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Carlos Marzal nació en Valencia, en 1961. Se licenció en Filología Hispánica, por la Universidad de Valencia. Ha sido codirector, durante los diez años de su existencia, de la revista de literatura y toros Quites. Ha publicado los siguientes libros de poemas: El último de la fiesta (Sevilla, Renacimiento, 1987). La vida de frontera (Sevilla, Renacimiento, 1991). Los países nocturnos (Barcelona, Tusquets, 1996). Metales pesados (Barcelona, Tusquets, 2001. Premio Nacional de la Crítica y Premio Nacional de poesía 2002). Fuera de mí (Madrid, Visor , 2004. Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe, 2003). El corazón perplejo (Poesía reunida, 1987-2004) (Barcelona, Tusquets, 2005). Ánima mía (Barcelona, Tusquets, 2009).

Heptálogo para Jóvenes Poetas CARLOS MARZAL

JORNADA DE LECTURA Y ESCRITURA (I)

Heptálogo para Jóvenes Poetas

CUADERNOS DE MANGANA 49

Ha publicado la novela Los reinos de la casualidad (Barcelona, Tusquets, 2005). Es autor del ensayo, El cuaderno del polizón (Apuntes sobre arte) (Valencia, Pre-Textos, 2007). Ha traducido, asimismo, la obra poética de Enric Sòria y la de Miquel de Palol. Es habitual colaborador de las revistas literarias, y columnista y crítico de los diarios ABC, Levante, El País y El Mundo. La revista Litoral le dedicó un número monográfico en el año 2005.


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El dibujo de portada es de Lucía Sánchez Nadal

© Carlos Marzal. © Centro de Profesores de Cuenca Plaza del Carmen, 4 16001 CUENCA Tel.: 969 231 218 – cuenca.cep@jccm.es – http://www.cepcuenca.com

Impresión: Eurográficas, s.l.l. C/ Colón, 27 16002 CUENCA. Tel.: 969 230 556 – Fax: 969 236 136 – eurograficas@eurograficas–sl.es

ISBN: ??????????? D.L.: CU-18-2009

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Cuadernos de Mangana es una colecci贸n de textos pertenecientes a distintos autores que han participado en cursos de este Centro de Profesores.

Hept谩logo para j贸venes poetas corresponde a la intervenci贸n de Carlos Marzal en el curso Jornadas de Fomento de la Lectura y la Escritura de marzo de 2009.

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El porqué de un heptálogo

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a verdad es que no existe ninguna razón especial para que esta charla –esta pequeña arenga dirigida a despertar conciencias (lo que quizá sea mucho decir, sea mucho querer, por parte del autor)– contenga siete apartados. Podría haber sido, con parecida arbitrariedad, un decálogo, o un dodecálogo, o haber consistido en un discurso con un único centro de interés y una sola sugerencia. Sin embargo, es cierto que el hecho de no existir ninguna razón en especial ya constituye de por sí una buena razón para hacer algo. Algunas de nuestras mejores acciones se ejecutan por capricho, porque sí. (La diferencia entre un capricho y un amor, dijo Oscar Wilde, es que el capricho dura toda la vida.) Al fin y al cabo, el siete es un número mágico en casi toda las tradiciones, y aquello de lo que pretendo hablar

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–la lectura, la literatura, la poesía– representa también una suerte de acto mágico, de encantamiento que nos transporta fuera de nosotros mismos, a un lugar encantado que llamaremos la emoción estética, y del que hablaremos más adelante. Durante los años en que he sido profesor de literatura en el Bachillerato, me he encontrado con la dificultad de que mis alumnos entendiesen que los textos representaban algo vivo, algo que les concernía de manera directa, y no sólo como una obligación académica que a veces resultaba curiosa, dentro de un programa. Que comprendiesen que la literatura, si sirve para algo, es porque significa la creación de nuestros estrictos contemporáneos, compañeros de viaje en los días del mundo, con las mismas preocupaciones que nosotros, con los mismos anhelos, con idénticas esperanzas. A los jóvenes, que viven en la inmediatez de un presente que se parece mucho a la intemporalidad de la infancia –aunque sin la majestuosa condición divina del niño– no les resulta fácil abstraerse de su propia experiencia y tender puentes hacia el pasado hasta alcanzar

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una intimidad efectiva con las voces que nos tutelan en la tradición. (Recordemos, sin embargo, aquello que decía Umberto Eco respecto a esa estricta intimidad que se alcanza en la lectura: conocemos mejor a Julien Sorel que a nuestro padre.) Defiendo la idea de que los hombres, todos los hombres –sea cual sea su condición, su grado de inteligencia, la instrucción que hayan recibido– son criaturas líricas, entendiendo por ello que son animales necesitados de la ficción en mayor o menor medida. No existen civilizaciones sin relatos mitológicos, sin fábulas sobre el origen de la vida, del mundo, sin explicaciones acerca de la muerte. No existen agrupaciones humanas sin leyendas que podamos denominar religiosas. La ficción es una necesidad básica, una exigencia de nuestra buena o mala salud: un pan después del pan, o incluso un pan junto con el pan de cada día. No se trata de una idea bienintencionada de un amante del arte, sino de una convicción muy fácil de constatar en la vida cotidiana. El auge de la televisión y el cine corroboran ese apetito de ficciones –algunas

