PALERMO CHICO escribe
“How often do we tell our own life story? How often do we adjust, embellish, make sly cuts? And the longer life goes on, the fewer are those around to challenge our account, to remind us that our life is not our life, merely the story we have told about our life. Told to others, but - mainly - to ourselves.” Julian Barnes, The Sense of an Ending
Una, dos, tres palabras. Y más. Una idea va y viene, se asoma y, cuando creemos que la tenemos, huye esquiva y se esconde. Pero no desaparece. Por fin las palabras se van hilvanando, organizando en función de esa idea que de a poco se convierte en creación, en el producto. Las palabras son como piezas de un rompecabezas, dispersas y sin aparente conexión, pero dispuestas a dibujar un friso. Y aquí, en este libro, están esas ideas germinadas, los tejidos entramados surgidos de la inspiración y del trabajo
Tabla de contenidos
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Luz, cámara...¡acción! “El joven la bellísima Eleanor Hawkins, una joven actriz de veintiún años con un talento natural para la actuación. Ambos actores habían conseguido los roles protagónicos en To Kill or Die For, un intenso drama romántico adaptado de una de las obras maestras de la literatura inglesa. Ya desde su primer encuentro, Luke y Eleanor habían tenido una química innegable, la cual no mucho tiempo más tarde se tradujo en una relación no solo frente a las cámaras sino también detrás de ellas. “Estaba buscándolos,” exclamó Sam Mendes, el director de la película. “Quería desearles suerte para mañana y decirles que estoy muy conforme con sus interpretaciones. Realmente superaron mis expectativas.” Los dos jóvenes le agradecieron y, con unas cálidas sonrisas, se retiraron a sus habitaciones. Faltaban unas pocas horas para la filmación y tendrían que estar descansados. Un grito de preocupación despertó a Luke cerca de las nueve de la mañana. Rápidamente se vistió y salió de su habitación para averiguar qué había ocurrido. Al salir, pudo ver que había gran desesperación en los integrantes del equipo. Todo el personal recorría el hotel de arriba a abajo, asegurándose de buscar en cada rincón y entrando a cada habitación, como si tuvieran las esperanzas de encontrar algo. Incapaz de controlar su curiosidad, el desconcertado actor se aproximó a Roger Deakins, el director de fotografía, quien estaba a tan solo unos metros de su habitación, y le preguntó qué estaba sucediendo. Roger le contó que Eleanor no se había presentado a la última prueba de vestuario con Sandy Powell a las ocho y media de la mañana y, cuando se la fue a buscar a su habitación, no estaba allí. Esto dejó a Luke perplejo. No era de esperarse que Eleanor tuviera esta clase de comportamiento; mucho menos en un día tan importante. “¿Qué le habrá pasado?”, le preguntó Alexandre Desplat, el compositor de la película. “No lo sé”, le respondió Luke. “No es normal que Eleanor haga algo así”. “Ustedes dos son muy cercanos. Si hay alguien con quien ella hablaría en este momento, te aseguro, esa persona serías vos,” dijo Alexandre. “Pero antes hay que encontrarla”. El joven se dirigió al baño, donde lavó su cara para despejar sus pensamientos. Trató de recordar una conversación en la que Eleanor dijera algo que pudiera justificar este hecho, algo que hiciera que toda esta situación fuera coherente. Sin embargo, nada parecía tener sentido: no podía recordar nada que la llevara a desaparecer de esa forma. Ya cuando estaba a punto de darse por vencido, entró al baño una de las personas a cargo de la edición de la película, luciendo una de las más recientes pulseras de Tiffany’s. Eleanor le había dicho a Luke que, ni bien terminara el rodaje, usaría parte de su ganancia para comprarse esa misma pulsera. En ese momento recordó. Cada vez que se sintiera deprimida, estuviera nerviosa o tuviera baja autoestima, ella iría a Tiffany’s. Allí era donde se sentía libre, se sentía verdaderamente feliz. Luke no lo dudó ni un segundo; agarró su abrigo y se tomó un taxi que lo llevó hasta el local de Tiffany’s ubicado en la 5ta Avenida. Faltaban unos minutos para que el reloj marcara las diez, pero ya había gente en la puerta esperando a que el local abriera sus puertas. Entre la multitud se podía divisar a a la joven actriz, quien estaba tomando un café. Luke se le acercó. Eleanor se sorprendió al verlo, sin embargo, lo primero que hizo fue abrazarlo. “¿Por qué te fuiste?”, le preguntó él. “Tenía miedo,” confesó Eleanor, “este proyecto finalizará en muy poco tiempo y cuando termine, no sé qué voy a hacer. ¿Qué pasará si a la gente no le gusta mi actuación? ¿Y si, después de esto, no consigo otro contrato?” Luke la miró fijamente a los ojos y, después de un respiro largo y profundo, la besó. “No deberías preocuparte. Sos una de las actrices más talentosas que conozco y te puedo asegurar que al público le va a encantar tu actuación.” Eleanor se sonrojó, y dejó que el joven la abrazara y la llevara de vuelta al hotel. Cuando llegaron, todo estaba listo para el rodaje. Rápidamente se dirigieron a sus posiciones y escucharon a Sam decir: Luz, cámara… ¡acción! Francisco Viaggio 3º año
La segunda oportunidad* Jueves 20 de marzo El 25 de febrero escribí que dejaría de utilizar esta libreta. Sin embargo, los últimos acontecimientos me obligan, de alguna manera, a volver a lo que se había convertido para mí en una costumbre, por no llamarle rutina. En mi último día de trabajo, vacié todos los cajones de mi escritorio y llevé a mi casa las demás pertenencias que me quedaban en la oficina. Eran pocas, pero no quería dejar nada allí, en el lugar donde había conocido a Avellaneda. Por lo que sucedió después, puedo decir que fue una de las decisiones más acertadas de mi vida. Al llegar a mi casa ese día, acomodé todo lo que había traído en diferentes cajas y lo llevé a la habitación de Jaime. Él se había marchado meses atrás, y por las cartas que recibía Blanca, estaba claro que no planeaba volver pronto. Aún sigo sin verlo, pero ese es otro tema. Otro día escribiré sobre Jaime. Lo importante ahora es dejar registrada la razón por la que decidí volver a escribir. Durante mis primeras semanas como jubilado, no toqué nada de lo que había traído de mi oficina. Recordar aún me hacía sufrir. Pero un día Blanca me dijo que necesitaba la habitación de Jaime. Con su ayuda, movimos todo a mi habitación. Decidí entonces ponerme a ordenar, y aunque yo había llegado a la conclusión de que era mejor tirar todo, no pude evitar quedarme mirando un portarretratos que hallé en una de las cajas. En él no estaba Avellaneda, pues no podía tener algo así en la oficina. Era una foto del apartamento que yo mismo había tomado. En un principio había pensado dársela a Avellaneda, pero más tarde cambié de opinión. El apartamento que compartíamos significaba mucho para mí, y eso me parecía lo más cercano a tener una foto de ella. Al principio, la foto me dio alegría, pero segundos después un vacío inundó mi corazón, ya que sentí la ausencia de Avellaneda más que nunca. Por eso, me dispuse a sacar la foto del portarretratos. Ya no tenía ningún sentido seguir guardándola. Lo que hacía especial al apartamento era Avellaneda; sin ella, era solo un lugar vacío y solitario como cualquier otro. Sin embargo, al sacar la foto, cayó un papel del portarretratos. Creí que era una foto que había estado allí antes, pero estaba equivocado. Era una carta, y aunque no estaba firmada, yo reconocía la letra. ¡Avellaneda me había escrito una carta! No pude contener mis sentimientos. Por un lado, estaba aterrorizado pues no sabía qué podía decir esa carta. Pero al mismo tiempo me sentía vivo. Por primera vez después de aquel 23 de septiembre sentía que la sangre corría por mis venas. No quise esperar más y comencé a leer la carta. Un calor invadió mi cuerpo en la primera oración. Era como si Avellaneda me la estuviera leyendo, podía escuchar su voz y sus pausas, como si, en realidad, me estuviera hablando en el café. No voy a transcribir la carta. No quiero que se mezclen con las historias de Vignale, Jaime, Robledo y las demás personas que alguna vez mencioné. No quiero que la carta sea un recuerdo más de ella. Quiero que sus palabras se queden conmigo, y solo conmigo. La madre de Avellaneda me había contado sobre sus últimos momentos. Pero esto era diferente. No había ningún tercero. Era algo íntimo, entre Avellaneda y yo, como había sido siempre. La carta la escribió tres días antes de morir, el 20 de septiembre. Lo sé porque anotó la fecha. Ella sabía lo que le esperaba, y también sabía cómo yo iba a sufrir su ausencia. Sabía que me iba a jubilar y vaciaría mi oficina, y también estaba segura de que, al ver la foto del apartamento, iba a querer deshacerme de ella. Me conocía más de lo que yo imaginaba. Me conocía mejor que yo mismo. Por eso había escrito la carta. Su intención no era solo despedirse, sino que quería asegurarse de que yo no volviera a ser el hombre resignado de antes. Avellaneda sabía que ella me había devuelto la felicidad y, por eso, me pedía que no me dejara derrotar por la vida, que no volviera a mi rutina. Me lo pedía por mis hijos, por mí, y por ella. Y Avellaneda sabía que no había nada que yo no hubiera hecho por ella. Quería que yo le diera una segunda oportunidad a la vida. Ella había sido la segunda oportunidad que Dios, la vida, me habían dado, y era yo quien ahora debía darle a la vida una nueva oportunidad. Victoria Selva 5º año *Cuento basado en la novela La tregua, de Mario Benedetti, y en su protagonista, Martín Santomé. Narrado a partir de un título en común.
