Inglaterra, 888 d.C.
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Uno
Alfred estaba cansado. A pesar de que resultó vencedor en aquella larga y sangrienta guerra, no había podido reposar desde entonces. Sabía que la paz no duraría demasiado. Nunca era así para un rey inglés. Si algo había aprendido era que siempre vendría otra guerra. Había pasado todo su reinado defendiendo su patria y su fe de las hordas de bárbaros vikingos del otro lado del océano. Durante casi un siglo habían llegado en flotas de barcos, asaltando la costa inglesa y asediando aldeas y pueblos; con cada año que pasaba, sus incursiones se volvían más osadas y sangrientas. Cuando Alfred era apenas un niño, los invasores daneses establecieron enclaves permanentes a lo largo de Inglaterra, apoderándose así de Anglia del Este y de Mercia, dos de los reinos más grandes del territorio. Después, el poder de los daneses se esparció a diestra y siniestra, tan rápido que tras unos años sólo Wessex permanecía intacto. El último reino libre y soberano en toda Inglaterra. El reino de Alfred. En ese entonces él no era el rey aún ni tenía ninguna ambición de serlo, pero pronto la corona le sería impuesta. Los vikingos no perdieron tiempo y atacaron Wessex. Por un corto periodo el rey, hermano mayor de Alfred, pudo repeler a los invasores con éxito. Pero una derrota siguió a otra, y cuando el rey encontró su muerte poco después de que su ejército fuera derrotado en Reading, la corona pasó a la cabeza de Alfred, el único heredero. Fue así que para su cumpleaños número veintiuno Alfred se convirtió en el único rey anglosajón de Inglaterra, y con toda seguridad, pensó, en el último. 17
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Por un breve periodo, Alfred había considerado rendirse. Tenía una buena razón: los nórdicos daneses eran tristemente célebres por su brutalidad y falta de misericordia. Otros reyes ingleses, aquellos que no huyeron o los que se rehusaron a ceder, fueron torturados a muerte hasta que las murallas de sus reinos cayeron. El rey danés a la cabeza de la fuerza invasora, un matón impío llamado Guthrum, barrenaba cada vez más profundo el corazón del amado Wessex de Alfred, saqueando cada ciudad y aldea a su paso. El ejército de Alfred fue obligado a retirarse al oeste, hasta Somerset. Allí, gracias al aislamiento debido a los pantanos producidos por la marea, tuvo tiempo para reagruparse. Convocó a los hombres de los condados vecinos y los hizo construir una fortaleza para reunirse y desde donde pudieran orquestar ataques. Harto de huir y esconderse, Alfred se decidió por fin a luchar contra el enemigo. Derrotó a los vikingos en la batalla de Ethandun, forzándolos a regresar a su baluarte y asediándolos hasta que la hambruna obligó a los paganos a rendirse. Fue una victoria decisiva, pero la cantidad de nórdicos seguía siendo muy alta y se encontraban demasiado diseminados por todo el territorio para ser expulsados totalmente. Exhausto por tantas batallas sangrientas y más cadáveres de los que podía contar, Alfred le ofreció una tregua a su aborrecible enemigo Guthrum: si ellos accedían a dejar las armas, se les otorgarían sus propias tierras en el este. El territorio inglés que ya habían ocupado sería formalmente reconocido como Danelaw, un reino en el que Guthrum y su gente podrían vivir en paz. Y así fue acordado. Y fue de esa manera en que Wessex se salvó. A lo ancho y largo de su reino, los súbditos de Alfred, profundamente agradecidos por no haber tenido que sufrir los horrores de una ocupación danesa, comenzaron a llamarlo Alfred el Grande. Él pensaba que el título no le sentaba bien: él mismo no veía grandeza en su interior. Había estudiado la vida y las campañas militares de ese otro «Grande», Alejandro III. Aquel rey macedonio estaba motivado por la sólida convicción de su propia grandeza, una creencia tan firme y profunda que creía que su destino era conquistar el mundo entero. Y así lo 18
