XI Certamen de Ensayo Político

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PRIMER LUGAR


Sufragio efectivo, sí reelección legislativa consecutiva César Morales Oyarvide

Introducción Como sostiene el constitucionalista Miguel Carbonell, «La posibilidad de reelegir o no a los integrantes de los poderes públicos, es decir, la determinación de la temporalidad durante la que los funcionarios públicos electos por sufragio popular pueden permanecer en sus puestos, es una de las decisiones fundamentales de cualquier orden jurídicopolítico» (Carbonell, 2000: 105). Entendiendo a la reelección como «la repetición del mandato para el cual un representante popular es electo a un periodo posterior en el mismo cargo, no importando si esto se da de manera inmediata o discontinua» (IIL1, 2002: 6). Este ensayo defiende las bondades de la reelección legislativa consecutiva, abogando por la reforma de los artículos constitucionales 59 que prohibe la reelección inmediata para diputados federales y senadores, y 116 fracción II párrafo segundo que hace lo propio con los diputados locales2, para de este modo equipararnos a la mayoría de las democracias avanzadas del mundo, que la permiten. Se hablará de la reelección, un asunto especialmente controvertido en nuestro país, cuyo planteamiento fue considerado de mal gusto por mucho tiempo, debido sobre todo al temor en torno a la reelección presidencial (Carbonell, 2004: 276), y a las tensiones que se han suscitado entre los llamados principios revolucionarios no reelección del Ejecutivo primero, y de todo cargo público después y derechos ciudadanos el derecho del pueblo a elegir a los gobernantes (Anaya, 2004: 365). Pero me limitaré a tratar el tema de la reelección consecutiva de los legisladores mexicanos. Es decir, no se discutirá la reelección legislativa en general, que ya existe y se permite de forma indirecta, sino la reelección consecutiva y no discontinua, actualmente prohibida. Si bien hoy podemos discutir este tema con libertad y plenitud, tradicionalmente el debate había estado ausente o engañosamente mezclaba la reelección legislativa con la presidencial (Carbonell, 2004: 105). En el caso mexicano no diferenciar entre ambas ha tenido graves efec1  Instituto de investigaciones Legislativo del senado de la República 2  Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en www.diputados.gob. mx/LeyesBiblio/pdf/1.pdf


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tos para la discusión, pues la reelección presidencial tiene una historia muy particular, determinada por la experiencia de la dictadura de Porfirio Díaz y la frase de Madero «Sufragio efectivo, no reelección» lema de la lucha revolucionaria originalmente dirigido sólo al Ejecutivo, pero que los herederos de la Revolución en el PNR buscaron y lograron extender a todos los cargos públicos en 1933, quedando este uso posterior grabado en el imaginario popular y convirtiendo a la no reelección en un «tabú político» (Anaya, 2004: 368). Por ello es que en México se ha considerado que la reelección sin distinción está asociada con los regímenes dictatoriales, autoritarios y antidemocráticos. Como argumenta Anaya, una visión incompleta de nuestra historia ha producido que en la reflexión del tema se confundan las implicaciones concernientes a la reelección del poder ejecutivo con las del legislativo, y que sea desde las implicaciones autoritarias que acompañan a la primera donde se generen los criterios para juzgar la segunda (Anaya, 2004: 366). En la actualidad el debate sobre la conveniencia o no de la reelección legislativa consecutiva se desarrolla no sólo dentro del congreso y la academia, aunque ciertamente es una idea defendida por algunos políticos y, sobre todo, académicos que estiman que ello sería una mejora para el sistema político. Sin embargo, para el grueso de la población es una de las propuestas de reforma peor valoradas. Si vamos a la encuesta nacional de cultura política y prácticas ciudadanas, casi dos tercios 64% de los ciudadanos estarían en contra de la reelección inmediata de diputados federales, senadores, y diputados locales (ENCUP, 2008). Ante la contradicción de estar en un proceso de democratizacion en el que ya contamos con un sistema electoral moderno, ciudadanizado, y eficiente e intentamos un rediseño de nuestras instituciones para hacerlas concordar con la pluralidad del pais; y al mismo tiempo estar inmersos en una «crisis de la representación» (Gargarelle, 1995) en la que confluyen la escisión entre representantes y representados y una creciente desconfianza y desencanto de la ciudadanía hacia la clase política en definitiva, de ser una democracia joven pero ya con signos de agotamiento, defendemos la pertinencia de la reelección legislativa consecutiva como una medida necesaria para encontrar soluciones a los problemas políticos del país. El ensayo comienza revisando los hitos más importantes en la historia de la no reelección legislativa para demostrar que no es un principio secular de la política mexicana, a lo que le sigue una radiografía de las legislaturas entre 1934 y 1997 enfocándose en la no reelección legislativa inmediata y sus consecuencias negativas para la profesionalización y fortaleza del congreso. Después se entrará al debate con


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argumentos a favor y en contra de la reforma para terminar con unas breves conclusiones. Un poco de historia Los antecedentes jurídicos de la no reelección consecutiva para legisladores en México se remontan a la Constitución de Cádiz artículo 110, y al Decreto Constitucional sancionado en Apatzingán en 1814 artículo 57 (De Dios, 1999: 154-155). Sin embargo, la realidad es que en prácticamente todas las constituciones del país se habla directa o indirectamente de la reelección legislativa consecutiva, siendo estos dos casos anteriores una excepción (IIL, 2002: 8). De hecho, en la Constitución de 1917 originalmente no había obstáculos para la reelección de los legisladores aunque prohibía expresamente la del Ejecutivo, y la voz revolucionaria de Madero, «Sufragio efectivo, no reelección», se dirigió sólo al Poder Ejecutivo sin cuestionar el derecho a la reeleccion en el Poder Legislativo. En la historia de la no reelección legislativa relativa destacan dos años: 1933 y 1964. En 1933 el Congreso ratificó un conjunto de reformas a la Constitución de 1917 con las cuales se prohibía la reelección del presidente y los gobernadores, así como la reelección inmediata de diputados federales, senadores, legisladores estatales y presidentes municipales. Su objetivo fue eliminar la posibilidad de reelección de cualquier expresidente pensando en el fallido experimento de Obregón en 1928, y así reducir la inestabilidad latente en intentos de esta naturaleza (Weldon, 2003: 33) regresar en este punto al texto original de 1917. Sin embargo, negar la reelección para el periodo inmediato posterior a legisladores y ayuntamientos fue una novedad: ello no había sido siquiera contemplado en la convención de Querétaro de 1917. Weldon propone dos razones para explicar las reformas: en primer lugar contribuían a la centralización de poderes en torno a las dependencias federales de gobierno en manos del liderazgo del PNR, específicamente del «jefe máximo», Calles y posteriormente, a partir de Cárdenas, del presidente. En segundo lugar, aceleraban la centralización del poder a nivel nacional, como parte de un proyecto que pretendía debilitar a partidos y maquinarias políticas locales en beneficio del cen del pnr, partido oficial nacional (Weldon, 2003: 34) En el debate de las reformas, los argumentos en contra de las mismas enfatizaban que violaban un derecho ciudadano: el de votar y ser votado sin más condicion que la de ser ciudadano en pleno ejercicio de sus derechos (Anaya, 2004: 382-383). La respuesta llegó de voz del líder del cen del pnr, Pérez Treviño: «El derecho de los ciudadanos


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deberá posponerse frente al derecho de la multitud. Quemarermos dijo nuestros derechos en aras de nuestros principios» (Anaya, 2004: 383). El principio era el de Madero contra Díaz, es decir, una demanda revolucionaria originalmente muy acotada que para el liderazgo del pnr fue útil interpretar en sentido amplio. Irónicamente, las reformas constitucionales de 1933 ayudan a explicar el surgimiento del presidencialismo mexicano, como explica J. Weldon. Para este autor, el presidencialismo fue resultado del debilitamiento del legislativo que se logró por medio de una realineación de las preferencias de los diputados y senadores, provocada por las reformas. Una vez prohibida la reelección inmediata y obstaculizadas las carreras legislativas, los legisladores ya no tenían incentivos para atender a sus representados ni ser responsables ante los mismos. Y como eran los líderes del partido quienes, por medio del control de los procesos de nominación, determinaban el futuro político de los legisladores al terminar su mandato, los intereses de los congresistas se alinearon con los de los líderes del partido (Weldon, 2003: 40). Como resultado de las reformas pareció introducirse facilidad a la rotación, renovación e inclusión de futuros actores políticos en el Congreso, pero tambien se introdujo un desequilibrio importante en la relación entre el Poder Ejecutivo y Legislativo en México. Tras 1933, el tema de la reelección legislativa permaneció ausente del discurso político hasta 1964. A fines de ese año se discutió una enmienda al artículo 59 constitucional para permitir la reelección inmediata de los diputados federales propuesta por el PPS, liderado por Lombardo Toledano. La exposición de motivos se refirió a la necesidad de complementar la reforma de los diputados de partido de oposición de 1963 (Careaga, 2003: 64-66) con medidas tendientes a aumentar la profesionalización de los legisladores: volver, en fin, al texto original de la Constitución de 1917 en lo referente a la reelección de diputados. Por constituir la mayoría de ambas Cámaras, la posición del pri era decisiva para realizar o no la reforma. La cuestión fue que aparecerió una clara división entre las Cámaras (Anaya, 2004). La enmienda se aprobó por una amplia mayoría en la Cámara de Diputados, pero ocho meses después, en septiembre de 1965, al iniciar el siguiente periodo de sesiones, el Senado la rechazó unánimemente, sin discusión en el pleno, mostrando la cara conservadora del régimen. Aunque, para estudiosos del tema, la propuesta había muerto desde antes: desde la convención del pri de abril de 1965 (Careaga, 2003: 80) en la que, ya «con línea» posiblemente a causa de la decisión orientadora —en contra— de Díaz Ordaz, el líder del cen del pri, Carlos Madrazo, insta a votar en contra de la propuesta por considerarla poco adecuada.


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Se ha argumentado (Careaga, 2003: 93-97) que este resultado arroja luz sobre la mecánica del sistema político mexicano posrevolucionario que, debido a las reformas antireeleccionistas de 1933 y a la consolidación de un partido-cartel hegemónico, centraba su dinámica en la lógica de la sucesión presidencial. La intentona reeleccionista de 1964-65 fue un intento de cambiar las reglas del gran juego de la política mexicana. Siguiendo a Careaga (2003), creo que la reforma fracasó porque amenazaba con descentralizar el poder de nominación en el partido, y con ello hubiera representado un cambio definitivo en el equilibrio político, dislocándolo y con él posiblemente a la hegemonía priísta. Al final, la acción conjunta de diversos actores impidió que se cambiaran las reglas de acceso y ejercicio del poder, logrando la subsistencia del equilibrio político existente. El Congreso sin reeleccion: una radiografía (1934-1997) En un trabajo dedicado al estudio de las legislaturas mexicanas de 1934 a 1997, Campos definió la situación actual del legislador mexicano como una de «irresponsabilidad pública, de escasa experiencia y de amateurismo legislativo» (2003: 100), concluyendo que la experiencia de los legisladores mexicanos ha sido muy escasa y que la no reelección consecutiva ha imposibilitado cualquier tipo de profesionalización. Esta rigurosa investigación evidencia que, contrario a la creencia de que es posible conseguir profesionalización y experiencia legislativa con la reelección discontinua, por más de 60 años el Congreso ha estado integrado por amateurs, siendo sus implicaciones políticas de gran trascendencia ya que mientras no contemos con legisladores experimentados no se tendrá un poder legislativo fuerte y un verdadero equilibrio de poderes. Campos señala que, debido a los obstáculos a la reelección legislativa consecutiva para cada una de las legislaturas de 1934 a 1997, sólo un promedio de 14% de sus miembros ha contado con experiencia previa como diputado federal. En todas las legislaturas, la aplastante mayoría es de novatos. Con el añadido de que más de la mitad de los diputados que se reeligió, lo hizo por distritos distintos, lo que manifiesta que la prohibición de la reelección inmediata desincentiva el desarrollo de una relación de rendición de cuentas entre representante y representados. «De hecho nos dice pareciera incluso que existe un incentivo inverso: el individuo que ya fue diputado por un distrito y nunca dio la cara a sus representantes tiene incentivos para, de ser de nuevo candidato, serlo por otro distrito. Es decir, el sistema no solo desincentiva la responsabilidad, sino que premia la irresponsabilidad» (Campos, 2003: 117). En el caso del Senado, aunque las cifras demuestran que de las dos cámaras


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es la que ha acumulado más experiencia, los senadores tampoco se reeligen mucho. En promedio la mitad de las bancadas de cada legislatura ha sido antes diputado federal. El problema es que de ellos el 77.5% estuvo en la Cámara baja sólo una vez. Campos utiliza un argumento de Benito Nacif para explicar este hecho: que la reelección no sucesiva es baja porque es vista como signo de fracaso político, ya que el marco institucional de México crea incentivos para desarrollar ambición progresiva buscar siempre puestos más altos en vez de una ambición estática permanecer como legislador (Campos, 2003: 121). Esto explicaría también por qué tan pocos políticos que han sido legisladores federales vuelven a la legislatura local. Otra cuestión fundamental es saber cuánto tiempo dejan pasar los parlamentarios reelectos entre elecciones, dato importante pues la experiencia no sólo se adquiere por la permanencia sino también por la continuidad. De poco sirve la reelección en las cámaras si los pocos diputados que se reeligen lo hacen después de años, cuando los asuntos públicos han cambiado mucho. Nuestra autora señala que menos de la mitad de los legisladores reelectos lo fueron inmediatamente después de haber satisfecho la restricción constitucional un periodo. Todos los demás esperaron por lo menos uno más «un brinco», lo que quiere decir que en más de la mitad de los casos la acumulación de experiencia legislativa fue un proceso interrumpido por varios años. Los casos extremos de reelecciones que se dieron con entre 9 y 27 años de intermedio son casi del 39% del total, unos 150 diputados. Por último, frente a la argumentación de que pasar de una cámara a otra es una forma de ganar experiencia, la evidencia que se presenta señala que los casos de reelección consecutiva alterna no sólo son escasos 6% del total de congresistas, sino que la gran mayoría de ellos un 65% son individuos que se han electo dos veces, generalmente pasando de la cámara de diputados al senado y siendo novatos dos veces. Que esto dé lugar a una profesionalización profunda es bastante cuestionable. La conclusión de Campos, que suscribo, es clara: «mientras no haya reelección legislativa inmediata y carreras legislativas, la profesionalización, especialización y acumulación de experiencia de los legisladores será algo, si no imposible, sí muy difícil de obtener para la gran mayoría de los legisladores y México continuará teniendo un Congreso débil y poco profesional» (Campos, 2003: 151), en donde, agrego, los congresistas seguirán representando más a su partido que a sus votantes, con la consecuente lejanía entre poder público y ciudadanía.


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El debate actual: los argumentos en pugna Entramos ahora a sopesar los argumentos esgrimidos en torno a la reelección legislativa consecutiva, a favor y en contra de ella. A FAVOR 1. El primer argumento para defender la reelección legislativa sucesiva es que ésta posibilitará la existencia de carreras parlamentarias como una forma de profesionalizar y especializar la función legislativa. Sería una forma de capitalizar la experiencia acumulada y el aprendizaje (Acle, 2002), necesaria para resolver las grandes cuestiones nacionales, especialmente en el sistema presidencial (Reyes del Campillo, 2009: 37) (Valenzuela, 2004). Estas funciones serían: ejercer una mejor vigilancia sobre el gobierno, legislar con mayor conocimiento y supervisar eficazmente las consecuencias de la legislación vigente (Dworak, 2003: 232). Como bien apunta Campos, un elemento esencial para el desarrollo de la carrera parlamentaria es la continuidad. La no reelección sucesiva la interrumpe de varias maneras: Impide que los legisladores se dediquen de tiempo completo a legislar, porque tienen que ocuparse en concretar lo que harán una vez que termine su encargo; al reelegirse después de tres o seis años de haber dejado la cámara tienen que volver a empezar por actualizarse en los cambios que se han desarrollado tanto al interior como al exterior del ámbito legislativo; […] e incentiva la pereza porque gran parte de lo aprendido no puede capitalizarse (Campos, 2003: 98).

Ahora bien, la permanencia no es condición suficiente para que un legislador quiera especializarse. No hay garantía de que los representantes, de poder hacer una carrera, se vayan a especializar en alguna de las actividades del Congreso. Sin embargo, la noreeleccion garantiza que no lo harán. Tal como explica Dworak, sin reelección consecutiva, los legisladores que quieren iniciar una carrera parlamentaria dependen sólo de los partidos para continuar su vida política, pues ellos seleccionan los cargos. Dándose la posibilidad de reelección consecutiva de los congresistas, también los electores decidirán sobre su futuro. En consecuencia, el parlamentario recurriría a alguna estrategia que maximice sus posibilidades de seguir: la comunicación con sus votantes, y la especialización en comisiones que adquirirían una mayor relevancia serían dos importantes actividades que puede realizar para conseguir ese objetivo (Dworak, 2003: 233). Esta continuidad y


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especialización son más necesarias que nunca si se considera que actualmente la tarea legislativa se ha vuelto muy compleja. Hoy en día se multiplican las leyes especializadas y sumamente complicadas (Carbonell, 2000: 110), y para ello se necesitan «expertos trabajando» Lujambio dixit y no amateurs. 2. La cercanía y la rendición de cuentas. Uno de los mecanismos que garantizan el correcto funcionamiento de la democracia representativa como régimen político es la posibilidad de los ciudadanos de exigir cuentas a sus gobernantes. Esta rendición de cuentas o accountability subyace en la reelección, pues ésta tiene como uno de sus objetivos permitir al elector evaluar el desempeño de su representante mediante la posibilidad de reelegir y cultivar a los representantes capaces y responsables y sancionar, no reeligiéndolos, a los que no cumplen su papel. En cambio, como señalan diversos autores (Campos, 2003: 107), cuando la reelección no está permitida o está limitada, y el futuro político del legislador depende más del partido que del elector, se imposibilita este proceso de evaluación y se desincentiva el que los legisladores asuman la responsabilidad de sus acciones para con los ciudadanos, ya que se centrarán en mantener buenas relaciones con su partido. Paralelamente, esta rendición de cuentas obligaría a buscar un mayor contacto con los ciudadanos que votaron por ellos, pues su carrera política dependería más del apoyo popular que de las cúpulas de sus partidos (Acle, 2002). Así, al tener un contacto más firme y a largo plazo entre representantes y representados uno que vaya más allá de las campañas y elecciones, se mejoraría sustancialmente la democracia mexicana al renovar la vinculación entre la clase política y la ciudadanía (Dworak, 2004: 2). Finalmente, Poiré conecta esto con la información política y la transparencia, condiciones inherentes al buen funcionamiento de un sistema democrático: «la reelección inmediata genera un círculo virtuoso de la información política respecto a los gobernantes, activando la demanda ciudadana por la misma, y haciendo así atractiva la inversión en su generación para los propios actores políticos, y para los medios de comunicación» (Poiré, 2005). La no reelección, por el contrario, corta estos incentivos. Los escépticos, en cambio, creen que esto sería cierto con las autoridades locales, pero no con las federales, que «después de resolver sobre cientos de iniciativas podrían manipular y publicitar sólo las que les permitieran verse bien ante los ojos de la ciudadanía» (Reyes del Campillo, 2009: 37). 3. Un congreso comme il faut. Como corolario de los dos argumentos anteriores, sostengo que la reelección legislativa ayudaría a tener un Congreso «como debe ser». Como escribe Valenzuela: «en un


