Lectores Somos y en el
Cuento Andamos
R e c o p i l a c i 贸 n
d e
c u e n t o s
Editorial Mandarina
Lectores Somos y en el Cuento Andamos
Lectores Somos y en el Cuento Andamos Recopiladores: Cristóbal B. Arellano García Angélica Carranza Barriga Luz María Espinosa Flores Francisco Esqueda Sánchez Anaí León Martínez José Miguel Palacios León Jorge Rodríguez Huerta
Lectores somos y en el cuento andamos Recopilación de cuentos
Selección de : Cristóbal B. Arellano García Angélica Carranza Barriga Luz María Espinosa Flores Francisco Esqueda Sánchez Anaí León Martínez José Miguel Palacios León Jorge Rodríguez Huerta
Primera edición: 2011 D. R. Editorial Mandarina Monterrey 35, col. Jardines de Guadalupe Estado de México, C. P. 57140, tel 5513 4142 ventasmandarinas.com.mx ISBN: 123-456-789-012-3 Impreso y hecho en México
ÍNDICE Ricardo Bernal
Lucy y el Monstruo 9
Gabriel García Márquez Espantos de agosto 12 Manuel Rivas
Etgar keret
La lengua de las mariposas 18 La historia del conductor de autobús que quería ser Dios 34
Cary Kerner
Olaff oye tocar a Rachmaninoff 41
Charles Bukowsky La máquina de follar 54 Edgar Allan Poe La casa de Usher 74 Gabriel García Márquez Me alquilo para soñar 104 Charles Bukowsky Escritos de un viejo indecente 115 Margarita Tavera Rivera Se solicita esposa
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PRÓLOGO
El ánimo de leer no es algo que se pueda conseguir ni buscando hasta debajo de las piedras, desde muy chico pensé en el porqué las personas gastan tan preciado don, como el de la vista, en esta actividad tan poco productiva, sólo miras una hoja de papel con un montón de letras.
Los miraba desde mi asiento en el microbús donde
al menos uno de cada tres venía absorto en Las Batallas en el Desierto, Caballo de Troya o alguna edición de García Márquez, al principio creí que era con la intención de lucir como todo un intelectual y tener un tema de conversación.
Con el tiempo me di cuenta que esto no era tal como
lo pensaba, para eso se puede hablar de cualquier sandez, pero aún no entendía la razón que hacía a miles de personas sentarse con cara de bebé cachondo a encontrar el misterio que desenvolvía cada página.
Fue cuando tomé mi primer libro, del cual no entendí
ni el principio, pero descubrí que no dejaba de pensar en él, fuera de día, noche, solo o acompañado, todo parecía estar siendo narrado por un autor desconocido; miles de historias dentro de una magnífica trama.
Entendí que el mundo tiene mucho más que ofrecer
que lo que se ve a simple vista y una de las múltiples formas para entenderlo es la lectura; con esta idea surge la primera pieza de Editorial Mandarina, para descubrir una realidad fuera de la propia, con una selección de cuentos, que página tras página, terminan por despertar al lector de un magnífico sueño, así que aún con cara de bebé cachondo exhorto a la lectura de estas singulares historias, no sin antes decir, gracias compañeros por continuar con esta adicción tan necesaria. Director editorial mandarina Jorge Rodríguez
A los que nos hacen soñar
Hay autores que se inspiran en viajes, algunos otros en relaciones fallidas. También están los que se inspiran en magia, fantasmas y monstruos; o quienes, con sus locuras, logran sacarnos de todo lo que conocemos sin más remedio que dejarnos arrastrar por sus historias maravillosas. soñar.
Este libro es para ellos… Los que nos inspiran a
LUCY Y EL MONSTRUO Ricardo Bernal
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Querido Monstruo:
Ya no te tengo miedo. Mi papi dice que no existes y que no puedes llamar a tus amigos porque ellos tampoco existen. Cuando sea de noche voy a cerrar los ojos antes de apagar la luz del buró y voy a abrazar bien fuerte a mi osito Bonzo para que él tampoco tenga miedo. Si te escucho gruñir en el clóset pensaré que estoy dormida. No quiero gritar como siempre. No quiero que mi papi se despierte y me regañe. Ya sé que me quieres comer, pero como no existes nunca podrás hacerlo; aunque yo me pase los días pensando que a lo mejor esta noche sí sales del clóset, morado y horrible como en mis pesadillas… Mañana cuando juegue con Hugo, le voy a decir que te maté y que te dejé enterrado en el jardín y que nunca más vas a salir de ahí. Él se va a poner tan contento que me va a regalar su yoyo verde y me va a decir dónde escondió mis lagartijas (siempre ha dicho que tú te las comiste, pero eso no puede ser porque mi papi me dijo que no existes y mi papi nunca dice mentiras). Voy a dejarte esta carta cerca del clóset para que la veas. Voy a pensar en cosas bonitas como en ir al mar, o que es Navidad, o que me saqué un diez en aritmética.
¡Adiós, Monstruo!, qué bueno que no existas.
Firma: Lucy PD: No tengo miedo. No tengo miedo. No tengo miedo. 10
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Mi pequeña Lucy:
¿Cómo que no existo? Tu papi no sabe lo que dice. ¿Acaso no me inventaste tú misma el día de tu cumpleaños número siete? ¿Acaso no platicabas conmigo todas las noches y te asustabas con los extraños ruidos de mis tripas? Todas las noches te observé desde el clóset y tú lo sabías… Aunque nunca me viste, conocías de memoria mis ojos, mi lengua y mis colmillos; pues todas, todas las noches me soñabas. Por eso cuando leí tu carta sentí tanta desesperación. Por eso destrocé tus juguetes y me comí de un solo bocado a tu delicioso osito Bonzo. Lo juro Lucy, tú ya estabas muerta. Tenías los ojos abiertos y cuando toqué tu barriguita estaba más fría que mi mano. Seguramente te mató el miedo y yo no pude comerte pues no me gusta el sabor de los niños muertos. Lo único que hice fue regresar al clóset y llorar de tristeza hasta quedarme dormido… ¡Pobre Lucy! ¡Pobre Lucy y pobre monstruo solitario! Ahora tendré que salir de aquí, alejarme de los adultos que cuidan tu pequeño ataúd y dejar esta carta donde puedas encontrarla… Necesito la risa de un niño y necesito el miedo de un niño para seguir vivo.
Por cierto, Lucy, ¿dónde dices que vive tu amigo
Hugo? Atentamente El Monstruo 11
ESPANTOS DE AGOSTO Gabriel García Márquez
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Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar. —Menos mal —dijo ella— porque en esa casa espantan. Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos de conocer un fantasma de cuerpo presente. Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casa encaramadas, donde apenas cabían noventa 13
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mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo. —El más grande —sentenció— Ludovico: Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor. El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estomago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanza de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con 14
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suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico. Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el ultimo leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato de óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio. Los días del verano eran largos y calmados en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero de la Francesca en la iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar. 15
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Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no. Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo que estaba en la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. —Qué tontería —me dije— que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. 16
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Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita. Octubre 1980.
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LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS Manuel Rivas
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—¿Qué hay, Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas.
El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le
enviaran un microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de poderosas lentes. “La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, desenrolla y mete en el cáliz para chupar. Cando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa”. Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe. Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender cómo yo quería a mi maestro. Cuando era un “picarito”, la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que cimbraba en el aire como una vara de mimbre. “¡Ya verás cuando vayas a la escuela!” Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos a la guerra de Marruecos. 19
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Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores de la Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el apodo. “Pareces un gorrión”. Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica. “¡Ya verás cuando vayas a la escuela!” Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les arrancaba la jeada del habla para que no dijeran ajua ni jato ni jracias. Todas las mañanas teníamos que decir la frase “Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo”. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara! Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió. 20
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La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si les dijera a mis padres que estaba enfermo. El miedo, como un ratón, me roía por dentro. Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela. Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda. -A ver, usted, ¡póngase de pie! El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el-Krim. —¿Cuál es su nombre?. —Gorrión. Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas. —¿Gorrión? —No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con angustia los árboles de la alameda. Y fue entonces cuando me meé. Cuando se dieron cuenta los 21
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otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como trallazos. Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mi. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía reparar en mi, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mí. Caminaron hacia al Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta Av. Coruña y embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires. Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. 22
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Mi nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó en su pecho. Tranquilo Gorrión, ya pasó todo. Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela. Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche. Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo. El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. —¡Me gusta ese nombre, Gorrión!.
Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café.
Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla.
Y permaneció de pie, agarró un libro y dijo:
—Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso. 23
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Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. —Bien, y ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quién le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta. A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas. —Una tarde parda y fría... —Un momento, Romualdo, ¿Qué es lo que vas a leer?. —Una poesía, señor. —¿Y cómo se titula?. —Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado. —Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación. El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo. —Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel, junto a una marcha carmín... —Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?. —preguntó el maestro— Que llueve después de llover, don Gregorio. 24
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—“¿Rezaste?”, preguntó mamá mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza. —Pues sí, —dije yo no muy seguro— una cosa que hablaba de Caín y Abel — Eso está bien, dijo mamá. —No sé porque dicen que ese nuevo maestro es un ateo. —¿Qué es un ateo?. —Alguien que dice que Dios no existe. —Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón. —¿Papá es un ateo?. —Mamá posó la plancha y me miró fijo. —¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?. Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían dos cosas: “Cajo en Dios, cajo en el Demonio”. Me parecía que sólo las mujeres creían de verdad en Dios. —¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?. —¡Por supuesto! El hervor hacía bailar la tapa de la olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un desvalido. 25
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—El Demonio era un ángel, pero se hizo malo. La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras. El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. —¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?. —Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. —¿Te gusta la escuela?. —Mucho. Y no pega. El maestro no pega. No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, “parecen carneros”, y hacía que se dieran la mano. Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfadoera el silencio. “Si ustedes no se callan, tendré que callar yo”. E iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, 26
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desasosegante, como si nos dejara abandonados en algun extraño país. Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del inicio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata. —Las patatas vinieron de América, —le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío— ¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas. —sentenció ella. 27
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No. Antes se comían castañas. Y también vino de
América el maíz. Era la primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían. Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra. Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del rio, las gándaras, el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mi como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois. Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol. De regreso, cantábamos por las corredoras como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: “Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión”. Para mis padres, 28
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esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos. “No hacía falta, señora, yo ya voy comido”, insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: “Gracias, señora, exquisita la merienda”. “Estoy segura de que pasa necesidades”, decía mi madre por la noche.“Los maestros no ganan lo que tienen que ganar”, sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. “Ellos son las luces de la República”.“¡La República, la República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!”Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía. — ¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza. —Yo a misa voy a rezar, —decía mi madre. —Tú, si, pero el cura no.Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría tomarle las medidas para un traje. El maestro miró alrededor con desconcierto.Es mi oficio, —dijo mi padre con una sonrisa— Respeto muchos los oficios. —dijo por fin el maestro. Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento. —¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas. —Algo extraño estaba por 29
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suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca viera sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando miraba así y callaban los pájaros era que venía una tormenta. Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: “¡Arriba España!” Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos. Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios. Llamaron a la puerta y mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el indiano. —¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. —Están disparando contra el Gobierno Civil —¡Santo cielo! —se persignó mi madre. —Y aquí —continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran. 30
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—Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo. Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones de la Alameda como hojas secas. Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora. —Están pasando cosas terribles, Ramón,oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad. Se arrellanó en un sillón y no se movía, no hablaba, no quería comer. —Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo. Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: —Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda. Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave: —Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro. 31
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—Sí que lo regaló —No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regalo! Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaban también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande. Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento. Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charlie, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero quien llamaban Hércules, padre de Dombodán.Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro. Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue 32
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saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos. “¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!” —Grita tu también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita! Mi madre llevaba agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera. —¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas! Y entonces oí como mi padre decía —¡Traidores! —con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte— ¡Criminales! ¡Rojos! —Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados. —¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Come niños! —Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí— ¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre! —Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol— “Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso”. —Pero ahora se volvía cara a mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. —Grítale tu también, Monchiño, grítale tu también!.Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal, pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia —¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris! 33
LA HISTORIA DEL CONDUCTOR DE AUTOBÚS QUE QUERÍA SER DIOS Etgar Keret
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Ésta es la historia de un conductor de autobús que nunca se avenía a abrir la puerta a los que llegaban tarde. Este chofer no estaba dispuesto a abrirle la puerta a nadie: ni a los introvertidos chicos del instituto que corrían en paralelo lanzándole unas miradas de los más tristes, ni tampoco, por supuesto, a las personas nerviosas que, envueltas en bastos anoraks, golpeaban enérgicamente la puerta como si hubieran llegado a tiempo y fuera él quien se estuviera comportando inadecuadamente, ni tan siquiera a las viejas cargadas con bolsas de papel de estraza llenas a reventar de víveres que agitaban una mano temblorosa haciéndole señas. Y no era por maldad por lo que no les abría la puerta, porque en ese conductor no había ni el más mínimo atisbo de maldad, sino por ideología. La ideología del conductor decía que si, supongamos, el retraso sufrido por dejar subir a alguien era aproximadamente medio minuto y la persona que se quedaba en tierra fuera del autobús perdía por eso un cuarto de hora de su vida, a pesar de todo seguía siendo más justo para la sociedad no abrirle la puerta, porque ese medio minuto lo perdía cada uno de los pasajeros del autobús; y si, supongamos, en el autobús había sesenta personas que no le habían hecho nada a nadie y que habían llegado a su parada a tiempo, en conjunto perderían media hora, que es el doble de un cuarto. Ésa era la razón por la que nunca abría la puerta. Sabía que los pasajeros no tenían ni idea de que esa fuera la razón, y 35
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que tampoco la conocían los que corrían tras de él haciéndole señas para que les abriera. Sabía también que la mayoría se limitaba a considerarlo un tarado, y lo cierto era que para él habría sido sin duda muchísimo más fácil dejarlos subir y recibir de ellos agradecimientos y sonrisas. Sólo que, si tenía que elegir entre agradecimientos, sonrisas y el bien común, al conductor no le cabía la menor duda de que prefería el bien común.
La persona que supuestamente debía sufrir más
la ideología del conductor se llamaba Adi, sólo que él, a diferencia de las demás personas de esta historia, ni siquiera intentaba correr tras el autobús, de puro vago que era y de lo desesperado que estaba. El tal Adi era ayudante de cocina en un pub-restaurante llamado Boca-Dos, el juego de palabras más logrado que su estúpido propietario había sido capaz de encontrar. La comida de aquel sitio no era nada del otro mundo, pero lo cierto es que Adi era una persona muy simpática, tan simpática que, a veces, cuando le salía un plato especialmente poco logrado, lo servía él en persona a la mesa que correspondiera y pedía disculpas. Fue durante una de esas disculpas cuando encontró la felicidad, o, por lo menos, la posibilidad de ser feliz, en la forma de una chica tan encantadora que intentó terminarse hasta el último trozo de rosbif que Adi le había preparado para que no se sintiera mal. 36
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Y eso que la chica no quiso decirle cómo se llamaba ni darle su número de teléfono, aunque fue lo suficientemente dulce como para acceder a quedar con él al día siguiente, a las cinco, en un lugar fijado de antemano, en el delfinario, para ser más exactos.