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excelentes, otras lamentables– que no puede acabar. Necesitamos héroes. Necesitamos villanos. Necesitamos seres ambiguos que participen de la villanía y de la heroicidad. Necesitamos espejos en los que vernos reflejados: a veces favorecidos, a veces deformados hasta el esperpento, a veces extrañamente idénticos a nosotros mismos. Necesitamos que alguien cante por nosotros. Necesitamos creer que estamos cantando. Todos los hombres, en algún momento de cada jornada, se observan a ellos mismos bajo especie de ficción, fabulan su propia vida, mitologizan su existencia, porque no les satisface del todo, o porque les satisface por completo. La biografía propia, el yo biográfico de cada cual, también es una obra de arte. Es el cuento de nunca acabar. ¿Quién no sueña otras vidas en su vida propia? ¿Quién no se imagina, al otro lado del espejo, consagrado en su afición, invencible en su esfuerzo, reconocido por fin en sus afanes? ¿Quién no ha sido alguna vez, en sus ensoñaciones, el héroe, el superhéroe, el antihéroe? Nuestra sangre necesita de la ficción como nosotros necesitamos de nuestra sangre.

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A su manera, los adolescentes también urden sus fábulas y también evidencian esa necesidad alimentaria y alimenticia de ficciones. En mis años de profesor chismoso, cuando deambulaba entre las filas de pupitres, terminaba siempre por descubrir en las carpetas de los alumnos –sobre todo de las alumnas– la transcripción de algún estribillo perteneciente a alguna canción de moda, de un par de versos famosos. No hay clase de bachillerato en la que alguien no lleve, en secreto y aunque sea sin ningún sistema, un diario íntimo. No hay curso en el que alguien no haya esbozado alguna vez un intento de poema para dejar constancia de la intensidad de su enamoramiento repentino, o de su desgana manifiesta, o incluso de su repugnancia por una situación de incertidumbre –la suya propia– que considera eterna y sin remedio. El arte, en cierta medida, constituye siempre una actividad radical, y la radicalidad suele ser uno de los principales huéspedes en el reino de la juventud. Sea como fuere, esas huellas escolares en las carpetas de los alumnos creo que manifiestan, ni más ni menos, lo que representa la emoción estética, aunque a lo

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mejor ellos mismos no sean conscientes de ello –como tampoco son conscientes muchos espectadores adultos– porque de hecho la emoción no requiere, por fortuna, constatación racional de que se está produciendo. Los copistas admirativos llevan a cabo su homenaje privado, apoderándose de lo que admiran mediante el acto simbólico de la escritura –como si pintasen un graffiti en un muro, como si colgasen la enseña de su energía en el balcón de casa–, porque han descubierto el sentido del arte: que alguien diga, de una manera precisa, como no habíamos escuchado antes, algo que siempre habíamos sabido en nuestro fuero interno, y que descubrimos al mostrársenos en la obra. Que alguien nos transporte, por arte de encantamiento –verbal, musical, visual, o todo juntamente– hasta un lugar no pisado hasta entonces por nosotros, pero cuya geografía habíamos intuido en nuestro corazón y nuestra inteligencia. Que alguien haya dado un testimonio que sentimos como propio, como íntimo, y a la vez como universal. En eso consiste, entre otras muchas cosas, la emoción estética, y a eso rinden tri-

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buto los jóvenes copistas de las aulas en sus sagradas libretas rupestres. El arte es, pues, descubrimiento, a través de la intensidad emotiva, de una verdad que nos entretiene –que mata el tiempo, nada más y nada menos, como dice la frase hecha, con destreza inigualable– y que aplicamos como enseñanza en nuestra vida práctica. No digo nada nuevo: d o c e r e e t d e l e c t a r e. Y muchas otras cosas más, porque el arte no se agota en ninguna definición, ni ninguna lo contiene por entero: también es una fórmula de comunicación, y un sistema de conocimiento del mundo, de nosotros mismos, y de nosotros mismos para con el mundo. No sé muy bien en qué consiste la poesía. Esta declaración no es ni una muestra de modestia ni un intento de formular una paradoja. Se trata de una evidencia de carácter íntimo, y también de una hipótesis sobre la naturaleza escurridiza del género poético. Creo que sería inmodesto, insincero e inexacto decir que sé en qué consiste la poesía, porque eso equivaldría a conocer la fórmula mediante la que se escribe. Como no creo que exista fórmula ninguna, receta infalible ninguna,

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sistema adecuado ninguno, pongo de manifiesto mi incertidumbre, cuando no mi completa ignorancia. Y creo –perdonadme la generalización, que también es presuntuosa– que nadie puede saberlo, ni siquiera el mejor de los poetas. Sabemos, sólo, que la poesía vive en los mejores poemas. Cuando nos preguntan, podemos decir, con entera verdad: la poesía vive en los mejores poemas de los mejores poetas. Todos acertamos cuando decimos la poesía es los grandes momentos de Homero, de Shakespeare, de Quevedo, de Pessoa, de Juan Ramón Jiménez. Fuera de eso, todo lo que han dicho los mejores teóricos, lo que han declarado, también, algunos de los poetas excelentes a los que me refiero, no son más que conjeturas, suposiciones, vislumbres. La prueba de ello es que ni ellos mismos están siempre a la altura de sus ideas ni de sus instantes más altos. No todos los poemas de Juan Ramón, de Pessoa, de Quevedo ni de Shakespeare, ni todos los momentos de Homero resultan memorables. Lo considero una evidencia cruel: la poesía no se escribe sólo con la voluntad, ni con el conocimiento, ni

