ISBN: 978-9942-7960-0-4 Primera edición, 2018 ©2018 Chacana Editorial www.chacanaeditorial.com Quito - Ecuador Textos de Carmen Helena Pazmiño Ilustraciones de Karina Marcial Corrección de estilo: María Alejandra Almeida y Santiago Vásconez Yerovi Diagramación: Santiago Vásconez Y. Musicalización: Green Tiki Records Producción Audiovisual: Santiago Vásconez Y. Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor. Impreso por Soluciones Publicitarias Impreso en Quito
Dedicatoria Para Manolo… Mi ángel. Mi inspiración. Mi abuelo.
Agradecimientos A mis hijas, Luciana y Amelia, por motivarme a conocer el maravilloso mundo de la literatura infantil. A Ángel, mi esposo, por estar a mi lado, creer en mí y apoyarme en este proyecto. A ustedes, mis lectores, por permitirme llegar a sus vidas a través de esta historia. ¡Gracias! Carmen Helena Pazmiño Quito, 2 de julio de 2017
“Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no la escucha”.
Víctor Hugo
Cae la noche. Sara se prepara para dormir, se pone su pijama y corre descalza hacia su cama. —¡Ouch, ouch, ouch! —grita con fuerza y empieza a llorar—. ¡Me golpeé el piecito en el filo de la cama! Su padre escucha su lamento y va a la habitación. La carga en sus brazos. —Tranquila, pequeñita. Ven, te ayudo a acostarte —le consuela con dulzura—. ¿Qué puedo hacer para que te sientas mejor? —¿Me puedes contar un cuento? —pregunta la niña. —Claro que sí —responde el padre—. ¿Alguna petición especial? —¡Un cuento mágico! —Ah, pues, hace mucho tiempo, un hombre que trabajaba en el muelle me contó precisamente una mágica historia llamada El regalo del mar —dice el padre acomodándose junto a la niña y continuando con el relato—. Todo comenzó cuando…
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En algún lugar del océano existía una hermosa isla de arena blanca, agua cristalina, cielo azul y días cargados de sol. Sus habitantes, isleños alegres y amantes de la vida, pasaban los días acompañados por las notas vibrantes de la marimba que se tocaba en el malecón, cantando canciones y riendo junto a las personas que paseaban por sus cálidas calles. En una pequeña casita en la costa de aquella isla, vivía Sasha, un niño de diez años. Aarón, el padre, salía a pescar todas las mañanas en su lancha junto a otros pescadores del muelle, mientras que Anna, la madre, preparaba deliciosos platillos con la pesca del día para venderlos en la plaza. Anna soñaba con tener algún día su propio restaurante en la playa y poder compartir su pasión por la cocina. A todos los isleños les gustaba recibir y hospedar gente que visitaba la isla. Disfrutaban compartiendo con ellos las maravillas de sus playas, su comida y su cultura. Era gente muy amigable, que quería transmitir el encanto que ese lugar podía entregar al mundo. Su felicidad podía respirarse en el aire. Sasha y su familia eran muy queridos en la isla. Los abuelos construyeron la primera escuela y habían enseñado en ella durante casi toda su vida. Manny, el abuelo de Sasha, fue un hombre famoso por las increíbles historias que escribía y que luego contaba a los niños en la plaza. Su abuela Marie era asombrosa enseñando matemáticas y haciendo que los niños dejaran de temer a los números.
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Tan especial era la familia de Sasha y tan amistoso era el ambiente de ese lugar, que siempre procuraban ayudarse y apoyarse mutuamente. Todos tenían una labor muy importante en la isla: guardar un secreto, uno que Sasha y su padre tenían y que Anna no podía conocer. Por las mañanas, Sasha estudiaba en la escuela fundada por sus abuelos. Asistía con especial entusiasmo a las clases de arte y con un poco menos de alegría a las clases de matemáticas. Desde que su abuela ya no era la maestra, los números ya no le interesaban como antes. Sasha extrañaba mucho a sus abuelos, pues siempre estuvo muy pegado a ellos. De Manny aún conservaba los cuentos y recuerdos de grandes historias que le contaba ciertas noches en el acantilado, y de Marie el gran libro de los números que había escrito y que tantas veces lo había sacado de apuros para sus tareas. Cuando terminaba su jornada de clases, Sasha salía apurado de la escuela. Corría hacia su casa, se cambiaba de ropa, tomaba una mochila de color azul (que nunca dejaba que su madre viese) y partía al encuentro con su padre en un lugar que muy pocos conocían. Sasha y su padre se reunían todas las tardes en una hermosa ribera. La llamaban Playa Escondida, pues era un lugar silencioso y sereno, que parecía esconderse de la gente. Habían descubierto ese lugar hacía algunos meses y creyeron que era perfecto para reunirse y preparar una hermosa sorpresa.