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sistema Presidencial el Poder legislativo tiene que ser fuerte, un foro viable para lograr acuerdos políticos entre partidos y entre éstos y el Ejecutivo. Para ello se requiere que los legisladores tengan peso político dentro de sus colectividades políticas, que ellos y no los dirigentes partidistas puedan jugar un papel importante en el diseño de las estrategias legislativas y políticas para conformar los compromisos necesarios para gobernar» (Valenzuela, 2004). En este sentido, la reelección de legisladores es fundamental. 4. La soberanía. El argumento más abstracto es uno que se utilizó ya en los debates históricos: el de la soberanía. La reelección junto a la posibilidad de revocación de mandato incrementa la soberanía y el poder de decisión del ciudadano, su derecho de poner y quitar gobernantes, es el verdadero sufragio efectivo. El problema ocurre cuando, como señala Saavedra Weise, con el argumento de que sea el pueblo quien decida, se opta por instrumentos plebiscitarios que buscan legitimar decisiones arbitraria (Saavedra, 2009) y la permanencia en el poder de un grupo. Quizá por ello es que este argumento por sí sólo no es el que se ha utilizado más en México para defender la reelección legislativa consecutiva. 5. El ahorro. Finalmente, una de las razones, sostiene Dworak, por las que gastamos cantidades exageradas de recursos en lo electoral es que cada tres años se tienen que promover miles de nuevos rostros para los cargos de elección popular. Al basarse las campañas en rostros la mayoría nuevos y promesas, y no en los resultados de gestiones pasadas, los recursos que se requieren son mayores que en el resto del mundo donde un legislador, al competir por su mismo puesto, es reconocido en su distrito (Dworak, 2005) Con la reelección legislativa consecutiva la inversión en medios requerida sería mucho menor. EN CONTRA 1. Se alega que, con el restablecimiento de las carreras legislativas, se reactivarían los cacicazgos locales, al poder ellos intervenir de manera más directa en la selección de candidatos y en las elecciones. Paralelamente se advierte que la reelección legislativa provocaría que los parlamentarios tiendan a permanecer demasiado tiempo en sus cargos, llevando al estancamiento de la clase legislativa (Reyes del Campillo, 2009: 37). Como sugiere Cornelius, después de siete décadas de gobierno presidencialista y centralizado, México se mueve hacia un sistema político en el


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que compiten activamente por el poder el centro y la periferia, esta última con mayores recursos financieros bajo su control, debido a la descentralización fiscal (Cornelius citado por Ortega, 2001: 24). Contrario a la opinión que ve a los diversos regímenes subnacionales como terrenos fértiles para lograr mayores avances democratizadores, Cornelius considera que bien pueden estar actuando como obstáculos a la conclusión de la transición democrática (2001: 242). Ligamos esto con el concepto de Edward Gibson de «autoritarismos subnacionales» en un contexto de democratización. Para él, un hecho importante pero poco resaltado de la «tercera ola» de transiciones a la democracia fue que con la democratización nacional llegaba la consolidación de autoritarismos subnacionales (Gibson, 2006: 219). El debilitamiento del poder autoritario durante las transiciones estuvo frecuentemente acompañado por un cambio en el equilibrio de poder entre el centro y la periferia. En el caso de México la reducción del poder central en la política nacional produjo tendencias democratizantes en muchos estados, pero también liberó a caciques locales en otros, que pudieron hacer uso de las redes clientelares locales, de los recursos económicos y de maquinarias políticas para consolidar proyectos autoritarios provinciales (Gibson, 2006: 220-221). Pese a esto, concuerdo con Dworak cuando considera el escenario augurado por este argumento poco probable, debido a la naturaleza del sistema electoral, la pluralidad y competitividad de nuestros partidos. Los caciques son propios de sociedades no plurales, donde no existe competencia por el poder (Dworak, 2003: 250-251). Cierto, existirán, de restablecerse la reelección, distritos donde los caciques podrían predominar pero su porcentaje es bajo y la competencia electoral desgastaría paulatinamente su influencia. Por otro lado, es exagerado suponer que de estos grupos locales controlarían a todos los legisladores (Dworak, 2003: 252). Se argumenta que al restablecerse las carreras legislativas se fomentará un mayor personalismo que genere regionalismo, corrupción, y fin de la disciplina en las bancadas. El legislador profesional tenderá a defender intereses locales o sectoriales sobre los del partido, dejando este último de existir prácticamente como actor parlamentario (Reyes del Campillo, 2009: 37). Sin embargo, nuestro sistema electoral desincentiva casi del todo las actitudes personalistas o particularistas de los legisladores frente a los partidos: sólo los partidos pueden postular candidatos a cargos de elección popular (Dworak, 2003: 255 y 266-267). De restablecerse la reelección, la cohesión ciertamente disminuiría,


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aunque no hay incentivos institucionales para que descienda a niveles inmanejables. Hay que pensar que la conducta parlamentaria no se presenta en extremos de disciplina e indisciplina, sino en algún punto intermedio (Dworak, 2003: 268). En cuanto a la corrupción, se argumenta que, ya que los políticos son corruptos, sin duda los legisladores reelectos estarían más expuestos a los poderes fácticos y terminarían siendo sus rehenes (Reyes del Campillo, 2009: 37). Sin embargo, esto es algo que puede ocurrir haya o no reelección. Usarlo como argumento en contra de la reelección sólo es una forma de azuzar miedos. 3. Un principio fundamental ¿O un mito político?. Hay quienes consideran a la noreelección un principio que constituye la base fundamental del sistema político mexicano, derivándose de él la estabilidad política que el país ha disfrutado y que por ello no debe ser cambiado. Así, el análisis de: De Dios Calles de las obras de constitucionalistas posrevolucionarios concluye que la doctrina mexicana es en esencia antireleccionista (De Dios Calles, 1999: 152). Se alega, en fin, que dicho principio está arraigado en el ethos del pueblo mexicano. Se ha impuesto la idea de que la no reelección para los cargos públicos es un logro que viene de la revolución mexicana, sin saber que, como hemos visto, Madero dirigió la frase «sufragio efectivo…» sólo contra la reelección del presidente Díaz, y que la Constitución de 1917 en su redacción original permitió la reelección indefinida de los legisladores federales y locales. Como señala Anaya, años de falta de argumentación y de discursos viscerales antirreeleccionistas, crearon un verdadero tabú político (2004: 368), elevando a principio lo que sólo fue una respuesta concreta a una coyuntura histórica. Un mito político carente de verdad. 4. La resistencia popular. Paradójicamente, la popularidad de nuestros representantes populares es muy baja (Acle, 2002). De ahí que la propuesta de que puedan ser reelectos consecutivamente despierte recelos en la ciudadanía, cuando no abiertas resistencias. Años de un solo partido en el poder crearon la imagen de un legislador perezoso e irresponsable. Un parlamentario preocupado sólo por cumplir con aprobar las iniciativas del presidente en turno para hacer constar su lealtad, con la esperanza de ser eventualmente premiado con un puesto. Y que, en no pocos casos, aprovechaba su investidura para el enriquecimiento y beneficio personal. Esto hace que en el imaginario colectivo el papel fundamental de los legisladores esté degradado. Sin embargo, la impopularidad de la medida es un argumento para no impulsar la reelección legisla-


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tiva sólo para quien considere el triunfo electoral inmediato una prioridad frente el avance democrático a largo plazo. Para contrarrestar este rechazo, advierte un connotado jurista, hará falta una ardua labor de pedagogía política por parte de quienes defienden las ventajas de la reelección consecutiva (Carbonell, 2000: 113). 5. El timing. Quizá el argumento más sensato en contra haya sido uno esgrimido en 1964: el carácter prematuro de la medida, la falta de tino para elegir el tiempo de la propuesta. Se dijo que el atraso político del país y la falta de competitividad de las elecciones hacían dudar de la deseabilidad de la reforma (Careaga, 2003: 75). Si bien antaño fue una crítica certera, hoy, que contamos con un sistema de partidos competitivo, parece que la reelección legislativa es una medida acorde a nuestro desarrollo democrático. Recordemos que mientras que «la reelección en un régimen autoritario significa la momificación de la clase política, en uno transicional o de democracia emergente, puede ayudar significativamente a la autonomía del poder legislativo y al mejoramiento de la representación política», como señala Carbonell (2000: 276). Los obstáculos que impedían que la reelección funcionase normalmente comienzan a superarse, y ésta bien podría ser una realidad. Conclusiones El objetivo de este ensayo ha sido por medio del repaso histórico, la radiografía de las legislaturas mexicanas del siglo xx y el balance entre argumentos a favor y en contra, destacar la importancia que para el funcionamiento de las instituciones democráticas tiene la posibilidad de reelección consecutiva de los legisladores. Considero que la reciente normalizacion de la vida democrática mexicana da la oportunidad de proponer temas tradicionalmente prohibidos, modificar reglas otrora consideradas intocables. Desde esa perspectiva, creo, con Anaya, que la sociedad mexicana ha madurado lo suficiente para debatir el tema de la reelección legislativa consecutiva y sopesar las maneras en que la recuperación de este derecho podría introducir cambios favorables en la vida política del país (Anaya, 2004: 400-401). Aunque siempre existirá el riesgo de «aristocratizar» el Congreso, la reelección legislativa bajo un diseño que contemple la necesidad de renovación e inclusión en las Cámaras es un medio adecuado para profesionalizar a los congresistas, y con ello, hacerlos más capaces de satisfacer las necesidades del país mediante la elaboración de mejores leyes y la vigilancia efectiva del Ejecutivo por un Legislativo


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fortalecido, elemento indispensable para un equilibrio y una división de poderes reales. Serviría además para juzgar el trabajo de los legisladores dando al ciudadano la posibilidad de premiar y castigar de manera directa su desempeño en la siguiente elección, haciéndolos más responsables. Evidentemente, la reelección por sí sola no garantizará el fortalecimiento del Congreso. Es una condición necesaria para ello, pero no suficiente. De hecho, hay consenso en que la reelección debe ser «una más dentro del conjunto de medidas que hay que tomar para ir fortaleciendo nuestro Poder Legislativo y alcanzar de esa manera una democracia más robusta. Junto a ella debemos considerar también la pertinencia de ampliar los periodos ordinarios de sesiones, mejorar los instrumentos de control parlamentario, contar con un mejor sistema de supervisión del gasto público, fortalecer el trabajo de las comisiones parlamentarias, y tener más tiempo para estudiar el proyecto de presupuesto que anualmente presenta el presidente (Carbonell, 2000: 277).

Agregaría otras más como las candidaturas ciudadanas para romper el monopolio de los partidos como única vía de acceder al Congreso, y la posibilidad de revocación de mandato, el otro lado de la moneda y una forma más de ejercer la accountability entre representado y representante. Con todo y esta necesidad de un amplio abanico de reformas, la profesionalización de los legisladores per se no sólo es deseable, sino imprescindible para que México pueda contar con los congresistas que necesita (Campos, 2003: 151). Finalmente, frente a los defensores del statu quo que esgrimen la idea de una no reelección relativa o no como principio inamovible, pienso con Dworak que: Todo arreglo institucional existe para resolver problemas que enfrenta una sociedad en un momento específico. Por ello, una vez que se resuelve ese problema, la institución desaparece o se transforma. Este fue el caso de la no reelección legislativa. Hoy día nuestras instituciones democráticas están en un proceso de replanteamiento al transitarse de un sistema de partido hegemónico a uno donde la pluralidad política es una realidad […]

En este contexto, la reelección legislativa es la reforma que actualizaría la democracia mexicana junto con las democracias modernas» (Dworak, 2003: 5). Sin caer en el sueño del optimismo institucional como la panacea contra todos los males de nuestra democracia no hay arreglo institucional que garantice el buen gobierno, creo que el rediseño de las instituciones tiene un papel indispensable para la


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profundización de la democratización mexicana y el abandono de los vestigios del autoritarismo. Sabemos que la reelección legislativa consecutiva no resolverá por sí sola todos los problemas del país; sin embargo, la defendemos porque estamos seguros de que es una precondición para solucionarlos, una forma de acercarnos a tener un gobierno responsivo y responsable, y un sufragio verdaderamente efectivo.


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SEGUNDO LUGAR


Sí reelección: rendición de cuentas y autogobierno Eduardo Román González Introducción Cerremos los ojos e imaginemos por un momento que no estamos en México. Es más, hagamos un esfuerzo de mayor de abstracción e imaginemos en un lugar sin ubicación y en un tiempo sin medición. Pongámonos por un momento el «velo de la ignorancia» rwalsiano y discutamos sin fobias ni filias la reelección. Tengamos, eso sí, muy claro que el objetivo de la discusión será encontrar la solución que más contribuya a la construcción de una sociedad democrática en México. Tal ejercicio resulta indispensable hacerlo para discutir con la seriedad que requiere el tema de la reelección en México. Visto desde esta perspectiva la reelección se nos presenta con otro rostro al que estamos acostumbrados, o mejor dicho, sin uno predefinido, despojado de toda esa carga histórica negativa que en nuestro país ha tenido la reelección desde la primera mitad del siglo xx. Sólo así la reelección deja de tener el rostro de Díaz y la noreelección el de Madero, pero más importante aún, sólo así es posible analizarla con plena objetividad, liberados de cualquier prejuicio. Con ello no propongo que analicemos el principio de noreelección únicamente desde una perspectiva abstracta, sino que lo hagamos también pensando –objetivamente– en los posibles efectos de su implementación. Y sobre todo, que lo hagamos pensando en cuál de las dos opciones –reelección o noreelección– nos ofrece la posibilidad, tanto en el plano ideal como en el real, de ser más democráticos. Desde esta perspectiva, me parece que el principio de noreelección hoy en día es más bien una regla mordaza de nuestro sistema jurídico, que impide a la ciudadanía recompensar y castigar con el voto a sus representantes, bajo el prejuicio de que no somos capaces de tomar decisiones acertadas, ya que tarde o temprano la reelección servirá para encumbrar nuevas dictaduras. Se trata de una regla que a la vez que pretende atarnos al mástil para no sucumbir al canto de las sirenas –encarnadas en políticos demagogos–, convirtiendo al nuestro en un sistema tutelado y antidemocrático. 1. El mito de la reelección en México Sartori propone analizar el tema de reelección en sus méritos, pero también acepta que no es un tema que tenga la misma solución en todos los países. La variedad de soluciones institucionales radica, a decir el politólogo italiano,


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en la factibilidad de que, efectivamente, la reelección se convierta en una garantía de formación y perpetuidad de dictadores. Cuando el riesgo del establecimiento de una dictadura a partir de la reelección se encuentra realmente presente, entonces el tema no está a discusión: «la reelección debe estar prohibida o limitada». Sin embargo, cuando no existe una posibilidad real, sino que el temor radica únicamente «en recuerdos del pasado», la idea de la reelección gana terreno (Sartori, 2001: 191-192) y merece ser discutida seriamente. Precisamente por ello, en el caso de México, lo primero que debemos analizar es si las motivaciones que se encuentran detrás de la prohibición de reelección de todos los cargos públicos electivos, obedecen hoy en día a un temor fundado en nuestra realidad o si son producto de un simple mito. En este orden de ideas al analizar las razones históricas que se encuentran detrás de las prohibiciones constitucionales de reelección, se advierten dos cosas: la primera, que la única prohibición que tiene argumentos propios es la relativa a la del Presidente de la República y que las prohibiciones correspondientes a otros cargos electivos son una mera repetición y adaptación de aquellos; y, segunda, que es cuando menos dudoso que las razones que llevaron en su día a prohibir la reelección presidencial sigan teniendo vigencia. En relación con lo primero, debe destacarse que el texto original de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 únicamente establecía prohibiciones expresas a la reelección del Presidente de la República y los gobernadores de los estados electos constitucionalmente. Absolutamente nada disponía, respecto de legisladores e integrantes de ayuntamientos. Este régimen sufrió una primera modificación en 19281, al publicarse una reforma al artículo 83 que limitaba la prohibición de la reelección presidencial únicamente para el periodo inmediato siguiente. Con lo cual, es bien sabido, se buscaba eliminar los obstáculos jurídicos para que Álvaro Obregón pudiese ocupar la presidencia del país nuevamente (Burgoa, 2001: 774). Sin embargo el asesinato de Obregón ese mismo año frenó lo que parecía una trayectoria similar a la de Porfirio Díaz (Tena, 1995: 450), generando en la clase política una corriente dirigida a prohibir definitivamente la reelección del presidente (González, 2000: 306-307), con el objetivo de eliminar la tentación en la que habían caído algunos expresidentes de México consistente en perpetuarse en el poder a través del mecanismo de la reelección. El ánimo antireeleccionista de la época era tal que en una nueva reforma constitucional de 19332, se optó no únicamente por el reestablecimiento de lo dispuesto por el texto original de la Constitución de 1917, sino además por extender la prohibición de reelección a cualquier persona que hubiese ocupado el cargo de presidente en cualquier carácter. 1  Publicada en el Diario Oficial de la Federación el 24 de enero. 2  Publicada en el Diario Oficial de la Federación el 29 de abril.


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No sólo eso, en una decisión sorpresiva (González, 2000: 306), esta prohibición se generalizó para todos los cargos públicos electivos, estableciendo el principio de noreelección en forma limitada, es decir, aplicable sólo para el periodo inmediato siguiente, en los casos de: diputados y senadores al Congreso de la Unión –artículo 59–, gobernadores sustitutos o interinos y diputados de congresos estatales –artículo 116– e integrantes de los ayuntamientos –artículo 115–. Contrario a la prohibición para el cargo de presidente, respecto de la cual se encontraba muy fresco en la memoria colectiva el recuerdo de intentos bien –Díaz– y mal –Obregón– logrados de presidentes para perpetuarse en el poder mediante la reelección, dichas referencias históricas no es posible encontrarlas respectivo de gobernadores, senadores, diputados y miembros de ayuntamientos. Se trató pues, de un simple traslado a estas figuras de los temores fundados respecto del cargo de presidente, pero sin que existiesen motivos propios –ni experiencias históricas relevantes– que justificaran el prohibir la reelección en estos cargos. Simplemente, «se consideró que si el presidente de la República se sacrificaba, lo deberían acompañar todos los demás funcionarios de elección popular» (González, 2000: 306-307). De esta manera aplicando en el ámbito constitucional el dicho de «el que con leche se quema, hasta al yogur le sopla», el poder reformador de la Constitución estableció la prohibición de reelección a todos los cargos públicos electivos. Una generalización que, con excepción del caso del presidente, resultó desde sus orígenes «indebida y sin ningún fundamento histórico ni político» (González, 2000: 307). Quizá el único motivo de carácter político que pudo influir la ampliación del principio de noreelección a todos los cargos públicos tiene que ver con evitar conflictos intrapartidistas entre políticos encumbrados y políticos emergentes. A decir de algunos autores con el establecimiento de la noreelección se buscó crear una herramienta que garantizara la rotación de las elites políticas del partido dominante (Nacif, 1997: 154-155 y Valadés, 2000: 131). Puesto que los únicos motivos reales para el establecimiento del principio de noreelección provienen de ciertas experiencias históricas negativas en relación con presidentes que han pretendido perpetuarse en el poder –y que alguno, de hecho, lo había conseguido– cabría preguntarnos entonces si los temores que históricamente han emanado de dichas experiencias siguen teniendo vigencia en nuestros días. O lo que es lo mismo, si siguen existiendo motivos racionales para mantener la prohibición de reelección en los cargos públicos electivos. Ciertamente es imposible asegurar que los fantasmas del pasado no sigan atormentando a muchos mexicanos, a tal grado que eso los lleve a posicionarse en contra de la reelección. De hecho, alguna encuesta reciente sobre la reelección de diputados indica claramente un rechazo mayoritario –casi del 80%– de la ciudadanía a esta posibilidad (Consulta Mitofsky, 2010b).


