La expedición a México

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La expedición a México Michel Chevalier

Edgar Quinet

Selección Jean Meyer


Comité Nacional Conmemorativo del 150 aniversario de la Batalla de Puebla Presidente Honorario C. Felipe Calderón Hinojosa Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos Presidente Ejecutivo C. Rafael Moreno Valle Rosas Gobernador Constitucional del Estado de Puebla Vicepresidente Ejecutivo C. Fernando Luis Manzanilla Prieto Secretario General de Gobierno del Estado de Puebla Presidente del Comité Ejecutivo C. Guillermo Jiménez Morales Presidente del Consejo Consultivo C. Luis Maldonado Venegas Secretario de Educación Pública del Estado de Puebla


La expedici贸n a M茅xico

Selecci贸n Jean Meyer


El Colegio de Puebla C. Miguel Ángel Pérez Maldonado Presidente Selección Jean Meyer Coordinación y diseño editorial Miguel Ángel Andrade

Título original: L’Expédition du Mexique, 1862 Selección Jean Meyer, abril 2012 Traducción: Michel Chevalier: Jean Hennequin Mercier y Dora Lougier Hernán D’ Borneville Edgar Quinet: Diana Avilez Imagen de portada: Batalla ganada a los franceses en las inmediaciones de Puebla el día 5 de Mayo de 1862, Constantino Escalante, 1862, detalle. © El Colegio de Puebla A.C. Tehuacán sur 91, Col. La Paz CP 72160, Puebla, México. isbn 978-607-7676-05-8 Selección 978-607-7676-06-5 Tomo 1 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización escrita del editor. Impreso y hecho en México · Printed and made in Mexico · Imprimé au Mexique


La expedición a México

Michel Chevalier

• Edgar Quinet

Secretaría de Educación Pública del Estado de Puebla El Colegio de Puebla



Nota del editor

Como en todas las historias, siempre existen al menos dos versiones del mismo hecho, así pues, esta selección comienza con dos textos que, aunque comparten el mismo título y fueron escritos antes de la Batalla del 5 de Mayo en Puebla, pertenecen a perspectivas contrarias sobre la expedición enviada a México por el gobierno de Napoleón III . Reunimos en este volumen las obras de dos antípodas naturales que nos muestran las consignas de esta contienda: Edgar Quinet contra la expansión imperial y Michel Chevalier cimentando “la gran idea del reino”. Conozcamos y enfrentemos las primeras opiniones sobre esta expedición que ya se anunciaba compleja.



La expedición a México

Michel Chevalier



Michel Chevalier y la invención de la América “latina”

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ichel Chevalier (1806-1880) entra muy joven a la célebre Ecole Polytechnique, antes de pasar por la no menos importante Ecole des Mines. Ingeniero, tiene veinticuatro años a la hora de la Revolución de Julio de 1830 y, como muchos compañeros de las dos escuelas, milita en la “secta” sansimoniana. Henri de Saint Simon, el fundador del movimiento que sus críticos calificaban de “secta”, era el autor de una utopía que confiaba en el progreso material de la humanidad como factor de paz y armonía, en una dimensión social y cristiana. El desarrollo de las vías de comunicaciones terrestres y marítimas, el comercio y la industrialización son las claves del progreso. Marx fue un lector muy atento de Saint Simon. Chevalier, como uno de los principales dirigentes del movimiento, es el director-fundador del diario Le Globe (1830-1832), cuyo título es todo un programa: la pacífica y desarrollista unificación planetaria. Pero el gobierno ve con gran desconfianza a esos jóvenes ingenieros militantes, a quienes confunde con peligrosos revolucionarios. Desaparece el diario y arresta a los dirigentes: Chevalier recibe una condena de un año de cárcel. Cuando ha cumplido seis meses, el inteligente primer ministro conservador, Molé, lo saca de prisión y su ministro de Obras Públicas, Adolphe Thiers, futuro primer ministro, lo manda a los Estados Unidos para estudiar canales y ferrocarriles, así como los sistemas financiero y bancario de los Estados y de la Federación. Entre 1833 y 1835, Chevalier realiza su misión que extiende a México, donde pasa varios meses. Manda unas cartas espléndidas que publica Le Journal des Débats, al 3


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mismo tiempo que Alexis de Tocqueville da al público el primer tomo de La démocratie en Amérique. Las cartas de Chevalier salen en 1836, en dos volúmenes, bajo el título de Lettres sur l’ Amérique du Nord. La obra le vale la celebridad instantánea y las felicitaciones de Humboldt. Es el primero en hablar de América “latina”, cuando escribe que “la América del Sur es, como la Europa meridional, católica y latina”. Prosigue: “Francia me parece llamada a ejercer un fecundo y afable patronazgo sobre los pueblos de América que todavía no están en condiciones de bastarse a sí mismos […] Francia debe despertar a los pueblos latinos (subrayo yo) de la letargia en la cual habían caído en ambos hemisferios.” Una idea que retomará en 1862. Durante su estancia en México conoce al famoso mineralogista Andrés Manuel del Río y escribe al gobierno para presentarle un proyecto de canal entre el Atlántico y el Pacífico. En 1837 publica un importante libro: Des intérêts matériels de la France, que es todo un programa de desarrollo de canales y ferrocarriles. En 1840-1842, en dos tomos, saca su Histoire des voies de communication aux Etats Unis, con un atlas, obra que resulta muy útil para los ingenieros estadounidenses. El gobierno lo nombra Consejero de Estado; en 1841 es Ingeniero en Jefe de las Minas y recibe la cátedra de Economía Política en el Colegio de Francia, cátedra que ocupará hasta su muerte, en 1880. En 1843 publica su Essai de politique industrielle y La liberté aux Etats Unis; y en 1844, L’ isthme de Panama et l’ isthme de Suez, dos proyectos de canales transístmicos. Diputado en 1845, será senador en 1860, pero nunca como hombre de partido; conserva siempre su independencia y no entra en ningún gobierno. Vale la pena señalar que, a la hora de la unánime histeria patriótica en el verano de 1870, es el único senador en votar contra la declaración de guerra a Prusia. Desde 1832, a sus escasos veintiséis años, invitaba a Francia y Europa, en su Système de la Méditerranée, a interesarse por el resto del mundo y por las nuevas tecnologías, y a partir de 1836 ejerce una gran influencia que llega a su máximo durante el Segundo Imperio. El revolucionario tratado de libre comercio firmado entre Francia e Inglaterra en 1860, conocido en los manuales de historia como el tratado Cobden-Chevalier, debería llamarse tratado Chevalier-Cobden, porque fue él su verdadero inspirador; él convenció a un dubitativo Richard Cobden y a su no menos escéptico superior, Gladstone. Gracias a dicho tratado, Francia conoció diez años de crecimiento y de industrialización sostenida. Hombre concreto y práctico, funda en 1875, con el apoyo de los Rothschild, una Sociedad para 4


Prefacio

estudiar un túnel ferroviario debajo de la Mancha, entre Calais y Dover. En su lecho de muerte, escribe una de sus últimas cartas sobre el túnel y se alegra del éxito de las parras americanas que ha plantado, para ver si resisten a la terrible filoxera que está acabando con los viñedos europeos. Contribuyó, evidentemente, a la grande pensée du règne, es decir al sueño mexicano de Napoleón iii. Por eso publicamos en nuestra Selección los dos artículos de abril de 1862, intitulados “La expedición a México”. En 1863 dio a los lectores su libro “México antiguo y moderno”, un buen ejemplar de la alianza sorprendente entre su espíritu científico y su hermosa imaginación. La utopía nunca desapareció del todo. Escribe el 1 de abril de 1862: La empresa de dar un gobierno estable y regular a México y, por ese gobierno bien asentado, ilustrado, liberal, de favorecer el desarrollo de una sociedad avanzada, de preparar para los tiempos venideros un gran Estado de peso en la balanza del mundo, esta empresa está hecha para gustar a los corazones generosos y ganar la simpatía de estadistas preocupados de los intereses más elevados de la política francesa.