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Una tarde, mientras Sasha y su padre se encontraban trabajando en su proyecto secreto, vieron a lo lejos un barco inmenso que se acercaba a la isla. —¿Tendremos visitas este fin de semana? —preguntó Sasha sorprendido. Nunca antes había llegado un buque tan grande a ese lugar. —Parece que serán unos días agitados —contestó Aarón entusiasmado—. De regreso a casa podríamos visitar la plaza y conocer a los nuevos huéspedes. Sasha y su padre apuraron su trabajo pues, aunque ninguno de los dos lo confesó, tenían mucha curiosidad de conocer a los visitantes. Antes de que el sol se escondiese, Sasha y Aarón se encontraron con Don Alonso, el vigilante del muelle. Con asombro, observaron la cantidad de gente que desembarcaba. —¡Wowwwww! Es mucha gente la que está llegando a la isla —comentó Sasha. Juntos, los tres, se sentaron en el muelle a observar la llegada de los visitantes. Cuando desembarcó la última persona ya había caído la noche. Aarón y Sasha se despidieron de Don Alonso y caminaron a casa.
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Al día siguiente, Sasha fue a la escuela y, como todas las tardes, se encontró con su padre en Playa Escondida. Cantaban y conversaban alegremente mientras cada uno se concentraba en sus tareas. Sasha tomó de su mochila azul (que tan sigilosamente sacaba de la habitación de su casa) todas las herramientas, colores, bocetos y pinceles que necesitaba para trabajar junto a su padre. Desde pequeño Manny le había enseñado a dibujar, pintar y moldear el barro. Indudablemente, había heredado la habilidad de su abuelo con las manos.
Ese día, al terminar sus labores, antes de regresar a casa, aprovecharon para caminar por la plaza y conocer un poco más a los visitantes. Había una multitud de personas. Algunos estaban sentados, otros caminaban o bailaban. Había quienes gritaban y quienes escuchaban música ruidosa. ¡Nunca habían visto tanto movimiento en su isla! Eso los inquietaba, aunque también los entusiasmaba. Pensaron que, con tanta gente, la sorpresa que estaban preparando en Playa Escondida sería más impresionante. Con una gran sonrisa saludaban a toda persona que se cruzaba por su camino. Algunos contestaban amablemente, otros simplemente los ignoraban.
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Cuando llegaron a casa, Anna los esperaba. Esa noche, durante la cena, Sasha y su padre comentaron la cantidad de gente que habían visto. Sugirieron a Anna que, al día siguiente, llevase algunos platillos a la plaza para que los visitantes probasen su deliciosa comida. Ella quedó encantada con la idea. Al terminar la sobremesa se encerró en la cocina a preparar sus mejores recetas con la pesca del día que había llevado Aarón. Mientras Anna preparaba los platillos, Aarón y Sasha intercambiaron algunas miradas sospechosas como lo habían hecho varias veces desde hace cierto tiempo. —¿Crees que tu mamá sospecha algo? —preguntó Aarón en voz baja. —Para nada —respondió Sasha. —Me alegro. Debemos guardar el secreto hasta el día de su cumpleaños. —¡Trato hecho! Se dieron un cariñoso apretón de manos y sellaron, una vez más, su pacto secreto. Algunos meses atrás, Sasha y Aarón decidieron que en Playa Escondida podrían construir el regalo ideal para celebrar el cumpleaños de Anna: un restaurante para ella, donde podría vender sus deliciosos platillos y donde cumpliría su gran sueño.