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Sin embargo, esto no resulta indicativo para saber si las razones que llevaron a prohibir en su momento la reelección siguen vigentes en nuestros días. Ello porque el rechazo mayoritario de la sociedad a la reelección, no necesariamente esta vinculado directamente a un temor generalizado hacia la posibilidad de que ciertas personas o grupos se perpetúen en el poder. Otra razón, por ejemplo, puede ser la percepción negativa que hoy en día tiene en general la clase política mexicana. Aunque hay que decir que se trata de un fenómeno que no es exclusivo de México, sino que, como ha observado Bovero, es producto de un proceso de degeneración global de las democracias actuales, derivada de la mala calidad de sus gobernantes, o como él lo ha llamado: un proceso de globalización de la kakistocracia (Bovero 2002a: 144-145 y 2002b: 6).3 De acuerdo a otra encuesta reciente sobre confianza en las instituciones, solamente entre un 6 y 8% de los mexicanos confían mucho en institucionales como los senadores, los diputados y los partidos políticos, en tanto que entre un 31 y 36% confían poco o nada en ellas. Paradójicamente la institución que en términos de reelección generaría menos confianza, es en términos generales de las mejores evaluadas. Efectivamente, los niveles de confianza hacia el presidente son significativamente más altos en comparación con los de senadores, diputados y partidos, ubicándose en 16% de mexicanos que tienen mucha confianza en el presidente, contra un 20% que tienen poca o ninguna confianza en él (Consulta Mitofsky, 2010a). En cualquier caso, lo que ponen de manifiesto estas encuestas es una clara percepción en general negativa hacia la clase política, lo que sin duda puede influir en el posicionamiento social frente al tema de la reelección. Dicho en otras palabras, en las kakistocracias, la ciudadanía puede tener muy poco interés en brindarle a los kakós –así con «k» y acento– la oportunidad de someterse al referéndum de las urnas. Si, como veremos más adelante, la reelección permite a la ciudadanía castigar o premiar a sus gobernantes mediante el voto sobre su continuidad en base al trabajo realizado, el rechazo mayoritario de la sociedad a esta evaluación puede entenderse como un castigo todavía peor: el de ni siquiera brindarles el beneficio de la duda de que podrán ser buenos gobernantes. Un castigo que racionalmente no puede estar justificado a PRIORI y –lo que quizá resulte peor– que genera consecuencias más negativas para el castigador –la ciudadanía– que para el castigado –el político–. Quienes rechazan la reelección desde esta premisa no tienen como preocupación central el que el gobernante se eternice en el poder, sino que su rechazo se basa en el prejuicio de que serán malos gobernantes. Podríamos 3  Sobre este concepto Bovero ha señalado: «en el struggle for (political) life de la democracia degenerada no vencen los mejores sino que, darwinianamente, los más aptos para ese ambiente. Y los que son más aptos para la democracia degenerada son individuos degenerados: precisamente, los peores. De aquí, la que he bautizado como la kakistocracia, es decir, el gobierno de los peores» (Bovero 2002b: 6), «precisamente lo contrario a la aristocracia entendida en el sentido más amplio y noble de ‘gobierno de los mejores’» (Bovero, 2002a: 144).


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explicar este prejuicio así: «los políticos son tan malos, que entre menos tiempo duren mejor», desde esta perspectiva la reelección es un verdadero disparate. Pero en todo caso, se trata de un disparate sustentado en argumentos distintos a los que llevaron al poder reformador de la Constitución de 1933 a prohibir la reelección. Y aunque se trata de argumentos cuya existencia deba tener en cuenta el poder reformador de la Constitución de nuestros días, merecen discutirse en sus propios méritos y no en los de los que sustentaron la prohibición constitucional de 1933. En cualquier caso, me parece que se trata de argumentos débiles, poco sostenibles frente a otros que evidencian los aspectos positivos de la reelección. Por lo tanto, aunque hoy en día pueda seguir existiendo un rechazo incluso mayoritario de la reelección, resulta cuando menos dudoso que éste tenga el mismo sustento que el rechazo que llevó a la prohibición constitucional. Pero incluso aunque siguiera existiendo el mismo sustento –el temor a que los gobernantes se eternicen en el poder–, me parece que se trataría hoy en día de un temor poco fundado, que raya en la fobia o, incluso, en la paranoia. Ello, porque me parece que hoy en día existen al menos tres elementos que nos hacen pensar que sería cuando menos difícil que algún gobernante pretendiera perpetuarse en el poder, aún en contra de la voluntad de la ciudadanía. El primero de ellos es un dato histórico que recuerda Carpizo en relación con los temores hacia la reelección presidencial: desde 1933 ningún presidente ha pretendido realmente reelegirse «a pesar de múltiples rumores al respecto» (2000: 287). Este sin duda representa un dato sumamente relevante ya que pone de manifiesto el desarrollo de una cierta cultura democrática que hace ver con malos ojos cualquier intento por permanecer en el poder por vías antidemocráticas. Se trata de una cultura democrática que se ve reforzada por el resto de los elementos. El segundo tiene que ver con los efectos negativos que en el ámbito interno e internacional puede generar un intento antidemocrático de continuar en el poder. En el ámbito interno se corre el riesgo de un rechazo generalizado de la sociedad y de otras instancias de gobierno con consecuencias sumamente negativas para el que lo intente (el reciente caso de Zelaya en Honduras, me parece que ejemplifica muy bien esto). En el ámbito internacional, además, el perpetuarse en el poder por vías antidemocráticas puede generar consecuencias negativas para los gobernantes que así lo intenten. La Carta Democrática de la Organización de Estados Americanos, por ejemplo, impide a los miembros de la organización –ni más ni menos, todos los países del continente– a no reconocer gobiernos surgidos por métodos antidemocráticos y, además, contempla la posibilidad de que el estado en cuestión sea suspendido, por ese motivo, en sus derechos dentro de la organización. La aplicación de estas disposiciones en los casos del golpe


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de estado de 2002 en Venezuela en contra de Chávez y el más reciente en el caso del golpe de estado de 2009 en Honduras en contra de Zelaya, ponen de manifiesto que estas disposiciones son todo menos letra muerta. El riesgo de consecuencias negativas tanto en el ámbito interno como en el internacional para quien intente perpetuarse en el poder por métodos antidemocráticos es demasiado alto y, en consecuencia, los incentivos para que lo haga demasiado bajos. Para quien intente mantenerse en el poder más allá del periodo para el cual fue electo, sólo le queda acudir al método democrático que representa la reforma constitucional para permitir la reelección. Se podría pensar entonces –desde una perspectiva un tanto pesimista– que a través del método democrático de la reforma constitucional, se podría generar el efecto negativo de un gobernante se perpetúe en el poder. Sobre esto habría que decir un par de cosas. Primero, que el hecho de que un gobernante se mantenga más de un periodo en el poder no es en sí un aspecto negativo. La continuidad en el poder puede ser para bien o para mal. Precisamente lo que provee la reelección es un mecanismo para premiar –cuando es para bien– y para castigar –cuando es para mal–. Sostener lo contrario, llevaría a calificar negativamente a los sistemas parlamentarios donde la reelección es un elemento esencial, o pensar que la reelección de Uribe en Colombia fue algo negativo en sí. Con estos ejemplos, me parece que queda claro que la continuidad de los gobernantes más de un periodo también puede generar consecuencias positivas. Segundo, en las últimas décadas hemos estado desarrollando en México el antídoto adecuado para contrarrestar el temor de que a través de la reelección un gobernante se perpetúe en el poder para mal. Su nombre es: pluralidad política. En efecto, en tiempos como los que se vivían en 1933, el permitir la reelección sin duda incrementaba el riesgo de perpetuar en el poder a ciertos grupos políticos y personajes indeseables. Sin embargo, en tiempos como los actuales en donde la pluralidad política y la alternancia son una realidad que se vive en todos los ámbitos –municipal, estatal y federal–, presentándose incluso con cierta continuidad escenarios de gobiernos divididos que son consecuencia del voto cruzado de la ciudadanía, el riesgo a la perpetuidad –para mal– de una persona o grupo político disminuye significativamente. En primer lugar, porque el mayor pluralismo político y la alternancia fungen como antídoto capaz de combatir eficazmente un intento reeleccionista antidemocrático, despertando una oposición política fuerte e, incluso, pudiendo establecer candados jurídicos para evitarla. En segundo lugar, porque en un escenario de mayor pluralidad será más factible que surjan opciones de gobierno alternativas que se ganen la preferencia del electorado y que cuando menos compliquen un intento reeleccionista democrático.


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De esta manera podemos apreciar claramente cómo los temores históricos hacia la reelección carecen hoy en día de un sustento real que justifique que se mantenga la prohibición por esos motivos. Otra cuestión es que para prohibir la reelección se alegaran motivos diversos a los históricos que, en todo caso, habría que analizar en sus méritos. Sin embargo, no es el caso del debate actual entorno a la reelección en el que los partidarios de prohibirla siguen anclando sus argumentos en experiencias históricas de las cuales se derivan temores supuestamente fundados y latentes hoy en día. Lo cierto es que hoy en día el principio de noreelección se sustenta en premisas poco racionales y reales, convirtiendo a dicho principio en un mito que aceptan y defienden dogmáticamente.4 Una vez descalificados los argumentos históricos en contra de la reelección podemos proceder a un análisis más objetivo de la institución para determinar si su establecimiento en el caso de México resulta más o menos propicio que el régimen actual, de cara a profundizar en el avance democrático del país. 2. Valor intrínseco y valor instrumental de la reelección En un trabajo reciente que discute la mejor manera de proteger institucionalmente los derechos fundamentales, Bayón recurre a un método de análisis institucional inspirado en las ideas de Rawls. De acuerdo con este método, la selección de una institución u otra depende del balance que se haga de dos aspectos de cada una de ellas: de su valor intrínseco y de su valor instrumental. Bayón identifica el valor intrínseco con el grado de cumplimiento de un principio inherente de la democracia: la igualdad política. En tanto que identifica al valor instrumental con los resultados que arroja una determinada institución en un contexto concreto (Bayón, 2004: 105-106). Pues bien, ampliando un poco más este método me propongo analizar a la reelección y al principio que la prohíbe desde la perspectiva de su valor intrínseco y de su valor instrumental. Entendiendo por el primero la mayor o menor correspondencia de la institución con la democracia y por el segundo los resultados positivos y negativos que cada una de ellas generaría en el contexto mexicano. 4  Un buen ejemplo de esta concepción mitológica del principio de noreelección y de su defensa dogmática, son Fix-Zamudio y Valencia Carmona: «En la conciencia de cada uno de nosotros existe la firme creencia de que la noreelección es un mecanismo anticaudillista eficaz, en cuanto limita de manera temporal la duración del Poder del Ejecutivo, para evitar el humano pero pernicioso sentimiento de los gobernantes de prolongarse en el mando. Cada vez que la opinión pública percibe barruntos reeleccionistas, reacciona con justificada alarma, porque para los mexicanos, democracia y renovación periódica del mando son sinónimos de nuestra vida» (Fix-Zamudio y Valencia, 2001: 730). Quizá cabría que recordarles a los distinguidos constitucionalistas que la reelección no excluye la renovación periódica. De hecho implica una renovación periódica del mandato, dejando en manos de la ciudadanía la renovación o continuidad de las personas.


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a) Valor intrínseco: tutelaje vs autogobierno

Desde la perspectiva de cuál de las dos instituciones –reelección o noreelección– resulta más democrática, queda poco lugar para la discusión. Incluso quienes se muestran partidarios de la noreelección no dudan demasiado en aceptar que se trata de una institución antidemocrática (Tena, 1995: 450). El carácter antidemocrático de la institución radica en dos ámbitos. En primer término, en que los ciudadanos son privados, parcialmente, de la posibilidad de decidir quiénes serán sus gobernantes. En segundo término, se trata de un principio que impide o vuelve sumamente ineficiente un principio esencial de todo gobierno democrático: la rendición de cuentas. En cuanto a lo primero, el principio de noreelección priva parcialmente –en tanto que sólo elimina algunas opciones– a los electores de elegir plenamente al gobernante de su preferencia. La privación de este poder decisión obedece, según se ha señalado, a tratar de impedir malas decisiones por parte del electorado, como sería decidir mantener en el poder a un personaje indeseable. Se trata, pues, de un tipo de «regla mordaza» a través de la cual un pueblo se autocensura para no decidir equivocadamente sobre la continuidad de sus gobernantes. A pesar de su justificación inicial –al menos para el caso del presidente–, como toda regla mordaza genera inevitablemente una conciencia de culpabilidad (Holmes, 1999: 88), pues implica sustraer de la ciudadanía una decisión que le debe ser esencial en cualquier régimen democrático. Este tipo de reglas mordaza –gag rules– o precompromisos encarnan lo que Elster ha denominado la «paradoja de la democracia». La cual consiste en la limitación que una determinada generación impone a las generaciones futuras, sin pretender ella misma estar limitada por generaciones anteriores. Es decir, consiste en que cada generación quiere ser libre para atar a sus sucesoras, mientras rechaza estar atada por sus predecesoras (Elster, 1997: 159 y 2000: 137). Desde esta perspectiva, el principio de noreelección se presenta como una atadura impuesta por la generación de 1933 a las generaciones posteriores. En tanto que el reestablecimiento de la reelección implicaría precisamente desatar no sólo a ésta, sino a las generaciones futuras de esa mordaza que nos impide pronunciarnos sobre la continuidad o no de los funcionarios públicos de carácter electivo. No cabe, pues, la menor duda que desde esta perspectiva la reelección se presenta como una medida intrínsecamente más valiosa que la noreelección. Adicionalmente el argumento que sustenta el principio de noreelección –la presunción de que la ciudadanía decidirá mal– se encuentra a


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su vez basado en una premisa elitista y cercana a lo que en su momento Platón llamara «tutelaje». Se trata de una premisa basada en la idea de que la gente común y corriente no esta calificada para autogobernarse, por lo que resulta mejor que el gobierno quede confiado a una minoría de personas especialmente capacitadas para asumirlo en virtud de sus conocimientos o virtudes superiores. Una idea que rivaliza abiertamente con la democracia (Dahl, 2002: 67). Pues bien, al no confiar en la ciudadanía la decisión sobre la continuidad o no de sus gobernantes electos, bajo la premisa de que la decisión será errónea, se limita considerablemente la posibilidad de autogobierno, dejando en manos de los partidos políticos –que aquí asumen la labor de tutores– la decisión de seleccionar a quiénes podrán ser gobernantes. Situación que se agrava en el caso de México en términos democráticos y de autogobierno por el hecho de que los partidos políticos tienen el monopolio en la presentación de candidaturas a cargos de elección popular. Es decir, son tutores con exclusividad. Ello implica una clara afectación clara al autogobierno de la ciudadanía que implica un sistema democrático auténtico, pero también a la autonomía personal de los ciudadanos, que implica, entre otras cosas, que en la toma decisiones colectivas deben contarse como igualmente válidos la opinión de todos los ciudadanos, ya que ninguno de ellos está mejor calificado que los demás de un modo tan claro que se le deban confiar las decisiones colectivas (Dahl, 2002: 130). Podría llegar a pensarse que la noreelección contiene un elemento intrínsecamente valioso a un sistema democrático como sería garantizar la buena selección de gobernantes. Esto, sin embargo, tiene que ver más con los resultados generados –y por ende, retomaremos este tema en el siguiente apartado– que con un aspecto esencial a la democracia, ya que el procedimiento democrático ni siquiera con todas las virtudes que evidentemente tiene es una garantía de resultados positivos, valiosos o justos. Puede llegar a aceptarse que los resultados del proceso democrático –en tanto que son producto de un proceso que tiene ciertas características valiosas: pluralidad, deliberación, etc. – tienen la presunción de ser buenos (Nino, 1997: 190), pero en todo caso se trata de una presunción que admite prueba en contrario, las cuales, por cierto, abundan en cualquier sistema democrático. Resulta claro, pues, que desde una perspectiva democrática la reelección se presenta como un herramienta que sintoniza perfectamente con el ideal democrático, en tanto que la noreelección supone un elemento distorsionador de un sistema democrático. Lo cual no quiere decir que no pueda haber buenas razones para prohibir la reelección, pero sí impone en todo caso a dicha prohibición un carácter temporal. En efecto, en tanto que la noreelección no se asocia claramente con


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ningún aspecto esencial de la democracia, su justificación no puede ser –como sí lo es en el caso de la reelección– una justificación de principio, sino necesariamente contingente y, por lo tanto, como toda contingencia, esencialmente de carácter temporal Puede concluirse que por su mayor valor intrínseco la reelección debe ser la regla en un sistema democrático, en tanto que la noreelección es sólo una excepción. La cual puede ser aceptable en determinados contextos –como en el caso de un riesgo inminente de favorecer con ella la formación de regímenes dictatoriales–, pero siempre con una medida temporal –hasta que ese contexto de origen cambie– cuya legitimidad debe estar constantemente renovándose, sin que sea posible perpetuarse a modo de dogma. Para analizar eso, sin embargo, es necesario adentrarnos en el valor instrumental de las dos figuras de acuerdo al contexto actual de nuestro país. b) Valor instrumental: rendición de cuentas y aprender a autogobernarse

Desde la perspectiva de su valor instrumental, es decir, de su potencialidad para generar mejores resultados en el contexto en el que funcionará la institución, las cosas no resultan favorables tan claramente para la reelección, aunque también constituye una institución más valiosa que la noreelección. Iniciemos por el contexto. Antes se ha señalado que existen una serie de elementos que hoy en día hacen suponer que el contexto vivido en 1933, en el cual el riesgo del reestablecimiento de un régimen dictatorial era latente, ha cambiado. Aunque el riesgo sigue existiendo, los elementos antes mencionados –pluralidad política, entorno internacional, etc.– hacen que éste disminuya significativamente, de tal forma que el contexto vivido hoy en día es sustancialmente distinto al de 1933 cuando se estableció con carácter absoluto el principio de noreelección. ¿Cuál de las dos instituciones –reelección o noreelección– resulta más favorable para el actual contexto? En un contexto de pluralidad política, de desconfianza ciudadana a la clase política y, especialmente, hacia sus representantes directos y de una ciudadanía de baja intensidad, considero que la reelección es un instrumento capaz de afianzar aspectos esenciales de un régimen democrático como lo son la rendición de cuentas y la existencia de una sociedad mayormente involucrada en la toma de decisiones y en el control de sus gobernantes. En este mismo contexto la potencialidad del principio de noreelección para generar resultados valiosos de cara al afianzamiento de pilares esenciales de la democracia, decrece significativamente. En primer lugar,


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porque el supuesto beneficio de la noreelección consistente en evitar gobiernos dictatoriales parece hoy en día estarse consiguiendo más eficazmente por mecanismos más democráticos. Que, dado su mayor valor intrínseco, deben ser preferibles a la noreelección. En segundo lugar, porque si bien pudiera decirse que la noreelección ha contribuido históricamente a que en México no se hayan establecido regímenes dictatoriales, también podría sostenerse que no ha impedido –y quizá hasta haya contribuido– históricamente a la existencia de regímenes con credenciales democráticas dudosas y a la formación de una clase política irresponsable, alejada de la ciudadanía y de la defensa de los intereses colectivos por encima de los partidistas. La famosa calificación de Vargas Llosa del régimen priísta como «la dictadura perfecta» y los bajos índices de aprobación y los altos de desconfianza que genera la clase política en la ciudadanía son un claro ejemplo de ello. Por el contrario, a la noreelección se le han atribuido una serie de consecuencias negativas que han afectado el desarrollo democrático del país. Entre éstas, se encuentra el hecho de que las carreras de los políticos se han vuelto altamente dependientes de las dirigencias de los partidos políticos (Nacif, 1997a: 142-143), toda vez que desincentiva que se genere un vínculo estrecho entre el funcionario electo y su electorado, pues al no estar en posibilidad de ser reelecto, no tienen ningún interés en quedar bien con su electorado, prefiriendo entonces desarrollar actividades partidistas (Concha, 2000: 381). Otro argumento que juega en contra de la noreelección sobre todo en los ámbitos legislativo y municipal es que propicia la poca profesionalización de los servidores públicos. La noreelección evita la acumulación de experiencia y el desarrollo de capacidades propias del cargo (Nacif, 1997b: 160). Con lo cual cada nuevo periodo se desperdicia la poca experiencia adquirida (Linz, 1997: 51) teniendo que empezar prácticamente de cero los nuevos funcionarios. Asimismo, otorga poco tiempo a estos funcionarios para conocer a fondo sus funciones, de tal forma que cuando comienzan a hacerlo, ya tienen que estar poniendo la vista en el siguiente cargo público al que sí pueden aspirar (Pedroza, 2000: 151-152). Todos estos argumentos formulados en contra de la noreelección vistos desde la perspectiva inversa representan grandes razones a favor de la reelección. En efecto, la reelección incentiva la existencia de un vínculo más estrecho entre el funcionario electo y el electorado, pues aquél sabe de antemano que al cabo de 3 o 4 años podrá someterse al referéndum de las urnas, por lo que previsiblemente buscará una mayor cercanía con su electorado y mostrará una mayor preocupación por atender sus demandas –si es que quiere ganar–. Con lo cual, además,


