Mil voces tiene la muerte

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS FÚNEBRES

Mil voces tiene la muerte



ANTOLOGÍA DE CUENTOS FÚNEBRES

Mil voces tiene la muerte


Mil voces tiene la muerte Antología de cuentos fúnebres, 2012

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El niño santo

José Luis Gómez Lobo


José Luis Gómez Lobo nació en Tijuana, pero radica en Guadalajara desde hace muchos años. Ha escrito cuentos para diversas revistas locales y para algunos periódicos de la entidad. Tiene publicada una novela llamada La Otra Pantalla en ediciones Arlequín y otra en vía de publicación en la misma editorial de nombre Oración por el Padre Difunto.


A cielo abierto, una serie de rayos solares se abren en abanico tras de una robusta nube. Bien definidos. Espigas doradas perfectamente simétricas alzándose encendidas hasta el infinito. Detrás de esa nube debe estar el reino de Dios. Y él estará ahí. Ahora. Encuclillado con el mayor sigilo. Oculto. Desentendiéndose de lo que ocurre abajo. Con las manos en sus oídos para no escuchar. Con la vista puesta en otra parte. Pretendiendo ignorar su creación. Sin la más mínima gana de hacer un seguimiento de sus progresivos fallos. Replegándose lo más que puede en sí mismo, cuidando que su joroba no rebase los límites de la nube, con verdadero empeño, con verdadera concentración, para así evitar que alguna posible torpeza lo delate y que entonces se evidencie esa discreta sonrisa, involuntaria, trazada en su boca que denota un cierto gusto por la nueva travesura que se le estará ocurriendo. Y a pesar de tanto empeño, a pesar de todo su sigilo, acá abajo alguien cree mirarle. Allá arriba. En ese cielo tan bonito que revive los detalles de las pinturas de magnánimas divinidades, ornamentadas con sendos hilos de oro cuyo fulgor evoca las voluntades del Señor, como lazos que nos unen a él. Y la creencia de quien cree mirarle se suscita, precisamente, al percibir uno de estos hilillos dorados atravesando las ramas de un fresno para descolgarse hasta el piso adoquinado del jardín de la colonia. Y si lo aseguro no es tanto porque sea yo quien esté creyendo verle, sino porque estoy al lado de quien así lo ha creído, y porque le estoy escuchando aseverarlo. Es esta señora de aquí a mi lado,


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quien justo ahora, con el corazón engarruñado, con los ojos lagrimeantes y con la razón a punto del extravío, mira a su adolescente hijo con el cráneo reventado bajo la enorme piedra que, interpretamos todos quienes lo vemos, le sorrajó de golpe el advenimiento de la muerte. - Es tuyo, mi Señor, tú me lo diste y ahora te lo entrego. La escucho decir a través de los gorgoreos de su garganta y por entre tanta sílaba enroscada de dolor. Y la veo dirigir su vista, temblorosa entre tanta lágrima, hacia arriba, en donde mira a su interlocutor. A la nube pues, de donde se desprenden los hilillos de oro. A donde, quizás por la ausencia de lágrimas, yo ahora no veo nada. Digo no veo nada por decir algo, porque quizás por los efectos de la conmoción, clarito se me ha figurado verlo también, aunque en un gesto algo esquivo. La nube al moverse un poco descubre la presencia de uno de sus pies, el mismo que rápido ha levantado para volver a ocultarlo. - Que sea tu santísima voluntad. Y eso mismo dice la señora pero ya después, ahoritita, en este momento, que según eso es uno de los más duros de sobrellevar, cuando el hijo es depositado en su tumba. Entre la lloradera general la oigo decirlo, repetir lo de la voluntad de Dios. Y los tres tipos empleados del panteón, a paleadas secas que silban al mordisquear el bulto de tierra antes extraída del hoyo, forzando a la indiferencia de su gesto a que parezca pesadumbre, terminan de cumplir, a medida que cae la tierra sobre el ataúd, la voluntad de Dios. Porque así parece ser el asunto, Dios, sabrá Dios en qué momento, en cuáles circunstancias, con no sé qué gesto, emite su sabia voluntad que extiende expeditamente a sus principales colaboradores para ver quien la puede ejecutar. Alzan la mano primero los asesinos, con la navaja lista y destellante, con la bala acomodadita en el cañón, con la piedra de mayor peso y volumen. El segundo lugar se lo disputan los montones de enfermedades


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y los choferes del transporte público. Y luego por último, los enterradores, que a paladas de tierra van cubriendo el hilillo dorado que fue la voluntad, y con ello, el finiquito del proceso. Aunque también están los gusanos, cuyas mordiditas demoledoras les otorgan una posición de importancia en la consumación. -El bueno agradó a Dios y Dios lo amó; vivía entre pecadores y Dios se lo llevó. Lo arrebató para que el mal no pervirtiera su mente ni el error sedujera su alma. Dios se apresuró a sacarlo de la maldad... -Sí, sí, sí, ya se imaginarán ustedes quien lo dice. Lo dice el señor cura del templo del barrio; en cuyos jardines, a unos cuantos metros del atrio, como un tronido seco que sin duda hubo de despabilar en sus madrigueras a las ratas que ahí pernoctan, crujió el cráneo del ahora recién nombrado “El bueno”. Y todavía sigue sacudiéndose la trompa agrietada del padrecito con la cascada de palabras de consuelo, cuando yo ya me estoy haciendo la pregunta obligada: -¿No sería más lógico extirpar de su creación todo aquello que resultase malo? -Carajo... - Esto ya lo digo viendo al cielo - si fueras el director de una empresa resultaría que despedirías al eficiente y se le darían horas extras y bonos de compensación al trabajador más estúpido. No sé si sea la desvelada del velorio o la resultante lagañosidad, o la saturación de tantos rosarios absorbidos a lo largo de la noche, pero así como estoy, con mis ojos levantados al cielo, con la razón algo obnubilada, el entendimiento confuso, creo ver la mano de Dios allá arribita, casi a un lado de un avión que en este momento pasa. Y rápido me hago el disimulado. “Con la lógica que te cargas no vaya a ser que luego resulte que me encuentres agrado en el instante del contacto y me descubras apto candidato a postrarme frente a tus colaboradores”.


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-En lo que a mí respecta, señor cura, gracias – le digo con la torcedura de mi boca sarcástica que el señor cura no entiende. -No me des las gracias a mí, hijo, dáselas a Él, que vela por su pueblo santo. Pues ánimas que ya se duerma porque ahí nos trae dando tumbos para aquí y para allá, jalados con sus hilos de oro bien amarrados en los dedos de la mano que se le pasó ocultar en su escondite. Jalados todos en bola hacia la salida del panteón, como simples marionetas. Marionetas en manos de desvelado, dando saltitos dislocados en este tinglado de cartón que es nuestra chafa realidad, en la que ya le estamos construyendo su altar al muertito y la cual vivimos hasta que al titiritero se le ocurra dar el último jalón de hilos, para distanciarnos de lo que ahora se le ha nombrado maldad. -Así es este asunto, mi amigo – le digo al tipo de sombrero con aliento etílico que pega uno tras otro, los ladrillos que yo le voy pasando, bajo la supervisión de la madre del difunto y tres señoras más, enlutadas todas, en el sitio exacto donde murió el muchacho – a Diosito se le antoja dar el último jalón a nuestros hilos y justo en el sitio de donde nos arrancó hace brotar, casi como monumento a su arbitrariedad, una crucecita, una ermita, un altarcito con nuestro nombre... y con fecha de nacimiento y de fallecimiento para que no se pierda el registro de su caprichosa voluntad. -Así es este asunto, mi amigo – me contesta sin perder concentración en lo que hace: embarrar los ladrillos de mezcla, beber continuamente de su botella de alcohol, odiarse en secreto por su montón de pecados – como un hechizo la maldad oscurece al bien, mi amigo, y por eso hay que construirle sus honores al bueno, al que murió joven y antes de tiempo, dejar señales en la tierra del momento en que se trasladó a la gloria, como inicio de su andar hacia la santificación.


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Pues sí, pues sí, ya no le digo a él, sino me digo yo; y entre más corto sea el lapso entre fecha de nacimiento y de fallecimiento, mayor santidad se alcanza. O sea que entre a más viejo llegues más jodido estás, la suma de años sólo sirve para almacenar maldad. Seguimos con esa lógica suya tan original. Y la madre del muchacho y las otras tres mujeres, salpicando vocablos a veces desgañitados a veces murmurantes la cadena de rosarios, van poco a poco, frase tras frase, lágrima tras lágrima, formando la vereda que el alma aborda cuando perfila a convertirse en santo. Y sea lo que sea, créaseme o no, un viento arremetido aparece de la nada como queriendo ayudarles en su empresa. Allá estará arriba Dios, allá mucho más arriba de los fresnos que tan poca sombra dan, inflando sus cachetitos y exhalando el soplo que empuja a su destino a quien empiezan las señoras a llamar El Niño Santo. Y yo divago: ¿Será de verdad un soplo o tan solo la imposibilidad de contener la risa? -El bueno que muere condena a los malos que todavía viven, y la juventud que pronto llega a la perfección condena a la prolongada vejez del malvado – rezan las señoras que por cierto ya no son tres, ni cuatro contando a la afligida madre, son diez o doce, o una cifra que aumenta conforme los días pasan, días que se contabilizan ya no con fechas sino con el número de gente que se va agregando a los rezos ante el altar del Niño Santo. Pero hay que aclarar, no solo son familiares del difunto, es gente vecina del jardín donde fue asesinado el difunto, o recurrentes transeúntes, padres todos, que temen por sus hijos adolescentes a que sean asesinados con la misma saña, o con menos, para el caso es lo mismo, por los mismos asesinos que lo mataron, según se ha corrido el rumor, por robar al muchacho, de quien se dice y se califica como un buen muchacho, trabajador y responsable. Por los mismos asesinos o por otros diferentes, porque sin duda sobran, por aquí, por allá, por todas partes, y cuya prolífica