El pibe Frené, chequeé mis bolsillo; por suerte, todavía tenía las llaves de casa. Crucé Charcas y Gurruchaga. Si hubiera sido de día, me compraba uno de los panchos de acá nomás sin duda. Caminé a paso apresurado y un tanto entorpecido por lo largos que me quedaban los pantalones. A modo de dama antigua, me levanté la tela. Cuando resolví ese problema, pisé una baldosa floja que me empapó. La inoportuna merecía al menos cinco segundos de detenimiento ponderado a una maldición personalizada, pero como no era de día, no había tiempo para esas cosas. Ya a Tito lo habían asaltado hacía unas semanas. Tito es un imbécil igualmente porque a quién se le ocurre andar por las calles solo, mirando al celular para abajo, frenando cada dos por tres a las tres de la mañana. Un horror. La hora era la peor posible. Pura boca de lobo. Me di cuenta de que en mi determinación desenfrenada, me había pasado de dirección. Inmediatamente, me di vuelta y, por reflejo más que por bronca, golpeé un poste de luz a mi derecha, muy suavemente, pero lo suficiente como para impregnar esa hedionda mucosa alquitranada que parecía vómito de borracho mezclado con nafta en mi mano. Levanté la cabeza y, obviamente, la luz en el poste estaba apagada; ciudad amable resultó ser Buenos Aires. Cuando volví a mirar hacia delante, un chico se me apareció, como un fantasma repentino. Yo sabía por intuición que era un nene prácticamente, pero su aspecto de un débil flagelado por la vida lo hacía envejecer veinte años por lo menos. Una mano en la cintura, otra ocupada por una piedra o cascote, un objeto contundente digamos. -Todo quiero- me dijo como quien ordena un expresso. -¿De qué me hablás?- repuse. Yo ya me imaginaba de qué se trataba esa escena, pero como tipo del interior decidí jugármela de, como dicen acá, “sota”, o sea, hacerme el desentendido. De todos modos, la manera de afrontar la situación de este chico me pareció más cómica que preocupante. -Amigo, no sé de dónde es ese acento tuyo, pero acá la cosa funca así: yo te pido, vos me das. En este caso, te pido todo, entonces me das todo y se acabó. Con mi peculiar gusto por la desubicación contextual, ensayé explicarle al muchacho que si así era como iba a ser la cosa, estaba incorrectamente utilizado “pido”, de un punto de vista semántico práctico. Yo siempre les digo a mis alumnos que hablen con propiedad porque si no las cosas se confunden y se hiere el mensaje. Omití tal estupidez. Proseguí con mi marcha; así me indicó Tito que hiciera en casos como estos, pero mi experiencia vivencial en esta materia hasta el momento había sido cero. De reojo, le noté un gesto extraño y acto seguido desenvolvió una navaja con la cual me lamió todo el torso, parte del brazo y el omóplato derecho. En su niñez, disimulada gracias a la quema de una vida fiera, estaba la inocencia o inconciencia suficientes como para herirse a él mismo y, en un forcejeo, mi fuerza, que anulaba la suya, aterrizó el arma blanca en su rostro. Ciudad amable resultó ser esta. A las tres de la madrugada, tres y diez para ser más exactos, me hallaba con un infante herido, una faca o algo así que tenía su sangre y mi piel deshilvanada. Si me preguntan por qué hice lo que sigue, todavía no lo entiendo. No entiendo por qué no dejé que a ese chico se lo comieran las moscas; dejarlo tirado ahí a la buena de Dios y dejar que la vida le diese una lección valiosa. ¡Qué infeliz es el hombre moral! En un acto de heroísmo casi asqueroso y no fundamentado, lo perdoné: decidí llevar al pequeño demonio a cuestas hasta el Rivadavia. Sí, así es, me hice esas veinte a treinta cuadras con tal de darle refugio al malherido imprudente. De paso, me vendaron rápidamente y me fui. Se imaginarán que con tal episodio acogedor, lo último que quería era dar un paseo nocturno por esas calles. Fue un par de meses más tarde. Estaba con mil parciales y salí una noche con Tito. El fracaso del plan conllevó a una retirada prematura a nuestro departamento. Sin embargo, Tito no venía conmigo, sino que se iba con la novia que también estaba allí. Esto no me lo comunicó hasta el momento en que me bajé del taxi. En cuanto dijo eso, sabía que era como un llamado a la desdicha, que ese diálogo había resonado en cada tímpano de cada porteño de veinte cuadras a la redonda. Recorrí, una vez más, Buenos Aires a una hora similar, completamente solo por primera vez en un buen tiempo. Y fue en la misma media cuadra, al lado del mismísimo poste de luz, que tenía un póster en vez de sustancias antiorgánicas pegado en él. Como un ritual, quizás por intuición, quizás por reflejo, quizás hasta por intriga, frené al lado del mismo. Bajé la vista y vi que mi reloj marcaba las tres y diez. Como un hechicero que conjura, levanté parsimoniosamente mi vista y, en efecto, estaba mi
producto. El mismo muchacho, pero esta vez, escoltado de tres gorilas, que se asemejaban a gólems por su manera de moverse, a buitres por sus miradas que enhebraban la mía, que respiraban su propia transpiración sufrida y la emanaban desde su nariz al exhalar como una esencia de rechazo y exacerbaban las gélidas corrientes que recortaban sus crispados rostros de libélula, acosadores y pervertidos. Ese fuego con el que me miraban lo compartía el menor, una ignominiosa ausencia de compasión capaz de fundir metales. Recuerdo no sentir mi cara para nada, y una plomada en mi estómago de tantas piñas que recibí. Luego, la nada. Me despertó un borracho a eso del mediodía (no sé a qué hora con certeza porque ya no tenía mi reloj) pidiéndome que me apartara, que el poste aquel ya se lo había cedido la sociedad a él, para pernoctar tranquilamente. A gatas y con espasmos me pude volver a lo de Tito. Ciudad amable resultó ser Buenos Aires. Aún tengo todas las cicatrices de ese viaje. Mariano Demaría 4º año
Yago: maestro del ajedrez* A medida que transcurre la obra, se observa claramente a un personaje que parece tener todo calculado. Aparece con una respuesta (mediante un plan macabro) para cada obstáculo que se presenta en su camino y le impide llegar a la meta final: la venganza por no haber podido obtener el puesto que Otelo le dio a Casio, ese puesto que Yago tanto anhelaba. En este ensayo, analizaré la actitud de este personaje malévolo, Yago, y evaluaré en qué medida tanto personajes primarios como secundarios son piezas del tablero de Yago en su juego de ajedrez. También, evaluaré la actitud que tiene Yago a la hora de mover las piezas en su tablero, ya que su plan termina siendo extremadamente grande y no justifica los celos que tiene por un cargo. Yago juega con las piezas pensando que va a lograr un beneficio propio, pero más allá de que su plan parece ser “perfecto”, termina perdiendo todo cargo que tuvo y podría tener y desemboca así en una tragedia. El análisis comienza con la primera pieza del tablero, un personaje primario: Otelo. Yago no se guarda nada, no posee sentimiento alguno y esto se puede ver ya al comienzo, en el momento en que declara no poder aceptar al moro, y desea la venganza, desatándose así la impotencia que genera la provocación del conflicto. Yago considera a Otelo como un animal, todo lo contrario a un humano y su resentimiento persiste a lo largo de toda la obra, trata de lograr que Otelo mate por celos, a pesar de que su condición humana no sea celosa. Es relevante destacar que esta pieza del tablero cree en la palabra de Yago, quien es un hombre, mucho más que en la de Desdémona, quien es mujer. Otelo no es un personaje enfermo de celos que mataría por ellos; sin embargo, no solo confía en las pruebas que su amigo leal le da, haciéndolo caer en la mentira del supuesto engaño de Desdémona con Casio, sino que también justifica los celos con pruebas que obtiene con sus propios ojos, como el pañuelo que le regaló a Desdémona y terminó en manos de Casio. El momento de la obra en el que ya no hay marcha atrás, ya que Yago logró que Otelo cayera en su trampa y su pieza nunca saliera del tablero, se da cuando Otelo dice: “[…] iré a reflexionar sobre un medio de muerte rápida para la diabólica hembra. Sois desde ahora mi lugarteniente”. A partir de este momento, Otelo cree absolutamente en todo lo que Yago le dice. La segunda pieza del tablero de Yago es Desdémona, otro de los personajes primarios, con un rol de gran peso. Es un personaje diferente a los demás, ya que se podría decir que se manipula sola. Es decir, Yago no necesita que su pieza encaje en el tablero ya que lo hace por sí sola, con la inocencia como factor principal. Desdémona es un personaje realmente dulce con todos, sumiso y leal. “¡Pues que me condene si yo cometería un acto tan malvado ni por el mundo entero!” Desdémona cree firmemente en la lealtad y se ve completamente incapaz de pensar siquiera en cometer una acto de infidelidad hacia su hombre. Sin embargo, su forma de ser la lleva a defender a Casio más allá de lo razonable cuando es necesario, y Yago hace uso de esto cuando le dice a Otelo que Desdémona tiene dobles intenciones cuando defiende a Casio. Un personaje secundario, pero al mismo tiempo una de las piezas más fundamentales, es Rodrigo; el personaje menos respetado y necio, ya que cree que Desdémona lo ama más allá de que se escapó con Otelo: un moro, arriesgándolo todo y desafiando la autoridad de su propio padre. La inocencia de Rodrigo lo lleva a creer que algún día Desdémona se irá con él y dejará a Otelo, a quien eligió previamente. Rodrigo se empeña en ayudar a Yago creyendo que va poder estar con Desdémona, cuando en realidad no termina de obtener nada. Yago logra que Rodrigo arriesgue toda su fortuna, manipulándolo mentalmente a través de este deseo que Rodrigo tiene por Desdémona. “Ella […] cuando se haya saciado de él, se dará cuenta del error de su elección […] Junta todo el dinero que puedas […] tú gozaras de ella […]”. El desarrollo de Rodrigo lo convierte en la pieza más vulnerable y manipulada por Yago, ya que necesita de este personaje débil para llevar a cabo su plan. Cada vez que Rodrigo intenta escapar del tablero, estar fuera del juego, Yago lo convence de volver, de seguir jugando. Como, por ejemplo, cuando Rodrigo quiere confesar todo lo que sabe y podría revelar la identidad de Yago. Muy decepcionado porque ha gastado todo, “[…] las joyas que te di para […] Desdémona […] me dices que me enviaba la esperanza y el consuelo de un encuentro cercano, pero nada de eso sucede”, Yago lo vuelve a manipular tratando de lograr que mate a Casio: “[…] Él se va […] y se llevará a la bella Desdémona, a menos que algún accidente lo demore, y nada podría ser más decisivo que la desaparición de Casio”, a pesar de que antes Rodrigo había declarado: “[…] me empiezo a sentir estafado”. Sin embargo, para que Desdémona no se vaya, impulsado una vez más por el deseo de tenerla en sus brazos, retorna al juego.
Casio es otro personaje manipulado, principalmente cuando es convencido por Yago para que hable de Blanca, así Otelo piensa que de quien habla es Desdémona. Es importante destacar que Otelo ascendió a Casio en vez de a Yago simplemente porque consideró a Casio como mejor para el puesto, sin tener nada personal en contra de Yago. Sin embargo, Yago no pudo lidiar con esta realidad e inmerso en su propio rencor y furia, involucró a ambos personajes en una historia irreal, que terminó destruyendo a todos. Casio era, simplemente, un afortunado que se merecía el puesto y no hizo nada para tratar de perjudicar a Yago, pero la ira e impotencia de Yago lo convirtió en otra pieza del tablero. Yago es el motor de la tragedia; para ocultar su actitud malévola, juega con los personajes. Por ejemplo, luego de plantearle a Otelo que Desdémona le estaba siendo infiel, le dice: “No, solo era un sueño”. Pero ya tiró suficientes fichas en su tablero como para que Otelo comience a plantearse si es verdad. Yago no valora nada, es sumamente resentido y siempre tiene un comentario negativo. Es un personaje incapaz de sentir amor puro y realmente deshonesto que realiza una muestra permanente de cinismo: “Y ¿quién podría decir que soy un villano, cuando doy un consejo franco y honesto, comprobable cuando se razona, y por cierto la manera de volver a ganarse el favor del moro? Pues es muy fácil […]”. Yago posee una actitud de manipulador, irrespetuoso con las mujeres, cobarde, deshonesto, sin honor y malvado. Se aprovecha de la confianza que gana de todos los personajes y logra manipularlos; tiene un plan perfecto que va logrando sobre la marcha. No concreta la tragedia, pero la provoca. Para concluir, es relevante acentuar que hay un punto en la historia cuando Yago no trata de ocultar más su actitud de cínico. Planea el “Jaque Mate”, en donde Otelo está atrapado y no tiene escapatoria. Yago le indica cómo terminar con el juego:” […] estranguladla en la cama, en la misma cama que ella ha contaminado”. “Y en cuanto a Casio, permitidme encargarme de él. Tendréis más noticias para la medianoche”. Todos los personajes, tanto primarios como secundarios, se ven debilitados por el amor, la pérdida de honor y forman parte de esta sucesión de acciones macabras que surgen a medida que transcurre la obra. La actitud de Yago provoca una incertidumbre en el lector, ya que constantemente está preguntándose cómo hace para tener una respuesta para cada situación que surge y amenaza su plan. María Emilia Carli 5º año *Ensayo sobre la obra Otelo, de William Shakespeare, para el examen IB de Literatura, Español A1, nivel superior.
