Confesiones de un Suicidio de Marcelo Beltrand Opazo

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Confesiones de un Suicidio

Marcelo Beltrand Opazo

M U N D O D E PA P E L | E D I C I O N E S

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Título de la obra: Confesiones de un suicidio © Marcelo Beltrand Opazo., año 2014 Primera Edición: octubre de 2010 Segunda Edición: abril de 2014 Edición y diagramación: Mundo de Papel Servicios Editoriales Corrección: Mundo de Papel Servicios Editoriales Diseño de portada: Rosalia Huenchuñir

Confesiones de un Suicidio

© Editorial Planeta de Papel Ltda. © MUNDO DE PAPEL EDICIONES Errázuriz 1178, of. 75, Valparaíso 93723820 / 032-2214605 planetadepapel@gmail.com

RPI: 193.270 ISBN: 978-956-9289-01-9

Impreso en Chile / Printed in Chile

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante cualquier sistema —electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o de recuperación o almacenamiento de información—, sin la expresa autorización del autor.

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Los caminos que conducen a la literatura pueden ser cortos y directos o largos y tortuosos. El deseo de seguir en ellos sin que necesariamente lo lleven a ningĂşn sitio seguro, es lo que convertirĂĄ al niĂąo, en escritor. Augusto Monterroso

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{ prรณlogo }

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Para un atleta de las distancias cortas Marco Antonio de la Parra

Si hay un campeón del cuento corto en este país debe ser Marcelo Beltrand Opazo. En este libro hace gala de su talento y sus capacidades sorprendiendo una y otra vez con su ingenio. Late en su manejo de las historias la influencia poderosa de Augusto Monterroso y el gran Juan José Arreola. Campeones de las distancias cortas, del giro en el aire, de la pequeña proeza que es cada línea, se convierten en abuelos del árbol genealógico al cual pertenece Marcelo Beltrand Opazo. Lo conocí gracias al programa radial PURO CUENTO donde descubrí alegremente que escribía muy bien mucho más allá de los confines de Santiago, esta ciudad macrofágica y canibalística que se come todo lo que no huela a contaminación. Llegaban cuentos suyos con frecuencia y era un placer leerlo primero en silencio y luego mejoraban en voz alta al aire, al ser dueño Beltrand Opazo de un ritmo y una musicalidad por instantes perfecta. Quien

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entre en este laberinto (no todos los laberintos le pertenecen a Borges) conocerá la amenidad y el estilo, líneas tantas veces reñidas en otras escrituras. Quede condenado su lector a divertirse, conmoverse a ratos, esbozar una sonrisa muchas, alegrarse de haber elegido este libro siempre. Verá como sacan conejos y conejos de las chisteras y la gramática se transforma en un apartado de la magia blanca. La pirueta y la acrobacia sean bienvenidas a la literatura chilena donde el Microcuento ha ido echan-do alegres raíces estimulado por concursos y encuentros. Marcelo Beltrand Opazo es de esa estirpe. De alto vuelo y de sagaz sonrisa, recuerda al gato de Alicia en el País de las Maravillas colgado de un árbol, apareciendo y desapareciendo tras lanzar un acertijo. Pudieron estos cuentos ser relatos sufís, optaron por lo entrañable de un humor casi hogareño. Hay metaliteratura (dónde no la hay, en estos días) pero no recarga ni un ápice la levedad fantástica de estos relatos de alto peso específico y poquísimas líneas. Algunos serán pronto mensajes de texto de culto. Es cosa de que aumente la capacidad de los adictivos celulares y los textos de Beltrand Opazo volarán por el éter con este ajuste de cuentas con la narración al borde de lo oral, pero siempre escrita. Hagan el ejercicio que hice yo de leerlos en voz alta, a los amigos, en una sobremesa. Sonrían, que no los están filmando.

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{ cotidianos }

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Era un exceso

Me pareció que sus palabras habían sido sacadas de un manual del buen quiebre de parejas o algo así, porque, decirme que ya no me quería, que nos habíamos alejado en el último tiempo, que estábamos distantes, que nuestros intereses se habían separado irremediablemente, eso, simplemente, era un exceso, porque, solo nos habíamos conocido hoy, en el ascensor.

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Confesiones de un suicidio

Ayer me suicidé. Fue un golpe a la cátedra, directo, artero. Y no es que la vida me decepcionara, no, solo fue un acto de agravio, de quiebre en mi rutina. Fue como enfrentarme a mis miedos, a mis fantasmas. Recuerdo que estaba leyendo no sé qué libro, cuando la vida, mi vida se aclaraba, mejor dicho, todas mis dudas se despejaban, como si el horizonte se acercara y se pudiera tocar con la mano. Me paré y busqué el revólver que tenía escondido. Lo tomé, pesado y frío, el arma estaba como esperándome, se posó en mi mano y, con fuerza la sostuve apuntándome, justo en mi corazón. Después pensé que en el rostro sería mejor, ya que no quería verme muerto. Así, apunté decidido a mi boca y con decisión, disparé. Todo se quebró. El mundo quedó esparcido en mil pedazos sobre el piso de mi casa. Todo había terminado, ahora, solo quedaba, limpiar los pequeños vidrios, del espejo asesinado.

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La Pesadilla del Personaje

Y ahí estaba el personaje, oscuro, de una oscuridad subterránea, de esa que cala los huesos, que eriza la piel, que acumula tensión en el cuerpo. Estaba mirándose al espejo, observador silencioso de su agonía perpetua, estaba escudriñándose en el reflejo mudo del espejo. Incólume, intrascendente en la imagen vulgar de la noche. Estaba sorprendiéndose de sí mismo y del paso del tiempo en su rostro. Observaba los pequeños caminos que surcaban su piel, esos surcos que marcaban día a día sus obsesiones. Y con mirada mortuoria, tensionó aún más el nudo de la corbata, como en espera del grito instintivo de su propio yo. Mantuvo unos instantes la asfixia, y soltó, liberó la tensión, la rigidez propia de la muerte. Y antes de volver la mirada al silencio de su habitación, se observó por enésima vez, y con un leve rictus coronó el momento. La fiesta transcurrió sin mayores sorpresas, música,

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alcohol, cigarrillos, y mujeres, los ingredientes propios de la noche. Los anfitriones se esmeraban por la abundancia y la variedad en la música. Pero había cierta monotonía que los participantes al bacanal cargaban en sus bolsillos, y sólo algunos rincones más tenues lograban la sorpresa que promete siempre la noche. Después de algunos vagos intersticios interesantes, caminó por los jardines de la casa en busca de algo o de alguien que diera emoción al momento. Y entre mirar y buscar, ahí estaba, la mujer de sus pesadillas, la figura tétrica de algún sueño malversado por el mundo onírico. La imagen exiliada del ideal construido alguna vez. Y como la noche es sólo un juego de máscaras, un simulacro , el nombre daba lo mismo, sólo el estar donde estaban era lo importante, y así, entre símbolos y signos de miradas enigmáticas, fueron hilvanando la conversación. El departamento desdeñaba soledad e independencia, exudaba sensualidad y un tono minimalista en el decorado terminaban por completarla, a ella, a la mujer de sus pesadillas. Lo hizo esperar en el living por unos minutos, acomódate le dijo. Cuando apareció venía más fresca, más viva. Colocó música y lo besó con pasión, me fascinas le susurró. Un par de tragos, más música, y cuando la conversación llegaba al máximo del estiramiento, la invitación a la cama era lo único que faltaba. Antes de entrar al dormitorio, ella, con gran maestría se dejó seducir, dando ciertos ritmos y tonos. Él, con la experiencia de los años, reconocía el terreno, sin apuros, lentamente. Eran dos animales, dos fieras dispuestas a entregar lo justo, no más de eso. Dos fieras dispuestas a

desafiarse y pelear hasta el fin. Se devoraron. Despertó agitado y desorientado, no sabía dónde estaba. Se sentó en la cama y se miró en el espejo que estaba frente a él. Estaba solo. Dormí con mi pesadilla se dijo en voz alta. Mojado en sudor y con la respiración entrecortada intentó levantarse, pero sus piernas no le respondieron y la mano de la mujer, le hizo despertar por completo. Estaba junto a él. La miró y respiró tranquilo, si, era ella comprobó, su esposa, la mujer de sus pesadillas.

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El Escritor

El era un gran escritor, yo, un simple aspirante de escritor. Me acuerdo cuando llegaba la prensa, después de un lanzamiento de alguno de sus libros, lo esperaban por largas horas, porque eran muchos los que venían a verlo, a saber de él, de lo que opinaba sobre el acontecer literario nacional e internacional. Porque también viajaba mucho, y cuando viajaba yo me ponía muy triste. Pero cuando volvía, me traía libros, recuerdos, y muchas ideas para muchos libros, me las contaba y yo, humildemente, le sugería algunas cosas, que casi siempre coincidían con lo que él había pensado me decía, entonces, las escribía y después las publicaba. Y como yo era parte importante de su obra, él me lo decía siempre, le escribía las contratapas de sus libros y las dedicatorias a sus amigos. Con esas pequeñas cosas me decía, te vas a convertir en un escritor, porque para ser escritor hay que ser especial, hay que tener una sensibilidad especial, hay que ser capaz de ver más allá de lo que ven los sim[ 22 ]

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ples mortales. No cualquiera es un escritor, no, hay que trabajar mucho, pensar mucho. Todo eso me decía. Y me lo decía en esos momentos tranquilos, en su enorme casa, casi siempre después de haber recibido un importante premio, porque recibió muchos premios. Cuando eso pasaba, y estábamos sólo los dos, bajo la sombra del castaño, me decía que había leído mis borradores y que los había encontrado buenos, pero que aún le faltaban algunas cosas y que justo él había estado desarrollando ese mismo tema y que los había tomado y los había mejorado y los había publicado. Para mí era increíble que él, el gran escritor, el más grande de todos, hubiera elegido mis borradores, era tan feliz. Hoy, pienso en todo eso y leo mis borradores, convertidos en libros, exactamente como yo los escribí, pero con el nombre de él y vuelvo a recordar, a ese gran escritor.

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Silencio en la casa

Se levantó muy despacio, tratando de hacer el menor ruido posible, para que ella no despertara. Calentó el agua en la tetera y dispuso la taza para el café. Mientras esperaba a que hirviera, observaba a su esposa desde la cocina, tranquila en su quietud de perpetua durmiente, estaba en la misma posición de la noche anterior, suspiró. Con parsimonia se sentó frente a la biblioteca con el café humeante entre las manos, y como buscando calor, sostuvo la taza uno minutos más y vivió el silencio de la casa. Pensó en lo bien que se estaba en ese lugar. Cuando hubo terminado el desayuno se preparó el baño, ordenó la ropa que vestiría ese día y se sumergió en una enorme tina de agua tibia. Ya vestido, se perfumó y entró al dormitorio, despacio, para no perturbar el sueño eterno de su mujer. Después de ordenar todos los rincones, se recostó junto a ella, le quitó los cabellos que caían sobre su rostro y descolgó el teléfono, dispuesto a llamar al médico, pues, el olor [ 25 ]


de la muerte, ya llenaba todos los rincones del silencio y de la casa.

Ruidos en la casa

La tarde de ese verano, como la de todos los domingos, transcurría lenta. El calor penetraba su pantalón, su polera, tenía la ropa húmeda, de una humedad pegajosa. La idea de su madre de mandarlo a la casa de sus primas, no había sido lo que él esperaba para esas vacaciones, porque un lugar donde habitan sólo mujeres, mayores, no era el mejor sitio para un niño de doce años. El enorme caserón estaba en silencio, cuatro de sus cinco primas, habían decidido pasar la tarde en la playa, junto a unos amigos, la otra, no había llegado esa noche, y como su edad aún lo aislaba del mundo adulto, no le quedó mejor panorama que abandonarse en una empalagosa siesta. A media tarde y después de un largo sueño, despertó sofocado por el calor, el aire del dormitorio se hacía irrespirable. Desorientado, se restregó los ojos y se quitó la polera mojada. Con descalzo silencio comenzó a recorrer la casa. Caminaba envuelto en un

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sopor somnífero, entraba y salía de los dormitorios en busca de algo y de nada. En busca de vida, de sonido, en busca de algún sentido para esa aburrida tarde. Cruzó el salón principal, miró el jardín por la ventana del pasillo, pisó el suelo frío de la cocina y subió al segundo piso. Sus doce años aún pesaban poco, lo notó al subir la larga escalera, no sonó, no crujió. Cuando llegó al último descanso oyó ruidos en uno de los dormitorios, se detuvo en el acto. No era una conversación, ni pasos, tampoco risas. Sin mover ningún músculo y con la respiración detenida, intentó identificar los sonidos, o mejor dicho los quejidos. Venían del último dormitorio en el segundo piso. Se acercó lentamente, tratando de hacer el menor ruido posible, entre más cerca estaba, más claros eran, pequeños gemidos, rítmicos, junto a un rechinar de catre viejo. Cuando ya estaba por llegar, se apoyo en la pared, de espalda se arrastró, agazapado como gato curioso. Los ruidos se hacían más intensos, los gemidos eran quejidos y palabras en murmullo que se entrelazaban con golpes secos, como de palmas, pero más fuertes. Por fin llegó a la puerta, la que no estaba totalmente cerrada. Se acercó, asomando su cabeza por la juntura, poco a poco sus ojos dieron vida a la imagen, única para él, se enfrentó al reflejo absoluto del espejo que colgaba frente a la cama de su prima. Se quedó mirando sin poder reaccionar, perplejo, ni en sus mejores sueños aparecía lo que estaba viendo. El corazón le latía con fuerza y el sudor corría sin esfuerzo por su espalda, igual que el sudor de los cuerpos reflejados en la pared. No respiraba. Sólo miraba, sólo fisgoneaba. Lo que es-

taba ocurriendo en esa cama tenía que retenerlo en su memoria y trató de concentrarse, para no perder ningún detalle de las piruetas que su prima hacía en el cuerpo del pelmazo de su pololo. Era como en una película pensó, o mejor, como diapositivas, porque con cada cambio de posición se producía un nuevo cuadro, una nueva diapo. Pero no entendía bien esos cambios tan abruptos, y no se decían nada, solo se movían rítmicamente. Nada de lo que sus amigos comentaban se parecía a esto, nada, ninguno había visto esto. Se fijó también que su prima tenía una cara que jamás le había visto, tan sería siempre, tan cortante, y ahora, toda docilidad, toda suavidad. Sólo se aferraba a él, quién la tomaba desde las caderas y la embestía con fuerza, y ella no decía nada, sólo gemía y le pedía más, más fuerte, eso le parecía raro. Trató de mover sus pies buscando una mejor posición, pero estos estaban congelados por la impresión. El sudor lo bañaba totalmente, sus músculos estaban agarrotados, estaba paralizado. Mientras que en la cama su prima se empeñaba en su labor, con las piernas abiertas, mostraba el secreto femenino, el pecado según el padre Juan. Entretanto, el pelmazo se sumergía en ese centro, ella gemía más fuerte. Tiene que ser bueno pensaba él, porque el rostro de ella era sublime. Los minutos pasaban y las imágenes proyectadas en el espejo continuaban. Del centro de su prima pasaron al centro del pelmazo, y esta vez fue el quien puso esa cara de placer, tomando entre sus manos la cabeza de ella daba el ritmo al asunto. En esa posición no duraron mucho, porque su prima, en un movimiento rápido

