Soledad
Se agotaron las dosis de morfina en una semana. Si la mujer de Laredo les había cobrado diecisiete dólares por cada ampolleta, ellos las vendieron en setenta y cinco. La voz corrió rápido entre los jóvenes que deseaban probar nuevas sensaciones. La morfina les suscitaba una contradictoria mezcla de sopor y excitación que ninguna otra droga les había provocado. La red de consumidores se expandió con rapidez. De las calles a los hoyos funky. En los años sesenta la experimentación era la norma y varios deseaban ir a los extremos, incluso rozar la muerte. Cuanto más proscrita la sustancia, mayor el interés en consumirla. Carlos les entregó ocho mil dólares al Loco y al Castor Furioso y los envió de vuelta a Texas. El empleado en Dallas y la mujer en Laredo se mostraron nerviosos. Ambos temían una inadvertida auditoría de los inventarios. Sean juzgó necesario ofertar veintidós dólares por ampolleta para tentarlos. Pese al alza, el empleado del hospital en Dallas solo pudo conseguir treinta dosis y la mujer de Laredo, noventa. Ella les sugirió intentar en los hospitales militares de Harlingen, Eagle Pass, Brownsville y El Paso. El Castor Furioso y Sean viajaron a Harlingen. Trataron de sobornar al encargado de la farmacia del hospital militar, pero este se rehusó de inmediato. Ante su insistencia les advirtió no volver a aparecerse por ahí o los denunciaría. En Eagle Pass tuvieron mejor suerte y adquirieron sesenta ampolletas en veintiún dólares cada una. Decidieron lanzarse a El Paso, a veinte horas de carretera. Ahí se hallaba la base militar más grande de Texas y una de las más importantes del país. 162
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A mitad de camino, cerca de Langtry, Texas, toparon con una comunidad mitad hippie, mitad cineastas porno. Semidesnudos y promiscuos, enarbolaban un discurso antiburgués como pretexto para filmar en súper ocho sus excesos sexuales. Vendían las cintas a una distribuidora de películas XXX en Houston y así mantenían sanas las finanzas de la comunidad. Al parecer, no les iba mal con el negocio. Ninguno de ellos o ellas se consideraban actores porno, sino “promotores de la libertad sexual y la belleza de los cuerpos”. Sin el menor reparo permitían ser filmados en una variedad de posiciones sexuales, tríos, orgías o actos de sadomasoquismo. Sean y el Castor Furioso no tuvieron problema en coger esa noche. Alrededor de una fogata, en presencia de la comunidad, incluidos niños que también deambulaban semidesnudos alrededor de ellos, copularon con dos muchachas con las axilas sin rasurar y olorosas a sudor acumulado por semanas de no bañarse. Los hippies de mayor edad se divirtieron arrojándoles piedritas en las nalgas para sacarlos de concentración y celebraron ruidosamente cuando alguna de ellas berreó un orgasmo. Sean les ofreció venderles algunas ampolletas de morfina, pero el líder de la comunidad objetó: esa es droga de militares. Les hizo una contraoferta: “Les vendemos LSD, si quieren”. Desde una caseta telefónica en una gasolinera en Comstock, Sean le preguntó a Carlos si debían destinar parte del dinero a comprar LSD. Carlos respondió de inmediato que sí: el LSD era una droga bastante requerida entre los burguesitos mexicanos, y le pidió que les preguntara a los hippies si podían conseguir más lotes. Los hippies les vendieron cien dosis de LSD a siete dólares cada una (cuando ellos las conseguían a cuatro). Sean le preguntó si más adelante podrían regresar a adquirir más. “Por supuesto”, respondió el líder hippie con una sonrisa. Sean le pidió que tuviera listas mil dosis para el mes siguiente. 163
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Escondieron las ampolletas de morfina y el LSD debajo de los asientos y continuaron hacia El Paso. La base militar era enorme, con un considerable movimiento de soldados que entraban y salían, cientos destinados a la guerra en Vietnam. Sean se internó en el hospital bajo el pretexto de rehabilitarse. La burocracia militar, acostumbrada a lidiar con veteranos de guerra nómadas, desempleados y sin hogar fijo, los aceptaba para tratamiento si mostraban su cédula militar, una copia de la baja del ejército y las indicaciones del último médico tratante. Mientras Sean estuvo internado en el hospital militar, logró obtener recetas autorizadas por dosis suficientes para un mes. Convenció a otros veteranos de que le vendieran sus recetas y se conchabó a enfermeras y empleados para conseguir aún más dosis. El hospital en El Paso resultó el paraíso para la compraventa de morfina. Los almacenes farmacéuticos eran grandes, con decenas de empleados prestos para ser corrompidos. En total consiguieron seiscientas ampolletas, ciento cincuenta y cinco frascos con solución inyectable para seis dosis y cuatrocientas cuarenta cajas con cuatro pastillas cada una. Un tesoro listo para distribuirlo en el mercado. No necesitaron sobornar a ningún oficial de aduanas. Cruzaron la frontera por Lajitas en un vado en la parte baja del río, donde no había vigilancia alguna. De ahí tomaron una brecha hacia Ojinaga y luego la carretera hacia el Distrito Federal. Carlos celebró la eficiencia de sus amigos. La mercancía era suficiente para satisfacer la demanda de morfina por meses, con el agregado de poder ofrecer LSD, que a la larga resultó aún mejor negocio. Somos el ejército de dios, los soldados de Cristo. Somos su puño, su daga, los ejecutores de su furia. 164
