juan bedoian
Textos
Profesor en Letras. Ejerció el periodismo en diversos medios argentinos (entre ellos Clarín y Primera Plana) y colaboró en publicaciones extranjeras. Entre otros cargos, fue Editor General de Ñ, Revista de Cultura.
En ric o F an t o n i
Fotos
Es italiano y se graduó como Licenciado en Historia Contemporánea en Florencia. Fotógrafo y periodista, publicó sus trabajos en numerosos medios nacionales e internacionales. Actualmente, reside en Argentina.
Coordinación General
CAR M E L A CAL DER ó n M arí a M a c L e a n
Diseño
C ec i l i a P e rr i a r d
Fotocromía
M a tí a s R om e ro F e r ná n d e z Bicromía
J u l i a F l ur í n i mpre n t a Corrección de textos
Proietto & Lamarque S.A.
a ri el s o l i t o
ISBN en trámite
a ut or i da de s n a c i o na le s
Presidenta de la Nación Argentina
Cri st i n a F e r n á n de z de K i rc hn er Jefe de Gabinete
An íba l F e rn á n de z Ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca
Ca rlos Ca sa mi qu e la Coordinador Ejecutivo de la UCAR
Jor ge Ne mE
a ut or i da de s p rov i n c ia le s
Gobernador de Jujuy
Edu a r do F e lln e r Secretario General de la Gobernación
Osc a r In sa u st i
edu ardo fell ner Gobernador de Jujuy “La recuperación del ingenio La Esperanza fue el puntapié inicial para crear un programa de desarrollo más amplio, integral y sustentable destinado no solo a la empresa sino también a la región. Estamos todos involucrados y el acompañamiento es generalizado porque existe una conciencia de que podemos salir adelante en la Micro Región de San Pedro y La Esperanza”.
Os c a r In sau sti Secretario General de la Gobernación de Jujuy “La región tuvo un pasado de esplendor. Yo conocí San Pedro de chico, en la época en que era una ciudad muy próspera, con una importancia económica, educativa y social que luego se fue perdiendo. Ahora, con el Programa de la Micro Región de San Pedro y La Esperanza en marcha, nuevamente existe una mirada más expectante de la población en relación a un proyecto de vida”.
pr贸logo
jor ge neme Coordinador Ejecutivo de la Unidad para el Cambio Rural
Tiempo de cambios y desafíos La historia del ingenio La Esperanza circula en la comunidad de San Pedro y La Esperanza como un pasado muy vivo, quizás más real que el presente, impregnando las nuevas experiencias. Por esa razón, para quienes estamos comprometidos desde la gestión pública con un proyecto de desarrollo social y productivo, con las transformaciones que ello implica, es una historia que merece nuestra máxima atención. Este libro está dedicado a reunir testimonios sobre el recorrido histórico de una empresa emblemática del norte argentino y, además, a acercarnos mejor a los sujetos reales, los actores imprescindibles de la política que ha puesto en marcha el Gobierno para mejorar sus condiciones de vida y sus horizontes de realización personal y colectiva. La empresa azucarera que fundaron los hermanos Leach en 1883 organizó un sistema productivo y económico, integrando también las relaciones sociales, las aspiraciones y los sueños de la población que fue creciendo alrededor de la fábrica, bajo un modelo que combinaba la explotación industrial moderna con un modelo burgués-paternalista. El sesgo colonizador es aludido permanentemente en los relatos de la zona, a través del enorme impacto de que los hermanos ingleses se propusieran “domesticar a los indios” a los fines de sumarlos a la fuerza laboral, pero ese proceso también aparece con una connotación positiva, en el recuerdo de las pintorescas ceremonias del té, el golf y el tenis, de la sirena de la fábrica anunciando una buena cosecha, de la profusión de novedades técnicas y culturales que dejaron una huella en las familias por varias generaciones: los hermanos Leach eran unos “dueños buenos”, los artífices de una época de esplendor y de prosperidad, que modeló una identidad local muy vinculada al cañaveral y al conjunto de
beneficios que suponía estar ligado de una u otra manera al ingenio. A partir de los años 60 comenzaron las sucesivas crisis, los cambios de dueños y las quiebras que, en 2013, derivaron en un escenario sumamente crítico. Luego de décadas de desinversión y de la salida del grupo Benito Roggio, que hasta entonces mantenía el arriendo del ingenio La Esperanza, la empresa parecía condenada al cierre, con el consecuente impacto sobre la población que veía caer no solamente una fuente de sustento sino un pilar de su identidad. Fue ante ese escenario que, con una firme decisión de la Presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, el Gobierno de la provincia de Jujuy y el Gobierno Nacional, a través de la Unidad para el Cambio Rural (UCAR) del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación, se propusieron llevar adelante un programa para recuperar definitivamente el complejo agroindustrial, que había sufrido un profundo proceso de deterioro y la merma sustancial de su capacidad productiva. Esta política se expresó en el Programa de Desarrollo de la Micro Región de San Pedro y La Esperanza, que fue formulado con una mirada integral de la problemática regional, considerando que el ingenio La Esperanza, si bien es la columna vertebral del sistema económico local, no es condición suficiente para mejorar la calidad de vida de la población que se fue quedando al margen de los flujos de inversión, tecnología y mercado y, por lo tanto, relegada en materia de desarrollo. De este modo, se trazó un programa para todo el departamento San Pedro (que hoy se extiende a lo que se conoce como el Ramal jujeño), que incluye otras cadenas de valor además del azúcar: la ganadería porcina, la instalación de un vivero y un polo forestal, la avicultura, la apicultura, la horticultura y una cuenca láctea, entre otros emprendimientos que hoy están en marcha. Siempre fuimos conscientes de que no se trataba de aplicar una receta o una solución meramente técnica, sino que nuestro trabajo consistía en articular las fuentes de inversión –desde la UCAR gestionamos programas y proyectos con financiamiento externo– con los innumerables recursos de la zona; así como también en dialogar con una comunidad signada por una historia de esplendor que se fue convirtiendo en decadencia, en frustración y en el abandono paulatino de la esperanza, ese significante sobre el cual se fundó nada menos que la vida de un pueblo. Escuchar esas voces es una parte imprescindible de nuestra tarea. Un proyecto de transformación, eminentemente político, tiene posibilidades de avanzar a condición de que vaya al encuentro de una realidad y un imaginario preexistentes, que a su vez proponen caminos impensados. En los testimonios que reúne este libro aparece la presencia fantasmal de los Leach, la añoranza de una sociedad próspera, la temporalidad vital que se va acompasando al ritmo de la zafra. Esto nos brinda otra comprensión sobre los procesos de cambio, como el caso de la adopción de nuevas tecnologías. En particular, en la implementación de la cosecha mecanizada integral llevada a cabo por el Estado en 2014, aparecieron resistencias por parte de algunos trabajadores manuales, a pesar del enorme sacrificio y perjuicio a la salud que implicaba cortar y quemar la caña; y esto sucede porque nada se construye desde cero, porque hay tradiciones de mucho peso, porque cada paso adelante supone pactar nuevos entendimientos. En esas palabras aparecen, también, los deseos de estudiar. La intervención estatal dia-
loga permanentemente con esos deseos y traza una estrategia: no se trata simplemente de responder al anhelo de los jóvenes de procurarse un desarrollo profesional y personal –lo cual sería en sí mismo legítimo–, sino de enlazar esa inquietud con la enorme potencialidad de la zona; se trata de que la región pueda procurarse capacidades propias, sus técnicos y profesionales. Y por eso desde el Programa contemplamos una oferta académica y cultural adecuada a esos objetivos. En esta publicación el lector va a encontrar la historia de una parte de nuestra Argentina. Son fragmentos, sin pretensión de constituir un discurso único, que hacen lugar también a las omisiones y los silencios como elementos propios de un lenguaje que se abre camino en sus propios términos. Para los funcionarios, profesionales y técnicos abocados a la gestión de un programa de desarrollo, la lectura de ese mosaico de voces nos aproxima de otro modo a la realidad sobre la que intervenimos. Nos obliga a repensar cuestiones clave: ¿cómo poner a disposición las capacidades del Estado de una manera que se distancie de aquel gesto colonizador? ¿Cómo restituir el valor de la palabra, del proyecto, después de los intentos anteriores que fracasaron? ¿Cuál es el mejor modo de articular y poner en valor un acervo invaluable de recursos, los saberes locales, la potencialidad de la juventud? Quizás las múltiples iniciativas que abarca el Programa de la Micro Región de San Pedro y La Esperanza puedan resumirse en un desafío: que las personas, para mantener su identidad colectiva y sus reivindicaciones, ya no tengan que destinar grandes esfuerzos a ser guardianes del pasado, sino que se conviertan en protagonistas de este nuevo capítulo que estamos construyendo entre todos. Sirva este libro para abrir una mirada orientada hacia el futuro sin renunciar a la historia ni a las tradiciones que encierra esa porción del pueblo jujeño.
índice 13
Relatos de una región apasionada
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20 crónicas de La Esperanza
Jaime Trejo
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El eterno regreso de Jaime Trejo
maría eugenia Hernández
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La jovencita que se enfrentó a Jim Lord
MIGUEl Singh
40
En nombre del padre
Bomberos del ingenio
48
Tres héroes de los cañaverales
Luisa González
56
Madre coraje y sus hijas
Familia Contreras
62
El ingenio, un ámbito familiar
Nora Ferretti
70
Los gozos y las sombras
Diego Sagardia
76
El largo adiós al machete
Héctor Jure
86
El empresario que dejó su corazón en La Esperanza
Segundina Correa
94
El mundo es ancho y ajeno
José Luis Melano
102 En la casa embrujada, lejos del mundanal ruido
Juan Carlos Matthews
110 Las andanzas del mariscal Tito en San Pedro
Carlos Farfán
118 El zafrero que no perdió el último tren
Alberto Macci
128 La felicidad viaja en tren por los cañaverales
Normando Balduín Pedro Borja Cecilia Rivero Germán Maccagno María Nallim Raúl Ortiz
136 Rescatando la memoria de un pueblo 144 El sueño de la casa propia 152 Busco mi destino 160 Confesiones de un cura muy particular 168 El pasado vanguardista de La Esperanza 174 Sed de justicia 183 Agradecimientos
i n t rodu cción
Relatos de una región apasionada La mayor parte de las regiones argentinas pueden describirse por ubicación, por su geografía, por su flora y su fauna, y allí termina todo. Pero hay otras en las que la añoranza, el prejuicio y ciertas creencias intervienen de tal manera que resulta difícil hacer una evaluación clara y serena. Cuando eso sucede, se impone una especie de misteriosa complejidad. La de San Pedro es una región así. Bendecida por la prosperidad y castigada por la crisis en dosis parejas, las yungas jujeñas no se sujetan a la común medida del tiempo: allí el pasado glorioso se funde con el presente, y ambos interrogan al futuro. Eso crea necesariamente una tensión temporal que se refleja en la manera de vivir, entender y sufrir su destino. Porque como todos los paisajes, el de San Pedro y La Esperanza es estratificación de tierra y de historia. No es sólo naturaleza, selvas subtropicales y surcos de cañaverales; es también, y sobre todo, sociedad, personas, gestos, costumbres, prejuicios, pasiones, fes. Aquí, se está hablando de gente. Más allá de lo que dice la historia oficial, ese es el fascinante trasfondo –por momentos doloroso, por momentos esperanzado- de todas las charlas y testimonios que incluye este libro. Las voces que lo pueblan son necesariamente variadas –por condición social, por raza, por origen-, pero hay algo que las distingue y acaso las unifica: muestran el rostro humano de un mundo globalizado que, además de sus extraordinarias innovaciones tecnológicas, propicia la despersonalización del individuo, la desintegración del tejido cultural común y la mutilación del pasado. San Pedro no es ajena a algunos de estos efectos, pero estos no han mellado dos sentimientos que habitan en cada una de estas crónicas: la idea de pertenencia a un lugar y la preservación de la memoria.
