“ S O B RE T OD O , I NTE N T A R A LGO” Franklin D. Roosevelt y la reivindicación del optimismo
“Sobre todo, intentar algo”
Franklin D. Roosevelt y la reivindicación del optimismo
Por Andrés Acevedo Niño
Capítulo I
Cuando, en la tarde del 28 de julio de 1921, Franklin Delano Roosevelt se embarcó en el yate Pocantico para remontar el rio Hudson hasta el Bear Mountain State Park, no podía prever que aquel sería el viaje definitivo de su vida. Una mirada rápida por la historia revela numerosos ejemplos de viajes que han definido el destino de los viajeros. En la mayoría de ellos, el aventurero podía, desde antes de embarcar, anticipar que aquella sería una expedición que lo transformaría. Eso fue cierto tanto para Fernando de Magallanes como para Neil Armstrong, no así para Franklin Delano Roosevelt. La suya sería una expedición menor, un paseo cotidiano en un día de verano, en el que nada parecía presagiar que los eventos que tendrían lugar en el Bear Mountain State Park cambiarían su vida. Su comportamiento a bordo fue típico de su personalidad encantadora. Con su risa inconfundible y su capacidad inusual para tener a la mano una anécdota apropiada para cada ocasión y público, FDR acaparó la atención del resto de los pasajeros. Era un verano extraordinariamente caluroso en el Estado de Nueva York y el sonido ecuánime de las olas rompiendo con la proa del Pocantico le daban a FDR la impresión de que no había nada de qué preocuparse: después de todo, se trataba de una simple reunión con boy scouts. En el verano de 1921, FDR ya era una estrella del partido demócrata estadounidense. La suya era una trayectoria profesional predefinida; era la misma secuencia de cargos públicos que su primo lejano, el presidente Theodore Roosevelt, había seguido con éxito hasta llegar a la presidencia: de la legislatura estatal había pasado a servir como secretario asistente de la marina, de ahí a gobernador de Nueva York y, finalmente, presidente de la nación. FDR ya había pasado por la legislatura estatal y la asistencia de la marina y ahora se preparaba para el siguiente escalón: la gobernación de Nueva York. Era momento, pues, de cultivar sus vínculos con asociaciones importantes, como la asociación de la cual era presidente: el consejo de boy scouts de Nueva York.
Después de desembarcar en el Bear Mountain State Park, un autobús llevó a FDR y sus acompañantes hasta el refugio en el que se reunirían con cerca de 2,000 boy scouts. Luego de la cena, FDR –siempre presto a entretener a una audiencia– se levantó de su silla y pronunció uno de sus discursos insignia. “Era un maestro en lo que decía y en cómo lo decía, siempre teniendo en mente su audiencia y su propósito” observaría Frances Perkins, sobre la habilidad de FDR de ganar corazones con sus palabras. No fue sorpresa, entonces, que al finalizar su discurso varios niños se acercaron a saludarlo. FDR, como de costumbre, apretó varias manos. Tal vez el virus se transmitió en uno de esos apretones, o tal vez bajó por su garganta junto con la limonada que sirvieron en la cena. Lo cierto es que esa noche, FDR se tumbó en su cama y el enemigo invisible ya estaba actuando sobre su organismo.
Capítulo II
Las probabilidades de que el polio afectara severamente a un adulto de 39 años eran bajas. Después de todo la poliomielitis, enfermedad que causaba el virus del polio, afectaba en su gran mayoría a niños (de ahí que se le conociera como parálisis infantil). Sin embargo, la suma de los desafortunados eventos que rodearon el caso de FDR harían que la suya no fuese una enfermedad transitoria, sino una que definiría su historia personal y, por lo tanto, la historia del mundo occidental. Para empezar, el sistema inmune de FDR era débil. Las defensas que un organismo promedio habría usado para repeler la enfermedad del polio simplemente no existían en el cuerpo de FDR: durante su infancia, su madre lo protegió demasiado y, como consecuencia, lo condenó a una adolescencia y adultez plagadas de enfermedades. James Tobin, uno de los biógrafos de FDR, señala que “en el juego, los niños se tocan, se empujan y zarandean. Los gérmenes se esparcen y los niños se enferman, pero sus sistemas inmunes gradualmente se fortalecen”. FDR, hijo único, fue educado en casa hasta los 14 años. De ahí que no tuviera compañeros de colegio de los cuales obtener los tan necesarios gérmenes. Y aunque en Hyde Park –el pequeño pueblo en el que creció– había otros niños, su madre, celosa y sobre protectora, restringió su contacto con niños de casas vecinas. La falta de juego se tradujo en ausencia de enfermedades y, por lo tanto, en ausencia de defensas. Un niño que se enfermaba constantemente era un adulto saludable o, por lo menos, un adulto con defensas. FDR no sería ni lo uno ni lo otro. Cuando FDR abandonó la burbuja de protección de su infancia, las enfermedades atacaron su cuerpo adolescente de una manera voraz. Como el hambriento cuando se hace, por fin, con el banquete, las enfermedades festejaron con el hasta entonces inalcanzable joven. Su paso por Harvard estuvo marcado por una serie de fiebres, resfriados y una sinusitis crónica; durante su luna de miel sufrió de persistentes lumbagos; y, al término de la Primera Guerra Mundial, contrajo la Gripe Española y estuvo cerca de morir. Eran pocos los mayores de treinta que contraían polio, pero FDR, con su débil sistema inmune, era el candidato más apto.
