CUENTOS DE MI VIDA QUE PODRÍAN SER LOS TUYOS TAMBIÉN
Cuentos de mi vida que puedrían ser los tuyos también
QUE PODRÍAN SER LOS TUYOS TAMBIÉN
CUENTOS DE MI VIDA QUE PODRÍAN SER LOS TUYOS TAMBIÉN
Escuela de Comunicación y Entretenimiento
Universidad Anáhuac Cancún Rectoría: P. Jesús Quirce Andrés, L.C. Vicerrectoría de Finanzas y Administración: Mtro. Jorge Juan García Sánchez Dirección Académica: Mtro. Aldo Chávez Cerezo Dirección de Formación Integral Ing. Jorge Alarcón Alfaro Comunicación Insitucional Lic. Elizabeth Gutiérrez Patiño Compromiso Social Lic. Regina Otero Nava Relaciones Estudiantiles Lic. Luís Adrián Sánchez Cano Coordinador de la Escuela de Comunicación y Entretenimiento Mtro. Humberto Tungüí Rodríguez
Editorial Editor en jefe Mtro. Miguel Miranda Corrección de estilo Fernanda Vargas Corrección editorial Johana Navarro Diseño gráfico Andrea Laurent Amaranta Jurado Diseño editorial Nicolás Cavalieri Daniela Torres
ÍNDICE
01 02 03 04 05 06 07 08 09 10
Amárrame
Alejandra Arroyo Pág. 10
Helena
Andrea Laurent Pág. 12
Astrid le perteneció Amaranta Jurado Pág. 15
Camino a la muerte Joaquín Cortés Pág. 16
Campo de girasoles Johana Navarro Pág. 18
Cita a ciegas Marco Navarro Pág. 20
Parestesia
Eugenio de la Vega Pág. 23
Puta no nací Pablo Rojas Pág. 24
Paula
Fernanda Vargas Pág. 26
Tu vuelo José Jácome Pág. 28
11 12 13 14 15 16 17 18 19 20
Verde nuevo
Eugenio de la Vega Pág. 30
Un instante imperfecto Andrea Laurent Pág. 32
7 mil millones de personas Amaranta Jurado Pág. 34
Por debajo del agua Alejandra Arroyo Pág. 38
Tu recuerdo Andrea Laurent Pág. 40
No en mi corazón, gracias Fernanda Vargas Pág. 42
Niña sol
Pablo Rojas Pág. 44
Los ojos que miraban a Felicia Melanie Castro Pág. 46
Las 12 en punto Pablo Rojas Pág. 49
Gracias al mar María José Malagón Pág. 50
“El que tiene imaginación, con qué facilidad saca de la nada un mundo.” -Gustavo Adolfo Béquer
Para María Isabel Saucedo de Miranda Con un gran amor y cariño, de quienes te conocieron a través de tu hijo.
PRÓLOGO T
engo la fortuna de ser profesor de veinte estudiantes de Literatura y Antropología Narrativa. En la materia se analizan las propuestas narrativas de los grandes escritores modernos, se revisan los principales géneros literarios y sobre todo, se busca la expresión personal de cada alumno a través de la ficción literaria, partiendo del hecho de que la narrativa —en cualquiera de sus formas— es el común denominador del comunicólogo. Los estudiantes aprenden a desarrollar una historia, con un solo hecho narrado, pretendiendo que el lector la siga con interés hasta el final. Igualmente imparto la materia de Creatividad e Innovación Editorial, para el área de medios, en la cual están involucrados diez estudiantes que también cursan Literatura y Antropología Narrativa. En este curso, el estudiante se enfrenta de igual manera a resolver problemas creativos con la salvedad de que el resultado suele ser más tangible. La producción creativa del semestre de agosto-diciembre 2017 fue sorprendente: los estudiantes de Literatura no solamente escribieron en promedio cinco cuentos cada uno, siendo muchos de ellos de extraordinaria factura, también produjeron historias capaces de ser convertidas en cortometrajes, una de ellas realizada en la materia de Análisis Cinematográfico. Con tal calidad superando a la ya fastuosa cantidad en la producción narrativa, los estudiantes de Creatividad e Innovación Editorial produjeron esta publicación electrónica que tiene usted, lector, lectora, frente a sus ojos ahora mismo. Está editada, maquetada e ilustrada en su totalidad por los estudiantes que comparten sus puntos de vista, vivencias, fantasías y temores a través de su pluma y la narrativa que los terrenos de la ficción puede ofrecer. Al leer a mis alumnos y ver el resultado creativo de ambas materias no me queda más que confirmar que soy doblemente afortunado de convivir con tanto talento.
Mtro. Miguel Miranda Profesor de la asignatura Creatividad e Innovación Editorial
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Amárrame A mi novio, recuerda que la dueña es siempre peor que el perro.
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icen que un buen hombre es tan raro, que si llegas a coincidir con alguno deberás “amarrarlo” de inmediato. Amarrarlos... Estoy de acuerdo en que en ocasiones se comportan como ganado alborotado, pero “amarrar” a un hombre me suena a casarlo con la idea de la diosa doméstica o peor, de ser padre. Cuando conocí a Alonso, me sorprendí presentándolo como “un buen hombre”. A excepción de una nociva lista de ex novias y un fanatismo inexplicable por los deportes, parecía serlo; aún en este último pseudo defecto encontré virtudes: le iba al mismo equipo de fútbol desde pequeño, clara fidelidad. Cuando me dijo que me presentaría a la reina de la casa, pensé ingenua y culturalmente: “Ama a su mamá, buen augurio”… era más bien una chiquita de 40 centímetros la que respondía al título y me miraba con grandes ojos negros desde lo alto de las escaleras. —¡La reina de la casa! El amor de mi vida —y me remató con un—: Lulu, mi razón de existir—. El resto de la tarde digerí el hecho de tener que compartir aquellos títulos, aquél hombre. Semana Santa la pasamos en su casa. Comida con sus papás, una sobremesa bastante política, un poco de televisión y a dormir. Me arropé con el edredón peludo y busqué mi beso de buenas noches, ya volteada escuché un silbido. Lulu había subido a la cama. Volteé a ver a Alonso y en su gesto leí que la invitada aquí era yo. Amanecí agripada y con los ojos hinchados como caricatura mal dibujada. Me paré al baño y tropecé con un huesito chillón de hule que despertó a los novios aún somnolientos en la cama. Parece ser que tenía una alergia perruna y entre risas le dije que tendría que elegir el sueño de cuál dama procurar. Los siguientes dos días me dormía tapada de pies a cabeza esperando alejar el efecto “perro” de mis vías respiratorias, el silbido nocturno anunciaba mi destrucción. Después de tres noches sin pegar un ojo, mi aspecto y humor eran fatales. Me sinceré frente al espejo que reprochaba mis gruesas ojeras: no era un perrhijo, sino una perronovia, cuyo encanto despertaba en mí un -francamente- irracional arrebato de celos que me dispuse a ocultar con todas mis fuerzas. La cuarta noche, mientras Alonso hacía su rutina para dormir, me escurrí afuera del cuarto y llamé a Lulu.
Se acercó a mí, le puse su collar mientras le cantaba su canción favorita (I Want You Back de los Jackson 5) y la saqué al patio. Amarré la correa en un árbol, le dejé un poco de agua y como escuché la palanca del inodoro, sabía que me quedaban por lo menos cinco minutos más. Bajé a su nivel y nos miramos. —¿Acaso no te parezco horrible? Ten piedad — Lulu me lamió la mano alimentando mi culpa. Le prometí que regresaría por ella a primera hora mañana y le di una bendición atea muy sincera. Subí las escaleras y me metí a la cama para ocultar mi vergüenza, misma que se disipó rápidamente al sentirme tan a mis anchas y cubrirme con el suave edredón siempre reservado para mi friolento ser. Alonso apagó la luz, me besó y lanzó el silbido sin respuesta. Quiso ir a buscarla, pero anticipándome a esto, yo me había desnudado. Sí, era bueno, pero era hombre. A las 6 am vibró mi celular debajo de mi almohada y me catapulté de la cama teniendo el mismo aspecto demacrado y enfermo que las noches anteriores. Mientras bajaba las escaleras, moqueaba por la nariz y estornudaba sin control alguno. Abrí la puerta para descubrir que ni Lulu ni su correa estaban. Al decirle, no sabía si me faltaba el aire por el bloqueo total de mi traquea a causa de la inflamación
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alérgica o por el shock, quizá una combinación de las dos. Alonso salió corriendo de la casa apenas vestido, yo le seguía de cerca con la cabeza baja y papel en la nariz. La encontraron al cabo de dos días, la méndiga se había largado con otros perros de dueños madrugadores, una pinche pareja fit. A la semana, Alonso devolvió mis llamadas y le pedí que me dejara pasar la noche en su casa para aclarar todo el asunto. Después de rogar un rato, le mostré la penosa razón de mis acciones (además de mis celos): mi cuenta del alergólogo. Mis estudios no arrojaron ningún
indicio de rechazo hacia el pelaje de animales (como perros), sino gran sensibilidad hacia los ácaros presentes en textiles pomposos o peluches. Cuando llegó la noche, yo misma llamé a Lulu a la cama. Me deshice del edredón peludo con el que me cubría cada noche y apagué la luz. Esa mañana pude mirar la espalda de mi novio pintada por la luz del día, en lugar de mi rostro inflamado. Lulu tuvo un lugar permanente en nuestra cama y corazón. Cuando nuestros hijos me preguntan cómo hice para amarrar a su papá, les respondo que no sé, que ni siquiera supe amarrar al perro.
Alejandra Arroyo
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Helena S
on las 11:23 pm, casi una hora y media después de lo acordado, pero decides que vale la pena esperar sólo porque es a ella a quien esperas. No sabes cuánto has fumado, pero empiezas a sentir ya el mareo por la falta de oxígeno que definitivamente es difícil obtener en el bar en el que te encuentras. Miras a tu alrededor y te permites por primera vez darte cuenta del lugar en el que estás situado. Oscuro, ruidoso y paradójicamente silencioso a la vez, con un fuerte olor que persiste en entrar en lo más profundo de tus pulmones. Ese olor tan típico de cualquier cantina, un olor a decepción pura, sueños perdidos y esperanzas rotas. Un olor que jamás pensaste que llegarías a vincular con ella. Recuerdas su nombre, Helena, y de golpe regresas a tu adolescencia. Eres un chico común y corriente, no tienes nada especial. Nadie tiene por qué tenerte lástima, pero tampoco eres objeto de envidia. Tus mayores preocupaciones consisten en organizar las retas de fútbol con tus amigos y llegar a tiempo para la cena antes de que tu madre se enoje. Ya tienes 14 años, nuevos pensamientos llegan a tu mente como relámpagos que intensamente te hacen dudar de todo aquello que antes considerabas “normal”. La vecina ya no es la vecina. Tiene nombre y apellido. Helena Padilla. Ella cambió antes que tú y no sólo por aquello que dicen acerca de cómo las mujeres maduran antes que los hombres. Ella siempre ha sido mayor, mayor en mente y cuerpo. Antes no importaba, pero ahora... ahora es todo tan claro. Comienzas a entender lo que se dice de ella, comienzas a sentir el deseo que se comparte por ella. No sólo es guapa; es vivaz e inteligente. Es peligrosa. Tienes sólo 14 años y ya estás perdido. Ella es la primera en dejarlos. A ti y a todo el pueblo. Sus cualidades despiertan el interés ya no de adolescentes pubertos, sino el de hombres mayores. Hombres que la llevarán a algún lado, hombres que le prometen un futuro. Lo primero de lo que te enteras es que ahora sale en una telenovela. Es la protagonista. —Seguro le hace favorcitos al productor — escuchas decir a tu madre desde la cocina. Tienes sólo 14 años, pero sabes perfectamente lo que eso significa. —Siempre fue fácil —escuchas decir a su exnovio, pero tu lo pasas por alto. Sigues pensando lo mejor de ella, no sólo porque es guapa, vivaz e inteligente, sino porque te recuerda a ese intenso amor y admiración del que eres capaz de sentir. Te recuerda que eres humano.
