Miguel Varea - Diego Cornejo

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K Miguel Varea Maldonado ha realizado al menos 22 exposiciones individuales desde 1970 —en el Ecuador y España—, y ha participado en 18 colectivas en varios países. A la luz de una esperma nuevecita es su quinto libro, que se presenta en esta noche arropado por una extraordinaria muestra retrospectiva de su trabajo. Ha publicado también Vareaciones (1997); Una

estétika del disimulo (2003); Sobredosis patriótika (2007); Pluma y murmullos (con Francisco Febres Cordero, 2015). No sé si olvido algún otro. Varea es un personaje inasible, como una sombra, o un fantasma, o una exhalación. Desde que lo conocí, en la prehistoria de los años 70 del siglo pasado, lo he imaginado como un diablo en botella: la geografía, recuerdo, era un café de la avenida Amazonas, en Quito, él permanecía solitario, fumando, observando la fauna humana de las madrugadas quiteñas. Miguel era, es, sigue siendo un resbaladizo pez que nunca ha podido ser atrapado por las redes institucionales del oficialismo. Jamás ha participado en concursos ni ha recibido bendiciones ministeriales. De MIguel se ha dicho que «es dueño de una personalidad de resonancias múltiples, no solo artista, sino pensador e intelectual voluble en la medida en que las variaciones inesperadas y profundas de su percepción visual le inducen a emitir pensamientos tajantes con respecto a los problemas de la vida y los hombres, entresacando sus contradicciones, sus mentiras, sus veleidades en función de un espectro social descarnado por la hipocresía dominante. Es, probablemente, único en nuestro medio, temible como pintor y a la vez expositor de ideas, bajo el signo de una personalidad insobornable siempre desafiante e irónica» (El Comercio, noviembre de 2003). Miguel Varea usa la palabra «esperma» para titular este libro. Recurre a la

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acepción más antigua de esa palabra, porque el habla de Miguel es memoriosamente coloquial, pero de ninguna manera arcaica o inocente. En esa habla me tomo la libertad de incluir su gestualidad, su imagen personal y su irreductible irreverencia, un «estando sin estar», ese estar incomodando o sintiéndose incómodo en todo lugar, ese su modo de ser difícil de asir de atrapar, de atenazar y, para algunos, difícil de aceptar. Este nuevo libro y esta muestra revelan la personalidad plástica y literaria de su autor: sin encandilarse por lo tecnología, él ve lo que los demás no vemos, lo que somos incapaces de mirar a través de un filtro crítico y mordaz, único, y de expresarlo de una manera diferente, con lenguaje propio iluminado apenas con la luz de una llamita que tiembla por la respiración y por los humores que resuellan sutilmente en los talleres de los maestros del grabado y el dibujo. Eso es lo que desde hace tres décadas nos ha transmitido la obra del maestro Varea y, por ello también, la esperma que ha iluminado la escritura de estos textos debía levar el adjetivo de «nuevecita». En Miguel Varea, no puede ser más cierto aquello de que el estilo es el hombre. Su lenguaje es personalísimo, a veces hermético y barroco, es cierto, y ese hermetismo ha sido la característica de la enorme obra plástica de Miguel Varea y ahora, también, en coherencia con su vida y su obra, en estos 145 textos —ni poemas ni relatos, propongo llamarlos incitaciones (él, tal vez, podría llamarlos «subjetividades del Infra ego»)— en que, igual que antes, la letra K sustituye las grafías tradicionalmente aceptadas para escribir el sonido que interpreta la C y las QU, cuando van juntas. En una primera lectura, esta transgresión es incomprensible, incómoda, como si estuviéramos ante un idioma desconocido; pero, esa sensación luego desaparece conforme el cerebro y los ojos del lector, también su ánimo, se adecuan a las continuas transgresiones que el autor nos propone. Cito a Milagros Aguirre: «La K es su firma. La descubrió de aquellos cronistas de Indias en sus múltiples lecturas. Y la reivindicó. Con letra de niño, Varea fue quien empezó a escribir Kito con

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K, como una huella de subversión, de ruptura con el lenguaje. El espectador tuvo que aprender a leer lo que había tras la K. Y ver en las palabras, en las letras, nuevas formas de representación. Eso fue por allá, por los años setenta. Su K entró en su obra gráfica y en su dibujo. Se quedó en su firma, en su kasilla, en la dirección en Sangolkí, Kito, Ekuador, en una pequeña tarjeta personal hecha en grabado y en aquellos kalendarios y horóskopos que hizo en una de sus etapas figurativas» (Milagros Aguirre, «…Hay algo dentro de mí ke está en mi Kontra…», Una estétika del disimulo, s.e., p. 188) Este libro es una suerte de bitácora, en realidad una antología de su obsesión por dibujar y escribir sin pausa, en donde el autor dialoga consigo mismo, lucubra en torno a la existencia, enfrenta a los demonios que le asedian en los procesos creativos y sobre lo que comúnmente se acepta como «realidad objetiva», externa, cronológica, temporal, donde abundan los profesionales del disimulo. Varea ha dicho que en su obra ha desarrollado «una teoría de la simulación experimentada en la intercomunicación de experiencias vitales y en el plano emocional-íntimo. La simulación es lo único que sirve para enfrentar la llamada autenticidad» (en Una estétika del disimulo). Así, las páginas de A la luz de una esperma nuevecita reafirman su singular poética, su irónico humor y registran aquellas guerras íntimas que viene librando desde 1968, en que colgó sus primeros cuadros, y aún antes, cuando era un niño rebelde en la escuela Borja 2, en Quito. No obstante, en este libro Miguel Varea no es un hombre que, mientras envejece en el siglo veintiuno, se encuentra preocupado únicamente por su pasado y por la dimensión técnica de su conexión con la caligrafía, la línea, las palabras y los símbolos que usa para expresarse. No. Varea es también un creador imbuido en lo que Milan Kundera llama «el mundo concreto de la vida». Debemos ver en él a un maestro en la exploración de la ambigüedad a la que él le ha conferido la categoría de una estética; un hombre que, como todos, fracasa sin remedio en su intento de atrapar lo impalpable del presente

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y que no olvida los mitos que extravían nuestras existencias. En su apasionamiento por la incredulidad y por la irreverencia se encuentra la dimensión trascendental de su obra, el testimonio de una incertidumbre existencial que, sobre la mesa de trabajo y en la soledad del dibujante sobre el papel en blanco y los ojos inyectados, nunca ha abandonado la búsqueda de expresiones propias, combatiendo así la «estétika del desobligo», sin dejarse seducir por la «estétika del prestigio», sin caer en la «estétika del lamento. Aquí concluyo. Miguel Varea es un artista frágil y poderoso. Es una caña de bambú. Lo veo como un intemporal hippy paradójico, desencontrado en el reino del correato. Perplejo ante la estétika de la sumisión, digo yo. Felicitaciones y gracias por existir, maestro. Diego Cornejo Menacho Museo Metropolitano de Quito 28 de mayo de 2015

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