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puede emancipar un poco a los políticos de las dirigencias de sus partidos, pues el contar con el respaldo popular suficiente para lograr una reelección le otorga a la persona un enorme capital político que el partido necesita. Además la reelección, en tanto que permite que los funcionarios que ejercen bien su trabajo puedan continuar en sus cargos, fomenta la profesionalización y la especialización técnica de quienes ocupen dichos cargos. La experiencia adquirida no sólo es aprovechada, sino que permite la acumulación de más. Lo cual, obviamente, puede derivar en una mayor calidad en el ejercicio del servicio público, beneficiando directamente a la ciudadanía. Esto, a la vez que contribuye a combatir la kakistocracia en tanto que los que lleguen y se mantengan en el poder sean los mejores y no los peores, puede contribuir significadamente a la reconstrucción paulatina del vínculo roto entre sociedad y gobierno. Adicionalmente, toda vez que la reelección puede dar una mayor estabilidad a las carreras de los políticos buenos y eficientes, esto puede propiciar que entre políticos de distintos partidos lleguen a acuerdos más estables y de mayor largo plazo (Lujambio, 2000: 55). No obstante, sin dejar de reconocer estos aspectos positivos que puede arrojar la reelección, existen dos consecuencias que hacen, claramente, en contextos de normalidad democrática su valor instrumental sea considerablemente superior al de la noreelección. Me refiero a su funcionalidad como mecanismo de rendición de cuentas y la función educativa que cumple con la ciudadanía. En cuanto a lo primero se ha sostenido que negar la reelección es negar la recompensa (Sartori, 2001: 192). Con lo cual se pretende establecer que la reelección es un instrumento valiosísimo en manos de la ciudadanía para evaluar a sus gobernantes. Recompensando con la continuidad a quienes hagan bien su labor y castigando con la pérdida del cargo a los malos gobernantes. De esta manera, por la vía electoral, la ciudadanía puede exigirle cuentas no sólo al partido político como actualmente acontece en México, sino al político mismo. Dándole con ello a la ciudadanía una herramienta de enorme control político sobre sus representantes a través de la cual podrá encumbrar o sepultar directamente carreras políticas. La segunda tiene que ver con las competencias que la ciudadanía puede desarrollar al encontrarse sumida en este proceso continuo de llamar a cuentas a sus gobernantes. A través de ello la ciudadanía puede volverse más exigente, más crítica y más vigilante de la labor de sus gobiernos, pero también más autocrítica y exigente consigo misma. En efecto, como ya se comentó, el proceso democrático no garantiza buenos resultados, por lo que la posibilidad de que la ciudadanía se


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equivoque al recompensar o castigar a un gobernante continua latente. Sin embargo, dichos errores de la ciudadanía en un contexto de mayor madurez y profesionalización de la clase política pueden resultar altamente costosos, pero a la vez formativos, fomentando una mayor responsabilidad y cuidado por parte del ciudadano al evaluar en las urnas a sus representantes. Por todo ello, resulta claro que el valor instrumental de la reelección en un contexto como el que actualmente vivimos puede llegar a generar muchos más resultados positivos que los que se conseguirían manteniendo la noreelección. Retomando la idea de Bayón en el sentido de que la preferencia de una institución sobre otra debe basarse en el resultado de comparar la suma de sus valores intrínsecos e instrumental con los de la otra institución, nos parece claro que al tener la reelección un mayor valor intrínseco que su competidor y un mayor valor instrumental en el contexto actual es ampliamente preferible sobre el principio de noreelección. Conclusiones Por lo tanto, el principio de noreelección resulta hoy en día totalmente prescindible por varios motivos. En primer lugar porque al encontrarse únicamente sustentado en fantasmas del pasado y siendo esencialmente un instrumento antidemocrático, que ha contribuido a generar disfuncionalidades en la democracia mexicana, carece en la actualidad de todo sustento. Además de que se trata de una institución que como se ha indicado genera una serie de consecuencias negativas y patologías que dificultan el avance democrático del país. Por el contrario, la reelección se encuentra plenamente fundamentada en su vinculación esencial con la democracia, pero también en la perspectiva de que en el contexto actual podría contribuir a generar dinámicas de ejercicio del poder y de rendición de cuentas que pudiesen fortalecer enormemente a la consolidación de la democracia mexicana. Durante casi un siglo se nos ha privado a los ciudadanos de una valiosa herramienta de evaluación y de medición de resultados de nuestros gobernantes. Bajo el argumento tutelar de que la reelección puesta en manos de la ciudadanía seguramente traería consecuencias funestas, se nos ha privado de la posibilidad de participar más activamente en la construcción de nuestra democracia y en la formación de mejores élites políticas. Con todo ello el grado de autogobierno que implica la democracia mexicana se ha visto disminuido considerablemente. Hoy en día no parecen quedar argumentos en contra de la reelección, tan sólidos, para contrarrestar la avalancha de razones positivas a su favor. Ha llegado el momento, pues,


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de que nos sea devuelta esa prerrogativa y de que a través de su utilización contribuyamos más directamente a la construcción de nuestra democracia. Para bien y para mal. Asumiendo la responsabilidad y las consecuencias de nuestras malas decisiones y dándonos cuenta de que a través de ellas podemos aprender a hacerlo mejor en la siguiente ocasión. Algo que ningún sistema de tutelaje es capaz de ofrecer. Pues no hay que olvidar, recordando a Dahl, que la democracia implica necesariamente un voto de confianza hacia la ciudadanía, una apuesta a que obrando autónomamente, aprenderemos a gobernarnos correctamente (2002: 232).


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TERCER LUGAR


La Federación Mexicana como un proyecto circunstancial; revisión de la deseabilidad de la descentralización María Alejandra Espinoza Aguilar

«La realidad, pues, moldea y modifica el proyecto federalista original» (Faya, 1988: 87) El presente ensayo tiene como objetivo partir de las circunstancias de la nación —pasado, presente y proyecciones hacia el futuro—, para analizar si es deseable que se proporcione mayor autonomía a las entidades federativas hasta el punto de caer en la descentralización del poder. Es a partir de un texto enramado con teoría política, historia de México y Latinoamérica, y algunas reflexiones personales que se llega a una conclusión, misma que, para no condicionar la lógica del lector y sugestionar su postura, me reservaré hasta el final del documento. *** El primer sistema federal surge como una construcción moderna de los Estados Unidos1. Si bien las colonias americanas comenzaron como una confederación, la debilidad del régimen apremiaba a un estado con más cohesión y una unidad política común (Aja, 1999). La autonomía de las entidades competentes no era posible sin una base económica consolidada. Dicha base debía cimentarse sobre un gobierno determinado constitucionalmente que estabilizara las disparidades entre los estados en cuanto a los recursos disponibles y limitara la zona de acción autónoma de sus miembros. Ante la inminente necesidad de una estructura homogénea, cada estado comenzó a gozar de cuatro elementos principales: Constitución, Parlamento, Gobierno y Tribunales, todos ellos subordinados a una Constitución federal, un Parlamento, un Gobierno y un Tribunal Supremo Federal. El consenso de la delimitación de autoridad y autonomía se fundó en el axioma centrado en que a la federación le concierne decidir sobre los problemas comunes y que cada estado tiene libertad sobre problemas particulares. Si bien una de la tesis más aceptada se basa en que la República Mexicana imitó al modelo estadounidense, cabe recalcar que la idea 1  Aparece por primera vez en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica en 1787.


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de dar autonomía a las provincias comenzó en la Nueva España, obedeciendo a la experiencia interna que arrancó del centralismo colonial y culminó con el fraccionamiento de la República Mexicana:2 es aquí donde se recurre al lógico modelo de la Constitución de los Estados Unidos de América (Gamas, 1975). Carmagnani (1993b) se resiste a considerar el federalismo latinoamericano como simple y pura imitación del régimen estadounidense, pues señala que es una realidad dotada de una fuente de originalidad en cuanto a resultado de su historia. Por ello para Burgoa la idea federalista que nace entre 1812 y 1824 no se da de manera espontánea y natural como ocurre en Norteamérica (Faya, 1988), de ahí la oscilación entre un estado confederado y otro federado en donde sus distintas características se amalgamaban, aún cuando algunos principios resultaran contradictorios. El acta de Casa Mata, entendida como la respuesta a la política de Iturbide y su imperio, instaura la era del federalismo mexicano proclamando: • • • •

Reinstalación del Congreso y aniquilamiento del imperio, La necesidad de convocar un nuevo Congreso Constituyente, Proclamación de soberanía e independencia de varias provincias; y Limitación de poderes impuestos a algunos diputados (Departamento del Distrito Federal, 1984).

Ante las distintas corrientes y posiciones políticas que se vivían en México y la incapacidad de consolidar un gobierno firme, la concepción del federalismo se dividió entre: a)Aquellos que consideraban la soberanía como única, indivisible e inherente a la nación; b)Las personas que sostenían que toda la soberanía debía ser entregada a los estados; y c)Quienes ocupaban una posición mixta alegando la posibilidad de una autonomía provincial bajo un régimen cohesionado. Es decir, el pasado nunca dejaría – ni dejará – olvidar los orígenes del estado mexicano: con la Constitución de 1824 se consumó la independencia pero la nación se mantenía entre dos órdenes, «uno que no acababa de nacer y otro que no terminaba de morir» (José María Luis Mora citado por Gamas, 1975: 83), la situación heredada de la colonia y el nuevo orden se encontraban en constante confrontación. El Acta Constitucional de 1824 tenía tendencias confederalistas, pues aunque el federalismo era visto como un régimen deseable, la realidad económica y política mexicana exigía control sobre los proyectos de desarrollo locales y nacionales, de la información, de los recursos, así como de funciones y ejercicio de la autoridad (Díaz, 1997). El federalismo pactado en 1824 se basaba en poderes federales con escasas com2  A propósito de esto Lee Benson (1980) declara que las diputaciones provinciales son el antecedente del federalismo, sentando las bases de las distintas necesidades de las regiones. Con la instauración de las legislaturas estatales, las diputaciones provinciales sirvieron a su propósito. Faya (1988) denomina a la diputación provincial como «germen del federalismo en México» (1988, pp. 58).


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petencias en donde el poder que cedieron los estados fue considerado un hecho transitorio debido a la situación que se experimentaba (Carmagnani, 1993a). Sin embargo, el curso de los acontecimientos históricos apremiaba más a la unificación y al fortalecimiento del gobierno tanto en el contexto nacional como internacional, impidiendo una reflexión y consenso acerca de la residencia de la soberanía y la necesidad –o no– de regresar y conciliar completa autonomía a los estados. El pacto político, entonces, nace a partir de la tensión entre autoridad y soberanía popular: una tendencia centrípeta que concentra el poder en las autoridades y una fuerza centrífuga que alentaba la difusión de poder a los municipios y estados causando rencillas. El proceso de evolución política culmina con la derrota del centralismo y la consagración de una república representativa, democrática, federal y compuesta de estados libres y soberanos3, buscando equilibrar la tensión que surgiera entre el poder de la autoridad central y la de municipios y entidades. De acuerdo a esto, todo intento de centralizar facultades a favor del gobierno federal atenta contra la voluntad del pueblo mexicano y el pacto federal: Artículo 41.- El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de la competencia de éstos, y por los de los Estados en lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos respectivamente establecidos por la presente Constitución Federal las particulares de los Estados, las que en ningún caso podrán contravenir las estipulaciones del Pacto Federal (Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos).

Pero ¿existe en realidad un federalismo mexicano? Buchanan (1997) estipula que el federalismo, en su estado puro, es: […] un componente estilizado de una estructura constitucional de gobierno que pudiera instaurarse ab initio, como el resultado del acuerdo entre los ciudadanos de una comunidad determinada antes de que dicha comunidad, como tal, haya experimentado su propia historia (p.13).

Bajo esta definición se puede desglosar una figura de autoridad central fuerte pero que necesita ser limitada, buscando un punto medio entre distintos estados totalmente autónomos y una forma de gobierno unitario centralizado (Buchanan). Este gobierno central está amparado bajo los límites de la Constitución, los cuales conforman los límites de su poder. Para preservar la integridad del orden un estado federal utiliza mecanismos tales como la participación de los órganos federales y estatales en la reforma constitucional, la instauración de un sistema adecuado para la 3  Artículo 40 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.


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resolución de conflictos federación-estado y entre estados, y la participación de los estados en la federación a través del Senado. Sin embargo, la existencia de una autoridad central «fuerte» es delicada pues si la fuerza de la ley depende de un único centro de autoridad, ese centro no tiene que acatar su mandato. Por lo tanto, el gobierno que controla y regula los instrumentos coercitivos en una sociedad es el que asigna los valores de la misma y puede utilizar dichas herramientas para beneficio propio. Sin embargo, también los sistemas fundados en un poder limitado (ya sea a través de autonomía de estados, separación de poderes, distribución federal de autoridad) tienen sus defectos pues propician políticas clientelistas y el caciquisimo (Ostrom, 1997). Foedus significa alianza, aludiendo a un carácter unificador y a un pacto entre los miembros de la federación. Esta unión no debe en ningún momento negar ni impedir lo variado, lo independiente y lo autónomo (Faya, 1988). La necesidad de insistir en la autonomía de los estados deviene del carácter imperioso de delimitar los problemas políticos, sociales y económicos a zonas determinadas, pues no todas las localidades son aquejadas por los mismos problemas. Federar no significa controlar sino «confeccionar lo múltiple e independiente en una forma superior de convivencia» (p. 22). Como resultado, la tensión y el debate se centran en integrar social y políticamente elementos unificadores y elementos independizadores a la luz de la Constitución Mexicana. El riesgo que conlleva esta acción es la interpretación constitucional que puede cargarse de subjetivismo y carecer de una reflexión profunda; además, nos enfrentamos a problemas que siempre han estado vigentes en la política tales como designar los asuntos prioritarios para el gobierno central y estatal, la coordinación de los dos niveles de gobierno, la dificultad de delimitar el problema y la articulación de reformas políticas y constitucionales que atiendan a las realidades nacionales. Para entender el curso del federalismo mexicano hay que regresar a la premisa de Carmagnani (1993a) expuesta anteriormente, donde denomina a los regímenes federalistas latinoamericanos como un proceso interactivo en donde las propuestas de otros contextos son reelaboradas a la luz de las necesidades y realidades de cada nación. Si la realidad nacional cambia constantemente alentada por factores externos e internos, entonces es lógica e imperiosa la necesidad de un nuevo proceso creativo del federalismo que se actualice constantemente. De esto se concluye que la Federación Mexicana es un proyecto circunstancial que no puede juzgarse como una asignatura pendiente, sino como una tarea que debe reelaborarse constantemente a la luz de los contextos nacionales y la interacción internacional. Tratar de trazar una meta definida y delimitada aislada de las circunstancias en la que se ve inmersa una nación es


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una propuesta endeble, ya que de nada serviría la instauración de un régimen sin conexión con una realidad histórica, política y social en el ámbito nacional e internacional. El destino del federalismo mexicano es el de ser un federalismo de participación (Zorrilla, 1973). Es menester la participación pública y del gobierno estatal en las decisiones federales, políticas, económicas y sociales, velando por los intereses de la localidad. Sin el continuo perfeccionamiento de los mecanismos democráticos, el mejoramiento en la organización y selección de personal en la administración pública, asesoría técnica para administraciones locales por parte de la Federación, y sobre todo la planeación regional, no podemos hablar de un proyecto federalista en México. De ahí que el análisis de la realidad actual sea un punto crítico para definir el status quo históricamente determinado, dando miras a una reforma que puede ser guiada –más no consumada en su totalidad– por una apreciación del ideal federalista. Partamos pues, de la realidad actual. En la Constitución de 1917 se defendió una democracia representativa y el Estado Federal. Fundamentalmente, había tres objetivos precisos que tomaré sintetizados de Gamas (1975): La pacificación del país arreglando diferencias entre grupos revolucionarios y creando un gobierno que laborara dentro de un marco constitucional, vencer resistencias opuestas al nuevo arreglo de las relaciones económicas (aristocracia y capitales extranjeros), y dotar a las mayorías de una educación cívica que permitiera el ejercicio de sus derechos individuales políticos y sociales, así como de un grado de conciencia nacional que facilitara la empresa de reformas. El régimen nacional, entonces, se inclina por un federalismo orgánico, 4 donde el gobierno federal tiene amplio poder y preeminencia sobre los estados, las obras públicas, servicios, recursos financieros y liderazgo político. Se podría decir que las raíces surgen cuando la autonomía estatal después de la Revolución se confunde con el caudillismo y la integridad del estado estaba constantemente amenazada, también se podría sumar que las unidades locales autónomas resultaron inadecuadas para las tareas políticas y económicas (Gamas). Las repercusiones actuales de esta medida se materializan en la poca funcionalidad en la distribución de competencias, facultades y recursos entre la federación, estados y municipios. Cabe recalcar también la ineficiencia gubernamental e in4  Existe también el federalismo coordinado, el cual opera cercanamente al esquema constitucional. No hay interrelación entre los poderes pero la igualdad prevalece. Es difícil de materializar pues la preeminencia del estado o gobierno central es delicada. Por otra parte, el federalismo cooperativo es aquel en donde se exalta la colaboración poniendo en común facultades y recursos para la realización de ciertos fines. Son la asesoría y el consejo técnico, los acuerdos formales entre Gobierno Federal y los estados sobre aspectos administrativos, el intercambio y prestación común de servicios del personal técnico y la competencia las herramientas para su funcionamiento (Gamas).