Los años pasan, la vida sigue. Saliste de tu pueblo y ahora trabajas en aquello que jamás imaginaste, aquello que no te satisface por completo, aquello que te mantiene en un estado perpetuo de comodidad. Regresas a casa para Navidad y escuchas de ella por primera vez en años. —Dejó a su prometido plantado en el altar — escuchas decir a su madre que aún vive junto a la tuya. Tienes ya 26 años y sabes distinguir perfectamente la gran decepción que sus labios pronuncian. Piensas en el pobre bastardo que fue capaz de tenerla y luego perderla. No le tienes lástima, le tienes envidia. Te das cuenta de que aún la admiras. Cumples 30 años. Ya estas en el tercer piso. Tus compañeros de trabajo te organizan un pequeño convivio. Te sientes agradecido, pero sabes que no significa gran cosa. No sientes apego ni conexión con ninguno de tus colegas. El sentimiento es recíproco. Recibes una llamada. Es tu hermano mayor. Piensas que va a felicitarte, pero en realidad necesita tu ayuda. —Por favor paga mi fianza, te lo regreso en cuento pueda —lo arrestaron por “interrumpir la paz”. Tan sólo un modo elegante de nombrar algo tan simple como “orinar en la vía pública”. No estás decepcionado porque tu hermano mayor no sea tu ejemplo a seguir, ni porque interrumpa un día, en teoría especial, como tu cumpleaños, para solucionarle la vida. Te das cuenta que lo decepcionante es que irlo a ayudar es lo más emocionante que te ha pasado en todo el mes. Vives en un estado puro de monotonía. Para agradecerte, tu hermano te invita un trago. —Conozco un gran lugar, el dueño nos hará precio especial —te dice sin considerar realmente si te gustaría ir o no. Tú te dejas llevar, no tienes nada mejor que hacer. Llevan ya cinco cervezas cada uno. La naturaleza llama y tu cuerpo te lleva casi mecánicamente al baño, necesitas liberar el drenaje. Es ahí cuando la ves. No te mientes a ti mismo. No la ves guapa, ni vivaz. Está más delgada, ojerosa, incluso su cabello ha perdido ese brillo que te hacía sonreír, pero sigue siendo Helena. Helena Padilla. Al principio no te reconoce, pero después de un par de intentos tuyos por hacerla recordar que eras tú ese muchacho regordete que vivía junto a ella en aquel pueblo olvidado, su mirada cambia. Te sonríe. La invitas a sentarse contigo y decide acompañarte. Tu mesa está sola. Tu hermano se marchó sin ti, pero eso te tiene sin cuidado. Ahora toda tu atención está en
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Helena. Le invitas una copa. Ella la acepta, pero la notas nerviosa, intranquila. Te platica un poco de su vida, sin detalles. —No puedo quejarme —la escuchas decir. Ya tienes 30 años y te das cuenta que en su voz no hay más que tristeza. Te das cuenta, está decepcionada, decepcionada de sí misma. Tú no le tienes lástima, te da ternura, quieres ayudarla. Aún la admiras. Entra un hombre corpulento en aquel bar de mala muerte. —¡Helena! —lo escuchas gritar. Todos se exaltan. Todos menos ella. Te mira a los ojos y eso es todo lo que hacía falta para darte cuenta de que te necesita. Sin pensarlo le das tu tarjeta. Tiene tus datos, podrá comunicarse si así lo desea. No quieres perder el contacto visual por miedo a despertar de un mal sueño. El hombre corpulento está parado junto a ti y en un instante arranca de tu vida a esa mujer que siempre deseaste y admiraste. Te sientes vacío. Pasa una semana y recibes una llamada. Es ella, con su voz frágil que, a pesar de su delicadeza, tiene un tono amargo. —¿Podemos vernos? —te pregunta. —Te necesito —te implora. Se ven en un café cerca de tu oficina a las 3:24 pm. No es la misma que en el bar. Ya no tiene una máscara, te muestra su verdadero yo. Sus ojos se convierten en fuentes que no dejan de derramar lágrimas y te revela todas las cicatrices que la vida le ha dejado. No es lo que esperabas. La chica a la que alguna vez consideraste peligrosa, la percibes más débil que nunca. No es su propia dueña, le pertenece a aquel tipo corpulento que conociste la otra noche. —Necesito dinero —te escribe una cifra en una servilleta. La observas. Jamás has tenido tanto dinero frente a ti. Te explica que con él podrás pagar su deuda y ella por fín será libre—. Iremos a donde quieras — aceptas. No por lo que te promete, sino porque realmente quieres ayudarla. Te recuerda que eres humano. Quedan de verse en el bar en el que se reencontraron a las 10 pm en diez días. Ya sabes cómo conseguir el dinero. Tu madre murió hace dos años y tus tíos han querido comprarte su casa desde entonces. Aquella casa en la que creciste, aquella casa en la que conociste a Helena. Haces la llamada. Les vendes la casa. El dinero es suficiente para pagar la deuda de Helena.
Regresas al presente. Ya son las 11:56 pm. Sabes que no llegará. No te enojas, siempre has sido un tipo tranquilo, pero te decepcionas. Recuerdas que de amor no se muere la gente, pero sí de decepción. Te das cuenta de que es tu culpa. Tú la pusiste en un pedestal imaginario que ella jamás mereció. Te ríes de ti mismo. Miras a tu alrededor y te das cuenta de que no quieres estar aquí. Observas el maletín lleno de dinero y evalúas tu situación actual. Decides seguir adelante. Decides no volver al trabajo que no amas, ni al departamento que jamás decoraste. Decides irte y hacer una vida para ti, pero una que disfrutes. Es en ese preciso momento te das cuenta de que Helena no es nada más que tu pasado. Un pasado que importa recordar, pero al cual nunca volverás.
Andrea Laurent
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Astrid le perteneció L
a noche estrellada caía pesada sobre el cansado cuerpo de Daniel. Era el efecto de quedarse tarde en el colegio que siempre tenía sobre él, como si las horas extras se acumularan en partes desconocidas de su ser. Había salido del edificio para fumar el último cigarro de su aplastada caja de Pall Mall y ahora las nubes de humo se arremolinaban a su alrededor, mezclándose con la neblina de la noche fría y nublando tanto su visión como sus agotados pensamientos. Entre la niebla se materializó su esbelta figura. Astrid tenía varios años más que él y a veces mientras su profesor hablaba de poetas muertos le lanzaba sonrisas furtivas, de esas que parecen accidentes y deslizaba una de sus manos por su pierna hasta que él desprevenido pegaba un brinco. —¿Qué haces aquí tan tarde? —le preguntó ella con una voz casual. Él no contestó y en lugar de eso tiró el cigarro al piso y lo apagó contra la suela de su zapato. Ella volvió a reír y se acercó a él, como un león que se acercaba a una presa, y extendió su mano para tocar su hombro. Ese único acto fue suficiente para mandar olas eléctricas a través de todo su sistema nervioso. Ella, con su sexto sentido de bandida lo notó, porque volvió a sonreír, y su sonrisa hizo que de repente sus pantalones se ciñeran a su cuerpo. Daniel la observó, con los botones de su blusa abotonados justo hasta el punto conveniente y la falda del uniforme corta sobre sus muslos blancos y suaves, parecía una diosa salida de sus propias fantasías. Astrid entonces retiró sus manos calientes de él y comenzó a caminar. Una propuesta silenciosa flotó tangible en el aire, haciéndose más evidente con cada paso que ella se alejaba de él. Decidió seguirla. No fue hasta que se encontraron los dos solos en un salón de clases vacío cuando Daniel estuvo completamente consciente de su pubescente inexperiencia. Los labios de Astrid sobre los suyos eran calientes, eran fuego sobre su helada piel explorando cada centímetro de su cuerpo como si hasta las mentiras pudiera encontrarle con su boca. Había algo prohibido sobre todo el asunto, algo que lo hacía dudar a veces en sus movimientos voraces, pero eso no evitó que recostara
bruscamente a Astrid contra uno de los escritorios. La ropa estorbaba, era una barrera innecesaria entre ellos y entre más rápido pudiera desprender las prendas de las puntiagudas caderas de Astrid más feliz sería, porque había algo de espiritual en el tacto de piel contra piel, algo que hacía que su corazón se desplomara contra la boca de su estómago. Si hubiera podido devorar la dulce piel de Astrid lo hubiera hecho, blanca como la nieve, pero con sabor de caramelo. Cada parte de su cuerpo estaba viva, cada célula tenía vida propia, cada átomo se quería salir de su ser, y todo respondía solamente a ella. Con cada minuto que se adentraba más en Astrid podía sentir sus células vivas también, sus átomos disparándose contra lo suyos. Podía sentir sus músculos tensándose sobre ella, sus exquisitos senos contra su pecho, sus uñas clavándose en su espalda. Su alma quería escaparse de su cuerpo para poder acercarse más a Astrid, como si estuviera conectado a ella, como si ahora una parte de él le perteneciera a ella para siempre y una parte de ella considerablemente más pequeña le pertenecía ahora a él. Astrid se arqueó contra él y sintió escaparse todo su ser para anidarse en ella. Lo invadió entonces una oleada de inexplicable tristeza, mientras Astrid apoyaba su frente cubierta del sudor condensado del cuerpo de ambos, contra su hombro. La avidez que habían tenido ambos en arrancarse la ropa ahora era inexistente, mientras con lentitud se volvían a vestir. Cada prenda se sentía impropia de su cuerpo, como si estuviera tratando de ponerse una vestimenta que no le pertenecía. El tacto de su piel contra la dura tela de su uniforme le repugnaba. Esa noche mientras Astrid se alejaba con paso tranquilo y su juventud renovada entre la neblina, Daniel se sentía despedazado entre sus emociones. Porque entre la amarga aflicción que ahora se apoderaba de su cuerpo existía esa pulsante dicha del conocimiento de que esa noche, aunque fuera por solo unos momentos, Astrid le había pertenecido.
Amaranta Jurado
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Camino a la muerte A
doscientos kilómetros por hora era la velocidad a la que manejaba Joaquín. Apenas pudo esquivar el coche que se encontraba enfrente de él y, debido a la rapidez con la que iba, se salió de control provocando un accidente donde perdió el conocimiento. La colisión fue bastante fuerte. Aunque su bolsa de aire saltó al momento del impacto, no evitó que se golpeara la cabeza. Sólo el lado donde se encontraba Joaquín quedó intacto, el resto del vehículo quedó destrozado. Para su fortuna, no viajaba nadie con él. A unos metros etros del automóvil había un camión volcado por la superficie resbaladiza que había dejado el aceite del auto de Joaquín. Habían al menos trece muertos entre los ocupantes del autobús y algunos otros vehículos que no pudieron evitar el accidente. Entreabrió los ojos, se escuchaban sirenas de fondo, gritos y llantos. Aunque estaba todo ensangrentado parecía estar bien, pues pudo lograr salir del auto sin dificultad, pero cuando miró hacia su alrededor no entendía cómo había sobrevivido al accidente. Las pocas personas que alcanzaba a ver estaban gravemente heridas, pero ya había alguien que las estaba ayudando. Sólo habían algunas personas en el accidente, no había rastro de los conductores o de alguna ambulancia, la escena era un poco extraña. Enfocó su mirada hacia el ayudante misterioso, todo parecía aún más extraño, era una figura negra con cara un tanto angelical, pero no podía distinguir si era una mujer o un hombre. Al parecer arecer sintió la mirada de Joaquín pues rápidamente fijó su mirada en él, lo observó minuciosamente y empezó a acercarse, mientras caminaba, parecía sacar algo de entre sus manos, a unos centímetros de Joaquín, empezó a estirar sus manos, ya estando a punto de tocarlo Joaquín sintió una presión muy fuerte y empezó a caer en un vacío. Al despertar se dio cuenta de que ya se encontraba en el hospital, ¡había sobrevivido al accidente! Los médicos le explicaron que había perdido la conciencia y que lo tuvieron que auxiliar, por suerte consiguieron reanimarlo y estaba fuera de peligro, toda su familia se encontraba en el hospital. Al poco rato de que sus familiares se hubieran retirado, entró la enfermera, le estaba preparando los medicamentos que tenía que tomar, de pronto la miró fijamente, y reconoció su mirada angelical. —Soyy la muerte, y nadie que haya visto mi rostro ha podido seguir con vida y lamentablemente no puedes ser la excepción. 27 de septiembre tiembre del 2018, es la fecha que hay en el acta de defunción de Joaquín Enrique Cortés Cárdenas.
