Bodas Reales, Bodas patriarcales
Bodas Reales, Bodas Patriarcales.
Análisis Queer de la Boda de los Príncipes de Asturias.
CORAL HERRERA GÓMEZ
Prólogo de Carlos Taibo
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Copyright 漏 2014 Haika Ediciones Autora: Coral Herrera G贸mez Portada: Jorge Morales Carbonell Serie Queer. Volumen II HAIKA EDICIONES ISBN 10: 84-617-0520-3 ISBN-13: 978-84-617-0520-7
DEDICATORIA
A Daniela y a Pablo, que le dieron la vuelta al mito de la madrastra
A Maika, por ser nuestra hada madrina
A la gente que sale a la calle y se inventa otros finales felices.
ÍNDICE
Prólogo
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Introducción
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1. El mito de las bodas por amor
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1.1. Mitos románticos. 1.2. Ritos nupciales.
2. Las bodas reales en televisión
3. La boda de los Príncipes de Asturias 3.1. La dimensión simbólica de la Boda Real… 3.2. La dimensión religiosa de la Boda Real.. 3.3. La dimensión mítica de la Boda… 3.4. La dimensión mediática de la Boda… 3.5. La dimensión sociopolítica y económica.
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4. La Contra-Boda Real
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ANEXOS
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ANEXO I: Discurso de Su Alteza Real El Príncipe Felipe en la Boda Real. ANEXO II: Datos sobre el dispositivo militar y policial de la Boda Real ANEXO III: Datos económicos de la Boda Real. ANEXO IV: Estadísticas sociológicas en torno a la Boda Real.
BIBLIOGRAFÍA
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BIO CORAL HERRERA
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PRÓLOGO
Walter Benjamin escribió que “en el análisis del pequeño momento singular se descubre el cristal del acontecimiento total”. Aunque salta a la vista que la cita en cuestión no se ajusta en plenitud a la materia principal por la que se interesa este libro, que no es en modo alguno un pequeño momento singular, parece que el argumento de Benjamin conserva todo su empaque. Y es que, a través de una aguda reflexión sobre la institución del matrimonio, y sobre su concreción en las bodas reales --en ellas el elixir correspondiente aparece concentrado y en su máxima eficacia--, Coral Herrera nos desvela muchas de las tramas más miserables que acosan hoy en día a una sociedad como la nuestra. La principal de esas tramas la aporta, cómo no, un eficientísimo designio de domesticación de todas las relaciones que bebe del establecimiento de normas de obligado cumplimiento. Estoy pensando al respecto en un acto institucional y formalizado, el del matrimonio, en el que deben participar dos personas de diferente sexo, conforme a las reglas que determinan las desigualdades de género esperables, contraído por sujetos que forman parte de la misma clase, al calor de una promesa de amor eterno y, a menudo, con el correlato, para tantas mujeres, de una condena de por vida en la que se dan cita los trabajos forzados y la esclavitud sexual. Al amparo de esta trama --que se adereza con los mitos esperables: la pareja, la fidelidad, la perdurabilidad-- se cancela el horizonte de todo tipo de transgresión de las reglas del juego, el amor se nos ofrece enlatado y sujeto a interesadísimas leyes, y la sociedad patriarcal y el capital se ven manifiestamente fortalecidos. Si todo lo anterior se revela en la vida cotidiana de muchas personas, lo que corre por detrás adquiere un peso inusitado a través de las bodas singulares, y en particular de las bodas reales a las que presta atención mayor esta obra. Gracias a estas últimas, el sueño se hace realidad en muchos hogares, bien que en la piel de otros. Como bien puede apreciarse, la fórmula correspondiente encuentra savia nueva de la mano de dos maquinarias --la de la literatura y la del cine-- que permiten forjar mitos al cabo catapultados por una tercera: la de la televisión. Esta última otorga un carácter público a las bodas reales, no porque el común de las gentes pueda acceder a ellas, sino porque coloca el acontecimiento en nuestros hogares merced a un ejercicio de calculado e interesado exhibicionismo. Todo aparece, en suma, bien envuelto: nada se halla fuera de control en escenarios marcados por la innegable belleza, por el atractivo, de los lugares y las ceremonias. Sólo el Vaticano, con ocasión de la elección de los nuevos papas, parece competir con ventaja, en este terreno, con las bodas reales. Pero Coral Herrera retrata también con sagacidad una trastienda que merece atención. En ella se dan cita la idealización del amor y del sexo, emplazados por encima de todo, en un ejercicio que se encamina a ocultar las miserias de la política y de la economía, que arrincona llamativamente lo
