Nuestros problemas

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DIVISIÓN DE EDUCACIÓN DE LA COMUNIDAD DEPARTAMENTO DE INSTRUCCIÓN PÚBLICA PUERTO RICO -

1967


Nombre de lo familia

ร NDICE

Introducciรณn ..................................................3 Lo que Anastasio hablรณ consigo mismo.........4 E l puente......................................................10


INTRODUCCIÓN Vivimos en un mundo tremendamente complicado y, en términos generales, egoísta. Ante los afanes y complica­ ciones de mundo tal, tenemos la tendencia a encerrarnos muy a menudo en nosotros mismos. No siempre por egoísmo, de hecho, sino a menudo por timidez o temor a percibir con claridad y a participar activamente en la posible solución de los retadores problemas que ese mundo nos presenta. ¿Los problemas de otros, no son los míos?, es una pregun­ ta que no vamos a contestar en esta pequeña introducción. La contestación está contenida en los dos relatos que a con­ tinuación se incluyen: Lo que Anastasio habló consigo mis­ mo y El puente. Más aun, después de la lectura de ambos re­ latos, la contestación estará en la mente y el corazón de cada uno de ustedes.



Anastasio Martínez se “ ñangotó” en el batey y miró fija­ mente sus manos. Eran manos fuertes y apretadas por treinta años de trabajo en el cañaveral. Las arrugas de la piel junto a los nudos de los dedos y los callos en las palmas, brillaban a la luz del sol matinal. Otro día. Otro día largo, interminable. Anastasio pensaba. Tenía tiempo para hacerlo. No habría trabajo hasta el día siguiente. El mayordomo se lo había dicho. Anastasio arrugó la frente. Estaba pensando profunda­ mente. Estaba calculando cuántos días no había tenido trabajo durante el último año. Realmente no había salido mal, compa­ rado con otros. El no era un simple cortador de caña. Era zan­ jero. Y además sabía algo de carpintería. Llegó a la conclusión de que había estado alrededor de se­ senta días sin trabajar el año pasado. Sesenta días perdidos. Sesenta días en que había sido de poca utilidad para sí mismo, para su familia y para los demás. Anastasio no era egoísta. Pensó en los otros, en sus amigos y vecinos. Y se dio cuenta que a ellos les había ocurrido lo mis­ mo. Días y días sin trabajo. Y Anastasio empezó a hacerse al­ gunas preguntas. “¿Por qué” , se preguntó, “ muchos de nosotros, que traba­ jamos en el campo, tenemos que pasarnos tantos días sin tra­ bajo?” Le pareció que había varias respuestas a la pregunta. Pero para Anastasio, sentado allí en el batey, dos cosas resultaban claras. “ Supongo” , pensó, “que la tierra es así en todos sitios. Da su fruto sólo en temporadas fija s . . . ” Anastasio se puso de pie lentamente. Empezó a caminar pendiente abajo, hacia la tienda de Otoniel. “ Es un problema demasiado complicado para mí,” se decía


mientras caminaba. “ No podría resolverlo” . Y trató de pensar en otras cosas. El camino era fangoso. En más de una ocasión resbaló y estuvo a punto de caer. “ Es ya hora de que hagan aquí un camino decente” pensó, “ especialmente ahora que somos muchos los que vivimos en este sitio” . Y continuó su marcha hacia la tienda.


Pasó junto a un grupo de árboles. Bajo los árboles, varias mujeres lavaban sus ropas en una quebrada. Más abajo de la corriente algunos chicos llenaban sus latas de agua. Una de las mujeres saludó a Anastasio. El devolvió el saludo con la mano. Y pensó: “Alguien debería hacer algo sobre el asunto de la quebrada. Esa agua no es buena para beber. Pero no hay otro sitio donde buscar agua...” Avanzaba lentamente. No tenía prisa. No tenía nada que hacer. Nadie lo esperaba en la tienda excepto quizás alguno que otro desempleado que trataría de ahuyentar el aburrimiento charlando u oyendo la radio. Sintió pasos detrás de él. Cuatro chicos avanzaban cargan­ do latas de agua sobre sus cabezas. Eran los hijos de Paco. “ Oye, Paquito,” gritó al mayor, “¿por qué no estás tú en la escuela?” Los chicos se detuvieron. “ Tengo que esperar al año que viene,” replicó el mucha­ cho. “ Cuando fui el primer día de clases me dijeron que no ha­ bía sitio” . Los chicos continuaron presurosos su camino, pero Anasta­ sio se detuvo. Allá abajo podía ver ya la tienda de Otoniel, junto