Joaquín Cortés
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Campo de girasoles A
hí se encontraba, en su sillón especial frente al televisor sin realmente prestarle atención, entre esas cuatro paredes color pastel. Sus cabellos grises estaban volando por la brisa que entraba por la ventana. Sentir su pelo moverse le recordó aquel día cuando, desesperada por el calor de su ciudad y en un arranque de locura, agarró unas tijeras y cortó su larga melena pelirroja. Desde entonces siempre mantenía su pelo corto. Cecilia miraba a su alrededor y se quedó a admirar un cuadro que había en la habitación, era un campo de girasoles los cuales siempre le habían gustado, eran sus flores favoritas porque eran aquellas que Leo le daba. Leo era un hombre alto, su pelo castaño siempre corto y sus ojos eran café claros como avellanas, eso era lo que siempre le decía ella. Tenía unos lunares en la cara que formaban una pequeña constelación y a Cecilia le encantaban. Leo era músico y le encantaba visitar nuevos lugares, era aventurero y ere eso lo que contagiaba a Cecilia de energía y la hacía sentir viva, más porque ella venía de una familia muy cuadrada. Cecilia pensaba que ella estaba destinada a algo más, quería dejar su pequeña ciudad, pero a la vez le daba miedo y no se atrevía a nada, era Leo quien la impulsaba y fue con él con quien hizo cosas con las que jamás pensaría. Ella sabía que Leo era el indicado. Una tarde de junio al salir del trabajo se dirigió al departamento de Leo, él la había llamado para que fuera,
tenía un tono nervioso en el teléfono y Cecilia supuso que algo andaba mal. Al llegar encontró a Leo afuera de su departamento, la esperaba con un girasol, la tomó de la mano y subieron al departamento. Al entrar encontró un cuadro, un cuadro de girasoles. —Tú eres el sol que mantiene vivas estas flores, si tú no estás en mi vida yo me marchitaré al igual que ellas —él le dijo, luego metió la mano en el bolsillo de su pantalón. El celular de Cecilia sonó y ella lo ignoró, volvió a sonar y lo miró, era su mamá, sabía que tenía que contestar o ese aparato no dejaría de timbrar. Leo se dio la vuelta y trataba de contener sus
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palabras, volteó a ver a Cecilia y su cara se volvía pálida y la sonrisa que tenía hace dos segundos se desvanecía lentamente, sus ojos verdes lo miraron mientras se inundaban en lágrimas, soltó el teléfono y él se acercó a ella, Cecilia se derrumbó en su brazos, su papá había muerto. En el funeral, Cecilia recibía el pésame de las personas presentes, se veía cansada. Quería que el día se acabara, ya no quería más gente diciéndole lo mismo, recordándole el dolor una y otra vez. Alzó la vista y al otro lado de la habitación se encontraba Leo quien la observaba, podía ver que sentía tristeza y lástima por ella. Cecilia sabía lo que Leo le quería proponer la tarde anterior, pero ella no sabía si en ese momento estaba lista o si era el tiempo adecuado, pues era un riesgo que no sabía si podría correr. Abrumada salió corriendo de la funeraria y Leo salió tras ella, la tomó de la mano y la abrazó con fuerza. Puso su mano en su cabello, ella podía sentir como sus dedos se enredaban en su pelo, lo apartó de ella y con con la vista nublada por las lágrimas y la frustración en su cabeza, se acercó a él, lo miró a los ojos y lo besó, presionando sus labios contra los de él mientras ponía sus manos delicadamente en su cuello para acercarlo más a ella. Al separarse, Leo se encontró con una expresión confundida pues ese beso no se sentía normal, no se sentía correcto. —No puedo hacerlo —dijo ella con dolor. Empezó a alejarse de él y se subió a su coche, mientras se alejaba podía ver a Leo en el retrovisor parado, congelado, viéndola marcharse. Una parte de ella quería dar la vuelta y regresar, pero no podía. Tenía que marcharse, tenía que salir de esa ciudad, si se quedaba ahí nunca podría seguir adelante. En su coche con las ventanas abajo, veía las luces
de los edificios alejarse cada vez más, iba sin rumbo cuestionando su decisión. Llegó a las afueras de la ciudad en una intersección, a esas horas la carretera estaba vacía. Se paró y puso sus intermitentes mientras veía en una señal los kilómetros que le faltaban para llegar a su próximo destino ¿Acaso estaba tomando el camino más fácil? Sin dar explicaciones solo siguió el camino, no sabía a dónde llegaría, pero sabía que esa era la decisión más valiente que había hecho en su vida. Muchos años después Cecilia se encontraba otra vez frente a su cuadro de girasoles. Junto a su ventana sentía la brisa pasar entre sus cabellos grises. Sus ojos desgastados admiraban ese cuadro una y otra vez mientras se le salían unas cuantas lágrimas. Sabía que había tomado una decisión audaz aquel día, pero ese alivio no le duraría para toda la vida, aquella tarde de junio le llegaba a la mente todos los días. Siempre se admitía que se habría casado con él si las circunstancias hubieran sido diferentes, es más, se conformaría con ser su amante si pudiera, con tal de volver a él. Una mujer vestida de blanco entró a la habitación. —Hora de apagar las luces —le mencionó. Cecilia bajó el cuadro y se dirigió a la cama, se acostó boca arriba y con las manos sobre su estómago se dijo—:Ya es muy tarde, tarde para mí, tarde para mi amor —recordó las palabras que habían salido de Leo aquel día—. Tú eres el sol que mantiene vivas estas flores, si tú no estás en mi vida yo me marchitaré al igual que ellas. Ella no se sentía como un sol, se sentía como un girasol—. Esta vez no llegaré tarde, cuando muera, cuando muera sola, cuando llegue el momento, estaré a tiempo —así Cecilia se convirtió en un girasol, marchita, porque el sol dejó de brillar en ella.
Johana Navarro
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Cita a ciegas “H
oy es el gran día, él será el indicado, lo sé.” Aunque palabras no salen de mis labios color carmín, lo pienso como si las palabras fuesen de una canción pegajosa. Estoy buscando mis tacones para terminar el atuendo de la noche: mi vestido negro y cabello recogido, pero no recuerdo dónde los dejé, al igual que no recuerdo cuándo fue la última vez que los utilice para salir con alguien. Soy una persona muy organizada, siempre lo he sido. Mis padres me inculcaron y educaron a dejar todo en su lugar para que cuando lo necesite sepa en dónde esté. Pero de verdad, ha pasado mucho tiempo, y aunque todas los días y noches han sido oscuros para mí desde el accidente, sé que ya es hora de salir con alguien. Mi amiga Laura insistió como si hubiera una convocatoria de un millón de dólares a la primera persona que pudiera conseguirme un novio. —¡Daniela! Tienes que salir con alguien ya, no es posible que no hayas tenido ni un novio y yo ya estoy por casarme en Febrero. ¡Hazme el favor! Que quiero estar sin hijos para poder tomarme unos buenos tequilas en tu boda, y al paso que vas, ¡Voy a acabar en un asilo primero! —puedo oír a través de las ondas de su voz cómo ella sonríe, pero más a fondo escucho una desesperación por quererme ver igual de feliz que ella. Ella y Francisco ya llevaban seis años y medio juntos, y desde la preparatoria hasta cuando terminamos la universidad se podía sentir su amor desde cien kilómetros de distancia. Nunca estuve celosa, como es mi mejor amiga yo quiero lo mejor para ella y ahora entiendo por qué ella no dejaba de molestarme con salir con alguien, es por eso que me citó con un chavo que yo ni conozco. Porque claro, eso es lo que hacen las mejores amigas, ¿no? Bueno, no. Pero yo sé que por dentro es su mejor esfuerzo como mejor amiga y compañera de trabajo. ¡Los encontré! Aquí están mis tacones favoritos, justo a un lado de mis viejos tenis dentro del closet al fondo. Tuve que meter casi todo el brazo para poder encontrarlos. La última vez que los use fue para mi graduación de la universidad, y recuerdo escuchar que todos mis compañeros de escuela me los chuleaban. La verdad, cuando los compré no supe ni de qué color eran o si me quedaban bien. Cuando estábamos en la zapatería,
Laura los encontró, me sentó y me los puso en ambos pies, de pronto así de rápido como me los colocó, me los quitó y escuche su grito de felicidad. —¡Se te ven hermosos! No hay por qué buscar más! —me dijo ese día. Luego, salió corriendo hacia la distancia, donde nada más pude lograr escuchar al fondo del espacio la voz de la cajera preguntando si sería pago en efectivo o tarjeta. Ella me los regaló, y como Laura es muy sabia, me quedaron comodísimos y según ella eran justo del color de mi vestido de graduación. ¡Ring! ¡Ring! Un sonido interrumpió mi recuerdo y me trajo de nuevo a la tierra. Me levanto con prisa, pero siempre con cuidado, y camino con paso rápido hacia el teléfono con los tacones en mano. Estoy muy nerviosa y cuando no puedo pensar, suelo chocar contra las paredes. Me dirijo hacia la sala, en dónde dejé el teléfono por última vez. Mis manos asaltan el sillón donde recuerdo haber estado hablando con Laura la última vez, cuando me estaba dando los detalles del misterioso chico que vendría por mí a las ocho de la noche. ¡Ring! ¡Ring! ¡¿Cómo puede seguir sonando esta cosa?! No lo podía encontrar, ¡Ring! ¡Ring! Qué torpe me vuelvo cuando me pongo nerviosa, ¡No puedo encontrar nada! Lanzo todos los cojines y piezas del sillón para poder encontrarlo. De pronto entre mis manos frenéticas y perdidas dentro de los rincones del sillón, sentí el teléfono, aún seguía sonando. Mi mano lo sujeta y mis dedos recorren los números hasta encontrar el botón de contestar. Entre mi corazón palpitando fuertemente y mi respiración cortándose logro que se me escape el sonido de mi voz. —¿Bueno? —contesté. Es él, me dice que está por llegar y yo le respondo que estoy lista, que mi departamento es el primero de la planta baja y que aquí lo espero.
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Desesperadamente me puse los tacones, no es fácil caminar con este tipo de zapatos, especialmente si eres yo. Todo se te hace difícil si no tienes práctica. ¡Ding!¡Dong! Creo que es él, ¡oh cielos! No estoy lista. Bueno, sí estoy lista y arreglada, pero ¿emocionalmente? Estoy como mi pobre sillón, demacrada por mi desesperación de hace solo unos minutos. Tomo un respiro grande de aire, me enderezo y con mis manos barro la textura de mi vestido para asegurarme que no hubiera arrugas. Tomo mis cosas todas en orden: mis
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lentes, mi bolso, mis llaves y mi bastón. Esta vez todo sí estaba en su lugar (gracias a Dios). Abro la puerta y me llega un olor exquisito, su fragancia es de madera con un toque de tabaco. —Hola Daniela… —escucho un “crunch” de plástico y de pronto me llega un olor floral poderoso, extiendo las manos y él coloca un ramo de flores en ellas—. Son rosas, diez, para ser exacto. Se me cae el corazón al piso y luego rebota contra el techo y las cuatro paredes de la sala hasta llegar nuevamente a su lugar dentro de mí, ¡Nadie nunca me había traído rosas! Claro que mi rostro no expresa mucho, detrás de mis lentes de sol, él no puede ver mis ojos sonrientes que mi madre siempre me dijo que tenía. Entonces simplemente le respondo con el “gracias” más suave y cool que puedo emitir. Él comienza a guiarme con la mano detrás de mi cintura hacía su coche. Su olor es poderoso, y al salir de mi casa hacia la oscuridad nocturna, se logra sentir el viento de una típica noche de octubre que empuja todo hacia mi rostro. De pronto paramos, y escucho una puerta de un auto abrirse y me apoya con su mano derecha a subirme. Los asientos son de piel y huele a coche nuevo, de pronto desaparece de mi lado y se cierra la puerta del auto. Mis manos comienzan a temblar, tenía tres años desde que había salido con alguien por última vez y solamente duró una cita, después de eso, nada. Escucho que la puerta del lado derecho de mí se abre y el peso del auto cae cuando él se sienta y cierra la puerta. —¿Lista? —me dice, y puedo escuchar que habla entre su sonrisa, y su tono de voz es suave pero también tiembla un poco. Yo sólo le sonrió y enciende el auto, y comenzamos a movernos. Nadie dice nada, me imaginó que también está nervioso, solamente se escucha el sonido de nuestra respiración. —¿Quieres que ponga música? —le respondí que sí, siento su mano moverse hacía la radio. Cuando la enciende, suena una canción infantil a todo volumen, con unas voces de niños cantando en coro sobre algo de una mariposa y rápido sin pensar lo apaga. Me comencé a reír a carcajadas, ¿Por qué un hombre adulto tendría un disco de canciones infantiles? Se me hace inesperado y entre mis nervios no puedo contener la risa. —Perdón, mis sobrinos pusieron el disco en la mañana cuando los deje en casa de mi hermana, supongo que se me olvidó quitarlo —dice entre risas nerviosas. A partir de eso, la plática comienza a fluir como agua y la pasamos excelente desde el camino al restaurante hasta llegar. Comemos comida Tailandesa, y disfrutamos de una y otra copa de vino, algo que me gustaba tomar de vez en cuando. Me cuenta que tenía 30 años, o sea es seis años mayor que yo. También me dice que es de la Ciudad
de México y que lleva poco tiempo aquí en Monterrey, que había venido porque después de la universidad hace cinco años había tenido muchas solicitudes de trabajo que no podía rechazar. Tenemos todo en común, películas, música, gustos, pero más que nada me encanta que no preguntara por el accidente que sufrí. De pronto, entre risa y risa, el mesero llega a nuestra mesa y nos informa que estaban por cerrar, y se me acaba la alegría. Pronto tendré que despedirme de él y nuestra diversión se habría acabado hasta nuestra próxima cita, si es que hay. Me ayuda con su mano derecha a levantarme y sostiene mis cosas para que no tuviera que utilizar el bastón. Tenía años que no lo utilizaba. Vamos de regreso a mi casa y tengo ansias por sentir sus manos o tocar su piel, mas no me atrevo. En el camino a mi casa él me platica de su hermana y sus sobrinos, pero no lo escucho, solamente estoy dentro de mi cabeza con una tormenta de pánico por si él se atrevía a besarme, pero lo dudo, ¿Quién quisiera besar a alguien como yo? Ni yo quisiera besar a alguien como yo. Es una carga el tenerme, y aunque sea independiente aún así me siento como un peso más. De pronto el auto se detiene, y mi corazón se sigue y se estrella contra el parabrisas. Hemos llegado a la casa, y lo sé. Bajamos del auto, y todo se siente lento, despacio como si estuviera caminando entre arena movediza. Llegamos a mi puerta y siento que me voy a desmayar, ya estoy enamorada. ¿Y ahora? Si no me besa, no le gusté. Si me besa, me voy a desmayar, no hay intermedio. Me dijo que había tenido una noche increíble, de pronto, siento el calor de su cuerpo acercarse y se me pone la piel china. Ya me estoy imaginando en la ambulancia siendo llevada al hospital después del azotón que voy a dar contra el piso en cualquier segundo. Pero antes de que me pusiera más intensa, me besa, y estoy en el infinito y más allá. ¡Laura te amo! Es lo único que puedo pensar, estoy enamoradísima, encantada, en los cielos. Cuando se detiene, me agarra la mano, y me susurró, espero verte otra vez pronto. Cuando acaricié su mano, es cuando lo sentí. Frío, metálico, abrazando su dedo. Un anillo. Mi sonrisa comienza a desvanecerse, y él solamente me da un beso en el cachete y se va. Entro a mi casa, y siento cómo esa arena movediza de pronto me succiona al abismo. Me dejo caer y me siento en el piso. Noto como la obscuridad de mi vida diaria me carcome por dentro y luego me doy cuenta, que en el amor soy más ciega de lo que ya estoy.