Adi tenía una enfermedad, una enfermedad que
le había hecho perderse varias cosas en la vida. No era de esa clase de enfermedades que hace que se te inflamen las amígdalas o cosas por el estilo, pero aún así le había causado a Adi mucho daño. La enfermedad esa hacía que durmiera siempre diez minutos de más, y no había despertador que pudiera con ello. Por su culpa también llegaba tarde todos los días al Boca-Dos, por su culpa y por culpa de nuestro conductor, ése al que prefería el bien común a los elogios y las buenas palabras que pudieran dedicarle. Sólo que en esta ocasión, como se trataba de la felicidad, Adi decidió vencer la enfermedad y, en lugar de dormir la siesta, permanecer despierto viendo la tele. Para más seguridad, esta vez quiso ser tajante y se puso no un reloj sino tres, y además llamó al servicio de despertador telefónico. Pero la enfermedad esa era incurable, y Adi se quedó dormido como un bebé frente al canal infantil para despertarse completamente bañado en sudor en medio del ensordecedor alarido de un trillón de relojes con diez minutos de retraso. 37
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Adi salió a la calle con la ropa con la que había dormido y echó a correr en dirección a la parada de autobús. Ya no recordaba lo que era correr, así que los pies se hacían un poco de bolas cada vez que dejaban la acera. La última vez que había corrido en su vida fue antes de descubrir que uno se podía escapar de la clase de gimnasia, y eso fue más o menos en sexto, sólo que, al contrario que en aquellas clases de gimnasia, esta vez corría con todas sus fuerzas, porque ahora tenía algo que perder, de manera que tanto los dolores que sentía en el pecho como los silbidos debidos a los cigarros Noblesse le parecían una nimiedad en medio de su carrera en pos de la felicidad. En realidad, todo le parecía una nimiedad, excepto nuestro conductor, que acababa de cerrar la puerta y empezaba a alejarse de la parada. El conductor vio a Adi por el espejo retrovisor, pero, como ya se ha dicho, tenía una ideología; una ideología muy lógica que más que nada se basaba en la búsqueda de la justicia y la equidad más simples. Sólo que Adi poco le importaba esa equidad la primera vez en la vida en que de verdad quería llegar a tiempo a un sitio, y por eso siguió corriendo tras el autobús, a pesar de que no tenía posibilidad alguna de alcanzarlo. Pero, repentinamente, la suerte de Adi decidió acudir en su ayuda, aunque sólo a medias, porque cien metros después de la parada había un semáforo, y éste, un segundo antes de que el autobús llegara, se puso en rojo. 38
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Adi consiguió alcanzar al autobús y arrastrarse hasta la puerta del conductor. Ni siquiera golpeó el cristal, por falta de fuerzas, sino que se limitó a mirar al conductor con los ojos húmedos y se hincó de rodillas, resollando en medio de su asfixia. Eso le recordó al conductor algo de hacía mucho tiempo, cuando todavía no quería ser conductor de autobús sino que quería ser Dios. Ese recuerdo era un poco triste, porque al final el conductor no pudo ser Dios, aunque también era alegre, porque había llegado a ser conductor de autobús, que era la segunda cosa que más deseaba ser. Y de repente el conductor se acordó de aquel tiempo en que se había prometido que, si finalmente llegaba a ser Dios, sería clemente y misericordioso y escucharía a todas sus criaturas, así que, cuando desde las alturas de su asiento-trono de chofer vio a Adi arrodillado en el asfalto, ya no pudo más y, a pesar de todas sus ideologías y de sus ansias de equidad, le abrió la puerta. Entonces Adi subió y ni siquiera le dio las gracias porque estaba sin aliento. Llegados a este punto, lo mejor que se podría hacer sería dejar de seguir leyendo esta historia, porque, a pesar de que Adi llegó a tiempo al delfinario, al final no pudo alcanzar la felicidad, por la sencilla razón de que la chica ya tenía novio. Sólo que, como era tan simpática, no le había parecido correcto decírselo a Adi, y había preferido dejarlo plantado. Adi la estuvo esperando durante casi dos horas en el banco donde habían quedado. En el tiempo que estuvo allí sentado le 39
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pasaron por la mente todo tipo de pensamientos deprimentes sobre la vida y después se quedó mirando la puesta de sol, que resultó relativamente bonita, mientras se imaginaba los dolores que tendría al cabo de un rato. En el camino de vuelta, cuando realmente se moría ya de ganas de llegar a casa, vio a lo lejos el autobús que se detenía en la parada para soltar a un grupo de pasajeros, y supo que, aunque todavía le quedaran fuerzas y ganas, jamás conseguiría alcanzarlo. Así que siguió andando despacio, sintiendo un millón de músculos cansados a cada paso, y, cuando finalmente llegó a la parada, vio que el autobús seguía allí, esperándolo. Porque el conductor, a pesar de los murmullos de enojo y de las quejas airadas de los pasajeros, esperó a que Adi subiera y no pisó el pedal del acelerador hasta que aquél hubo encontrado asiento. Y, cuando arrancaron, le guiñó el ojo a Adi con tristeza a través del espejo retrovisor, haciendo que todo aquel asunto se convirtiera para él en algo casi soportable.
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OLAFF OYE TOCAR A RACHMANINOFF Cary Kerner
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Es curioso eso de cómo tantas cosas suceden todo el tiempo sin que uno se dé cuenta de nada hasta que se tropieza con ellas. Como eso de los que tocan el piano y andan por todos lados cobrando tres coronas por cada gente que los quiere oír. Yo nunca hubiera sabido que había esa clase de tipos si no hubiera sido por mi sobrina Juanita. Yo he cuidado a Juanita desde que era un monigote chiquito. Como Felipa, mi mujer, pronto no la quiso tener cerca porque le daba mucha lata, la mandé de interna a un colegio y dejé que le dieran clases de música, y como para eso hicieron no sé qué arreglo en las vacaciones, la dejé de ver por muchos años. Felipa siempre anda recriminándome por aquello de los gastos; pero yo quiero que Juanita llegue al puerto. Bueno, pues hace como dos años que Juanita me escribió preguntándome si podía cambiar de maestro de piano y tomar clases de otro que era muy bueno de verdad, uno muy caro que creo se llama Lorry o algo así. La señora que dirige el internado también me escribió y me dijo que yo debería dejar que Juanita tomara clases de ese señor, porque ella iba a ser algún día una famosa pianista. A mí me pareció que todo era pura tontería porque yo nunca he visto que los parientes de Juanita, por los dos lados, hayan sido nunca otra cosa que marineros trabajadores y humildes. Pero como yo no soy de esos que a la fuerza quieren que todos piensen igual que ellos, me decidí a mandar 42
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más dinero después de haberlo pensado un poco, y me callé la boca sin decirle nada a Felipa. Al fin y al cabo que Felipa no sabe cómo andan mis negocios, porque a veces, cuando estoy muy cansado, me voy a la casa, pero otras veces me quedo en la casa del capitán Spraghe, sobre todo según me haya ido con Felipa la última vez que la he visto. Siempre he pensado que hay tempestades que se pueden capotear, pero a otras hay que huirles, y yo no soy de los que andan buscando dificultades. Pues nada, que cuando las cosas se pusieron difíciles con eso del comercio, y muchos barcos tuvieron que suspender sus viajes porque no había carga, pensé que al fin y al cabo podría darle a Felipa lo que me andaba pidiendo desde hacía mucho, como era su derecho, si sólo yo le cortara un poco los gastos que estaba haciendo con Juanita en la escuela. Y le escribí diciéndole cómo andaban las cosas, a ver si podía darse maña para aprender lo mismo con un profesor más barato. Inmediatamente recibí la carta más linda que pudiera esperar. Me dijo que sentía mucho no haberse dado cuenta que la situación era mala, y que al fin y al cabo ya había estado pensando dejar de tomar clases y ponerse a enseñar el piano a niños y gente que todavía no sabían tanto como ella. Fue una carta muy animadora, hasta con dos o tres chistes como los que siempre acomoda en sus cartas, las que acostumbraba yo enseñarle a Felipa, pero que ahora ya no le enseño. 43
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Pero me sentía muy raro mientras la estaba leyendo: algo así como cuando yo era chamaco y mi madre me regañaba porque me gustaba andar por el muelle oliendo a pescado y hablando de barcos. Al leer la carta oía todo el tiempo algo como un ruido de alguien que llora, como gaviotas en una noche de borrasca. De repente me entraron ganas de ir a ver a Juanita, ya que no lo había hecho nunca; le escribí, y fui. Ella fue a la estación a encontrarme, fue bueno que ella me reconociera, porque yo nunca me hubiera imaginado que ella era mi pequeña Juanita. De la nena graciosa, gordita y de ojos grandes que era antes, se había transformado en la muchacha más hermosa que uno se pudiera imaginar. Delgada y fina como un yate, con ojos azules como el mar, cara llena de hoyuelos cuando sonreía, y su cabello como una aureola dorada sobre sus hombros. Sus manos eran casi tan fuertes como las de un hombre, pero blancas y largas. Buscamos un lugar para comer y platicar, y lo primero que ocurrió fue que le brillaron los ojos y sacó unos papeles de su bolsa: —Mira, tío Olaff, ¡dos boletos para Rachmaninoff! Me di cuenta de que lo que yo debí haber hecho era patear y gritar de gusto, pero no tuve más remedio que decirle que yo no sabía quién era ese Rachmaninoff. —¡Pero si es el príncipe de todos ellos! ¡El gran pianista ruso! 44
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Con lo que me dejó igual que antes. Pero ella dijo que
era como un dios o algo así, y la dejé que se volviera loca de entusiasmo. Pero yo ya sé por experiencia que hay que tener miedo de ir a donde una mujer quiere llevarlo a uno, y le dije que no tenía mucho tiempo para quedarme, y que mejor ella me tocara algo si había un piano a la mano. Ella se volvió toda hoyuelos y me dijo: —¡Pero si he pagado seis coronas de las que has ganado con tanto trabajo! —¡Para agasajarte a lo grande! —¡Seis coronas! —Temo mucho que grité muy fuerte— ¿quieres decir que...? —¡Ah, pero fue por dos boletos! —Me respondió inmediatamente, como si tres coronas por cada boleto no fueran nada.