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presencia se confirma con la saturación en las calles del barrio de ermitas, altares y crucecitas en honor a los caídos. -Ruega por nosotros, ten piedad de nosotros, trono de sabiduría, rosa mística, torre de David, torre de marfil, casa de oro, arca de la alianza... ¡Ay buey! Rezamos ante el altar ya terminado del niño bueno, pintadito de amarillo, con una vitrina en donde van depositándose sus objetos personales, dos o tres de sus juguetes, su película favorita, la foto suya más reciente. Y entre rezo y rezo el tiempo transcurrido deja de medirse en días. Transcurre en un continuo presente por el terror de ver en el pasado el origen de nuestra maldad y en el futuro nuestro merecido castigo. Abstraídos por el terror de cada uno y de cada cual, nadie mira al sol ponerse, ni a la negrura del firmamento llegar; sólo resta dar jalones a nuestros hilos unidos a los dedos divinos del titiritero, para tratar de esquivar a sus colaboradores, que pintan rayas en el suelo con el filo de sus cuchillos, que hunden frenéticos sus pies en el acelerador. Y van las tensiones de hilos de un lado a otro, enredándose a veces, desenredándose en ocasiones con un usted disculpe, con un perdón por la distracción, con un lenguaje saturado de contenidos religiosos, en una cotidianeidad aterrada por el acecho de la voluntad de Dios. Y al fin terminar, abrumados y resollantes, frente al altar del niño bueno, junto a las veinte o treinta personas, negociándole el título de Niño Santo a cambio de un poco de protección. -Oye, pues no que Dios ya había muerto – me dice un iluso después de un codazo en mi costado que me sorprende en medio de una jaculatoria. -Pues según yo, a lo que yo sé, sí había muerto. “Dios ha muerto” se dijo hace algún tiempecito, pero después el hombre, empequeñecido ante tanto canijo problema de la existencia humana se vio obligado a revivirlo. “Dios ha revivido” yo creo, gritaron. Y volvió a sus viejos terruños disparatado y torpe, cegatón,


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con una enorme capacidad en la ejecución de actos inentendibles y sin atino alguno en la justicia. Y mi interlocutor asiente con la cabeza y alza sus hombros en franco gesto de resignación. Retomamos el rosario a la altura de las letanías. Cruzamos los brazos e inclinamos la frente. Por mi parte no tengo ni la más mínima gana de levantar mi vista hacia su reino, es decir, hacia un cúmulo de nubes aborregadas ennegrecidas por el humo de la cercana zona industrial. No quisiera ver, ni por equivocación, a una especie de monumental Frankestein con sus ojos inyectados de furia, babeante de amarillenta bilis, levantando uno de sus rollizos brazos dispuesto a lanzarme un fulminante rayo. Mejor así me quedo, con mis ojitos bien cerrados, bisbiseando los “ruega por nosotros” que exige la letanía y acercándome poco a poquito con un gradual arrastre de mis pies hacia el altar del Niño Santo, quien ahora mismo, por intermediación de un favor concedido a una petición escrita en un papelito depositado por alguien en la vitrina, se estrena en su incipiente carrera como milagrero. En lo que transcurren los rosarios, las oraciones, las alabanzas, el tiempo se consolida en una larga plegaria de entonaciones febriles con apetencias de protección. Y los días se han convertido en los temblorosos dedos de nuestro ánimo, recorriendo las cuentas y los misterios de nuestra muy posible maldad. La maldad de nosotros, la nuestra, la que somos, la que late y subsiste por el simple hecho de seguir vivos, vivos en esa vida condenada por el bueno que ha muerto, la misma condena que se traduce en una especie de culpabilidad. Y es entonces la culpa lo que nos hace desbaratar el tiempo, sus días y sus horas, para rehacerlo en una continua búsqueda de protección ante nosotros mismos y ante nuestra subyugación a los hilos enredados en los dedos del Señor. Y es la búsqueda de protección la que, como a mí, hace


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que toda la concurrencia arremolinada en el jardín, cincuenta por aventurar un cálculo, arrastren sus pasitos poco a poquito hacia el frente, hacia el altar del Niño Santo, urgidos de encontrar en la cercanía la sanación de todas las culpas. Entonces el empeño de todos los presentes por estar cerca del altar, aclara, según yo lo interpreto colocado casi al roce de la vitrina, el motivo por el cual Dios, en el principio de el evento en curso, hubo que mostrarse, pese a su intento por mantenerse oculto, con tal actitud de socarronería: sus inmensas ganas de divertirse un poco con su creación. Generó nuestra cercanía al altar para que alguien, uno de los cincuenta presentes, con la foto del Niño Santo de la vitrina casi frente a la nariz de ese alguien, con una exclamación que hizo trabar los engranes de la retahíla de oraciones evidenciara toda la trama del divino juego de nuestro Señor. -A ver pérense, pérense. Este muchacho era de la banda de chavos que asaltaba aquí en el jardín... un día a mí me tumbó cuchillo en mano un reloj y mi cartera. -Ah deveras – dice otro mirando hacia donde señala el dedo del primer acusador– ya me acordé... con razón desde que vi su foto me dije: dónde lo he visto, dónde lo he visto. Pues si es aquel vaguito que miré alegando con los mariguanillos porque estos querían que les diera su parte de un asalto. Y así se van sumando comentarios en torno a la foto del muchacho. Atropellándose entre sí. Severos unos y enfáticos otros al elevar entonaciones de desprestigio. Acusatorios todos. Entonces se cae en cuenta que el sol cala, que el piso quema las plantas de los pies, que es de tarde y que hay muchas cosas por hacer en el resto del día, que hay que aprovecharlo, porque casi han pasado dos meses desde el día del crimen y ya estuvo bueno de tanto rezo. Y al mismo tiempo que aumentan los comentarios se desprenden las personas de la muchedumbre. Dan la espalda


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- Así sea y amén – digo.

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al altar. Al altar y a la madre del muchacho quien se ha quitado el velo que cubría su rostro y que grita desgañitada. Y yo miro hacia el cielo intentando una mirada adusta, algo que parezca recriminar, sacudo mi cabeza en negativa, me llevo las manos a la cintura, pretendo la postura de quien ha pillado a alguien en una infantil travesura. Y le veo tras una nube adelgazada por un repentino ventarrón, una de sus regordetas manos cubre con torpeza su boca y su joroba velluda sube y baja en la agitación de su carcajada contenida. Y ya mejor así le dejo. Doy un jalón a los hilos que me amarran a Él y me retiro. Después de varios metros recorridos aún se escucha a la madre del ahora recién fracasado en su carrera como santo. - Y serán despreciados para siempre entre los muertos. Sin dejarlos hablar el Señor los lanzará de cabeza; los arrancará de sus cimientos y los arruinará completamente. Estarán llenos de angustia. Y no quedará recuerdo de ustedes.



Muerte chiquita en dos tiempos

Julio Zรกrate


Julio Zárate, nació en 1985. Es licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Actualmente prepara un doctorado en la Universidad de Montpellier, Francia, sobre literatura latinoamericana, donde imparte cursos de lengua y literatura. Publicó en 2009 el libro Cuentos para gente sola en Guadalajara y próximamente publicará un segundo libro de cuentos Los endemoniados en una versión bilingüe en Montpellier.


I Ahora que estamos solos, dime cómo quieres morir… ¡Dímelo!, ¡maldita sea! Blandía un cuchillo de cocina mohoso sobre su rostro impasible, aunque ya sin esperanza. Comenzó a reír mientas se paseaba despacio por el cuartucho en penumbras. Ya antes había matado. Necesitaba matarlo pues era testigo del crimen, lo sabía todo, necesitaba matarlo. Lo golpeó en el rostro, no hubo una sola queja, aunque sí temor que sus ojos no pudieron ocultar. Soltó una carcajada, ese ligero temor era su triunfo, lo deleitaba, confirmaba su hipótesis de que los sentimientos más elementales no pueden ocultarse. El horror, la desesperanza, siempre están presentes en los ojos. ¿Entonces me temes? Sabes que nada puedes hacer… Y bien, ¿por qué no hablas?, quiero oír tu voz. Hizo un rápido movimiento con su cuchillo y rozó ligeramente el pómulo. Él se sobresaltó al sentir la sangre correr sobre su rostro, pero se negaba a hablar, sólo buscaba la manera de mirar hacia otro lado, de cerrar los ojos para evitar la mirada ausente que blandía el cuchillo. Podría cortarte los párpados, dijo mientras pasaba la hoja sobre su frente. Así tendrías que mirarme siempre. Pese a las amenazas, sabía que no hablaría. La mujer sólo lo miraba desde el suelo, sintiendo cómo el acero oprimía su estómago y le impedía tomar aire. Ahí estuvo, viéndola desangrarse y jalar aire ya sin fuerzas, aferrándose al último instante desesperado de vida. Luego la inconsciencia, el sonido ensordecedor


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de la nada, la muerte, y él no se inmutaba. Lo había visto todo desde un rincón de su conciencia. Se había quedado petrificado mientras el otro mataba. Tras haber confirmado que ella había muerto, el otro se volvió y lo vio ahí, horrorizado, gimiendo sin atreverse a decir algo contra el asesino que ahora se abalanzaba sobre él para poder salir de ahí sin dejar rastro. Habla. Sintió el puño sobre su rostro, sintió la sangre cubrir su nariz rápidamente y volver su respiración dificultosa. Abrió la boca y jaló aire instintivamente, abrió sus ojos, ahí estaba frente a él, sonriendo mientras veía el rostro ensangrentado. Y bien, dijo, mientras él tosía y escupía sangre. Miró de soslayo el lugar donde estaba el cuerpo de la mujer, sus piernas, un hilillo de sangre corría desde la altura del estómago y formaba una línea roja que seguía hasta sus pies, contrastando con la blancura de sus zapatillas. Se había olvidado de ella. La había visto morir, lo había visto matar, disfrutando cada expresión de su rostro, el dolor, la desesperación, el pánico, la lucha desesperada que se fue haciendo cada vez más errática debido a la pérdida de sangre y esa risa que resonaba por toda la habitación. Era hermosa, la mujer era de verdad hermosa y ahí estaba inerte, con el vientre semiabierto, a pocos metros de donde ahora él era torturado. Había quedado bocabajo, hecha un ovillo, como luchando por evitar que su vientre reventara. Era ridícula su última postura, ridícula es también la muerte, pensó mientras se daba cuenta de que todo había terminado. Le escupió el rostro, le arrojó su sangre y su saliva y por un segundo la risa cesó. Luego un golpe en la sien con el mango del cuchillo, cayó al suelo, había perdido su voluntad. Despertó en la misma posición, le dolía la cabeza, sentía la boca dura y reseca a causa de la sangre coagulada. Dio una rá-


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II Dormir, despertar, desconocer si es el terreno de la vigilia o el sueño aquel donde tienen lugar las peores pesadillas. La había visto morir de nuevo, una y otra vez, la imagen del momento en que el metal cortaba piel y entrañas volvía de nuevo, atormentándolo por su pasividad, su falta de valor. El cadáver estaba ahí, llamándolo, a veces parecía levantarse y ahorcarlo con los intestinos. Nada quedaba del rostro hermoso, ahora era sólo la desfiguración de la muerte en una mueca, mitad llanto, mitad carcajada nerviosa. Luego abría los ojos y el silencio de la habitación lo atormentaba, esperaba que ella se levantara, pero no se movía. El cansancio y una extraña seguridad lo hacían dormir de nuevo.