Marco Navarro
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Parestesia “Toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.” -Segismundo
Cuando cumplí once años, mi tío Clotaldo me regaló un libro sobre el arte de los sueños lúcidos. Lo devoré como un dulce más de mi piñata. El tema me pareció fascinante y al poco tiempo me volví un maestro del sueño lúcido. Desde entonces he aprendido a manejar mi sueño. Vuelo por los cielos más altos, visito tierras que no existen, muevo el tiempo a mi placer y el vestidor de las niñas es mi segundo hogar. No podía existir mejor regalo que el de mi tío Clotaldo... Es una lástima que no pueda agradecérselo, pues el libro nunca me enseñó a despertar.
Eugenio de la Vega
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Puta no nací A Pamela, recuerda que la que no es puta no disfruta.
E
ntré a la habitación y ya me estaba esperando. Apagó el cigarrillo mentolado sobre el cenicero de la mesa y me extendió una mano mientras se desabrochaba su camisa con la otra. Veía la silueta de su rostro perfilada por la luna, no sabía de esta persona más que solicitó mis servicios. Debía ser uno de esos pinches cerdos que no le alcanzó para la Norma de la 44, y aquí estaba, conmigo. Hace veinte años, hubiera estado cagada de miedo, hoy más bien me daban puras ganas de guacarear. Antes, cuando me empecé a dedicar a esto, nos respetaban. Digan lo que digan, yo sé que nos amaban. Éramos lo que podían tener y no tenían, y nosotras, las que podían sentir, pero sólo cogían. Los años nos habían hecho mierda. Yo ya no
estaba ni joven, ni bella, ni cuerda. Todas se habían ido a la verga. De aquella época dorada, sólo quedaba yo. Margot, la puta de la 32. Tanto me habían amado, pero de aquellos clientes quedaban pocos. Los jóvenes, casados y a los viejos, les patinaba el coco. Las nuevas putas estaban buenas, eran delgadas, casi estrellas y sí, eran amadas. Pero eran bien pinches caras. Y aquí estaba yo, con el pinche muerto de hambre que de seguro no tenía baro para una de ellas, y pagaba poco por esta vieja ranfla. Fue hasta que empezamos a agarrarnos que entendí, que no era un cerdo curioso. Su curiosidad era distinta, parecida a la de un chamaquito ya crecidito. Esa curiosidad nada inexperta, no conocía de miedo. —Enséñame lo que sabes —dijo— y yo te enseño
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lo que puedo. Hace mucho me pregunté por qué me había hecho puta, porque puta no nací, en puta me convertí. Y sé que hubo un tiempo que la neta sí me latía, no cuando empecé, sino cuando le agarré el pedo y descubrí el placer que podía tener. Pero los años me dejaron de hacer arder, los hombres ya no sabían tocar a una mujer. Pero mi cliente sí. Con sus ágiles manos casi que me arrancó la ropa. Me empujó en la cama y se sentó a mi lado mientras me acariciaba, suavemente. Un largo y húmedo beso, de los que no acostumbro a dar, producía en mí lo que ningún otro en su lugar. Puta no nací, me repetía en la cabeza. —¡Qué bueno es ser puta! —me decía con
certeza. Sus dedos habían llegado a mi cola, se metían rápido y duro. Me vine varias veces sólo con sus manos, cuando vi que era el turno de su boca, casi me da algo. Mientras sus dedos bailaban entre mis vellos púbicos, sus labios besaban mi pecho, su lengua de lija lamía mis pezones mientras sentía su respirar entre mis tetas. Poco a poco bajaba con su boca, pasando por mi abdomen y mordisqueando mis caderas. Hace algunos años no sentía esto. Cuando llegaron nuevas como la Estela a la calle 72 y la Norma a la 44, los buenos clientes nos dejaron de visitar. Nosotras éramos las de clase, las elegantes, pero con su llegada, fuimos las viejas, las repugnantes. Fue en aquella época que me empecé a preguntar por qué en puta me convertí. Porque puta no nací. Las nuevas y caras chamaquitas nos quitaron todo a su llegada, con poca ropa y cigarrillos mentolados esperaban clientes en las banquetas. Qué cagado era pensar que ellos pagaban por tener lo que ellas ofrecían, cuando yo estaba disfrutando, de a gratis, todo lo que tenían. Después de años sin entender por qué en puta me convertí, descubrí que era el placer lo que me hacía seguir. —Eres una leyenda, por si querías saber; todo lo que sabes lo quiero aprender —dijo mi cliente, era una mujer. Al terminar, las luces prendí. Tomé del buró mis cigarros, y le ofrecí. —Sólo mentolados, gracias. Los tengo por aquí. Sacó uno, me acerqué y se lo encendí—. Soy Norma, de la 44 —suspiró. —Yo soy Margot, de la 32. Para servir. A los cuarenta y tres y con una puta descubrí, por qué en puta me convertí.
Pablo Rojas
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Paula S
iempre me ha gustado su cabello, es rubio y libre, casi como su alma. Tan fino. De hecho toda ella es fina, al menos físicamente, porque su personalidad es un chiste. Es como si Dios al haberla creado hubiese intentado burlarse de la sociedad trayendo al mundo a un pequeño demonio, casi una pesadilla, construida como un ángel que despierta en mí las mejores sensaciones de la vida. No sé qué hacemos aquí y tampoco cómo me convenció de que vinieramos. La energía de la batería de su vida debería ser estudiada por ingenieros, está defectuosa, y su defecto es que nunca se acaba. Son las 11 de la noche y lo crean o no, a mis 26 años ya no aguanto muy insomne este tipo de aventuras, no a estas horas. Paula en cambio, madre mía... 22 años de vitalidad pura que demuestra el cariño con el que fue criada y lo tan poco acostumbrada que está a la soledad. Tal vez por eso estoy con ella. Aunque también puede ser que de igual forma ella esté conmigo para liberarme del aislamiento al que yo tanto le temo. Si es así, entonces nos necesitamos, tal vez de diferente manera cada quien. Ella me necesita porque asegura que nunca ha encontrado una mejor compañía que la mía y que por eso me ama. Yo la necesito porque su sola presencia hace de mis pesares algo insignificante que no merece mi atención, porque ella la demanda toda y sólo para ella. Yo la necesito porque día a día me he malacostumbrado a escuchar su risa que ha construido en mí un efecto narcótico que me hace depender más y más de ella. Yo la necesito porque el simple hecho de pensar en abstenerme de presenciar su figura a mi lado durante cada amanecer, me hace padecer tal sufrimiento que desborda mi desdicha hasta corroer todo mi ser o lo que algún día fui. Arrastrándome a la desesperación y la angustia para regresar a aquel agujero de oscuridad y desconsuelo del que ella me rescató cuando la conocí. Pensándolo así, tal vez yo la necesito más a ella, que ella a mí. Pero aquello no importa ahora. Espero. Por ahora Paula está rebosando de felicidad en este sitio. No creo haber visto semejante plenitud en su mirada. Literalmente podría morirse en cualquier instante y su sonrisa quedaría marcada en su rostro para siempre. Aunque ojalá no lo haga, ojalá nunca se muera, porque el mundo y sobretodo yo, necesitamos de su luminosidad para existir.
—Emi, baila conmigo —me dice con su voz apenas entendible por el alto volumen de la música. Qué fiesta. De verdad que hay tantas personas en este sitio tan perdido y alejado del resto del mundo. También hay muchos de esos vasos rojos tirados en el pasto. Ni Paula ni yo tomamos. Agradezco internamente que ella no lo haga, de no ser así probablemente explotaría. Imagino cómo sería aquella escena, no fue agradable. Comienzo a dar unos pasitos de izquierda a derecha, a veces adelante y hacia atrás, para convencerla de que estoy bailando. Creo que no funciona. Ella toma mi mano y me da vueltas. Sonríe y se carcajea de forma simultánea creando un espectáculo armonioso para mis ojos. Suelta mi mano para brincar de la alegría, las luces de colores iluminaban su largo cabello que parecía cobrar vida al elevarse por los cielos con cada salto que daba. Me encanta. Ni siquiera conoce las canciones que ponen pero ella baila cada acorde de éstas. Disminuye el ritmo en ocasiones y me mira de forma coqueta y seductora para recordarme cómo me enamoré de ella y de cada parte de su ser. Un tipo se sitúa detrás de Paula y toma su cintura para obligarla a bailar con él. Su radiante sonrisa se borra casi por completo y de forma inmediata. Maldigo a aquel tipo por eso. Pero no puedo moverme y me lleno de impotencia, como si mis pies fueran de metal y el piso un enorme imán que me atrae a él sin que yo pudiese evitarlo. Ella levanta sus ojos para encontrarlos con los míos. Me sorprende lo bonitos que son los de ella. Me mira extrañada, pero no me juzga, no intenta exigir nada de mí. Me sonríe cómplice y pícara nuevamente. Se suelta del agarre del aquel hombre y rápidamente se voltea para azotar su delicado puño sobre la mejilla del desconocido. Aunque suene como un cliché: esa es mi chica. Paula finge que no le dolió su mano con el impacto y yo intento no soltar una risotada al observar cómo la dignidad de ese imbécil se cae junto con él al suelo. La miro con todo mi orgullo y le sonrío. Su fuerza me contagia de su inacabable energía y me siento con más vida en cada momento que paso junto a ella. Paula me mira igual, y percibo en su mirada la misma emoción y sentimiento que yo le comparto con la mía. Ella me
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admira con la misma intensidad con la que yo la admiro a ella, sólo que Paula lo hace a su manera. Porque yo la necesito y ella me necesita a mí. Y lo sabe. Siento que alguien me toma por el hombro e interrumpe nuestra conexión. Volteo hacia esa persona, es una morena un poco más alta que yo que demuestra el desconcierto en su cara. a, tu amiga está loca —Chica, —me dice. Miro hacia Paula y ambas soltamos una risilla. —Es mi novia.