Capítulo III
“Me pareció que se veía bastante cansado” recordaría Marguerite LeHand, secretaria privada de FDR, que lo vio salir de su oficina el día siguiente del viaje a Bear Mountain State Park con dirección a Campobello, donde pasaría vacaciones junto a su esposa e hijos. Lo que LeHand notaba era fatiga, uno de los primeros síntomas de la poliomielitis. FDR, pensando que se trataba de una gripa, estaba preparado para sudarla. “Si una persona ha tenido el virus [del polio] en su sistema nervioso central por unos días, y luego realiza actividad física exigente, el riesgo de parálisis permanente incrementa” escribe Tobin. Aunque la casa de Campobello era una casa de descanso, lo cierto es que las actividades que FDR, Eleanor, y sus hijos realizaban durante sus vacaciones, no calificaban propiamente como reposo. Al hecho de que la familia disfrutaba de actividades al aire libre, se sumaba la determinación de FDR de sudar lo que, equivocadamente, consideraba un resfriado. La primera parte de la estancia de FDR en Campobello, en el verano de 1921, bien podría decirse que estuvo marcada por nada menos que “actividad física exigente”. A medida que pasaban los días, la salud de FDR se deterioraba. El miércoles 10 de agosto, la sensación de desgano y fatiga era tal que FDR se vio tentado a cancelar los planes que tenían para ese día: navegar alrededor de las islas. Su cuerpo le pedía que permaneciera en la cama, pero su voluntad era de hierro. “Se resistió a cualquier impulso que sintió de quedarse en casa y descansar, y salió a navegar con Eleanor y los niños” escribe Tobin. El momento en el que más reposo necesitaba su cuerpo, FDR tuvo su día de mayor actividad. Como observa Tobin, “sus actividades ese miércoles, 10 de agosto, hubieran fatigado a un hombre de la mitad de su edad”. Todo comenzó con un incendio. Lo vieron desde el bote y FDR, siempre dispuesto a una buena aventura, viró el barco y ancló cerca de la isla que estaba en llamas. La lucha contra el fuego ocupó la tarde de los Roosevelt, que, tras apagar el incendio, exhaustos y con los ojos irritados por el humo, navegaron de vuelta a la isla principal
En la escalada hacia la casa, uno de sus hijos sugirió ir a nadar para desprenderse del humo con la ayuda del agua fresca. A pesar de que estaba exhausto, FDR pensó que el agua fresca le serviría para deshacerse también de la sensación de letargo que lo acompañaba desde hacía varios días. Atravesaron la isla al trote y se sumergieron en el agua. Cuando regresaron a casa, FDR se sentía “demasiado cansado como para cambiarse la ropa mojada”. Ni siquiera tuvo energía suficiente para comer. Se fue directo a la cama: el poliovirus ya estaba destruyendo las células motoras de sus piernas. Lo primero que lo extrañó al día siguiente del incendio fue su rodilla derecha. La sentía sobrecargada, como si hubiera dormido sobre ella. Cojeó hasta el baño y se afeitó. Se sentía significativamente peor que la noche anterior. Volvió a la cama. En la tarde intentó pararse de nuevo. Esta vez no lo consiguió; su rodilla derecha ya no soportaba su peso. En la noche sintió la misma sensación en su rodilla izquierda. Ya el médico estaba en camino; su esposa, Eleanor, lo había mandado a llamar. La mañana siguiente la parálisis había reclamado sus primeras víctimas: las piernas. FDR las sentía ligeras y cuando intentaba comandarlas, no respondían. Era como si la señal que enviaba el cerebro no llegara a las piernas. Exactamente era eso lo que sucedía: el poliovirus había hecho estragos con las células responsables de mover las piernas de FDR. La parálisis avanzaba rápidamente. En la noche, FDR, que hace dos días estaba apagando incendios, no podía sostener un lápiz. El dolor era insoportable. “Puñaladas de dolor”, diría FDR a sus hijos, que se asomaban preocupados para observar a un papá abatido. Pero el dolor era leve en comparación con la angustia de no volver a caminar, que ya parecía una posibilidad real. Faltaba, sin embargo, un elemento adicional que se sumaría a la mezcla fatal de un sistema inmune deficiente y actividad física exigente: no uno sino dos diagnósticos médicos equivocados. El primero vino del Dr. Bennet, el médico general que se encontraba más cerca de la casa de los Roosevelt. “Un caso desagradable de resfriado de verano” había concluido el doctor en la mañana del 11 de agosto cuando la parálisis apenas mostraba signos en la rodilla derecha de FDR.
Llamado de urgencia a la tarde siguiente, el Dr. Bennet, asombrado ante la parálisis en las piernas, advirtió que necesitaban una segunda opinión. Esta vez llamarían a un experto en casos de parálisis. Afortunadamente, en uno de los resorts vacacionales cerca a Campobello se encontraba el Dr. Keen, cirujano especialista en afecciones al sistema nervioso. Desafortunadamente, su diagnóstico –una congestión causada por un coágulo de sangre que se había alojado en la espina dorsal– también fue equivocado. La condición sería temporal, dijo el Dr. Keen, y el hecho de que FDR hubiera recobrado la capacidad de mover el Hallux –el dedo gordo del pie– era una señal de que la congestión empezaba a despejarse. Recomendó, entonces, que le administraran masajes al paciente. Otro error garrafal.