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Durante la construcción, Sasha se encargaba del diseño, decoración y pintura de los murales del local y su padre se dedicaba a las tareas más fuertes. Así transcurrían las tardes de Sasha y Aarón, trabajando en la obra del restaurante y cuidando que Anna no sospechara nada.
A la mañana siguiente, Sasha fue a la escuela como todos los días. Notó que sus maestros y sus compañeros estaban algo más callados de lo habitual, pero él también se sentía algo cansado. “Creo que no dormí lo suficiente”, pensaba mientras trataba de atender a clase. En la tarde, de camino a Playa Escondida, Sasha decidió cruzar a través de la plaza. Observó que el lugar seguía lleno de gente. No alcanzó a escuchar el sonido de la marimba, ni la música a la que estaba acostumbrado. Tampoco pudo oír que sus amigos isleños lo saludaran o preguntaran sobre los avances del restaurante; solo escuchó risas escandalosas, música desconocida y ruidos raros. Vio que Don Alonso trataba de hablar con él, pero, entre tanto ruido, no lograba entenderlo. Finalmente, y con mucho esfuerzo, comprendió lo que su amigo del muelle le decía: —Sasha, ¿qué pintarás hoy en tu mural? —Creo que hoy quiero pintar algo alegre, como la música de la marimba —respondió Sasha.
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—¿Has notado que hoy no la están tocando en la plaza? — preguntó Don Alonso intrigado. —No la he escuchado desde que llegaron los visitantes. Extraño esas melodías. La música que ellos escuchan es muy escandalosa —respondió Sasha, algo molesto. —No te preocupes —dijo Don Alonso—. Seguro que esta noche, cuando pases por aquí, la escucharás de nuevo. Mucha música y mucha alegría, ¡como siempre! Un fuerte estruendo cruzó en el cielo. Sasha y Don Alonso se despidieron. El niño siguió su camino al encuentro con su padre.
Esa tarde, mientras trabajaban en la obra, no conversaron mucho. Estaban más atentos al estruendo de los relámpagos. A lo lejos también se oía el griterío de los visitantes. Extrañaban trabajar al son de la marimba y del arrullo del mar. Sasha intentó diseñar su alegre mural como lo había pensado, pero no logró dibujar la marimba que tanta falta le hacía. El ruido que había en la zona no le permitía concentrarse. Esa noche durante la cena, Anna, Aarón y Sasha hablaron muy poco. Tanto ruido los había dejado agotados. Solo querían comer en silencio. Anna, con tristeza en sus ojos, les contó:
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—Esta mañana he llevado a la plaza varios platillos para los visitantes. —Me imagino que los vendiste todos, ¡son deliciosos! — respondió Aarón, tratando de mostrarse entusiasmado, a pesar de las pocas ganas que tenía de hablar. —No vendí ninguno —contestó Anna tristemente—. Todos cargaban bolsas de comida procesada, golosinas, enlatados y paquetes del barco, y no quisieron probar mi comida. Aaron y Sasha abrazaron a Anna para consolarla y terminaron de cenar sin volver a pronunciar palabra. Después se retiraron a sus habitaciones para tratar de dormir. A la tarde siguiente, Sasha, algo asustado por los truenos que cada vez eran más fuertes y tratando de evitar el ruido de la plaza, decidió caminar por la costa. ¡No imaginó lo que se encontraría en el camino! La playa de arena blanca y agua cristalina estaba llena de basura. La arena, que en sus mejores días parecía polvo de oro, ahora estaba llena de envases de comida, deshechos, latas y botellas. En ese momento recordó lo que su madre les había contado la noche anterior y supo que toda la mugre que inundaba el lugar había sido arrojada por los visitantes. Triste y desconcertado, fue recogiendo en su mochila azul los desperdicios que encontraba en el camino.