La noticia Eran cinco estatuas. Quietas, inmóviles y calladas. Sus ojos estaban todos clavados en él. Las pétreas miradas que le dirigían estaban llenas de odio, repugnancia y dolor. El aire gélido que rondaba aquella pequeña sala le pellizcaba las mejillas, pero no le molestaba. Aquellas estatuas que lo rodeaban parecían juzgarlo, el veredicto ya había sido decidido. Solo les quedaba pasar la sentencia. La carta había llegado dos días atrás, cuando aún había esperanzas, cuando una niebla blanca ocultaba aún la verdad a la gente. El mensajero era un soldado del ejército que había ordenado defender la fortaleza que protegía su ciudad. Su vestimenta decía “batalla” a gritos, y su cara tan solo susurraba “derrota”. El pergamino que llevaba en la mano era de papel, pero su peso se igualaba al de miles de hombres muertos. El mensaje no era muy extenso e iba al punto. Quedó atónito y sintió cómo el mundo se le venía encima, al igual que lo haría el enemigo. Cuando se lo leyó más tarde a sus consejeros, los consejos no llegaron. Lo dejaron solo, en la oscuridad y el frío, en aquella sala donde ahora se encontraba. No pudo dormir, sabía lo que le esperaba y la decisión que debía tomar lo atormentaba. Parte de él lo llamaba a una muerte honorable, y parte de él le imploraba la salvación de su pueblo y la suya. Doblar la rodilla podía resultar humillante, pero la muerte tenía algo demasiado absoluto en ella; el arrodillado podía levantarse, no se podía decir lo mismo de los muertos. La congregación que lo rodeaba seguía inmóvil, y él tampoco se movía. El tiempo parecía congelado como lo estaba el aire en aquella sala que había sido el lugar de tantas reuniones para decidir el destino de algún enemigo aplastado, del héroe de alguna causa perdida, de algún líder al que le había llegado la hora. Podrían haber pasado solo segundos, pero cada uno de estos era equiparable a una eternidad. Las túnicas que llevaban tenían capucha, pero los rostros ya se les habían hecho visibles. Ninguno le resultaba desconocido, y en todos ellos confiaba. Aquellas miradas que portaban no dejaban de mostrar odio y disgusto, ¿pero estaban esos sentimientos dirigidos a él o a ellos mismos? El primero que se movió fue el que tenía enfrente, los demás seguían conformando el círculo que lo tenía encerrado. Retiró las manos de las mangas, donde estaban antes ocultas, y dejó vislumbrar el objeto que blandía. El brillo plateado le llegó cuando el objeto cortó la luz. No lo sorprendió, era lo que esperaba cuando lo hicieron llamar. El aliento se le condensaba en aquel momento en una nube blanca, al igual que un día atrás cuando salió a hablarle a su gente, con su consejo unos pasos detrás, desde el balcón del palacio. La gente estaba desesperada, claramente la noticia ya se había esparcido, y todos ya habían sentido la mano de la derrota que los agarró por el cuello. Aún no habían perdido, y aún así se sentían derrotados, y lo que sus caras profesaban ya no era amor como lo había sido, sino abatimiento. La mente se le nubló, y la decisión que había tomado se esfumó como el humo en el que se convertía cada palabra que decía. Se decidió por la gloria o la muerte, o ambas. Su consejo se retiró mientras él aún se dirigía a su pueblo y su pueblo lo aclamaba. Aquel que se había adelantado hundió el acero en su estómago, sin decir una palabra, mientras lo sostenía por el hombro. Por eso no cayó. Los consejos que alguna vez le habían dado comenzaron a recorrer su memoria, los buenos y los malos. El segundo que se movió fue el que estaba a su derecha y, luego de ponerse frente a él, ocultó aquel brillo que llevaba en la mano creando otro agujero en su torso. Memorias de todos riendo con él en los tiempos prósperos lo atacaban haciendo alivio del dolor. Aún logró mantenerse de pie. El tercero que pasó fue aquel que estaba a la izquierda del primero, y repitió la acción de los otros dos, también sin contaminar el aire con palabras. Recordó cómo lo abandonaron, dejándolo solo ante el frío y la incertidumbre de una decisión imposible. Mantenerse de pie le era ya mucho más difícil y, luego de que el próximo enterrara el metal en su vientre, le fue imposible. Ya no le quedaba nada, tan solo aceptar lo que estaba sucediendo, y rezar porque su familia no sufriera ningún daño. Cayó de rodillas y pudo mantenerse en esa posición. Intentó implorar por su mujer, por sus hijos y por sus hijas, pero las palabras se negaban a asomarse en aquel aire congelado. Aquel quien se encontraba a sus espaldas era el único que aún no se había movido. No lo había visto, pero sentía su respiración cortando el aire frío. Al ver su rostro, y la lágrima que lo recorría, sintió un sosiego exasperante. Fue el único que habló y no dijo más que: “Lo siento” para luego hender con el puñal el corazón de su padre. Santiago Yssa Lodeiro
4º año
La muerte antes de la muerte* A continuación voy a escribir un ensayo sobre la obra La visita de la vieja dama. Esta obra trabajada en clase deja abiertas muchas puertas para el análisis, pero yo me voy a enfocar en la que más interés me despierta que es por qué Alfred Ill estaba “muerto” antes que lo mataran. Esta pregunta u objeto de estudio es obviamente un juego de palabras, pero trata con uno de los temas más importante de la obra, y voy a centrarme específicamente en justificarlo. Estoy en condiciones de afirmar que Alfred Ill ya estaba muerto antes de que lo mataran físicamente. Él muere el día en que Claire Zachanassian se para frente a un micrófono y le ofrece al pueblo de Güllen la suma de mil millones. “Aquella vez negó usted su paternidad, señor Ill. Y se presentó con dos testigos.” En realidad, así comenzó todo. Ese fue el día cuando puso su vida en manos de Claire, cuando en el año 1910, tomó la fallida decisión de negar la paternidad del hijo que habían tenido, con el indigno agregado de dos testigos falsos contratados por él, que afirmaron haber sido ellos los que se habían acostado con Clara. El tiempo pasó, y un día Claire decidió volver a Güllen. En su primer encuentro con Ill, está fuera de toda interpretación pensar que volvió para matarlo, ya que desde la parada del tren hasta el pueblo, viajan juntos recorriendo lugares del pasado a los que iban cuando estaban juntos en un ambiente por momentos tenso, pero con toques nostálgicos, donde todo indica o da a lugar a pensar en un hipotético retorno de la pareja. “Ya lo ve, señor maestro, me la he metido en el bolsillo”. Alfred cree estar por encima de la situación y así piensa de ella. Probablemente en su cabeza él creía que ella había vuelto por él, y se burla de Clara por momentos en ese trayecto hasta el pueblo. Como dije antes, cuando ella llega al pueblo y se para frente los ciudadanos a dar su discurso, Alfred muere. “Esperaré”. Esa simple palabra vale la mente de todo un pueblo. Esa es su respuesta tras la esperada negativa de los güllenses, que en primera instancia se guían por la ética, por lo que está bien y eligen mantener con vida a quien era una figura muy importante en esas tierras. Todo lo que le sigue a este día es un corto proceso donde la plata termina sobreponiéndose a todo. Por más que su propuesta fue negada rotundamente, ella dijo las palabras mil millones y plantó una idea en el cerebro de todo un pueblo, una vida para este pueblo arruinado y venido abajo. Cuando sacrificando la vida de un hombre, una población entera iba a pasar de pobre a rica en un abrir y cerrar de ojos. Y eso, lamentablemente, al ser humano generalmente lo termina conquistando. Tanto que el dinero termina justificando la muerte de una persona, sea quien fuera. La idea floreció hasta en su propia familia. Rápidamente tanto sus hijos como su esposa empezaron a tomar distancia con detalles como irse temprano o no desayunar todos juntos y con un trato de desinterés hacia Alfred como una forma de ir desapegándose y alejándose de su padre/esposo dándolo por muerto sin darse tiempo a pensar en salvarlo o en buscar una solución. El dinero le gana a una familia como si nada. “Apúntelo a mi cuenta”. Acto seguido de ser negado por sus hijos, en su tienda esta frase empezó a ser dicha por muchos clientes. La gente empezó a comprar desde la leche hasta el whisky más caros, o cigarrillos de mejor marca, entre otras cosas. Todo a cuenta, porque la sensación de tranquilidad que les daba el dinero que iba a ingresar les permitía estos lujos. El término a cuenta representa a Alfred en ese momento. En el inconsciente de la gente, ya estaban viviendo la vida de los mil millones, por más que querían creer que lo estaban salvando. Ill ya estaba más que muerto. No tuvo que pasar mucho tiempo para que él se diera cuenta de que la compra en cantidades y calidades representaba su fin y, como cualquier persona en esa situación, empezaron las preocupaciones. “La ciudad se está endeudando. Con las deudas aumenta el bienestar. Y con el bienestar, la necesidad de matarme. La señora no tiene más que sentarse en su balcón, tomar café, fumar puros y esperar. Nada más que esperar.” Estas palabras prueban lo dicho anteriormente. Por la señora se refiere a Clara, que se encuentra tranquila en su casa siguiendo día a día lo que va ocurriendo con Alfred, o más bien, cómo va floreciendo esa idea que plantó en la gente, que a esta altura ya es un árbol con sus frutos. Tampoco tardó mucho en llegar la etapa de asumir su destino, que ya estaba más que escrito. “No seguiré luchando” o “En el fondo el culpable soy yo” son perfectos ejemplos para esto. Cada acto tiene su propósito. En el segundo acto hasta el final Alfred se niega rotundamente a morir y en su desesperación busca soluciones en gente que debería ayudarlo (policía, pastor, médico) pero lo único que recibe es desinterés y respuestas sin sentido para no comprometerse a salvarlo. En cambio, empezado el tercer acto, Alfred lo asume y vuelve a estar ´en
paz´. Es tan así que se autoconvence de que la culpa es suya, algo difícil en los seres humanos. “… ¿Qué puedo hacer, maestro de Güllen? ¿Fingir inocencia? Todo es obra mía…” Él reconoce su error y en un punto reconoce su condena. Acto seguido, se da la última charla con Clara. Esta charla es el momento más sincero de la obra. Como ella no iba a cambiar de opinión, y él ya lo tenía asumido, se dicen todo y recuerdan los lindos momentos que vivieron. Recorren el parque donde pasaban tiempo juntos, y es, en términos bíblicos, como la última cena. Por más que Alfred ya estaba muerto, había llegado la hora de su muerte física. En un ámbito casi de programa de televisión de entretenimientos, las voces cantantes de Güllen, ya consumidos por la idea del dinero, se convencen de que matarlo es el mayor acto de justicia que han hecho, y que no lo hacen por el dinero. Lo someten a votación una última vez y tras levantarse todas las manos salvo la de Alfred, lo inevitable sucede. En conclusión, vuelvo a afirmar que Alfred había muerto aquel día de 1910. Y desde el momento en que Claire ofrece esa suma desmedida de dinero, la vida de Alfred Ill pasa a tener fecha de vencimiento. Lucas Masajnik 4º año *Ensayo sobre la obra La visita de la vieja dama, de Friedrich Dürrenmatt, para el examen IB de Literatura, Español A1, nivel superior.