Capítulo IV El 24 de agosto, trece días luego de que FDR estuviese postrado definitivamente en cama, y ante la ausencia de mejoría alguna, llegó a Campobello un especialista en poliomielitis. El diagnóstico del Dr. Lovett fue inequívoco: lo de FDR no era un resfriado de verano, ni una congestión en la sangre, lo suyo era un verdadero caso de poliomielitis. Un caso en el que no sólo se había perdido tiempo valioso por los diagnósticos erróneos, sino que además los masajes recetados habían agravado la condición muscular y, por lo tanto, reducido las posibilidades de una recuperación total. Tan delicada era la situación, que el Dr. Lovett, que en su carrera había diagnosticado a cientos de pacientes de polio, no estaba seguro de cuál sería la mejor manera de comunicarle a FDR su condición real. “Requerirá toda la habilidad que podamos reunir,” escribiría en una carta a un colega, “para hacerle reconocer lo que en realidad enfrenta sin destrozarlo por completo”. El diagnóstico adquiría mayor gravedad cuando se consideraba lo que una vida en silla de ruedas significaba para el ambicioso –y prometedor– político. Durante los primeros días de la enfermedad era imposible tener certeza de que FDR quedaría paralizado el resto de su vida, pero había buenas razones para creerlo así. Incluso si recobraba parte sustancial de la movilidad en las piernas –las más afectadas por la enfermedad– la duda permanecía de si los votantes americanos elegirían un presidente en silla de ruedas. Los sueños de Franklin Delano Roosevelt, de por sí difíciles de alcanzar, parecían escurrirse de sus manos como un trozo de hielo. “Nada puede prevenirlo de convertirse en presidente,” había dicho años atrás Lewis Howes, “excepto un accidente”. El diagnóstico fue recibido con asombro. FDR, recostado en la cama y rodeado de su familia, miraba perplejo al Dr. Lovett. “Solo vi esa expresión en su cara dos veces a lo largo de su vida,” escribiría Eleanor Roosevelt, “minutos después de recibir el diagnostico de polio y cuando le informaron sobre el ataque a Pearl Harbor”. “Había sufrido un golpe fundamental en su cuerpo, su identidad como hombre y como ser humano” escribe Doris Kearns Goodwin. Y es que FDR, pocos días atrás un hombre destinado para la presidencia, ya no podía siquiera satisfacer sus
funciones biológicas más elementales sin la ayuda de su esposa. “La trayectoria que había visualizado desde los 25 años –escalando de la legislatura estatal a secretario asistente de la marina, de ahí a gobernador de Nueva York y luego a la presidencia misma– parecía, con toda certeza, haberse descarrilado” escribe Goodwin. Aunque el Dr. Lovett les aseguró que no se trataba de uno de los casos más severos de poliomielitis, y que había buenas razones para confiar en una recuperación total, no había duda de que el tratamiento y la rehabilitación tomarían un tiempo considerable. Aunque las del doctor eran palabras esperanzadoras, éstas no permanecieron por mucho tiempo en la memoria de FDR. Transcurrían las semanas y, lejos de mostrar señales de progreso, FDR parecía estar agravándose.
Capítulo V Tras unas semanas sin progreso, obligado a usar un catéter y un enema, el cuerpo de FDR finalmente empezó a responder al asedio del virus. La mejoría, lenta pero gradual, parecía estar llegando. Con la recuperación de algunos músculos, el espíritu de FDR recobraba su usual buen ánimo. Seguía en la cama y las piernas todavía no respondían, pero por lo menos ya no necesitaba del catéter y los dedos del pie daban atisbos de una movilidad que, aunque inconstante y limitada, no dejaba de ser esperanzadora. De su casa de Campobello fue trasladado a un hospital en Nueva York, donde se desatrasaría de su correspondencia, que para entonces se encontraba repleta de mensajes de ánimo de amigos y colegas. Las cartas que FDR dictó, desde su cama en el hospital, son la mejor documentación de su optimismo infranqueable. “Cada receptor, desde amigos cercanos hasta extraños que le enviaban buenos deseos, se enteraban de su maravilloso progreso hacia [en sus palabras] una ‘muy rápida y muy completa recuperación’ de lo que había sido un ‘ataque bastante moderado’” escribe Tobin. “Estoy bastante adelantado en el calendario rompe récords que me he planteado para mi recuperación” escribiría FDR a un vecino de Hyde Park. Si los médicos decían años, FDR parecía escuchar meses; si le hablaban de caminar con la ayuda de muletas, FDR apuntaba más alto: volvería a caminar sin asistencia alguna. Eso pensaba y así se lo hacía saber a sus amigos consternados que, tras recibir las alentadoras noticias de parte de FDR, no podían evitar contagiarse de su optimismo. “Roosevelt desestimaba cualquier sugerencia de condolencias de parte de sus visitantes que, al salir del hospital, se veían más alegres de como habían entrado. Ninguno lo ha escuchado, aunque sea una sola vez, quejarse o mostrar arrepentimiento o incluso admitir que ha tenido algo de mala suerte” observaría el periodista Ernest Lindley tras entrevistar a los amigos de FDR. Transcurría el primer mes de recuperación y poco sabía FDR que le esperaban seis meses más inmovilizado en la cama y que nunca volvería a caminar por sí solo.