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Al cruzar por el muelle se encontró con Don Alonso, que esta vez estaba muy ocupado tratando de barrer y limpiar un poco su sitio de trabajo, por lo que no vio pasar a Sasha. Él tampoco hizo mucho esfuerzo por saludar a su amigo, pues estaba muy enfadado con los visitantes. Notó que empezaba a soplar mucha brisa y que el cielo perdía poco a poco su tono celeste. Sasha se encontró con su padre en Playa Escondida y, antes de saludarlo como de costumbre, le dijo con tono malhumorado: —Parece que se acerca un mal tiempo. —No recuerdo cuando fue la última vez que vi tantas nubes grises en el cielo —le respondió su padre con preocupación. —Mejor avancemos rápido con las tareas de hoy, para llegar a casa antes de que empeore el clima —concluyó Sasha. Aarón y Sasha se concentraron en sus tareas. Sasha había empezado a pintar la playa tal como la recordaba antes de la llegada de los visitantes: con agua cristalina y arena blanca. Esa tarde, muchos escombros llegaron al restaurante en construcción a causa de los fuertes vientos y no pudieron trabajar con rapidez. La arena golpeó sus ojos y, en varias ocasiones, Sasha y su padre tuvieron que detener el trabajo. Esa tarde adelantaron cuanto pudieron. Finalmente recogieron las herramientas y se abrigaron para volver a
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casa. Sasha guardó sus pinceles y colores en la mochila, miró el dibujo de la playa en la pared del restaurante y sintió un nudo en el estómago. Una lágrima cayó por su mejilla en el preciso instante en que empezó a lloviznar. Caminaron apurados a casa, cenaron en familia como todas las noches, pero esta vez no hablaron entre ellos. Al finalizar, se dieron las buenas noches y se acostaron a dormir.
A la mañana siguiente, Sasha se despertó con el sonido de las gotas de lluvia que golpeaban su ventana. El cielo estaba gris, se escuchaban muchos relámpagos y el viento cada vez era más fuerte. Sasha fue a la escuela y notó que muchos de sus compañeros habían faltado a clase. Con la tormenta y el mal clima hacía mucho frío. En la tarde, a pesar de que el tiempo empeoraba, Sasha caminó hacia Playa Escondida. Avanzó desanimado por la orilla del mar y notó que el agua estaba sucia y las olas reventaban fuertemente sobre la basura. Pasó frente al muelle y notó la ausencia de Don Alfonso en su puesto de trabajo. Desconcertado, siguió su camino. Cuando llegó, notó que su padre ya estaba allí y había empezado a trabajar. Aún faltaba parte del techo del restaurante y el chubasco era cada vez más intenso.
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Sasha descubrió que el aguacero había dañado algunas de las pinturas de las paredes del comedor. —¡Papá, mis murales se han mojado! —gritó desesperado. Aarón revisó los murales de su hijo y vio que la pintura se había corrido. —¡No podemos trabajar con esta lluvia! —le respondió—. El techo aún no está completo y no puedo terminarlo con esta tormenta. —¿Y mis murales? —preguntó Sasha angustiado. —Hoy no podemos avanzar más. Lo mejor será que volvamos a casa y sigamos mañana —ordenó Aarón a su hijo. Sasha, enfadado y triste, guardó sus cosas en la mochila. De camino a casa sollozó sin que su padre lo notara. Sus lágrimas se confundieron con las gotas del aguacero que caían con más fuerza sobre la isla. Cuando llegaron empapados, el niño fue directo a su habitación.
A la mañana siguiente, camino a la escuela, Sasha advirtió que el mal tiempo continuaba y que la plaza estaba vacía. Encontró a Don Alonso muy cerca de allí. —Los visitantes se han marchado esta madrugada —le explicó Don Alonso.
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—¿Por qué se han ido? —preguntó Sasha intrigado. —El capitán del barco me dijo que se aburrieron del mal clima y la tempestad. Prefirieron buscar una isla más alegre y cálida. Sasha miró a su alrededor. La plaza estaba vacía y sucia. El cielo se mostraba apagado y sus habitantes habían entristecido mucho. Encontró a pocos isleños caminando y los negocios del malecón, cerrados. Nadie tocaba la marimba ni sonreía. Seguía diluviando y hacía muchísimo frío. Apenado y cansado, Sasha decidió no trabajar en la construcción del restaurante esa tarde. Fue directo a casa y preparó nuevos bocetos para reparar los murales que el agua había dañado. Decidió que no pintaría a los visitantes que habían entristecido a su isla. Su padre tampoco fue a Playa Escondida. Llegó a casa muy afligido; no había pescado nada en todo el día y Anna tampoco había logrado vender ningún platillo. Además, sin pesca, no tendría nada que cocinar para el día siguiente. Por la noche, en su habitación, Sasha no pudo dormir. Estaba desconsolado por el mal tiempo y la isla sin vida que había visto esa mañana. Se levantó, se acercó a la ventana y vio la plaza abandonada. ¿Cómo iban a terminar de construir el restaurante para su madre si el mal clima no los dejaba trabajar? Y, ¿cómo iba a ser un restaurante famoso, si no había gente que visitara aquella isla, ahora infeliz y helada?