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Esa noción de la raíces está en la espíritu de la digna militante Segundina Correa, que todavía habla en quechua con su esposo; promueve la emocionada confesión del cañero independiente Héctor Jure: “Soy un hombre que siempre tuvo la convicción de que iba a vivir y morir acá”; aparece idealizada en el relato del contador Alberto Macci, que de niño recorría los cañaverales en el pequeño tren conducido por su padre; sostiene el machete imaginario y ahora inútil con que el zafrero Diego Sagardia volteaba el cañaveral junto a su padre y sus hermanos, en épocas que él recuerda felices. Todos los contextos a los que aluden estos relatos no son pormenores del paisaje: explican el fondo y el fin. Y ninguno de estos, directa o indirectamente, son ajenos a esa presencia poderosa que es, simultáneamente, leyenda, nostalgia, pasión, decadencia e ilusión: el ingenio La Esperanza. La empresa, creada por los ingleses Leach a fines del siglo XIX, es un dato insoslayable en el contexto de las yungas jujeñas por dos razones poderosas: su incidencia socio-económica y su carga simbólica. Sin disimular su pertenencia al Imperio Británico, el modelo paternalista impuesto por los Leach posibilitó la riqueza de sus dueños, pero también permitió construir viviendas, iglesias, escuelas, hospitales e instalaciones deportivas inéditos en el noroeste argentino. Por esas y otras razones, 125 años después de su fundación, la fábrica todavía es el referente más importante de la actividad productiva regional y forma parte del imaginario colectivo de su gente y su cultura. O sea: por un lado, el ingenio aun supone –más allá de sus crisis- una posibilidad real de progreso y empleo; por otro, su existencia influyó en el modo de vida, el pensar, sentir y creer de una comunidad. La Esperanza es todo eso: trabajo, saberes almacenados, aspiraciones, conductas, historias y legados. Cualquier análisis o acción referida al ingenio, cualquier conducta o mirada individual, no puede pasar por alto esa multiplicidad de sentidos: para muchas almas de la región, más allá de lo que diga la impiadosa realidad, esa fábrica contiene las semillas de lo previo y los horizontes del porvenir. La historia dictamina que los tiempos de prosperidad comenzaron a evaporarse en la década del 70. A partir de allí, la decadencia se profundizó: malas administraciones, quiebra, graves conflictos laborales, amenaza de cierre, miedo. Desde 1995 a 2013, los trabajadores de fábrica y surco, los cañeros independientes y la población de San Pedro y La Esperanza ya tenían absoluta conciencia de ese quiebre económico y sus consecuencias: desocupación, migración, cierre de comercios y abandono de servicios esenciales. La providencial intervención del Estado Nacional y del Provincial lo salvó del cierre en 2013 y demostró que la política puede –y debe- intervenir en los mercados anárquicos. Aunque queda mucho por hacer, se normalizó la actividad de la fábrica y se crearon numerosos programas de desarrollo en toda la región. Ese es el contexto en el que los protagonistas de estas historias hablaron: dijeron su verdad con la herencia de los oídos y la memoria de los labios; confesaron sus miedos y su bronca con nombres y apellidos; reconocieron demasiadas veces su nostalgia por el paraíso perdido; y algunos aceptaron, con dolor, que habían perdido todas sus guerras. Y lo hicieron quizá sin tener conciencia de un dato que mitiga la desolación: los grandes acontecimientos influyen en las comunidades pequeñas de manera distinta, la gente se
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involucra más en los sitios donde todos se conocen entre sí, donde hay menos paredes detrás de las cuales ocultarse, donde los sonidos vuelan más lejos y el ritmo más lento permite una mirada más detenida, una percepción más profunda. Esa profundidad es posible en una tierra que mezcla lo real con lo maravilloso. Habita en la casa embrujada del actor José Luis Melano; en las increíbles peripecias del guerrero hindú que trabajó en el ingenio casi 50 años, fue un héroe de la Primera Guerra y murió en La Esperanza, contadas con veneración por su hijo Miguel Singh; en el relato del médico Matthews, cuya madre conoció al mariscal Tito, o en la empleada de limpieza Luisa que no conoce el mundo, pero habla amorosamente todos los días con sus cuatro hijas. ¿Cómo en un ambiente así, a pesar del largo camino que falta recorrer en esta reinvención, no se recuperarán alguna vez los valores perdidos o no se le devolverá su centralidad al capital humano? Durante mis días en San Pedro y La Esperanza, vislumbré que cada historia individual era, al mismo tiempo, colectiva. Como los zafreros que perdieron su niñez en la tierra hirviente de los cañaverales por un viejo mandato de los padres: “acá se hace lo que la tierra quiera”. Como las mujeres tocadas en el corazón por su familia y, por eso mismo, dotadas de una entereza que los hombres muchas veces no tienen. O como los viejos que quedaron congelados en el pasado y ya no esperan demasiado, y los jóvenes que vislumbran un futuro mejor. Si es cierto que la transformación de una sociedad jamás ha sido o será codificable, sospecho que detrás del escepticismo, detrás de las palabras que no se pronuncian en vano, la gente de las yungas jujeñas todavía aspira a una resurrección, que en todas estas experiencias narradas hay una cuota de orgullo, vergüenza, temor. Y de esperanza. Si las 20 crónicas incluidas en el libro sobre esta región anclada en la necesidad estremecen y emocionan, es porque todas nos dicen algo de la aborrecida miseria y la inestimable grandeza del género humano.
Juan Bedoian
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n o st algia s y an h elo s
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Las 20 crónicas son un testimonio de lo que siente, piensa y espera la gente de San Pedro y La Esperanza en esta nueva etapa. Todos estos relatos están ligados al ícono de la región, el ingenio La Esperanza, que venía de una vieja crisis, hasta que el Estado nacional y provincial decidieron, en 2013, la recuperación de la fábrica e instrumentaron programas de desarrollo productivo en la micro región. Las 20 crónicas -elegidas con cierta arbitrariedad entre muchas otras tan valiosas como estas- dan cuenta de una historia que mezcla un pasado próspero, un presente lleno de desafíos y un futuro que compromete no solo a los gobernantes, sino a toda la comunidad de la región. En cada una de ellas se escucharán voces pobladas de nostalgia, de hechos maravillosos, de temores y de anhelos. En cada una de ellas palpitan los sentimientos de una comunidad bendecida y castigada durante un tiempo demasiado largo. Y en ninguna de ellas se puede separar el origen del destino. Ni la memoria, del deseo.
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20 crónicas
de La Esperanza
Convocado en 2013 como jefe de fábrica de La Esperanza tras la
intervención y salvataje del Estado Nacional, Jaime Trejo es casi
una leyenda en esa región jujeña. Lleva más de 60 años desplegando
sus conocimientos en varios ingenios de la zona, y esta es la quinta
vez que vuelve a tomar las riendas de la producción en el ingenio
fundado por los Leach. Desde el 55, cuando entró por primera vez,
tuvo varias idas y venidas que quedaron profundamente marcadas en
su memoria. Asistido por sus hijos, ahora enfrenta este nuevo desafío
con esa vieja y serena sabiduría de los hombres capaces de jugarse
todo por un destino mejor.
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20 crónicas
de La Esperanza
Tr ej o u sa e l t i e m p o
Los administradores de La Esperanza lo buscaron por segunda vez en el 77, luego de trabajar exitosamente durante 14 años es t e h om b r e m e m o r i o s o en el ingenio Río Grande como jefe de laboratorio. En esa época, ya La Esperanza había pasado por procesos de expropiav iv e l a vi d a n o c o m o ción, declaraciones de quiebra y una sucesión de administraciol a s u m a d e p as ad o , nes (Swift-Deltec, Hugo Jorge y, finalmente, Benito Roggio) que p r es ente y f u t u r o , agravaron la situación de una fábrica que había sido modelo en s i no c omo u n a c o s a el norte argentino. Trejo vivió esos tiempos conflictivos y turbum á s m á g ic a y s e n c i lla : lentos –protestas de los trabajadores, falta de pago, vaciamienl a s im ult a n e id ad d e to– hasta que se fue en el 98 y se volvió a Tucumán con su hijo es os t i e m p o s ” . como consultor de un proyecto de Coca-Cola. Trejo no guarda un buen recuerdo de esa época. Hace un gesto con sus manos como queriendo apartar esos malos recuerdos. –En 1998, se produce aquí un proceso huelguístico grande que dura 40 y tantos días. La gente de La Esperanza me vuelve a llamar ese año, pero el panorama era malo. Esta gente tenía todo parado, la fábrica con todos los productos azucarados adentro: las mieles, masas y la fábrica tomada. No había un peso. Como teníamos el compromiso con la gente de Coca-Cola, yo no tenía tiempo. Ya había una administración judicial. Tenían unos cuantos contadores. Me hago un tiempo y voy a ver qué quieren. Bueno, no me gusta el autoelogio, pero la verdad es que no había quien llevara todo eso hacia adelante. Entonces, decido volver. ¡Hay cada historia, madre mía! Una noche llamé a todos los trabajadores y les dije: “Limpien todo y, si quieren seguir, nos ponemos a trabajar ya”. Agarraron viaje y tuvimos un mes de excelente zafra. Pero los problemas siguen; sí, señor. p r es ente . Q u i z á p o r q u e
Esa fue la tercera vuelta de Jaime Trejo a La Esperanza. No lo dice él, pero probablemente aceptó porque sintió que su vida no podía despegarse de esa fábrica querida y lastimada; porque presintió que el destino lo había arrojado allí, circunscripto por ese ambiente, aceptado por ese ambiente y aceptándolo a su vez. Como un hijo descarriado al que uno no puede dejar de ayudar. –En esas idas y vueltas me tocó estar solo. Cuando venía gente que quería arrendar o comprar, estaba yo, casi como si fuese el dueño. Y en 2010 me vuelvo a ir. En 2011, Roggio, el administrador, me pide que regrese. Lo hago, pero solo me quedo 45 días. No se podía trabajar así; no, señor. Eso cuenta Trejo de su cuarto y breve regreso a la fábrica con serena desolación. Sus hijos bajan la mirada y uno de ellos le agarra el brazo. Están en la galería de la fábrica y el último sol de San Pedro se deposita en las largas chimeneas que, por un momento, lucen
Ya convertido en leyenda de la industria azucarera del noroeste del país, Jaime Trejo –jefe de fábrica- supervisa todos los días la calidad de la producción del azúcar Leach.
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20 crónicas
de La Esperanza
doradas hasta desdibujarse lentamente en la oscuridad. Alguien –¿el padre?, ¿uno de los hijos?– dice que, en esos años, la azucarera perdió prestigio; que la calidad no daba, y dejaron de vender; que la producción era baja por ciertos problemas técnico-operativos y que otro de los problemas era la gente. El viejo Trejo sabe de esto porque conoce a muchos trabajadores del ingenio, aunque algunos ya se jubilaron. Lo que vio en toda su vida y lo que enfrenta ahora se funden en una certeza incontrastable que no admite discusión: –La gente intervenía con el comentario negativo sobre la producción. Participaba, pero con demasiadas críticas –dice Trejo–. Porque a veces el hombre elige lo más fácil; le gusta elegir lo más fácil. La verdad hay que decirla: es que a veces la respuesta que tiene hoy usted de una persona joven no es la que se necesita. No hay dinámica; hay un poco de desidia. La muchachada nueva quiere todo rápido. No es que le importe nada: le importa menos. Pasa en todos lados, eso lo reconozco. Como un viajero que ha visitado durante seis décadas el paraíso y el infierno, el casi legendario Trejo ahora recuerda con orgullo que La Esperanza fue el pionero de la cosecha mecanizada. En el 62, fue el primer ingenio que trajo un sistema hawaiano, que volteaba la caña a mano y la empujaba con la cargadora. ¡Qué tiempos! Cómo afrontar los nuevos es la última obsesión de Trejo: –La Esperanza es un ingenio que viene de 14 años de atraso y los trabajadores son resistentes a los cambios. Aquí, la cosecha manual se acabó y está bien que así sea. Primero, porque no está permitido; después porque los famosos “cuartas”, que son los empleados en negro, están todos en contra de las leyes. Entonces, el llamado “cuarta” ha quedado separado del sistema, pero no es que queda desempleado: se le han dado otras opciones; no queda desempleado. No lo dice, pero allí, cuando se anunció el salvataje de la fábrica por parte del Estado en 2013, y el plan de inversiones para modernizar el ingenio, una buena parte de esos hombres y mujeres acostumbrados al trabajo incierto, al maltrato patronal y a la desconfianza invocaron un nombre para un futuro posible: que vuelva Jaime Trejo, por entonces un hombre retirado y enfermo. –Tuve que cortar mis vacaciones en Playa del Carmen. Cuenta Trejo, para hablar de su quinto regreso a La Esperanza en 2013, esta vez convocado por la administración del Estado. Este último retorno lo tiene, dice, “entusiasmado y fastidiado”. Parece contradictorio, pero el viejo Trejo no es hombre de contradicciones. Seguramente, el fastidio tiene que ver con el clima que no ayuda, con la obsesión de que La Esperanza recupere su antigua producción, con recobrar la cultura del esfuerzo. –Según he visto en estos años, cada ingenio tiene su microclima. Es tan importante la conducción como que la gente trabaje, que tenga una mística del trabajo. Dicen que Trejo les dijo a sus hijos el día en que fueron al ingenio para hacerse cargo de la producción: “Muchachos, si estamos acá es porque esto tiene salida y porque el azúcar es nuestro destino”. Jaime Trejo, el hombre del eterno retorno, ya merece una parcela de eternidad por su inquebrantable paso a través de la tierra dulce del norte. n
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20 crónicas
de La Esperanza
Todo el mundo la conoce como Gaby, por una vieja película que vieron
sus padres cuando era niña. Ahora trabaja en la administración
del ingenio recuperado por el Estado, pero viene de una familia
de empresarios cañeros de la región de San Pedro. Desde afuera,
conoció los buenos tiempos de esa fábrica modelo y todavía juega al
hockey, que practicaba de adolescente. Desde adentro, confía en que
La Esperanza recupere el esplendor perdido. Un relato conmovedor y
descarnado que vuelve del pasado al presente como un círculo
que no termina de cerrarse.
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20 crónicas
de La Esperanza
Ha y q u e d ar g r ac ia s a l os qu e s e hi c ie r o n c a r go d e e s t a f á br i c a, q u e v i en e s u f r ie n d o u na l a r g a c r i s is . El i ngenio e s c o m o u n a l c oh ól ic o . P r o d u c i m o s a l c oh ol y n o s he m o s v u el t o a lc o hó li c o s . A ño por a ñ o ” .
La primera máquina lavadora y enceradora de naranjas la tuvo él en su finca. Era un tipo de una posición muy consolidada, que no fue la de mi papá, como gallego que era. Mi papá tuvo la posibilidad de ir a la universidad; era un tipo muy inteligente, pero no quiso hacer la universidad y su papá no se lo perdonó nunca. Todo bien; nos inculcaron que era el abuelo y demás… Mi papá trabajó un tiempo con mi abuelo. Y a él le gustaba el trabajo de la finca de 4.000 hectáreas. Mi mamá, cuando se casó, no quería ir a la finca. Era dura la finca; no tenía las comodidades que tienen hoy. Cuando yo estaba por nacer, dejó la finca y se vino a vivir a San Pedro. Luego, a partir del secundario, Gaby comienza su larga carrera de adioses.