Capítulo VI Con el paso de los años, el optimismo de los médicos tratantes de FDR menguaba. “Estoy bastante descorazonado respecto de su recuperación total,” escribió el Dr. Draper en mayo de 1923, casi dos años después del diagnóstico inicial. “No puedo evitar sentir que ha alcanzado el límite de sus posibilidades. Solo espero estar equivocado”. A pesar de que la evolución de la enfermedad les daba motivos a los médicos para sentirse desalentados, FDR parecía operar en una realidad alternativa. Rechazaba los pronósticos de sus médicos; continuaba, en sus cartas y conversaciones con amigos, demostrando una absoluta convicción de su mejoría, y –tal vez lo más importante– no paraba de probar nuevos métodos para mejorar su condición. La de FDR fue una búsqueda incesante por un tratamiento efectivo. Y así como fue incesante, también fue improvisada. Y es que los tratamientos oficiales que le recetaban no lo satisfacían. Mientras que los médicos apuntaban a rehabilitar los músculos y avanzar en una adopción exitosa de las muletas, FDR tenía otros planes: quería sus piernas de vuelta. “No le interesaba simplemente despertar los músculos dormidos. Su intención era ‘reconstruir’ sus piernas: restaurarlas a su máxima capacidad para que así pudiera pararse, salir por la puerta, y volver a su trabajo” escribe Tobin. Mientras que el programa de rehabilitación ordenaba caminatas extensas usando las muletas y los aparatos ortopédicos, FDR se la pasaba improvisando con diferentes dispositivos, que ajustaba a sus propias necesidades. Entre ellos se encontraban “un cinturón eléctrico, un triciclo agrandado, zapatos con diseños especializados, y un columpio doble de niños” escribe Doris Kearns Goodwin. Sus métodos eran poco ortodoxos, cuando menos, y aunque, en principio tenían sentido –el columpio, por ejemplo, le permitía trabajar los músculos de su rodilla–, los resultados eran mínimos. La evidencia del fracaso de la improvisación no bastaba para desalentar a FDR que, una vez se decidía a algo, no miraba hacia atrás. Su madre le rogaba que se retirara a su casa de campo para llevar una vida más tranquila, alejada del estrés de la política. Pero FDR estaba determinado a recuperar sus piernas, que creía
fundamentales para retomar sus aspiraciones políticas. Alentado por una fe ciega en un futuro mejor –uno sin silla de ruedas– FDR no veía en su determinación la terquedad que su madre señalaba. Para él, se trataba simplemente de sentido común. El sentido común de quien entiende que se puede probar cuanto método existe, sin importar su extravagancia, pero jamás se puede parar de intentar. Tras meses de leer sobre métodos que implementaban en otras partes del mundo, mantener correspondencia con otros pacientes que se recuperaban de polio, y probar con sus propios inventos, FDR tuvo una revelación: “He llegado a una conclusión que creo que demostrará ser un verdadero descubrimiento,” le escribió a otro paciente que se recuperaba de polio, “mis músculos han mejorado con mayor rapidez cuando los expongo al sol”. FDR, que había advertido que el frío de Nueva York empeoraba la condición de sus piernas, decidió alquilar un bote para surcar la costa de Florida. Allí, en las aguas cálidas y bajo un sol constante, pasó varios días ejercitándose y asoleándose. Cuando regresó a Nueva York parecía un hombre nuevo. A los efectos favorables que el sol tenía sobre sus músculos se sumaba el hecho de que, en el agua, FDR podía ejercitarse durante más tiempo y por lo tanto avanzar con mayor rapidez en su recuperación. Finalmente, después de mucha prueba y error, había dado con un método satisfactorio. A partir de aquel descubrimiento, dedicaría los siguientes años a recuperarse bajo el sol de Florida y de Georgia, donde compraría, en 1926, Warm Springs, un motel decaído pero cuyas aguas manantiales –aseguraba FDR– tenían efectos milagrosos sobre los pacientes de polio. Aunque los médicos dudaban de los beneficios reales del método de ‘sol y agua’ que FDR ahora promocionaba activamente entre otros pacientes, su resistencia no sería suficiente para desanimarlo. Ante todo, FDR confiaba en la experimentación; una preferencia que había desarrollado desde sus épocas universitarias: “gracias al sistema de electivas [de Harvard] logró evadir cursos en filosofía y teoría […]. Durante el resto de su vida, Roosevelt permanecería desconcertado por el pensamiento abstracto” escribe su biógrafo Jean Edward Smith. Su impaciencia con las ideas abstractas lo llevaban a preferir las conclusiones que su propia experiencia podía ofrecerle, como, por ejemplo, que el sol y el agua eran el tratamiento más efectivo para reestablecer sus músculos atrofiados.
En 1928, a pesar del evidente progreso que estaba alcanzando con el método de ‘sol y agua’, y a pesar de que estaba convencido de que un par de años más de terapia intensiva en Warm Springs podían restaurar las piernas a su antigua gloria, FDR decidió interrumpir el tratamiento. La vida política lo llamaba de vuelta y FDR atendería el llamado.