La prensa republicana lo acusa en seguida de inconsecuencia y de haber traicionado sus ideales liberales a favor del despotismo militar; Chevalier contesta, en la segunda entrega, el 15 de abril de 1862, en la misma Revue des Deux Mondes. El lector podrá sopesar sus argumentos sobre los motivos y las posibilidades de la Intervención francesa en México, sin embargo me permito marcarle la pista. “México es hoy, entre los pueblos civilizados, lo que se llama un novalor… una nación inútil al resto de la humanidad.” No se asusten, estimados lectores, enseguida dice: “Pero este completo eclipse no se debe sino a circunstancias pasajeras. Estaría en la naturaleza de las cosas que México tuviese su papel en el escenario del mundo; bastaría con la voluntad de los mexicanos y que estuviesen organizados de manera a hacer valer los dones que les ha confiado la Providencia.” Así empieza la segunda parte de su manifiesto: “De los recursos y del futuro del país. De los motivos y probabilidades de éxito de la expedición.” Compara las evoluciones contrastadas de Brasil y México, desde su independencia, el primero en la estabilidad política y el crecimiento económico, el segundo en el caos y el empobrecimiento. Denuncia el imperialismo estadounidense, él que, hasta 1862, habló siempre a favor de la 5


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“gran república democrática”; hay que matizar: denuncia los Estados del Sur que, afirma, son los responsables de “la más injusta de las guerras, guerra cuyo motivo era la ambición, no de un monarca absoluto, sino de una república que pretende encabezar la civilización del siglo xix”. ¿Por qué? Porque quieren expandir la esclavitud, como lo hizo Texas, que restableció “la peculiar institución” que había sido abolido en el Tejas mexicano. Si bien es un abogado de la intervención, y bien no duda del éxito militar, tampoco lo garantiza. Advierte que los franceses no deberán hacer, en México, lo que hizo el zar Alejandro en París, en 1814, “fijar la forma del gobierno… y la persona del nuevo jefe de Estado”. Cuando habla de Maximiliano, prevé “dificultades que podrían ser insolubles si…”. Y pone demasiados “si”. Afirma que la ocupación francesa debe ser breve, porque “si la monarquía liberal (de Max) se arrastrase miserablemente como lo hizo la República mexicana… habría que abandonar”. No se hace ilusiones en cuanto a la resistencia de la opinión pública en Francia y afirma que se debe buscar a la empresa otros motivos que el cobro mezquino de unas pocas deudas. Obviamente comparte con Napoleón, si no es que él mismo le dio la idea de “oponer una barrera al espíritu invasor de los Estados del Sur o Estados con esclavos de la Unión, espíritu que soplaba la nación toda”. Recuerda sus proyectos de conquistar o comprar Cuba, su apoyo a las empresas conquistadoras de Walker en América Central, la nueva y radical interpretación de la Doctrina Monroe… Donde se separa del Emperador de Francia es en la cuestión de la esclavitud. Napoleón acarició la idea, y los ingleses también, de apoyar el sur contra el norte. Chevalier abomina la esclavitud y está convencido que el norte combate justamente por su abolición. Deduce que “la expedición de México no debería en nada contrariar al norte, si la Independencia de México queda plenamente respetada. En ese terreno, Francia e Inglaterra estarían en perfecto acuerdo con Washington”. Nos es fácil decir que Chevalier se equivocaba. Demasiado fácil. Concluye que es el deber de Francia proteger y desarrollar la potencia de “ese grupo latino”, tanto en Europa (Italia y España) como en América. “La expedición se conecta así con elevados pensamientos de política general… El éxito definitivo está subordinado a otras causas… sobre las cuales no podemos nada…” J. M. 6


I La guerra de independencia y las revoluciones mexicanas

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na expedición, que ha causado sorpresa en la opinión pública, está siendo dirigida en contra de uno de los Estados del Nuevo Mundo, notable entre todos por su clima, la riqueza de su territorio y la abundancia de sus minas de plata, muy importante además por su admirable ubicación entre los dos océanos Atlántico y Pacífico, que lo señala como un futuro intermediario entre los dos grandes centros de población y de industria, de conocimiento y de riqueza del antiguo mundo: la Europa Occidental de un lado, China y Japón del otro. Este Estado es la República Mexicana, antes Reino de la Nueva España. Francia se encuentra representada en esta empresa por medio de un pequeño ejército de unos siete mil hombres, con todos sus cuerpos de armas. España ha enviado un contingente respetable; Inglaterra cuenta allí con una escuadra; sin embargo, en el ejército que del puerto de la Vera Cruz ascenderá hacia la Ciudad de México, no está previsto que figuren las tropas británicas. Los acontecimientos dirán a quién le tocará prevalecer en esta empresa. Haciendo a un lado el amor propio nacional, sería sorprendente que este predominio no le correspondiese a Francia, puesto que la cooperación material de Inglaterra es prácticamente insignificante; si bien este país presta su apoyo moral, que es muy valioso, no aporta los medios para su ejecución. En cuanto a España, mientras más se haga a un lado, más fácil y rápida será la victoria. Al hablar así de España, estamos muy lejos de querer rebajarla o querer cuestionar su parte de influencia legítima en la marcha de los acontecimientos generales de nuestro tiempo. Somos de 7


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los que saludan con beneplácito el renacimiento de esta nación antaño tan poderosa, en la cual un sistema de opresión a la vez política y religiosa, que parecía imitado del despotismo asiático, había sofocado todos los gérmenes de grandeza y progreso. La España que se ha reincorporado a las tradiciones representativas y los cauces de la libertad política, la España liberada por sus propio esfuerzo de esa execrable jurisdicción que erigía en crimen toda manifestación libre de la inteligencia y según la cual el acto de fe por excelencia consistía en quemar con solemnidad a infelices señalados como culpables de herejía, la España que por todos lados se afana en reconciliarse con la civilización moderna, cuenta con nuestra profunda simpatía y la de toda la Europa liberal; pero aquí, en este especial asunto de la expedición a México, circunstancias particulares que ya tendremos ocasión de señalar, exigen que España aparezca lo menos posible, y lo mejor hubiese sido que no participase en absoluto. En estos momentos, pues, se habla de París en la playa de la Vera Cruz. No es la primera vez que hombres armados desembarcados en estas riberas conversan sobre la capital gala, sus encantos y maravillas. La crónica refiere que cuando Cortés, habiendo puesto pie en tierra, estaba recorriendo con sus principales compañeros el sitio en el cual fundaría la primitiva Vera Cruz (era el Jueves Santo de 1519), uno de estos valientes muchachos se puso a canturrear una balada española sobre el Caballero Montesinos, donde se aludía a la gran ciudad. Sin embargo, no pretendo que esto haya sido un pronóstico de la empresa que hoy en día conduce a los hijos de Francia hacia estas mismas comarcas. En cuanto al objeto definitivo y supremo de la expedición, es algo que permanece abierto a las conjeturas, ya que no ha sido expuesto claramente. Por consiguiente, en lo sucesivo partiremos de una hipótesis, sin perder jamás de vista que cuando el razonamiento político se apoya en semejante fundamento, posee el inconveniente de ser un poco novelesco. Nuestra suposición será la siguiente: el origen y la ocasión de la expedición fueron la serie de ultrajes y violencias que las autoridades mexicanas se permitieron en contra de ciudadanos franceses, españoles o ingleses, e incluso en contra de la persona del jefe de la legación francesa, Monsieur Dubois de Saligny; pero el efecto probable y esperado por los mismos gobiernos, tanto de Inglaterra como de España y de Francia, será el de derrocar el sistema de gobierno establecido en México desde la Independencia, un sistema que ha fracasado por completo en su intento por dotar a este bello país de los elementos más indispensables para el orden social y la prospe8