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pida vista a la habitación, el asesino no estaba. Luego reparó en el cuerpo de ella, desde donde estaba podía ver el principio de sus piernas. Cuánto tiempo tendría ahí, su sangre lo había alcanzado y mojaba ligeramente sus cabellos. Sintió asco y miedo, intentó levantarse, pero estaba encadenado. Apenas consiguió retirarse del hilo de sangre y apreciar la evolución de la muerte. La piel de la mujer comenzaba a tomar una ligera rigidez, que realzaba su blancura y el contraste con la sangre. Pese a su estado sigue siendo hermosa, se dijo, era hermosa y ahora yace inerte con el vientre semiabierto. Luchó contra las cadenas hasta percatarse de que era inútil y sólo se hacía daño, por lo que decidió guardar sus fuerzas y esperar una eventual oportunidad. Quería vengarse, por ella, más que por sí mismo. Tenía remordimientos. Esperó durante horas y el asesino no aparecía. Comenzó a dudar, a temer que quizá lo había abandonado en esa casa. De todas formas no podría salir mientras estuviera encadenado.


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Diálogo constante consigo mismo, tormento. La Muerte se sentaba a su lado, le hablaba, le decía que era guapo: Quiero hacerte el amor. No, quiero que ella me haga el amor, decía él señalando con el dedo el cuerpo de la mujer, que comenzaba a endurecerse. Tenía hambre; la Muerte se reía de él. ¿Quieres comerme?, le decía. Soy deliciosa. Muerde con pasión mi liviandad, dale vida, dame tu vida. Luego la Muerte se le acercaba, lo acariciaba, lo tomaba en su regazo hasta que se volvía a dormir. Luego la mujer despertaba y espantaba a la Muerte, se ponía de pie, bailaba un tap y él no podía dejar de ver el hilillo de sangre que corría por sus piernas hasta sus zapatillas blancas, no podía dejar de excitarse. Muero por ti cariño, le decía irónica la mujer mientras pisaba ligeramente su rostro, dándole oportunidad de ver hacia arriba, de rumiar su deseo. Luego hacía un lazo con sus tripas y se ahorcaba del ventilador mientras hacía gestos horrendos, la asfixia en sus ojos; luego la Muerte llegaba para bailar con ella y ambas reían. Él temblaba, se frotaba los ojos, le dolían las piernas porque los grilletes apretaban con furia, lamían la carne pelada por el esfuerzo infructuoso de la huida. Ellas bailaban todo el tiempo. No te canto una canción porque no sé cantar, cariño. La Muerte sabe, decía él. Pero yo no soy la Muerte, soy la Muerta, cariño. Entonces, decía él resignado, esperaré a que ella regrese. ¿La deseas?, interrogaba ella. La deseo. Pero me deseas más a mí. Pero te deseo más a ti. Pero no me puedes tener porque estoy muerta. Sí puedo. Necrofílico. Ofrecida. Cobarde, dejaste que me mataran. ¿Qué podía hacer? Actuar como un hombre. Ya no soy un hombre. Es cierto, eres sólo un pedazo de conciencia. Un pedazo de locura dirás, decía él sonriendo: Ahora hasta hablo con los muertos. Sí, eres locura, cariño, pero no hablas con los muertos, sólo hablas conmigo. Tú estás muerta. Vivo en tu conciencia, bailo, no sé cantar porque


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Hola cariño, la Muerte lo despertaba impaciente, quería toda la atención. Él abrió los ojos, cansado, atormentado, quería que todo acabara. ¿No se supone que debes llevarme? Todo a su debido tiempo, decía la Muerte divertida. Pero estoy harto. ¿No disfrutas de nuestra compañía? Bueno, sí, un poco. Pues entonces déjate llevar cariño. ¿Estoy loco?, Hum, hacía la Muerte un gesto, como buscando la palabra correcta para no herir sus sentimientos: Sí, perdiste la cordura hace dos días, no has comido, no has dormido bien, quieres tener sexo con un cadáver y creo que cada vez me encuentras más atractiva… sí, definitivamente estás loco. ¿Y entonces qué hacer?, preguntaba triste. Puedes vernos bailar. Quiero que canten. Lo siento cariño, la Muerta no quiere cantar. Canta tú. Ahora no, luego. Hazme el amor, dijo él en un arrebato. ¿Cómo quieres hacerlo?, No lo sé, sorpréndeme. No, mejor te hago un striptease, y la Muerte se lanzaba al centro de la habitación y se quitaba la ropa al ritmo de una canción sensual que él no sabía de dónde venía. Estás muy delgada, le dijo él. Necesito vida. Aunque tengas todas las vidas seguirás delgada. Pero soy bella. Apenas lo suficiente, me gusta más ella, dijo él, señalando el cuerpo de la muerta, que luego levantó la cabeza. ¿Me llamaste cariño? Sí, creo que eres más linda que la Muerte, dijo él. Lo sé, respondió ella. ¿Estás loco?, dijo la Muerte, qué no ves que tiene tres días de evolución cadavérica, su vientre se está hinchando, su piel se está oscureciendo, y… ¡apesta!, por Dios.

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no quieres. Sí quiero. Pues no te esfuerzas, dijo ella riendo. Canta linda, dijo él entusiasmado. Ya no quiero cantar, estoy cansada, espera a la Muerte, ella sabe canciones de cuna. Luego se tiraba de nuevo y él se quedaba pensativo, mirando el hilillo de sangre correr por sus piernas. Si pudiera lamerla, pensó, luego sintió vergüenza.


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Eso no me importa, dijo él, luego reflexionó un momento. ¿Crees en Dios?, le preguntó muy interesado. Por supuesto, dijo la Muerte, sólo que Dios es muy distraído, a veces se le olvidan las cosas…, pero ese no es el punto, ella se está corrompiendo. No me importa, dijo él, la deseo. ¿De verdad me deseas?, preguntó la Muerta, maravillada. Sí. Pues tómame, soy tuya cariño, no opondré resistencia. Si sólo pudiera alcanzarte, se lamentó él tras estirarse con todas sus fuerzas y ver que apenas tocaba su zapatilla. La sangre de ella ya se había secado. Si sólo pudieras alcanzarme, dijo ella, coqueta, ¿qué harías? Bah, ya se están poniendo románticos, dijo la Muerte y se largó, no sin antes lanzarles a ambos una mirada de desprecio. Te haría el amor, linda, dijo él. ¿No importa que sea fea? No lo eres. La Muerte dice que sí, dijo la Muerta. La Muerte está celosa, dijo él riendo. No es cierto, se escuchó una voz de ultratumba. Sí lo estás. No lo estoy, y la Muerta sí está fea. Al oír esto, la Muerta comenzó a llorar. No llores, linda, ven, déjame consolarte, eres la mujer más hermosa que he visto. Era hermosa, aclaró ella mirándose en un espejo, ahora estoy muerta. Eso no importa, ¿acaso te importa lo que piensen los demás? La verdad es que sí, un poco. Haces mal, linda. ¿Tú crees?, preguntó ella melosa. Sí. Te quiero. Y yo a ti.

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Ella quiere matarte. ¿Qué?, despierta él asustado, a su lado la Muerte fuma un cigarrillo: ¿Quieres? Sí, dijo él mientras fumaba desesperado. Son de los buenos, aclaró ella, están para morirse y rió de buena gana. ¿Por qué haces chistes malos?, preguntó él. No lo sé, a veces los chistes malos y crueles son los más divertidos. ¿Quién quiere matarme?, dijo él, volviendo preocupado al punto inicial. Haces muchas preguntas cariño, dijo la Muerte fastidiada. Por favor, linda, dijo él mientras le tomaba una mano, luego comenzó a acariciarle la entrepierna, ¿quién quiere matarme? Bueno, dijo la Muerte con sorna, no tienes muchas opciones aquí,


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¿verdad?, no soy yo. No eres tú, dijo él. No eres tú, que no tienes cara de suicida. Cierto, dijo él, no soy yo. Ambos miraron a la muerta. ¿Ella?, no es posible, dijo él, ella me ama. Bah, dijo la Muerte, promesas, sólo quiere que la saques de aquí. Cierto, dijo él, escaparemos juntos. ¿A dónde irían? Lejos. ¿A donde nadie los juzgue? Siempre nos juzgarán, reconoció él. Es cierto, dijo la Muerte, entonces, cuál es el punto de huir. Huir simplemente, vivir. Pero ella está muerta y tú estás loco, dijo la Muerte muy tranquila. ¿Nos juzgas? Bueno…, dudó la Muerte. Creí que tú sí entenderías, dijo él, muy herido. Bueno, cariño, tú sabes que es mi trabajo, debo ser firme, si me conmoviera por cada historia de amor, que además (disculpa) no tiene futuro, habría demasiada gente viva. Cierto, dijo él con un dejo de tristeza. ¿Ves?, tengo una buena razón para no dejarlos ir, además, ya te dije que ella quiere matarte, sólo te usaría para escapar. No es cierto, víbora, dijo la Muerta, que se levantaba en ese momento. Piénsalo, dijo la Muerte mientras se esfumaba. No le hagas caso cariño, esa perra está celosa. No lo estoy, se escuchó la voz desde el más allá. Dijo que querías matarme, dijo él. Miente, gritó ella. Dijo que sólo me usarías para salir de aquí. Miente, miente. Dijo que después buscarías a un tipo que tuviera un BMW rojo y te irías con él a asolearte a la playa, porque la sal te haría bien, porque, bueno, tú sabes, los gusanos y eso. Tres veces miente la muy perra, yo te amo cariño, quiero que estemos juntos…, ven aquí. La Muerta se acercó y lo tomó en sus brazos, lo besó despacio. ¿Me deseas? Te deseo, dijo él, me gustan tus besos fríos, me gusta tu aliento. Es la sangre, dijo ella. Lo sé. ¿Verdad que escaparemos? Sí, escaparemos. ¿Te cortarías los pies por mí?, dijo ella. ¿Mis pies?, Sí, si no te los cortas no podremos escapar de aquí, o ya olvidaste que estás encadenado. Te lo dije, se escuchó la voz de ultratumba. Tú


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cállate, dijo la Muerta. ¿Pero mis pies?, no podría caminar. Nos arrastraremos juntos, ¿o es que no me quieres? Sí te quiero, pero, no lo sé. Mira, toma, dijo la Muerta, dándole una pequeña sierra que estaba del otro lado de la habitación. Piénsalo un rato y me avisas, yo descansaré un poco que los gusanos me hacen cosquillas. Me encantan tus gusanos, dijo él. Y serán tuyos siempre y cuando escapemos. Luego la Muerta le guiñó un ojo y se tiró al suelo.