Iba yo a decir algo acerca de la mala situación, pero
no quise sentirme responsable por quitarle esa mirada de felicidad de la cara, y me callé. Además, de todos modos, cada vez que me siento con ánimo de ser tacaño, me acuerdo de lo tacaña que es Felipa, y mejor me callo.
No pasó mucho tiempo sin que fuéramos a la casa
de la ópera, donde ese tipo cobraba tres coronas por asiento. Había un montón de mujeres pavoneándose enfrente, hablando tonterías, haciéndose las interesantes, mirándose en espejitos y oliendo hacia el cielo con perfumes raros. 45
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— ¡Te va a encantar, tío! —Me decía Juanita cada vez que yo trataba de disuadirla de meternos entre tanta gente. —Sí, yo creo que me va a encantar...tanto como si me mandaras a capotear un temporal noreste —dije yo, y ella nada más sonreía.
Adentro, cuando al fin entramos, había más asientos
de los que yo nunca había visto en mi vida, y muy pronto todos estuvieron llenos. Había muchos hombres también, lo que muestra que también hay muchas mujeres tercas y alborotadoras en el mundo, yo me quedé pensando si ellos se sentían tan a disgusto como yo ahí sentados esperando que viniera otro a tocarles en el piano. Ya me imaginaba cómo ese Rachmaninoff estaba por ahí viéndonos y riéndose de habernos hecho gastar tres coronas por oírlo. Eso me hizo que me enojara un poco, pero al fin y al cabo, pensé, cada quien se gana la vida como puede, y quizás el pobre no sabía hacer otra cosa.
No había nada de decorado en el escenario, nada más
un piano con la tapa abierta, y se veía muy feo. De repente todos se quedaron quietos, y alguien dijo quedito: —¡Ya viene! —Como si fuera un circo o algo.
Y luego todos comenzaron a aplaudir, y él entró
caminando al foro. De veras que me sorprendí al verlo. Me pareció que un hombre tan fuerte podía hacer lo menos una docena de cosas más útiles que tocar el piano. Él se inclinó muy serio, fue a sentarse delante del piano y esperó a que 46
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todos se quedaran callados a su gusto. No pude menos que sentir lástima por él, ahí sentado sólito y todo el mundo viéndolo. Supongo que fue lo nervioso que se puso desde el principio lo que lo hizo equivocarse tantas veces en casi todas las piezas que tocó.
Tan pronto como dejaron de aplaudir, comenzó a
templar el piano. Al principio sus dedos estaban algo duros y tiesos, nada más picaba aquí y allá, pero muy pronto se calentó de una manera sorprendente, y antes de que me diera cuenta ya estaba yo sentado en la orilla del asiento tratando de comprender cómo podía hacer para que no se le enredaran los dedos, de tan aprisa que los movía. Iba para arriba y para abajo, cada vez más aprisa, tratando de mostrarle al público qué tan rápido podía mover las manos. Pero al rato, ya no pudo más, y lo dejó. Luego comenzó a intentar una que otra tonada, pero sin terminar ninguna, y las dejaba de tocar precisamente cuando uno ya le comenzaba a tomar gusto.
Luego se puso a ver qué tan fuerte tocaba el piano,
después que vio lo que podía aguantar, suspendió todo.
¡Y vaya! ¡Si vieran cómo aplaudió esa gente! Todos
estaban contentos de que ya estuviera listo para comenzar a tocar.
Inmediatamente comenzó, pero por cierto que no
sonó muy bien. La verdad es que me gustó más cuando estaba templando el piano. Parecía dudar de por fin qué pieza tocar, y esto le perjudicaba mucho. Había un montón de sonidos 47
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agradables y de repente brincaba a otra cosa.
Por fin se puso a tocar algo que ya iba para largo y que
a mí me estaba gustando, por cierto que hasta me senté bien para oírlo, cuando se tropezó con un montón de notas. Luego comenzó de nuevo, pero siempre se equivocó en el mismo lugar. Sin embargo, persistía en su intento, fuerte y más fuerte, como si estuviera decidido a lograrlo así se tuviera que quedar toda la noche. Pero no mejoró nada hasta que renunció y se dejó de esa pieza, pero no le valió, porque siguió lo mismo.
Uno podía notar que estaba medio acalorado… no lo
culpo, ¡la vergüenza de fallar delante de tanta gente!
Seguía enojándose más y más hasta que perdió por
completo su control, la forma en que golpeaba las teclas era algo horrible. Suerte que la tapa del piano estaba alzada, que si no, explota. De repente se dejó caer con las dos manos, tan fuerte como pudo, haciendo el ruido más horroroso que yo haya oído nunca. Ahí mismo abandonó todo y se paró, inclinándose como pidiendo excusas por haberlo siquiera intentado. Por lo menos eso pensé, aunque Juanita me dijo que era una pieza maravillosa. ¡Y la gente aplaudiendo! Me molestaba pensar en que la gente debiera darse cuenta de que comprendía que el aplauso era sólo cortesía.
Iba a decirle yo algo más a Juanita, pero tengo mis
razones para saber que no conviene ser sincero con las mujeres. Pero Juanita no es tan tonta, y me dijo: —Quizás no te hayan gustado tanto estos números, tío Olaff, 48
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pero hay unos en el programa, ¡que los vas a adorar! —¡Ojalá! —Exclamé mientras pensaba en las seis coronas.
Y luego ella se encogió toda en su asiento, como llena
de gusto: —Vas a estar contento de haber venido, ¡ya verás!
Pero las dos siguientes piezas no fueron gran cosa. Sin
embargo, la gente aplaudió cada vez. Yo luego comprendí que todos sabían que tenía una cosa muy buena de reserva, y nada más lo estaban alentando hasta que llegara su turno de tocarla. Juanita decía que no se estaba equivocando, pero yo sé que mis orejas son lo bastante buenas para saber si un son está entonado o no. Lo único que tengo que decir en su favor, es que no se equivoca por equivocarse, lo que casi lo compone todo, como quien dice. Es como Felipa. Ella se obstina tanto en sus errores, que no tiene uno más remedio que admirarla.
Bueno, pues antes de que comenzara una de esas
piezas, se sintió que lo que iba a seguir era cosa buena. Todos como que aguantaban el respiro, y la gente delante de nosotros se hizo para atrás en sus asientos, como si se acomodaran para el resto de sus vidas.
