AL LECTOR Y A LA AUTORA. m o 8
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PRÓLOGO. Hé aquí una obrita que va á ver ia luz publica sin pre tensiones literarias de ningpn género.
Una hija, en la primavera de la vida, henchido el seno de amor filial, anhela sorprender con las primicias de su
joven inteligencia al sér amante á quien debe la existencia. Cautivo y embriagado el padre con el entrañable cariño de la angelical criatura, desea entregar al divino arte de Guttemberg los primeros conceptos que brotan de la plu ma de su idolatrada hija. '' .f-fe
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Dos obsequios recíprocos: dos corrientes eléctricas. una de amor paterno, otra de amor filial. Efluvios amoro
sos del sér que se ve reproducido; aspiración inconsciente hácia quien nos dio la vida. Donde hay dos espíritus que se aman, hay manantiales ocultos de sentimientos y lluvia de impresiones gratas y de goces intensos. Gett®
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LA MANO DE LA
I' composición original DE
Manuelita Fernandez dedicada á su Sr. Padre-
D. FERNANDO FERNANDEZ Areeiboi P, R., 27 de Noviembre de 1880
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BARCELONA. —teo^
Establecimiento tipográfico de los Sucesores de N. Ramírez y C';^ j Pasaje de Escudillers, número 4. 1882.
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AL LECTOR Y-A LA AUTORA. m
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PEÓLOGO.
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Hé aquí una obríta que va á ver la luz pública sin pre tensiones literarias de ningpn género.
Una hija, en la primavera de la vida, henchido el seno de amor filial, anhela sorprender con las primicias de su
joven inteligencia al sér amante á quien debe la existencia. Cautivo y embriagado el padre con el entrañable cariño de la angelical criatüra, desea entregar al divino arte de Guttemberg los primeros conceptos que brotan de la plu ma de .su idolatrada hija.
Dos obsequios recíprocos; dos corrientes eléctricas:
una de amor paterno, otra de amor filial. Efluvios amoro
sos del sér que se ve reproducido; aspiración inconsciente hácia quien nos dio la vida. Donde hay dos espíritus que se aman, hay manantiales ocultos de sentimientos y lluvia de impresiones gratas y de goces intensos.
Biblioteca G®
PROLOGO.
VI
VII
á la hora de la muerte, haciéndonos perder la vista de lo
Un padre, j Ah! ¡Feliz quien puede estrecharle entre sus
finito para sonreír con la alborada de lo infinito.
brazos y colmarle de caricias! ¡Feliz quien puede ver pasar
los huracanes de la vida bajo su égida protectora! Él es el
La autora de esta obrita, cual otra Catalina Cockburn,
solícito guardián que arranca las zarzas del camino sin ver
que á los diez y seis años escribió su Inés de Castro^ ha
que la mano se desgarra. Él vigilante nocturno de nuestros
-empezado á cultivar este difícil género de literatura, muy
sueños de rosas. La mano que detiene la piedra que va á herirnos. El artista misterioso, encariñado en su obra, y enamorado de las bellezas de su cuadro. Un; padre tiene algo de sagrado como un dogma, y de incomprensible
joven; en la época en que las rosas abren sus pétalos car
gados. de aromas y pueblan el espacio sonidos armoniosos;
como una profecía. La paternidad" es un sacerdocio im
en la época eh que el corazón despierta de su letargo fun cional y la imaginación irradía con una actividad inusitada. Tal vez sea la primera escritora puerto-riqueña que a tan
puesto por la naturaleza al hombre.
corta edad haya escrito una novelita.
y sin embargó, su trabajo revela no poca penetración
¡Una hija! Un lazo de amor^ Una recompensa. La gota de almíbar con que ha envuelto el Creador el aloe de la
en los misterios del alma; sus diálogos son vivos; la inven
existencia. Ella dulcifica nuestros pesares y sinsabores-.
tiva tiene alguna novedad, en cuanto cabe haberla en la mina de la invención que está casi agotada, y su estilo es
Las arrugas de lá frente, hijas de las contrariedades del
elegante. Campea el sentimiento en toda la composición y hay cuadros que nos conmueven bañando nuestra alma en
humano batallar, desaparecen con la sonrisa que chispea en sus inocentes labios. Dios nos la da para que nos sirva
las aguas del dolor ó del placer. Descúbrese, á veces, falta de unidad en algunas escenas
de ángel visible de la guarda á fin de animarnos en la pe regrinación por el planeta. Una hija es el ruiseñor del ho
que se precipitan sin estar preparadas, y el colorido no guarda, á lo mejor, armonía con el asunto; pero estos y
gar que alegra el ambiente doméstico como los cantos de un trovador, y su amor es radiante como una aurora y
otros defectos son obstáculos inaccesibles en las historias
tranquilo como el rayo de luz que despide el lucero de la
ficticias, y buenos timoneles han naufragado muchas veces
madrugada. Dios ha querido que sus manecitas angelicales
en el revuelto mar de la composición de una novela.
sean reóforos eléctricos que nos despierten al trabajo, y
Si nuestra novel escritora desea continuar cultivando
que su cariñosa mano sirva para plegar nuestros párpados, í:!
1 VIII
PROLOGO.
IX
PROLOGOf
raleza, y sobre todo esta naturaleza de los trópicos tan
pañolas, ó una Belcher Stowe (Harriet Elizabeth), autora de la importante obra La choza de Tom, novela que tanto
pintoresca, sorprendente y misteriosa, donde el agua brota
ha contribuido á la redención de la raza africana, pintando
á torrentes fecundando las praderas; los árboles llenos de
con valentía los hoiTores de la esclavitud,
este ramo de la literatura, estudie profundamente la natu-
ramaje, se doblegan con el peso del sápido fruto, y los
montes siempre verdes, siempre risueños, cargados de es
meraldas, ni cuajan en su cima la nieve, precursora del alud, ni en sus entrañas el fuego, génesis del volcan. Estudie la sociedad, ese océanó revuelto de intereses'
encontrados, cuyo continuo oleaje nos envuelve y domina, como la honda á la gota, como el rayo á la chispa, como la molécula al átomo. El pintor copia detalladamente las
obras del Veronés y del Ticiano para ejercitarse en el su
blime arte de Apeles, y el escritor debe escudriñar la sociedad, porque así como hay lienzos que despiden cata
rlas de luz, hay escenas sociales que arrojan torrentes de El estudio alimenta el espíritu y desarrolla las aptitudes; la mujer que estudia, huye de las tinieblas y camina hácia
la luz, y la luz es la ciencia, y la ciencia es el bien. Maña
na, nutrida nuestra joven autora con el estudio, gimnasia de la inteligencia, y con el manejo de escogidos autores, guía del escabroso sendero de los conocimientos, podra
llegar á ser una Sofía Cottin, la célebre autora de Matilde ó las Cruzadas, una Cecilia Bohll, gloria de las letras es-
C. CoLL Y Tosté.
PROLOGO.
PROLOGO.
3
alma, tomando por base tus sabios ejemplos, he empezado esta pequeña obra, fruto"de grandes afanes, con que quiero obsequiarte en este dia en que veo resplandecer sobre tu frente la satisfacción que embarga tu ser. A tí, amantísimo padre mió, dedico el primer ensayo de mis trabajos intelectuales; nada encierran que pueda envanecerme, co^
IDOLATRADO PADRE MIO:
nozco mis pobres fuerzas y lo inseguro de mis vacilantes pasos en el interminable y escabroso camino, para querer
qué, á su turno, los demás seres se renuevan, así te sea plá
pisar la más débil grada pór donde se asciende al templo del saber, que abre sus puertas solamente á aquellos que nacieron guiados por el luminoso faro del talento y de la
cida la renovación de mi inmenso y entrañable amor filial,
ciencia.
Así como el sol renueva su revolución periódica y hace
en este día felice de mi natalicio, en que ha iluminado los
Pero tú, tú, con tu acostumbrada benevolencia, reci
instantes de mi vida,, hasta el decimosexto año de mi pe
birás como pequeña prueba de mi aplicación, estas líneas,
dirigida por tus tiernos consejos y estrechada contra tu
que aspiran únicamente á darte un testimonio de mis es. fuerzos, y á brindarte el producto de la preciosa simiente,
fervoroso seno, donde he respirado inalterables dichas, que
que ávido siembras en mi humilde heredad. Recíbela cari
el labio calla para conservar su recuerdo, tan venerado
ñoso, vea yo vagar en tus labios una sonrisa de aprobación, y mis constantes anhelos serán satisfechos.
regrinación en el mundo; guiada por tu amorosísima mano,
como recóndito, en lo íntimo del corazón.
Yo te saludo, padre mió, con el más profundo amor y
El cielo, de quien imploro tu recompensa, te dé lo que
respeto, y Hamo sobre tu venerable cabeza, como signo
reserva á los buenos que como tú, cumpliendo con tan sa
gradas misiones, merecen la felicidad en la tierra, y el bien
de bendición. I
perdurable más allá de esta mansión llena de azares y fatigas.
Basada en las virtudes que has sabido encarnar en nii
-v^
La mano de la Providencia. IVlANUELiTA Fernandez,
CAPÍTULO PRIMERO.
LA CABAÍiA.
Cejemos volar el pensamiento, dejémosle ' correr de colina en colina, de pradera
en pradera, por los fértiles campos de la Suiza; pero detengámonos al llegar á un florido valle para comenzar en él nuestras reflexiones. La primavera esparce sus bellezas sobre este lugar encantador, la naturaleza sonríe, in
dudablemente mostrándose propicia con este
pedazo de tierra que,cruzado por un cristalino arroyo, muestra ufano su verdor y las odorí ficas flores que le matizan.
En medio del valle y como acariciada por
las suaves brisas de esta campiña deliciosa.
LA MANÓ
DE LA PROVIDENCIA,
alza sus blancas paredes una casita de rústica arquitectura, cercada por un cultivado jardin, que parece ofrecer sus galanas y aromáticas
flores, en tributo, á la manó cariñosa que tan
CAPITULO II.
esmeradamente le cuida.
Todo en esta cabana demuestra que algún misterioso sér habita en ella; por todas partes reina tal arreglo, y está todo colocado con tan ta simetría, ^ue á primera vista el observador acertaría que en acjuella choza tan pobre vive una mujer, pero no una mujer vulgar, sinó una joven de corazón sensible y de clar^ inte ligencia.
Efectivamente,^allí existe esa mujer, pero
LA CORTE Y SU FAMILIA.
RA una tarde de Junio, eñ el pasado siglo; el sol, ocultando sus dorados rayos tras la vecina montaña, cedía su lugar á la noche; el viento no agitaba las. florestas, el arroyo murmuraba tranquilo y á la puerta de
también hay otras cuatro personas que^ cual
la cabaña cinco personas contemplaban este
ella, pasan sus apacibles días en la.casita del
panorama encantador, dando su despedida al agonizante día y albergando en sus almaS la esperanza de un mañana en el que pensaban
valle.
Vamos á conocerles.
naiiar nuevas emociones,
'
Estas cinco personas eran un anciano, una • mujer de alguna edad> un hombre de tez mo
rena, un jóven de veinte años y una jóven de
LA MAIÍÓ DE LA PROVIDEKCIA.
diez y ocho; éstos eran los que componían la
piaba con éxtasis, era el ama de llaves, mujer
familia de la casita del valle, cuyo jefe era
'Liigar, pero de nobles sentimientos.
anciano que vamos a describir.
Pedro, que á cortos pasos de ella trabajaba
Don Juan Antonio de la Corte era un hom
la tierra, era el compañero del señor Juan,
bre de sesenta años de edad; su barban blanca
hombre rústico, pero honrado.
como- la nieve; sus ojos, de un color indefiniM'.'. ú.iiím una expresión tal de dulzura y luí¡nilüau, que á primera vista fascinaban; sus ca
En cuanto á los jóvenes, debemos ocupar nos de ellos con mayor detención.
Andrés, que era el mayor, tocando al des-
bellos blancos caían sobre sus hombros; tema
^ envolvimiento de su natural ingenio, había cumplido los diez y nueve años, y su carácter
una estatura regular, y fácilmente se hubien. descubierto que cuando joven Juan Antonio
empezaba á desarrollarse atrevido y resuelto.
Su cabello negro, sus ojos oscuros, su tez mo rena, Su estatura pequeña, pero vigorosa, pa recían indicar un espíritu de fuerza y decisión extraordinarias. Sus costumbres eran igual
de la Corte debía haber sido robusto y de fuerte constitución; ¡pero losanosi jAhl como la senectud!..:
. ..