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colectivo en provecho de la vida individual y que alimenta un sueño, el de poder ser como ellos, como Felipe y Letizia, que incapacita para procurar ser distinto de ellos. Bien es cierto que hay otra trastienda: la que se traduce en una obscena defensa de instituciones como la monarquía --beneficiada de siempre de una franca censura ocultatoria--, la Iglesia, las fuerzas armadas o los poderes económicos. Para apuntalar todo ello no se duda en gastar sumas ingentes orientadas a garantizar el boato de la ceremonia y a proteger ésta con un formidable aparato de seguridad, de la mano de un despilfarro que produce, o debiera producir, sonrojo. Para que nada falte, en fin, el regalo aparece envuelto, entre nosotros, con una parafernalia, la de la “marca España”, que en una de sus dimensiones omnipresentes obedece al propósito de procurar que olvidemos nuestros problemas de cada día y concentremos nuestras ilusiones en la contemplación de la vida de quienes no tienen problema alguno. Si la frase de Walter Benjamin que encabeza este prólogo tiene sentido aquí --que lo tiene--, ello es así por cuanto el texto de Coral Herrera arrastra virtudes nada despreciables: proporciona un estudio prolijo del matrimonio y de los ritos que lo acompañan, aporta una sugerente aplicación de conocimientos de la mano de lo ocurrido al calor de la boda de Felipe de Borbón y Letizia Ortiz --y de otras, como la de Grace Kelly y Rainiero, o como la odisea protagonizada por Carlos de Inglaterra, Diana de Gales y Camilla Parker Bowles--, desvela lo que muchos no ven en absoluto, y lo que tantos otros ven pero no aciertan a procesar y racionalizar, y obliga a repensar, en fin, muchos de los elementos de nuestra vida cotidiana, de nuestras relaciones, que nos parecen tranquilamente normales. Creo firmemente que en mi voluntad de identificar estas muchas virtudes, y en mi deseo de dejar claro que ha aprendido mucho leyendo el libro de Coral, no ha pesado apenas la condición del autor de estas líneas, alguien que nunca se ha casado y que a lo largo de su vida ha acudido, más bien a regañadientes, a un par de bodas anodinas.
Carlos Taibo
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INTRODUCCIÓN
“Y vivieron felices y comieron perdices”. Es el final de muchas historias que acaban en boda, un final rotundo que no deja imaginar otros finales. Ni tampoco otras felicidades. Lo romántico es político: el amor es una construcción cultural atravesada por la misma ideología capitalista y patriarcal que el resto de las construcciones humanas en las que vivimos y nos relacionamos en las sociedades posmodernas. Nuestra economía, nuestras leyes, nuestras religiones, nuestra ciencia, nuestras cosmovisiones e imaginarios están construidas desde esta ideología que también atraviesa nuestro erotismo, sexualidad, sentimientos y emociones. El mito de la boda por amor es un fenómeno muy reciente, pues hasta el siglo XIX el matrimonio y los sentimientos no tenían nada que ver. El matrimonio era cosa de príncipes y princesas, de marqueses y marquesas… era un contrato económico que firmaban las familias nobles para el traspaso de patrimonios o para la configuración de estrategias geopolíticas. Los poderosos se anexaban territorios o unían sus recursos para acumular más poder, y sus bodas eran espectáculos para entretener al pueblo con un derroche de lujo y belleza. De paso, las bodas servían para legitimar la monarquía y ensalzar el poder de una pequeña corte de gente poderosa. No es hasta que estalla la primavera del Romanticismo que la gente empieza a querer casarse por amor. Hollywood se encargó de todo lo demás: sus happy ends globalizaron la utopía romántica posmoderna gracias al desarrollo de las tecnologías de la comunicación. Hoy el romanticismo patriarcal se consume a diario en cualquier rincón del mundo. Esta utopía emocional colectiva está basada en la filosofía del sálvese quien pueda. El amor romántico del siglo XXI es hijo del romanticismo burgués que nunca quiso cambiar nada y se perdió en ensoñaciones fantasiosas. El amor romántico se convirtió así en un potente anestesiante social y en una herramienta para sustituir las utopías colectivas por los paraísos individuales en los que cada cual se salva de sus miserias, aburrimientos e insatisfacciones a través de la poesía del amor. Este paraíso romántico tiene unas consecuencias políticas y económicas porque es una meta alrededor de la cual nos organizamos social, sexual y afectivamente de dos en dos. El dúo perfecto sublimado en la cultura occidental está basado en el régimen heterosexual: las parejas han de ser diferentes pero complementarias, orientadas hacia la producción y la reproducción, unidas para siempre en felices y frágiles monogamias. Los mitos románticos nos ofrecen modelos a seguir y personajes ejemplares a los que idolatrar. A través de los cuentos que nos cuentan, el