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Muerte a los comunistas Muerte a los ateos, a los herejes y a los apóstatas Muerte a los judíos que traicionaron a nuestro Señor Muerte a quien se drogue Muerte a quien se prostituya Muerte a quien aborte Muerte a quien denigre o insulte a nuestro señor Jesucristo Muerte a los criminales Muerte a quienes envenenen, corrompan e infecten nuestra sociedad Juro actuar en nombre de Jesús, nuestro Señor Juro acatar las órdenes que me manden Juro luchar hasta el fin Juro ofrecer mi vida a Jesucristo y no temer morir en su nombre Señor Jesucristo que sacias nuestra sed, que nos alimentas con tu cuerpo, que nos abrazas con tu amor, que nos guías en la oscuridad, te entregamos nuestro corazón. Te pertenecemos. Somos tu ejército en la Tierra, tu puño, tu daga. En tu nombre acabaremos con la escoria, con quienes te traicionen, con quienes te nieguen o te desobedezcan. Somos tu ejército, Señor, y cumpliremos. Durante la noche Amaruq los escuchó rondar la tienda. Pudo escuchar sus pisadas, su respiración, sus jadeos. Gruñían, ladraban, peleaban entre sí. Se mantuvo atento en la oscuridad, el rifle sobre las piernas, cargado con las dos balas sobrantes. Debía estar preparado. Nunca lo habían atacado lobos, pero sabía de casos. A tramperos y cazadores los lobos los habían desmembrado vivos. Oyó un chasquido seco y unos aullidos de dolor. Un lobo había caído en uno de los cepos. Escuchó el roce de la 165
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cadena contra el tronco, los embates del animal contra las mandíbulas de metal tratando de librarse. Amaruq atisbó por una de las rendijas de la tienda. No pudo ver nada en la oscuridad. La linterna carecía de pilas. Más de tres meses sin regresar a la civilización lo habían dejado sin provisiones, sin baterías, sin harina, sin aceite, sin sal, sin balas, sin combustible para la lámpara de keroseno. Las uñas crecidas, el pelo largo, la barba enmarañada, el cuerpo oloroso a sudor rancio, a cuero de animales, a grasa, a sangre. Amaruq escuchó el frenético ir y venir de lobos, el crujir de sus pasos en la nieve, el golpeteo de la cadena. Un lobo se acercó hasta la puerta de la tienda y comenzó a gruñir, amenazante. Amaruq gritó para espantarlo, pero el lobo no cesó. Amaruq no podía disparar a ciegas y perder una de sus dos únicas balas. Volvió a gritar. El lobo jaloneó la lona. La tienda se cimbró. Amaruq se echó hacia atrás y gritó una vez más. En vano, el lobo prosiguió. Amaruq calculó la posición del lobo y disparó. El tronido del balazo retumbó en la planicie. La ojiva atravesó la lona y se escuchó un chasqueo de huesos y un quejido de dolor. Luego un alboroto de ladridos y gruñidos, y el tropel de los lobos huyendo. Después de unos segundos, silencio. La noche fue larga. Amaruq no pudo dormir, alerta al regreso de la jauría. Oyó el ruido de la cadena y los lamentos del lobo atenazado por el cepo. El viento comenzó a soplar y el frío se intensificó. Amaruq temió otra tormenta. Se arrebujó entre las pieles congeladas. La tela de la tienda endurecida. Su aliento de hielo. Amaneció. Amaruq desanudó la puerta empuñando el rifle, presto a disparar. No sabía si el lobo que había herido por la noche estaría aún por ahí, dispuesto a atacarlo. Salió y registró los alrededores. No vio nada. Se agachó para buscar las huellas del lobo herido. Ni pisadas ni sangre, solo el orificio de bala en la lona. Miró hacia donde había colocado los cepos. Nada. La mayoría se encontraban intactos y no había rastros de lobos. Se angustió. Él había escuchado los aullidos, 166
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el ruido de la trampa al accionarse, el golpeteo metálico de la cadena, los ladridos. Los había sentido merodeando. Nada. Ni una sola huella. Amaruq volteó su mirada hacia el cielo encapotado. Entre el gris de las nubes brillaba el amarillo sucio de un Sol apagado. En el horizonte, solo pinos meciéndose con el viento. La pradera blanca, silenciosa. Unos cuervos volando en círculos. Las montañas nevadas a lo lejos. Amaruq cerró los ojos. Empezó a temblar de manera incontrolable. No supo si había alucinado, si los lobos eran de verdad o espíritus conduciéndolo hacia la muerte. Ya le había contado su abuelo que quienes pasan demasiado tiempo solos en la nieve enloquecen y se dedican a perseguir fantasmas. ¿Había gastado una de sus dos últimas balas disparándole a un espectro? ¿Estaba desvariando o próximo a morir? ¿Qué o quién era Nujuaqtutuq? Esos manchones a lo lejos ¿eran lobos, piedras, hierbas, pesadillas? Amaruq examinó sus manos. Las abrió y cerró. Sus dedos respondieron. Fue a tocar el tronco de un pino. Palpó la tosca corteza, las agujas. Sentía. Percibía. No, no había muerto. Inhaló hondo. El aire gélido cortó sus pulmones. No le importó si estaba vivo o muerto, si había enloquecido o no. Debía cumplir su misión: cazar a Nujuaqtutuq y no detenerse hasta lograrlo. Comencé a ir los lunes y los miércoles a las reuniones de los buenos muchachos. El Jaibo me acompañó un par de veces más y luego dejó de hacerlo. Tal y como me lo pidió Carlos, no volví a confrontarlos. Traté incluso de comprender sus visiones del mundo. Imposible. Era como comunicarse con un extranjero proveniente de una época remota y que hablaba una lengua incomprensible. Sus razonamientos los sustentaban en visiones maniqueas de la Biblia. Cualquier frase o versículo era tergiversado y sacado de contexto para respaldar sus posiciones. 167
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