Sin embargo, más que su simpático^-
1^
mente raras. Ya no estaba contento con la
valía su alma; jqué dulzura; qué bon a , q
sociedad de su hermana, ni con los juegos in fantiles; le gustaba vagar por los bosques, tre
benevolencia expresaban sus palabras. 4"
/
razón era un manantial de ternura para
y no iba un desgraciado á la casita de j^
par por las colinas, escalar las rocas y contem
plar el horizonte; horas enteras pasaba sobre las escarpadas peñas, y parecía sumergido en
que no saliese con la sonrisa en los labio tranquilidad en el alma-.
una especie de éxtasis al escuchar el incesante
María, la mujer que á su lado le eon ■i
murmurio del viento en las vecinas florestas.
lado, porque cedía á sus menores caprichos y,
Alicia^ de formas delicadas, de ojos azules y de cabellos rubios, era apacible, tierna y con templativa, amaba las flores y los pájaros, y se recreaba en el cristalino arroyo que rodeaba su
en fin, la quería porque sí, sin darse cuenta
de sus impresiones. En él había algo de egoís mo, en ella era todo abnegación. El señor Juan comprendía la diferencia que había entre sus ahijados; pero profesándoles
poética casita. Arreglaba su cabana con esme
paternal afecto, disculpaba todo lo que podía
ro, cuidaba de su padre adoptivo y le oía ex-
sus faltas, y en todas sus acciones encontraba siempre un algo remisible. Las ausencias de
tasiada referir pasajes de su juventud. Amaba á su hermano con delirio, y lloraba al ver que
Andrés habían llegado á impacientarle en algu
el carácter reconcentrado de éste no la brin
nas ocasiones; pero como su corázon era todo
daba la espontaneidad que ella deseaba tener
ternura, la menor disculpa de su hijo (como él le llamaba) era suficiente para desvanecer su
con el compañero de su niñez.
El señor de la Corte había sorprendido al
gunas veces una lágrima oscilante en sus ojos; pero ella había disimulado su dolor, y jamas descubrió la causa de su tristeza, ántes bien, si el anciano culpaba al jóven, ella sinceraba todo resentimiento contra su hermano porque
alimentaba hácia él una especie de adoración. Andrés también la amaba, pero no con ese
cariño que identifica dos almas; la quena por
que la veía á cada instante, porque vivía á su
desagrado.
r
Bajo la sombra de este hombre excelente, Alicia y Andrés crecieron modelo de virtudes; y aunque contrariados en carácter, conserva ban en sus corazones la sana moral en que su magnánimo preceptor les había educado.
!' I DE LA PROVIDENCIA.
LA MAHO
nocido para muchos de los habitantes de Sui za; sin embargo, nada más bello que su cielo
trasparente, nada más rico que sus fértiles cam pos, nada más cumplido que sus felices mo radores.
CAPÍTULO III.
Allí todos eran hermanos, todos tenían los í/.'
mismos pensamientos y todos estaban unidos
por idénticas consideraciones. LA ALDEA. t
J
Esta pacífica aldea quedaba cerca de la ca bana del señor juan, donde él iba los días fes tivos con sus ahijados á oir una misa; después
L que hubiese viajado por la Suiza, en
visitaban á sus amigos y en todas partes eran
el tiempo á que nos referimos, habría pasado por la alegre aldea de... Una reunión
recibidos con muestras de cariño, de ese afecto
desinteresado ¿jue sólo se encuentra entre gen
de blancas casas con una iglesia y una peque
te de sano corazón.
ña plaza la componían, pero todo en ella ence rraba una poesía tan rural, que ningún viajero
sembrados, regocijándose en sus adelantos; las
hubiera pasadade largo sin entrar en ella á
jóvenes regalaban flores á Alicia y los mozos
respirar su saludable ambiente, á conversar
mostraban á Andrés el resultado de sus tareas.
con sus sencillos moradores y á probar el agua
Después regresaban á la cabaña; algunas
de su caudaloso río.
Indudablemente esta aldea no figura en la
historia, y quizas su nombre haya sido desco-
Los ancianos enseñaban al señor juaií sus
veces les acompañaban varios vecinos, y cuan do venían solos el señor de la Corte explicaba
10
LA MANO
DE LA PROVIDENCIA.
á sus hijos sobre la propiedad de las plantas que encontraban por el camino ó les daba sa bias lecciones de moral. CAPITULO IV.
LA ERMITA.
ÑIRE la aldea ya mencionada y la casita del valle, en un recodo que formaba el camino, existían unos escombros que á
primera vista no ofrecían ninguna novedad Aquellos despedazados muros eran las ruinas de una ermita en que ántes de fabricarse la
'V /í
%
iglesia del pueblo un venerable párroco decía misa los días de fiestasi pero después que se
hizo la nueva nadie volvió á ella, y poco á
poco se fué destruyendo, sin que los principa les de la aldea se ocupasen de componerla. Más tarde empezaron á contar los ociosos
las cosas que se veían en las ruinas; unos afir
maban que luces, otros que se oían gritos, y
I2
DE LA PROVIDENCIA.
LA MANO
(I
no faltó quien asegurara haber visto trasgos y espantosas visiones. Algunos ponderaron los hechos y otros se mostraron indiferentes, hasta que un día pre sentóse un ermitaño suplicando le dejasen vi vir en los escombros. Nadie sabía de dónde
venía, ni quién era; sólo dijo que se llamaba el hermano Lúeas, y pretendía destinar los muros (si se los concedían) á la hospitalidad, pues muchas personas se perdían por aquellas selvas y merced á un farolillo sobre su pórtico los caminantes irían allí á pasar la noche.
Esta petición fué aceptada con gusto y el hermano Lúeas se instaló en sus ruinas, con
servando siempre aquella modestia que le ha cía parecer tan reverendo. Desde entónces nunca faltaba algún hués
ped en la ermita y todos salían encantados de la afabilidad y cortesanía del ermitaño.
No así el señor Juan, quien por un extraño
presentimiento veía en el fondo de sus accio nes un algo incomprensible.
Pero volvamos á nuestra casita del valle,
no en los tiempos en que hacemos esta rela
ción, sinó diez y ocho años ántes de los hechos referidos.
DE LA PROVIDENCIA.
LA MANO
15
se puede dormir durante la lucha, sintió el se
ñor Juan Antonio de la Corte, que la habitaba, un llanto desgarrador á su puerta.
CAPÍTULO V.
Al principio temió fuese alguna emboscada del enemigo; pero al percibir el silencio, úni camente interrumpido por los gemidos de una criatura, abrió la puerta, y buscando á la cla ridad de un farol que para el efecto llevaba, vió dos niños que, abrazados y arrecidos por
DIEZ Y OCHO AÑOS ANTES.
La Suiza gemía bajo el yugo del tirano;
el frío, daban desaforados gritos. El mayor,
los opresores de la humanidad se habían apoderado de aquella nación^ cuyos hijos^
que tendría año y medio, estaba casi descu bierto, y la segunda, que contaría un mes, lle
alimentados en el conocimiento de la libertad,
vaba por todo abrigo una andrajosa vestidura.
suspiraban por recuperar su perdida calma, hasta que el héroe entre los héroes dió el
El señor Juan hesitó ántes de coger en sus
brazos aquellos angelitos, que morirían de frío y hambre; pero guiado por su nunca desmen
deseado grito, seguido de sus nobles compa triotas.
tida bondad, los entró en su pobre cabaña,
Por estos tiempos la aldea de..... á medio construir sufría las consecuencias de la guerra,
y sus moradores, desolados, huían al campo para librarse de los peligros del combate. Una noche en que en una cabana cerca de la citada aldea dormían tranquilos, si tranquilo
diciendo para sí: «Yo seré vuestro padre, A
miéntras la legitimidad os reclame.» La anciana y honrada María se encargó del cuidado de los huérfanos, amándoles como hijos.
ló
DE LA PROVIDENCIA.
«7
LA MANO
profunda antipatía, y aunque á primera vista parecían amigos, había un algo que les sepa raba. ¿Sería, acaso, que la conciencia remor día al hermano, y á la Corte le anunciaba algo
Pasaron años^ concluyó la guerra y nadie pidió los niños. El señor la Corte los adoraba,
y en el fondo de su alma sentía una especie de placer al pensar que Alicia y Andrés jamas le
el corazón ?
abandonarían; pero al contemplar sus canas y
No adelantemos los hechos.
al sentir que sus fuerzas decaían, una lágrima corría por sus mejillas; veía acercarse la muer
Sigamos nuestra relación en el tiempo en
que nos ocupábamos, y entremos en la choza del señor Juan cuando iodo en ella demuestra que algún accidente importante les tiene in
te y temía dejarles solos en el mundo. Sin em bargo, se consolaba pensando que á su muerte Andrés sería un hombre y cuidaría de su her mana y de la cabaña. El mayor de los niños contaba diez y siete años y la segunda sus quince primaveras,
tranquilos.
¿Qué turba la paz de los habitantes de la casita del valle? Veamos.
cuando el ermitaño se estableció en la derruida
capilla; y aunque algunos de los mozos y mu
chachas del pueblo iban á las ruinas los días de gran festividad á escuchar los sabios pre
ceptos del hermano Lúeas, nunca había per mitido el señor Juan fuesen sus hijos, dando por pretexto que deseaba cuanto supieran sus ahijados fuese enseñado por él.
Entre aquellos dos hombres existía una
4
DE LA providencia.
LA MANO
necida su esperanza, torna á cerrarla murmu rando un «¡Nada!» que hace estremecer al señor Juan. CAPITULO vi;
Alicia, junto al marco de la ventana, llora constantemente.
INCERTIDUMBRE.
s de noche, el viento sopla con fuerza, el agua cae á torrentes y fúlgidos relám pagos cruzan el éter; el trueno retumba por
el espacio, y las aves huyen despavoridas á los vecinos bosques en busca del abrigo que les niegan las cimas de los mecidos árboles.
En la morada del señor Juan reina la mayor ■ consternación.
En la pequeña sala están tres personas, en cuyos pálidos rostros se representa la incerti-
dumbre que les devora. El señor de la Corte, sentado en un viejo sillón, oculta su rostro entre las manos.
María, cerca de la puerta, se levanta al me nor ruido y corre á abrirla; pero viendo desva-
Por fin el anciano interrumpe el silencio ex-, clamando:—No viene, pues yo iré á buscarle. —¡Vos, padre mió! dijo Alicia acercán dose á él y reclinando su hermosa cabeza sobre su hombro.
—Sí, hija míay yo iré; pues aquí de nada sirvo recorreré las colinas, treparé las montañas y no volveré sin él.
—^No,señor; vos no podéis arrostrar la tem
pestad, vos no podéis exponeros á los peli gros que á vuestra edad son inminentes. —Déjame, Alicia, déjame salir; me siento fuerte y espero que Dios me ayudará. Un ¡Ah! desgarrador se escapó del oprimi do pecho de la joven, y arrojándose á los piés del buen anciano.
—¡Padre mió, padre mió! le dijo; ¡nonaé
LA MAKO
20
abandonéis! Hoy lloro la pérdida de un her
mano, ¿qiié seria de mí si tuviese qué sufrir la tan irreparable de un padre! María se acercó también á su amo en su
plicante ademan.
—jOh! exclamó el anciano, vais ár Vol verme loco. ¿No comprendéis que siendo yo el más interesado le buscaré con mayor ahin
co, le llamaré por todas partes y el eco de mi voz resonará en su corazón ?
—^No, señor; no, sois anciano, no podéis caminar tanto y solo, y á estas horas de la
noche y en medio de la tempestad, quizas tuviéseis la desgracia de caer en precipicios tan temibles en las escarpadas montañas.
—Alicia, balbuceó el Sr. de la Corte, le vantándola del suelo; conozco bien estos alre
dedores y no temo esos peligros que tu agitada mente exagera. Reza miéntrasyo vuelvo; eleva tu alma hacia el Sér Supremo y El oirá tus sú
plicas. Déjame salir, pronto volveré y calmaré tu incertidumbre.
DE LA PROVIDENCIA,
2r
El Sr. Juan se dirigió á la puerta. María y Alicia corrieron tras él, y cuando el anciano se precipitaba en el campo, dos hombres pisaron el dintel de la puerta, llevando en los brazos el ensangrentado cuerpo de un jóven. lin grito se escapó de aquellos corazones amantes, y cayendo de rodillas, el señor de La Corte, Alicia y María estrecharon con indes criptible alteración aquel cuerpo tán querido.
LA MAKO
DE LA PROVIDENCIA.
23
Andrés,á alguna distancia,y medio escondi do entreel espeso follaje de una frondosa madre selva, leía en un gran volúmen; aunque bien CAPITULO VII
se pudiera decir, que más que leer, meditaba.
De pronto cerró el libro y se dirigió á la caba na; pocos momentos después salia otra vez
¡perdido!!!
llevando su traje de camino, su sombrero de paja y su grueso bastón.
Acercóse al Sr. de la Corte, y poniéndole AMOS ahora á explicar á nuestros lecto res cómo empezaron los hechos referidos en el capítulo anterior. En el jardin de la Casita del Valle estaban elíSr. Juan, sus hijos y sus dos criados.
V
El anciano examinaba las floríferas plantas cultivadas por su Cándida ahijada. Pedro, en el huerto, junto al jardin, sem
braba; María cosía. Alicia regaba sus queridas flores, encontrando en cada una de ellas un
encanto más, que admiraba regocijada y que mostraba complacida á su bondadoso pre ceptor.
afablemente una mano sobre el hombro, le dijo en tono respetuoso:
—Adiós, padre mió.
