limitaría el número de personajes alrededor del momento de la Pasión que representan, y limitaría las edades para salir (...) Sé también que eso crearía un problema personal y un problema en las cofradías (...) soy realista y sé que eso no se puede hacer”. (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal)
Ya que no parece posible llevar adelante una restricción que podría suponer la eliminación de personal de las cofradías, un posible criterio consistiría en que, por lo menos, todos los que saliesen se correspondiesen con los relatos evangélicos. Sin embargo, también los partidarios de esta postura –más flexible que la anteriorse muestran conscientes de las dificultades para llevarla a cabo, esta vez en nombre de la tradicionalidad de ciertos personajes: “Pues por ejemplo, teóricamente tú los personajes que aparecen tendrían que ser los coetáneos a Jesús. Y aparecen personajes del Antiguo Testamento... bueno pues puedes abrir la mano un poquito y decir... además son personajes tradicionales, por ejemplo Judith es un personaje tradicional en la Semana Santa, porque sea del Antiguo Testamento no te lo puedes cargar. Es una manera también de dar a que haya pues un poquito más personajes en las cofradías” (Hermandad
de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
203 Jesús de Medinaceli. Semana Santa Marinera 1999, s.p.
En cuanto al criterio de “autenticidad” establecido desde la veracidad histórica de los atuendos, el criterio parece claro: sustituir “las lentejuelas” por “los trajes de época”. Aquí, las cofradías más nuevas (es decir, las del Grao), pueden paradójicamente, erigirse como garantes de tal autenticidad:
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280 “... yo respeto mucho las tradiciones que pueden haber dado al origen de la forma de vestir con las telas llamativas y abalorios brillantes con pelos exuberantes (...) a mi personalmente creo que se debería hacer una Semana Santa con personajes que sean lo más fiel reflejo posible de lo que pudiera ser en la época de Jesucristo, por ese motivo me parece muy bien la filosofía de nuestra cofradía respecto a los vestidos de los personajes” (Cofradía de Jesús de
Medinaceli, El Grao).
En todo caso, la fidelidad a la época aparece como el discurso legitimador de la reforma, distanciándose de esa estética basada en el peplum que hemos visto más arriba: “Hombre, es que aquí llegó un momento que las pasamanerías y los bordados eran una cosa... y entonces no tiene mucho sentido que tú estés representando pues no sé, pues a... la Virgen y lleves la ropa barroca con lo que es la Dolorosa ¿no? pero ... las Tres María no tiene mucho sentido que vayan con pasamanerías, porque si tú lo que intentas es reflejar una época y un determinado momento, lo lógico es que seas fiel, y que yo no me imagino a... luego hay cosas raras, por ejemplo, se supone que la Samaritana es la mujer de Samaria que salió a la fuente a por agua y se encontró con Jesús, y no creo que saliera con esos pelos y esos vestidos, pero bueno, sí que es cierto que eso es algo tradicional y que eso es algo que no te lo vas a, poder cargar. Pero bueno sí que... dentro de los personajes más hebreos, pues que la gente pues intente reflejar la realidad de la época y que no se inventen demasiadas cosas.” ( Hermandad de la Crucifixión del Señor, El
Canyamelar ).
Ahora bien, como característica de la modernidad avanzada, la reflexividad es siempre capaz de cuestionar la tradición, produciéndose en ocasiones fricciones entre la lógica científica y la mítica: “Exactamente. Es la tradición. Yo pienso que si la Samaritana salen así es me imagino porque siempre saldrían así. Aparte, también si te pones a reflexionar y te vas al Nuevo Testamento dices… ‘en aquella época ¿vestirían así?’, es que claro, yo pienso que por ejemplo tocar los vestidos a los personajes es una locura, es una locura porque si tradicionalmente han ido así vestidos pues ahora no es momento de… ahí también la costumbre se hace ley.” (Hermandad de María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
204 Tanto es así que este grupo militar desapareció durante las procesiones de 2007, después de dos años de desfilar acompañando a los penitentes (que sí continúan saliendo a la calle).
Para finalizar el capítulo, cabe recordar cómo ya se habló, en el capítulo II, del consenso generalizado en torno a la idea de que en el origen de las corporaciones de granaderos de la Virgen estaba la invasión napoleónica. También se advirtió cómo era práctica habitual, al menos desde el barroco, que los cuerpos armados interviniesen de manera regular en las procesiones. Visto así, la elección del uniforme francés (ver figura 22) parece un claro rasgo de modernidad, pues mediante este tipo de atuendo, podía un grupo de laicos erigirse en grupo especializado para el ritual festivo, claramente diferenciado de esas tropas de granaderos que, durante el siglo XVIII, habían adquirido una creciente importancia dentro del ejército español (Borreguero Beltrán, 2000: 163). Esta diferencia explica por qué, por ejemplo, se equipara a los granaderos con los sayones, los pretorianos o los longinos, pero ha habido enormes reticencias de cara a la nueva cofradía de legionarios: al fin y al cabo, resulta claro que los primeros no son militares
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282 auténticos, susceptibles siempre de dar vistosidad a las procesiones, pero sin la capacidad carismática reconocida a una cofradía como grupo especializado en mantener un culto, organizar unas procesiones y, al fin y al cabo, simbolizar una identidad. Por otra, parte, y una vez más, diferenciación marginal y mito corren de la mano, pues, con la presencia de los granaderos, la Semana Santa Marinera ya completa “aquellos rasgos diferenciales que tanto invocamos para singularizarla” (Amat i Torres, 1997c: 66). Como colofón a este capítulo, y después de haber leído los dos anteriores, estamos en situación de confirmar que, pese al carácter pretendidamente inmutable de la tradición, el ritual cambia, incluso en algunos aspectos, y siempre dentro de unos límites, cambia mucho. Como se ha señalado en otro lugar, la eficacia de éste “reside en hacer tradición jugando con los cambios periódica e indefinidamente” (García García et. al., 1991: 14). Descrita ya la elaboración de la dramatización ritual, se pasará ahora a analizar los significados que los recursos a la tradición albergan dentro de la misma.
V “RELIGIÓ I TRADICIÓ, SIMBIOSI CARACTERÍSTICA D’ESTA FESTA”: EL RITUAL Y LA TRADICIÓN COMO CAMPO DE FUERZAS Y DE SIGNIFICADOS
284 Una vez analizadas las prácticas fundamentales del proceso ritual de la Semana Santa Marinera (el ejercicio de la sociabilidad y las salidas procesionales), estamos en condiciones de analizar los discursos que los actores mantienen en torno a las mismas. Éstos son, evidentemente, divergentes: la capacidad de aunar múltiples narrativas es característica del ritual en condiciones de modernidad avanzada, lo que forma parte de esa “lógica paradójica” que forma parte constituyente del mismo (Piette, 1992). Ahora bien, desde los enfoques que han predominado en el estudio de la llamada “religiosidad popular” se podría postular que, en realidad esto ha sido siempre así, en tanto que, al menos desde la Alta Edad Media, habría habido unas prácticas populares en relación dialéctica con la “religiosidad oficial” o culta, es decir, la emanada de los teólogos y las élites religiosas, culturales o sociales, cuyas prácticas en mayor medida se han adaptado a las prescripciones de éstos. El objetivo de este capítulo no es seguir avanzando en esta visión de la llamada “religiosidad popular”; ni siquiera terciar, en la pertinencia de tal término en ciencias sociales, sino avanzar en los significados que los protagonistas del ritual atribuyen al mismo. Se parte para ello de la base de que la fiesta se ha configurado como un campo de fuerzas, en el que los distintos actores implicados, luchan por imponer su visión de la realidad, compartiendo la creencia en el valor del objeto en juego (lo que Bourdieu llama illusio).
205 El concepto no deja de ser polémico: ver por ejemplo Córdoba Montoya (1989); Delgado (1993); Fernández de Rota (1997).
1. ¿Una doble ortodoxia? Lo expuesto en los párrafos anteriores pone de manifiesto, en primer lugar, que las aproximaciones realizadas hasta el momento al tema de la religiosidad popular no dejan de plantear algunas insuficiencias al abordar el estudio de los rituales festivos, de raíz católica, en la modernidad avanzada: y es que, entre los participantes en el ritual y los párrocos, se interponen esas “organizaciones supra-asociativas” o “asociaciones de segundo nivel” que, en nuestro caso, encarna la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera. Como se avanzó en su momento, ésta es la encargada de coordinar al conjunto de cofradías, fijar directrices comunes y, llegado el caso, goza de la capacidad de sancionar a quien se salga de manera flagrante de éstas. Dicho de otra manera, es capaz de establecer una ortodoxia festiva, que no es, en absoluto, la fijada desde la Iglesia acerca del sentido y modos correctos de desarrollarse la fiesta. Tenemos, así, dos ortodoxias en pugna: una, liderada por una hierocracia encargada de gestionar la salvación de las almas de los participantes; la otra, liderada por una burocracia ocupada en gestionar la identidad de la fiesta. Comencemos brevemente por la primera. 1.1. La ortodoxia eclesiástica Acerca del significado teológico o litúrgico de la Semana Santa desde el punto de vista de la ortodoxia eclesiástica, poco cabe añadir aquí a lo que ya se ha comentado en el capítulo anterior: nos encontramos ante el punto culminante del calendario cristiano. Desde el material publicado desde el interior de la fiesta, los párrocos locales insisten una y otra vez en lo mismo: al respecto, uno de ellos advirtió que, por el hecho de “vivir la PASIÓN, MUERTE Y RESURRECCIÓN del Señor,
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286 estamos en la más estricta base del ser de la IGLESIA”. Ahora bien, sí resulta interesante comprobar cómo este significado general es reconducido por la hierocracia hacia el marco local de los Poblados Marítimos. Así, en un libro oficial de la fiesta, el arzobispo de Valencia se refería a las celebraciones en los siguientes términos:
206 Semana Santa Marinera de Valencia: Libro oficial 1996. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1997, p.11. Mayúsculas en el original.
“La manifestación plástica de la Semana Santa Marinera, si se complementa con la debida información, puede ser una excelente catequesis viviente que lleve a muchos cofrades y a cuantos contemplan los desfiles, a participar plenamente del misterio salvador de Jesucristo, muerto y resucitado. Toda la riqueza y la vivencia de la religiosidad popular podría quedarse en la resignación y el fatalismo si no se abre al contacto real con el Señor en la celebración litúrgica de los días santos, especialmente cuando recibimos a Jesús en la Eucaristía.”
Como se ve claramente en este ejemplo, el discurso eclesiástico debe ceñirse a otorgarle su sentido a las procesiones, de ahí esa afirmación sobre la “catequesis viviente” por parte del arzobispo, inmediatamente después de aludir a la “manifestación plástica”. Ahora bien, como saben bien los estudiosos de la “religiosidad popular”, la insistencia eclesiástica en la necesidad de vivir la fe de manera interiorizada y auténtica, frente a los rituales y actos meramente prácticos, es tan vieja e incansable como poco efectiva, lo que se verifica en nuestro caso en la creación de una “Escuela del Cofrade”, o en actos de “charlas cuaresmales” preparatorias a la Semana Santa, algunos de los cuales han tenido que ser suspendidos, ante la práctica ausencia de asistentes. Es por esto que, desde las parroquias locales, se acusa a los cofrades de ser puro envoltorio, manifestación estrictamente festiva al margen de la fe; es decir, “folklore”:
207 Semana Santa Marinera de Valencia: Libro oficial 1997. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1997, p.5.
208 Ver Semana Santa Marinera de Valencia: Libro oficial 1996. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1996, pp.22-23.
“Si ya no hay fe, la celebración se queda en puro folklore, en ritual de diversión, en simple acontecimiento cultural y estético. Y la cofradía o hermandad no pasa de ser una asociación de festeros que se divierten divirtiendo a los demás en una especie de carnaval que permite disfrazarse y 209 Semana Santa Marinera de Valencia: Libro oficial 1997. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1997, p.11.
ejecutar una serie de ritos antiguos y hasta bellos.”
Como consecuencia de ello, “el peligro de la paganización de la Semana Santa es gravísimo”, ya que hermandades y corporaciones “corren el peligro de convertirse en asociaciones de cristianos meramente culturales o sociológicos que mantienen por romanticismo algunas formas externas del cristianismo, pero sin vivirlas desde la profundidad interior de quien se plantea
210 Ibid.
211 Semana Santa Marinera de Valencia: Libro oficial 2002. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2002, p.10.
‘toda’ su vida desde el Evangelio”.
Desde la misma línea, no falta quien, con idénticos argumentos, en lugar de “paganización” habla de “fanatismo”. Fanatismo que es definido como “lo más opuesto a lo esencial de la religión”, ya que el fanático, se empeña en vivir “no abriendo los ojos a la autenticidad”. Dejemos de lado, de momento, que el intento de imponer la propia ortodoxia como “autenticidad” es inherente a las reglas de cualquier campo en el que los agentes compiten por convertir en hegemónicas sus posiciones. Pudiéramos pensar, por otra parte, que estaríamos asistiendo por enésima vez al viejo enfrentamiento entre religiosidad oficial (culta, atenta a la vivencia interna de la fe) y religiosidad popular (inculta, atenta exclusivamente a la práctica supersticiosa), que se remonta, como mínimo, a los tiempos el erasmismo y la Reforma protestante, y que ha recorrido la historia del
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288 catolicismo durante toda la Edad Moderna. Desde esta perspectiva, para remediar las prácticas meramente “externas” del pueblo, era necesario un determinado tipo de educación, como postuló en nuestro entorno con energía la llamada “Ilustración católica” (Mestre Sanchis, 1990). Evidentemente, puntos de contacto hay entre este clero y aquél que acusaba a su grey de ignorancia y fanatismo, pero también hay una diferencia fundamental: la causa de tal “fanatismo” no es ahora tal ignorancia en sí, sino, paradójicamente, la propia Ilustración: “Asombrosamente, todavía aquí, en nuestro tiempo, quedan algunos ‘ilustrados’ que contraponen Semana Santa a Iglesia, desconociendo que el misterio de la fe que se celebra en Semana Santa da origen a la Iglesia. También hay otros, más sinuosos, menos claros, que se amparan en presuntas tolerancias agnósticas, relativistas, o sociologistas, para terminar definiendo como la Semana Santa cultural, mediterránea, colorista, como ‘fiesta del pueblo’ alejada de su origen”.
Tal postura viene a coincidir con la tendencia detectada en Andalucía durante las últimas décadas: la Iglesia trata de eliminar todo vestigio cultural de las cofradías como un factor de secularización, “en aras de una pretendida pureza ortodoxa” (Rodríguez Mateos, 1994: 42). Hay, pues, que “volver a la autenticidad de lo que celebramos”, y para frenar este aumento diario de la “ignorancia del mensaje cristiano”, sería conveniente volver a inspirarse en los tiempos en que surgieron las cofradías: “Nuestras cofradías, hermandades y corporaciones nacieron en una sociedad que era toda ella cristiana. La fe cristiana era un elemento que impregnaba toda la vida personal,
212 Semana Santa Marinera de Valencia: Libro oficial 2002. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2002, p.10.
213 Ibid.
familiar, ambiental, política y social. Las diversas hermandades, cofradías y corporaciones servían para manifestar una fe 214 Semana Santa Marinera de Valencia: Libro oficial 1997. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1997, p.11.
215 Ibid.
216 Semana Santa Marinera de Valencia: Libro oficial 1996. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1996, p.11.
ya adquirida y para seguir formándola y revitalizándola.”
No escapa, pues, la hierocracia de la fiesta a la tentación de mitificar un pasado para legitimar sus posturas actuales. En contraste con tal pasado (idealizado), “hoy nos encontramos con una situación muy diferente”, que atenta “contra la identidad cristiana de nuestras asociaciones”. Para hacer frente a secularización, pues, se sugiere una vuelta al supuesto espíritu originario de las cofradías. Sin aludir explícitamente a ella, se postula, en definitiva, un recurso a la tradición que, en el marco local, debe buscar una mitificación del auténtico espíritu de las antiguas asociaciones. Y no se puede reivindicar explícitamente a la tradición, porque, como se verá, en el campo en el que nos movemos, el término “tradición” (que para los párrocos equivaldría a folklore o costumbre), encuentra su significado hegemónico en el discurso cofrade, al adquirir dentro del mismo significados muy definidos: es por esto que afirma un párroco local que “no cabe ya el quedarnos en actos culturales, tradicionales, religiosidad popular, etc.”. Entremos pues a analizar el otro discurso. Pero, como hemos advertido, también dentro del mismo hay una ortodoxia instituida legítimamente. 1.2. La ortodoxia festiva Como se ha avanzado anteriormente, junto a la supuesta ortodoxia (doctrinal) de la Iglesia, está la ortodoxia (festiva) de la Junta Mayor. Entre ambos colectivos hay vínculos orgánicos, pues el prior de la Semana Santa Marinera es uno de los párrocos de las iglesias implicadas, nombrado por el arzobispo (que es el encargado, también, de ratificar al presidente de
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290 la Junta, una vez votado en asamblea). A diferencia de la postura eclesiástica, desde la Junta Mayor se gestiona, en primer lugar, el correcto desenvolvimiento de las celebraciones. Como afirmó de manera diáfana un presidente de la misma: “La Junta de Gobierno, la cual me honro en presidir, se esfuerza día a día en poder ofreceros buenos resultados en la gestión de la organización de los actos colectivos”. Como gestora legitimada de una identidad, una de las funciones que se atribuye la Junta es la de garantizar la transmisión del legado de las generaciones pasadas a la futuras. Otro presidente lo expresó sin ambages: “todo el equipo que presido quiere luchar para conservar, perseverar y transmitir este hermoso legado”. Legado que, según este mismo presidente, “es sin duda el nexo, la unión de todo este nuestro Distrito del Mar”. No se pretende, con esto, afirmar que el discurso emanado desde la Junta Mayor se produzca al margen de unos mínimos establecidos desde la ortodoxia eclesiástica: antes al contrario, podemos recurrir una vez más a las palabras de otro presidente, cuyos deseos podrían ponerse, sin lugar a dudas, en boca de cualquier párroco: “sean estas fiestas de la Semana Santa Marinera de Valencia, una demostración de la Fe y devoción de una pueblo hacia su Padre.” Ahora bien, la retórica oficial tiene la virtud de incorporar elementos nuevos que, sin chocar en sus enunciados con la retórica teológica, tienen la sutileza de incorporar elementos claramente identitarios. El siguiente fragmento resulta elocuente al respecto: “La Semana Santa Marinera (…) tiene la originalidad y creatividad propia de estos barrios, creyentes en Jesucristo y miembros de la Iglesia, que viven su esperanza con
217 Semana Santa Marinera de Valencia 1991. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1991, p.12.
218 Semana Santa Marinera de Valencia: Libro oficial 1996. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1996, p.10.
219 Semana Santa Marinera de Valencia: Libro oficial 2003. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2003, p.11.
el estímulo del mar Mediterráneo, engrandeciendo sus miras, planes e ideas” (Esteve et. al., 1991: s.p.).
220 Semana Santa marinera. Libro oficial 2006. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2006, p.11.
Junto a la sinceridad de las creencias (“barrios creyentes en Jesucristo”), se incorpora ya el elemento marinero, que proporciona, como habrá ocasión de insistir posteriormente, un marchamo diferenciador a esta Semana Santa. Pero, además, y a diferencia de la postura mantenida por la ortodoxia eclesiástica, la festiva no tiene ningún problema en aludir a la tradición como elemento explicativo fundamental de la Semana Santa Marinera. Oigamos de nuevo a uno de sus presidentes: “Religió i tradició. Simbiosi característica de esta festa, recull de la idiosincràsia d’un poble que de manera singular proclama la seua fe en Jesucrist.” La propuesta es sumamente interesante, porque esa separación semántica entre religión y tradición indica a las claras que se perciben como elementos diferenciados. Y se hace más significativa cuando constatamos que, fuera del campo festivo y desde el catolicismo más ortodoxo, no hay –no podría haber- ningún problema para aludir a la situación de la “tradición cristiana” (Duch, 1994; Certeau, 2006: 81-90). Se hace necesario, pues, reflexionar acerca de qué es la tradición para los implicados en el ritual. 2. La tradición como clave explicativa en el discurso cofrade 2.1. “Lo hemos hecho toda la vida” Hasta el momento, en este capítulo se han utilizado exclusivamente textos escritos, emanados preferentemente de la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera. Ya hemos visto cómo, a diferencia de la explicación eclesial, desde la Junta Mayor se establecía en
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292 la “simbiosis” entre religión y tradición la principal característica de la fiesta. Ahora bien, si pasamos a analizar los textos construidos a través de las entrevistas realizadas, no quedan resquicios para la duda: la tradición es el factor explicativo fundamental, la causa última que sirve para explicar la presencia del ritual festivo. En primer lugar, la tradición aparece como una factor que parece bastarse por sí mismo. De manera casi durkheiminiana, hay consenso entre los entrevistados en afirmar que el ritual se hace, sencillamente, porque se ha hecho así “de toda la vida”: “... parece que es una tradición, ¿no?, en el barrio... y, entonces, como yo soy un hombre de tradición, pues bueno, lo hemos así... y lo hemos hecho toda la vida y...bueno, eso es la primera...” (Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos, El
Canyamelar). “Porque aquí a pesar de todo la fiesta el barrio es la Semana Santa. En el centro se hacía, se dejó de hacer, en este barrio se mantuvo y continúa haciéndose (...) Yo imagino que por tradición, porque como se ha hecho siempre continúa haciéndose y además te digo que la fiesta del barrio es la Semana Santa”. (Hermandad de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
Esta visión se ve reforzada por la propia idiosincrasia de estos barrios, que se distinguen ante todo, según las representaciones que de los mismos se hacen sus autores, por su carácter típico y tradicionalizante: “Bueno, primero porque es una tradición de siempre. Ya no es que no solo hay Semana Santa desde que hay archivos de Semana Santa sino que mucho antes por transmisión sabía que existía. Pero aparte porque es un barrio muy típico, muy
221 “Cuando le preguntamos a un indígena por qué observa sus ritos, responde que los antepasados los observaron siempre, y que él debe seguir su ejemplo” (Durkheim, 1993: 317).
único.”(Hermandad de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar). “Yo creo porque… porque es tradicional. Y aquí en El Cabanyal, queramos o no, hay mucha tradición… Ahora se han puesto de moda los moros y cristianos aquí en el Cabanyal, y son dos años que llevan así, dos o tres años. Y ahora ya se han puesto de moda y van a haber moros y cristianos todos los años.” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Desde la naturalización del peculiar temperamento de estos barrios, la Semana Santa es percibida como el momento álgido del ya aludido calendario festivo específico de los Poblados Marítimos: “...tenemos muchas fiestas, porque la verdad es que sí, cada dos por tres hay una imagen por ahí. Pero en Semana Santa yo creo que es la fiesta más grande primero por tradición, porque lleva muchísimos años, y en segundo porque… en segundo lugar diría que porque salen todas las imágenes y creo yo que sería ya el culmen de todas las fiestas que celebramos aquí, porque aquí celebramos el Cristo del Salvador, encima como hay dos Cristos del Salvador, uno un viernes y el otro el otro fin de semana, entonces yo creo que la Semana Santa por ese motivo, y aparte por tradición, porque desde… buáh, desde que los franceses estuvieron aquí está la Semana Santa y pienso que es por eso.” (Hermandad de María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
Como se ha advertido en un estudio sobre la Semana Santa de Sevilla, en el discurso de los protagonistas, también aquí la tradición, pues, “señala el patrón sobre el que todo se mide” (Zamora Acosta, 1997: 128). El recurso a la misma permite un enraizamiento en un tiempo y en un espacio concretos, así como el ejercicio de una memoria colectiva, que sirve para rememorar
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294 una comunidad que, repitamos, una vez más, es en buena parte imaginada. Ahora bien, y a diferencia de las sociedades tradicionales, hay conciencia de que la tradición puede verse amenazada, pudiendo incluso llegar a desaparecer. Desde esta perspectiva, no falta quien plantea el recurso a la tradición como una estrategia consciente para resistir a los efectos homogeneizadores de la globalización: “nosotros como hermandad debemos de tener una estrategia, la Iglesia debe tener una estrategia también para adaptarse, y aquí estamos viviendo todos una estrategia de la globalización. Y es una estrategia muy bien montada. Es decir… es muy difícil querer montar un singularidad dentro de todo un concepto de globalidad. Al final acabas sucumbiendo… Yo recuerdo cuando empezó el mensaje del american way of life de Winston y compañía, con Marilyn Monroe, con las faldas en ‘La tentación vive arriba’, y cuando empezaron con las hamburguesas. Eso era un movimiento que parecía que era un movimiento más o menos simpático, la gente fumaba Winston porque era el del vaquero, y la gente comía hamburguesas. No se daban, no nos dábamos cuenta que eso estaba entrañando una destrucción de nuestro sistema de vida (...) Todo el mundo debiera tener una estrategia de cómo poder resistir esa globalización (...). Hay que estar permanentemente buscando temas que reafirme la Semana Santa como la fiesta del Marítimo (...). Ante la globalización, especialización” (Hermandad de María Santísisma de las Angustias, El Cabanyal).
Este tipo de actitudes confirma que la modernización de la tradición es una respuesta al peligro homogeneizador de la globalización, aunque, como se ha señalado en otros lugares, tal respuesta es a la vez parte constitutiva de la propia globalización cultural, ya que la dialéctica
globalizadora comporta en uno de sus extremos la relocalización permanente, la revalorización de lo local (Hernández i Martí, 2000: 758); en suma, lo que Robertson (2000) ha llamado “glocalización”, según vimos en el capítulo anterior. Volveremos sobre el tema al tratar del patrimonio; pero antes conviene insistir en el significado de la tradición como recurso de identidad local. 2.2. “Les festes del poble” Como vimos en el capítulo I, nos encontramos con unos barrios que, en buena medida, se siguen percibiendo como pueblos (especialmente en el caso del CabanyalCanyamelar). Pueblos o barrios que se caracterizan precisamente por su carácter tradicional (o, mejor, tradicionalizante), por su capacidad para mantener y actualizar la herencia de los antepasados. Desde esta perspectiva, la Semana Santa es asimilada a una especie de fiestas patronales, explícitamente ligadas a “la forma de ser de un pueblo”: “Yo creo que sí que hay gente que sí que la religión se lo toma tal, y otra gente que sale porque considera que la Semana Santa es la fiesta de su pueblo (...). .. y hay otros que sí que entiende que esto aparte de lo religioso pues también es una expresión popular, de la forma de ser de un pueblo” (Cofradía
de Jesús en la Column, El Cabanyal). “... yo creo que aquí también hay que mirar un poco la dimensión de la Semana Santa como fiesta principal de la… del Marítimo, (...). Es decir, que eso significa que de alguna manera hay una vinculación de la población con la fiesta.” (Hermandad de María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
El hecho de vivir en un barrio que no deja de ser un pueblo permite vivir las interacciones cara a cara de
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296 manera “más apasionada”, desde unas relaciones proxémicas mucho más intensas que las que se dan en el resto de la ciudad: “... tú ten en cuenta que esto casi se puede asemejar a un pueblo, entonces, no es lo mismo que tu vas por Valencia y sí, ves las calles, las avenidas, pero no ves esto que a lo mejor pasas por aquí y te ves a las personas que viven aquí al lado, tomando la fresca que se dice, y no sé, al ser más como un pueblo lo vivimos todo más de forma apasionada” (Hermandad
de María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
El aislamiento físico de estos barrios ha sido determinante para “que aquí hubiese una vida especial como pueblo, y la Semana Santa era una fiesta de este pueblo, y no era de más allá” (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal). Se produce, entonces, una naturalización que equipara los barrios del Marítimo y su Semana Santa, pues, como afirmó en su momento un alto cargo de la Junta Mayor “la historia popular del Distrito Marítimo, va unida a la historia de la Semana Santa, podemos decir que ambas son el termómetro de cada una de ellas”. Un entrevistado que había realizado estudios sobre la fiesta se expresa en términos similares, aunque añadiendo un matiz más explícitamente afectivo: “[Conocer la fiesta] provoca el cambio de cada vez estar más enamorado de tu pueblo. Esto ... la Semana Santa Marinera es porque ha nacido aquí, si no no sería como es. Entonces, en la medida en que la estudias más, te das cuenta de… de que queriendo a tu pueblo quieres a la fiesta” (Hermandad
de María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
222 El Rostro de la Semana Santa Marinera. Exposición Iconográfica. Reales Atarazanas de Valencia, 24 de octubre – 21 de noviembre 1997. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera – Diputación Provincial de Valencia – Bancaixa, 1997, p.11.
Transformación emotiva que no tiene por qué reducirse a los autóctonos, pues, más allá de la imagen estigmatizada del barrio, la fiesta puede dar conocer a los foráneos la verdadera imagen que del mismo deberían hacerse: “Porque fuera de aquí del Cabanyal se tiene una imagen un poco… no sé, como distorsionada de lo que es salir, entonces conociendo nuestra fiesta pueden conocer verdaderamente cómo es el barrio.” (Hermandad de María San-
tísima de las Angustias, El Cabanyal).
2.3. La tradición marinera El recurso a la tradición se encuentra, pues, estrechamente vinculado a la vivencia de la Semana Santa como las fiestas patronales de los viejos Poblados Marítimos. Ahora bien, podemos plantearnos por qué es ésta y no otra la fiesta que tales barrios han elegido como la máxima expresión de su identidad. Desde este punto de vista, también hay consenso: la explicación está en el pasado marinero de estos barrios. En primer lugar porque, como afirma un político vecino de los mismos (y estrechamente vinculado a la fiesta), el pasado marinero parece imprimir un carácter indeleble a cualquier tipo de tradiciones: “De estos barrios con identidad propia [se refiere al conjunto de
Valencia], destacan El Grau y el Cabanyal-Canyamelar, quizás por ser los barrios marineros por excelencia, la fachada marítima de la ciudad, continúa manteniendo sus fiestas y tradiciones, 223 Levante-EMV, 8-IV-2006, p.31.
siendo la más importante de ellas la Semana Santa Marinera.”
Más ajustado a la experiencia histórica de privaciones materiales y peligro físico de los antiguos pescadores,
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298 se encuentra la postura que vincula la religiosidad de estos barrios al los peligros de la mar: “... ten en cuenta que es un barrio pescador, con los azotes del mar... es un barrio, es un barrio que ha tenido... vamos, ha pasado la epidemia del cólera, hace 120 años en estos momentos, que salió el Cristo de los Afligidos, (...) entonces, es a su... a lo mejor, a su simpleza, se aclaman a su imagen, son gentes... (...) luego está el pueblo llano, el pueblo llano pescador que se aclama a... bueno, ahí está la Buena Guía, por ejemplo, que se sigue manteniendo la tradición de cómo sacan a la Virgen (...) y gente muy humilde... y la sacan más de diez años, veinticinco y cincuenta años, entonces, eso no tiene tampoco... y se muestran tal como son, entonces, yo creo que tiene mucho que ver el... su cosa de... su religiosidad, por su vida en el mar como pescadores que han sido, pescadores... y alguno ha sido médicos, etcétera, etcétera... pero la gran... por eso se llama el Cabanyal y está el... el ochenta por cien o el setenta por cien gente que ha tenido pescadores ahí, entonces, si en el mar no te aclamas a nadie... mal lo tienes (...) por eso yo creo que la religiosidad asentada en los poblados marítimos.” (Hermandad
del Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
Efectivamente, y como ya se apuntó en su momento, las celebraciones semanasanteras surgen entre una población que tiene mayoritariamente en el mar su medio de vida. Recuérdese también al respecto el trágico fin de la novela Flor de mayo, con los protagonistas ahogados por el oleaje ante la mirada impotente de sus vecinos del Cabanyal. No era ésta una situación anómala: recordemos que el mar Mediterráneo ha sido definido como un “espacio de mortalidad” (Mollat du Jourdin, 1993: 173), y es muy probable que pueda buscarse aquí una base histórica para la pervivencia
de una religiosidad específica y diferenciada. Ahora bien, en la actualidad, tal pasado cumple una función esencialmente mítica, pues, como se vio en el capítulo I, la práctica de la pesca como actividad económica relevante prácticamente ha desaparecido del barrio. Los viejos pescadores constituyen pues un tiempo ya completamente superado, pero cumplen una función medular a la ahora de proporcionar una memoria colectiva a la fiesta. Ahora bien, es precisamente al hablar de la Semana Santa como una tradición marinera, cuando más claramente se manifiesta la ambigüedad hacia la ciudad de Valencia. Por una parte, la Semana Santa se explica por la existencia de un pueblo, la calidad de cuyas relaciones personales es muy superior a las que se producen en el despersonalizado centro de la capital. Por otra parte, no hay que olvidar que, en un pasado remoto (digamos, una vez más, mítico), el origen de la fiesta está en los marineros que antaño habitaban en la ciudad: “Porque es también donde empezó y donde la gente ha seguido la tradición. Porque por ejemplo el Cristo del Salvador aquí se desfilaba en el centro, los marineros digamos desfilaban en el centro, con el Cristo del Salvador del centro ¿no? ellos también tienen un Cristo y entonces llegó un momento en que los marineros se trasladaron del centro y se vinieron aquí, y pidieron una réplica del Cristo para salir por aquí, y entonces ya empezaron a salir por aquí.... si los demás se unieron, seguirían, tal pues la verdad es que eso no lo sé, pero supongo que como patrón de los marineros que es el Cristo, pues aquí estaban los marineros, y en el centro no, y en el centro supongo es donde acabó de... de morir, porque no había gente que lo sacara, no había nada, ...” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
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300 Y es que el mar es capaz de dejar su impronta en todas las manifestaciones de estos barrios, pues nos encontramos en ellos a “un poble que endinsa les seues arrels en la mar, la qual trempa totes les seues manifestacions, com la Setmana Santa que per això, ací vora la mar, es diu Marinera”. El mar se configura, en definitiva, como otra manifestación del síndrome de diferenciación marginal, en tanto que es capaz de diferenciar a la Semana Santa Marinera de todas las que se celebran en el resto del mundo, al tiempo que adquiere un carácter mítico, pues es capaz de explicar tanto el origen como la perduración de la tradición. Hay que insistir en que, justo en el momento en que el mar ha dejado de constituir el principal medio de vida del barrio, ha sido cuando el ritual en mayor medida ha optado por éste como la más idónea seña de identidad, como una suerte de denominación de origen de la fiesta. Y se ha hecho tan imprescindible que, hasta cuando la ya varias veces citada cofradía del centro de la ciudad, ha ingresado en la fiesta (la Cofradía del Cristo de la Buena Muerte), se ha legitimado aludiendo a una leyenda malagueña, que sitúa en una tormenta y en la luz de una iglesia que se veía desde el mar, los orígenes de la cofradía andaluza de la que nacería después la valenciana: “... cuenta la historia del Cristo de la Buena Muerte que los primeros protectores fue la armada española y la legión, porque dice que un barco iba a la deriva, (...) que un barco iba a la deriva, vieron una luz y por la luz se guiaron pensando que era un faro, pero cuando llegaron al faro no era un faro, era una ermita y en esa ermita había un Cristo y era el Cristo de la Buena Muerte, que luego ese Cristo se quemó; y por ahí pues se participa con esto y por eso ... es una tradición, la imagen
224 Semana Santa Marinera de Valencia. Libro oficial 2006. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2006, p.11. 225 “Amb unes característiques pròpies que les fan singulars respecte a tantes altres com es celebren per tot arreu a Espanya, a la ciutat de València les processons s’estendràn tot el llarg d’este districte, amerante-se de mar que, per això, la nostra Setmana Santa és, a més, Marinera”. (Semana Santa Marinera de Valencia. Libro oficial 2005. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2005, p.11).
del Cristo protector de la legión y nosotros hicimos una imagen similar, con las mismas características al Cristo de la Buena Muerte.” (Cofradía del Cristo de la Buena Muerte, El Grao).
