La fabulosa historia de Anémona y Durazno

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La fabulosa historia de Anémona y Durazno Citlaly Aguilar


ALAS Y RAÍCES

La fabulosa historia de Anémona y Durazno Obra ganadora de la segunda emisión de la convocatoria “Publicación Literaria Infantil y Juvenil 2020”

© Texto: Citlaly Aguilar Sánchez © Ilustraciones: Jael Cristina Alvarado Jáquez © De esta edición: Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde” Zacatecas, 2020 ISBN: 978-607-8743-28-5

Edición: Paradoja Editores Diseño editorial: Hesby Martínez Díaz Diseño de portada: Rubén Luna


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uando nací, el mundo ya estaba así y no quise preguntar por qué. Seguro que había buenas explicaciones, pero no necesitaba saberlas. Todo lucía tan lógico y bien construido que era innecesaria una justificación. Desde que recuerdo uso sombrero, blusa y pantalón. Cuando nací ya tenía nariz, ojos, boca, manos, pies... Nunca me pregunté quién me los puso. A corta edad me enteré de que el mundo alguna vez fue plano, con un ancho y oscuro abismo debajo. Que alguna vez una tortuga lo sostenía y que cuando se cansó, enseguida lo hizo un joven llamado Atlas. Pobre, ojalá alguien le hubiera ayudado de vez en cuando. Después de eso, el mundo fue un cubo y los barcos, en la orilla del mar, resbalaban sobre uno de sus costados manteniendo una postura vertical para luego caer al abismo.

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No quise averiguar por qué ahora es redondo, porque nunca estuve satisfecha con las historias tal cual las contaban los demás, siempre preferí hacer yo mis propias versiones de todo. Así que supuse que algún gigante pulió todas y cada una de las esquinas del enorme cubo, hasta que logró hacerlo una pelota... Alguna vez me pregunté cómo es que los barcos hacen ahora para dar la vuelta al mundo sin caer al abismo... pero creo que no me lo pregunté en voz alta porque jamás me respondí. Cuando nací, el Sol y la Luna ya estaban donde están en su respectivo horario, pero la Luna siempre me pareció un misterio del que me costaba trabajo crear una narración especial: ¿de verdad era de queso?, ¿o una piedra que alguien aventó y se quedó pegada en esa pasta negra encima?

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Me gustaba más pensar que era el ojo de algún animal desconocido y que dormía todo el día y por la noche despertaba para vigilarnos. Me gustaba imaginar que el otro ojo estaba a una distancia que no podemos ver, pero que a su vez observa la noche de otro planeta. Pero no me parecía una explicación demasiado buena. La verdad es que nunca me han importado mucho las verdaderas respuestas acerca de mí o del mundo. Así que cuando supe que alguien llegó a la Luna, me propuse también ir yo para así tener más historias que contarme.

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na tarde, de esas en las que parece escurrir mermelada de frutas rojas, amarillas y azules entre las nubes, mientras Eneta, mi mascota que no es una caja, me observaba con admiración ajustar los últimos detalles de mi nave espacial, sonó el teléfono, una, dos, tres veces. Del otro lado, una voz misteriosa me preguntó si yo era la que vivía en la casa amarilla con el árbol negro y tenebroso. Respondí afirmativamente y entonces concluyó diciendo “voy para allá”. Quedé en silencio unos segundos y enseguida reanudé mi labor en la nave. –Está quedando perfecta, ¿no crees, Eneta? –pregunté, pero Eneta nunca habla. No es que sea muda, yo creo que tiene un lenguaje que yo aún no comprendo y que se basa en esos repetidos y espesos silencios prolongados. Sin embargo, creo que nos comunicamos, creo que siempre sé lo que necesita o está pensando y entonces, como por arte de magia, sé cuándo quiere que la cambie de lugar para que no le dé el sol en la cara o para jugar a ver cómo pasan las motas de polvo que flotan por toda la casa. 13