—¿Te vas ya, Andrés? exclamó el anciano
volviéndose hacia su discípulo.
Sí, señor; el día está muy hermoso y convida á disfrutar los cálidos rayos de su bri llante sol. Si me permitís...
—Vé con Dios, hijo mió, y que Él no te abandone.
El jóven tomó la mano de su padre y la llevó á los labios. Después, acercándose á Ali cia, que le contemplaba con triste semblante:
DE LA PROVIDENCIA.
LA MA>tO
—Adiós, hermana, la dijo, y depositó un beso casto y puro sobre la frente virginal de la púdica doncella. Alicia pronunció un «¡adiós!» ténue,que se perdió enire sus labios, confundiéndose con el aroma de las flores que la rodeaban, y miéntras Andrés salia distraído del jardin, apareció una lágrima en sus ojos; indudablemente bro taba de su alma.
Sin embargo, no exhaló una sola queja, le
siguió con la vista, y cuando ya no pudo dis tinguirlo, entró en la cabana para dedicarse á sus diarias tareas. ¡Su pensamiento estaba muy lejos! Volaba alrededor de Andrés.
Pasóse el dia y el jóven no volvió; esto no causó extrafieza, pues acaecía frecuentemente;
desesperación el desaliento del Sr. Juan, su hija y María.
^
Algunos labradores de la aldea salieron por distintos sitios á buscarle y todo estaba en conmoción.
Por la tarde del tercer día se presentó el fiel Pedro, que pálido y demudado al ver á su amo, en cuyo rostro se notaba el surco de las
lágrimas, y al contemplar á lá infeliz Alicia, de cuyo pecho palpitante brotaban ahogados so llozos, sólo pudo pronunciar uná palabra que heló en las venas la sangre del Sr. Juan y de su hija. —¡Perdido!! exclamó, y ¡Perdido!! repi tieron aquellos séres, que transidos de dolor, no sabían cómo explicarse su desventura. Por fi n. La Corte recobró un poco de calma
pero al llegar la noche comenzaron á impa
y mandó á Pedro siguiese en suS pesquisas
cientarse los moradores de la Casita del Valle.
Pedro salió á preguntar en la aldea; nadie le habia visto; visitó las vecinas colinas y todo
junto.con los del pueblo, cuando ya se cernía sobre ellos una horrible tempestad. Por la noche ya saben nuestros lectores lo
fué inútil.
que pasó entre el Sr. Juan y su hija, y en el
El sol tocaba á su ocaso, y rayaban en
DE LA PROVIDENCIA.
27
LA MAKO
deplorable estado que dos desconocidos tra jeron el exánime cuerpo del infortunado An drés,
CAPÍTULO VIH.
EL PACIENTE.
L Sr. de la Corte, asistido por los salva
dores de su hijo, colocó á éste en el
lecho, miéntras Pedro, que acababa de llegar, iba á la aldea en busca del médico.
Alicia, ahogando el dolor que embargaba su alma, sentóse á la cabecera del enfermo,
dispuesta á no separarse de allí hasta que su querido hermano diese señales de vida.
Era preciso ver aquella jóven de blondos cabellos, que caian en desórden sobre su mór bida espalda, de ojos color de cielo, labios de coral siempre entreabiertos al dolorido acento,
y de pálidas mejillas, por las que rodaban lá-
DE LA PROVIDENCIA.
28
29
LA MANO
cion que hería el alma de la angelical doncella!
grimas de intenso pesar, tratar con sus caricias
volver á la vida aquel sér, mitad del suyo, que yacía exánime sin responder á su voz, sin dirigirle sus miradas y sin recoger sus tiernas
palabras. ¡Qué tesoro de amor encerraba aque lla Cándida niña! Su corazón, agitado ya por las amarguras de la vida, se asemejaba á una entreabierta rosa azotada por el furioso hu
Sin embargo, no contradecía sus gustos, y f
aunque tuviera que sacrificar sus naturales propensiones, condescendía siempre á los de seos de su compañero con ciego acatamiento, y sin violencia alguna.
Viendo á Andrés enfermo y casi á las puer
tas del sepulcro, no se separaba un instante del lecho del dolor, asistiéndole y cuidándole
racán.
Alicia amaba á Andrés con un amor inde
finible, con un cariño más que fraternal; ella no se daba cuenta de la pasión que alimenta ba y creyendo que todos sentían hacia sus
hermanos tan profundo afecto, le agasajaba ha ciéndole tomar proporciones colosales.
Quizás su corazón preveia un algo, que todos estaban léjos de adivinar...
con atención y esmero.
El Sr. Juan á su vez no se separaba de su
hijo, y esperaba ansioso á Pedro y al Doctor. Por fin llegaron; María condujo á éste al aposento.
El ojo investigador de la ciencia fijóse sobre el inanimado cuerpo, y un gesto con tractivo hizo conocer al señor de la Corte que
(i La amaba Andrés del mismo modo? quién
su ahijado estaba en peligro. Acercóse al Doctor, y con una de esas mi
sabe si sentía hacia aquella hermana el mismo
radas que sondean los más recónditos pensa
afecto que ella hacia él; pero dominado por su
mientos le dijo:
constante melancolía, prefería la soledad de
¿Qué tal?
los bosques á su compañía. ¡Horrible convic-
30
DE LA PROVIDENCIA.
LA MANO
31
e! interpelado, pero no tan baja, que aquellas
seno, sin duda penetró en el de Alicia, quien á su vez, con igual gemido, despertóse sobresal
palabras no resonaran en el corazón de Ali
tada.
cia, quien casi insensible, sentóse desfalle
Al ver que Andrés había recobrado el co nocimiento, y que la miraba con Ínteres, lan zó un grito de extremado gozo, cuando su
—Mal^ muy mal—contestó en voz baja
cida.
Así pasaron tres días los habitantes de la
Casita del Valle, esperando una crisis, en que fundaban sus esperanzas.
Al cuarto día Andrés recobró el conoci
miento y al pasear una triste mirada por aque lla habitación, sus ojos tropezaron con Alicia, que sentada junto al lecho, habíase quedado
dormida. La jóven estaba pálida y desmejora da, sus labios entreabiertos parecían demos
hermano asiéndola con cariño, la dijo:
—Tusayes inquietarán á nuestro padre. En este momento descansa y una impresión á su edad, es peligrosa.
—Andrés, hermano mió... murmuró la
jóven, cuya palidez tornóse repentinamente en la más encendida grana, é inclinándose so
bre el enfermo depositó un ósculo fraternal
trar que rezaba cuando la rindió el sueño; de sus ojos se deslizaba una lágrima y sus manos entrelazadas caían sobre su pecho. El espíritu del jóven se dilató contemplan do aquella niña, que cual ángel salvador, se colocaba á su cabecera, en tan supremos ins
sobre su lívida frente.
tantes.
voraba; pero al ver á su hijo, que le tendía
Un suspiro escapado de lo profundo de su
Andrés pagó aquel beso con una mirada, y sus almas se confundieron.
El Sr. Juan entró en aquel momento; sus prohijados no pensaban en él!... ¡Pobre anciano!!!...
Su semblante revelaba la pena que le de
DE LA PROVIDENCIA.
LA MANO
33
una mano lanzó una exclamación de alegría y
¡Cuál sería mi dolor, al ver que me encon
se arrojó en los brazos deljóven. En aquel momento, este hombre todo bon
traba en la peligrosa selva en que tantas veces me habíais prohibido internarme!... Sin pensar cómo saldría de aquel laberinto, conti
dad y ternura, no pensaba en sus justas incul paciones, sino en la inmensa aflicción que su protegido le ocasionaba; le veía fuera de pe
ligro, y en su magnánimo corazón no podía reconvenirle.
Después que recobró las perdidas fuerzas,
Andrés refirió á su limitada familia, lo que va mos á relatar:
Salí de la cabana, dijo, sin saber á dón
de dirigirme, vagué algún tiempo por las
nuaba andando siéndome cada vez más ex tenso el bosque.
¡Llegó la noche! Era la segunda que pa saba en aquel retiro tan solitario; pero el sue ño vino en mi auxilio... Por la mañana esta
ba transido de hambre y frió, y casi no podia caminar. Entónces se representó en mi mente
nuestra poética cabaña: me pareció que os veía, padre mió, con semblante adusto, arro
colinas, y al fin, fatigado, me dormí á la som bra de un frondoso álamo; era de noche cuan
jarme de vuestro lado; vi á mi hermana que
do desperté, me pareció que el mundo daba vueltas, y sin darme cuenta de mí mismo, se
iba á tomarla entre las mias, un abismo nos
guí andando sin dirección ni rumbo. Sentía
que tropezaba con punzantes zarzas y abrojos que lastimaban mis piés, pero creyendo que me acercaba al Valle, no me detuve á examinar
el camino que atrevesaba; el día llegó por fin.
más compasiva me tendió su mano y cuando separó; entónces, desesperado, me arrojé á él;
éste fué, sin duda, el profundo precipicio de donde me sacaron mis nobles libertadores.
Así concluyó Ahdres la relación de su. ex traviada vía.
Todos lloraban y la anciana María, que
DE LA PROVIDENCIA.
35
LA MANO
34
había sido para él una madre, se levantó de su
asiento, para abrazarle en un transporte de amor maternal.
El jóven recibió las caricias de la buena
CAPÍTULO IX.
mujer con bondad y dulzura, asomando á sus ojos lágrimas que indudablemente brotaban de su arrepentido corazón.
'Los Huéspedes.
A los pocos días, gracias al esmero del mé
dico y á los cuidados de su familia, pudo de jar el lecho y sentarse en el viejo sillón de su
L mayor de los desconocidos sena un hombre de cincuenta años, alto y de
no, accedido á la petición del venerable an
porte majestuoso; sus facciones mostraban dignidad y altivez; sus , cabellos casi blancos, su frente despejada estaba cruzada por ancha cicatriz que le daba cierto aire de nobleza, sus ojos eran garzos y penetrantes, su nariz agui leña y su boca grande disimulada por la espe
ciano.
sa barba que bajaba hasta su pecho.
preceptor.
Se nos olvidaba decir que el Sr. Juan no había permitido á los salvadores de Andrés, que se marchasen, y ellos, que demostraban
Ínteres por la salud del jóven, habían, ásu tur
Estos dos personajes serán objeto de sepa rada narración.
Vestía el traje de peregrino y á través de sus forzadas sonrisas, se adivinaba una pro funda melancolía.
El segundo llevaba también el hábito de la
DELA PROVlDHtíClA.
peregrinación. Tendría dos ó tres años ménos
rácter taciturno y excéntrico; no ha perdido su natural melancolía, pero es más jovial con" el
que aquel y de menor estatura; su rostro tenía una expresión dulce y triste; llevaba corta la
señor Juan, más cariñoso con Alicia, más ama
barba, y parecía más reconcentrado que su
do, teniendo ambos iguales atractivos.
ble con María y ménos imperioso con Pedro. Habiendo estado á las puertas de la tumba, comprendió la diferencia que existía entre los cuidados de su familia y la soledad de los bos
Pero vamos á encontrarles con los habi tantes de la Casita del Valle.
ques; y aunque deseaba ponerse totalmente bueno para poder contemplar la naturaleza,
Andrés aún no sale de la cabaflá y la fami
que tanto le^embelesaba, se proponía ayudar más en lo sucesivo á su anciano padre. Como
companero;si n embargo, era amable con to dos, y á escoger entre ellos se habría fluctua
lia le hace compañía. i
Sentados en la pequeña sala se yen:
El Sr. Juan conversando con los peregri nos; María á alguna distancia cosiendo, cerca w r
37
de la puerta que está sólo entornada; Andrés descansa en el antiguo sillón; Alicia borda á
» JM
M 'íh
su lado, áunque de vez en cuando interrum
el niño que espera ansioso el deseado juguete, así Andrés deseaba empezar aquella nueva vida en que se prometía infinitas delicias. Algunas veces soñaba que un ángel le sa caba de un horrible averno: aquel ángel tenía blondos rizos y poco á poco se iba convirtien
pen, él su meditación y ella su costura, para
do en una encantadora doncella, que á no
hablarse de cualquier futileza que á ellos sola
dudar era Alicia. Despertábase entonces, y veía á su hermana que le contemplaba con una
mente interesa.
Pero no debemos olvidarnos de decir que
ya el hijo de La Corte no es aquel jóven de ca-
\
mirada indefinible
Como decíamos, la familia del Sr. Juan
38
LA MAWO
DE LA PROVIDENCIA.
39
estaba reunida en la pequeña sala, cuando
de pronto la puerta giró sobre sus goznes y la descarnada figura de un ermitaño apareció en ella.
CAPITULO X.
EL
HERMANO LUCAS.
