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Palabras que siembran
Palabras que siembran
La Siembra de Banderas de Ciudad del Saber se ha celebrado de manera ininterrrumpida desde el 2004 para honrar el histórico movimiento de 1958 en el que estudiantes colocaron banderas en diferentes puntos de la antigua Zona del Canal. Cada año se distingue a una persona de nuestra comunidad cuya trayectoria ha impactado positivamente a nuestro país. El Dr. Julio Escobar Villarrué plantó una semilla prometedora.
Julio Escobar nació el 18 de julio de 1960. Comparte fecha de cumpleaños con Nelson Mandela, a quien siempre ha admirado. Estudió desde kinder hasta graduarse de bachiller en el Colegio San Agustín, donde aprendió entre muchas cosas a no tirar la basura y el valor de la amistad. De su mamá, Carmen Villarrué, tomó el amor por la ciencia y de su papá, Rómulo Escobar, la sensibilidad por el país. Una beca del Ifarhu lo ayudó a estudiar electrónica en Manchester, Inglaterra, donde aprendió entre muchas otras cosas a tomar whisky sin las rocas.
Vivir en Europa le permitió conocer sociedades que funcionan bien la mayor parte del tiempo, a pesar de defectos y problemas. Otra beca, esta vez de la OEA le ayudó a obtener títulos de Maestría y Doctorado del Instituto Tecnológico de Massachusetts. También lo ayudaron las propinas como “bartender” en el Pub “El Oído Sediento” de esa Universidad. Además, fue presidente del Club Latino Universitario, donde logró que Suizos y Norteamericanos bailaran salsa sin inhibiciones. En el Instituto conoció a Diane, ahora su esposa, en la romántica clase de electromagnetismo avanzado.
El Doctorado le sirvió para entrar como científico en la empresa BBN, pionera en la creación de la red de defensa DARPA, que eventualmente se convirtió en el Internet. Allí se trabajaba hasta tarde, empezando con tabla rasa y muchas ideas hasta hacerlas funcionar. Dirigió el Grupo de Investigaciones Avanzadas de Internet que se ocupaba de la supervivencia de redes informáticas, comunicaciones multimedios, seguridad de datos y algunas locuras ocasionales.
Regresó a Panamá en 1995 para acompañar los últimos meses de vida de su padre y aceptó trabajar para el Dr. Ceferino Sánchez en una Senacyt de 5 personas y muy, pero muy poco presupuesto. Luego creo su empresa, Centauri, para regresar a la innovación tecnológica, aunque ahora principalmente se dedica a dejar que los demás hagan el trabajo por él. En un momento de poca previsión aceptó dirigir Senacyt por 5 años y así hizo grandes amistades de sus colegas, que perduran en el tiempo. A él y Diane los acompañó por 15 años Mocassin, la gatita huérfana recogida de la calle que se convirtió en la verdadera dueña de casa.
Ahora participa en varias Juntas de Síndicos o Directivas y es Asesor Presidencial Ad Honerem en Educación, Ciencia, Tecnología e Innovación. En sus ratos libres dirige 2 empresas, Centauri y Cylerian, además de querer a su esposa y conversar con amigos.
Palabras del Dr. Julio Escobar Villarrué Siembra de Banderas Fundación Ciudad del Saber, Clayton, Panamá 20 de octubre de 2022.
Gracias Juan David, Jorge, Irene y a todos los que me hayan propuesto o respaldado que hoy me toque ser el abanderado. Ministras*, gracias por su presencia y a todos los demás que asisten.
Les confieso que pensando en esta invitación regresé a mis días como alumno. Aquellos que crecieron en Panamá y ciertamente los alumnos que nos acompañan van a entender lo que digo, porque estuve deseando que lloviera para que suspendieran las clases —perdón ministra*… ¡En vez de lluvia, tembló! Definitivamente me aprendí mal la plegaria. Así que aquí estoy, bajo el sol, para hablarles un poco de lo que me vino a la mente pensando en la bandera bella de nuestro país.
La bandera es un símbolo, es un símbolo de identidad. —Me van a temblar las piernas durante todo el trayecto, porque esa es la naturaleza de mi condición en este momento—. Es un símbolo de identidad que para mí representa no solo el país donde nací. Yo viví un tercio de mi vida fuera de Panamá, así que también representa la patria que escogí; ese retorno a mi país que efectivamente requirió meditación, no solo por mí sino también por mi esposa Diane.
Podrán haber notado que en este momento parece haber dos identidades de grupo que sobresalen en la conversación pública. Una es la identidad incluyente, generosa, dinámica, que acepta nuevos miembros, nuevas ideas, que quiere mejorar. Otra es excluyente, que se aferra al presente, que no acepta nuevos miembros, que no quiere cambiar. La identidad excluyente nace del temor, del miedo a convivir con lo que no nos es familiar. La identidad incluyente nace de la confianza, la confianza de que los logros anteriores auguran logros futuros.