Un bar, un café, una historia inesperada* Eran las siete de la tarde de un martes. Como acostumbraba después de trabajar, salía de su oficina en Alem y Lavalle, caminaba por Lavalle una cuadra hasta 25 de mayo donde se sentaba en su banquillo favorito del bar. Estaba lejos de la puerta y cerca de una ventana en la punta izquierda de la barra. Sin siquiera tomarle el pedido, Sergio le traía un whisky doble con dos cubos de hielo. Eran las siete de la tarde de un martes. Como acostumbraba después de trabajar, salía de su oficina en Alem y Lavalle, caminaba por Lavalle una cuadra hasta 25 de mayo donde en la esquina de enfrente de un bar, entraba a una café. Se sentaba en una mesa con dos sillas, apoyaba su portafolio en aquella que dejara libre, desplegaba el diario y esperaba que Marcela le alcanzara su café con un chorro de leche fría. Tomaban un trago, Ángel de su whisky y el otro de su café. Luego suspiraban. No debían de tener más de treinta y cinco años, pero ambos reflejaban en sus rostros la misma expresión triste y desganada, aquella proveniente de una vida monótona y rutinaria que era desperdiciada en un cubículo de oficina y luego frente a un televisor al llegar a sus casas. Miraban el reloj siempre a las siete veinticinco, levantaban la cabeza y, con la mirada, pedían la cuenta; a las siete treinta salían de los establecimientos. Ángel tomaba 25 de mayo y se dirigía a la estación catedral de la línea D de subte. El otro bajaba por Lavalle hasta Alem donde tomaba la línea B de subte. Eran las siete de la tarde de un miércoles, ambos salieron de la oficina y se dirigieron a su establecimiento, Ángel al Bar y el otro al café. Ambos lugares estaban cerrados, 25 de mayo estaba cortada por una manifestación. Ambos dieron media vuelta y se vieron, en la esquina de la izquierda se encontraba Ángel. Vestía un traje azul y unos zapatos marrones desgastados por el uso. En su mano derecha portaba su maletín de cuero. En la otra esquina, Ángel vio una proyección de sí mismo. Traía su mismo traje azul, sus zapatos marrones desgastados y el maletín de cuero en la mano derecha. Había vuelto a ocurrir al igual que aquellas veces cuando él tenía 18, se volvían a encontrar. Sus círculos se habían vuelto a chocar, sin embargo, Ángel quería estar seguro de lo que veían. Cruzó la calle, ambos extrañados estiraron la mano y sintieron cómo sus manos eran apretadas por su misma mano. Como hacía diecisiete años en el carnaval cuando sus hombros se rozaron. No cruzaron ni una palabra, soltaron sus manos y cada uno partió en dirección contraria. Durante los próximos días, Ángel buscó una explicación lógica a los hechos. Su teoría de los círculos que había desarrollado a los dieciocho no le bastaba y a medida que creía acercarse a una respuesta, nuevas preguntas lo alejaban de su objetivo. “¿Soy el único con un doble, o todos tenemos uno? ¿Hay dos Ángeles o muchos más? ¿Cómo afectaba en el espacio tiempo que nos hayamos encontrado?” Eran preguntas sin respuesta para Ángel y con el transcurrir de los días Ángel comenzó a no salir de su casa al menos que tuviese que comprar más ginebra y cigarrillos. Finalmente, decidido, se duchó, afeitó y se puso el mismo traje azul y zapatos marrones desgastados que había usado el día que se encontraron. Fue a la cocina y luego salió para la oficina. Diciendo haber estado enfermo, se reincorporó al trabajo. Realizó su misma actividad rutinaria de papeleo, revisó unos pocos casos que le habían llegado del juzgado y esperó. Esperó pacientemente sentado en su cubículo a que fueran las siete. Eran las siete de la tarde de un martes. Como acostumbraba después de trabajar, salió de su oficina en Alem y Lavalle, caminó por Lavalle una cuadra hasta 25 de mayo, cruzó de vereda y se sentó en el café. Ángel apoyó su maletín en una silla y sacó su diario abultado, Marcela trajo el café como todos los días y le preguntó dónde había estado todos estos días. Ángel contestó que había enfermado, pero sabía que a Marcela no le interesaba qué le había pasado a é durante ese tiempo, sino qué le había pasado al otro. Y entonces fue cuando se dio cuenta, sus acciones y las del otro habían sido las mismas, y si su modo de pensar había llegado a la misma solución, el otro lo estaría esperando en el bar. Salieron a la calle y se encontraron. Se miraron fijamente y dispararon. Ambos se desplomaron al suelo, el único modo de ponerle fin a lo que sucedía era si uno de los dos moría…Ángel había muerto, todos los Ángeles habían muerto. Juan Pablo Máspero 5º año
*Cuento basado en la novela Cicatrices, de Juan Josテゥ Saer, y en el personaje de テ]gel, el primer narrador. Narrado a partir de un tテュtulo en comテコn.
Un gran descubrimiento Era un frío domingo como cualquier otro en esa época. Marcos estaba en su casa recién levantado esperando a sus padres que venían para el almuerzo a conocer su nueva casa. Eran alrededor de las diez y él pensó en ir a ordenar, nunca había encontrado el tiempo para hacerlo. Era un sótano largo y seco, con muchas cajas viejas y casi llenas. A él le gustaba mucho esta casa, en especial le gustaba este sótano donde había pensado hacer un salón de estar donde podía leer o sentarse tranquilo a pasar el tiempo. Compró la casa muy barata, a un precio casi impensado, le parecía raro que nadie hubiera ofertado a pesar de que había sido publicada tres años atrás. El vecindario no le gustaba mucho, los vecinos eran distantes y extraños, y era casi imposible entablar una conversación con ellos. Los antiguos dueños habían deshabitado la casa ya hacía tiempo, por eso estaba desordenada y polvorienta. La casa estaba vacía por completo, menos el sótano, que estaba intacto, como se hubieran olvidado de él. Empezó a ordenar a paso de hombre, inspeccionando cada cosa que sacaba de las cajas, intentando imaginarse cómo vivía la gente ahí. Al terminar de ordenar las cajas, decidió ir por la biblioteca del fondo. Era una biblioteca enorme que cubría toda la pared del fondo. Empezó a sacar los libros, uno por uno. Los libros de esta casa tenían títulos muy extraños que lo sorprendían. Había uno que era Embrujos de casa y otro que decía Los hogares y sus Maldiciones. Esto le pareció extraño, pero decidió olvidarse y tirarlos todos a la basura. Cuando estaba por terminar, notó en el piso muchos clavos doblados por la mitad. Al ver esto, quiso ver de dónde salían. Empezó a sacar los últimos libros que quedaban en la biblioteca y distinguió una puerta pequeña tapada por tablones de madera clavados con clavos oxidados. Se quedó asombrado, sin saber qué hacer. Intentó abrir la puerta, pero no pudo por culpa de los tablones. Subió rápido la escalera para buscar sus herramientas. Volvió más rápido de lo que había ido y comenzó a quitar las tablas, ansioso y aventurero al mismo tiempo. Cuando terminó de sacar todos los tablones, intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. Entonces, dio dos o tres pasos para atrás y rompió la cerradura con una patada. Entró al instante, pero estaba muy oscuro y casi no podía ver. No alcanzaba a tocar nada y era un ambiente muy frío. De repente, la puerta se cerró de un portazo. Él corrió hacia ella pero no pudo abrirla, estaba cerrada. Se escuchó un grito. Silencio. De repente, el timbre sonó. Eran los papás de Marcos. Andrés Padula 3º año
Un bar, un café, una historia inesperada* El sueño me ganaba y un sonido insoportable se repetía a mi lado. Cuando por fin pude abrir los ojos, me encontré con el despertador que estaba sonando. Ya eran las siete y cuarto; si no me apuraba, llegaría tarde a desayunar al bar de siempre y, en consecuencia, llegaría tarde al trabajo. Podía saltarme la parte del bar y seguir durmiendo, pero eso nunca era una opción. Llegué al bar veinte minutos después de despertarme. Todo estaba igual que siempre; Jorge, el encargado, hablando por teléfono y José, el mozo que me atiende todas las mañanas, haciéndome señas preguntando si quería lo de siempre. Yo asentí, ya que mis mañanas nunca pueden empezar sin un café con leche, un jugo de naranja y dos tostadas de pan negro. Una vez más me encontré con los clientes regulares y alguna que otra familia que me miraba con lástima pensando que era un hombre solitario que no tenía con quien compartir el desayuno. No se equivocaban en la parte de que en mis desayunos estoy solo, pero sí se equivocaban al pensar que soy solitario. Casi siempre veía a la misma gente. Seis años yendo a ese lugar, viendo las mismas caras sin siquiera saber sus nombres. En ese entonces, yo no era un ejemplo de simpatía y no veía las mañanas como una oportunidad de hacer amigos. Solamente buscaba desayunar, ya que el simple hecho de ensuciar la cocina de mi departamento y luego tener que limpiarla me agobiaba, e irme a trabajar pues mis pacientes me esperaban. Llegó el café, justo como a mí me gustaba, con una galletita de limón al costado. El jugo y las tostadas tardaron un poco más en llegar y, cuando llegaron, ya estaba a mitad del café. Ya casi eran las ocho y en quince minutos debía partir hacia el hospital para poder llegar ahí a las ocho y media. Era siempre la misma rutina, esos últimos seis años de mi vida habían sido muy monótonos, nada se salía de su lugar jamás, no sé si era porque yo no lo permitía o si simplemente no sucedía. Sin darme cuenta, ese día que había empezado como cualquiera, tal vez un poco más tarde que otras veces, sería el día en que esa monótona rutina cambiaría, y la última vez que iría al bar, vería a Jorge y a José y pediría el café que tanto me gustaba. Ya había pedido la cuenta cuando entró un señor que jamás había visto. Supongo que tendría unos setenta años pero, a pesar de estar en buena forma, se lo veía confundido y bastante pálido. Se sentó en la barra, pero no llegué a escuchar qué pedía ya que ya le estaba dando mi tarjeta de crédito a José. No creo que algún día entienda por qué aquel señor que entró al bar esa mañana a las ocho y cuarto me llamó tanto la atención. Quizás era el destino tratando de evitar lo que sucedió puesto que yo era el único que podría haberlo hecho. Una vez listo para partir, me levanté, me puse el saco que había colgado prolijamente en la silla cuando, de pronto, el señor de pelo gris y mirada cansada se cayó de su silla. En un principio, pensé que era solo una caída, hasta que noté que se estaba ahogando. Jorge, desesperado, sin saber qué hacer, gritaba por una ambulancia. Claro que no sabía que yo era médico porque, como mencioné anteriormente, ninguna de esas personas sabía algo de mí, o yo de ellos. El estrés que me causaba llegar tarde al trabajo me paralizó y cuando pude reaccionar era demasiado tarde. Otra vez la rutina y mi obsesión por la estructura me habían vencido, aunque con terribles consecuencias. Desilusionado de mí y shockeado por la escena que estaba viendo, abrí la puerta y me fui. A las ocho y media de la mañana, llegué al hospital, ni un minuto tarde. Ese día siguió como cualquier otro, hasta la mañana siguiente. Como siempre, me dirigí hacia el bar a desayunar. Estaba en frente del mismo cuando sentí que me quedaba sin aire, la culpa me estaba matando. Me di cuenta de que no iba a poder volver a ese lugar, que mi rutina debía cambiar. Delfina Mohr 5º año *Cuento a partir de un título en común.