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y certero y aún de rodillas en la cama, volteó y le dio la espalda a su pololo, este cubrió con sus manos sus enormes pechos y comenzaron un movimiento pélvico lento, un poco más rápido, rápido, más rápido, rápido, hasta que los dos explotaron en un grito jamás escuchado por sus oídos. Cayeron abrazados, así, a lo cucharita, dando resoplidos, agitados, los dos cuerpos brillantes de sudor, mojados de cansancio. Cuando trató de moverse notó que también estaba agitado, también respiraba dando resoplidos, como ellos. Intentó mover sus pies, de a uno, lentamente, para no provocar ninguna sospecha, ningún ruido. Se agachó, suave, y se arrastró hasta la escalera. Se dejó caer por los peldaños, y por fin se halló en el salón principal. Ya más tranquilo, cruzó la sala, entró nuevamente a la cocina, miró por la ventana hacia el jardín, hasta llegar a su dormitorio. Entró y cerró la puerta con llave, estaba totalmente perturbado, le costó asimilar lo sucedido. Que hacer pensó. Se dejó caer jadeante sobre la cama, su corazón saltaba encabritado. Tomó aire con fuerzas y trató de retener al máximo lo que había visto, entonces, miró a su alrededor y buscó, buscó papel. Con el papel en la mano se acomodó y escribió esta historia.

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Ruidos en la casa: Segunda parte

Al parecer, su prima tenía como hábito la gimnasia erótica con su pololo durante las tardes. Así es que dersde ese día, la observó, se convirtió en todo un investigador privado. Durante toda la semana se dio a la tarea de seguirles la pista. Descubrió que todos los días era igual, después de almuerzo, ella y el pelmazo se excusaban con toda la familia y subían al dormitorio, la excusa era variada, desde un dolor de cabeza a la famosa siesta, o la última película en boga. Pero él, conocedor del secreto, sabía cuál era la verdad. La rutina se repitió el lunes, el martes y también el viernes. Sólo tenía que esperar hasta el fin de semana, cuando la casa estuviera sola, cuando todos se hubieran ido, entonces podría seguirlos y mirar, mirar nuevamente lo que hacían, ahora desde el principio. Ese sábado se preparó como espectador de la mejor película, ya tenía todo dispuesto, a todos les dijo que

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saldría a dar un paseo por el centro del pueblo. Entonces, esperó a que todos dejaran la casa y justo antes que su prima subiera con el pelmazo al dormitorio, él salió. Pero llegó solamente a la puerta de calle, la abrió para luego cerrarla con gran estruendo. Se sacó los zapatos y en silencio, casi sin tocar el suelo, subió al segundo piso, donde los ruidos ya se hacían sentir. Se acercó lento, suave, pero esta vez se encontró con la puerta muy bien cerrada por dentro. Que decepción, pensó. Se sentó junto a la puerta sin meter ruido y con los ojos cerrados se dispuso a escuchar. En silencio y casi sin respirar oyó los gemidos de su prima. Primero un pequeño murmullo, una conversación indescifrable. Luego, un gemido, junto al ruido del catre vino otro quejido. Se imaginó a su prima moverse desencajada, fuera de sí. El sonido del catre a ratos impedía escuchar con claridad. Trataba de seguir las palabras sofocadas, entrecortadas. De pronto, todo fue más rápido, gritos guturales de su prima y de Antonio, choques de cuerpo, crujir de hierros, era como una gran tormenta. Abrió los ojos y esperó, esperó al últimos gemido, el sonido primario de animal salvaje. Después, un pequeño silencio y resoplidos, agitación, una tormenta, y el último grito. Finalmente, todo había acabado.

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El Plan

Veinticuatro horas antes, se miraba al espejo, sin pensar en nada, más que en él, en su rostro, en su pelo. Todo marchaba como lo había planeado, las hojas sobre la mesa, el revólver cargado, todo estaba donde debía estar. Doce horas antes ya se encontraba frente al cementerio, dispuesto a cumplir lo prometido a su madre muchos años antes. Colocó las flores en las macetas dispuestas junto a la lápida y limpio la loza cuidadosamente. Finalmente, frente a la tumba de sus padres, les explicó, hasta los más mínimos detalles de su plan. Seis horas antes, entraba al mejor restaurante de comida francesa y pidió aquellos platos que jamás había probado. Luego, caminó sus pasos, lentamente, sin apuro. Se detuvo frente a la casa de su ex mujer y gritó con todas sus fuerzas, todo lo que jamás le había dicho, de una solo vez, sin interrupciones. Le dijo todo. Tres ho-

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ras y media antes de lo planeado, entraba a un motel con la secretaria de su oficina, y sin mediar en promesas y detalles, le hizo el amor sin respiro, mecánicamente, a lo largo de las tres horas que le restaban. Treinta minutos antes de que el plazo se cumpliera, salía del motel y se despedía de ella con un largo beso, y corría calle abajo, en busca de un taxi. Unos minutos antes, entraba a su casa, mojado en sudor, se sacaba la camisa, se sentaba en el sillón, y tomaba el revólver. Y justo cuando se cumplía la hora, en el mismo momento en que el reloj tocaba las doce del día elegido, en el último segundo de ese minuto, justo justo, decidía una nueva fecha, para su muerte.

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El Punto G

Llegué a esta situación porque lo intenté, tiene que saberlo, lo intenté con todos los que estuve. Yo sabía, siempre supe que era posible, y se los decía, es posible, sigamos intentándolo. Pero, parece que lo que empezó como algo placentero, se fue convirtiendo, poco a poco, en una obsesión, en mi obsesión. El sexo fue para mí, una droga. Todo comenzó el día en que leí un reportaje, tenía quince años, y por supuesto, era virgen. Leí ese artículo con avidez, cada palabra, cada frase las convertí en una luz para mi vida. La información que allí había era la solución a todos los problemas de las mujeres modernas. Así empezó todo. Después de eso, busqué más información, leí todo lo que encontré: anatomía, el Kamasutra, pornografía, todo servía. Después, empecé una exhaustiva investigación con mi cuerpo y fue todo un descubrimiento. Mis dedos me proporcionaron una

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fuente inagotable de placer. La investigación duró mucho y la mantuve en secreto, fue mi secreto. Entonces, llegaron los primeros pololos, los primeros besos, las primeras caricias. Y todo lo que había estudiado, todo lo que había aprendido en esos últimos años, ahora, tenía que llevarlo a la práctica, era el momento. Pero no fue fácil, porque hay muchos prejuicios, los hombres se paralizan cuando una sabe más que ellos, se cohíben. Mis primeras experiencias fueron más bien frustrantes. Los machos arrancaron de mí. Y no fueron pocos los pololos con los que estuve, pero por favor, no saquen conclusiones apresuradas, promiscua no fui. Bueno, después de mucho esperar por un hombre que me entendiera y que se preocupara por mi obsesión, finalmente, di con él. Todo empezó el día que nos embriagamos en una de las fiestas de la oficina, fue tan rápido todo, que no me di cuenta y terminé en un Motel, claro que en ese estado es bien poco lo que una puede experimentar. Después de eso, iniciamos una relación, yo diría que era una relación con metas y objetivos claros, usted ya sabrá cual era mi objetivo, encontrar el mítico Punto G. El objetivo de él, hacer el amor la mayor cantidad de veces posibles. Así, me tomé las vacaciones que tenía pendientes, él renunció al trabajo y ese mismo día nos encerramos en mi departamento, dispuestos a cumplir nuestro objetivo. Fueron tres semanas inolvidables. Nos iniciamos en las prácticas amatorias con preocupación y dedicación, nos impusimos un método, es decir, tuvimos sexo en forma profesional. Poco a poco, aquellos lugares comu-

nes, se volvieron absolutamente desconocidos, el placer se volvió en un objeto sublime. Descubrimos por ejemplo, que los lóbulos de nuestras orejas, al frotarlos por largo rato, me convierten en un volcán en erupción. También descubrimos que las palmas de las manos, ocultaban los placeres más intensos que hayamos conocido. Nos mantuvimos unidos carnalmente hablando, por horas, por días. El placer absoluto, al máximo, hasta el paroxismo. Comíamos poco. A veces mientras yo dormía, él lograba alcanzarme hasta en mis sueños. Nos descubrimos en un mundo nuevo. En otras ocasiones mientras él dormía yo aprovechaba de hacer con mi boca todo lo que se me viniera a la mente, sólo imagine. Los días pasaban y no parábamos, de la misma forma, mi objetivo parecía que se alejaba más y más. Después de dos semanas, la monotonía se acercaba poco a poco, las mismas posturas, los mismos gemidos, las mismas palabras. Todo empezaba a derrumbarse, la novedad se había ido. Un día, creo que un jueves por la tarde, después de acabar una larga jornada de piruetas gimnásticas, Cristóbal, me dice que el mentado Punto G lo había encontrado hacía rato, y que estaba claro que él era el mejor amante de todos los tiempos. Lo miré seria, desde el fondo de mi ser, y las lágrimas explotaron como contenidas desde hacía mucho tiempo, desde el día en que leí el maldito artículo sobre el Punto G. Lloré todos los hombres con los que estuve; lloré todos los orgasmos que creí haber tenido. y los que tuve En fin, lloré toda mi frustración, el mundo se me vino encima.

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Después de ese incidente, que lo atribuimos al cansancio, nada volvió a ser lo mismo. Y finalmente, me di cuenta que perseguía una quimera, la utopía más sublime, pero a la vez, el sueño individualista del momento, el placer absoluto, el mejor placebo de la modernidad, el placer por el placer. Caí en la depresión más profunda que se pueda imaginar, es por eso que llegue a usted doctor. ¿Que cómo estoy ahora? Bueno, hoy, ya más tranquila y menos obsesiva, creo que el Punto G no existe, o mejor dicho, ya no me interesa su búsqueda. He aprendido a disfrutar, lentamente por cierto, de una buena película y de un enorme y sabroso, trozo de chocolate.

Mi Polola

–¿Cuando vas a traer a esa niña Esteban? Era la pregunta de mi madre cada fin de semana a la hora del almuerzo familiar. Y no era sólo eso, lo hacía cuando todos estaban presentes: mi padre, mis hermanos, sobrinos, pololos y pololas. Toda la familia. Y la respuesta era siempre la misma: –Uno de estos días la traigo para que la conozcan. Y así empezó todo. No me quedaba otra, algo tenía que decirles. Y no es que no me gustaran las mujeres, no. Había tenido algunas relaciones, pero algo pasaba, yo me distanciaba, dejaba de tener el interés que mostraba al inicio, y por supuesto ellas se cansaban, nos alejábamos, hasta que finalmente, no nos llamábamos más, eso era todo. En otras ocasiones, la relación no pasaba de una noche. Y así, lentamente fui aceptando mi soledad. Para mi familia no era tan fácil entender algo así, ya que mi hermanos eran unos mujeriegos de primera, partiendo por mi padre.

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–Pero cuéntanos cómo es ella Esteban, cómo se conocieron –inquiría mi padre, con ese tono que no pedía, sino que exigía. Y yo, haciéndome el que quería y no quería, les relataba mi vida junto a mi polola. –Todo comenzó el día que fui al dentista, ¿se acuerda mamá que le conté? Ella también estaba en la sala de espera, iba por una limpieza, una cuestión de rutina me dijo. El dentista se demoró más de la cuenta ese día, la muela de un paciente se había complicado. Ahí la conocí, en la sala del dentista. Estábamos leyendo el mismo libro, así empezamos a conversar –toda la familia seguía atenta mi relato. Con pequeños sorbos a mi café, le fui imprimiendo un ritmo seductor a la historia–, y la verdad es que me gustó desde que entré a la consulta. ¿Qué cómo es? De mi porte, de pelo largo y liso, eso me gusta mucho, tiene los ojos claros. ¿Que qué hace? Está terminando medicina, por eso no puede venir, está haciendo la beca, y le toca turno todos los fines de semana, y por eso no puede venir –repetí nuevamente–. ¿Qué cuando nos vemos? Cuando no tiene turno, ella va a mi departamento o yo voy a su casa. Mamá somos sólo pololos no hemos pensado en matrimonio todavía. Sí, vive con sus papás. ¿Si tiene hermanos? Sí, una hermana, pero es menor, estudia todavía. ¿Que qué edad tiene? Veintinueve. Las preguntas se sucedieron una tras de otra, y di respuesta a todas, me salió tan natural, que sentí que ya quería a esta mujer imaginaria. Y así empezó todo, para que no me siguieran preguntando por una polola estable, me inventé una mujer, a