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con la erudición, ni con la inteligencia. Si estuviese en la mano del hombre, en la mano del poeta, el secreto de cómo se escribe, no me cabe la menor duda de que todos seríamos, en cada una de nuestras composiciones, el mejor poeta que jamás haya existido en cualquier tradición de cualquier lengua y cualquier época. Sin embargo, como eso no sucede así, como no estamos a la altura de los mejores, ni los mejores están siempre a la altura de sí mismos, debe de existir un ingrediente incógnito, pero de importancia extrema, en la escritura de la poesía. Lo podemos entrever, aunque tampoco sepamos con certeza en qué consiste. Es ese no se sabe qué que quedan balbuciendo las palabras. Ese dios sabe qué de inexpresable que late en lo que los poemas expresan. Algunos lo llaman inspiración, o el soplo de los dioses, o la ebriedad creativa, o el duende verde, o el derramamiento del lenguaje. En cualquier caso, creo que se trata de un don nacido para cada gran poema en concreto, para cada gran momento de cada gran poema. Un duende de expresividad que llega con el viento y que se desvanece. Que quien lo tuvo, no sabe

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si lo volverá a tener, pero que, en cualquier caso, resulta imposible de retener. En flagrante contradicción con lo que acabo de escribir, sin embargo, quiero aventurar una definición, entra las infinitas posibles, de lo que me parece que es la poesía. (Uno de los mayores placeres del capricho de la literatura es el de poder permitirnos, a la manera de Oscar Wilde, todos los caprichos posibles, entre ellos, el de estar en perpetua contradicción con nosotros mismos y con lo que declaramos, sin por ello sentirnos ni como farsantes ni como inconsecuentes. La literatura –esta es otra definición– es también una suerte de terapia clínica para manejarnos con nuestras inconsecuencias y nuestras contradicciones.) Me gusta decir que la poesía es la aventura verbal mediante la que un individuo trata de dar cuenta de la aventura de vivir. Esto es: lenguaje y experiencia, vida y palabra, arte y acto. Se trata de una definición, y como todas las definiciones, se disipa una vez se ha enunciado. Se disuelve en el mar de la misma tradición poética.

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1. Lee bien Creo que la siguiente generalización encierra una evidencia que sirve para el noventa y nueve por ciento de los casos: cualquier escritor es, antes que nada, un lector apasionado. La lectura constituye no sólo el arranque de la vocación literaria, su despertar, sino también el despertar y el arranque futuro de la inspiración. La mayor parte de los escritores escriben porque han leído, y siguen escribiendo porque siguen leyendo. No concibo que se pueda hacer el camino inverso –ir de la escritura a la lectura–, pero si se lleva a cabo, será sólo durante un tiempo muy breve. Sin un conocimiento amplio de la tradición en la que uno pretende inscribirse, no se puede hacer nada valioso. Desconfío de los escritores que han leído poco, o de quienes dejan de leer antes de hora (que debería de ser nunca). La falta de

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Repito: no sé muy bien en qué consiste la poesía, por eso me atrevo, desde el más puro de los escepticismos, a prescribir estas recetas para jóvenes aprendices en el oficio inacabable de la poesía.

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información sólo conduce al descubrimiento de mediterráneos inservibles. Un sabio profesor de mi infancia solía decirnos lo siguiente: lo que ustedes tienen que hacer ahora, señores míos, es acumular información. Ya tendrán tiempo de tener ideas. Por el momento, información, y ni una sola idea. Mi profesor era un histrión, pero tenía buen gusto y transmitía entusiasmo por lo que enseñaba, la literatura. De manera que, hipérboles aparte, creo que nos daba un estupendo consejo que no he olvidado nunca, y que he transmitido dulcificado a mis alumnos: acumulad información, y las ideas que tengáis metedlas en un baúl hasta que hayáis salido de la Facultad. La información se adquiere de muchas maneras –escuchando, viajando, conversando, sufriendo, disfrutando–, pero sobre todo en los libros, que contienen, comprimido, todo eso y mucho más: disfrute, sufrimiento, conversación, viaje, escucha. Un aprendiz de poeta debe leer sin descanso, pero recomiendo leer bien. No es una obviedad ni una perogrullada. Leer bien representa no perder el tiempo

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leyendo lo que no se debe leer, porque es malo, o porque no es demasiado bueno. Hay tanta alta literatura, tantos extraordinarios libros que nunca podremos leer que constituye una pérdida de tiempo y de energías dedicarnos a lo que no merece la pena. (Y esta recomendación se puede hacer extensible a casi todos los ámbitos: no hay que malgastar nuestro limitado tiempo con mala música, con malas películas, con mala televisión, con malas personas, porque el mundo está atestado de cosas buenas.) No siempre es fácil, y menos para un joven (cuyo gusto está en proceso de formación), escoger siempre de manera acertada. Además, equivocarse forma parte de aprender a elegir. Obramos, también aquí, mediante el método de prueba y error. Pero existe un camino infalible para no errar demasiado. Se trata de ir a buscar las cosas en donde sabemos que han estado desde siempre. Leer alta literatura, grandes autores con el aval de las generaciones de lectores y escritores anteriores: lo que denominamos clásicos. Un clásico, entre las muchas formas en que se ha tratado de definirlo, es un autor que podría por sí solo, si desapareciese toda la literatura existente, constituir toda