El primer adiós, luego de un secundario normal, fue a San Pedro, cuando decidió ir a Salta a estudiar abogacía en la Universidad Católica. Allí aprendió que la diplomacia no era lo suyo. –En la Universidad Católica empiezo abogacía con la idea de ser diplomática. Después me di cuenta de que yo de diplomática no tenía nada. Al contrario, soy demasiado frontal. Es como el cuento de Mafalda, ese de Mafalda en las Naciones Unidas, porque yo era un desastre. Yo en esa época era “mafaldista”. Una contestataria que se llevaba el mundo por delante. Entonces, no hubiera andado en abogacía. Y eso que había sido abanderada en la primaria y en la secundaria. Cuando uno llega a la universidad es todo un tema. Uno llega a la universidad desde un pueblo chico y cree que va a seguir siendo el número uno. Pero no. Estaban mis amigas de toda la vida que habían ido conmigo a Salta. Entonces empecé a hacer cosas que no tenía que hacer. Gaby no aclara cuáles fueron esas cosas con un breve silencio. Comienza a hablar de su segundo adiós: el de la carrera de abogacía, que cada vez se le hacía más dura. –En medio de la carrera, decido trabajar. Empiezo a buscar trabajo. Fui a la Anses y me preguntaron si sabía escribir a máquina. No tenía idea. Entonces me anoté en la carrera de secretariado ejecutivo en la Católica de Salta. La terminé en tres años y dejé abogacía. En Salta tengo amigos, pero no era el lugar ideal. Yo me recibo en el año 82. O sea, a mí me tocó la peor época. Salir por primera vez de mi casa, alquilar un departamento con mis mejores amigas en el 76. Pero al mes de estar, el golpe militar. Recuerdo que en las vacaciones de julio llegué a la confitería de la universidad y faltaba un montón de gente. Yo nunca me había involucrado. Yo no me di cuenta en su momento de la gravedad del golpe. El grupito mío no se metía en nada, para nosotros pasó. Pero eso sí, cuando luego vi el libro Nunca más me largué a llorar. Para colmo, en el 82, un primo mío, Fernan-
Hija de cañeros y ahora empleada administrativa en el ingenio, Gaby Hernández atesora varios álbumes de las gloriosas épocas de la fábrica, un modelo en el norte argentino.
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20 crónicas
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G a b y pro t a g o n iz ó u na l a r g a c ar r e r a d e a d i ose s . D e S a n
do Zarzoso, fue uno de los desaparecidos del crucero Belgrano durante Malvinas. Sentí que ya era tiempo de volver a mi casa. Se volvió a San Pedro. Ese fue el tercer adiós importante en la vida de Gaby Hernández.
P ed r o a S a lt a , d e
Como toda la gente de La Esperanza y San Pedro que tiene más de 50, Gaby recupera la época en la que el ingenio todavía era un lugar con estilo en el NOA. El Sport Club de La Esperana S a n Pe d r o ” . za era el lugar elegido todas las noches por la high society de la región para confraternizar, jugar al ping pong, al hockey, a guitarrear. Los grandes jugaban a las cartas y se bebía fuerte, según la tradición inglesa. Era la época en que Jim Lord era el administrador. Pero al ingenio no podía entrar cualquiera. “No era un gueto, pero sí un feudo”, dice Gaby. –¡Había cada personajes! Por ejemplo la señora Charlotte Cox, la primera esposa del administrador. Era una mujer especial, inglesa, bajita, muy arreglada, con su bastón. Venía todas las noches a jugar a las cartas al club. Era un espectáculo. Solía decir que durante la guerra había sido espía. Nunca lo pudimos comprobar. Pero era una mujer exquisita; conocía el mundo. Muy culta. Gaby todavía juega al hockey para veteranas, y en su época de adolescente supo ser una buena jugadora que integraba el equipo de La Esperanza. Los recuerdos le sacan una sonrisa. –Ojo que la cuna del hockey en la provincia de Jujuy fue La Esperanza. Teníamos un entrenador de la India, un empleado del ingenio que se llamaba Aftar Singh, y luego uno llamado Estévez, con quien nos peleamos ya que lo hacíamos todo a pulmón. Entonces yo pido una reunión con el señor Lord. Me citó a las cinco de la tarde y me fui a las nueve de la noche. Le dejé una nota, que debe estar guardada en alguna parte, contándole todos los motivos y explicándole que renunciábamos un grupo de siete jugadoras. Lord nunca me contestó. Formamos otro equipo, el Atlético San Pedro, y le ganamos varias veces a La Esperanza. ¡Qué tiempos! Esos fueron días de vinos y rosas para Gaby Hernández. a b oga c í a a s e c r e t ar i a ej ec u t i v a, y d e S a lt a
Luego, ya casada, Gaby entra al ingenio en el área de administración, como secretaria del administrador. No vivió precisamente los mejores años de la empresa, que hasta los 70 era un feudo cerrado y floreciente en la zona de las yungas jujeñas. Estos son años revueltos por la crisis que se profundiza en la fábrica. Ella lo refiere como un tiempo “en que lo que creía que podía ser no fue y en el que hubo demasiados no”. Cuenta que participó en el movimiento que había pedido la quiebra del ingenio para que se fueran los administradores Jorge, sin tener conciencia de que podían quedar en la calle. –Yo cada fin de año les digo a mis compañeros: “Que el año que viene estemos todos juntos”. Es un brindis que se repite desde hace 14 años, luego de la quiebra. No importa con quién, cómo. Porque así la venimos llevando. Ahora, en este nuevo proceso, vemos que hay buenas intenciones.
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La poderosa figura de su padre Arjan Singh, uno de los primeros
hindúes que contrató el ingenio en 1912, ha marcado a fuego la
vida de Miguel Singh, jubilado como metalúrgico en San Pedro.
El recuerdo emocionado de ese progenitor que fue brazo derecho de
los ingleses Leach en la fábrica, voluntario en la Primera Guerra
en África y hombre íntegro que nunca renegó de sus orígenes. Las
extraordinarias anécdotas y los códigos de aquellos tiempos
ya idos, pero archivados para siempre en la memoria del hijo.
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Él subía al caballo y los visitaba. Había que verlo a ese hombre de traje blanco, corbata, con turbante blanco, impecable, cruzando San Pedro en su caballo blanco. Era un espectáculo. Si íbamos a Salta y nos sentábamos en un bar, la gente se amontonaba para verlo. Eso cuenta ahora el hijo con la mirada encendida. Miguel Singh también trabajó en el ingenio desde 1952 hasta 1958 como soldador hasta que buscó otros caminos y se ocupó como metalúrgico en otros países. Se casó: ocho hijos estudiosos de dos matrimonios. La segunda esposa, Clelia, entregó su alma a los Testigos de Jehová y su vida a este hombre que heredó el rígido mandato del padre que sólo cocinaba platos de la India, podía curar a las personas y practicaba fervorosamente la lealtad. De pronto, en el relato de Miguel Singh, cruza de hindú y criolla argentina, los recuerdos regresan indomables y se funden en un tiempo loco que mezcla ensueño con realidad. Miguel vuelve a ser el niño de nueve años que mira arrobado a su padre mientras este le rompe la cabeza con historias. La del chico inglés –hijo de uno de los gerentes británicos– que se pasaba el tiempo en su casa y llegó a ser héroe de la Segunda Guerra y luego millonario. La del alemán al que le había perdonado la vida en la guerra y que, por esas cosas de la vida, llegó como ingeniero a San Pedro y se reencontró con el padre en un abrazo interminable. La de la familia –dos hijas ya muertas– que su padre tuvo en la India al terminar la guerra antes de volver a San Pedro escapándose de las luchas contra los ingleses en la región de Punyab. La de la nueva familia con la salteña Antonia Aveldaño. Miguel Singh mira los objetos que duermen en las paredes y los muebles. No lo dice, pero debe estar pensando: cada una de esas cosas son mis antepasados, lo que ellos me dicen cada vez que los miro. Toda su vida parece signada por la presencia de ese hombre intenso con turbante que dejó una familia en la India y se forjó un nuevo destino en el subtrópico jujeño. Se ríe y recuerda. –Mi padre era un hombre fuerte que podía alzar una barrica bordelesa de 200 kilos. Era alto, casi un metro ochenta y pesaba 110 kilos. Hubo un episodio que yo presencié a los nueve años y que luego se difundió como una especie de leyenda en La Esperanza y San Pedro. Siempre iba al bar atendido por mi padre un catamarqueño forzudo, guaso y presumido llamado Pablo Martínez. Decía que nadie podía aguantar un apretón de manos suyo y que terminaba arrodillando a cualquiera. Siempre lo provocaba a mi padre: “Vení, hindú de mierda, vení a darle la mano a Pablo Martínez. Vos sos el único que me faltás”. Mi padre lo miraba detrás del mostrador de estaño y le decía: “Acuérdate que yo no tuve la culpa”. Una vez, se acomodaron, se dieron la mano y el catamarqueño apretó con todas sus fuerzas. Mi padre le dijo: “Aprieta más, Pablo”. El otro estaba demudado y murmuró: “Qué carajo, ya estoy apretando todo”. “Bueno, Pablo, entonces ahora me toca un poquito a mí”, dijo mi padre y cerró más los dedos. El otro se cayó del taburete mientras gritaba: “¡Largame, hijo de puta!”.
El padre de Miguel participó en la Primera Guerra y su nombre figura en un monolito en la entrada del ingenio. Miguel con su actual mujer, Clelia, con la que tuvo tres hijos.
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El hijo que cuenta la anécdota vuelve a ser el hombre que tiene 77 años, que está luchando bien contra un cáncer de colon y mira a la mujer, Clelia, que acaba de sentarse a su lado. “Yo era un hombre muy rígido, medio jodido, muy exigente. Pero cambié mucho. Todo gracias a mi señora –dice–. Si fuera por mí, ya no estaría”. Habla del hoy, de lo orgulloso que está por cada uno de sus hijos, de estos años finales, de un presente que a veces se confunde demasiado con el pasado. ¿Cómo la figura de un hombre puede llegar a ser tan fuerte en la vida de una persona? ¿Estamos atados a lo previo, somos una prolongación de padres invisibles, de gestos ya cumplidos y sólo vivimos para recordar? –De alguna manera sí. Y no sólo mi padre. En la Primera Guerra murieron siete millones de hindúes; en la Segunda, cinco millones. Los campos de Europa están bañados de sangre hindú y la guerra no la ganamos nosotros. Siempre nos apretaron mucho y no nos dejaron vivir bien. Hasta que apareció Gandhi, hizo su revolución pacífica y dijo: “Desde hoy, no se compra ninguna tela inglesa. Volvemos a los telares”. Luego, los ingleses tuvieron que negociar. El repaso de la historia de la India le da un poco de respiro a su propia historia. Mientras habla, gesticula con las manos y parece estar a 20.000 kilómetros de San Pedro, de Jujuy, de Argentina, recordando esa antigua gesta de víctimas y victimarios ya perdida en los pliegues de la historia. Después toma conciencia del comedor, de su mujer y regresa al presente de la tierra que eligieron su padre y él para vivir y morir. Como para muchos que nacieron en esa región, para Miguel Singh el viejo ingenio La Esperanza refiere una etapa feliz. –Para mí sigue siendo el ingenio más lindo del mundo porque prácticamente nací y crecí ahí. Como cuando uno nace en cualquier lugar y siente que los primeros sueños, la alegría estaban ahí. Los ingleses eran tan prácticos y tan especiales. Nosotros jugábamos fútbol, básquet, tenis, ping pong. Todo eso se practicaba: jabalina, salto en alto. Recuerdo la orquesta de los “Dixie Boys”. Eran muchachos simpáticos, bien plantados, de buena educación y de traje blanco. Tocaban el jazz de los años 20. Uno iba por la iglesia anglicana rodeada por la ligustrina, el pasto bien cortadito, los rosales. Ah, las plazoletas llenas de rosales. Era la época de oro del ingenio. Pero después San Pedro creció de una manera alarmante, hay que reconocerlo. Cuando un pueblo crece tan rápido, no se puede dar agua y luz a todos. Por eso mismo, que el Gobierno se haya propuesto la recuperación del ingenio es una excelente noticia. M i g u el S i n g h m u e s t r a ot r a s fo t o s d e l p a d r e d e m a no s p o d e r o s a s y c a r á c t er in d o m a b le . Q u izá est á c o n ve n c id o d e qu e un a bu e n a m a ner a d e d e r r o t ar a l t iem p o e s la m e m o r i a ” .
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Miguel Singh se pone serio, mira el piso y calla. La evocación del padre lo asalta nuevamente. Se para y vuelve con una cítara que compró en uno de sus viajes a la India, muestra otras fotos del padre de manos poderosas y carácter indomable. Quizá está convencido de que una buena manera de derrotar al tiempo es la memoria. Quizá por eso visita periódicamente el cementerio de San Pedro habitado por fantasmas de fantasmas o se reúne con los viejos compañeros del ingenio el primer viernes de diciembre de cada año o de vez en cuando visita las derruidas cons-
Miguel Singh en su casa de San Pedro, con una cítara que trajo de su viaje a la India. Detrás, una foto del padre hindú que trabajó más de 40 años en el ingenio de los Leach.
trucciones que aún hoy languidecen como cáscaras vacías en las cercanías del ingenio. El hijo recuerda que su padre siguió en la fábrica, en su casita hasta el final, y murió en el 76. Cuenta que, antes de morir, quiso ir a la India, pero se cayó del caballo en un puente cerca de su casa y desde ese momento ya no se recuperó. Cuenta que antes de morir, el viejo Singh le pidió a su hijo que sus cenizas fueran arrojadas al mitológico río Ganges de la India o aunque más no fuera en el río San José de San Pedro. “Esas aguas me llevarán finalmente al Gran Río al que van todos los Singh cuando dejan este mundo”, le dijo su padre. –Singh significa “hombre fuerte”, “hombre tigre” –aclara ahora Miguel, el hijo-. Si usted dice yo me llamo Miguel Oscar Singh, está diciendo Miguel Oscar “Tigre Hombre”, aunque el verdadero apellido es Johal. Pero este apellido no importa. Soy un Singh. Miguel Singh, salteño, habitante de San Pedro, pronuncia el apellido como si fuese la marca de su destino. La marca está en esa figura de ojos penetrantes, perentorios y a la vez tiernos del padre con turbante y barba negra que, desde la foto congelada, le sigue susurrando cosas al oído. Quizá el hijo imagina a veces que el padre pudo llegar finalmente al Gran Río de la India a través del hilo de agua del río San José. n
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A cargo de la seguridad de la fábrica, Machi, López y Villagra
funcionan básicamente como bomberos de la empresa. En ese papel,
sofocaron un incendio intencional que podría haber terminado con
buena parte de los cañaverales de La Esperanza, en los momentos más
álgidos del conflicto gremial que sacudió a la empresa en los últimos
años. Fueron reconocidos como héroes. Ellos simplemente dicen que
era su obligación y que tienen puesta la camiseta del ingenio. Las
anécdotas más curiosas, el clima de compañerismo y una vocación
solidaria que se mantiene intacta.