Capítulo VII Hay dos maneras de entender la decisión de FDR de abandonar su tratamiento en el resort de Warm Springs para lanzarse a gobernador de Nueva York. La primera es que lo forzaron. Al Smith, líder del partido demócrata, planeaba lanzarse a la presidencia en las elecciones de 1928 y necesitaba un aliado en la gobernación de Nueva York. Smith llamó a FDR y le comunicó su deseo de que se lanzara a ese cargo. FDR rechazó la propuesta: sus piernas aún no estaban listas. “Como tengo tan solo 46 años, siento que se lo debo a mi familia y a mí mismo continuar con mi tratamiento. Por ese motivo lamento confirmar mi decisión de no aceptar la nominación y sé que usted entenderá” le escribió FDR a Smith. Su determinación de continuar el tratamiento parecía irrevocable. Lo que siguió fue un verdadero hostigamiento de parte de los principales líderes demócratas. FDR, aferrado a la esperanza de recuperar totalmente sus piernas, sorteaba las presiones de sus colegas. Y lo hizo con éxito, hasta que Smith jugó su última carta: “Si la convención de mañana te nomina públicamente, ¿la vas a rechazar?” le preguntó. “No sabría qué haría”, contestó FDR. Al día siguiente, la convención demócrata lo nominó a gobernador de Nueva York. FDR aceptó la nominación. Algunos biógrafos especulan que, de haber rechazado a Smith para continuar con su tratamiento, FDR habría sentenciado su propia muerte política. La otra visión sugiere que, cuando Smith vino tocando la puerta, FDR reconoció la oportunidad de retomar la trayectoria que desde los 25 años se había planteado: legislatura estatal, secretario asistente en la marina, gobernador de Nueva York, y, finalmente, presidente de los Estados Unidos. “Simplemente pensé que era ahora o nunca”, le diría FDR a uno de sus hijos. En cualquier caso, lo cierto es que, al aceptar la nominación, FDR renunció definitivamente a la que consideraba una verdadera posibilidad: la recuperación absoluta de sus piernas. “La meta de su rehabilitación física ya no era caminar sin asistencia,” escribe Tobin, “sino ofrecer una actuación que apaciguara los sentimientos de revulsión, lástima y vergüenza que su cuerpo solía provocar en otros. Su meta ahora era, en palabras del mismo Roosevelt, actuar de tal manera que las personas olviden que están en presencia de un inválido”. Los ciudadanos americanos querían a un presidente
capaz y, aunque la enfermedad de FDR no lo hacía menos capaz (de hecho, se podía argumentar que lo hacía más capaz), los ‘inválidos’ (como los llamaban en esa época) eran vistos como inferiores y limitados. El nuevo objetivo de su tratamiento no provenía de su deseo de recuperar la movilidad, sino de su deseo de ser presidente. Es difícil digerir la decisión de FDR. Puede causar tanta impresión como el soldado que amputa su propio brazo con tal de continuar batallando. Pero es importante no perder de vista lo que esa decisión sacó a flote, un elemento profundamente arraigado en la personalidad de FDR: su excepcional capacidad de adaptación. Una adaptación tan radical y decidida que, forzado a lanzarse como gobernador de Nueva York, FDR no miró hacia atrás: sentenció sus piernas a nunca recuperar su fuerza natural. Era el precio que tenía que pagar para llegar a la presidencia y FDR, emulando las ranas del bosque de Alaska, que congelan sus propios cuerpos durante meses para sobrevivir a los inclementes inviernos, heló –para siempre– sus esperanzas de volver a caminar. Los ajustes obligados no eran un tema nuevo para FDR. “La adaptabilidad se forzó en él a los ocho años, cuando su sereno mundo fue sacudido de raíz” escribe Goodwin. En noviembre de 1890, su padre sufrió un ataque cardiaco que lo dejaría incapacitado por el resto de su vida. Ante la ausencia de su principal compañero de aventuras, “Franklin invirtió más y más tiempo dentro de la casa, dedicando horas cada día a lo que se convertiría en un impresionante portafolio de colecciones: estampillas, mapas, barcos de modelo, nidos de pájaros, y monedas” escribe Goodwin. FDR se había visto forzado a dejar atrás la vida al aire libre que tanto disfrutaba, pero eso no le impidió encontrar nuevas actividades que alimentaran su espíritu. Su verdadera maestría en adaptación, sin embargo, la cursó durante los años de recuperación del polio. Aunque no cabe duda de que se trató de un golpe extremadamente duro, FDR supo, en relativamente poco tiempo, sacar provecho de la situación, así como había hecho años atrás cuando el infarto de su padre lo confinó a una vida hogareña. En los años siguientes al polio, FDR encontró tiempo para organizar su vasta colección de estampillas y para leer. “Probablemente leyó más en esos años de lo que había leído durante sus años de educación formal” observa Tobin.
“Advirtió que podía hacer muchas cosas a pesar de no poder caminar por sí solo. Podía trabajar, escribir, viajar, pronunciar discursos, y liderar reuniones. De hecho, su parálisis probablemente había enriquecido estas habilidades ya que había dificultado su tendencia de hacerlo todo y asistir a todos los lugares que distraían su atención” escribe Tobin. Gracias a su extraordinaria capacidad de adaptación, FDR desarrolló, en medio de la batalla contra el polio, algunas de las habilidades que determinarían su futuro éxito como político y gobernante. Descubrió que, desde su silla de ruedas, tenía la capacidad de administrar organizaciones robustas, como la campaña presidencial de Al Smith de 1924, o el resort de Warm Springs, que convirtió en un centro de tratamiento para pacientes de polio. “Su mayor talento –su extraordinaria habilidad para hablar simple y de manera encantadora y persuasiva– sin duda había sido acrecentada por su necesidad de usar el lenguaje para distraer de la parálisis a sus interlocutores” escribe Goodwin. FDR parecía estar operando bajo el entendimiento de que la nostalgia por el futuro, de la que escribiría muchos años después Seth Godin, no es más que una ilusión inútil y que lo mejor que se puede hacer es enterrarla. “Para muchos de nosotros, el futuro más feliz es aquel que se parece al pasado, excepto que es un poco mejor” escribe Godin. “Somos buenos visualizando el futuro […] nos preparamos para él, pero si algo se atraviesa que cambia nuestro futuro, esas cosas [que visualizamos] no sucederán y nos sentiremos decepcionados”. Nos sentiremos, en verdad, nostálgicos de que lo que soñábamos (cuando las condiciones eran favorables) nunca podrá ser. FDR reconocía el peligro de mantener la esperanza en un futuro que ya no podía ser. El peligro estaba en desarrollar apego por los sueños imposibles. Un apego paralizante que más valía dejar de lado. En vez de caer en la nostalgia, FDR se volcó hacia la adaptación. Hacia el aprovechamiento de las nuevas circunstancias –ni buenas ni malas, tan solo diferentes– para desarrollar nuevas habilidades, reforzar las existentes, y, por supuesto, construir un nuevo futuro.