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hizo: a la edad de Alfred, Alejandro ya había vencido al ejército persa, del que se decía era invencible, y había presidido uno de los más grandes imperios que el mundo hubiera visto jamás. Su poder abarcaba toda Asia Menor, desde el mar Jónico hasta los Himalayas. Alfred, en cambio, apenas se las había arreglado para no perder su propio y diminuto reino. Alejandro era famoso por nunca haber sido derrotado en una batalla, mientras que Alfred había sido derrotado en muchas. Demasiadas. Pero no volvería a perder otra, se dijo a sí mismo. En los años siguientes al tratado con los daneses, Alfred se rehusó a ser autocomplaciente. Se dirigió a Londres, una ciudad saqueada y destruida durante las invasiones nórdicas; no sólo la restauró hasta quedar otra vez habitable, sino que la apuntaló para resistir futuros ataques. El propio palacio real de Alfred en Winchester fue fortificado de manera similar, así como las ciudades y aldeas a lo largo de todo Wessex, hasta que cada hombre y mujer dentro de las fronteras de su reino pudo sentirse seguro de que los horrores de los años recientes no los volverían a tocar. Todos, excepto Alfred. Wessex era tan seguro como podía ser y, sin embargo, él no podía conciliar el sueño. Todos los mensajeros y batidores traían nuevos reportes de la actividad naval de los vikingos, rumores de que una invasión se aproximaba. Y Guthrum, de quien se decía que estaba enfermo, yacía ahora en su lecho de muerte. A pesar de que el rey danés era un bárbaro, Alfred había llegado a respetarlo, además de confiar en él. Tras el armisticio, Guthrum sostuvo siempre su palabra de mantener la paz. Pero era bien sabido que muchos hombres ambiciosos y aguerridos entre los escandinavos de Danelaw esperaban tomar el poder apenas muriera Guthrum. Hombres que no respetarían el tratado que su predecesor había honrado. Y la única cosa a la que Alfred le temía más que a otra invasión de allende el mar era una revuelta danesa dentro de las propias fronteras de Inglaterra. Sentado en su trono en Winchester, Alfred se encontraba más intranquilo que nunca. Envió mensajes a los líderes militares de todo el reino para que estuvieran en constante alerta. 19
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Sabía que se necesitaban varios días para que un mensaje llegara hasta allí desde Danelaw; Guthrum bien podía haber muerto sin que él lo supiera aún. Es más: en ese preciso instante, mientras él estaba allí sentado, las fuerzas vikingas podían estar agrupándose bajo las órdenes de un nuevo rey en preparación para un ataque. Pero él ya había hecho todo lo que estaba a su alcance. Ahora sólo quedaba esperar y preocuparse. —¿Su majestad? Alfred miró al paje parado frente a él; había estado tan inmerso en sus pensamientos que no escuchó al muchacho acercarse. —¿Qué pasa? —El arzobispo solicita su presencia en el patio —dijo el paje—. Hay algo que usted tiene que ver. Alfred gruñó. Æthelred, el arzobispo de Canterbury, era el último hombre que hubiera querido ver ese día, o cualquier otro. A pesar de que Alfred era fiel a sus creencias cristianas, no apreciaba de la misma manera al líder de su Iglesia. No era su elección: Alfred había heredado a ese arzobispo junto con el resto del reino. Había algo en aquel hombre que lo perturbó desde el principio. Si al reino le hubiese tocado vivir una época pacífica, probablemente Alfred habría hecho algo para reemplazar al prelado; pero había estado tan ocupado peleando la guerra en contra de los daneses que hubiera sido imprudente embrollarse además en una batalla contra el clero. Sin embargo, en los últimos meses se encontraba sumamente arrepentido por no haberlo hecho, y en ese momento se arrepintió más que nunca. Era incuestionable que cualquier cosa que Æthelred estuviera por enseñarle le arruinaría el apetito y lo mandaría a la cama con pesadillas. Como si no fuera suficientemente difícil conciliar el sueño en esos días. Alfred asintió reacio en dirección al paje. —Dile que estaré allí en breve. El paje hizo una reverencia frente al rey y se alejó. Alfred permaneció sentado un rato más antes de encaminarse hacia el patio. No tenía prisa alguna en ver la nueva atrocidad que Æthelred le tuviera reservada. 20