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Aún no te decides, ¿verdad lindura?, le dijo la Muerte divertida. No, me va a doler. Dile a la Muerta que te ayude. No puede, dijo él, está muerta. Pues hazlo de una vez. Tengo miedo. ¿Los locos tienen miedo? Sólo cuando nos vamos a cortar los pies. Qué inseguro, dijo la Muerte. No es eso. Es ella, ¿verdad? Sí, reconoció él, creo que tienes razón, creo que me va a abandonar. No oigo el serrucho cortar, dijo la Muerta. ¿Ves?, me presiona, creo que no me quiere. Te lo dije, dijo la Muerte. ¿Y qué hago? Véngate. ¿Cómo? Córtala en pedacitos. Pero la deseo. Bueno, entonces viólala y luego córtala en pedacitos, dijo la Muerte. ¿Crees que le importe? No lo creo, está muerta. Más serrucho y menos charla, dijo la Muerta. ¿Ves?, ahí va de nuevo con sus presiones. Ignórala cariño, no te merece. No lo sé. Mira, toma un poco de valor para que te cortes los pies, dijo la Muerte dándole a beber de un frasco. ¡Ahgg!, sabe horrible. A nadie le gusta ser el héroe, cariño, dijo la Muerte. Bueno, aquí voy… ¡ahhh! Así, así, gritó la Muerta y aplaudió, ahora el otro. ¡Ahhh! Bravo, cariño, pero no llores, ahora eres libre, somos libres, dijo mientras lo veía acercarse hacia ella: ven a mí, llévame lejos de aquí. Primero quiero tenerte, dijo él. Pero no aquí, no delante de la Muerte. La Muerte es amiga, dijo él, no dirá nada. Me gustaría hacer un ménage à trois, dijo tímida la Muerte. Luego Muerte,


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Ella, impaciente: ¿Ya podemos irnos? ¿Cuál es la prisa, linda? Tú dijiste que me llevarías lejos. ¿Para qué?, dijo él, ahora que estamos juntos, aquí estamos bien. Me mentiste, dijo ella herida, sólo querías hacerme tuya. No llores linda, eso no es cierto. Sí lo es, aclaró ella resentida, la Muerte me lo dijo. La Muerte es una víbora, dijo él, tú misma lo dijiste. Bueno, lo dije sólo porque estaba de tu lado. No le hagas caso, mejor hagamos el amor hasta la muerte. Sólo me usas para tus porquerías, le reprochó ella. No es cierto, dijo él, yo te amo. ¿De verdad? Sí, te amaré hasta que me muera. Claro, como no falta mucho. Bueno, al menos es algo. Eso es cierto. Anda dame un beso. Bueno.

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primero sólo los dos. ¿Puedo ver?, preguntó resignada. Bueno, dijo él mientras le hacía el amor a la Muerta.



El peluquĂ­n

Carlos Rangel Santos



La música era alegre como las luces de los anuncios. Él amaba el circo, desde joven le había dado su corazón. Caminaba por la terracería del barrio donde estaba. El viento frío del descampado le pegaba las ropas de payaso al cuerpo. Se quitó la nariz roja, para guardarla junto al pañuelo moteado que usaba para sus trucos de magia. Encendió un cigarrillo y lo fumó. “Pinches niños”, dijo en voz baja, después de dar un par de caladas, “ya no respetan el trabajo de uno, ya ni les gusta el circo”. La peluca morada que ocultaba su calva comenzó a picarle y se la quitó. La sostuvo en la mano izquierda mientras terminaba de fumar. Tenía que darse prisa, la función de la noche ya había comenzado y pronto sería su turno de actuar. Mientras fumaba dio un recorrido al paisaje con su vista; los camiones viejos de los sesenta se le hacían tétricos bajo la luz de la luna. Veía las jaulas de los animales y las manchas gigantes de excremento del único elefante en la compañía. Era tan mágico; amaba ser el payaso Pastelín. A pesar de sus cincuenta años. Al terminar su cigarrillo, lo aplastó contra la tierra con su zapato azul y enorme. Se puso la peluca para después preparar su nariz mientras caminaba, y así quedar listo antes de entrar. Bajo la carpa, fue junto a su colega “Mozo, el payaso gruñón” compañero de borracheras y burdeles. Su amigo. —Hay señoras guapas—comentó Mozo—. A ver si se


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nos hace con una—dijo mientras se ponía la peluca rosa. —No seas wey’, vienen con sus hijos. —Pues sí, pero quien quita y… No pudo terminar la frase. El anunciador dijo sus nombres y de inmediato tuvieron que ir a la arena. Mozo se veía un poco ebrio. Los dos hombres hicieron lo que sabían; la rutina que comenzaba con Pastelín bailando con un trapeador y cantando algo de Pedro Infante, y terminaba con los dos en un combate de box, con unos guantes enormes que superaban el tamaño de la cabeza de cada uno, con todo y peluquines. Después de la pelea, un niño pecoso del público se levantó, y le dijo a Mozo que parecía maricón y que no hacía reír. El payaso interrumpió el espectáculo y se dirigió hacia él, intentando improvisar una nueva rutina. El niño entró en pánico y comenzó a llorar. Su padre se levantó y le dijo al cómico que era suficiente, que se fuera y que dejara a su hijo en paz. El viejo entró en razón y se dio la vuelta. El padre de familia, al ver su victoria y tratando de lucirse frente a su hijo siguió hablando. “Con esa peluca rosa sí parece joto”. Mozo se detuvo y se giró para volver con el hombre, quien lo vio acercarse decidido a darle un puñetazo en la cara, que lo derribó sobre las gradas con la nariz chorreando sangre. El niño de las pecas aumentó su llanto al ver la agresión, y se abrazó a su madre. La señora le gritó varias groserías al payaso. Éste, enojado y sudando, defendió a su madre ante la mujer, diciéndole que había sido una santa. Siguieron discutiendo. Un grupo de obreros borrachines bajó de las gradas superiores para decirle al payaso que ya dejara a la señora. “¡A ustedes no les importa, váyanse a la chingada!”, Les gritó el payaso. Los tipos, enojados, se fueron encima del comediante. Mozo gritaba tratando de zafarse,


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“Montoneros”, les decía. Pastelín se quitó los guantes y fue en su ayuda, repartiendo puñetazos y patadas. Se le cayó la peluca morada, y sin importarle que vieran su calva continuó con su ataque. Pero los dos payasos eran superados en número y estaban siendo derrotados. La golpiza habría sido peor, si Don Chendo el que vendía palomitas, y los muchachos malabaristas no los hubieran visto. Fueron en su ayuda. La gente comenzó a salir de circo. Las familias temerosas al ver el nuevo espectáculo abandonaron las gradas. Los malabaristas, habituados al ejercicio y con una condición fuerte, acabaron por sacar al grupo de ebrios fuera de la carpa. El padre de familia, tomó a su esposa e hijo y salió del circo al ver su derrota. Mozo y Pastelín se quedaron tirados en la tierra, con los maquillajes corridos y las narices naturales más rojas que las postizas. Don Chendo los ayudó a levantarse. Los payasos se quedaron recargados contra la valla que separaba las gradas de la arena. Moreteados y embarrados en excremento de llama, lanzando quejidos lastimeros. “Te dije que no usaras la peluca rosa”, le recriminó Pastelín a su amigo. El otro no contestó limitándose a caminar hacia fuera. “Sígueme wey’”, le dijo antes de salir. Los dos comediantes caminaron con lentitud hasta los remolques. Una vez ahí, Mozo se metió en su vivienda para después salir con una botella de mezcal. Pastelín preparó un par de cajas de madera como asientos, y sacó los cigarrillos. Bebieron y fumaron. Con la cabeza recargada contra el respectivo remolque. Viendo las estrellas. —Ay’ wey’—dijo Pastelín de repente, con un suspiro. —¿Qué?—preguntó su camarada. —Me estaba acordando de María Cruz.


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—Otra vez—dijo Mozo—, ya déjala en paz. Mi hermana está muerta. —Sí, pero uno se acuerda. Pastelín dio una fumada lenta al cigarro, y los dos se callaron. El calor de la tarde los hacía sudar humedeciendo sus heridas. La cara les ardía de una forma dolorosa, y la resaca aumentaba el malestar. Con los ojos enrojecidos y la cabeza palpitando, estaban sentados en el remolque-oficina del señor García. El dueño del circo, un hombre duro y amargado, les dijo que ya no tenían trabajo como payasos. Que ya no funcionaban tanto, que estaban viejos y asustaban a los niños. Les ofreció un nuevo empleo ayudando a los domadores y cuidando animales, o con Don Chendo, vendiendo frituras en las horas de función. Al principio no deseaban aceptar, pero el señor García los amenazó con echarlos si no lo hacían. Ellos aceptaron. Regresaron a sus remolques. De forma separada se despidieron de sus trajes, y de sus pelucas. Ahora la gente podría ver sus edades y sus arrugas. Dejarían de ser payasos. Pasaron semanas alimentando a los animales y limpiando jaulas. Viviendo apenas, sin sonreír. Las borracheras se hicieron más duras. Pastelín decidió que eso no estaba bien. “María Cruz amaba el circo, tanto como yo” pensaba cada que el recuerdo de la hermana de Mozo, con la que se iba a casar, venía a su mente. Estuvo dándole vueltas a su situación, mientras el circo seguía visitando ciudades. Hasta que se le ocurrió algo: irrumpir en medio de una función para dar el último espectáculo. Se lo contó a Mozo y los ojos de él se abrieron de alegría. “Yo lavaré los trajes”, le dijo a Pastelín. Así, ambos


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hombres terminaron sus labores diarias y se fueron a dormir, sonriendo. El nuevo día llegó nublado. La mañana se convirtió en tarde y las funciones comenzaron. En la última, los viejos cuidadores de animales desaparecieron. Nadie los echó de menos, pues las llamas y el elefante aún tenían alguien que sabía manejarlos. El espectáculo continuó según lo programado, hasta que fue turno de los payasos. Los jóvenes comediantes que trajeron para remplazar a los viejos Mozo y Pastelín, no daban el ancho. Los niños se aburrían. Hasta que de pronto, un nuevo par de payasos apareció. Con los trajes viejos pero limpios. Las pelucas morada y rosa. Los payasos veteranos aparecieron en la arena e improvisaron una rutina, quitándoles la atención a los nuevos. El anunciador, sin saber qué hacer, le dijo los nombres de los comediantes al público. “¡Niños y niñas, saluden a Pastelín y a su amigo Mozo, el payaso gruñón!”. La multitud no paraba de reír. Jóvenes y viejos disfrutaban con su comedia por igual. El tiempo transcurrió con rapidez, los ancianos se negaban a irse. El público tomó esto de buena forma y siguieron aplaudiendo a los payasos. Llegaron los malabaristas. La pista se vio invadida por los artistas del equilibrio. Pero los payasos no se fueron. Pastellín se quedó observando un momento para después volver a actuar, interrumpiendo el acto de los malabares con fuego. Le arrebató las antorchas a uno de los muchachos en el momento en que se las encendían. El público rió y el payaso las hizo girar en el aire con cierta habilidad. Aunque no la suficiente. Una de las antorchas se le escapó de las manos para caer en un montón de paja. El fuego se expandió con rapidez.