3. Las religiosidades cofrades Según lo expuesto hasta el momento, hay, al menos, dos discursos claramente diferenciados en torno al ritual: el eclesiástico, que acusa a los cofrades de cultivar un envoltorio vacío (llámese folklore, paganización, tradición, etc.), y el de los festeros, que se apoyan en la tradición y en el pasado marinero para explicar la presencia y reproducción de la fiesta. Desde este punto de vista, no nos encontramos exactamente ante una religión civil, porque, según la definición de Salvador Giner, no se sacraliza una politeya, pero sí nos encontramos, sin ningún tipo de dudas, ante un ritual secularizado, que sacraliza una identidad mediante el recurso a la tradición. Es por esto que, desde el discurso clerical, se advierte que “no se puede ser cofrade y agnóstico al mismo tiempo; o cofrade y no practicante. Quien así lo piense está atentando contra el espíritu eclesial de estas instituciones, y aún está contra la verdad del culto que se pretende promover” (Díaz Tortajada, 1992: s.p.). Ahora bien, sabido es que, desde el punto de vista de las ciencias sociales, no podemos ceñirnos a las definiciones (normativas) que, desde la teología se nos brindan acerca de la religión. Por otra parte, no es una casualidad que la ya descrita conciencia de identidad, nutrida por la tradición, se construya y reproduzca a través de un ritual de carácter explícitamente católico, caracterizado por el despliegue de una iconografía que hunde sus raíces en la religiosidad contrarreformista. El que el ritual actúe como nexo social no significa que no
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302 sea, al mismo tiempo, expresión de una fe religiosa. Pero quizás valga la pena recordar, al respecto, la advertencia que hace años nos hizo Halbwachs, acerca de que “en el cristianismo, como en toda religión, deben diferenciarse los ritos de las creencias” (2004a: 256). Analizados los primeros, pasemos ahora a exponer las segundas. Parece claro que, en el marco del ritual católico, nos encontramos ante una religión muy determinada, capaz en principio de suministrar significado existencial y recursos cognitivos a los individuos inmersos en el mismo. Ahora bien, en un marco de politeísmo de valores, en el que los individuos se socializan en universos plurales de sentido, es sumamente difícil que las narrativas articuladas en torno al ritual sean homogéneas. Y no sólo porque haya que distinguir entre religiosidad clerical u oficial y religiosidad popular o cofrade, sino porque, dentro de ésta última, encontramos un abanico de posturas que oscila entre la fe militante más acorde con los postulados eclesiásticos, y esa “religión común” tematizada por Ariño (2006). Hay que tener en cuenta, por otra parte, que las formas de religiosidad encontradas que se plantearán a continuación sirven para orientarnos como tipos ideales, pero que, en la práctica, tales posturas aparecen frecuentemente mezcladas. Comenzaré aludiendo a la postura que se acerca más a los preceptos de la Iglesia católica. Ésta se da, evidentemente, en el discurso de la Junta Mayor; no obstante, también es una postura que se da en la práctica cotidiana de la religiosidad cofrade. El polo más cercano a la Iglesia es el de quien afirma que la Semana Santa se ubica en el centro de su experiencia religiosa:
“Pues vivir el eje central de mi fe que es la muerte y la resurrección de Cristo. Me da en esos dos o tres días la fuerza para vivir lo bueno y para expresarlo y para ser el centro de mi vida.” (Hermandad de la Crucifixión del Señor,
El Canyamelar).
Como se ha advertido, esta sería la postura más polarizada dentro de quienes viven una religiosidad más acorde a la Iglesia. Sin llegar a tal grado de formalización teológica, hay quien relaciona su vinculación con la Semana Santa a una formación cristiana adquirida desde la infancia, aunque –como es el caso del texto que sigue- ésta haya sido adquirida fuera del marco familiar de la Semana Santa: “Lógicamente también salgo por el sentido religioso, soy cristiana, apostólica, romana, he ido toda mi vida a un colegio de monjas, luego hice COU en un colegio de curas, y entonces ese sentimiento sí. A mí los encuentros de los Cristos en la playa por la mañana me emocionan y… y sí, sentimiento religioso porque yo muchas veces cuando estoy haciendo el Entierro me lo planteo, o sea, me planteo lo que estoy haciendo porque parece, aparentemente es una procesión en la que todo el mundo sale, vamos de oscuro y tal, pero claro, es que estás celebrando el entierro de Jesucristo, entonces si no sientes el porqué estás haciendo las cosas es un absurdo que salgas, o sea la fiesta pierde su sentido.” (Hermandad de María Santísima
de las Angustias, El Cabanyal).
Desde esta vivencia de la religiosidad, no resulta extraño que algunos cofrades se indignen ante la acusación de folklore que hemos visto realizar a los párrocos anteriormente:
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304 “yo cuando dicen que es folklore a mí me dan tres pataditas, a mí, te estoy hablando muy sinceramente, me dan tres patadas. Muchos curas han dicho que es folklore, que es ir disfrazados, que tal y que cual. Y eso no sienta bien.” (Hermandad del
Santo Silencio y Vera Cruz, El Cabanyal).
Así, aunque no falta quien reconoce que “algo de folklore sí que hay”, en ningún caso se acepta que se trate de una celebración exclusivamente folklórica: “(...) La religiosidad popular nunca ha estado bien vista, y aquí en El Cabanyal yo no sé por que siempre hemos tenido fama de folklóricos, de tal, de cual, yo creo que no somos ni más ni menos folklóricos que cualquier otra celebración de Semana Santa (...) ¿Folklore? pues sí, hay algo de folklore, pero es que sea una fiesta exclusivamente folklórica pues a mí me repatea cuando lo oigo.” (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal).
Así, lo que demuestran los párrocos con tal acusación es un desconocimiento del sentimiento religioso que realmente tienen estos barrios: “Yo creo que si utilizaran la palabra sin el sentido ofensivo que ellos la utilizan, porque no es la palabra, es como lo dicen… Esto es folklore, obviamente, es folklore religioso. Una romería a un santo es folklore… hay una parte de folklore y una parte de sentimiento religioso. Que se tiene que explotar las dos en consonancia, porque hay gente que va porque ha ido toa la vida, pero puede ser de las únicas veces que tenga información religiosa que le pueda llegar a la persona. ¿Los curas? Yo creo que llamarla folklore es que esto está muy alejao de la Iglesia, y no es verdad, no es verdad. Eso es un demostración de que no conocen al barrio.” (Hermandad del Santo Cáliz, El Cabanyal).
226 “No tendría razón la Semana Santa fuera de la Iglesia. De la misma manera que los sacerdotes deben de tener en cuenta la Semana Santa para captar voluntades. Y para lanzar su mensaje.” (Hermandad de María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
Hay pues un consenso en torno a la idea de el ritual no tendría sentido fuera de la Iglesia. Con todo, no deja de ser significativo que, incluso quienes practican este tipo de religiosidad, se desmarquen de movimientos más militantes, como pudieran ser las comunidades neocatecumenales, al mismo tiempo que se reclama idéntica dignidad que la concedida a aquéllas para las prácticas propias: “Yo creo que es un barrio que tiene iniciativa popular y las comunidades catecumenales son totalmente contrarias a la iniciativa popular, yo como te comentaba he sido catequista, he dado cursos preparatorios de matrimonios, y por esa causa estuve en varios retiros espirituales, con catequistas y otros monitores, y ahí van de todo, desde el Opus Dei, comunidades, movimientos cristianos y yo siempre cuando llegaba ‘¿tú de qué movimiento eres?’, pues ‘de una cofradía’ y te aseguro que ninguno, ninguno de los otros movimientos entendía una cofradía como un movimiento cristiano ‘eso no vale, eso no vale’, ‘¿cómo que eso no vale?, a mi me sirve, si a mi me sirve le puede servir a otra persona, yo no soy especial’, si a mi me sirve la cofradía como vehículo trasmisor de fe, le puede servir a otra persona; y no es ni mejor ni peor que cualquier otro movimiento, el problema lo tiene aquel que cree que su movimiento, sea el que sea, es mejor que los demás entonces intenta ser despectivo con el de los demás.” (Hermandad del
Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal).
Esta postura es sumamente interesante porque, una de las anomalías que, desde el punto de vista religioso, presentan las parroquias de la Semana Santa Marinera es la ausencia de comunidades neocatecumenales en las mismas (con la excepción del Grao, donde he podido encontrar incluso algún caso ais-
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306 lado de “kiko”-cofrade, e incluso de miembro del Opus Dei y cofrade). No se trata, evidentemente, de que no haya “kikos” en El Cabanyal-Canyamelar, pero su número no ha sido suficiente para crear comunidades en sus parroquias, por lo que han tenido que emigrar a la cercana parroquia de la Preciosísima Sangre, en el barrio vecino de la Malva-rosa. Y la ausencia de tan pujantes formas de religiosidad católica es explicada, precisamente por el arraigo de las formas de religiosidad predominantes en El Cabanyal-Canyamelar: “No, no... aquí no ha cuajao, no ha cuajao... en el Rosario, por ejemplo, por ejemplo, se intentó, pero no ha cuajao porque... yo creo que cada uno debe saber donde está, ¿no?... y el Rosario, con más de doscientos años de vida, es una parroquia de mucha acción católica, como... han estao mis padres y tal... ahora es un movimiento también que va... va... enlazado y tal, entonces, ahí no intentes meter... como lo han intentao, ¿no?, ¿por qué?, porque te vas a llevar un fracaso, es decir, no intentes meter... y luego, yo creo que todos los caminos conducen, yo creo que bueno... los catecumenales en su camino, la Semana Santa en su camino, todos los caminos te conducen a lo mismo, ahora, no intentes meter como... como muchas veces se le ha dicho mi párroco y tal... pues vamos a hacer la... cómo se llama... esto... adoración nocturna... pues para eso ya están los catecumenales o tal... no, son dos cosas... la adoración nocturna es un rito que también lo quiere la iglesia mucho, la adoración (...) y lo otro es importante (...) a lo mejor le gusta la misa de otra forma más... más... entonces, yo creo que (...), aquí es difícil que genere la Semana Santa una cosa de esas, luego yo creo que son muy... suyos, ¿no?, entonces, hay cosas que no... no entiendo” (Hermandad del
Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
Ahora bien, este distanciamiento también implica la consciencia de una menor implicación en la religiosidad exigida desde instancias eclesiales: “Yo es que creo que ellos también van un poco independientes ¿no? o sea, nosotros no nos metemos ahí y ellos tampoco se meten, es un poco... yo lo veo un poco independiente, o por lo menos tampoco... he visto tanto para pensar que... aquí ya cada uno a estas alturas de la vida va a su bola...(...) Es que tampoco son diferencias es que... yo creo que es que lo tienen más asumido o yo que sé, tampoco...” (Hermandad del Santísismo Cristo del Salvador, El Cabanyal). “Simplemente que la gente del barrio del Marítimo no está por la labor de llegar a ese punto de liturgia, de llegar a ese punto de creencia. No entro en si es buena o si es mala.” (Hermandad de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
La consideración contenida en el último de los fragmentos citados es sumamente ilustrativa, pues el hecho de que la gente no esté dispuesta a “llegar a ese punto de creencia” que caracteriza a los “kikos”, es un indicador claro de cómo funcionan las formas de religiosidad predominantes entre los cofrades, una religiosidad que es, eminentemente práctica. Dentro de ésta, a su vez, aparecen nuevas tipologías, que nos hacen pensar que, dentro del ritual coexisten esos “estratos del tiempo” de los que nos habla Koselleck (2001), y que no se corresponden sólo a generaciones biológicas, sino a la superposición de temporalidades con características de distintas épocas en un mismo momento. Estratos de los que parece interesante hacer aflorar primero el más antiguo. Dentro de las formas de religiosidad popular más tradicionales, no dejan de aparecer las que, desde deter-
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308 minados estudios, se ha calificado como “religiosidad marginal”, en tanto que sus protagonistas se situarían en los márgenes de las fuentes del poder, sea éste económico, político, o intelectual (Briones Gómez, 1995). Aunque la definición sea discutible -podemos considerar, con Rodríguez Becerra (2000: 33), que es la Iglesia “quien considera estos rituales y creencias populares como marginales”-, sí está claro que no es difícil encontrar en el desarrollo del ritual múltiples acciones que se han podido caracterizar como típicas de la religiosidad popular, ya que ponen el acento en la satisfacción de las necesidades más elementales o básicas (principalmente la salud), y se producen sin intermediación eclesiástica (Rodríguez Becerra, 2000). Es frecuente, pues, a lo largo de las celebraciones, ver por ejemplo pasar pañuelos por las imágenes de los crucificados, o hacer girarse a éstos hacia la puerta de las casas en los que se sabe que hay alguien gravemente enfermo. La efectividad que se atribuye a tales actos no deja lugar a dudas; como tampoco las deja constatar el hecho de que hay imágenes que se perciben como más efectivas que otras: “...este año hemos tenido una chica que es clavaria este año, y el año pasao estaba muy enferma, de cáncer, y le quedaban dos meses. Ella pidió llevar el Cristo del Salvador. Y lo pidió, lo llevó y dijo que si se recuperaba sería clavaria este año. Se le ha paralizado totalmente y este año ha sido clavaria con nosotros, entonces, claro la gente escucha eso, y claro... boom... ¿sabes lo que te quiero decir?, y te digo ese caso que puede ser médico, yo no te digo que no, pero el médico tampoco se lo explica. Pero realmente cuando una persona dice eso pues claro, se sube vamos, como la espuma.” (Hermandad del
Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Dentro de estas formas de religiosidad más tradicionales encontramos el culto, mucho más minoritario, a determinadas, reliquias, como el pedazo de la Vera Cruz que se venera en un domicilio particular, al que acuden quienes necesitan efectuar alguna petición (normalmente amigos o vecinos): “[La reliquia la piden] miembros de la hermandad. O alguien que viene de fuera de la hermandad y que dice ‘¿me puedes pasar este pañuelo?’ ‘¿puedo tocarla?’ ‘¿te viene bien que la toque, que tengo la mano así?’, a ver si me comprendes, hay gente que no te la pide pero viene a verla, y viene gente ya del barrio ¿me comprendes? Ya te traen un vela ‘mira, esto enciéndesela que no se qué’, y yo el año pasado pues en exámenes pues había una señora que cuando tenía la hija examen ‘[nombre], li posaràs açò a la Creu?”, ‘no te preocupes,
li diré que és pa ta filleta’, y se lo encendía ¿eh? de verdad. Aparte yo siempre tengo velas encendidas y si ahora me da una por lo… yo la pongo pensando que es para esa persona…” (Hermandad del Santo silencio y Vera Cruz. El Cabanyal).
Estas formas de religiosidad coinciden con ese “rechazo de la mediación clerical” que Rodríguez Becerra ha definido como una de las características de la religiosidad popular (2000: 32). Ahora bien, también podríamos, de manera complementaria, considerarlas en la actualidad como parte del proceso de desinstitucionalización religiosa que caracteriza a las producciones culturales de la modernidad avanzada, perspectiva que, lejos de resultar antagónica con la anterior, permite apreciar una superposición de temporalidades sobre el mismo fenómeno: la misma reliquia sirve tanto para sanar una mano dañada como para aprobar un examen. En todo caso, no dejan éstas de ser formas de religiosidad
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310 fuertemente vinculadas al lugar. Aquí, la religiosidad es vinculada expresamente a la herencia de los mayores (con lo que nos encontramos de nuevo con el tema de la tradición): “Porque es una cosa nuestra. A ver si me comprendes. Yo digo que aquí en El Cabanyal, y hablo de Cabanyal, fíjate, en El Grao ahora verás a lo mejor a más gente, pero no es gente del Grao, es gente que viene del centro, (...).La gente de aquí se marcha fuera el Domingo después de Resurrección (...). La gente sale. Y a lo mejor no es que sea más devota o menos devota, ¿eh?, eso yo no lo diré nunca. Diré que son unas raíces de dentro y es una… una cosa nuestra… nuestra. Porque yo te diré que yo he visto a gente, vamos, que ni hablar de Dios, de Dios ¿eh?, y sin embargo venir Semana Santa y ponerse el traje y cumplir como un penitente totalmente. Entrar incluso a misa y estar orando. Los días de Semana Santa. Porque lo han visto a sus abuelos, lo han visto a su padre, no sé…” (Hermandad del Santo silencio y Vera
Cruz. Cabanyal).
Desde esta misma perspectiva, es significativo que, a diferencia del discurso clerical, se disocie la mayor o menor asistencia a los oficios religiosos de la sinceridad en las creencias: “Sí que es una religiosidad, entre comillas, no de misa, no de misa, aunque sí que hay, pero sí de aclamarse o de tocar... o de llevar el Cristo... y eso es importante, mi padre siempre decía que aunque entren un día a misa... bueno, pues por ahí puede entrar fe o una... que no somos nosotros quiénes para enjuiciar a esa persona, porque quien lo tiene que enjuiciar es Dios... y, a lo mejor, a lo mejor, la gente... esa gente, a lo mejor es más buena que la que va a misa, porqué no... El llevar una imagen, eso es símbolo también de religiosidad,
que no... eso no se entiende en Madrid, Barcelona, es que a lo mejor no se entiende... como se lleva una imagen... (...) no vas a exhibirte, porque no te conoce nadie, porque tú saludas y nadie te conoce, a no ser (...) tú saludas y nadie te conoce, luego, es una señal de penitencia... penitencia si quieres mezclada con folklore, entre comillas folklore, que a lo mejor lo hay, pero yo creo que hay más, en algunos actos, de penitencia y tal, porque vas con la cara tapá y, a lo mejor, haciendo un sacrificio interior, ¿no?, hay gente que va descalza...”(Hermandad del Santísimo
Cristo de los Afligidos. El Canyamelar).
“... creo en Dios, y todo igual pero que no… no sigo… ¡xe! no se cómo decir, que no soy practicante, la verdad. Practico ahora lo justo, lo que me obliga ir a la iglesia porque tengo que estar en la iglesia, en contacto con la iglesia, me llevo bien con el retor, pero tampoco es una cosa que me diga vamos todos los días a la iglesia a rezar porque no, eso no.” (Hermandad del
Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Y más significativo todavía resulta, enlazando con el punto tocado anteriormente, que tal sinceridad se asocie con el pasado marinero: “Ese teatro, para mi es la evangelización del Marítimo. Lo llamo teatro porque se le llama teatro y de hecho a las imágenes se les llama pasos por los pasos de Lope. Es una manera de evangelizar al pueblo. Un pueblo que realmente le interesa lo más mínimo. Aquí pasa mucho lo de “jo no crec en el retor
la iglesia que se vaja a fer punyetes però el meu Cristo que no me ho toquen” Vale, para ellos lo más importante de su vida es el Cristo los marineros... aparte es que tampoco tenían tiempo para acudir a misa. Pero en el momento que salía el Cristo a la calle, los pescadores iban detrás.” (Hermandad de
la Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
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312 Como se ha afirmado ya en numerosas ocasiones, la religiosidad popular se caracteriza por su carácter eminentemente práctico, punto en el que vienen a redundar las prácticas y creencias expuestas hasta el momento. Sobre esta base, nuevos matices aparecen en quienes dan por sentado que el nivel de religiosidad es el normal, el que se comparte con todo el mundo, el común, en definitiva. Veamos algunos testimonios: “Ay, tampoco excesivamente, o sea, era más... sí éramos religiosos, pues no sé, supongo que como todo el mundo, yo igual un poquito más, porque yo todos los fines de semana, bueno, todas las semanas, porque ahora ya no vivo aquí pero antes sí, pues todas las semanas venías a la cofradía, era... no sé, era... esperando pues Semana Santa, esperando pues si había una misa pues ibas, ahora no vivo, no vivo aquí, por lo tanto si voy a misa no voy aquí, voy a... a mi lugar, pero tampoco excesivo, lo normal, vamos, porque básicamente todo el mundo de mi clase era religioso, aunque ahora la mitad dicen que no, pero (...), lo normal, ni se rezaba antes de las comida ni nada de eso...” (Hermandad del Santísimo
Cristo del Salvador, El Cabanyal).
El siguiente fragmento es más expresivo todavía, pues introduce, dentro de la normalidad, la devoción a la imagen y el apego a la tradición: “Lo normal (...). Es lo normal... pero es que, a ver, la Semana Santa para aquí no es... tú dices Semana Santa y te clasifican como un beato, pero yo para mí la Semana Santa es tradición y es tenerle fe a tu imagen, que de beato y de ir a misa no, yo voy lo justo, yo voy el Martes Santo, el Jueves Santo y el día de la cofradía que es en julio... y a misa ya pocas veces...” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
El nivel de identificación propiciado por la imagen pude ser tal que, hasta quien previamente se ha definido como no practicante, afirma sufrir una transformación durante el ritual, al ver a su imagen en la calle: “... te ves y te identifica a una persona, porque si te das cuenta, con lo bien tallado que está es que es un hombre. Entonces, te identifica mucho. Y cuando la ves procesionar, la ves por la calle, te das cuenta de que podría ser pues… que fuera Jesús el que estuviera ahí. Y eso es el Jesús” (Hermandad del
Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Ahora bien, nos engañaríamos pensando que, en materia de creencias religiosas, el recurso a la tradición supone la conformidad con una norma colectiva. Muy al contrario, la religiosidad de los cofrades demuestra un grado de individualización que resulta inequívocamente moderno (cf. Luckmann, 1973; Lenoir, 2005). Desde esta perspectiva, no se percibe ninguna contradicción entre creencia y falta de práctica, ya que cada uno tiene el derecho a “hacerse la religión a su manera”: “Hemos recibido educación religiosa porque hemos ido a un colegio de monjas, y yo soy católica, soy creyente pero practicante no. Vamos a ver, si tengo que ir voy, y digamos que me he hecho como todo el mundo la religión a mi manera....” (Hermandad del la Crucifixión del
Señor, El Canyamelar).
Este individualismo se plasma en un deseo de autonomía que provoca que, incluso en los que se reconocen de manera explícita dentro de la iglesia, reivindiquen su derecho a elegir libremente, sin dejar a la hierocracia en ningún momento el poder de
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314 decisión, no ya sobre las espiritualidades individuales, sino sobre los asuntos de la cofradía: “... esto no es una cosa de nenes, esto es una cosa de adultos y de mayores y de cristianos. Además, ¿no está hablando la Iglesia de… la responsabilidad de los laicos? Que nos deje ser responsables. No podemos estar a la sombra de lo que él mande, continuamente. Las cosas hay que… hay cosas que, indudablemente, lo que dice el cura, eso es lo que toca, pero hay otras que vamos a hablarlas.” (Hermandad de Nuestro padre Jesús Nazareno, El Grao).
Reclamando este derecho a la autonomía, hay incluso quien llega a reivindicar una tradición propia, en la que el papel de los sacerdotes aparece claramente delimitado, cuando no eliminado, sin por ello haber desaparecido esos significados “últimos” que la relación con lo sagrado provee al individuo (Luckmann, 1973): “... la iglesia siempre me ha tirao, siempre me ha tirao, pero siempre en el sentido de que lo que veo lógico, bajo mi punto de vista, lo comparto y lo apoyo, lo ilógico no estoy de acuerdo, ya puede decirlo el cura párroco de la iglesia de los Ángeles o el arzobispo de Valencia, me da exactamente lo mismo… Si no es lógico, bajo mi punto de vista, no es lógico, ni lo dice uno ni lo dice otro. Y yo pues, bajo mi tradición religiosa que tengo, yo creo en Dios pero no en los curas…” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
Valga apuntar al respecto que, como ya apuntara Luckmann hace varias décadas (1973: 112), quizá sea más propio enfocar este tipo de religiosidad individualizada orientada a las iglesias institucionalizadas como un fe-
nómeno nuevo o emergente de religión desintitucionalizada, que como un mero residuo del pasado. Es lógico que, bajo estas premisas, la fe adquiera un carácter fuertemente probabilista, en el que las grandes certezas han desaparecido: “Incluso los no creyentes... es que yo verdaderamente no creo que de los cuatro mil quinientos cofrades que hay en toda la Semana Santa, así como es cierto que la mayoría de ellos sí que salen por tradición y tal, y que no son practicantes y todo eso, pero creo que habrán muy pocos que no sean creyentes... Que tendrán su creencias y se habrán hecho su religión a su manera y su Dios a su manera, pero yo no creo que haya ningún ateo en Semana Santa... Ahora lo que pasa es que es cierto que no son practicantes” (Hermandad de la
Crucifixión del Señor, El Canyamelar). “No… yo es que, hombre, aparte… creo que cada uno tiene una religión. No me considero ateo, porque ateo ateo no soy. Además, tengo… mi hermano por ejemplo sin embargo, él es de la familia y sin embargo él es ateo. Mis padres no le han dicho: ‘ye, corta aquí’, porque ha sido bastante libre, ¿no? Tuvimos un pequeño problema en el mes de agosto que falleció un sobrino mío que tenía siete años, y nos encomendamos al Cristo del Salvador y… mira por donde falleció el chiquillo y… no tuvimos… mi hermano sí que tuvo motivos para decir “esto es una tontería” y… pero yo, dentro de lo que cabe pienso que el milagro lo hace la ciencia. Luego puede haber un trozo de madera que sí, que es el Cristo del Salvador, que lo ves y impone mucho respeto,… y cada uno tiene su religión, yo creo en Dios, creo que en su época vivió, hizo milagros y… pero no estamos en esa época ahora, es otro tema muy, muy diferente. Creo en Dios y todo eso, pero que no… no es el tema de ahora, que ahora no se puede decir ‘vendrá o no vendrá otro Dios’, eso… no…” (Hermandad del Santísimo Cristo
del Salvador, El Cabanyal).
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316 Nos encontramos, pues, ante un horizonte de religiosidad que “tiene que ver más con preocupaciones espirituales individuales que con la conformidad a una tradición colectiva” (Lenoir, 2005: 10). La búsqueda individualizada gana terreno, también aquí, a la observancia religiosa. Como vimos que sucedía al tratar de la sociabilidad en las cofradías, el individuo ya no está sometido a las normas del grupo. Es por esto que los dirigentes de la cofradía no pueden hacer –en caso de que quisierannada para obligar al grueso de los cofrades a un mínimo cumplimiento de los oficios religiosos: “lo que pasa es que no puedes obligar a la hermandad… mira, cuando empiezas a decir ‘tenemos que ir a tal y cual’ , entonces la gente ves que se va. Tienen que ir a su aire y porque ellos quieran ¿me comprendes? Yo por ejemplo tenemos un acto el día de Viernes Santo a las cinco de la tarde, que es la adoración a la Cruz, y por ejemplo, hay que comprenderlo también, bueno, según como lo veas. Nosotros salimos a las nueve de la mañana y terminamos a la una o a las dos. Empezamos a preparar el trono anda, y lo dejamos. Nosotros salimos el día del Entierro, ese mismo día a las nueve de la noche. Entonces hay una horas para hacer una buena siesta, descansar… resulta que a las cinco tenemos que estar en la parroquia de los Ángeles, porque hacemos nosotros, está la Vera, hay una adoración, a oir misa y tal ¿no?, la primera misa que se oficia… y bueno, pues yo estoy cansada de ‘tenemos que ir, tenemos que ir a las cinco y tal’… pues va a lo mejor este chaval que responsable total, a lo mejor su hermano, los más mayores y algunos pequeños. Y ahora te paras a pensar y dices es que llevan mucha marcha y tal, pero claro, es un acto que debemos de ir. Aparte, lo hacemos, bueno, pues han ido un año a lo mejor, y al otro año ya te han dicho que nanay. Y un año van unos y otro año van otros.” (Hermandad del Santo Silencio y Vera Cruz, El Cabanyal).
Resulta claro, pues, que dentro del universo simbólico que el ritual propone, cada uno elige libremente adherirse a sus prácticas preferidas, alejándose de las que no cree convenientes, llevándose a cabo un ejercicio de elección individual que entra de lleno dentro de lo que se ha llamado “religión a la carta” (Moncada, 1996). Aunque el recurso a la tradición es unánime, la emancipación en la práctica respecto a la misma es tal que, llegan a producirse productos de bricolage en los que se retoman y mezclan elementos de religiosidades plenamente modernas y atomizadas (un ejemplo extremo de este fenómeno sucedió durante las navidades de 2001, cuando la Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador usó como tarjeta de felicitación navideña el poema con el “árbol de la vida” que, al ser abierto, contenía en su seno una fotografía de la imagen titular). Y es que, junto a la individualización radical, la globalización religiosa también ha alcanzado, con la extrema fluidez de sus símbolos, a la cofradías de los viejos Poblados Marítimos, que han sido, no obstante, capaces de reelaborarla según códigos propios. Hay que dejar claro que no se trata, ni mucho menos, de que los cofrades sean poco religiosos; ni siquiera tampoco de que las modalidades de adhesión a la norma sean múltiples: es que, en materia de creencias, ya no hay norma. El sentido está en la práctica, tal como me dijo en una ocasión una entrevistada: “mira, yo cuando me pongo el traje ya llevo todo el sentido” (Hermandad del Santo silencio y Vera Cruz, El Cabanyal). Esta situación de permanente indeterminación crea en determinados casos la necesidad de distinguir (inútilmente) entre lo que, en Semana Santa es y no es religión. Una vez más, el criterio para delimitar los confines entre una y otra es la tradición:
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318 “estamos a medio camino entre lo que es religión y lo que no es religión, y entonces a veces es muy agradable, pero a veces es muy desagradable también porque la gente mezcla lo que es tradición pura de su familia con sentimientos religiosos, que yo sin duda creo que están”. (Hermandad del Santo Cáliz, El Cabanyal).