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Cinco meses atrás, Æthelred, febrilmente entusiasmado, había acudido a Alfred. Durante la reconstrucción de Londres, un peón había descubierto por casualidad un lote de antiguos pergaminos en latín enterrados bajo tierra. El peón los llevó con el sacerdote de su parroquia quien, sorprendido por lo que vio en ellos, los llevó en persona a Canterbury ese mismo día. Lo extraordinario de los pergaminos fue evidente para Æthelred apenas los vio. Eran antiguos, tanto que el texto en latín que contenían era una forma previa y arcaica del lenguaje. Los sacerdotes más eruditos comprendían escasamente su contenido. Pero lo poco que lograron traducir provocó que a Æthelred se le helara la sangre y, al mismo tiempo, que su emoción fuera tal que apenas podía mantener quietas las manos. Los pergaminos hablaban de poderes mucho más antiguos que ellos mismos. De hechizos y ritos que podían cambiar la forma de la carne, crear vida a partir de la muerte. Del poder que convertiría en dios al hombre que lo poseyera. Æthelred y sus sabios más experimentados tardaron meses en descifrar el texto de los nueve pergaminos. Cuando al fin concluyeron su labor, Æthelred fue a Winchester y presentó sus resultados al rey como una estrategia para asegurar al fin la paz en todos los reinos ingleses y aniquilar la amenaza danesa de una vez por todas. Cuando Alfred escuchó la promesa del arzobispo de que podría lograr aquello sin derramar ni una sola gota de sangre inglesa, se sintió intrigado; tras enterarse de cómo planeaba hacerlo, no supo si horrorizarse o simplemente dar por hecho que el hombre había enloquecido. Hizo falta una demostración para que Æthelred le probara al rey que su cordura no lo había abandonado. Æthelred ordenó a uno de sus asistentes que trajera un puerco de la granja del castillo. Alfred y todos los que lo acompañaban ese día en la corte se divirtieron al ver al cerdo atado con una correa jalar al desgraciado ayudante mientras olfateaba el piso de piedra. ¿Se trataba de una broma? En el mejor de los 21
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casos, pensó Alfred, el arzobispo se avergonzaría a sí mismo en frente de toda la corte real. Aquello le daría a Alfred la excusa perfecta para remover al hombre discretamente de su puesto en Canterbury y reemplazarlo con alguien menos irritante. Estaba claro que el pobre había trabajado demasiado. Ya era hora de que descansara. El asistente del arzobispo lanzó al cerdo una manzana a medio comer y se alejó apenas el animal la devoró. Muy pocos se percataron del lívido terror en la cara del joven sacerdote al retirarse; todas las miradas estaban sobre el cerdo, una bestia común suelta como si nada en aquel recinto. Mientras el cerdo masticaba con voracidad, Æthelred les advirtió a los miembros de la guardia real que estuvieran preparados; luego levantó los brazos en un ademán ostentoso. Los cortesanos intercambiaron miradas incómodas; algunos rieron nerviosamente. Esto ya es suficiente para terminar con él, pensó Alfred desde su trono. El gran primado de Inglaterra haciendo aspavientos como un bufón de la corte al invocar un conjuro. Y fue así que Æthelred dio inicio a su faena. Las risas, al igual que las miradas divertidas, cesaron de inmediato. Todos lo observaban fijamente, mientras él enunciaba aquellas palabras antiguas y recién descifradas. El lenguaje sonaba familiar, pero no del todo. ¿Qué sería eso? ¿Algún tipo de latín?, se preguntó Alfred. Sólo una cosa era segura: a medida que Æthelred seguía con el hechizo y su voz subía de tono progresivamente, la temperatura descendió en la habitación. A pesar de que nadie podía entender el idioma, todos los hombres y mujeres allí presentes sabían sin lugar a dudas que algo estaba mal con esas palabras. Como si provinieran de un lugar que nada tenía de humano. Algunos de los espectadores experimentaron la urgencia de salir de allí, pero sus piernas no los obedecieron: se quedaron enraizados al piso, inmóviles, incapaces de ver a otro lado. El cerdo, que había estado devorando la manzana con singular alegría, la dejó caer repentinamente. Se le soltó la quijada. Su cabeza se retorció y giró en un movimiento circular, contra natura, como torturado por un ruido infernal que sólo él 22