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ridad de los Estados. El complemento de nuestra hipótesis es que el sistema monárquico —pero de una monarquía perfectamente independiente y tan liberal como sea posible— tomará el relevo de una república que es tan sólo nominal e irrisoria, porque la esencia del gobierno republicano es el reino de la ley y, en los tiempos modernos, de una ley hecha en beneficio de todos. Pero en México ya no existe la ley y lo que impera es el capricho, la vanidad, la ignorancia y la codicia de un puñado de caudillos militares que por turno hacen efímeras apariciones en el poder. Con estas palabras no quisiera pasar por un adversario sistemático del gobierno republicano. La república es excelente donde puede tener éxito, donde brinda el mejor mecanismo para elevar la condición moral, intelectual y material de la población, suscitar la prosperidad y la grandeza nacional. Es detestable donde provoca la decadencia de las costumbres públicas y privadas, donde obstaculiza el progreso de las luces y el desarrollo de la riqueza colectiva e individual, donde conduce al Estado de catástrofe en catástrofe y lo empuja hacia el abismo. Desde la época de Franklin y Washington hasta la crisis que el asunto de la esclavitud acaba de provocar en los Estados Unidos, la república ha sido la palanca del progreso entre los norteamericanos. En este país la forma republicana y la mentalidad del selfgovernment llevada hasta su último extremo han engendrado maravillas; por consiguiente, la república ha sido allí un sistema de gobierno perfectamente adecuado. En México, por el contrario, desde la Independencia hasta la época actual todo ha ido de mal en peor. No ha habido progreso sino en la rapidez de la decadencia; en este país, por consiguiente, la república ha sido un flagelo; por lo demás, tal república ha sido una simple mentira. Hay un punto que es fácil de establecer, teniendo a mano la historia. Si el sistema republicano se proclamó en México después de la Independencia, fue principalmente a raíz de la política ciega y obstinada que en aquel entonces caracterizaba al gabinete de Madrid. Al declararse independientes, los mexicanos se habían esmerado en romper todo vínculo de sujeción con una metrópoli que a su juicio los tenía oprimidos; sin embargo, es posible demostrar que las instituciones monárquicas no les desagradaban y que hicieron todo lo humanamente posible para conservarlas en su país. Esto es lo que a continuación trataremos de demostrar, a través de una breve revisión de los principales acontecimientos de la Independencia. Asimismo, este repaso tiene por objeto identificar los elementos con los cuales se encontrarán las tres potencias europeas aliadas.

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I La crisis de la cual surgiría la Independencia comenzó con la noticia del derrocamiento del trono de los Borbones de España por Napoleón I, en 1808. El primer movimiento de todas las clases que podían manifestar alguna opinión fue un desbordamiento de entusiasmo a favor de Fernando VII, quien era muy poco digno de tal entusiasmo, pero que la adversidad rodeaba en ese momento con una atrayente aureola por haber caído tan rudamente sobre esta joven cabeza. Todos los ayuntamientos, fungiendo como garantes de su población, enviaron al virrey, quien representaba en México a la Corona de España, memoriales de los cuales emanaba la mayor devoción por el príncipe a quien el dominador de Europa mantenía cautivo en un castillo de Berry. El cabildo de la Ciudad de México destacó por el ardor de sus manifestaciones. A esta explosión de sentimientos monárquicos se unieron muy naturalmente entre los mexicanos, desde el primer día, el afán y la esperanza de ser finalmente tomados en cuenta. El poder real, del cual emanaba directamente toda autoridad en la Nueva España, se encontraba súbitamente aniquilado, puesto que Fernando VII había abdicado, como también lo había hecho su padre, y que, replegado en sí mismo bajo las enramadas de Valençay, no daba señales de vida a sus partidarios. Ninguna de las juntas que se habían formado en la Península tenía un título, ni siquiera un simple recado del príncipe destronado, que hubiese recibido de la mano fiel de algún Blondel1 y del cual hubiese podido prevalerse para declararse instituida por él. Obligados por las circunstancias, los habitantes de la Nueva España volvían por lo tanto a hacerse cargo de sí mismos y debían asumir su propio destino. En esta coyuntura, la palabra soberanía nacional, que habían leído a escondidas en los libros De acuerdo con la leyenda, Blondel de Néelle fue un juglar que durante muchos años estuvo al servicio del rey Ricardo Corazón de León. De regreso de la Tercera Cruzada, este último naufragó y fue hecho prisionero por el Duque de Austria en el castillo de Dürnstein. Los ingleses desconocían su paradero. El valiente juglar se dio a la tarea de buscarlo y después de vagar por largo tiempo sin lograr encontrarlo, por fin dio con el castillo de Dürnstein, donde el rey lo divisó y se puso a cantar los primeros versos de una canción que había compuesto en colaboración con Blondel y que sólo era conocida por ambos. De esta manera, el juglar supo que el rey se encontraba prisionero en este castillo; regresó a Inglaterra y avisó a los barones ingleses de su descubrimiento. Éstos se apresuraron a enviar al Duque de Austria un cuantioso rescate, gracias al cual Ricardo Corazón de León fue puesto en libertad [N. del T.]. 1

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franceses que lograron evadir las pesquisas de la Inquisición, y de los cuales los representantes más inteligentes de la élite se habían apoderado para ya no desprenderse de ellos, esta palabra debía brotar espontáneamente de los labios de los mexicanos. Una vez expresado, este pensamiento se difundió a la velocidad del rayo e hizo latir todos los corazones, porque nada hay más contagioso que los grandes principios cuyo momento ha llegado. En las graves circunstancias en las cuales el azar de los acontecimientos acababa de sumir al país, ¿qué podía ser más legítimo que tener una junta mexicana similar a los cuerpos políticos que en España habían surgido de las entrañas del país durante el eclipse total del gobierno nacional? Pero entonces aparecieron las dificultades que el régimen colonial de España y su sistema político debían plantear necesariamente algún día. México no había tenido un gobierno peor que las demás posesiones españolas del continente americano, sino todo lo contrario. Menos alejado del alcance de la Península, con una población indígena más numerosa, más adelantada en el momento de la Conquista y con mayor aptitud para las artes útiles; por lo menos en pie de igualdad con los más favorecidos en materia de bienes naturales, e incluso por encima del Perú por lo que a riqueza mineral se refiere; más productivo que todas las demás posesiones en su conjunto para la Hacienda de la madre patria, a la cual tributaba cada año una suma considerable, México había sido objeto de mayor solicitud por parte del Consejo de Indias y del gabinete español. Los abusos se habían reprimido con una mano menos indolente. Elegidos con mayor discernimiento, los funcionarios encargados de gobernar al país bajo el título imponente de virrey, se mostraron menos ansiosos por crearse una fortuna personal, descuidando los intereses del Reino2 que había sido confiado a su patriotismo. Varios de ellos eran hombres eminentes por su inteligencia y llenos de sentimientos generosos que pusieron en práctica. El conde de Revillagigedo y varios personajes más se habrían mencionado en todas partes como hábiles administradores, amantes de la humanidad, impulsores de la civilización. Los indios —tal es el nombre con el cual suele designarse a la población indígena a raíz del error de Cristóbal Colón, quien creía haber atracado en la India, ignorando que había descubierto un nuevo continente— se habían beneficiado en México de una protección más eficaz que en las demás colonias. La gran reina Isabel, quien durante toda su 2

Éste era el título que se daba a la Colonia en todas las actas oficiales.