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La nave estaba casi lista cuando de repente alguien tocó la puerta. Me detuve unos segundos. Fui directo hacia la puerta y abrí: era ella. Era pequeña y tenía los ojos más grandes y redondos que jamás haya visto y una boca chiquita. Me saludó con la sonrisa más brillante de la habitación y me partió la cara con una igual. Dijo hola y entró en la casa. Veía fascinada las paredes azules y las lámparas de globo que colgaban del techo nublado. Usaba un vestido verde con flores amarillas que parecían haberse derretido. Usaba unas botas rojas de plástico y gafas oscuras. Llevaba un broche dorado en forma de estrella en el cabello y brillaba. Se sentó en mi sofá y me vio fijamente. –Hola, Anémona –dijo y yo no supe qué decir–. Vine a conocer tu casa y tu árbol negro. –Me explicó, y entonces estuvimos unos instantes calladas observándonos con extrañeza, como se ven dos personas que sospechan una de la otra. 15


–Estoy construyendo una nave espacial, ¿quieres verla? –Le dije minutos más tarde, y ella, verde flotante, emocionada aceptó. Mientras le mostraba mi creación: cabina, turbinas, motor, le confesé que mi único deseo era ir a la Luna y que llevaba toda la vida en la construcción de esa nave metálica y cromada. Le conté de las ocasiones fallidas, de cuando amarrada a miles de pájaros blancos, en medio de la noche, los dirigí hacia el cielo y cómo un avión había cortado los hilos. De cómo intenté llegar al satélite lunar con una catapulta de árboles o del largo lazo que até a un cráter por medio de una flecha y que luego se rompió con otro avión... Le confesé cómo odio los aviones por arruinar siempre mis planes. Entonces ella, que había estado callada y atenta escuchando mis historias, elevó su mano derecha hacia mí, yo choqué con ella mi izquierda. ¡Oh, maravillosa ayuda! En pocos días ambas estábamos ya en la Luna.

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urazno y yo solíamos ir a la Luna con frecuencia. Resistimos varias lluvias de astronautas, tormentas de cascos y botas, naves que cruzaban entre estrellas rocosas e invadían el lugar. Podíamos pasar horas y horas contando cráteres y poniéndoles nombres: Brontë, Shelley, Plath, Sexton, Woolf… por supuesto que a uno le puse Eneta, en honor a mi mascota. Lo mejor ocurría cuando caminábamos hacia el lado oscuro, donde ella siempre me tomaba de la mano por temor a tropezar o perderse, y entonces, en la más espesa negrura, íbamos experimentando con los pies diversas sensaciones: a veces era crujiente, a veces suave, a veces ardiente... nunca se sabía sobre qué caminábamos. Pero a Durazno lo que realmente le gustaba hacer era pasar mucho tiempo abrazada del árbol negro en mi jardín...

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Podía estar ahí calmada, con los ojos cerrados durante toda la tarde sin decir nada, simplemente aferrada al grueso tronco hasta que dejaba de verlo en la oscuridad de la noche; entonces, temerosa entraba a casa, somnolienta, nos daba un beso en la mejilla a Eneta y a mí y desaparecía tras la puerta. Al día siguiente regresaba desde temprano. Al principio solía acompañarme a la Luna todos los días, pero poco a poco fue prefiriendo quedarse en el jardín, abrazada al árbol. –¿Para qué ir a la Luna si aquí se está mejor? –decía cuando yo le preguntaba si quería ir conmigo. De repente me sentí como una astronauta perdida en el espacio, contemplando su nave encajada en la tierra... Mi nave estaba ahí, en casa, adormilada entre un montón de polvo, oxidándose.

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Una jugosa mañana, antes de que el sol sacara su redonda cara de la tierra, suspicaz, me decidí a arrancar el negro árbol del jardín y así hacer que Durazno, que se había convertido en mi mejor amiga, estuviera más tiempo conmigo. Cavé y cavé y finalmente lo logré. Pasó el medio día con sus rechinidos feroces, pasó la tarde, pasó la noche y Durazno no apareció. Me pregunté si acaso había visto mi fechoría o si, entonces, ya no le interesaba más ir a mi casa ahora que no podía ver al gran árbol. Pasaron los días y Durazno no aparecía y yo no tenía ni una ligera idea de dónde buscarla o encontrarla. Sentí una hoja seca caer de mi cuerpo.