Reflexión* ¿Cómo se desarrolló su comprensión de las consideraciones culturales y contextuales de la obra mediante la actividad oral interactiva? Luego de haber discutido en clase ejes como el modelo de la mujer vs el modelo ideal o masculino, el ambiente en relación con las acciones y la evolución del pueblo, y la condición humana, me centraré, para responder la pregunta planteada, en cómo el rol de la mujer, en este caso el papel de Claire, se opone al modelo ideal de la época. Claire Zachanassian es una señora millonaria y despótica, quien se centra en buscar justicia a través de la venganza. Es un personaje fiel a ella misma. Durante la obra, podemos ver a Claire adoptar un perfil duro y estricto, y podemos compararla con un hombre. Ella confronta al pueblo, y ofrece una suma desmedida de dinero a cambio de la muerte de Alfred Ill. Podemos ver cómo Claire sostiene su postura, sin arrepentirse, y podemos observar que ella conoce la condición humana; si bien al principio todos rechazan su oferta, ella sabe que el hombre es corrompible y no puede evitar tentarse con semejante suma de dinero, la cual el pueblo necesita. Esto aumenta tanto la humillación del pueblo, como la humillación de Alfred Ill, quien termina muriendo por culpa de una mujer, lo que era extraño. En aquella época, se veía a las mujeres subordinadas a los hombres, quienes eran los poderosos y los respetados. Sin embargo, podemos ver cómo Claire, siendo una mujer, compra todo con sus riquezas. Compra a la gente, como a los dos ciegos eunucos quienes la acompañan siempre; al pueblo, que perdió sus valores y moral, y termina traicionando a Ill a cambio de dinero. Así podemos ver cómo la imagen de Ill contrasta con la imagen del pueblo. A medida que Claire va convenciendo al pueblo, y este va perdiendo su moral poco a poco y adquiriendo nuevos objetos con el dinero de Claire, la imagen de Ill, junto con él, se van deteriorando. Esto lo podemos notar a través de las didascalias, las cuales nos muestran cómo se ve, por ejemplo, la estación de tren del pueblo a lo largo de la obra. Al principio, cuando el pueblo protege a Ill y nadie apoya a la señora Zachanassian, la estación se ve deteriorada, en ruinas, devastada. Pero a medida que el pueblo comienza a tentarse con las riquezas de Claire e Ill comienza a sentirse inseguro, la estación se ve progresando, muestra grúas a lo lejos y carteles nuevos. Finalmente, cuando Ill muere asesinado de manera colectiva y no hubo un culpable determinado, el pueblo se ve nuevo, feliz, la estación de tren se ve con luces brillantes y con gente vestida de gala. Sofía Crespo 4º año *Reflexión sobre el contexto socio-cultural de la obra La visita de la vieja dama, de Friedrich Dürrenmatt, para el examen IB de Literatura, Español A1, nivel superior.
Un bar, un café, una historia inesperada* - Había vuelto de mi viaje hacía solo veinticuatro horas y necesitaba reencontrarme con el país que había dejado atrás hacía ya tanto tiempo. El país en el que no solo había nacido y me había educado sino donde también había generado tantas anécdotas, recuerdos y amistades que hicieron mi decisión de irme casi imposible e igual de imposible la de volver. Era la hora del desayuno. Decidí salir a caminar, recorrer el barrio, identificar los cambios realizados en los últimos años y, de paso, tomarme un café. Anhelaba encontrarme una nueva Ciudad de Buenos Aires. Con esa idea en mente, inicié mi caminata. Vi edificios nuevos, locales que antes no estaban, árboles más grandes en las plazas, pero ninguno de estos cambios llamó mi atención, al fin y al cabo, eran de esperarse. Decepcionado y todavía hambriento empecé mi retorno. Tomé la misma calle que había tomado al iniciar mi recorrido solo que esta vez noté algo que no había notado antes, casi como si media hora antes no hubiese estado. Era un bar. Al día de hoy no estoy seguro de qué fue particularmente lo que me hizo entrar, simplemente recuerdo que así fue. Me senté en una mesa que daba a la ventana y pedí un café chico en jarrito como había hecho tantas veces, pero nunca se sintió tan extraño, como si no perteneciera. No estoy muy seguro ni de la cronología ni de la exactitud de los hechos que le siguieron a ese sentimiento porque sé que no fueron ni cronológicos ni exactos, en mi memoria es toda una imagen muy borrosa y confusa, como una película en cámara rápida que uno no llega a entender bien. ¿Se entiende? ¿Tiene sentido? En fin, en ese momento llegó mi café, por un segundo confundí a la moza con mi madre, no sé muy bien por qué, así que, por favor, no pregunte. Recuerdo que lo que sentí al verla no fue confusión sino miedo, en frente de mí estaban todas las razones por las que había dejado Buenos Aires concentradas en una sola figura, la de esta mujer a la que tan poco recuerdo y, sin embargo, en la que tan seguido pienso. Sin embargo, no llegué ni a pestañear cuando la figura que había pensado que era la de mi madre ya era nuevamente la de la moza que muy gentilmente preguntaba si necesitaba algo más. Continué mi desayuno como si nada hubiese pasado hasta que levanté mi cabeza para buscar con la mirada a alguien que pudiera traerme la cuenta y vi un espejo que no había visto antes. Al mirarlo fijamente, noté una silueta reflejada en el mismo, muy peculiar y muy familiar a la vez, yo sé que debe pensar que estoy loco, pero creo que en el espejo vi nuevamente a mi madre. Sobresaltado con este descubrimiento, dejé un billete en la mesa y bruscamente me levanté de mi silla y hui del lugar. Al salir tan apurado y confundido, choqué con un puesto de diarios y varios de estos cayeron al piso, rápidamente me agaché a recogerlos y en ellos encontré algo que por alguna razón no me sorprendió encontrar. Algo que únicamente había visto en lo que no sé si calificar como sueños o pesadillas. Algo que hasta ese día hubiese sido inesperado, pero que por la naturaleza extraordinaria de ese día que había empezado como algo tan natural me pareció de lo más racional. Era el obituario de mi madre, había fallecido. Así que, doctor, ¿qué dice? - ¿De qué doctor estás hablando? Soy yo, mamá. Sofía Polito 4º año *Cuento a partir de un título en común.
Una segunda oportunidad* Cómo me arrepiento de no haber hecho tantas cosas antes. Tuve una vida buena, no larga pero buena. Aunque debería haber hecho tanto más, pero uno no quiere hacerlo hasta saber que no podrá. Siempre me apliqué, siempre me limité, pensando en un futuro que ahora sé que no tendré. Sin embargo, hay una cosa de la que me arrepiento de no haber hecho por sobre todas las otras. Y yo aquí sentado en este blanco pasillo temiendo por mi vida, impotente. Ella siempre fue amable conmigo, la única que lo fue. Nunca pude congeniar muy bien con la gente, siempre fui lo que muchos llamarían un bicho raro. Aunque yo me considero más como un introvertido, alguien que no es divertido en las fiestas. A ella nada de esto le importaba, en el fondo también es un bicho raro. “Entre nosotros nos entendemos”, solía decirle, tras acuñar algún guiño o referencia a un libro, película o serie de televisión que es demasiado “nerd” para ser considerado normal. Ella siempre reía tras esto, pero no una risa falsa para evitar una situación incómoda sino una carcajada auténtica y pura. Así empezamos, pero ahora no tendremos la oportunidad de ver cómo termina. Escucho cómo van llamando a la gente por orden alfabético al parecer. Pienso en lo bueno que es eso, ya que hasta que no me den la noticia oficialmente es como si no lo tuviera dentro, devorándome lentamente. Lo que daría por prolongar este limbo en el que me encuentro, pero daría aún más por poder estar con ella ahora, por ser honesto con ella. Pero no puedo permitirme hacerle eso, ya bastante que yo tenga que sufrir mi condición, ella no tiene por qué. También veo salir de esos cuartos a la gente que llaman, cada uno más deshecho que el anterior y más de uno maldiciendo a Dios y al diablo por esta prueba a superar. Muchos también lloran, abrazando a sus familiares, agradeciendo a la virgen por su intervención. Pero si hay algo con lo que me asusto cada vez que lo veo son los que salen vacíos. Vacíos de toda emoción, expresión humana o vida de cualquier tipo, es como si el solo anuncio de su muerte ya los hubiese matado. Cada vez que veo salir a un vacío mi ansiedad aumenta, por eso me enfoco en ella. Tuvimos la oportunidad de ser más, de ser infinitos, ella entendería por qué creo esto. Pero nunca me animé a decírselo o preguntárselo, como diríamos nosotros el subtexto era claro. Lo nuestro ya no era amistad, habíamos superado esa etapa hacía mucho, pero ninguno se atrevió a confesárselo al otro. Recién ahora, esperando en esta sala, que bien podría ser mi propia versión del pasillo de la muerte, me vengo a dar cuenta de esto. Ella siente por mí lo mismo que yo siento por ella, siempre soy tan lento para estas cosas. Lo único que quiero ahora es una segunda oportunidad para abrir mi corazón ante ella y ver si de verdad podemos ser más que amigos. Si salgo de esto no lo haré gracias a ningún