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vida experimentó una viva compasión por ellos, los encomendó encarecidamente al sentimiento religioso de sus sucesores, y en honor a la Corte de España cabe reconocer que no se mostró indigna de tan conmovedora herencia, particularmente en México. Combatió los excesos cometidos por los opresores de los indios, hasta donde fuese posible por parte de un gobierno poco ilustrado en torno a las condiciones mismas de la civilización, que residía a mil ochocientas leguas de ahí, y en el marco de un sistema político que excluía toda garantía representativa y toda publicidad. El hombre de genio que había derrocado el imperio azteca de Moctezuma y Guatimozín [Cuauhtémoc], Hernán Cortés, se declaró, a través de su testamento, altamente favorable a la necesidad de mostrarse equitativo con esta población vencida y sojuzgada. En este sentido y como instrumentos generalmente fieles del pensamiento real, el clero y los intendentes —funcionarios civiles que en la última mitad del siglo xviii fueron designados para dirigir las provincias que integraban el virreinato de la Nueva España, con el objeto de remplazar a una organización deficiente que agobiaba a los indígenas— realizaron loables esfuerzos con el fin de sustraer a esta población, tan interesante por su amor al trabajo y su sumisión, a la codicia y los malos tratos de los herederos de los conquistadores y de los colonos, sus imitadores. A principios del siglo xix, cuando Alejandro de Humboldt visitara México, este observador ilustrado y profundo encontró a los indios en una condición desde varios puntos de vista muy superior a la servidumbre, e incluso a la servidumbre de tipo feudal. El sistema de encomiendas, que había colocado a esta raza en una situación muy parecida a la de los antiguos campesinos de Europa sujetos a la gleba, había desaparecido espontáneamente con la muerte de los encomenderos o feudatarios, o se había abolido mediante prescripciones directas de la autoridad; sin embargo, al dejar de ser esclavo o siervo, el indio no se había vuelto libre; llevaba las cadenas de una minoría legal que lo acompañaba hasta la tumba. Con el afán de sustraerlos a los actos en los cuales la violencia se unía a la estafa, se declaró a los indígenas incapacitados para celebrar contratos por una cantidad superior a las 5 piastras (25 francos). A la mayor parte de los indios se les tenía confinados en pueblos donde los blancos no estaban autorizados a establecerse, pero donde los indios estaban obligados a residir. Pagaban un tributo anual, que por su mismo nombre constituía una humillación. A cambio de ello estaban exentos del impuesto indirecto de la alcabala; pero hubiesen preferido sufrir la alcabala y no ser tributarios. Ya no estaban sujetos a la mita, o trabajo 12


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forzado en las minas; esta carga, a la cual sólo la Independencia puso fin en el Perú, había cesado en México desde hacía mucho tiempo. Aunque numerosos indios trabajaban en estos filones metálicos enterrados en lo más profundo de la tierra, lo hacían libremente y obtenían a cambio de ello buenos salarios. Cierto número de indios vivían con desahogo; entre éstos figuraba, en primer lugar, la categoría de los caciques o nobles indios, descendientes de los jefes aztecas en tiempos de Moctezuma, quienes estaban exentos del tributo y eran tratados con especiales miramientos. En cierta época se tuvo incluso la intención de depararles una buena instrucción por medio de colegios que les hubiesen estado reservados. Esta feliz idea empezó a ponerse en práctica; pero desafortunadamente no se perseveró en su ejecución, e incluso las familias más o menos ricas de indios nobles seguían careciendo de educación. Fuera de esta clase, diversas circunstancias, ciertas excepciones que se habían mantenido, habían traído riqueza a algunos. Alejandro de Humboldt cita el caso de una anciana que había muerto en Cholula mientras él se encontraba ahí para reunir datos sobre el pasado de esta ciudad que había sido importante en tiempos de los aztecas; esta anciana había heredado a sus hijos plantíos de maguey o aloe mexicano (cuyo zumo sirve para elaborar una especie de vino) con un valor superior a los 300,000 francos. Humboldt refiere que otras familias indígenas poseían fortunas de 800,000 francos y hasta de un millón; pero en términos generales el indio era pobre y en numerosos casos se encontraba estrictamente confinado en un pequeño círculo alrededor de su pueblo, donde sólo contaba con escasos medios de trabajo y subsistencia. Las clases de sangre mezclada, que resultaban esencialmente del cruce de indios con blancos y, en menor medida, de la mezcla de negros con las otras dos razas, apenas si se veían más favorecidas que los indios de raza pura. Todos estos mestizos, muy numerosos y clasificados como castas, se encontraban envilecidos, tanto legalmente como de hecho: eran “infames de derecho y hecho”, para retomar la expresión que usa en una de sus memorias el obispo de la diócesis de Michoacán a quien citaremos más adelante. Pagaban el tributo al igual que los indios; si bien, a diferencia de estos últimos, no se les mantenía en esa perpetua minoría que había sido imaginada en Madrid con el objeto de protegerlos, sufrían numerosas exacciones que se cometían a despecho de la ley, ya fuese eludiéndola o interpretándola de manera fraudulenta. 13


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En suma, pese a la protección de la cual eran objeto por parte de la Corte de Madrid, y en ocasiones como efecto desafortunado de esta protección mal concebida, la suerte de la mayoría de los indios, quienes formaban la mayor parte de la población de México, continuaba siendo miserable, tanto en lo moral como en lo físico, y cabía suponer que esta raza, en la cual no estaba extinguido el recuerdo del tiempo durante el cual había dominado el país, en determinado momento podía sublevarse y entregarse a todos los excesos que un resentimiento por largo tiempo reprimido puede inspirar a un pueblo que ha sido excluido de las ventajas y las luces de la civilización. Desde hacía algún tiempo urgía mejorar la condición de los indios, a través de medidas decisivas tales como las que puede sugerir el sentimiento de la libertad; y lo mismo en el caso de los mestizos. A finales del siglo xviii el gobierno de la metrópoli había recibido al respecto ciertas advertencias que cometió el error de pasar por alto. El barón de Humboldt citó, entre otros, un extracto de una memoria que un venerable prelado, obispo de la diócesis de Michoacán, había dirigido al rey en 1799, de común acuerdo con su capítulo, acerca del estado deplorable de los indios y de las castas. En esta memoria se trazaban con mano firme los abusos de los cuales unos y otros eran víctimas, así como la degradación moral que la opresión provocaba en ellos; se vaticinaban las desgracias del futuro con una siniestra claridad, que la benevolencia y el espíritu de caridad del piadoso obispo no lograban disimular. ¿Qué afición puede tener al gobierno —decía el documento— el indio menospreciado, envilecido, casi sin propiedad y sin esperanzas de mejorar su suerte; en fin, sin ofrecerle el menor beneficio los vínculos de la vida social? Y que no se diga a V.M. que basta el temor del castigo para conservar la tranquilidad en estos países, porque se necesitan otros medios y más eficaces. Si la nueva legislación que la España espera con impaciencia no atiende a la suerte de los indios y de las gentes de color, no bastará el ascendiente del clero, por grande que sea en el corazón de estos infelices, para mantenerlos en la sumisión y respeto debidos al soberano.

Con respecto a la población blanca, que poco a poco se había desarrollado en México —lo mismo que en los demás reinos americanos de los soberanos españoles—, se habían adoptado normas que parecían sabias y hábiles, pero en las cuales estaba ausente toda libertad pública. Cada uno 14


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de los Estados europeos que habían fundado grandes asentamientos en el Nuevo Mundo, los había modelado a imagen y semejanza de sus propias instituciones. Así, en las colonias inglesas el genio de la madre patria, que no puede prescindir de las asambleas deliberantes, había obtenido satisfacción. Nada parecido existía en las colonias españolas. En ninguna parte de América se mantenía a los habitantes de origen europeo en semejante nulidad política; esto también tenía que ver con el hecho de que en ninguna parte de Europa el ejercicio del poder absoluto se llevaba al mismo extremo que en la Península. Ningún gobierno profesaba y practicaba hasta tal grado la opinión de que los pueblos son esencialmente menores, y de que el ejercicio de su libre albedrío es contrario al derecho del soberano, funesto para sus propios intereses, si no es que constituye una especie de rebelión contra la Divina Providencia. Es verdad que desde Luis XIV existía en Francia el poder absoluto, de la forma más hiriente para el sentido común y la dignidad de los pueblos, en las fórmulas del gobierno y en su pensamiento admitido o secreto. La fórmula final de los edictos de los reyes, “car tel est notre bon plaisir”,3 ofrece, junto con diversas máximas que los historiadores han reunido, la prueba de la idea, exagerada hasta lo absurdo, que el gobierno monárquico se había hecho de su prerrogativa; sin embargo, el poder absoluto del rey de Francia no sólo era refrenado por las “canciones”, como solía decirse a la sazón, sino también por cierta pujanza de la opinión que los parlamentos, pese a su estrechez de miras, contribuían en no poca medida a alimentar, así como por el imperturbable esfuerzo de los escritores. En España, la Inquisición había quebrantado todas las resistencias y organizado en las esferas del pensamiento el silencio de los sepulcros. El único homenaje que en la Península recibiera la libertad humana, eran algunas protestas que permanecían soterradas en el fondo del alma adolorida de los hombres generosos. La política del gobierno español en México, lo mismo que en sus demás posesiones, presentaba los mismos rasgos fundamentales que suelen encontrarse en todas las tiranías sistemáticas: dividir para gobernar; alimentar las disensiones entre las distintas clases, sobre todo si tenían mayor poder de influencia; contener y encadenar las mentes; confinar al hombre en el estrecho recinto de su individualidad solitaria donde es necesariamente débil, prohibiéndole el uso de la asociación; centralizar el poder, de tal manera que su ejercicio fuese reservado para los agentes di3

“porque ésta es nuestra voluntad” [N. del T.].