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E n l a f á b r i c a hay u n c l i m a d e hu m o r , ahí s e c u entan c hi s t e s o s e a c ue r d an d e a l g ú n h e c ho g r ac i o s o o s i ng u lar . L o s v iej os e r a n lo s m á s “ m ent i r o s o s ” , p e r o y a se jubilaron”.
allí llamaradas extenuantes como las del depósito judicial o el aserradero en el centro de la ciudad. Todos lo saben y se lo reconocen. López verbaliza sus 40 años de experiencia: –Acá somos trabajadores con familias. Hemos pasado un tiempo muy lindo pero luego ha venido decayendo eso, se ha sufrido mucho. Hoy vemos que la intervención del Estado ha venido a salvar el ingenio. Lo vemos con optimismo, por nuestros hijos, nuestros amigos. Y nos gusta el trabajo que realizamos. Charlamos, somos compañeros durante mucho tiempo. Y nos ayudamos. Hace tiempo hubo una explosión en una destilería. Yo estaba descansando fuera de mi turno, pero tuve que venir a ver lo que sucedía, a colaborar.
Puestos a recuperar anécdotas, cada uno tiene la suya. Hablan de los chistes que contó Landriscina cuando vino al ingenio, del clima de humor que impera en la fábrica, de los viejos “mentirosos” del ingenio que eran sus “maestros”, tipos nacidos a la par de las máquinas y que ya se jubilaron. Se ríen. Para sorpresa de todos, Villagra, el menor, comienza a hablar: –Será diez años atrás. Fuimos los tres a un incendio forestal. Había un canal y hemos tenido que parar la autobomba, tirar las mangueras. Era de noche. Ahí yo me meto en el canal que estaba seco, sin agua. Apenas me meto, piso algo grande que se movía. Me tiró a la mierda, era un viborón, qué se yo, que se estaba rajando del incendio. Yo estaba muerto del miedo en el piso y estos se reían. Una década después, como si el tiempo se hubiese suspendido, los otros se vuelven a reír. Machi recuerda que años atrás Landriscina vino con Claudia Lapacó y, en la década del 70, vinieron Mercedes Sosa con “Los Chalchaleros” y actuaron en el estadio de La Esperanza. Fue un año en que se había batido el récord de producción de azúcar. Eran tiempos de bonanza que todos, en algún momento, añoran. –Hasta el año 82, usted veía todas las casas, cómo estaban, cómo se las cuidaba. Inclusive había una cuadrilla de la intendencia que hacía la reparación de las casas. Ahora nadie puede negar que hay una cierta decadencia, se perdió la calidad de vida. Hubo un tiempo en que pasaban meses y no nos pagaban. Continúan relatando los buenos y malos tiempos, y terminan hablando de lo que más les apasiona. ¿Héroes? “Sólo somos bomberos que, con pocos medios, cumplimos nuestro deber, nos arriesgamos pero aceptamos esos riesgos, vivimos de esto”, dirán casi a coro Machi, López y Villagra. Pero los tres poseen ese infrecuente coraje para enfrentar la adversidad. Eso es una forma de heroísmo en San Pedro y en la China. n
Sergio Machi (arriba), Claudio Villagra (abajo, izquierda) y Nicolás López, en distintos momentos de su trabajo. Son responsables de la seguridad en la fábrica y en los cañaverales.
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Veinte años organizando y sirviendo la mesa de los administradores
del ingenio. Casi 30 criando a cuatro hijas que viven con ella. La
historia de Luisa González es la representación viva de esa entereza
que suele ser más poderosa en las mujeres. El mundo laboral y el
familiar corren paralelos en la vida de Luisa, cuyo marido también
trabaja en La Esperanza, al igual que lo hicieron sus padres.
Acostumbrada a una vida sin lujos, su felicidad se resume en el
tiempo compartido con la familia y la recuperación de una fábrica
que ya forma parte inseparable de sus vidas.
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Después estuvo en la intendencia en distintas gestiones y en diversas tareas, y con eso crió a sus hijas. En el 89, entró u na b u e n a p r o d u c c i ó n , al ingenio, y con la quiebra le dieron de baja y la indems e t oc a b a la s i r e n a . nizaron. Volvió al ingenio pocos años después para cumplir E r a h er m o s o . H o y s e distintas tareas: administración, maestranza y servicio en la es t á r ec u p e r an d o sala de la gerencia. Últimamente, es la que organiza la mesa es a m í s t i c a ; s e e s t á y sirve en ese salón que tiene resabios de la época en que la h a c iendo b u e n a a z ú c ar ” . familia inglesa de los hermanos Leach tomaba el té con ceremonias y atuendos de la época victoriana, como si el calor furioso del subtrópico jujeño fuese algo ajeno. –Yo amo lo que hago. Y si uno ama lo que hace, no se siente el cansancio. Cada día me levanto y doy gracias a Dios porque me da un día más de vida y la fuerza. Agradezco por esa fortaleza. Cuando Luisa se acerca a la mesa y pone los platos sobre el mantel blanco, lo hace con ese inmemorial gesto femenino que combina cierta fatiga en el rostro con el movimiento enérgico y seguro de su cuerpo. R ec u er do q u e an t e s , c o n
El amor por las hijas y por el trabajo cotidiano. Esas dos cosas, se dijo, hacen feliz a Luisa. La tercera está representada por la sirena. En La Esperanza, es tradición que cuando se llega a una buena producción de azúcar elaborada en el ingenio, se hace sonar la sirena de la fábrica. –Esa sirena se me ha quedado en el oído para siempre. La escuché varias veces cuando llegábamos a cierta cantidad de toneladas de azúcar. Era una revolución tremenda. Tocaban la sirena y era una alegría para todos. Entonces, era algo hermoso. Y yo creo que hoy por hoy se está recuperando esta empresa porque tenemos una buena azúcar. Esta nueva gestión está logrando algo insólito para mí, porque ha creado una ilusión. Hemos pasado por tantas crisis que la ayuda del Gobierno para normalizar el ingenio es una bendición. Como empleada del ingenio, en el área que sea, para mí, la cuestión es producir y producir. Eso es lo que más me importa, y que la caña esté bien cuidada. Por lo que veo, la producción está saliendo hermosa, linda. Luisa habla de la caña y del azúcar como si se tratase de otras dos hijas más que debe cuidar. Vuelve a aparecer en su mirada esa luz que irradian las personas apasionadas por lo que hacen. Dice algo, y se sospecha que está hablando de todo, de las cuatro hijas, del futuro: –Hay que tener la esperanza de que todo mejorará. Es probable que eso suceda. Porque la necesidad, como la pobreza, cuida de los suyos. n
Luisa, encargada del servicio en el comedor del ingenio, en el ambiente familiar de la fábrica que la empleó hace 20 años. Su casa particular se encuentra en terrenos de La Esperanza.
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Su padre trabajó 45 años en el ingenio y Mario Contreras ya lleva
más de cuatro décadas en La Esperanza. Ahora dos de sus hijos, Rafael
(40) y María Fernanda (30), también son empleados de la fábrica en
cargos jerárquicos. De generación en generación, los Contreras han
consagrado sus vidas a una empresa y a una actividad sin la que
ellos mismos –y la gente de San Pedro- no podrían explicarse. Más
allá de las crisis de los últimos años, las confesiones del padre y
sus hijos refieren un ámbito de trabajo familiar y querible.
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Mario Contreras, el
Y luego quería seguir en la universidad. –Sus padres lo ayudaron. r epr es e n t ac i ó n d e e s a –Tuve dos períodos, me recibí de técnico mecánico en la escuela industrial y mi anhelo era seguir ingeniería informática, es t ir p e q u e c o n s ag r ó carrera que terminó mi hermana, menor que yo. Pero me fue s u ex is te n c ia a mal en un examen de ingreso y luego me anoté en Jujuy en la esp r od u c ir la q u e e r a cuela administrativa de computación, privada. Monetariamente, c ons i d erad a la m e jo r mis padres no tenían los recursos necesarios para pagarme los a zú c a r d e l n o r t e estudios. Cursé dos o tres meses y bueno… para tener un derea r gent in o ” . cho de evaluación, o sea de un parcial de los meses cursados, tenía que pagar la cuota. No se pudo. Para no quedar colgado, me puse a trabajar en el supermercado “Comodín”. Nada nuevo bajo el sol de San Pedro. ¿Cuántos jóvenes jujeños no pudieron seguir estudiando porque sus padres no podían pagarles los estudios? La vida de Rafael se dibujó con hechos que aquí se conocen de memoria: matrimonio, un bebé, obligaciones familiares. –Mi padre me dio la posibilidad de entrar al ingenio ya que yo era técnico mecánico, tenía el secundario completo– dice Rafael. Ahora es jefe, está bien, tiene casa. Rafael es una prolongación de la historia familiar. pa d r e, e s la vi va
María Fernanda (30 años) forma parte de la tercera generación y su empleo en la fábrica tiene algo de mandato familiar. Hace tres años que está en el ingenio, empezó como química de laboratorio y ahora colabora en el área de Gerencia de Fábrica. En 2002 se fue a Bahía Blanca donde vivía un hermano y allí se recibió de bioquímica. ¿Por qué volvió a San Pedro? –Bahía Blanca me gustaba y quizá me tendría que haber quedado, no sé. Pero decidí volver por un sueño mío, por el sueño de mis padres. Y por otro lado, porque sentía que los hacía sufrir demasiado si me quedaba. Me fui a los 18 y me recibí después de 8 años. Ellos me extrañaban mucho; yo extrañaba mucho. Tenía todas mis amigas allá, pero sentía culpa por hacerlos sufrir. Dice María Fernanda con la voz un poco quebrada. Su padre la mira con los ojos brillantes. –Pocas mujeres trabajan en el ingenio. –Estamos en desventaja, pero me llevo bien con la gente. Pero ojo, yo soy la hija de Cacho Contreras. Siempre está el machismo, pero respetan mi trabajo. Y me gusta lo que hago: mi aspiración es hacer un laboratorio de destilería en el ingenio. Y comienza a hablar de su madre con reverencia. Gladys Rosa Orrego (64) no está allí, pero su presencia es poderosa. Sin esa mujer tampoco podría explicarse el destino de los Contreras. n
Los tres miembros de la familia Contreras (Mario, el padre, y María y Rafael, dos de sus hijos), durante sus tareas en una empresa en la que todos se conocen.
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Ya jubilada de la docencia, Nora Ferretti sigue viviendo en una casa
de La Esperanza, a metros del ingenio que marcó el destino de todos.
En los 70, conoció la última etapa de esplendor de la fábrica y vivió
de cerca su quiebra. Para ella, testigo privilegiado de los tiempos
de gloria y ocaso, la intervención del Gobierno ha creado ilusiones
aunque reconoce que la decadencia del pueblo de 5.000 habitantes es
muy profunda y no puede separarse de los vaivenes que sufrió el
ingenio. “No hay un interés por vivir mejor, la educación empeoró”,
dice esta ex directora que lidera el Centro de Jubilados Docentes
de San Pedro.
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A nt es f u n c i o n ab a
política. Todo es, hablando mal y pronto, una roña. Por ejemplo, acá no hay centros vecinales, por eso el pueblo está como está. p er t enec í a a l in g e n i o , –Mucha gente se fue de La Esperanza. –La mayoría se fue a San Pedro. Mis tres hijos viven en otro er a u n s u p e r m e r c ad o lugar. Yo me quedé porque esta casa que el ingenio nos dio q u e t r a í a t o d a la y que mi marido terminó pagando cuando se jubiló no puede r opa d e In g la t e r r a , tocarse: está en un sector de la plaza que en el catastro figura er a l o m e jo r . H a s t a como un potrero. h a b ía un a f á br i c a Dice Nora mientras señala un amplio terreno lleno de motos y d e h i el o . L a g e n t e d e autos estacionados frente a la entrada del ingenio. Al fondo, las S a n P edr o ve n í a a c á chimeneas de la fábrica lanzan un humo blanco que se disuelve a c om p r a r hi e lo , la en el cielo azul. Luego Nora baja el brazo y sigue mirando el paisaje sin moverse en absoluto, pero se puede presentir que lo está l ec h e, e l p a n ” . fulminando con sus ojos silenciosos. O acaso está recordando cómo era hace 30 años y lo que está viendo ahora no le gusta. Recupera el habla con lo que podría parecerse a una sonrisa. –Algo seguro que ha mejorado con la ayuda del Gobierno. En el 63 toda la gente pasaba en bicicleta. Ahora, mire esos vehículos. La gente debe estar ganando bien. Pero este ingenio tuvo un administrador peor que otro. Cuenta que, antes, se llevaba el azúcar en ferrocarril y que ahora no han quedado ni las vías. Sombras, nada más. el a l m a c é n q u e
–Antes, me acuerdo, funcionaba el almacén que traía toda la ropa de Inglaterra. La gente de San Pedro venía a comprar hielo acá. Esto era un edén. Pero ahora, nada. Vuelve a hablar del Edén, de la orquesta desvanecida, de las hermosas salas que tenían las construcciones de esa época, de la felicidad que suponía ir al cine. En las penumbras del living de esa casa intocable de La Esperanza, rodeada por los retratos, Nora parece estar hablando sola y sus palabras suenan como un murmullo, retazos de suspiros por el paraíso perdido. –Pero tiene una vida activa, se reúne con gente todos los días. –Sí, no me quedo quieta. He sido toda mi vida docente, pero ya no sé qué pasa en las escuelas. Hay otros valores. La gente de aquí y de San Pedro está, no sé, aplastada. Se pasan todo el día mirando televisión. No tienen interés en vivir mejor. Yo soy activa y feliz a mi manera. Eso confiesa Nora con cierto pudor. Definitivamente, es ese tipo de mujer capaz de inventar su propia luz en medio de las sombras. n
En el living de su casa, cargado de adornos, Nora muestra una de sus pinturas (“Un hobby”, dice). Abajo, junto a la placa que conmemora un aniversario del ingenio.