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mi mujer perfecta. Todos los fines de semana me interrogaban por ella, y yo les contaba algo de mi relación. Ya no me preguntaban por qué no la llevaba, ahora exigían que les relatara lo último que habíamos hecho. Sólo tenía que esperar la pregunta, en el mismo momento que nos acomodábamos con el aperitivo. –¿Cómo está tu polola Esteban? –pregunta alguien, cualquiera, y empezaba todo de nuevo. –Bien, ésta semana le tocó turno casi todos los días, pero igual nos vimos. Fuimos a comer el otro día, conocimos un restaurante francés muy bueno, y me comentó que muy luego tendría un fin de semana libre para poder venir. Mi mentira ya me empezaba a parecer verdad. Poco a poco la fantasía de una mujer a mi medida, con todas las cosas que yo quería de una pareja, se me fueron convirtiendo en realidad. Me fui convenciendo de mi historia. Incluso esa tarde comí más rápido de lo acostumbrado y me disculpé porque tenía que pasar a buscar a Gabriela. Me gustó imaginar algo así, y fue tal mi convencimiento que enfilé al Hospital más próximo. Entré y recorrí todo el recinto en busca de una doctora que cumpliera con mi fantasía. Pero no encontré a nadie con las características que yo buscaba. Entonces, salí y me dirigí a otro Hospital, tenía que encontrar a la mujer de mis sueños. Ya estaba amaneciendo cuando entré a emergencias de una Clínica, miré sin muchas esperanzas la sala de espera. Cuando ya estaba por irme, la vi, ahí estaba, la mujer de mi vida, la mujer de mis fantasías. Era perfecta: alta, de piel morena, pero de un moreno claro, su cabello [ 41 ]


liso caía libre y unos ojos verdes encerraban todo un sueño, mi sueño. La observé por largo rato. Su cuerpo danzaba entre los enfermos. Si, ella era mi polola. Con mi celular y en un descuido la fotografié, salió perfecta, de cuerpo entero. Su rostro parecía que me sonreía a mí. Pregunté por su nombre, y casi me infarto de la impresión, cuando me dicen que se llamaba Gabriela, su apellido Petrucci, la doctora Gabriela Petrucci. Era realmente perfecta. La semana siguiente no fui a la casa de mis padres, simulé un viaje a la costa con Gabriela, de hecho fui a la playa, arrendé una pequeña cabaña, para dos, y disfruté con mi fantasía durante los dos días, y como ya tenía su imagen, esa noche la desnudé en mis sueños, esa noche nos amamos. A la mañana siguiente, en una feria artesanal compré algunos regalos y volví a la capital durante la tarde. El miércoles mi madre me telefoneó, y me invitó a cenas, quería saber de mi viaje. Esa noche, aproveché de llevarles los regalos que había comprado en la playa y les conté lo bien que lo habíamos pasado y cómo, poco a poco nos estábamos entendiendo, yo creía que estaba enamorado. Mi madre lloró de felicidad. El fin de semana dormí hasta más tarde, y llegué justo al aperitivo. Cuando entré a la casa todos estaban en el patio, saludé y en cuanto di el primer sorbo a mi pisco sour empezaron las preguntas, fui bombardeado, todo un interrogatorio. Mi madre ya había hecho lo suyo, de ese modo, la boda era inminente. Qué podía hacer, tenía que seguir. Entonces, saqué de mi billetera la foto

de ella, y se las mostré. Uno a uno la fue admirando y comprobaron así, que mi polola era de verdad. Tenía un registro. Todos me felicitaron por lo hermosa que era, mis hermanos me abrazaron orgullosos. Fue una tarde casi perfecta, porque si Gabriela hubiese podido ir, pero lamentablemente tenía turno. Las semanas siguientes todo cambió en mi vida, era increíble estar pololeando con una mujer tan bella. En mi oficina hice pública mi relación. Amplié la foto y la coloqué en un marco, en mi escritorio, además la puse como fondo de pantalla de mi computador. Fui la envidia de todos, hasta mis compañeras empezaron a mirarme con otros ojos. Fueron meses de completa felicidad. Una mañana de un miércoles creo, sonó el teléfono. Era mi madre, consternada y con voz entrecortada me dice que prenda la tele y vea el noticiario. Con el teléfono aún en la mano encendí el televisor. Todavía no entendía lo que pasaba. Me senté. Al escuchar la noticia todo se me nubló, dejé de oír el sollozo de mi madre al otro lado de la línea, quedé paralizado. Mi vida había acabado para mí, y no podía hacer nada por remediarlo. La periodista informó de dos muertos en la autopista, dos autos colisionaron, y que uno de los fallecidos era la doctora Gabriela Petrucci. Me derrumbé. Impactado, colgué el teléfono y comencé a llorar desconsoladamente, sin pudor. Lloré todo mi amor, la única mujer que había amado, había muerto.

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Pensamiento abstracto

Mis pies creen en la reencarnaciĂłn de las uĂąas, yo no.

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El Sueño

Se acercó lentamente, como acarreando sus enormes pies, como si el peso de sus dedos y de las crecidas uñas impidieran el libre tránsito por la vida. Sus largos brazos intentaron asir el desconche esparcido en la mesa, pero sus dedos no lo lograron. Trató de llamar a su mujer que se encontraba en la habitación contigua, pero ésta no escuchó el hilo de voz que se desprendió de su boca, casi imperceptible al oído humano. Ella estaba concentrada debajo de la mesita de noche, tratando de atrapar a una de las langostas que se había escapado de la olla la noche anterior. Por ese motivo no le quedó otra opción que seguir el designio de esa mañana. Con el brazo izquierdo tomó el brazo derecho y lo posó sobre la mesa, junto a las conchas agrupadas en un gran cerro que colmaba toda la superficie. Con el brazo sobre la mesa comenzó a mover con gran esfuerzo sus dedos, uno a uno, despacio, sin despertar a las almejas que no habían sido devoradas en la cena. Sacó cáscaras, el pan, las copas [ 46 ]

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de vino y finalmente las conchas, botando todo en un recipiente de plástico dispuesto para tales menesteres. Una vez terminada la tarea, silenciosamente y con movimientos bien estudiados, volvió las almejas dormidas a la olla en espera de que su mujer hiciera su aparición con la langosta. Cuando su esposa irrumpió por uno de los agujeros de la pared, el dormía plácidamente, ella lo remeció con todo cuidado. Se incorporó con gran esfuerzo y demora. Mientras tanto, en la cocina la mujer hirvió en la olla a las almejas dormidas y a la langosta escurridiza y le incorporaba verduras y aliño al caldo grisáceo. Esperaron a que todo estuviera bien cocido y dispusieron todo para cenar nuevamente, pero esta vez estaban solos, los hijos y los amigos ya se habían ido. Cuando despertaron del largo sueño dormido, se miraron y no quisieron dar crédito a lo vivido, o mejor dicho a lo soñado por ambos. Con estupor comprobaron que habían soñado lo mismo, y habían sentido exactamente igual mientras dormían. Pero evitaron dar mayor importancia a lo sucedido, y así, sin más, se levantaron, dejándose caer de la enorme cama que los protegía de las almejas y de las langostas que no habían sido cocinadas durante la última cena, de la última noche, del último mes, del último año.

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La Familia

La familia, sentados en la mesa como todos los domingos. Ester se revolvía por dentro; su madre, a la derecha del padre, la miraba escrutando los secretos más ocultos de sus quince años, mientras su cuerpo, se estremecía con cada mirada de su primo Alberto, quién impúdicamente buscaba con sus pies descalzos, por debajo de la meza, su piel desnuda, subiendo y bajando entre sus piernas. Su hermano Guillermo, el primogénito, taciturno y siempre ofuscado con el padre, soñaba con viajes mientras rebanaba la carne, con la mirada perdida miraba sin ver el cotidiano familiar. Tía Josefina asentía por costumbre y sumisión las sandeces del tío Carlos, y éste, con miradas lascivas, ante el menor descuido, calaba sus ojos en los pechos generosos de tía Asunción. La familia reunida, ocultando sus sombras. La familia en el living, riendo y cantando, negando

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los gemidos de Ester y del primo Alberto mientras jugaban al papá y la mamá.

Me gustan las Gordas

Me gustan las gordas, y ojalá, tan gordas como se pueda. Ustedes se reirán, pero esa es la verdad. Las mujeres flacas nunca me gustaron, no tienen brillo, algo les falta, no sé, pálidas, histéricas de flaca, obsesionadas con la dieta en boga; en cambio, las gordas no se preocupan de esas tonteras, ellas comen a destajo, disfrutan de la vida. Por otro lado, las flacas siempre se sienten seguras de sí mismas, seguras de su cuerpo, cualquier cosa que se pongan les queda bien, son como maniquíes. Y lo peor es que miran a las gordas como de las alturas, por eso no me gustan las flacas, son miradoras en menos. Después, hicieron su aparición las mujeres de silicona. Todo grande. Recuerdo la envidia de las flacas cuando estas se instalaron. Muchas no se atrevieron y se quedaron así, flacas, pálidas, lánguidas. Había llegado la era de los grandes pechos, entre más grandes, mejor. Se aumentaron todo. Ahora eran estas muñecas infladas, las que miraban en menos a las gordas, se creían no se qué, se [ 50 ]

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paraban en cualquier parte y se jactaban de la progesterona que expelían, opacando a las flacas, pero sobre todo, a las gordas. Definitivamente lo artificial no me gusta. Por otra parte, las flacas tenían su propio reducto, un mundo al que no dejaban entrar a las gordas. Quizás por eso me gustan tanto las gordas, porque son despreciadas por las otras, como si esas otras fueran las mejores, las únicas deseadas por los hombres. No, yo me inclino más por lo natural. A mí no me seduce ni una flaca ni una de silicona. A mí me excita una gorda y entre más gorda mejor. Que tenga todo gordo, partiendo por los pies, que sean de esos como empanadas, donde los deditos se pierden en una masa informe. Después, las piernas, que sean flácidas y de preferencia con piel de naranja, y que cuando se desparrame en la cama la gordura no deje nada a la vista, que la imaginación haga lo suyo. Que sus pechos se confundan entre sus rollos, y que se diferencien sólo por los pezones. Esa es una mujer de verdad. Que no se oculta detrás de lo artificial. Una mujer de peso, sí señor. Yo soy un convencido que las gordas son más tórridas, pareciera que tuvieran un volcán a punto de estallar, eso es lo que me gusta de ellas. No como las flacas, que hay que preguntarles si tienen ganas, las gordas siempre tienen ganas. Las muñecas de silicona no se sabe si quieren o no quieren, aunque pareciera que siempre quieren, pero no, no quieren. En cambio las gordas son más honestas, ellas siempre están dispuestas, hay que aprovechar dicen. Por eso me gustan, son agradecidas, están conscientes de lo que significa socialmente estar

con una de ellas, me gustan. De verdad, créanme, una gorda bien gorda vale por cuatro flacas. Una gorda de lo más gorda, vale por dos de silicona. Una gorda, la más gorda, es una gran mujer.

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Era como una sombra

Era como una sombra, imitaba todos sus movimientos. Cuando niño fue todo un descubrimiento saber que compartía con ella, día a día, los juegos y aventuras de infancia. Recuerda, como a lo lejos, aquella vez en el árbol, esa tarde de sábado, durante las vacaciones. Estaba saltando sobre la rama, mientras abajo, el río torrentoso, como cuncuna gigante avanzaba monótono, emitiendo un ruido atonal de piedra y agua. Y justo antes que el largo brazo del árbol se desprendiera, apareció ella, mirándolo con sus ojos negros, como desde el fondo de un pozo. Ese día supo que no eran amigos, pues, trato de asirse a su oscuridad, pero ella dio media vuelta y se alejo, dejándolo caer al río, que lo arrastró corriente abajo. O aquella vez, en los años en que el mundo y él eran una sola cosa, que se lanzó en una carrera por las calles de la ciudad, en aquel tiempo de incertidumbre e ingravidez. Todo ocurrió tan rápido. El ruido tronador, el crujir de los hierros y la bocina que no paraba de sonar. Esa vez, [ 54 ]

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igual que en el río, estaba junto a él. Le pidió ayuda, le suplicó auxilio, pero no encontró respuesta. La vio alejarse como sombra de la sombra. Sus ojos negros se fueron perdiendo lentamente en el espesor de la noche. Hoy, en esta cama fría, de este día, el más frío de este invierno, se sienta junto a él. Le habla como de lejos, con voz negra y opaca, también fría. Y le cuenta historias antiguas, le relata guerras de fuego y sangre. Le ayuda con su dolor. Hoy, cuando la enfermedad ya lo ha conquistado y su cuerpo ya no le pertenece, ella le susurra al oído, como sortilegio, mañana, mañana es tu día.

El Beso

Era la primera vez que se besaban, nunca antes había besado ni siquiera sus mejillas. Con una de sus manos tomada a la de ella, firme, comenzó lentamente, como en las películas, en cámara lenta. Rozó sus labios con los de ella, así como no queriéndolos. Se mojó sus propios labios y acercó su cara y cerró sus ojos y dejó que sus sentidos registraran el momento. El beso primero fue de algodón. Suave y blando. Se lo imaginó blanco en unos labios rojos. Después, los sintió fuertes y firmes, no duros. Se aferró a sus labios y su lengua encontró la lengua de ella. Eran como dos serpientes abrazándose. Se tocaron y se degustaron, conociéndose, luego se envolvieron, intentando registrar cada rincón de sus cuerpos carnosos. A medida que el beso se prolongaba, se humedecían sus bocas un torrente acuoso y cálido los invadió. No era malo, sabía bien. Era una especie de menta y frutas, le gustó. Aún con los ojos cerrados se preguntó si ella también tendría los ojos cerrados, [ 56 ]

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porque siempre le dijeron, que un beso sincero se daba sin mirarse. Abrió rápido sus ojos y descubrió, con alegría, que ella también tenía la vista escondida, entonces, con la misma rapidez, los volvió a cerrar, ahora más tranquilo y la abrazó con fuerza, procurando sentir su geografía. Pero el cuello le molestó un poco, no estaba cómodo, así es que giró lentamente, suave, como para no despertar del ensueño del beso, acomodando su boca en la de ella, quieta. Ella mientras tanto, tenía enredados sus dedos en su cabello, ternura pensó. Sus bocas se movían tratando de encontrar un ritmo, una música en común. Como sabía que tenía una pared tras de sí, se dejó caer con seguridad, buscado acomodo para poder perpetuar el momento. Lentamente el ritmo fue descubierto y la música interpretada, se dejó llevar, se dejaron ir. Como ráfagas, las imágenes se sucedían en su mente, otros labios, otros besos, otras mujeres, en otros tiempos. Todo estaba registrado en su memoria, como en archivos. Pero nada de estos labios le era familiar, sabían distinto, sonaban distinto. Entonces, se dejó estar, se dejó llevar por ese beso en esa boca de aquella mujer, la nunca antes besada.