Fernanda Vargas
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Tu vuelo H
oy se cumplía un mes desde la partida de Ricardo, todavía lo recuerdo haciendo sus maletas y de mi mente no sale ese último beso, un beso que me decía que él siempre estaría conmigo a pesar de la distancia, pero no pudo ser así. Como siempre otra vez me descubrí viendo la foto que aún sigue en mi buró, esa donde todavía sigue conmigo. Mi mamá tocó la puerta para saber si seguía despierta, puesto que ya casi eran la una de la mañana . —¿Estás despierta Marisol? —le respondí con un efusivo silencio. A mi mamá no le gustaba que me quedara despierta tan tarde. No importa la razón, su respuesta siempre sería “Estas no son horas de Dios”. Para que las letanías no comenzaran, apagué la luz, le dí un beso a la foto de Ricardo y me dispuse use a dormir. A la mañana siguiente aquel monstruo que te quita las energías se apoderó de mí y no me dejaba ir a la escuela. Salté de la cama antes de que me quedará sumergida por los próximos diez años y me dirigí a la escuela con la apatía más grande del mundo. En el colegio todo era lo mismo de siempre, bueno casi todo. Ricardo y yo compartimos todas las clases y todavía me es difícil escuchar su nombre en el pase de lista y tener que decir que ya no va a poder venir. El timbre para salir es el sonido más aliviante para mí en este universo, significa que voy a poder estar en la paz y tranquilidad de mi casa, sin ponerme a pensar en cosas que no debería. Recorriendo el pasillo que da hacia el estacionamiento, vi a lo lejos una silueta, la que más quería ver y a la vez no. Correr significaba quedar en ridículo, pero ganas no me faltaban de hacerlo. La silueta voltea y me grita: —¡Regresé, mi amor! Ese fue el banderazo de salida para correr hacia sus brazos. ¡Era él! Había regresado y regresó por mí. En un abrazo del cual nunca quise salir, me dijo que me extrañaba sin necesidad de decir una sola palabra, volver a sentir su calidez en mí era la respuesta a todas las preguntas, parecía que nunca se había ido, que siempre estuvo aquí. Como era miércoles, me invitó a ir por mi café favorito, era toda un tradición ir por él luego de salir de clases. Fueron horas y horas de conversación que empezaron
desde el trayecto al café hasta todo el tiempo que estuvimos ahí. No nos vimos en un mes, era justo y necesario. Él tenía que estar al corriente de todo lo que pasaba en la escuela, los programas de televisión que se perdió, debía decirle que su Cruz Azul seguía siendo igual de malo, e hicimos una lista de regalos que queríamos para Navidad. También hablamos de cómo su mejor amigo intentaba tirarme la onda apenas supo que se fue, él decía que solo era caballerosidad, pero nosotras tenemos un sexto sentido que nos dice lo contrario. Nos pusimos al día, no se nos escapó nada. Seguía tan enamorada de ese hombre como el primer día. Al regreso, Ricardo decidió dejar el auto en el
café, creíamos que caminar era lo mejor para seguir platicando, como cuando empezamos a salir y él me acompañaba hasta la puerta de mi casa, me daba un abrazo y se iba. Cada vez estábamos más cerca de mi casa y cada vez caminaba más lento, no quería que ese día se terminará. Sin querer y cuando menos lo esperaba pasé uno de los mejores días en mucho tiempo, no quería despedirme de Ricardo, no quería esperar para verlo al otro día. Se despidió de mí de una manera un poco extraña, siempre muy cariñoso, pero extraño. No sabía qué estaba pasando
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o porqué me estaba haciendo eso después de uno de los días más especiales. Tal vez yo estaba exagerando, y como al inicio de nuestra relación, me acompañó a la puerta de mi casa, me dio un beso eterno y desperté. Revise mi reloj y no habían pasado ni quince minutos desde que había apagado la luz huyendo de las palabrerías de mi mamá. Como niño cuando se aferra a un juguete nuevo, desperté abrazando la foto de nosotros, la foto de Ricardo. El llanto ocasionó que mi mamá entrara de inmediato a mi habitación preguntando lo evidente: —¿Estas llorando Marisol? —No, mamá, bueno sí —respondí sollozante—. Es que me acordé de la película de anoche, ya sabes —le
dije mientras me hacía bolita del lado contrario a la cama dándole la espalda a donde estaba mi mamá. —¿Es por Ricardo, verdad? —me preguntó de nuevo ya sabiendo la respuesta. Respondí que sí queriendo decir que no. —Sé que es muy difícil sobrellevar todo esto. Su muerte fue lo más inesperado para todos, el accidente de avión fue algo que nadie pudo planear y a los más cercanos obviamente nos va a llevar tiempo asimilarlo, no tiene nada de malo llorar mi amor —me dijo. Creo que fue lo mejor que pudo haber dicho mi madre. Pero no pude decir nada, sólo la abracé hasta quedarme dormida de nuevo, esperando poder volver a soñar con Ricardo.
José Jácome
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Verde nuevo “Por lo que nunca fui. Por lo que siempre he sido” -Sharif
N
los dejaría esperando. Ya no me importaba impresionar a mis amigos, sólo quería impresionarla a ella. Con mi mente volando por las agudas secuelas que tenían las drogas de su belleza, sólo un antídoto me pudo regresar a tierra. Su voz como almohada diciendo mi nombre. Un poco por los efectos secundarios de mi viaje y otro poco por el simple capricho de escucharla decirlo una vez más, tuve que esperar a la segunda llamada para contestar: “Presente. Te amo.” Nunca sabré si lo segundo lo dije en voz alta o si sólo se ha deformado mi recuerdo con el tiempo, pero importa poco porque aún veo con claridad su sonrisa confundida y el rojo en sus mejillas mientras regresaba su mirada a la hoja de asistencia. Terminó de pasar lista y continuó para presentarse ella misma. Lo que siguió fueron las palabras más sencillas que pudo haber dicho y que para mí serían las más difíciles de olvidar. “Miss Esmeralda”, sólo ella podía hacer que su nombre rimara con sus ojos. Maldita sea si nunca hubiera escuchado ese nombre. Tal vez no me pasaría los días buscando entre las páginas amarillas. Tal vez no indagaría en lo recóndito del Internet. Tal vez ya no tendría una palabra que rimara con su imagen y sería más fácil olvidarla. Tal vez. Nada es seguro, tal vez no sería un loco por quererte ver de nuevo.
o guardo muchos recuerdos de mi infancia, pero hay uno que por más que intento no logro borrar. Son siempre los recuerdos con nombre, apellido y ojos verdes los que atormentan la memoria de los hombres. Debe haber sido la semana más feliz de todo mi periodo escolar. Se acercaba el Halloween y la vieja miss Rosa había mandado un aviso de que no se iba a presentar a su clase de inglés por una operación de mediana seriedad. Eso sólo podía significar una cosa: llegaría una maestra suplente. Yo era el mejor de todo el 4° grado en sacar de quicio a las maestras suplentes, y esa no iba a ser la excepción. Al menos eso creía. Nunca imaginé que sería ella y sus ojos como auroras boreales los que cambiarían el rumbo de mi vida. Quedé paralizado en el momento que la vi. Cabello castaño con rayos como de sol que me deslumbraban si los veía por mucho tiempo. Ella tenía la piel blanca por el año que acababa de pasar estudiando la universidad en Canadá, pero eso sólo resaltaba más las catorce pecas que tenía en cada mejilla; hasta las manchas en su piel eran simétricas. Ojos que hablaban solos y me decían que había nacido para verlos por siempre. Nunca pensé que el uniforme del instituto pudiera lucir bien en alguien. Me equivocaba. Mis compañeros me volteaban a ver ansiosos por que atacara con mi primera broma,
Eugenio de la Vega
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Un instante imperfecto L
a miraba fijamente como si su vida dependiera de ello. Ella también lo miraba. Por su mente sólo pasaba lo intenso que era para ella esa mirada. ¿A qué le recordaba?, ¿por qué se había vuelto tan fanática del contorno de sus ojos en tan poco tiempo? Era muy extraño todo esto, puesto que se había topado con él apenas en la cola del súper. Trataba de hacer conexión y atar los cabos, pero no encontraba respuesta. Buscó en lo más recóndito de su memoria, en el archivo de rostros guardados, olores, colores, experiencias, familiares y ex novios; pero ninguno le hizo sentido. Giró la cabeza a un lado y frunció el seño. ¿Quién era él y por qué la había elegido a ella? En otro momento pensaría que sólo se podía tratar de un loco discípulo de Osho, creyente de las energías extrañas y la yoga tántrica. Pero esta vez no. Ni siquiera se le cruzaba por la mente. Solo estaba ahí, parada, sin poder apartar la mirada de sus bellos ojos color azul grisáceo despampanantes como el color de sus orquídeas favoritas. Su vida se había detenido. Ni el día, ni la hora eran de importancia en ese instante. Oyó la voz desesperada de una mujer que la saco de ese extraño y exquisito trance. Retomó la cordura y volvió a la cola del supermercado. Cuando miró hacia atrás habían tres señoras molestas por ignorar sus llamados y detener la fila. Al parecer habían sido tan sólo unos segundos, los segundos más largos de su vida. Tratando de ignorar sus reclamos, cuando quiso regresar la vista a él, ya se había ido. Había desaparecido por completo. Lo buscó con la mirada por todas partes pero ya no estaba. ¿Había perdido al hombre que le robó el alma en tan sólo un instante? Sí, el mismo instante que le bastó a él, para robarle el corazón.
Mirsha Cervera
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Siete mil millones de personas Para Rebeca; espero te divierta leerlo “Seven billion people in the world, and you’re overreacting because we killed one man.” “But-” “Seven. Billion. People. Now quit your complaining and drink your smoothie.” (Anónimo)
F
ue durante mi segundo año de universidad cuando decidí mudarme con Andrés. Lo había estado pensando desde hace un semestre; yo ya estaba cansado de la poca privacidad y espacio que ofrecían los dormitorios. Ahora que ya tenía novia mi cuerpo, mi alma y mi salud mental me gritaban que tenía que mudarme a un lugar propio. Primero le pregunté a Cecilia si le gustaría mudarse a un departamento conmigo. Se rió en mi cara. —Llevamos 3 semanas y 4 días saliendo. No seas ridículo no me puedo mudar contigo. Mis padres me matarían. Quería explicarle a Cecilia que no era que estaba tan loco por ella como para querer mudarme ya, pero que de verdad no podría tener un departamento yo solo. Mis padres no me darían suficiente dinero. En lugar de eso le dije—: Bueno no seas pesada, ayúdame a conseguir un compañero de cuarto —ella aceptó, y la conversación llegó a su fin. Una semana después Andrés se sentó junto a mí durante la clase de sociología y me dijo que estaba harto de su compañero de cuarto. —Es que, hombre, yo entiendo la necesidad de coger, pero estoy justo a su lado, ya no puedo ni verles la cara—. Lo consideré por unos momentos. Andrés era un tipo medio extraño. De esos que hacían explotar cosas a propósito en su clase de ciencia y fumaban justo al lado de las señales de “no fumar”, como si las reglas no se aplicaran a ellos. Pero a mí me caía bien y necesitaba a alguien con quién mudarme. —Estoy tratando de salirme de los dormitorios —dije—. Comparte un departamento conmigo, he visto unas residencias estudiantiles muy baratas justo fuera del campus. Andrés me miró sorprendido por unos segundos pero finalmente sonrió y dijo—: ¿Seguro que quieres vivir conmigo? No soy un tipo fácil de tratar. Me encogí de hombros y asentí. No me importaba mucho, la verdad. No teníamos que convivir, sólo pagar la renta a la mitad. —¡Venga esa es la actitud! —dijo él y me ofreció su mano para cerrar el trato.