Capítulo VIII Si en la personalidad de FDR brillaban su adaptabilidad y su mentalidad de prueba y error, había un rasgo que brillaba aun más. Brillaba tanto que parecía opacar a esos otros rasgos, pero, en realidad, los complementaba. Se trataba de un optimismo infranqueable. Un optimismo que, sugiere la biógrafa Doris Kearns Goodwin, se empezó a desarrollar desde muy pequeño, cuando la vida de FDR transcurría en un estado idílico de armonía y felicidad. Durante sus primeros años de caminatas y aventuras al aire libre con su padre, FDR desarrollaría “la estampa de un espíritu optimista: la expectativa general de que el resultado de las cosas sería uno feliz” escribe Goodwin. Era una infancia privilegiada que transcurría en la naturaleza y sin preocupaciones para el joven FDR. Tras el infarto de su padre y al ver a su madre agobiada por los cuidados intensos que debía brindarle, FDR asumiría una actitud que terminaría de consolidar su carácter optimista: decidió a hacer la vida de su madre lo más fácil posible. Su derrotero sería el de nunca convertirse en una carga. Por esa razón, cuando en los primeros meses en el internado de Groton FDR se sentía solo y desubicado (al entrar dos años más tarde de lo usual, ya los demás niños habían desarrollado intensas amistades y excluían a su nuevo compañero), sus cartas a su madre pintaban una imagen totalmente diferente. “La imagen que proyectaba tenía como objetivo apaciguar a su madre, pero también animarse a sí mismo, al difuminar la distinción entre la realidad de las cosas y la manera como quisiera que fueran” escribe Goodwin. El optimismo de Roosevelt tenía parte de ilusión. Todo optimismo, en realidad, tiene una cuota de ilusión. En sus cartas a su madre, FDR tejía una narrativa desleal respecto de su situación real en el internado: no hablaba de los almuerzos en soledad ni de su sensación de no encajar, sino que se mostraba alegre como si aquella fuese la mejor decisión que pudieron haber tomado. Una imagen infiel, pero esperanzadora. Aunque FDR podía entender y analizar la realidad de las cosas –todo buen optimista lo hace– su representación de lo que allí sucedía era la de un actor. FDR actuaba como si se hubiera acoplado perfectamente al colegio porque eso era precisamente lo que quería lograr.
“Esa expectativa arraigada de que las cosas de alguna manera resultarían positivamente, le permitió avanzar firmemente, ajustar el rumbo y perseverar al enfrentar la dificultad” escribe Goodwin. Con tiempo, FDR se acopló al internado, hizo amigos y su actuación de que todo estaba bien dejó de ser necesaria; todo, en realidad, estaba bien. Si en una infancia tranquila se sembró la semilla de su optimismo, durante una adolescencia zarandeada por fuertes vientos, la joven planta fortaleció sus raíces. Sin embargo, la verdadera tormenta aún estaba por llegar. Nunca necesitó tanto optimismo como en esos largos años de recuperación. Y aunque no podemos siquiera vislumbrar cómo fue la batalla interna de FDR contra el polio, sí tenemos retazos de la imagen que proyectó hacia afuera. Una proyección de optimismo que “no sólo sirvió para proteger a otros, sino para alentar su propio espíritu” como observa Goodwin. Así como había hecho años atrás durante su difícil llegada al internado, FDR actuó como si todo fuera a estar bien y su recuperación fuera a lograrse “en tiempo récord”. “FDR se comportaría,” escribe Goodwin, “como si fuera el protagonista de un drama en el que el final feliz estaba garantizado”. Fue ese optimismo –optimismo irreprimible, lo llama Doris Kearns Goodwin– el que le permitiría avanzar firmemente. ¿Y qué significa avanzar firmemente cuando el polio ha dejado las piernas sin uso alguno? Probar, experimentar y evaluar. Contrariar los pronósticos médicos con acciones concretas y con métodos nunca antes probados. Y, en el entretiempo, también significa adaptarse: a nuevas rutinas, actividades y expectativas. En la batalla contra el polio, el optimismo de FDR demostraría tener las raíces fuertes que el robusto tallo anunciaba. Su convicción de que el futuro deparaba algo mejor tendría la solidez de un roble. Un roble que no sucumbiría ante ninguna tempestad, ni siquiera si esta tuviera el nombre de ‘Gran Depresión’ o ‘Segunda Guerra Mundial’. Su optimismo le “suministró esa fortaleza clave que lo arrastró a través de esta traumática experiencia” anota Goodwin. La del polio sería para FDR una crisis que lo forjaría. Una crisis durante la cual nunca abandonaría su sonrisa y que lo posicionaría como el candidato más apto para sacar de otra crisis –la gran crisis– a un pueblo americano desmoralizado y derrotado.