Entró muy decidido, de repente, tratando de tantear
a la gente sobre dónde se movían sus manos. Las tenía en los extremos del piano, y de repente ya estaban en la mitad, saltando para adelante y para atrás, agarrando un punto de notas en un lado y azotándolas en otro, como si tratara de arrancarles la cáscara a las teclas. Una mano andaba persiguiendo a la otra 49
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por todo el piano, repicando como granizo en la cubierta, en golpes rápidos y secos, y más y más aprisa, hasta que se le descontrolaron los dedos en tal forma, que sólo se deslizaban sin parar, haciéndome recordar al viejo capitán Spraghe, que cuando andaba borracho, nada más iba balanceándose sobre el puente, tratando de aparentar que no tenía que pescarse del barandal.
De repente se enredó y se vio en un apuro difícil, pero
en un arranque se zafó de la dificultad, volviendo al carril salvajemente. Era como el viento aullando y rasgando entre el velamen, con las lonas azotadas unas contra otras. Martilleaba con una mano sobre la otra hasta que la arrinconaba, y tenía que saltar por encima para escapar, como rana, para que la otra la persiguiera de nuevo por el teclado. De arriba a abajo, tan aprisa, que casi me mareaba tratando de tener mis ojos y mis orejas abiertas. Esas manos brincaban tanto y se perseguían, arrebatándose el lugar, tan aprisa como nadie vio nunca cosa igual.
Todo el tiempo uno podía oír dos tonadas, ¡tan
claro!, como el agudo graznido de una gaviota contra el mar encrespado.
De repente alzó las manos y las detuvo en el aire.
¡Por Dios que uno podía oír la melodía escurriendo de sus dedos en alto!, y cuando volvió a bajar las manos se hundió de lleno en un navegar ligero y poderoso, alisando la melodía como olas grandes y hermosas rodando sobre la playa, se 50
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podía sentir como que lo subían a uno y lo bajaban en el vaivén del mar. De cuando en cuando metía un chorro de sonidos brillantes, luminosos, como espuma sobre la cresta de una ola entre las rocas. Y había unos sonidos repetiditos que hacía temblando, los dedos en un mismo lugar, vuelta y vuelta, hasta que uno creía que se iba a dar un tropezón. Después lo hacía un poquito más arriba, y luego más abajo, y luego como que los corría juntos por el teclado, hasta que de verdad no me imaginaba cómo demonios se daba cuenta de lo que estaba haciendo.
De vez en cuando como que terminaba la pieza, pero
él la recogía de nuevo y no le gustaba tener que dejarla, y cuando al fin acabó, fue el lugar preciso en que debía acabarla. Podría yo haber cacheteado a esa gente por aplaudirle luego que terminó. Después de que había tocado tan bien, lo debían haber dejado solo un rato a que se calmara un poco de emoción.
Le pregunté a Juanita qué pieza era ésa. Ella me dijo.
Pero no le oí bien, y no le quise preguntar de nuevo porque era a algo de “apasionada” ¡ella es tan joven todavía! Debieran tener cuidado de qué nombres les ponen a las piezas. Le pregunte si podía tocar ella eso, porque me gustaría oírlo de nuevo. Se pusieron muy tristes sus ojos, y me dijo: —¡Pero no como él, tío Olaff!
Lo curioso es que en ese momento vi muy claro el
primer barco en que navegué. 51
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Me puse a pensar lo que hubiera sentido si en aquel
momento me hubieran devuelto a tierra y eso me puso triste por algunos minutos.
Rachmaninoff estaba ya cansado para esto, creo que
si las demás piezas no hubieran estado en el programa, ya ni las hubiera tocado, y por mí mejor que así hubiera sido. No sé qué ideas tienen algunas gentes, que le siguieron aplaudiendo. Pero luego que ya había acabado con el programa, obsequió unas dos piezas extras y hasta entonces fue cuando de veras se puso a tocar cosas que la gente puede entender a fondo.
No me acuerdo de los nombres, excepto que una
era de unos turcos marchando, ¡vaya si no se fue desde el principio hasta el fin sin equivocarse ni una vez! Apuesto a que ésa es la que más le gusta tocar. Uno no pudiera detenerlo una vez que comenzó, pues primero podría uno detener la marea.
Usted debe tratar de oírlo tocar alguna vez, sobre
todo ésa de la apasionada. Juanita dice que va a seguir tocando por muchos años, creo que después de todo hace bien, a ver si mejora un poco. Un poco más de práctica en una de esas piezas, con tal que abandone otras por completo, y tendrá mucho éxito.
Yo le pregunté a Juanita, como quien no quiere la
cosa, si había otro profesor mejor que ese Lorry, y ella me dijo que no. 52
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Cuando estábamos esperando el tren, le dije
casualmente que después de todo había decidido que siguiera tomando esas clases, pues nadie mejor que yo sabe que se necesita un piloto para entrar al puerto.
Comenzó a llorar, pero se secó las lágrimas cuando
oyó el silbatazo del tren.
Luego sonrió y me dijo que yo nunca lo sentiría.
Yo no le he dicho nada a Felipa. Parece que al fin y al cabo ya ella y yo estábamos anclados juntos para siempre, a pesar de lo que Lorry cobra. Pero no protesto. Se me hace que entre más nos vemos Felipa y yo, mejor nos entendemos.
No es que el mar esté muy tranquilo que se diga, pero
no me olvido de cómo Rachmaninoff pudo, al fin, tocar bien con sólo que la gente le diera la oportunidad.
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LA MÁQUINA DE FOLLAR Charles Bukowsky
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Hacía mucho calor aquella noche en el Bar de Tony. Ni siquiera pensaba en follar, sólo en beber cerveza fresca. Tony nos puso un par para mí y para Mike el Indio, y Mike sacó el dinero. Le dejé pagar la primera ronda. Tony lo echó en la caja registradora, aburrido, y miró alrededor... había otros cinco o seis mirando sus cervezas. Imbéciles. Así que Tony se sentó con nosotros. —¿Qué hay de nuevo, Tony? —pregunté. —Es una mierda —dijo Tony. —No hay nada nuevo. —Mierda —dijo Tony. —Ay, mierda —dijo Mike el Indio.
Bebimos las cervezas.
—¿Qué piensas tú de la Luna? —pregunté a Tony. —Mierda —dijo Tony. —Sí —dijo Mike el Indio— El que es un carapijo en la Tierra, es un carapijo en la Luna, qué más da. —Dicen que probablemente no haya vida en Marte — comenté. —¿Y qué coño importa? —preguntó Tony. —Ay, mierda —dije.— Dos cervezas más.
Tony las trajo, luego volvió a la caja con su dinero, lo
guardó. Volvió.
_______________________________________________ Carapijo: Palabra que en el Español de México significa “estúpido”
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—Mierda, vaya calor. Me gustaría estar más muerto que los antiguos. —¿A dónde crees tú que van los hombres cuando mueren, Tony? —¿Y qué coño importa? —Mierda, vaya calor. Me gustaría estar más muerto que los antiguos. ¿Tú no crees en el Espíritu Humano? —Mierda, vaya calor. Me gustaría estar más muerto que los antiguos. ¡Esos son cuentos! —¿Y qué piensas del Che, de Juana de Arco, de Billy el Niño, y de todos esos? —Cuentos, cuentos.
Bebimos las cervezas pensando en esto.
—Bueno —dije— voy a echar una meada.
Fui al retrete y allí, como siempre, estaba Petey el
Búho, me la saqué y empecé a mear. —Vaya polla más pequeña que tienes —me dijo. —Cuando meo y cuando medito sí, pero soy lo que tú llamas un tipo elástico. Cuando llega el momento, cada milímetro de ahora se convierte en seis. —Hombre, eso está muy bien, si es que no me engañas. Porque ahí veo por lo menos cinco centímetros. —Es sólo el capullo. —Te doy un dólar si me dejas chupártela. —No es mucho. —Eso es más que él , seguro que no tienes más que eso. 56
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—Vete a la mierda, Petey. —Ya volverás cuando no te quede dinero para cerveza.
Volví a mi asiento.
—Dos cervezas más —pedí.
Tony hizo la operación habitual. Luego volvió.