L hermano Lúeas, pues era él, penetró en la habitación
Lúeas Gil tendría unos cincuenta años;
era de baja estatura y de débil complexión; de
fisonomía prolongada, frente deprimida, ojos hundidos, y pronunciados pómulos; su nariz era curva, sus labios delgadísimos y su cuerpo descarnado.
A primera vista el ermitaño era antipático, pero estudiándole bien, era detestable.
En aquel hombre se albergaban todas las ñialdades; su corazón de hierro le hacía mirar
impasible la mayor desventura, como hubiera
DE LA PROVIDENCIA.
41
LA MAÍ40
40
contemplado la felicidad misma; de sus ojos nunca brotaba una lágrima; pero, ¿cómo llo rar si nunca un sentimiento noble conmovía
señor de la Corte adivinó los instintos de aque
lla fiera con ropaje humano, por eso al verle en su casa una nube sombría cubrió su ántes ri sueño rostro.
su alma?
Después de una vida llena de azares; des
pués de tropezar con multitud de escollos, el hombre pervertido, el azote de infinidad de familias. Lúeas Gil, en fin, se resolvió á vivir en unos derruidos muros, haciendo el papel de
ermitaño; pero no creáis que el remordimien to había llamado á las cerradas puertas de su conciencia. Esta, abrumada por los vicios, es
taba en una especie de inacción, porque me ditaba nuevos crímenes. De tal manera se ha
bía avezado á la maldad, que le era imposible evadirse de sus torpes inclinaciones. Una vez
dado el primer paso, la malignidad penetra en todas partes.
Viviendo en la aldea hacía años, todos le
querían porque nadie le había estudiado; sólo un hombre comprendió lo perjudicial de D
hipócrita sabiduría de Lúeas; únicamente el
Pero no fué á él solo á quien hizo mal efec to la llegada del ermitaño.
42
LA MANO
DE LA PROVIDENCIA.
43
á donde fui hoy á hacer algunas compras, que
vuestro hijo seguía mucho mejor y quise ve nir personalmente á daros la enhorab^uena. CAPITULO XL
El Sr. La Corté fijóTma mirada escrutado ra en el ermitaño, y murmurando un ¡uracias!» se levantó á administrar una medicina á Andrés.
DUDAS.
LICIA dejó su borbado y Andrés su có moda posición.
Los peregrinos al ver al solitario cruzaron
una mirada y sus semblantes se contrajeron. /?■
El astuto Lúeas entró en la habitación, y
—Tambien me han hablado en el pueblo
de dos caballeros, que salvaron la vida de ese jóven... ¿estos serán indudablemente?... aña dió el hermano con impasibilidad.
—Sí, contestó el Sr. Juan volviendo á sentarse; estos dos nobles peregrinos son los libertadores de mi hijo.
sorda, que nadie la oyó; sin embargo, su páli
El pérfido Lúeas hizo una profunda reve rencia, que los extranjeros apénas contestaron. —^¿Cuándo pensáis reconstruir la ermita, hermano? preguntó La Corte para salir de
do rostro tornó cadavérico y sus manos se
aquella situación.
al fijarse en los desconocidos, una ronca mo dulación se escapó de su pecho; pero fué tan
crisparon. Esto duró un segundo, pues vol viéndose hacia el Sr. Juan, le dijo en cariño so tono:
—Amigo mió, me han dicho en la aldea
Eso es algo difícil, señor... (respondió el interpelado) la aldea está escasa de fondos y los principales no se ocupan de esas minu-
45
ciosidades: también os digo que, sino fuera
vuelva á tener otro susto como el pasado.
porque faltaría á mis deberes de buen cristia
' El Sr. Juan murmuró un ¡Gracias! y le di
no, desearía que nunca la recompusieran;
pues ella es mi único albergue y me vería obligado á abandonarla..
—¿Vivís bien en los muros?—volvió á preguntar el anciano por decir algo. —No lo paso mal, Sr. Jiran, y sería un ingrato si me quejara de estos buenos veci nos; como únicamente me dedico á darles hos pitalidad cuando atraviesan el bosque de no
,4í''
DE LA PROVIDENCIA.
LA MANO
44
rigió otra mirada que como la primera se es
trelló en la impasible fisonomía del ermitaño. Este saludó á todos amablemente, y colo
cándose delante de los peregrinos les hizo una profunda reverencia, á la que contestaron con una inclinación- de cabeza, y el hermano Lúeas salió.
Cada uno de aquellos corazones había al bergado terribles dudas. El ermitaño era el blanco de todas ellas;
che, nunca falta uno en la ermita, y ántes de
su estado era un enigma, que en vano trata
irse, dejan siempre alguna moneda con que
ban de descifrar.
cubro mis limitadas necesidades.—V. nunca
ha querido visitar mi vieja habitación... —Es fácil vaya'uno de estos dias, hermauo,
contestó el Sr. de la Corte, y guardó silencio,
éste se hizo general y al poco rato el ermitaño se levantó.
—Sr. La Corte (dijo al venerable anciano),
yo me marcho; le felicito á V. por el pronto restablecimiento de su hijo, y le deseo que no
I Extraña coincidencia!!!
■ El solitario á su vez presentía algo funesto de aquellos desconocidos.
'V
DE LA PROVIDENCIA.
46
47
LA MANO
■con sus preguntas el hermano le reprendía di ciendo que la curiosidad era un vicio muy feo y que debía desecharse.
Estas pocas noticias no satisfacían á los ex tranjeros, en cuyos rostros se leía el Ínteres
CAPÍTULO XIL
que les devoraba por saber mayores detalles del incógnito ermitaño. Al oir el nombre de Lúeas los peregrinos
HISTORIA DE LOS EXTRANJEROS.
habían lanzado una exclamación y una horri ble inquietud se había apoderado de ellos.
PENAS salió el hermano,los peregrinos,
Llevaron al Sr. Juan á un bosquecillo cerca
conmovidos, se acercaron al Sr. Juan para preguntarle quién era aquel hombre.
de la cabaña, y el mayor le habló en estos tér minos:
La Corte les dijo que lo único que sabía
—Sr. La Corte: hace poco tiempo que os
del ermitaño era que se llamaba el hermano
conozco y he sentido hacia vos la simpatía que ningún otro hombre me ha inspirado. dYo creo que tú sentirás lo mismo? dijo el
Lúeas, que vivía hacía tres años en las ruinas,
y que se dedicaba á recoger á los extraviados en el espeso bosque.
También añadió que en el pueblo se mur muraba sobre ciertas ausencias del ermitaño,
que se pasaban los días y la ermita no se abría hasta que el viejo Lúeas regresaba, sin decir dónde había ido; y si alguno le importunaba
extranjero dirigiéndose á su compañero. r
—Indudablemente que sí, respondió el in terpelado, estrechando entre las suyas la mano
que le tendió el Sr. Juan, y deseo cuentes á este respetable caballero nuestra historia, pues
48
LA MANO
dres y resolvimos unirnos, pues nuestras espo
nuestras desventuras.
sas eran también muy amigas.
lágrima, que no trató de esconder.
Aquellos tres ancianos se sentaron sobre el verde césped, y el mayor de los huéspedes,-
que parecía más sereno, comenzó su historia en estos términos:
—Me llamo Isaac Benavente y mi compa
[J ;
No quiero cansaros con la relación de nues tro primer año de matrimonio; sólo os diré que ya Dios había bendecido el mío enviándome un hermoso niño.
En este estado las cosas, comenzó la guerra, y aunque en nada nos habíamos mezclado mi
smigo y yo, los enemigos asaltaron, en una
desde nuestros primeros años nos unieron los
infausta noche, nuestra casa, justamente la misma noche en que Zárate recibía en sus bra
lazos de la más sincera amistad.
zos una encantadora niña, fruto de su feliz
ñero Samuel Zarate; nacimos en Lucerna y
if
49
él, que posee un corazón noble, comprenderáPor las mejillas del peregrino corrió una
4'
DE LA PROVIDENCIA.
Nuestros padres bendecían aquel afecto, y
aunque nuestros caractéres eran completa mente opuestos, nunca la más ligera nube ha bía oscurecido el límpido cielo de nuestra exis tencia...
Nos casamos en el mismo día, y aunque nuestros deberes de esposos nos tenían algo se
parados, no se pasaba un día sin que yo fuese á la casa de Samuel ó él viniese á la mía. Entónces murieron nuestros queridos pa-
unión.
La esposa de mi amigo murió del susto ocasionado por los tiros que dispararon los
adversarios, y yo, con la mía de la mano y mi hijo en los brazos, que contaría año y medio,
huí por una de las puertas posteriores de la casa, arrastrando á mi pobre amigo, que apre tando con frenesí á su recien nacida hija, lla maba á grandes voces á su perdida compañera. ^os refugiamos en un bosque cercano, y
J
DE LA PROVIDENCIA.
50
51
La maKo
cuando creímos que los enemigos se habían marchado, nos dirigimos á la casa de un ami go de que aún no os he hablado; un amigo ¡ay! causa de todas nuestras desgracias.
CAPÍTULO Xlll.
BERNARDO BORNIO.
ISAAC escondió el rostro entre las manos y permaneció algún tiempo sumido en honda meditación. /'
/"
El otro peregrino lloraba, y el Sr. Juan guardaba silencio, comprendiendo que para
^1 dolor de aquellos hombres no podía haber consuelo.
Por fin Benavente levantó la cabeza, y di-
'"igiéndose al anciano le dijó: ■—Perdonad, señor, si os molesto con la rolacion de unas aventuras que quizas no teng3n Ínteres, alguno para vos; pero
*^Nada de esto, amigo mío, interrumpióle
iíf
DE LA PROVIDENCIA
LA MANO
el Sr. de la Corte; estoy vivamente interesado en vuestra historia; y creedme, desearía en contrar el bálsamo que cicatrizara vuestras he ridas.
Una sonrisa histérica se dibujó en los labios de los peregrinos, y lanzando un suspiro Isaac, continuó de este modo:
—Trataré de ser breve, y solamente os contaré lo más interesante de nuestra vida,
y
para que entónces me digáis si hay antídoto capaz de mitigar nuestra pena. La religión puede aliviarla un tanto, pero hacerla desapa recer j jamas!
Como os dije más adelante, teníamos un
amigo, si amigo podía ser aquel hombre cuyo nombre era Bernardo Lúeas Bornio.
Desde ántes de nuestro casamiento llego
receloso y ridículo, y mi buen Zárate, que
siempre respetaba mi opinión, no me replicó. El tal Bornio se hizo gran amigo mío, pa reciendo apreciar mucho á Samuel; pero éste nunca le brindó confianza.
Después que nos casamos, fué siempre el mismo, y llegué á tener en él una fe ciega. A la casa de este malvado me dirigí cuan do pudimos salir del bosque, conduciendo, á su pesar, á mi amigo, y aquel hombre nos re cibió con los brazos abiertos.
A la mañana siguiente recogimos todos nuestros bienes y determinamos huir, pues su pimos por Bernardo que nos perseguían. Ecro ¿cómo llevar los niños?
Bornio nos pidió se los dejásemos, y como yo no desconfiaba de él, aunque Samuel y mi esposa se oponían, conseguí dejarlos á su
Lucerna y me fué presentado; como siempre he sido impresionable, no me disgustó el nue
cuidado, entregándole casi toda mi fortuna
vo conocido y lo presenté también á Samuel. Este me dijo que no le gustaba aquel hombr y que no deseaba cultivar su amistad, le llam
^ mi voluntad, no obstaculizaba nuestra
y la de mi compañero, que, siempre sumiso marcha.
LA MANO
54
DE LA PROVIDENCIA.
Salimos en nuestra expedición; mi esposa,
que era muy débil, no pudo resistir á las fati gas del viaje, y al llegar á Zurich murió en mis brazos, encargándome fuese á recoger su hijo y no me separase más de él.
tante melancolía, que creí le condujera á la tumba.
Yo vertí amargas lágrimas al recuerdo de
mi perdido Luis, y después de algún tiempo
¡Pobre madre!
propuse á mi querido Zárate la peregrinación. El desdichado hoy, por seguir mis inspira
¡Ella sin duda previó el golpe fatal que la
ciones, no rehusó á mi conclusión, y empren
esperaba, si no hubiese pasado á mejor man
dimos la vida errante en que sin duda debe
sión I
mos morir.
Seguidamente volvimos á Lucerna en bus•ca de Bornio; pero ¡ahí ¡ya no estaba allí!... Le buscamos por toda la ciudad, y sólo su .i# ■/
55"
pimos que tres días después de nuestra partida
Hemos visitado el Friburgo, el Urí, el.
Unterwalden, la Argoviá, el Valés, Zurich,' Lausana, Ginebra, en fin, los principales can tones de la Suiza, pero en vano; hemos llegado
se había marchado llevándose los niños y sin
hasta Alemania, y vuelto de nuevo á este país,
decir á dónde se dirigía.
sembrado para nosotros de dolorosos recuer
Escribimos á todas partes inútilmente, pues el infame Bernardo no pareció.