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Apareció una noche lluviosa. Ella llegó mojada y con la cara triste. –Anémona, extraño al árbol de tu jardín y no me gusta extrañar –me dijo con los ojos caídos, con los párpados pintados de color índigo. –¿Qué extrañas de ese árbol? No lo comprendo –pregunté. –Tuve un gato negro hace algún tiempo, un gato hermoso y esponjado, un gato llamado Ricardo Ricardoso. Era brilloso y ronroneaba canciones que me ayudaban a dormir. Pero un día desapareció. Lo busqué por todas partes, debajo de la cama, monstruos encontré, lágrimas derramé y no lo hallé.Ya no podía dormir. Un día, mientras caminaba cerca de tu casa, Anémona, lo vi trepado en el árbol, apenas era perceptible porque al ser del mismo color se confundían. Intenté que regresara conmigo, cociné galletas para él, pero no tuve éxito. Si observaba con cuidado, antes del anochecer, podía ver a Ricardo Ricardoso pegado a su árbol, esponjado y brilloso. En realidad, Anémona, no venía a abrazar a tu árbol, sino a mi gato. 23


Pobre de Durazno, cuánto sufría por ese gato.Y esta pobre Anémona cuánto sufrió porque ese pequeño animal negro bajara del árbol inexistente en ese instante y se pegara a los brazos de Durazno, sintiera la respiración tibia subir y bajar de su nariz, oyera el latido de su corazón en el pecho, tomara leche en un platón hondo y blanco, mojara los bigotes, tuviera los dedos de Durazno sobre la espalda peluda, en las picudas orejas y cerrara los ojos viendo los ojos de Durazno... Qué suerte tenía ese gato de que Durazno lo quisiera tanto y qué tonto había sido al preferir un simple árbol. Lo cierto es que ahora ni gato ni árbol había. Seguro que huyó al sentir que el árbol era arrancado de la Tierra… Durazno estaba triste y parecía que no había nada que la reanimara. El gato había desaparecido junto con el árbol y no había manera de recuperarlo.

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a nariz de Durazno comenzó por hacerse cada vez más triángulo. Rígida y seca. Sus ojos parecían perder la redondez. La tristeza estaba invadiéndola en un terrible combate y parecía no interesarle nada. –¿Qué puedo hacer para compensarte? –pregunté una y otra vez, pero Durazno muda sólo levantaba los hombros desinteresada. Eneta, quieta y en silencio, nos observaba confundida. Entonces hube de consultar al sabio OkaOka. OkaOka me recibió en su oficina. Lucía un elegante traje negro. Le pregunté cómo podía compensar a Durazno, si era prudente comprarle un nuevo gato, pues no se me ocurría nada mejor. OkaOka exclamó un no rotundo entre su pico de pájaro. –Debeís explicarle la magnitud de las cosas. Gato negro no es magno. ¿Qué es algo verdaderamente magno magnífico, señorita Anémona? Lo magnífico reparará cualquier gatotristeza. 27


Sin entender por completo el consejo de OkaOka, salí de su oficina, reflexiva... Afuera, todo parecía normal: autos, edificios, gente, árboles, todo normal, nada magnífico. ¿Qué era algo magno magnífico? Llegué a casa y vi a Durazno tirada en la alfombra, derritiéndose; tenía una mano en la parte superior de Eneta, como intentando acariciarla. La levanté como pude y la llevé a la habitación, la coloqué sobre la cama. A un lado, la ventana estaba abierta y dejaba entrar la espesura del cielo y las nubes. Durazno parecía no tener nada en los ojos, su mirada era extraña y fija, como la de un ciego, parecía no ver nada.