No era tan difícil pensar en las cosas que le podían gustar. Su pelo largo color castaño, sus ojos azules, su cuerpo... no era difícil imaginar que una caricia en su rostro, un beso, lento y suave en sus labios alegrarían su vida. No, no era difícil ver el estilo en su ropaje, e incluso saber lo que leía. Y si nos casáramos tendríamos muchos hijos, una casa grande... seriamos tan felices, pensó. Lentamente el auto se alejo, y él, tristemente la vio alejarse. No era difícil darse cuenta, que no se conocían.

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No era difícil


Los Amigos

Un amigo mirando a la multitud comenta al otro: –No te parece que la gente hace cosas que podríamos interpretar como lo contrario de lo que no entienden. –Bueno –respondió el otro– puede que no sea tan así. Muchos hacen cosas que, si bien no entienden de inmediato, tampoco entienden después. –Sí, yo también pensaba eso, pero en fin, dejémoslo así. Ninguno de los dos pensó dejar esa conversación, y sin decirlo, pensaron lo mismo, pero en un tono muy bajito, para que el otro no escuchara: –Se nota que no entiende nada de la gente.

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La Esperanza

–No hay mal que por bien no venga. Se dijo Dantón antes de subir a la guillotina.

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Contradicciones

Era tan contradictorio, amaba la libertad y coleccionaba pรกjaros en hermosas jaulas.

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Conversación

–Tehasdadocuentaquecadadíaestamosmásjuntosmiamor.

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El Sombrerero

La puerta de la tienda crujió los años que tenía, mientras las campanas que colgaban de ella, terminaban por anunciar al visitante. Este, observó detenidamente aquel lugar de ensueños, reconociéndose un extraño en un mundo nuevo. Detrás del mesón, aguardaba un hombre de estatura mediana, ojos color de mar, y una abundante cabellera blanca, que al levantarse de su silla preguntó al visitante: –¿Qué buscas en este lugar...? El visitante, con las manos en su chaqueta verde botella, y un sombrero de pequeña copa, sólo atinó a responder un par de palabras sueltas: –Bueno, yo, es decir, busco... –Ya lo sé. Sé que buscas algo, ¿pero qué? –contestó y preguntó nuevamente el hombre. Las claraboyas que colgaban en las paredes evocaban [ 68 ]

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aventuras en tiempos pasados y distintas puertas con destinos ignorados, hacían crecer la curiosidad de cualquier visitante. Las campanas de distintos portes daban distintas tonalidades en el ambiente. Junto a un enorme espejo, se observaba un estante de dimensiones insospechadas, en el que vivían toda una familia de payasos y saltimbanquis, marionetas y títeres. Colgando del techo, pequeños avioncitos con aviadores en miniatura observaban desde las alturas los movimientos de los demás habitantes. Una infinidad de botellas de distintas formas y portes y colores se arrimaban en un rincón, como en espera de una espera de botellas. Cientos de metros de cuerda de diversos colores se agrupaban más allá. Cuadros con fotos de perros y gatos cubrían varias paredes. Instrucciones y catálogos sobre una mesa, sillas desvencijadas, un sillón de cuero enorme, baúles antiguos; estantes con libros, atrapa sueños colgando del cielo, móviles para niños... muchas y variadas extrañezas habitaban la tienda del sombrerero. El hombre se acerco más y después de observar el lugar, tímidamente preguntó nuevamente: –¿Busco... tiene sombreros?

pequeño espejo que colgaba de uno de los pilares de la tienda y preguntó al Sombrerero: –¿Qué precio tiene este sombrero?

–¿Qué tipo de sombrero buscas? –interrogó con suavidad el anciano.

El hombre lo miro atónito y no supo que decir, lentamente dio la vuelta y siguió buscando sin preguntar.

El Sombrerero lo miró y con una pequeña sonrisa, estiró su brazo y le facilitó otro sombrero. El hombre al no escuchar una respuesta, tomo el otro sombrero al que también le colgaba un pequeño papelito y se lo probó, y este también le gustó, y volvió a preguntar el precio del artículo: –¿Y este, que precio tiene? –Qué buscas, que todo te gusta? –interrogó el Sombrerero. –Bueno, no sé, solo estoy buscando... y éste sombrero, el que tengo, ya está viejo. –¿Si no sabes que quieres ¿porqué me preguntas el precio? –Es que... bueno... –Si supieras lo que buscas, no preguntarías por su precio... porque cuando sabes que buscar, no importa el precio, sino lo que buscas, el sueño, lo buscado.

–Eh, bueno... no se... quisiera ver algunos. Al escucharlo, el Sombrerero se acercó a un gran baúl y lo abrió, miro al hombre y le pasó un sombrero de ala ancha color cobre, con un pequeño papel que colgaba de la copa. Éste lo tomó y se lo probó, se miró en un [ 70 ]

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La Entrevista

La urgencia laboral me puso frente a la peor entrevista de mi vida. En la pequeña sala, esperaban cinco personas más, todas sentadas en sillas de fierro, sillas diseñadas especialmente para la incomodidad, incomodidad que se hacía notar a cada momento. Las dos horas de espera dejaban ver el nerviosismo de cada candidato, pues la urgencia, como ya lo dije, era mucha. La música no era precisamente alegre, con un poco de atención, se podía descubrir que los músicos estaban todos deprimidos, y ante eso, lo único que quedaba era el sueño. De pronto, se abrió la puerta que estaba frente a nosotros, y mi nombre fue pronunciado por la secretaria, que con su rostro pálido y delgado y con voz de pito, me miro fijamente, como reprobando de antemano el resultado de la entrevista, y me hizo pasar. Al cerrar la puerta uno de los cuadros, que simulaba un óleo, se movió de su centro.

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Después de la larga espera, finalmente, la entrevista. Frente a mí, una mujer que me miraba inquisitoriamente, su pelo caía con un descuido notoriamente de peluquería. Su ropa, simulaba a una alta ejecutiva, sólo sus medias brillantes hacían ver su posición. Por todo eso, mi currículum en sus manos me hizo temblar, ya que las hojas eran sostenidas como el prontuario de un delincuente en las manos del actuario de turno, y yo, esperando la sentencia, o la pregunta que me inculpara de algo que no hice. El interrogatorio comenzó con el discurso típico. –Somos representantes de una de las más importantes compañías a nivel mundial... bla, bla, bla, bla... Poco a poco, las palabras de aquella mujer me fueron colocando en una posición incómoda, pues, sus preguntas estaban dirigidas sobre aquellos lugares no gratos y no explicados en mi prontuario, perdón, en mi currículum. Entonces, el sudor fue cubriendo mi cuerpo. Mi estómago, mi frente y mi cuello se poblaron de un sudor espeso y viscoso. Y lentamente, las gotas comenzaron a caer por mi frente, mientras la camisa se pegaba a mi cuerpo marcando las hendiduras de este. Con cada respuesta me acomodaba en la silla y despegaba la camisa. Un tosido me daba la oportunidad de secar mi frente, la que a esas alturas de la entrevista tenía totalmente mojada. Mientras por una de mis orejas, caía, suavemente una fría gota de sudor, ésta, me erizaba los pelos del brazo derecho y mientras cruzaba mis piernas para poder dejar circular la sangre, me di cuenta que no sentía los dedos de mis pies y el zapato se me convirtió [ 74 ]

en un peso que no pude sostener, impidiéndome cruzar por completo las piernas, tenía mi pierna dormida... y la mujer volvía a interrogar, volvía a mis trabajos anteriores, una y otra vez, el teléfono celular de la mujer fue mi salvación. –¿Perdón, me disculpa unos momentos...? Se levantó y se paró frente a la única ventana de la oficina. Mientras ella hablaba por su celular pudo percatarme de que la bastilla de mi pantalón se había deshecho por completo, dejando ver el descuido, y una mala imagen de mi persona, todo mal pensé. Después de un par de minutos, la ejecutiva volvió al escritorio, parece que todo estaba resuelto, porque concluyó abruptamente la entrevista, diciendo lo que todos dicen. –Muchas gracias por venir, déjeme su currículum que nosotros no comunicaremos con usted, hasta luego. Todos dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero después de esta entrevista, ni esperanza me quedaba.

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Mi mejor lunes

Otro lunes. Otro fatídico lunes. Mi problema no era levantarme temprano, tampoco vestirme de uniforme, no, con esas cosas aún no lidiaba. Mi problema estaba en la obligatoriedad o mejor dicho, en la imposición de aquellos temas que enseñan en el colegio, pues mis necesidades estaban dirigidas hacia otros lugares, la vida estaba en otra parte. Luego de los rituales de costumbre, llegué al colegio, y ya dentro de la sala de clases vi aparecer a la profesora de Castellano, la señorita Margarita, dispuesta, como todos los lunes, a investigar quién de nosotros no había cumplido con la tarea requerida, dando así, inicio al suplicio. En ese momento comencé a sufrir las transformaciones propias de los lunes. Sentí que mi cuerpo aumentaba su tamaño, no el peso, sino las dimensiones de este, como si yo fuera el único alumno que se distinguía en la sala, y no precisamente por las notas. La mesa

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y la silla se hacían más y más pequeñas. Tenía la impresión de que todos mis movimientos eran captados por aquel personaje inquisidor, la profesora de castellano. Incluso mi respiración me jugaba una mala pasada, pues los resoplidos al exhalar el aire, cada vez se hacían más sonoros. Así comenzó ese día lunes. La profesora inició la revisión de la lista de asistencia: –¡Aguirre! ¡Presente! –contestaba el alumno. –¡Aliaga! ¡Presente! –¡Alvarado! ¡Presente! Poco a poco mi voz se ocultó en lo más recóndito de mi ser y al escuchar mi apellido sucedió: –¡Beltrand! ¡Presente! La señorita Margarita no me escucha y vuelve a pronunciar mi nombre, justo cuando yo quería pasar inadvertido, mi voz me traiciona. Volví a repetir el código, el pase al perdón: –¡¡Presente señorita!! Pero esta vez mi voz sonó con tal fuerza y estruendo, que las risas en mis compañeros terminaron por disminuirme a la más mínima expresión. El tiempo que demoraba la profesora entre la lista y el inicio de la clase propiamente tal, es decir, revisar la tarea dada por ella el lunes anterior, siempre me pareció un instante ínfimo, a pesar de ser casi cuarenta alumnos. Yo siempre esperaba que pasara algo, no sé, un terre-

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moto; que cayera un meteorito en medio del patio del colegio; una llamada telefónica de última hora, cualquier cosa, un incendio, un atentado terrorista, cualquier hecho que aplazara o modificara lo inmodificable, porque yo estaba seguro (hasta el día de hoy), que mi nombre estaba escrito con tinta roja, grabado a fuego en el libro de clases, porque siempre, todos los lunes, de cada semana, de cada mes, yo era uno de los elegidos, uno de los llamados a dar cuenta de la tarea, de las malditas tareas. Mi puesto estaba ubicado en el cuarto asiento de la primera fila, al lado de la puerta, y justo detrás de Zúñiga, el que para mi suerte era uno de los más altos del curso, su espalda me servía de parapeto, de resguardo ante la mirada implacable de los profesores, y en especial, de la profesora de castellano por supuesto. Como dije anteriormente, lo único que yo esperaba era pasar inadvertido en esa clase, ojalá invisible, estar presente, pero invisible. Una vez terminado el conteo del los alumnos, con movimientos pausados, y muy bien estudiados, buscaba, buscaba las hojas del libro de clases que correspondían a su asignatura y al mismo tiempo nos miraba a todos, como tratando, de antemano, de adivinar en nuestras miradas quién no había cumplido con los deberes. A esas alturas del partido, y en forma repentina, la calma volvía a mi cuerpo, ya estaba escrito, era tan obvio todo, tan esperado por todos mis compañeros, que uno de los elegidos iba a ser yo. Ya calmado, esperaba, esperaba que sus labios pronunciaran mi apellido. Me sentía como el condenado a la espera del cela[ 79 ]


dor para ser conducido a la silla eléctrica, entregado a mi suerte, ya no podía escapar, mi suerta estaba hechada. Y así fue, sus dedos se deslizaron entre las cosas de su bolso, y sacaron cuán mago saca un conejo del sombrero, el temido cuaderno azul. Buscó y buscó, hasta que por fin encontró: –A ver niños, hoy nos corresponde el poema, ¿se acuerdan? –¡¡Si señorita!! –repitieron todos al unísono. –Veamos quién será el primero en recitar este hermoso poema de Pablo Neruda. Entonces, sus dedos recorrieron la lista de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, en busca del condenado, en busca del elegido. Mientras tanto, las miradas de mis compañeros me buscaban, como para no perder el momento esperado de mi derrota, de mi humillación. La inquisidora inició el juego preguntando y respondiéndose ella misma con sorna: –Salinas, no; Fuentes tampoco; Campos y Cáceres se lo saben... Veamos... ¡¡Beltrand!!

mente, y sin decir palabra, me acerqué a la mesa de la profesora, mientras esta, como juez en espera del acusado me pregunta: –Se aprendión el poema...? –alargadndo la pregunta, solo como para demorar mi respuesta. Pero yo no contesté y seguí avanzando. La expectación y el silencio se apoderaron de la clase, ya no se escuchaban comentarios, nadie respiraba. Con resolución. puse el libro sobre la mesa y me paré delante de todos, la expectación era absoluta. Y sin más, recité el largo poema, sin equivocarme de una sola vez. Cuando terminé, todos aplaudieron con gran emoción, no sé si fue por mi interpretación teatral, o por solidaridad y compañerismo, lo único que sé, es que ese lunes sigue vsiendo, mi mejor lunes.