Capítulo IX Nunca fue tan oscuro el túnel para Estados Unidos como en el año 1932. Era el pico de la Gran Depresión y, por lo tanto, el momento de mayor desesperanza para millones de estadounidenses. “Un cuarto de la fuerza laboral estaba desempleada,” escribe Goodwin “y las horas de los que estaban trabajando habían sido reducidas radicalmente. La gente había perdido sus granjas, hogares, y los pequeños negocios que sus familias habían mantenido durante generaciones”. La situación era devastadora. “Miles de bancos habían colapsado y, con ellos, los ahorros de millones de personas” escribe Goodwin. “Dos millones de personas o más abordaban trenes de mercancías en busca de un trabajo” relata Tobin. Era el fin de los tiempos o por lo menos esa era la sensación en el aire. La grandiosa ciudad de Chicago “parecía haber muerto”, recuerda uno de sus residentes. “El pulso de la nación,” escribe Goodwin, “escasamente podía detectarse”. Debatiéndose entre la vida y la muerte, con el pulso disminuido, y sin solución a la vista, el líder de la nación, el presidente Herbert Hoover, estaba preparado para decretar la muerte del paciente: “Estamos al final de nuestra cuerda,” le dijo a su secretaria, “no hay nada más que podamos hacer”. “¿Acaso los líderes definen el futuro de sus épocas o las épocas convocan a sus líderes?” se pregunta Doris Kearns Goodwin. No lo sabemos. Sin embargo, no parece haber existido en toda la historia de la humanidad una época que necesitara más a un líder, como la Gran Depresión precisaba de Franklin Delano Roosevelt. Y es que no existía, en el mundo occidental, un líder más apto para revitalizar a un país moribundo. No existía, tal vez en todo el mundo, una sonrisa más contagiosa que la de FDR. Y si algo necesitaba Estados Unidos era –por lo menos para empezar– contagiarse de optimismo. “He mirado a la cara de miles de americanos,” le diría FDR a una periodista, “y son las caras de gente necesitada. Y no me refiero a los desempleados solamente […] me refiero a aquellos que todavía tienen trabajos y no saben cuánto les van a durar. Tienen la mirada asustada de un niño perdido. Y no es tan solo una necesidad física. Hay algo más. Es una especie de anhelo […] como diciendo ‘estamos en medio de algo que no entendemos, y tal vez este personaje nos puede ayudar’.”. “Se lo digo, señorita,” le diría memorablemente un taxista a una periodista, “el día que Roosevelt sea elegido presidente tendríamos que decretarlo como día de fiesta […] se
me ocurre que si nos deshacemos del viejo melancólico [Hoover] y ponemos a un tipo que pueda reírse y actuar como un ser humano, nos desharemos, también, de la mitad de la depresión.”. Los tiempos, lo confirmaba el comentario del taxista, convocaban a un optimista. FDR atendió el llamado y, desde su discurso de posesión, empezó a revitalizar al paciente moribundo. “Nunca he vuelto a ver una expresión como la que llevaba en su cara,” observaría una asistente al discurso de posesión de FDR, “¡era fe, era coraje, era completa exultación!”. Era optimismo en su máxima expresión. Un optimismo confortante: el mismo que necesitaba una nación decaída. Era, al mismo tiempo, uno que no negaba la realidad: “estamos en las profundidades de la desesperanza” reconoció FDR ante sus compatriotas. Pero admitir la gravedad de la situación no implica rendirse a sus pies. El buen optimista, después de todo, reconoce la situación, actúa como si todo fuera a salir bien y luego intenta, una, otra, y luego otra vez, que todo, en efecto, resulte bien. “La magia de su liderazgo era contagiosa,” escribe Goodwin, “un joven abogado que trabajaba para la administración recordaría [el ingreso de FDR al gobierno] como si ‘súbitamente el aire hubiese cambiado, el viento atravesó los corredores [de la Casa Blanca]’ […] daba la sensación de que la vida retomaba su rumbo.”. Por supuesto que Estados Unidos no saldría de la Gran Depresión a punta de optimismo. Ese era, sin embargo, el punto de partida necesario. Sin la convicción absoluta de que había un futuro esperanzador, no se podían empezar a recorrer los pasos del arduo camino hacia ese futuro. Lo que vendría a continuación, entonces, sería la mejor fórmula que FDR podía ofrecerle al paciente abatido; la misma que él personalmente había usado para superar la batalla contra el polio: adaptación irrevocable, improvisación audaz, y experimentación constante. Del mismo modo en el que FDR había pagado el alto precio de sus piernas para conseguir la presidencia, Estados Unidos, bajo su mandato, tendría que adaptarse de manera extrema. Las viejas maneras americanas, en las que la intervención del gobierno era mínima y la iniciativa privada era la responsable de las glorias de la nación, habían probado ser insuficientes para superar la crisis. Estados Unidos necesitaba adaptarse a lo que los tiempos exigían y los tiempos exigían intervención gubernamental. FDR lo sabía y su propuesta del New Deal, un paquete de programas y medidas gubernamentales sin precedentes, fue, cuando menos, radical. Algunas de las medidas que hacían parte del New Deal habían,