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sistema nos transmite ideas, metas, valores patriarcales. Los mitos sirvieron para explicar el mundo antes de inventar la Ciencia moderna; son mapas emocionales, guías para aprender a relacionarnos con el mundo, para asumir las estructuras tradicionales y para perpetuar el orden de las cosas. Las historias basadas en el esquema chica-conoce-chico- que-correaventuras no sirven solo para entretenernos. Sirven también para que nos identifiquemos con la chica o con el chico, y a través de ella o de él aprendamos las cosas básicas sobre el amor: que el amor verdadero y puro nunca muere, que tu media naranja aparecerá algún día por sorpresa, que el amor siempre ha de ser exclusivo, que tener celos es una muestra de amor, que los que más se pelean más se desean… Aprendemos a amar en la cultura, amamos patriarcalmente. La magia del amor invisibiliza la dimensión política y económica del amor: en un mundo basado en las relaciones interesadas, el egoísmo, la avaricia de la acumulación, la posesividad y el privilegio, las relaciones de hoy en día no están basadas en el concepto del amor como un fin para disfrutar, sino como un medio para alcanzar otras metas: felicidad, estabilidad, armonía, ayuda, autorrealización personal. En esta época del “amesé quién pueda”, los finales felices se han convertido en metas sociales. El romanticismo patriarcal ha contribuido al proceso de homogeneización cultural que nos ha impuesto un modelo de amor a la vez que anulaba la diversidad de culturas amorosas que existen en nuestro planeta. Otras formas de quererse y de desear han sido invisibilizadas, prohibidas, condenadas por un sistema que sólo permite los dúos y que impone su tiranía de “la normalidad” y la “naturalidad”, ambos conceptos con multitud de significados según la época histórica o la zona del planeta en la que estemos. En la televisión sólo nos cuentan historias de amor heterosexual con personajes que desean ser salvados de sí mismos. Suelen ser protagonistas solitarios que establecen relaciones con otra persona desde la necesidad y el egoísmo. Por eso la gente al imitar este modelo construye relaciones desiguales, insanas y de dependencia mutua que en nada se parecen al romanticismo mitificado que nos venden las industrias culturales. El amor romántico está de moda y todo el mundo se ha creído el cuento de que nacimos para encontrarnos con nuestra media naranja, o para encajar a la perfección en el zapatito de princesa como la Cencienta. El mito de la Cencienta es tan potente, sin duda, porque nos cuenta la historia de una plebeya infeliz que estaba explotada en su propio hogar limpiando la chimenea. Un muchacha joven y sana que estaba triste por el mal trato que sufría por las envidias de las hermanastras y la madrastra. Cenicienta nunca pensó en rebelarse, ni tampoco ideó un plan para escapar de esa situación, como haría cualquier chica de hoy en día. No se fue de casa, no
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buscó trabajo, no alquiló con las amigas un apartamento para vivir juntas, no se puso a estudiar o a formarse para salir de la precariedad. Cenicienta lo único que hizo fue esperar a que la salvase su príncipe azul. Y su pasividad obtuvo su recompensa: fue la elegida para subir al trono. Como Diana de Gales, como Kate de Inglaterra, como Chàrlene de Mónaco, como Letizia de España: todas ellas han podido prescindir de los sinsabores del mercado laboral y de la angustia a la que la población se encuentra sometida en períodos de desempleo y crisis. Todas ellas ascendieron socialmente “por amor”: todas sonríen en las fotos y paren herederos y herederas, y todas serán reinas a no ser que el descontento popular acabe con las monarquías medievales. Los príncipes azules cumplen el mismo papel que Jesucristo, porque son los salvadores: Felipe, por ejemplo, salvó a Letizia del despido seguro cuando el canal CNN cerró en España. Casi todos los príncipes herederos actuales son ricos, guapos, sanos, altos, atléticos, con idiomas, formación militar, y se casan por amor con sus princesas plebeyas. Excepto el eterno heredero al trono de Inglaterra, Carlos, que no cumple con los cánones de belleza principesca, ni pudo casarse con su amada Camilla. Al príncipe de Gales lo casaron con Diana, de la que nunca se enamoró y con quien mantuvo