Y esa división es clave porque, en el discurso cofrade, apelar a la tradición significa, en muchos casos, normalizar la secularización. No se trata de un ámbito al margen de lo sagrado, sino un ámbito en el que lo eclesial se queda ampliamente desbordado. Tradición es aquí, como se vio anteriormente, devoción desinstitucionalizada a la propia imagen, pero también identidad, sociabilidad, deseo de estar con los amigos, sacralización del lazo social, desfile por la calle “codo con codo”; communitas, en definitiva. Es por esto que es necesario replantearse las relaciones entre curas y cofrades, de una manera que supere tanto la dialéctica entre religiosidad oficial versus religiosidad popular, como la explicación basada exclusivamente en el recurso a las identidades locales. El planteamiento que presenta al ritual como un campo de fuerzas y de significados ofrece sugerentes perspectivas al respecto. 4. Las reglas del campo: ¿ortodoxia eclesiástica u ortopraxis festiva? Ante la variedad de formas de religiosidad que hemos visto articularse en torno al ritual, podemos plantearnos dónde está realmente la ortodoxia. Porque, si se la seguimos concediendo a los clérigos, estaremos aceptando una visión del ritual, de la tradición y del fenómeno religioso, proporcionada no desde las ciencias sociales, sino desde la teología. Desde esta perspectiva, es difícil encontrar una ortodoxia más allá de la sintética pro-
227 Ver Semana Santa Marinera de Valencia 1991. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1991, p.44.
puesta de la Junta Mayor: la simbiosis entre religión y tradición. Ya hemos visto que, en realidad ésta no excluye, al menos necesariamente, a aquélla, pero, lo que está claro es que, dentro del campo festivo, los que intentan inútilmente hacer valer su ortodoxia desde posturas francamente minoritarias son los clérigos, completamente incapaces, en el estado actual de relaciones de fuerzas del campo, de imponer su legitimidad (cf. Bourdieu, 1999: 52-53). Es por esto que, desde la teoría de los campos, serían precisamente ellos los herejes, pues su pretendida ortodoxia se transforma en muy minoritaria heterodoxia ante la ortopraxis consensuada por la mayoría de los festeros. Ahora bien, a diferencia de lo que opina el sistematizador de la teoría de los campos, no siempre los recién llegados son los que intentan imponer una nueva ortodoxia, sino que quien más tiempo lleva dentro del mismo puede verse relegado a posturas francamente residuales (con el agravante de que, dentro de los actores que comparten la illusio de los valores que el campo festivo pone en juego, los sacerdotes son los únicos que no pueden optar por la libre retirada del mismo). En realidad, quizás sea más útil, como ya se ha insinuado, plantearlo en términos de praxis que en términos de doxa. Así, frente a las ortodoxias en pugna por imponer sus significados al campo, encontramos la ortopraxis cofrade: aquella que consigue imponer su hegemonía en las prácticas, punto de consenso de la mayoría de los actores implicados (excepción hecha de la hierocracia eclesiástica). Más allá de éstas, es decir, en materia de creencias, sucede lo mismo que al tratar de la sociabilidad: la multiplicidad de opciones individuales adheridas libremente al ritual es la única manera posible de consenso.
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320 Nos encontramos, pues, ante una religión de carácter inequívocamente público, pero que trasciende por completo el marco eclesiástico. Y no sólo porque la calle sea el lugar privilegiado para efectuar la específica liturgia de tal religión, sino porque, en la práctica, la fiesta no cuenta con una hierocracia que la gestione. Antes bien, el ritual refleja universos simbólicos complejos, que mezclan situaciones y temporalidades múltiples, en las que conviven formas de religiosidad residuales (herencia de formas hegemónicas en el pasado) con otras absolutamente novedosas. Pero incluso en el caso de las más tradicionales, entendidas ahora como las más vinculadas a la hierocracia eclesiástica, la adhesión depende exclusivamente de la voluntad individual. En este sentido, la vivencia religiosa del ritual refleja el diagnóstico de Peter Berger: “... estos ejercicios de elección son inevitables en una situación en la que ninguna tradición religiosa se considera, desde hace tiempo, como garantizada. El individuo tiene que elegir. E incluso en el caso de que se defina a sí mismo como fiel y ortodoxo seguidor de esta o aquella tradición, también esta definición es el resultado de una elección.” (Berger, 2006: 11).
VI “SIN PERDER LAS RAÍCES DEL BARRIO”: IDENTIDAD(ES) Y TERRITORIO(S)
322 Se vio en el capítulo anterior cómo, inseparable del sentimiento religioso, la necesidad de expresar una identidad diferenciada, expresada en términos de tradición, era un factor determinante para explicar la propia existencia del ritual festivo. Desde este punto de vista, bien merece la pena recordar la advertencia que realizara Isidoro Moreno, hace ya algunos años, al afrontar el estudio de los rituales festivos andaluces: “En cualquier sociedad y momento histórico, las fiestas han tenido como una de sus funciones fundamentales –no siempre suficientemente destacada- la de ser ocasión ritual para la reproducción de identidades; para el establecimiento y reproducción del nosotros en contraste con el ellos” (Moreno Navarro, 1990b: 271).
Transcurridos más de tres lustros, hay que reconocer que, salvo excepciones, la carencia denunciada por Moreno ha sido sobradamente cumplimentada: desde la perspectiva de la eficacia del ritual como activador de identidades se ha podido explicar, por ejemplo, la revitalización de fiestas que parecían condenadas a su extinción por la lógica de la modernidad (Centelles Royo, 1998). Desde este punto de vista, bien podemos aceptar, con Bourdieu (1993), que el rito actúa como un acto que instituye de manera definitiva diferencias socialmente incorporadas. Por otra, parte, esta visión del ritual festivo también es susceptible de ser reconducida en términos mertonianos: la fiesta tendría así una función expresa (manifestar una devoción católica), y una función latente (expresar la identidad de unos barrios y mantenerlos cultural y socialmente cohesionados) (Merton, 1995: 92-160). Ahora bien, quedarnos exclusivamente en este nivel de interpretación significaría renunciar a comprender el
carácter abierto del ritual en condiciones de modernidad avanzada. Parece pues conveniente preguntarse si es posible ir más allá de los planteamientos expuestos. Sumamente interesante es, al respecto, la propuesta de Stuart Hall, quien postula, frente a cualquier esencialismo, un concepto estratégico y posicional de la identidad: “El concepto acepta que las identidades nunca se unifican y, en los tiempos de la modernidad tardía, están cada vez más fragmentadas y fracturadas; nunca son singulares, sino construidas de múltiples maneras a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzados y antagónicos.” (Hall, 2003: 17).
Este tipo de perspectivas, nos permite superar visiones como la de Pitt-Rivers (1986), quien pretendió leer las características fundamentales de las identidades locales del Estado español a través de sus respectivas fiestas. Parece claro que empleando la terminología de Zygmunt Bauman (2003c), visiones que podían ser válidas para la primera modernidad o “modernidad sólida”, no lo son tanto para la modernidad avanzada o “líquida”. Problemas similares a los enfrentados al tratar de la identidad surgen al abordar un tema estrechamente asociado a ésta, como es el del territorio (Castells, 1999: 83-88). Así, frente a visiones que postulan una correspondencia entre los espacios físico, social y ritual (Provansal / Molina, 1989), parece más acertado hablar de otro tipo de territorio (Ortiz, 1996), donde las fronteras, desde todas las escalas, se han problematizado hasta límites hasta no hace mucho insospechados (Hannerz, 1997). Partiendo de estas premisas, el presente capítulo intentará abordar la creciente complejidad que el
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324 ritual produce y reproduce, desde el punto de vista de la identidad y del territorio asociado a la misma. Para ello, se dividirá en dos partes. En la primera, se tratarán los distintos niveles de construcción identitaria que el ritual es susceptible de construir. En la segunda, se abordará el tema del territorio, tomando como punto central la ambigüedad de la relación con la ciudad de Valencia, pero también las maneras de percibir el propio territorio festivo desde la subjetividad de los actores, y en la configuración específica que cada unidad territorial oficialmente implicada supone respecto al resto. 1. Construcción identitaria y niveles de significación en la Semana Santa Marinera En consonancia de lo que hemos visto en capítulos anteriores, se parte de la idea de que, en un contexto de complejidad social creciente, donde aumenta la interacción entre agentes que se caracterizan más por su heterogeneidad que por su homogeneidad, la coparticipación en un mismo cuerpo de tradiciones supone necesariamente la consideración del ritual como un campo de negociación y resignificación permanente. Desde este punto de vista, resultan fundamentales los trabajos de Isidoro Moreno, quien lleva ya cierto tiempo advirtiéndonos de que “varios son los niveles de identidad que pueden reproducir los rituales colectivos de religiosidad popular”, consideración que le lleva a distinguir entre identidades “grupales”, “semicomunales”, “comunales” y “supracomunales” (Moreno Navarro, 1990a: 94-95). Descartado aquí el segundo tipo -no nos enfrentamos a una comunidad dividida en “mitades”-, sí que me inspiraré en esta clasificación para tratar de establecer los niveles de identidad presentes en la secuencia ritual desarrolla-
da a lo largo de la celebración de la Semana Santa Marinera. Es decir, se procederá ahora a deslindar los distintos nosotros que interactúan dentro del nosotros que articula el máximo nivel identitario del ritual. Se partirá, pues, de la propuesta de Moreno -pensada, no lo olvidemos, para el ámbito cultural andaluz- para intentar avanzar un paso más, proponiendo otros niveles de identidad, suscitados en diferentes direcciones, a partir de las transformaciones recientes del sujeto celebrante del ritual. 1.1. Niveles de identidad en el ritual de la Semana Santa Marinera 1.1.1. Identidad grupal 1.1.1.a) Identidad subgrupal Como se vio en el capítulo correspondiente, podemos afirmar que cualquier cofradía, hermandad o corporación de la Semana Santa Marinera -como de muchas otras fiestas- cumple los requisitos establecidos por Merton para ser considerada sociológicamente un grupo de referencia: establece formas duraderas y moralmente consagradas de interacción social, permite la autodefinición y, finalmente, la definición como miembro del grupo por parte de los otros (internos y externos a éste) (Merton, 1995: 92-160; 287-290). Sin embargo, una cofradía no es, como se ha visto anteriormente, una entidad homogénea, sino que está compuesta fundamentalmente, por muy variados vínculos familiares y polimorfas redes de amigos. Ya se vio que todos los cofrades no hacen el mismo uso de ella: en la práctica, hay quienes mantienen vínculos continuos con la cofradía a lo largo de todo el año y quienes tan sólo van en Semana Santa, con todas las situaciones intermedias que puedan pensarse. Es por eso que, como espacio de sociabilidad densa para un núcleo de cofrades, se establecen a lo largo del año relaciones
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326 que se reafirman, entre diaria y semanalmente, en lo que podríamos llamar rituales de identidad subgrupal: se trataría de los que realizan los pequeños grupos (normalmente –aunque no exclusivamente- directivos) que se reúnen regularmente a programar la próxima fiesta, a poner al día papeles y cuentas o, simplemente, a cenar o tomar una cerveza. Estos rituales pueden variar su amplitud, normalmente los fines de semana, cuando un mayor núcleo de cofrades acude a ejercer la sociabilidad, lo que no significa, ni mucho menos, la disolución de tales subgrupos (aunque sí la intensificación de las interacciones entre ellos). En todo caso, no se trata de un nivel de identidad muy importante a primera vista, pues en realidad se construye en un nivel entre semipúblico (la cofradía como sociedad abierta) y semiprivado (la intimidad de los grupos de amigos). Sin embargo, estos rituales, difuminados a lo largo de todo el año, son fundamentales para que, llegados los días señalados, se produzca el estallido semanasantero. A partir de aquí, la intimidad de los amigos se pondrá en público (cf. Cucó Giner, 1994); las redes informales ceden su protagonismo, según el momento, al grupo o a toda la comunidad celebrante. Nos detendremos antes en el primero. 1.1.1.b) Identidad grupal En tanto que, como se ha indicado, una cofradía es un grupo de referencia, entramos con éste en el primer nivel de identidad fundamental para entender el ritual. A diferencia del nivel esbozado anteriormente, éste se construye y reproduce de manera explícita, en un acto de teatralización a través del cual el grupo se brinda en espectáculo, demandando un reconocimiento público que constituye la más elemental forma de objetivación del grupo, tanto para sí mismo como para los demás (cf.
Bourdieu, 2001: 77). Así, podemos hablar de rituales de identidad grupal para referirnos a las pequeñas procesiones en las que, a lo largo de las celebraciones, cada cofradía sale a la calle ella sola, reafirmando su especifidad (es decir, su identidad), frente al resto de grupos básicos. Como se ha afirmado para el entorno andaluz, también en este caso la procesión actúa como “la exposición pública y externa de todos los elementos que giran alrededor de cada cofradía” (Checa, 1992: 98-99); lo que no significa que los protagonistas desfilen completamente aislados del resto de grupos: frecuentemente, habrá otras hermandades que envíen como cortesía a algún cargo importante o representante, pero lo harán de paisano o, según su posición dentro de la procesión, con su propio hábito o uniforme de hermandad. La procesión durará más o menos, según el tamaño de la cofradía y el grado de popularidad con que cuente en el barrio o para los turistas o visitantes, pero se trata, en todo caso, de rituales de cohesión del grupo, de división y de reafirmación frente al resto. Es, en definitiva, el nivel primario del nosotros frente al ellos. 1.1.2. Identidad comunal Se incluyen en este segundo nivel los actos que se aglutinan en torno a cada una de las cuatro parroquias que articulan la fiesta; es decir, los que realizan conjuntamente los colectivos dependientes de cada Junta Parroquial, como los desfiles del Domingo de Ramos, y los Via Crucis de la mañana de Viernes Santo. Evidentemente, nos encontramos ante comunidades imaginadas: como se indicó con anterioridad, buena parte de los procesionantes vive ya fuera del territorio parroquial; sin embargo, el ritual sirve precisamente para reafirmar unos vínculos ideales (o idealizados) con éste, con lo que la comunidad imaginada se convierte en
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328 expresa a través de la práctica del mismo. Cambian aquí los niveles de significación del ellos frente al nosotros: es la identidad de barrio la que aquí predomina, expresada claramente en todos y cada uno de los estandartes que encabezan el paso de cada hermandad o cofradía -con lo que símbolos contrapuestos contribuyen al mismo tiempo a crear una identidad común-. El nivel es tan explícito que podemos ver en la procesión, detrás de todas las cofradías, a los presidentes de cada una de ellas desfilar conjuntamente (ver figura 23). 1.1.3. Identidad supracomunal 1.1.3.a) Una supracomunidad de tres barrios Evidentemente, una “fiesta supracomunal” es un calificativo que, en sentido estricto, sólo puede aplicarse a rituales como la Romería del Rocío (Comelles, 1991), o, en el ámbito del País Valenciano, las Fallas (Ariño, 1993c). Podría resultar, pues, en apariencia paradójico, hablar de “identidad supracomunal” para referirnos a unos barrios de la periferia de una ciudad; sin embargo, dado que se trata de barrios que, precisamente mediante la puesta en marcha del ritual actúan como poblaciones diferenciadas, sí resulta posible hacerlo, pues se trata de un nivel de significación que unifica el nosotros de las tres comunidades imaginadas, es decir, los tres barrios implicados, frente al ellos externo a los mismos. En tres ocasiones a lo largo de la Semana Santa, la supracomunidad que aquí puede distinguirse se expresa, se concreta y se reafirma mediante magnas procesiones que abarcan los tres barrios y visitan las cuatro parroquias que oficialmente articulan la celebración: se trata de la Visita a los Monumentos del Jueves Santo, el Santo Entierro (Viernes Santo) y el Desfile de Resurrección del Domingo de Pascua (ver figura 24).
Se trata, especialmente en los dos últimos casos, y a nivel oficial, de los actos estelares de la Semana Santa Marinera (de hecho, es el estandarte de la misma, y no una cruz-guía, el que abre las procesiones); a través de ellos se trascienden las microidentidades de base, y los tres barrios que en un pasado todavía no muy lejano fueron municipios independientes, se unifican frente al exterior, un exterior cuya percepción viene en gran medida capitalizada por la ciudad de Valencia. No significa esto que, que en tales desfiles, las rivalidades entre los grupos primarios y comunales queden superadas; en realidad se podría aplicar para este caso el mismo diagnóstico que para las Fallas: “La rivalidad de las asociaciones, la concurrencia y el antagonismo de los barrios y el programa general crean una situación compleja en la que las identidades particulares, al tiempo que pugnan por acercarse a sí mismas, afirman la identidad general, de forma que ésta, paradójicamente, se nutre y alimenta de particularismos y atomizaciones de calle o barrio concurrentes.” (Ariño, 1990: 179).
Podría pues pensarse que asistimos a procesos de fisión y fusión similares a los descritos por Evans-Pritchard para la estructura segmentada de la estructura política nuer, en la que cada segmento se ve a sí mismo como una unidad independiente, pero a la vez puede ver a otro segmento como una unidad en relación a otra sección, de manera que fisión y fusión son dos aspectos del mismo principio segmentario (1992: 166-167). En todo caso, resulta claro que de las rivalidades microidentitarias pasamos gradual y dialécticamente a una identidad colectiva fragmentada. Y también resulta claro que es en este nivel, más que en ningún otro, cuando la Semana Santa Marinera actúa y es expresamente calificada como “les festes del poble”,
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330 calificación que no sólo puede encontrarse en textos impresos (Domínguez Moltó, 1981: 55), sino que, como se vio en el capítulo anterior, se ha podido escuchar frecuentemente al lo largo del trabajo de campo. En sus distintos registros, pues, las representaciones acerca de la fiesta propugnan la existencia de una comunidad distinta, que se diferencia de su entorno por hacer unas fiestas específicas (se ponga el énfasis en su carácter tradicional e identitario o en su definición doctrinal). Sin embargo, la polisémica ambigüedad del ritual como campo productor de significados dista de terminar aquí. En condiciones de modernidad avanzada, el ritual festivo es casi siempre polivalente, y los significados que despliega pueden en ocasiones resultar abiertamente contradictorios, al menos en apariencia, como demuestra el siguiente nivel de identidad que se destacará a continuación. 1.1.3.b) Una supracomunidad de una ciudad Como ya se ha insinuado, sería erróneo considerar únicamente a la Semana Santa Marinera como el ritual de afirmación de tres barrios que, rememorando cíclicamente su pasado histórico, se vuelven a hermanar ritualmente una vez al año. Por el contrario, puede darse, y de hecho se da, la aparente paradoja de que, al mismo tiempo, la misma ciudad de Valencia se apropie de la fiesta: como ha expresado un alto cargo político valenciano, nos encontramos ante “la segunda fiesta de la ciudad”. Aunque se trata todavía de un nivel relativamente incipiente, no podemos pasarlo por alto, pues éste tiende a configurarse como el discurso más recurrente de los políticos y de los medios de comunicación. Y no sólo de ellos, pues la idea va calando entre los cofrades, que se manifiestan al respecto con una notable ambivalencia:
228 Levante-EMV, 27-III-1999, suplemento “Semana Santa”, p.12.
“es una fiesta en la que se conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección, pero no deja de ser una fiesta, y aparte el barrio lo toma como fiesta, como la segunda fiesta, con... con sus particularidades propias... (...) Después de las Fallas... que pa mí era la primera del barrio, yo siempre... pero claro, por número y por todo, yo creo que es la segunda, porque las fallas son sesenta y siete fallas en el Marítimo, entonces, a mí me... yo hablo de segunda porque, (...), pero para mí es la primera del barrio, incluso... lo que pasa es que también hay falleros que se visten de Semana Santa, entonces... pero a mí... al Marítimo se le conoce por la Semana Santa, no por las Fallas, porque para eso está Valencia, entonces, yo... yo digo que es la segunda fiesta de la ciudad pero la primera del Marítimo” (Hermandad del Santísimo Cristo de
los Afligidos, El Canyamelar).
229 Semana Santa Marinera de Valencia. Libro oficial 1997. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1997, p.8.
Emerge así una nueva retórica, cargada de nuevos tópicos: valga como ejemplo la opinión del presidente de la Diputació de València, expresada en 1997, para quien “la Setmana Santa Marinera és representació viva del sentir artístic i pietós del poble valencià”. Estamos pues ya muy lejos de aquel texto de 1949 citado anteriormente (capítulo II), que vinculaba la existencia de la Semana Santa en el Marítimo a la rudeza y la simplicidad de las gentes del Cabanyal. A la creación de este emergente nivel de identidad contribuye en buena medida la condición “parásita” que, según Gonzalo Abril (1997: 302) adquieren determinadas prácticas políticas en nuestros días, al hacerse los medios de comunicación eco de las actividades de los políticos que, durante toda la Semana Santa rondan los barrios del Marítimo, ahora ya no sólo en los grandes acontecimientos, sino incluso visitando las sedes de las cofradías por las noches. No es extraño, pues, ver a altos cargos
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332 de la administración local cargar con las imágenes más emblemáticas de la fiesta, las que mayor cantidad de seguidores arrastran. Quizás sea excesiva la tipología elaborada al respecto por Manuel Delgado, quien sitúa a los políticos entre los “rapinyaires festius” que proliferan en propio provecho en torno a los rituales festivos (1992: 115-135), pero, en todo caso, sí se produce, en determinados momentos, una evidente transferencia del carisma, que pasa de la imagen a la celebridad que se apropia de ella. Los medios de comunicación contribuyen así a esa “manufactura del carisma”, de la que Salvador Giner nos ha hablado con acierto y profusión (2003: 147-178). La verificación de tal fenómeno podría sugerirnos una sociología de la dominación simbólica, que podría responder al modelo de hegemonía gramsciana. Sin embargo, tal visión unidireccional resultaría, como mínimo, insuficiente. En realidad, es la propia organización de la fiesta la que, en su nivel más alto (Junta Mayor) o desde su base (cofradías), contribuye a alimentar esta espiral, al demandar constantemente la presencia de altos cargos de la política y la atención de los medios de comunicación (tema sobre el que se insistirá en el capítulo siguiente). En realidad, la propia reivindicación de la fiesta como patrimonio -sobre la que se volverá en profundidad en el capítulo VIII- es susceptible de apuntar en este sentido, así como la larga lucha por conseguir de instancias oficiales un reconocimiento turístico: el sujeto celebrante de la fiesta, el nosotros, puede perder bastante definición desde esta perspectiva desde el punto de vista territorial, pero adquiere el reconocimiento externo que, en condiciones de modernidad, garantiza la construcción de una identidad fuerte.
230 Puede verse a la Cofradía de Jesús en la Columna desfilando por el interior del recinto carcelario de esta población valenciana en Levante-EMV, 1-IV-1999, p.33.
Así pues, asistiríamos a la paradoja de que la ciudad concede la organización de su segunda fiesta a unos barrios de la periferia. Paradoja sólo aparente: la “desidentificación local” ha sido señalado por Gil Calvo (1996) como una de las inevitables tendencias de la transformación festiva de la modernidad. Es posible que la terminología de este autor, expresada en términos estrictamente negativos, no sea más adecuada, y que el término “reterritorialización” sirva para explicar mejor los hechos descritos. En todo caso, el propio ritual ya ha sancionado el cambio: las procesiones ya han salido de sus barrios de origen, no sólo para alcanzar territorios periféricos (como el vecino barrio de la Malva-rosa), sino llegando a lugares como el Centro Penitenciario de Picassent. Más compleja es, sin embargo y una vez más, la relación con el centro de Valencia, desde cuyo Arzobispado se está intentando -con cierto éxito, como vimos en el capítulo II-, relanzar las procesiones por el Casco Antiguo, lo que está generando debates sobre dónde deberían transcurrir los actos más importantes (especialmente en Viernes Santo): como se verá más adelante, el Marítimo no parece dispuesto a sacrificar una primacía ganada a través de muchos años; por otra parte, los intentos de algunas -pocas- cofradías de la Semana Santa Marinera de promocionarse acudiendo al centro los Viernes de Dolor no han obtenido demasiada aceptación, ni siquiera entre sus propios cofrades. Y es especialmente significativa esta reticencia a desfilar por el centro de la ciudad, por parte de unas cofradías que no tienen ningún problema en acudir como invitadas a procesiones de Silla, Sagunto o Calahorra, por poner algunos ejemplos. 1.1.4. Identidad mediática El ya aludido proceso de “desterritorialización-reterritorialización” somete al ritual a nuevas resemantizaciones, que crean a su vez nuevos niveles de identi-
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334 dad. Estos son más problemáticos de definir, por lo que deberemos detenernos en ellos de manera más extensa. Durante los últimos años, la presencia de la fiesta en los medios de comunicación ha aumentado de manera importante. Empezaron aumentando sus apariciones en la prensa, que contribuye a la difusión de sus actos a través de suplementos monográficos -aparte del seguimiento diario de los actos de calle y actividades de las cofradías-; aumento que tiene su correlación en un mayor eco en los medios audiovisuales: las televisiones autonómicas han retransmitido en los últimos años algunos de sus festejos más significativos, como el Desfile de Resurrección, que son radiados también por algunas emisoras locales. No sólo en los días de Semana Santa: determinadas cadenas televisivas locales informan con relativa asiduidad de las actividades del mundo cofradiero a lo largo de todo el año. Junto a los canales clásicos, la fiesta se promociona también utilizando las nuevas tecnologías de comunicación audiovisual, como el vídeo, el CD-Rom o Internet, lo que permite participar de las celebraciones no sólo alejándose en el espacio, sino incluso en el tiempo. Este interés mutuo entre los medios de comunicación y los agentes organizadores de la fiesta no sólo plantea una vez más problemas a quienes siguen empeñados en distinguir tajantemente entre cultura popular y cultura de masas, sino que tiene sus repercusiones sobre la ejecución del ritual. En primer lugar, el medio actúa como un instrumento de control: “la brillantez del medio realza la fiesta, pero ninguno de sus protagonistas actuará ya de la misma forma sabiendo que la televisión lo mira” (Hernàndez i Martí, 1997b). Además, el ojo televisivo selecciona necesariamente determina-
231 Se trata de un fenómeno general dentro del mundo festivo (Hernàndez i Martí, 1997b).
dos festejos, lo que trae a su vez modificaciones en la secuencia ritual (creándose así un efecto de bola de nieve: se acude más a los actos más publicitados, como el Santo Entierro o el Desfile de Resurrección). En determinados momentos, son los ya aludidos políticos quienes atraen a los medios; un caso claro es el ya descrito Encuentro de la madrugada de Viernes Santo entre las imágenes del Cristo del Salvador y la del Cristo del Salvador y del Amparo: el éxito del acto ha sido tal que determinados cargos políticos no han querido faltar a la cita, con lo que, a su vez, la presencia de los medios de comunicación se ha hecho inexcusable. Podría argüirse al respecto que la mirada televisiva es esencialmente profana, en oposición a las definiciones clásicas del rito, según las cuales éste se caracterizaría por la búsqueda de la fusión sagrada (González Requena, 1992: 58-59). No muy lejos de esta opinión se encuentra Franco Ferrarotti, para quien, “el medio televisivo destruye cualquier rito”, ya que a través del mismo, la comunidad de fieles desaparece “en lo indistinto del indiferenciado público de los telespectadores” (1991: 99). En estas condiciones, se produciría un enfriamiento del carisma, que se volvería previsible y banal (Ferrarotti, 1991: 96-100). Sin embargo, aun teniendo en cuenta que el objetivo de los comentarios de Ferrarotti no eran los rituales festivos, no parece que la evolución del catolicismo durante la década de los noventa venga a dar por buenos sus planteamientos. Antes que enfriar el carisma, parece que los mass media pueden obrar, y de hecho lo hacen, como “ritos comunicativos”: “la esencia profunda de los medios de comunicación sólo puede ser captada en el horizonte ritual desde el que se constituye toda sociedad”, ha afirmado Bericat Alastuey (2002: 766), cuya postura viene a coincidir con las advertencias
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336 realizadas recientemente desde la antropología, en el sentido de que los medios modernos de comunicación “funcionan a modo de creaciones rituales de la modernidad” (Segalen, 2005: 22). En la misma línea, había indicado con anterioridad Gonzalo Abril que “hay buenas razones para considerar gran parte de las operaciones de la cultura de masas como procesos rituales” (1996: 15). Según esta visión, nos encontraríamos ante una nueva forma de ritualismo, en la que “la participación directa de los ritos tradicionales se ha visto sustituida por una participación vicaria” (Abril, 1997: 163). No se alejan mucho estas observaciones de las realizadas por Antonio Ariño por las mismas fechas: “… la centralidad de la experiencia mediada, fenómeno radicalmente moderno, constituye un poderoso factor de creación de sujetos celebrantes. Por ello, podemos hablar de sujetos (y comunidades) mediáticos, para referirnos primariamente, no al espectador que de modo casual e imprevisto ve en su televisor las imágenes seductoras de un ritual que desconocía, sino a aquellos segmentos de la audiencia que seleccionan voluntariamente la recepción de programas festivos y que lo hacen para vibrar vicariamente y experimentar una comunión imaginaria con fiestas que de este modo adquieren significado universal, o al menos, de representación étnica” (Ariño, 1996b: 15).
Así, la participación directa en los rituales tradicionales se ve reemplazada -o mejor, acompañada en nuestro caso-, “por una participación escópica, espectacularizada” (Abril, 1996: 18). Ya se ha apuntado en otro lugar que, en la fiesta “cada individuo decide su forma de inserción y su grado de implicación” (Ariño, 1996b: 15); de manera que el público de la fiesta -actores y espectado-
res- se nutre tanto de los vecinos del barrio como de los “pendulares”, curiosos, turistas o, en último término, de todo aquel que quiera sintonizar con la fiesta a través de los medios de comunicación. Asistimos, pues a nuevas formas de agregación: de las asociaciones voluntarias especializadas a la congregación más o menos casual de espectadores, y de éstos a las audiencias televisivas. El ritual adquiere así un carácter mixto: es al mismo tiempo territorial y mediático (Bericat Alastuey, 2002: 772-775). Desde esta perspectiva, una procesión es susceptible de actuar, en términos funcionales, exactamente igual que, por ejemplo, un partido de fútbol: en ningún caso la emoción colectiva desaparece con el medio, pues, “si la comunicación es la esencia del rito, este cambio del espacio territorial al espacio mediático no altera en absoluto su eficacia” (Bericat Alastuey, 2002: 779). En el mundo de la “religión a la carta” (Moncada, 1996), cada cual decide su forma de inserción y su grado de implicación. Vale aquí la advertencia de Giddens (1994), para quien el sujeto moderno se ve forzado a elegir constantemente, inventándose así una identidad de manera refleja. Hablemos pues de “postmodernidad” (Lyon, 1996), de “modernidad reflexiva” (Giddens, 1997), de “sociedad del riesgo” (Beck, 1998), o de “modernidad líquida” (Bauman, 2003c), cualquier conceptualización de la modernidad avanzada implica la movilidad continua, tanto desde el punto de vista de la movilidad social y geográfica como desde los esquemas cognitivos del individuo (Berger/Luckman, 1997). La acción ritual, incluso en el caso del más tradicional ritual público del catolicismo, permite así la creación de comunidades escópicas, en las que la comunidad local deja de constituir un sistema claramente delimitado. La emergencia de formas de comunicación desterritoriali-
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338 zadas tiene pues una consecuencia fundamental: frente al modelo clásico de comunidad celebrante del ritual, podemos hablar ahora de la progresiva formación de una comunidad virtual, imaginaria, o -quizá mejor- de comunidades escópicas y dispersas. La televisión -o, en menor medida, la prensa o, Internet o el CD-Rom- propiciaría así un nivel de identificación imaginaria que se caracterizaría por la ambigüedad: “Como tantas otras expresiones de la cultura contemporánea, ésta es inevitablemente ambigua: en la identificación imaginaria propiciada por la televisión la diferencia social a la vez se expresa y se encubre; en ella la nostalgia de la comunidad y de los modos de convivencia tradicionales coexisten con la reidentificación en una imprecisa modernidad transnacional.” (Abril, 1997: 56).