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rectos de la metrópoli. Además, era regla mantener a las colonias aisladas unas de otras, por temor a que intentasen, en un esfuerzo común, respirar con mayor libertad. Lucas Alamán, quien por cierto es un juez complaciente cuando se trata del gobierno de los españoles en México, refiere como sigue la manera en que estaba regido, en toda la extensión de la América hispana, el sustento de la mente: La imprenta estaba sujeta, no solo como en España á la inspeccion de la autoridad civil y eclesiástica, no imprimiéndose nada sin la licencia de ámbas, despues de un exámen por personas comisionadas al efecto, y por cuyo informe constaba que lo escrito no contenia nada contrario á los dogmas de la santa iglesia romana, regalías de S.M. y buenas costumbres: sino que ademas no podia imprimirse libro alguno en que se tratase de cosas de Indias, sin prévia aprobacion del consejo de estas, habiéndose mandado recoger todos aquellos que circulasen sin este requisito, en lo que habia habido tanto rigor que Clavigero, no pudo obtener permiso para imprimir en España en castellano su historia de Méjico, y tuvo que publicarla en Italia en italiano: tampoco podian remitirse á Indias libros impresos en España ó en paises extrangeros en que se tratase de ellas sin igual licencia, y para vigilar sobre el cumplimiento de estas disposiciones y de las que prevenian que no se llevasen libros ‘en que se tratasen materias profanas y fabulosas é historias fingidas’, se mandó especificar el contenido de cada libro en los registros para embarcarlos en España, y los provisores eclesiásticos y los oficiales reales debian asistir á la visita de los buques para reconocerlos, á todo lo cual se seguia la visita de la Inquisicion, y aunque en estas disposiciones hubiese alguna relajacion, no la habia habido en la última.4

Una de las precauciones que el gobierno español consideraba como particularmente eficaz para mantener el dominio en sus colonias, consistía en otorgar absoluta preferencia a los nativos de España, con exclusión de los blancos criollos, es decir, que habían nacido en el país. Los españoles Alamán, Lucas, Historia de Méjico desde los primeros movimientos que prepararon la independencia en el año de 1808 hasta la época presente, fce, México,1985. La edición original de 1850 consta de cinco gruesos volúmenes en octavo. 4

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propiamente dichos formaban así una casta aparte, de la cual estaban excluidos hasta sus propios hijos, ya que éstos, por el simple hecho de haber nacido en México, eran sospechosos. Sólo los peninsulares podían tener acceso a los cargos políticos, administrativos y judiciales. El que este plan contra natura que separaba al padre de sus hijos, y a menudo incluso al hermano del hermano cuando uno había nacido en España y el otro en México, haya sido adoptado por el gabinete de Madrid como un sistema de gobierno posible de perpetuar, no debe causarnos gran sorpresa. Cuando el despotismo llega a cierto extremo, se hace las más extrañas ilusiones: cree que todo le es posible, desarrolla sin fin las consecuencias del principio erróneo en el cual se asienta.

II El sistema económico establecido en México, lo mismo que en las demás colonias españolas, había sido aquel que practicaban, hace trescientos años, todos los Estados europeos para con sus posesiones del Nuevo Mundo. En la mentalidad de esa época estaba la idea de que las colonias fuesen para beneficio exclusivo de la metrópoli, comerciasen exclusivamente con ella y sólo contasen con aquellas industrias que fuesen convenientes para el monopolio metropolitano. Así, en aquel entonces les estaban prohibidas por principio ciertas fabricaciones, con el fin de que éstas constituyesen un mercado seguro para las producciones de la madre patria. Inglaterra, que solía otorgar a sus colonias muchas más libertades que los demás Estados, con frecuencia se mostró casi tan rigurosa sobre este punto como los reyes castellanos. Así, con el afán de favorecer a las fraguas inglesas se propuso al parlamento que prohibiese a los habitantes de Pensilvania fundir los minerales de hierro que esta provincia ofrecía en abundancia. Asimismo, era una máxima en este período de la historia que las colonias estuviesen herméticamente cerradas al resto del mundo. España aplicó a ultranza estos preceptos, comúnmente admitidos en aquel entonces, e incluso perseveró en ellos, sin modificarlos en absoluto o casi sin modificarlos, mientras que los demás mitigaron sus rigores. Casi todos los artículos manufacturados debían provenir de la madre patria. Sólo se permitía que el paterfamilias mandase fabricar en su casa los artículos usuales, necesarios para sus sirvientes. El acceso al país estaba prohibido 17


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para los extranjeros, y con mayor severidad aún en el caso de aquellos de quienes se temía que su conversación suscitase entre los habitantes algunas ideas de innovación. El barón de Humboldt requirió de una licencia real, que le fue expedida en Aranjuez, para que pudiese llevar a cabo en las colonias españolas esa gran exploración de las regiones equinocciales que resultó tan benéfica para la ciencia. Lucas Alamán, quien era de la mejor fe del mundo y quien, pese a una instrucción excepcional entre los mexicanos, continuaba imbuido de las viejas máximas de su antigua madre patria, lamenta en su extensa publicación sobre la Independencia de México que el barón de Humboldt haya podido recabar los materiales para su Ensayo político sobre la Nueva España —una obra notable, tanto por la sobriedad y moderación de sus reflexiones en torno a la organización de la sociedad hispanoamericana, como por la profusión de los datos científicos. Según él, este hermoso libro contribuyó a provocar el movimiento de Independencia en México, al infundir en los mexicanos “un concepto extremadamente exajerado de la riqueza de su pátria” —concepto responsable, en su opinión, de que los mexicanos “se figurar[a]n que esta, siendo independiente, vendría á ser la nacion mas poderosa del universo”. El comercio, incluso con la metrópoli y las posesiones españolas, sólo estaba permitido a través de dos puertos: el de la Vera Cruz para España, y el de Acapulco para Filipinas, a través del cual se comerciaba con China. En toda España, sólo dos ciudades podían comerciar con México: Cádiz y Sevilla. Los negociantes de estas dos ciudades gozaban de un amplio margen de acción con respecto a esta gran colonia. Cada tres o cuatro años, y no con mayor frecuencia, desde el puerto de Cádiz cierto número de galeones cargados de mercancías destinadas a México se hacían a la mar conjuntamente, bajo el nombre de la “flota”. Todo lo que llevaban estaba vendido de antemano a ocho o diez casas de la Ciudad de México, las cuales ejercían así el monopolio. Al arribo de la flota de Cádiz se celebraba en Xalapa una gran feria, y el abastecimiento de un imperio se realizaba, dice el barón de Humboldt, como si se tratase de una plaza bloqueada. El contrabando no se limitaba, ni mucho menos, a corregir los efectos de este régimen tan restrictivo y se había visto facilitado en distintas épocas por el privilegio que bajo el nombre de “asiento” se había otorgado a Inglaterra de enviar cada año a Hispanoamérica un buque de 500 toneles cargado de esclavos. Se había cometido fraude no sólo en cuanto al número de buques, sino también a su cargamento. No fue sino hasta 1778 cuando se derribó esta acumulación de monopolios mediante una reforma que se 18