—Vaya calor, voy a volverme loco —dijo. —El calor te hace comprender precisamente cuál es tu verdadero yo —le expliqué a Tony. —¡Corta ya! ¿Me estás llamando loco? —La mayoría lo estamos. Pero permanece en secreto. —Sí, claro, suponiendo que tengas razón en esa chorrada, dime, ¿Cuántos hombres cuerdos hay en la tierra? ¿Hay alguno? —Unos cuantos. —¿Cuántos? —¿De todos los millones que existen? —Sí, sí. —Bueno, yo diría que cinco o seis. —¿Cinco o seis? —dijo Mike el Indio— ¡Hombre no jodas! —¿Cómo sabes que estoy loco? —dijo Tony— ¿Cómo podemos funcionar si estamos locos? —Bueno, dado que estamos todos locos, hay sólo unos cuantos para controlarnos, demasiados pocos, así que nos dejan andar por ahí con nuestras locuras, de momento. _______________________________________________ Chorrada: Palabra que en el Español de México significa “cosas” haciendo referencia a ideas, ejem. “Cómo la gente que piensa esas cosas”
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Yo en tiempos creía que los cuerdos podrían encontrar
algún sitio donde vivir en el espacio exterior mientras nos destruían. Pero ahora sé que también los locos controlan el espacio. —¿Cómo lo sabes? —Porque ya plantaron la bandera norteamericana en la luna. —¿Y si los rusos hubieran plantado una bandera rusa en la luna? —Sería lo mismo —dije. —¿Entonces tú eres imparcial? —preguntó Tony. —Soy imparcial con todos los tipos de locura.
Tony empezó a servirse whisky con agua, podía; era
el dueño. —Coño, ¡qué calor hace! —dijo Tony. —Mierda, sí —dijo Mike el Indio.
Entonces Tony empezó a hablar.
—Locura —dijo— ¿y si os dijera que ahora mismo está pasando algo de auténtica locura? —Claro —dije. —No, no, no... ¡Quiero decir aquí, en mi bar! —¿Sí? —Sí, algo tan loco que a veces me da miedo. —Explícame eso, Tony —dije— siempre dispuesto a escuchar los cuentos de los otros.
Tony se acercó más.
—Conozco a un tío que ha hecho una máquina de follar, 58
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no esas chorradas de las revistas de tías, esas cosas que se ven en los anuncios. Botellas de agua caliente con coños de carne de buey cambiables, todas esas chorradas. Este tipo lo ha conseguido de veras, es un científico alemán, lo cogimos nosotros, quiero decir… Nuestro gobierno, antes de que pudieran agarrarlo los rusos, no lo contéis por ahí. —Claro hombre, no te preocupes... —Von Brashlitz. El gobierno intentó hacerle trabajar en el espacio, no hubo nada que hacer es un tipo muy listo, pero no tiene en la cabeza más que esa máquina de follar, al mismo tiempo, se considera una especie de artista, a veces dice que es Miguel Ángel... Le dieron una pensión de quinientos dólares al mes para que pudiera seguir lo bastante vivo para no acabar en un manicomio. Anduvieron vigilándole un tiempo, luego se aburrieron o se olvidaron de él, pero seguían mandándole los cheques, y de vez en cuando, una vez al mes o así, iba un agente y hablaba con él diez o veinte minutos, mandaba un informe diciendo que aún seguía loco y listo, así que él andaba por ahí de un sitio a otro, con su gran baúl rojo hasta que, por fin, una noche, llega aquí y empieza a beber. Me cuenta que es sólo un viejo cansado, que necesita un lugar realmente tranquilo para hacer sus experimentos y le escondí aquí. Aquí vienen muchos locos, ya sabéis. —Sí —dije yo. —Luego, amigos, empezó a beber cada vez más, y acabó contándomelo. Había hecho una mujer mecánica que podía 59
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darle a un hombre más gusto que ninguna mujer real de toda la historia... además sin tampax, ni mierdas, ni discusiones. —Llevo toda la vida buscando una mujer así —dije yo.
Tony se echó a reír.
—Y quién no, yo creía que estaba chiflado, claro, hasta que una noche después de cerrar subí con él y sacó la máquina de follar del baúl rojo. —¿Y? —Fue como ir al cielo antes de morir. —Déjame que imagine el resto —le pedí. —Imagina. —Von Brashlitz y su máquina de follar están en este momento arriba, en esta misma casa. —Eso es —dijo Tony. —¿Cuánto? —Veinte billetes por sesión. —¿Veinte billetes por follarse una máquina? —Ese tipo ha superado a lo que nos creó, fuese lo que fuese. Ya lo verás. —Petey el Búho me la chupa y me da un dólar. —Petey el Búho no está mal, pero no es un invento que supere a los dioses. —Te advierto Tony, que si se trata de una chifladura del calor, perderás a tu mejor cliente. _______________________________________________ chifladura: Palabra que en el Español de México significa “locura”
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—De acuerdo —dije. —Vale —dijo Mike el Indio— aquí están mis veinte. —Os advierto que yo sólo me llevo el cincuenta por ciento. El resto es para Von Brashlitz, quinientos de pensión no es mucho con la inflación y los impuestos, y Von B. bebe cerveza como un loco. —De acuerdo —dije— ya tienes los cuarenta. ¿Dónde está esa inmortal máquina de follar?
Tony levantó una parte del mostrador y dijo:
—Pasad por aquí. Tenéis que subir por la escalera del fondo. Cuando lleguéis llamáis y decís “nos manda Tony”. —¿En cualquier puerta? —La puerta 69. —Vale —dije— Qué más? —Listo —dijo Tony— preparad las pelotas.
Encontramos la escalera y subimos.
—Tony es capaz de todo por gastar una broma —dije.
Llegamos, allí estaba: puerta 69, llamé:
—Nos manda Tony.
Allí estaba aquel viejo chiflado con aire de palurdo,
vaso de cerveza en la mano, gafas de cristal doble, como en las viejas películas.Tenía visita al parecer, una tía joven, casi demasiado, parecía frágil y fuerte al mismo tiempo.
Cruzó las piernas, toda resplandeciente: rodillas de
nylon, muslos de nylon, y esa zona pequeña donde terminan las largas medias y empieza justo esa chispa de carne, era todo 61
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culo y tetas, piernas de nylon, risueños ojos de límpido azul... —Caballeros... Mi hija Tanya... —¿Qué? —Sí, ya lo sé, soy tan... Viejo... Pero igual que existe el mito del negro que está siempre empalmado, existe el de los sucios viejos alemanes que no paran de follar, pueden creer lo que quieran, de todos modos, ésta es mi hija Tanya... —Hola, muchachos —dijo ella sonriendo.
Luego todos miramos hacia la puerta en que había ese
letrero: sala de almacenaje de la máquina de follar. —Bueno... Supongo, muchachos, que venís por el mejor polvo de todos los tiempos... —¡Papaíto! —dijo Tanya— ¿Por qué tienes que ser siempre tan grosero? Tanya recruzó las piernas, más arriba esta vez, y casi me corro. Luego, el profesor terminó otra cerveza, se levantó y se acercó a la puerta del letrero sala de almacenaje de la máquina de follar. Se volvió y nos sonrió, luego, muy despacio, abrió la puerta, entró y salió rodando aquel chisme que parecía una cama de hospital con ruedas, el chisme estaba desnudo, una mesa de metal.
El profesor nos plantó aquel maldito traste delante
y empezó a tararear una cancioncilla, probablemente algo alemán. Una masa de metal con aquel agujero en el centro, el profesor tenía una lata de aceite en la mano, la metió en el agujero y empezó a echar sin parar .
Siguió un rato echando aceite hasta que por fin nos 62
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miró por encima del hombro y dijo: ¡bonita, ¿eh?! Luego, volvió a su tarea, a seguir bombeando aceite allí dentro.
Mike el Indio me miró, intentó reírse, dijo:
—Maldita sea... ¡Han vuelto a tomarnos el pelo! —Sí —dije yo— estoy como si llevara cinco años sin echar un polvo, pero tendría que estar loco para meter el pijo en ese montón de chatarra.