a la carretera recién construida por el gobierno. De pronto le vino una idea. Una idea que quizás serviría para que algo se hiciera sobre el camino, la quebrada y la es­ cuela. Quizás había relación entre estos problemas que era ne­ cesario resolver y el hecho de que hubiera hombres desemplea­ dos en la vecindad. Poco a poco la idea de Anastasio fue tomando forma. “ Cuando trabajamos, se nos paga. Cuando se nos paga, ob­ tenemos dinero contante y sonante. ¿Qué hacemos con ese dine­ ro? Compramos las cosas que necesitamos. En otras palabras, lo que obtenemos con nuestro trabajo son las cosas que necesi­ tamos. Bueno, entonces, ¿por qué no . . . ? Anastasio estaba asombrado por lo sencillo de su idea. “¿Por qué, en los días cuando no trabajamos por un jornal, no hemos de trabajar para obtener las cosas que necesitamos y que no podrían conseguirse por un jornal?’’ “¿Queremos un camino? Podemos hacerlo nosotros mismos.” “¿Queremos agua buena? Podemos limpiar la quebrada.” “ ¿Queremos que nuestros chicos vayan todos a la escuela? Quizás algún día podamos construir otro salón de clases.”


Mientras más consideraba Anastasio la idea, mejor pa­ recía. “ Si puedo conseguir agua buena, un buen camino y una escuela más grande, trabajando cuando no hay trabajo en el campo ni hay chiripas de carpintería, ¡ entonces no estaré nunca desempleado! Entonces podré comprar cosas con mi trabajo sin necesitar dinero para ello.” A Anastasio la idea le parecía formidable. Y apresuró el paso. He aquí algo que debía discutirlo con los compañeros en la tienda. Algo para que lo discutieran todos los vecinos del barrio. Quizás habría que perfeccionar la idea, pero él estaba seguro de que era buena. Estaba muy entusiasmado por aquella inspiración suya. Quizás algunos pensarían que estaba loco. Pero luego se darían cuenta de los beneficios. El ya podía imaginarse el camino nue­ vo, la quebrada limpia y el salón de clases. Su trabajo y el de sus vecinos lograrían el milagro. Estaba seguro de ello.

1 §


EL PUENTE


El Río Botijas es la guardarraya entre los barrios Palo Hincado de Barranquitas y Botijas de Orocovis. El río es sólo una pequeña quebrada, tan llana y estrecha, que los niños del barrio Palo Hincado pueden cruzarlo fácilmente saltando de piedra en piedra. Los chicos de este barrio acostumbraban cru­ zar así el río dos veces al día para ir a la escuela en el barrio Botijas y para regresar a sus casas. Pero a veces, los niños de Palo Hincado no podían cruzar el río. De pronto, en cuestión de minutos, nadie podía cruzar el río. Porque en cuestión de minutos la inocente quebrada crecía y se convertía en un torrente peligroso. Sin previo aviso, la ava­ lancha de agua invadía el valle ocultando las piedras que faci­ litaban el paso. Así, de pronto, la quebrada, hinchada por las aguas de lejanas lluvias, convertía la guardarraya entre los dos barrios en una barrera demasiado peligrosa para intentar cruzarla a nado. Solamente un puente, un puente alto y sólido, podría dar paso sobre semejante corriente. Pero no había tal puente. Por muchos años, desde que se había construido la escuela al otro lado del río, las mujeres de Palo Hincado se preocupaban cada vez que veían una nube negra asomarse tras las vecinas lomas. ¿Podrían sus hijos ir ese día a la escuela? ¿Podrían los muchachos regresar a sus casas antes de la creciente? Y es que las madres habían aprendido a vivir con ese miedo, un miedo sobre el cual no pensaban corrientemente, pero que estaba allí, en ellas, constantemente, como un achaque al cual uno se acostumbra. Las madres recordaban las muchas veces cuando sus hijos se vieron obligados a permanecer al otro lado del río por días y noches, durmiendo donde podían. Por las mañanas, cuandos los chicos corrían alegres hacia la escuela, las madres miraban al cielo. Preguntábanse si esa


noche iban a estar en la orilla del río, angustiadas, observando a sus hijos en la otra orilla, separadas de ellos por la peligrosa corriente. Era algo que les robaba la tranquilidad. Las madres, preocupadas e intranquilas, recordaban que una vez uno de los chicos había sido arrastrado por el río de re­ greso a su casa. Sólo la acción rápida del vecino que acompa­ ñaba al pequeño, quien se lanzó al agua para rescatarlo, había evitado que el niño muriera ahogado. El Río Botijas, que parecía tan inofensivo, era la preocu­ pación del barrio. Después de todo no sólo eran los niños los que estaban en peligro de no poder regresar a sus hogares. Cualquier miembro de la familia podía en un momento dado encontrarse separado de los suyos. Y el momento cuando eso ocurriera podía ser uno de suma importancia para él y para su familia. En una ocasión, por ejemplo, uno de los hombres que tra­ bajaba lejos, al otro lado del río, recibió la noticia de que su mu­ jer estaba a punto de dar a luz. Inmediatamente se dirigió a su casa. Pero antes de llegar a la orilla del río pudo percibir el rugi­ do de las aguas que avanzaban en creciente. Cuando llegó a la orilla no pudo pasar. Entre él y su hogar se interponía una enorme faja de agua fangosa que corría a gran velocidad arras­ trando en su corriente pedazos de madera, ramas y aún árboles enteros. El hombre estaba desesperado. Después de algunos mo­ mentos de indecisión pudo arreglárselas para hacerse oir por encima del ruido de la corriente. Dos amigos, uno a cada lado del río, tendieron una soga entre ellos. Ataron al hombre a la cuerda y fueron halándolo a través del río. El trabajador tuvo suerte. No llegó a ser golpeado por ninguno de los objetos flo­ tantes que arrastraba la corriente. Mojado hasta los huesos llegó a su casa instantes antes de que naciera el hijo. Pero la comadrona no pudo llegar a tiempo.