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podía oír. Lanzó un chillido espantoso, lacerante, y se desplomó de lado sobre el suelo, en donde permaneció inmóvil. Un silencio escalofriante invadió la habitación: todos se quedaron mudos frente a aquel macabro espectáculo. Aparentemente Æthelred había matado al animal sin haberle puesto la mano encima, sólo con el poder de las palabras. Le correspondió a Alfred romper el silencio: —Exijo saber lo que esto significa… —pero el cerdo chilló más fuerte que antes, interrumpiendo al rey. Tras una sacudida, su cuerpo volvió a la vida, retorciéndose en el suelo con violentos espasmos. ¿Algún tipo de reflejo post mortem? Alfred dejó de mirar a la pobre bestia y se concentró en Æthelred: había una amplia sonrisa plasmada en el rostro del arzobispo. Como si lo deleitara saber lo que pasaría a continuación. Algo estalló en el vientre del cerdo, dejando el piso rociado de sangre. Varios de los testigos, consternados, lanzaron un alarido. Los que estaban más cerca se alejaron con repulsión: del cuerpo del cerdo emergía una protuberancia y luego otra, cada una reluciente de sangre oscura y viscosa, desdoblándose y tomando forma. Escuálidas, articuladas con apéndices como tallos, parecidos a las extremidades de un insecto monstruoso, se escurrieron y deslizaron sobre el suelo de piedra como las patas de un ternero recién nacido que intenta ponerse de pie. Justo entonces la cosa, pues no sería sensato seguirla llamando un cerdo, se levantó con sus seis nuevas patas, cada una tupida de pelos gruesos y fibrosos igual que púas. Como si hubiera perdido sus goznes, la quijada de aquella criatura cayó, revelando un hocico lleno de colmillos puntiagudos y afilados. Los guardias reales desenvainaron sus armas y Alfred observó con una lúgubre fascinación cómo la criatura comenzó a moverse hacia delante. Sus ojos salvajes e inyectados de sangre escrutaban la sala; daba la impresión de que la bestia era medio ciega y estaba al borde de una fiebre rabiosa. Levantó su cabeza, abrió las fauces y aulló: era un ruido abominable que desafiaba a la naturaleza y que erizó la piel a todos los presentes. Un guardia joven e inexperto, cercano a la bestia, 23
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trató de matarla con su espada. Antes de que Æthelred pudiera advertirle que no lo hiciera, el filo del arma se incrustó en una de las patas arácnidas. La extremidad dejó escapar un chisguete de sangre oscura que salpicó el capote del hombre. La bestia aullaba; el guardia trató de liberar su espada para asestarle otro golpe, pero se había quedado atorada entre el hueso y el cartílago de la pata. Herida y furiosa, la cosa-cerdo rodó, arrancando la espada de la mano del guardia. Antes de que el joven pudiera retirarse, la bestia se lanzó hacia él y, como si fuera una tenaza, cerró las patas delanteras alrededor de su cintura. El muchacho se agitaba en vano cuando sus compañeros llegaron a rescatarlo: algunos trataban de liberarlo de la sujeción de la criatura, mientras que otros la atacaban con sus espadas. Los gritos del monstruo y del guardia atenazado se mezclaban en una cacofonía infernal. La pinza terminó de cerrarse y el chico vomitó sangre al tiempo que su cuerpo se partía en dos. La bestia lanzó las dos mitades inertes para intentar defenderse de los otros guardias, que lo cortaban y apuñalaban con furia. Pero ya era tarde: había recibido demasiadas heridas severas y se desangraba con rapidez. Debilitada y moribunda, se derrumbó al fin, jadeante, la sangre burbujeando en su garganta. El capitán de la guardia se acercó empuñando en lo alto su espada y dejó caer el metal con todas sus fuerzas, cercenando limpiamente la cabeza del monstruo, que por puro reflejo continuó moviéndose durante algunos instantes, sacudiendo el pecho y retorciendo sus patas arácnidas. Luego, al fin, se quedó inmóvil. Con la cara salpicada de sangre, el capitán lanzó una mirada fulminante a Æthelred. Alfred descendió del trono y cruzó la habitación hasta el sacerdote, quien no había dejado de sonreír durante todo el sangriento episodio, y seguía sonriendo aún. —¿Disfrutó la demostración, milord? —preguntó el arzobispo. —No —bufó el rey, apretando los puños y rechinando los dientes. La sonrisa de Æthelred se volvió más grande todavía. —Sospecho que los vikingos van a disfrutarlo incluso menos. 24
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