Mi nombre salió de su boca como expulsado, como escupitajo directo y certero, estrellándose en los rostros de mis compañeros y, su mirada me atrapó como una red, en espera de la respuesta conocida por todos, la respuesta que yo daba todos los lunes negros. Todo el curso me miro y se escucho un OOOOH!!!... OTRA VEZ... Me levanté lenta-

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Los Visitadores Médicos

No me gustan los visitadores médicos. Me dan miedo. Estoy convencido que pertenecen a una secta, es más, que son una secta secreta y que van por la ciudad intentando convencer a los médicos de que ingresen, de enrolar a los incautos doctores, que con sus pretensiones elitistas se entusiasman con los ofrecimientos que les hacen. Yo creo que todos hemos visto a estos enviados del más allá, siempre están ahí, antes de que uno llegue a la consulta, ya están. Con sus grandes maletines, enormes bolsos y con una tranquilidad que inquieta a todo aquél que visita un médico, esperan, pacientes a que la puerta se abra y el doctor los llame antes que a nosotros. Mientras uno está nervioso, ellos sacan agendas gordas y las revisan y buscan nombres, sacan cuentas y dan miedo, lo hacen como para amedrentarnos, como diciéndonos: tú también estás en mi agenda. Porque yo sé que son obligados a lograr metas, conseguir cierta

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cantidad de médicos para su cofradía. Es por eso que las hojean y hojean, en busca del nombre del incauto e inocente que busca la felicidad efímera que dan los visitadores médicos. No me gustan. Recuerdo una vez que estábamos en la consulta de un médico, mi mujer y yo, esperando como pacientes, impacientes a que nos atendieran. Junto a nosotros, en la sala de espera un hombre y una mujer, vestidos como visitadores médicos, con trajes oscuros, demasiado sobrios para mi gusto. Entre sus manos, la típica agenda y en el suelo, el maletín, gordo y pesado. Traté de prestar atención a la conversación de estos dos agentes del mal: –¿Supiste la respuesta del doctor Sepúlveda? –No, que dijo... –Que no quería lo que nosotros le ofrecíamos, y pidió algo mejor... –Y que hiciste... avisaste eso... –dijo la mujer. –Claro, vamos a tener que conversar con el de otra manera... o mejor todavía... –y tras un pequeño siliencio– ofrecerle algo mejor... En eso escuché el nombre de mi mujer y no pude terminar de oír la conversación, pero me bastó para confirmar mis aprehensiones. Ya no tenía dudas, los tentáculos del mal estaban en acción y su víctima era el mismo médico que íbamos a ver. Así es que mientras nos acercábamos a la consulta intenté urdir un plan que pudiera ayudar al doctor Sepúlveda, eso sí, no podía decírselo directamente, no podía ponerme al descubierto. [ 84 ]

Mi mujer se percató de mi comportamiento y me preguntó qué pasaba, nada dije, la idea era no preocuparla. Ya llegábamos a la consulta cuando se me ocurrió escribirle una nota cifrada al doctor Sepúlveda, él sabría, yo sé que sabría. Entramos y nos saludos como siempre. Nos hizo sentar y mi mujer comenzó a explicarle la razón de nuestra visita. Cuando le pidió que se desvistiera, yo aproveché de tomar una hoja de su taco y escribir: “Cuidado. Visitadores médicos a la vista... ya lo tienen”. Un Amigo La dejé tapada con otra hoja, la idea era que la encontrara después de que no fuéramos. Terminada la consulta quedamos de volver unas semanas más tarde, pero, justo cuanto nosotros salimos, el doctor Sepulveda hizo entrar a los visitadores médicos. Y sólo ahí me di cuenta que mi acción no había servido de nada, ya era demasiado tarde, las cartas estaban echadas. Nos alejamos lentamente y mientras mi esposa me comentaba sobre la consulta, yo pensaba que los visitadores médicos, esos agentes del mal habían conseguido su objetivo, y que mi acción había llegado tarde. Algo me decía, que nunca más volveríamos a ver, al doctor Sepúlveda.

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Difícil salida

Las ocho y aún en la casa. Como todos los días, atrasado, no hay caso pensó. Baja y apaga el calefón. Al entrar a la cocina observa que los platos del día anterior aún estaban sucios, los lava. Cuando ya tenía todo dispuesto, se dirigió al baño para verse por última vez en el espejo, porque la estética siempre es importante, no se puede andar por la vida así como así. Cuando estaba en eso, el reflejo le mouestra el alto de ropa sobre la lavadora, cómo era posible, que nadie se preocupa en esta casa. Colgó su chaqueta y comenzó a lavar. Se fue a la cocina y se preparó un café, tenía que esperar para tender la ropa. Mientras estaba en eso, la gata comenzó a maullar, el plato de su comida estaba poblado de hormigas, que fastidio. Lo tomó y lo limpió, las ocho cuarenta. Cuando estaba en eso, la tetera inició su pitar ensordecedor. Ya con la gata tranquila y el calor del café entre sus manos, se detuvo a pensar en su vida. Se reconoció todo un desastre, las ocho cincuenta y cinco. La lavadora había [ 86 ]

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terminado su proceso. Dejó la taza humeante y colgó la ropa, al parecer ya no faltaba nada que hacer en casa, podía salir a su trabajo tranquilo, las nueve diez. Al salir, su perro juguetón, dio un salto que no pudo evitar y se abalanzó sobre él, manchándole la camisa y el pantalón, al parecer ese no era su día. Entró a la casa y buscó en vano ropa limpia, todo estaba tendido y mojado en el balcón. Nada que hacer, las nueve veinte. Lo único que le quedaba era llamar a su oficina y avisar que no iría, estaba enfermo. Se sacó la ropa manchada y buscó el buzo dominguero. Aún quedaba mañana, así es que decidió pasar la aspiradora y limpiar un poco la casa, nadie podía vivir en estas condiciones. Pero en eso, el teléfono a lo lejos. Su jefe al otro lado de la línea le exigía su presencia en la oficina, no había entregado los informes y tenía que visitar un par de clientes, las nueve cincuenta. Trató de explicar, pero nada se podía hacer, los informes estaban en su bolso. Con lo poco que le quedaba de ropa, trató de armar algo presentable, confirmando su impresión anterior, era un desastre y prefirió salir sin mirarse al espejo. En el paradero, frente a él una mujer, las miradas típicas, son unas frescas, pero no estaba mal y ese bolso –¡el bolso con los informes!– exclamó, las diez veinte. Cruzó la avenida con premura, nada que hacer, era un desastre, mirando mujeres en qué estaba pensando. Subió las escaleras, llegó a su pasaje, entró a la casa esquivando a su perro, miró sobre la mesa en busca del maldito bolso, no estaba. Se dirigió a su dormitorio, sobre la cama debe estar, pensaba mientras subía los peldaños

de la escalera. Ya en el, miró y nada, el teléfono, las diez cuarenta y cinco. Aló, si jefe voy voy, si si, acá los tengo, ya voy. Bajó al living, pero el bolso tampoco estaba, de pronto se acordó que lo llevaba en el momento que su perro le había manchado la ropa, abrió la puerta y ahí estaba, en una esquina del antejardín, esparcidos, destrozados los informes y el bolso y su perro mirándolo juguetón, nada que hacer, definitivamente era un desastre. Resignado, decidió llamar a su jefe, ahora si, estaba realmente enfermo.

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La Rutina

Se despertó a la hora de costumbre: se levantó se dirigió a la ducha encendió el calefón se duchó se vistió desayunó con la calma que lo caracterizaba, hizo el nudo de su corbata ordenó los papeles de su maletín revisó las llaves en sus bolsillos miró su chequera se puso su chaqueta y salió al mundo, perdón, salió a la oficina. Por la tarde al llegar, cansado y atareado con los problemas de su mundo, se percató del silencio de la casa, una ausencia invadía todo el recinto. Después de un par de minutos se dio cuenta que su esposa no estaba. Revisó los dormitorios, el patio, el jardín. Cuando entró en la cocina, vio un mensaje pegado en la puerta del refrigerador, la nota decía: “Hoy, he tomado la difícil decisión de abandonarte, ya no soporto que vivas tu vida en función de tu trabajo. Yo he pasado a segundo plano. No puedo más. Si algo te importa nuestro matrimonio, estoy en la casa de mi Mamá, estaré esperando tu llamada. No demores”. Lucía

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Demoró un par de minutos en reponerse. Pensó detenidamente la situación y dijo en voz alta, como si alguien lo escuchara: –Ya es tarde para llamar, lo haré mañana después de la oficina.

Se acabó la sal

Se acabó la sal, comentó la mujer desde la cocina. El hombre en el dormitorio creyó que el mundo se acababa. ¡Se terminó mi racha de buena suerte! gritó. Corrió y abrazó a su mujer, aterrados por lo ocurrido se miraron y recordaron todas las cosas que ocurrían cuando se acababa la sal en una casa. Su esposa dijo que el dinero desaparecía de los bolsillos, de las carteras, de las billeteras, de los monederos, de las alcancías, inmediatamente al acabarse la sal. Él, recordó que su abuela repetía que en una casa la ruina llegaba y para quedarse. Aún abrazados, corrieron a verificar si las monedas y los billetes seguían con vida. Ansiosos, abrieron el monedero más grande, lo tomaron entre los dos y a la cuenta de tres lo abrieron. Se quedaron pálidos y desencajadas, todo había desaparecido, no quedaba nada. Luego corrieron al dormitorio a revisar las alcancías y la billetera del pantalón de él. Pero en las alcancías y la billetera del pantalón de él, no había nada, todo se había esfumado. No [ 92 ]

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quedaba ni un peso, las monedas y los billetes habían desaparecido. El pánico se apoderó de ellos, los aterrorizó, los paralizó, era como si un manto de incertidumbre cubriera el dormitorio, la casa, sus vidas. No sabían qué hacer, a quién recurrir. Intentaron hacer unas llamadas, pero el teléfono ya no tenía tono. Ella quiso beber agua para pasar este mal momento, pero hasta el agua había desaparecido. Se miraron y al unísono, encendieron la luz, pero esta no encendió. Estaban perdidos, la ruina se hacía sentir, el desastre total en sus vidas. Después de tres horas encerrados y sin salir, buscando en la despensa, junto a una lata de conservas, detrás de la harina y debajo de un paquete de fideos, ella encontró una bolsa de sal, un kilo de sal, increíble, siempre estuvo allí, nunca dejaron de tener sal en la casa. Así, de súbito, todo volvía a su lugar o mejor, nada se había movido, solamente habían pasado un mal rato.

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La Agenda

Decidido a ordenar mi vida, compré una agenda, estaba seguro que podría ser la mejor forma de llegar a la hora, de no olvidar las cosas, de adquirir un cierto método en la vida. Todos lo celebraron, bien por tí, me dijeron unos, te hará bien, afirmaron otros, por fin llegarás a la hora, ironizaron los menos. Para mí era un gran paso, tener la oportunidad, o mejor dicho, darme la oportunidad de poner todo en orden, de caminar tranquilo por la calle, sin pensar que a lo mejor me había equivocado de lugar o de hora o de fecha o de persona. Todo sería distinto. En eso pensaba mientras abría mi agenda, toda ordenada. En la primera hoja, mis antecedentes personales, que increíble, nunca había pensado en eso, sólo cuando me preguntaban mi fecha de nacimiento, o mi tipo de sangre, en ese momento, tenía que recurrir a mi memoria, que siempre fallaba, quién se acuerda del día de su nacimiento, la memoria es frágil y hace tantos años. Y la dirección y el teléfono, demasiada informa[ 95 ]


ción. Ahora los tendría aquí, en mi agenda. En la segunda hoja, el calendario completo, el del año anterior, el presente, y el año siguiente, espectacular, sabría, con precisión, en qué día estaba, pero además podría proyectarme, en otras palabras, existía un futuro como certeza. A esas alturas ya era otro, la seguridad, por primera vez llegaba para quedarse. Después, la hoja con el primer día del año, pero, ese ya había pasado, de eso estaba seguro, entonces. Busqué en alguna parte las instrucciones, donde me dijera qué hacer con los días que ya habían pasado, si podía escribir en ellos o rearmar las cosas que me hubiera gustado hacer por ejemplo o enmendar lo que no alcancé a realizar ese día o inventarme una nueva vida pensé, pero no encontré nada, mi agenda no traía instrucciones. Decidí arrancar la hoja, pero recién en ese momento me di cuenta que estábamos en septiembre, bueno, pensé, así me quedan menos días en que pensar, las arranqué todas. Cuando llegué al presente, es decir, al mismo día en que me encontraba, descubrí que la hoja estaba dividida en horas, y estas a su vez también se dividían, lo que me obligaba a rellenar cada media hora mis actividades, desde las ocho de la mañana, pero yo comenzaba mis actividades a las seis, que iba hacer desde las seis a las ocho. Finalmente, decidí anotar de las seis a las ocho, en un pequeño borde que quedaba en la parte de arriba de la hoja, que alivio. Pero cuando me disponía a anotar lo que tenía que hacer en el día, no supe cómo llenar esos pequeños espacios, tan mínimos, como si la vida se redujera a ese pequeño momento. Porque si anoto, pensé, que entre las diez y las diez y media tengo que

comprar el pan, donde queda todo lo que puede ocurrir en ese transcurso, en ese viaje. O es que tengo que escribir lo más importante, pero, qué es lo más importante, si comprar el pan o conversar con el dependiente. Y tendré que dejar algún espacio en blanco por si alguien me llama por teléfono, porque si suena y no lo he anotado cómo importante no podré contestar. O desde ahora tendré que reducir mi vida a estos pequeños hitos, a estos momentos aislados, a estos instantes insignificantes. Que hacer, anotar sólo aquellos que olvido por ejemplo, pero cómo saber qué olvido a cada hora, mejor dicho, cada media hora. No, era demasiado para mí, no podía con tanto orden, con tanta reducción de la vida. Después de un par de horas de pensar detenidamente la situación, decidí, a pesar de todo, quedarme con mi agenda y andar con ella a la vista, así, todos pensarían que soy una persona ordenada, preocupada, porque, saber que los otros piensen mal de mí, eso sí, no lo puedo soportar.

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Lulú

Estaba nerviosa, después de tanto, por fin Tobi se trataría la obesidad mórbida.

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Solo

No me gusta estar solo. Si no estoy acompañado, escucho música, sino tengo música, canto, tarareo. En otras ocasiones, hablo solo, me comento lo que estoy pensado y contesto mis propias dudas. Muchas veces no estoy de acuerdo con esas explicaciones que me doy y vuelvo a cuestionarme y me interpelo, me expulso de ese espacio, me enojo, me insulto y me callo. Y sigo solo. Otras veces, concuerdo con todo lo que me digo, llego a acuerdos, a una concertación perfecta con mis propias palabras, es como hablar con una sola voz, somos uno, soy solo uno, y como estoy de acuerdo conmigo me callo pero de inmediato me doy cuenta que otra vez estoy solo, o peor todavía, que siempre he estado solo, que en todo este tiempo nunca estuve acompañado. Entonces, me desespero y busco compañía o me hablo o canto o tarareo. Un día en la noche, me atreví a contarme un secreto.