Estas cosas eran las que tenían que sufrir los habitantes de Palo Hincado. Se iban a la cama con esta amenaza y desper­ taban con ella por años y años. Finalmente decidieron que no era posible seguir viviendo de ese modo. Los vecinos se reunieron y hablaron del problema. Sólo ha­ bía una solución; la construcción de un puente. Necesitaban te­ ner un puente. Hablaron y hablaron sobre el asunto. No podía ser un puen­ te débil que lo arrastrara la primera creciente. Tenía que ser un puente de verdad; fuerte, sólido, capaz de resistir cualquier golpe del río. A medida que los vecinos se reunían y hablaban, iban pla­ neando. Empezaron a darse cuenta de que lo que deseaban era algo difícil. Ninguno de ellos era ingeniero. Y, sin embargo, esta era la clase de trabajo que sólo un ingeniero podía hacer. Nece­ sitaban un puente para gente a pie o peatones, pero construido tan fuerte y tan alto como cualquier puente de los que se cons­ truyen para el paso de vehículos. Los vecinos de Palo Hincado no podían permitir que los obstáculos paralizaran su proyecto. Estaban firmemente decididos. Y mientras más cuenta se da­ ban de las dificultades, mayor era su determinación a realizar el proyecto. Y mientras mayor era su determinación, más au­ mentaban su fe y su entusiasmo


Y pusieron manos a la obra. Enviaron un comité a Barranquitas. El comité consiguió del Municipio ochenta sacos de ce­ mento y seis quintales de varillas. Pero necesitaban vigas de acero para dar al puente la rigidez y solidez necesarias. Eso era más difícil de conseguir. ¿Dónde encontrar vigas de acero? Por fin dieron con la solución. Consiguieron chasis viejos de camio­ nes. Y los llevaron en un camión hasta donde terminaba la ca­ rretera. Luego los transportaron entre ellos mismos jalda abajo / hasta la orilla del río. Nadie se mantuvo fuera del grupo. Todos ayudaron. Pero por lo mismo que estaban determinados a no fracasar, los vecinos no permitieron que el entusiasmo los encandilara. Antes de empezar a construir, llamaron a un ingeniero del De­ partamento de Obras Públicas y escucharon cuidadosamente los consejos de éste. Luego hicieron sus planes finales. Y sólo enton­ ces empezaron a trabajar en el proyecto en sí. La labor duró más de un mes. Un padre de familia, carpin­ tero y albañil, hizo de maestro de obras. Los vecinos cavaron en ambos lados del río hasta encontrar la roca y echaron los ci­ mientos de las cuatro bases del puente. Luego colocaron los chasis de camión entre las dos bases y los soldaron cuidadosa­ mente. Después que las improvisadas vigas de acero estuvieron firmes, echaron una torta de cemento armado. A cada lado del puente construyeron siete escalones de cemento. Cuando el ce­ mento estuvo seco, colocaron unos postes de concreto a interva­


los, a todo lo largo del puente, y entre los postes instalaron ba­ randillas hechas de tubo. Por fin, pintaron la flamante construc­ ción ; el puente de blanco y las barandillas de rojo intenso. Cua­ renta hombres habían trabajado en el puente. Ninguno de ellos obtuvo paga en dinero. Pero todos tuvieron la satisfacción de la obra hecha por sus propias manos. Esto así, leído, suena fácil. Pero la tarea de la construc­ ción del puente no lo fue. Tomó gran habilidad y una tremenda cantidad de trabajo. Más que nada, necesitó la voluntad, no sólo de un hombre, no sólo de un puñado de hombres, sino la voluntad de todo el barrio que tenía aquel problema y que había decidido resolverlo. Hoy el puente sobre el Río Botijas se levanta como un mo­ numento a la inquebrantable fe de un grupo de hombres y mu­ jeres. Es un puente alto, sólido y fuerte, que parece construido por ingenieros expertos. Los niños de Palo Hincado pueden aho­ ra cruzar el río libremente sin importarles el buen o mal tiempo. El Río Botijas sigue creciendo ocasionalmente, pero las ma­ dres del barrio ya no viven intranquilas y sobresaltadas. El te­ mor por la seguridad de sus hijos ha desaparecido.


Editor y escritor:

René Marqués

Diseñador gráfico:

Antonio Maldonado

Portada:

Antonio Maldonado

Ilustradores o dibujantes:

Lorenzo Homar, Rafael Tufino




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