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La máquina que suplanta el trabajo del hombre. La tecnología que
cambia los modos de producción. Esa tensión se actualiza cada día
y se patentiza en esta crónica sobre los zafreros del ingenio
La Esperanza, recuperado por el Estado. El caso de Diego Sagardia,
32 años, obrero acostumbrado al machete cuyo trabajo fue reemplazado
por una cosechadora, es una buena metáfora de esos cambios. Sagardia
tiene ahora un trabajo estable en una cooperativa, pero confiesa que
siente nostalgia por la tarea manual en los cañaverales.
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L a nos t alg i a d e l a z a fr a ha q u e d a d o grabada en el rostro
–Lo que yo quiero significá es que todos esperábamo el tiempo de la cosecha. Ahora no dan gana de esperarlo porque todo es máquina. Eso nomá. ¿Se entiende?
d e S a g ar d i a, a
¿De qué ganas habla Sagardia? El hombre que no ama las máquinas nació y vive en un lugar que llaman “El Puesto”, desp er fec tam e n t e q u e ciende de una larga estirpe de otros hombres y mujeres que el v iej o in g e n i o protagonizaron la interminable, inhumana y ocasionalmente s e es t a b a m u r i e n d o , hermosa lucha de convivir toda su vida con el sacrificio y la q u e el ca m bio e r a necesidad. Ocho hermanos, padre zafrero que ya se fue, madre i nev i t a b le ” . que aún vive en ese lugar perdido. ¿De qué pasado está hablando? ¿Cuáles son esos recuerdos marcados a fuego? –Desde los ocho años que vengo cortando caña. Todos los días, todos los hermanos, meta volteá caña. Mi papá, que trabajaba para el ingenio en las épocas de la zafra, nos llevaba como ayudantes para cuartear. Así toda mi vida. Despué de la zafra, en noviembre, nos íbamo a tabaqueá, a clasificá tabaco hasta marzo en Monte Rico. Y de ahí a Mendoza en ómnibus, dos meses. Durante años, toda la familia lo mismo: zafra, tabaco y viñedos en Mendoza. En Mendoza es más sufrido: te levantá a las tres de la mañana con los chicos y cosechá hasta las siete de la tarde. Luego comé en medio de la tierra. Era una vida de mierda. Pero hay que decir una cosa para que la gente no se confunda: yo siempre he sido agradecido con los viejos porque me hicieron trabajá por todo lao. Era sacrificao, pero nunca nos ha faltao trabajo. Sagardia cuenta esta crónica por momentos inhumana mientras mira con cierta ternura los cañaverales lejanos, las largas filas verdes cuyas hojas curvas se ondulan como cabelleras. En el fondo, su discurso plantea una vieja contradicción que explica la historia del ser humano: el choque entre la tradición y la modernidad, entre la vida conocida y los cambios de los nuevos tiempos. Este hombre de manos gastadas por el trabajo antes que por el tiempo, mira amorosamente esa muralla verde que, en realidad, ha sido la adversaria a la que debía abatir durante toda su vida, la fuente de trabajo, pero también la representación viva de la adversidad. Y sigue añorando el machete, que ahora no usa tanto y descansa en un rincón de su pieza como si fuera un objeto indigno, inútil, como una especie de espada que protagonizó miles de batallas y luego fue condenada a la vitrina de un museo. p es a r d e q u e é l s ab e
Ahora, en primavera, ese pasto gigante parece tranquilo, una fecunda tierra que suspira con frescor, pero en verano el sol del norte “te cocina el mate”, según dice la gente local. Doce horas de cortar y cortar los troncos con una voluntad que no es ajena a la violencia de los golpes filosos. ¿Cómo no mencionar la violencia si se está hablando de
Sagardia, en el que era su ámbito natural: el trabajo manual en los cañaverales. Y con el machete, la herramienta que usó toda su vida y que ya es un recuerdo.
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seres humanos que todo lo hicieron a machetazo limpio? –Hacharse uno mismo. Ese es uno de los peligros de la zafra. Yo en la pierna izquierda tengo quince cicatrices. Ha quedao mucha sangre nuestra en esas cañas. Y si vieran lo que era mi viejo. Guapo, grandote, hasta que le han descubierto el mal de Chagas. Ahí el ingenio lo mandó de sereno. ¿Sabé que decía él? Esto es pa’ vagos, es aburrío, yo quiero hachá caña, transpirá en los cañaverales. Pero no lo han dejao por esa enfermedad. Y luego estaba en la casa sentado, deprimido. Yo iba a visitarlo y le decía que hablemos de Boca Juniors y él decía que no. Hasta que se ha muerto en un hospital de Jujuy hace un año. Y claro que se iba a morí: fuera del cañaveral, el viejo sentía que no era nada. Ahora Sagardia baja la cabeza porque quizá se acaba de dar cuenta de que él está repitiendo la historia del viejo. La levanta para echarle una ojeada a una mansión en ruinas en la localidad de La Esperanza. Ahora es una cáscara vacía, pero en la primera mitad del siglo XX era el lujoso club que los dueños originales y fundadores del ingenio La Esperanza, los hermanos ingleses Leach, levantaron junto a un hospital, con canchas de tenis y de golf. El Imperio Británico resplandeciente en el subtrópico jujeño. Hasta trajeron servidores de la India que dejaron descendientes. Después de la década del 60, todo se fue al demonio hasta que el Gobierno de Jujuy y el Estado Nacional decidieron el salvataje de esa fábrica emblemática de la provincia. El ex cuarta Sagardia sabe que va a tener que aprender a vivir con esta nueva realidad, aunque no parece tener demasiada conciencia de ello. Dirige una cooperativa, tiene un puestito en la Municipalidad, el Estado le ha dado otra oportunidad después de largos años de crisis; aunque él insista con el machete, un instrumento que refiere la herencia familiar y la cultura del esfuerzo, deberá adaptarse; tendrá que erradicar de su cabeza ese antiguo mandato que la zafra les impuso a todos los hombres que trabajaron en los cañaverales: la caña se cosecha con los brazos, a golpes de machete. El cambio le resulta demasiado doloroso a Sagardia. –Es cierto, han salvao al ingenio que se iba a pique. Pero ahora ya no voy a ningún lado, ni al monte. Soy como una lamparita que se apaga. Mi hermano y yo todas las tardes, desE l h om b r e q u e n o pués de la cooperativa, nos vamo a hachá caña a unos cañeros a m a l a s m á q u i n as chicos de por aquí. Es así, nomás, extraño los cañaverales. Es d es c i end e d e u n a lindo manejar el machete y me gusta el olor de las cañas cuanl a r g a es t i r p e d e o t r o s do las cortás. Aquella habrá sido la última zafra con machete en el ingenio, pero yo sigo con la mía. h om b r es y m u je r e s ¿Cómo no entenderlo? Una parte de Sagardia refiere a un q u e pr ot ag o n i z a r o n hombre de otro tiempo y esa parte se ha inventado un dios que l a int erm i n a b le e cabalga feliz sobre el filo del machete y las hojas arqueadas i nh u m a n a lu c ha d e de los cañaverales. Los nuevos tiempos y la tecnología le han c onv iv ir t o d a s u vi d a inventado la otra parte: un presente mejor para él y su familia. c on l a n e c e s id a d ” . Pero el pasado sigue ahí, en la zona del cerebro que guarda las sensaciones más puras. Nadie, nunca, le puede quitar eso. n
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Es uno de los empresarios cañeros que más sabe de la industria
azucarera en el norte argentino. Héctor Jure, descendiente de sirios,
no puede separar su destino del ingenio que fundaron los Leach;
conoció parte de su esplendor, se casó con la hija del contador de la
fábrica y le duele en carne propia su decadencia. Su mirada es la
de un productor cañero independiente que reivindica la cultura del
trabajo y la producción, y rescata valores como la honestidad, tan
escasos en estos tiempos.
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Ju r e es u n c a ñe r o
Todos los procesos comerciales que yo inicié a lo largo de mi vida siempre han dependido del trapiche. Y el que tiene la llave s i d o d i re c t i vo d e del trapiche es el ingenio. Se puede armar una pyme; se pueden comprar cosechadoras; se puede plantar caña, lo que sea… l a U ni ón Cañe r o s e n Pero siempre vas a depender del ingenio. S a l t a y J u ju y . P e r o Con la explicación que ofrece Jure sobre la industria azucarec om o m u c ho s d e allí , ra argentina se podría escribir un buen libro. Él intenta una sínd ej ó s u c o r az ó n e n tesis de los últimos tiempos: “En la década del 80, se estableció L a E s p e r an z a ” . una asociación participativa entre el cañero y el ingenio. El ingenio fabrica el azúcar y le da una parte al cañero, que la vende a quien quiere. Esa es la asociación participativa que le permitió al cañero ser empresario”. De pronto, el Jure jovial se convierte en el Jure irritado: –Y eso perturba a los empresarios azucareros: de golpe, se dieron cuenta de que tienen un socio al lado, el cañero, y quieren sacárselo de encima. Yo defiendo a muerte esa asociación participativa que ya cumplió 30 años. ¿Qué pasó en La Esperanza? Yo tengo un verbo que define muy bien lo que hicieron allí las últimas administraciones: “mineralizar”. O sea: solo extraer, no producir. Y el sampedreño sabe: si no funciona La Esperanza, estamos sonados. i nd ep en d i e n t e . H a
Jure domestica su ira. Va pasando su mano por los tallos ya maduros del cañaveral y se larga a hablar de sus ancestros; él se define como parte de una generación “acriollada” que ha elegido jugar su porvenir en la región cálida de las yungas jujeñas. Jure, como muchos habitantes de San Pedro, no puede separar ese destino del ingenio idealizado. –En otro momento, luego de la quiebra, hasta me movilicé para que los lugareños compráramos La Esperanza. Recuerdo que en el 81 se formó una caravana para que la fábrica quedara para los productores jujeños. Todo quedó en la historia. Ahora, con la participación del Estado, veo una madurez política; se están haciendo cosas interesantes, como las cooperativas, las pymes. –¿La gente de San Pedro tiene conciencia de estos cambios? –Puede ser. Pero es escéptica con razón; pasaron tantas cosas. ¿Cómo es el dicho? “El que se quema con leche, cuando ve una vaca llora”. –¿No se imagina viviendo en otro lugar del mundo? –He tenido la suerte de visitar otros países; alguno me ha dicho: “¿Por qué no te quedás?”. De ninguna manera. El desarraigo es terrible: lo sufre mi hermano, que tuvo que irse y ahora vive en Corrientes. Soy un hombre que siempre tuvo la convicción de que iba a vivir y morir acá. Dice Jure. Luego, mira la larga fila de cañaverales como si allí estuviese acumulado el sentido de las cosas. n
Jure en su ámbito natural: la larga fila de los cañaverales de su finca El Chaguaral. Y una caricatura que pinta de cuerpo entero a este descendiente de sirios que se reconoce “acriollado”.
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De origen boliviano, Segundina Correa trabajó toda su vida en
la cosecha de tabaco y caña. Madre de cinco hijos –uno de ellos
discapacitado–, vivió los peores momentos del conflicto, participó
en la protesta de los trabajadores y actualmente lidera la Comisión
de Mujeres de la fábrica. En desacuerdo con la incorporación de
máquinas cosechadoras que reemplazaron a los obreros del machete,
reivindica una vida más simple, alejada de la tecnología, que avanza
irremediablemente en todo el planeta.
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L a fig u r a d e
desplazados tiene su lógica inapelable: se elimina la fuente de trabajo. Más allá de las propuestas que la UCAR presentó para es a v iej a lu c ha normalizar el ingenio con mejoras en las condiciones laborales, integrar a los “cuartas” en otras tareas y promover el desarrollo ent r e el t r ab ajad o r de la región con diversos programas productivos, Segundina y l a m áq u i n a q u e tiene archivados en su cabeza años de injusticia y la resistencia l o r eem p la z a a abandonar esa cultura del trabajo en el campo que durante y m enos c ab a s u décadas cubrió –sin importar los esfuerzos– las necesidades de c ond ic i ó n o r i g i n a l” . su familia con una agricultura familiar de subsistencia. ¿Una especie de melancolía por la pérdida irreversible de lo que hizo y pensó toda su vida? –Antes trabajábamos bien y no era preocupación, señor. Iba toda la familia y ganábamos nuestra platita. Ahora, la cosecha se terminó y estamos muy preocupados porque la plata no alcanza: solo trabaja el hombre de la casa. ¿Por qué estamos luchando? Por las familias, por el trabajo, por tener una casa propia y, en mi caso, especialmente por las mujeres, que han sido las más marginadas. Actualmente, esas mujeres del puesto están yendo obligadas a cosechar a “Aguas Calientes”: solas, sin un patrón, a casi dos horas de mi casa. Por otra parte, dicen que a nuestros hijos los van a capacitar. Les dieron otro tipo de trabajo, pero eso es insuficiente. Antes gastado por el trabajo que por el tiempo, el rostro de Segundina refleja esa mezcla de amargura, obstinación y esperanza que le ha valido el respeto de la gente que la vio actuar en su propio hogar y en la calle, defendiendo sus derechos. Vista así, Segundina Correa es una mujer admirable: más allá del avance inevitable de las máquinas y de las utopías que circulan por su cabeza. –Hace tres años atrás, con el ingenio a la deriva, muchos pensamos que sería bueno que quedase bajo el control de los obreros. Yo me imaginaba: todos con trabajo de sobra, tanto las mujeres como los jóvenes. Y pensaba que, con los trabajadores a cargo, podíamos aportar para el gobierno. Porque los compañeros saben cómo fabricar azúcar, cómo trabajar en el campo. Dice Segundina, la que alguna vez fue una niña que caminaba tres horas diarias para ir a una escuela en Bolivia; la que ahora lleva todos los días a la escuela a su hijo discapacitado y la que aun piensa que, para ella y su gente, el mundo sigue siendo ajeno y hostil. n S egu nd i n a r e p r e s e n t a
En su modesta casa de La Esperanza, Segundina Correa emplea su tiempo en las tareas manuales, entre los objetos familiares y la preservación de las tradiciones quichuas.