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—¿Por qué en la isla hay tanta tristeza? —preguntó al cielo y lloró desconsolado hasta quedarse dormido, mientras los relámpagos y la tempestad azotaban la isla.
A la mañana siguiente, se despertó y miró por la ventana. Inmediatamente notó que algo brillaba en el alfeizar y decidió acercarse al brillo. —¿Una perla? —se preguntó asombrado mientras se frotaba los ojos para asegurarse de lo que veía—. Seguramente el viento la ha traído hasta aquí. Sasha guardó la perla en una pequeña caja que le había regalado su abuelo Manny cuando cumplió ocho años y se olvidó de ella. Pasaron los días y Sasha se sentía cada vez más desilusionado. Debido al clima, no habían podido seguir con la construcción del restaurante y no sabían si lo concluirían antes del cumpleaños de su madre. Una noche, intentó dormir durante horas, sin éxito. La preocupación por terminar el regalo de Anna antes de su cumpleaños no lo dejaba descansar. Entonces se levantó y se acercó a la ventana. —¿Cuándo volverá a salir el sol? ¿Cuándo volveremos a estar felices? —le preguntó al cielo cubierto de nubes. El aguacero se hizo más fuerte. Sasha suspiró frente a la ventana de su habitación y finalmente se quedó dormido.
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Al levantarse a la mañana siguiente, Sasha advirtió que el clima de la isla no había cambiado. No había nada diferente, excepto que otra perla había aparecido en su ventana. Tal como había hecho con la perla anterior, la guardó en la caja que le regaló su abuelo. Pasaron los días, la escuela continuó cerrada por seguridad y los pescadores no salieron por el mal tiempo. Anna tampoco cocinó nada para vender en la plaza. Sasha y sus padres, aislados en casa, conversaron muy poco, tratando de disimular la angustia que sentían por dentro. Una noche, Sasha no logró conciliar el sueño. Había recolectado todas las perlas que, misteriosamente, habían aparecido en su ventana y las mantenía seguras en su pequeña caja, a la cual miraba mientras los estruendosos relámpagos golpeaban la isla. Entonces, se levantó y observó por de la ventana. No se veían las luces de la plaza. Sus ojos notaban a penas el faro del acantilado donde su abuelo Manny acostumbraba contarle cuentos fantásticos. Sasha decidió abrigarse con un saco que encontró en el armario y salió hacia el acantilado, cargando la caja. Estaba aburrido de permanecer encerrado dentro de casa y necesitaba recordar los momentos mágicos que pasó con su abuelo en ese lugar. El niño caminó con esfuerzo, avanzando pese a la furiosa tormenta y a la fría noche. Mientras caminaba, se soltó en llanto con mucha frustración. ¡Sasha estaba empapado de lágrimas y lluvia!
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Cuando llegó al acantilado, se acomodó en la inmensa piedra donde acostumbraba sentarse con Manny. Sintió mucha paz y, con calma, le habló a su abuelo: —Manny, si tú estuvieras aquí, de seguro sabrías qué le está pasando a la isla. ¡Me siento tan triste! Quiero que todo vuelva a ser como antes y que podamos terminar el regalo para mi mamá. No recibió respuesta. Solo escuchó la tormenta y sus propios sollozos. Después de unos minutos, Sasha tomó el cofre con las perlas que habían llegado a su ventana y, con mucho disgusto y bañado en lágrimas y lluvia, bajó hacia la playa. Caminó con prisa y se acercó a la orilla del mar, miró fijamente la caja, la abrió, tomó una perla y la lanzó con fuerza al océano. Mientras se secaba las lágrimas, sintió un pequeño golpe en su pie. —¡Ouch! — exclamó asustado. Al mirar al suelo, encontró la perla que había lanzado hace un momento. ¡Las olas que rompían frente a él habían regresado la perla a la playa! Sorprendido, tomó otra perla de la caja y la lanzó al mar. Esta perla también regresó a sus pies gracias a una ola que respondió con un poco más de fuerza.