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Y entonces tuve una idea: –¿Sabes qué es magno magnífico? –pregunté, pero ella, casi indiferente no respondió–. El cielo, Durazno, observa el cielo, hace muchos años era blanco, como un mar de leche y las nubes no se distinguían. La primera persona que vio una nube se sorprendió tanto que su boca quedó hecha una línea curva para siempre... entonces, la gente quiso ver las nubes y por ello tuvieron la genial idea de pintar el cielo de otro color. ¿Sabes cuántos litros de pintura azul se necesitaron para pintarlo? Mil quinientos ochenta y uno. Además, no es cualquier pintura, se tuvieron que poner a remojar ciento treinta y un mil setenta y dos pájaros africanos llamados Kikipots, pues son los únicos que tienen ese exacto color. Se pusieron a remojar en el mar Atlántico y cuando el agua se tiñó, un millón de hombres y mujeres voluntarios de todos los países del mundo subían y bajaban escaleras con brochas de todos los tamaños, pintando y retocando el cielo...

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–¿Pero a quién se le ocurrió la idea de pintar el cielo de ese color? –Mmmm, pues en un principio, un hombre al que le llamaban Óxfard, pero que en realidad se llamaba José. Quería que fuese de color violeta, debido a su extraña adicción a comer violetas, pero muchos acertaron en descartar la idea por temor a que en algún momento Óxfard quisiera comerse el cielo. Entonces, cuenta la leyenda que pasó volando una parvada de Kikipots y fue entonces cuando se decidió que era el color adecuado. Sin embargo, desde entonces, es difícil ver volar un Kikipot, pues no se diferencia una cosa de la otra. –Entonces, ¿es posible que en este instante estén volando uno o varios Kikipots y no los podamos ver? –Claro, y si alguna vez puedes ver uno será un presagio de que el cielo se está decolorando. –Concluí y entonces pude ver en los ojos de Durazno un pequeño signo de exclamación, un respiro, la pequeña punta del brillo de una estrella.

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urazno comenzó a recuperarse poco a poco. La gatotristeza comenzaba a esfumarse, pero siempre antes de dormir tenía que explicarle el porqué de las cosas, de cómo se habían creado. –Anémona, ¿por qué la tierra es redonda? –Antes era un cubo, pero el gigante Renox la pulió de las esquinas y, después de varios días, redonda quedó. Jugó con ella durante un tiempo, luego se aburrió y la arrojó hacia el espacio donde quedó suspendida... –Anémona, ¿cómo se forman las manchas de las vacas, de las jirafas, de las cebras, de los tigres?

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–Verás Durazno, así como hay pintores que se dedican a recrear paisajes o retratos, los hay también especializados en pintar manchas de animales. Tienen su universidad en un lugar profundo de la jungla brasileña. Les enseñan la compleja técnica de los animales rayados. No te imaginas, Durazno, lo difícil que es eso; es una geometría difícil. Cada línea tiene cierto grosor y ancho, un milímetro de más y podrías convertir un tigre en puma...

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urazno cada día se mostraba más alegre. Sus ojos de piña volvieron a brillar y había empezado a crecerle en la cabeza la idea de cocinar... Pasaba hora tras hora metida en la cocina, platicando con cucharas y tenedores, batiendo harina con huevos, probando leche y jugos exóticos. Pero todo lo que lograba cocinar eran galletas con chispas de chocolate. Espagueti, mantecados, pastel, pollo... todo lo que pasaba por sus manos se convertía en galletas y eso la frustraba. La veía mezclar brócolis, queso, chantillí y al final, cuando el horno indicaba con su aguda campanilla que era hora de abrir la compuerta, galletas con chispas de chocolate salían. Durazno veía las galletas con un gesto de extrañeza, revisaba sus apuntes en el libro de cocina, repasaba ingrediente por ingrediente para la preparación de alguna ensalada o pastel, pero del horno sólo salían galletas con chispas de chocolate. 37


Y yo no podía dejar de comerlas. Las galletas me veían y me coqueteaban con sus cejitas, me decían: cómeme, cómeme, cómeme.Y yo, hipnotizada por el dulce olor de esas ingratas, obedecía calladamente. Eneta, que nunca come nada, me veía con desapruebo. Juro que traté de parar. Un día dije “ni una más”, pero volvían a coquetearme insistentosas, irresistiblosas, chisposas y chocolatosas. Era imposible escapar de su sabor.