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cumplimiento sistemático de las responsabilidades del estado frente al ciudadano (González-Arechiga, Torres, de la Cruz y Gabarrot, 2006). Quizás el problema se derive de la concepción distinta de la autonomía de gobiernos, el cual en su mayoría se centra solamente en las bases administrativas. A diferencia de Estados Unidos de Norteamérica que toma los derechos del hombre como base de las instituciones sociales, la Constitución Mexicana centra en la institución una organización política que consiste en la distribución y división del poder público (Carmagnani, 1993a). Tenemos pues, que la historia del federalismo mexicano es una búsqueda y realización de un esfuerzo colectivo de dar vida a la federación y estados a través de una colaboración que favoreciera la libertad política y la gobernabilidad. Sin embargo, esta búsqueda devino en una tensión centralización-descentralización y una riña entre las libertades pactistas y las jusnaturalistas que siguen reflejando los debates que se iniciaron en 1840 (Carmagnani, 1993a). La revisión del federalismo, más allá de centrarse en una forma de gobierno deseable, debe atender a la operación de sistemas nacionales para la prestación de servicios (educativos, de salud, seguridad pública), a una solución judicial de controversias entre órdenes de gobierno que ayudará al respeto de competencias y ordenación del federalismo, a la implementación de propuestas de cambio a los mecanismos de coordinación fiscal y hacendaria y, por supuesto, a las propuestas de reforma del estado que inciden sobre las competencias de estados y municipios (González-Aréchiga). Sin embargo, estos puntos son insuficientes pues no atienden a un cambio ordenado y constructivo. Esto se deba a que varios focos de tensión se tocan al abrir el debate de autonomía o no para los estados/municipios. Quizás la forma de salvar los puntos de vista contrarios sería la apertura a una mayor pluralidad política y alternancia en poderes ejecutivos, legislativos y ayuntamientos (para debilitar las relaciones clientelares y partidistas) y combatir los cacicazgos locales mediante la exigencia de la transparencia y rendición de cuentas. «El siglo XX abrirá la era del Federalismo o de lo contrario la humanidad sufrirá otro purgatorio de mil años» (Pierre Joseph Proudhon citado en Arrioja, 1999). En el caso de México este vaticinio apunta al siglo XXI. Hoy en día el federalismo mexicano es un proceso de acercamiento progresivo, cuya operatividad e implementación se ha logrado gracias a la acción de la élite política. Si bien el proyecto ha quedado corto a las necesidades del país en muchos casos, el federalismo actual es una adecuación y reinvención del mismo para responder a los desafíos internos y externos del país (Hernández, 1993). La necesidad de un nuevo pacto federal en donde la dimensión política vuelva a ser signifi-


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cativa es necesaria. No sólo es cuestión de dotar de mayores facultades a los municipios, sino concebir el espacio público como un conjunto construido a partir del gobierno federal, los estados, los municipios y los ciudadanos que salvaguardan el orden del país Siguiendo la línea de Buchanan, el federalismo es un orden político inclusivo que surge de la analogía de mercado. Si la esfera de autoridad de gobierno central se limita asignando la autoridad política remanente a los estados, las personas tendrían garantizadas las libertades de comercio, inversión y migración. Las distintas unidades de producción –gobiernos estatales– se verían forzados a competir en sus ofertas de servicios. Así, la estructura federalizada, a través de la competencia interestatal, limita en forma efectiva el poder de las unidades políticas para extraer de los ciudadanos el valor superavitario5. El gobierno central tendría como prioridad imponer la libertad y apertura del territorio atendiendo al ideal abstracto del federalismo: «una autoridad central fuerte, pero severamente limitada, con capacidad y voluntad de imponer el libre comercio en la totalidad de su territorio, junto con muchos <estados> distintos, cada uno de los cuales mantiene una relación competitiva con las otras unidades similares» (Buchanan, 1997: 18). De lo anterior se infiere la relación con el argumento de que el principal problema federalista es de carácter fiscal (Ubiarco, 2002). En México existen 2435 municipios. El gobierno central recibe del reparto de recursos el 79.2%, mientras que las entidades federativas y municipios un 20.76% (La jornada, 27 de mayo de 1995). El artículo 115 de la Constitución Mexicana define al municipio como base de la división territorial y administrativa de los estados de la Federación; su gobierno debe estar constituido por medio del ayuntamiento, resultado de una elección popular directa sin admitir ninguna autoridad intermedia entre municipio y el gobierno del estado. Sus facultades incluyen la libre administración de hacienda, aprobar los bandos de policía y buen gobierno, redacción e implementación de reglamentos, circulares y disposiciones administrativas de observancia dentro de sus instituciones, así como la constitución de una hacienda por medio de rendimientos de bienes que les pertenezcan, contribuciones e ingresos que determinan la legislatura de los estados. De allí que sea tarea del municipio la estructuración y planeación urbana, el uso del suelo y las reservas ecológicas. Dice el catedrático en derecho municipal Carlos G. Quintana que «las reformas al artículo 115 de la Carta Magna […] tiene [sic.] la fundamental pretensión de revitalizar al municipio mexicano, definiéndole un marco de competencia propio y garantizándole un mejor ejercicio de su autonomía, en los órdenes político, hacendario y administrativo» (Ubiarco, 2002: 135). 5  «El potencial para el ejercicio de la libertad individual está directamente relacionado con el tamaño relativo del sector del mercado en una economía» (Buchanan, 1997 :18).


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Si bien desde sus orígenes el municipio se presentó con calidad de una entidad territorial de derecho público para preservar sus intereses locales, poco queda de esa institución. Con un proyecto existencial propio, con un alto contenido de filosofía política municipal y con la clara perspectiva de avocarse a la defensa de los intereses de la propia comunidad y de los propios fines políticos y administrativos del municipio, fines e intereses que muchas veces pueden ser distintos a los del propio estado, en el cual el municipio se encuentra enclavado (Faya, p. 243).

¿Cuáles son los problemas del municipio en este milenio? Para Mauricio Merino el meollo se encuentra en el sistema de elección de cabildos por lista mayoritaria, las autoridades auxiliares que se posicionan como un cuarto nivel de gobierno y los múltiples comités de participación ciudadana que no han encontrado un lugar institucional propio (Ubiarco). Existen varias propuestas que parten de distintos cortes de entendimiento del federalismo donde destaca la reordenación fiscal con mayores participaciones a los estados y municipio, el plebiscito y referéndum, especializar a las dependencias de salud, educación, pobreza y vivienda, un organismo de control en el ámbito municipal y estatal, la democracia en lato sensu y una reforma del sistema tributario mexicano (Ubiarco). Partir del municipio entendido como espacio político, y de dos conceptos claves: «poder» y «libertad» nos permitirán presentar una conclusión sobre la deseabilidad –o no– de la descentralización: «Si la tensión entre libertad y poder se desequilibra el polo de la sociedad tiende a recuperar su fuerza desplazando la contienda del terreno de la política al terreno del antagonismo social» (Carmagnani, 1993b, p. 176). Para aterrizar más estos conceptos –poder y libertad– que parecerían abrazarse al terreno abstracto hay que remitirnos a los fundamentos sociológicos del federalismo. Nos dice Lucas Verdu, citado por Faya (1988), que: Unos individuos pertenecen a determinadas agrupaciones […] de manera que el tamaño y efectividad de aquellas es variable, pues dependen de la adscripción más o menos numerosas de los individuos y de la intensidad de la participación. Como la organización de la convivencia política no puede ser indiferente a la estructura social, tanto el unitarismo como el federalismo deberán atender estas exigencias.

El municipio es, pues, una posición estratégica que sirve como instrumento para los nuevos planes de desarrollo nacional y en donde se debe tomar en cuenta su tamaño territorial y de población (así como los


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recursos con los que cuentan), para gestionar el poder y la libertad que están capacitados para poner en servicio del país. El énfasis debe recaer en construir municipios con comunidades autosuficientes en lo administrativo y lo económico (Faya). Sin embargo, el perfeccionamiento de las instituciones municipales depende de la federación y las autoridades estatales que parecerían estar en pro de una cohesión nacional intensa que, si bien salvaguarda la unidad del país, no se enfoca en una política de desarrollo equitativa que llegue a todos los recovecos de la nación. El municipio debe ser contemplado como lo que es: una concepción política, administrativa y financiera. Para González-Aréchiga, Torres, de la Cruz y Gabarrot: medidas como la prestación de servicios municipales en áreas metropolitanas, el fortalecimiento de la justicia local,6 establecer un mínimo de calidad en servicios (en los tres órdenes de gobierno), y homologar los procesos y recursos digitales para asegurar la universalidad, portabilidad y eficacia de los servicios, así como la transparencia de operaciones y licitaciones así como la transferencia de datos en materia de salud, educación y servicios públicos. Esto le dará al municipio un campo de acción propio que no provenga sólo de un plan federal que pretende construir un todo, pero que debe contar con acciones específicas que le permitan acceder a la universalidad de la acción. Convendría aquí agregar la importancia de la participación ciudadana que, si bien no tiene un apoyo fundamental del gobierno, cuenta con el acceso a los espacios públicos y una mirada crítica que gestiona el cambio.7 Lo anterior puede realizarse bajo el amparo de la Constitución Mexicana pues: […] el tomar lo federal como forma de gobierno en los términos de los textos mexicanos, favorece muchísimo y no trae ninguna de las complicaciones de las teorías clásicas, las cuales, al menos, no pueden, ni deben tomarse como explicación única posible del fenómeno federalista (Barragán, 2007: 126).

Por lo tanto, el desarrollo del federalismo mexicano debe tener en cuenta que el municipio orientará a las necesidades de la comunidad territorial, el estado tendrá en sus manos los fines de las comunidades del territorio donde asienta sus poderes mediante la coordinación de las 6  Mediante una garantía procesal jurisdiccional que exija el cumplimiento de convenios con el estado para municipios, el fortalecimiento de las cortes estatales con independencia del gobernador en aras de la Constitución, y fijar plazos para resolver asuntos en términos de justicia local. 7  Me gustaría agregar que existen ya organizaciones de este tipo, una de ellas –a la que pertenezco– apoyada por el Instituto Estatal de la Juventud de Nuevo León y llamada «Oficina de Participación Ciudadana». Espacio, herramientas computacionales, acceso a información y base de datos son proporcionados para una organización autónoma de quince integrantes que trabaja en un proyecto de revisión de la calidad de las cárceles juveniles en Escobedo, N.L., así como la implementación de actividades para mejorar la vida de los menores de edad presos.


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funciones públicas, y el gobierno central se enfocará en los contextos que atañen a toda la nación como bien serían los tratados de libre comercio, negociaciones internacionales y la salvaguarda de la soberanía. Sin embargo, «el siglo XX desafortunadamente concluye bajo el signo del centralismo» (Arrioja, 1999: 650). Es cierto que la centralización de los esquemas federales puede ser una respuesta a requerimientos que tienen que ver con las economías de escala, exigencia de uniformidad de calidad de vida, desborde de materias más allá del ámbito territorial y la internacionalización y globalización (Serna, 2003). No es realista una reforma del sistema federal mexicano que lleve a un esquema altamente descentralizado. Tampoco, añadiría yo, es deseable. Esto porque a) las entidades no tienen el mismo grado de desarrollo, capacidades y recursos, y b) se debe alcanzar la descentralización de una forma progresiva cuando el contexto global lo amerite y las entidades puedan fortalecerse sin restarle poderes a la nación en cuando a un país compuesto por la unión de estados. La lógica del juego suma cero debe evitarse: la federación pierde lo que las entidades ganan y/o viceversa (Serna). Este juego cae ante la premisa de que: En México existe un sistema complejo de distribución de competencias entre federación y estados, que permite la coordinación, el empalme, la coexistencia y la coincidencia entre estos dos términos de la ecuación del sistema federal (Serna, 2003: 315).

En el programa para el Nuevo Federalismo 1995-2000 a manos del ex-presidente Ernesto Zedillo mostró avances que se materializaron en el Plan de Desarrollo vigente (2001-2006) en el período de Vicente Fox. El federalismo tuvo logros relativos como comisiones ordinarias al respecto en el Congreso de la Unión, una comisión en la cámara de diputados denominada fortalecimiento del federalismo, y en la cámara de senadores la Comisión de federalismo y desarrollo municipal. Sin embargo, «de nada servirán las acciones de carácter nacional, si las instancias locales no asumen de manera cabal sus nuevas responsabilidades y prestan cada vez con mayor eficiencia las que actualmente tienen atribuidas» (Valencia, 2003: 380). El nuevo federalismo debe consolidarse por medio de un: Cambio de actitudes, de comportamientos, de lógicas de intercambio entre actores, de mecanismo de resolución de conflictos, de sistemas de incentivos y de nueva configuración en las redes de agentes y de agencias en la vida colectiva (Cabrero Mendoza citado por Valencia, 2003: 377).


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Señalar que no existe el federalismo mexicano es un error (Ubiarco). Lo que sí constituye un traspié es que las referencias teóricas para un «nuevo» federalismo se han buscado en doctrinas del siglo xix, antes que en los contextos de la globalización, regionalización y la inserción de las regiones mexicanas en los mercados mundiales (Díaz). Dice Montesquieu en Espíritu de las leyes, libro IX que «si una República es pequeña será destruida por una potencia extranjera y si es grande, será socavada pos sus vicios interiores». El federalismo es una sociedad que se engrandece con los actos asociados que se le unen, contemplarlo bajo una gran visión política donde lo importante recae en la creatividad personal y social, y evitar caer en el maniqueísmo de la no-autonomía o la total autonomía, harán deseable un federalismo en desarrollo que atienda a las necesidades de la nación y no base su preeminencia en el afán de descentralizar, o centralizar, totalmente el poder. El federalismo no es un proyecto incompleto en México, es una construcción que no terminará nunca porque el cambio en el contexto es inminente. Es, también, una construcción que necesita de una ciudadanía activa y de funcionarios públicos capaces.


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MENCIONES HONORÍFICAS


Ciudadanía y democracia en la historia de México: 1810-2010 doscientos años en el camino Edson Abraham Salvador Soto Espinosa La construcción de la ciudadanía es un proceso que la sociedad occidental inició prácticamente desde el siglo XV, el camino ha sido largo y complicado pero se han ganado espacios que en aquellos años ni siquiera se consideraban posibles; por ejemplo, el sufragio universal que no fue, en aquellos momentos, parte de la discusión, o la participación activa de jóvenes y mujeres que sólo se logró después de complejas luchas. El debate teórico sobre los derechos de cada individuo ha enriquecido la reflexión, sin embargo, la sociedad, en respuesta a sus necesidades fundamentales, es quien ha impulsado definitivamente los cambios que hoy permiten la búsqueda de la felicidad y el bienestar en el contexto de la democracia. De Grecia al occidente construido. Es innegable que las primeras reflexiones sobre la democracia se dieron en la antigua Grecia y perduraron parcialmente durante el Imperio Romano, sin embargo, el rumbo definitivo hacia la generalización de los derechos humanos y, por supuesto, los políticos, fue retomado hacia el fin de la Edad Media. Algunas de las teorías antimonárquicas en la Francia del siglo XVI ya perfilaban esta tendencia, misma que se puede ver reforzada en las reflexiones de Bodino, Hobbes, Locke e incluso en la utopía de Tomas Moro (Sabine, 1994). En definitiva, para todos es posible reconocer el despegue hacia los derechos políticos en el arribo de la razón ilustrada. Aunque parezca lejano, es indispensable, cuando menos, mencionar lo que ha significado el largo recorrido de la civilización occidental hacia la ciudadanía democrática que, aunque no ha alcanzado la plenitud, si es en la actualidad el paradigma predominante del ejercicio político. La democracia es una idea que circuló hace más de dos mil años entre los griegos, específicamente los atenienses han sido objeto de estudio por sus profundas reflexiones sobre lo que debería ser la vida en ciudadanía, la ciudad, como ellos la definían «[…] era una comunidad en la que sus miembros habían de llevar una vida común armónica […] sin discriminaciones basadas en el rango o la riqueza y en la que encontrasen canalización espontánea y feliz las capacidades de todos y cada uno de sus miembros» (Sabine, 1994: 39). Estas características, se dice, casi se vivieron bajo el gobierno de Pericles, ejemplo perene para quienes se involucran en el ejercicio político. Armonía, equilibrio y justicia fueron sólo algunos


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de los conceptos que implicaba vivir en democracia, pero el elemento fundamental siempre fue el ciudadano, pues sin su participación y preocupación activa por la vida pública, la felicidad social era imposible, el hombre bueno, decía Platón, tenía que ser un buen ciudadano, porque lo bueno para el hombre era lo bueno para la polis. Roma, heredera cultural de Grecia, vivió también días de democracia, llegó a tener, como resultado de la presión del pueblo, instituciones de participación democrática que aligeraron el peso de la desigualdad que llegó a vivirse en la península itálica. Narra la historia que la plebe sintiéndose discriminada se retiró al monte Sacro y los patricios aceptaron, porque no podían darse el lujo de perderla, pues no hay gobierno sin pueblo, un tribunado para la protección de los plebeyos. Junto a la comitia tribuna y los concilia plebis, dichos tribunales le significaron al pueblo espacios de participación ciudadana. Un momento cumbre en la vida institucional democrática de Roma fue sin duda la llegada de los plebeyos al Senado en el año 366 a. n. e1., con lo que se alcanzó el estatus de ciudadanía para esa clase social romana. La historia llevó a Roma por otros caminos, los triunfos militares permitieron la acumulación de poder en una sola persona y la república cedió su lugar al imperio, aunque el senado persistió y algunas prácticas democráticas también, lo cierto es que se avecinaban años complejos para la democracia latina (Rodríguez, 1997). La Edad Media significó el establecimiento de regímenes autoritarios, la monarquía se consolidó como sistema político en prácticamente toda Europa, América vivía entonces, en el completo aislamiento, bajó regímenes teocrático-militares que difícilmente dejaron espacio para algo como la vida democrática. Hasta que llegó el Renacimiento, las ideas de la antigüedad grecorromana volvieron a revolucionar las mentalidades, y los temas de la democracia y las ciudades-estado regresaron al debate; tres siglos más y las ideas empezaron a dar frutos: Inglaterra, Norteamérica y por supuesto, Francia, vivieron turbulentos cambios impulsados por movimientos populares y burgueses que exigieron su espacio en el ejercicio del poder. El descubrimiento de la sociedad activa, de la participación ciudadana en la construcción de realidades políticas, ocurrió de manera revolucionaria y contundente en el siglo XVIII, su precedente y origen fue la idea de la razón como guía de las actividades humanas. Ello representó un vuelco en el pensamiento humano; como no ocurría hace siglos, las posibilidades de desarrollo recaían en el propio ser humano y ya no en un mito o una idea religiosa. Con esa confianza, el ser humano reflexionó sobre su propia situación y reconoció la búsqueda del bienestar y la felicidad como metas fundamentales a alcanzar por medio de la ciudadanía. 1 Antes de nuestra era


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Progreso, ciencia, razón y felicidad fueron los conceptos que marcaron el rumbo de la discusión político-económica de los siglos XVIII y XIX, lo cual estuvo ligado al ascenso de una clase política conocida como burguesía, esta clase social, considerando que la desigualdad económica era la causa de su infelicidad y que dicha desigualdad estaba directamente relacionada con la inequidad política, encabezó una lucha contra los valores y la mentalidad estamental. La reforma protestante contribuyó sin duda al proceso, pues no se debe olvidar que el sustento de los privilegios en el sistema monárquico-feudal era el llamado derecho divino. La idea de progreso, una vez instalada en las mentalidades colectivas sirvió de motor para una serie de cambios en lo político, ocurrió la consolidación del Estado y sus funciones. Ente supremo entre las comunidades, la conformación del concepto de Estado se encontró ligada a dos ideas fundamentales para los derechos políticos, por un lado, al derecho natural y por otro, a la idea de un contrato social. Mientras tanto, el contexto económico también fue elemento de presión. Las preocupaciones capitalistas, la búsqueda de bienestar y progreso, ya no a través de la apropiación de la tierra, sino mediante el intercambio comercial, impulsaron cambios de mentalidad hacia la apertura y la libertad, particularmente para hacer negocios. Capitalismo, tráfico comercial, transacciones bancarias y revolución industrial fueron el marco de cambio que acompañó a la idea de democracia. El iusnaturalismo, como también se conoce a la idea del derecho natural, contiene como novedad, desde su aparición, la idea de que existen una serie de derechos inalienables del ser humano en un sentido individual. Idea vieja, también retomada de la antigüedad clásica cuando se llegó a sostener que la razón era «ley para todos los hombres, y no sólo para los sabios. «[…] Que los hombres son iguales, aun después de tomar en cuenta las inevitables diferencias de rango, dotes naturales y riqueza: todos deben tener, por lo menos, aquel mínimo de derechos sin el cual es imposible la dignidad humana […]» (Sabine, 1994: 138). La otra idea, la del contrato social, estableció que el Estado tiene como origen un pacto, mediante el cual se legitima el poder estatal a cambio de la conservación de una serie de derechos fundamentales para cada individuo de la sociedad. El poder civil deriva entonces, del derecho natural que cada individuo tiene a proteger su integridad y propiedad. Aunque es una ficción, lo esencial es que existe un acuerdo tácito entre los miembros de la comunidad, primero para constituirse como cuerpo político y luego para entender que existe una tendencia hacia el consentimiento unánime. La idea de ciudadanía, sin la que perdería sentido el concepto democracia, aparece mediante el acuerdo de que «el soberano ha de proporcionar seguridad para garantizar un camino más fácil hacia la felicidad, [sin]


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agobiar, y mucho menos tiranizar a los ciudadanos –que ya no súbditos-, ya que [por causa de tal agobio o tiranía] pierde automáticamente su razón de ser» (Román y Ferri, 2002: 12). A lo anterior se sumarán los conceptos de división de poderes, para evitar el autoritarismo, y el de liberalismo, que colocó a la libertad como condición sine qua non para la vida democrática. La democracia llegaría al siglo XIX como el camino hacia la felicidad y en esencia conserva hasta nuestros días sus rasgos originarios: La democracia es a la vez un ideal y un conjunto de instituciones y prácticas. En tanto ideal, expresa dos principios muy sencillos: primero, que los miembros de cualquier grupo o asociación deberían determinar y controlar sus reglas y políticas, por intermedio de deliberaciones acerca del interés común; segundo que al hacerlo deberían tratarse mutuamente, y ser tratados, como iguales (Beetham, 2006: 3).