Sabemos, a través de estudios como los de Victor Turner (1997) que los símbolos rituales son flexibles, y pueden adherir significados múltiples, haciéndose con ello susceptibles de continuas y diversas manipulaciones (García García et. al., 1991). Con mayor razón, en el caso del ritual mediático, los significados ya no se basarán -si es que alguna vez lo hicieron completamente- en robustos sistemas simbólicos compartidos socialmente, sino que son restituidos por “pactos contingentes de lectura” (Abril, 1996: 17). Serán pues múltiples y recombinables los efectos y las adhesiones que pueda causar la visualización, a través de distintos medios, de una imagen, una procesión o un museo en el complejo marco social contemporáneo, en el que actúan grupos sociales sumamente heterogéneos, que no participan del mismo corpus de tradiciones, y que se hallan “continuamente involucrados en tanteos y negociaciones” (García García et.
al., 1991: 12). El carácter performativo del ritual actúa así creando unos niveles de identidad mucho más amplios y multiformes que los anteriormente expuestos. Teniendo en cuenta, sin embargo, que tales niveles no tienen por qué, necesariamente, acabar con aquéllos: más bien será el momento, el lugar o la propia correlación de fuerzas de los actores quien, en ese campo de significados que configura el ritual festivo, conceda momentánea o alternativamente la primacía a uno u otro nivel. Vemos, pues, que John B. Thompson (1996; 1998: 237268) tiene razón cuando afirma que los mass media son capaces de reconstruir la tradición, aunque ésta se despersonalice y se desarraigue de lugares concretos, volviéndose independiente de las formas de interacción locales o “cara a cara”. No la tiene, sin embargo, cuando afirma que éstos contribuyen a fijar su contenido simbólico, ni mucho menos cuando dice que la tradición se ha “desritualizado” (Thompson, 1998: 256). Por otra parte, también se debe tener en cuenta que, en tanto que los medios de comunicación tienden a establecer, en gran medida, el régimen de visibilidad y reconocimiento público de las identidades colectivas (Sampedro Blanco, 2004), la lucha por aumentar su presencia en los medios forma parte de esa lucha por el reconocimiento de la que se hablará en el capítulo siguiente. Desde un identidad marginada, a través de la difusión de la tradición, se busca conseguir una identidad normalizada: en condiciones de modernidad avanzada, ésta sólo puede se puede construir como identidad mediática. 1.2. Rituales translocales: la Semana Santa Marinera en el universo festivo de la Semana Santa Los distintos niveles de identidad expuestos hasta el momento tienen una base común: en todos los casos
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340 la Semana Santa Marinera es el ritual, el dispositivo que, sea compitiendo, sea complementándose, activa distintos significados identitarios en su seno. Ahora bien, los procesos de recomposición territorial que caracterizan a la modernidad globalizada son susceptibles de incluir al ritual dentro de redes en las que la Semana Santa Marinera ya no es el centro, sino un punto más dentro del universo festivo de la Semana Santa. Por otra parte, no sólo se desborda el espacio: a través de estas nuevas prácticas emergentes, el tiempo de la Semana Santa es susceptible de extenderse a lo largo de todo el año. Se activan así nuevas formas de identidad, unas más incipientes que otras, pero en todo caso construidas de manera transversal, híbrida, descentrada, y sobre una base territorial cada vez menos definida. 1.2.1. La Junta Diocesana de Hermandades de Semana Santa La Semana Santa Marinera de Valencia ingresa en la Junta Diocesana de Hermandades de Semana Santa en el año 2002, integrándose así dentro de una red que ha ido incrementándose sin cesar desde el año 1975, hasta albergar en la actualidad a más de treinta localidades. En principio, esto supone la aceptación de la jurisdicción del arzobispado sobre cualquier tema que afecte a las celebraciones, tanto durante la Semana Santa como durante el resto del año. En la práctica, el principal efecto de tal integración ha sido la emergencia de un nivel de identidad nuevo, basado en la existencia de prácticas comunes dentro de un territorio limitado según el derecho canónico. Debe destacarse que este nuevo nivel de identidad encuentra su máxima expresión en una magna procesión anual (la “Procesión Diocesana”), que se viene realizando desde el año 1986, a la que acuden representaciones de todas las cofradías adscritas a la
Junta Diocesana. Ahora bien, la gran paradoja que supone la consolidación de este nivel de identidad es que, no pudiendo realizar su procesión durante la Semana Santa (y ahí se ve claramente cómo las identidades locales siguen primando), ésta suele ser realizada durante el mes de febrero, es decir, en pleno período carnavalesco. Así, pese al éxito de estas procesiones (a las que se estima llegan a acudir unos cinco mil cofrades), la paradoja señalada no deja de provocar posturas encontradas: “No entiendo nada (...) es que el hecho de sacar un procesión en medio del año ¿para qué? O sea, no lo entiendo, o sea, yo veo muy bien que entre las distintas Semanas Santas pues ‘oye, si yo no salgo ese día y tú quieres que te acompañe, yo te acompaño, si tú eres de Alboraia y quieres que te acompañe salgo y luego me acompañas a mí si puedes y si quieres’ pero el hecho de sacar una procesión así por ... no, no llega a mi cabeza.” (Hermandad del Santo Cáliz, El Cabanyal).
Hasta tal punto es así, que hay quien le augura poco futuro a esta procesión que, de momento, dura ya dos décadas. Sin embargo, acabe o no desapareciendo, el hecho de que se perciba la necesidad de un organismo que coordine a los cientos de cofradías pasionistas que salen a la calle en el territorio de la Diócesis de Valencia durante la Semana Santa, indica claramente el surgimiento de un nivel de identidad nuevo, de carácter decididamente supralocal. Aún así, la base territorial del mismo sigue estando claramente delimitada por la jurisdicción eclesiástica. Menos definidas son las extensiones territoriales que se tratan en el apartado siguiente. 1.2.2. Encuentros estatales Más allá de la identidad constituida por las diversas juntas de hermandades pertenecientes a la diócesis valenciana,
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342 encontramos ya plenamente consolidados otros niveles de identidad, cuya base territorial se amplía hasta alcanzar el ámbito estatal, como es el caso de los encuentros anuales que cada año se celebran en una población distinta (el primer encuentro fue en Zamora, en el año 1987). Éstos actúan como una especie de feria de muestras de Semana Santa a nivel nacional, y de ellos se valora de manera especial el darse a conocer a otras localidades, pero también el aprender de ellas, así como la posibilidad de establecer nuevas relaciones de sociabilidad: “... por ejemplo el Encuentro de cofradías que se hizo aquí en Valencia pues fue una forma de dar a conocer la fiesta a toda España... fue una forma de que vengan a conocerla... hombre es de aquí, que vengan aquí y que lo vean. No sé si fue la mejor forma de hacer en Encuentro o no, pero bueno, por otros encuentros he ido, pues ha sido una forma de... una por la relación entre cofrades... de la propia Semana Santa, porque no es lo mismo que tú eeeh... que estés metida en tu cofradía y conozcas al resto de las asambleas y... que ten en cuenta que ahí se movilizan setenta personas que durante tres días están conviviendo, porque comen juntos, cenan juntos, van en el autobús juntos, y esto la verdad es que crea relación entre la gente de las cofradías. Luego, conoces a cofradías y a gente de dentro de tu comunidad y de toda España, las ponencias son interesantes, conoces las procesiones, la imaginería de otras partes de España que otra manera no conocerías porque en Semana Santa tú estás en tu ciudad. Entonces no conoces el resto. Entonces es una manera de conocerlas fuera de ... de Semana Santa.” (Hermandad de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
Pero si tales encuentros estatales son susceptibles de articular niveles de identidad progresivamente inclusivos (de la cofradía de barrio a la totalidad de semanas santas del estado), un segundo tipo de encuentros contribuyen a la construcción de niveles de identidad aún más transversales: los derivados de la devoción a un determinado paso o misterio de la Pasión, que sirven para reunir con cierta periodicidad a cofradías de ámbito autonómico o estatal, cuyo denominador común es compartir una advocación similar: tenemos así, desde hace varios años, encuentros nacionales de cofradías de Jesús de Medinaceli, de la Vera Cruz, de la Oración en el Huerto, del Segundo Misterio Doloroso, o de la Última Cena, por citar algunos de entre los múltiples ejemplos posibles. Aunque, en el caso de los encuentros (generales o transversales) no se haya llegado, como en el caso de la Junta Diocesana, a realizar procesiones penitenciales fuera del tiempo establecido para las mismas, el nivel de formalización y ritualización alcanzado por los mismos es sumamente elevado, como muestra su periodicidad y preparación anual, especialmente en el caso de los encuentros nacionales, pudiendo afirmarse al respecto que la propia celebración del encuentro es el principal ritual destinado a activar ese nivel de identidad, que se ve mantenido a lo largo del año por pequeños rituales de sociabilidad de menor visibilidad mediática (cenas anuales con grupos de poblaciones vecinas, encuentros diversos, etc.). 1.2.3. www.portalcofrade.com: devociones en red e identidades virtuales Desde la misma perspectiva son susceptibles de ser interpretadas prácticas que invaden el calendario a lo largo de todo el año, desde la referencia cultural de la Semana Santa. Si, como se vio en el capítulo III, la
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344 sociabilidad cofrade tiende a densificar las interacciones entre muchos de sus miembros a lo largo de todo el año a una escala local, las nuevas tecnologías de la comunicación permiten la emergencia de nuevas formas de sociabilidad de base territorial mucho más incierta. Así, vemos por ejemplo proliferar foros de temática cofrade en Internet, que se convierte en un nuevo lugar de intercambio de experiencias y conocimiento de prácticas alejadas en el espacio. De manera explícita, lo que emerge aquí es lo que Brisset (2001) denomina un “universo festivo”: el universo de devotos y aficionados a la Semana Santa, que se convierte en comunidad virtual gracias a los mecanismos de “conectividad compleja” que caracterizan desde el punto cultural a la globalización (Tomlinson, 2001). El objetivo común de realizar procesiones en sus respectivos lugares durante los mismos días sirve como base para la percepción de unos intereses comunes: al fin y al cabo, como manifestó uno de mis entrevistados, “todos estamos trabajando para lo mismo”. La complejidad y los múltiples matices de estas interacciones requieren pues estudiar las identidades como procesos de negociación, ya que incorporan hibridez y ductilidad sobre lo local, sin perder de vista nunca las condiciones sociohistóricas de éste, no reductibles a una mera puesta en escena. Como afirma García Canclini, “la identidad es teatro y es política, es actuación y acción” (1995: 132). Pero por otra parte, y tanto en este caso como en el de las identidades mediáticas, la proliferación de estas prácticas contribuye todavía más a fortalecer el proceso de secularización, pues escapa por completo al ámbito de implantación local, que queda como único espacio de actuación para la parroquia. Utilizando la metáfora de
232 Ver, por ejemplo, www.portalcofrade.com, que proporciona múltiples enlaces.
David Lyon, no sólo es que la sombra del campanario ya no albergue a muchos de los que viven en torno a éste (2002:12); es que nos encontramos ante espacios a los que tal sombra nunca ha llegado. 1.3. Una red polimórfica de procesiones, unas identidades fluctuantes En resumen, nos encontramos con una red polimórfica de procesiones, o de otras modalidades de interacciones, cara a cara o de manera virtual, que se superponen unas a otras, que en ocasiones compiten y en otras se complementan. Como sucede con los mundos de la vida, cualquier pretensión de totalidad se ve, también en el caso del ritual festivo tradicional, arrastrada en un torbellino cada vez más complejo y entremezclado de horizontes de entendimiento. Cuando, como hemos visto, el ritual se descentra, lo que refleja y a la vez sanciona es el profundo descentramiento de las sociedades de la modernidad avanzada. Resulta lógico pensar pues que, como señala Habermas, “incluso las identidades colectivas están sometidas a esta clase de oscilación en el flujo de las interpretaciones y se ajustan más a la imagen de una red frágil que a la de un centro estable de autorreflexión” (1989: 424). Es por esto que las identidades que el ritual construye –y no sólo reproduce- están sufriendo cambios de fondo. Las identidades establecidas ceden paso a procesos de identificación de los sujetos: no falta al respecto quien ha hablado de la “destrucción creadora” de las identidades (Fortuna, 1998). La expresión es, como mínimo, discutible, pues las nuevas formas de identidad que crea el ritual no destruyen necesariamente a las anteriores, que pueden seguir manteniendo –como es nuestro caso- la primacía. Pero sí parece claro que, como advierte el mismo autor, al descentrarse los sujetos, éstas
345
346 se problematizan. Las sólidas localizaciones que, como grupo y como individuos, antaño nos proporcionaba el ritual –incluso en la fase de la modernidad “sólida”- se desestabilizan en la fase de la modernidad avanzada, pues la multiplicación de referentes a los que se enfrenta el sujeto, provocan no sólo un descentramiento de la sociedad, “sino también de los individuos, que ahora viven una integración parcial y precaria de las múltiples dimensiones que los conforman” (Martín-Barbero, 2002: 59). Procesiones de cofradía, de barrio, de tres barrios, de una o varias ciudades, encuentros nacionales o foros virtuales en Internet: ni siquiera en su calidad de cofrade el individuo es indivisible, y cualquier unidad que postule tendrá mucho de imaginada. Debe insistirse en que esto no significa, ni mucho menos, que no se construyan procesos de identificación que asuman frecuentemente una condición prioritaria. Antes bien, y como ha señalado Sousa Santos: “La identidad es siempre un paso transitorio en un proceso de identificación. Los grupos sociales y los individuos acumulan, a lo largo del tiempo, diferentes identidades y en cada momento pueden disponer de varias identidades complementarias o contradictorias. De este stock identitario, una de la identidades asume, según las circunstancias, la primacía, y en consecuencia el análisis de este proceso es de gran importancia para comprender la política que entrará a protagonizar o a respaldar tal identidad” (Santos, 2005: 224).
Analizar tal fluctuante primacía dentro del stock disponible es el objetivo del resto de este capítulo. Para ello, debemos volver de la desterritorialización a la reterritorialización.
2. Identidad y territorio El estudio del territorio como delimitador de confines de identidad ha avanzado considerablemente durante las últimas décadas, destacando al respecto monografías como la de García (1976), que nos sirven para comprobar cómo el espacio es organizado como un lenguaje codificado simbólicamente. Y es que, las recomposiciones espaciales anteriormente aludidas no impiden que, como señala Leal Maldonado, el espacio organice “todas nuestras percepciones, y especialmente las percepciones que tenemos de los fenómenos sociales” (1997: 28). Así, en el caso que nos ocupa, el territorio es hasta tal punto vivido como fuente de identidad, que no falta quien se autodefine como “nacionalista cabanyalero”: “En el Cabanyal aún hay gente joven que vive en el Cabanyal que son nacionalistas cabanyaleros, que ellos no se van del pueblo, porque continuamos pensando que es un pueblo. Yo me siento nacionalista cabanyalero.” (Hermandad de la Crucifixión del Señor. El Canyamelar)
Este sentimiento busca diferenciarse, en primer lugar, de la ciudad de Valencia. No obstante, antes de hablar de ésta, parece conveniente ver cómo se perciben a sí mismos y entre sí los Poblados Marítimos en relación a la que es su principal tradición. 2.1. Los barrios del Marítimo hablan unos de otros Ya se vio, en el capítulo anterior, cómo la tradición era la explicación fundamental acerca de la propia existencia del ritual festivo que supone la Semana Santa Marinera. Cabría insistir aquí, en primer lugar, en que se produce, en el imaginario cofrade, una naturalización de la identificación entre el territorio de los Poblados Marítimos y la práctica cultural de la Semana Santa, identificación
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348 que se argumenta desde ese peculiar urbanismo, de calles largas y estrechas, que se vio en el capítulo I: “...yo creo que el barrio ha nacido en torno a la Semana Santa, porque incluso las calles están delimitadas para que pueda pasar la Semana Santa perfectamente, es como si el barrio hubiera salido para que... pues toda la calle de la Reina ahora, por la calle Barraca... hicieran las grandes procesiones de Semana Santa” (Hermandad
del Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
Ahora bien, pese a tal proceso de naturalización que liga una fiesta a un territorio, ya se ha visto con anterioridad que el ritual es capaz de activar niveles de identidad no siempre coincidentes. Es así que se producen las lógicas rivalidades entre barrios, rivalidades que se plasman en estereotipos que, en todo caso, no dejan de constituir representaciones del ritual que forman parte inseparable del mismo. A lo largo del trabajo de campo, tres han sido los motivos que con mayor solidez han aflorado en el discurso de los entrevistados: en primer lugar, que no estamos ante un espacio homogéneo; en segundo, que El Cabanyal (la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles) mantiene una clara supremacía en cuanto a calidad festera se refiere -ya vimos cómo es el que más efectivos humanos aporta-, y, en tercero, que El Grao es el territorio más anómalo dentro de los que organizan la Semana Santa. Va en primer lugar un ejemplo del primero, que recuerda mucho lo que ya se dijo en el capítulo I (aunque en este caso se podrían extraer implicaciones políticas): “Pero que me vengo a referir que lo que pasa es que se diferencian. La gente del Cabanyal, la gente del Grao y del Canyamelar cada uno somos… no sé, diferentes. Porque por
ejemplo, los del Cabanyal somos los de no poder. Los del Canyamelar son los de querer pero no poder. Y los del Grao no han querido ni poder. Aunque aquí ha pasado como una transacción, la gente del Cabanyal cuando han hecho cuatro perras se han ido a vivir al Grao, y los del Grao cuando han hecho cuatro duros se han ido a vivir a Valencia. Y los de Valencia cuando han hecho cuatro duros se han ido a vivir a Madrid, esto es una realidad…” (Cofradía de Jesús en la
Columna, El Cabanyal).
Tales diferencias se reflejan en la manera de vivir la fiesta, de manera que El Cabanyal es percibido como el más festivo de los tres barrios, situándose El Grao en el polo opuesto: “... nosotros somos tres zonas, es Cabanyal, Canyamelar y Grao. Y… la fiesta del Cabanyal es más importante por ejemplo que la del Canyamelar, y esa más importante que la del Grao, la del Grao salen tres cofradías que son cuatro o cinco, Cabanyal casualmente que somos nosotros tenemos que decir que… que es donde más fiesta hay hoy en día.” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Frente a un Cabanyal más “festivo”, encontramos a un Grao más “religioso”. La causa de la diferencia se remonta, una vez más al pasado: el Cabanyal es tierra de pescadores, mientras que en El Grao “eran gente de dinero”: “... es que hay que diferenciar las parroquiales. Tú te vas al Cabanyal... bueno, diferencia el barrio, en el Cabanyal Semana Santa es la fiesta gorda, luego te vienes un poco más hacia el Canyamelar, cruzas la Avenida Mediterráneo, y sólo con cruzar la Avenida Mediterráneo, te acercas a las cofradías sin... hay fiesta pero no es como allí, pero es que luego te vienes
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350 al Grao... y es más recogimiento, más de iglesia, allí es más lúdico, el carácter de las personas es diferente, es más... tirao a la calle y aquí... en el Rosario, por ejemplo, es más iglesia y... está mezclao en el Rosario, y en el Grao ya es diferente (...) no sé, porque yo creo que es... los orígenes también, porque en el Grao eran gente de dinero... Y gente de... no sé... y ahí en el Cabanyal marineros todo el mundo, más gente de la calle...” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
En cuanto al Grao, ya se ha avanzado hacia dónde se dirige su principal anomalía: allí la fiesta es “más de iglesia” (hecho que se relaciona con su superior estatus socioeconómico). En tanto que eso supone menos tradición, supone también menos autenticidad en la Semana Santa, que se nota incluso en la apariencia externa de los actores, en la propia morfología de las procesiones: “... te vienes aquí al Grao y su forma de procesionar es muy diferente a la del Cabanyal, van de dos en dos, un silencio impresionante, no sé... mucha austeridad, la veo muy austera la Semana Santa del Grao, vale... luego te vas al Rosario y la ves un poquito más... más procesión de Semana Santa, bueno, más... en cuanto a procesionar y todo se parece más al Cabanyal, luego está San Rafael, que San Rafael para mí... los destarifats [se ríe])... los destarifats... no, yo comentarios que he oído de la gente, porque te los ves, los trajes no son... más vistosos, ¿sabes?... y el tipo de... pues salen los sayones, que los sayones tira que te va, pero luego está Muerte y Resurrección que son cuatro... El Cáliz, bien, luego está El Salvador y El Amparo que le dan un poco más de vistosidad, pero luego te vas a Los Ángeles, vale, y te salen las cofradías... no sé, es más, derroche de flor, un gasto impresionante y que la gente aparenta más de lo que es, porque luego te
ves a las cofradías todo en terciopelo, no sé, que es más... La Samaritana es más recargado, es... es diferente carácter” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
También se acusa al Grao de estar menos integrados en la Semana Santa, y más volcados en su fiesta propia (el Cristo del Grao); además, no hay que perder de vista “que El Grao es Valencia, o sea, aquello ya no es Cabanyal, ya no es como un pueblecito, es más pueblecito pero ya no tanto” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal). Por su parte, desde El Grao se contesta refiriéndose a su manera de vivir la fiesta como “más auténtica”, mientras que “en el Cabanyal es folklore”. Como se me manifestó desde la Cofradía de Jesús de Medinaceli: “yo no podría estar en una cofradía del Cabanyal ni del Canyamelar, ésos pasan más tiempo en el bar que en la iglesia.... te hablo de los días de Semana Santa ¿eh?”. No es, por tanto, extraño que el nivel de integración dentro de la fiesta sea vivido con menor intensidad: “A nivel de Semana Santa Marinera… nosotros nos sentimos integrados en ese colectivo grande pero que la vinculación es… vamos, la que corresponde… Sin demasiados calores, ni efusivos… porque el trato que hemos tenido de ellos no es demasiado… por mucho que digan, no es… el que correspondería
tampoco.
Entonces…
mucho
amor
no
tenemos. Lo justo. Como un matrimonio de compromiso” (Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno, El Grao).
2.2. La cofradía, la parroquia y la Junta Mayor Por otra parte, y como ya se advirtió, dentro de los cada vez más múltiples niveles de identidad que el ritual activa, los principales son, en la actualidad, los grupales, los
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352 comunales y los supracomunales. Una vez más podemos distinguir diferentes posturas al respecto, aunque hay que advertir que se trata siempre de identidades fluctuantes, de manera que nunca una elimina a la otra. Así, para algunos la cofradía sería el nivel de identidad más relevante: “A mi lo que más me gusta es la nuestra, el Martes Santo, después el Via Crucis, después el Comulgar de Impedidos y después el Santo Entierro (...). Yo creo que es por mi propia definición de Semana Santa: primero cofradía, luego parroquia, luego Junta Mayor.” (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal).
Postura que se ha visto corroborada en varias ocasiones por afirmaciones similares. En otros casos, como ya se insinuó más arriba, es el nivel barrial (comunal, o de parroquia) el que se superpone al resto. Es aquí donde las rivalidades entre los barrios se manifiestan de manera más expresa, rivalidades que no se manifiestan sólo en la afirmación de la superioridad de unos o de la autenticidad de los otros, sino también de maneras más implícitas, como el reconocer que, fuera de los llamados “actos colectivos”, no se conoce lo que sucede durante los días de fiesta en el barrio de al lado: “Yo llevo toda la vida, y ni sé lo que hacen los de la otra parte, ni lo sé, nunca he ido a verlos… Para mí la Semana Santa es el Canyamelar, yo me quedo aquí a vivir mi Semana Santa… al Cristo del Salvador le tengo una tirria… es que se lo tienen muy creído (...) ¿No dicen que Cristo es uno? Pues yo ya tengo al mío” (Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar). “... está mal que lo diga pero es que de mi hermandad no suelo salir, salgo y voy a la parroquia, entonces, yo ahí sí quiero... igual que a mí me gustaría ver la de Valladolid, por ejemplo,
no digo la de Sevilla, la de Valladolid, que para mí es... dicen que es impresionante, pero (...) es una cosa imposible, ¿no?, pero sí que yo aquí, en Semana Santa, gente que dice voy a todos los sitios, que luego voy y me quedo en las cofradías, en las cofradías, o voy a saludar a unos amigos de otra pues... a lo mejor no me acerco, si no tengo... si no tengo... que voy a algunos, a lo mejor no me acerco ni al Cabanyal ni al Grao, ¿eh?, entre otras cosas porque yo creo que lo tengo todo en casa...” (Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
La identidad, en estos casos, se establece tomando como punto de contraste al resto de los barrios. Dentro de esta posición, el sentido de hermandad llega a ampliarse hasta el ámbito parroquial, sea a través del ejercicio de la sociabilidad con el resto de hermandades, sea mediante los vínculos que se establecen con las imágenes del resto de cofradías de la parroquia: “... la parroquia está lo primero y después la hermandad (...) y incluso en mi hermandad ha habido las cenas típicas de los viernes, al no haber mucha gente y tal han venido varias hermandades a cenar, pagándose cada una lo suyo o pagando un viernes uno y otro viernes el otro, entonces, yo creo que eso es hacer hermandad, es hacer sociabilidad con el barrio y... y aprender (... ). Tú te debes primero a un Cristo que es hermano tuyo, que está... los Cristos son todos los mismos (...), pero tu Cristo es un Cristo que puede hacer lo que ése que lo ves todos los días en la parroquia, entonces, si estás bien con él, entonces, sí, hermánate con otro, pero primero el de casa, y primero intenta quedar bien con la gente... con la parroquial de tu casa, de tu parroquia” (Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
Con todo, parece haber cierto consenso en atribuir al Santo Entierro el papel de momento culminante de la
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354 Semana Santa. Ello no quiere decir, no obstante, que los individuos estén encapsulados en tres niveles de identidad (cofradía, parroquia y Semana Santa Marinera) como si fuesen muñecas rusas, en la que cada una de ellas contiene a la otra. Evidentemente, hay casos, en los que esto es así, pero no es infrecuente ver procesos de doble pertenencia, o de pertenencia compartida, por ejemplo, a una cofradía para ejercer la sociabilidad, y a una parroquia vecina para ejercer la devoción. Un ejemplo no lo muestra una cofrade del Canyamelar, que, fuera de su hermandad, mantiene unos vínculos más estrechos con la parroquia del Grao: “El Cristo del Grao porque, por lo mismo, porque siendo del Canyamelar yo he sido clavariesa del Cristo, en las fiestas de la Cruz, he sido clavariesa dos años. Sin embargo, en los clavarios de la Virgen del Rosario no he sido nunca. No sé por qué, yo siempre he tenido más relación con Santa María del Mar.” (Hermandad de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
No se trata de una excepción: también se ha encontrado dentro del Cabanyal quien prefiere asistir con regularidad a los oficios del Canyamelar: así, desde la Hermandad del Santo Cáliz, se nos aclara que “no, parroquia es el Rosario... Yo sigo yendo al Rosario, a misa el Rosario y vengo aquí pues en Semana Santa”. Es también en esta misma hermandad, ubicada en el Cabanyal, donde ha sido encontrado el ejemplo de identificación más flotante, ya que unos cofrades, residentes en el valenciano barrio de Ruzafa, compaginaban la pertenencia a la Semana Santa Marinera con la de Sevilla. Caso sin duda excepcional, pero que demuestra la emergencia de ese nivel elemental en el que el gusto por las procesiones es el único común denominador, al margen de la fijación a cualquier tipo de
territorio. Como manifestó mi entrevistado al respecto, “son semanasanteros aunque no ubicaos en ningún sitio que haya Semana Santa”. Ante estas transformaciones en el sujeto celebrante, empieza a resquebrajarse poco a poco esa estrecha ligazón que veíamos al principio entre los barrios y su fiesta. Para algunos cofrades, el hecho no pasa desapercibido, de manera que empieza a hablarse del barrio como un simple decorado de la Semana Santa: “Hace veinte años posiblemente sí que estuviese la fiesta muy ligada al barrio, pero es que ahora mucha de la gente que sale en la fiesta ya no es parte del barrio. El barrio lo utilizamos me da la sensación que en este momento nada más lo utilizamos como escenografía. ¿Qué tengamos que salir fuera? Yo soy de la opinión de que deberíamos de salir fuera… Claro, si es bueno para nosotros ¿por que no tiene que ser bueno pal resto de la ciudad?” (Hermandad del Santo
Cáliz, El Cabanyal).
Este último fragmento nos sirve para enlazar con el siguiente apartado, en el que se trata el tema clave, y sumamente polémico, que es la relación que se debe mantener entre los Poblados Marítimos y Valencia en lo que a la Semana Santa se refiere. 2.3. El problema de Valencia y el monopolio de la Semana Santa Cuando, el 8 de abril del año 1925, el diario valenciano Las Provincias advertía que ese año no iba a poder celebrarse en la capital del Turia la procesión del Santo Entierro debido a causas económicas, parecía que la Semana Santa estaba destinada a convertirse en un capítulo superado dentro del calendario festivo de la ciudad, quedando relegada a sus Poblados Marítimos.
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356 No obstante, y como se vio en el capítulo II, desde mediados los años noventa, se ha producido un cierto florecimiento de cofradías penitenciales vinculadas a iglesias del centro de la capital. Pese a la relativa timidez de tales iniciativas, éstas no han dejado de suscitar un sentimiento de inquietud en los barrios que han monopolizado las procesiones de Semana Santa durante los últimos ochenta años. Tal inquietud se canaliza en dos sentidos: la relación que se debe mantener con las cofradías del centro, y el papel que el respectivo territorio debe jugar en las celebraciones. Lejos de tratarse de una cuestión baladí, tras las distintas posiciones se ocultan relaciones de poder, máxime si tenemos en cuenta el explícito apoyo que la jerarquía eclesiástica valenciana está demostrando hacia algunas de estas nuevas formaciones del centro de la ciudad. Nos referiremos, en primer lugar, a las actitudes ante la creación de nuevas cofradías fuera de los Poblado Marítimos. Vale la pena recordar aquél texto del año 1952 citado en capítulo II, y exhumado por Chiner Gimeno (2001: I, 181-182) acerca del temor suscitado por la posibilidad de que en el centro se reorganizasen las procesiones pasionistas porque, a más de cincuenta años de su redacción, y en un contexto bien distinto, dista éste de ser un temor superado, como lo atestigua el siguiente testimonio, recogido a lo largo de una entrevista: “... si empieza a haber una Semana Santa en el centro de Valencia, la Semana Santa Marinera del Cabanyal le quedan cuatro días, eso también lo tenemos que tener muy claro. (...) Porque sí, por… partiendo de las ayudas de las instituciones, partiendo ya del aspecto económico, que la subvención que nos dan se partiría, y también por lo que me han comentado la cofradía que hay es del Opus y tú ya sabes la fuerza que
tiene el Opus. Entonces es eso que… sí, pero tendrían que integrarse aquí, porque la Semana Santa… Marinera (con
énfasis) . Y es eso… hombre, parecerme bien, al principio, no sé si te habrán contado yo tuve una intervención en la Asamblea General de cierre de ejercicio, muy enfada por cierto, por el artículo que te he comentado que salió, porque ahí sí que fue un agravio comparativo, porque sacaron únicamente lo 233 Se refiere al artículo aparecido en el diario Levante-EMV, 27-III-1999, suplemento “Semana Santa”, p.2, ya citado en el capítulo III.
que habían hecho en el centro. Entonces imagínate, si aún no están funcionando como Semana Santa y ya les dedican toda una página y de nosotros no sacan nada, si empiezan a funcionar verdaderamente como Semana Santa a nosotros es que nos quedan los días contados.” (Hermandad de María
Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
Temor que se ha visto expresado, de manera más o menos explícita, en numerosas ocasiones a lo largo del trabajo de campo. No obstante, ante la imposibilidad práctica de mantener el control sobre el proceso de creación de nuevas asociaciones, sí se expresa de manera casi unánime la necesidad de utilizar el territorio de los Poblados Marítimos para mantener el control de los actos más relevantes de la Semana Santa, como son los de Jueves Santo o, especialmente, la procesión del Santo Entierro, la tarde de Viernes Santo. El modelo a imitar aquí sería la Ofrenda fallera o la Carrera Oficial de la Semana Santa de Sevilla: “Ojalá hubiesen doscientas mil hermandades en el centro, ojalá. Porque la Semana Santa sería como las Fallas. Porque es 234 Se refiere a Félix Crespo, concejal de Fiestas del Ayuntamiento de Valencia.
cuestión de cantidad. Porque nosotros somos, como decía Félix somos la segunda fiesta en número de gente, porque no es ni mejor ni peor que las Fallas. Pero lo que sí que tiene que tener muy claro en el centro es que la Semana Santa de Valencia es ésta. Entonces igual que se ha adscrito a la Semana Santa los
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358 de la Cofradía de la Buena Muerte, se pueden adscribir los que quieran, pero esto es como... vamos a ver, los actos colectivos son y serán en el Marítimo, igual que la Ofrenda, por muchas fallas que haya en todos los distritos, se produce en el centro.” (Hermandad de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar). “Pues si quieren recibir ayudas tanto de las instituciones civiles como eclesiásticas como pertenecer a la Junta Diocesana, entonces tienen que pertenecer a la Junta Mayor. Entonces se cambiaría y se imitaría a Andalucía con la Carrera Oficial. Una calle del Marítimo sería la carrera oficial y cada uno que llegue a esa carrera oficial como le dé la gana. Que pienso que sería interesante para la fiesta.” (Hermandad de la Cruci-
fixión del Señor, El Canyamelar).
Tal estrategia de monopolizar los “actos colectivos” sería la garantía de conservar “las raíces del barrio”, incluso contemplando la posibilidad de desplazarse ocasionalmente a realizar procesiones por el centro: “Sin perder las raíces del barrio. A mi no me importaría hacer una procesión que me dijeran: ‘Es que una procesión tienen que salir las imágenes de la catedral’ que están en completa ¿cómo se dice eso? ¿completa autoridad para hacerlo? Ahora, no dejo de reconocer que la Semana Santa es Marinera, y es del barrio y es del Marítimo. No me importaría hacer una procesión, dos, las que hicieran falta. O que me dijeran: “el Domingo de Ramos lo vamos a hacer por el centro”. Pero las procesiones como actos colectivos son del Marítimo” (Hermandad
de la Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
Como evidencia este último párrafo, la necesidad de mantener los Poblados Marítimos como punto de referencia fundamental durante los actos principales de la Semana Santa no es el único punto de debate en que
la fiesta se ve inmersa en estos momentos, sino que también es objeto de –en ocasiones agrias- polémicas la eventual conveniencia de desplazarse, puntualmente, las cofradías del Marítimo hasta el centro para hacer procesiones. Las posturas expresadas al respecto por los festeros se articulan en torno a una línea en cuyos extremos se expresan posiciones antitéticas: la de quienes consideran que la Semana Santa debe seguir siendo una festividad exclusiva de los Poblados Marítimos, y la de quienes son partidarios de acudir al centro de la ciudad como medio de expansión de la fiesta. Aunque ésta sigue siendo una postura todavía minoritaria, se trata de una opinión emergente, que puede ir en aumento durante los próximos años, especialmente si continúa la dinámica de creación de nuevas hermandades en el centro de la ciudad. Un testimonio de esta postura se nos brinda desde la Cofradía del Cristo de la Buena Muerte, entidad de reciente creación que, como se vio en el capítulo correspondiente, surge fuera de los Poblados Marítimos. Desde esta perspectiva, se esgrime la elevada degradación en términos sociales y urbanísticos que sufre el barrio (recuérdese el capítulo I), como justificación para realizar procesiones en el centro de Valencia: “... yo creo que lo que habría que buscar dentro de la Semana Santa, para mi gusto y para muchos más, sería buscar, todo mundo tener su, no sé como decirte, su derecho a que pase por delante de su puerta, pero habría que buscar unas avenidas más grandes y las calles por ejemplo que estuviesen mejor adecuadas, ¿entiendes?, porque yo te digo que todas las calles en Valencia son dignas de admirar, pero pasamos por algunas calles que..., nosotros hemos recibido insultos, ehhh, insultos de, de gente marginada, de esa de droga, hemos visto viniendo con el Cristo... (...) ahí si que tiene que hacer
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360 hincapié el Ayuntamiento de adecentar las calles, quitar los cubos de basura, quitar los coches mal aparcados, o sea, dejar las calles limpias y libres para pasen las procesiones, hombre, en Valencia seria precioso, porque yo me imagino, por ejemplo, nuestro Cristo saliendo de San Pascual, cruzando ese puente de la peineta, cara a la Glorieta y pues, a mi eso me gustaría mucho, me gustaría mucho” (Cofradía del Cristo de la Buena Muerte, El Grao).