Yo sé que se debe haber mencionado muchas veces en un evento como este la historia de la Siembra de Banderas, y ya nos la recordaron Jorge y Juan David. Pero siempre vale la pena detenerse a pensar en la gran lección que nos dejó esa primera Siembra de Banderas, ese mayo de 1958 cuando 75 estudiantes llevaron a cabo la Operación Soberanía, plantando banderas para expresar la aspiración del control total sobre nuestro territorio. Ese evento generó poco más o menos año y medio después, en noviembre de 1959, la
Operación Siembra de Banderas. Desafortunadamente allí prevaleció la identidad excluyente, por no aceptar la posibilidad de que dos países honráramos la capacidad de coexistencia pacífica, y degeneró en reyertas, confrontaciones y eventualmente nos llevó a enero de 1964, donde nuevamente en ambos países la identidad incluyente, queriendo aceptar, y la identidad excluyente, rechazando la convivencia, se enfrentaron... y sellamos con sangre la orden de clausura de la Zona del Canal.
La gran lección es que menos de 20 años después, dentro de una generación, esa aspiración imposible, esa confianza casi irracional en la posibilidad de justicia entre dos países tan distintos, de poder tan desigual, se llevó a cabo con los Tratados Torrijos-Carter en 1979 cuando se terminaron de ratificar en el Senado Norteamericano. Una generación, un cambio fenomenal que parecía imposible. Y una generación después, en el año 2000, en 21 años, se logró la soberanía total con la astucia y sagacidad que permitió consolidar a dos países como amigos en vez de enemigos, que ahora colaboran para intentar un futuro mejor en ambas naciones.
Esa lección es el poder de un sueño, acompañado por supuesto por millones de kilómetros de esfuerzo. Y esa soberanía no es abstracta, tiene que ver con nuestra vida diaria. Esa soberanía es la que nos permite decidir construir aquí una Ciudad del Saber con base en el talento de nuestra gente, en vez de, por
ejemplo, construir rascacielos con vistas al Canal, armando ese muro de concreto que tanto nos encanta en Panamá
—ya tenemos el mar en frente, hacemos un gran muro de concreto y tenemos un baño sauna; de allí supongo que saltaremos al mar para refrescarnos.
Pero más importante que los beneficios económicos de la recuperación del territorio nacional, en mi opinión, fue la desaparición de esa malla de seguridad ficticia, psicológica, que existía en la mente de muchos panameños, pensando más o menos así: si metemos la pata, Estados Unidos nos rescata. Yo lo escuché cuando regresé a Panamá en 1995, muchos de aquí lo van a recordar. Ese pensamiento eximía a muchos de la responsabilidad de tomarse en serio crear un país inclusivo, viable, estable, con oportunidades para todos, que garantizara la paz.
La soberanía de los años ’70, e incluso del año 2000, era distinta al concepto de soberanía razonable en este momento. El mundo es un país altamente interconectado; una guerra en Ucrania cambia los precios de alimentos y el petróleo y tranca la vía interamericana, o paraliza el transporte en la ciudad de París, derriba gobiernos alrededor del mundo. Ese efecto es inmediato, ese es el país en el que vamos a vivir: un solo planeta, una sola nación.
Nosotros tenemos que preparar a Panamá para un mundo sin fronteras, un mundo donde ojalá vivir y trabajar donde un ser humano quiera sea un derecho humano, no se le pueda negar. Eso significa que la identidad primaria que debemos tener es la identidad de ‘ser humanos’. Pero esa identidad humana no es posible sobrevivirla sin una identidad nacional robusta, con la agilidad y confianza suficientes para contribuir con la solución de los muchos problemas del planeta.
Nosotros no vamos a tener esa identidad nacional estable con las grandes diferencias sociales que toleramos en nuestro país. No es posible que la bandera signifique lo mismo para los que tenemos recursos que para los que no tienen qué comer. Si la bandera no nos cubre a todos, siempre habrá el riesgo de que alguien jale esa bandera y nos deje expuestos a nosotros.
Nosotros tenemos que crear un gran proyecto cultural. No me refiero ministra* solamente a las expresiones artísticas de nuestro país. Me refiero a promover que sea impopular el ‘juega vivo’, eliminar algunos de los peores aspectos de nuestra cultura, hacer tendencia el pensar a largo plazo, el tomarse en serio las responsabilidades que tenemos.
La patria al final la hacemos con cada acción diaria cuando pensamos en ser positivos.