dios, nuevo o antiguo. Tampoco lo haré gracias a mi fuerza de voluntad, lo haré gracias a ella… “Xunta, Ángel, al consultorio tres con el doctor Casas”. Mi corazón no puede más, siento como si se me fuera a salir del pecho. No quiero ser un vacío, tengo que concentrarme en ella. Me acerco a la puerta, temeroso, este ya es para mí el umbral de la muerte. Al abrir la puerta veo a un hombre desarreglado con cara de cansado, ni siquiera tiene puesta su bata característica. Por estar tan ocupado con su computadora, Casas ni siquiera me mira, yo ya pienso lo peor. Aunque ella vuelve fugazmente a mis pensamientos, pero no por mucho ya que el médico enciende las pantallas del cuarto que muestran imágenes de una tomografía. Me sonríe. No entiendo nada. “Buenas tardes señor Xunta, disculpe la tardanza. Tenemos el hospital al límite de su capacidad por un accidente en las cercanías. Pero volviendo a lo importante, el doctor Pastore, jefe de neurocirugía, hizo historia con usted, ya que, como puede ver en las imágenes, logró sacar todo el tumor que estaba creciendo en su hipotálamo sin dañar el centro del habla. Como estaba lejos de los vasos sanguíneos era benigno, así que, enhorabuena, usted vivirá…”. No lo dejo terminar, salgo disparado a su casa. ¿Para qué dejarlo? Si ya sé lo que necesito y tengo lo que quería: una segunda oportunidad para pasar tiempo con ella. Cruz Velasco 5º año *Cuento narrado a partir de un título en común
Confusiones de verano. Eran las doce de la noche y seguía despierta. Seguramente todos los recuerdos que le quedaron de ese día no la dejaban dormir. ¡Qué día extraño había sido! La playa era increíble, pero como todo tiene sus pros y sus contras, el lugar donde estaba era un ambiente muy raro, no se sentía para nada cómoda ni segura. Pero su inseguridad no le quitaba el hambre. Se acercó a la barra y vio a alguien exactamente igual a ella. Era imposible, esas cosas no suelen suceder fuera de las películas. Trató de ignorar la situación en la que se encontraba, pero claramente no pudo (cosas así no suceden todos los días), ella, su clon, estaba sentada del otro lado tomando un licuado de frutas. Por suerte no la había visto, la miraba de reojo para que no la viera mirándola, se fijó en cada detalle posible, tenía hasta el mismo lunar debajo del ojo, y la misma cantidad de pecas. Después de cinco minutos de shock, caminó confundida hacia el baño para mojarse la cara, pensando qué cosa rara había pasado hacía diez minutos. Al llegar al baño, dudó en entrar, sin saber por qué: solo no se sentía segura. Ya habían pasado cosas tan raras que no sabía cómo actuar ni a dónde entrar, pero su cara necesitaba refrescarse. Ingresó al baño, se mojó la cara con agua fría, y al verse al espejo, notó algo más extraño de lo que había sucedido en el bar minutos atrás: notó que el espejo no reflejaba sus movimientos. No sabía distinguir si eso era consecuencia de su mareo o si el espejo estaba roto, pero no era creíble. Pasó su mano sobre el espejo desesperada, las lágrimas le caían por los nervios, abrió la puerta desesperadamente para buscar a su mamá y contarle lo que le pasaba, aunque posiblemente la llevara al psiquiatra. Con esperanza de ver el patio de comidas del hotel al abrir la puerta, se encontró con el baño. Sí, sí, de nuevo el baño. Estaba tan confundida como ustedes ahora, pero más. Volvió a abrir la puerta y de nuevo, el baño. El baño era como infinito, no se podía liberar, quería salir de ahí desesperadamente, el estrés ya se pasaba de lo normal, sentía que la presión le bajaba cada vez más, hasta que cayó, su cabeza dio un golpe fuerte contra el piso. Se desmayó durante unos cinco minutos y al despertarse se miró al espejo de una forma dudosa, no recordaba bien lo que había pasado, ni estaba segura de que hubiera sido un sueño, pero parecía tan real que no era fácil distinguirlo, aunque esta vez sí se reflejaba de una forma correcta en el espejo. Salió del baño muy desconcertada y fue hacia el bar nuevamente. Su clon no se encontraba allí. Se pidió un vaso de agua para refrescarse luego del golpe y el corte en la cabeza que la dejaron tan mareada. Abril Furcada 1º año
El vuelo Era 16 de julio de 2015. Kala había abordado el avión junto con sus padres y su hermano. Habían llegado al aeropuerto con el tiempo justo. Esa mañana habían estado planeando todo lo que harían al llegar a Punta Cana. Esas vacaciones eran muy esperadas, ya que habían estado con muchas ocupaciones y mucho estrés en el invierno. Finalmente, a las 8:00 a. m. embarcaron. La cabina, como de costumbre en las vacaciones invernales, estaba llena y no había ni un solo lugar libre. El madrugón había dejado a Kala con mucho sueño, por eso una hora después se quedó profundamente dormida, a pesar de las conversaciones y del ruido del ambiente. Seguramente porque no había desayunado, el instinto la hizo despertarse luego de la breve siesta. Al instante sintió un aroma que le resultó extraño, que no la dejaba respirar. Entendió entonces que se trataba de un cigarrillo y la sorprendió eso, ya que en los aviones no se puede fumar. Miró hacia los asientos donde se ubicaban sus padres y su hermano. Y vio que estaban vacíos. Le pareció extraño haberse confundido con el diseño de los asientos, pero después vio alrededor y se dio cuenta de que todo era diferente: otros colores, otro diseño… Preocupada, llamó a la azafata. Esta le hizo un gesto que le indicaba que estaba ocupada y en unos minutos la atendería. Mientras esperaba, recorría con la mirada todo el ambiente, cada vez más preocupada. Necesitaba saber qué había pasado, dónde estaban sus padres y su hermano. Se había pellizcado un par de veces para constatar que estaba despierta, que no era un sueño. Ya no pensaba en Punta Cana, ni siquiera en las amigas con las que se iba a encontrar. Tenía hambre y sed. Quería levantarse y preguntar a los pasajeros qué ocurría. También había notado que estos llevaban una ropa algo extraña, poco elegante, diría su mamá. Trató de tomarlo con humor y llegó a la conclusión de que mucha gente que viaja en avión se viste como un payaso… Con la garganta seca, deseó con urgencia una gaseosa bien fría. No hizo falta hacerle de nuevo señas a la azafata. Esta caminaba por el pasillo rumbo a su fila. Al llegar a su asiento, Kala le pidió una Coca Cola. Cuando miró el envase desde el cual le servía la auxiliar de a bordo, exclamó: -¡Qué botella tan antigua! -¿Antigua? Este es el nuevo envase -le contestó la azafata. Con un nudo en la garganta, Kala alcanzó a preguntar -¿Qué fecha es hoy? -16 de julio de 1983 -le dijo la auxiliar de a bordo. Kala López Boyadjian 1º año
Recuerdos de un pasado nunca vivido Sábado 10 de septiembre de 2012 Hoy, a las 9:30 a.m., arribaron a la ciudad de Nueva York. Cuando desembarcaron, a Nico le agarró una sed terrible, así que le pidió a su mamá, Caro, una Coca Cola. Todos tomaron una. La de Nicolás tenía un gusto peculiar, pero se la terminó tomando toda porque se estaba muriendo de sed. Después, tomaron un taxi y se dirigieron hacia el hotel para dejar las valijas y descansar un rato, ya que estaban agotados. Él ya estaba acostumbrado a ver edificios altos, pero estos eran inmensos. Después de un viaje de diez minutos, llegaron al hotel llamado New York at Time Square. Su papá, Santi, y su hermano menor, Pachu, fueron a buscar sándwiches a Subway, uno para cada uno. Lo único que hicieron ese día fue descansar, ya que estaban muy cansados.
Domingo 11 de septiembre de 2012 Cuando despertó, el hermano mayor notó dos torres idénticas que no había visto antes. Le pareció bastante raro, y durante toda la caminata pensó en ellas, las conocía de algún lado, pero no recordaba de dónde. Llegaron a un imponente edificio. Cuando entraron, notaron unas lujosas escaleras de piedra blanca que hacían parecer al edificio un palacio; los empleados eran muy amables y cálidos. Para llegar a la cima del rascacielos, debían subir por un lujoso y veloz ascensor y, luego tres pisos más por escalera. Desde arriba se podía ver todo Manhattan. Era impresionante, desde allí arriba se podían apreciar perfectamente las dos torres. De repente vieron que un enorme avión comercial se estrelló contra una de las dos torres. Nadie lo podía creer, nadie decía nada, solo miraban hacia el lugar de donde salía el humo, cuando de repente, otro avión se estrelló contra el otro edificio idéntico. Les indicaron a todos que debían evacuar el edificio. Nadie entendía nada. Nico y Pachu se agarraron a su padre y a su madre. Todos salieron del edificio para ver qué había pasado, miles de patrulleros y camiones de bomberos se dirigían hacia el lugar del accidente. Un policía le dijo a la multitud que debían ir al subterráneo para estar más seguros, ya que no sabían si iba a haber otro incidente. Rápidamente bajaron y se acomodaron como pudieron. Había gente que decía que había sido un atentado, otros, una falla de turbinas del avión. Nico no quería escuchar nada. Se tapó los oídos, abrazó a su papá y a su mamá y cerró los ojos rogando que eso fuera una de sus pesadillas.