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Entonces comencé a inflamarme. Cada vez más redonda me hacía, cada vez más pesada, cada vez más enorme. Durazno no prestaba mucha atención porque se concentraba fuerte en nuevas recetas, aunque al final terminara por hacer siempre lo mismo; su empeño era cada día más intenso. Eneta, cada vez más callada, no dejaba de desaprobar mi enormidad.

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Un jueves, después de comer un par de galletas, noté que ya no cabía en la casa, mis manos y mis piernas estaban enormes. Me sentía como se debe sentir algo que se tiene guardado en una caja. Entonces, antes de que el techo colapsara, Durazno reaccionó. Con cara de sorpresa quedó unos segundos observando. No supo qué hacer, simplemente dejó de cocinar. Durante varios días, ella y yo con mi enormidad sacábamos a pasear a Eneta, ella la cargaba en sus brazos mientras yo, como gigante, las seguía, cautelosa de no romper alguna casa o pisar algún coche o perro. Finalmente, un día que llegamos hasta la playa, mientras estaba acostada sobre la arena, escuchando el ronroneo del mar y sintiendo el ardor del sol en la cara, me di cuenta que el océano me quedaba chico, así que decidí que mi nuevo tamaño me gustaba. Durazno estuvo de acuerdo en que me iba bien ser grandota y sigo siendo una gigante desde entonces, aunque las galletas ya no me acechan.

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n día, mientras caminábamos por una calle angosta, vimos a una pareja tomada de la mano, quienes se dieron un beso en los labios.

–Anémona, ¿qué son los besos? No lo entiendo. Todas las personas tienen mejillas, bocas y labios, si hacen contacto con una fruta no se siente lo mismo que cuando hacen contacto con otros labios... ¿por qué? Me gustaría un día dar uno de ésos. Ése era un tema que nunca me había llamado la atención y por primera vez no supe qué decir. Recordé una historia que alguien me había contado alguna vez, hace muchos años, ni siquiera me acordaba bien del todo, pero intenté recuperarla para responder algo a la pregunta de Durazno.

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–Dicen que hay algunos labios que al igual que una fruta no hacen besos. Tienes que encontrar el par de labios que está hecho para los tuyos... porque ¿sabes?, cuando los encuentres y se toquen, de la unión emergerán dos ácidos: el de quien esté del lado izquierdo se llama maril-acetasol-4 y el del lado derecho es el posildelta-8, cuya mezcla da por resultado unas mariposas transparentes que por la boca se introducirán a tu cuerpo y vivirán en tu pecho y en tu estómago, y cada que beses a esa persona las mariposas bailarán adentro de ti...

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–¿Y si no encuentro a los labios correctos? –Pues, hay labios que te darán libélulas o palomas, pero sólo unos, los exactos para ti, lograrán darte mariposas.

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ra un domingo, lo recuerdo bien porque los domingos nos aburríamos mucho, Durazno tenía los ojos en línea recta y el cabello rayado, como recién pintado con un plumón negro, y un pasador de brillantes rojos lo adornaba. Estaba tirada en el piso, parecía una flor que apenas crecía. Yo bajaba la escalera con varios objetos cargados, cuando de repente tropecé. Como pude logré no caer, pero todos los objetos volaron... Con gran astucia Durazno se levantó y logró atrapar todo. Su habilidad nos dejó boquiabiertos a Eneta y a mí.