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Así fue como Andrés y yo empezamos a buscar un departamento para mudarnos. Pasaron alrededor de dos semanas cuando Cecilia apareció sonriente colgada del brazo de un muchacho alto y escuálido. Levanté una ceja. —Éste es Dalí —dijo. El tipo levantó una mano en modo de saludo. Yo no dije nada. Cecilia se desesperó y me lanzó una mirada obstinada—. Amor, Dalí está buscando un compañero de casa, quiere irse de los dormitorios del campus —explicó ella. —Sí pero, es que ya he encontrado compañero — dije tratando de sonar apenado. —Andrés, de mi clase de sociología —continué, señalándolo al mismo tiempo que se acercaba y ponía su taza de café en la mesa. —Pueden encontrar algo donde quepan los tres —dijo ella sin prestar mucha atención a la llegada de Andrés. Suspiré y me voltee a verlo para presentarle a Dalí. —¿Cómo el pintor? —preguntó Andrés casi de forma burlona. El otro muchacho simplemente asintió—. Mi perro se llama Dalí —dijo Andrés como si fuera algo relevante y el aire se llenó de un silencio incomodo. Aproveché el momento para escrutarlo, era alto y delgado, con pelo negro y grasiento. Parecía un gusano. Andrés me volteo a ver de reojo y simplemente me encogí de hombros en respuesta. —Bueno, supongo que rentar algo entre los tres será más barato —dijo finalmente él y Cecilia sonrió con satisfacción. Vivir en un departamento era mucho mejor que vivir en los dormitorios de la universidad. Las noches con Cecilia eran largas y placenteras. El espacio era mucho más grande, y el departamento estaba justo a una cuadra de la universidad. Andrés era un tipo extraño pero convivir con él resultó mucho más sencillo de lo que pensé, una vez que me acostumbré a su obsesión con el orden y a su humor sarcástico y seco. Vivir con Dalí fue fácil durante las primeras semanas, hasta el día en que llegó a casa con Arabella. —Han estado saliendo por casi un mes ya —me
había explicado Cecilia—. Es mi compañera de cuarto y nos hemos hecho muy amigas en el último año. Con eso comprendí porqué le había interesado tanto a Cecilia encontrarle a Dalí un lugar dónde vivir. Y en efecto, Arabella no era el problema, por lo contrario era un muchacha linda y muy agradable. Sin embargo con su llegada y conforme Dalí agarró confianza con nosotros, se desató toda una nueva faceta del muchacho, y fue cuando nos comenzamos a dar cuenta de la persona tan insoportable con la que nos habíamos mudado. Las peleas, los gritos y los insultos de la pareja a las tres de la mañana se convirtieron en algo habitual. Dalí era un tipo extremadamente manipulador y con cero sentido de responsabilidad. El desorden y la suciedad en la casa empezaron a crecer hasta el punto en que pensé que Andrés se volvería loco. Tuvimos que fumigar la casa tres veces en dos meses por su culpa. Sus platos sucios se apilaban durante semanas hasta que Arabella los limpiaba. —También le hace todas sus tareas y tuvo que hablar personalmente con sus profesores para que no le quitaran su beca académica —me contó Cecilia una noche mientras se volvía a vestir—. La trata muy mal, le grita todo el tiempo y además ahora que ya nos mudamos, siempre entra a nuestro departamento sin permiso. Ahora la mitad del tiempo de nuestra relación se basaba en quejarnos de Dalí. Arrugué la nariz y dije—: Lleva dos meses de atraso en la renta y nunca lo he visto comprar champú—Cecilia se rió. Poco a poco noté que algunas de mis cosas y ropa empezaron a desaparecer de mi cuarto, y fue como me di cuenta que Dalí entraba a mi habitación y usaba mis pertenencias sin permiso. Cuando lo confronté al respecto hizo un mueca y se encogió de hombros. Andrés era extremadamente posesivo con su cuarto, nunca había visto a nadie más entrar o salir de ahí que no fuera él y el día que Dalí finalmente cruzó la línea y entró a hurgar entre sus cosas fue el momento en que estoy seguro que algo dentro de Andrés estalló, porque no habló durante tres días. —Ya no lo aguanto más —dijo Andrés mientras aspiraba lentamente el humo de su cigarro, justo debajo del cartel de “no fumar” que colgaba en la entrada del edificio, por supuesto—. No entiendo que hace Arabella con un tipo como él. Nos tuvimos que salir de la casa cuando finalmente
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no soportamos más la pelea entre la pareja. Me encogí de hombros, no me molestaba tanto su relación sino sus daños colaterales. —A veces sólo quiero que desaparezca —le contesté. Andrés tiró la colilla del cigarro al pavimento y la apagó con la suela de su zapato. Los siguientes dos días transcurrieron con normalidad. Consistieron en tareas, falta de sueño y Cecilia. Andrés no salió de su habitación hasta que llegó el sábado. Esa mañana cuando entré somnoliento a la cocina Andrés ya se encontraba ahí preparando café con dedicación. En cuanto se percató de mi presencia me ofreció un taza al mismo tiempo que nos sentábamos alrededor de nuestra pequeña mesa. Tan sólo unos cuantos minutos después, Dalí entró de manera ruidosa a la casa, chocando con los muebles en su camino y apestando a alcohol y otras sustancias. Borracho, caminó lentamente hasta su habitación. Andrés lo siguió silenciosamente con la mirada; Dalí traía puesta una camisa que inconfundiblemente le pertenecía a mi otro compañero de casa. En cuanto Dalí logró torpemente entrar a su cuarto y cerrar de un portazo Andrés se levantó con furia, haciendo caer su silla tras él y después de unos momentos de silencio él también se dirigió con paso decidido a la habitación de Dalí. Esperé, con mis ojos clavados en la puerta cerrada, esperando algún indicio de pelea o argumento. El enfermizo sonido que salió de esa habitación no fue humano. Fue un sonido indescriptible, que sólo puede ser producido por la vida cuando está huyendo despavorida de un cuerpo y hasta el día de hoy no he escuchado nada que tenga el mismo tono horrorizante. Me paré de la mesa, pero presa del pánico no fui capaz de moverme de mi lugar. Minutos después Andrés salió de la habitación luciendo más relajado y contento de lo que se le había visto en semanas. Con tranquilidad recogió su silla del suelo y volvió a ocupar su lugar frente a mi. Fue sólo hasta que estuvo sentado que se dio cuenta del horror y la confusión impregnados en mi rostro porque dijo: —Siete mil millones de personas en el mundo y tú estás sobresaltado porque maté a una. Se me pusieron los ojos como platos y abrí la boca varias veces, pero había perdido la capacidad del habla. Finalmente todo lo que logre vocalizar fue una palabra
estrangulada; —Pero... —Siete. Mil. Millones. De. Personas —me interrumpió él, hablando como si su argumento tuviera una lógica aplastante—. Ahora deja de molestarme y termínate tu café. Ese mismo día me mudé de vuelta al los dormitorios en el campus de la universidad.
Amaranta Jurado
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Por debajo del agua Dawn Fraser logró cuatro medallas de oro olímpicas entre 1956 y 1964, y fue la primera mujer en nadar los 100 metros libres en menos de un minuto. Dawn Fraser es, lo que se conoce en 2017, como una mujer chingona. Siempre fue rebelde dentro y fuera del agua, sus entrenamientos incluían arrastrar rocas en el fondo de la alberca y ser atada de manos y pies para mejorar su coordinación y fuerza. Tan aspiracional como suena, logró meterme a la piscina desde los cinco años para intentar morder el oro. Conocí a Liam a los doce años en una alberca
pública de Monterrey, él tenía 24 años y un físico de tritón en esteroides. Se convirtió en mi entrenador tras el repentino suicidio de mi otra entrenadora, la “Ticher” Rachel, algunos dicen que se quitó la vida porque no había podido adjudicarse ningún nadador olímpico en toda su carrera, yo digo que tanto cloro debió de quemarle el cerebro. Liam en la piscina tenía un método completamente diferente a la dulce “Ticher”. —¡Ey!, ¡pececillo! Haznos un favor y amarra esa melena que los leones no pertenecen al agua, hazlo que si no voy y te amarro yo —me gritaba cuando me olvidaba a propósito de ponerme la gorrita, lo hacía con una picardía extraña, ¿cómo sexualizas un gorro de natación? A los quince mi mamá consiguió la gerencia que tanto quería y aunque disfrutaba verme en el agua, le gustaba más llegar a fin de mes sin deudas de cinco ceros. Fue a partir de este evento que mi entrenador comenzó a experimentar con un nuevo método -no apto para padres- para evitar distracciones del público durante competencias. Paralelo a ésto, yo experimentaba con mi cuerpo y sus efectos en los hombres. A la época yo estaba orgullosa de mi figura entrada en la pubertad, la realidad es que no pasas seis años entrenando cuatro veces por semana sin tornear un poco el trasero. Buscaba miradas o alguno que otro sueño con mi protagonismo, sin saber que estaba marcando la pauta para un nuevo entrenamiento con otro tipo de intensidad. Al principio pensaba que mis oídos me engañaban, que no debía de mostrar desaprobación hacia un método que él decía había “forjado a las grandes”. Cuando estás en la piscina concentrada para precipitarte al agua y entrar en la contienda, suena el cañonazo, el balazo o como quieran llamarle. Un ruido tan fuerte que dispara tus músculos y activa tu preparación. En los entrenamientos de los viernes que tocaba olímpico, Liam se paraba arrogante en la orilla sosteniendo la pistola del boom y acompañaba el disparo con un “¡Puta!” -primera vuelta-; nadé mis 200 metros y me puse nuevamente en la posición de salida. “¡Zorra!”, retumbó en la alberca a la par de la pistola nuevamente. Ese día nadé al menos 8 kilómetros estilo mariposa y fui llamada como sólo
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llaman a las mujeres más repugnantes del planeta. El estilo mariposa es especial porque además de mucha fuerza muscular, tu cabeza sobresale en cortos intervalos de tiempo y así escuché cómo a lo largo de mi recorrido, Liam me dedicaba su sexo una y otra vez y yo continuaba nadando, entrando y saliendo del agua sólo para comprobar que la labia que fluía era para mí, y que lo disfrutaba. No pude mover los brazos dos días a causa de agotamiento. Durante un año, en su traje de baño apretado y con su mismo léxico vulgar, me convertí en un diccionario sexual irónicamente virgen y además, peligrosamente veloz, una bala urgida por colisionar. Dawn Fraser, vamos por el oro. Para entrar al equipo olímpico, una a una nos pasaban a la alberca a demostrar nuestras destrezas. A algunas las cortaban de inmediato, yo era la número catorce y mis temblorosas manos delataban mis nervios. Cuando estaba parada sobre el plato de despegue, sonó el cañón pero mi cuerpo no se movió, algo en mi sangre me decía que no era el momento. Con un retraso de tres segundos, salté al agua motivada por los gestos de las demás aspirantes, movía mis brazos torpemente a través del agua y todo me parecía tan silencioso que en varias ocasiones paré y me cercioré de que todos siguieran ahí conmigo. Hice los cien metros en unos penosos 30 segundos y llegué a casa a consolarme con pornografía de la barata, de la no poética. El 29 de febrero de 1964 en Sídney, Fraser estableció su récord definitivo con 58.9, una marca increíble que permaneció imbatida hasta 1972. Sin embargo, pocos días después de batir su récord, sucedió una tragedia en la vida de Dawn cuando tuvo un accidente de coche en el que murió su madre. Dawn iba en el asiento de atrás y sufrió lesiones de importancia en el cuello y en la espalda, mientras que yo, yo me retiré porque no servía en estado de no excitación en la piscina, me era imposible competir sin esa estimulación agresiva. Si el talento se me escurrió por debajo quién sabe, tal vez estaba en mi cabeza, sigue estando en mi cabeza y en mi cabeza, nado los cien metros desnuda en menos de nueve segundos.
Alejandra Arroyo
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Tu recuerdo Este cuento no te lo dedico
D
esperté esa mañana de domingo con el mundo sobre mis hombros. De tan sólo pensar en la cantidad de energía requerida para levantarme de mi cama se me cerraron los ojos nuevamente. Opté por quedarme inmersa entre las sábanas que con su suavidad acariciaban mi piel como tú solías hacerlo, pero el simple recuerdo del tacto de tu piel causó en mí la reacción menos esperada. ¿Asco? ¿Repugnancia? No. Resentimiento. Si te culpo a ti por lo que he sufrido, tendrían que pagarlo todos aquellos que pertenecen a tu género, pero ¿qué culpa tienen ellos?, ¿qué culpa tienes tú? Si fui yo, y sólo yo, la que te obsequió el corazón que tú con tanto desdén aceptaste, pero que meses antes rogaste por poseer. Lo que daría por volver a ese momento. Mi mente viaja al pasado y revive aquel primer beso que me diste justo antes de susurrarme al oído: —Cuando beses, besa con ganas. ¿Cómo olvidar aquel momento en el que tus labios abrazaron con tal pasión a los míos, prometiendo con cada roce que jamás te irías, que jamás me olvidarías? Aquí viene de nuevo el resentimiento, acompañado esta vez de una creciente irritabilidad casi violenta. Me acerqué a la ventana en la espera de mi café matutino y con la esperanza de que mis pensamientos no regresaran a aquel lugar oscuro. Para ser una gran ciudad, la calle se encontraba tranquila. Eran pocos los coches que lograba ver desde mi departamento en el tercer piso y la gente que caminaba se veía contenta. Pensé en la dicha de la que gozaban al ser indiferentes, quizás incluso ignorantes, a lo efímero de su propia existencia. A fin de cuentas no somos nada para nadie más, existimos para nosotros mismos. Eso fue lo que tú me enseñaste. A lo lejos logré ver la heladería de la esquina en la que nos conocimos. Empezaste a trabajar ahí sólo un par de semanas después que yo y, sin embargo, fue a mí a quien encomendaron tu capacitación. Te enseñé todo. Todos los trucos y secretos que con mi poca experiencia había adquirido. ¿Quién diría que aprenderías a leer entre líneas? Absorbiendo no sólo lo que decía con mis palabras, sino lo que decía con mi cuerpo. Te diste cuenta, incluso antes que yo, de lo que sentía por ti. Te aprovechaste. Pasamos unos meses increíbles, de extrema
felicidad y pasión. Compartimos risas, compartimos tristezas, pero lo más lamentable es que compartimos promesas. No te culpo por no haber mantenido tu palabra. ¿Cómo podría? Si después de todo, cuando uno está enamorado, a veces habla por hablar. Aunque no queramos admitirlo. Cuando te dije que eras el amor de mi vida, ¿lo decía en serio? Cuando prometí amarte hasta el final y sin vacilación, ¿lo creía yo misma? Cómo culparte a ti, cuando la mera idea del amor, por más seductora que parezca, es un simple juego de expectativas. Dejé que el café se enfriara sin haber probado una gota. Me alejé de la ventana, desprendiéndome así de aquel primer recuerdo tuyo. Puse a llenar la tina para posteriormente sumergirme en el agua que con su cálida temperatura me abrazaba como una madre a su hijo. Me sentí protegida de tu daño, pero no de tu recuerdo, que incesantemente volvía a mi cabeza. Me parece curioso, quizás incluso irónico, que tras un rompimiento los recuerdos que más persisten sean lo malos, los negativos, nublando así toda señal de lo bueno, lo rescatable. Opino que es el rencor que, con tan sólo un poco, es capaz de contaminar todo un mar de buenas memorias. Por supuesto que tuvimos nuestras razones para pelear, nuestras razones para dejarlo todo de lado y no volver más, pero entonces ¿qué dice eso de nosotros? Que con un simple arranque de ira y desilusión elijamos olvidarlo todo. Pasar a ser extraños que no tienen nada en común. Personas que, después de amarse con tanto fervor, aparentan no significar nada el uno para el otro. Ésto es lo que más me indigna. Hay ciclos que se cierran diariamente, procesos que finalizan, historias que llegan a su desenlace. No por ello nos olvidamos de su existencia. Nos ayudan a crecer y aprender, a no cometer los mismos errores. Entonces, ¿por qué me olvidaste?, ¿por qué me borraste de tu vida y lo hiciste parecer tan fácil? El día había transcurrido casi sin darme cuenta. El agua que me rodeaba había perdido su calor y con ello, su poder de protección. Sin embargo, el peso del mundo que sobre mis hombros se reposaba en la mañana había desaparecido. Me sentía con la ligereza de una pluma. Mareada. Posiblemente debido al hecho de no haber comido ni bebido nada en todo el día. La noche había llegado y con ella toda una nueva serie de sensaciones.