Yo era la causa de aquella terrible desgra
cia; mi conciencia gemía; pero mi noble airn
go, mi desventurado Samuel, no pronuncio una queja; habiendo perdido su esposa, su hija y toda su fortuna, se entregó á una cons
dos, hasta que al pasar por el espeso bosque encontramos á vuestro hijo y le condujimos á
esta cabana, la primera que divisamos, sin sa-' ber fuese su habitación.
Aquí hemos contemplado las dulzuras de
la paternidad, y creedme, señor, que más de una vez nuestros ojos, arrasados en lágrimas.
56
LA MANO
DE LA PROVIDENCIA.
57
divulgaron nuestra pena. Pero hoy, al ver á ese ermitaño, que os vino á visitar, hemos creido reconocer al infame Bernardo y en nues
tros pechos ha renacido una esperanza. Así, pues, Sr. Juan, permitidme permane cer algunos días más en vuestra casa, para ver
si esa ilusión que nos arroba se convierte en
CAPÍTULO XIV.
VIAJE INUTIL.
feliz realidad.
Así concluyó el peregrino su narración. El Sr. de la Corte les dijo podían permane /
V.f'
cer en su cabana el tiempo que quisieran, y les ofreció que iría al otro día á la ermita para
ver si podía sondear el maligno corazón del hermano Lúeas.
L día siguiente se levantó muy tem
prano el señor de la Corte y mandó á
Pedro arreglase su vieja muía y se preparase para ir á la aldea.
Los jóvenes no sabían qué pensar de la
melancolía que se había apoderado en pocas
Después de esto, los tres ancianos entraron en la choza; pero Alicia y Andrés adivinaron
que los peregrinos tenían gran parte en ella.
que una negra nube cubría el venerable rostro
El Sr. Juan preparó su viaje y despidién
del Sr. Juan.
horas del venerable anciano, pero supusieron
dose de los huéspedes y de sus hijos, tomó el camino del pueblo.
Pedro iba á pié á su lado y en todo el trán
sito no se atrevió á dirigirle la palabra.
DE LA PROVIDENCIA.
Los habitantes de la Casita del Valle esta
ban preocupados. Benavente y Zarate habla ban aparte; Alicia, Andrés y María se comu nicaban sus temores y sus pensamientos y todos esperaban ansiosos la vuelta del señor Juan.
Pero vamos á encontrar á éste, que cabal
gando en su viejo jumento entra en la Aldea y se dirige al principal de ella; era este amigo .
/
/0
I
59
LA MAKO
58
Ínteres le tenía preocupado y no le preguntó la causa.
Al llegar al recodo que conducía á la ermi ta, describióle el anciano precipitadamente.
—Sigue, le contestó su amo por toda respuesta.
—Pero este es el camino de las ruinas y dejamos atrás el de la cabaña.
El Sr. de la Corte no respondió y el criado haciendo un movimiento de hombros siguió
íntimo de él; largo tiempo estuvieron conver
caminando, no sin dirigir miradas recelosas al
sando, pero el anciano no obtuvo noticia al guna interesante de lo que con tanto empeño
meditabundo anciano.
quería averiguar:
ayudó á desmontarse al Sr. de la Corte, que
Por fin salió de la casa del jefe de la pobla ción y tomó el camino de su cabana. Todos se preguntaban qué tendría el señor
entró decididamente en la antigua capilla, en cargando á su compañero cuidase de la muía. En el ancho ángulo que formaba el salón
de la Corte; pues quien era tan cariñoso con sus conocidos, apénas les saludaba y parecía
principal de las ruinas, dormía el ermitaño
muy reconcentrado.
Pedro también extrañaba aquel silencio en
su señor y como hacía tantísimos años que
vivía á su lado, adivinó que algún asunto de
Por fin llegaron á los escombros y Pedro
sobre un rústico banco.
El Sr. de la Corte se quedó contemplándo
le algunos momentos, y terribles pensamien tos invadieron su mente.
60
LA MANO
DE LA PROVIDENCIA.
61
Una nube de sangre cubrió su vista, y en aquel instante, olvidándose de su natural bon
dad, se hubiera arrojado sobre aquel hombre CAPÍTULO XV.
para arrancarle el secreto que ambicionaba poseer, ó extrangularle entre sus convulsas manos. Por fortuna su exaltación fué transito
Esperanzas muertas.
ria, porque recobrándose prontamente, el se ñor Juan pronunció en fuerte voz Un «A Dios
TTSTED
gracias».
El solitario se despertó y pasándose una
por aquí, Sr. Juan? dijo el her-
mano con cariñoso acento.
—Sí, señor; tuve que ir á la aldea y no
mano por los ojos, buscó prontamente quien
Qñise pasar de largo sin entrar á saludarle;
venía á interrumpir su sueño.
ya ve V, que soy cumplido, lo único que
Al ver al padre de Alicia y Andrés, una ex
siento es haber llegado justamente en el mo
clamación se escapó de sus labios y palide ciendo corrió á recibir la mano que le tendia
mento que V. se entregaba á las delicias del
sueño y haberle despertado.
el virtuoso anciano.
■—Eso es lo ménos que V. debe sentir. Yo i
siempre prefiero la sociedad de un buen amigo á las dulzuras de Morfeo. — Gracias, murmuró La Corte.
—Pero dígame V., señor, ¿cómo sigue su
hijo? preguntó el ermitaño con Ínteres.
LA MAKO
62
DE LA PROVIDENCIA.
Mi Andrés sigue mucho mejor, herma
Nuevamente una palidez mortal cubrió el
no, y le agradezco la solicitud que V. demues tra por su salud. —Él se lo merece, Sr. La Corte, porque es
descarnado rostro del ermitaño, que no pasó desapercibida al bueno del Sr. Juan; pero el astuto solitario tenía expediente para todo y
un joven digno de la estimación general. Pero
respondió:
ya se ve, teniendo el padre que tiene... El ermitaño hizo aquí una pausa y apro vechándose de ella dijo al Sr. Juan:
—Usted sin duda perdería los suyos muy joven.
—¡Ay! señor, yo me veo privado de ellos desde la infancia.
¿Cuál es su apellido de V.? le interrogo el anciano. .M
63
Esta brusca salida hizo palidecer al herma no Lúeas, pero contestó seguidamente:
—Gil, para lo que V. guste mandar. —Gracias, replicó el Sr. de la Corte, qu
se vió desconcertado, pero reponiéndose vovió á preguntarle.
—Dígame V., hermano, ¿qué mo 1
impulsó á vivir en este aislamiento?
Desde mi juventud, señor, tuve esta vo
cación y como á la muerte de mis padres me quitaron cuanto poseía, viajé algún tiempo por la Francia, después entré en un convento
donde permanecí muchos años, y al fm me he establecido aquí, cuando aquel se destruyó. hl Sr. Juan comprendió que el hermano "Mentía, y levantándose prontamente tendió la '^^uo al maligno Lúeas, enviándole una de ^QUellas miradas, que, como siempre, se enoontraban con la melosa sonrisa del ermitaño. "~"'ciSe marcha V. ya? preguntó éste.
Sí, hermano, no puedo detenerme más; ^0 esperan en casa... Indudablemente los salvadores de An
drés? interrumpióle el solitario con ironía.
Y mis hijos también, hermano, contestó-
DE LA PROVIDENCIA.
04
65
LA MANO
le el Sr. Juan, montando en su vieja muía y di rigiendo al ermitaño una mirada despreciativa. El anciano dudaba de aquel hombre, y el ermitaño al entraren sus ruinas murmuró en
CAPÍTULO )CV1.
tre dientes:
—Algo ha querido sacar de mí este viejo... pero para arrancarme una palabra ¡oh!!! pn
DOS CONTRA UNO.
mero muerto!...
Por fin llegó el Sr. Juan á su casa, y des pués de abrazar á Andrés y Alicia, qi-ie
esperaban impacientes, se dirigió á los peregr
dispusieron su marcha y pidieron al señor Juan les cediese á Pedro. La Córtelo
charon con efusión, les dijo en voz
pero los huéspedes no lo permitieron.
adivinando su ansiedad: —¡Nada! nada!!!
en la cabana, pero no se atrevieron á preguntar
nos y tendiéndoles ambas manos, que estre -■11
FECTiVAMENTE, al otro día los peregrinos
Alicia y Andrés extrañaban lo que sucedía á su venerable preceptor.
Después Ies contó detalladamente su en vista con el jefe de la población y con e mitaílo, y aunque los extranjeros
lio con asombro, no desmayaron y al Sr. de la Corte que al día siguí nuarían sus pesquisas tan a ano tigables.
hizo con gusto y quiso acompañarles él mismo,
„
Por fin emprendieron la marcha los extran jeros, y aunque la jornada era corta, les pare ció interminable.
Zárate parecía haber perdido su natural me lancolía y estaba impaciente, miéntrasque Be-
DE LA PROVIDENCIA.
66
mí y quizás logremos lo que con tanto afan
navente, sumido eii hondas reflexiones, no
buscamos.
levantaba la vista del suelo.
—Me someto á tu voluntad; todo lo que
Isaac, dijo Zárate dirigiéndose á su com
hagas será aprobado por mí, respondió Bena-
pañero, voy á pedirte un favor.
vente.
Habla, hermano, contestó el interpelado.
En aquel instante llegaban á las Ruinas. Este diálogo no había pasado en voz tan baja que Pedro no se enterase, y al ver que los peregrinos se internaron en los muros, dijo
^Nunca me he opuesto á tus determina
ciones, pero te suplico que por hoy me dejes obrar libremente.
—Haz lo que quieras, Samuel; sólo te ase guro que si llego á vislumbrar algo que con
para sí: —Algo existe entre los extranjeros y el er
firme nuestras sospechas, mato á ese hombre.
mitaño; esto sin duda tiene tan preocupado á
No te dejes llevar por tu carácter impre
mi señor. ¿Qué habrá hecho el solitario?... Él
sionable, en este asunto necesitamos mucha Ima. Si por fortuna ese ermitaño es el infame
no tiene buena facha... y estos peregrinos...
Hum...! Dios quiera que mi amo...!
nio, nada sacarás con matarle, si ántes no If'f
67
LA MANO
Pero dejemos al fiel servidor sumido en sus
averiguamos la suerte que ha cabido á nues-
pensamientos y vamos á encontrar a los extran
hijos, Ademas de esto, si empezamos por ^ ríe recriminaciones, negará, y nuestros es
jeros, que entraron decididamente en la ermita. Como suponían, el ermitaño estaba allí,
fuerzos serán inútiles.
sentado en el mismo banco en que le había encontrado el Sr. Juan; parecía meditar pro
Déjame hablarle; á mí me tuvo siempre ^ P to, ó mejor dicho miedo, miéntras que de h hacía lo que quería. Déjate pues guiar por
fundamente.
i
7TT
68
LA MAMO
DE LA PROVIDEKCÍA.
69
—¡Deogracias! dijeron los extranjeros. Al momento se levantó el solitario, pero los huéspedes de la Casita del Valle notaron la pa
El Sr. Juan, objetó Samuel que era el que sostenía la conversación, es indudablemente
lidez mortal que se apoderó del ermitaño. ¡Cuán honrada está hoy mi pobre morada, viniendo á ella estos dos nobles caballeros,
de vuestra sabiduría y tiernos consuelos, y
cuyas manos beso! dijo el supuesto Gil, opri
miendo con afectada afabilidad la que le ten dieron los extranjeros y ofreciéndoles dos viejos asientos, únicos en la ermita.
Somos nosotros quienes recibimos la hon ra, exclamaron los peregrinos sentándose tran
quilamente. El hermano acercó el banco y
digno del aprecio general. Él nos ha hablado nos ha aconsejado viniésemos á libar en la fuente inagotable de vuestra caridad, las sa bias máximas que llevan al alma la tranqui lidad espiritual y al corazón los nobles senti mientos.
—¡Oh! replicó el ermitaño, tanto el señor de la Corte como Vds. exageran los hechos.
Yo sólo cumplo con los deberes de un buen cristiano.
preguntó en el tono más inocente del mundo:
—Vaya, vaya, hermano, interrumpióle el
Decidme,señores:(jcómo lo pasan el señor
menor de los peregrinos, V. es muy modesto y no quiere reconocer un mérito que en rea
de la Corte y su apreciable familia?
Perfectamente, hermano, respondió Záraíe; y nos encargan le demos en su nombre los más afectuosos recuerdos.
Estos tienen para mí un precio inestimable, pues en la soledad, el amigo que nos dedica un pensamiento, es sin duda leal.
lidad posee.
Feliz Vd! que puede suavizar los dolores
acerbos promulgando la santa Religión con la miel en los labios y la tranquilidad en la con ciencia.
