FOUCAULT Y LA MASCLETÁ. CUATRO SUEÑOS
Las fiestas patronales son la verdadera heterotopía ibérica; un espacio anacrónico y castizo donde
tiene lugar una sociedad paralela sin leyes, cuyos
habitantes comparten un estado mental de histeria
desinhibido y caótico. Los
sombreros de paja de Habana Club y las cabezas de gambas que alfombran el suelo adornan el escenario en el que solo los individuos más adaptados podrán sobrevivir. En una completa anarquía sin clases sociales ni autoridad, las berenjenas de Almagro y el marisco ultracongelado suponen la base de la pirámide nutricional. Hasta las reglas que rigen las relaciones paterno-filiales parecen desvanecerse: los jóvenes saludan a sus padres tratando de disimular sus mandíbulas agitadas por el speed mientras estos fingen no saber nada acelerando el ritmo del pasodoble. Cuando las luces de neón se apaguen, aquellos que salieron victoriosos del magreo en la Cazuela Loca y resistieron al explosivo coctail de Miguelitos, sidra y chori-pan, lograrán la perpetuación de la especie, rememorando la gloriosa noche en la que perdieron la virginidad en un bancal en las fiestas del pueblo, augurio de su futuro éxito. Mi capacidad de adaptación es durante esos días completamente nula. Ya desde pequeña apenas podía montar en las atracciones de feria sin temer por mi vida y me horrorizaban los siniestros robots baturros de los puestos de vino dulce. Era predecible que todo acabaría mal cuando me perdí entre la multitud en las Fallas de Valencia. Al principio no le di demasiada importancia, observaba el aspecto rancio tan inimitable
de las calles del centro de la ciudad
pensando que por una vez
simplemente podía dejarme llevar. Caminé sin rumbo hasta que me di cuenta de que una verja altísima impedía mi paso. Empecé a dar vueltas, desesperada como un animal enjaulado. Estaba encerrada en el recinto de la mascletá, y el espectáculo pirotécnico se iba a iniciar en pocos segundos. Acepté resignada el más ridículo de los finales, que siempre imaginé que sería causado por un accidente doméstico o por la ira de un psicópata despechado, hasta que de la nada apareció mi salvador y me tendió su mano, sacándome de aquel lugar donde la pólvora ya empezaba a tronar.
Nos creíamos que el sexo, el dolor y los libros acumulados en nuestras estanterías lograrían sepultar nuestra niñez, pero no es verdad. Nuestros padres y abuelos eran desde pequeños
viejos con rodillas despellejadas y rostros severos,
acostumbrados a los golpes, a la desconfianza, atemorizados por el pecado y no por la hipotética indiferencia de Papa Noel. Nosotros, en cambio, viviremos para siempre en Nunca Jamás, imaginando la vida como una caja de Lego de opciones
infinitas
mientras posponemos la idea de tomar parte en ella para el día siguiente, cuando estaremos por fin preparados y seguros de lo que tenemos que hacer. Yo, por mi parte, sigo siendo la misma chiquilla tímida de pelo corto que mordisqueaba los pies de la Barbie en secreto aunque haya cambiado el chándal por los vestidos vintage. La adultez aún me es ajena. Se que a veces está ahí porque como verduras sin rechistar, delego mi responsabilidad con la democracia al votar cada cuatro años y hago como si entendiera los entresijos de las relaciones, pero en la práctica todo es muy distinto: soy como vosotros, un fruto que cayó del árbol antes de madurar. Si viviera mi abuela Rosario consideraría mis pechos pequeños y estrecha cintura como la antítesis de la maternidad y no le faltaría razón. Esta mañana, después de un embarazo fugaz, he dado a luz a un nenuco postmoderno: un precioso bebé del que solo me preocupa peinarle su larga melena rubio platino hasta los pies.
Cientos de estudios y publicaciones analizan la angustia de los hijos de matrimonios fracasados. Sin embargo, poco se ha hablado de la ansiedad de aquellos que hemos sido criados en hogares felices. Aferrados a una burbuja de relaciones perfectas, hemos conservado al crecer una ridícula ingenuidad,
desacostumbrados
tanto al conflicto como a las decepciones que surgirían inevitablemente en nuestra ficticia vida adulta. No solo no tenemos a nadie a quien culpar de nuestros problemas sino que, para mayor frustración, la prueba de la existencia del amor eterno duerme en la habitación de al lado. Así, mis preocupaciones parecían simples minucias del Primer Mundo hasta que me confesaron que era adoptada y que mi verdadera madre era
una
señora
conquense
a
la
que
debía
visitar
urgentemente.