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Uno siempre tiene secretos, yo los guardo en pequeñas cajitas, en baúles añosos, de los que uno no quiere saber mucho. Bueno, yo decidí abrirlo y sacar un secreto, una noticia que no me había dicho. Comencé de a poco, lentamente a decirme lo que tenía oculto. Con voz pausada, me conté uno de los secretos mejor guardados por mí. Al escuchar mis propias palabras, me aterré, me senté y me tomé la cabeza con ambas manos. No podía entender cómo nunca antes me había contado algo así, algo trascendental en mi futuro. Me grité, me insulté, apelé a lo unido que éramos. Cómo era posible que no me lo haya dicho, cómo me lo ocultaste por tanto tiempo me dije. Gritándome callé, no quería seguir escuchándome. Me dirigí al baño, me mojé la cara y mirándome en el espejo, me vi, ahí estaba, como si nada hubiese pasado, como si lo que me dije hace unos segundos no me importara en lo absoluto. No lo podía creer, inconsciente, irresponsable me grité, no quiero saber nada más de tí, aléjate, no me vuelvas a dirigir la palabra. Salí del baño y me puse a caminar y a cantar y a tararear y puse música y encendí el televisor, porque no me gusta estar solo, porque cuando estoy solo, me cuento cosas, que no quiero saber.

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Feliz cumpleaños

Segunda noche. La primera imagen que vemos de la escena: sobre la mesa, la copa de vino a medio beber. Frente al hombre, una mujer de rostro anguloso y cabellera negra, ojos tristes, sonrisa melancólica y labios despintados. Sobre la mesa, la copa de vino a medio beber, la del hombre, porque la copa de la mujer está vacía y manchada de carmín. El humo lo cubre todo. El humo de cigarro lo cubre todo en el bar. Afuera, la noche. El hombre se pregunta en qué momento llegó la mujer que está sentada frente a él, en qué momento perdió la noción del tiempo y se sentó y lo mira y lo interroga sin palabras, sólo con la mirada, en silencio, como si lo conociera de siempre, de años. El hombre está cansado, cansado de la vida y de todo lo que lo rodea, hoy cumple cuarenta y está sólo en el bar, en un bar que no reconoce. Está sólo celebrando su cumpleaños número

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cuarenta y la mujer frente a él. No sabe si es real o es su imaginación, a lo mejor es un regalo de alguien, o de la vida. Sabe que de la vida no puede ser, porque es absurdo pensar la vida como si fuera una persona con cuerpo y rostro y que piensa y, que más encima piensa en él. Está solo en este día que cumple cuarenta y se pregunta. El hombre se pregunta, sobre sus cuarenta años, si pueden significar algo, cuarenta años no son nada, no sé, piensa, qué pueden significar mis cuarenta años y esta mujer, que ahora no habla y solo me mira. El humo no se disipa y se vuelve a condensar, se pega al techo del bar. Son las tres de la mañana y la música se pierde entre las conversaciones. Son las tres de la mañana y el hombre sentado junto a la mujer celebra, mientras ella, que está con él desde ayer y que lleva durmiendo con él, desde ayer lo mira y no dice nada, esa noche no quiere decir, pero además, sabe que el hombre está borracho y ella está cansada de la vida, de su vida. Piensa, justo ahora estoy con este hombre, que encontró en el bar y que duermen juntos. Quién es él, y quién soy yo, piensa la mujer de cabellera negra y ojos melancólicos que lleva más de dos noches en ese bar, lleva toda una vida y, ella sabe que decir una vida también es una exageración, pero así lo siente, ya no recuerda el día que llegó a trabajar. Realmente es toda una vida, considerando que una persona puede vivir varias vidas a lo largo de su existencia. La mujer está sobria. El hombre está ebrio. Llevan sentados varias horas, ya no hablan. A esa hora, mastican antes de hablar, las palabras saben amargas.

Él llegó hace dos días al bar, preguntó por un lugar donde dormir y le indicaron el hotel del tercer piso. Subió sin prisa, no tenía apuro esa tarde, la verdad, estaba en la víspera de su cumpleaños número cuarenta y había decidido encontrarse para volver a perderse, sobre todo eso, porque sabía que en alguna parte de su vida, en realidad hace unos días había dejado de hallarse, esa, era su única certeza. Caminó por un largo pasillo, hasta encontrar la habitación 303. Abrió la puerta y entró. En la 303 había una cama de dos plazas, una mesa plegable, tres sillas, dos veladores, dos lámparas y un gran ventanal que daba a un sitio eriazo. Una puerta que conduce al baño. Todo el dormitorio estaba pintado de un blanco deslavado, sucio, que alguna vez fue un color que hacía resaltar los muebles. Dejó el bolso y su chaqueta y se dejó caer de espalda en la cama. Acostado, sincroniza la alarma del celular. El cansancio por fin lo vence. Sueña. La imagen con la que sueña es la de una mujer, en una cama, laxa, con los brazos colgando. Está desnuda, él, parado en el umbral, la observa, las luces tenues de las lámparas de los veladores, hacen difusa la imagen onírica, es un sueño en sepia. Se mira las manos, está temblando, la mujer no se mueve. Siente miedo. De pronto, las paredes, las ampolletas de las lámparas, desde la ventana, todo brilla, hasta cegarlo, se tapa los ojos y se pierde. Cuando despertó, no reconoce el lugar, está desorientado. Sin moverse, mira el techo, las paredes, respira profundo y se incorpora lentamente y se dirige al baño. Es hora de bajar al bar, necesito una copa, se dijo

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en voz alta y continuó hablando mientras se lavaba la cara. Necesito una copa, me gusta decir una copa, cuando se que es un eufemismo, porque la verdad es que necesito una botella de algo, no sé bien que voy a tomar esta noche, pero está claro que es una botella. Con el rostro aún mojado mira fijamente el espejo, una imagen se proyecto frente a él, como una película: una gota cayendo lentamente por la espalda de la mujer, mientras él, sostiene un hielo en su boca e insiste en sus arremetidas, lentas pero enérgicas. Ella, se deja hacer, con los ojos cerrados concentrada en esos movimientos de animal y la entrepierna mojada y la gota fría que recorre su espalda, excitándola aún más. De pronto, la alarma de su celular lo devuelve a su imagen en el espejo. Se moja la cara se observa los ojos y la película ya no está. Sale del baño, se coloca la chaqueta y se encamina al bar. Esto ocurrió, hace dos noches. Bajó los peldaños de las escaleras escuchando las conversaciones del bar, mientras que en los dormitorios se oían voces y risas. Se paró en el último rellano y miró sobre el humo y las cabezas y las lámparas que colgaban, la noche lo esperaba. Sigue bajando, sortea a los comensales hasta llegar a la barra. Se sienta y pide un schop. El barman casi sin mirarlo lo sirve y lo deja sobre un posa vasos. El hombre le da un pequeño sorbo mientras observa el espejo desde donde emerge su figura huesuda y opaca y su pelo cano. Rostros, risas, conversaciones, miradas, humo de cigarro, acordes de alguna melodía que no logra distinguir. Vuelve a su rostro. ¿Quiere co-

mer algo?, lo interrumpe el barman, ahora observándolo con detenimiento, no es de aquí, forastero, piensa. No todavía, otra schop por favor. El barman dirige la mirada ahora al vaso recién servido, más lleno que vacío y luego al rostro del hombre, cetrino, inexpresivo y no pregunta, sólo sirve, algo le decían esos hombros, ese pelo, esas cejas, esa expresión vencida, era como si la muerte lo acompañara. El barman se aleja, dejándolo en la barra, casi solo, casi mudo, casi sobrio. El hombre mira los vasos de schop, bebe de uno y busca en su chaqueta el sobre, el sobre que ha guardado, el sobre que contiene la carta. Lo abre y la saca. Pero nuevamente se niega a leer. ¿Te acompaño?, escucha de pronto. Una mujer se sienta sin esperar respuesta a la pregunta hecha, me llamo Carolina y tú. El hombre la mira y, deja que el silencio haga lo suyo, mientras guarda el sobre en la chaqueta, pero ella vuelve. Te molesta que me siente a tu lado, pregunta la mujer, y nuevamente, sin esperar respuesta, se acomoda y sigue sobre sus palabras, te vi desde la escalera cuando bajabas, se nota que no eres de por acá, porque los hombres de aquí, nunca se sientan a beber en la barra, eligen una mesa y esperan a que llegue algún amigo, pero tú estás sólo, ¿de dónde eres? Él la mira con más detenimiento y un cosquilleo lo recorre, respira e intenta ser amable, ya que la mujer era lo suficientemente atractiva como para conversar con ella. Carolina me dijiste que te llamabas. Sí. Bueno Carolina, acabo de llegar, en realidad, hace un rato, pero dormí un poco, y ahora estoy acá bebiendo schop, bueno, en realidad dos.

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Te puedo acompañar, interrumpe ella, mientras saca desde la pequeña cartera una cajetilla de cigarros. El hombre, al igual que nosotros, observa sus movimientos detenidamente, la forma cuidada de abrir la caja, retirar el cigarrillo, golpearlo sobre el mesón, una, dos, tres veces. Colocarlo en la boca y escuchar lo que dice: ¿tienes fuego? Pero la pregunta es más bien una invitación, un acto de seducción, no es una petición práctica por una necesidad, no, ella lo ha ensayado y con éxito. Escuchamos la voz melosa de Carolina, que sabe que ese tono conquista a los hombres, o mejor, a los hombres les gusta que le pidan las cosas así, es un juego mutuo, de quién atrapa primero al otro, quién cae, porque nunca se sabe quién caza a quién. Él la mira, sonríe y busca entre sus bolsillos el encendedor. Mientras hurga, es la mujer quién lo observa, pero no sus movimiento, sino, que los detalles de su rostro y, observamos mejillas sin afeitar, vemos marcas al costado de los labios, que le dan un toque atractivo, piensa la mujer, cejas pobladas y pequeñas bolsas en los ojos, nariz aguileña, labios gruesos, pelo cano. Y le enciende el cigarrillo. Desde el rellano de la escalera, ahora, son un hombre y una mujer bebiendo en una barra, la realidad ha cambiado. La historia de ellos ha comenzado. La mujer, sin preguntarle al hombre, toma uno de los schop y bebe. Bebe sin pausa, un largo sorbo, hasta la mitad y lo deja. Lo mira en el espejo y mientras apaga el cigarrillo a medio fumar en uno de los ceniceros dice: me gusta la cerveza, siempre me ha gustado, de chica, cuando mi papá compraba cerveza en la casa los días

domingo, yo se las sacaba y bebía, sola, sin que nadie me viera. Hoy, como ya nadie me puede decir algo, tomo cerveza tranquila. Él la mira y le gusta escucharla hablar, le gusta su voz, que no es chillona, tiene carácter. Aún no me has dicho tu nombre, dice ella. Me llamo Alonso y a mí también me gusta la cerveza, ya tenemos algo en común. Alonso, dice la mujer como arrastrando la s y alargando la o, me gusta ese nombre, ahora dime de dónde eres. Dime tú primero, que haces aquí, ya te dije mi nombre. Bueno, yo trabajo en este bar en la noche, y en el hotel durante el día, y cuando dejo de trabajar converso con los clientes y tomo schop, le dijo la mujer mientras encendía otro cigarro y miraba a la concurrencia a través del enorme espejo que cruza de lado a lado la barra, su mirada juega, se divierte. Qué haces en el día específicamente. El aseo a los dormitorios, soy garzona, pago cuentas, hago lo que haya que hacer. Se arregla el pelo que cae sobre su frente, se retira el cigarro de la boca y lo mira a los ojos y dice: ahora dime tú, que haces aquí, está claro que no eres de esta ciudad. Alonso levanta el brazo y le indica al barman con la mano, dos schop más. Se toma el tiempo, no tiene apuros, acaba de llegar y ya tiene que dar explicaciones, piensa, espera que le sirvan, voltea la cabeza y mira a la mujer, esos ojos negros le recuerdan a otra mujer, a la que quiere olvidar, a la que le envió la carta que no quiere leer, a la de las imágenes recurrente que aparecen en sus sueños y en los espejos. Yo, estoy acá para celebrar mi cumpleaños. Y cuando es, pregunta ella con una sonrisa. Mañana. Bueno, dice ella, celebremos tu cumpleaños, apagando el cigarrillo

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aún a la mitad. Me gustan los cumpleaños, yo ya estuve, pero podemos celebrarlo igual, y cuantos años cumples Alonso el forastero, si se puede saber. Cuarenta, cumplo cuarenta años. Se miran a los ojos, a ella le gusta lo que ve y a él, le gusta la mujer, beben y con tranquilidad respiran casi al unísono, porque la noche y esta historia recién se inician para los dos. Se miran y beben. A la media hora buscan una mesa, sin palabras eligen una. Si pudiéramos mirar desde la altura del techo del bar, veríamos una gran cantidad de humo flotando por sobre las cabezas de los comensales, como bancos nubosos, espesos y azulados recorriendo el lugar. Escucharíamos la música de los parlantes colgados en las paredes, música que no se oye, que nadie escucha, pero que está presente, como parte de la noche. Y si continuamos recorriendo con la mirada el recinto, veríamos conversar a hombres y mujeres en las mesas. Risas. A los garzones circular por el bar, maestros del equilibrio, con las bandejas pobladas de botellas y platos. A esa hora de la noche, los rostros salpicados de color, gesticulan con las manos, suben las voces, comen, beben. Pareciera que la vida está contenida en ese lugar, en esos instantes, donde la música no se deja oír, donde las conversaciones se ahogan, donde el tiempo pasa más lento que afuera. Y efectivamente, en la calle, los autos corren y los minutos vuelan, el tiempo es diferente. Adentro, Alonso y Carolina se sientan en una de las mesas y piden una botella de vino.