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Por ahí escuché, o quizás leí, que las horas de la noche son las más auténticas. Aquellas que revelan las verdaderas intenciones, las que no son tan correctas ni aceptadas, pero que son honestas. Me dejé envolver por la penumbra que con sigilo susurraba a mi oído aquello con lo que había luchado tanto en contra. No por nada estuve pensando en ti todo el día, no por nada dejé que tu recuerdo penetrara lo más profundo de mis pensamientos sabiendo de antemano que con ello volvería a revivir el sufrimiento que sin haberlo intentado tuviste la capacidad de infligir. Lo que siguió era inevitable. Decidí visitarte. Nació entonces la irremediable necesidad de verte. Si no era hoy, posiblemente no volvería a tener la oportunidad después. Me vestí rápidamente y me dispuse a salir a tu encuentro. La noche era fría, justo como aquella en la que te vi por última vez. Afortunadamente sólo tuve que caminar unos cuantos pasos para encontrarme frente a aquella heladería de la esquina. Era tarde, así que ya estaba cerrada, pero una de las ventajas de trabajar en un lugar es que llegas a conocer sus secretos, los invisibles desperfectos a los ojos del público. Entrar no fue problema, así que en un instante me encontré frente a la puerta del enorme congelador. Aquel que albergaba los sabores más ricos de toda la ciudad y que traían felicidad instantánea a las bocas de miles de clientes satisfechos. De inmediato te vi. Ahí donde te había dejado, con un gran tubo de acero roto perforando tu pecho, atravesando tu corazón. Lucías más pálido, tus labios eran ahora de color morado. Me acerqué y rocé con mi mano tu gélida piel pensando que quizás mi calor pudiera hacerte recordar aquel amor y cariño que con tanto empeño te ofrecí. Intenté abrazarte, pero el enorme tubo de acero se interponía entre la unión de nuestros corazones que en algún momento palpitaron en perfecta sintonía. ¿Era el momento de decir adiós? Estaba dispuesta a hacerlo, sabía que era lo correcto. Quise mirarte una última vez para guardar conmigo una imagen de tu rostro y entonces lo vi. Un atisbo de tu pícara sonrisa se asomaba por las
comisuras de tus labios demostrando con esa simple señal que siempre te quedarías conmigo.
Andrea Laurent
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No en mi corazón, gracias Q
uería escaparme. Estaba exhausta de mi familia y todos sus problemas. No iba a regresar, al menos sólo por esa noche. Le llamé a Kevin, él dijo que estaba en camino para mi casa. Eran como la 1 am y el ni siquiera dudó en venir en mi rescate. Eso es lo que me gustaba de él, por eso se había convertido en mi mejor amigo. “Naomi, estoy abajo” me mandó por mensaje de texto. Bajé las escaleras, ni siquiera me preocupé por ser silenciosa y no despertar a mis padres, no tenía miedo de enfrentarme a su furia después. Entré en el coche del lado del copiloto y volteé a verlo, y él me miró de vuelta, pero no dijo ni una palabra, sabía que no quería hablar de lo ocurrido. Entonces avanzó. —Vamos a ir a la playa —me dijo Kevin luego de un rato. —Sabes que me da miedo la playa de noche —le respondí. —Lo sé, por eso que te estoy llevando, quiero reírme de ti. —¿Qué sucede contigo? —le dije riéndome y golpeándolo levemente en el brazo—. Tú no eres así. —Tú nunca has podido conocerme a mí ni a mis sentimientos, así que ¿Cómo sabes? —contestó pretendiendo estar indignado. —Oh, por Dios, Kevin. Me siento insultada. Somos los mejores amiguitos desde nuestro nacimiento. —No exageres Naomi, nos conocimos cuando teníamos como cinco a... ¡Oh por Dios, esa es mi canción! —se interrumpió a sí mismo cuando la canción Sweet Dreams de Eurythmics apareció aleatoriamente en el estéreo. Me autonombré la DJ durante el recorrido. Cantamos como locos y bailamos aún más loco. Fue de lo mejor; no podía creer que la gente dijera que una chica no puede tener un mejor amigo. Llegamos a la playa y la vista era escalofriantemente hermosa. Nos sentamos en la arena tan lejos como pude de la costa y tan cerca de ella como él me obligó. Él estaba sonriendo de una manera brillante. Gentilmente alejaba
los mechones de cabello que se volaban sobre mi rostro. —¿Cómo fue tu cita con David?, creo que nunca te pregunté —me dijo, tras un momento de silencio. —Pues, creo que estuvo bien, supongo. Aunque ni siquiera fue una cita real, él trajo a un amigo, o creo que eso era. De verdad que tengo miedo de que sea gay. Es muy guapo para ser gay. —Bueno, en ese caso debo tener suerte de que yo sí tengo oportunidad —contestó pretendiendo un mal acento femenino. —¡Oh, vamos! —le dije riéndome debido a lo inesperado que fue eso, luego le lancé arena y después él me lanzó a mí también— ¡No, tú no hagas eso! —Tú empezaste tonta —me contestó. Y entonces iniciamos una pequeña guerra de arena entre los dos. Yo no podía dejar de soltar enormes carcajadas y comencé a sentirme tan plena a pesar de lo horrible que había sido el día en mi casa. —¡Naomi, no inventes! Me entró arena al ojo. Basta, estás loca. —Aún así me amas. —Sí, lo hago —él tomó mi mano, yo estaba riéndome demasiado como para comprender. —No puedo creer que quieras robarte a mi crush. —Nao, te amo. —Eso sería... —Me detuve cuando entendí. Él realmente lo decía en serio. Esas miradas, la manera electrizante como me tocó y todas esas emociones y sentimientos que dijo que yo no conocía porque soy así de ingenua... Su mano continuaba sobre la mía. Sentí mi corazón en la garganta. Él estaba observándome como nunca antes lo había hecho, o tal vez la realidad era que esa era la primera vez que noté que me observaba así, porque él finalmente se abrió a mí. Yo nunca me había abierto a él de esa manera… —Gracias —dije simplemente. En ese momento supe porque dicen que las chicas no pueden tener un mejor amigo.
Fernanda Vargas 42
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La niña sol A mi abuelita, te mando un beso hasta el cielo.
E
l cielo gris parecía no entender que el día más feliz de Mercedes estaba por suceder. A pesar de que no llovía y el viento era cálido y seco, el firmamento parecía triste y a punto de llorar. Mercedes despertó apenas amanecía, pero esa mañana el gallo no cantó, más bien, el sonar de los grillos seguía penetrando los pasillos de su casa. Se asomó por su ventana y notó que el sol no salió No importa —se dijo—. Mientras no llueva, todo está bien —y suspiró. No eran tiempos fáciles para la mujer de mediana edad, sobre todo para Mercedes; se acercaban los treinta y ni hijos, ni marido, ni perro al que cuidar. Esto hacía del día triste, un día muy feliz pues Nicolás, aquel hombre que durante diez años había querido con tanta pasión e intensidad, volvería por ella. Tenía cuatro años de no verle, cuánto había cambiado desde entonces. No es lo mismo marcharte enamorado de una muchachita con tres años más que veinte, que volver por una mujer con tres para los treinta. En aquel pequeño pueblo en el que vivía, donde no había calles pavimentadas y apenas un centro de salud, tener su edad en soltería era juzgado hasta por malandros. Estar sola después de los medios veinte connotaba algún padecimiento mental, inclinación por la prostitución o la vida fácil, o peor aún, no tener el gen para ser madre. Y como todos siempre le habían dicho: “La que no nació para ser madre, no nació para ser esposa.” Y yacía ahí Mercedes, en el pueblo al que el feminismo no había llegado, con veintisiete años y sin hijos, ni marido, ni perro al que cuidar. No eran más de las ocho de la mañana, cuando parecía atardecer, pero era solo una ilusión pues el sol se escondía detrás de las oscuras nubes que avisaban una fuerte tormenta. —¡Por favor, no! —le suplicaba Mercedes a Dios. Pero ni sus rezos ni sus cantos, detendrían lo peor.
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Decidió ignorar la horrible situación, y procedió a prepararse para su día mágico, en el que encontraría la paz que había perdido cuando después de veintisiete años, fue sola que quedó. No había sido siempre así, en un pueblo tan pequeño era muy fácil ser odiado, pero también amado. Cuando niña, le decían niña sol, pues pelos rubios y una enorme sonrisa siempre le acompañaban. Con los años, sus cabellos oscurecieron y la soledad, su sonrisa marchitó. Y la niña sol, sola se quedó. Se hizo un peinado de esos a la moda, el pelo corto triunfaba y su rostro resaltaba. Se puso un poco de maquillaje, hasta sus labios pintó. Luego sacó del ropero aquel vestido con el que había conocido a Nicolás, uno blanco con cuadros, que, a pesar de tener muchos años guardado, seguía haciendo sobresalir esa figura, con la que lo enamoró. Se puso unos zapatos blancos, que tendrían ocho años más o menos. Aquellos servirían para el día de su boda, con un gran vestido y un velo largo. Se vio en el espejo y se figuró de diecinueve, joven, feliz. Se imaginó un ramo de flores mientras idealizaba su imagen, cosas que sucedieron, suceden y sucederán. Se dirigió a su garaje con los cigarrillos de Nicolás, eran sus favoritos y con ellos, lo quería recibir. Era doloroso recordar cuando se marchó, había una crisis enorme en toda la nación, sobre todo en aquel pueblo al que la miseria atacó. Él se fue en busca de una mejor vida, pero ella sin hijos, ni marido, ni perro, se quedó. El tiempo fue pasando, y Nicolás no aparecía. —¿Será que ahora es más feliz? Tal vez me superó —pensaba Mercedes con un nudo en la garganta, mientras veía frente a ella aquel camino de tierra en donde tantas veces de niña jugó. Se recordaba con su vestido rojo, el que hacía juego con su pelo, mientras veía al fondo los árboles y un pueblo subdesarrollado, en el
que había crecido, y al que tanto había amado. La nostalgia de sus recuerdos la hizo llorar, pues posiblemente ella sería la última niña que en esa calle podría recordar. —Nunca tendré hijos, ni marido, ni perro al que cuidar —se dijo entre sollozos y lamentos. Entró a su casa con el maquillaje destruido, los zapatos sucios y el vestido arrugado. Dejó los cigarrillos en la mesita de la entrada y se dirigió a la cocina con el corazón roto. —¡Qué estúpida fui al pensar que volvería! Cocinar la ayudaría a despejar sus pensamientos, una sopa iba a preparar, lo que fuera para ya no recordar. Mientras cortaba las verduras un pedazo de papa en el piso cayó, miró sus zapatos y los reconoció, el día más feliz no era este, el día más feliz, ya pasó. Miró a la ventana de la cocina en donde se veía el jardín, cubierto todo de pasto, uniforme, verde. El cielo oscuro estaba por llorar y el reloj apenas las doce y media iba a tocar. Volvió a ver al pasto y divisó algo extraño, en varios lugares había huecos de tierra y al fondo, un pequeño cuadrado de tierra removida. En su memoria indagó que era lo que veía, sus zapatos, el jardín —¡Claro! —pensó. Se recordó a los diecinueve, vestida de blanco, recordó la miseria de los años después. Y entonces recordó, a Bruno, el perro que hace poco enterró; a Lucía, su hija pelirroja, que a los dos años murió, a Daniel, el que de seis meses en su vientre perdió; y a Nicolás, su marido, que, en el año de la crisis, se suicidó. Tomó el cuchillo de las verduras y sus venas atravesó, se podría decir que no sintió dolor. Mientras la sangre chorreaba comenzó a llover, el equilibrio perdió y cayó. En aquel fúnebre escenario, la niña sol, sola murió.