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su tradición, precisamente por haber sabido asimilarla. Sin olvidar, por supuesto a los clásicos vivos, que serán los clásicos sin discusión del día de mañana. La formación de un joven lector debe saber equilibrar las lecturas de clásicos indiscutibles con las de los maestros contemporáneos. Además, un contemporáneo estricto nos canta y nos cuenta como solo puede hacerlo un compañero de ramas en el tiempo, un pasajero de nuestro mismo vagón. Digamos, pues, que en el camino de la formación lectora conviene tomar atajos, porque el bosque es muy denso y resulta fácil perderse. Los maestros allanan el camino: los maestros literarios clásicos, los maestros literarios vivos, y los buenos maestros que enseñan literatura. 2. Conoce tu tradición Aunque creo que la poesía constituye una suerte de lengua por encima de las lenguas, una patria por encima de las patrias, y aunque todo escritor debería de aspirar a leer en el mayor número de lenguas posibles las obras originales, también creo que somos escritores de una

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lengua en concreto. Vivimos en una lengua determinada: nacemos, amamos y morimos en una sola lengua. Sé que lo que digo representa una afirmación discutida y discutible, pero lo creo con firmeza. Las excepciones –que las hay, y muy ilustres– de escritores que han cambiado su lengua materna por otra de acogida, y que se han convertido en clásicos de esa nueva lengua, siempre han añorado la originaria. Nabokov siempre dijo que había cambiado un palacio por un cómodo apartamento en su paso del ruso al inglés. Cioran, en el cambio del rumano por el francés, perdió algo de su delirio. No sabemos qué hubiera escrito Conrad en su polaco de cuna. De manera que considero que un escritor debe, en primer lugar, conocer su propia tradición verbal y literaria, un conocimiento que se adquiere sólo con el estudio y la lectura de los mejores ejemplos, y no sólo en el ámbito estrictamente poético. La poesía, recordémoslo, no es una facultad exclusiva del verso, sino que pertenece también al ámbito de la novela, de la filosofía, de las hipótesis y descubrimientos de la cien-

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cia. Un joven poeta debería leer materias muy distintas, igual que debería conocer muy distintos lugares y a muy diferentes individuos, aunque a la hora de la verdad, por mucho que se viaje, por mucho que se entable relación con gentes diversas y por mucha erudición que se posea, sólo será poeta quien tenga el don necesario, e inexplicable, que lo convierta en ello. Todo ayuda, pero si tuviese que elegir, con respecto al futuro de un escritor, sobre qué ha de ser más beneficioso para él, si conocer y hablar a la perfección lenguas distintas o si haber profundizado en la suya hasta conocer el pulso del idioma, diría sin dudar que lo segundo. Conozco a muchos sabios que leen, hablan y escriben en seis o siete lenguas con alta corrección, pero que no saben resultar excelentes en ninguna. Con esa formación se puede llegar a ser un gran erudito, un magnífico profesor, pero creo que nunca un gran poeta. Poeta será sólo quien controle la respiración de su idioma, quien respire por su idioma, quien digiera por él, quien sueñe a través de él, quien tenga fiebre mediante él. El idioma, ya se ha dicho, es la verdadera patria del escritor.

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3. Aspira a que te entiendan Me parece que un buen punto de partida para cualquier actividad de carácter intelectual es el de aspirar a que nuestros interlocutores nos comprendan. Se ha dicho que la claridad es la cortesía de los filósofos. Creo que debe ser también –al menos como pretensión inicial– la de cualquier género de escritor. La de cualquier género de discurso (desde el artículo de prensa hasta la arenga política, pasando por la lista de la compra). El pensamiento adquiere su forma verdadera cuando se pone por escrito, la escritura es el pensamiento en su corporeidad. Antes de aparecer ordenado en el texto no es más que su esbozo, su intuición, su sombra. De manera que lo bien pensado termina por ser lo bien escrito, y viceversa, lo bien escrito acaba por manifestar su buena factura como pensamiento. No me parece un mal lema para grabar encima del escritorio de un aspirante a escritor –es decir, de un escritor cualquiera, porque nadie pasa de aspirante en este asunto– el endecasílabo de Lope: “Oscuro el borrador y el verso claro”.