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extendía a toda la América española y cuyo honor le corresponde a Carlos III. Sin embargo, esta reforma que fue engalanada con el nombre pomposo de “libertad de comercio”, sólo consistía en permitir que varios puertos de España —catorce en total— traficasen directamente con las colonias del Nuevo Mundo a través de un número muy reducido de puertos designados expresamente por éstas. El extranjero permanecía excluido; sin embargo, los efectos del nuevo régimen comercial fueron considerables, como lo atestiguan todos los documentos. En cuanto al comercio con Asia vía Acapulco y Filipinas, éste se limitó hasta el final a un solo navío por año: el galeón, un navío de 1,500 toneles al mando del cual se encontraba un oficial de la real marina. El despotismo español se manifestaba a través de una multitud de reglamentos que llegaban directamente de Madrid, sin que los virreyes pudiesen modificarlos, puesto que se habían reducido poco a poco los poderes de estos altos dignatarios. Por parte del Consejo de Indias, al cual iban a parar en Madrid todos los asuntos de las colonias, estos reglamentos eran de buena intención; sin embargo, se elaboraban sin tener un conocimiento suficiente de las leyes y del pueblo al cual debían aplicarse y se planeaban con ese espíritu minucioso que tiene la imposible pretensión de preverlo todo y es la negación del libre albedrío. Contrarios en ello a la naturaleza humana, estos reglamentos redundaban en la ruina de las poblaciones para el bien de las cuales se había creído obrar. Varios volúmenes no bastarían para exponer los actos de mala administración, las restricciones funestas para el espíritu emprendedor, los controles entrecruzados, las decisiones arbitrarias, las lentitudes indefinidas, mediante las cuales se revelaba el régimen administrativo que practicaba España en el Nuevo Mundo. A todo esto cabría agregar las exacciones de una parte de los funcionarios. Los virreyes se enriquecían a través de la distribución arbitraria de azogue entre quienes explotaban las minas de plata; otros obtenían grandes fortunas gracias al contrabando, y muchos esquilmando a los indios. Incluso cuando se procedía exclusivamente con buenas y honestas intenciones, se encontraba la manera de llegar a medidas tiránicas mediante las cuales se sacrificaban algunos elementos de la prosperidad de las colonias; citaré algunos ejemplos tomados principalmente de Lucas Alamán, quien los confiesa sin ocultar su indulgencia por el extinto gobierno de la metrópoli, e incluso con la intención de usarlos para su rehabilitación. En el siglo xvii, cuando México estaba lejos de la riqueza a la cual ha llegado desde entonces y el propio Perú se encontraba atrasado con respecto 19


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a lo que más tarde llegaría a ser, existía un comercio relativamente importante entre los reinos de la Nueva España y del Perú. La provincia de Puebla fabricaba para el Perú gran cantidad de telas, especialmente de algodón.5 De la ciudad de Puebla a la de Cholula se erguían toda una serie de obrajes de este tipo. Se expuso en la corte de Madrid que al amparo de este comercio entre las dos colonias, los holandeses e ingleses se dedicaban al contrabando de telas procedentes de China, que introducían en el Perú declarando que eran de origen mexicano. Otro gobierno habría buscado y encontrado —lo cual no parece muy difícil— la manera directa de impedir el comercio ilegal de los ingleses y holandeses, ya que éste era considerado reprobable. El Consejo de Indias actuó de manera diferente. Para poner un alto al contrabando, limitó las expediciones de México al Perú a dos navíos, que no podían cargar telas por más de 200,000 ducados (600,000 francos). Más tarde se redujo la carga a telas de determinada calidad y finalmente, con el objeto de simplificar se prohibió del todo el tráfico entre ambas colonias. Por su parte, el Perú enviaba vinos a otras colonias españolas, en particular a la Capitanía General de Guatemala; es verdad que se había otorgado al Perú el favor de autorizar en ese país el cultivo de la vid y la vendimia, que en otras partes estaban prohibidos. Estos vinos eran codiciados por la población indígena. Se descubrió que era una bebida demasiado ardiente y que los indios la consumían en exceso, hasta el punto de embriagarse. En beneficio de los indios los vinos del Perú fueron prohibidos en la Capitanía General de Guatemala. Como lo hemos dicho, se habían construido obrajes de paños en algunas de las colonias, particularmente en México, porque en este país había mayor abundancia de brazos; sin embargo, la idea de proteger a los indios se interpuso. Se expusieron los abusos que los dueños de estas industrias se permitirían o podrían permitirse hacia la población indígena que trabajaba o trabajaría en estos obrajes. En consecuencia, el Consejo de Indias obstaculizó su establecimiento mediante una serie de leyes. Se otorgó a la autoridad local el poder de cerrarlas cuando creyese tener motivos suficientes para ello, en beneficio de los indios. En tal caso, los virreyes y las audiencias estaban autorizados a mandar demoler la fábrica y condenar a los fabricantes a sufrir una pena. Se concibe fácilmente que en semejantes condiciones los hombres laboriosos debieron haber mostrado poca inclinación a construir fábricas. 5

En México, el algodón es una planta autóctona.

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Sin querer pensar mal del prójimo podemos suponer que cuando elaboraba tales leyes, al Consejo de Indias no le era totalmente ajena la preocupación de poder contar con un mercado donde pudiese vender los vinos o las telas peninsulares y que para varios de sus miembros el interés de los indios no constituía sino un simple pretexto. Sin embargo, existe un hecho que pareciera apoyar la negativa de Lucas Alamán a aceptar tal apreciación. En su opinión, el principal, el único móvil de estas medidas restrictivas —o para decirlo con mayor franqueza: despóticas— era el sentimiento de benevolencia que se experimentaba hacia los indios, tal como lo mencionaban los documentos oficiales. Como prueba de ello señala la prohibición de otro cultivo que cita, y que fue prohibido en Guatemala alegando la salud de los indios que lo usaban para elaborar un licor embriagante. Es imposible, dice Alamán, que esta prohibición tuviese que ver con el sistema proteccionista, puesto que el cultivo en cuestión no se practicaba en España; aun si estos obstáculos y prohibiciones emanaban, como se afirma, de un pensamiento humanitario, no dejaban de participar de esa política que prohíbe el uso con el fin de prevenir el abuso, una política que es la negación de la libertad y se opone al avance de la razón y del progreso. Por consiguiente, no se advierte lo que puede ganar el renombre del antiguo gobierno español con esta interpretación de sus apologistas. Al contrario, esto redunda en su condena y explica las revoluciones en medio de las cuales este gobierno se derrumbó, no sólo en América, sino también en la Península.6 El bello ideal de este género es el proyecto que con entusiasmo habían abrazado un buen número de personas, pero ante la realización del cual se retrocedió: la prohibición del cultivo del plátano en Hispanoamérica, con el supuesto fin de volver más laboriosos a los indios de las regiones cálidas. Los defensores de esta idea, que refiere el barón de Humboldt, razonaban más o menos en los términos siguientes: el pláta6 Quizá quepa observar aquí que, en el momento presente, el régimen de las colonias francesas sigue adoleciendo de ese mismo vicio que acabamos de reprochar al gobierno español. El comercio de una colonia a otra sigue prohibido o sujeto a tantas formalidades y restricciones, que éstas equivalen a la prohibición. A raíz del tratado de comercio con Inglaterra, el sistema de economía política liberal que por fin prevalecía en Francia, se ha aplicado a las colonias, en el sentido de que éstas se han abierto al comercio extranjero, como ha quedado consagrado por la ley del 3 de julio de 1861; sin embargo, nada ha cambiado en la legislación que rige el comercio intercolonial. Es probable que no tarden en adoptarse disposiciones liberales a este respecto.