El peregrino acentuó esta frase y el ermita
70
LA MAKO
DE LA PROVIDENCIA,
ño se estremeció; pero como estaba acostum
71
tante no le hubiese conocido; tal era el cambio
brado á representar tantos papeles, se repuso,
que se había operado en todo su sér.
aunque no le abandonó la palidez cadavérica que se había apoderado dé él desde la entrada
El mismo Isaac temía aquella mudanza tan repentina, pues no la creía natural.
de los extranjeros, y dirigiéndose á estos les
De los ojos del paciente Samuel, brotaban
dijo con dulzura:
iracundos rayos que tenían anonadado al pér fido Lúeas, y en todo él había tal expresión
Yo supongo, señores, que ustedes no ha brán venido solamente á ponderar mis obras, reo que esta visita tendrá por objeto algo más
sarcástica que la hubiera envidiado el más refi nado actor.
portante, decidme, pues, ¿en qué puede se
Hermano, dijo por fin dirigiéndose al solitario que le contemplaba atónito, hemos venido para recibir vuestros consuelos; somos muy desgraciados, y si me permitís en nom bre de mi compañero y el mió, voy á relataros
ros útil mi pobre individualidad?
-Indudablemente, hermano, que nos ha
aido un asunto de interés para nosotros; éste
Siempre guía á la humanidad. Por el interés
se han perdido tantos hombres!...
nuestra desventura.
El ermitaito volvió á estremecerse, pero Simulando en lo posible su emoción, dijo: Teneis razón, señor mió, pero decidme,
\,
—Podéis empezar, replicó el ermitaño. Zárate limpió el sudor que corría á mares por su pálida frente, acercó su silla al viejo Lú
(ien qué puedo serviros...?
eas y comenzó de este modo, dando á su rela
os cárdenos labios de Zárate se contraje
ción toda la fuerza que le prestaba la fiebre
ron con una sonrisa despreciativa.
devoradora de su alma.
1 Sr. Juan le hubiera visto en aquel ins-
—Hermano,todas nuestras desgracias ema-
H
'V
T
72
LA MAKO
,nan de un hombre cuyo solo recuerdo nos conmueve de horror.
El ermitaño se estremeció.
DE LA PROVIDENCIA.
73
niéndose por el último esfuerzo que encubre al crimen, dijo en alta voz:
—Habíamos amamantado una venenosa
Y para qué venís á referirme esa his toria? ¿Qué tengo que ver con ese hombre?
serpiente, que con solo su fétido hálito des
—Tú! tú! repitió Samuel arrojándose so
truyó nuestras más bellas ilusiones. Figuraos ün hombre de instintos feroces, y corazón em
bre él; tú eres el infame Bornio!,.. tú el ladrón de nuestra fortuna! tú, el asesino de nuestros
pedernido, que después de robarnos nuestra
hijos!!!...
fortuna, nos arrebató nuestros hijos; sí, nos arrebató dos inocentes criaturas, acaso víctimas
Una mordaz carcajada brotó de.los labios del hermano, que desprendiéndose de las ma
del inclemente monstruo.
nos de Zárate, le dijo:
¿No creeis, vos, que sois justo y piadoso,
—Ja! ja! ja! pues no me hacéis reir; indu^
que aquel sér inhumano no puede habitar im
dablemente os habéis vuelto loco, señor mió,
pune bajo esa bóveda celeste donde el ojo del
pues esos arranques... os aseguro que el ma nicomio pierde en vos una de sus mejores
Supremo Juez descubre los criminales?
El hermano temblaba con imponderable agitación.
¿No creeis, volvió á preguntar el peregri no agarrándole fuertemente por un brazo, que debemos verter la sangre de ese miserable? El fingido Gil apénas pudo contener la ho
rrible contracción de su semblante, pero repo-
presas.
—¿Qué estás diciendo, insensato? exclamó el peregrino al ver tanto cinismo. Digo, que desocupéis la ermita inmedia tamente, pues no quiero teneros un instante más ante mi vista, replicó Lúeas.
—Mira, Bernardo, prosiguió Samuel reco-
74
LA MANO
DE LA FROVIDENCIA.
brándose, dínós qué has hecho de nuestros
sacando el que llevaba escondido en la cintura)
hijos y de nuestra fortuna; diez y nueve años,
me salva de cualquiera asechanza.
¿no han sido bastante para traer á tu concien
Los peregrinos estaban anonadados; no po dían comprender tanta impudencia y les pa
cia el remordirniento?.
—¿Qué me estáis diciendo de riquezas ni
recía imposible cupiese en un hombre infamia
de hijos? ¿Por fortuna os conozco? prosiguió
tanta.
con calma el maligno ermitaño.
—¿Con que aquí declaras que eres Bornio, pero ante la justicia lo negarás? dijo Zárate.
¿Es decir que quieres negar que eres Bernardo Bornio, el infame ladrón de criaturas, ^ surpador de bienes ágenos? dijo el pere-
—Ante el mundo entero, replicó el soli tario.
Y si tras esa puerta, continuó el peregri
gnn^ lanzando fuego porlos ojos.
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a os he dicho que no soy el hombre
"■'y
¡"obaTlo?"""'
75
no, señalando la de la ermita que quedaba
á espaldas del astuto Lúeas, tuviésemos testi gos irrecusables, ¿qué dirias entónces?...
^
prorump.ó Benavente, que hasta éntónces ha
Bernardo agitó el puñal, lanzó un grito y se volvió hacia la entrada; esto era lo que es
bía guardado silencio.
peraba el peregrino, quien arrojándose sobre
ci n que no ocultas que eres Bernardo?
¿Por qué negarlo? dijo el ermitaño con ' Cía; sí, soy Bornio, pero eso os lo digo aquí donde nadie nos oye, donde vosotros soos sois testigos de mis palabras, palabras que
negar ante el mundo y donde este puñal (dijo.
h
él le hizo caer sobre el duro pavimento. Isaac le arrancó el arma homicida y entre los dos le asieron fuertemente.
-¡Malvados! dos contra uno!!! gritó el er
mitaño.
I 76
DE LA PROVIDENCIA.
LA MAKO
77
Sí, contestaron los extranjeros; dos que por diez y nueve años han sufrido las conse
cuencias de tu horrible impunidad, y que te han buscado infatigables para arrancarte ávidos la investidura que esconde el insondable arca
CAPÍTULO XVIl.
no de tu conciencia. DESESPERACION.
SAMUEL,que tenía más prudencia, suplicó á su compañero le dejase interrogar al ermitaño, y éste accedió.
Zárate dejó levantar á Bernardo, y colocan
.áí''
do el puñal sobre su pecho le dijo: —Este acero que ves en mi mano será se
pultado en tu corazón si no me dices qué has hecho de nuestros hijos.
Bornio, que como todo villano era cobarde,
tembló y no pudo resistir la penetrante mirada del peregrino.
—Baja tu puñal, le dijo, y atiende á mi re lación.
—Empieza, pues, murmuró Samuel,
DE LA PROVIDENCIA.
78
¡Oh! nada más terrible que aquellos padres desesperados, por cuyos cadavéricos rostros surcaban lágrimas de acerbo desaliento, y cu yos corazones habían sido azotados constante mente por el furioso huracán de lamentables
Isaac hizo un movimiento hostil, pero su compañero le detuvo, y el hermano habló de este modo:
Poco es lo que tengo que deciros; vues tra fortuna
contrariedades.
Deja ahora nuestra fortuna y habla de
Mucho tiempo permanecieron los peregri
nuestros hijos, interrumpióle Zárate.
nos anonadados.
Los niños, continuó Bornio, que os arre
¡El infame Bernardo había triunfado! ¡Cuántas veces la maldad impera sobre la
baté después que salisteis de Lucerna, viaja ron conrnigo un mes, al cabo del cual los ■
79
LA MANO
abandoné á las puertas de una casa situada en un espeso bosque en no sé qué condado, pues
inocencia!
como viajaba sin rumbo, casi pasaba la mayor
inmortal égida nos protege y ampara.
Sin embargo, no debemos desmayar si la
Por fm los extranjeros levantaron la frente
P te del tiempo por montañas y florestas. estro dinero todo lo. gasté, así es que nada
y miraron al ermitaño, queriendo sondear sus más íntimos pensamientos; pero él lo había
puedo restituiros.
Los peregrinos estaban sumidos en el pro^ ndo abismo de la desesperación; el desenga-
dicho:
¡Primero muerto!
~ había arrojado un espeso velo ante el dorado rizonte de sus esperanzas, que les brindaban
■i:
elicias arrobadoras, para después hacerles
t
probaria amarga hiél deldesencanto.
■f
Zárate se dirigió al hermano, y poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo.
—Bornio, adiós; sigue tu camino, que nos
otros también seguiremos el nuestro. Pido á
Dios que te devore el más cruel de los remor
dos sollozos; las lágrimas surcaban á raudales
dimientos y que llegues á conocer nuestra pro
sus lívidas mejillas, y las infelices víctimas se
funda arrobadora pena. Pero ¿piensas dejar á ese miserable sin
miraban con éxtasis indescriptible.
castigo? exclamó Benavente queriendo arrojar
firieron al Sr. de la Corte lo que les había su
se sobre el ermitaño.
cedido, y en los rostros de aquellos tres vir
Repuestos de la intensidad de su dolor, re
Detente^ hermano mío, detente; debe
tuosos ancianos se leía el pesar inmenso que desgarraba sus almas. Los extranjeros quisieron emprender nue vamente su peregrinación; pero el Sr. Juan les hizo vivas instancias para que permanecieran
mos despreciarle. ^ Para qué vamos á manchar
la pureza de nuestras manos, si en las del Sér
infinito debemos depositar el sagrado de nues tra causa?
una quincena más en la cabana, y ellos acce
—iPero tú olvidas....?
dieron, porque encontraban junto á aquel hombre, tierno y respetable, los consuelos
Nada olvido, Isaac, nada; todo está in-
eble en mi mente, como en Dios mi espe
que les rehusaban las decepciones del mundo.
ranza.
enavente no se atrevió á replicar; salieron
e a ermita, dirigiendo una mirada significa tiva al miserable solitario.
Los peregrinos, cabizbajos, marchaban sinciosos. Cuando llegaron á la casita del valle
vieron al Sr. Juan, que les aguardaba, y arro jándose en sus brazos prorumpieron en oprimi-
f
DE LA PROVIDENCIA.
85
LA MAKO
ficado, y no lo hubiera creido á no habérselo dicho el venerable prelado.
Inmediatamente fué á hablar con Zárate y íV
CAPÍTULO XVIII.
Benavente; este último se resistió, pero el pa
ciente y sufrido Samuel le dijo con dulzura. "No albergues en tu alma sentimientos MUERTE.
innobles; vamos a ver un hermano y nada
Días después de los hechos referidos en el capítulo anterior, el párroco del
pueblo llegó á la casita del valle; al verle
el Sr; Juan salió á recibirle, y él le condujo á un lugar apartado, pues dijo tenía que hablar
le de un asunto importante. En efecto, díjole que el ermitaño de las ruinas, el hermano Lú
más...
El peregrino no respondió y siguió cabiz bajo á su digno compañero, al Sr. juan> al pá rroco y á Pedro, que se dirigían con pasos precipitados á las ruinas. Estas ofrecían el más lastimoso aspecto.
En la derruida bóveda que había sido sa-
eas, quería comunicarle secretos importantes
cíistía, en un deteriorado lecho, descansaba la
y deseaba se acompañase de los peregrinos, que habían merecido su benévolo hospedaje. El Sr. de la Corte preguntó al párroco por qué no venía el solitario á su casa, y el cura res
Al ver éste entrar los moradores de la casita del valle lanzó un suspiro y dijo con débil voz.
pondió que quizas si tardaban mucho le en contrarían cadáver.
El padre de Alicia y Andrés se quedó petri-
repugnante figura del ermitaño. —¡Gracias, Dios mío! El Sr. de la Corte y Zárate se le acercaron;
pero el hermano hizo una seña para que tambien se les uniese Isaac.
Cuando los tres estuvieron cerca, les dijo con acento imperceptible:
—Escuchadme, víctimas de mis maldades, para que me perdonéis... Vosotros, Samuel é
Los tres hombres dieron un gritó.
—Señor Juan, continuó el moribundo Ber nardo, viendo que las fuerzas le abandonaban, Alicia es la hija de Zárate, y Luis ó Andrés,
Isaac, á quienes robé dos niños y á quienes voy á restituir á las puertas de la tumba, y vos, Sr. Juan, á quien di dos hijos para arran
como le pusisteis vos, de Benavente...
cárosles á la hora de la muerte, perdo
en brazos de otro...
nadme.
Los tres ancianos, no sabiendo qué hacer en aquel momento tan solemne, cayeron uno
■—Yo muero..., murmuró el ermitaño, en
Los ancianos se miraron sin saber qué de
aquel jergón está el resto de vuestra fortuna y
cir, pues no comprendían las palabras de Bor-
una carta en que justifico lo que os acabo de decir... perdonadme... decid á Alicia y Luis... que se unan á vosotros para implorar también mi perdón más allá... del pórtico... de la te
nio. Este adivinó aquella mirada, y con una triste sonrisa les dijo:
^ --No creáis que deliro, no; estoy en mis más completas facultades. Dios, sin duda, ha querido conservarme esa lucidez para borrar un tanto mis faltas.