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Fascinada de destreza, me pidió que le arrojara cuanto objeto fuera posible. Todo cuanto le arrojé lo atrapó: zapatos, discos, botellas, libros, platos... todo lo atrapaba como si tuviera magnetismo. Aun cuando parecía que algún objeto iba hacia un rumbo opuesto al de Durazno, terminaba en sus manos sin explicación alguna. Entonces fue cuando se le ocurrió la brillante idea de inscribirse en un circo. No pasó mucho tiempo para que llegara a la ciudad el Majestuoso Circo de la Media Noche. Eneta y yo acompañamos a Durazno a una demostración, y el encargado del lugar, que se hacía llamar el Mago Mareo, quedó impactado. De inmediato la hizo firmar un contrato y Durazno sin pensarlo accedió.

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Fue una noche muy singular. La Luna, esa que habíamos visitado tantas veces, nos veía con sus dos circulares ojos de cráter como si estuviese congelada, blanca y blanca... Calladas nos tomamos de las manos sin decir nada. Eneta, quieta a lo lejos, brillaba en la oscuridad somnolienta. Me era imposible agregar palabras a un inminente adiós. El circo se iría de gira con Durazno como atracción principal... Cerraría cada espectáculo parada sobre un elefante y duendes le lanzarían objetos diversos y coloridos para que ella los atrapara sin titubear.

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Sonaba maravilloso excepto por la parte en la que ya no la vería más... quizá nunca más. La vi a los ojos una vez más, sin decir nada. Pude ver su alegría y satisfacción y decidí soltar sus manos, no sin antes guardar la hermosa pequeña sonrisa que la caracterizaba en el bolsillo de mi pantalón. No le dije adiós, pero ambas nos despedimos.

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oñé que vivía en una isla: el cielo era de un morado que se podía comer. La boca se me agrandaba con la blandura de tal color; las nubes eran flores margaritas y se deshacían si las tocaba. El mar se abría con tan sólo soplarle. Estaba sola. ¿Dónde estaba Eneta? El mundo había terminado ahí, con una colosal noche morada sobre mí, pegada a mi piel... Había olvidado mi nombre. Me llamaré Azul.Y pájaros cruzaron volando sobre mi cabeza, aves blancas que luego llovieron plumas. Era una isla pequeña con dos árboles comunes en cada extremo y un barco nuevo puesto con cuidado en la orilla, un barco hecho con periódicos viejos. El mar parecía lanzar carcajadas. Su boca era tan grande y ruidosa que, de repente, al cerrar los ojos... todo amarillo. Puntos amarillos. Yo un punto negro perdido en una isla desierta. ¡Que alguien me despierte!

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Pensé en mamá y en su cabello largo y negro. Pensé en mi bicicleta roja de tres llantas. En mi cuarto con una ventana que nunca pude abrir. En mis sábanas que tenían globos de colores. En mi pantalón favorito con un hoyo en la rodilla. En mis primeros lentes de pasta. Comencé a llorar. Desperté un martes 24 de agosto a las tres de la tarde, llorosa. Recordé inmediatamente que nunca tuve una madre de cabello largo y negro, ni bicicleta roja de tres llantas, ni ventana cerrada, ni sábanas de globos, ni pantalón favorito, ni uso lentes... Ese día, en ese sueño, supe lo que es sentir que se pierde a una amiga. Entonces comprendí a Durazno cuando el gato negro desapareció.

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alió en los periódicos: La mujer imán, capaz de atrapar cualquier objeto parada sobre un elefante. Decían que siempre era a quien más le aplaudían. Ni los payasos ni los trapecistas tenían la fama de la chica malabarista. ¿Nunca más volvería a verla? Dolía pensar en eso, pero también era emocionante imaginarla sobre la espalda del gran elefante con su vestido blanco y esponjado, con las mejillas rojas de alegría, haciendo que los niños se asombren y se les caigan palomitas de la boca, que la carpa tiemble de tantos aplausos. Sí, debía estar yéndole muy bien a la dulce Durazno. Sin embargo, un día apareció ante mi puerta.