La construcción de un México ciudadano Este breve repaso por la evolución de las ideas de la democracia, nos conduce convenientemente al caso de México, a revisar la manera en la cual llegaron dichas ideas y sobre todo cómo se dio el proceso de ciudadanización. Dicho planteamiento nos remite a las prácticas políticas en los días novohispanos, como ya se dijo, los modelos políticos prehispánicos eran generalmente teocrático militares, la llegada de Cortés no significó gran cambio pues se trasladó a México la relación política feudal que imperaba en Europa, la transición fue de tlatoani a rey. La dinámica política durante la colonia dejó pocos o nulos espacios a la actividad ciudadana, la relación entre el rey y sus vasallos se dio a través de un enorme sistema burocrático, los pocos derechos de que gozaba el siervo se diluían en complejas redes de corrupción por las que pasaban evidentemente intereses personales y de grupos de poder. La legitimidad, prestigio y obediencia que en teoría eran el sustento de la relación entre autoridades y gobernados se desvirtuaron en la práctica mediante abusos y componendas. La corona hispana se consolidó en México desde el siglo XVI, cuando la etapa de conquista y descubrimiento prácticamente había terminado, la posibilidad de conformar nuevos señoríos finalizó cuando la corona se estableció como única titular de las decisiones de gobierno. Dichas decisiones centrales de gobierno llegarían al inmenso territorio americano a través de un complejo sistema que incluía virreyes, audiencias, gobernadores, corregidores, alcaldes mayores y tenientes que competían en la práctica con encomenderos, eclesiásticos y cualquiera con poder en los territorios novohispanos.


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Durante el siglo XVI se entró a un debate teórico sobre el carácter de los territorios americanos, algunos autores como Francisco de Vitoria y Bartolomé de las casas apoyaron la idea de que las tierras americanas al estar constituidas como reinos, al descubrirlas, deberían permanecer independientes pero unidas a la Corona de Castilla, los que se opusieron, Solórzano Pereyra por ejemplo, sostuvieron que la Corona había accedido a dichos reinos incorporándolos y convirtiéndolos en una extensión territorial del mismo. Este debate no es menor pues colocó un océano entre la autoridad y los gobernados, complicando aun más la relación de poder entre ellos. La relación se dio entonces a través de una jerarquía encabezada por el rey y el consejo de indias, institución esta última organizada como colegio para la llevar la legislación, administración y justicia en América como última instancia. Por supuesto que no existía democracia en la selección de estos y otros puestos, siempre era el rey quien designaba en persona a todos los altos funcionarios y estos a los menores. En América las funciones del rey las replicaba el virrey, se acompañaba de una Real audiencia que ejercía el poder judicial. En los distritos gobernaban alcaldes y corregidores ejerciendo de autoridad y justicia; y en entidades más pequeñas como villas, pueblos de indios y ciudades de españoles se encontraban los cabildos. Al aparato político siempre le hizo sombra el aparato eclesiástico, arzobispos, obispos, prelados, párrocos y vicarios, todos ejercían poder en sus esferas de influencia compitiendo con las autoridades políticas. La búsqueda de la felicidad, cómo se plantearía en el siglo de las luces, o la solución a los problemas inmediatos, era resuelta a través, como ya se dijo, de la figura señor-vasallo, el rey, como señor soberano, protegía a sus vasallos. Cuando había casos graves sobre vida o propiedades de las personas, la fórmula legal subrayaba la condición de vasallos del rey para invocar protección y solución a sus demandas. Es importante tener esto presente, pues se puede observar aquí la incipiente adquisición de derechos ciudadanos frente a las autoridades, aunque hay que reconocer que es una relación paternalista. Dicha relación y la condición mencionada de adquisición de derechos se observa claramente en la condición que adquirieron los indígenas mexicanos a quienes el sistema protegía y amparaba con peculiaridad, aunque en la realidad no siempre funcionara así. El acceso a las decisiones políticas estaba obstaculizado por el propio sistema, pues el soberano tomaba todas las decisiones, sin embargo, sirve reconocer un par de espacios en los que momentáneamente el poder se colocó en manos de individuos de la comunidad. El cabildo era uno de esos espacios, en ciudades y villas los vecinos podían llegar a jugar un papel importante. Ahí se pueden observar rasgos de una protociudadanía,


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pues al cabildo podía acceder cualquier vecino, es cierto que eventualmente fue un puesto al que se accedía por poder económico, pero se puede observar en algunos documentos la convocatoria abierta a juntas vecinales donde se podían tomar decisiones sobre problemas inmediatos sin esperar la intervención de otras autoridades (AGENL). El sistema empezó a mostrar señales de crisis debido al enorme territorio que debía administrar y sobre todo debido a la corrupción que lo carcomió prácticamente en todos los niveles, la venta de oficios y puestos dio lugar a una encarnizada lucha de intereses y los puestos que no llegaron a ponerse en venta como los de virrey y fiscal se vieron indirectamente afectados por presiones y alianzas que conducían sus decisiones. Con estos antecedentes y la llegada de ideas y noticias relacionadas con la ilustración, los habitantes de Nueva España fueron observando que el camino hacia la satisfacción de sus necesidades se encontraba obstaculizado por los intereses y grupos de poder que impedían la relación entre sus demandas y quien podía resolverlas, luego entonces, el poder del rey no permeaba hasta sus vasallos y quienes decidían en lo inmediato respondían sólo a sus propios intereses. La solución de los problemas, la búsqueda de la felicidad, debía encontrarse de otra manera, ya no por vía paternalista sino por medio de la acción. La ruta que existía para la satisfacción y solución de demandas se vio obstruida por la corrupción y las disputas por el poder, el cambio de familia reinante no encontró solución y la experiencia internacional apuntaba hacia el fin del antiguo régimen. Sólo fue cuestión de tiempo que coincidieran las ideas ilustradas, las noticias de rebelión en las colonias norteamericanas y en Francia, la caída de Fernando VII y la falta de solución a necesidades tan básicas como la alimentación, para que los súbditos mexicanos empezaran a dejar de serlo. Hacia 1810 se abrió uno de los primeros capítulos escritos por el espíritu ciudadano de los mexicanos, la madrugada del 16 de septiembre de 1810 los pobladores de la villa de Dolores decidieron resolver ellos mismos sus necesidades, participar de aquello que hasta entonces era sólo de los gobernantes, recordemos lo que dicen Florescano y Menegus sobre el orden político en la colonia: La sociedad y el orden político están regidos por las leyes naturales […] esta sociedad jerarquizada contiene en su seno, por su propia naturaleza, desigualdades e imperfecciones […] Las desigualdades […] suponen que cada persona acepta la situación […] el juez supremo de la sociedad es el monarca… (A.A.V.V, 2000: 367).


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Esta dinámica terminó no sólo debido a las Reformas Borbónicas sino también a la conciencia que venía conformándose entre los criollos, mestizos e indígenas y que les permitió defender lo que consideraban justo y propio. La Universidad en México, símbolo del pensamiento independiente, que inició sus funciones en 1553, para 1810 había dado al país una generación de protociudadanos. Algunos de esos protociudadanos, ansiosos por ejercer, se encontraban hacia 1810 en el ayuntamiento de la ciudad de México, al conocerse la noticia de la ausencia de Fernando VII en el trono español propusieron al virrey José de Iturrigaray, el 5 de agosto, que se convocara a una junta de ciudadanos que gobernara en tanto se diera el regreso del rey. Las ideas revolucionarias se hicieron presentes: cuando el rey no puede gobernar, la soberanía regresa a la nación; es la idea del pacto social, el individuo siempre ha tenido el poder, pero lo ha cedido al monarca, en caso de ser necesario dicho poder regresa al ciudadano. Pero esos incipientes ciudadanos se encontraban prácticamente en todas las instituciones novohispanas, también en la iglesia. Miguel Hidalgo es uno de ellos, descrito por algunos como hombre fuerte, lector de libros prohibidos, reformador económico y antiguo rector universitario (Young, 2006: 24), fue quien despertó a los pobladores para luchar por su bienestar, pues creer que el pensamiento ilustrado anidaba en la mente de todos los mexicanos es una utopía. Es evidente que el movimiento popular que sustenta el proceso de independencia, al menos en sus dos primeras etapas, es consciente sobre todo de sus necesidades inmediatas y la necesidad de tomar las riendas para su solución, pero carente de un ideario político sólido. Nos dice mucho el hecho de que la primera batalla importante fue la toma de la Alhondiga de Granaditas en Guanajuato, los primeros insurgentes no buscaban a los españoles que se escondían tras las gruesas puertas, ni iban tras el poder que ostentan, buscaban el grano que ahí habían acaparado. Cuando los causes de la ley no fueron suficientes para resolver las problemáticas del pueblo, este tomó por la fuerza los medios para resolverla. Pero las ideas ilustradas ayudaron, siguieron vivas y se hicieron presentes en la Constitución de Cádiz, en su elaboración participaron ciudadanos mexicanos, incluso dicha asamblea se constituyó como representante del pueblo y aunque se puede debatir el alcance limitado que dicha representación tenía, significa un paso importantísimo hacia un gobierno con tintes democráticos. Guridi y Alcocer, uno de los diputados mexicanos en dicha asamblea, alzó la voz para subrayar que la autoridad debía basarse en la voluntad general del pueblo, junto a él, otros diputados americanos defendieron los derechos ciudadanos para indios, negros y castas, además de exigir la supresión de la esclavitud. (A.A.V.V, 2000: 512) La constitución de Apatzingan que resultó del congreso de Chilpancingo al auspicio y liderazgo de José María Morelos, retomó el ideal


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liberal de Cádiz y con representación y aprobación ciudadana subrayó que «la soberanía reside originalmente en el pueblo y su ejercicio de en la representación nacional compuesta de diputados elegidos por ciudadanos». Una nueva nación se conformaba poniendo a los ciudadanos por delante. Aunque el proceso de independencia que terminó en 1821 no logró grandes cambios en la estructura social del país, al menos permitió el avance hacia las tradiciones republicana y democrática. Después del gracioso imperio de Iturbide se estableció la República Mexicana, con base en la constitución de 1824 de influencia gaditana y norteamericana. Aunque protegió los derechos de igualdad, seguridad y libertad de expresión, el fuero militar y eclesiástico mantuvieron la sombra de desigualdad sobre el país. A pesar de esto, es importante destacar que desde los ayuntamientos se mantuvo la elección popular y una estructura electoral. El pueblo regresó a sus casas, luego de las batallas independentistas, por una mezcla de desdén, cansancio y la necesidad de continuar con su vida al ver que el cambio no llegaba, parecían resignados a no vivir para observar los resultados de su lucha. La sociedad siguió dividida y la posibilidad de una mejor vida era más una esperanza que una posibilidad, de cada 10 mexicanos 2 eran criollos blancos, 2 mestizos y 6 indígenas, la riqueza seguía concentrada en el escalafón más alto. Los problemas, internos y externos, se sucedieron en un desfile que duró casi la mitad del siglo, entre imperio y república ganó la república, entre centralismo y federalismo no fue tan sencilla la decisión. La constitución de 1824, antes mencionada, fue de carácter federal, nació con el ímpetu que aun se sentía por haber conseguido la independencia. La vida política era compleja por los problemas que enfrentaba el país, a la inestabilidad económica se le sumaba la falta de reconocimiento internacional y la desarticulación de la economía, comienzo del profundo endeudamiento del país. A falta de partidos los ciudadanos se agruparon en torno a las logias masónicas, la logia escocesa agrupó a los centralistas y la yorkina a los federalistas. Los cambios entre las facciones eran constantes, generaban incertidumbre e impedían el avance hacia los acuerdos. Luego de la ampliación de la ciudadanía que significó el voto universal establecido por la constitución de 1824, en el ámbito electoral hubo una restricción importante, preocupados por la falta de acuerdos en el país, a partir de 1830 se limitó el ejercicio ciudadano a los hombres de propiedad, asumiendo que dichos propietarios estaban mejor educados y por lo tanto más preparados para decidir por el país, la demagogia, decían, no se apoderaría así de las elecciones. Ello no solucionó los cambios en el tipo de gobierno, ni trajo estabilidad al país, durante el siglo xix el promedio de gobierno presidencial rondó el año y medio, ello contando la dictadura de Santa Anna.


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En 1835 se convocó a un nuevo congreso, algunos centralistas estaban convencidos que el origen del problema estaba en la constitución, que nuevas leyes sacarían al país de la crisis. Con ello en mente, se elaboraron las llamadas «Siete Leyes» que establecían un gobierno liberal aunque centralista, con división de poderes y una presidencia sometida al congreso. En lo electoral las Siete Leyes mantuvieron la representación ciudadana pero no modificaron en lo sustancial las limitaciones que se venían estableciendo para el acceso a las elecciones, un censo limitaba la cantidad de votantes, por lo que el ejercicio ciudadano se mantuvo aun inalcanzable para la mayoría del pueblo. Este conjunto de leyes solo estuvieron vigentes entre 1837 y 1841, ni siquiera Anastacio Bustamante que gobernó en ese tiempo estaba convencido de la efectividad de esta legislación. Lo que anunció el intento de reconquista de Isidro Barradas en 1829 se confirmó, la inestabilidad colocaba al país como una presa fácil y atractiva para las potencias imperialistas. Texas se perdió en 1836, Francia invadió en 1838, Estados Unidos se quedó con la mitad del territorio hacia 1848 y la guerra civil que se perfilaba entre liberales y conservadores desde 1854 concluyó con una segunda invasión francesa y un monarca extranjero gobernando el país. Las Siete Leyes y el centralismo sufrieron un duro golpe con la independencia de Texas, pues uno de los argumentos era que el centralismo impedía el progreso de los estados, los texanos reclamaron el regreso a la constitución de 1824 y aunque existe la sospecha de que la decisión de separarse del país ya estaba tomada sin importar si se regresaba a la legislación del 24, las leyes centralistas quedaron totalmente desprestigiadas. En 1842 tuvo lugar un nuevo congreso constituyente que dio origen a las Bases Orgánicas de 1843. Aunque el congreso de 1842 favorecía al federalismo, Santa Anna, que una vez más gobernaba al país, se opuso y dejó el gobierno a Nicolás Bravo quien disolvió el congreso y nombró a una junta legislativa para la elaboración de las Bases Orgánicas, aunque menos, seguían siendo leyes centralistas. Sin grandes cambios legales en el ámbito democrático, la ciudadanía eran sólo los letrados y el pueblo seguía de observador, sin embargo, había una realidad evidente, sin congreso, ni siquiera los propietarios tenían representatividad, el grito de «constitución y congreso» apareció ya en 1844 anunciando nuevos cambios. (A.A.V.V, 2000: 542) La vuelta a la constitución de 1824 fue resultado de la inminente ocupación norteamericana en 1847, que avanzaba imparable desde el noreste y por el golfo. Los estadounidenses permitieron elecciones en las regiones ocupadas y un nuevo congreso expresó «por voluntad de los mexicanos» el reconocimiento al tratado Guadalupe Hidalgo. Uno de los


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capítulos más lamentables en la historia del país se cerraba sin dar voz a los más afectados, como siempre, el pueblo, despojado de ciudadanía y ahora de la mitad del territorio. Los mexicanos que iniciaron en 1810 la lucha por la independencia no habían visto cambios positivos sino tropiezos y derrotas, hacia mediados de siglo en algunos ranchos y pueblos pequeños prácticamente seguía viviéndose al mismo ritmo que durante la colonia. El desorden provocado por la inestabilidad de los primeros años de vida independiente, dio lugar a un vacío de poder, los ciudadanos al no sentirse representados en el gobierno vivían su vida en lo inmediato. La idealización de bandoleros y la impopularidad del ejército fueron señales inequívocas de una crisis de los valores ciudadanos y muestra de que los mexicanos que habían perdido le fe en las instituciones. La historia siguió y con una guerra en ciernes entre conservadores y liberales regresó Santa Anna a la presidencia, con apoyo de los conservadores abolió el sistema federal y «todo cuanto se llamara elección popular» (A.A.V.V, 2000: 587). Dicha regresión antidemocrática representó una de las últimas afrentas que acabarían con la tolerancia hacia la dictadura de quien se hacía llamar «su alteza serenísima». La revolución de Ayutla en 1854 abrió la puerta al enfrentamiento definitivo entre liberales y conservadores pero también a una nueva constitución de carácter liberal. La constitución de 1857 representó el primer esbozo de lo que sería un México verdaderamente independiente, libre, soberano e igualitario. Los privilegios que mantenían el equilibrio social colonial fueron atacados por las leyes liberales que culminaron en la constitución de 1857, libertad de trabajo, garantías individuales y reparto de tierras fueron pasos importantes hacia la ciudadanización del pueblo mexicano. La reacción conservadora, temerosa de la igualdad ciudadana a la que conducía la constitución de 1857 fue tal, que desató una larga guerra civil que culminó con el gobierno absolutista de Maximiliano de Habsburgo. Del enfrentamiento liberal-conservador entre 1858 y 1861 el país salió fuertemente debilitado, por lo que el mismo año en que acababan las hostilidades se suspendió el pago de la deuda internacional; Inglaterra, España y Francia amenazaron con invadir, pero sólo esta última lo cumplió, después de tres años se instaló Maximiliano en junio de 1864 y gobernó por tres años. Aunque ejerció un gobierno liberal que le hizo perder el apoyo de los conservadores, fueron años en lo que nuevamente el pueblo se vio marginado de las decisiones que determinaban el rumbo del país. La restauración de la libertad y la soberanía se dio en junio de 1867, dos hechos internacionales ayudaron: la guerra de Prusia atrajo a los soldados franceses de regreso a su tierra y el fin de la guerra civil norteamericana permitió a Washington defender nuevamente su esfera


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de influencia y ejercer presión para la retirada de Francia. Al interior los conservadores le retiraron el apoyo a Maximiliano y Juárez con el incansable ejército liberal logró finalmente el triunfo. La recuperación de los derechos ciudadanos comenzó el 22 de septiembre de 1867, cuando se llevaron a cabo elecciones, aunque el pueblo no acudió en masa a votar, cuestión que era de esperarse ante tantos años de inestabilidad política. Juárez se reeligió para presidente y se abrió una tregua de 10 años en los que reinó cierta normalidad ciudadana, hay que señalar es cierto, que el gobierno no era de aun de las mayorías pues un puñado de letrados eran quienes decidían el rumbo del país. La historiografía nos conduce a pensar que por buenas intenciones no quedaba, pero el pueblo seguía sin poder ejercer plenamente sus derechos. El triunfo definitivo sobre el Segundo Imperio arrojó nuevos héroes nacionales, uno de ellos, Porfirio Díaz, se consolidó de a poco como una figura de poder, escuchando sin duda a Gabino Barreda cuando proclamaba que el camino del país debía ser el de libertad, orden y progreso. Se opuso al gobierno de Juárez en 1872 y al de Lerdo de Tejada en 1876, con esta última revuelta llegó al poder y le quitó el elemento libertad a la ruta planteada por Barreda, gobernó tras una farsa democrática reeligiéndose constantemente entre 1884 y 1910. El país alcanzó cierto progreso económico bajo el Porfiriato, la debilidad ante el mundo ya no era tal y al interior los rurales habían puesto orden en los caminos y veredas del país. El ferrocarril trazó nuestra dependencia de Estados Unidos pero permitió el desarrollo de un mercado interno y una primera fase industrializadora, prácticamente hizo aparecer al norte. Sin embargo, los aspectos positivos se hicieron a costa de los negativos; pobreza, despojo, abusos y represión. Los mexicanos vieron como, durante el Porfiriato, la constitución de 1857 se fue diluyendo en acuerdos, concertacesiones y alianzas con los vestigios del conservadurismo. Iglesia, ejército y aristocracia gobernaron de la mano durante más de 30 años. La inversión extranjera fue tratada también con privilegios, un reporte pormenorizado de la economía era enviado puntualmente por el mismísimo ministro Enrique C. Creel, advirtiendo con anticipación a los industriales norteños, sobre el panorama financiero nacional. Sobra decir que la situación acabó, una vez más, con la paciencia del pueblo mexicano, las exigencias de apertura democrática, derechos laborales y reparto de tierras fueron la esencia de la Revolución de 1910. Tardo menos de un año derribar a Díaz pero diez en regresar al orden constitucional. La constitución de 1917 dio sustento legal al estado surgido de las exigencias revolucionarias, retomó el espíritu liberal de la constitución de 1857 pues mantuvo las garantías individuales y los derechos ciudadanos para todos, la novedad fue el espíritu social que se le incorporó.