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Sasha se sentó en la arena y empezó a llorar con más frustración, pues las perlas que lanzaba regresaban con las olas del mar que, cada vez, parecía estar más molesto. —¿Querías que la isla esté vacía? ¡Pues lo has conseguido! —gritó Sasha—. ¡Ya nadie quiere estar aquí! Tomó las perlas que había arrojado al mar y que este le había devuelto, las guardó nuevamente en la caja, la cerró, y con toda la energía que le quedaba en ese momento, tiró todo el contenido al océano. —Te devuelvo estas perlas, ¡no sé para qué me las entregas! ¡No las necesito y no las quiero! Lo que quiero es que la isla tenga sol y vida, que la arena vuelva a brillar y que el agua sea cristalina. Quiero ver a la gente sonreír y ser feliz. ¡Y necesito terminar el regalo de mi madre! —gritó Sasha enfurecido. Mientras Sasha le reclamaba al mar, este le respondía con un gran oleaje y estruendosos relámpagos que se escuchaban sobre su cabeza. De repente, empezó a granizar. En pocos minutos Sasha miró la playa convertirse en un lugar blanco. Sorprendido por lo que había visto, se levantó y caminó entre la arena que ahora parecía nieve. Se llevó una gran sorpresa al ver que parte de las esferas blancas que rodaban bajo sus pies no eran granizo, ¡eran las perlas! Nuevamente, ¡el mar se las había devuelto! Rendido, Sasha recogió algunas de las perlas y esta vez, sin saber qué hacer con ellas, las guardó nuevamente en la caja que tenía en las manos y decidió volver a casa.
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Sasha llegó a su habitación. Exhausto se puso ropa seca y se acostó. Cayó profundamente dormido. En sueños se encontró con su abuelo, quien le habló suavemente: —Sasha, esta noche te he visto en el acantilado. —Manny, si me has visto, ¿por qué no me has respondido? —Te he hablado durante varios días, pero no me has escuchado. —¿Me has hablado?, ¿cómo? —le preguntó Sasha intrigado. —Sasha, la isla está molesta con ustedes —le respondió Manny—. Ustedes no han sabido cuidar de ella. Han permitido que los visitantes la llenen de basura y ruido; no han cuidado de sus playas, ni del océano. Por eso la isla ya no quiere compartir con ustedes ni con las personas que visiten el lugar, su arena blanca, sus aguas cristalinas y sus peces; ni el cielo quiere prestarles el sol para que los caliente. —Manny, ¿cómo podía saber que eso estaba pasando? —le preguntó Sasha avergonzado —Te he visto llorar todas las noches en tu ventana, pidiéndole al mar que le devuelva la alegría a la isla —le explicó Manny mientras le enseñaba una perla. —¿Fuiste tú? —preguntó Sasha asombrado. Su abuelo le guiñó un ojo.
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—Las perlas que aparecían en tu ventana, las he puesto yo. Pensé que recordarías el collar de perlas de tu abuela Marie y lo importantes que eran para ella. —¡Claro, ahora recuerdo! Mi abuela Marie siempre decía que tras las lágrimas se esconden grandes enseñanzas y descubrimientos magníficos, que a simple vista no vemos. Decía que esas enseñanzas son como las perlas porque están escondidas dentro de las ostras sin que lo sepamos. Manny sonrió y le entregó a Sasha una última perla. Luego se despidió. Cuando salió el sol, Sasha despertó con una sonrisa en los labios. Miró que en su mano había una perla. Se levantó rápidamente de su cama para buscar a su padre que estaba desayunando en la cocina. —¡Papá, papá! —gritó Sasha. —Buenos días, Sasha —le respondió Aarón—. Veo que te has levantado contento —continuó con un tono de tristeza, el mismo que había tenido los últimos días. —¿Me puedes contar la historia del collar de perlas de la abuela Marie? —¡Claro! Me encanta contarte esa historia —respondió el padre, recobrando algo de entusiasmo. Sasha vio sonreír a Aarón, por primera vez, en días.