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no es un cultivo que alimenta al hombre con la mayor facilidad; por lo tanto, promueve entre los indios los hábitos de pereza; por lo tanto, es una calamidad; por lo tanto debe extirparse. Para suerte de las poblaciones, este proyecto que apuntaba abiertamente a dificultar con premeditación las condiciones de la alimentación pública, tenía la desventaja de ser impracticable. Tan sólo para México, veinte o treinta mil empleados hubiesen sido apenas suficientes para vigilar los cultivos y erradicar la planta enemiga, en los escarpados valles que, a lo largo de todo el país, recortan el doble plano inclinado que, como lo mencionaremos más adelante, se sitúa entre el inmenso altiplano que constituye el interior y el litoral de los dos océanos que bañan el país. Hubiese sido un ejército cuyo sueldo habría arruinado las finanzas. Si bien el sistema de reglamentación a ultranza fue descartado en este asunto, tomaba su revancha en otros ámbitos. Otro ejemplo que demuestra claramente en cuáles contradicciones e imposibilidades se incurre cuando se pretende acumular reglamento sobre reglamento, nos lo proporciona la memoria del obispo de Michoacán. Con el objeto de beneficiar supuestamente a los indios, se les mantenía encerrados en pueblos a los cuales no tenían acceso los europeos. Confinados en un espacio reducido (alrededor de medio kilómetro de radio), los naturales carecen, por así decirlo, de toda propiedad individual, según afirma este venerable prelado; están obligados a cultivar los bienes de comunidad. El producto de estos bienes concejiles había sido puesto en arrendamiento por los intendentes, quienes creían actuar así en su beneficio. Los ingresos que se obtenían se depositaban en las cajas reales, supuestamente a favor de cada pueblo; pero cuando se trataba de disponer de estos fondos, había que enfrentar obstáculos insalvables: numerosos reglamentos, un sinfín de formalidades y no poca mala voluntad. Para empezar, había un reglamento que prohibía a los intendentes disponer por su propia autoridad de estos fondos en favor de los pueblos, una vez que habían sido depositados en las cajas reales; para ello era preciso contar con un permiso especial de la Junta superior de la Real Hacienda de México. Esta Junta solicitaba memorias a distintos funcionarios; se demoraba años en acumular actas y constituir expedientes; los indios, cansados, desistían de su reclamación. Este dinero de los pueblos había llegado a considerarse como si no tuviese destino determinado, hasta tal grado que durante la visita del barón de Humboldt a la Nueva España el intendente de Valladolid envió a Madrid cerca de un millón de francos, 22


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que se habían llegado a reunir desde hacía dos años. ¡Se dijo al rey que se trataba de un don gratuito y patriótico que los indios de Michoacán se complacían en ofrecer al soberano para ayudarlo a continuar la guerra contra Inglaterra!

III Durante mucho tiempo los criollos, o población blanca nativa de México, parecían haberse resignado a la total inacción en materia de gobierno y administración de su patria: se trataba de uno de esos bienes que no se reivindican, porque no se sabe que existen. A los criollos se les consideraba como ajenos al resto del mundo; ante sus ojos sólo se presentaban libros aprobados por la Inquisición. Además, la vida no dejaba de depararles algunos motivos de regocijo; se enriquecían gracias a la explotación de las minas o de la tierra, la cual no era de menor provecho; se entregaban a placeres simples. No se escatimaban esfuerzos para complacerlos, satisfaciendo con oropeles una de las pasiones que mayor espacio ocupan en el corazón del hombre: la vanidad. Se otorgaban títulos de nobleza a algunos de ellos que habían acumulado una gran fortuna. Con mucha mayor prodigalidad aún se atribuía otra distinción que era lucrativa para la Real Hacienda o la caja particular del virrey, a saber, títulos de oficiales de milicia que los enriquecidos se consideraban afortunados de poder pagar caro. El extranjero que por ventura había sido autorizado a recorrer la América española, se sorprendía al ver en las pequeñas ciudades a todos los negociantes transformados en coroneles, capitanes o sargentos mayores, y al encontrar en ocasiones a estos oficiales de milicias con gran uniforme y condecorados con la real orden de Carlos III, sentados gravemente en sus tiendas y pesando con semejante atavío el azúcar, el café o la vainilla: “mezcla singular —dice el barón de Humboldt— de vanidad y de sencillez de costumbres”. En su cándida ignorancia la mayor parte de los criollos se imaginaban que el mundo entero giraba dentro del círculo al cual se limitaba su horizonte. Sin embargo, la independencia de las colonias continentales de Inglaterra sacó de su somnolencia a las mentes más brillantes. Este magno acontecimiento, que ocurrió a las puertas del país y cuya resonancia golpeó los oídos distraídos de los criollos mexicanos, los llenó de asombro y abrió a su imaginación perspectivas que ésta aún desconocía. Más tarde, la 23


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creciente prosperidad de Estados Unidos y el papel que este país empezaba a jugar en el mundo, les dieron más de qué pensar. Buscaron libros europeos, y como no les faltaba el dinero los consiguieron, pese a la vigilancia de los inquisidores, y los devoraron furtivamente, asimilando tanto lo bueno como lo malo. La revolución que transformó las colonias continentales de Inglaterra en América y las convirtió en la República de Estados Unidos, no fue la única que contribuyó al despertar de los mexicanos y los hizo inclinarse por las innovaciones políticas. Tanto en México como en otros países, la Revolución francesa de 1789, que estalló como el trueno, sembró gran conmoción entre las clases que habían recibido alguna instrucción. De esta manera, los criollos mexicanos fueron adquiriendo una noción más certera de sus derechos. Una agitación misteriosa se estaba propagando. ¿Cómo recibieron las autoridades españolas de América esta nueva disposición de las mentes? Respondieron con esas medidas coercitivas que los gobiernos presos de vértigo consideran como una panacea. Los virreyes y gobernadores de algunas provincias —dice el barón de Humboldt— creyeron ver el germen de la revolución en todas las asociaciones cuyo objeto era la propagación de las luces. Se prohibieron las imprentas en algunas poblaciones de cuarenta a cincuenta mil habitantes; se consideraron como sospechosos de ideas revolucionarias muchos ciudadanos que, retirados al campo, leían en secreto las obras de Montesquieu, Robertson o Rousseau. Cuando estalló la guerra entre España y Francia, fueron recluídos en calabozos varios infelices franceses establecidos en México desde hacía veinte o treinta años. Uno de ellos, temiendo ver renovado en su persona el bárbaro espectáculo de un auto de fe, se quitó la vida en la cárcel de la Inquisición, y su cuerpo fué quemado en la plaza del quemadero. En la misma época, el gobierno creyó descubrir una conspiración en Santa Fe, capital del reino de la Nueva Granada; mandó encarcelar a varios individuos porque se habían proporcionado algunos diarios franceses por medio del comercio con la isla de Santo Domingo; y se puso en el tormento a jóvenes de diez y seis años para arrancarles secretos de que no tenían la menor noticia.

Como se advierte, entre los miembros más ilustrados de la sociedad mexicana se estaba gestando una aspiración mal definida a un orden liberal de las cosas, cuando se supo que la autoridad real, de la cual emanaba 24