Nicolás Petri 1º año
Un final feliz. Se levantó. Fue al baño. Se miró en el espejo. No podía dormir. Un zumbante escalofrío la perturbaba. Un frío intenso entraba por las sábanas y el seco viento de la montaña interrumpía la tranquilidad de la cabaña. Se lavó la cara y por entre los dedos de sus manos vio por el reflejo del espejo una sombra oscura como la noche, con una penetrante mirada color rojo fuego. Ella, extremadamente paralizada, cerró los ojos, volvió a mirar y la tenebrosa sombra se había esfumado. Decidió, a fin de cuentas, ir a su cama. Se levantó y quiso olvidar lo sucedido, pero no fue posible. Para despejarse, subió el pequeño cerro del gran San Martín de los Andes en bicicleta. Hacía un frío agradable, pero de todas formas decidió ponerse su campera colorada. Ascendió a la montaña donde y en poco tiempo se halló totalmente perdida. Ahí se encontró con los indios mapuches. Ellos la recibieron extraordinariamente, la alababan y le decían: "¡Raquel! ¡Raquel! ¡Has vuelto! Estaba totalmente confundida. Cuando les preguntó qué era lo que había pasado, ellos respondieron tranquilamente y le explicaron que hacía unos meses había muerto una mujer de su mismo aspecto que solía repetir que cuando ella muriera, su alma permanecería entre ellos. Caminó de vuelta a la cabaña, su cabeza no paraba de dar vueltas, estaba mareada. Fue allí donde en un brusco pedaleo cayó al piso y sintió algo extraño en el cuerpo, aunque no pudo descifrar qué era, pero sí pudo saber que había sido más que un simple golpe. Llegó a su adorable alojamiento y para limpiarse las heridas y sacarse de encima su duro día, quiso bañarse. Cerró los ojos y se recostó sobre la bañadera. Cuando los abrió, vio que la oscura sombra se acercaba cada vez más, hasta que finalmente lo único que vio fueron manchas del color de su campera. Paloma Posse 1º año
Era como un infierno Ella estaba esperando que la llamaran para embarcar al avión. Ese día volverían a la rutina, volverían a Argentina. Ya habían pasado cuatro horas desde que ella estaba ahí sentada, en uno de los típicos asientos de metal que tienen los aeropuertos. Se tocaba las manos, se acomodaba el pelo, se mordía las uñas y miraba el reloj repetitivamente. Sofía estaba nerviosa. Nunca había viajado en avión, y para calmar su miedo, decidió ir al baño. Todos los baños de los aeropuertos son repugnantes, y este no era ninguna excepción. Había suciedad en todos los rincones que podía encontrar, pero a ella no le importaba. Lo único que quería era mirarse al espejo para acomodar su rodete desaliñado. Mientras estaba finalizando de peinarse, se escuchó un aviso que decía que el vuelo 401 estaba partiendo. Ese era su vuelo. No lo podía creer. Ahora no solo estaba nerviosa, sino también desesperada. Salió corriendo hacia la puerta. Al pasar hacia el otro lado, apareció dentro del baño otra vez, y luego otra vez. Sentía que era como un infierno, no podía salir de allí. Estaba encerrada. Cada vez que pasaba hacia el otro lado de la puerta, aparecía allí otra vez. Su desesperación había empezado a tomar el control. Ya no sabía qué hacer. Sofía había intentado salir de ese repugnante lugar unas mil ochocientas veces, y así fue como se rindió y se sentó en el piso a llorar, cuando vio una pequeña lamparita en un costado. Con curiosidad, la niña la agarró y vio un mensaje que decía en la parte inferior del objeto “duérmete, ya es tarde. Es imposible salir de aquí” Sofía hizo lo que aquel mensaje decía. Ya no le importaba nada. Ella ya sabía que era tarde y que era imposible alcanzar su vuelo porque ya había partido. Así que, sin ninguna esperanza de volver a intentar salir de ese baño que, para ella era como un infierno, se apoyó sobre una madera y se quedó dormida profundamente. Luego de unas dos horas y media, Sofía se despertó y se dio cuenta de que ahora no estaba en ese horroroso baño, sino en el avión. Ella no entendía nada y nunca terminó de entender cómo había llegado a ese vehículo volador que se estaba dirigiendo hacia Argentina. Elena Villanueva Ugarte 1º año
Despertar Fue una de esas mañanas muy frías en las que te despertás a las cinco de la madrugada porque aparentemente te habías destapado por completo. Entonces no querés seguir muriéndote de frío y te estirás, pero tu mano no llega y entonces tenés que hacer un esfuerzo mayor: levantar la cabeza de la almohada, abrir los ojos y bajarte de la cama para agarrar el acolchado. Fue en ese momento cuando la vi, sentada, con la espalda estirada, la mirada fija en la ventana, la cara dura, las manos sobre la pierna cruzada. Ella, prolija como siempre, con su pelo corto negro y brillante, su flequillo y su mentón levantado. Estaba quieta, no se le movía un pelo, estaba ahí por algo. Cuando la vi, sentí inmediatamente que venía a decirme algo, como si hubiese estado esperando que me despertara para darme una noticia. Pero no me estaba mirando, noté que no se había dado cuenta de que la estaba viendo. Le toqué el hombro, me miró, me sonrió, pero rápidamente se mordió el labio. Supe que venía a darme una mala noticia. porque cuando está nerviosa se toca la oreja. Yo seguía algo dormido y la veía desenfocada. ¿Por qué estaba ahí, a las cinco de la mañana, sentada en la silla de mi escritorio? ¿Por qué tenía esa cara de preocupación? Lo primero que se me vino a la cabeza fue que tenía que decirme algo muy importante, porque de otro modo Fernanda no estaría ahí, sino en su departamento. Le pregunté qué hacía en casa y me contestó que me venía a advertir sobre algo que iba a pasar. Me asusté más que nunca, intenté no pensar en lo que me daba vueltas y vueltas en la cabeza, un pensamiento que estaba ahí y que estaba cada vez más cerca de ser real. Fernanda venía a decirme que lo nuestro iba a terminar, no lo quería ver, pero con cada palabra que decía, se hacía más evidente. “No quiero que te angusties. Me gustaría que te lo tomaras con calma, sino las cosas van a ser peores. Necesito que me prometas que lo vas a superar y que vas a seguir adelante con tu vida, con esa sonrisa. Y que sigas transmitiendo alegría a todos los que están a tu alrededor. Quiero que nunca dejes de cantar y que puedas a encontrar a alguien más para hacer feliz y darle el amor que me diste a mí”. Sentía las lágrimas caer desde mis ojos hasta mi pecho. No la quería perder, era el amor de mi vida. ¿Qué había hecho mal? Si nos estábamos llevando mejor que nunca. Ya nos íbamos a mudar juntos. ¿Por qué separarnos justo ahora? No podía entender el motivo y eso me ponía más nervioso y triste. Me dijo que no llorara ya que era nuestro último momento juntos. Dijo que se tenía que despedir y me pidió que le sonriera antes de irse, ¿irse a dónde? ¿Por qué me tenía que dejar? De pronto mis papás abrieron la puerta, me miraron y me vieron con los ojos llorosos y una expresión desesperada. “¿Ya te enteraste?” Está amaneciendo. Me seco las lágrimas y giro mi cabeza hacia Fernanda. El sol comienza a asomarse por la ventana y veo que los rayos que entran a la habitación no reflejan su sombra.
Isabel Ponferrada 2º año
Mi desagradable compañero Recuerdo que ese día yo me sentía optimista y contento, con la cabeza en alto, lo que me llevó a tomar la siguiente decisión: adoptar una mascota. Fui al refugio de animales y elegí al gato más lindo y el que pareciera menos problemático. Me fui con él en brazos hasta mi casa, donde le puse su arenero y almohadón en la cocina. Garfield lo llamé; nunca fui muy original. Curioso animal, siempre tuvo la costumbre de llevarse cosas de mi cuarto a su territorio, como cuando tomó mi pantufla de cuero y la ubicó al lado de su pequeña camita, o la vez que usurpó mi sombrero… Pequeños detalles, molestos, pero detalles al fin. Cuando yo no encontraba algo, iba a la cocina y ahí estaba; no era gran problema. Fue un día como cualquier otro cuando recibí la noticia de que estaba despedido. Me afectó mucho. A medida que pasaba el tiempo, yo me encontraba cada vez más débil. Temía por mi frágil salud, por lo que fui al médico. Anunció que yo estaba perfectamente sano pero, preocupado, hizo alusión a mi estado de ánimo. Me sorprendí, y le conté que era cierto, que últimamente me sentía levemente caído y tristón, pero que no era nada grave. Me aconsejó que me cuidara y nos despedimos. A partir de ese día, y juro que no estoy loco, empezó a llover más. Llovía casi todos los días, y esa deprimente agua que veía caer descendía al ritmo y compás de las lágrimas en mis ojos. Todo era gris. Me molestó que el gato, también gris, no se inmutara por el sombrío estado del tiempo. Ahí estaba yo, llorando absurdamente sin razón, y él, acurrucado en el sillón como si nada. El muy sinvergüenza la estaba pasando mejor que yo, tenía una mejor vida que yo, y me dio rabia. Empecé a tomarle rencor al maldito animal, pero él solo mostraba indiferencia. Logré conseguir otro empleo; cobraba la mitad de mi salario anterior, pero algo era algo. Trabajaba de animador en cumpleaños de chicos. Los pequeños mocosos me ponían los pelos de punta y fui infeliz. Mientras tanto, el clima seguía igual, y empecé a considerar que el gato tenía algo que ver con ello. Siempre que llovía él ronroneaba; suficiente evidencia para saber que la lluvia le gustaba, pero más le gustaba el hecho de que yo la sufriera. Odioso ser, parecía reírse, mostrando esa sonrisa burlona suya cada vez que yo me afligía. El robo de mis pertenencias por parte de él se volvió más frecuente, y esa misma cosa que antes era un detalle, ahora me parecía una tortura. El peor episodio fue un día que me quedé dormido hasta las doce del mediodía, haciendo que me retrasara para el trabajo. Esa misma tarde me despidieron; dijeron como excusa que me faltaba alegría para ese tipo de ocupación, pero yo bien sabía que era por no haber llegado a tiempo. No es que mi despertador no hubiera funcionado, sino que lo tenía el gato. Peor aún, no lo pude encontrar en la cocina; lo había escondido. Cada día era un suplicio gracias a la eterna pelea entre él y yo, silenciosa y secreta, que ambos sabíamos que estaba sucediendo, pero ninguno mostraba el menor indicio. Pretendiendo indiferencia, él ni me miraba. Fue mi madre la que me sugirió que me internara en un hospital psiquiátrico. La pobre se pensaba que estaba loco, pues no me creyó cuando le expliqué que era ese demonio que me hacía la vida imposible. Mis cosas seguían desapareciendo; ya ninguna aparecía en la cocina: mi corbata favorita, a lunares azules; una brújula de plata, obsequio de mi querido abuelo; la foto del día que me gradué, en donde estábamos todos vestidos de vikingos; el CD de los Stones, mi banda preferida… Juré que no dejaría que me controlara más, pero era imposible. Él sabía qué me dolía y averiguaba cómo usarlo para hacerme el mal. Empecé a tomar antidepresivos y otros medicamentos que aliviaran ese martirio, y fue luego de unas semanas que me decidí de una vez por todas a ir a una clínica psiquiátrica, hospital, como se llamara. Lo hice por mi madre, que me insistía llorando con que lo hiciera porque era importante para mí. Empaqué mis cosas –o las que aún tenía- y me marché. Ya en “Hospital del Sol”, así se llamaba, desarmé la valija. Qué placer. Por primera vez en meses, no me sentía atormentado, perseguido, sino aliviado. Pensé en Garfield… Trataba de sacarlo de mi mente pero era prácticamente imposible. Escuché el ruido de la lluvia y miré por la ventana. Debajo de un árbol estaba él. Tenía puesta mi corbata de lunares azules, y a su lado, mi brújula, fotografía y CD. Fiona Demaría 2º año
El dolor infinito Estábamos todos apretados, lo que nos mantenía juntos era el mismo sentimiento de temor. El cuarto estaba oscuro y lo único que se veía era sangre en el piso. Gente moría sufriendo, siendo torturada frente a mí, a otros los mataban con un simple tiro. En un instante, se perdían vidas completas, historias y lazos. Este campo de concentración parecía un agujero negro infinito sin ningún tipo de escapatoria. Sin darme cuenta, con el correr del tiempo, iba perdiendo colegas, compañeros, familia o tan solo conocidos. Las paredes hablaban por sí solas, estaban llenas de escritos que semejaban llorar casi tanto como la gente alrededor. Los hombres vestidos de verde no aparecían y para mi tranquilidad, cuando no había noticias eran buenas noticias. Trataba de guardar la calma, mas mi mente no me lo permitía. No sabía dónde estaban ni mi esposa ni mis hijos. Era un infierno, la desesperación me brotaba, no podía respirar. Sin embargo, me prometí a mí mismo sobrevivir para proteger a mi familia o hasta saber que estaban a salvo en algún rincón de la Tierra. Mis compañeros me fortalecían, nos acompañábamos unos a otros. La guerra parecía interminable y me horrorizaba pensar en estar muerto antes de que terminara. Pensar que había miles de muertes todos los días me atormentaba. En mi pueblo, yo era el líder, pero ahí era igual que todos y descubrí que la gente pobre es mucho más cálida y amigable que la gente de la alta sociedad de la cual yo provenía. Me asustaba el solo hecho de quedarme solo de por vida. Eso pensaba todo los días porque era lo único que podía hacer. De repente, volvieron los hombres de verde, cargaban armas de fuego inmensas. El clima se puso más tenso y oscuro todavía. Los llantos eran aún más fuertes. Hacían preguntas. La gente se quedaba callada. Estábamos aterrados. No comíamos hace días, ya nadie tenía fuerzas ni para hablar, ni para sostenerse de pie. Agarraban a gente al azar y les pegaban un tiro. La tensión aumentaba, al igual que los gritos. Tiroteos, gas pimienta y luego me encontré tirado en el piso con gente mirándome con cara de pánico. Y así, perdí la consciencia. Me levanté y al ver a mi mujer y a mis hijos frente a mis ojos pensé que era el paraíso. Estaba equivocado. Me encontraba en un infierno terrenal. Mi propio infierno personalizado. Ellos atados frente a mí y yo con un soldado a mi lado apuntándome con un arma en la cabeza. La felicidad de verlos duró pocos segundos, ya que sentí una puntada y así se derramó mi sangre por el piso. Lo último que escuché fue la voz de mi hija gritando desesperadamente. Esta se fue dispersando en forma de eco hasta desaparecer. Quién sabe si los volveré a encontrar. Juana Ortiz 2º año
En la profundidad Cansada, harta de su vida. Volvía de su trabajo que no le satisfacía, todos los días muy de noche, con todo el cansancio acumulado de las semanas anteriores y el estrés por las nubes. Sentía que un ancla la tenía sujeta del cuerpo y cada día caía más y más a un mar de problemas. Sentía que algún día iba a hundirse de tantas tareas y preocupaciones. Cuando era niña solía pensar en lo fácil que sería su vida, sin ningún inconveniente, sin nada de qué preocuparse. Soñaba con castillos y princesas, con el amor verdadero, con las hadas de los dientes y con las cigüeñas que traían a los niños al mundo. Pronto, con la madurez, esos pensamientos se fueron desvaneciendo. También las risas, los buenos momentos y las fantasías de todos los días. Frecuentemente pensaba qué era lo que le había quitado esa sonrisa de aquellos días de gozo, pero no se le ocurría nada. Había tanta tristeza en ella, que a veces, el tema de la muerte la envolvía en dudas. ¿Qué pasaría? ¿Cómo se sentiría? ¿Sería como un abrir y cerrar de ojos? Normalmente, pensaba en esto cuando tomaba su baño después de un largo día de trabajo. Pero hubo una sola vez en que las dudas se pusieron mucho más intensas, mucho más profundas. Estaba con los ojos cerrados, respirando profundo, sintiendo el agua pegada a su cuerpo y contemplando el sonido de su respiración en el silencio del agua. Sentía que era la única persona en el mundo que faltaba ser hallada. Estaba tan concentrada en el pacífico ambiente, que en un abrir y cerrar de ojos se encontró dentro de un inmenso océano. A pesar de que apenas podía mover la cabeza, miró para todos lados. No podía deducir dónde empezaba ni dónde terminaba ese océano. Ni de dónde había salido. Estaba paralizada, en cuerpo y alma. En ese momento de pura vacilación, el abrazo del océano la hizo sentir acompañada, y un feliz recuerdo pasó por su cabeza. El mar grisáceo se tornó en un brillante verde azulado. Una pequeña sonrisa se marcó en su cara. Y ya cuando dejó caer su primera lágrima, fue poco el tiempo que tardó en darse cuenta de que ella ya era parte del mar.