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Casi ciego por un problema hereditario, Melano es un personaje
singular que vive solo en una casona (las malas lenguas dicen que
está embrujada) de La Esperanza, a un par de cuadras del ingenio.
Escritor, actor, director de teatro y de cine, ahora trabaja como
docente en talleres de computación y teatro en San Pedro. Fue testigo
y protagonista del esplendor cultural que tuvo la región en los años
prósperos y, como la de casi todos los habitantes de la zona,
su vida no es ajena a los avatares de la legendaria fábrica.
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de La Esperanza
Q u izá l a g e n t e que se quedó en La E s per a n z a t o d aví a
Melano, en su desordenado comedor, sigue contando hechos desmesurados. Después de todo, ¿qué es la historia de América, de San Pedro, sino una crónica de lo real maravilloso?
p i ens a q u e ha y c as as
Descendiente de los Melano piamonteses que llegaron a Jujuy, el padre de José Luis, Santiago, tuvo muchísimo dinero y fue hablan de rumores, uno de los fundadores de la Unión Cañeros Independientes de m a l d ic io n e s , le y e n d a s , San Pedro. fá b u l a s n o e s c r i t a s –Mi viejo se divertía trayendo autos importados en los 40. y t r a nsm i t i d as Y era corredor de carreras en el año 60; ganó premios hasta d e gener ac ió n e n que mi mamá le dijo basta. Murió en 2013, a los 93 años. Mi g ener a c i ó n ” . vieja, hace cinco años. Era muy parecida a Mirtha Legrand. En Buenos Aires, la confundían con Mirtha. A mi viejo lo agarró el Rodrigazo en el 74 y perdió la casa. Yo me fui a Córdoba a estudiar para ser analista de sistemas y luego me fui a Buenos Aires. En el 84, gané el concurso de cuentos de la SADE de Jujuy. Obviamente, Melano, como casi todo el mundo que ha pasado los 50, tiene vivencias y recuerdos de los tiempos buenos del ingenio. Su padre lo traía a La Esperanza para jugar al golf, ya que su tío Carlos trabajaba en la fábrica y su padre tenía lo que allí llamaban “cupo”. En esos tiempos, los sampedreños de clase media acomodada iban a La Esperanza a jugar al golf o al tenis. –Roberto De Vicenzo era un habitué. Mi infancia fue el golf y mi adolescencia fue el tenis. Yo visitaba a veces a las chicas de La Esperanza, y tengo la imagen de ellas congelada en la memoria. “A tomar la leche”, decían, y pasábamos del jardín lleno de flores al comedor. Las empleadas, bien vestidas, abrían pequeñas alacenas con todo tipo de galletitas. Yo me sentía anonadado: la forma en que me servían, las tacitas y los platitos con galletitas. Todo al estilo inglés. Melano, en cambio, eligió la bohemia: dirigió dos películas; puso muchas obras de teatro; fue un protagonista de la vida cultural de San Pedro hasta que todo se fue al demonio; los cines cerraron y todo fue “carnaval, joda”, según dice. Ahora da talleres de computación y teatro en San Pedro; está en la radio. Pero él persiste con su relato de lo real maravilloso: Caruso cantó en el teatro Mitre en 1915; el Che Guevara seguro que pasó por San Pedro cuando se dirigía a su muerte en Bolivia. ¿Exagera o fantasea? Melano no contesta; se ríe en su casa de La Esperanza. Dice: –Vivo hermosamente solo, rodeado de fantasmas. n c on p a re d e s q u e
De gustos eclécticos, Melano combina, en el amplio comedor de su casona de La Esperanza, un reloj numeral de estilo pop y la bandera de Cuba, junto a la de Argentina.
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de La Esperanza
Hijo de un “gringo” y una colla jujeña, Juan Carlos Matthews fue
médico en el ingenio La Esperanza e innovador en la detección del mal
de Chagas. Su madre, una docente que crió sola a los cuatro hijos tras
el regreso del padre a Estados Unidos, conoció y albergó en San Pedro
al entonces exiliado y fugitivo Josip Broz, que pasó a la posteridad
con el nombre de mariscal Tito en Yugoslavia. El relato de un hombre
que, en la vejez, se dedica a escribir libros de historia para rescatar
las raíces americanas y mestizas de la región.
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de La Esperanza
E l d oc t o r M at t he w s
mioncito; se venía de San Antonio de los Cobres a Purmamarca y de ahí bajaba. El hombre no iba a Jujuy a divertirse: venía a San d es v ent u r a s c o n vo z Pedro, porque estaba prófugo y tenía miedo de que lo agarraran. Pero ojo, que venía a San Pedro de joda; acá hay muchos viejos m onót on a . Q u iz á s e s que lo conocían; el tipo venía de joda a los quilombos de aquí. s u for m a d e d e c i r : e l En esos tiempos, San Pedro era Las Vegas de Jujuy, era el antro m u nd o n o m e e n g a ñ ó de la joda, de la perdición, la timba. Había cuadras enteras de c on el in s u lt o d e la quilombos. lástima”. La historia dictamina que el que luego sería el mariscal Tito fue un hombre perseguido por sus rivales políticos de Europa y vaya a saber qué otros enemigos. Varios testimonios coinciden –entre ellos, el del escritor ya fallecido Héctor Tizón– que, de joven, se refugió en el noroeste argentino. La madre de Matthews, criolla generosa, lo albergó y lo ayudó en ese exilio americano. Según cuenta el hijo, Josip Broz un día le dijo a su madre que se había acabado la persecución; que se volvía a sus pagos. El hombre que participó en mil batallas; que en 1945 proclamó la República Popular Federativa de Yugoslavia; que estuvo en el poder desde la Segunda Guerra Mundial hasta 1980; que fue uno de los primeros en desafiar la hegemonía soviética y uno de los promotores del Movimiento de Países No Alineados, le hizo a la madre de Matthews una promesa: “Cuando yo vuelva a mi país, usted en algún momento recibirá una carta mía. Si yo le digo que usted se venga a mi patria con todos sus hijos, usted se viene, ¿eh?”. –Efectivamente, mi madre recibió un sobre de Josip Broz que decía que lo habían nominado como jefe de gobierno de la República de Yugoslavia y que la invitaba a ella y a sus hijos a su asunción. La madre de Matthews, sola, con cuatro hijos chicos, obviamente no pudo ir. Tito estuvo en el poder más de tres décadas. Algunas biografías arriesgan que todos los días tocaba en su despacho el piano construido por él con madera de cardón y que una de sus canciones preferidas era Sapo cancionero. ¿La letra le recordaba sus noches solitarias en la Puna?: “¿No sabes acaso que la luna es fría / porque dio su sangre para las estrellas?”. c u ent a e s a s
Como no podía ser de otra manera, el destino del doctor Matthews en San Pedro, adonde llegó en 1960, está íntimamente relacionado con el ingenio La Esperanza. Ya no estaban los hermanos ingleses Leach, pero el hospital de la fábrica seguía siendo un modelo en Jujuy. Allí, Matthews fue un precursor. En su relato, va rearmando las piezas de ese pasado como si fuese una bella estatua a la que hay que restituirle los miembros gastados por el tiempo.
En su casa de San Pedro, el doctor Matthews conserva recuerdos de su vida como médico. Ahora se dedica a escribir libros sobre personajes de la historia sampedreña y latinoamericana.
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–Yo traje el primer electrocardiógrafo. En el hospital había una gran cantidad de obreros con mal de Chagas; era un problema serio para la fábrica y para mi conciencia: “Si yo lo invalido a este chico, le pongo Chagas en su legajo, este no va a laburar en su puta vida en ningún lado”. Me puse a investigar y descubrí –con las pruebas de esfuerzo en una bicicleta– los diferentes niveles de tolerancia. Entonces, hablé con el ingenio y les dije: “Acá hay gente que tiene Chagas, pero la capacidad funcional conservada; entonces, dejemos laburar hasta que se discapacite y ahí vemos qué hacemos”. El ingenio, que estaba a cargo de un señor Cox, se portó muy bien. Hubo más. Matthews vio que había un grupo de chagásicos en que la prueba del esfuerzo no detectaba el parásito. Pensó que había que estudiarlo de otra manera y se fue a visitar a su hermano a Estados Unidos. Ahí aprendió bien a utilizar la ecografía y a usar la sustancia radiactiva para el estudio del corazón. Cuando volvió, ante el caso de una señora que estaba grave, consiguió la única cámara gamma que había en Jujuy, la del doctor Salum, en San Salvador. Allí se hizo el primer estudio. Luego, llevaban a todos los pacientes del ingenio a hacerse ese estudio, con buenos resultados. –Una vez vino el profesor Odren Carballo a un congreso. Al enterarse de lo mío, me vino a visitar al ingenio. Me dijo: “Che, escribí todo esto y presentá la tesis para el doctorado de medicina. El estudio de Chagas con radiactividad como lo has hecho vos no lo ha hecho nadie”. Me tomaron examen; estuve una hora. Los tipos quedaron todos contentos y me pidieron las fotocopias: doctor en medicina. Estuvo un tiempo más como director del hospital del ingenio. Conoció al administrador Jorge (“no me pagó durante meses”) y a su pareja, Susana Traverso (“sentada con un perrito y las piernas cruzadas”), hasta que se cansó, se fue de La Esperanza y se dedicó a la medicina privada. –¿Le fue bien en…? –¡No, mierda! El administrador Jorge desmanteló el hospital, echó a todos los médicos y no dejó nada. Entre lo que me debían y lo que debía pagar a la DGI, podría haber equilibrado la cosa. Pero las mutuales estaban fundidas. Y después me jubilé, porque me quedé sordo de golpe: no escuchaba los latidos del corazón. –¿No pensó en irse de San Pedro? M i m a d re r e c i bi ó u n –No, por el clima. Además ya estaba viejo. Con mis hijos, bien. s ob r e d e l m ar i s c al Ya es bueno que no chupen ni se droguen. Acá, en San Pedro, la cocaína es una epidemia silenciosa. Ti t o, q u e d e c í a q u e Matthews lo dice con voz neutra, como si fuera un diagnóstico l o h a b ían n o m i n a d o médico. Es un hombre que no ha cultivado el hábito del asombro para presidente de a pesar de que vio muchas cosas asombrosas. Ya viejo, medio Y u g os l avi a y q u e inválido por un problema de columna y bastante desilusionado l a inv i ta b a a e lla con la “chatura cultural de la ciudad”, Matthews cuenta que se y a s u s hi jo s a s u lanzó a buscar los héroes de San Pedro. Y a escribir y publicar a s u nc ión ” . libros de historia. El razonamiento del doctor Matthews tiene su lógica. Si San
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Con muchos años de zafrero y luego dirigente sindical del ingenio
La Esperanza, Carlos Farfán es el paradigma del trabajador rural
que reconoce la necesidad de enfrentar los nuevos tiempos y
adaptarse a los avances tecnológicos que reemplazan la mano de obra
en el campo. Este hijo de bolivianos sigue en el ingenio, pero ahora
dirige también –junto con su hijo- una cooperativa apoyada por el
Estado. Farfán representa una de las tantas historias del obrero
rural enfrentado a nuevas formas de producción en el tercer
milenio que toma conciencia de una vieja contradicción: cambiar
o quedar marginado.
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de La Esperanza
sensación de que la modernidad ha cortado para siempre el golpe del clásico machete que volteaba la caña de azúcar. Hoy, ese machete parece no aferrado a ninguna mano y está condenado a desaparecer en el basural del nuevo milenio. El ex zafrero usa recurrentemente la metáfora del tren: –Le dije a mis compañeros: no podemos perder este tren. Y varios lo entendieron. Con la cooperativa vamos a producir y hacer todo lo que hicimos en la vida, pero de otra manera. O sea, toda la vida trabajamos en el campo, conocemos las tareas de producción: qué es plantar la caña, prepararla para el riego, fertilizarla, fumigarla. La nuestra es una cooperativa de producción y servicio. Nos dedicamos a las dos cosas. En otras palabras: ya no estamos afilando el machete para salir a cortar la caña sino que estamos pensando a cuánto vamos a vender la tonelada de azúcar. En el caso de la nueva cooperativa, prestar servicio significa que el Gobierno hizo los trámites pertinentes para conseguir financiamiento para proveerlos de maquinarias cosechadoras que en el día de mañana serán propiedad absoluta de la cooperativa. Y el gobierno les dio 480 hectáreas en total, de las cuales ya tienen 80 hectáreas limpias para ser cultivadas. El futuro se dibuja de otra manera para Farfán y su gente. “La maquinaria ya está acá y por eso ya estamos trabajando –dice Farfán-. No hay otras palabras para eso: somos cañeros independientes. Y al mismo tiempo, con esas máquinas podemos prestar servicio de cosecha para otros cañaverales y en el mismo ingenio. En nuestros campos estaremos plantando a principios de 2015”. Está hablando un hombre, un trabajador que vio cómo un ingenio que había sido modelo se caía a pedazos tras sucesivas administraciones desastrosas. Quizá eso explique su optimismo y el tono exaltado de su voz: –No nos podemos olvidar que se pudo hacer la zafra del 2014, por favor. Si el Gobierno no intervenía, la cosa estaba brava. Aquí los principales problemas son económicos: no se reparó la maquinaria, el ingenio no se tecnificó porque los dueños no invertían. Al no tener una molienda normal, una molienda fructífera, probablemente no se tomaban los recaudos necesarios para afrontar todo el período interzafra. El otro inconveniente que tenía el ingenio es que se saturó de personal al no tener tecnología. Farfán repasa su vida y confiesa que, como dirigente, tuvo que luchar mucho para convencer a sus compañeros de que había que cambiar ya que la situación del ingenio empeoraba año tras año. En cierto sentido, su relato evoca el mito del héroe enfrentado a la adversidad. “Es fundamental que el dirigente sepa: saber sobre esa verdad y saber cómo se camina. Algunos creían que estaba mintiendo –dice con una furia que apenas asoma a su rostro impasible-. Yo estaba viendo la realidad empresarial, económicamente ya no se podía sostener, veía a mis compañeros que corrían el riesgo de perder su fuente de trabajo”.