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Cuando yo era pequeño, quería aprender a pescar como tu abuelo Manny y tus tíos, pero no conseguía hacerlo. No era tan bueno como ellos. Un día estaba muy triste porque no lograba pescar nada, mientras que los baldes de tu abuelo y de tus tíos llegaban muy llenos. Ese día, yo había llorado muchísimo y tu abuela Marie me sugirió recoger mis lágrimas en mi balde sin peces. Por la tarde, tu abuela Marie me acompañó al mar y acordamos que no regresaríamos a casa mientras no hubiera pescado algo. Estuvimos durante horas en el mar. Yo trataba de pescar, mientras tu abuela Marie me contaba historias que me devolvieron el ánimo. Casi al anochecer, un pez mordió el anzuelo. Yo me puse muy feliz y tu abuela se sintió orgullosa de mí. Regresamos a casa con el pez que había conseguido y cuando lo sacamos del balde para mostrárselo a todos, estaba lleno de perlas. Esas perlas son las que, a partir de ese día, tu abuela usó en un collar. Decía que las lágrimas de mi perseverancia y mi pasión por aprender a pescar se convirtieron en hermosas perlas. Desde ese día me convertí en un gran pescador y ahora soy el mejor de la isla.
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Aarón concluyó la historia con una gran sonrisa y, lleno de orgullo, miró a Sasha que atendía con mucha concentración. —Papá, debo ir a la playa. —Pero está lloviendo y hace mucho frío —le respondió su padre—. ¿Por qué quieres ir ahora? Sasha salió corriendo con apuro y entusiasmo. Sus padres lo miraron por la ventana de la casa y le hicieron una seña de despedida. Sasha llegó a la playa, agitado y empapado, pues la tormenta continuaba. Se paró frente al mar y mostrando la caja llena de perlas gritó hacia las fuertes olas:
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—Sé que te hemos fallado. No hemos cuidado de nuestro hogar, de tu isla. Te prometo que vamos a remediarlo. Estás decepcionado, porque te hemos llenado de desechos y ruido, y por eso ya no quieres mostrarnos tus mejores días, pero ¡eso va a cambiar! Sasha alzó sus manos que sostenían la caja de perlas y se las mostró al mar. —¡Te devolveremos tu alegría! —gritó emocionado mientras saltaba y reía en la orilla. Poco a poco, las olas empezaron a calmarse y el temporal disminuyó. Los truenos fueron menos ensordecedores. La isla y el mar parecían escuchar a Sasha. ¿Habría una nueva oportunidad para los isleños? Sasha llegó corriendo a la plaza y pidió el micrófono a Larissa, la cantante del grupo de marimba. Las pocas personas que estaban en las calles y en la plaza lo miraron intrigados. El niño tomó el micrófono y, con mucha seguridad, les habló mientras lo miraban incrédulos. Entre la gente vio que sus padres también llegaban a la plaza. —La isla nos está enseñando una lección. Está molesta con nosotros, por eso estos días han sido tan tristes —habló Sasha—. ¿Se dan cuenta cómo los visitantes han dejado nuestro hogar, triste, sucio y sin vida? Ellos no son los únicos culpables. Nosotros también lo somos, porque no lo cuidamos cuando ellos estuvieron aquí.
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Los isleños lo escucharon con atención mientras echaban miradas a su alrededor, hacia las calles llenas de desperdicios, a la marimba que nadie tocaba, al mar lleno de bolsas y envases vacíos. Y lo entendieron. Nadie había hecho nada por limpiarlo. —¿Cómo sabes eso? —le preguntó Don Alonso. —Eso no importa, lo que importa es lo que haremos para solucionarlo —le respondió Sasha. Todos los isleños empezaron a murmurar y a preguntarse qué debían hacer. Entre la multitud se escuchó una voz firme que dijo: —¡Vamos a limpiar la isla! Era Aaron que, junto a Anna, empezaron a hablar y organizar a las personas que estaban reunidas en la plaza.