Benavente,Zárate, dijo tomando las ma
ños de los peregrinos, vuestros hijos los colo qué á la puerta de una casita situada en un poético valle... esa casa la habitaba el señor don Juan Antonio de la Corte..;
rrenal morada...
El digno ministro le prestó afanoso los au
xilios espirituales, y aquel desgraciado espiró pronunciando el glorioso nombre del Mártir
del Góigota, que vino á redimirnos en cambio del arrepentimiento y la fe más ardiente en su divina misericordia.
Los peregrinos y el Sr, Juan colocaron sus
á6
LA MAKÓ
DE LA ÍROVÍDEWCIA.
87
manos sobre la frente del desgraciado ermita ño, diciéndole con voz solemne:
—¡Él te perdone, como te perdonamos! Así exhaló su último aliento aquel mons truo implacable, cuya estancia sobre la tierra fué el cúmulo de las más horrorosas concep
CAPITULO XIX.
ciones de la descarriada humanidad. EXPLICACIONES.
PEROBernardo? ¿qué causó la muerte del maligno ¿Cómo un hombre sin con ciencia pudo conocer en. tan poco tiempo sus culpas? -
w
•■
^
Estas y otras preguntas se harán nuestros lectores, y voy á satisfacerlas, pues su curiosi dad es justa.
Después que los peregrinos abandonaron la ermita, el hermano Lúeas(como le seguire mos llamando, pues en la aldea no conocían
su origen) se entregó á una profunda melan colía; así trascurrieron algunos días, hasta que
se vió obligado á permanecer en el lecho, te
DE LA PROVIDENCIA 88
89
LA MANO
Los tres ancianos no partieron para la ca
nía fiebre, y el ménos experto en medicina hubiera adivinado que una congestión cere
bana hasta que el cuerpo del que había sido el hermano Lúeas fué sepultado.
bral se había apoderado del solitario.
Los extranjeros se encargaron de toda ex pensa ocasionada en la enfermedad y muerte
Fuese ocasionado por el susto que tuvo al reconocer á los peregrinos, fuese el golpe que recibió al caer sobre el solado de las ruinas, ó
del ermitaño.
En el jergón encontraron una gran suma
fuese, en fin, por el fallo divino pronunciado sobre aquel villano, lo cierto fué que el infame solitario comprendió que su última hora se
de dinero y la carta escrita por Bornio el día ántes de espirar, en la que hacía sucinta rela ción de los más insignificantes detalles respec
acercaba y llamó á un confesor.
to á los niños, indicando la noche en que los
El padre de almas escuchó la confesión de
había colocado á la puerta del Sr. Juan, con
aquel criminal, y dijo que contando con el
más la edad de cada uno y la hora en que des de el lugar en que se ocultó vió- ampararse de ellos al Sr. de la Corte; con lo que quedó
perdón de sus víctimas, y más que todo con la misericordia de Dios, que le llamaba ante su excelso tribunal, absolvía aquel pecador contrito de sus detestables culpas. Bernardo llamó entónces á los peregrinos y al Sr. Juan; éstos, con su natural nobleza, y
ante la muerte, que todo lo borra, perdonaron á aquel desgraciado, que había pasado por el mundo cual un rayo destructor, llevando lá grimas do quiera posaba su maldita planta.
éste plenamente satisfecho de la veracidad de los fatales acontecimientos que habían de pri varle del título con que vivía orgulloso. 4
Benavente y Zárate ardían en deseos de es trechar en sus paternales brazos á sus queridos
hijos; y, por fin, después de arreglarlo todo, tomaron el camino de la cabaña.
LA MAHO
DE LA PROVIDENCIA
savia de mis consejos, ha ignorado siempre su
verdadero origen. Aunque todos en la aldea conocen la historia de mis hijos adoptivos,
jamas se lo han descubierto; únicamente un jóven de mal carácter, en un arranque de so berbio orgullo, declaró á Andrés todo lo con
CAPITULO XX.
cerniente á aquella noche en que, desvalido , los tomé bajo mi protección. Mi hijo me i
GRANDEZA DE ALMA.
rrogó sobre la veracidad de los hechos, que le tenían sumido en el más intenso dolor, y no lÉNTRAs caminaban, el menor de W'
pude ocultarle la verdad. Sin embargo,
los peregrinos, en cuyo rostro se
supliqué no descubriese aquel seaeto a su
leía la alegría que embargaba su sér, dijo al
hermana, pues en su
Sr. Juan: f'
sido un golpe mortal. Desde aquel d,a And se hizo más reconcentrado y y ""';
Decidme, amigo mío, ¿cómo no nos ha
camente después de la -fermedadje Ir
bíais dicho que Andrés y Alicia no eran vues tros hijos?
El Sr. de la Corte dirigió una mirada cari ñosa al extranjero, y respondió exhalando un suspiro:
Esa jóven, señor, que cual débil planta ha crecido á mi sombra alimentándose con la
pasado es que le veo más prop.co a h
de su constante afan de vagar por <
ms Cuando me relatasteis vuestras avent
ñas. cuanu
no quise entretenerme en denl de aquellas dos criaturas que ya h h an ocupado el lugar de amorosos h.jos en m. co
i-
9=
razón, y ahora que el destino me los arrebata,
navente, pronunciando el dulce nombre de
os suplico seáis para ellos tan bondadosos como lo he sido yo.
¡padre!
Una lágrima rodó por las macilentas meji llas del virtuoso anciano.
Los peregrinos corrieron á enjugarla, be sando respetuosos las manos del noble La Cor te y estrechándole afectuosamente contra el conmovido seno.
Pocos momentos después llegaron á la ca sita del valle.
Los jóvenes salieron á recibirles; pero apéas los peregrinos los divisaron, corrieron haKx
a ellos y cada uno estrechó con frenesí al hijo
f
adorado.
Andrés y Alicia no se explicaban lo que pasaba por los extranjeros; pero el Sr. Juan se adelanto y les dijo con voz solemne: ¡Abrazad á vuestros padres!
Andrés lanzó un grito de inexplicable emo
ción, por su mente pasó la historia de aquella noche funesta, y se arrojó en los brazos de BeI 1
93
DE LA PROVIDENCIA.
LA MANO
Alicia no comprendió las palabras del señor
Juan, y deshaciéndose de los brazos de Sa muel, corrió á refugiarse junto á su preceptor. Zárate creyó que su hija le desdeñaba y es condió el rostro entre las manos; pero el Sr. de
la Corte, que se había propuesto ahogar el grito de su alma, tomó á Alicia de la mano y en breves y entrecortadas frases la hizo cono cer la verdad de su nacimiento.
joven quedó anonadada, conLagozo los halagos de aquel padreperoquerecibió venia á llevar una esperanza á su naciente amor... El resto del día se pasó recordando las emo
clones pasadas, y en la casita del valle rema a la felicidad.
,,
Sólo veía un corazón gemía secreto, so o era u hombre acercarse unaenvejez fatigosa:
el Sr. Juan, en cuyo horizonte ^drvmaba nube sombría que anunciaba la próxima tempestad.
94
LA MANO
95
DE LA PROVIDENCIA.
¡Pobre anciano!
Después de diez y nueve años de fatigas y
cuando veia el suspirado fm de su emprendida obra, el hado inclemente despertaba en sus úl
CAPÍTULO XXI.
timos instantes los dolorosos recuerdos de ilu sorias esperanzas.
EL SEÑOR JUAN RECOBRA SU FELICIDAD
lgunos días después de aquel en que
^ los hijos adoptivos del Sr. e a Corte encontraron sus verdaderos pa res, e ia cabana reinaba la estudiado mayor tranqui Benavente había a su i a .
contraba en él las ventajas que ofrece
ricter empf^"dedor^
^
Zárate admiraba en aaddeMicia.osdo.sc^nje^^^^_^^^^_ ia había dotado, y
das las perfecciones, qu
„ era el más desgraciado; su
El Sr. Juan era ei
96
LA MANÓ
mente le representaba fantasmas aterradores que le inquietaban.
Sin embargo, sus hijos eran felices; y se pultaba en lo más recóndito de su alma el do
lor que le devoraba, para mostrarse dichoso y no acibarar aquellos momentos, que para sus protegidos eran tan supremos.
Pero vamos á encontrar á los moradores
de la casita del valle, una hermosa tarde á los pocos días después de la muerte del ermitaño.
A la puerta de la cabana, sentados los tres
ancianos y con ellos Luis, Alicia, Pedro y Ma, que igualmente gozaban en aquella feliz morada del más dulce contento desde la apa rición de los extranjeros.
hablaban de cosas indiferentes y
ninguno se atrevía á tocar el punto que tanto
97
DE LA PROVIDENCIA.
cerna, compraré una casa donde nos establece
remos, y procuraré que tenga un hermoso jardin, que ofrezca á Alicia los encantos de la primavera.
La jóven, abriendo desmesuradamente los ojos, exclamó:
—¿Yo ir á Lucerna? El Sr. de la Corte dió un suspiro.
—¿Por qué no, hija mía? respondió Isaac; iremos todos; pues yo creo que el Sr. Juan nos
acompañará algún tiempo, si es que noquier residir con nosotros...
La fisonomía del anciano se descompuso
de una manera visible, y sin poder contener un gemido, que más parecía un so
-¿Cómo queréis que yo abandone mi ca-
les interesaba.
r fin Benavente, que siempre era el más resuelto, dijo dirigiéndose á Luis:
—El mes próximo, cuando vayamos á Lu-
sitios en que por p
recibí á Andrés y A
paternal inflamar m <
-
mis hijos adoptivos, donde les
,
bE LA PROVIDENCIA,
$9
La MAblO
»
'
cer á Dios y donde, junto con ellos, he admi rado sus obras?
Alicia lloraba.
—^¿Mo os conformáis, prosiguió el anciano enjugando las lágrimas que surcaban su ros tro, con arrebatarme esas dos criaturas, cuyo amor es para mí más que la misma existencia?
Dejadme, dejadme pasar en mi cabana los cor
tísimos días que me restan de vida; aquí,
donde todo me les recuerda, el arroyo, los ár boles, las flores, los pájaros y las florestas, nioriré tranquilo, consagrándoles mi último jásate'-
aliento!
Alicia lanzó un grito, y arrojándose en los . .-
brazas¿Vos del Sr.de la Corte, exclamó: morir, padre mío? ¡vos morir! no, no, ¡yo quiero que viváis para vuestra hija,
P
vuestra Alicia, que nunca se separará
de vos!...
La jóven recostó su hermosa cabeza sobre
palpitante seno de aquel hombre ejemplari P él la asió dulcemente y depositó un beso
en aquella frente límpida y pura como la onda de cristalino lago.
Andrés se acercó también al Sr. Juan, y con
los ojos arrasados en lágrimas, besó respetuoso la mano de su padre adoptivo.
—¡"No, hijos míos, no! exclamó el anciano; tenéis padres y os debéis á ellos. Yo no trato
de separaros de los que os han dado el sér. Amadles, respetadles y obedecedles como lo habéis hecho conmigo; sólo os pido que no
me olvidéis, y que siempre penséis en este
pobre anciano que espirará pronunciando vuestros nombres!
Alicia y Luis se miraron; á través de sus lágrimas adivinaron sus pensamientos, y
giéndose á sus padres, Andrés, á nombre de ambos, les habló de esta manera.
-Veinte afios há que ese anciano nos reci
bió bajo su techo, veinte años conseaitivos, que día por día, hora por hora, ha sabido en carnar en nuestras almas el conocimiento de esa Divinidad á quien debemos la fortuna
1,.
1 de la providencia. 101
de haberos hallado. En nuestros corazones un
que todas las virtudes de este noble anciano
instante ha sido bastante para hacer vuestro
se han reproducido en vuestros sencillos cora
amor inmenso; pero ¿cómo queréis que al padre cariñoso, que satisfizo nuestras necesi
dades de niño, le olvidemos? Si después de tantos años de afanes su cariño fuese para nosotros indiferente, ¿qué seguridad podríais tener en el que ahora os profesamos? ¡Ahí
¡decidnos que no nos separaréis, decidnos que viviremos aquí juntos, aquí donde conocimos
las dulzuras del amor filial, aquí donde se
deslizaron nuestros primeros años y donde encontramos los legítimos autores de nuestros
días, á cuyos piés nos postramos pidiéndoles lo que para nosotros implicaría nuestra con servación I
Los jóvenes cayeron de hinojos ante Benavente y Zárate, que ebrios de placer, estrecha ron en sus brazos aquellos tiernos hijos, dlclénCióles al mismo tiempo;
. -¡Basta, hijos, basta! únicamente hemos quendo probaros, y quedamos convencidos
zones.
Después tomaron á Andrés y Alicia de la mano, y acercándose al Sr. Juan, que contem
plaba aquella escena con una especie de abs tracción, le dijeron:
—Señor La Corte: perdonadnos si por algu nos momentos os hemos hecho sufrir. Nunca
pensamos separaros de estas criaturas, por quienes tenéis más derecho que nosotros mis mos, y os suplicamos nos dejéis vivir á vues
tro lado, siendo para nosotros tan buen her mano como amoroso padre habéis sido para ellos.