Carlos Farfán en una de las máquinas cosechadoras de cañas de azúcar que reemplazaron el trabajo manual de los zafreros. Él armó una cooperativa con otros trabajadores de la zona.
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Hombre muy religioso, Farfán cree en la ayuda de Dios en todo este proceso de resurrección del ingenio que había quedado muy rezagado respecto de otros como el Ledesma, y confía en los planes de desarrollo que propuso el Estado. Aparece de nuevo el hombre esperanzado. “Con la ayuda del Gobierno –se arriesga Farfán– de acá a dos o tres años el departamento de San Pedro va a ser otro. Inclusive lo que estamos haciendo nosotros: pasar de ser dependiente a independiente y ya estar en otra categoría. Y todo este movimiento no solamente va a ser bueno para los trabajadores del ingenio la Esperanza sino para todo el departamento y la región”. Aunque quiere escaparse del pasado, Farfán repite que las últimas décadas no fueron buenas para su empresa ni para San Pedro que, según dice, decayó mucho económicamente. De pronto recupera su historia individual y otro pasado más lejano y más feliz. En el que la memoria y el deseo corren juntos. Es un tiempo habitado por un padre boliviano corajudo y trabajador, y el esplendor del ingenio cuando lo administraban los hermanos Leach, los británicos que hasta contrataron a empleados de la India y cimentaron la fama del azúcar Leach en todo el país durante la primera mitad del siglo XX. Farfán baja la voz y parece hablar de un tiempo demasiado lejano. “Mi padre fallecido, Ceferino Alberto Farfán, venía como zafrero para el período de zafra y, cuando terminaba, la empresa le ponía un expreso que los llevaba a la frontera y, de ahí, ellos se iban a sus casas en Bolivia. Al año siguiente, volvían de nuevo y así sucesivamente. Un año de esos, pensaron un poco, estaba la posibilidad de quedarse y se quedaron en La Esperanza, en el lote “El Puesto”. Aunque nunca fue trabajador efectivo del ingenio, sólo zafrero”. Pero ese pasado también tiene sombras. Farfán nació en el hospital del ingenio y convivió con siete hermanos que crecieron con un mandato inflexible: terminar la primaria y luego a trabajar. “No nos daban la posibilidad de hacer el secundario –dice Farfán-. Quizá mi padre lo hacía por desconocimiento, pero yo no puedo cuestionar la decisión de mi padre. Ellos decían que era más importante trabajar. Y fueron años duros, sí, señor. Se trabajaba a la intemperie. Los siete hermanos trabajaban con mi padre hasta los 18 años en la zafra. Mis hermanos y luego C u a nd o e l añ o yo nos fuimos fichando en la empresa. Ahora tengo cuatro herpa s a d o e l G o bi e r n o manos en Buenos Aires y los tres de acá trabajan en el ingenio. Ninguno estudió el secundario”. p r opu s o u n a s e r ie Farfán sigue hablando: la evocación de sus años como zafrero d e pr og r am a s se vuelve más sombría. a l t er na t i vo s d e –Lo más grave del zafrero que trabaja en la cosecha manual es d es a r r o llo p ar a la que a veces uno se exige inconscientemente y quiere hacer más fá b r i c a y la r e g i ó n , tareas, para ganar unos pesitos más. Es como que uno le exige ent end í q u e d e bí a al cuerpo más de lo que el cuerpo pueda resistir, y eso termina a pr ov ec ha r e s a en una insolación. Cuando el cuerpo se deshidrata, uno corre opor t u n i d a d y a r m a m o s peligro de muerte. Muchos compañeros tuvieron ese problema, común en la zafra. A mí, por ejemplo, me pasó; ahí fue que tomé u na c oop e r at i va” .
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Su abuelo y su padre trabajaron en el ingenio La Esperanza,
un lugar ideal archivado para siempre en su memoria. El contador
Alberto Macci repasa esa época que él recuerda feliz, especialmente
cuando su padre lo llevaba a pasear en los trencitos por los
cañaverales de la empresa. Las funciones de cine, los puentes llevados
por el agua y la ceremonia funeraria de los hindúes que trajeron
los ingleses Leach son algunas de las referencias a ese tiempo
que se perdió en los pliegues de la historia.
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de La Esperanza
A M a c c i p ar e c e n o i m p or t a r le q u e e l
vendía el maní, ¡ja ja! Creo que fue una de Clark Gable y Virgina Mayo la película que pudimos ver entera, sin cortes.
t iem po s ó lo a va n z a
Macci es un hombre inteligente que no ignora la inevitabilidad de los cambios. Dice que La Esperanza es un ingenio que debe haber tenido 5.000 empleados en alguna época y que eso S u c a b ez a c o r r e e n ahora es imposible. Mientras camina con pasos rápidos por el s ent i d o c o n t r a r i o , patio cercano a la administración, dice que crisis azucarera y es l a m an e r a q u e hubo siempre y que la industria vivió con altibajos. h a el egid o p ar a –Hay que pensar nomás en los 11 ingenios cerrados en Tucud er r ot a r a l t i e m p o ” . mán en la época de Onganía, en los años 60. Esa es una prueba de que los ingenios tienen que modernizarse. Los que se modernizaron, sobrevivieron. El último ingenio que lo hizo y anda bien es el ingenio San Isidro, en Salta. Un ingenio que duplicó su producción en los últimos cinco años. En cuanto a La Esperanza, si el Estado interviene para rescatarlo, me parece de diez. Este ingenio siempre estuvo en el cuarto puesto en producción. Porque Ledesma está primero; Tabacal y Concepción están segundo y tercero siempre. Sería extraordinario que se empezara a recuperar. La actividad económica es fundamental para la región. Por ejemplo, San Pedro en algún momento tuvo una gran industria de la madera. Como muchos de los que vivieron las dos épocas, Macci no tiene una buena opinión del presente de San Pedro: bajó el nivel de la educación; hubo un crecimiento desordenado; proliferaron los asentamientos en tierras del ingenio; la actividad cultural casi desapareció; creció demasiado el empleo público y la inseguridad. Quizás esa enumeración de males hace que su cerebro vuelva a trabajar en retrospectiva. –Los momentos más felices de mi vida eran cuando mi padre me llevaba con el trencito en medio de los cañaverales. Hacía de cuenta que iba por África. ¿Vio la película África mía? Bueno, lo mismo. Yo iba en la locomotora, tendría siete, ocho años. Íbamos por los campos, por los montes, a buscar la caña o la leña, y yo hacía de cuenta que estaba en África. ¡Qué emoción! Después Macci contará otras historias: la del puente de madera que se llevó la crecida (“tipo El puente sobre el río Kwai”), de cómo los hindúes que trajeron los ingleses quemaban a sus muertos en un río cercano como si fuera el Ganges, de cómo los Leach pusieron templos evangélicos para domesticar a los indígenas. Parece estar hablando de un pasado remoto. Por momentos da la impresión de que, sin ese pasado, el contador Macci podría perfectamente evaporarse en el cielo de San Pedro. n en u na s o la d i r e c c ió n , h a c ia a de la n t e .
Macci en su casa de San Pedro, con una vieja motocicleta y un auto del 50 en perfecto estado. Todavía conserva la inscripción de una de las antiguas máquinas del ingenio.
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Fue docente, bibliotecario y ahora, ya jubilado, se lanzó a una
ambiciosa y difícil empresa: escribir la historia más profunda de
la región de San Pedro. Balduín trabaja obsesivamente en ese libro
sin perder de vista los desafíos que enfrenta la región en esta
nueva etapa. La intervención actual del Gobierno en el ingenio, la
reconversión industrial y la necesidad de entrar en la modernidad
son algunas de las preocupaciones de un hombre comprometido con el
pasado, pero con una lúcida mirada sobre el presente.
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C on l a a y u d a
Tucumán con la batalla de Tucumán. El resto se libró en Jujuy y Salta. Entonces, esto decayó mucho. Otero ya estaba grande. es t a m os ha c i e n d o Estuvo del lado de los realistas, pero se pasó a la causa patriótica. La finca entra en decadencia y él muere completamente u na r eco n ve r s i ó n quebrado. s oc i op r o d u c t iva El relato de Balduín se amplía y refiere un azar de encuent r em enda. Y s i e s t o tros y pérdidas. Según ese relato, el año 1845 es otro hito de r es u l t a , n o s e s t a m o s esa historia, con la aparición de Miguel Aráoz, un salteño de la a h or r a n d o s an g r e , oligarquía que fabrica un trapiche hidráulico y ostenta un desas u d or y lá g r i m as ” . rrollo azucarero más avanzado, más tecnificado. En ese clima, en cuatro meses se lograba el azúcar. Uno de los grupos ingleses interesados en la industria azucarera que vino al país –la provincia de Tucumán vendió muchos ingenios en esa época– trajo un muchacho inglés llamado Walterio Leach en 1860. Ellos vendían equipamientos para ingenios. Ya en esa época –si bien no hay documentación concreta de qué equipos compró Aráoz–, las empresas vendían los equipos enteros para armar un ingenio. Les fue tan bien que compraron ingenios. En ese momento, se juntaron los Leach con otros salteños. Aráoz y el gobernador Tello montaron el ingenio y fundaron el ingenio La Esperanza. A fines del siglo XIX, hubo una crisis económica tremenda. Los Leach se jugaron y se convirtieron en los únicos dueños de La Esperanza comprando miles de hectáreas. Allí nace su imperio. –Los Leach decidían todo, hasta las autoridades. Por supuesto, los primeros intendentes fueron ellos, presidentes del Consejo Escolar, y ayudaban a la escuela. Eran dueños del pueblo, pero hay que reconocer que hoy se los consideraría como unos dueños buenos. Aunque ellos tenían un gran problema: sus recursos principales de explotación eran los indios y muchos de ellos se les morían de paludismo. Entonces, en un viaje que hacen a Inglaterra, de casualidad, se accidenta uno de ellos en el hotel. Viene el médico del hotel, lo atiende y le preguntan si no quiere ir al ingenio azucarero: “Bueno; venga y traiga todo lo que quiera traer”. Se trae el primer equipo de rayos X de América del Sur. Porque aquí ya había corriente eléctrica. Hablamos de 1895, más o menos. Traen nada más y nada menos que al doctor Guillermo Paterson, que terminó siendo un sabio de la zona, fundador de la Facultad de Medicina de Tucumán. Atendía a los nativos, atendía a los vecinos, atendía a todos. Hizo el hospital de La Esperanza. Nos trajo el progreso. Propio del colonialismo, pero progreso. Con esa mentalidad y con esos hechos, los Leach fomentaron una imagen poderosa, una fama que aún persiste por testimonios escritos y también por transmisión oral. Porque Balduín está buceando en una historia que también se basa en rumores, leyendas, d el E s t a d o , ho y
Balduín, en su casa de San Pedro, rodeado por retratos familiares y en su biblioteca. Está preparando un libro sobre la compleja y riquísima historia de la región.
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que los viejos han contado a sus descendientes. La saga de los Leach, además de los hechos, incluye la totalidad del pasado oral y allí la razón no basta para explicar los hechos. –Los Leach hicieron de esto un emporio; hicieron el pueblo desde 1900. Empezaron en 1895, más o menos. Los loteos avanzaban. Trajeron las líneas telefónicas –antes de que Jujuy tuviera teléfonos, nosotros ya teníamos teléfonos– y apoyaban todo tipo de avances para el pueblo. Los Leach eran gente que se daba mucho al pueblo. Tenían su ingenio allá lejos, y el pueblo creció alrededor de eso. De alguna manera, con los ingleses murió la otra industria, la artesanal, y empezó la moderna. Entonces, aquí había carpinteros, herreros, mecánicos. Ya tenía la base de un pueblo: los empleados y un patrón. Relata Balduín, sobre ese pasado de esplendor que luego se transformará en tumulto, un subibaja de fortunas, con momentos de luz y épocas de sombras. De estas últimas habla el ahora historiador: –La crisis de La Esperanza, luego del 60, obviamente que se relaciona con la crisis político-económica que vivió el país. Si uno analiza qué pasó con los ingenios que hoy sobreviven y son exitosos como Ledesma, comprueba que Ledesma empezó a principios de la década del 60 a diversificarse: se mandó con una papelera; más adelante, ya en los 90, una fábrica de jugo. Y compra Calilegua para dedicarse a otra cosa. O sea que Ledesma ya advierte que el negocio del azúcar no podía seguir. La Esperanza se queda. Encima, después viene la quiebra y ahí las intervenciones son nefastas: ciclos de intervenciones que solo se dedicaron a sacar maderas de los cerros. Todo era legal, pero las leyes las hacen los hombres y no tiene por qué ser justo. Y ahí está la otra crisis que vamos arrastrando. Cada vez que un empresario se encuentra con algo anticuado, necesita modernizarse; hay que poner plata; hay que meterle máquinas, pero no lo hicieron. Balduín habla de la crisis, de cómo la otra producción de la región, las frutas y hortalizas, también fue afectada con la creación de invernaderos en Buenos Aires y el costo del flete a las grandes ciudades. Al respecto, su opinión es contundente: –Eso nos obliga a reconvertir. Yo creo que es cuestión de tiempo, porque hemos logrado forjar con las hortalizas agricultores de primera. Los productores independientes son gente muy tecnificada, que entiende de tecnología. Ahora, con esta asistencia del Estado, se incorporan nuevas técnicas o la idea de traer alguna vez industrias de servicios; se está fomenHa y q u e d a r s e c u e n t a tando la creación de granjas, la explotación forestal. d e qu e e l a llá y Balduín critica el papel del Estado como el “gran papá” que el a c á e s u n a s o la da solo empleos; la administración pública, inflada por una inc os a , y d e q u e e s mensa cantidad de empleados públicos; la responsabilidad que i m p os i b le p e n s a r q u e se le asigna al Estado para que provea de viviendas cuando casi l o q u e o c u r r e e n La nadie encara su vivienda propia; la actitud de la gente que espeE s per a n z a n o n o s va ra ver qué hace el Gobierno para mejorar un poco la situación. a a fec t a r p a r a bi e n o ¿Ahora Balduín está enojado? p a r a m al” . –Lo que no ven los industriales, la gente de San Pedro, nuestra gente de empresa, es el tremendo potencial que tenemos y
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Durante años, Pedro Borja, zafrero, fue un contratado del ingenio La
Esperanza que solo trabajaba siete meses al año. Con la intervención
del Estado en la fábrica, lo efectivizaron, tiene una situación
estable y está construyendo su propia casa en un barrio ubicado
en lo que eran tierras del ingenio. Muchos de sus compañeros de la
fábrica participan en el emprendimiento. Casado, con siete hijos
y una esposa ejemplar, Borja arrastra una larga historia familiar
ligada al sacrificado trabajo en los cañaverales. Su relato refiere
estos nuevos tiempos.