—Hoy, ¡es día de limpieza! —gritó Sasha con mucho ánimo a todos los isleños que poco a poco habían empezado a sonreír y a levantar algo de basura. Se escuchaban aplausos, risas y ánimos en esa plaza, que hacía unos minutos había estado tan apagada. Ese domingo de limpieza fue el inicio de varios días de mucho trabajo. Los isleños se organizaron para limpiar la plaza, la playa, el mar, construir basureros y crearon carteles para poner sus propias reglas ante cualquier visitante futuro que llegara la isla. No permitirían que su hogar volviera a dañarse. Poco a poco los truenos fueron desapareciendo, la tormenta se calmó, las nubes empezaron a alejarse y a permitir que el azul del cielo los saludara. El mar volvió a estar tranquilo.
Una mañana Sasha despertó y miró por la ventana. ¡El sol había regresado en todo su esplendor! Notó que su padre ya había salido a pescar y que su madre estaba preparando el desayuno. Con un gran beso en la mejilla se despidió de ella y salió corriendo. Llegó a Playa Escondida y pintó como nunca antes lo había hecho. Sus murales se llenaron de vida y de color. Su padre terminó de construir el techo del restaurante con la ayuda de algunos isleños y, en una semana, el gran regalo estuvo terminado.
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Finalmente llegó el cumpleaños de Anna. Sasha y su padre la llevaron con los ojos vendados hasta ese mágico lugar, donde todos los isleños la esperaban para cantar un alegre y emotivo Feliz Cumpleaños. Sasha y Aarón le quitaron la venda de los ojos y Anna, dichosa por la gran sorpresa, les ofreció preparar su mejor receta. En el nuevo restaurante La Perla se escucharon risas y una alegre marimba, mientras fueron saliendo de la cocina un sinnúmero de manjares. Sasha se acercó a su madre y le entregó una caja. Anna la abrió y encontró un hermoso collar de perlas. Confundida, le preguntó a su hijo: —¿Y este collar?
—Este regalo te lo trajo el mar —le contestó Sasha emocionado. A partir de esa tarde, los días estuvieron llenos de fiesta, sonrisas y música. Anna, Sasha y Aarón atendían juntos el restaurante La Perla, donde presentaban sus mejores platillos y, de vez en cuando, Don Alonso reunía a los turistas que visitaban la isla para contarles la leyenda del niño que devolvió la alegría al lugar. La isla nunca más volvió a entristecerse y, desde ese día, incluso los turistas la cuidaron como si fuera suya.
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—Toda persona quisiera visitar esa isla alguna vez en su vida —concluye el padre de Sara. La niña, acostada en su cama, atiende con asombro el final de la historia. —Sara, ¿qué te pareció el cuento? —pregunta su padre. —¡Me encantó, papá! —responde Sara. —¿Qué es lo que más te gustó? —Que el restaurante del cuento se llama La Perla, igual que el restaurante de mi abuela. ¡Parece que es un lugar famoso! —responde alegremente Sara. —¡Es cierto! Ahora, ¿qué opinas si guardamos en esta caja esas lágrimas que han sacado tus ojitos por el golpe en tu pie? Sara guarda sus lágrimas en la cajita de madera que tiene en su mesa de noche y se la entrega a su padre. Él deja la caja en la ventana de la habitación de su hija, le da un beso de buenas noches en la frente y apaga la luz. Al salir ve un pequeño destello de luz en la ventana. —Buenas noches, Manny. Buenas noches, Marie. Estoy seguro de que la próxima vez Sara usará pantuflas — sonríe Sasha mientras cierra la puerta de la habitación.
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El regalo del mar, de Carmen Helena Pazmiño, forma parte de la colección AIRE de Chacana Editorial.
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Los habitantes de una isla viven en completa armonía, pero una inesperada visita cambiará su existencia. ¿Qué pasa cuando la naturaleza intenta hablarnos y no la escuchamos? Sasha lo averiguará cuando reciba su regalo del mar. Tú, mi pequeño lector, ¿ya encontraste el tuyo?