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Cuando Eneta y yo despertamos la encontramos dormida en el sofá, sin zapatos y con una trompeta pegada en una mano. Después de despertar duró varios días sin decir una palabra y solamente se acercaba a Eneta; llegué a pensar que me había vuelto invisible, pero no, en realidad Durazno estaba molesta, muy muy muy molesta conmigo y aunque le pregunté varias veces qué la tenía así, simplemente me ignoraba. Yo quería saber qué había pasado, por qué había regresado siendo que tenía mucho éxito en el circo y por qué traía una trompeta pegada en la mano.

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Finalmente, así de la nada, Durazno me hizo una pregunta: –¿Es verdad lo de las mariposas? –Supongo que sí, he escuchado esa historia de muchas personas... –Hubiera preferido que me contaras una historia hecha por ti, como las de siempre. En el circo le di un beso al Mago Mareo, y creí que había encontrado esa combinación que me dijiste, la de las mariposas, la de los labios perfectos, pero me dijo que él sólo obtuvo un par de pájaros en el pecho y estómago. Me quedé estupefacta. No supe qué decir.

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–Vaya… creí que si te contaba una historia que parecía verdadera, porque la había escuchado de otros, te ayudaría con tu duda. Pero qué mal que haya resultado falsa. La verdad es que no sé nada de ese tema. Jamás me había puesto a pensar en qué es un beso… Pero ahora que me dices que la historia de las mariposas no es real, lo mejor es que tú crees una explicación mejor. –Pero yo no sé hacer historias como tú. –Aprenderás, sobre ese tema y otros. Durazno sonrió ligeramente, luego una arruga en su frente apareció y gritó sollozando: –¡Tengo una trompeta pegada en la mano!

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no de los duendes del circo arrojó la trompeta hacia Durazno durante su espectáculo y se le quedó pegada en la mano. Ella intentó de todo y no se la podía quitar... No pudo seguir en las funciones así. Por la emoción del regreso de mi amiga no había dado importancia a ese pequeño cambio en su brazo, así que intentamos todos los remedios habidos y por haber, pero nada despegaba la trompeta. Resultaba extraño ver la delgada y fina figura de Durazno andar por aquí y por allá con la trompeta como una extensión de su cuerpo. Ningún vestido le combinaba, ningún peinado, ningún color de sombra en sus párpados, nada. Cada que se veía la mano, su cara se ponía triste triste... pobre Durazno.

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Sin embargo, poco a poco se fue haciendo a la idea de esa nueva parte de su cuerpo. Pronto se compró un listón rojo y lo amarró a la trompeta en señal de hacer las paces, como para darle la bienvenida.

A veces ponía flores en el hueco, a veces metía ahí cosas que quería esconder. Una vez encontré un chocolate. Se podía ver la forma extraña del brazo de Durazno contra la luz de la Luna doradamente brillar... Un día tomó la firme decisión de aprender a tocar la trompeta. Luego de un tiempo, nos tocaba extrañas canciones a Eneta y a mí para dormir. 66


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abes, Anémona?, amé mucho a mi gato, pero después de que desapareció, no he podido amar otra cosa o persona igual... –me confesó ese día Durazno, mientras veía por la ventana cómo cambiaba de color el cielo. –Quisiera saber cómo remediar eso... –suspiró. –Yo tampoco lo sé, Durazno... –confesé. Ella me vio con ojos tristes, los mismos que vi cuando se quedó sin árbol y sin gato. O cuando le confesé que no sabía nada de besos. La Durazno triste estaba otra vez frente a mí y eso no me gustaba. –Pero tú lo sabes todo –dijo cabizbaja. Entonces, más rápido que mi pensamiento, como todo lo que inventaba para ella, como todas esas explicaciones que construí, como ese mundo que solía crear para mí misma, empezaron a fluir mis palabras:

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–Recuerda cómo se sentía estar en la Luna, Durazno –le dije y luego agregué–. ¿Recuerdas que era difícil mantener los pies en el suelo por el efecto de la gravedad? Y que todo era brillante, y cosquilleaban los pies en los cráteres y que nada parecía imposible... ¿Recuerdas? ¿Recuerdas cómo se veían las estrellas cercanas, que casi las podíamos tocar con las puntas de los dedos? Después ya sin brillo y sin cosquillas nos gustaba estar ahí. Quizá puedas intentarlo con Eneta. Anda, Durazno, ama a Eneta recreando las sensaciones que vivimos en la Luna. Pero ella seguía sin entender... Se esforzó enormemente en sentir algo, pero no podía y entonces me di cuenta que Durazno tenía una gran imposibilidad para amar.