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La vida ya es lo bastante difícil de entender, lo bastante oscura en ocasiones como para que añadamos más oscuridad a su naturaleza. No participo de la admiración reverente que suele dispensarse a lo oscuro, las más de las veces por confundirlo con lo profundo o con lo complejo. No hay que temer ni rehuir las dificultades de lo complejo y hondo, pero considero que se deben rechazar las que provienen de la falsa hondura y de la falsa complejidad de lo que resulta oscuro por estar mal formulado y ejecutado, es decir, mal concebido. Los más grandes poetas, narradores y filósofos casi siempre acaban por mostrarse diáfanos en su dificultad, transparentes en los tropiezos que disponen para nosotros. Ahora bien, dicho esto, y dejando por sentada esa voluntad inicial de claridad, creo que el lector de poesía y el poeta se encuentran a menudo con lo que podríamos denominar problemas del sentido. Muchas veces, durante el transcurso de la lectura de un poema, aparecen expresiones, asociaciones, fragmentos, cuyo significado último se resiste a la interpretación definitiva. Digamos que los entendemos por sugerencia, los

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traducimos por aproximación, los tratamos de entender con nuestras propias hipótesis sobre las que no tenemos corroboración ninguna. Lejos de desanimarse o de considerar que el texto lo está apartando de sí, lo está expulsando de su reino, tengo la impresión de que el lector debe saber que está en el buen camino, que se halla en el centro de la cuestión palpitante. Porque a veces la única fórmula para decir ciertas cosas, para apuntar a las adivinaciones de la poesía, consiste en decirlas para que se entiendan entre nubes, entre nieblas del sentido, porque así es como han nacido, y así es como deben enunciarse. La poesía a veces es hermética porque la realidad lo es. La poesía a veces, a pesar de su vocación de hacerse entender, no se entiende del todo, porque tampoco se entiende del todo el mundo, ni nos entendemos nosotros en relación con el mundo. Aunque, curiosamente, esa forma de entendimiento a medias, de conocimiento demediado, termina por ser la más completa forma de conocimiento. Digamos que un poeta –y un poeta es antes que nada un lector de poesía– debería regirse por el sentido

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común, pero no habría de tener miedo de perderlo de vez en cuando. Para entender ciertas cosas, no hay mejor sistema que el de no entenderlas del todo. Es decir: algunos asuntos adquieren la violencia de su significado máximo, cuando, en lugar de traducirse por completo, quedan velados, como un rostro entre la bruma, como un paisaje en nuestros sueños. Algunas sugerencias se multiplican de forma exponencial, cuando en lugar de pertenecer al universo de la racionalidad, se contaminan de opacidades de tinte irracionalista, de velos al margen del discurso lógico. ¿Quién entiende de verdad el origen de la vida y su sentido? ¿Quién se entiende por entero a sí mismo? ¿Quién entiende a los demás? Con respecto a las grandes preguntas, sólo podemos responder con un encogimiento de hombros y con una mueca de perplejidad, y no por ello el poema de los demás, el poema de la vida, el poema de nosotros mismos, deja de tener interés. Más aún: adquiere su interés máximo en virtud de ello. Gracias a que permanece, irradiando sentidos, sin que entendamos su sentido por completo. Alumbrándonos

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desde sus oscuridades con su extraña luz negra, que a veces es la de la única claridad posible. ¿Qué significa, pongamos por caso, si es que hay una interpretación única de ello, el verde brujo y duende de la misteriosa tradición del verde? ¿El verde juanramoniano y lorquiano? Ese “Verde que te quiero verde”. ¿Qué significan en su famoso poema, los callos a la manera de Oporto que alguna vez sirvieron fríos a Álvaro de Campos, el heterónimo de Fernando Pessoa, y que nos dicen algo en su enigma transparente, acerca del amor y de la vida, como no nos podrían indicar todas las interpretaciones y todos los discursos racionales que hiciéramos sobre el asunto? Callos a la manera de oporto Un día, en un restaurante fuera del espacio y el tiempo, me sirvieron el amor como unos callos fríos. Le dije con delicadeza al misionero de la cocina que los prefería calientes, que los callos (y eran a la manera de Oporto) nunca se comen fríos.

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Se impacientaron conmigo. Nunca se puede tener razón, ni en un restaurante. No los comí, no pedí otra cosa, pagué la cuenta y me fui a dar una vuelta por la calle. ¿Alguien sabe lo que quiere decir esto? No lo sé yo, y fue a mí a quien sucedió... (Sé muy bien que en la infancia de todo el mundo hubo un jardín particular o público o del vecino. Sé muy bien que nuestro jugar era su dueño. Y que la tristeza es de hoy.) Lo sé de sobra, pero si pedí amor, ¿por qué me trajeron callos a la manera de Oporto fríos? No es plato que se pueda comer frío, pero me lo trajeron frío. No protesté, pero estaba frío. Nunca se puede comer frío, pero llegó frío.

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4. Ten fiebre, pero sin temperatura La tentación más peligrosa de todo poeta joven (y que conservan muchos poetas adultos en edad, pero adolescentes en temperamento poético) es la del énfasis. La de considerar que por el hecho de sentir emoción con respecto al asunto que desean tratar, esa emoción existe en el poema cuando se cargan las tintas sentimentales. El amor, pongamos por caso, suele ser uno de los elementos que más falsas vocaciones poéticas ha despertado en el mundo. El joven suele ser proclive a engrandecer las cosas, las buenas y las malas, las importantes y las triviales, y puede caer en la fantasmagoría de considerar que por el hecho de estar enamorado, y sentirse pleno e invulnerable, completo y renovado –como nos

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Digamos, pues, que el poeta lector y el poeta escritor deben mantener la misma calma en la navegación a plena luz del día y en la noche, guiado por las estrellas; en la calma y en la tempestad, con el entendimiento de su sensatez y con el de su temeridad.