Segunda noche. Sigue sentado frente a la mujer. Sostiene la copa con la mano derecha, mientras la mano izquierda mantiene un cigarrillo apagado. Está más ebrio de lo que cree. Levanta la cabeza y hace una panorámica del bar y, todo le da vueltas: las mesas, la gente, las paredes, todo. Se detiene en los ojos de la mujer que lo mira, ésta también lo mira detenidamente, él, no puede pronunciar ninguna palabra, sabe que si lo hace, será más bien un mimo gesticulando en el vacío. Ella lo intuye y, se levanta, recoge su bolso, su chaqueta y al hombre borracho, quién no opone ninguna resistencia, se deja conducir entre las mesas y las sillas, la gente y las conversaciones. Suben al tercer piso, otra noche termina dice para sí la mujer. Aún no entiende por qué Alonso está en el bar, que sea su cumpleaños no lo explica. Los silencios, las frases inconexas, las pesadillas, todo ha sido extraño, hay momentos en que se entrega pero, cambia repentinamente, no comprende. Largas conversaciones, para luego terminar ebrios. En la habitación, Carolina lo deja caer sobre la cama. Se desnuda y lo desnuda, él, apenas se mueve, se deja hacer. Mira el techo y siente como si viviera detrás de un espejo y observa como ocurren los hechos, desde la lejanía del mundo del espejo y, a pesar del alcohol, su cuerpo responde a los estímulos de la mujer. Se erecta, se excita, pero su cuerpo dormido no actúa, inerte se queda allí, en espera a que ella haga lo suyo. Y la siente hacer, moverse, jadear, gemir, acabar. Él, no reacciona y sigue inconsciente. Ella, se retira del cuerpo inanimado,

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acostándose a su lado, agotada, ha sido una noche larga. Con la luz apagada, mira la penumbra de la habitación, las sombras dibujan enormes figuras monstruosas y como de ultratumba, aún se escuchan voces y música desde el primer piso, el bar, a las cinco de la mañana, aun vive. Una noche ha terminado en esta habitación, piensa, mientras el hombre, profundamente dormido ronca como bufando, y le recuerda los cumpleaños de su padre en su casa, cuando tenía que acostarlo ebrio, tirarlo en la cama, todo terminaba cuando él quedaba borracho sin responder a nada. Se queda allí, en silencio esperando el amanecer. Se da cuenta que no tiene necesidad de moverse, de hacer algo, sólo dormir y esperar a que el día aclare y tenga que levantarse y bajar al bar y limpiar las mesas y servir a los primeros clientes del día, o, hacer lo que ha planificado tantas veces. Se da cuenta que la noche se va y que los días pasan y si no estuviera con el hombre estaría con otro y, que a sus treinta años no puede seguir así. Lo observa dormir y roncar, él es su único vínculo con el exterior, con el otro mundo, debe aferrarse y no dejarlo, o puede partir con Alonso. Ella quiere otra cosa, otro futuro, tampoco le gusta su pasado, Alonso tiene razón en eso, a nadie le gusta su pasado, todos queremos cambiarlo piensa, ya logró salir de su casa, ahora debe llegar a la ciudad, también puede partir sola. El día ya despunta, se cubre con las sábanas y cubre al hombre, se acerca al cuerpo inanimado que exuda sexo, alcohol y cigarro y lo abraza. Cómo le explica esa sensación de desamparo que la agobia, cómo le dice que quiere irse con él, que quiere arrancar. La

historia de su vida es la carga que debe soportar, quisiera arrancar y no volver a este pueblo maldito. Carolina piensa todo eso mientras abraza al hombre borracho que aún se mantiene erecto a esa hora de la noche, a esa hora de la vida. Carolina se levanta en silencio, se viste y deja la habitación, se dirige a otra habitación, a la suya, quiere despertar en su cama, sólo le queda ese día, sabe que Alonso se irá, desaparecerá de la misma forma como llegó, quizás la mañana del día que ya llega, quizás en la tarde. Pero ella no puede esperar, tiene que partir, si no es ahora, no será nunca. Desde la puerta, antes de dejar la habitación, lo mira por última vez, observa al hombre con el que ha dormido, con el que ha conversado y reído, pero que no conoce. Sin decir, sólo con un movimiento casi imperceptible de sus labios, se despide con un feliz cumpleaños en susurro, en un hilo de silencio y de voz.

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La primera noche. Bueno, celebremos entonces, dice ella encendiendo el tercer cigarrillo. Alonso se detiene en sus movimientos, ella sabe que está siendo observada y los acentúa, se demora. Se moja los labios, lo mira de soslayo, se coloca el cigarro en la boca y lo enciende, aspira y vota. Feliz cumpleaños, Alonso el forastero, levantando la pequeña copa y haciendo salud. Él la mira y la imita, los ojos de la mujer le recordaban a la otra mujer. La misma mirada, un tanto melancólica pero a la vez atrevida. Vuelve a la casa, al dormitorio, a la cama, al cuerpo inerte y vuelve a la carta. Que no lee, que tiene en sus manos mientras


ella duerme o parece que duerme. Se levanta, intentando hacer el menor ruido y sale, se escapa, no quiere ver esa mirada melancólica y escuchar que le dice que todo se acabó. No quiere, porque va a cumplir cuarenta años y a los cuarenta, después de todo, eso es un fracaso, y los fracasos se soportan menos, no quiere saber, quiere olvidar, esa noche, esa mañana, los gritos, el llanto, todo. Sube al auto, lo enciende, sus manos tiemblan. Mientras sale de la habitación y de la casa y se alejaba del barrio, recordó las estaciones abandonadas cuando el tren, silencioso, las dejaba atrás y, en esos momentos, la soledad se apoderaba de él, no podía comprender que a nadie le interesara que otras personas quedaran en un pasado, en un tiempo que se desconocía. Prefiero arrancar, escaparme no quiero esto se dice. ¿Qué dices? Lo interrumpe Carolina, en medio del bullicio del bar. Dijiste algo pero no te escuché. No nada… entonces, me acompañas a celebrar, estoy solo, ¿pidamos algo para comer? Y levanta el brazo y busca con la mirada al garzón que recorre el lugar. Ella lo interrumpe. Espera, yo voy, recuerda que trabajo aquí. Se levanta y él la ve alejarse entre las mesas, conversar con el garzón, la ve saludar a los parroquianos, detenerse en la barra hablar con el barman y reír. El tiempo transcurre lento, las horas no llegan. Se siente bien, está tranquilo a pesar de todo. Aún no sabe cómo terminará, sólo sabe que está en este bar, en este pueblo desconocido, con gente desconocida, con una mujer que solo sabe su nombre y que no quiere volver a ninguna parte. A ninguna parte se repite, que

extraño decirlo así, a lo mejor es un augurio al término del viaje, piensa. Dejar todo, alejarme es una posibilidad, otra, abandonarlo todo, provocar el punto de quiebre absoluto. La ve acercarse sonriendo, y recién se percata de sus ropas, de la larga falda, es como una gitana, los colores contrastan con la opacidad del bar, de los que beben. La ve acercarse y le descubre las similitudes y las diferencias, con la mujer, con las otras mujeres. La ve sentarse con propiedad, ella es dueña del mundo, del momento. La escucha: ya, está hecho, ahora cuéntame Alonso, cómo llegas a este pueblo perdido, pregunta mientras bebe de la pequeña copa de vino y lo mira seductora, alargando las letras y el tiempo y humedeciendo sus labios. No viene mucha gente en esta época del año por acá. ¿Qué como llego?, dice él, mirando el bar y deteniendo la mirada en ella, llego en auto, salí hoy en la mañana, tome la carretera, y entré a una desviación que me condujo hasta aquí, lugar que no conocía y, llegué, así, pregunté por un hotel y por un bar, y me señalaron este y aquí estoy. Entonces salud, Alonso el forastero. Alonso responde imitando a la mujer, levanta la copa de vino, bebe y la vuelve a dejar en la mesa que ya contiene dos vasos de schop vacios y una botella de vino. Cuéntame ahora un poco más, dice ella, cerrando coquetamente un ojo y dejando la copa en la mesa. Para que quieres saber, que importa de donde venga. Quiero saber tu historia, todos tenemos una historia, un pasado, le responde Carolina, sacando el cuarto cigarrillo, que golpea tres veces sobre la mesa, lo enciende, aspira fuerte, retiene el humo unos

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segundos y vota, permitiendo el silencio necesario para que Alonso conteste. A nadie le interesa el pasado, todos quisieran otro pasado, yo mismo, y aquí nadie me conoce… calla sin terminar la frase, bebe de la copa, mira las mesas contiguas y continua. Es mejor así, sin pasado, estoy seguro que tú al igual que yo, tiene un pasado que quiere dejar atrás, si te cuento, será una historia como rompecabezas, que acomodaré a mi gusto, si quieres eso, lo puedo hacer. Bueno, quizás es mejor así, sin pasado, sólo este momento, dice ella, intentando no incomodarlo, intentando cuidar el momento precario que han logrado, porque la fragilidad se palpa, se fuma, se huele, se puede tocar con los dedos y ella no quieres que se vaya, que arranque, por lo menos no esta noche. Eso, dice él, sólo este momento, porque si lo piensas, no existe nada más, a lo sumo podemos jugar al futuro, qué queremos, qué soñamos, es más fácil, porque el pasado no lo podemos cambiar, pero el futuro está ahí, ahora. Eres extraño y optimista Alonso, y me gusta eso. Y tú, que me quieres contar, o mejor, que te gustaría inventarte como historia, porque como no me conoces, puedes inventar todo y yo te voy a creer, dice él, mientras piensa en las palabras que ha dicho, en sus propias palabras, en esa frase cliché sobre el futuro y el pasado, cuando él mismo ha estado convenciéndose de que no quiere futuro y que lo único que le importa es el pasado, aunque quiera dejarlo atrás. No, no es necesario, yo no tengo mucha historia que ocultar, pero tienes razón, mi pasado no me gusta mucho, quisiera que fuera distinto, por eso me quiero ir de aquí, para poder tener otra his-

toria, es decir, cuando cuente algo de mí, poder contar algo que me guste, dice Carolina, con un tono distinto, entre melancólico y de añoranza. Se miran, se hablan, se escuchan, mientras el bar se llena de humo y alcohol. Han pasado un par de horas, el hombre y la mujer, que desde el rellano se ven ebrios, están ebrios. El calor les ha llegado y la necesidad de explotar el uno dentro del otro los aflige. Nos vamos, dice él. Nos vamos, responde ella. La espesura del ambiente por el humo azul de los cigarros lo enturbia todo, lo nubla, pareciera que una densa neblina de nicotina se apoderara del lugar, mientras ellos suben a la habitación de él. La noche en el bar, para ellos ha terminado. La historia en el dormitorio recién comienza.

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Es el tercer día de Alonso en el pueblo y en el bar. Hoy, debe hacer lo que tiene que hacer. Feliz cumpleaños Alonso, se lee en el mensaje de texto de su celular. Reconoce el número. Es irónico, piensa, es el pasado quién me saluda, el mismo que quiere dejar atrás. Está sentado en una de las mesas del bar, convertido ahora en restaurant, sin bulla, sin conversaciones, sin música, sin gente. En la mesa, una taza de café, una pequeña paila con dos huevos fritos y un plato con pan amasado. En el ambiente aún permanece el olor a la noche, un olor rancio y pegajoso. Alonso se imagina el humo adherido a las paredes, a la madera de las mesas, a las botellas, las ventanas, todo huele a noche. Con un trozo de pan, rompe la yema de unos de los huevos y se detiene en el color, de un amarillo


casi anaranjado, observa el líquido recorrer la paila e inundarlo todo y se le viene a la mente la imagen del dormitorio, del mismo amarillo, casi anaranjado. Las cortinas y la luz entrando a través de ellas, un domingo cualquiera de verano. Todo iluminado por el sol que con empeño penetra. Con la mirada, busca a Carolina, recorre el restaurant. Lleva sentado una hora desde que bajó y nada, ella debería estar por acá, piensa. Cuando uno de los garzones pasa junto a él le pregunta: te puedo hacer una consulta, has visto a Carolina… El hombre lo mira y sin inmutarse contesta: ella renunció esta mañana, se fue a la capital. Dice y se aleja sin dar la importancia que para Alonso tiene la noticia. Alonso no esperaba una respuesta así, esa mañana necesitaba ver a Carolina, quizás fuera su única salvación, lo pensó al despertar, desnudo y tapado sólo con la sábana. Aún con el pedazo de pan untado de huevo en la mano –intenta preguntar algo más al garzón, pero no sirve de nada, ya no estaba, seguirla no era una opción–. Se lo lleva a la boca, lo mastica lentamente, lo traga, ahora, las palabras no sirven. Finalmente todo es una mentira, todo es mentira. Las palabras masticadas con saña durante el sexo son mentira, la mirada de su mujer entre sus manos intentando respirar era mentira. La carta en su chaqueta que no leyó es mentira. Se le nubla la vista y todo comienza a dar vueltas. Respira profundo, bebe el café ya tibio y trata de recomponer la calma. Nadie se percata de lo que le ocurre, a nadie le importa, porque no dejaba de ser un [ 118 ]

advenedizo, un extranjero que perturba con su sola presencia al pueblo, al bar, a Carolina. Se para, paga la cuenta y sube. Ya nada importa. El día de su cumpleaños. ¿Qué haces con esa cuerda, es para saltar? Pregunto esa mañana Carolina, la misma pregunta que le hizo la otra mujer. Yo saltaba con la cuerda cuando chica, me gustaba mucho, en realidad era lo único que me gustaba jugar, cuando descubrí que podía hacerlo sola, que no necesitaba a mi hermana para eso. Me gustaba el cordel. Alonso no responde, no tuvo que hacerlo, porque ella sigue hablando. Hoy es tu cumpleaños, que haremos esta noche, te compre un regalo, lo quieres ahora. Alonso la mira, su rostro inexpresivo contrasta con el entusiasmo de ella, hoy cumple cuarenta años y no quiere celebrar nada, no tiene nada que celebrar. Hoy le pesa demasiado la mochila de culpas que carga. Afuera, el día, el sol, la gente, los autos, los árboles. Adentro, Carolina sigue hablando con esa voz con lo ilumina, que da esperanzas: ya dime, que haremos a la noche, tienes pensado algo especial para este día, es tú día. Por fin dice algo. No nada, solo comer contigo. Entonces te dejo porque tengo que seguir trabajando, después vengo, dice Carolina, alejándose de la mesa y saliendo del restaurant. Alonso paga la cuenta del almuerzo y sube al dormitorio con el cordel en la mano. Entró al dormitorio dejando la cuerda sobre una de [ 119 ]


las sillas. Se dejó caer en la cama. El exceso de alcohol de la noche y la botella de vino del almuerzo lo desploman. Se queda así, en la embriaguez. Y se aleja en el sueño, o mejor dicho vuelve en el sueño a la casa, a la mujer, a los gritos, a esa mirada de miedo y luego, nada. Sus manos tiemblan, el sudor recorre la frente y la espalda y las piernas. Está cansado. Todo se nubla. La mujer cae, ya sin aliento, sin vida, laxa. ¡Despierta Alonso! ya es hora de celebrar, escucha decir. Carolina lo mueve con insistencia. Te dormiste hace rato parece, ya es de noche, y tenemos que bajar para celebrar tu cumpleaños, yo no tengo que trabajar, así es que levántate. Alonso se refriega los ojos y se sienta en la cama, ve a Carolina más atractiva, se ha maquillado, el pelo negro está peinado. Estás bonita, le dice. Gracias, responde ella con una sonrisa coqueta. Se duche. Mientras el agua escurre por su cara, piensa: no quiero cerrar los ojos y volver a las imágenes, no quiero. En el dormitorio escucha a Carolina cantar mientas el agua cae y escucrre por su cuerpo. Sale de la ducha, se seca y se viste. Sale al dormitorio, Carolina ha hecho la cama, se miran y el dice: vamos, estoy listo. Y salen y bajan a la noche.

mientras la ata en una de las vigas del techo, mientras acomoda la silla, mientras respira, profundo, mientras se deja caer, mientras deja de respirar, como la mujer de las imágenes, de la película, de su vida. A lo lejos, se escuchan las sirenas, pasos que suben, golpes en la puerta.