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Lo intentó todo el día y, después de superar la frustración, su mirada redonda regresó y con voz chispeante exclamó: –¡Vayamos a la Luna, Anémona! –Era una brillante idea sin duda. Quizá allá arriba lograría sentir aquello de lo que le había hablado... Cerramos los ojos y cuando aterrizamos en la superficie lunar ella seguía igual, sin sentir nada. Ni las estrellas ni los giros planetarios ni la arena del satélite lograban provocarle algo mínimo. Me sentí terriblemente abrumada al saber que nada más podía hacer... –¿Si no logro amar a Eneta? –me preguntó. –Bueno, Eneta te ama, Durazno, de eso no tengas duda.

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Entonces su cara hizo un gesto simpático, me tomó de la mano y me dijo sonriente:

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–Eres mi mejor amiga, Anémona. –Y tú la mía, Durazno.

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Entonces tuve una gran revelación: –La amistad también es una forma de amor, así que me parece que ambas estamos amando. Eneta rugió de alegría y Durazno se dio cuenta que en realidad esa chispa de amor estaba ahí, adentro de ella, un poco dormida. –Ayúdame a sacudirme, Anémona. Yo no entendí muy bien cuál era el propósito, pero comenzamos a sacudirnos como si bailáramos una canción con pulgas.

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–Acabo de recordar que amé a mi gatito Ricardo Ricardoso, pero la tristeza por perderlo ha hecho que mi poder de amar se duerma. Si me sacudo esa tristeza, podré despertarlo de nuevo. Luego de un rato de que ambas estuvimos saltando, abrazó a Eneta y le dijo: –También eres mi mejor amiga. Y entonces, la trompeta se desprendió de su mano. La dejamos ahí en un cráter chiquito, se le puede ver cuando la Luna está en su cuarto menguante. A veces, cuando los gatos maúllan por las noches, la trompeta les responde con una canción desafinada. Deseamos que Ricardo Ricardoso sea uno de esos felinos y que esté escondido por ahí esperando que lo encontremos.Y seguro que lo haremos algún día.

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¡Habíamos logrado sacudir la tristeza de Durazno y su cara brillaba roja! Era el amor que volvía a fluir en sus mejillas, que inundaba todo su cuerpo y que la hacía amar no sólo a Eneta y a mí, sino todo alrededor: el eterno espacio espolvoreado de estrellas y la infinitud del silencio. Al regresar a la Tierra, Durazno bailó durante horas de alegría, tanto que el broche de estrella dorado que usaba se cayó de su cabello, al igual que esta fabulosa historia.

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Alejandra Frausto Guerrero Secretaria de Cultura Jesús Antonio Rodríguez Aguirre Coordinador Nacional de Desarrollo Cultural Infantil Alejandro Tello Cristerna Gobernador Constitucional del Estado de Zacatecas Alfonso Vázquez Sosa Director General Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde” Pablo Torres Corpus Coordinador Administrativo Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde” Alan Ulises Bazavilvazo Gómez Secretario Técnico Xochitl del Carmen Marentes Esquivel Directora de Enseñanza e Investigación del Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde” Martha Arriaga Rodríguez Coordinadora Estatal de Alas y Raíces Zacatecas


Este libro se terminó de imprimir en marzo de 2021 con un tiraje de 1000 ejemplares más sobrantes, en los talleres de Jazare Editorial. El cuidado de la edición estuvo a cargo de

Paradoja Editores.


9 786078 743285


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