_
Al Sr. Juan le^^cía soñar despierto con
tan consoladoras palabras; pero al ver á los jóvenes, en cuyos semblantes irradiaba la ale gría, abrió sus brazos pronunciando el tiernísimo nombre de ¡hijos!
Los peregrinos llotaban de 'felicidad v el
anciano,con la puerilidad de un niño, abrazaba'
\ 'S \
\ ' X
102
LA MAKO
DE LA PROVIDENCIA,
103
á Samuel é Isaac; después b^aba á Alicia y Luis; los dejaba luégo, para estrechar las ma nos á Pedro, y hasta la buena María recibía
demostraciones de la cordial alegría de su
CAPÍTULO XXll.
señor.
Aquella cabana se había convertido en san
tuario de la dicha; todos los corazones rebosa
ban contento indefinible, y eif'todos los4abios vagaban dulces sonrisas de perdurable bien estar.
DECLARACION DE AMOR.
Era una hermosa mañana de primavera; el sol todavía escondido, se anunciaba
por uná aurora brillante; los pájaros cantaban
alegres, saltando de árbol en árboi como que riendo despertar con sus alegres trinos los fe lices moradores de la casita del valle. Pero las inocentes avecillas no han visitado 'V /
.
.
el jardin y por eso no han advertido que ya el ángel de la cabaña, la amiga de las flores, la reina de los prados descansa en un rústico
asiento embriagada con el aroma de sus que ridas flores y entregada ! sus pensamientos. Alicia, rnedio escondida entre la frondosa
DE LA PPOVIDENCIA.
tA MAKÓ
madreselva, cuyo espeso follaje la rodeaba aca riciada por la suave brisa, que hacía flotar los blondos rizos sobre su casta frente, parecía la ninfa de la mañana.
105
puerta gira sobre sus goznes, y si no me en gaño es la del aposento de Luis.
Efectivamente el jóven sale, tratando de no hacer ruido, y se dirige al jardin. Andrés estaba verdaderamente interesante;
Era el hechicero encanto de las fragantes flores cuyos tallos parecían inclinarse ante ella
su pelo negro como el azabache caía rizado so
rindiendo homenaje á la reina de aquellos lla
bre su frente morena, noble y altiva; sus ojos
nos que el cielo bendecía.-
eran pardos y velados por luengas pestañas; su nariz aguileña; sus labios gruesos pero bien delineados empezaban á cubrirse con un bozo
La hija de Zárate era el verdadero ideal de la belleza.
Vestía un traje blanco y de léjos hubiera parecido una ilusión fantástica.
La jóveri tenía un libro en sus diminutas manos; pero ni una vez su dulce mirada se po
saba en aquellas páginas que para ella no te nían ningún Ínteres.
Todo su sér estaba reconcentrado en una
que hacía resaltar la trigueña piel del hijo de las montañas.
Sus pasos eran majestuosos y su conjunto simpático.
Con razón aquel jóven había cautivado el corazón de Alicia, porque Alicia le amaba no con el cariño fraternal de su anterior pasión,
sola idea, que la arrancaba profundos sus
sino con ese amor que inspira el hombre dig
piros.
no, bueno y noble á lá mujer sensible. Luis también sentía ese amor sublime ha
Pero dejemos á la encantadora Alicia y pe netremos en la cabana.
Silencio sepulcral reina en ella; sólo una
cia la compañera de su juventud, y aunque no se había atrevido á declararle su afecto, sus
io6
LA MAKO
DE LA PROVIDENCIA.
miradas iban impregnadas de la esencia amo
sotros no ser hermanos? volvió á preguntar
rosa de su alma; robando la tranquilidad á la tierna doncella.
107
Andrés. .-I
—¿Por qué? dijo la Cándida niña sin le
Sigámosle ahora, cuando entrando al jar-
vantar la vista del suelo.
din se dirige á la enramada de la madre
—Porque la fraternidad es uno de los lazos más sagrados, un amor santo, sublime, conso
selva.
¿Sabía Andrés que estaba Alicia allí?
lador y lleno de las más puras emociones. ¡Es
¡Quién puede adivinarlo!
tan dulce su reciprocidad entre dos hermanoslll continuó, no sin ahogar un ¡ay! dolo rido. Pues bien, Alicia; yo creo que este cari ño, esas raras impresiones que embargan mis
Sólo sabemos que al encontrarse con la jóven dejó escapar una exclamación de sorpresa, y ella, poniéndose pálida, soltó el libro en que aún no se había fijado. . Luis se sentó junto á ella extendiéndole su mano, ésta depositó la suya temblorosa en la
sentidos no son comparables con lo que tengo
aquí, aquí en mi pecho, en lo más recóndito de un corazón que late por tí de una manera incomparable, desde el momento en que supe
del jóven y sus almas se confundieron, pero la hija de Zárate la separó prontamente y el man cebo se quedó contemplándola algunos mo mentos, después dirigiéndose á ella y como
podíamos vivir el uno para el otro sin que un fatal incidente te arrebatara de mi lado. Yo
creo que si me amases como yo te amo, sería
continuando sus reflexiones exclamó: —¿No eres muy feliz, Alicia? La jóven le miró sin contestar.
—¿No piensas que es una dicha para no-
tan feliz!....
—¿Que yo no te amo? prorumpió Alicia. 1
—Mo,yo sé que me amas, pero no como yo
quisiera. Yo deseo que me quieras como quie-
íe la mujer al hombre que ocupa sus pensa mientos, que llena su fantasía.
—Y si yo sintiese por tí ese afecto, si fue
ses tú el que á todas horas ocupa mi corazón, el que veo en mis sueños, el que anhela mi alma, ¿qué dirías entonces?
¡Te diría, exclamó el joven con acento convulsivo, te diría que en el altar de nuestro amor acabamos de recibir la bendición del cie
lo inspirándonos eterna unión sobre la tierra!!!
Y cayó á los piés de Alicia cuyo semblante
delataba la lucha de las nuevas impresiones, que arrobaban todo su sér.
Aquella jóven más seductora que nunca,
Así permanecieron hasta que la venerable figura del Sr. Juan apareció en el jardin. Andrés se levantó resuelto y corrió á besar
la mano que le presentaba su padre adoptivo, y éste acercándose á Alicia selló su frente con sus paternos labios.
—¿Cómo tan temprano por aquí, hijos mios? preguntó el anciano protestando no ha berles visto ni oido, y como registrando algo entre el verde césped.
Los jóvenes no contestaron á la pregunta, pero Luis dijo al Sr. de la Corte:
—^¿Qué buscáis, padre mió? —Os vi aquí de rodillas y me figuro que í
permaneció con su mano fuertemente asida en
algo procurabais encontrar con cuidadoso em
las de Luis, después levantó su frente Cándida
peño,—respondió el Sr. Juan sonriéndose ma
y pura y fijando sus garzos y penetrantes ojos
liciosamente.
en la celeste bóveda como queriendo implorar de las Alturas la sanción divina, se arrodilló también con santo recogimiento, pronunciando sus trémulos labios una oración que el apasio nado mancebo repetía con religioso ardor,
Las mejillas de Andrés y Alicia se encen
dieron pudorosamente y quedaron suspensos no atreviéndose á responder.
—¿Será posible, hijos mios, que ya no os merezca confianza este pobre viejo? dijo el
I 10
DE LA PROVIDENCIA.
LA MANO
I I I
señor de la Corte tomándoles las manos.
Divinidad les había dirigido para hallar un
—^No, padre mió, respondió Luis; nosotros
magnánimo preceptor, donde descubrieron á
nunca os podríamos ocultar nuestras santas de
t
sus padres y donde se unieron para siempre,
terminaciones. Nuestro amor es puro como la
residía también el ideal de su dicha encerrado
brisa y aquí poniendo á Dios por testigo, nos
á su vez en aquella venturosa mansión.
hemos jurado eterna constancia. Así, pues, deseamos hable V. con nuestros padres para recibir su consentimiento.
Sí, hijos mios: ellos lo darán con gusto; y venid ahora á recibir en mis brazos el premio de vuestro mútuo cariño. dPara qué decir más?
El protector de Luis y Alicia habló con
Samuel é Isaac y estos elevaron á Dios sus
fervientes preces por ios dobles vínculos que aumentaban su felicidad.
•V
Algún tiempo después, se efectuó la boda
de los hijos del Sr. Juan como les decían en la
aldea, y do quier reinaba la paz imperturbable de los buenos.
Los jóvenes desposados no abandonaron la
cabaña, pensando, y con razón, que donde la
i,k
DE LA PROVIDENCIA.-
ÍÍ3
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EPÍLOGO.
AN pasado cinco años; echemos lína
mirada en el poético Valle donde por algún tiempo detuvimos nuestras observacio
nes, y dirijámonos presurosos á la cabana que en nada ha variado.
Los árboles sembrados allí por la idónea
mano del Sr. Juan, conservan su verdor, y
acarician la casita que descansa á su sombra;
pero entremos para hacer una visita á su¡ moradores.
En la pequeña sala están dos ancianos, que se divierten con las gracias infantiles áe
una encantadora niña de cuatro años que salta
\\
i!' 114
DE LA PROVIDENCIA.
LA MANO
I .\
marido, enviándole una mirada amorosa.
á sus rodillas y juega con sus encanecidas barbas.
No nos esforzaremos para reconocer en ellos á Benavente y Zárate. En el jardin está Alicia cultivando sus flores que aun merecen sus cuidados.
-it-
—^¿Dime, Andrés, dónde está María? —¡Dónde hade estar! respondióel interpe lado; en casa con los abuelos á quienes tiene vuelto el juicio y á quienes maneja á su antojo. —¡Es una picarona! exclamó Alicia con ese acento que tanto dice en boca de una ma
Su belleza no ha decaído; aquella belleza fascinadora unida al poder indescriptible del
dre, y volviéndose hacia Luis tomó de sus
brazos el ángel acariciado por la más tierna es-
candor y la dulzura de su rostro angelical, re vela una felicidad superior y nuevos encantos
pansion del alma, presentándole el dulcísimo cáliz, donde se liba el único amor puro y eter
de risueño porvenir.
no sobre la tierra.
A su lado Luis, cuya hermosa y varonil figura se destaca en aquel preciosísimo cua dro, al pequeño Juan Antonio, niño de dos
Samuel é Isaac; la niña apenas vió á su padre
años á quien estrecha contra su seno con la
voló á sus brazos alborozada.
En aquel momento entraban en el jardin
más vehemente efusión del corazón paterno.
Preguntarán nuestros lectores:
Más allá el viejo servidor, el fiel Pedro tra
baja en lá huerta; también María gozándose en la dicha de aquellos séres de su predilec ción forma parte de aquella tierna armonía de
i Qué es del Sr. La Corte? •
¿Qué se hizó el padre adoptivo de Andrés y Alicia?
4 k y
paz y de ventura.
El bueno del Sr, Juan ya no existe. Poco después de nacer María, el anciano
exhaló el postrer suspiro rodeado de sus hijos,
Por fin Alicia levanta la cabeza y dice á su (í
116
LA MAKO DH LA PROVIDEH CIA.
de sus hermanos y de sus criados que perdie ron con él, un padre cariñoso y el mejor modelo para sus perfecciones. "No busquemos al Sr. La Corte en la cabana;
busquémosle en el pensamiento y en el cora zón de su familia y le encontrarémos patente
ÍNDICE.
porque no les abandona un instante.
Luis y Alicia veneran los sitios preferidos del Sr. Juan, los árboles que él sembró, las
obras de su mano, y todo les representa aquel venerable anciano, cuya vida fué la prosecu ción de acciones bendecidas por LA MANO DE LA PROVIDENCIA.
Páginas.
Al lector y a la autora.—Prologo. . .
V
Dedicatoria
, —La cabaña
Capitulo I —
II .
.—La corte y su familia. .
—
III
.—La aldea
—
IV
.—La ermita
—
V
—
VI.....—Incertidumbre
18
—
VII....—¡Perdido!!!
22
—
VIII...—El paciente
—
IX
—
X.... .—El hermano Lúeas. .
—
XI
—
XII....—Historia
f
.
3
.—Diez y ocho años ántes.
14
.
27
•
39
.—Los huésoedes
.—Dudas
de los extranjeros.
46
INDICE,
Páginas.
Capitulo XIII...—Bernardo Bornio.
51
—
XIV...—^Viaje inútil. .
.
.
—
XV..,.—Esperanzas muertas.
61
—
XVI.,.—Dos contra uno..
65
57
— , V XVII..—Desesperación. . —
XVni.—Muerte
—
XIX..,—Explicaciones.
.
77 82
.
87
XX....—Grandeza del alma. .
—
XXI...—El señor Juan recobra cidad. • .
XXn..—.
.
.
.
^^aracion de amor.
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Epilogo "3
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