Esta postura, que no deja de presentar ciertas reminiscencias sevillanas (recuérdese a las hermandades trianeras avanzando hacia la catedral), no es la más extendida, ni siquiera entre quienes sí están dispuestos a realizar procesiones por el centro de la ciudad. Antes bien, éstos han tenido que realizar un ejercicio de reelaboración de la tradición que sitúa a la ciudad de Valencia como el foco primigenio de la Semana Santa, siendo la de los Poblados Marítimos una importación de la misma. Desde esta perspectiva, volver al centro sería una forma de conferirle mayor autenticidad a la tradición: “Yo es que he luchao siempre porque la Semana Santa Marinera se ha llamao más años Semana Santa de Valencia que Semana Santa Marinera, entonces yo creo que somos los herederos de la tradición de Semana Santa que en algún momento hubo en Valencia, entonces pues no tenemos que renunciar a eso, si renunciamos a eso es que tenemos muy poca… somos mu cortos de miras, que no… que no pensamos que esto puede evolucionar a más. (...) Yo creo que hay parte de política deliberada [de no
realizar procesiones por el centro] y aparte de agarrarse con las dos manos a las raíces de la fiesta, y ya está…. Pero es que, en mi casa siempre me han contao, mi abuela contaba que sus abuelos vivían en la calle de Las Barcas… Es que eran pescadores
235 Se refiere al puente realizado sobre el cauce del río Turia por el arquitecto Calatrava, cuya forma recuerda vagamente a una peineta.
y vívían allí, y estoy convencido que la mitad de las cofradías que hay por aquí en algún momento tuvieron su enganche con alguna cofradía de allá, lo más claro son las cofradías del Cristo del Salvador, entonces tampoco podemos… igual la fiesta nació allí y nos la trajimos para aquí, porque en aquella época este barrio… cuando nace La Concordia por ejemplo, si es verdad que nace en mil ochocientos y pico, esto sería el Grao y poco más, es una fiesta importada, lo nuestro es una fiesta importada de otro lao, a lo mejor del barrio de al lao, pero importada (….) Claro, yo es que lo sé por mi parroquia, yo aquí en mi parroquia las cuatro primeras cofradías, que es el Cristo del Salvador y del Amparo, que se desgaja prácticamente del Cristo del Salvador, una cofradía de Sayones que prácticamente se desgaja… ahí creo que había gente también del Rosario y sayones de los Ángeles, granaderos que debió de nacer también, granaderos que habían debido salir en el Rosario o los Ángeles y crean la cofradía de San Rafael, y nosotros que somos los raros… porque viene de Valencia.” (Hermandad del
Santo Cáliz, El Cabanyal).
Así, el recurso a la historia se utiliza como manera de legitimar una postura emergente, como sucede en el siguiente fragmento, en que se alude a los vestigios históricos de Semana Santa que Valencia conserva, para demostrar que allí también se hacían procesiones: “A mí no me preocupa, hasta el año 29 en San Martín siguen saliendo, y la iglesia del Salvador ha salido muchos años y la iglesia de San Salvador tiene imágenes de Semana Santa como la Dolorosa porque en las medallas de cofrade del Salvador de Valencia en el anverso de las medallas está la Dolorosa, y se celebra cuando es Viernes de Dolor un triduo, hay un Cristo Yacente también, eso conlleva que ahí ha habido Semana Santa. Cofradías que tiene una imagen de ese tipo como por ejemplo
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362 los franciscanos tienen la Piedad eso significa que ha habido” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal) .
Con todo, la negativa a realizar procesiones por el centro es, con certeza, la postura más extendida en este momento. Tal negativa se produce en ocasiones sin matices, lo que no deja de provocar consciencia de la paradoja que supone el hecho de que, las mismas cofradías que se niegan a desfilar por el centro, sí sean capaces de acudir a cualquier otra localidad a acompañar a una cofradía de advocación homónima. La dura rivalidad con Valencia esbozada en el capítulo I surge aquí de manera explícita: “Yo me lo he planteo muchas veces: no tengo ningún problema en absoluto pa ir a Sagunto, y sin embargo no quiero ir a la calle Colón, adonde sea, pero no a la calle Colón (...) No lo razono, es complicao, no sé... quizás como decía antes, el propio sentimiento de pueblo que tenemos aquí esto es un pueblo y Valencia es un pueblo enemigo, entre comillas, tiende a ser como entre Jérica y Viver, o como Alaquàs y Quart de Poblet, o como... o sea, te puedes ir a otro pueblo, pero no al que tienes al lao” (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal).
Otra argumentación para no realizar procesiones por el centro se basa en el carácter fuertemente despersonalizado de éste, que contrasta con la calidez de las relaciones que, en tanto que pueblo, ha sabido conservar El Cabanyal o El Canyamelar. Según esta perspectiva, en definitiva, el centro de la ciudad se constituye como un no lugar en el sentido de Augé: “Por el centro... buff... yo no estaría dispuesta por el hecho de que creo que no le corresponde, o sea, no que no, sino que la tradición
236 Calle céntrica de Valencia, que enlaza la plaza del Ayuntamiento con edificios como el del Corte Inglés.
está aquí y aquí está la gente que lo vive ¿no? y es como que toda la vida ha estao una falla aquí y ahora de repente voy a coger la misma falla y la voy a plantar en la Avenida de los Naranjos, es como que no le corresponde a esa falla estar allí ¿no? porque es la gente de aquí... yo lo veo así ¿no? y allí es que realmente son muy impersonales esas calles, o sea el centro es muy impersonal, y aquí vas pasando y pues las balconadas tienen sus mantos, tiene sus tal... es gente del pueblo que allí en el centro como no vaya el de la oficina a sacarte una mantolera no se qué te van a sacar. Es que es muy impersonal, o yo al menos lo veo así, aparte de que fuera de la Semana Santa yo odio el centro, todo hay decirlo, odio el centro de Valencia.” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
En apoyo de tal tesis, se insiste en la disposición topográfica del centro, que contrasta vivamente con la de los Poblados Marítimos. Disposición topográfica que, como se vio en el capítulo I, ha contribuido a crear un sentimiento de identidad, una “idiosincrasia” de la que carece por completo Valencia: “...yo creo que es muy difícil, por la propia orografía (sic)... te lo dije el otro día, de Valencia, yo creo que es muy difícil, que aunque digan que hay acuerdos... yo una vez por la Plaza de la Virgen, toda la Calle de la Paz se hizo y tal, pero yo creo que es difícil, difícil, puede ser... puede ser, pero tienen que pasar muchísimos años y, sobre todo, al Marítimo no le quitas la fiesta... puedes hacerla en Valencia, pero al Marítimo tú no le quitas la fiesta, o sea, eso... eso... de que está amamantando el niño y ya se ha vivido Semana Santa, ¿no?, o sea, que... que yo es que creo que eso es... es una cosa tan íntimamente con la gente del Marítimo, que yo creo que no tiene... vamos, puede haber fiesta, puede haber incluso, a lo mejor... todas las andas mejores, porque a lo mejor pueden haber apoyos,
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364 que éstas de aquí, pero la... la idiosincrasia del barrio... tú no la quitas, la idiosincrasia de ser Marinera... de Valencia y Marinera, que son las dos cosas importantes, tú no las puedes quitar, porque es un barrio pescador y tiene una personalidad... (...), o sea, así ha sido durante toda la vida en general, y por eso... tan acusada como... que se dice ‘y yo... y yo me voy a Valencia’, ¿no? o ‘¿de dónde eres?’... ayer me llamó uno de los dueños de aquí, de aquí... que estaba por aquí y... para decir ‘¿tú de qué barrio eres?”... y yo ‘del Canyamelar’ (...) pero el centro... es el centro y ahí no hay, pues es centro comercial, mucho Corte Inglés... pero no tienen un arraigo (...).” (Hermandad del
Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
Al desdibujarse el territorio festivo, pues, la identidad se siente amenazada. Es por esto que resulta fundamental mantener el control de los actos de mayor capital simbólico de la fiesta, como es la procesión del Santo Entierro. Frente a la creciente desterritorialización que los nuevos flujos socioespaciales imponen, el territorio del Marítimo se configura como el territorio prístino, el más auténtico para determinadas celebraciones. Vivido todavía como un pueblo por muchos, pero ya como simple “escenografía” por otros, las alargadas calles de los Poblados Marítimos, jalonadas por sus cuatro iglesias, actúan como “recinto mítico”, que garantiza que la Semana Santa (Marinera) de Valencia pueda seguir creciendo por toda la ciudad “sin perder las raíces del barrio”.
VII “AL CALOR Y COLORIDO DE NUESTRAS PROCESIONES”: LA LUCHA POR EL RECONOCIMIENTO Y LA VOLUNTAD TURÍSTICA DE LA SEMANA SANTA MARINERA
366 Ya se ha visto anteriormente cómo, en torno al ritual festivo, puede articularse una variada configuración de niveles de activación identitaria, aunque, dentro de las mismas, son las locales las que suelen mantener la primacía. Desde este punto de vista, nuestro caso vendría a abundar en lo que ya sabemos por otros estudios: que la fiesta opera como un elemento condensador de la identidad local. Ahora bien, si adoptamos una perspectiva durkheimiana, comprobamos que esta interpretación no bastaría por sí sola para distinguir este ritual del de épocas anteriores: al fin y al cabo, la identidad local siempre se ha reproducido mediante diversos tipos de rituales, entre los que los festivos han jugado un papel privilegiado. Ya se vio al respecto, en el capítulo anterior, que uno de los rasgos que distingue al ritual de la modernidad avanzada del de etapas anteriores es esa pérdida de centralidad del objeto celebrado, que implica el abandono de las identidades claramente definidas por procesos de identificación más fluidos. En el presente capítulo se tratará otro de los aspectos que caracterizan a la construcción identitaria mediante el recurso a la tradición en la modernidad avanzada, como es el hecho de que a los procesos básicos de diferenciación y autorreferencia (indispensables para la construcción de una identidad), se suma la necesidad de reconocimiento. Mediante tal reconocimiento, el proceso identitario se transforma en política de identidad (Santos, 2005: 195-233). Así, el capítulo se dividirá en dos partes: en la primera se tratará del problema de la lucha de los actores del ritual por obtener el reconocimiento externo, lucha que implica en buena medida la existencia de una identidad estigmatizada. En un segundo momento, se procederá al análisis de lo que es la forma máxima
de reconocimiento a que aspira la fiesta, que es la turistización de la misma, así como a las estrategias que el ritual despliega para intentar obtener sus objetivos. 1. La lucha por el reconocimiento Como se ha puesto de relieve en otros estudios, el debate acerca de la relación entre identidad y reconocimiento es un tema que se ha intensificado en “nuestro mundo de la recién adquirida interdependencia informacional” (Sánchez de la Yncera, 2002: 315). Desde esta perspectiva, son de gran interés las tesis de Axel Honneth (1997), quien plantea las experiencias de menosprecio experimentadas por los individuos en términos de subjetividad herida y negación de reconocimiento. La propuesta es sumamente interesante y, sobre todo, es susceptible de ser llevada más allá del plano individual, para alcanzar a grupos sociales, punto que no escapa a Honneth. Sin embargo, éste reduce sus planteamientos al terreno de lo político, dejando de lado que estas mismas luchas por el reconocimiento también son susceptibles de actuar desde el plano cultural y simbólico. Efectivamente, es fácil percibir, en las entrevistas realizadas, un fuerte sentimiento de identidad, pero se trata en buen medida de una identidad deteriorada, “estigmatizada” según la fórmula de Goffman (1993). Ya se vio algo en este sentido anteriormente, cuando una entrevistada decía que, frente a las distorsionadas visiones que la ciudad de Valencia tenía del Cabanyal, conocer la Semana Santa podría ayudarles a conseguir una visión más ajustada del barrio. Desde esta perspectiva, la Semana Santa se configura como un capital cultural colectivo de primera magnitud, algo que se debe ser conocido y reconocido fuera de las
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368 fronteras del barrio, para superar el “ostracismo” al que la ciudad ha condenado históricamente a estos barrios, ostracismo al que no es ajena la propia jerarquía eclesiástica de la misma: “Podríamos recurrir a la frase típica de que Valencia vive de espaldas al mar y tal y cual, pero la verdad es que éste es un barrio periférico, que depende de la administración central y que nunca el barrio en sí ha tenido el tratamiento adecuado por parte del municipio, y por lo tanto pues tenemos que tener en cuenta también que la propia estructura eclesiástica de Valencia nunca le ha importado mucho El Cabanyal” (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal).
Tal herida es causada por el menosprecio sufrido desde la falta de reconocimiento de tres actores básicos: los políticos, los medios de comunicación y, de manera muy especial, el resto de la ciudad (y, como se visto ya, aunque en menor medida, la Iglesia). En realidad, se percibe claramente que son tres reconocimientos estrechamente interrelacionados: “Quiere decirse, que por ejemplo, yo entiendo que la Junta Mayor en un momento determinado busque políticos o gente muy importante para los pregones, ¿por qué?, porque tiene más repercusión en los medios de comunicación, y hoy en día los medios de comunicación es como si no apareces en la prensa es como si no existieras, entonces lo que se trata de buscar también es personas que cuando llegue… la inauguración de un local social, pues vengan y tenga después su repercusión en los medios de comunicación. Y que además, que todas esas personas conozcan realmente qué es la Semana Santa del Marítimo. Ten en cuenta que, el tema del Marítimo, siempre se ha dicho que Valencia vive de espaldas
237 La expresión “superar el ostracismo”, no es casual, sino que ha sido escuchada en infinidad de ocasiones a lo largo del trabajo de campo.
al mar y esto es mar-ítimo [sic], es decir, que tampoco ha habido tanta vinculación de las gentes del centro como… y entonces… me parece una política adecuada.” (Hermandad de
María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
Habida cuenta que de las relaciones con los políticos ya se habló en el capítulo III, no merece la pena insistir en ello: simplemente, se tiene plena consciencia de que, sin su apoyo, la fiesta no gozará del reconocimiento que merece. En cuanto a los medios de comunicación, ya se vio cómo la presencia de la fiesta había aumentado de manera ostensible en los mismos, especialmente en lo que a prensa escrita se refiere. Sin embargo, en un mundo en el que los mass media marcan en buena medida el rango de los fenómenos, dicha presencia es percibida de manera claramente insuficiente; insuficiencia que se plasma en su grado máximo a la hora de recibir la atención televisiva que la fiesta reclama: “No. Eso es un no rotundo porque de hecho por ejemplo Canal 9, la televisión de aquí de Valencia, la regla general es que de Semana Santa… este año creo que no ha sacado nada, y el año pasado… bueno, es que nunca saca nada. Aparte, también esta cofradía está un poco molesta porque otros años que han retransmitido el Desfile nos han cortao… No pero con independencia de eso la televisión que tendría que sacar más cosas, porque de hecho a lo mejor, no es por meterme con otros sitios, pero a lo mejor de Orihuela saca de otros sitios saca muchísimo más que de Valencia. ¿El porqué? no lo sé. No se si es cuestión que se tiene que tener más relación con los medios de comunicación o qué. Y en cuanto a la prensa escrita pues, este año… yo este año sí que he visto que Las
Provincias… desde que desapareció lo que era el diario del
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370 Marítimo ha caído en picado todo, y este año incluso el sábado 238
El citado diario local efectuó durante
siguiente al Viernes de Dolor no sacaron nada, sacaron de la algunos años una tirada especial
Semana Santa del centro.” (Hermandad de María Santísima de para el Distrito Marítimo, pero ésta
las Angustias, El Cabanyal).
Además, y en estrecha relación con el punto anterior, se establece una relación explícita entre presencia en los medios y asistencia de público a las procesiones: “No, no es nada conocida, o sea nada nada nada conocida. Porque yo estoy en la Semana Santa hace muchísimos años y estoy en la facultad y enseguida pues tal, cual, y la gente no sabía ni lo que era, o sea la gente se queda alucinada, y yo les digo ¿pero cómo puedes no saber lo que es? O sea, si lo tienes a... a una piedra, ahí al lao ¿y no sabes lo que es? ¿la Semana Santa de Sevilla sí y la de aquí no, que la tienes a un paso? Y la gente es que realmente es que no lo sabe, es que no hay publicidad de ello, es que no hay... es que no hay nada, o sea, hace... cuatro años creo que fue la primera vez que Canal 9 grabó el Desfile, hace cuatro años, que eso jolín, este año lo ha vuelto a grabar, pero ... es que la gente no... y si sale algo sale por ejemplo en Punt 2, porque yo me acuerdo que me hicieron una entrevista en Punt 2, que querían ver los peinados, y tal, y yo (....) pero claro, en Punt 2, y el reportaje salió el día después, o sea cuando veníamos del Entierro salió por la tele, que estábamos cenando y se vio por la tele, claro, la gente que está despierta pues sí, pero el resto de gente, a no ser que yo les hubiese dicho ‘oye, mirar la tele y tal’, es que la gente... es que la gente no lo conoce, porque la gente no ve Punt 2, no ve Canal 9, pa qué vamos a negarlo, y la gente no lo conoce porque fuera de ahí no hay ni vallas, ni publicidad, ni ... es que no hay nada, o sea, fuera de ahí es que no hacen nada más, que sí, que viene la alcaldesa y queda muy bonito, la alcaldesa queda muy bonito y eso, pero es
despareció ante la crisis de ventas del periódico.
que no hay reconocimiento ninguno.”(Hermandad de María
Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
Como consecuencia de tal falta de atención, el desconocimiento de la fiesta por parte de la ciudad de Valencia es percibido como especialmente ultrajante, como un factor decisivo de esa identidad deteriorada, máxime cuando supone un agravio comparativo respecto a otras celebraciones semanasanteras de mayor proyección mediática: “... pero la gente es que no la conoce. Es … en ese sentido yo sí que me indigno, porque les digo que son unos incultos porque conocen la Semana Santa de Sevilla pero no conocen la de Valencia. y eso sí que es un grave problema, porque la Semana Santa, yo qué sé, no es porque sea de aquí pero es muy bonita, es… tiene cosas peculiares, como cuando metemos las imágenes en las casas, los personajes bíblicos que no los tiene otras semanas santas, entonces yo que sé, Valencia en ese sentido está de espaldas a la Semana Santa (...) Es asombroso que todo el mundo conozca la Semana Santa de Sevilla y no conozca la de Valencia. Es que eso es asombroso.” (Hermandad de María
Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
En esta lucha por el reconocimiento se dan situaciones paradójicas, que enlazan con lo expresado en el capítulo anterior acerca de la ambigua relación mantenida con la ciudad de Valencia: ésta debe asumir las especifidades del Marítimo, pero a su vez darse cuenta de que éste es parte efectiva de la ciudad, lo que supone una alteración expresa del sujeto celebrante, que se busca extender en este caso a toda la ciudad:
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372 “... los residentes en nuestra Valencia capital no deben olvidar que aquí se da la única demostración popular que llena las calles de vestas, granaderos, pretorianos, etc., acompañados por sus veneradas imágenes de Cristo y su Madre Dolorosa, con sus correspondientes misterios y en días tan señalados. Y que este sector de nuestra capital, acariciado por el rumor de las olas de nuestro Mediterráneo, es tan Valencia como lo pueda ser la plaza del Ayuntamiento o el barrio del Carmen. Con lo cual insisto en que el pueblo valenciano debe de empezar a concienciarse de que nuestra Semana Santa Marinera es su Semana Santa, ...”.
Para intentar reclamar la atención de la ciudad, se crean incluso actos ex novo, susceptibles de atraer por su propia novedad y vistosidad. Un ejemplo al respecto lo proporciona el siguiente testimonio, extraído de una hermandad del Canyamelar, que durante la Semana Santa de 2006 incorporó a sus actos una “Procesión de las Siete Palabras”: “es un tema que en Valladolid, por ejemplo, es el abc de la Semana Santa, el sermón de Las Siete Palabras, y entonces, claro, ¿nosotros por qué lo hemos hecho? por dos motivos, primero por salir más, porque la gente nos demanda salir más y, segundo, por... por intentar engrandecer la Semana Santa, la cofradía y hacer que hay un acto más en el Rosario, por ejemplo, un acto más (...), que puede haber más, pero un acto más para reclamar ese apoyo del ciudadano que Valencia que todavía no conoce la Semana Santa, y es una pena, ¿no?, porque es una Semana... es una Semana Santa que es tradición y es riqueza de un pueblo, riqueza artística y riqueza de cultura, ¿no?” (Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
Sin embargo, desde el punto de vista de la demanda de reconocimiento, quizás lo más significativo es que
239 Semana Santa Marinera de Valencia 1991. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1991, p.70.
se reivindique un trato de igualdad con las Fallas, fiesta mediática por excelencia, mimada por los políticos, los medios de comunicación y punto de atracción masiva de turismo: “Hombre, importante, yo creo que le vendría más bien a Valencia, más que a nosotros, porque a nosotros realmente salimos y salimos por lo que salimos, tampoco... pero realmente a Valencia lo que es a nivel turístico le interesaría, claro que le interesaría, porque es una fiesta a nivel turístico y que venga gente de fuera lo que es al turismo le interesaría muchísimo, a nosotros realmente el reconocimiento, lo que buscamos realmente es el reconocimiento de que una fiesta... tan importante como son las Fallas ¿por qué no? pero no un reconocimiento en plan turístico ‘hale, que venga to el mundo a verlo’, entonces le interesa a Valencia, a nosotros realmente nos interesa que nos apoyen, por ejemplo el año que viene cae San José en... creo que es Miércoles Santo, y nosotros no podemos salir hasta el Jueves. Pues eso por ejemplo es lo que nosotros no queremos ¿por qué las Fallas por delante de nosotros? ¿sabes? ... ¿por qué las Fallas son mejores que nosotros? O sea ¿qué representan las Fallas que no representamos nosotros?” (Hermandad del Santísimo
Cristo del Salvador, El Cabanyal).
En el caso concreto de las Fallas, se percibe como causa no sólo el que ésta sea una fiesta de dimensiones mucho mayores y que abarca a toda la ciudad, sino que en el fondo hay intereses bien definidos tras los que se esconden relaciones de poder: “es que yo no sé por qué no hay tanto reconocimiento, tanto boom como ‘Valencia en Fallas’ [con énfasis] y esto es bueno, la revolución, luces por todos laos, no sé cuántos no
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374 sé menos, que esto no es jolgorio, la verdad es que no es jolgorio, pero dentro de una seriedad y dentro de un... se podría poner perfectamente, es que no ... yo qué sé, es que es lo que te digo, que no hay tanta representación desde mi punto de vista porque no mueve tanto como mueven las Fallas, entonces, no es que no interese, sino que se pasa un poco más.” (Hermandad del Santísimo Cristo
del Salvador, El Cabanyal).
Así pues, aunque afirmaciones como la de Chiara Spizzichino (2004: 145-154) acerca de que no hay fiesta sin un amplio público de espectadores participantes en la misma son, como mínimo, discutibles –Boissevain (2000) ha mostrado cómo en determinados casos se elaboran estrategias dirigidas a eludir la mirada turística-, sí resulta claro, en este caso, que la presencia de espectadores al paso de las procesiones es concebido como un acto de reconocimiento imprescindible para la propia supervivencia del ritual: “Sí, pero… te gusta, a ti te gusta que vengan a ver tu imagen…, o sea ya no eres tú, porque ya ves yo voy vestida de vesta y a mi no me ve nadie. Pero a mi me gusta por ejemplo pues que vean mi trono anda, con la imagen que es muy bonita. Pero… es eso, y yo qué se, y que… no se pierda, porque como todas las fiestas pues la Semana Santa son fiestas que se mantienen pues por el público, y si ese público no está pues la fiesta se va perdiendo paulatinamente.” (Her-
mandad de María Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
Ahora bien, esto no deja de plantear paradojas, pues, al fin y al cabo, se trata de una fiesta en la que, según la visión oficialmente declarada, los principales actores salen a la calle a realizar una penitencia, con lo que
daría igual tener testigos de la misma que no tenerlos. Sin embargo, en la práctica, el objetivo real no es, como en las procesiones medievales de flagelantes, que los espectadores se sumen a las mortificaciones en el acto, sino que disfruten del espectáculo. El inequívoco decantamiento ante tal aparente paradoja puede ser contemplado como un indicador más de la secularización de la fiesta, ya que la lucha por el reconocimiento se produce normalmente al margen de cualquier voluntad evangelizadora o catequética: “A mi no me da igual. Yo, cuando hablábamos antes de la satisfacción que produce el trabajo por la cofradía, aunque sea una cuestión egoísta, te produce satisfacción el pasar por la calle y ver que está lleno de gente mirando la procesión. Sí, yo creo que el que diga lo contrario miente. No se trata de hacer procesiones para lucirme, pero sí me gusta que la gente esté... quizás como te decía que la cofradía es parte de mi vida, el hecho de que la gente se interese por esa parte que tú haces a toda persona le llena ¿eh? Yo digo que el que diga lo contrario miente, yo lo tengo claro.” (Hermandad del
Santísisimo Ecce Homo, El Cabanyal).
Hay que insistir en que no se han encontrado fisuras al respecto: el tener gente en la calle viendo las procesiones es un objetivo fundamental para la reafirmación identitaria de los procesionantes. No obstante, y de manera complementaria, aparece también un matiz más militante, que busca dar testimonio de una religiosidad, postura que, aun minoritaria, puede observarse también como una modalidad débil de reivindicación de esas “religiones públicas” de las que nos ha hablado Casanova (2000):
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376 “Sí, realmente a mí me da igual, a mí realmente que vengan o no vengan me da igual, pero es que yo veo que es algo tan, yo que sé, una tradición tan bonita, como los Moros y Cristianos ¿no? lo que pasa que es más religiosa ¿no? pero realmente una sociedad de cristianos que está expresando su religiosidad en la calle, si lo está expresando es porque la gente quiere que lo vea, y realmente hoy en día tal como está la religión pues vamos, sería un punto muy importante que algo así se resaltara. Y más cuando hay tantos problemas hoy en día con que no somos religiosos no somos religiosos no sé cuántos, y hay que ver la burrada de gente que hay en la calle mirándolo. (...) ... no es que vistas a la calle para que la gente te vea, no es cierto, pero realmente que la gente venga y vea y lo conozca una tradición como es ésta. Si luego no le gusta pues no le gusta, pues muy bien, como me pasa a mí con las Fallas (...). Pero sé lo que es la fiesta ¿sabes? Es como si te vas a Alcoi y no sabes lo que son los Moros y Cristianos el resto de la ciudad, no sé, yo creo que es importante que la gente lo supiese.” (Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador, El Cabanyal).
Deseo pues, de reconocimiento, de ser vistos, de que en Valencia y más allá se sepa de la existencia de la Semana Santa Marinera. Deseo que encuentra su expresión más acabada en la voluntad de constituirse como una fiesta turística, y que, una vez más separa a la tradición moderna de la práctica de la sociedad tradicional con la que míticamente se entronca (evidentemente, ya las procesiones penitenciales de la Edad Media tenían sus espectadores, pero la intención de los penitentes no era impresionarlos con su estética, sino inquietarlos –bordeando la violencia a veces- incitándolos a cambiar de vida: cf. Muir, 2001: 262-263). Así, la fiesta se ofrece de manera explícita como espectáculo, como objeto
de consumo cultural, al tiempo que busca afianzar el reconocimiento institucional a su estatus, caminando por una senda que han recorrido o intentan recorrer, otras muchas manifestaciones festivas de la modernidad avanzada (Ariño, 1998c). 2. La voluntad turística 2.1. Una voluntad frustrada Aunque se trate de un fenómeno que ha radicalizado su importancia como producto de la globalización, la instrumentación turística de las fiestas no es un fenómeno precisamente novedoso: ya en estudio sobre la evolución del calendario festivo valenciano desde finales del Antiguo Régimen hasta la Guerra Civil, se nos advirtió de cómo el turismo fue “un dels factors més poderosos de transformació de la festa contemporània” (Ariño, 1993a: 119). Tal afirmación viene corroborada por el anterior estudio del mismo autor acerca de la evolución de las Fallas, fiesta que pasa de la represión por parte de los poderes locales a su decidido apoyo por parte de los mismos, en estrecha colaboración con la Sociedad Valenciana de Fomento del Turismo. Vista desde la perspectiva del tiempo, la estrategia tuvo éxito: la conversión de las Fallas en “fiesta unánime”, acaecida entre 1921 y 1930, vino respaldada por su poder de atracción turística, que se plasma en actos como la llegada del primer tren fallero en 1927 (Ariño, 1992a: 69-207). Por lo que respecta a la Semana Santa, ya se vio en el capítulo II que, durante las mismas fechas, intentó seguir los mismos pasos que las Fallas: durante los años inmediatamente anteriores a la Segunda República, los nuevos directivos de la Semana Santa se plantean de manera explícita la conveniencia de crear unas
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378 celebraciones susceptibles de atraer al emergente turismo. La revista Valencia Atracción (creada en 1926, con el objetivo de servir de propaganda y guía para visitantes y turistas) dedicó a la fiesta elogiosos artículos (Sanchis Nadal, 1930; 1931), y ya vimos también como se fletaron trenes y tranvías especiales para facilitar a forasteros y vecinos de Valencia la asistencia a las celebraciones, por lo que se puede deducir que la estrategia no dejó de dar sus frutos. Sin embargo, esta incipiente turistización es cortada con la prohibición de las procesiones en 1932, que culmina en el estallido iconoclasta de la Guerra Civil. Al terminar ésta, y pese a que la política resacralizadora de los vencedores apoya y dirige activamente este tipo de celebraciones, la situación económica, política y social del país supone un evidente retroceso en la evolución del turismo como fenómeno de masas. Durante años, pues, la fiesta se repliega sobre sí misma: pese a que es de suponer la presencia de visitantes, el sujeto celebrante se ciñe básicamente a los lugareños. La situación tardaría años en cambiar, y una vez más, comprobamos como nuestro caso de estudio sigue una tendencia general: en 1965, las Fallas de Valencia -y la Semana Santa de Sevilla- son declaradas por la Dirección General de Promoción del Turismo “Fiestas de Interés Turístico”, denominación honorífica que había aparecido un año antes, y en cuya declaración -dicho sea de paso- intervenía un miembro del Departamento de Dialectología y Tradiciones Populares del CSIC. Alegando una historia varias veces centenaria, la presencia de algún paso escultórico de Mariano Benlliure, el entusiasmo en la conservación del “sabor y costumbrismo” procesional, así como la creciente afluencia de “turistas que vienen al calor y colorido de
240 Esto fue así hasta 1979: Chiner Gimeno (2001, I: 439). Más allá de lo anecdótico, el caso no deja de revelar los antecedentes de un proceso generalizado hoy con las políticas de patrimonio (ver capítulo siguiente): la intervención de expertos en la certificación de la autenticidad y calidad de una fiesta.
nuestras procesiones” (citado en Chiner Gimeno, 2001, I: 442), la Semana Santa Marinera empieza a intentar con tenacidad seguir la misma senda, lo que, tras un intenso proceso de papeleo burocrático no exento de tensiones, consigue por fin en diciembre de 1974. Con esto, la fiesta no sólo conseguía un mayor reconocimiento a nivel estatal, sino también “un sustancial aumento de sus posibilidades de ingresos económicos pues, ostentar el referido título era ‘indispensable para poder optar a la concesión de subvenciones del Ministerio de Información y Turismo’” (Chiner Gimeno, 2001, I: 440). Tal reconocimiento, distó de ser, contrariamente a lo que pensaron entonces con ingenuo triunfalismo algunos directivos de la fiesta, una garantía de futuro: el 29 de enero de 1979, una nueva orden ministerial superponía, sobre tal titulación, las de “Fiesta de Interés Turístico Nacional” y “Fiesta de Interés Turístico Internacional”. Así, el 18 de enero de 1980, mientras las Fallas de Valencia eran ascendidas al máximo rango, la Semana Santa de sus Poblados Marítimos quedaba incluida en el inferior. A la postre, esto resultó ser casi nada, pues en septiembre de 1987 se derogó la Orden de 1979, con lo que las tres categorías quedan reducidas a las dos superiores. Oficialmente, pues, la Semana Santa Marinera dejaba de ser una fiesta turística. 2.2. Estrategias de turistización La nueva situación legal no ha conseguido acabar con la voluntad turística de los penitentes de los Poblados Marítimos valencianos: buena prueba de ello es que, en febrero de 1991, se responde negativamente desde Madrid a la petición de ser declaradas “Fiesta de Interés Turístico Nacional”, argumentando que la fiesta no reúne varios de los requisitos. Lejos de desanimarse, y de manera periódica, desde la Junta Mayor de la Semana
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380 Santa Marinera puede escucharse constantemente la voluntad, alimentada por la prensa local, de la intención de conseguir el reconocimiento de interés no ya “Nacional”, sino incluso “Internacional”. Para intentar conseguirlo, la fiesta despliega una serie de estrategias, que puedan contribuir a la legitimación de sus objetivos. Veremos a continuación las principales aunque, una vez más, éstas se entremezclan frecuentemente. Con todo, se puede distinguir dos grandes bloques de categorías: la potenciación de las especifidades más tradicionales, y la creación de actos nuevos que contribuyan a engrandecer la vistosidad de la fiesta. Finalmente, la enunciación un tercer tipo de factores, relacionados con la patrimonialización de la misma, nos llevará a enlazar con el capítulo siguiente. 2.2.1. Potenciación de las especifidades En primer lugar, se busca destacar las especifidades que diferencian a la Semana Santa Marinera de otras fiestas similares. Ye se habló del tema anteriormente: usando la terminología de Riesman, Glazer y Denney (1981: 66), diríamos que la fiesta busca acentuar los rasgos de “diferenciación marginal” que sirvan para distinguirla netamente de otras semanas santas: así, entre sus peculiaridades se encuentra, en primer lugar, el mar que, como ya vimos, ha devenido en una especie de denominación de origen de la fiesta, con lo que se consigue aunar el tradicional escenario social de trabajo de unos antiguos barrios marineros con la implícita apelación al ocio vacacional que, en la actualidad, conlleva cualquier alusión a la playa. Además de servir como soporte mítico que justifica los orígenes de la fiesta en estos barrios, el mar es determinante del “carácter mediterráneo de sus habitantes”, impregnando la zona de un “carisma”
241 Ver http//:www.turisvalencia.es.
242 Casa-Museo de la Semana Santa Marinera de Valencia (panel explicativo)
que, según un reclamo turístico, nadie puede perderse. El mar es, también, la clave de una Semana Santa “colorista”, “alegre” y “luminosa”, que “hace latir miles de corazones cuando cada Primavera explota al son y rumor de las olas del mar”. Gracias a la presencia del mar, naturaleza, religión y arte van de la mano, como muestra el siguiente texto, cargado de una retórica que aúna prácticamente todos los tópicos al respecto: “La Semana Santa Marinera es una de las creaciones más sutiles, espontáneas y sinceras del genio y sensibilidad valencianos con importantes valores estéticos, fruto de la hermandad, casi metafísica, de naturaleza y arte. Con raíces en la más pura y auténtica religiosidad, matizada por una tradición viva, la urdimbre familiar y laboral –en este caso marinera, que se hace cofradiera-, el mejor espíritu valenciano promovió, desde el Puerto hasta la Malvarrosa, una floración de gentes entusiastas, imaginativas y creadoras, pues, como se sabe, poesía es creación. Son las Hermandades, Cofradías y Corporaciones...” (Garín Ortiz de Taranco, 1996: 65).