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Mozo fue por una cubeta, salió de la carpa y la llenó de agua, para volver a regresar. Pastelín continuó con los malabares, sin escuchar las súplicas de los que lo rodeaban. Mozo iba y venía con el agua, trotando de forma cómica, dando pequeños saltos, y haciendo caras. La gente rió. Ambos amigos, recibieron los aplausos con alegría. Eran queridos por el público otra vez. Pastelín se detuvo un momento para recoger la antorcha. Después de tomarla aumentó la velocidad de sus movimientos. El calor de las llamas y el ejercicio lo hicieron sudar, el poco cabello que tenía bajo la peluca se le humedeció, entre el cráneo y el látex. El anunciador cambió el ritmo de la música, al ver que los payasos no dejarían la arena, decidió continuar la función. Mozo apagó el primer fuego. Pero los malabares de Pastelin y su falta de pericia provocaron nuevos incendios. De pronto, las risas fueron disminuyendo. Los esfuerzos del payaso de peluquín rosado ya no eran suficientes. Los malabaristas dejaron al payaso en la arena y fueron a ocuparse del fuego. Incluso Don Chendo dejó las gradas para ayudar a contener el incendio. Todos los montones de paja para los animales estaban en llamas. La carpa, sobreviviente de los primeros espectáculos de la familia García, también empezó a encenderse. La gente fue abandonando el circo. Pero Pastelin siguió con los malabares. “¡Hay que sacar a los animales!”, gritó Mozo. Todos los empleados del circo entendieron, y fueron a prestar ayuda a los domadores. Pastelin se quedó solo, girando una antorcha en el aire. A su alrededor todo estaba en llamas. “Sal de ahí wey’”, exclamó su amigo. Él no lo escuchó, ya no podía detenerse; el circo era su vida. No podía dejarlo. Las llamas acabaron con toda la carpa y parte de las


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gradas. Los bomberos de la ciudad en la que se encontraban llegaron tarde, sólo para limpiar escombros. Los animales fueron salvados y todo el personal estaba bien. De la gente del público, algunas señoras tuvieron ataques de pánico, y fueron llevadas en ambulancias. Al amanecer, Mozo miraba la destrucción, fumando un cigarrillo con la mano derecha y sosteniendo un peluquín morado en la otra. El suyo se había perdido en el incendio. Su amigo no apareció. “Pinches niños, ya no valoran el circo”, dijo y se puso la peluca.



Un día cualquiera

Gabriela Karina Zúñiga López


Gabriela Karina Zúñiga López es licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Ha publicado en diversas revistas electrónicas.


El despertador chilla inclemente a las seis de la mañana. Humberto lo apaga a tientas, tan torpemente que lo tira al suelo. Un fuerte crujido le dice que la caída fue fatal y tendrá que comprarse uno nuevo. Sin prender la luz se viste apresuradamente. Qué más da lo que se ponga si en el restaurante hay que usar el blanquísimo uniforme de cocinero. Su madre le grita que el desayuno ya está listo. En el pequeño comedor de la pequeña cocina Humberto engulle lo que su madre le ha preparado con tanto cariño. -Te vas a atragantar, comes muy rápido- dice la madre frunciendo las cejas. Humberto sonríe mientras mastica el último trozo de huevo frito. -Hijo, cuando salgas de trabajar, ¿podrías comprar pan de muerto? Yo no puedo ir, me toca cuidar un rato a tu tía Esperanza en el hospital. Pero ya que lleguen tu papá y tus hermanos voy a tener listo el chocolate. -Sí, mamá, yo paso por el pan. Un grupo cada vez más numeroso espera en una esquina junto a Humberto. El sol aparece. Su calor aún es débil para apaciguar el viento frío que se pasea por la ciudad. El que no aparece es el autobús. Los minutos extra que el muchacho se toma para prevenir cualquier contratiempo esta vez no le servirán de nada. Al fin consigue subir a un atestado y adiscotecado


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camión. Media hora después se pone el uniforme. En el espejo descubre alarmado una mancha roja en un costado de su bata. Recordaba haber tomado la que estaba recién lavada. No hay tiempo para lamentarse. Después de un breve regaño por parte del supervisor la jornada inicia. Los platos van y vienen. A la hora de la comida todos trabajan a marchas forzadas. El cuchillo de Humberto se desliza veloz. Corta. Rebana. Qué eficiente es. Carnes, aves, vegetales, quesos… dedos. Un corte profundo aliña con sangre una ensalada. Sin perder el ánimo Humberto suspira. La tarde transcurre muy ajetreada. El jefe les pide a todos hacer horas extras. El joven cocinero piensa que quizás no alcanzará abierta la panadería.

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Son las nueve de la noche. Humberto se cambia de ropa y sale del restaurante. Camina dando largas zancadas. La panadería se encuentra a pocas calles de allí. Qué suerte, todavía no han cerrado. Satisfecho, se dirige a su casa. A descansar y pasar un rato agradable con la familia, con un poco de chocolate caliente, pan de muerto y el sencillo altar para la abuela. Humberto toma el autobús, para fortuna de sus cansados pies encuentra un asiento libre. Observa por la ventanilla el interminable desfile de casas y comercios. Piensa que después de todo el día terminará mejor que cuando empezó. Los ojos se le cierran. Hace un esfuerzo por no quedarse dormido. Unas voces potentes irrumpen en su sueño. -¡Esto es un asalto! ¡Saquen todo el dinero que traigan! ¡Celulares y joyas también! Dos hombres cubiertos con pasamontañas negros se disponen a arrebatarle a cada pasajero sus pertenencias. Uno de ellos se sienta junto a Humberto. Le pide la misma cuota que


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El atraco ha terminado. Lleno de sollozos y reclamos el autobús reinicia su camino. Los que callan van como autómatas tratando de comprender lo que ha sucedido. Más personas abordan. Donde minutos antes se había sentado el ladrón ahora se sienta una joven mujer. -¿Mal día?-suelta de la nada ella. -Disculpa, ¿qué dijiste?- responde aturdido Humberto. -Que si tuviste un mal día… Humberto consigue fijar la vista en la chica, y nota que lleva puesto un disfraz. -Hoy es dos de noviembre, Día de muertos… el Halloween ya pasó- dice él sin contestar la pregunta. -Sí, ya sé, aunque es lo mismo… se festeja la misma cosa, a la muerte. -¡No es cierto!- contesta Humberto, muy irritado. -No era mi intención molestarte. Es evidente que hoy no tuviste un buen día y no estás de humor para soportar la impertinencia de una desconocida. -Discúlpame tú a mí… es que me acaban de asaltar y me siento muy confundido, creo que ya hasta me pasé de la parada donde me bajo.

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a los demás. Las manos temblorosas de Humberto buscan y rebuscan en todos los bolsillos; sólo encuentra unas monedas. -¿Qué? ¿Eso es todo?- le gruñe el ladrón a Humberto. -El poco dinero que traía lo gasté en este pan… No encuentro mi celular… creo que se me olvidó en mi… Humberto no puede terminar la frase, ha quedado paralizado al ver que una rabia sanguinolenta se acumula en los ojos del encapuchado. -Dame pues lo que traes- dice el delincuente con una sonrisa siniestra.


Antología de cuentos fúnebres

-Si quieres yo te acompaño a tu casa, voy a visitar a unos amigos que viven por aquí. -Pero podrías desviarte del camino y llegarías tarde con tus amigos. -No te preocupes, ellos no me esperan esta noche.

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En silencio, los dos caminan lo que a Humberto le parecen horas. La mente se le ha embotado. Están perdidos sin duda. -Bueno, llegamos… - dice ella tranquilamente. -¿Qué? ¿A dónde? -Pues a tu casa. -Ah… sí, mi casa. Sí, aquí es… Pasa un momento. Has sido muy amable. Te presentaré a mi familia. Dentro, los padres y los hermanos de Humberto están sentados a la mesa, con el chocolate servido. -Mamá, aquí está el pan… salí muy tarde del trabajo y… mamá… papá… - Nadie responde, todos miran fijamente las tazas de chocolate. -No pueden escucharte- dice suavemente ella. No entiendo… -Mírate ahí- señala ella con un dedo el gran espejo de la sala. Humberto ve una mancha roja en un costado de su camisa, luego mira a la muchacha. Un agudo y frío dolor que le atraviesa el costado lo hace sospechar del disfraz y el maquillaje de Catrina.


Un dolor estomacal sin importancia

Armando AlanĂ­s Canales


Armando Alanís nació en Saltillo, Coahuila, en 1956. Se recibió de la carrera de Comunicación y estudió un posgrado en Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid. Es autor del libro de cuentos La mirada de las vacas (1994), del libro de minificciones Fosa común (2008), y de las novelas Alma sin dueño (2003), La vitrina mágica (2007) y Las lágrimas del Centauro (2010, la primera de una trilogía sobre Pancho Villa, publicada por la Editorial Planeta). Tiene inédito un segundo volumen de microrrelatos, La vida difícil del hombre invisible, y prepara otra novela.


Yo sabía que Luisa me odiaba y que trataría de matarme. ¿Cómo adiviné sus aviesas intenciones? Todo empezó un día en que estábamos en la mesa. Luisa me platicó que una amiga suya le había confesado que, años atrás, había dado cuenta de su marido echando mano de un método que, aseguraba, era utilizado con eficacia por muchas mu-jeres casadas: se trataba de verter cada día un poco de veneno en la sopa del marido. El estómago y las vísceras de la víctima se iban minando poco a poco hasta que, con el co-rrer de las semanas, el hombre moría. El dictamen del médico era siempre el mismo: fallecimiento por causa de un mal gastrointestinal. –Libre de toda sospecha, mi amiga ha dedicado los años de su viudez a divertirse como cuando era soltera –comentó Luisa–. Y hace bien, porque ya no tiene marido al cual guardarle fidelidad. –Deberías denunciarla a la policía –le dije, solidarizándome con el muerto, que por cierto había sido amigo mío. –Jamás haría tal cosa –dijo Luisa, resuelta–: mi amiga tuvo la confianza de con-fesarme su secreto y yo debo ser más discreta que ella. Además, Rodrigo era un verda-dero crápula. Me acordaba bien de Rodrigo. Un tipo alegre, simpático. Cierto que le gustaban los bares casi tanto como las mujeres, pero en eso no se diferenciaba de la mayoría de los hombres casados. No merecía morir de esa manera. Pero, en fin, ya habían pasado años desde su deceso y era mejor dejar las cosas