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L os s u r c o s hi r vie n t e s
No hay árboles ni flores en el barrio Azucarero. Casi el 80 % de los trabajadores del ingenio y varios de sus hijos viven en este h a n d eja d o m a r c a s : barrio inacabado que ya tiene agua, luz y una red de cloacas que habilitarán pronto. Sin cobrar un peso, la mujer de Borja, a l g u na s vi s i b le s , Karina (39), tuvo mucho que ver en la organización del barrio. c om o es a s c i c a t r ic e s Madre de siete hijos, mujer de temple, Karina se aparece de q u e el ma c he t e d i bu jó pronto por uno de los huecos que alguna vez tendrán su puerta. en s u s p i e r n a s ; Su voz es amable, como ese mate amargo que mide las horas ot r a s i m p e r c e p t i ble s , de descanso. c om o l a s q u e q u e d a r o n –Soy secretaria de la comisión del barrio –cuenta Karina, en s u c e r e b r o ” . cuyo padre también trabajó en el ingenio–. Fue una lucha conseguir el agua, la luz; ahora estamos peleando por conseguir la escritura de los terrenos y un préstamo en el banco para terminar la casa. Que lo hayan efectivizado a Pedro facilita la cosa. Borja, nacido en La Quiaca, le dedica a su esposa una de sus sonrisas bondadosas y confiesa que esa mujer fue siempre su fiel compañera, la que estuvo a su lado en los buenos y malos momentos. El recuerdo de los malos le borra la sonrisa a Borja: –Debo decir que muchas veces no me daban trabajo porque la empresa castigaba a los empleados que tenían alguna militancia gremial. Eso me pasó a mí: yo fui delegado de lo que aquí llaman el “surco patrón”. –¿Usted fue dirigente en esos años? –No, era delegado solamente, y mi rol era defender a los compañeros de mi sector. El sindicato me decía: “La empresa no te quiere dar trabajo”; y la empresa me decía que el sindicato era el que no quería dármelo. Ahí entendí que cuando uno defiende al obrero, sos castigado de una forma u otra. Hubo muchos años en que trabajaba de mayo a noviembre; entonces, tenía que emigrar con mi familia a otras provincias con mi mujer y mis seis hijos. Todo eso se terminó cuando el Estado intervino. Borja es un hombre inteligente: entendió que la tecnología en algún momento iba a llegar al viejo ingenio. –Es que no queda otra, señor. Si en otras provincias se ha tecnificado la cosecha del tomate, la uva o la cebolla con maquinarias nuevas, no debería sorprendernos que esa modernización llegara a La Esperanza. En la casa cruzada por los vientos, la familia Borja sabe que el mundo a veces es un instrumento de ira y, a veces, un lugar donde llega la justicia. n d e l a s y u n g as le
Pedro Borja, en la casa propia que está edificando en lo que eran tierras del ingenio. Y las cicatrices que le dejó su duro trabajo como zafrero, testimonios de una vida sacrificada.
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Con una sonrisa que ilumina todo lo que está a su alrededor, la joven
Cecilia Rivero (24) participa en uno de los emprendimientos para
jóvenes que impulsó la UCAR en San Pedro. Hija de un trabajador
del ingenio, confiesa que esa experiencia –un polo avícola en el que
participan cuatro cooperativas, con una mayoría de mujeres– le cambió
la vida, en un momento de muchas dudas. Cecilia, cuyos lujos son la
guitarra y algunas fiestas, dice que falta mucho por hacer, pero
confía en lo que le deparará el futuro. Y habla de la realidad de los
jóvenes en San Pedro.
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de La Esperanza
Actualmente, está a cargo de la parroquia de la ciudad de Perico,
pero Germán Maccagno (63) fue sacerdote de San Pedro durante 12 años.
Jovial, inquieto, querible, este párroco cuenta los avatares de ese
tiempo signados por la crisis del ingenio y los enfrentamientos de
una comunidad que él define como “apasionada”. Con un compromiso
social inalterable, Maccagno reconoce que se hizo mucho, que la gente
es auténticamente religiosa y que, desde el púlpito, dijo las cosas
que le parecían mal.
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En su parroquia de
zaban los que pedían y los que daban. Y yo estaba en el medio, como mortadela del “sánguche”, para que no se matasen entre fr a s e i n g e n io s a d e s u ellos. Esa fue una de las experiencias más fuertes que viví en esa ciudad. p r opia co s e c ha: “ D o n d e Dice Maccagno de esa época revulsiva en que la miseria ya no m enos p e lo s t e n g o , solo era económica, sino también moral. Su juicio es inapelable: es en l a le n g u a ” . –Ahora todos esos desocupados son políticos, empresarios; aprovecharon la bolada. Si es cierto que una forma de matar al ser humano es matar su anhelo, este cura jovial y fervoroso no solo mantuvo intacto su anhelo, sino que se lo transmitió a la gente de San Pedro. Esta lo acompañó en su cruzada. –Trabajamos un montón: con matrimonios, con jóvenes, con familias. Nos reuníamos en las casas y ahí construimos el Instituto Populorum Progressio en San Pedro; hice una escuela en un barrio pobre. No la vi con chicos porque regresé a Perico. El habla de Maccagno está poblada de la tonada del norte y de giros del habla popular. Quizá fue una forma de mimetizarse con la gente más humilde. Habla del ingenio La Esperanza y dice lo que todos saben: malos administradores que se hicieron la “guita” y luego se “piraron”, dejando un tendal. –Aquí, señor, cuando se pelean, se pelean en serio. San Pedro es un pueblo multiétnico. Hay muchos inmigrantes, muchos sirios, libaneses, muchos bolivianos, mucha gente criolla. Yo diría que son como el clima: te quema o te mata. También son muy querendones y apasionados: te aman hasta dar la vida o te “cepillan”. Son fogosos, apasionados en todo. Uno de esos fogosos es el actual intendente Julio Carlos Moisés, también en ese cargo cuando estaba Maccagno en San Pedro. “¡Uy, mamita! Ese no me quiere; me echa la culpa de haber perdido unas elecciones con el argumento de que le puse a la gente en contra –aclara–. Lo único que dije en la homilía es que había cosas que no estaban bien, sin dar nombres”. Y larga una de esas frases ingeniosas de su propia cosecha: –Donde menos pelos tengo, es en la lengua. Vuelve la sonrisa de Maccagno y vuelven sus buenos recuerdos de San Pedro y su gente. Cuenta que allí el fervor religioso es muy fuerte. Habla de la devoción de miles de familias que lo acompañaron en esa especie de cruzada que protagonizó en esos años difíciles. “Existía mucha cercanía con la gente –confiesa–. Con ellos construimos la casa pastoral, conseguimos levantar un hogar de niños, una casa para retiro. Por eso, hoy puedo entrar en cualquier casa de San Pedro, porque sé que me recibirán con los brazos abiertos. Voy todos los jueves y me junto con amigos para comer y jugar al truco. Maccagno piensa un momento y lanza una frase final sobre su papel de sacerdote en un contexto complejo como el de San Pedro: –Quizá lo difícil de ser cura es sentirse poco para una demanda que es mucha. n P er i c o, la r g a u n a
Imágenes de la Parroquia de Perico en la que Maccagno ejerce su sacerdocio. La relación con la gente, una de las claves de su prédica.
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Docente e investigadora, María Alejandra Nallim es una figura
destacada de la vida cultural de San Pedro y La Esperanza. Nació en
la localidad del ingenio, que en los 80 era la vanguardia teatral
de Jujuy, y participó en la movida cultural de esos años en que la
fábrica “era un universo en sí mismo que construía sus propias redes”.
Aquí, su mirada de los fenómenos socioculturales de una región que
necesita recuperar -aunque con formas nuevas- su identidad perdida.
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E n es os t ie m p o s d e
creativas que tratan de reformular también el modelo –sobre todo en San Salvador– de una “ciudad feliz de estudiantes” que u na g r a n m o vi d a solo festejan la primavera. Nallim está convencida de que hay que rescatar los fenómec u l t u r a l. E r a u n nos culturales, y seguramente coincidiría con un pensamiento c ont ex t o e n e l q u e de Jean-Jacques Rousseau: “Podemos ser hombres sin ser sal a c u l t ur a e x p r e s a b a bios, pero sin cultura somos humanos de manera incompleta”. u n m od o d e vivi r y Si se repasa la historia del ingenio La Esperanza, es innegable s ent i r ”. que el modelo imperante en esas buenas épocas impulsaba el desarrollo cultural, concebía la cultura como una forma de ser de un grupo social. ¿Y ahora? –Yo creo que, en realidad, se han roto varias unidades de perspectiva que se tenían antes. La fábrica construía redes socioculturales que permitían que esa vida del ingenio tuviera autonomía. El ingenio no necesitaba de San Pedro: siempre fue un gran universo en sí mismo porque realmente se construía a sí mismo; y trataba de ir ampliando la mirada, incluso abierta a lo popular. Obviamente que había clases sociales diferenciadas y formas políticas paternalistas, pero existía una identidad. Y eso era así porque en su modelo había una perspectiva proteccionista que tenía prestancia: en los campos del saber, en el deportivo, en la salud. Dice Nallím, la mujer que alguna vez fue una niña que jugaba al hockey en La Esperanza, la hija del jefe del sector Usina, que se juntaba sin problemas con las compañeras que no eran de su misma clase social. –Recuerdo que los jefes vivían en casas de salas, detrás del ingenio. Los que tenían un rango menor, estaban en los barrios construidos para el ingenio; y los trabajadores, en los lotes, por supuesto. Mi papá, que toda la vida siempre fue jefe, nunca quiso irse a vivir en lo que llamaban las “salas”; entonces, yo nunca pude registrar las diferencias sociales que había; nunca me sentí parte de una elite. Seguramente, ese contexto de la infancia amplió su concepto de cultura, ya no como el espíritu conformador que dicta los estilos y las formas, sino como el principio organizador de la experiencia. La profesora Nallim lo sabe: es difícil pensar la Puna sin los libros de Tizón y es imposible entender la región sin ese pasado de La Esperanza. Como docente, también sabe que leer, aprender, confrontar pensamientos son experiencias que hacen mejor el mundo que nos rodea. n L a E s p e r an z a , hab í a
María Nallim, en su casa de San Pedro: una biblioteca que refiere su actividad de docente, recuerdos de viajes y una figura que evoca su paso por otra de sus pasiones: el teatro.
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Fue delegado de una de las secciones del ingenio y triunfó en las
últimas elecciones del sindicato que agrupa a sus trabajadores. El
relato de Raúl Ortiz sobre su experiencia gremial está marcado por
la humillación, la injusticia y la marginación que tuvo que soportar
por parte de los ex administradores del ingenio. “Dividieron a los
trabajadores y desprestigiaron el ingenio con una pésima gestión y
un mal producto”, opina Ortiz de los anteriores dueños. Reivindica
con fervor la intervención del Estado y la recuperación lenta, pero
firme, de una empresa de la que se siente parte. Dice que su vieja
predicción se cumplió: “Algún día, voy a hacer justicia”.
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agradeci mi en t os
Este libro no hubiese sido posible sin la valiosa colaboración de numerosas personas de la Provincia de Jujuy y de Buenos Aires, que aportaron sus testimonios, información e imágenes de la región, y participaron activamente en la producción de estas crónicas. Entre muchos otros y otras, un agradecimiento especial para Oscar Insausti, Carlos González Gebhard, Alex Murphy, Marcelo Di Paola, Julio Moisés, Antonio Morlio, Alejandro Romero, Alejandra Kozer, Julio Ocampo, Lucio Malizia, Graciela Dalal, Juan Carlos Fernández, Mario Frigerio, Paula Jure, Margarita Abapillo, Samanta Leguizamón, Nicolás Reinhold, Olga Zamar, Martín Nichán, Edgardo Sosa, Clelia y David Singh, Cinthia Betzabé Singh y Déborah Herrera.
Este libro se termin贸 de imprimir en la Ciudad Aut贸noma de Buenos Aires en agosto de 2015.
Publicaci贸n sin fines comerciales. No est谩 permitida su venta.