incluso, sido tachadas anteriormente como antiamericanas. Fue el caso, por ejemplo, de una legislación que buscaba habilitar al gobierno para operar una enorme represa hidroeléctrica en Tennessee. Que el gobierno produzca energía sería “la negación de los ideales en los que se fundamenta nuestra civilización”, había señalado Hoover, que, al igual que su antecesor Calvin Coolidge, había vetado tal legislación contraria a los principios americanos. FDR, maestro de la adaptación, logró sortearla por el congreso en tiempo récord. La adaptación hacia la que FDR condujo a Estados Unidos fue tan drástica que, como diría el secretario del interior, Harold Ickes, “[esto] es más que un New Deal, es un nuevo mundo”. Con la adaptación a las apremiantes circunstancias, salió a relucir la falta de ortodoxia de FDR. Por ejemplo, a través de otro programa del New Deal reclutó a 250,000 jóvenes desempleados para la conservación de bosques en todo el territorio americano. La creación de ese “ejército”, como el mismo FDR lo llamó, demostró su propensión por los nuevos métodos –audaces en su mayoría– por encima de las viejas y desgastadas fórmulas. “Era excelente en la prueba y error”, recordaría sobre FDR el almirante Emory Land. “Insistía que cuando había que hacer algo, siempre habría una manera de hacerlo, ya fuera que involucrara esquivar regulaciones, caminar sobre hilos peligrosos, o romper el precedente” observa Goodwin. Los problemas complejos y novedosos no admiten soluciones antiguas y estáticas, advertía FDR. “Improvisaba de incendio en incendio y disfrutaba cada minuto,” escribe Smith, “FDR vivía su mejor momento”. Su constante prueba y error le había permitido pararse de la silla de ruedas. Ahora, esa misma experimentación estaba revitalizando a la nación deprimida. “Dada su predisposición por la improvisación, la alteración y la modificación, dada la naturaleza imaginativa y prolífica de su liderazgo flexible,” escribe Goodwin, “no es sorprendente que Roosevelt ha sido asimilado a un artista creativo: ‘un verdadero artista en el gobierno’, como diría el dramaturgo Robert Sherwood”. El artista en el gobierno revivió al paciente que todos daban por muerto. Del mismo modo en el que había vencido todos los pronósticos cuando muchos habían lamentado su aparente condena al contraer el polio, FDR puso a Estados Unidos de pie una vez más. Su biógrafo, Jean Edward Smith, lo pondría mejor al señalar que FDR “se levantó a sí mismo de la silla de ruedas para levantar a una nación que se encontraba de rodillas”.
Capítulo X “Pocos americanos,” observa James Tobin, “reconocen que la monumental presidencia de Roosevelt surgió de un drama personal que comenzó con un virus”. Monumental parece ser el adjetivo apropiado: FDR lideró a los Estados Unidos a través de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Es el único que ha ganado cuatro elecciones presidenciales en ese país y su muerte, ejerciendo aún la presidencia, es tal vez el mejor testimonio de una vida dedicada al servicio de los otros. Algunos biógrafos sugieren que el polio lo convirtió en un líder excepcional: que FDR fue forjado en las llamas de la enfermedad. James Tobin disiente: “El hombre en el que se convirtió era el hombre que había sido todo el tiempo, pero cuyos mejores rasgos y fuerza interior solo saldrían a flote tras el roce con el caos”. Para Tobin, el polio no forjó a FDR, sino que desató una fuerza que ya corría por las venas del presidente monumental. Cualquiera sea la postura que uno adopte, lo cierto es que lo que en su momento podría haber sido entendido como un castigo o una enfermedad debilitadora, terminó siendo determinante para FDR y para la historia mundial. Sin polio –y esto no lo discuten sus biógrafos– no habría surgido el presidente. Y es que, como lo pondría Abigail Adams, en una carta a su hijo, el presidente John Quincy Adams: “Las grandes necesidades llaman a las grandes virtudes”. Las grandes crisis, podemos decir hoy gracias a la perspectiva que nos da la historia, moldean –o revelan– grandes líderes. Y no es posible hablar de grandes líderes y dejar de lado a Franklin Delano Roosevelt. A lo largo de su vida FDR fue muchas cosas: un niño privilegiado, un político empático, un enfermo de polio y luego un gran líder y comandante. Sin embargo, sobre todas las cosas, FDR fue un optimista. Tal vez allí, en la reivindicación del optimismo, se encuentre su verdadero legado. FDR demostró que el optimismo no sólo tiene cabida en el mundo; sino que tiene un papel fundamental por desempeñar. Que no se trata de la actitud simplona de “ver el vaso medio lleno”, o de encontrar el ángulo positivo en las situaciones más adversas. El optimismo, en realidad, supone imaginar un futuro esperanzador y –lo más importante– ponerse a la tarea de construirlo.
Cuando los tiempos son serenos, la tendencia es a ver a los optimistas como unos entusiastas innecesarios; a algunos la constante felicidad de los optimistas les revuelve las tripas, genera, en ciertos casos, vergüenza ajena. Ah, pero cuando los tiempos son difíciles, cuando estamos en el túnel y ni siquiera se ve la prometida luz, ahí sí que hace falta el optimista. Ahí sí el optimista se vuelve un posibilista; uno que, aunque tampoco puede ver luz, sigue probando porque rinde homenaje a esa expresión que no habíamos terminado de entender hasta que nos vimos inmersos en la oscuridad abrumadora: que la fe es ciega. Tiene razón el biógrafo James Tobin cuando escribe que el mejor epitafio de FDR bien podría ser un comentario suelto que alguna vez le dijo a uno de sus asistentes. Al escucharlo hablar de uno más de sus planes audaces, el asistente le dijo: “señor presidente, no puede hacer eso”. El presidente lo miró y le respondió: “He hecho muchas cosas que no puedo hacer.”. En medio de la crisis infranqueable, la que parece haber apagado todas las luces, la que congestiona la cabeza y no permite encontrar soluciones, la que no sólo abruma, sino que también derrumba, en medio de ese caos bien vale recordar las palabras que FDR dirigiría a un pueblo americano desmoralizado por la Depresión: “Lo que este país necesita y, a menos de que confunda su temperamento, lo que este país demanda es audaz y persistente experimentación. Es apenas sentido común tomar un método y probarlo: si falla, admitirlo con franqueza e intentar otro.” “Pero, sobre todo, intentar algo”.