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Los artículos 3º, 27, 123 y 130 trataron de evitar en la constitución de 1917 los errores de las anteriores, se observó claramente que los problemas del país tenían como trasfondo la falta de ciudadanía y la falta de responsabilidad individual frente al rumbo del país; para resolverlo, parecía quedar claro, no bastaba la república, ni las elecciones, los derechos o las garantías individuales, para una verdadera ciudadanización era necesaria la igualdad educativa, económica, laboral y judicial: escuela gratuita y laica, acceso a los recursos naturales del país, derechos laborales, separación iglesia estado y fin de los privilegios, fueron pasos que la revolución de 1910 impulsó y plasmó en las leyes que de dicho movimiento social emanaron (Agular, 1989). Para corregir los errores que dejó el levantamiento armado de 1910 el proceso de ciudadanización avanzó lento o estuvo ausente por momentos, la conformación de un partido que aglutinara a las fuerzas revolucionarias tomó forma para superar la infancia del país en los asuntos democráticos, los levantamientos se sucedieron uno tras otro y la defensa de los privilegios eclesiásticos desató una guerra religiosa, la cristera entre 1926 y 1929 que enfrentó a iglesia y estado. El PNR-PRM-PRI con prácticas poco democráticas dio tiempo a la consolidación del estado, un tiempo que no había logrado tener desde la declaración de independencia, excepto quizá, bajo la dictadura porfirista. Las fluctuaciones democráticas llevaron al poder a presidentes de todo tipo y estilo, los resortes de la maquinaria amortiguaron las exigencias ciudadanas con concesiones, avances y retrocesos hasta que nuevamente se acabó la paciencia. El movimiento estudiantil de 1968 era sólo una más, quizá la mayor, de muchas movilizaciones ciudadanas que exigían cambios. Ferrocarrileros, enfermeras y médicos eran algunos de los grupos que se manifestaban contra un sistema que los venía dejando fuera, nuevamente, en la dirección del país. Los años posrevolucionarios sentaron las bases del crecimiento demográfico y económico en México, dieron lugar a lo que se conoció como el milagro mexicano, crecimiento acelerado que resultó del modelo de sustitución de importaciones que impulsó la industrialización y de la coyuntura que se presentó por la segunda guerra mundial. La riqueza llegó al país casi como había llegado la ciudadanía y la democracia, por sorpresa, se dijo entonces que se administraría y repartiría poco a poco pero 1968, 1982 y 1988 fueron prueba de que dicho reparto no había ocurrido como se esperaba. Particularmente 1968 y 1988 fueron dos momentos en los que el proceso de ciudadanización de los mexicanos avanzó hacia la mayoría de edad. La movilización estudiantil exigió democracia, apertura política, libertad de expresión, fin de la corrupción y espacios para el ejercicio de


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los derechos ciudadanos, la magnitud y alcance del movimiento despertó a la sociedad mexicana a una realidad que era urgente aceptar, los derechos ciudadanos estaban en la constitución pero había que hacerlos valer, los ciudadanos mexicanos mostraron la cara. 1988 y 2006 fueron momentos fundamentales hacia la ciudadanización del país. En 1988 ante la sospecha de fraude electoral, una movilización masiva defendió el sufragio, con la idea de que no habría ciudadano si no se respetara su derecho al voto y a la decisión ahí expresada, se ejerció una presión importante sobre las instituciones políticas y electorales del país. Dicha presión tuvo efectos en los años posteriores, pues la ciudadanización de los órganos electorales inició con la aprobación en julio de 1990 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales y la creación del Instituto Federal Electoral y el Tribunal Federal Electoral (Medina, 1995: 8). El año 2006 fue otro año difícil en el proceso de democratización del país, más allá de las dudas que generó la elección, se hizo evidente la conciencia que existe en la actualidad entre los mexicanos con respecto a sus derechos políticos, la idea de que el rumbo del país lo determina el voto y la participación ciudadana, es perfectamente clara para la mayoría de los mexicanos. Lo que la historia nos enseña Primero. Como se señaló al inicio, las ideas de democracia y ciudadanía aunque tienen su origen en la Edad Antigua en Grecia, han recorrido e incidido en toda la historia de occidente, en la medida que América ha sido integrada al mundo occidental, México ha participado en la consolidación de las estructuras e instituciones democráticas y ciudadanas. La democracia y ciudadanización de México no es un proceso terminado, todos debemos cuidar su consolidación. Segundo. En ausencia de felicidad, en el sentido liberal del término, los ciudadanos buscan soluciones. 1810, 1854, 1910 y 1968 son ejemplos de cómo los mexicanos al no existir o no funcionar las vías democráticas buscan salidas menos convencionales, con excepción de 1968 las ocasiones anteriores, si bien pertenecen a épocas y circunstancias pasadas, hubo levantamientos armados de por medio. Ni México, ni el mundo, necesitan más levantamientos armados, las revoluciones deben ser de conciencia y pacificas, hay que atender a la historia para que no se repita la violencia. Tercero. Las constituciones de 1824, 1857 y 1917 muestran avances respecto a su antecedente en términos de ciudadanía y democracia pero el hecho de que existan las leyes no ha significado que se apliquen en la realidad. Es responsabilidad de todos vigilar su eficaz cumplimiento.


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Cuarto. Al auspicio de legislaciones democráticas y ciudadanizadoras han gobernado regímenes de todo tipo, la farsa democrática sostuvo al Porfiriato y los años de mayor autoritarismo y corrupción del siglo XX posrevolucionario. La democracia y la participación ciudadana no se limitan sólo a las elecciones, la vigilancia de quienes gobiernan y ejercen cargos públicos debe ser constante, es una responsabilidad de cada mexicano. Quinto. 1988 y 2006 nos enseñan que no basta con instituciones solidas si no se ganan la confianza de los electores, si no hay transparencia y cuentas claras, el electorado, tomando en cuenta la difícil historia de la democracia en el país, desarrolla dudas que no benefician en nada a la vida institucional del país, el ejercicio presidencial en los años posteriores a dichas elecciones cuestionadas demuestra que la legitimidad es fundamental y si no se gana por vías democráticas, redunda en detrimento de todo el país. Sexto. Después de doscientos años los avances en el ejercicio de la ciudadanía y la democracia son muchos, hoy existen instituciones electorales y democráticas sólidas. Como nunca, se tiene muy claro que la solución de los problemas debe transcurrir por la vía institucional, aunque falta avanzar en temas como la transparencia y la democratización de los medios de comunicación, se puede decir que se avanza firmemente por la vía de la democracia. Séptimo. A la esclavitud frente a España, se luchó por la independencia en 1810, a la esclavitud frente a la dictadura y los privilegios se peleó en 1854, 1857 y 1910, a la esclavitud de la corrupción y en defensa de los derechos sociales se levantó el pueblo en 1910 y 1968, contra la esclavitud de la opacidad y la violación de los derechos electorales se alzó la voz en 1988 y 2006, 2010 debe ser el inicio de una nueva revolución y una nueva independencia, debe ser el inicio de la lucha contra la esclavitud de la pobreza y la ignorancia, una batalla por la defensa de los derechos ciudadanos, debe haber un levantamiento de conciencia, un despertar ciudadano. El camino por la libertad no es un camino acabado, cada ciudadano debe ser consciente de la historia del país para valorar la libertad que hoy respiramos, pero sobre todo para soñar con la libertad que juntos seguiremos construyendo.


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Sufragio efectivo ¿sí reelección? Luis Alberto Reyes Figueroa «Una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser o grande o democracia» Theodore Roosevelt 26º Presidente de los Estados Unidos de América Hay que mandar obedeciendo. Hablar de una democracia moderna sugiere la necesaria existencia de puentes comunicacionales fluidos entre representantes y representados, por medio de los cuales los primeros obedezcan a los segundos incentivados por la posibilidad de permanencia en el puesto. El político y periodista francés, Georges Clemenceau, dijo alguna vez que «gobernar dentro de un régimen democrático sería mucho más fácil si no hubiera que ganar constantemente elecciones». Esta reflexión es pertinente si se atiende a la continuidad en los proyectos de gobierno en sí mismos, más que a la frecuencia de procesos electorales; el comentario cobra importancia porque hace referencia a la estabilidad deseable del régimen sin tener que enfrentar perturbaciones graves generadas por dichos procesos. La estabilidad es algo que se logra mediante la profundización en los arreglos establecidos en una democracia pues es deseable para cualquier país que considere a esa su forma de gobierno; máxime cuando se trata de un sistema político como el mexicano que ha experimentado una transición reciente. Al respecto, Philippe Schmitter y Nicolas Guilhot hacen una distinción entre dos procesos. La transición como cambio de un tipo de régimen a otro, por un lado, y la meta de consolidación de lo nuevo, por el otro. En el primer caso se trata de desmantelar las instituciones antiguas, disfuncionales e inestables. No así en el segundo, donde el objetivo es constructivo, de largo plazo y busca arraigar en la sociedad nuevas normas de conducta, así como sus instituciones. Aunque ambos procesos están relacionados, no se solapan; la transición corresponde a una primera etapa que se caracteriza por ser impredecible, así como un choque de poderes encabezados por líderes o grupos; la consolidación gira en torno a procesos de institucionalidad en un contexto predecible que dota de estabilidad a la vida política (Schmitter y Guilhot, citado por Meyer, 2005: 33). De lo anterior se desprende la reflexión de que es necesario modificar los mecanismos actuales que inciden en la estructura institucional de nuestro país. Es de interés particular abordar en el presente trabajo el beneficio que tendría para el régimen democrático el restablecimiento de las carreras parlamentarias, entendido como la reelección de legisladores. La argumentación


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justificante de dicha reforma, así como la especificación aludida –dejando otros cargos de elección popular fuera de este análisis– se presentan partiendo de lo general a lo particular. Primero se hará referencia a la prohibición histórica de la medida, para después discutir la transición democrática en México y los asuntos pendientes del régimen. Por último se discutirán los argumentos a favor del tema aquí tratado. El contexto histórico El proceso de apertura política que ha experimentado México durante los últimos años obliga a una reflexión seria sobre el contexto actual en que tiene lugar el debate de los asuntos públicos. Si bien el sistema político mexicano vigente mantiene varias características estructurales de antaño y algunos analistas sugieren que la transición no ha finalizado, el escenario de competencia entre partidos que acontece en nuestro país choca con la realidad pasada del partido hegemónico. En la opinión de Armando Salinas (citado por Dworak, 2003: 15), las reglas formales e informales que funcionaban en dicho sistema se han roto. Su visión sugiere que la nueva dinámica caracterizada por mayores contrapesos al poder ejecutivo ha traído, si bien avances democráticos, también una ralentización en el rediseño del proyecto nacional. Los involucrados en los temas de discusión ya no son sujetos de órdenes centralizadas desde el poder ejecutivo, sino que obedecen a otros intereses y liderazgos. Además, las diferentes posturas de los partidos políticos alimentan la competencia antes referida. De ahí que no haya continuidad en el debate pues se limita a dichos involucrados a un cierto periodo en funciones, el cual, por cierto, suele ser bastante corto. En el mismo sentido, Lorenzo Meyer sugiere que, «con el cambio de régimen, es posible e imperioso repensar las reglas sobre la elección, que si bien tuvieron razón de ser en el pasado en la actualidad sería sostener un anacronismo» (Meyer, 2005: 63). La razón de ser del lema antirreeleccionista «Sufragio efectivo, no reelección» que Francisco I. Madero enarboló en 1910 obedeció a la necesidad de evitar una estadía demasiado larga en la silla presidencial, como lo fue el caso particular de Porfirio Díaz; con esto se buscó crear una condición que desalentara al titular del poder ejecutivo manipular el proceso electoral en su beneficio. Sin embargo, si bien la idea tuvo como propósito afianzar la democracia maderista conquistada en 1911, terminó sirviendo a los intereses antidemocráticos del proyecto posrevolucionario (Meyer, 2005: 64). Ya durante los primeros años posteriores a la Revolución Mexicana y tras la muerte de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles ascendió como jefe máximo del régimen; su primera decisión fue deshacer en 1933 la modificación a la Constitución hecha por su antecesor que permitía la reelección del


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Presidente de la República para un segundo periodo de seis años. No sólo eso, sino que también sufrieron cambios los artículos 59 y 116 prohibiendo la reelección inmediata de diputados federales y senadores, así como diputados locales, respectivamente (Weldon citado por Dworak, 2003: 33-39). De este modo se logró la estabilidad necesaria del sistema político mexicano en el cual el proceso de lucha interna –en el seno del partido de estado– fue bastante controlado. Por otro lado, la creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) unos años antes a instancias de Calles también contribuyó a sentar las bases para la estructuración de un régimen basado en la pacificación y disciplina de la clase política (Olmedo, 2007: 6). El historiador Enrique Krauze lo resume al considerar que: «Calles había disciplinado a los generales y caciques regionales, ofreciéndoles el «PAN» de poder cada seis años, pero amenazándolos con el palo en caso de la menor disidencia» (Krauze, 1997: 107). Así, la imposibilidad de reelección dejó a los aspirantes a algún cargo de elección popular bajo el control de la burocracia de estado, cuyos poderes estaban centralizados en la figura del Presidente de la República. La clase política necesitada de renovación periódica para mantener su lealtad al sistema de partido estatal estuvo, sin embargo, incapacitada para incidir en la madurez de las instituciones federales, como el congreso y el senado. Se trató de una regla que alejó a los representantes de sus representados; en la práctica los legisladores no cultivan a sus representados porque no produce algún tipo de capital político, es decir, no existen los incentivos adecuados para ello (Lujambio citado por Dworak, 2003: 19). La decisión histórica de prohibir la reelección, si bien sirvió para mantener la estabilidad del frágil régimen posrevolucionario, ha provocado años después –ya en plena transición democrática– desequilibrios en el sistema que juega con reglas distintas a las de antes. De ahí la necesidad de repensar el criterio de la no reelección, recordando que, en su origen estuvo enfocado a impedir la concentración de poder durante largo tiempo y posteriormente buscó imponer una férrea disciplina en la clase política, controlando así las carreras políticas de los ocupantes de cargos de elección popular. Evolución y transición democráticas La transición democrática en México está inconclusa, así lo considera Gabriela Palavicini: «el cambio de partido político en el poder ejecutivo no marca en ningún caso el establecimiento de un régimen democrático en esencia» (Palavicini, 2005: 44). Es necesario cubrir otros requisitos para avanzar a un estado superior de democracia moderna; el camino a seguir es a través del acercamiento a los «modelos» platónicos o tipos ideales weberianos. Parte de dicho acercamiento supone replantear los mecanismos democráticos vigentes


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que inciden en la consolidación de instituciones. De ahí que, para contestar la interrogante que ocupa al presente escrito sea necesario partir de otra que la antecede: ¿Cómo se construye la vida en sociedad?. Para Aristóteles, la calidad de la asociación voluntaria entre los individuos, que da origen al acuerdo civilizatorio, los sitúa a una distancia lo suficientemente lejana a las bestias. En esta distinción que separa a los hombres de las bestias reside la calidad de ser ciudadano, es decir, quien ejerce sus derechos y cumple con sus obligaciones en el marco de ese acuerdo colectivo (Reyes Heroles, 2204: 18-20). Así que la vida en sociedad se construye a través del ejercicio de la ciudadanía. El pensador y político francés Alexis de Tocqueville notó en su visita a Estados Unidos de América la proclividad de sus ciudadanos a organizarse (Meyer, 2005: 25). En este sentido destaca la actitud participativa en los asuntos públicos de los habitantes de dicho país. Este ejemplo histórico ayuda a ilustrar que la formación de ciudadanía se debe entender como el interés en participar activamente en los asuntos públicos de la comunidad, lo cual, a su vez, implica el respeto a la ley; es decir, se trata de individuos que se preocupan por informarse y exigir en consecuencia el respeto a sus derechos al tiempo que cumplen con sus obligaciones. Sin embargo, también habría que cuestionar cómo se forma un ciudadano. Lograr que dichas exigencias tengan eco supone la existencia de canales adecuados, en el marco de una democracia dotada por mecanismos eficientes. En este sentido el papel del representante popular juega un rol fundamental en la generación de respuestas a las demandas ciudadanas. Al respecto, Diego Valadés hace referencia al doble sentido de la democracia distinguida por Georges Burdeau –democracia gobernada y democracia gobernante– para señalar la importancia de entender dicho concepto como un sistema institucional, no únicamente como instrumento electoral (Valadés citado por Dworak, 2003: 10). En su opinión, no basta con una versión moderada en que los ciudadanos participan de procesos electorales, sino que hay que avanzar hacia una versión amplia en la que los ciudadanos tengan, además de la facultad de elegir, la de controlar a sus elegidos. El salto cualitativo iría, entonces, de una democracia que se limita a favorecer a un candidato, a una en la que se vigile y evalúe a un representante. Si el objetivo es consolidar un sistema institucional de vanguardia, es fundamental contar con los mecanismos democráticos orientados a cumplir con ambas tareas del ciudadano votante. Así lo reflexionó de manera similar Benjamin Constant al distinguir entre la libertad de los antiguos y de los modernos. Son estos últimos los que encuadran en el nuevo sistema deseado. Pero; ¿Qué otras motivaciones previas deberían impulsar la transformación de los mecanismos democráticos?. Giovani Sartori considera que unas elecciones libres sin una opinión libre no expresan nada. El desconocimiento