No había vuelto a Cuenca desde aquella fatídica excursión de 3º de EGB en la que mientras recorría la Ciudad Encantada sufriendo los desaires de mi amiga Alba, mi familia adoptiva enterraba a mi abuelo Rafa sin que yo supiera nada. Este amargo recuerdo hace tiempo que quedó muy atrás, ahora imaginaba esa ciudad como uno de esos posibles paisajes de mi futuro, donde podría dar largos paseos por el río crujiendo la juma con mis pasos y vestir jerseys con aroma a sagato. Además, siempre quise vivir en una casa antigua, en la que antes habitaran señores ceñudos vestidos con
sayos,
y
rodearme
de
paredes
rugosas
y
olor
a
invierno.
Cuando llegué a Cuenca, todo parecía haberse mantenido inalterable desde hace 30 o 40 años. Las botellas
de coca-cola aún conservaban esa forma poco
aerodinámica de los ochenta y el R12 representaba la última novedad automovilística. Caminé durante horas, acostumbrándome a la perspectiva de mi nueva identidad
conquense hasta que dí con la casa de mi madre. Llamé al timbre y tras la típica cortina anti-moscas de bolitas de madera apareció una señora de unos cuarenta y tantos años con el pelo ensortijado y un poco de sobrepeso, a la que debía la vida y la mitad de mis genes. Sin mucha efusividad, me abrió la puerta a su particular paraíso almodovariano. Allí había vivido desde que me abandonó, acompañada por su mejor amigo, una “drag queen” que bien podría ser la Divine manchega, llenando mi ausencia con tapetes de ganchillo y figuritas de porcelana, hasta que llegado a un punto, entendió que la maternidad impuesta hubiera sido una mala idea y se dio cuenta de que no me necesitaba.
Aquel día nadie del partido conocía el paradero del ministro Gallardón. Los miembros de la ejecutiva, bajo un acuerdo tácito, evitan hacerse entre ellos cualquier pregunta sobre sus vidas íntimas. Al fin y al cabo, demostrar una intachable moral católica de cara a la galería exige un constante ejercicio de discreción para mantener bien escondidos debajo de la cama los vicios y los amantes, una extenuante doble vida
que
bien
merecía
un
sobresueldo.
Ni sus más cercanos asesores sabían que estaba en Albacete, comprando litronas de cerveza en una tienda de comestibles del barrio de Franciscanos. Cuando lo vi, no pude entender como podía pasar desapercibido: vestía uno de esos trajes de chaqueta de tela brillante que suelen comprarse los jóvenes en Kalan Boy para ir de boda y cargaba con las bolsas tembloroso, consumido por la paranoia de ser reconocido en un barrio obrero. Abrió la puerta de su Mercedes y en un inusual arrebato de agilidad, logré meterme dentro y sentarme en el asiento del copiloto antes de que él pudiera hacer algo para evitarlo. Arrancó nervioso. Últimamente había sufrido extrañas experiencias de las que no le había hablado ni a María del Mar ni a su psiquiatra de la calle Serrano. Cuando se miraba en el espejo, sus cejas tomaban vida propia y bailaban joviales por su frente. Por las noches apenas descansaba, le torturaba la imagen de un feto con el rostro de Fraga Iribarne que le dedicaba una tremenda mirada de decepción. Como consecuencia, pasaba los días agitado y confuso: daba órdenes erráticas, y temía que tarde o temprano acabaría mandando a los de la AVT a los juzgados de Plaza Castilla y participando en un escarche feminista en su propia casa. Era tal su estado de nerviosismo, que apenas podía distinguir si yo era
real
o
un
producto
de
su
imaginación.
Recorrimos la calle Antonio Machado a gran velocidad. Hubiera sido heroico que le apartara del volante para estampáramos contra un muro, pero la valentía nunca fue
una de mis virtudes. En su lugar, me decanté por iniciar una conversación incómoda: -Oye, ¿tú eres gay? - ¡¿Cómo?! Esa pregunta es repugnante, pornográfica...Y además, ¿a ti que más te da si fuera gay? ¿Acaso es obligatorio hacerlo público? Sin dejarme contestar, frenó bruscamente y me bajé del coche. Me sentí realmente decepcionada conmigo misma. Había tenido la oportunidad de decirle a la cara todo lo que pensaba sobre él y el estado autoritario en el que vivimos y lo había desaprovechado haciéndole una estúpida pregunta sobre su vida personal. Sin duda, tendría material para martirizarme durante meses. Desilusionada, caminé errática durante horas por el barrio de Fátima hasta llegar al recinto ferial, donde me reencontré con el ministro. Estaba en los ejidos de la Feria, sentado en el suelo con unos chavales que se habían saltado las clases, enseñándoles a liar el porro más fino que había visto en mi vida. Me ofreció una calada y los muchachos me miraron burlones. Decidí ignorarles y continué andando unos metros, hasta que me encontré a Sharon Stone tirada debajo de un árbol. Llevaba ahí desde el 17 de septiembre, aún olía a mojitos y a berenjenas de Almagro. Traté de razonar con ella: una mujer de su inteligencia y atractivo no podía dejarse llevar así por la amargura de la resaca y el nihilismo de botellón. No hubo manera de hacerle entrar en razón, así que me senté junto a ella. Quizás todo estaba perdido.