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sentimos durante el enamoramiento– basta el acto de declararlo en voz alta ante el mundo para que su declaración se convierta en un poema de amor. Y nada suele estar más lejos de la realidad, como sabemos. La poesía no relata jamás experiencias únicas, exclusivamente privadas, intransferibles, como es el amor en su forma llamémosla orgánica, tal y como lo siente cada individuo. Digamos que la poesía extrae de la experiencia amorosa la médula común a todos los individuos y la cristaliza en palabras que puedan servir a cualquier enamorado, del pasado y del futuro, de cualquier raza y país. No es una paradoja, sino una evidencia: nos conmueve lo individual, pero no lo exclusivamente privado. Nos conmueve lo que se formula, mejor dicho, de una manera que sentimos como individual para cada lector, como privada para todos y cada uno de los interlocutores de la literatura. Por esa razón el poeta debe cobrar distancia –la debida distancia– con respecto a los fenómenos de la emoción. No me parece un juicio errado aquel que considera la voz del poeta como una más de las

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voces que intervienen en cualquier discurso literario y la define como ficticia. El poema, sí, es también una ficción, una realidad hecha de palabras. Por la misma razón por la que los hidalgos y los molinos que aparecen en una novela, las naves que navegan veinte mil leguas de viaje submarino y los globos que dan la vuelta al mundo; los piratas, los ejércitos y los alienígenas que existen en las páginas de los libros, se reducen a pura ficción, las declaraciones de los poetas líricos también lo son. Están hechas, recordémoslo, de palabras, y sólo de palabras. Una ficción, como todas las ficciones literarias, sometida al principio de contradicción artística: una ficción que dice la verdad en mayor medida que la supuesta verdad literal, porque deja de ser la experiencia intransferible, para convertirse en la experiencia transferida. Una ficción que entendemos, gracias a su condición de poema logrado, como la verdad de todos. Esta paradoja de sencilla resolución la formuló de manera magistral, en un poema inolvidable, “El poeta es un fingidor”, también Fernando Pessoa:

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El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente.

Un dolor verdadero pasado por el filtro de la ficción completa, que lo convierte en una completa verdad, en una verdad al cuadro. Así pues, las décimas de más de la temperatura emocional propia, deben quedar fuera del poema, en beneficio de la fiebre emocionante que ese poema llegue a transmitirnos. El tamiz de la distancia artística libra al poeta –debería librarlo– de caer en las arenas movedizas de lo que se conoce como la falacia patética: la mentira de la proximidad que por grandilocuente se vuelve muda e inservible. 5. Recuerda que la poesía nace ligada a la música Si algo diferencia a la poesía con respecto a otros géneros, además de una determinada disposición gráfica (los famosos renglones cortos del verso, que según algún célebre teórico constituyen el único elemento distintivo

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de la poesía), creo que es una especial modulación, su música propia, que configuran los ritmos, las estrofas, las agrupaciones estróficas, el dibujo corporal del poema. Ya hemos dicho que la poesía no es un patrimonio exclusivo del verso. La emoción lírica aparece con frecuencia en la novela, en la filosofía, en el ensayo, en el género breve del aforismo. Pero la poesía, si lo es, tendrá su propia música. Aparte de las condiciones innatas que posea el poeta para la musicalidad, considero que esa parte técnica del oficio se puede y se debe educar. Para ello no hay más que dos métodos, como en el caso de los instrumentistas: escuchar en la lectura y practicar en la escritura. Un aprendiz de poeta, cuando lee, también estudia (cualquier escritor, cuando lee creación, permanece atento, por debajo de su simple placer de lector, a los dispositivos del texto). Los ejercicios de versificación escolar resultan inevitables, y cuanto antes se aprenda a manejar con cierta soltura los moldes estróficos de la poesía española, mejor que mejor. El poeta adulto ya tomará la determinación de utilizarlos o no, pero la

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familiaridad con los fundamentos de naturaleza formal resulta obligatoria. La poesía contemporánea, desde finales del siglo XIX en adelante, opta a menudo por el uso de las formas libres, por la creación de un sistema musical propio para cada poema, mediante repeticiones, juegos paralelísticos y otros muchos recursos, pero el uso de las formas métricas cerradas jamás ha desaparecido ni desaparecerá. Por lo que a mí respecta, desconfío más de quien no sabe escribir un soneto correcto que de quien sólo escribe sonetos a estas alturas de la tradición, cuando resulta casi imposible aportar algo nuevo a esa fórmula clásica. Recuerda que la poesía es canto, cántico, celebración de las cosas del mundo, incluso cuando se lamenta en su canción de esas mismas cosas. Y el canto, siempre, tiene su música. 6. Sé ambicioso en tu vocación Juan Gil-Albert, uno de los mejores escritores valencianos del pasado siglo –de anteayer, como quien dice–, recomendaba en uno de sus aforismos lo siguiente:

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“Vive ilusionado, sin hacerte ilusiones”. Aunque esa máxima se puede aplicar a cualquier ámbito de la vida en general, y se formuló para aludir en general a la vida, se puede aplicar sin traicionarlo al ámbito de la poesía. Mi interpretación equivaldría a decir esto: sé ambicioso en tu vocación poética, sin ambicionar más recompensa que la de hacer lo que te gusta del mejor modo posible. No esperes nada al margen del disfrute de escribir y leer lo mejor que sepas, de manera que todo lo que te llegue será siempre un regalo y un premio. Creo que el único lugar en donde nos está permitido ser todo lo ambiciosos que queramos ser es en el terreno del arte. Un poeta debería aspirar siempre a ser un gran poeta. Sin soberbia, pero sin temor. Sin arrogancia, pero con orgullo. Un poeta debería querer estar a la altura de su mejor tradición, poder figurar sin desdoro en compañía de sus maestros. Que lo consiga o no ya es otro cantar, pero esa debería ser su aspiración. En el fondo, lo máximo que suelen lograr la mayoría de los poetas, en el mejor de los casos, es sumar una gota de

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su propia agua al caudal de su lengua, al mar de su tradición. Pero con eso, que ya es mucho, basta. Escribir no es una tarea obligatoria. Es una dedicación dura y solitaria, en la que muchas veces no se encuentran estímulos, salvo los que uno mismo se proporciona. El joven suele empezar a escribir como un juego, pero pronto tendrá que preguntarse si es algo más que un juego su vocación. El novelista Juan García Hortelano solía decir que sólo había una cosa peor que escribir, y era vivir sin poder hacerlo. Yo creo que un verdadero escritor, y no hablo de calidad ni de resultados, es quien no entiende su vida sin la escritura, como un verdadero lector no es quien lee, poco o mucho, con cierta frecuencia, sino aquel que no concibe el mundo, la realidad, si no está acompañada de la ficción, de la lectura. Leer y escribir acaban por ser una manera de entender la vida, de entendernos a nosotros mismos para con la vida, de explicarnos nosotros, en nuestra vida propia, a quienes nos rodean. Ni más ni menos. Vida y literatura son una y la misma cosa.

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7. Ten presente que la poesía no se escribe con preceptos Como he dicho al comenzar, estas siete recomendaciones podían haber sido diez, o doce, o una sola. En cualquier caso, el final siempre habría sido el mismo. Me veo obligado a acabar diciendo que, a pesar de todos estos preceptos para escribir poesía, la poesía no se escribe con preceptos. Estoy convencido de que todos los saberes de orden teórico, todas las erudiciones del mundo no valen lo que una brizna de intuición. El verdadero talento no se aprende ni se enseña, sino que se descubre en uno mismo a medida que se madura, se practica y se crece en edad y en espíritu. El verdadero talento es una sorpresa paulatina que tiene que ir desenterrando cada cual en su propio jardín. Un largo camino, en el caso de que se posea. Nadie escribe pensando en cánones ni normas, sino tratando de ordenar palabras, una detrás de otra, para que terminen explicando lo que su pensamiento pretende, lo que su emoción persigue. La escritura, ya lo he

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dicho, es un descubrimiento de la propia escritura en su mismo desarrollo. De manera que olvídate de los preceptos, lee, retuerce tu cabeza y tu corazón, y escribe con la cabeza fría y el juicio ardiendo. La poesía es una casa de acogida para que seas quien puedes llegar a ser, una escuela de vida para alcanzar tu identidad, una fuente de alegría para que disfrutes del mundo. La poesía es, debe serlo, un refugio de tolerancia para luchar, como dijo un poeta, contra las ofensas de la vida. Para los gozadores y los fuertes, para los animosos y los arriesgados. Pero sobre todo para los solitarios y los débiles, para los tímidos y los derrotistas, para los apartados. Una casa común en donde aspirar a ser un poco más felices. Quiero acabar con la lectura de un poema que expresa mejor que mil discursos esa labor compasiva y generosa de la poesía. Se trata, creo, del mejor poema social, civil, de la historia de la poesía española, precisamente porque no tiene ninguna voluntad política. Porque se dirige al corazón del individuo, por encima de las circunstancias

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Distinto Lo querían matar los iguales, porque era distinto. Si veis un pájaro distinto, tiradlo; si veis un monte distinto, caedlo; si veis un camino distinto, cortadlo; si veis una rosa distinta, deshojadla; si veis un río distinto, cegadlo. si veis un hombre distinto, matadlo. Y el sol y la luna dando en lo distinto? Altura, olor, largor, frescura, cantar, vivir distinto de lo distinto; lo que seas, que eres distinto (monte, camino, rosa, río, pájaro, hombre): si te descubren los iguales, huye a mí, ven a mi ser, mi frente, mi corazón distintos.

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concretas y pasajeras de un momento histórico. Es uno de los cantos de Juan Ramón Jiménez a su inmensa minoría, la inmensa minoría de los lectores y los poetas todos. Un canto de acogida para todos aquellos que se sienten y se saben distintos en su propia individualidad.

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LA PRESENTE EDICIÓN DE HEPTÁLOGO PARA JÓVENES POETAS, CUADERNO DE MANGANA Nº 49, SE ACABÓ DE IMPRIMIR EN CUENCA, EL 24 DE MARZO DE DOS MIL NUEVE, FESTIVIDAD DE SAN EPIGMENIO. LA EDICIÓN CONSTA DE 5 0 0 EJEMPLARES. ET VALETE.