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del público de los asuntos públicos, es decir, la pobre base informativa de la opinión pública, obedece sobre todo a los niveles de pobreza material y el analfabetismo. En su opinión, no se puede esperar que personas en esa condición puedan ser ciudadanos capaces e interesados (Sartori, 2005: 139142). Entonces, ¿Cuál es la alternativa para generar interés del público por lo público?. Se mencionan tres alternativas, una de las cuales apuesta por un nuevo símbolo unificador: la democracia participativa. En general, argumenta Sartori, ninguna democracia es totalmente directa, participativa, o representativa; ni meramente electoral. De hecho, son varios los proponentes quienes piensan, si bien los «participacionistas» abrigan la democracia directa, no desechan las elecciones ni descartan completamente la representación. El argumento principal reside en la premisa de que la participación electoral no es una participación real –sino más bien ilusoria– ni tampoco el lugar apropiado de participación. El mero acto de votar deja un significado muy débil y diluido de la democracia (Sartori, 2005: 150-155). Por eso, la participación es una iniciativa personal, voluntaria e independiente de movimientos generados por voluntades ajenas. Aunque en la actualidad todas las democracias son representativas, existen mecanismos que ayudan a aproximarla a una democracia directa, caracterizada por la cercanía entre gobernantes y gobernados. De hecho, un sistema fundado en la participación es más seguro y más satisfactorio que aquél fundado en la representación (Sartori, 2005: 346-347). El incentivo que invita a los individuos a participar de los asuntos públicos para convertirse en ciudadanos se desprende de una reforma que se acerque al ideal de participación completa. En México no existen mecanismos directos entre representantes y representados. Sin embargo, es posible acortar la brecha entre ambos introduciendo arreglos que se aproximen a dicho escenario. Cabe destacar la importancia de que sea «una aproximación», pues aunque es deseable involucrar a los individuos en el quehacer público, también es cierto que la madurez institucional no se presta para introducir medidas de democracia directa. La posibilidad de establecer la reelección de representantes como aproximación contribuiría a la paulatina madurez de las instituciones. Como menciona Fernando Dworak, «no hay que olvidar que el cambio institucional es un ejercicio gradual, incremental y permanente, sujeto constantemente a la prueba y al error» (Dworak, 2009). La actual falta de cultivo de relaciones del representante con el representado ha tenido un impacto negativo severo en las instituciones; el desprestigio de los políticos se ha extendido a los órganos legislativos, partidos políticos y todo el sistema político en su conjunto. Por otro lado, llama la atención el papel que juegan los partidos en el seno del congreso y senado, así como en los estados y municipios para la gobernabilidad del país. Pero primero hay que entender dicho concepto. Se


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entiende por gobernabilidad la capacidad de gobernar; la capacidad del estado de proveer dentro del marco legal las condiciones necesarias para desempeñar su función (Palvacini, 2005: 70). De acuerdo con Álcantara «todo parece indicar que las políticas públicas y reformas que propendan a la integración de la gente… y la disminución de la riqueza, aseguran la gobernabilidad». Más ilustrativa resulta la definición que aporta Ayres, quien considera que: «La gobernabilidad no se limita únicamente a un equilibrio en la sociedad, sino a las cualidades que debe presentar un sistema para que la estabilidad exista. Así, se trata de una cuestión de transparencia, rendición de cuentas y el prevalecer de la ley» (Palvacini, 2005: 70). Definido el concepto es necesario también entender la situación opuesta, es decir, la ingobernabilidad. Esta es una situación de desorden en un sistema aparentemente estable. Por lo tanto, a menor estabilidad mayor ingobernabilidad (Palvacini, 2005: 72). Hablar de ambas condiciones antitéticas es relevante dado el escenario que caracteriza al sistema político en nuestro país. Con la llegada de la transición democrática también se implantaron nuevos tipos de interacciones entre actores, poderes y niveles de gobierno; reflejadas todas como pesos y contrapesos. Dichas interacciones no tendrían que ser temidas ni vistas como fuentes de ingobernabilidad. Sin embargo, su inadecuada estructuración ha trastocado los márgenes deseables de gobernabilidad en México. Dicho de otro modo, los pesos y contrapesos son deseables pero requieren de incentivos adecuados para un funcionamiento eficiente. En el sistema mexicano los distintos intereses confrontan sus posturas y producen desequilibrios que hacen inestable al sistema. Irónicamente, el choque de intereses y posturas se debe a que los actores no responden a la ciudadanía, sino a sí mismos, al no tener incentivos para actuar con eficiencia. De ahí que, para aproximarse al ideal de gobernabilidad –cuyos elementos operativos son el diálogo y el consenso entre los actores (Palvacini, 2005: 33)–, sea necesario transformar el régimen democrático que provea los incentivos para dialogar. Una situación similar ayudaría a dejar atrás la crisis gubernamental y de régimen, es decir, lograr una mayor colaboración entre poderes; así como reparar el daño hecho al consenso político. Otro elemento importante que entorpece la colaboración y el consenso es el pobre nivel de confianza entre los mismos legisladores, debido en gran medida a sus intereses divididos, como ya se dijo. Pero el resultado neto de los desequilibrios hasta ahora comentados se refleja en la desconfianza originada, ya no entre actores políticos, sino desde la ciudadanía. El motivo principal es la breve relación que mantienen el representante y el representado, al no haber la posibilidad para el primero de permanecer en el cargo por más tiempo. La peor parte de este hecho es que los ciudadanos no confían en el sistema electoral (Valadés citado por Dworak, 2009: 10) como canal de participación.


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Por eso es importante abrir la posibilidad de que unos y otros cultiven relaciones de largo plazo; sólo así será posible que fructifique la confianza. No es posible construir una cultura política y de respeto a la ley mientras prevalezca la percepción entre la ciudadanía de que la política se ejerce de forma misteriosa y distante (Valadés citado por Dworak, 2009: 13). Más aún, un estado moderno y democrático sólo puede estar basado en el entendimiento de que la legalidad cohesiona de manera uniforme a los distintos componentes sociales (Reyes Heroles, 2004: 145). Cierto que los actores políticos son responsables del estado permanente de desconfianza social. No hay que olvidar que los cimientos de la confianza se encuentran en un sólido pacto social que se expresa en normas, instituciones sociales expresas o tácitas, en un estado de derecho que cuida de todos. Pero al no haber canales de participación e involucramiento en los asuntos públicos, la erosión en la confianza alcanza también a los ciudadanos (Reyes Heroles, 2004: 99-100). Lo anterior es conocido entre círculos académicos como capital social; un concepto pertinente para explicar el tejido social que se forma cuando la confianza se manifiesta entre representantes y representados; en las leyes; y en las instituciones (Reyes Heroles, 2004: 73-76). Se trata pues de un escenario como el que esbozó Tocqueville, en el cual las organizaciones sociales que surgían en Estados Unidos de América eran para los fines más diversos; iniciativas todas soportadas sobre una base de capital social (Meyer, 2005: 25). En nuestro país uno de cada tres mexicanos, confía en los mexicanos. Siguiendo la pregunta de Reyes Heroles: ¿Cómo pueden ser fluidas las relaciones humanas –y políticas– en medio de mares de desconfianza?. No se puede. De acuerdo con Robert Putnam donde el capital social se fractura los números sociales decaen. De ahí la necesidad de revertir la pérdida de capital social; para evitar mayores violaciones a la ley, corrupción y baja calidad de los servicios públicos (Reyes Heroles, 2004: 73-76). Recuperar el terreno perdido supone otorgar mayor poder de vigilancia al ciudadano sobre sus representantes como lo resume el mismo Reyes Heroles: El respeto a la ley es también producto de una sociedad organizada y exigente (…) donde los ciudadanos no tienen confianza entre ellos muchas de las instituciones públicas y privadas se topan con un camino lleno de obstáculos. La confianza interpersonal está vinculada con la democracia, con el respecto a la ley y con el asociacionismo.

Para que la exigencia de la sociedad tenga eco y se logre alcanzar un estado de confianza en las instituciones se requieren procedimientos mediante los cuales sea posible vigilar, evaluar y rendir cuentas. Mientras los representados no conciban a sus representantes como tal perdurará el abo-


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no al desprestigio de las instituciones representativas. En suma, la exigencia ciudadana estará apoyada en la convicción de que sus demandas tendrán un impacto en el desempeño de sus representantes. La reelección deseable: ¿quién y para qué? La propuesta de reelección a la que ya se ha hecho referencia y comentado los últimos años en los medios de comunicación cumpliría con el objetivo de que los representantes rindan cuentas como parte del fin último de consolidación al que se referían Schmitter y Guilhot. Antes es necesario distinguir entre propuestas que impactarían en el funcionamiento de las instituciones y aquéllas que tendrían otro tipo de efectos.1 En este caso particular se propone, específicamente, la reelección inmediata y varias veces de diputados y senadores pues se considera que sólo así contarían con los incentivos para actuar de manera responsable ante su electorado; es decir, ligarían su carrera política a los intereses de quienes los eligieron (Meyer, 2005: 63-67). Debido a la sensibilidad histórica y desconfianza imperante entre los ciudadanos, no sería adecuado forzar la reelección presidencial o de gobernadores; ni siquiera la de alcaldes. El primer paso para demostrar las ventajas de una medida similar es optar por reformar los artículos 59 y 116 de la Constitución, para permitir la reelección de diputados federales y senadores, así como de diputados locales. Parte del funcionamiento de una democracia vanguardista se aprecia en la efectividad de los pesos y contrapesos entre poderes, dados los incentivos correctos. No sólo eso, sino que muchas de las cuotas de poder que inciden a nivel nacional y regional las mantienen los partidos políticos a través de sus legisladores en ambas cámaras federales y las locales. Los curules en los congresos federal y estatales son meros trampolines para buscar otros cargos al finalizar su periodo, los cuales dependen de la disciplina y lealtad hacia los partidos de pertenencia. El contexto histórico fue determinante en la decisión de la clase política dominante que condujo a la derogación de las reformas reeleccionistas. Un claro ejemplo lo fueron los órganos legislativos estatales. En su seno los políticos podían perpetuarse para fortalecer a su grupo, mediante elecciones fraudulentas y viciadas; sucesos que despertaban el recelo de los políticos desfavorecidos, poniendo en peligro la estabilidad del régimen posrevolucionario (Weldon citado por Dworak, 2003: 46-49). Circunstancias similares en el escenario político proporcionaron los argumentos para prohibir la reelección y así suprimir el peligro que representaban los excesivos personalismos, potencialmente dañinos para el sistema de aquéllos años. En cambio, las circunstancias actuales demandan legisladores cercanos a sus representados. No se debe olvidar que su reelección también alienta el interés de los ciudadanos por la actividad que realizan, al otorgarles el poder de 1  Véase Dworak, F., Entrevista CEINPOL con Fernando Dworak , (http://www.revistapolitica.com.mx/2009/05/entrevistas-ceinpol-con-fernando-dworak-especialista-en-estudios-legislativos-1-de-2-la-reeleccion-no-es-solucion-magica-a-nuestros-problemas/).


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controlar periódicamente su desempeño. De igual forma, se les requiere más conocedores de los diferentes temas de interés público, es decir, especializados a través de las comisiones formadas al interior de las cámaras. El argumento es que: «Los representantes adquieren la memoria institucional necesaria para darle continuidad a las reformas que diseñan, generando diagnósticos asertivos sobre qué funciona y qué no»2. Es indispensable que se profesionalicen mediante la experiencia en los asuntos administrativos de sus respectivos órganos legislativos, y contribuir así a la madurez de los mismos. Además, sería benéfico para la democracia que los legisladores pudieran formar una base de poder electoral propia, para ganar autonomía frente a sus partidos. Hasta ahora, según Dworak, la prohibición del establecimiento de carreras parlamentarias le ha restado al congreso eficacia en términos de especialización, profesionalismo y autonomía (Dworak, 2003: 25). En un cálculo realizado por Arturo Álvarado para el periodo de 1964 a 2000, el 75% de los legisladores pasaron por el congreso una sola vez (citado por Meyer, 2005: 113). De forma similar Emma Campos hizo un análisis de la reelección de diputados federales para el periodo comprendido entre 1934 y la legislatura 1997-2000. De 4,609 individuos que pasaron por la Cámara de Diputados, sólo 631 –equivalente al 13.7%– se reeligieron alguna vez. Además, para cada una de las legislaturas en el periodo de 1934 a 1997, sólo un promedio de 14% de sus miembros había contado con experiencia previa como diputado federal (Campos citado por Dworak, 2003: 113). En términos de eficiencia la reforma reeleccionista lograría el ahorro de recursos económicos al ampliar el periodo de ejercicio del cargo y aumentar así el alcance de su función verdaderamente productiva, a la vez que sea sujetada a procesos continuos de evaluación (Salinas citado por Dworak, 2003: 17). Esta no es una propuesta sencilla por lo cual ha despertado recelo entre la opinión pública. Una encuesta reciente muestra que alrededor del 80% de los encuestados rechazan la propuesta de reelección inmediata de legisladores.3 Sin embargo, es interesante notar que los encuestados con mayor escolaridad tienden a estar más de acuerdo con ella. De modo que la propuesta no es el problema en sí, sino la falta de información sobre los beneficios que acarrearía en la práctica para los ciudadanos. Se concuerda con la postura de que los representantes populares en las cámaras no deberán basar su decisión de reformar los artículos antes citados en encuestas de opinión, porque los argumentos favorables sólo pueden ser entendidos por quienes cuentan con educación en la materia. El papel de los legisladores debería ser el de orientar a la sociedad hasta lograr un acuerdo que ofrezca certidumbre de que la reelección fortalecerá la democracia (Valadés 2  Véase Dworak, F., Entrevista CEINPOL con Fernando Dworak, (http://www.revistapolitica.com.mx/2009/05/entrevista-con-fernando-dworak-2-es-hora-que-dejemos-lasfalsas-expectativas-de-elegir-en-julio-a-una-generacion-de-legisladores-responsables/). 3  Véase Consulta Mitofsky, Reelección de diputados medida poco popular, (http:// www.consulta.mx/Estudio.aspx?Estudio=reelecion-diputados).


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citado por Dworak, 2003: 12). Asimismo, son varias las críticas que enfrentan los argumentos a favor de la reelección. Entre los más comunes destacan el de la disciplina partidista y la pérdida de identidad al obedecer a intereses localistas de los representados; el anquilosamiento de los legisladores en sus cargos y la formación de cacicazgos. De la primera se debe decir que un legislador cercano a sus representados no implica necesariamente el rompimiento con su partido. De hecho, es menester rescatar a los partidos, limpiar la empobrecida imagen que tienen como institución principal en los sistemas políticos modernos. Son estas organizaciones las que defienden los intereses del grupo social al que representan, es decir, se nutren de la sociedad misma y la representan frente al gobierno. Rescatando una idea de Michels, «el propósito de la representación democrática es establecer diferentes combinaciones entre partidos y bases sociales que hacen posible el desenvolvimiento del sistema» (Valadés citado por Dworak, 2003: 57). Los partidos contribuyen, de hecho, a la gobernabilidad; aunque en ocasiones se requiere de arreglos adecuados para su correcto funcionamiento y contribución al afianzamiento de sólidez institucional que el estado mexicano necesita. De presentarse un escenario con reelección, ciertamente la cohesión partidaria disminuiría en las bancadas, pero no habría incentivos que la hicieran descender a niveles catastróficos. La nueva realidad colocaría al legislador en un punto intermedio entre su partido y sus representados, aunque con la suficiente disciplina para hacer a su bancada lo suficientemente predecible al momento de votar. Dicha cohesión estará en función, ya no del premio o castigo como hasta ahora sucede, sino del consenso que se logre alcanzar al interior de la bancada. Se trata pues de un nuevo estilo de hacer política, más complejo, pero que podría seguir siendo manejable (Dworak, 2003: 266-268). Lo importante es que los partidos serían los administradores de las carreras políticas de los legisladores, pero ya no sus jefes directos. En relación a la segunda, hay que rebatirla señalando que ahí donde no existe competencia entre partidos ni elecciones limpias el arraigo caciquil es más probable. Sin embargo, la mayor competencia y pluralidad política incentiva la responsabilidad en el ejercicio del poder; y los grupos hegemónicos o cacicazgos van perdiendo su dominio en la región (Dworak, 2003: 252-285). Lo mismo sucede con aquéllos legisladores corruptos, los cuales pueden ver terminada su carrera política de comprobarse el tráfico de influencias y cabildeo con actores privados y grupos de interés. La preocupación restante sería qué hacer con los legisladores de representación proporcional. En principio, sus curules no tendrían por qué ser eliminados ya que en el nuevo escenario de diputados de mayoría con posibilidades de reelección los primeros se encargarán de infundir la identidad ideo-


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lógica sobre los segundos (Dworak, 2003: 244). Son los diputados llamados plurinominales los que contribuirían a mantener un sano equilibrio entre la prioridad de sus compañeros de responder a sus representados y la prioridad de responder a su partido. Su rol sería de líderes de bancada como sucede actualmente, siendo ellos los únicos que responderían primordialmente a sus institutos políticos, pero sin olvidar que su puesto dependería también de la cantidad de votos logrados por sus compañeros de mayoría. De ahí que el incentivo del consenso primaría por encima de la imposición partidista. Conclusiones El debate generado sobre la impostergable necesidad de transformar las instituciones del Estado mexicano para incidir en la profundización democrática nacional ha puesto sobre la mesa propuestas particulares que sugieren reformar los mecanismos representativos vigentes. No hay que tocar falsas puertas tan a la ligera que sugieren la necesidad de mecanismos demasiado avanzados para la poca madurez democrática de nuestras instituciones. Propuestas de instrumentos directos como el referéndum, plebiscito, asamblea popular y revocación de mandato son todas interesantes pero no siempre aplicables a la realidad democrática de México. Otras más como las candidaturas independientes podrían complementar los objetivos de participación ciudadana en los asuntos públicos pero aún así sería necesario que dichas candidaturas tengan ciertas garantías de permanencia en sus cargos a largo plazo en caso de triunfar por la vía electoral. Nuestro país demanda ciudadanos más participativos en los asuntos públicos, que estén informados y tengan la certeza de que el sufragio es en verdad efectivo, pero a diferencia del pasado el catalizador –en vez de obstáculo– será la reelección. Las adecuaciones necesarias que se tengan que hacer para crear condiciones en que la reelección opere más ágilmente han escapado a los intereses del presente ensayo. De ahí que se recomiende la profundización en su estudio, para proveer argumentos de soporte en materia de Ley orgánica legislativa, Ley electoral y normas internas de los partidos. La intención del presente trabajo fue cubrir una serie de argumentos justificantes en relación al reestablecimiento de las carreras parlamentarias.


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REFERENCIAS Consulta Mitofsky. Reelección de diputados medida poco popular. [Recuperado en: http://www.consulta.mx/Estudio.aspx?Estudio=reeleciondiputados]. Dworak, Fernando. (2003). El legislador a examen. El debate sobre la reelección legislativa en México. México: FCE ---. Entrevista CEINPOL con Fernando Dworak. [Recuperado en http://www. revistapolitica.com.mx/2009/05/entrevistas-ceinpol-con-fernandodworak-especialista-en-estudios-legislativos-1-de-2-la-reeleccion-noes-solucion-magica-a-nuestros-problemas] ---. Entrevista CEINPOL con Fernando Dworak. [Recuperado en http://www. revistapolitica.com.mx/2009/05/entrevista-con-fernando-dworak2-es-hora-que-dejemos-las-falsas-expectativas-de-elegir-en-julio-auna-generacion-de-legisladores-responsables] Krauze, Enrique. (1997). La presidencia imperial: ascenso y caída del sistema político mexicano 1940-1996. México: Ed. Tusquets. Meyer, Lorenzo. (2005). El Estado en busca del ciudadano. México: Océano. Olmedo, J. et al. (2007). México: crisis y oportunidad. 2ª. Edición. México: Ed. Prentice Hall. Palavicini, Gabriela. (2005). Gobernabilidad y democracia. Entre utopía y realidad. México: Ed. Porrúa. Reyes-Heroles, Federico. (2004). Entre las bestias y los dioses, México: Océano. Sartori, Giovanni. (2005). Teoría de la democracia, Madrid: Alianza Editorial.


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