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como estaban. Esa noche, cuando me dirigía a un bar donde debía reunirme con mis amigos del dominó, tuve de pronto un presentimiento: ¿y si Luisa, inspirada en lo que había hecho su amiga, decidía deshacerse de mí utilizando aquel método del envenenamiento pro-gresivo? Yo era más o menos como Rodrigo: me encantaban los bares y las mujeres. Con frecuencia, mi mujer me reprochaba mi conducta. –Te gastas en putas y alcohol el dinero que deberías traer a la casa –decía, y yo me limitaba a prometerle que cambiaría aunque no tuviera la menor intención de cumplir mi palabra. En los últimos meses, las cosas entre nosotros habían empeorado. Todo porque Luisa descubrió mi relación con Andrea, una vez que por descuido dejé abierto mi co-rreo en la laptop. Esa misma noche me echó en cara mi infidelidad, y amenazó con pe-dirme el divorcio. Le respondí que no fuera tan drástica, que lo de Andrea era un amorío pasajero. –¡Eres un cínico! –gritó ella–. En vez de pedirte el divorcio, debería matarte. Cierto que decía eso porque estaba furiosa, no porque en realidad lo pensara. Pero ahora su amiga le había contado la manera en que había eliminado al bueno de Rodrigo, y no sería raro que quisiera probar conmigo aquel método que tantas mujeres en el mundo habían ensayado con éxito. Esa vez estuve muy distraído en el dominó, y por mi culpa mi compañero de juego y yo perdimos una considerable cantidad de dinero. Al salir del bar, y luego de despedirme de mis amigos, me encaminé a casa de Andrea. Cuando descansábamos en la cama tras el frenético encuentro amoroso, me animé a confiarle mis temores. –Como dos más dos son cuatro –dijo Andrea con esa


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seguridad en sí misma que yo tanto le admiraba–: tu mujer tratará de envenenarte. –Si empieza a poner veneno en mi sopa, me daré cuenta por el sabor –dije. –Hay venenos que no saben a nada –repuso Andrea–. En tu lugar, yo me adelan-taría a los acontecimientos. –¿Qué quieres decir? –Luisa es una mujer dubitativa y se va a tardar en tomar la decisión de envene-narte, pero finalmente la tomará, porque te odia. Así que si quieres seguir por muchos años más en el circo de los vivos, deberás hacer algo y tan pronto como sea posible. –No estarás sugiriendo que… –Yo no estoy sugiriendo nada. –En mi lugar, ¿qué harías? –Me has platicado que Luisa padece insomnio y que, para poder dormir, se traga todas las noches unas píldoras azules. Tan sencillo como sustituir su contenido por un veneno que vulnere lentamente sus intestinos. Pero yo no estoy sugiriendo que hagas eso. En vez de ello, podrías, por ejemplo, dejar de tomar sopa… por una temporada, mientras a Luisa se le pasa el enojo. Salí de casa de Andrea cuando ya el sol de la incipiente mañana iluminaba las calles. Me sentía más angustiado que nunca. Me encantaba la sopa de chícharos que Luisa preparaba todos los días y no estaba dispuesto a prescindir de ella, ni siquiera por un tiempo. Pero aunque finalmente lo hiciera: Luisa podría verter el veneno en la ensa-lada o en la carne. O en el postre. ¡Y con lo que me encantaban los postres! No, lo mejor era tomar la iniciativa. Aproveché una tarde en que yo sabía que Luisa estaba jugando al póker con sus amigas. Regresé a casa más temprano


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que de costumbre, busqué su caja de cápsulas azules y cambié el contenido por veneno. Ya estaba. Era sólo cuestión de tiempo. Pron-to, mi mujer se despediría del mundo contra su voluntad, y yo podría traerme a vivir conmigo a Andrea. ¡La adoraba! Mi plan salió mejor de lo esperado. A los pocos días, empezaron los primeros síntomas: a un mareo, siguieron dolores en el vientre. Luisa atribuía a esos mismos do-lores el hecho de que le costara cada vez más trabajo conciliar el sueño, no obstante que no dejaba de tomar, cada noche, sus famosas píldoras. Fue al médico, pero el médico –un amigo nuestro tan bonachón como inepto– no supo encontrar la causa de aquellos dolores. Dijo que debía tratarse de un ligero mal estomacal, producto de alguna infección, y le recetó a mi mujer un jarabe. El jarabe no sirvió de nada. Luisa fue empeorando y empeorando, hasta que, una noche, después de revolcarse durante horas en la cama y dar unos alaridos que lastimaron seriamente mis tímpanos, exhaló el último suspiro. Tras la muerte de Luisa, yo dejé pasar un tiempo prudente, me casé con Andrea y me la traje a vivir conmigo. ¡Qué mujer tan cariñosa y fiel! Soy muy feliz con ella. La amo tanto que ya hasta la nombré ante notario mi heredera universal. Lo único que en-turbia un poco mi dicha es ese leve malestar que he empezado a sufrir. No será nada grave: un dolor estomacal sin importancia.


Por el simple placer de enga単ar al diablo

Adrian Mendiola


Luis Adrian Mendiola tiene 24 a帽os y escribe ficci贸n desde los trece.


“Inútil es salir a caminar esperando que un pájaro precioso y herido te caiga en las manos, y que el cielo te dé la oportunidad de salvar a uno sólo de sus habitantes…” Por supuesto, Roberto lo sabía y si por puro error se acercaba a pensar en contra de lo que clamaba su consciencia, una mañana cualquiera, en medio de la terrible resaca, se callaba.a gritos silentes, se callaba. Buscaba la oportunidad de hacerlo todo por encontrar, atrapar y salvar a ese pájaro onírico, no le importaba ya que fuera efímero, o que las alas estuviesen untadas con venenos lentos; lo que él esperaba, simple y sencillamente, era que el cielo estuviera en deuda con él. Y para eso, según él, había cien maneras distintas. Ninguna viable se le ocurriría. Para que el cielo mismo le debiera algo, y no su mejor lluvia ni su mejor crepúsculo coloreado exclusivamente para él. Sino un favor etéreo, como lo es el amor. Por el amor de una desconocida cualquiera estaría dispuesto a herir a un pájaro distraído y hacerse creer que lo encontró así, y que seguía su convicción de curarlo; por engañarse a sí mismo, por ocupar su amor, aunque retorcido, en algo. Después de todo no era un mal hombre, sólo, simplemente había sido muy desgraciado. Y en el escenario para un crimen emplumado y premeditado pensaba Roberto, cada vez que tomaba su cajetilla de cigarros y salía a caminar sin rumbo. Buscando a ese pájaro,


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moribundo de preferencia. Y a una mujer-jaula vacía para aprisionarlo. Pero los años han pasado ya; Roberto se acerca a los cuarenta, y en tantas caminatas no ha encontrado por lo menos una pluma, ni una jaula dispuesta, ni una cazadora olvidadiza; ni una despistada con la puerta de la jaula entreabierta. Cualquiera que fuese el camino que tomara, cualquiera que fuese la hora, siempre terminaría en ese deprimente bar, el único que visitaba sin importarle ya si en el de la cuadra siguiente le ofrecían la copa más barata, o si los baños estaban más limpios. Alguna marca de labios en la barra lo hizo regresar cada noche. Desde hace años. Algún fantasma en el banco junto al suyo, en el que alguna vez encontró un bolso azul, de mujer olvidado, lo hizo regresar esperando verla para devolverle todo; menos una foto, de la cual se enamoró en el instante mismo en que la descubrió. Pasó casi dos meses cargando ese bolso por si la veía. Por supuesto, jamás ocurrió. Ni nadie la conocía. Rogó tanto Roberto para que sucediera el encuentro; rogó primero al cielo, ante todo iba su temor religioso. Luego, como divagando pidió un favor idéntico al infierno. Rogó tanto por no morir solo, que su solicitud fue seguramente revocada por la innumerable cantidad de contradicciones y razones insuficientes. Y algún día incierto, el cielo o el infierno, o alguien sin mucho por hacer, escuchó su súplica… Ella estaba ahí, anochecía y se sentía cómoda ocupando el lugar que él solía llenar cada noche con su silueta famélica, apenas con forma humana y ciertamente un misántropo. Ella ya lo esperaba ahí, como si fuera la mujer que olvidó el bolso y regresaba para reclamarlo a quienes parecían habitar el triste bar. Él la miró y hasta su sombra incrustada en la pared por años dejó de chupar dolorosamente el alcohol en el piso para abrazarla.


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La descubrió bellísima e invisible para los demás hombres que de percatarse de su presencia competirían a golpes por agradarle a ella. La descubrió envuelta en un vestido negro que se abrió frente a él, entre del humo tenue y perfumado; tabaco, alcohol y cardamomo. Él entonces no lo sabía: ella era la oferta que el diablo le concedía tras una vida de súplica por una compañera. Ella era su hija. Diabólica. Carne blanca y rímel de azufre. Belleza en vestido negro y flor nacida de la noche. Sofía para los mortales. Sofía para los enamorados descarnados. En algo se parecen Dios y el Diablo: son capaces de entregar a su único hijo, con el pretexto de salvar almas y acumular mártires en sus sótanos. Y este sería, a su modo, un mártir urbano del que nadie conocería el nombre. Quien sabe si este hombre puso en aprietos al mismísimo diablo, pues le pidió una mujer en especial, hecha sólo para él; con características de otra que conoció, o creyó conocer, o inventó, durante su adolescencia. El diablo lo ignoró por un tiempo, al igual que ignora a malos escritores, ilusos enamorados y políticos sin colmillo para hacerse de un buen puesto. Sin embargo el diablo necesita almas y a veces hasta cumple caprichos por embolsarse a un santito cada cien años. Así que, en vistas de esto, el pobre diablo no tuvo más remedio que entregar a su propia hija. Después de todo, sabía que ella estaría a salvo con él. Y sería ella misma quien, al cabo de 21 años, saldaría la cuenta, y cobraría el alma de aquél hombre tan dichoso como desdichado. Después de unos cuantos diálogos ya se tomaban de las manos, hablaban de esto y aquello; ella con perfecto acento mortal, él con perfecto acento humano. Súbitamente se besaron, como se besan los niños por vez primera. Él pagó la cuenta y la condujo a su casa. No hubo más palabras, la desvistió y con mímica le indicó que se recostara de lado sobre su cama. Segu-