Von Brashlitz soltó una carcajada, se acercó al armario
de bebidas y sacó otro quinto de cerveza, se sirvió un buen trago sentándose frente a nosotros. —Cuando empezamos a saber en Alemania que estaba perdida la guerra, y empezó a estrecharse el cerco hasta la batalla final de Berlín, comprendimos que la guerra había tomado un giro nuevo. La auténtica guerra pasó a ser entonces quién agarraba más científicos alemanes, si Rusia conseguía la mayoría de los científicos o si los conseguía Norteamérica... Los que más consiguieran serían los primeros en llegar a la Luna, los primeros en llegar a Marte... Los primeros en todo. en fin, el resultado exacto no lo sé... Numéricamente o en términos de energía cerebral científica. Sólo sé que los norteamericanos me cogieron primero, me agarraron, me metieron en un coche, me dieron
un
trago, y pusieron una pistola
en la sien, hicieron promesas, hablaron y firmé todo... ________________________________________________________ Pijo: Palabra que en el Español de México significa “Pene”
— Todas esas consideraciones históricas me parecen muy 63
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Bien —dije yo— pero no voy a meter la polla, mi pobrecita polla, en ese cacharro de acero o de lo que sea. Hitler debía ser realmente un loco para confiar en usted. ¡Ojalá le hubieran echado el guante los rusos! ¡Yo lo que quiero es que me devuelvan mis veinte dólares! Von Brashlitz se echó a reír. —jiii jiii jiii ji... Es sólo mi bromita de siempre, jiii jiii jiii ji.
Metió otra vez el cacharro en el cuartito y cerró
la puerta. —¡Ay, ji jiii ji! —Bebió otro trago de schnaps.
Luego se sirvió más.
—Caballeros, ¡yo soy un artista y un inventor! mi máquina de follar es en realidad mi hija, Tanya... —¿Más chistecitos, Von? —pregunté. —¡No es ningún chiste! ¡Tanya! ¡Ponte en el regazo de este caballero!
Tanya soltó una carcajada, se levantó, se acercó, y se
sentó en mi regazo.
¿Una máquina de follar? ¡No podía serlo! Su piel era
piel, o lo parecía, y su lengua cuando entró en mi boca al besarnos, no era mecánica... Cada movimiento era distinto, y respondía a los míos.
Me lancé inmediatamente, le arranqué la blusa, le metí
mano en las bragas, hacía años que no estaba tan caliente; luego nos enredamos; de algún modo acabamos de pie... Y la entré de pie, tirándole de aquel pelo largo y rubio, echándole 64
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la cabeza hacia atrás, luego bajando, separándole las nalgas y acariciándole el ojo del culo mientras le atizaba, y se corrió... La sentí estremecerse, palpitar, y me corrí también.
Tanya se fue al baño, se limpió y se duchó, y volvió a
vestirse para Mike el Indio. Supuse. —El mayor invento de la especie humana —dijo muy serio Von Brashlitz.
Tenía toda la razón. Por fin Tanya salió y se sentó en
mi regazo. —¡No! ¡No! ¡Tanya! ¡Ahora le toca al otro! ¡Con ese acabas de follar!
Ella parecía no oír, y era extraño, incluso en una
máquina de follar, porque yo nunca había sido muy buen amante, la verdad. —¿Me amas? —preguntó. —Sí. —Te amo, y soy muy feliz. y...teóricamente no estoy viva. Ya lo sabes, ¿verdad? —Te amo, Tanya, eso es lo único que sé. —¡Cago en tal! —chilló el viejo— ¡Esta jodida máquina!
Se acercó a la caja barnizada en que estaba escrita la
palabra Tanya a un lado, salían unos pequeños cables; había marcadores y varios indicadores, luces que se apagaban y se encendían, luces que temblaban...
Von B. era el macarra más loco que había visto en mi
vida. Empezó a hurgar en los marcadores, luego miró a Tanya: 65
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—¡25 años! ¡Toda una vida casi para construirte! ¡Tuve que esconderte incluso de Hitler! y ahora... ¡Pretendes convertirte en una simple y vulgar puta! —No tengo veinticinco —dijo Tanya— tengo veinticuatro. —¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Como una zorra normal y corriente!
Volvió a sus marcadores.
—Te has puesto un carmín distinto —dije a Tanya. —¿Te gusta? —¡Oh, sí!
Von B. seguía con sus marcadores, tenía el
presentimiento de que ganaría él. Von Brashlitz se volvió a Mike el Indio: —No se preocupe, confíe en mí, no es más que una pequeña avería. lo arreglaré en un momento. —Eso espero —dijo Mike el Indio— se me ha puesto en treinta y cinco centímetros esperando y he pagado veinte dólares. —Te amo —me dijo Tanya.— No volveré a follar con ningún otro hombre si puedo tenerte a ti, no quiero a nadie más. —Te perdonaré Tanya, hagas lo que hagas.
El profe estaba corridísimo, pero no lograba nada.
—¡Tanya! ¡Ahora te toca follar con el otro! Estoy...cansándome ya... Tengo que echar otro traguito de aguardiente... Dormir un poco... Tanya... ______________________________________________ Macarra: Palabra que en el Español de México significa “Avaro”
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—Oh —dijo Tanya— ¡Este jodido viejo! ¡Tú y tus traguitos, y luego te pasas la noche mordisqueándome las tetas y no puedo dormir! ¡Ni siquiera eres capaz de conseguir un empalme decente! ¡Eres asqueroso! —¿Cómo? —¡Dije “que ni siquiera eres capaz de conseguir un empalme decente”! —¡Esto lo pagarás, Tanya! ¡Eres creación mía, no yo creación tuya!
Seguía hurgando en sus mágicos marcadores, quiero
decir, en la máquina. Estaba fuera de sí, pero se veía claramente que la rabia le daba una clarividencia que le hacía superarse. —Es sólo un momento, caballero —dijo, dirigiéndose a Mike— ¡Sólo tengo que ajustar los cuadros electrónicos! ¡Un momento! ¡Vale!, ¡ya está!
Entonces se levantó de un salto aquel tipo al que
habían salvado de los rusos. Miró a Mike el Indio. — ¡Ya está arreglado! ¡La máquina está en orden! ¡A divertirse caballero!
Luego, se acercó a su botella de aguardiente, se sirvió
otro pelotazo y se sentó a observar, Tanya se levantó de mi regazo y se acercó a Mike el Indio, vi que Tanya y Mike el Indio se abrazaban. Tanya le bajó la cremallera, le sacó la polla, ¡menuda polla tenía el tío!, había dicho treinta y cinco centímetros, pero parecían por lo menos cincuenta. Luego Tanya rodeó con las manos la polla de Mike. 67
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Luego la arrancó de cuajo y la tiró a un lado. Vi el
cacho rodar por la alfombra como una disparatada salchicha, dejando rastros de sangre y fue a dar contra la pared. Allí se quedó como algo con cabeza pero sin piernas y sin lugar alguno a donde ir... Lo cual era bastante cierto.
Despues fueron las bolas volando por el aire, una
visión saltarina y pesada, simplemente aterrizaron en el centro de la alfombra y no supieron qué hacer más que sangrar.
Von
Brashlitz,
el
héroe
de
la
invasión
rusonorteamericana, miró ásperamente lo que quedaba de Mike el Indio, mi viejo camarada de sople, rojo, rojo allá en el suelo, manando por su centro... Von B. se dio el piro escaleras abajo... La habitación 69 había hecho de todo salvo aquello.
Luego le pregunté a ella:
—Tanya, habrá problemas aquí muy pronto. ¿Por qué no dedicamos el número de la habitación a nuestro amor? —¡Como quieras, amor mío! Lo hicimos, justo a tiempo; y luego entraron aquellos idiotas uno de aquellos enterados declaró entonces muerto a Mike el Indio, y como von B.