Micaela Fugardo Bello 2º año
Ni siquiera un “adiós” Era muy tarde. Sentía un nudo en la garganta que no parecía ceder. Sentía una furia que me hacía doler la cabeza y una tristeza que me acongojaba el corazón. Siempre alguien tiene que tomar el timón de mi vida y dirigirlo a su manera. Nunca pude tomar mis propias decisiones. Si tan solo mis padres no fuesen tan egoístas, me escucharan o me prestaran atención. Pero el daño ya estaba hecho y ya no había vuelta atrás. Yo tenía 17 años y apenas había empezado la facultad. Sentía que el paso del colegio a la facultad era una transición que indicaba que tenía más autonomía e independencia. Hasta reconocía que mis padres me daban un poco más de libertad. Me considero una persona bastante social. Por lo tanto, no me fue difícil hacer amigos en la facultad. Soy muy cuidadosa con las personas con las que elijo estar. Me doy cuenta fácilmente quiénes son buenas personas y con quiénes no vale la pena ni decir "hola". Y él era un chico súper inteligente y carismático. Quizás no era el más carilindo de todos, pero su personalidad lo volvía irresistible. Me hice amiga de su mejor amigo en la clase y él me lo presentó. Empezamos a salir por unas semanas y nos dimos cuenta de que teníamos mucho en común. Era un chico casi perfecto. Sí. Casi. Él era hijo de padres separados. No suena tan grave. Pero para mis padres esto es gravísimo. Ellos aborrecen el tema del divorcio. Sienten que la infidelidad es algo imperdonable y pecaminoso. Sí, son lo más prejuicioso del mundo. En fin, salimos por unas semanas y nos dimos cuenta de que éramos el uno para el otro. Bueno, casi. Y nos pusimos de novios. Él era de esos novios que son cariñosos pero no te están persiguiendo todo el día preguntándote cómo estas o en dónde estás. Era una relación de confianza mutua y respeto por el otro. Me sentía más enamorada que nunca y no quería estar con nadie más que con él. Pasada una semana de habernos proclamado "novios", él me preguntó: "¿Cuándo voy a conocer a tus papás?". Yo, helada. Él ya me había oído hablar sobre mis padres. Y mis padres ya me habían oído hablar sobre él. Solo que les estuve ocultando ese ínfimo detalle a cada uno. Yo ya sabía que ese día habría de llegar, pero era tanta la felicidad que me brindaba esa relación que se me hacía difícil recordar que lo nuestro podría ponerse en peligro. Luego de algunos segundos congelada en mi cabeza, respondí: "Venite el sábado a comer a casa". Por dentro, mi cabeza se iba descongelando a medida que las maneras en las que pensaba que lo nuestro podría terminar aparecían y me daban vuelta la cabeza. Él, como es un divino, me preguntó: "Che, ¿estás bien?". "Sí, sí, ni te preocupes" respondí, mintiendo como lo venía haciendo todo ese tiempo. Ese día, al llegar a casa, me puse a hablar con mis papás y les di la noticia de que él iba a venir a casa el sábado. Y se los veía contentos, pero era una versión extraña de felicidad que no había visto antes en ellos. Algo así como una fusión de alegría y poderío. Muy extraño. Yo ya venía anticipando lo que habría de pasar. Una disyuntiva apareció en mi cabeza al segundo de haber percibido ese sentimiento extraño de mis padres. Si les cuento a ellos que sus padres están separados, no lo van a dejar venir y me van a prohibir verlo de vuelta. Pero si no les digo, y tampoco le advierto a él que ellos son muy sensibles con el divorcio, el sábado, tarde o temprano, ambos se van a enterar. Decidí no decir nada. Fue una mala decisión. El sábado a las nueve de la noche sonó el timbre de casa. Abrí y estaba él todo arreglado. Lo abracé y se lo presenté formalmente a mis padres. Yo ya sentía que estaba transpirando de los nervios. Nos sentamos a comer. Mi corazón latía muy rápido. Cada vez que alguno de mis padres se ponía a hablar, me paralizaba y escuchaba atentamente lo que querían decir. Él notaba algo extraño en mí. Y, sin anestesia, mi
padre tuvo que preguntar: "¿Cuándo vamos a conocer a tus padres?". Yo me quedé helada. Mirándolo fijamente vi que sin miedo respondió de la forma más natural. El rostro de mi madre cambió por completo. Ella se levantó y me pidió hablar a solas un momento. Yo estaba por desfallecer. Entramos a mi cuarto y ella me dijo con un tono autoritario: "¿De qué se trata esto? ¿Es un chiste? ¿Nos estás haciendo una broma? ¿Cómo no nos comentaste que los padres de este chico estaban divorciados?" Su tono de voz era lo suficientemente elevado como para que él escuchara todo lo que ella decía desde el comedor. Y él, automáticamente, notó que algo andaba mal. "Por favor, mamá. No le pidas que se vaya, en serio. Es un muy buen chico." Las lágrimas ya empezaban a brotar de mis ojos. El hecho de no volver a verlo me hacía daño. Luego, papá apareció y yo salí corriendo al baño. Nunca me sentí tan dolorida y acongojada. Y desde el baño escuchaba a mi papá hablando con él, diciéndole que lo nuestro no iba a resultar. Los dolores en mi pecho no se iban. Y sentí el segundo en el que mi corazón se rompió al escuchar la puerta cerrarse. Se fue. Sol María Lucena Vernengo 2º año
Hechos inesperados -¡Estoy harta de tus mentiras! -Gritó ella, mientras me lanzaba un vaso con furia. No me dio tiempo de explicar que todo fue un total malentendido. Ella arrojó su maleta hacia la cama y empacó su ropa con apuro. Me empujó del camino y se dirigió hacia la puerta. No me dirigió la palabra en ningún momento. Abrió la puerta y se fue sin resentimientos, eso lo noté, pero entre lágrimas. Depresión. Vacío. Furia. Esto es lo que sentía yo sin ella. Unos minutos después de que se fuera, noté que había dejado la mayoría de sus pertenencias en mi departamento. Imaginé que ella vendría de vuelta para buscar sus cosas, o tal vez no tenía en mente volver... Llovía torrencialmente. Sorpresivamente, ella volvió a la mañana siguiente, y yo la recibí como si fuese una vieja amiga de hace muchísimo tiempo. Esquivó el abrazo con rechazo. Me disculpé y la dejé pasar. Se sentó y yo le traje una taza con todo lo que ella precisara para hacer café con leche y me senté frente a ella. Sirvió el café, la leche y el azúcar. Todo esto, sin dirigirme la palabra. Encendió un cigarrillo e hizo aros de humo. Echó la ceniza sobre un cenicero. Sin mirarme, sin hablarme. Sin ningún aviso, se levantó, fue a mi habitación a llevarse sus cosas, y volvió. Tomó su sombrero, su capa de lluvia y se los puso. Y, sin una palabra, sin mirarme, se fue bajo la lluvia, y yo tomé mi rostro entre las manos, y lloré torrencialmente, tal como la lluvia. Máximo Torassa 3º año
Centro de la noche El Doctor siente su respiración a las 12:19 a. m., sutil y cordial, susurrándole como el soplido del viento de aquel lúgubre invierno del ´68. Aún desorientado, frota sus ojos, esperando encontrar una vista sincera. Inútilmente trata de ignorar el frío que comienza a crecer en su nuca haciendo que esta tome contacto con la fina tela floreada que cubre la almohada. Los pies y el suelo toman contacto con desconfianza. Al empujarse con aquellas manos ajadas por el tiempo, el trabajo y el dolor, titubea, pero suavemente es empujado hasta corregirse. Con pasos lentos hace rechinar la madera y se recuerda a sí mismo la palabra “Margarita”, al mirar su foto antepuesta sobre el oxidado espejo. Sin embargo, abre y cierra los ojos para investigar su reflejo. Su mano derecha descansa sobre el corazón solicitando con desespero moderados latidos. Experimenta la presión. Nuevamente es presionado a continuar. Rotando su cabeza, divisa el ropero e involuntariamente avanza. Las extremidades palpan las inconsistentes bolitas del traje, hundiéndose en los profundos bolsillos de seda Italiana. Las risas y el recuerdo de Margarita combatiendo con la pasta Italiana atraviesan la mente del Doctor como una flecha disparada por Guillermo Tell. Lamentablemente, este recuerdo es apagado brutalmente. Mientras camina por el pasillo, pronto él lo acorrala contra una pared y su mente se desnaturaliza. A pesar de todo, el Doctor no se rinde. Lucha con firmeza y determinación. Doctor no cederá a su partida. Margarita va y viene. Sus imágenes cobran colores enceguecedores que lo hacen dar un paso hacia atrás. Él aprovecha su descuido. Pasado el mediodía, cuando los finos rayos del sol atraviesan la ventana y comienzan a proporcionar calor a los frígidos dedos del Doctor, su hija encaja la llave de la puerta, sin imaginar que está a punto de encontrar el cuerpo de su trasnochado padre, golpeado por la Muerte. Martina Dierking 3º año