243 Semana Santa Marinera de Valencia 1999 (programa de mano). Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 1999, p.7. Lo de las “flores que jalonan la primavera valenciana” es un tópico recurrente, como la “luminosidad mediterránea”, en numerosos libros oficiales, folletos y videos sobre la fiesta.
Junto al mar, y la creatividad de sus entusiastas vecinos, las “flores que jalonan la primavera valenciana”, y que adquieren su protagonismo el Domingo de Resurrección, vienen a redondear los tópicos con los que la fiesta se representa a sí misma, a la vez que pretende darse a conocer al exterior. Además, se encuentran los otros rasgos que, como ya vimos, eran presentados como exclusivos de la celebración en el discurso de sus protagonistas: la presencia de corporaciones armadas de sayones, longinos, pretorianos y granaderos, junto al papel fundamental de los personajes bíblicos serían algunas de ellas; la costumbre de cargarse al pecho las imágenes del Cru-
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382 cificado y de guardar éstas y otras imágenes devocionales en domicilios particulares durante la Semana Santa serían otras. En todos estos actos se destaca el tipismo, la originalidad, así como la creatividad e imaginación del carácter nativo. Se trata, en definitiva, de las “tradiciones” que mejor expresan la noción de identidad articulada en torno a la fiesta, al mismo tiempo que aquello que se busca destacar con orgullo frente a los foráneos, lo que ningún visitante o turista puede perderse. 2.2. Adopción de novedades En cuanto a lo que se refiere a aspectos más novedosos (y que tienden a homogeneizar esta fiesta con otras muchas de morfología distinta), una de las estrategias que la fiesta adopta entraría dentro del fenómeno calificado como “esteticismo competitivo”, transformación fundamental de la sintaxis festiva en la modernidad avanzada, y que se hace patente, por ejemplo, en la exhibición vestimentaria de las diversas asociaciones que organizan el ritual (Ariño, 1996b: 13). Tal proceso de estetización no se ciñe exclusivamente a la vestimenta: bandas de música, flores, mantenimiento de las imágenes, ornamentos diversos y demás enseres procesionales conllevan unos gastos en constante aumento. Para contribuir a hacerles frente, la fiesta se mercantiliza: junto a cuotas y loterías aparece una industria del souvenir en forma de pins, sudaderas, mecheros o videos que, sin ser comparable a la de las grandes semanas santas andaluzas o castellanas, no deja de tener su importancia, y cuya mera aparición delata por sí sola la presencia creciente de turistas y visitantes. Es también desde esta perspectiva desde la que se entienden mejor algunas de las últimas innovaciones de la Semana Santa Marinera, como las vistosas salidas procesionales nocturnas, convertidas en un espectáculo
capaz de proporcionar al mismo tiempo recogimiento al devoto y deleite estético al mero espectador. Y es que, como ha escrito Zygmunt Bauman (2003b), a diferencia del viejo peregrino, al turista le mueve exclusivamente el factor estético. La estetización es, también, la explicación principal del recurso creciente a la imitación de pautas andaluzas: saetas al paso de las imágenes, costaleros exhibiendo sus habilidades a las órdenes de un capataz, e incluso, como ya se ha visto anteriormente, en los últimos años, alguna hermandad rociera desfilando en calidad de invitada por las calles del Cabanyal, son buen ejemplo de ello. Ahora bien, no se trata, ni mucho menos, de realizar una imitación servil de los clichés sevillanos: cualquier factor que contribuya a realzar la vistosidad de las procesiones goza del beneplácito del público, y los procesos de hibridación cultural llegan también, como hemos visto anteriormente, en forma de tambores turolenses, cuya visita será devuelta por la hermandad o cofradía correspondiente a lo largo de la semana. También dentro de este apartado hay que ubicar la ya mencionada relación con los medios de comunicación. Como ya hemos visto (capítulo VI), la prensa contribuye de manera especial a la difusión de sus actos a través de suplementos o monográficos diversos, aumento que tiene su correlación en un mayor eco en los medios audiovisuales. Con todo, lo más significativo desde el punto de vista que ahora abordamos, es la idea de que el apoyo de los medios es indispensable de cara a conseguir el anhelado reconocimiento oficial: “No nos importa tanto la gente, es cierto, cuando salimos no nos importa la gente, o al menos a mí, pero sí que cuando sale bien y ves gente de Valencia ... te alegras ¿no?, entonces, se
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384 va... yo creo que no hay que mirarse tanto el ombligo después de... ciento y pico de años o doscientos años y, ya, dar un paso más, ¿no?, y así como... como la de Valladolid, la de Sevilla, la de Zamora... salen en televisión y salen en cosas, y salen anuncios publicitarios y tal, pues yo digo que el otro punto de vista es que se retransmitiera por televisión la Semana Santa Marinera, que es de Valencia y que... (...), que lo pagamos todos, que se retransmitiera el acto cumbre, el acto cumbre... y quedaría bien con todos, el acto cumbre es el... el Santo Entierro, por ejemplo, entonces, que se retransmitiera el Santo Entierro... alguna televisión, a lo mejor por cable, porque eso da un plus de... de calidad, y un paso hacia... hacia... ese intento (...) de declarar fiesta de Interés Turístico Nacional o Internacional, pero claro, hay que menearse... menearse mucho. (...), pero para mí una idea importante sería de hacerla... ¿por qué? porque yo creo que eso es importantísimo para la fiesta, para la Semana Santa, entonces, tener el marchamo de fiesta de interés turístico nacional o regional... eso le daría... y entonces sí que vendría de Valladolid gente o de Zamora o de... o de Sevilla, que yo creo que no tiene que envidiar a nadie, porque aquí hay una filosofía de defender la fiesta propia, entonces, yo creo que no hay que envidiar a nadie, lo que pasa es que por h o por b pues todavía ese paso no se ha dao, pero por supuesto que el turismo es un tanto por cien importante, ojo, que sin turismo también se haría, porque se ha hecho, pero es importante ver toda la Calle de la Reina llena, es importante, ¿no?, ir por la calle...” (Hermandad del
Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
2.2.3. Estrategias de patrimonialización En otro lugar se ha señalado cómo la creación de museos dedicados a fiestas concretas constituye la posibilidad de crear focos de atracción turística (Hernàndez i Martí, 2001: 59); desde el año 2000, con la inauguración de un
museo propio, la Semana Santa Marinera sigue en este punto la corriente que se ha extendido por numerosos puntos del Estado español. No me extenderé aquí sobre este punto tan fundamental, pues será tratado de manera específica en el capítulo siguiente; baste apuntar que, a través de la museificación de la fiesta, patrimonio y turismo se dan la mano de manera explícita, con lo cual interviene un nuevo factor, que viene a plantear las relaciones entre turismo y cultura popular tradicional. Por otra parte, la recuperación de elementos del patrimonio a partir de la fiesta es otra de las maneras de fomentar el turismo cultural; en nuestro caso, la reciente rehabilitación de la talla de mayor arraigo popular de la Semana Santa Marinera, el Cristo del Salvador, no puede ser más explícita: la leyenda de los carteles que se imprimieron sobre el evento rezaban: “recuperem patrimoni”. Una vez planteado el tema de las relaciones entre fiesta y patrimonio, parece adecuado señalar de qué manera la fiesta puede actuar “com a redimensionalització del patrimoni cultural no festiu, ja que aquella es presenta com a reactivador patrimonial simbòlic del mateix context especial de la festa”. Al reencantar el espacio festivo, el ritual transforma los elementos más destacados de éste “en referents fonamentals de la identitat celebrada” (Hernández i Martí, 2001: 59), lo que no es sólo aplicable por ejemplo a los templos en torno a los cuales se articula la fiesta, sino a espacios como, en nuestro caso, la playa, que en la última década se ha convertido en el espacio privilegiado de una de las novedades de mayor éxito de la Semana Santa Marinera, como vimos al hablar del traslado del Cristo del Salvador a su orilla, la mañana del Viernes
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386 Santo (ver figura 25). La vieja antesala del lugar de trabajo de los antiguos pescadores se transforma así en un lúdico referente cultural, “marco incomparable” y “cita de referencia obligada”, en el discurso periodístico y turístico, como se ha apuntado más arriba. En el mismo marco se resignifican esos ya aludidos tópicos, omnipresentes en folletos, videos, pregones y programas oficiales, que aluden a “las flores que jalonan la primavera valenciana”, o a la luz que ilumina una Semana Santa “eminentemente mediterránea”. Pero la redimensionalización del patrimonio cultural extrafestivo va más lejos: así, en los últimos años, desde la Junta Mayor se realiza un esfuerzo por vincular a la Semana Santa aquellos edificios más emblemáticos del barrio (casas natalicias de diversos dramaturgos o actores, Ateneo Marítimo, Atarazanas, Asilo de San Juan de Dios, antiguo convento de franciscanas, etc.). El propio barrio, con su arquitectura modernista popular aludida en el capítulo I, entra formar parte del repertorio que el turista debe contemplar cuando acuda a ver las procesiones, tal como se refleja ya en las guías y programas oficiales de la fiesta. El “entorno urbanístico” entra así a formar parte integrante del ritual, constituyéndose los barrios en un incipiente parque temático de la Semana Santa, que incluye incluso rutas gastronómicas (organizadas desde la Junta Mayor), donde los visitantes puedan degustar los platos típicos del lugar y la ocasión. Por fin, y para intentar conseguir la declaración de la fiesta como de Interés Turístico (Nacional o Internacional), se intenta recurrir al apoyo de expertos que contribuyan a certificar la antigüedad de la fiesta. Como ya se ha dicho en su momento, encontrar documentación anterior al siglo XVIII sería un instrumento legitimador
244 Ver, por ejemplo Semana Santa Marinera de Valencia 2006. Guía de mano. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2006, pp.72-75.
para los objetivos del ritual festivo. Un ejemplo más de cómo reflexividad, turismo y patrimonialización se dan la mano en la modernidad avanzada. 3. Unas reflexiones sobre fiesta y turismo Lo indicado hasta el momento basta para comprobar que, la propia voluntad de conseguir un reconocimiento externo, actúa sobre el ritual, transformando en buena medida sus formas expresivas. En caso de que las estrategias obtengan mayor éxito del que ya tiene, se operarán cambios irreversibles en el sujeto celebrante, que, como ya hemos visto, ha dejado ya en buena medida de ser exclusivamente la comunidad local. Por otra parte, hay que tener en cuenta que, como se ha indicado ya varias veces, el ritual festivo actúa como un campo de fuerzas y significados en el que confluyen, actúan y pugnan numerosos intereses, a veces coincidentes, a veces contradictorios, y el factor turístico es, simplemente, una de las fuerzas que actúan en este campo. Pero el caso de la Semana Santa Marinera nos sirve como referente empírico para realizar algunas observaciones de carácter más general. Así, durante la década de los setenta, autores tan fundamentales como Lombardi Satriani denunciaron la “turistización” de las fiestas populares del sur de Italia, que contribuía al sometimiento de la cultura popular al imperio del consumo capitalista. Según este autor, la clave del proceso estaría en que los turistas se hallaban inmersos en la homogeneizadora cultura de masas, que actuaba como un “narcótico cultural” que destruiría la “auténtica” cultura popular (1978: 163-179). La evidencia demuestra que Lombardi se equivocaba: aunque a principios de los noventa, todavía se pudo hablar del turismo como otro de los parásitos
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388 o ya aludidos “rapinyaires festius” (Delgado, 1992: 129-131), ya se podía ver entonces que la realidad era mucho más compleja. En primer lugar, porque la tantas veces denostada mercantilización de la fiesta no tiene nada que ver con lo que desde determinados sectores se piensa. En una sociedad de mercado, es lógico que todo sea susceptible de mercantilizarse, pero, como ha señalado más recientemente Manuel Delgado, “la festa és arreu la màxima manifestació de consum que es pugui imaginar, el màxim nivell de l’ostentació i d’exhibicionisme de la despesa, el regne absolut d’una dilapidació delirant i generalitzada” (1992: 134). Así, lejos de jugar un papel desnaturalizador del ritual, los aspectos comerciales o mercantiles son inherentes al mismo: a la Semana Santa Marinera le es aplicable, aunque a distinta escala, la reflexión que se ha hecho para la de Sevilla: “el gasto superfluo, la abundancia compartida, no es un elemento ‘extraño’, sino central y cohesionador” (Gómez Lara / Jiménez Barrientos, 1997: 151). Por otra parte, es evidente que entre el turista que viaja a una isla lejana a la búsqueda de una rusticidad o un primitivismo elemental, y el ciudadano del centro de Valencia que se desplaza a unos barrios de su periferia (barrios que conjugan las resonancias míticas de un pasado bohemio y marinero), hay algunos elementos comunes: se trata en ambos casos de una evasión a lo exótico, externo o interno, y el turista exigirá siempre a la comunidad receptora que se muestre según la imagen que trae preconcebida de ella. Esta es la manera en que la práctica del turismo se ha apropiado del discurso folklórico, lo que no ha dejado de provocar tensiones que conocen bien los antropólogos (cf. Santana, 1997; Boissevain, 2000). Lo que será devoción para unos
podrá ser, y de hecho ya es, mero espectáculo para otros: esto significa, entre otras cosas, que la Semana Santa ha dejado de ser un tiempo social unificado. Así, hoy es posible comprobar la presencia simultánea de cuerpos semidesnudos en la playa, aprovechando el sol de la primavera para tomar los primeros baños del año, mientras se fotografía a exóticos encapirotados que, a escasos metros de sus casas, llevan al Cristo del Salvador y del Amparo a la playa en Viernes Santo. Y es que, con la presencia del turismo, sobre los cofrades (locales) se superpone una variante de esas “ethnoscapes” que, según Appadurai forman uno de los flujos característicos de la globalización (2003: 36). Sin embargo, ver hoy el turismo exclusivamente como una imposición externa a una comunidad pequeña, pura, cerrada y autocontenida, es simplemente desconocer la complejidad de los procesos sociales y culturales modernos. El ejemplo de los problemas que en ciudades como Sevilla ha provocado la masificación de la Semana Santa, o las propias Fallas en Valencia, no ha provocado en los barrios semanasanteros valencianos el repliegue y la huida del mundo exterior: más bien, la continuada lucha por conseguir el reconocimiento oficial, evidencia una cierta frustración por no gozar de un rango equiparable al de otras grandes fiestas turísticas y mediáticas. Antes al contrario, existe la convicción generalizada de que el futuro de la fiesta dependerá, en gran parte, de la gente que abarrote las aceras de sus barrios. Y es que, además de provocar ganancias a hosteleros y comerciantes, aparte de provocar incómodas masificaciones, el turismo puede tener también otra vertiente: confirmar a la comunidad visitada en el orgullo de ver reconocida su capacidad de organizar una fiesta grande. Restañar, en definitiva,
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390 una “subjetividad herida”, tal como pretendía Honneth. Si ello conlleva una alteración de la identidad local, en aras de la creciente complejidad del sujeto celebrante, es tema que enlaza con el siguiente capítulo.
VIII “FIEL REFLEJO DE NUESTRA SEMANA SANTA”: LA PATRIMONIALIZACIÓN DE LA FIESTA Y EL MUSEO DE LA SEMANA SANTA MARINERA
392 Señalaba hace algunos años Joan Prat (1999), que el estudio del patrimonio (cultural o etnológico) había desplazado en buena medida los intereses de los autores que, durante la década de los ochenta, habían dedicado sus desvelos al estudio de la cultura popular. Efectivamente, son cada vez más numerosos los estudios que han venido señalando “la expansión del patrimonio cultural” (Ariño, 2002a; 2002b), o ese “boom del patrimonio” que ha devenido en una de las transformaciones culturales más significativas de la modernidad avanzada, de tal manera que lo que se ha dado en llamar la “patrimonialización de la cultura” (Ariño, 2000) es uno de los movimientos más destacados de dicho período. Tal proceso, en realidad, debe ser comprendido desde una perspectiva de larga duración; como la culminación de un movimiento conservacionista que ha arrancado al Estado el papel monopolizador de lo que acabaría conviniéndose en llamar “patrimonio cultural”. También es imprescindible entender tal fenómeno desde la sociedad reflexiva, como algo capaz de proporcionar identidad cultural y estabilidad temporal (certeza de pasado y perspectiva de futuro) dentro de la llamada por Beck (1998) “sociedad del riesgo”, amén de constituirse como un fenómeno ilustrativo de la globalización, caracterizado por procesos tales como una creciente complejidad social (pluralización y multiplicación de sujetos o agentes), hibridación cultural, desterritorialización y desarrollo del turismo, entre otros. Tampoco debe perderse nunca de vista que, en situación de modernidad, el patrimonio se construye socialmente, pues, desde la plena consciencia de que lo que único que nos queda del pasado son ruinas (Gross, 1992), éste pasa a conceptualizarse como un “país extraño cuyas carac-
terísticas están configuradas de acuerdo con las predilecciones actuales; su rareza está domesticada por la forma en que conservamos sus vestigios” (Lowenthal, 1998: 8). Así, de entre la multiplicidad de dimensiones desde la que debe ser comprendido este proceso, destaca la que observa el patrimonio como una de las manera de relacionarse con la tradición. Antes de seguir adelante, debemos dejar claro que “tradición” y “patrimonio” no son, en absoluto, términos equivalentes: hay tradiciones que no se consideran patrimonio (el trabajo de los niños en determinadas sociedades del Tercer Mundo, por ejemplo), y existen determinadas producciones consideradas patrimonio cultural que en nada se reclaman tradicionales (digamos, el arte postmoderno). Con todo, resulta evidente la posibilidad de sostener que el patrimonio es una de las formas de modernización de la tradición en condiciones de modernidad avanzada, una de las posibles y más dinámicas formas de relacionarse con la misma. Gil-Manuel Hernàndez lo ha expresado con claridad y concisión: “La tradició popular, ànima de la cultura popular premoderna, quimera i desig de la modernitat cultural, es transmuta en patrimoni, objectivació de la cultura i expressió d’una tendència a la retradicionalització paradoxal, com a compensatòria d’un món cada vez més destradicionalitzat. D’aquesta manera, el patrimoni cultural apareix com a nou i actualitzat contenidor de la cultura popular tradicional i dirigeix les seues pràctiques a la gestió racional de la tradició” (Hernàndez i Martí, 2001: 53).
Tomando como punto de partida estas consideraciones, se intentará avanzar en el estudio de la patrimonialización
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394 de la fiesta como una parte integrante, a la vez, de las políticas culturales y de la relación con la tradición. Para ello, el capítulo se dividirá en dos partes: en la primera, más breve, se esbozará tal proceso de patrimonialización para, a continuación, determinar las distintas manera en que el ritual aquí descrito se convierte en susceptible de ser analizado desde la perspectiva del patrimonio cultural. Finalmente, y de manera más extensa, se abordará el ejemplo paradigmático de patrimonialización de la fiesta, que es la creación de un museo propio. Se abordará pues el museo de la Semana Santa Marinera desde las múltiples perspectivas esbozadas con anterioridad, aportando un material empírico que servirá para avanzar en algunas de las sendas esbozadas, así como a matizar otras. 1. La patrimonialización de la fiesta Uno de los rasgos más novedosos del proceso de patrimonialización de la cultura es que ésta no se ciñe sólo a los aspectos monumentales o estrictamente tangibles de la misma: antes al contrario, se ha reconocido la existencia legítima de un patrimonio inmaterial, en el que tienen cabida, por ejemplo, fenómenos musicales tradicionales, manifestaciones de religiosidad popular, o, lo que aquí más nos atañe, rituales festivos. Dentro de éstos últimos, no es necesario el reconocimiento oficial de la UNESCO para ser considerado patrimonio, sino que tal consideración entra precisamente de lleno en el proceso de patrimonialización cultural que tan someramente se ha descrito, hasta el punto que la fiesta ha podido ser definida como un “condensador patrimonial” (Hernàndez i Martí, 2001). Dejando a un lado de momento otras múltiples manifestaciones festivas susceptibles de ser declaradas
patrimonio cultural, uno de los fenómenos que mejor ilustran lo que se pretende poner de relieve es la proliferación de museos etnográficos –y, ente ellos, festivos- durante los últimos años. No deja, desde este punto de vista, de resultar ilustrativa la ilustración de uno de los antropólogos posmodernos por excelencia, como es James Clifford. Para él, en las transformaciones museísticas a las que actualmente asistimos intervienen varios factores estrechamente entrelazados, ya que “en ello intervienen la aptitud para articular identidad, poder y tradición” (Clifford, 1999: 268). Así, en la actualidad, una amplia variedad de actividades vernáculas, como la recolección de material, la exhibición de lo expuesto e incluso el mero entretenimiento, tienen lugar en torno a una institución de orígenes social y culturalmente elitistas, como es, al fin y cabo, un museo. Nuestra fiesta no deja de constituir un ejemplo, que no sólo viene a ilustrar algunas de las afirmaciones vertidas hasta el momento, sino que también permite avanzar empíricamente en un tema todavía no muy estudiado, poniendo de relieve nuevas y emergentes paradojas. Como se ha apuntado ya en diversas ocasiones a lo largo del presente estudio, son múltiples las maneras desde las que la tradición festiva es susceptible de ser abordada desde el tema del patrimonio. Encontramos, en primer lugar, ese ejercicio de reflexividad que supone la creciente preocupación por la propia historia, y que se ha plasmado en diversos libros citados en diversas ocasiones (Martorell, 1997a; 1997b; 1999; Díaz Tortajada, 2001; Chiner Gimeno, 2001). Preocupación por una historia (confundida a menudo con memoria, con todas las implicaciones míticas que esto conlleva) que tiene como objetivo autentificar un pasado y que, como se ha apuntado en el capítulo anterior, sirve
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396 también –aunque ni mucho menos exclusivamentecomo estrategia para conseguir una mayor turistización de la fiesta. También se avanzó en el capítulo III que, en ocasiones, las cofradías juegan como agentes patrimonializadores, al rescatar tradiciones locales perdidas (juegos tradicionales, cantos valencianos, etc.), actividad que no deja de aumentar durante los últimos años durante los días de Semana Santa, y que resulta en ocasiones conflictiva, pues a la búsqueda de raíces autóctonas, se añade la evidencia de las prácticas de hibridación cultural, como el canto de saetas al paso de las imágenes (tema que, como se ha indicado con anterioridad, no ha dejado de levantar polémicas desde los años treinta), el uso de tambores de Teruel o la adopción de pasos sevillanos. Y hay que apuntar que, curiosamente, lo “autóctono” no deja de desbordar lo local, admitiéndose como propio lo que es patrimonio cultural valenciano: la importación del cante de “Auroras” de Vinalesa por parte de la Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos, que viene implantando con tenacidad también versiones del “Cant de la Carxofa” durante los últimos años, es un buen ejemplo de ello. Otra hermandad, preocupada por la incorporación del “Cant Valencià” en su procesión de los “Siete Dolores” es explícita tanto en sus intenciones como en su metodología: “La Hermandad de María Santísima de las Angustias (....) quiere ayudar a recuperar la música tradicional valenciana en las conmemoraciones de la pasión y Muerte de Jesucristo. Este año será introduciendo en la Procesión de los Siete Dolores que tiene lugar la noche del Viernes de Dolor, la innovación de recibir a la Virgen en los puntos seleccionados para elevar cada una de las siete oraciones, con la dulzura
y calor del canto valenciano. Para introducir esta innovación hemos contado con el asesoramiento de una gran conocedor 245 Semana Santa Marinera de Valencia. Libro oficial 2004. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2004, p.115.
de la cultura valenciana, como Enric Marín, (...)”.
El párrafo citado no tiene desperdicio, pues en el él se apela explícitamente a la innovación como medio para recuperar tradiciones, así como al asesoramiento del saber experto. No es ésta, ni mucho menos, la única actividad de este estilo realizada por una hermandad como la citada, que se preocupa también, desde hace años, por recuperar clásicos de la literatura medieval y renacentista catalana ligados a la pasión de Jesucristo. Con este tipo de actividades, el patrimonio cultural común de los valencianos queda relocalizado en el reducido ámbito de la Semana Santa Marinera. Se trata de un fenómeno que no hay que perder de vista, pues, como veremos, el proceso de patrimonialización también actúa en sentido contrario: lo local se convierte en patrimonio valenciano. En todo caso, la actividad patrimonializadora dista de terminar aquí: las citadas controversias en torno a la autenticidad de los personajes bíblicos muestran un talante que sería inconcebible en otros contextos, ya que en ellos se apela a las dos posibles autenticidades: la tradición local frente a la veracidad histórica. Podríamos seguir acumulando ejemplos, que demostrarían en todo caso la escalada de reflexividad y las paradojas implícitas en este proceso. Nada sirve para ilustrarlo, sin embargo, de manera más clara que la creación de un museo propio para la fiesta, pues, como se ha afirmado en otro lugar, “la creación de museos es una de las formas predilectas para activar el patrimonio partiendo del valor simbólico referencial” (Moncusí Ferré, 2005: 112). Se procederá al análisis de los significados del mismo después de describir su proceso de formación.
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398 2. La Casa-Museo de la Semana Santa Marinera 2.1. Una reivindicación Sin lugar a dudas, uno de los hitos principales en el periodo más reciente de la historia de la fiesta es la consecución de un museo propio, en tanto que éste viene a sancionar de manera simbólica una nueva fase, propia de lo que hemos dado en llamar segunda modernidad o modernidad avanzada. Cabe advertir que éste ha sido, en primer lugar, fruto de una larga reivindicación, exigencia que ha distado mucho de resultar atendida con presteza: como se ha puesto de manifiesto en estudios anteriores, la petición a las autoridades locales de un museo de la Semana Santa arranca al menos del año 1969 (Chiner Gimeno, 2001, I: 413), dándose la circunstancia además de que el emblemático edificio de las Atarazanas ha sido reivindicado en numerosas ocasiones como el más adecuado para servir a este fin, ya que, en palabras de un cofrade, “al llevar el nombre de Marinera ¿qué mejor edificio que uno donde el mar esté unido a su historia?” (citado en Chiner Gimeno, 2001, I: 414). No corresponde a la presente investigación entrar en los entresijos burocráticos y administrativos que, durante años, mantuvieron las sucesivas juntas de gobierno de la Semana Santa Marinera y las instituciones pertinentes; baste destacar que, ante las sucesivas negativas de los políticos municipales, la Junta Mayor recurrió a entidades privadas que dispusiesen de algún patrimonio arquitectónico de entidad en el Distrito Marítimo, como RENFE u otras, con nulos resultados. Más allá de la mera anécdota, es pues desde esta perspectiva desde donde se comprende mejor la cesión, por parte del Consistorio Municipal, de un espacio para
albergar el tantas veces solicitado museo: con todo, pese a que el enorme éxito de la exposición realizada en otoño de 1997 sobre “El Rostro de la Semana Santa Marinera”, parecía respaldar a las codiciadas Atarazanas como el marco más adecuado, el poder político parece no considerar que la categoría de la fiesta merezca un monumento de tal rango. Sin embargo, la evidencia de las dimensiones que el fenómeno festivo va alcanzando convierten la reivindicación en algo insoslayable: así, se decide destinar un inmueble, de propiedad municipal, construido a principios del siglo XX, cuyo antiguo uso había sido un molino de arroz, como museo de la Semana Santa Marinera. Este proceso, tan someramente descrito, sirve muy bien para ejemplificar cómo, tras una exigencia de tipo cultural, pueden latir conflictos más o menos soterrados: como se nos ha advertido en otro lugar: “la determinación de qué es o no patrimonio depende del grado de legitimidad y plausibilidad de que gocen las distintas definiciones de la realidad” (Ariño, 2002b: 245). Y es que, lejos de operar con la neutralidad que aparentan, los distintos usos y apropiaciones de patrimonio pueden venir marcados por un fuerte contenido en términos de clase social, como postula García Canclini: “Los productos generados por las clases populares suelen ser más representativos de la historia local y más adecuados a las necesidades presentes del grupo que los fabrica. Constituye, en este sentido, un patrimonio propio. (...) Pero tienen menor posibilidad de realizar varias operaciones indispensables para convertir estos productos en patrimonio generalizado y ampliamente reconocido” (García Canclini, 2001: 188).
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400 Habría, pues, según este autor, una desigualdad estructural que impediría reunir a todos los grupos por igual esos “requisitos indispensables para intervenir plenamente en el desarrollo del patrimonio en las sociedades complejas” (García Canclini, 2001: 188), lo que equivale a afirmar que se producen desigualdades sociales en las formas de apropiarse de su herencia cultural (García Canclini, 1999: 17). Visto así, habría que recordar, en primer lugar, las características sociales, económicas y urbanísticas de unos barrios sobre los que pesa una fuerte carga de estigmatización social, y, en segundo, la escasa conciencia que hasta hace poco las instituciones políticas pertinentes tenían de la magnitud, en términos humanos y simbólicos, de una fiesta como la Semana Santa Marinera. Por otra parte, el hecho viene a ejemplificar una de las principales manifestaciones de la patrimonialización de la cultura en la modernidad avanzada: los sectores dominantes han perdido, en buena medida, la hegemonía para decidir sobre qué debe ser conservado en un museo (García Canclini, 1999: 18), de manera que tal determinación ya no procede exclusivamente de las altas instancias políticas, sino que puede ser, y de hecho es, una exigencia de comunidades de intereses surgidas de las clases populares. Es por esto que, con todas las dificultades vividas durante al proceso negociador, algunos protagonistas de la fiesta no dejan de ver la creación del museo como el fin de una injusticia histórica: “Y es un logro histórico, porque nuestra Junta de Semana Santa, antes de que existiera la Junta Central Fallera nosotros ya existíamos como junta. Somos de las juntas o cabildos, que también se llamaban, más antiguos de España. Y eso pa nosotros pues… sobre todo pa la gente que hemos luchao
por este proyecto, porque realmente este ha sido un proyecto de gente que ha estao muchos años, no solamente nosotros, sino los más viejos ya hablaban de tener… pero ha sido en el momento adecuao cuando hemos podido pues hemos podido…” (Cofradía de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
Logro histórico que, como podríamos afirmar, siguiendo a Featherstone, supone una alteración en el equilibrio de poder de los grupos implicados en la producción y clasificación de bienes culturales (2000: 28). Por otra parte, hay que advertir que, como se ha afirmado en repetidas ocasiones acerca del ritual o de la propia tradición, también en torno al museo se aúnan múltiples narrativas, algunas de ellas divergentes, cuando no contradictorias. Así, no falta quien, al margen de la más o menos sentida necesidad cultural de tener un museo, veía éste de manera meramente instrumental, como un gigantesco contenedor para guardar las imágenes durante todo el año (debe tenerse en cuenta al respecto que, muchas imágenes, con sus respectivos tronos-anda, eran guardadas en garajes y plantas bajas alquilados al efecto). Así, el museo se convertía, en un primer lugar, en un alivio económico para una situación cada vez más insostenible, tanto por el desembolso económico requerido como por la cada vez más apretada situación del mercado inmobiliario. Con todo, esta razón estrictamente instrumental no es incompatible con la percepción de las posibilidades del museo como núcleo simbólico fundamental de los festeros, la “casa del cofrade”, como afirma el siguiente testimonio: “...era una vergüenza que con tantos años ninguna autoridad no hiciera... y tuviéramos las andas en almacenes, que las andas estaban en almacenes, y tiene que ser un dinamizador
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402 y un núcleo de reunión importante, es la casa del cofrade, la casa de la Semana Santa se dice también, la casa donde Junta Mayor tiene su sede...”(Hermandad del Santísimo Cristo
de los Afligidos, El Canyamelar).