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todo poder en la Colonia y a la cual todo regresaba, había desaparecido súbitamente, como lo hizo Rómulo en la tormenta. Ante tales acontecimientos los nativos de España, quienes en todas partes marcaban la pauta, dictaban la ley y la moda, asumieron su papel al manifestar una calurosa y profunda devoción por la persona de Fernando VII y un sincero apego a la metrópoli. Los mexicanos siguieron este ejemplo por imitación y por política; pero de manera casi inmediata dieron al movimiento el rumbo que correspondía a sus propias necesidades. Fue el ayuntamiento de la Ciudad de México el que tomó la iniciativa. Éste era el resultado natural y directo de esa actividad de las mentes que se manifiesta, en particular, en las capitales donde se reúne espontáneamente la élite del país. En toda la Nueva España, la Ciudad de México era el punto en el cual las nuevas opiniones que desde 1789 se estaban gestando en Europa, contaban con el mayor número de simpatizantes, si bien nadie todavía osaba reconocerlas. La opulencia de cierto número de familias que explotaban las minas de plata de la Sierra o las vastas haciendas en las cuales se elaboraba el azúcar o la cochinilla, así como la riqueza a la cual habían accedido otras, más numerosas aún, favorecían estas ideas, ya fuese brindando a las personas inteligentes la oportunidad y los medios para instruirse, o bien infundiéndoles el afán de destacar a través de acciones destinadas a alentar las ciencias y las artes. Existe una fuerza irresistible que impele a todo aquel que sobresale por encima del nivel común, incluso por la riqueza, a rendir así homenaje a la civilización. Cuando se tuvo pleno conocimiento de los acontecimientos de la Península, en julio de 1808, el ayuntamiento de la Ciudad de México resolvió emprender una gestión solemne ante el virrey; se presentó en pleno, con sus carrozas y en traje de gala, para hacerle entrega de una resolución en la cual protestaba de su lealtad sin límites a la casa de los Borbones y se declaraba dispuesto a realizar los más grandes sacrificios para defenderla. Al mismo tiempo, constituyéndose en el órgano de la Nueva España, solicitaba la convocatoria de una asamblea nacional integrada por delegados de las distintas provincias. Esta manifestación por parte del ayuntamiento de la Ciudad de México causó inmensa sensación en todo el país. Lejos de rechazar la propuesta, el virrey don José Iturrigaray la acogió con beneplácito y la transmitió a la audiencia de la Ciudad de México para que ésta le diese su parecer. La audiencia —tribunal supremo de justicia— disponía de gran autoridad y, en ciertas circunstancias, del derecho de control sobre el virrey. Este alto dignatario tenía la obligación de consultarla en numerosos asuntos. La audiencia cons25


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tituía el órgano de base de lo que solía llamarse el “Real Acuerdo”, consejo a quien el virrey debía consultar en los asuntos importantes. Desafortunadamente, la audiencia no sólo estaba integrada exclusivamente por nativos de España, sino que además se habían tomado precauciones para que encarnase el espíritu de dominación de la madre patria en todo su rigor. Así, sus miembros tenían prohibido contraer matrimonio en México, para que no pudiesen tener intereses distintos a los de la Península. La idea de una junta nacional, elegida por los habitantes o los concejos municipales en los cuales los criollos eran mayoría, hería los prejuicios y el orgullo de los residentes españoles que se consideraban los amos del país, sin compartir el poder ni siquiera con los descendientes de la raza española que habían nacido en México. Ante la notica de que, en las circunstancias extraordinarias que se estaban viviendo, el virrey Iturrigaray se había mostrado favorable a ese arreglo que otorgaría a los criollos derechos políticos iguales a los que tenían los españoles, éstos fueron presa de indignación, como si se hubiesen trastocado las leyes divinas y humanas. Se veían perdidos en medio de una masa quince o veinte veces igual a la suya, porque eran quizá unos cincuenta mil, setenta mil cuando mucho, y los criollos eran fácilmente un millón. Si por desgracia se llegase a introducir el sistema electivo y representativo, ¿no tendría esto como consecuencia que pronto se otorgasen derechos políticos a las castas declaradas hasta entonces innobles, e incluso a los indios, a quienes el lenguaje común negaba hasta el atributo de la razón?7 La audiencia condenó esta idea de la manera más enérgica, combatió duramente la propuesta del ayuntamiento de la Ciudad de México; éste se mantuvo firme y el virrey se mostró decidido a darle la razón. En estas condiciones, la facción española concibió un proyecto que no podía sino debilitar el respeto que hasta entonces jamás se había dejado de manifestar hacia los poderes emanados de la Península. Bajo la dirección aparente de don Gabriel Yermo, rico español propietario de un ingenio azucarero en los alrededores de Cuernavaca —aunque probablemente bajo la inspiración de la audiencia, entre los miembros de la cual destacaban por su vehemencia dos magistrados, por lo demás eminentes, los oidores Aguirre y Bataller—, los notables españoles urdieron contra el virrey una conspiración que tuvo éxito, debido a El término “gente de razón” solía usarse en México para referirse a los blancos y, cuando mucho, a los mestizos; excluía a los indios y se usaba como sinónimo de blanco, ya fuese puro o mezclado, por oposición al nombre de “indio”. 7

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que Iturrigaray no tuvo suficiente firmeza y clarividencia, por lo menos en esta circunstancia. Era tan grande el número de conjurados, que el virrey debería haber descubierto diez veces el complot, si se hubiese tomado la molestia de vigilar a los descontentos, y contaba con tropas en número más que suficiente para intimidarlos, sobre todo con la ayuda del ayuntamiento y de los criollos. Una noche, después de haber engañado a la guardia del palacio, unos trescientos conjurados lo arrestaron en su cama. Junto con sus dos hijos mayores lo encarcelaron en las prisiones de la Inquisición, haciendo circular un pretexto de herejía que no engañó a nadie. Su esposa y sus demás hijos fueron confinados en un convento. Para ocupar su cargo, la audiencia convocó a un oscuro militar que, por orden de grado y antigüedad, era el primero entre los oficiales españoles; sin embargo, después de algunos meses tuvo que ser sustituido por el arzobispo de la Ciudad de México, quien más tarde debió ceder a su vez el sitio a la audiencia; ésta gobernó hasta que la regencia española envió a un virrey. Tan pronto como se destituyó al virrey Iturrigaray, se encarceló a varios de los más influyentes mexicanos, quienes pertenecían al ayuntamiento de la Ciudad de México o se habían pronunciado en el mismo sentido. Algunos fueron exiliados a Filipinas, otros encarcelados en San Juan de Ulúa, fortaleza de la Vera Cruz considerada inexpugnable. Algunos incluso fueron enviados a España para ser sometidos a juicio. La audiencia ordenó a los españoles que formasen juntas de salud pública y se organizasen para constituir tropas armadas, las cuales recibieron el extraño nombre de “tropas patrióticas”. De esta manera, la audiencia se preciaba de sofocar el ímpetu que había llevado a los mexicanos a creer que tenían existencia propia. Como único resultado posible de tanta violencia y presunción, se demostró a los mexicanos que entre ellos y los españoles mediaba un abismo. El lenguaje que usaban los cabecillas de la audiencia y de los peninsulares, no era el más adecuado para apaciguar el descontento de los mexicanos; el oidor Bataller solía decir que hasta tanto quedase en la Península un zapatero de Castilla o una mula de la Mancha, a ellos les pertenecería el gobierno de América. El ayuntamiento de la Ciudad de México había pretendido levantar una petición a favor del virrey destituido; la audiencia le respondió secamente que su poder se limitaba a mantener a raya a los léperos de la capital.

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Índice

Presentación C. Rafael Moreno Valle Rosas Gobernador Constitucional del Estado de Puebla Selección Jean Meyer. Prefacio Nota del editor

VII

IX XXIII

Michel Chevalier y la invención de la América “latina” Jean Meyer

3

I. La guerra de independencia y las revoluciones mexicanas

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I II III IV V VI VII

10 17 23 28 38 42 53

II. Acerca de los recursos y del futuro del país, motivos y probabilidadesde éxito de la expedición I. El clima de México y los cultivos propios del país II. De la riqueza mineral 137

61 61 72


III. Situación geográfica IV. La población V. Del éxito de la expedición VI. Acerca de los motivos políticos susceptibles de justificar la expedición

78 83 88 94

La expedición a México Edgar Quinet

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El heraldo de la ruina napoleónica Jean Meyer

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I. Los pretextos II. El 2 de Diciembre en América. Plan de la empresa III. Continuación. Nuevos principios del ´89 IV. Las repúblicas españolas. Una monarquía austro-bonapartista V. La raza latina VI. América del Norte. La monarquía bonapartista y los Estados Unidos VII. Verdaderas causas de la empresa. La falsa democracia no puede sufrir la democracia verdadera VIII. Ejecución del plan. Primera ilusión IX. Segunda ilusión X. Los resultados. Que América no quiere ser adiciembrada XI. El derecho. Las nacionalidades XII. Abuso de las grandes palabras. Un daño para Francia XIII. La expedición romana y la expedición mexicana. Conclusión

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115 116 117 119 120 121 122 125 126 128 131 133 134


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