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ramente al diablo le dolió verla hacer el amor con un hombre. Con un hombre cualquiera, ni bueno ni malo ya. Con menos que un hombre, con una sombra sosteniendo un falo punzante. El acto en sí fue breve, mas él, con su hambre aletargada durante años no estaba satisfecho, así que decidió hacerlo de nuevo; ella, tal parece que sólo estaba para complacerlo, así que esta vez fue por detrás… Mientras el diablo veía la peor película pornográfica. Ya de madrugada ella le preguntó algo así, tímidamente: —¿Me amas; soy como la mujer a quien dedicas tus suspiros, soy mejor que ella? ¿Soy más hermosa que ella..? Y él, sólo respondió con un apresurado: ¬—Te quiero, y quiero más noches contigo iguales a esta. Ella se quedó en silencio, y entonces el inquirió, —¿No me quieres tú? Ella dijo simplemente —Sí; cuidándose de no ser escuchada por su padre. Él la abrazó, le dijo lo feliz que era, que esa noche representaba lo mejor de su vida entera. Pronto comenzó a hablar de más y a decir incoherencias: —En verdad, si fuese posible pactar con el diablo, yo lo haría, por tener una mujer y por una época, aunque fuera breve, vivir la dicha con ella, aunque después me pasara toda la eternidad penando, extrañándola, y rogando por ella. Vendería mi alma por ti. Para que no me dejes…. Sin imaginarse que el contrato con el diablo lo tenía desnudo frente a él, y que ya lo había firmado. Ella arrancó las cobijas y las tiró al suelo para mirar mejor su cuerpo bellísimo y compararlo con el de él, y descubrió que ambos eran perfectos, soltó una risa; —Más vale que no titubees, tendrás que vender tu alma al diablo por conservar a su hija. Le dijo al tiempo que él intentaba reanimar el cadáver frío de un cigarro olvidado sobre el buró. Ella siguió hablando con un tono sabio, como si de sentimientos humanos conociera bastante: —Es una lástima que


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no se trate de vender, ni de apostar nada; tan sólo es entregar el corazón a quién se ama. Y eso es lo más difícil del mundo para el hombre, ¿no me entregarías tú el corazón? Él acertó con la cabeza. Supo que tenía enfrente a una mujer enamorada. Sin embargo no dijo más. Sirvió lo que quedaba de una botella de ron, ella entonces le dijo; —Si te confesara que no soy humana, que soy hija del diablo, y que es él quien te ha dado una oportunidad de ser feliz antes de recoger tu alma; si te contara que vine por ti, para hacerte feliz, feliz por 21 años exactamente, para eso alcanza tu corazón: para 21 años de dicha. Alégrate porque hay hombres a quienes el corazón no les alcanza para comprar siquiera un minuto de paz, mucho menos de amor. Tu muerte será horrible, pero yo estaré contigo. Aún después. Estaré contigo. Algo dentro de él sintió un terrible miedo, como una parvada tranquila al escuchar un balazo. Algo lo hizo querer huir. Pero su reacción era una suma de muchas cosas, temor y coraje eran los extremos de su pensamiento, mientras se levantaba de la cama. No dijo nada. Cualquiera hubiese estallado a carcajadas al escuchar tal confesión, pero él le creyó. Le creyó y no se detuvo ni un segundo a dudar de ella. Fue a la cocina, dio un trago largo a una botella temblándole entre los dientes, levantó un cuchillo sucio del fondo del fregadero y con esas herramientas se acercó a ella, que sólo lo miraba desde la cama; ofreciéndole la botella se le arrojó encima, le mordisqueó el cuello, la acarició toda y encajó su cuchillo en el vientre, y lo deslizó hasta apartarle con una grieta sangrante los senos. Por el simple placer de engañar, o hacerse creer que se puede en engañar al diablo. Permaneció junto a ella, que en silencio siguió abrazándolo. ¿Cuál será el castigo para quien rechaza un favor del diablo? ¿Y cuán grande el castigo para quien le mata a un hijo?


Antología de cuentos fúnebres

En menos de 12 horas Roberto se enamoró de nuevo, hizo el amor como nunca lo había hecho, fue dichoso como ninguno y cometió una tragedia por la que será perseguido aún tras su muerte, por todos los infiernos. Pareció no importarle nada. Se vistió, besó a su amante hasta que esos deliciosos labios no jugaban más con los suyos. Encendió un cigarro y salió a caminar, pensando seguramente en el pájaro herido que por fin cayó en sus manos y lo prefirió matar…

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En silencio te amarĂŠ Sarko Medina Hinojosa


Sarko Medina Hinojosa es periodista, escritor, cronista y poeta arequipeño, editor general de la revista Muchapinta. Pertenece a la Asociación Cultural Minotauro. Ganó el I Concurso de Cuentos Revista Fantástico, 2004. Publicó los libros virtuales: “33 Microcuentos de Verdades en Parejas” y “Palomas” en el 2011. Escribe cuentos para niños en la revista colombiana Ciudad Nueva. Cuentos suyos aparecen en antologías, compilaciones y revistas periódicamente. Administra los blogs: sarkadria.wordpress.com y www.sarkomedina. wordpress.com.


Ya que acaba de pasar todo ¿Qué puedo decirte? Empezar por relatar lo que vivíamos es absurdo. Pero Ericka, es imposible no explicar el “porqué” de esto. Primero dime: ¿Cómo es posible que en un cuerpo tan chiquito y bonito pudiera caber tal cantidad de palabras?... Y es que lo largo de nuestra relación no hubo día en el que tu no dejaras de proferir alguna frase, alguna oración, algún sonido, y sí, yo te ayude con mi parca manera de contestarte “sí”, “no”, “no sé”, “bésame”, “sangras”, “corre”, “¡CALLATE!” y cosas así. Hablabas tanto por esa bazooka de bulla, esa que se formaba en tu rostro y que en seres normales se llama boca y que a mí me provocaba una curiosidad de padre y señor mío el hecho que se distendiera hasta convertir sonidos graves en estridentes y continuar a un ritmo de acelerado movimiento por horas y horas hasta que... Bueno, en fin, como te decía, me disgustaba el sonido de tu voz tanto como tus rostros “para cada ocasión” como te gustaba llamarnos. Con tanto tiempo juntos, aprendí a conocerlos todos y comprobar que estaba parametrados. Como tu rostro de hambre, tu rostro de sueño para mis arranques de pasión, ese también de asco ante los de tu raza, uno exquisito que ponías antes de entrar a mi cuarto, y mi preferido: tu rostro de hipocresía carismática cuando nos encontrábamos con alguno de mis “importantes amigos”.


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¿Por qué eras tan creída de mí? Si sabías mi realidad de vago alcohólico de fin de semana, que solo fingía llevar una vida de gerente junior que no me iba, que lo que de verdad me atraía, era jugar con tus muslos a ponerlos morados a punta de tanta fricción y pellizcos. Como odiabas ¿Te acuerdas? Mi sacón de pana raído y mis guantes de cuero, sííííí, te acuerdas porque con ellos te raptaba a veces a la salida de tu trabajo para irnos a tomar en algún guarique nuevo que hubiera descubierto en mis travesías nocturnas. Si que tienes presente eso, aunque no quieras decir ni pío ahora y recuerdas, además, como te dolía no poder decir nada cuando alguno de mis amigos te preguntaba por qué no asistí a su última reunión, o al almuerzo de alguna compañera del Banco. Fingías, cuando la verdad era que utilizaba ese tiempo para recrear con tus muñecas y tobillos una sexual crucifixión en el madero de mi cama. Ahora que se me viene a la memoria te contaré algo: llegué a saber de tus chismes Erickita, llegué a saber TODAS las conversaciones con mis amigos y familiares, pero me dieron risa, mucha risa ¿Sabes? Y es que a ellos no les importaba que me cocinara en alcohol, con tal que aparentara sobriedad los días laborables. Lo peor es que ni en secretos de alcoba dejabas de ser bocona ¿No maldita!!!. Pero ¡Por qué lo hacías?... No te preocupes, yo respondo por ti. Porque querías asistir a las fiestas de las que tanto se comentaba en mi círculo y a las que nunca te llevé, lo hacías para ver si cambiaba y dejaba de utilizar tu cuerpo como redondel de puntería para mi pistola de perdigones. No te gustaba ni un poquito que los domingos me especializara en crear marcas deliciosas en tu piel con las bolitas duras. Ericka, mira, lo que no entendías que quería era que dejaras de atormentarme con tu maldita y chillona voz de escape


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malogrado, haciéndome recordar con tus empalagos enfrente de mis amistades lo mucho que te quería. Porque aún con tu boca de megáfono, yo te quería ¿Por qué entonces crees que te pedí matrimonio, eh? Aunque ahora que lo pienso, no debí hacerlo, ya que se enteraron en exactamente veinticuatro horas después, un total de setenta y seis personas, las que se quintuplicaron a lo largo de la semana. Yo te advertí que en boca cerrada no caen golpes y tu dale que dale. Te enfrascaste en contradecirme y hablar de la boda con tus parientes de la selva, invitándolos. Y el acabose final fue cuando mis hermanas y tus amigas te hicieron la despedida en ese salonzazo con periodistas incluidos. Esos tipejos en sus páginas de sociales resaltaron el “amor que nos teníamos”... ¿A quién diablos le podía interesar lo nuestro, ehhh, dime? Pero no sé porque me parece que lo hiciste para retarme, para ver si cumplía con mis amenazas... y te he demostrado con creces que las cumplo. Me parece que te estoy aburriendo con este monólogo y no quiero que te canses. Una cosa antes de desaparecer tu cuerpo: ¿Por qué siendo tan habladora, alaracosa, gritona, metete, figuretti, chismosa y rejodida, no has gritado a lo largo de estas tres horas mientras te acuchillaba tantas veces?... Te hundí trece veces el puñal en diferentes partes, y tu sabes que solo en el de la mala suerte, te clavé mortalmente, tú lo sabes (...) ¡Ves! Al final comprendiste que lo que más aprecio es el silencio, ahora sí mereces que te ame amor mío.



Fortuna

Fernando OrtĂ­z


Fernando Ortíz nació hace 43 años en la ciudad de Guadalajara, de profesión ingeniero, quien inicia escribiendo cuentos en el año 2010 al integrarse al Taller literario “Al gravitar rotando” del que ha sido parte desde entonces. Ha publicado dos cuentos en el segundo libro del Taller denominado “Hecho a breve” el cuan fue presentado en septiembre del 2012.


“El hombre: el único animal que recuerda lo que ha asesinado”. E. Canetti.