una relación horrible, llena de insatisfacciones, mentiras, reproches, amenazas, frustración, engaños, auto lesiones e intentos de suicidio. En los cuentos en los que las princesas no se adaptan a la vida de palacio, los finales son terribles: o mueren o son expulsadas. Diana es el ejemplo narrativo de cómo la rebeldía se paga cara, Carlos es el modelo que ejemplifica como la sumisión también se paga cara. Como los tiempos cambian y las monarquías se modernizan, 35 años después a su hijo Guillermo no le han impuesto una esposa, sino que ha podido casarse con su novia de siempre, una bella mujer sin “sangre azul” en las venas . Es fácil identificarse con Diana, Kate, y Letizia. Ninguna nació en un palacio, pero su belleza y su capacidad de amar las permitió llegar a uno. Son muchas las plebeyas que han crecido viendo películas de princesas Disney y bodas reales televisadas. Son muchas las que sueñan con que aparezca de la nada un novio maravilloso que las mantenga y las trate como a reinas. Si no puede ser un heredero europeo, puede ser un actor famoso o un futbolista multimillonario, un empresario exitoso, o un político bien situado en la jerarquía democrática. La cosa es que alguien te salve de los sinsabores del mercado laboral y te ame para siempre. La mitificación de estos salvadores perpetúan la desigualdad y las relaciones
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desiguales basadas en la necesidad. Y nos dispersan de lo esencial, haciéndonos creer que la solución a tus problemas no pasa por el cambio colectivo ni la transformación de la sociedad en la que vivimos. Lo que las películas y las revistas del corazón nos venden es que para ser felices no hace falta luchar por nuestra dignidad y derechos fundamentales: sólo tenemos que obtener el amor de una persona que nos acompañe, nos mantenga, nos apoye y nos haga muy felices. La idea que subyace a los mensajes Disney y a los anuncios publicitarios románticos es que el mundo puede seguir auto destruyéndose a su ritmo, pero si encuentro a mi media naranja, podré ser feliz. Esta idea se cocina en nuestra mente y pasa a nuestros deseos mientras consumimos historias de amor, reales o de ficción. Las nupcias reales son el sumun de romanticismo patriarcal: son eventos mediáticos masivos en los que podemos asistir en directo al ritual de unión de príncipes y princesas de carne y hueso. En las bodas reales se condensan todos los mitos, ritos y estereotipos de nuestra cultura: tratan de seducirnos con un derroche espectacularizado de recursos para que tomemos ejemplo eincluyamos en nuestros sueños largos vestidos blancos, miles de flores hermosas, música celestial, coches lujosos, sables brillantes, vestuarios majestuosos, joyas históricas y uniformes impecables. El rito nupcial monárquico televisado sirve para olvidarnos de nuestros problemas por un rato o unas semanas, pero también sirve legitimar el poder de las monarquías, de los estamentos clericales y del Ejército. Asimismo, también son útiles para ofrecernos modelos de feminidad y masculinidad patriarcal, y para ensalzar el poder del amor heterosexual, monogámico y orientado a fines reproductivos. Para perpetuarse en el poder, las monarquías pretenden ofrecernos una imagen de “normalidad” sin perder su carácter divino. Nos muestran su lado más “humano” (los príncipes y las princesas tienen sentimientos), y nos insisten en que son gente humilde y sencilla. Nos seducen con imágenes de felicidad monárquica para que se nos ablande el corazón y aceptemos a los futuros reyes, y a sus descendientes, frutos del amor que les une. Estas historias de amor feliz determinan nuestras aspiraciones y metas, por eso hay tanta gente buscando un príncipe azul o una princesa rosa con la que fundar un hogar feliz con muchos hijos. Nos seducen sobre todo a las mujeres, que somos las grandes consumidoras de historias de amor feliz o trágico. Nosotras somos las que tenemos sueldos inferiores, no poseemos las tierras que trabajamos ni los medios de producción, y sufrimos más hambre y violencia en todo el planeta. La discriminación que sufrimos nos hace seres necesitadas: necesitamos
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sueños románticos y necesitamos hombres que nos salven, como a Doña Letizia o a Su Alteza Catalina. Ellas son como la encarnación de las princesas Disney: Blancanieves, por ejemplo, estaba harta de limpiar y cocinar para los enanitos, y en lugar de pedir un reparto de las tareas domésticas, lo que hizo es aguantarse y esperar. La que más paciencia tuvo fue la Bella Durmiente, que pasó dormida nada más y nada menos que cien años. Pero al final todas obtienen su recompensa: su príncipe azul.