La lucha por el reconocimiento, tratada en el capítulo anterior, encuentra pues en la reconversión patrimonial de la fiesta otro de sus frentes de batalla fundamentales. Reparado, pues, en buena medida el agravio mediante la consecución del museo, se pasará a analizar éste desde la perspectiva del aludido proceso de patrimonialización de la cultura. 2.2. Un lugar de política 2.2.1. Un reparto de poderes El proceso de negociación descrito en el apartado anterior convierte al museo (como, en general, al conjunto del patrimonio), en una realidad política, en la que se configuran de manera dinámica cuotas de poder: el Ayuntamiento es el propietario de un edificio cuyo usufructo ostentan los cofrades. Además, el Consistorio costeará las réplicas de las imágenes necesarias para completar el museo en idénticas condiciones: la propiedad recae sobre el poder político, pese a que es la sociedad civil (cofrade) quien dispone con bastante libertad del mismo. Ahora bien, y como se irá repitiendo a lo largo del presente apartado, toda práctica patrimonial presenta sus paradojas: una de ellas es que, en tanto que parte de la política cultural, el patrimonio está legislado (García García, 1998: 19). Esto produce la circunstancia de que, en una fiesta secularizada, donde la jerarquía eclesiástica es incapaz de controlar, no ya la moralidad, sino incluso la ortodoxia de las prácticas y creencias más elementales de los cofrades en relación al ritual, el poder político sí
que goza de la capacidad de administración acerca de esa peculiar objetivación que de las mismas representa el museo (que también refuerza, de paso, la capacidad gestora y sancionadora de la Junta Mayor). 2.2.2. Una política cultural El museo se convierte así en un nudo más de la red de la política cultural de las administraciones locales, al ofertarse la visita a la Casa-Museo en el Área de Educación de la Generalitat Valenciana, al incluirse en ciclos de excursiones para la Tercera Edad, o al incorporarse a determinadas guías turísticas (cf. Cruz Orozco / Doménch Sanmartín / Llamas Fernàndez, 2006: 38), aparte de a la red de museos de la Diputación de Valencia. Ello opera como un primer factor de desterritorialización cultural (y cultual), del que se hablará otra vez más adelante. Más interesa de momento destacar que, la propia dinámica del museo reclama la necesidad de nuevos expertos, que gestionen correctamente y den a conocer al mismo con conocimiento de causa al público visitante. Burocracia y carisma vuelven a ir de la mano en la modernidad avanzada, como escuchamos de la boca de esta cofrade: “Yo recuerdo que estando aquí... no sé quien venía, que estábamos en el museo y estábamos esperando entró una excursión de... de un centro de jubilaos y nos entraron ganas de decirle a la guía ‘anda siéntate, siéntate que nosotros les explicaremos’, porque vamos, decía de barbaridades, pero por eso, porque es gente que explica la fiesta y tiene ni idea de la fiesta ¿no?... pero lógico cuando tú llegas a un museo es que tengas un guía, que ese guía sea alguien verdaderamente conozca y sepa de qué va. Esos son cosas que también se está luchando para conseguir, el que el museo tenga un director. El museo tiene el personal de... los bedeles, pero que los
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404 bedeles tampoco conocen la fiesta.” (Hermandad de la
Crucifixión del Señor, El Canyamelar).
Otra cuestión muy distinta es que, si el papel de los expertos es menor en este museo que en otros considerados de mayor entidad, sea por su calidad artística, por su interés turístico o por su rentabilidad económica, ello se debe a una decisión política que otorga, desde cualquier perspectiva, menor legitimidad para el empleo de este tipo de especialistas que en otros casos. Pero, lo que importa aquí es que, conseguido el museo, no cesan las reivindicaciones respecto al mismo, lo que constituye un claro indicador de la presencia de nuevos agentes patrimoniales operando dentro de la fiesta desde el seno de la sociedad civil. 2.2.3. Nuevos activadores patrimoniales Ante todo, hay que aclarar que no son cofrades y políticos los únicos activadores de la política patrimonial que el museo de la Semana Santa Marinera supone: en su momento, un acuerdo a tres bandas entre ambas entidades y la Universidad Politécnica de Valencia, dejaba al conocimiento experto multiplicar las lógicas de los actores implicados. Ahora bien, la “reflexividad técnica” dista mucho de anular las posibilidades de acción de la “reflexividad social” o “etnociencia”, por utilizar expresiones caras a Lamo de Espinosa (2001: 91-93): convenientemente diseñados los aspectos técnicos (reparto del espacio, restauración y condiciones de conservación de las imágenes, señalización, etc.), la mayoría de las iniciativas nacen de la propia Junta Mayor de la Semana Santa Marinera: exposiciones fotográficas sobre los orígenes de la fiesta o sobre determinados aspectos de ésta, charlas, concursos de carteles, etc., convierten a la burocracia cofrade en una parte más
246 Ver Semana Santa Marinera de Valencia. Libro Oficial 2006. Valencia: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera, 2006, p.21; Levante-EMV, 8-IV-2000, p.49.
247 Levante-EMV, Suplemento “Semana Santa 2006”, p.14.
de esos agentes activadores patrimoniales que, desde la sociedad civil, caracteriza a las sociedades de la modernidad avanzada, y que permiten definir al museo como “el espacio cultural de la ‘festa’”. Espacio que podría, por otra parte, ser catalogado desde perspectivas posmodernas, ya que en él las barreras entre el gran arte (por ejemplo, un paso tallado por Benlliure) y el arte popular (antiguos vestidos de cofrades, fotografías familiares de tiempos pasados, emblemas locales, títulos o medallas de cofradías en vitrinas) se difuminan; máxime en un lugar caracterizado en general por una imaginería de alto capital simbólico para los locales, pero quizás de escaso valor artístico para los visitantes (a diferencia de otros museos de otras localidades, aquí no hay, por ejemplo, pasos del Barroco, salidos de la gubia de Salzillo o de maestros de similar fama). La posición que postula al museo como lugar privilegiado de dinamización cultural ha sido recogida de manera explícita durante las entrevistas, como demuestra el fragmento siguiente, cuyo discurso unifica la posibilidad de realizar eruditas tesis doctorales con prácticas tradicionales de religiosidad popular: “El museo tiene que ser el dinamizador total de la Semana Santa... (...). y yo creo que aparte de la reforma que se ha hecho del Ayuntamiento para mantener un sitio con mucha historia del barrio, el antiguo molino de agua, yo creo que es importantísimo eso... y tiene que ser un dinamizador y un reunirse gente para hablar de Semana Santa. Ahí... tiene que ser... y hacer un foro, una biblioteca de la Semana Santa, una biblioteca de la Semana Santa en la cual haya, no los libros de aquí, sino... de Barcelona, de Valladolid y tal, y que vengan historiadores, eso debe de ser el foco principal de... que los estudiantes, hacer tesis de doctorado sobre la Semana Santa,
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406 que tengan... así como van a hacer una tesis doctoral sobre arte y van al Museo San Pío V, que vayan al museo de Semana Santa, porque ahí tienen... deben de tener la documentación. Y así se hace cultura, como verás, nosotros queremos siempre llevar a la persona a la cultura, yo creo que la Semana Santa tiene mucho de... de religiosidad popular y también mucho de cultura, o sea, no somos... y que nadie se ofenda, no somos una falla que se quema y tal, (...)” (Hermandad del
Santísimo Cristo de los Afligidos, El Canyamelar).
Desde esta perspectiva, no deja de tener razón García Canclini, cuando afirma que, así como el patrimonio ha sido un recurso para legitimar diferencias sociales, también puede serlo para reducir éstas, a través precisamente del “activacionismo participante” (1999: 24-25) que supone esa democratización cultural a la que, de manera más o menos, explícita, se viene aludiendo. Ahora bien, tal “activacionismo” sólo puede asentarse sobre el suelo de posibilidades ofertado por la cultura posmoderna: lejos de inculcar el conocimiento del canon artístico o del dogma teológico, el museo transmite a lo sumo la sensación, la experiencia, derribando cualquier jerarquía simbólica que las mismas imágenes pudieran tener en el ámbito de la iglesia. También desde esta perspectiva pueden verse estos nuevos activadores patrimoniales: no sólo se han secularizado respecto a la iglesia, sino que, como diría Featherstone, también han socavado la autoridad del conocimiento científico, “incapaz de sostener la autoridad de su conocimiento en los equilibrios de poder cotidianos que implican representaciones de personas” (2000: 112). 2.3. Un lugar de identidad Convertido pues en “un contenedor cultural bien equipado”, según expresión quizás demasiado triunfalista
248 Levante-EMV, 22-10-05, p.21. 249 Levante-EMV, Suplemento “Semana Santa 2006”, p.12.
de la prensa, el museo se configura como un “recopilador activo del pasado”, un lugar de memoria, lo que equivale a una reactivación identitaria, vehiculada a través de un sentimiento de tradición vinculado a una comunidad imaginada: “los museos adquieren sentido en un contexto global donde la identidad colectiva se ve cada vez más representada por la posesión de una cultura (un modo distintivo de vida, tradición, forma de arte o artesanía)” (Clifford, 1999: 269). La primera impresión al entrar al museo no puede ser más explícita al respecto, pues en el primer cartel explicativo que nos encontraremos, podemos leer: “El Museo de la Semana Santa Marinera de Valencia es una muestra del recorrido de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús que cada año, con la llegada de la Primavera, interpretan por las calles del Marítimo miles de devotos que consideran esta celebración como el legado histórico más preciado de sus ancestros. Una sincera y sencilla expresión de Fé, devoción, piedad, arte, bañados de mediterraneidad. Así es la Semana Santa Marinera de Valencia: una muestra luminosa del amor de un pueblo hacia la figura de Jesucristo.”
Religiosidad y tradición, una tradición concebida como memoria intemporal (“el legado histórico más preciado de nuestros ancestros”) caminan pues unidas indisolublemente, de manera que se esencializa una identidad, dentro de la que el mar representa, una vez más, un elemento indispensable: “La Semana Santa Marinera de Valencia tiene el apelativo de Marinera por su íntima relación con la mar, pues los iniciadores 250 Casa-Museo de la Semana Santa Marinera de Valencia.
de estas manifestaciones públicas de fe en la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, fueron pescadores y marineros.”
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408 Con tales alusiones al viejo mundo pescador, el pasado de penurias y peligros se convierte en una marca de distinción, un motivo de orgullo, una clave que permite revertir positivamente el estigma social que hemos visto pesar sobre estos barrios: “Una Semana Santa a la que se añade el apelativo de Marinera porque se celebra aquí, junto al mar. Nacida del espíritu y fervor de unas gentes sencillas que tenían en el mar su principal sustento.”
Pasado marinero que, de alguna manera, mantiene su espíritu alentando las celebraciones, como se vio en el capítulo correspondiente. Por otra parte, también contribuye a construir tal identidad, en las entrevistas realizadas, el hecho de otorgar al museo un carácter de representación permanente de la fiesta: “Porque es el carácter permanente de la organización de la fiesta en general, a ver si me entiendes. O sea, el museo no … el poder reunir en un local todo lo que es nuestra Semana Santa, no todo, porque todo no está, evidentemente todos los enseres, todo lo que sale en Semana Santa no está, pero… es una representación de lo que sale en Semana Santa.” (Cofradía
de Jesús en la Columna, El Cabanyal).
Ahora bien, tal identidad, adquiere un carácter claramente reificado: no se trata sólo de que en el museo, como advierte nuestro cofrade, no esté “todo lo que sale en Semana Santa”, ya que lógicamente el museo no podría reproducir ésta de manera entera, caso en el que sucedería como en aquel mapa chino del que hablara Borges (2005). Al fin y al cabo, frente a los recursos patrimoniales potenciales, se encuentran
251 Ibid..
252 Levante-EMV, 8-IV-2006, p.31. La expresión “mascarón de proa” ha sido escuchada en varios ocasiones de manera exacta en los locales de la Junta Mayor de la Semana Santa Marinera.
los efectivos, y “seleccionar es una forma de atribuir valor” (Ballart Hernàndez / Juan i Tresserras, 2001: 19). Así, en el museo se ha realizado un trabajo de reelaboración que claramente selecciona elementos tanto del pasado como del presente, discriminando mucho de ambos. Esta reconstrucción artificial de la memoria histórica se plasma, por ejemplo, en la ausencia de representaciones de las diversas cofradías que hemos vistos aparecer y desaparecer a lo largo del capítulo II, que no encuentran, sencillamente, su hueco en un museo que se organiza visualmente sobre la base fundamental de las imágenes titulares de las hermandades que en la actualidad efectúan las procesiones. Es así que, podemos hacer válido para nuestro caso la advertencia que, para el conjunto de los museos etnográficos locales, efectúa Aguilar Sanz: “... aquesta reivindicació identitària del passat, de la tradició, és paradoxal, doncs s’arrela en un temps històric inconcret i indefinit. És, en definitiva, una projecció intelectual, un mite” (2006: 9).Tal mito tendría como resultado legitimar la autenticidad de lo que el museo expone. Es por esto que éste ha sido definido, tanto en la prensa como en entrevistas, como el “mascarón de proa de las celebraciones de la pasión, Muerte y Resurrección”, es decir, el icono más emblemático de las mismas. Pero no es solo esta mitificación del pasado (que se confunde con el presente) la única paradoja que la práctica museística recrea al afrontar el hecho festivo: además existen los conflictos acerca de lo que es digno o no de exponerse. Lógicamente, hay cofradías con más capital humano y simbólico que otras pero, al menos teóricamente, todas tienen derecho a compartir equitativamente su parcela de terreno. No obstante,
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410 ello crea dudas y debates, como cuando, por ejemplo, la nueva cofradía externa a los Poblados Marítimos ha exhibido en su vitrina símbolos más relacionados con su procedencia militar que con una fiesta cuyos valores mínimos fundamentales (illusio, diría Bourdieu) no parece completamente dispuestos a compartir. También, pues, desde este punto de vista, el museo refleja la lucha que se establece en el campo festivo entre “ortodoxos” y “herejes” por imponer su legitimidad. Finalmente, y como se vio al tratar del capítulo de la historia de la fiesta, se añadirá que, pese a que la mitología festiva actúa con una lógica independiente de la autoridad científica, tal como se ha visto en repetidas ocasiones, en tiempos de reflexividad generalizada, los criterios de autentificación acaban haciendo mella: la reciente desaparición de San Vicente Ferrer de los carteles explicativos del museo como fundador de la fiesta (antes sí que estaba), es tan significativa como la alusión que en la actualidad se hace al texto anteriormente citado de Castellanos de Losada (ver capítulo II). La reflexividad mediada, emanada del conocimiento experto, se puede convertir en un ingrediente más de la patrimonialización de la fiesta. En definitiva, el museo se caracteriza por constituirse como un espacio autentificador de una identidad definida, frente al carácter procesual e identificatorio que, según hemos visto anteriormente, activa el proceso ritual en su vertiente fundamental (las procesiones). No deja de ser éste, sin lugar a dudas, otra de las frecuentes paradojas que las políticas culturales (patrimoniales) activan en la sociedad del riesgo.
253 Casa-Museo de la Semana Santa Marinera de Valencia.
2.4. Un lugar de reconocimiento Ya hemos visto, en una párrafo extraído anteriormente de una entrevista, como la identidad que contribuye a construir el museo, una vez más, reclama el reconocimiento de, al menos el resto de los valencianos, pues, “su contenido, fiel reflejo de nuestra Semana Santa, supone para muchos visitantes un descubrimiento de una parte de la ciudad y también el de una imaginería ignorada por la gran mayoría”. Y es que el reconocimiento del exterior es, quizás, el punto de mayor consenso de las representaciones de los cofrades acerca de su museo. Una vez más, podemos recurrir a la agudeza de James Clifford para interpretar las opiniones recogidas a nuestros entrevistados, cuando afirma que las identidades suponen un público externo que, aunque no sea siempre el principal, no puede nunca estar del todo ausente: “Cuando una comunidad se exhibe por medio de colecciones y ceremonias espectaculares establece un ‘adentro’ y un ‘afuera’. El mensaje de identidad se dirige en forma diferente a los miembros y a los forasteros: se invita a los primeros a compartir la riqueza simbólica y se mantiene a los segundos como observadores, o parcialmente integrados, sean ellos entendidos o turistas” (Clifford, 1999: 269).
Así, una de las funciones principales que se atribuye al museo es la de “dar a conocer la fiesta al resto de la ciudad”, una ciudad que parece resistirse a ir al Marítimo a ver la Semana Santa: “Hombre, yo creo que el museo es importante para la Semana Santa para que la gente de fuera de aquí del Cabanyal, iba a decir de Valencia, de aquí del Cabanyal, conozca la Semana
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412 Santa. Porque si se meten en el museo ya se pueden hacer una composición de lugar, aparte a lo mejor viene ahora en julio, pongamos, ven el museo y ya les puede llamar la atención y decir “¿esto qué será? ¿cuándo se celebra? ¿en abril? Pues en abril nos acercaremos”. Sí que es importante de cara a darle publicidad a la Semana Santa, y que la gente la conozca más, conozca más nuestra Semana Santa que no la conocen, ya te he dicho antes.” (Hermandad de María
Santísima de las Angustias, El Cabanyal).
Lógicamente, no sólo de Valencia se espera el reconocimiento. Gracias al museo, pueden venirse de fuera de la ciudad a conocer algo de la Semana Santa Marinera. El ejemplo siguiente es particularmente ilustrativo, ya que se recurre al ejemplo más paradigmático de Semana Santa, es decir, Sevilla: “Sí, le aporta... yo qué sé, desde fuera, a lo turístico, de que venga alguien de fuera, yo qué sé, de (...) o de Sevilla, por ejemplo, que vengan y digan ‘hay un museo de Semana Santa’, la gente... yo creo que le interesa... les interesaría verlo, ...” (Cofradía de Jesús en la Columna, El
Cabanyal).
Llegados a este punto, se hace evidente la confluencia entre el museo como patrimonio cultural y el turismo, esa reivindicación que hemos tratado anteriormente, y que cuya expansión se encuentra estrechamente e indisolublemente conectada a los procesos de globalización de la cultura, de los que la patrimonialización de la misma forma una parte esencial (Hernàndez i Martí, 2004; 2005a; 2005b). No sólo porque éste es capaz de dar a conocer la Semana Santa durante todo el año: últimamente, incluso
254 Levante-EMV, 4.IV-2006, p.31
durante los días de fiesta, el museo permanece abierto, “con el objetivo de ser un espacio de visita obligada a quienes se acerquen a ver las diferentes procesiones”. Pero esto hace también del museo un espacio de hibridación cultural, no sólo porque es susceptible de ser visitado por grupos sociales ajenos al mismo, poseedores de un capital cultural que obliga a los locales a un proceso de reapropiación forzosa, sino porque, gracias a la existencia de este tipo de museos fuera del que nos ocupa, el universo festivo de la Semana Santa ha conseguido un mejor conocimiento de sí mismo, de manera que, en cada localidad, el cofrade interesado puede saber algo de cómo es la fiesta en otros lugares, con lo que eso implica de mezcla y aprendizaje mutuos: “...al estar toda las imágenes ahí expuestas, es un espacio que el que tenga interés podrá acercarse y ver la Semana Santa... fuera de contexto, o sea fuera de la procesión, y puede ser que le atraiga luego a venir a ver la procesión. Y luego pues aquella gente que viene de otras poblaciones, de otra ciudad, que tienen su Semana Santa, igual que yo no veo la Semana Santa de Palencia porque me quedo aquí, porque es lo que comentamos siempre los cofrades, Semana Santa si hay cincuenta y dos provincias tendría que ser Semana Santa en cada un a una semana distinta del año en España para poderlas ver todas, pues... yo creo que sí, que los museos de Semana Santa que están en auge ahora no sólo en Valencia, sino en otros laos, son una buena manera de poder conocer otras semanas santas” (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, el Cabanyal).
413
414 2.5. El museo y la tradición: el patrimonio como zombi de la modernidad Como se ha venido advirtiendo, sería sumamente difícil establecer una única interpretación acerca de la existencia de un museo de la Semana Santa Marinera (y de cualquier fiesta en general). En primer lugar porque, si como ya hemos visto, la patrimonialización de la cultura es una fase más del esfuerzo de retradicionalización selectiva que caracteriza a numerosos agentes de la modernidad avanzada, lo mismo que se puede decir acerca de las condiciones de posibilidad de la tradición en nuestras sociedades, es trasladable al patrimonio y, con éste, a los museos. De todas las paradojas señaladas hasta el momento ésta es, quizás, la más problemática, en tanto que es la más susceptible de ejercitar la reflexividad de manera más consciente. Podríamos comenzar, al respecto, recordando ese “aura hostil” que, para Adorno, empareja, más allá de la fonética, “museo” y “mausoleo”: “museos son como tradicionales sepulturas de obras de arte, y dan testimonio de la neutralización de la cultura”, opina el sabio alemán, para quien el museo “designa objetos respecto de los cuales el espectador no se comporta vitalmente y que están ellos mismos condenados a muerte” (Adorno, 1962: 187). Aunque dejando al margen que, en buena medida, es la posibilidad que el museo proporciona de ver obras de arte a las masas lo que inquieta a Adorno, hay que reconocer que éste no deja de plantear una cuestión a la que no podemos sustraernos: ”En tales dificultades se dibuja algo de la fatal situación que se llama tradición cultural. En cuanto que ésta deja de poseer una fuerza sustancial y captadora y sólo se apela a ella porque
255 La idea del patrimonio cultural como “zombi de la modernidad” proviene de Hernàndez i Martí (2004: 45-45).
es bueno tener una tradición, lo que aún pudiera quedar de ella se desprende del fin y queda en mero medio” (Adorno, 1962: 188).
Y es que, la alquimia operada al transformar una práctica cultural viva en patrimonio, no deja de albergar implícita una enorme paradoja, pues al intentar identificar la religiosidad de un grupo humano a partir de su objetivación en las vitrinas de un museo, estamos sancionando la incapacidad de la tradición para jugar un papel estructurante en la vida cotidiana, más allá de servir de legitimación para la ejecución del ritual. Como afirma Warnier, convertir el lugar de una antigua práctica en un museo es “un modo de hacer duelo por el pasado sin destruirlo” (2002: 74). Lugar de la modernidad por excelencia, el museo es susceptible de albergar un cadáver al que todos quieren seguir viendo vivo. Esto no deja de provocar cierta perplejidad en las representaciones de algunos cofrades, que asocian, no sin razón –como hizo Adorno- el concepto de patrimonio como algo muerto, en contraste con una fiesta cuya vitalidad experimentan cotidianamente: “Es que lo de patrimonio parece que sea una cosa más bien muerta. Y yo creo que las fiestas nunca son una cosa muerta… (...) porque la fiesta es una cosa viva, no es sólo lo que hay en el Museo. En el Museo se refleja el patrimonio, el bien cultural de la fiesta, pero nada más, la fiesta es más importante... sin eso haríamos la fiesta igual, sin lo que hay en el museo la fiesta sería igual, saldría igual, la gente participaría igual… Yo creo que es más importante ese patrimonio humano que el patrimonio cultural de la fiesta… Y que es verdad que yo creo que una de las misiones de
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416 las hermandades es crear patrimonio que perdure en el tiempo, pero…” (Hermandad del Santo Cáliz. Cabanyal).
La afirmación de que la fiesta se haría igual sin museo se ha recogido en diversos informantes. Una variante de la misma es la que añade que éste es innecesario, dado el carácter religioso de la fiesta. Con todo, lo más significativo de esta postura es la identificación de las propias iglesias como museos (al fin y al cabo, albergan imágenes), lo que hace aplicable a éstas las mismas consideraciones que hemos hecho para el museo propiamente dicho. “... a mi me parece perfecto, me parece una iniciativa perfecta el museo, pero bueno, que no tiene nada que ver, o sea... que no necesitamos un museo como fiesta religiosa, porque yo no creo que... bueno, la iglesia porque está ahí y tiene sus imágenes y en cierta forma es un museo, pero el museo... es muy bonito y está muy bien, y tal, y bueno, recorres España y casi todas las Semanas Santas tienen museo, con lo cual... debe ser importante.” (Hermandad del
Santo Cáliz, El Cabanyal).
Al respecto, hay que advertir que equiparar la iglesia a un museo es sancionar la secularización de la fiesta; reconocer que también ésta es algo que merece conservarse en tanto que bien cultural. En todo caso, y más allá de la retórica oficial de la Junta Mayor, es esta experimentada contradicción entre una fiesta que goza de excelente salud y un museo donde se albergan materiales que no acaba de estar claro si están vivos o muertos (es decir, zombis), lo que, en opinión de algunos entrevistados, niega representatividad al museo, que nunca podrá ser capaz de
transmitir ese “sentimiento en la calle” que transmiten las procesiones: “Hombre, representativo, hombre representativo si la has visto, pero si no la has visto no, porque no estás viendo lo que es realmente la Semana Santa que es un sentimiento en la calle, o sea realmente la Semana Santa es un sentimiento en la calle. Y en un museo pues ese sentimiento ya no está, o sea son figuras, son tal... realmente es que no lo puedes vivir igual, es como... yo no conozco la Semana Santa de Sevilla pero iré a ver un museo y será ya distinto porque ya sé más o menos porque lo has visto por la tele lo que supone ¿no? ya lo has visto por la tele y ya sabes lo que supone, el sentimiento que hay, pero si viene aquí y lo ven es que realmente no saben el sentimiento que tiene esta Semana Santa... o sea, sin conocerla de nada no es lo mismo. (Hermandad del Santísimo
Cristo del Salvador, El Cabanyal).
La clave de esta enorme paradoja, que conduce a determinados festeros a adoptar posturas que no dejan de translucir una cierta perplejidad, es que en un museo se produce siempre una traslación de objetos de un campo de significación a otro. Con todo, no es eso exactamente lo que sucede en un museo festivo, pues no es lo mismo exponer en un museo etnográfico una hoz que ya no se usa porque ha sido desplazada por las trilladoras mecánicas, que exponer imágenes que salen en procesión una vez al año. Tal paradoja llega a su punto álgido en el caso de las imágenes a las que se rinde culto en las iglesias, pues de ellas ha habido que hacer réplicas, para que se contemple en el museo una imagen exactamente igual que la que se puede ir a ver en una iglesia situada a escasos metros, y que dista de haber dejado de cumplir una serie de funciones en la
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418 vida ordinaria de los devotos. No se trata sólo de que la célebre “reproductibilidad técnica” benjaminiana haya hecho perder el “aura” de las originales; es que, en ocasiones, durante la procesión, puede no saberse delante de cuál se está, pues cada cofradía opta libremente por sacar a la imagen de la iglesia (con lo que se rige por criterios de autenticidad) o por sacar a la copia del museo (criterio de conservación del original). También debe tenerse en cuenta que, en ese paso de lo cultual a lo cultural, no deja de haber una cierta “iconoclastia simbólica” (Bourdieu, 1994: 74), que sólo las disposiciones estéticas y culturales de muchos de los agentes patrimonializadores impiden vivir en términos de conflicto: aún en los casos en que no se perciban contradicciones entre las lógicas del campo religioso y del artístico, a ningún devoto del Cristo del Salvador se le ocurrirá arrodillarse delante de su réplica en el museo, aunque se acerque a orarle con mayor o menor frecuencia en el camarín que lo alberga en la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, o aunque acuda con sincero fervor a tocarlo o a pasar un pañuelo por su imagen durante los días de Semana Santa. Quizás sea para intentar escapar a esta sensación de algo muerto por lo que, de manera retórica, desde la prensa se ha calificado a la procesión del Santo Entierro como un “museo ‘andante’”, expresión que nos permite enlazar con las reflexiones de Agamben acerca de los museos como las ruinas de algo que ya hemos perdido irremediablemente: “La museificación del mundo es hoy un hecho consumado. Una tras otra, de modo progresivo, las potencias espirituales que definían la vida de los hombres (...) se han ido retirando dócilmente hacia el Museo”, advierte el filósofo italiano, que entiende por tal “la dimensión separada a la que se transfiere
256 Cf. Benjamin (2004). Según Prats, en criterios patrimoniales, la metonimia siempre es superior a la metáfora en las representaciones de los agentes, en tanto que ésta última “tiene una capacidad de evocación auxiliar, pero jamás alcanza a legitimar por sí misma un repertorio patrimonial”, mientras que la primera evoca “autenticidad” (1997: 55). Tal “autenticidad” se halla estrechamente ligada “al valor simbólico del patrimonio” (Prats, 1997: 54).
257 Levante-EMV, 14-IV-2001, p.26.
aquello que en el pasado fue percibido como verdadero y decisivo, y ya no lo es.” En definitiva, “hoy todo puede volverse Museo, porque éste denomina simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de experimentar” (Agamben, 2005b: 110). Pero Agamben llega más lejos, y pretende establecer una relación entre capitalismo y religión que, a través del museo, se vuelve evidente: “El Museo ocupa exactamente el espacio y la función que en otro tiempo estaban reservadas al Templo como lugar de sacrificio. A lo fieles del Templo (...) corresponden hoy los turistas, que viajan sin tregua por un mundo extrañado en Museo” (Agamben, 2005b: 110-111).
Y lo cierto es que, por exagerada que nos parezca la postura del filósofo italiano, lo cierto es que, cuando en la Semana Santa del año 2005, la Hermandad del Santísimo Cristo de los Afligidos inició una procesión saliendo, no de su iglesia de Nuestra Señora del Rosario, sino de la Casa-Museo de la Semana Santa Marinera, parecía darle la razón a Agamben, pues la transferencia de sacralidad hacia un espacio secularizado se realizaba plenamente. O, como diría Giner (2003), la consagración de lo profano y profanización de lo sagrado se dan la mano en situaciones de modernidad avanzada. En definitiva, espacio de lo vivo y de lo muerto a la vez, espacio de la hibridación, tanto espacial (turistas, otras semanas santas), como temporal, (se alternan los trajes antiguos y las devociones más arraigadas con las nuevas tecnologías audiovisuales, que permitan ver procesiones a lo largo de todo el año), lugar de traslación de la sacralidad religiosa (imágenes de culto) a la estética (réplicas de las mismas), el museo se
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420 configura como un lugar ambiguo, un condensador de símbolos y significados, un activador de la memoria de una sociedad que ya, decididamente, no va a volver, pero, a la vez, un activador de identidad poderoso a la hora de construir una comunidad imaginada. Sin embargo, y ésta es acaso la conclusión fundamental de este capítulo, en tanto se es consciente de que en él se alberga algo que, de alguna manera está en peligro, choca frontalmente con la más elemental definición de tradición: aquella norma que servía para transmitir a los sucesores lo que practicaron cotidiana, consensuada e irreflexivamente los antepasados.