Después de una racha espantosa de mala suerte en la que mi esposa me abandonó llevándose todo con ella, de ser despedido injustamente de mi empleo, del robo de mi auto justo un día después de vencerse el seguro y de una serie interminable de infortunios de toda índole, una inusual escena me llevó a recordar al abuelo por el día de su aniversario luctuoso. Al contrario de lo que a mí me sucede, a él siempre lo perseguía la fortuna, todo el tiempo ganaba sorteos, encontraba monedas, billetes y otras cosas de valor en todas partes. En lo personal no creo que fuera tan afortunado, simplemente creo que era inevitable que encontrara todo tipo de objetos caminando siempre con la cabeza agachada. En mi caso lo que encontré ese día fue tan solo un caracol perdido en el piso de un centro comercial, era tan lindo que me detuve a verlo por un momento, luego intenté regresarlo al pasto, pero se aferro al mosaico, lo deje ahí y continúe con mi camino. La sensación de haber dejado a la deriva a un ser indefenso o su muerte te persigue por mucho tiempo. A unos años de distancia aún me siento culpable de no haber parado mi vehículo para subir a un pequeño chihuahueño que caminaba


Antología de cuentos fúnebres 72

apuradamente a altas horas de la noche por la avenida que corre frente a mi hogar, días después vi su foto y supe que se llamaba Toro, solo atine a llamar al teléfono que se encontraba en el cartel pegado en el poste telefónico y decirles el rumbo por el que se fue. Nunca he atropellado un perro, solo han muerto por intervención mía, un par de aves impactadas en el carro en carretera, algunos cangrejos a los que no pude evitar aplastarlos cuando intentaban cruzar por miles la autopista rumbo a manzanillo, decenas de cucarachas bajo mis pies, muchos mosquitos a los que les había servido de alimento, he presenciado la muerte de toros en la arena local, y de niño un loro tonto, que esperó pacientemente su muerte hasta que logre atinarle después de veinte intentos con la resortera. Quizás por todos estos remordimientos que cargo, en alguna ocasión deje ir la oportunidad de estar presente en una ceremonia wixarika en la que se ingeriría peyote. Me contaron que algunas personas cuando mascan el cactus por primera vez, son capaces de escuchar los lamentos de la naturaleza. Dicen que pueden incluso escuchar al árbol que alguna vez mutilaron. Mi miedo sobre todo era por la posibilidad de que regresaran a reclamarme todos los seres vivos a los que he lastimado y que el Maracame pudiera escuchar lo que pasaba por mi mente. Quien me invito me contó sobre esa facultad del chaman y la verdad tengo tantas cosas en la cabeza de las que no me siento orgulloso, que no me permitiría que alguien pudiera escuchar lo que hay dentro de ella. Con el fin de darle otro rumbo a mi destino y acabar con mi mala suerte acudí a un monjetibetano. Después de aconsejarme sobre los posibles caminos a seguir en mi vida, me dijo que para acabar con mis infortunios debería rezarle a la deidad que me protege, desplegar unas banderitas de colores que me vendió escribiendo en ellas mi nombre y finalmente liberar


73 Mil voces tiene la muerte

animales cautivos a la vida silvestre para que ellos rezaran por mí. La inconstancia me ha seguido toda la vida en eso de los ritos y las promesas. De hecho, aun debo una manda que ofrecí de niño por la salud de mi tía. Ella se curó, vivió muchos años y murió sin que yo la haya cumplido. Del mismo modo solo seguí a medias las recomendaciones del monje y ya han pasado algunas semanas sin que libere a los animales. Hoy finalmente en día de muertos por primera vez en la vida he hecho un altar en memoria del abuelo al que he sentido muy cerca desde el incidente del caracol. En lugar del ir al camposanto a visitarlo he decidido culminar la recomendación del monje, en estos momentos siento que ambas actividades son parte de una misma tarea. Liberaré a los animales cautivos en una presa para el rumbo de Mazamitla, para tal efecto pude adquirir algunas aves en el mercado de San Juan de Dios y unos pecados vivos en el tianguis que está cerca de casa. Creo que al abuelo le hubiera gustado estar aquí viendo a las aves perdiéndose el bosque y el sinuoso movimiento de la cola de los peces cuando nadan hacia las profundidades. Siento su presencia, como si estuviera sentado a mi lado en el tronco, mirando al horizonte, sin hablar, fumando conmigo unos delicados sin filtro, confortándome mientras presencia el desvanecimiento de todas mis culpas y temores. Seguramente de estar vivo, hubiera sido él y no yo el que encontrara el billete de quinientos que tímidamente sobresalía del barro rojo, justo a unos metros del carro.



Laberinto del ser

Ulises Oliva


Ulises Oliva naci贸n en 1986. Es productor de proyectos para la editorial Ciudad G贸tica. Ha publicado en revistas y en el 2011 la novela El fin del mundo.


Cuando abrí los ojos, la oscuridad se disipó. Delante de mí, una escalinata de marfil, brillante y de escalones anchos. El descenso fue extenuante, la escalera daba la sensación de no terminar nunca. Sentía las piernas cansadas, pero un impulso o una fuerza me arrastraba por el sendero blanquecino, al cual merodeaban las tinieblas. Una puerta colosal apareció al frente. Tan blanca, tan perfecta como la escalinata. Parecía la entrada a una fortaleza: sólida, poderosa, ornamentada con extrañas representaciones en relieve. Figuras apócrifas, quiméricas, cubrían por completo la totalidad de ese lienzo de metal, inmaculado como la nieve más pura, infranqueable para mi escuálido cuerpito, tan insignificante al lado esos gigantes férreos. Pero ese era el camino, yo lo sabía. El pulso que me guiaba así lo indicaba. Me acerqué a la puerta, relajé mi cuerpo y me posicioné para poder hacer mi mejor intento pero, cuando toqué la puerta, una catarata de imágenes invadió mi mente. Vi muerte representada en miles de formas aberrantes, humanos masacrados, atemporales testimonios en carne y hueso de la potencialidad de destrucción, de vileza inherente en las personas. Pude sentir el dolor, una angustia infinita que me desequilibraba, nervio a nervio, desgarrando cada una de mis fibras. Oí con claridad el quejido de mis entrañas revueltas, saturadas por el hedor tan nítido, tan real como los cadáveres de esas personas.


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Me contraje, me arrastré por el suelo. Apreté los dientes; fuertes contracciones musculares asaltaban mi cuerpo en sacudidas violentas. Perdía el control sobre mi vida, mientras sentía el dolor de cada uno de ellos, sin importar a que época pertenecieran. Se trataba de un estremecimiento tal, que jamás desaparecería. Mi boca se contorsionaba en espasmos profundos, tratando de gritar, de hablar, de emitir algún sonido. De la misma inesperada forma con la que llegó, así terminó. Permanecí en esa posición, con los ojos dilatados, llorando, goteando agua por la nariz, aterrorizado. Pensé en quedarme ahí, varado en la eternidad. Pero detrás de la puerta, una voz delicada, frágil, entonaba mi nombre con dulzura de mujer. Entonces algo inesperado sucedió. El dolor disminuyó y el deseo resurgió con ardor. Quería comprender que había tras la gran puerta. El pulso de vida me motivaba a ver, a conocer, a superar esta prueba. Reuní lo poco que quedaba de mí para intentar la descomunal tarea de mover la gran puerta. Empujé con toda mi fuerza, pero no era suficiente. La puerta no se movía. No debía claudicar ni detenerme sin saber que había del otro lado, era mi necesidad pasar, ese era el camino. Un momento después, una energía me invadió, activando cada fibra y cada músculo, unificando mi ser. Llegó como un vertiginoso ímpetu, creciendo hasta convertirse en la lúgubre explosión de un grito, resquebrajando mi garganta y proveyéndome de la fuerza que la tarea exigía. Logré abrirla, y la oscuridad me rodeó nuevamente. No podía ver, era como haber dejado de existir. Imaginaba seguir vivo solo por escuchar mi respiración. Allí estaba, solo y abandonado en las tinieblas después de haber superado la gran prueba. Hasta que volví a escuchar la voz. La trémula y misteriosa


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voz humana, que subía su tono hasta hacerlo estridente, agudo. La seguí, tanteando la nada, hasta que se esfumó. Desapareció por completo. Me pareció desmedido el tiempo que pasé en el territorio de las tinieblas. Estaba estático, en silencio. Primero un golpe, luego un palpitar. Luego el sonido se extendió por toda la inmensidad de la nada en las tinieblas, volviéndose rítmico, relajante. Cansado, me dejé caer. Cerré los ojos, para dormir el sueño nervioso y eléctrico de los animales salvajes. Vi un universo submarino, con aguas transparentes, con peces de fogosos colores. Soñé con vertiginosidad, como si el tiempo fuese otro en ese mundo en el que me encontraba. Podía sentir la humedad, el frío de las aguas profundas. Sentí la necesidad de ir en busca del sol, del calor que existía cerca de la superficie. Nadaba veloz, hasta que algo me atrapó. Un dolor intenso me invadió, y desperté. Todo estaba igual a mí alrededor, ¿habría soñado? Quién sabe, nada era seguro en ese lugar. Todas las certezas se volvían inútiles, todos mis razonamientos eran erróneos. Pensé que estaba solo en esa infinidad de oscuridad, pero me equivoqué. Algo merodeaba a mí alrededor. Lo escuchaba respirar, bufar. Chasqueaba las filosas garras contra el piso, esperando el momento justo para abalanzarse. Grité con toda la fuerza de mis pulmones. Le grité con furia a la oscuridad y la oscuridad bramó con un rugido multiplicado en miles de bocas. Me quede helado. Quieto y muerto de miedo, esperando el final. Era presa de la fragilidad que siente aquel que se da por vencido. Una luz, un foco que venía desde el cielo de las tinieblas, me alumbró. En ese instante, la oscuridad se convirtió en miles de pares de ojos que se fijaron en mí. Se encontraban


Antología de cuentos fúnebres

lejos, pero la luz los atraía, venían en mi dirección. Una soga comenzó bajar, con lentitud, desde la fuente de la luminiscencia. Los ojos se acercaban con la velocidad de la fiereza, de la urgencia. Deseaban mi luz. Por instinto, salté. Cuando sentí la rugosidad de la cuerda en mis manos, me aferré con fuerza. Me relaje por un momento, solo para entender que la soga me elevaba hacia un brillo sin fin, sin forma. Apreté con fuerza los parpados, ya no deseaba ver. La curiosidad pudo más que yo cuando sentí que mi ascenso se había detenido. Estaba en una caverna, iluminada por dos amplios ventanales, que se abrían y se cerraban de forma errática. Busqué una salida, pero no existía. A través de las ventanas se observaba un cielo azul, de cuadraditos simétricos. Eran azulejos. De pronto, todo comenzó a moverse, a temblar, a flotar. Dos ojos gigantes, verdes, me miraban con ternura. Quise gritar, tratar de llamar la atención, hasta que mi madre me llevó hasta su pecho y sacié mi hambre.

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Índice El niño santo, 11

José Luis Gómez Lobo

Muerte chiquita en dos tiempos, 23 Julio Zárate

El peluquín, 35

Carlos Rangel Santos

Un día cualquiera, 45

Gabriela Karina Zúñiga López

Un dolor estomacal sin importancia, 51 Armando Alanís Canales

Por el simple placer de engañar al diablo, 57 Adrian Mendiola

En silencio te amaré, 65 Sarko Medina Hinojosa

Fortuna, 71

Fernando Ortíz

Laberinto del ser, 77 Ulises Oliva


Mil voces tiene la muerte fue editado por Colectivo de Editores Pobres para su publicaci贸n gratuita y promoci贸n en Internet. Guadalajara, Jal., M茅xico Noviembre, 2012 colectivo.edipo@gmail.com editorespobres.blogspot.com Siguenos en: Twitter y Facebook



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