En este libro me centro en el análisis de la boda de los Príncipes de Asturias porque fue el evento más visto de toda la Historia de la televisión española y porque se lanzaron una cantidad de mensajes cargados de ideología patriarcal, monárquica, democrática y capitalista. En estos días en los que parte del pueblo español ha salido a las calles para pedir un referéndum, los medios siguen tratando de vendernos la necesidad de continuar siendo súbditos de una monarquía impuesta por el dictador Francisco Franco antes de morir. Nos bombardean con imágenes de la pedida de mano, la boda real, los bautizos de las niñas, y la familia feliz que hoy han construido para servir a España. La fabricación de historias de amor con final feliz por parte de las monarquías en alianza con los medios de comunicación beneficia a muchas instituciones y grupos de poder. En la boda real, su presencia legitimó el amor de Felipe por Letizia, el poder real de la pareja y de la institución monárquica. Los famosos y famosas aportaron colorido y glamur al enlace nupcial, y a cambio obtuvieron el prestigio que otorga el asistir a un evento histórico televisado y visto por millones de personas en todo el globo terráqueo. El enlace de Felipe y Letizia fue un espectáculo de legitimación de todos los poderes. En las fotos podemos verlos a todos juntos legitimándose unos a otros: representantes de otras casas reales, del gobierno y de la oposición, representantes del ejército, de la Iglesia, y representantes de las empresas y la banca. También fueron invitados periodistas y directores de medios de comunicación, deportistas de élite, representantes del mundo de la cultura y el espectáculo. En este estudio he querido reflexionar sobre el impacto social, político y económico de estos acontecimientos mediáticos cargados de romanticismo medieval, y difundidos con la tecnología del siglo XXI. He llevado a cabo un análisis general del mito del matrimonio por amor, dando un repaso aotras bodas reales del siglo XX, para centrarme después en la Boda de los Príncipes de Asturias. Desde un enfoque multidisciplinar y Queer, he analizado la dimensión religiosa, política, social, económica, cultural y mediática de su enlace.
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También cuento la Contra Boda Real que celebraron movimientos sociales y colectivos diversos para mostrar su rechazo a la boda real. En la Contra Boda se llevó a cabo un ritual, se cantó, se bailó y se protestó contra la desmedida importancia que otorgaron los medios al enlace, el derroche de recursos públicos puestos a disposición de la enamorada pareja, y el cuestionamiento de una monarquía cuya permanencia debería decidirse democráticamente. Sin embargo, los medios apenas visibilizaron el descontento popular. La magia del romanticismo real opacó todas las noticias y acontecimientos de esas semanas. El bombardeo de todos los medios de comunicación nacionales silenció el debate en torno al futuro de la monarquía española. En los momentos en que escribo estas líneas, Juan Carlos I acaba de abdicar a favor de su hijo, y las calles se han llenado de españoles y españolas que exigen nuestro derecho a decidir la continuidad de la monarquía mediante referéndum, y el inicio de un proceso constituyente que permita democratizar nuestras estructuras políticas. Si Felipe y Letizia logran coronarse como reyes, los medios seguirán insistiendo en el profundo amor que les une y ensalzando a la perfecta familia feliz tradicional que reinará sobre nuestras cabezas durante unos cuantos siglos más. Es un buen momento, pues, para desmontar la magia del romanticismo patriarcal, para visibilizar lo invisible, y sacar a la luz toda la estructura mítica sobre la que se asientan las monarquías europeas actuales. Es un buen momento, también, para desmitificar a las princesas y a los príncipes salvadores, para destronar el absolutismo de las narrativas monárquicas, para inventarnos otras historias de amor, y para reivindicar otras formas alternativas de relacionarse, de quererse y de organizarse.
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