Ese cambio cultural es imposible con el sistema educativo que tenemos. No es viable esperar una sociedad con igualdad de oportunidades si para tener una buena educación necesito tener dinero, porque mucha gente no lo tiene. No es razonable esperar paz en un país donde no tener dinero implica no tener educación y muchas veces no aprender a leer ni a escribir siquiera. Y finalmente esa educación tiene que formarnos para una cultura humana del planeta, tiene que hacernos capaces de contribuir con el destino de la especie humana.
Esa labor es una labor a veces ingrata. Yo celebro a las personas honestas que aceptan ser funcionarios—y aquí hay muchas presentes— porque lo hacen a riesgo de su propia reputación muchas veces y además ustedes viven a diario el suplicio de Sísifo: condenado por Zeus a empujar esa roca cuesta arriba en la montaña para verla rodar cuesta abajo y empezar otra vez, para siempre. A eso en Panamá le llamamos ‘el trámite’. —¿Es o no es así, ministras*?
Celebro a los gerentes que aceptaron el reto de mostrarle al país una forma diferente de convivir, innovadora, el país como quisiéramos ser: la Ciudad del Saber, donde no veo basura tirada en el piso. Pero celebro también al estudiante que intenta aprender en vez de solamente estudiar, a las personas que intentan hacer su trabajo lo mejor posible todos los días, o simplemente muestran un gesto de bondad para hacer popular un planeta más solidario y más humano.
A mis compañeros y colegas científicos —la punta de lanza del desarrollo—: el país los necesita. Los necesita no solamente para resolver nuestros muchos problemas, creo que no es coincidencia que los tres últimos abanderados provienen del mundo de ciencias: Sandra López, Eduardo Ortega y su servidor Julio. El país los necesita también para imponer una cultura que valore la evidencia, que no se deje engañar por esas verdades falsas que se convierten en verdad solamente por el volumen del grito con que se dicen o el número de “retuits” que obtienen. Ese esfuerzo de lograr una cultura que respete la verdad es parte de la responsabilidad de los científicos.
Ciencia no es el tema donde trabajamos, no es biología, química, matemáticas. Ciencia es una forma poderosa de generar conocimiento, conocimiento confiable. Ciencia es el rigor de la prueba; no la prueba del periodista o del juzgado, es la obsesión de pensar en algo nuevo e intentar negarlo hasta que nos convencemos que es cierto. Eso construye bases sólidas para el futuro.
Yo estoy enfermo, necesito apoyo para caminar —¡gracias, Yohana! Así que en eso estoy del lado de los necesitados y desde allí veo la bondad humana. No me refiero al apoyo de Diane mi esposa o de mis familiares, mis hermanos, mi hermana, el resto de mi familia, mis amigos, colegas. Me refiero al chofer que se detuvo para ayudarme a cambiar una llanta bajo la lluvia, probablemente porque vio que estaba perdiendo el equilibrio intentándolo. Me refiero al extraño en el extranjero que me vio pasando trabajo –páramo, como se dice– cargando un paquete del supermercado y a pesar de que iba de apuro se detuvo para apoyarme, se ofreció a llevarme el paquete.
Hay cientos de miles de panameños que necesitan ayuda y que no la pueden dar ellos mismos. Muchos de nosotros podemos contribuir con un granito de arena. No tiene que ser acciones heroicas, solo el trabajo diario bien hecho es suficiente. A veces parece imposible, estoy seguro. Cuando en ocasiones yo siento que llegó
el punto de rendirse hago un ejercicio simpático. Me imagino a una joven, lista, probablemente graduanda de secundaria o de universidad, que se sienta en frente y me mira a los ojos y me dice —Julio, por qué me dejaron un país en zozobra. —En qué fallaste, Julio. —¿Estabas demasiado ocupado para preocuparte por los demás? —¿Los egoístas fueron más tenaces que tú? —¿No tuviste la imaginación para plantear una solución?
Pero más que la crítica de fracasar, lo que no me gustaría oír es —Julio, te critico que fracasaste, pero lo que realmente resiento es que no lo hayas intentado. Y en ese momento recuerdo las palabras de mi padre, Rómulo Escobar Bethancourt —mi hermano Rómulo las va a recordar también. Cuando le decía “ya me aprendí el capítulo para el examen” me contestaba “te falta el gran esfuerzo final” —esa diferencia entre hacerlo bien y la excelencia, esa diferencia entre la victoria y la derrota.
Así que construir un país como el que queremos requiere tenacidad y soportar los múltiples fracasos y contratiempos, pero poco a poco, como lo muestra el ejemplo de nuestra bandera, avanzamos y logramos las metas. Así que si ahora que me toca plantar la bandera me caigo no recojan la bandera, el país ya hizo eso desde 1981. ¡Recójanme a mí, porque la solidaridad también es hacer Patria!
Gracias.