CONCLUSIONES
422 Una vez finalizado el recorrido por la Semana Santa Marinera, podemos extraer una serie de conclusiones, que permitan hilvanar sobre una trama común capítulos en apariencia heterogéneos. Tales conclusiones pueden dividirse en dos partes: en primer lugar, las derivadas directamente de una recapitulación acerca de nuestro caso; en segundo, un tipo de conclusiones más generales, que sirvan para ver en qué medida el caso analizado puede aportar luz al debate sobre el papel de la tradición en la modernidad avanzada. Vayamos, en primer lugar, a lo que hemos encontrado. Como se vio al principio, nos enfrentamos a unos barrios de pescadores caracterizados por su aislamiento físico, a lo largo de su historia y hasta fechas muy recientes. Unos barrios que fueron pueblos, que continúan en gran medida sintiéndose como tales, y que han mantenido una situación ambigua respecto a la ciudad de Valencia, respecto a la que se ha vivido una sensación de olvido que, en buena medida, todavía perdura. Ahora bien, tales barrios, que sirven de soporte físico a la comunidad celebrante, han pasado, en muy poco tiempo, del aislamiento y la homogeneidad a la integración geográfica y la heterogeneidad social, heterogeneidad que se plasma fundamentalmente en una fuerte dualización que deja, por principio, a buena parte de los habitantes de esos barrios fuera del ritual. Por otra parte, son muchos, y cada vez más, quienes se incorporan al mismo desde fuera del territorio originario del mismo. En esta nueva situación de recomposición socioespacial, lo local ha dejado de ser, en buena medida, el barrio en sentido estrictamente físico, aunque éste ha conservado e incluso incrementado su importancia en términos simbólicos, para numerosos actores que no residen ya en el mismo. Son pues plenamente aplicables a nuestro
caso las apreciaciones realizadas por Honorio Velasco, para explicar las transformaciones experimentadas por la comunidad local: “Las comunidades locales se han ido abriendo progresivamente al exterior y, en la misma medida, han ido dejando de ser universos cerrados, se han hecho más permeables a las influencias venidas de fuera, mientras que a la vez la presión ejercida sobre sus miembros se ha ido haciendo menos fuerte, menos coercitiva” (Velasco, 2005: 265).
Vimos también cómo, durante la primera modernidad, se fue pasando de una fiesta característica del Antiguo Régimen, en la que el objeto celebrado era fundamentalmente la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, a un ritual que articula una fuerte identidad de barrio, con el proceso de secularización del ritual que esto conlleva (secularización que no fue unilineal, debido al proceso de resacralización festiva desplegado durante el franquismo, pero que no eliminó, sin embargo, el contenido identitario de la tradición). Con el paso de la primera modernidad a la modernidad avanzada, la revitalización del ritual y la incorporación al mismo de nuevos agentes ha ido segregando nuevos significados, que han alterado también el objeto celebrado. Así, y coincidiendo con lo que se ha visto en investigaciones precedentes acerca de otros rituales festivos (Ariño, 1992a), nos encontramos ante un ritual que tiene mucho de liturgia civil, que tiende no sólo a la construcción y reafirmación de una identidad colectiva, sino incluso a su sacralización. Desde este punto de vista, tiene razón Moreno Navarro (1990a; 19990b; 1991) cuando insiste en el papel fundamental del ritual
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424 como elemento reproductor de identidades, pero el caso analizado demuestra que tal perspectiva se queda ya en buena medida corta, ante las transformaciones que la creciente complejidad de las sociedades de la modernidad avanzada imponen a la acción ritual: la identidad y la religiosidad locales siguen primando, pero ya no sirven, por sí solas, para explicar el ritual. En el capítulo III se puso de manifiesto que el incremento del número de cofrades demuestra que la pervivencia de la fiesta no se justifica por un mero mecanismo de transmisión de la tradición, ya que cada vez son más los sujetos que se incorporan a la misma ex novo, es decir, sin antecedentes familiares. Como se planteaba en la hipótesis inicial, la raíz, derivada del pasado, se convierte en una opción dentro del repertorio cultural disponible. Por otra parte, el propio ejercicio de la sociabilidad implica no un mero mantenimiento y transmisión, sino un ejercicio de modernización y construcción permanente de la tradición, en el que ha jugado un papel fundamental la incorporación de nuevos actores (el caso de las mujeres en un mundo tradicionalmente masculino es paradigmático al respecto). Vimos también cómo, en el interior de las cofradías, las viejas formas de clientelismo, asentadas sobre una sólida base local, se han visto desplazadas por formas de amistad desiguales mucho más fluidas, donde las astucias cofrades encuentran un margen de maniobra mucho mayor. Finalmente, un punto fundamental que no debe perderse nunca de vista, es que las pautas de la sociabilidad cofrade son sumamente variables, siendo la hermandad susceptible de usos múltiples por parte de sus asociados, tanto en términos identitarios como de creación de significados para los mundos de vida. Pudimos comprobar después cómo, considerar la
fiesta desde el punto de vista de la dramatización del ritual, permite acercarnos simultáneamente al rito y al mito. Si el primero pone en escena valores altamente considerados por la comunidad celebrante, el segundo apela a la memoria construida sobre los orígenes de la fiesta. Es así, en la conjunción de ambos, como la tradición se convierte en una fuente de identidad. Con todo, la tradición es también fuente de conflicto, pues la propia apelación a sus orígenes supone un ejercicio de reflexividad que se plasma en el ritual, por ejemplo, a través de las polémicas en torno a la “autenticidad” de determinadas prácticas, de las que el ejemplo más claro son los personajes bíblicos, que actúan también como uno de los rasgos de diferenciación marginal más emblemáticos de la fiesta, para distinguirla de otras del universo festivo de la Semana Santa. Esto nos lleva, por un lado, a la relación que se establece entre tradición y estrategias de diferenciación marginal, y por otro, al triángulo que, junto a ellas, juega la mitología específica del ritual. Es este otro punto en el que hay que insistir: se argumenta el penoso y sencillo pasado marinero para explicar la existencia de la fiesta, pasado con el que se enlaza mediante el recurso atemporal que procura la tradición. Este pasado ha determinado los rasgos que distinguen a esta celebración del resto de las semanas santas del mundo: la presencia del mar, la existencia de personajes bíblicos y de corporaciones armadas, el hecho de cargar con las imágenes “a pecho”, etc. Ahora bien, lo que aparentan ser en principio meros rasgos de diferenciación marginal se convierten, al constituirse en parte de la explicación de los orígenes (y el destino) del ritual, en elementos de inequívoco carácter mítico. En condiciones de
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426 modernidad avanzada, el mito conserva, pues, su carácter dramático, pero algo esencial le separa de su papel en las sociedades tradicionales: ha perdido su capacidad de servir como modelo de conducta. Por otra parte, las salidas procesionales actúan no sólo como expresión de religiosidad e identidad, sino también como manifestaciones de hibridación cultural y de reinterpretación de lo global o de lo translocal en términos locales, lo que corrobora la pertinencia de la perspectiva de la “glocalización” propuesta por Robertson para analizar las dinámicas culturales de la modernidad avanzada. Vimos también cómo en torno a la tradición se articulan discursos divergentes, procedentes de grupos que intentan imponer al resto su propia ortodoxia. Esto significa que, dentro del campo, conviven formas distintas de relacionarse con la tradición: desde posturas (muy minoritarias) que expresan su descontento con la modernidad a través de posturas cercanas al fundamentalismo (fundamentalmente los clérigos y unos pocos cofrades estrechamente vinculados a las directrices de la jerarquía eclesiástica), hasta sujetos neoétnicos, que consumen la tradición como una fuente de identidad. No es de extrañar, pues, que el análisis de los discursos de los actores muestre, en primer lugar, la convivencia de múltiples formas de religiosidad, en las que se articulan diversas temporalidades, a la manera de esos “estratos del tiempo” tematizados por Koselleck (2001). Esto permite la copresencia de viejas prácticas, todavía fuertes en el marco local, pero cada vez ya más residuales, vinculadas estrechamente a determinadas familias y con un fuerte arraigo entre el vecindario, con otras formas
decididamente modernas e individualizadas, cuya pujanza es indudable (aunque todas las posibilidades pueden incluso coexistir en el mismo individuo en momentos determinados, dependiendo del hábitat de significado en el que el mismo se encuentre). Por otra parte, resulta claro que, dentro del campo de fuerzas y significados que el ritual configura, la pretendida ortodoxia eclesiástica choca más o menos frontalmente con la ortopraxis cofrade, con lo que podríamos plantearnos si, aplicando la teoría de los campos de Bourdieu, no es precisamente la hierocracia el más recalcitrante grupo de herejes que participa de la illusio del mismo (en tanto que intentan imponer su ortodoxia desde una posición de fuerza decididamente debilitada). En todo caso, entre los agentes que compiten en tal campo, resulta evidente que la mayoría de los cofrades tienen muchas más posibilidades de realizar sus anhelos que los clérigos. En el capítulo VI se vio cómo, lejos de reproducir una identidad esencializada, el ritual es capaz de generar múltiples niveles de identificación, que se articulan tanto sobre bases territoriales bien establecidas como sobre espacios cada vez más indefinidos. Aunque las primeras mantienen la primacía, los segundos son un fenómeno emergente, resultado directo de la globalización, y habrá que estar atento a sus evoluciones. Así, se ha pasado de una identidad contrastiva (frente a la ciudad de Valencia) a otra dual (que incorpora a la misma), y de ésta a nuevos niveles de identidad fluctuantes, transversales y, en ocasiones, completamente desterritorializados: identidades basadas en el ocio, que se plasman en el gusto por la Semana Santa como universo festivo
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428 común a múltiples lugares; identidades basadas en la devoción a advocaciones locales que se anudan en redes polimorfas y en ocasiones efímeras; identidades que se construyen en foros de internautas, al margen de las interacciones cara a cara, etc. En todo caso, el surgimiento de estos nuevos significados contribuye todavía más al reforzamiento de la secularización de la fiesta, sobre la que la hierocracia eclesial, asentada territorialmente sobre un espacio bien definido (la parroquia) ha perdido prácticamente cualquier control efectivo. Se vio también cómo, de manera paradójica, la situación de marginación experimentada por estos barrios sirve como acicate o motor para impulsar la fiesta, en tanto que ésta demanda incansablemente el reconocimiento externo. Lejos de jugar un papel desnaturalizador de la misma, el turismo actúa como un horizonte de futuro fundamental, en tanto que supone el máximo nivel de reconocimiento al que la fiesta aspira, y es percibido como la propia garantía de su expansión y supervivencia. Sin embargo, y de manera paradójica, su propia presencia implica alteraciones en la misma, al provocar desplazamientos en el sujeto celebrante y, con ellos, descentramientos en el sujeto celebrado. Estrechamente relacionado con el tema del turismo está el de la patrimonialización de la fiesta, que supone una de las formas fundamentales de modernización de la tradición en la sociedad global. Se cumple así un proceso que ha llevado, de una práctica religiosa comunitaria, a la selección y construcción de una tradición, y de ésta a su conversión en patrimonio cultural, lo que implica no sólo la traslación del campo de significados de los objetos de culto (de la iglesia
al museo), sino también la objetivación de la misma atendiendo a criterios técnicos de “autenticidad”. En todo caso, y de la mano de la tradición, patrimonio y turismo van de la mano. Al igual que éste, aquél sirve de manera inequívoca, al menos en el caso tratado, como instrumento de reconocimiento y, en tanto que tal, como reafirmante de una identidad objetivada en una imaginería y en las vitrinas de un museo. Con todo, esto no deja de crear paradojas, pues tal objetivación supone certificar el acta de defunción de un mundo muerto, que sirve, sin embargo, como fuente de unas prácticas que se viven y reconstruyen como tradicionales: no sin razón se ha dicho del patrimonio que es un “zombi de la modernidad” (Hernàndez i Martí, 2004). Por otra parte, el propio hecho de que la fiesta demande tanto el reconocimiento externo como su conversión en patrimonio cultural implica la consciencia de peligro, de saber que la tradición está amenazada, que su supervivencia depende del cuidado reflexivo de los encargados de reactualizarla. Otro rasgo inequívoco de modernidad, que nos permite enlazar con la segunda parte de las conclusiones. Efectuada esta breve recapitulación acerca del caso analizado en la presente tesis, podemos pasar a plantearnos qué aporta éste al debate acerca del estatus de la tradición en la modernidad avanzada. Se ha verificado, en primer lugar, que nos encontramos muy lejos del ritual como mero mecanismo de integración social; es necesario pues, como propone Gerd Baumann (1992) repensar a Durkheim en el marco de la nueva pluralidad social. Al respecto, cabe apuntar que uno de los objetivos de la presente tesis era demostrar que, en condiciones de modernidad
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430 avanzada, la incorporación al ritual de nuevos actores segrega nuevos significados. Hemos podido comprobar al respecto cómo un ritual relativamente pequeño, organizado desde dos/tres barrios (según el punto de vista), en condiciones de modernidad avanzada incorpora tanto unidad (en las prácticas) como fragmentación y diversidad (en los significados). Hay una y muchas Semanas Santas Marineras a la vez, pues al complejizarse el sujeto celebrante, el objeto celebrado se hace cada vez más ambiguo. Los múltiples significados pueden competir entre sí, pero siempre anudados por la práctica ritual. Ésta no deja de tener un cierto poder coercitivo, exponiendo a los actores a una tensión normativa que obliga a un mínimo nivel de interiorización de valores comunes y exteriorización de emociones (cf. Velasco, 2005: 258; Da Matta, 2002: 12-13). Sin embargo, en las mencionadas condiciones, los procesos de construcción identitaria necesariamente tienen que transformarse. Al respecto, Manuel Delgado (2000) señala que, en el anonimato generalizado del espacio público, la fiesta es susceptible tanto de afirmar la identidades como de disolverlas. La afirmación quizás sea un tanto exagerada en su segunda proposición, pero sí resulta claro que la incorporación de nuevos actores crea nuevos procesos de identificación que, si no eliminan, sí se superponen a los supuestamente originarios. Como se ha afirmado al respecto, “lo que define la identidad ya no está marcado únicamente por el lugar de origen, o por el barrio en que se habita, sino por todo un juego de elementos culturales en movimiento” (Cucó Giner, 2004: 98), afirmación que podríamos corroborar tanto desde la perspectiva del pendularismo residencial de los cofrades, como desde
los múltiples y fluctuantes niveles de identidad que hemos visto construir mediante el ritual. Por otra parte, encontramos en la sociabilidad un nexo imprescindible entre el ritual como dramatización de unos valores altamente considerados por la comunidad celebrante, y la tradición que sirve de discurso justificativo para los mismos. Éste es un rasgo inequívocamente moderno, en tanto que estas formas de sociabilidad aparecen y se desarrollan en el marco de la modernidad. La experiencia de la sociabilidad tiene la virtud de conjugar una experiencia trascendente, plasmada en la ilusión de communitas, con un individualismo irrenunciable y constitutivo: pese a la aparente disolución de las estructuras sociales que se percibe en determinados momentos, el todo nunca predomina sobre las partes; antes bien en todo momento predomina el libre albedrío del sujeto, que decide su grado de implicación y, eventualmente, el momento de su salida. Por otra parte, la sociabilidad tradicionalizante (que no es la sociabilidad tradicional) se hace efectiva mediante la práctica de paradojas que se retroalimentan mutuamente, como son la mutua escalada de burocracia y carisma, o esa conjugación de tipos de vínculos muy dispares con la cofradía, que convierten a ésta en un eficaz híbrido de institución intermedia (Berger / Luckmann, 1997) y de comunidad estética (Bauman, 2003a). En todo caso, la sociabilidad actúa como un mecanismo de reencantamiento del mundo, que compagina un carácter inequívocamente débil (y fácilmente revocable) con el carisma que configura una experiencia trascendente. Mediante la sociabilidad, se reafirma, pero también se trasciende el marco profano de las identidades, hasta alcanzar
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432 la sacralización del vínculo social, conjugándose formas de religiosidad común (Ariño, 2006) con ese reencantamiento de las identidades que sirve de nexo a todos los miembros de la cofradía, o incluso del ritual. Se hace necesario insistir en este punto, pues también es la sociabilidad la que sirve de soporte a algo que aflora de manera explícita durante la dramatización del ritual: la dimensión religiosa es inseparable de la identitaria, pues ambas son dos caras de la misma moneda. Ahora bien, lo religioso desborda ampliamente el carácter declaradamente católico de la fiesta, pues, como hemos visto, en la práctica se produce la coexistencia de múltiples religiosidades, en las que se mezclan diversas temporalidades y experiencias de significado muy distintas, cuando no abiertamente contradictorias. No se trata, ni mucho menos, de volver a las tan manidas supervivencias paganas, pero resulta evidente que se conjugan elementos procedentes de la tradición cristiana (creencias firmes en Dios o en la Virgen, plasmados en unas imágenes muy concretas; prácticas características de la religiosidad popular tradicional, etc.), con otros completamente modernos, y aún postmodernos (hedonismo, presentismo, individualismo, etc.), y, más allá de éstos, aparece esa vaga religiosidad que, de manera constitutiva en casi cualquier sociedad, celebra el vínculo social, la alegría de estar juntos, la identidad; esa ya aludida communitas, como estado ideal y sagrado del ser humano. Pierre Centlivres ha afirmado, y no sin razón, que muchas de las acciones que, en las sociedades primitivas acompañaban al rito, como la danza, el juego o las emociones, están desacralizadas en nuestros días (citado en Segalen, 2005: 8). Sin embargo, hay
que tener en cuenta que es precisamente el ritual el que es susceptible de volver a sacralizarlos: la sociabilidad, la amistad, la comensalidad, y el propio juego adquieren una dimensión extraordinaria (que se aproxima a lo sagrado) cuando se llevan a la práctica dentro del campo del ritual. De manera aparentemente paradójica, la secularización contribuye así a constituir nuevas formas de sacralidad, aunque éstas sean débiles o difusas, y apunten más a lo inmanente que a lo trascendente. Retradicionalización selectiva y resacralización del mundo de la vida van pues de la mano. Así pues, el ritual es eficaz: efectivamente, crea sentido. Más aún, es sumamente eficaz, pues es capaz de anudar sentidos múltiples. Pero, en tanto que es incapaz de incorporar bajo una misma cosmología a toda la societas, la tradición se revela dentro del mismo como poco más que un juego (Artoni, 1996), un mecanismo de estetización de la vida cotidiana (Featherstone, 2000). En definitiva, en condiciones de modernidad avanzada, a la tradición sólo le es dado actuar, como ha dicho gráficamente Antonio Ariño, “como lágrimas en la lluvia” (1999). Nos encontramos así ante el objetivo prioritario de esta tesis, que era incidir en las condiciones de posibilidad de la tradición en un mundo destradicionalizado. Resulta evidente, que, como advierte Honorio Velasco (2005: 271) aunque el mundo tradicional ha desaparecido, no lo han hecho sus rituales (al menos no todos). En el caso de la Semana Santa Marinera, en tanto que el ritual ha seguido generando significados fundamentales para la comunidad local, éste se ha mantenido con buena salud. Ahora bien, tal comunidad local –ya se ha insistido en ello- ha dejado
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434 de ser autosuficiente como unidad social, no sólo porque carece ya de los recursos técnicos y humanos suficientes para poner el ritual en marcha, sino porque la fuerza y la dinámica creciente del mismo necesita alimentarse del reconocimiento externo (necesita dinero, apoyo político, cofrades llegados de fuera del barrio, y turistas que vengan a ver las procesiones). Reconocimiento que se apoya, paradójicamente, en la existencia de una identidad estigmatizada. Y ésta es una clave para entender la propia dinámica de los usos de la tradición en la modernidad avanzada, porque cualquier tradición es susceptible de ser reinventada con objetivos múltiples: en el caso que nos ha ocupado, sin la demanda de reconocimiento que la tradición efectúa, el ritual no mostraría la fuerza que muestra (como ya se ha dicho, la aparente paradoja que se da al respecto es que, la propia condición marginal de estos barrios en el conjunto de la ciudad, es lo que constituye una de las condiciones de posibilidad de la fiesta). Así pues, en la modernidad avanzada, la tradición no viene dada, no es una simple herencia del pasado, sino que se construye a través de los distintos usos que se hacen de ella. Efectivamente es, como se formulaba la principio de manera hipotética, un proceso. Hoy es ya una forma más de recepción que de transmisión vinculada a la reproducción cultural de un grupo. Desde este punto de vista, no estoy de acuerdo con Francisco Cruces cuando afirma que “cualquier sujeto social es, de alguna manera, tradicional”, pero sí lo estoy cuando habla del carácter “tradicionalizador” del sujeto, en tanto éste es siempre susceptible de recrear la tradición (Cruces Villalobos, 2004: 23). Y aún habría que añadir que tal sujeto es “tradicionalizador”
sólo y en la medida exacta en que decida serlo: recuérdese, por ejemplo a los cofrades que abandonan la cofradía sencillamente porque ésta no les gusta, o a los que se apuntan a la tradición tan sólo al escuchar los tambores de cuaresma. La elección de remitirse a una tradición es pues un acto absolutamente autónomo y voluntario, que permite, eso sí, la incorporación subjetiva a la continuidad de un linaje que constituye “una de las modalidades posibles de la construcción postradicional de la identidad del yo, entre muchas otras que ponen en juego la afectividad de los individuos, y se alimentan de sus aspiraciones comunitarias, sus recuerdos y sus nostalgias” (Hervieu-Léger, 2005: 271). Tal incorporación tiene tanto de estilo de vida como de búsqueda de trascendencia, pero tal búsqueda dista de encontrar acomodo en un corpus orgánico de normas sancionado por una autoridad legítima. Como tantas veces se ha afirmado ya acerca del ritual, también la tradición tiene un “carácter performativo” (Cruces Villalobos, 2004: 22), en el sentido de que sirve para construir una comunidad imaginada, un sujeto colectivo que carece ya de otros medios para constituirse como comunidad expresa. No es una mera invención, pero mucho menos es una expresión incuestionable de las esencias de un pueblo (o de unos barrios) constituido como un todo (pese a que el discurso de los agentes invoque a éste constantemente como punto de referencia fundamental). Por otra parte, y gracias a su carácter performativo y procesual, en condiciones de modernidad avanzada la tradición permite compatibilizar estructura con communitas, fases de la sociedad que no se alternarían aquí tan nítidamente como
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436 entre los ndembu de Victor Turner, no sólo porque las procesiones conjugan de hecho ambas vertientes, como nos advierte para el caso brasileño Da Matta (2002: 77), sino porque, a través del ejercicio de la sociabilidad, un estado de liminalidad difusa, vinculado a tal communitas, es posible de mantener a lo largo de todo el año. Hace ya bastante tiempo que, al postular la necesaria sistematización de una sociología de la cultura, Mannheim abogó por la necesidad de profundizar en el estudio de “los contactos continuos en el espacio y en el tiempo como las bases de las tradiciones concurrentes e históricas” (1962: 134). Elaborar una sociología –y una antropología- de la tradición sigue siendo hoy tan necesario como cuando la postuló Mannehim, pero sería ingenuo, y los resultados sería bien pobres, plantearla desde sus mismos presupuestos. Más bien, las condiciones de pluralización e hibridación cultural características de la modernidad globalizada, permiten invertir las propuestas del maestro alemán, pues, como se ha apuntado recientemente, “en muchas de las que llamamos ‘tradiciones urbanas’ lo más que se alcanza a vislumbrar es un mosaico, cruce o convivencia de tradiciones plurales mantenidas por segmentos diferenciados de población” (Cruces Vilallobos, 2004: 21). Cruces y convivencias de los que la Semana Santa Marinera da sobradas muestras, y en cuya misma existencia y dinámica se juega su supervivencia como tradición. En tal situación de complejidad y pluralidad, el único consenso posible en torno a la tradición es el establecido sobre las prácticas, que en nuestro caso equivale fundamentalmente al ejercicio de la sociabilidad y
la salida en procesiones. Intentar hacerlo sobre otro terreno (como la moral o las creencias), sería una batalla perdida de antemano. Una muestra inequívoca más del carácter moderno de la tradición analizada. De manera circular, esto nos devuelve al tema de la religión, pues es precisamente cuando se apela a la tradición como instancia legitimadora de la fiesta, cuando se reconoce sin ambages que ésta está secularizada. Ya no es, o no es tan sólo, la tradición sagrada de una creencias relativas a la relación con lo divino trascendente, sino la tradición secularizada como patrimonio cultural, que sacraliza identidades, pero desvinculándolas de una trascendencia extramundana. De manera aparentemente paradójica, el recurso a la tradición, que fue un instrumento constrasecularizador durante el siglo XIX (Ollero Tassara, 1972), se ha convertido (en este caso) en un aliado de la secularización, especialmente al transmutarse en patrimonio, pero también al segregar formas de religiosidad al margen de la hierocracia eclesiástica o de cualquier otro tipo de autoridad tradicional. La propia actitud del clero local ante el término “tradición” no deja dudas al respecto: ésta simboliza la imposibilidad de control de un campo del que, por otra parte, y como ya se ha dicho, los curas son los únicos que no pueden retirarse por completo. Como culminación y síntesis de las paradojas de los usos de la tradición en situación de modernidad avanzada, encontramos la conversión de ésta en patrimonio cultural. Éste implica, en primer lugar, cambios en las relaciones de poder que se establecen en torno a la legitimidad de las prácticas culturales: al ser reconocida como patrimonio, la tradición anula en buena medida las distinciones entre alta y baja cultura. Y
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438 patrimonio implica, una vez más, reconocimiento, pero reconocimiento de algo que se siente como vivo (la sacralidad, la trascendencia), a la vez que se certifica como muerto (la tradición, entendida ahora como “sociedad tradicional”); como vimos, la propia perplejidad de algunos de los entrevistados no deja dudas al respecto. El patrimonio fija la tradición (o mejor, las tradiciones individuadas, seleccionadas y objetivadas) y actúa como dispositivo de reconocimiento identitario, pero al tiempo que contribuye a sacralizar una identidad, contribuye a su descentramiento: en tanto que patrimonio, es propiedad común, y ya no sólo los locales pueden hacer uso del mismo, lo que equivale a la pérdida del monopolio de la tradición por parte de un grupo. Por otra parte, la conversión del ritual en patrimonio también sanciona, y esta vez de manera oficial, la secularización de la tradición, al transferir los principales símbolos de ésta de un espacio sagrado (la iglesia) a otro profano (el museo). Convertir la tradición en patrimonio implica, aquí, tanto sacralización de lo profano como profanización de los sagrado (cf. Giner, 2003). En el marco del museo, los símbolos serán reverenciados por su función emblemática y por su significado histórico, pero difícilmente serán capaces de movilizar los significados que tuvieron en su día en la iglesia, y que mantienen hoy, en buena medida, aunque mucho más atomizados, en la calle. Por otra parte, y enlazando con lo que nos recuerda recientemente Velasco (2004), el caso analizado demuestra que, apelando al pasado, la tradición hoy apunta al futuro. En el ritual analizado se muestra claramente, una vez más, la superposición de temporalidades: en tanto que “Semana Santa” es en buena
medida una fiesta del pasado, en tanto que “Marinera” apela a su voluntad de continuidad durante los tiempos venideros. Los procesos de invención selectiva de la tradición, pues, sirven para establecer conexiones entre pasado y futuro, intentando conjurar las incertidumbres de éste, convirtiendo en destino el azaroso y contingente devenir. Decía Mauss, y recordábamos al principio de este trabajo, que el ritual es un acto tradicional eficaz. Y ante lo visto aquí, resulta evidente que la tradición es un pilar del dispositivo simbólico del ritual. Un pilar, sin embargo, inestable, tal como ha puesto de relieve Díaz Cruz: “Que la vida ritual es dependiente de la tradición –de la historia que se hace, inconclusa, desgarrada, abierta; de la memoria y las experiencias colectivas e individuales que se recrean e imaginan, fragmentadas ellas y en competencia- es indudable, pero de ahí no se infiere que ésta explica a aquélla. La vida ritual conserva algo de la tradición sin esclavizarse a ésta, pero también potencia su transformación: gesta en ella lo diverso” (1998: 320).
Es evidente que el citado antropólogo tiene razón, pero, ante lo visto, parece claro que, en condiciones de modernidad avanzada, podríamos incluso ir más allá: se hace necesario invertir la propuesta de Mauss: la tradición ya sólo es eficaz en el marco del ritual. Éste ya no se limita a reproducir aquélla, sino que la constituye en la práctica. Acierta, pues, una vez más Honorio Velasco, cuando afirma que “más que refugio de tradiciones, los rituales son estrategias para la tradicionalización e instrumentos tradicionalizadores” (2005: 256). La tradición no es, pues, simplemente un fuego que se transmite de generación en generación, y que se
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440 cuida amorosamente en el marco de las relaciones de sociabilidad, como se ha pretendido recientemente de manera reiterada (Costa, 2003; 2006). Así como el ritual pasó de ser un sustantivo a un adjetivo (de “rito” a “ritual”), la tradición ha pasado de ser un sustantivo a un verbo, y sólo se construye en el uso que los actores efectúan de la misma. Incapaz de estructurar nuestras vidas, se configura como una práctica de reencantamiento débil en un mundo secularizado y destradicionalizado. No resulta, pues, exagerado afirmar que, en condiciones de modernidad avanzada, la tradición es un acto ritual eficaz.
FIGURAS
442 FIGURA 1: Situación del Cabanyal-Canyamelar y El Grao en la ciudad de Valencia
Fuente: Valencia on-line.com. Reelaboración propia.
FIGURA2: Valencia y los Poblados Marítimos en el siglo XIX
Fuente: J. L. Corbín Ferrer: La Valencia marinera: del Grao a la Malvarrosa. Valencia: Federico Doménech, 1994, p. 24.
FIGURA 3: Delimitación de los barrios con sus iglesias
Leyenda: (1): Parroquia de Nuestra Señora de Los Ángeles (El Cabanyal); (2): Parroquia de Cristo Redentor- San Rafael (El Cabanyal); (3) Parroquia de Santa María del Mar (El Grau); (4): Parroquia de Nuestra Señora del Rosario (El Canyamelar); (5): Parroquia de San Mauro – Jesús Obrero (La Cruz del Grao). Fuente: Elaboración propia, a partir del plano de la ciudad del Ayuntamiento de Valencia.
FIGURA 4: Ubicación de los locales de las cofradías (Semana Santa de 2005)
•Locales de cofradías de la parroquia de Nuestra Señora de Los Ángeles (El Cabanyal) •Locales de cofradías de la parroquia de San Rafael-Cristo Redentor (El Cabanyal) •Locales de cofradías de la parroquia de Nuestra Señora del Rosario (El Canyamelar) •Locales de cofradías de la parroquia de Santa María del Mar (El Grau) Fuente: Elaboración propia.
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444 FIGURA 5: Belén con penitentes realizado por la Sección Juvenil de la Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador y del Amparo (1992).
Fuente: Valencia on-line.com. Reelaboración propia.
FIGURA 6: Representación de la entrada Triunfal de Jesús en Jerusalén, la mañana de Domingo de Ramos (Hermandad del Santísimo Ecce Homo, El Cabanyal)
Fuente: J. L. Corbín Ferrer: La Valencia marinera: del Grao a la Malvarrosa. Valencia: Federico Doménech, 1994, p. 24.
FIGURA 7: Una Virgen de la Esperanza Macarena, de factura andaluza, desfila por El Cabanyal en el año escoltada por una hermandad de Silla (2000)
Fotografía: Pedro García Pilán
FIGURA 8: El “Encuentro de los Cristos”: las imágenes del Cristo del Salvador y la del Cristo del Salvador y del Amparo son llevadas conjuntamente la madrugada de Viernes Santo (2000)
Fotografía: Pedro García Pilán
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446 FIGURA 9: Un grupo de niños de la Hermandad del Santísismo Ecce Homo escenifica el Juicio de Jesús ante Pilatos la mañana de Viernes Santo (EL Cabanyal)
Fotografía: Pedro García Pilán
FIGURA 10: Una Dolorosa viviente a punto de abrazar a su Hijo camino del Calvario (parroquia de San Rafael-Cristo Redentor)
Fotografía Pedro García Pilán
FIGURA 11: Interpretación del Paso de la Verónica (1). Parroquia de Nuestra Señora de Los Ángeles
Fotografía: Pedro García Pilán
FIGURA 12: Interpretación del Paso de la Verónica (2). Parroquia de Nuestra Señora de Los Ángeles
Fotografía: Pedro García Pilán
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448 FIGURA 13: Interpretación del Paso de la Verónica (3). Parroquia de Nuestra Señora de Los Ángeles
Fotografía: Pedro García Pilán
FIGURA 14: Descendimiento al final del Via Crucis (parroquia de Nuestra Señora de Los Ángeles, 1950)
Fotografía Pedro García Pilán
FIGURA 15: Personaje Bíblico representando a Cristo Resucitado durante el Desfile de Resurrección del Domingo de Pascua
Fotografía: Pedro García Pilán
FIGURA 16: El Cristo del Salvador en un domicilio particular durante la Semana Santa de 1993
Fotografía: Pedro García Pilán
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450 FIGURA 17: Corporación de Sayones (2003)
Fotografía: Pedro García Pilán
FIGURA 18: Esclava musulmana de la Cofradía de Jesús en la Columna (2001)
Fotografía: Pedro García Pilán
FIGURA 19: Samaritana, a単os veinte
Fuente: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera
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452 FIGURA 20: Personaje bíblico de estética “peplum”
Fotografía: Pedro García Pilán
FIGURA 21: Personaje bíblico de estética “auténtica”
Fotografía: Pedro García Pilán
FIGURA 22: Corporación de Granaderos de Nuestra Señora de Los Ángeles (El Cabanyal) pasando por la puerta de su parroquia
Fotografía: Pedro García Pilán
FIGURA 23: Los presidentes de las hermandades del Canyamelar desfilan juntos durante el Via Crucis de Viernes Santo
Fotografía: Pedro García Pilán
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454 FIGURA 24: Recorridos procesionales de los actos principales de la Semana Santa Marinera
Fuente: Junta Mayor de la Semana Santa Marinera
FIGURA 25: La Hermandad del Santísimo Cristo del Salvador dirigiéndose a la playa la mañana de Viernes Santo
Fotografía: Pedro García Pilán
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