Pablo Rojas
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Los ojos que miraban a Felicia F
rancesco estaba muerto, lo sabía. Había sangre por doquier. Un año ocho meses después de investigación, mi amiga, Felicia, se encontraba en prisión como presunta culpable, aunque ella me juraba que era inocente cada vez que la visitaba. Yo por supuesto quería ayudarla, pero no recuerdo nada más. Cuando desperté quería recordar, pero mientras más lo deseaba mi mente no me lo permitía, lo que me hacía preguntarme al menos ocho veces al día, ¿A dónde va un recuerdo cuando es olvidado? Todos los días consistía en la misma rutina para llegar a aquel lugar y momento que mi cabeza no me permitía recordar, pero que cada día me eran más desconocidos. Mi terapeuta me sugirió despejar mi mente, así que me relajé, y pensé en el abandonado estudio de baile donde solía enseñar a principiantes junto con Celeste. Me visualicé abriendo mi casillero y vi mis viejos tacones rojos, justo como el cuento me sentía incapaz de dejar de bailar una vez que me los ponía. Entonces el 18 de agosto de 1958, empecé a recordar tratando de poner un orden.... Francesco tenía una esposa, siempre ignoré este hecho, no porque no me importara, sino porque mi amiga Felicia me juraba que se iba a divorciar de él mes con mes. Francesco no era un hombre extremadamente apuesto, su apariencia era algo diferente, nada convencional, pero su encanto radicaba en esa aura misteriosa que parecía encantar a todo mundo a su alrededor como si de magia se tratará. Tenía el don de la palabra, pero solía faltar a su palabra constantemente. Cuando Felicia empezó su amorío con él me sentía algo preocupada, ya que ella era muy ingenua e impulsiva en cuanto a hombres, siempre anteponía el corazón a la razón, sin embargo, no podía hacer nada cuando se aferraba a una idea, menos a una persona que ‐en cuestión de semanas‐ visitaba cada fin de semana nuestro apartamento. Y así, lentamente, día tras día comencé a caer bajo esa misma aura, bajo esos mismos encantos. Nunca tuve nada que perder, tampoco nada
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que querer. Siempre me sentía de alguna manera vacía. Desde que mi mamá se suicidó a mis ocho años de edad, después de que mi papá nos abandonó, al no tener más familiares terminé en un orfanato donde fue la primera vez que vi a Felicia, pese a ser muy cándida también era muy extrovertida, demasiado diferente a mí y a la vez demasiado similar, por lo cual nos hicimos amigas, casi de inmediato, aunque generalmente yo terminaba siendo castigada por sus intrépidos actos. Así eventualmente crecimos hasta que tuvimos edad para dejar el orfanato. La mayoría del tiempo acababa enmendando los errores que Felicia cometía una y otra vez, y pese a que era cansado lo hacía, ya que la consideraba mi única familia. Sin embargo, cuando Francesco apareció en el mapa esto cambió. Radicalmente deseaba deshacerme de ella, deseaba ser libre del lazo familiar que nos impusimos con el paso de los años. Anhelaba todos los días que Felicia muriese para tenerlo solamente para mí. Ella no lo merecía tanto como yo, jamás le podría ofrecer lo que yo podía. Cada día empecé a odiar que no me mirara como lo hacía a ella, cada vez sentía cómo mis sentimientos por este hombre aumentaban y podía sentir que él lo percibía. Eso me enfermaba aún más, quería que me quisiera tanto como yo a él, que me deseara tanto como yo a él. Sentía un constante hormigueo y náuseas cada vez que los veía juntos, ¿acaso no veía que tan insignificante era ella comparada contra mí? Supongo que hay personas que deciden cerrar sus ojos aunque vean la verdad. Era mi día de terapia, tener que regresar allí me ponía ansiosa, pero no hoy. Hoy sentía que Francesco me visitaría como lo hacía en los veranos. Mi terapeuta me observa y empieza a decirme algo que no alcanzo a escuchar, a veces solo la veo abrir la boca, pero no soy capaz de escuchar lo que dice, es demasiado fría, no me agrada, tal vez porque habla la verdad que mi corazón no puede aceptar... Por eso al final le corté los oídos, saqué sus ojos, corté su lengua y extirpé su corazón con el deseo posesivo que solo me hablara, escuchara, mirara, y amara a mí. Quería poseer su corazón a tal grado que mi razón
logró entender mis deseos. Yo lo maté. Asesiné al hombre que amaba. Y Felicia no era nada más que el producto de mi mente rota y psicótica. Ya no tenía caso lamentarme. Sin embargo, gritaba todos los días. Lo hacía porque no quería oír la verdad, no quería estar cerca de la verdad, no quería ver la verdad y no quería decir la verdad.
Melanie Castro
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Las 12 en punto E
¿Por amor? Por un amor casi prohibido, de esa dama que emana fuego y hielo al mismo tiempo, esa doncella que corrompe cada una de mis creencias más arraigadas, esa mujer que sólo a mí se me ocurrió amar. Ya eran las doce en punto y había llegado la hora. Habían tres clientes de bolsillos grandes y negocios turbios con calibre de asesinos que la esperaban a ella. Ansiosamente. Me hervía la sangre. Entonces, baje la mirada, le toqué la espalda, acaricie sus curvas deseándolas sólo mías, sentí sus costillas... uno, dos, tres, tome aire como pude, y dije lo de siempre. —Ella es Anabella Prier, nuestro mejor elemento. Les aseguro que los dejará satisfechos.
ra la media noche, sabía que había llegado la hora. Las doce no eran para mí lo que era para los demás. Para ellos podía ser fiesta, alcohol, la hora del Himno Nacional en la radio, sexo cachondo, un cumpleaños o tal vez sólo la hora de acostarse a dormir con su mujer a un lado. Pero para mí no. Para mí a las doce me hervía la sangre, me reventaba los tímpanos, me mataba neuronas, me agitaba la respiración y me rasgaba el corazón. ¿Qué más me quedaba? Si el inepto estúpido y ambicioso por el dinero fácil que había decidido dedicarse a este negocio sucio y obscuro, era yo. El que se autoproclamaba cabrón, todas mías, hijo de puta, machista sin corazón, estaba hoy nuevamente, llorando por dentro y temblando de impotencia por amor.
Mirsha Cervera
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Gracias al mar D
oce de enero, tres cuarenta y cinco de la tarde, me encontraba relajada disfrutando de un soleado día en mi lugar favorito, la playa. Escuché a alguien gritando mi nombre a lo lejos: “¡Josa!”. Me quité las gafas de sol y me recosté sobre mis codos, era un amigo de la vieja escuela, Iván, ex novio de una de mis mejores amigas en la preparatoria. Él estaba con sus amigos, pero al verme sola me pregunto si quería unirme a ellos, yo acepté, no pude negar en mi interior que el amigo que venía con Iván estaba muy guapo. Me presentó con ellos. —Josa, ella es mi novia Tania y él es Luga. —¿Luga? —pregunté y me eché a reír volviendo a preguntar—. ¿Así te llamas? —él me respondió con una risa de por medio. —No, así me dicen. Era un niño alto, fuerte, con el cabello por debajo de las orejas, con tatuajes en el brazo derecho y llevaba un traje de baño con estampado de un surfista en un atardecer girando con las olas. Sinceramente no podía quitarle los ojos de encima pero tenía que verme disimulada ya que yo llevaba ya casi 2 meses saliendo con alguien, Iván me dijo: —¿No lo conoces? Va en el mismo colegio — me quedé sorprendida porque en mi año y medio de universidad no lo había visto ni en los pasillos. Estábamos tomando unas cervezas bien frías y apreciando los colores cálidos del atardecer, yo traía conmigo una tabla de skimboard, no era para nada profesional, pero era muy divertido intentar subirte, caerte en los brazos de las olas y tragar toda el agua salada posible, así que ya un poco subidos de copas Luga comenzó a presumir que él sabía mucho y que ya lo había intentado en el pasado, justo antes de que se metiera el sol lo reté a ver si era tan bueno como decía. Entre caídas y muchas risas la noche llegó, era hora de irse, nos despedimos, nos pasamos nuestros teléfonos y al despedirnos Tania me dijo: —Le gustaste a Luga. —Ni de broma, yo estoy saliendo con alguien y la verdad no estoy interesada, estoy bien como estoy. Una semana después en el colegio yo no paraba de mirar para todos lados para ver si me lo topaba aunque sea en la cafetería, pero nada. Esa misma tarde suena mi teléfono, era un mensaje de él diciendo “¿A qué
hora tienes clases mañana?”. Le dije mis horarios, a lo que el respondió “Oye, ¿si te vas a dejar ver o te vas a hacer la difícil como aquí en Facebook y en Whatsapp?, ¿si te topo me saludas o nada?”. Me costo muchísimo tener que rechazarlo porque me atraía demasiado. Me enojé y le dije que era un intenso, que me seguiría haciendo la difícil porque estaba saliendo con un niño y estaba feliz con él, que si lo veía obvio lo saludaría y entonces quedamos como “amigos”. El 26 de febrero yo viajé a la CDMX por un concierto con mis mejores amigas y regresando del viaje terminé todo lo que tenía con el niño con el que estaba saliendo. Me enteré que Luga estaba saliendo con una niña, Cas. Morí de celos el día que lo supe, no podía creerlo, pero en fin. Relativamente fui yo la que lo mandó a volar, así que intentaba pasar desapercibida por esa situación. Pasaban los días y nos frecuentábamos cada vez más, nos mandábamos mensajes todo el tiempo y nos veíamos al finalizar clases en la cafetería, el vernos se volvió una adicción. Él tenía muchos problemas con su novia así que me los contaba y me retorcía cada vez que me pedía un consejo, pero se lo daba porque podía notar que se interesaba estar bien en su relación con Cas. Un día me invitó a la playa, resultó que era el lugar favorito de Luga también, así que no dude ni un segundo en decir que sí. Recostados en mi pareo boca abajo tomando el sol estábamos platicando acerca de nuestras vidas. Aunque ya teníamos tiempo de conocernos habían muchas cosas más íntimas que no sabíamos de nosotros, así que jugamos a hacernos preguntas. Llegó un punto en que teníamos demasiado calor se notaba nuestra piel roja ya algo quemada por los rayos del sol, así que paramos la plática y nos metimos al mar. Estábamos jugueteando, lanzándonos agua a la orilla del mar, él me agarraba y me aventaba hacia las olas, no saben lo bien que me la pasé aquella tarde. Ese día mi padre me iba a recoger en la playa pero le salió un imprevisto y Luga me ofreció regresarme con él. Llegamos a su departamento eran las seis o siete de la noche, ordenamos una pizza y elegimos una película recostados en el sofá. Sonó mi teléfono, era mi papá diciéndome que ya no tardaba mucho en ir por mí, le mandé mi ubicación, dejé mi teléfono en un mesa a lado mío y regresé al hombro de Luga y le dije—Ya casi me voy.
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Dos corazones unidos en un destino entrelazados por la pasión y entrega. Yo sabía que ya sentía algo por él y que nunca iba a poder ser posible. De mi mente no salía la idea de tener que fingir sólo amistad cuando lo que pasa es que lo quería de verdad. Lo quería como se quieren ciertas cosas oscuras, secretamente entre la sombra y el alma. Pasó casi un mes, los problemas de Luga con Cas iban en aumento y yo no quería llegar a decirle “déjala”, tenía que tomar esa decisión él mismo y así fue... la dejó. No podíamos esconder más lo que sentíamos cada uno del otro. Recuerdo perfectamente que a mediados de mayo, ya pasadas semanas de haber terminado con Cas, estábamos nuevamente en la playa sentados en el mismo pareo pero con un atardecer diferente. Le platiqué lo que sentía por él y él admitió sentir lo mismo por mí. Fue ahí cuando oficialmente comenzamos a estar juntos sin tener que escondernos de nadie. Luga era esa persona que me robaba las cobijas por las noches, el que se reía de mis locuras por las mañanas, el que con un abrazo fuerte me hacía sentir que todo iba a estar bien hasta en los peores días. Lo mejor de todo, era lo feliz que nos sentíamos al estar juntos. Él me comprendía más que nadie, se volvió tan especial en tan poco tiempo y cuando menos me di cuenta, Luga ya era mío.
Luga se enderezó un poco quitando mi cabeza de su hombro y no me dijo nada, puso su mano en mi cuello metiendo sus dedos por mi cabello. Se acercó lentamente y con su mano me jaló sutilmente hacia él, cerré los ojos, él los suyos y nos comenzamos a besar apasionadamente, esos besos guardados que tanto deseábamos darnos, esos besos que erizan la piel, como si no hubiera mañana, solo hoy. Con sus brazos rodeaba mi cintura, con sus manos acariciaba mis brazos, mi espalda, con sus manos apretaba mis piernas, me quité la blusa y él la suya y en un abrir y cerrar de ojos ya estábamos navegando por nuestros cuerpos y ahogándonos en nuestras ganas de estar juntos. Esto no sólo pasó una vez, pasaron días, semanas hasta que me di cuenta que algo estaba mal, yo estaba comenzando a sentir algo por Luga pero para él yo era nadie. Así que un día después de estar juntos le dije: —Felicidades, lo conseguiste, te acostaste conmigo y lo que sigue es hacer como si nada hubiera pasado porque tú estas saliendo con alguien y no está nada bien. Él sólo contestó—: Estás loca, esto no tiene porqué ser así. Salvajes, delirantes y cómplices, ambos amarrados al secreto que nos quemaba internamente donde la única opción era callar ante nuestras ganas.
María José Malagón
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Este es un trabajo de la asignatura Creatividad e Innovación Editorial, realizado por alumnos de quinto semestre de la Licenciatura en Comunicación de la Universidad Anáhuac Cancún durante el periodo escolar 2017.
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