Nacida para morir

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Nacida para morir

Gabriela GarcĂ­a RodrĂ­guez


Pocas veces nos paramos a pensar en cómo sería nuestra vida sin nosotros... Cómo sería la vida de nuestros seres queridos, si dejamos de existir. Seguramente porque la idea de morir solo causa tristeza, miedo e incluso cierto morbo. Hay personas que piensan en ella todos los días, que nos salvan de ella o que simplemente la buscan. Yo no la buscaba. Solo era una joven de dieciséis años, poco aficionada al estudio pero una lectora y fanática de la música. Quizá no pueda explicarte con todo detalle la historia del reformismo Borbónico, pero sí la historia de mi vida; y tampoco las leyes ponderales de las reacciones químicas, pero sí las reacciones físicas que él desencadenaba en mí. Recuerdo estar con él en el coche, juntos, escuchando la radio. Él conducía casi sin prestar atención a la carretera, quizá yo fuera la culpable. Estaba callada durante todo el viaje, prácticamente muda. El único ruido que yo emitía eran sollozos; apoyaba el codo en la ventanilla y mi frente sobre la palma de mi mano, tratando de ocultar las lágrimas. Sentía como él dirigía su mirada hacia mí cada cinco segundos. Su mano dejó la palanca de cambios y se movió hasta coger la mía. Le miré con ojos vidriosos y vi cómo sostenía mi mano, abarcándola y como enlazaba nuestros dedos; parecían piezas de un puzle que tiernamente encajaban. Besó mi mano, sin dejar de mirar la carretera. -Todo va a salir bien, pequeña.- Susurró mientras la volvía a besar, no sin antes volver a mirarme. Sonreí y me sequé las lágrimas con la manga de la sudadera. No había pasado ni una hora desde que fui a casa a recoger mis cosas y enfrentarme a mis padres junto a él. Recuerdo los gritos


de mi padre, que nombraban a la madre de mi novio de manera ofensiva, y también los de mi madre, que empezaron recordándome lo vulnerable e inútil que era, para acabar suplicando que no la abandonara. Ellos nunca lo entenderían, pensaban que éramos demasiado jóvenes para saber lo que era amar. En mi mente retumbaba la frase que le grité a mi madre antes de cogerle de la mano a mi novio y cerrar la puerta de la que dejaría de ser mi casa. “Mamá, no me digas que no sé lo que es el amor, es lo que siento ahora mismo por él, lo que seguiré sintiendo como la primera vez y lo que tú jamás volverás a sentir por papá.” Suspiré al recordarlo y apoyé la mejilla en la palma de mi mano, mientras miraba por la ventanilla. El aire de media noche me cubría la cara y la luz de la luna marcaba nuestro camino. Una canción empezó a sonar en la radio, la conocía bien. Su voz dulce y retro inundaba el coche, era Lana del Rey y estaba cantando "Born to die", nacer para morir. Él conducía con una mano y de vez en cuando daba pequeños golpecitos con el dedo índice sobre el volante, moviendo la cabeza al ritmo pulsado de la canción. Yo la tarareaba entera, me sabía la letra de memoria. El coche paró en un cruce y nos miramos durante varios minutos, hasta que ambos nos acercamos y fusionamos nuestros labios. Se oyó un gran estallido seguido de un chirrido ajeno a nosotros. Pero no llegamos a oírlo, estábamos enfrascados en nuestro pequeño momento. Mientras le besaba, podía escuchar la canción de fondo, como si de una banda sonora se tratase. Pero desgraciadamente así fue, justo cuando la canción llegaba a su final y se oía la última frase de


la letra "'Cause you and I, we are born to die", porque tú y yo, nacimos para morir… En aquel momento una luz cegadora se acercaba a gran velocidad hacia donde estábamos. Abrí los ojos levemente, sin dejar de besarle y pude ver cómo en dos segundos aquel camión que derrapaba con las ruedas reventadas, se estrellaba contra la puerta del conductor. No pude reaccionar, tampoco él. Fue un golpe tan violento que el coche dio varias vueltas de campana hasta golpearse contra el asfalto. Mi cabeza no se sostenía, mi cuerpo no reaccionaba ante el dolor, los oídos me pitaban, pero podía oír el sonido de los cristales y partes del coche cayendo al suelo. Intenté enfocar mi mirada, pero solo veía llamas, cristales rotos y un cuerpo mutilado y completamente ensangrentado a mi lado. Podía oler la gasolina, la sangre y sobre todo la muerte. Mis ojos derramaban lágrimas que ardían por mis mejillas, no podía abrirlos de nuevo, era como si ya no quisieran ver más... De mi garganta salió un grito desgarrador de dolor y todo se volvió negro. Desperté de un sobresalto. Por mi frente corría un sudor frío y todo mi cuerpo se estremeció ante aquella horrible pesadilla... ojalá hubiera sido eso. Sabía dónde me encontraba, sobre una camilla cubierta de sábanas blancas con el logo del hospital. Aquellas paredes azules pastel y la máquina a la que estaba conectada y que me mantenía con vida, no me eran familiares. Me levanté de la camilla con cuidado de no hacerme daño, pero no sentí ningún dolor. Solo sentía una ligera palpitación de calor en el pecho, que disminuía a medida que me acercaba al ventanal de la habitación. Pude ver cómo el sol teñía las nubes rojas y marrones, y en lo alto del cielo se podía ver la luna y las estrellas aparecer. Era el


atardecer y mi palpitación se desvanecía como la luz del sol en el horizonte. Un pitido incesante me alarmó. Un médico entró en la habitación con un séquito de enfermeras que rodearon la camilla. Miré confusa hacia donde ellos estaban, oía al médico gritar ¡Carga! y el ruido de un impulso eléctrico continuo. Un cuerpo se doblaba sobre sí mismo cada vez que el médico apoyaba aquellas placas en su pecho. El médico dio un último impulso eléctrico antes de que un pitido persistente sonara esta vez de manera estridente y marcara el fin. Las enfermeras recogieron las placas y se llevaron el desfibrilador en un carrito. Me acerqué curiosa a ver aquella escena dramática. Lo único que me impedía ver a la persona que yacía en la cama, era el cuerpo del médico. Éste cogió la muñeca del paciente y pude identificar que era una chica por aquel pintauñas de color rosa, que me recordaba al mío. Negó con la cabeza y se apartó ligeramente para cubrir con una sábana blanca el cuerpo de la fallecida. Me aproximé hasta el lado de la camilla y pude verla. Ojalá hubiera podido sentir aquel frío que recorrió y se apoderó de mi inexistente cuerpo, al ver que la joven que acababa de morir... era yo.


Primer premio del XXVII Concurso de creación literaria “Pablo Serrano” (2ª categoría)


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