El resto es conocido. Mientras sube las escaleras repite, ya nada importa, ya nada importa. Se repite una y otra vez mientras manipula la cuerda,

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Una noche más

Cuando llegó a la casa, la mujer estiró la mano y exigió el dinero. La niña, callada, vació todo lo que había recaudado esa noche, no dejó nada en la bolsa. Sin mirar a su madre, caminó hacia el baño y, con la puerta cerrada, se desnudo, lentamente tiró de la pequeña falda roja, el peto rojo, las medias rojas, el corpiño rojo y las pequeñas bragas rojas. Se desprendió de todo. Ya no quería, ya no soportaba ser, todas las noches, la Caperucita Roja.

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{ catálogo de absurdos }

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El Huevo Frito

Lo más fácil y rápido de preparar, en aquellos momentos en que el hambre arrecia, es el siempre bien ponderado, huevo frito. Este plato, o paila, como también es conocida, tiene algunos secretos útiles de conocer. Creo que también es bueno saber qué contiene un huevo, así sabrá que es lo que va a comer. El huevo tiene forma elipsoidal y se compone principalmente de cáscara, fárfara, clara y yema. La fárfara es la telilla que tiene el huevo por la parte interior de la cáscara. La clara es materia albuminoidea, líquida y transparente, que rodea la yema del huevo. La yema es la parte central del huevo, de color amarillo, se halla en ella el embrión y está rodeada de clara y ésta, a su vez, de fárfara y cáscara. Con estos antecedentes podemos, entonces, comenzar la preparación: –El primer paso para cocinar un huevo, y que éste [ 124 ]

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quede frito, es tener un huevo que no esté frito, es decir, crudo. Además, una paila o recipiente, cultural y socialmente aceptado, para poder cocinar el mentado huevo.

que le puede provocar alguna enfermedad en el riñón, además si la persona es hipertensa, no es recomendable el exceso de sal.

–Como segundo paso, podemos señalar que se debe encender la cocina, fogón o cualquier cosa que permita cocinar. Inmediatamente, agréguele un poco de aceite, mantequilla o agua a la paila, porque de esa forma no se pegará el huevo, y luego, póngala sobre el fuego. Es recomendable que al colocar la paila al fuego, lo haga con la mano derecha, porque pareciera que esta mano supiera lo que hace. Así, con la otra mano (la izquierda para aquellos que no lo saben), se toma el huevo; y casi al mismo tiempo, se debe soltar la paila que sostiene la mano derecha, para poder ayudar a la mano izquierda a romper el huevo y dejar caer su contenido dentro de la paila. Se debe procurar botar las cáscaras del huevo en el tarro de basura, ya que los desperdicios atraerán la atención de las moscas.

–Finalmente, cuando la yema tome un color dorado y la clara esté absolutamente blanca, sabremos en ese momento que el huevo está totalmente cocido. Entonces, se debe apagar el fuego de la cocina, o retirar la paila si se trata de un fogón, póngala sobre un plato o viértala en un recipiente, y con un trozo de pan, puede disfrutar del rico huevo frito.

–A esas alturas de la tarea, tendremos las dos manos vacías, por lo tanto, con la mano derecha se debe tomar la paila, se recomienda que se haga con un paño o guante para no quemarse. Con la otra mano, tomar una cuchara grande y bañar el huevo del líquido en el cual se fríe (aceite, mantequilla, agua, etc.), constantemente, eso ayudará a la cocción. Se recomienda agregar sal, a gusto. No se exceda en esa sustancia cristalina constituida por el cloruro de sodio, que abunda en las aguas del mar y que se halla también en masas sólidas en el seno de la tierra, y que se obtiene por la evaporación del agua, ya

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Nota: No haga caso de aquellos dichos que dicen relación al excesivo consumo de huevo y el comportamiento.

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Hacer la cama

El primer requisito que existe para hacer una cama, es tener una cama. Luego, la cama debe estar deshecha. Un punto muy importante, uno no debe estar acostado, de lo contrario la labor se dificultará mucho. Una vez que se tiene la cama, que ella está deshecha y uno no está acostado en esta, se deben seguir los siguientes pasos: 1) Retirar todo lo que esté sobre la cama, excepto el colchón. Un lugar en dónde depositar las cosas que estaban sobre la cama, es optativo, queda a criterio de cada persona. 2) Colocar las sábanas sobre el colchón y estirarla en cada punta de la cama hasta que esta quede totalmente estirada. En la ejecución de este paso se debe tener la precaución de que las puntas no se salgan del lado contrario al estirarla. Si así ocurriera, se recomienda comenzar desde el principio, ya que, de lo contrario, la cama quedará deshecha. [ 128 ]

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3) Una vez puestas y estiradas las sábanas se colocan las frazadas, colchas o afines. Estos elementos se encuentran en varios tamaños, por lo tanto, según el porte será la forma de acomodarlos.

Lavarse la cara

4) Cuando se tenga las sábanas y las frazadas puestas y estiradas en la cama, se recomienda mirarla y recordar todas las cosas que se hacen en ella, además de imaginar otras, de lo contrario, se puede llegar a la conclusión que el hacer la cama es una tarea inútil. 5) El paso que sigue a la meditación, es colocar el cubrecama, colcha o cualquier atuendo pertinente y socialmente aceptado. Una de las precauciones que se deben tener en cuenta al dar este paso, es que como todas las demás prendas de vestir una cama, ésta también debe quedar estirada. Además, cada cubrecamas trae sus propias instrucciones; si tiene dibujitos, flores, etc., estos deben quedar de una posición; si trae vuelitos, estos deben caer de una forma. Para el que no tenga experiencia suficiente de hacer camas, recomiendo seguir las instrucciones que traen estos cubrecamas o colchas. Sólo el tiempo le dirá que es lo mejor. 6) Una vez realizados todos los pasos antes nombrados, tendremos una cama lista y dispuesta para cualquier cosa que usted halla imaginado durante el momento de hacerla. 7) Como última recomendación, tenga la precaución de no desarmarla, pues, de lo contrario, tendrá que volver hacerla.

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Lavarse la cara durante la mañana o a cualquier otra hora, requiere de algunas aclaraciones y reforzamientos. La idea es poder desarrollar de la mejor forma esta acción que nos mantiene la cara limpia y aseada. Partamos con el agua, este es uno de los elementos más importantes en esta labor, ya que sin ella, no podemos limpiar la suciedad de nuestro rostro, por lo tanto, si no tiene agua deberá utilizar un componente similar para dichos fines, por ejemplo, jabón líquido, agua mineral con gas o sin gas. Tampoco podrá usar cualquier producto, ya que estos pueden tener sustancias dañinas para su cara. O poseer azúcar, cosa que podría dar pie a las hormigas y a las moscas, para que se alojen en su rostro. Las hormigas, aprovecharían la noche y mientras usted duerme invadirían su piel carcomiendo las mejillas, succionándole los ojos, mordiendo los labios. Vendrían de a una primero, la vanguardia y luego llegarían las otras, cientos, miles cubriéndole el rostro, impidiendo respirar mirar [ 131 ]


y hablar. Por otro lado las moscas, estas lo perseguirían por todas partes, no lo dejarían tranquilo, en su casa, en la oficina, en el auto, se colarían por las rendijas, romperían los límites y junto a las hormigas cubriéndole la cara, no podría vivir. Es por eso que el agua es imprescindible para lavarse la cara. Las manos son otro de los componentes importantes, reconocerlas y focalizar nuestras energías en esas extremidades tan particulares que poseemos y observar la cantidad de cosas que hacemos con ellas, que las llevamos a todas partes, que no nos separamos de ellas y por eso debemos limpiarlas, antes de lavarnos la cara. Por ejemplo, a cuantas personas le damos la mano, cuantas puertas tocamos durante nuestra vida, cuantas monedas y billetes manipulamos diariamente llenas de gérmenes e infecciones. Cuando somos capaces de reconocerlas, podemos usarlas libremente y tomar conciencia de lo útil que es llevarlas y lavarlas. Una vez aclarados los puntos anteriores, podemos comenzar a explicar el lavado de la cara. Primero, damos el agua de la llave, colocamos nuestras manos con las palmas hacia arriba, es decir, que el chorro de agua caiga libremente sobre ellas. Debemos procurar no abrir demasiado los dedos porque de lo contrario el líquido se filtrará demasiado rápido. El ideal es que coloquemos las manos con los dedos juntos en forma de cántaro, así, se acumulará el agua, permitiendo humedecer con facilidad nuestra cara. Luego acerque a este sus manos y lance inmediatamente el agua y cierre los ojos y sienta como se moja su cara y el líquido escurre por sus meji-

llas por su nariz por la pera y vuelva a repetir la acción, otra vez y otra y otra y nuevamente va a sentir como el líquido invade todo gota a gota la frente los ojos la nariz la boca todo, hasta que usted considere que su rostro está limpio. Puede aplicar jabón antes de mojarse, eso, es absolutamente opcional.

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Lavarse los dientes

Dentro de las distintas prácticas que hemos ido incorporando a lo largo de la historia, tenemos el lavado bucal. Este ejercicio se práctica desde finales del siglo XVIII, en una gran cantidad de culturas en Occidente. Es tan importante en algunas, que existe toda una industria al respecto, es decir, en torno a una práctica de salud personal, se ha ido creando la comercialización de distintos utensilios y mecanismos para el uso del lavado de los dientes. Para ejercer esta práctica se debe contar con los siguientes requisitos: a) Al momento de realizar el lavado bucal se debe procurar estar en posesión de una dentadura (se recomienda que sea propia); b) Tener un cepillo dental; c) Y querer lavarse los dientes;

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Para comenzar debemos seguir los siguientes pasos: 1) Frente al espejo del baño mirarse fijamente a los ojos y preguntarse por todas aquellas cosas que uno no se pregunta en la cocina, en el dormitorio, en el comedor, por ejemplo, ¿las hormigas se lavaran los dientes?, o, ¿será cierto que tengo una oreja más grande que la otra? Esto nos permitirá una mejor concentración al momento del cepillado; 2) Antes de tomar el cepillo de dientes y cepillarse, se debe destapar la pasta de dientes, y según la ansiedad de cada individuo, se aprieta desde atrás, o desde el medio del tubo de pasta;

6) Enjuagar la boca cada vez que esta se llene de espuma dental, procurando botar hacia adelante el líquido cremoso; 7) Una vez expulsado el enjuague, volver a cepillar, pero esta vez revertir el cepillado, es decir, si primero se cepillaron los molares, ahora se debe cepillar los incisivos. Volver a enjuagar la boca; 8) Y por último, mirarse al espejo y mostrar toda la dentadura, es decir abrir toda la boca y si no se tiene espejo, usar la imaginación y creer que todo está bien;

3) Luego, con la mano derecha, se toma el cepillo y sobre las cerdas o pelitos, se esparce la pasta, la cantidad es al gusto de cada sujeto; 4) Una vez esparcida la pasta sobre el cepillo, mirarse en el espejo y abrir la boca mostrándose los dientes en todo su esplendor. Con esto uno visualiza las distintas zonas que serán cepilladas; 5) El quinto paso será cepillarse. Esta es la parte más importante de la actividad, así es que la técnica es relevante, por ejemplo, la técnica francesa nos dice que el cepillo debe recorrer los dientes superiores desde atrás hacia delante, para luego pasar a los molares. La técnica alemana nos dice que deben ser los molares los primeros que sean cepillados, ya que son ellos los que realizan el mayor trabajo en el proceso de masticación. Es por eso que la técnica debe ser abordada en forma responsable;

Nota: Tratar de no probar bocado en las horas siguientes, así no se vuelve a tan engorrosa actividad.

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{ Ă­ndice }

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Índice

Prólogo /11 COTIDIANOS Era un exceso /15 Confesiones de un suicidio /17 La pesadilla del personaje /19 El escritor /23 Silencio en la casa /25 Ruidos en la casa /27 Ruidos en la casa: segunda parte /31 El plan /33 El punto G /35 Mi polola /39 Pensamiento abstracto /45 El sueño /47 La familia /49 Me gustan las gordas /51 Era como una sombra /55 [ 140 ]

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El beso /57 No era difícil /59 Los amigos /61 La esperanza /63 Contradicciones /65 Conversación / 67 El sombrerero /69 La entrevista /73 Mi mejor lunes /77 Los visitadores médicos /83 Difícil salida /87 La rutina /91 Se acabó la sal /93 La agenda /95 Lulú /99 Solo /101 Feliz cumpleaños /103 Una noche más /122 CATÁLOGO DE ABSURDOS El huevo frito /125 Hacer la cama /129 Lavarse la cara /131 Lavarse los dientes /135

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C O L O F Ó N Un libro es más que un objeto, es todo un mundo. Este libro se terminó de imprimir en los talleres de la imprenta GSR en Valparaíso. En el interior se utilizarón las fuentes Garamond, Georgia y Minion Pro, sobre papel bond ahuesado de 80 gramos. La portada fue impresa en couché de 300 gramos, termolaminado opaco. Se imprimieron 300 ejemplares.

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