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CUADERNOS DE MANGANA Nº1

La casa del lector Gustavo Martín Garzo

Nº2 La inteligencia lingüística José Antonio Marina

Nº3

Hablar bien o el lenguaje como virtud Juan Luis Conde

Nº4 Las condiciones de felicidad Belén Gopegui

Nº5

La literatura del silencio Manuel Longares

Nº6 Narraciones e ideas Álvaro Pombo

Nº7

¿Otro camino para la novela? José María Guelbenzu

Nº8 Regreso al tapiz que se dispara en muchas direcciones Enrique Vila–Matas

Nº9

Las formas de la novela en la democracia Jordi Gracia

Nº10 Del ponerse en escena Miguel Sánchez–Ostiz

Nº11 Literatura, lectura, crítica literaria y medios de comunicación Ángel Basanta

Nº12 Lo que guardan las musas: literatura y filosofía María Fernanda Santiago Bolaños

Nº13 Narrativa en el exilio en lengua gallega Xesús Alonso Montero

Nº14 La narrativa gallega en el fin del milenio Dolores Vilavedra

Nº15 Nosotros dos Manuel Rivas

Nº16 Ensayos, dietarios, relatos en el telar: la novela a noticia José–Carlos Mainer

Nº17 Sobre la traducción Pilar del Río

Nº18 Encuentro en Cuenca José Luis Sampedro José Saramago

Nº19 Memorias de la Escuela AA.VV.

Nº20 El espacio literario en el tiempo de las autonomías Ignacio Soldevila

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Nº21 Memoria, ficción José Manuel Caballero Bonald

Nº22 El peso de la memoria en las letras portuguesas contemporáneas Isabel Soler

Nº23 Literatura e Identidade/ Identidad y Literatura João de Melo

Nº24 El año que nevó en Valencia Rafael Chirbes

Nº25 El periodismo literario Mesa redonda

Nº26 Tendencias actuales del léxico hispano Humberto López Morales

Nº27 Euskal kontagintza gaur/ La narrativa vasca hoy Jon Kortazar

Nº28 Lo que antes era exacto Anjel Lertxundi

Nº29 Tocar los libros Jesús Marchamalo

Nº30 Narrativa y Posmodernidad José María Pozuelo Yvancos

Nº31 Literatura escrita por mujeres Paula Izquierdo

Nº32 Matemáticas y Literatura Joaquín Leguina

Nº33 Defensa de la fantasía Espido Freire

Nº34 Lo que son las cosas Luis Eduardo Aute

Nº35 98 y 27: dos generaciones ante el cine Vicente Molina Foix

Nº36 Hubo un animal arco–iris que despedía un aliento multicolor Fernando Arrabal

Nº37 A propósito de mi narrativa Antonio Colinas

Nº38 El color del Quijote ¿Qué pintan los profesores? V Exposición colectiva

Nº39 El artículo literario. De Francisco Ayala a Javier Cercas Fernando Valls

Nº40 La novela española hacia el nuevo milenio: algunas impresiones Marta Sanz

Nº 41 Segundo año triunfal Ignacio Martínez de Pisón

Nº 42 Del cuento literario Juan Pedro Aparicio José María Merino

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Nº 43 Entre la memoria y la invención Lorenzo Silva

Nº 44 Escribir de lo que nos pasa. La escritura diarística Juan Cruz Andrés Trapiello

N.º 45 Historia, novela y memoria o el camarote de los hermanos Marx Alfons Cervera

Nº 46 Vigencia de lo fantástico en el imaginario moderno Pilar Pedraza

N.º 47 Palabras en el Bosque. Diálogo de Lobos y Preposiciones Jesús Marchamalo Mario Merlino

Nº 48 Destellos Antonio Gamoneda

N.º 49 Heptálogo para jóvenes poetas Carlos Marzal

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Carlos Marzal nació en Valencia, en 1961. Se licenció en Filología Hispánica, por la Universidad de Valencia. Ha sido codirector, durante los diez años de su existencia, de la revista de literatura y toros Quites. Ha publicado los siguientes libros de poemas: El último de la fiesta (Sevilla, Renacimiento, 1987). La vida de frontera (Sevilla, Renacimiento, 1991). Los países nocturnos (Barcelona, Tusquets, 1996). Metales pesados (Barcelona, Tusquets, 2001. Premio Nacional de la Crítica y Premio Nacional de poesía 2002). Fuera de mí (Madrid, Visor , 2004. Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe, 2003). El corazón perplejo (Poesía reunida, 1987-2004) (Barcelona, Tusquets, 2005). Ánima mía (Barcelona, Tusquets, 2009).

Heptálogo para Jóvenes Poetas CARLOS MARZAL

JORNADA DE LECTURA Y ESCRITURA (I)

Heptálogo para Jóvenes Poetas

CUADERNOS DE MANGANA 49

Ha publicado la novela Los reinos de la casualidad (Barcelona, Tusquets, 2005). Es autor del ensayo, El cuaderno del polizón (Apuntes sobre arte) (Valencia, Pre-Textos, 2007). Ha traducido, asimismo, la obra poética de Enric Sòria y la de Miquel de Palol. Es habitual colaborador de las revistas literarias, y columnista y crítico de los diarios ABC, Levante, El País y El Mundo. La revista Litoral le dedicó un número monográfico en el año 2005.


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