_______________________________________________ Cuajo: Palabra que en el Español de México significa “tajo” ( la arranco de tajo ) Piro: Palabra que en el Español de México significa “irse” (el se piró = él se fue)
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Era una especie de producto del gobierno
norteamericano, en seguida se llenó aquello de gente, varios funcionarios de mierda de diversos tipos, bomberos, periodistas, la pasma, el inventor, la CIA, el FBI y otras diversas formas de basura humana.
Tanya vino y se sentó en mi regazo.
—Ahora me matarán. Procura no entristecerte, por favor. No contesté. Luego Von Brashlitz se puso a chillar, apuntando a Tanya —¡Se lo aseguro, caballeros, ella no tiene ningún sentimiento! ¡Conseguí que Hitler no la agarrase! ¡Se lo aseguro, no es más que una máquina!
Todos se limitaron a quedarse allí mirándole. Nadie le
creía.
Era ni más ni menos la máquina más bella, la mujer
por así decirlo, que habían visto en su vida. —¡Maldita sea! ¡Majaderos! Toda mujer es una máquina de follar, ¿es que no se dan cuenta? ¡Apuestan al mejor caballo! ¡El amor no existe! ¡Es un espejismo de cuento de hadas como los reyes magos!
Aún así no le creían.
—¡Esto es sólo una máquina! ¡No tengan miedo! ¡Miren!
Von Brashlitz agarró uno de los brazos de Tanya, lo
arrancó de cuajo del cuerpo y dentro, dentro del agujero del hombro, se veía claramente; no había más que cables y tubos, cosas enroscadas y entrelazadas, además de cierta sustancia 69
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secundaria que recordaba vagamente la sangre.
Y yo vi a Tanya allí de pie con aquellos alambres
enroscados colgándole del hombro donde antes tenía el brazo. Me miró: —¡Por favor, hazlo por mí!, recuerda que te pedí que no te pusieras triste.
Vi cómo se echaban sobre ella, cómo la destrozaban y
la violaban y la mutilaban, no pude evitarlo. Apoyé la cabeza en las rodillas y me eché a llorar... Mike el Indio nunca llegó a cobrarse sus veinte dólares.
Pasaron unos meses, no volví al bar. Hubo juicio, pero
el gobierno eximió de toda culpa a Von B. y a su máquina. Me trasladé a otra ciudad, lejos, y un día estaba sentado en la peluquería y cogí una revista pornográfica. Había un anuncio: “¡Adquiera su propia muñequita! Veintinueve dólares noventa y cinco. Goma resistente, muy duradera, cadenas y látigos incluidos en el lote. Un bikini, sostén, bragas, dos pelucas, barra de labios y un tarrito de poción de amor incluido. Von Brashlitz Co.”
Envié un pedido un apartado de Massachusetts,
También él se había trasladado. El paquete llegó al cabo de unas tres semanas, fue bastante embarazoso porque yo no tenía bomba de bicicleta, y me puse muy caliente cuando saqué todo aquello del paquete y tuve que bajar a la gasolinera de la esquina y utilizar la bomba de aire. 70
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—¿Qué es eso que tiene ahí, amigo? —me preguntó el de la gasolinera. —Oiga, oiga, yo le he pedido prestado un poco de aire, soy un buen cliente, ¿no? —Bueno, bueno, puede coger el aire, pero es que no puedo evitar la curiosidad... ¿Qué tiene ahí? —¡Vamos, déjeme en paz! —dije. —¡Dios mío! ¡Qué tetas! ¡Mire, mire! —¡Ya las veo, imbécil!
Le dejé con la lengua fuera, me eché el bulto al
hombro y volví a casa. Me metí en el dormitorio, aún estaba por plantearse la gran cuestión.
Abrí las piernas buscando algún tipo de abertura. Von
B. no lo había hecho mal del todo.
Me eché encima y empecé a besar aquella boca
de goma, de cuando en cuando echaba mano a una de las gigantescas tetas de goma y la chupaba. Le había puesto una peluca amarilla y me había frotado con la poción de amor toda la polla. No hizo falta mucha poción de amor, con la del tarro habría para un año.
La besé apasionadamente detrás de las orejas, le
metí el dedo en el culo y le di sin parar, luego la dejé, di un salto, le encadené los brazos a la espalda, con el candadito y la llave, y le azoté el culo de lo lindo con los látigos.
¡Dios mío, voy a volverme loco! Pensé. Después de
azotarla bien, volví a metérsela, follé y follé, era más bien 71
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aburrido, la verdad, imaginé perros follando con gatas; imaginé dos personas follando en el aire mientras caían de un rascacielos, imaginé un coño grande como un pulpo, reptando hacia mí, apestoso, anhelante de orgasmo, recordé todas las bragas, rodillas, piernas, tetas y coños que había visto. la goma sudaba; yo sudaba. — ¡Te amo, querida! —susurré jadeante en sus oídos de goma.
Me fastidia admitirlo, pero me obligué a eyacular en
aquella sarnosa masa de goma, no se parecía en nada a Tanya. Cogí una navaja de afeitar y destrocé el artefacto, lo tiré donde las latas vacías de cerveza. ¿Cuántos hombres compran esos chismes absurdos en Norteamérica?, ¿No pasas ante medio centenar de máquinas de joder si das una vuelta por cualquier calle céntrica de una gran ciudad de Norteamérica? con la única diferencia de que éstas pretenden ser mujeres.
Pobre Mike el Indio, con su polla muerta de cincuenta
centímetros. Todos los pobres mikes, todos los que escalan el espacio, todas las putas de Vietnam y Washington. Pobre Tanya, con su vientre que había sido el vientre de un cerdo, sus venas que habían sido las venas de un perro, apenas cagaba o meaba, follar, sólo follaba (corazón, voz y lengua prestados por otros).
Por entonces sólo debían haber hecho unos diecisiete
trasplantes de órganos, Von B. iba muy por delante de todos. Pobre Tanya, qué poco había comido la pobre... básicamente queso barato y uvas pasas. Nunca había deseado dinero ni 72
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propiedades ni grandes coches nuevos, ni casas super caras, jamás había leído el diario de la tarde, no deseaba en absoluto una televisión en color, ni sombreros nuevos, ni botas de lluvia, ni charlas de patio con mujeres idiotas; jamás había querido un marido médico, o corredor de bolsa, o miembro del Congreso o policía.
Y el tipo de la gasolinera sigue preguntándome:
—Oiga, ¿qué fue de aquello que trajo a inflar aquel día?
Pero ya no me lo preguntará más. Voy a echar gasolina
en otro sitio, y no volveré tampoco a la barbería donde vi la revista del anuncio de la muñeca de goma de Von B. voy a intentar olvidarlo todo.
¿No harías tú lo mismo?
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LA CASA DE USHER Edgar Allan Poe
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Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenía delante —la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados— con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era —me detuve a pensar— qué era lo que así me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones 75
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de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, los espectrales troncos, y las vacías ventanas como ojos. En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región distinta del país —una carta suya— la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda, de un desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía 76
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esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitió vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo. Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, en realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había destacado desde tiempos inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones artísticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical.
Conocía también el hecho notabilísimo de que la
estirpe de los Usher, siempre venerable, no había producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión constante de 77
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padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo usaban, la familia y la mansión familiar. He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil —el de mirar en el estanque— había ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de mi superstición —pues, ¿por qué no he de darle este nombre?— servía especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un
sueño, examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. 78
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Su rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad.
Grande era la decoloración producida por el tiempo.
Menudos hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en zigzag, hasta perderse en las sombrías aguas del estanque. Mientras observaba estas cosas cabalgué por una breve calzada hasta la casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso furtivo me condujo desde allí, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los vagos sentimientos de los cuales he hablado ya. 79
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Mientras los objetos circundantes —los relieves de
los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso— eran cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia, mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no habituales provocaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta.
Tenía ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de roble negro, que resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y servían para diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a los huecos del techo abovedado y esculpido.
Oscuros tapices colgaban de las paredes. El moblaje
general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos libros e instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de profunda e irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo. 80
Lectores Somos y en el Cuento Andamos
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde
estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo enyuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve, como Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir la identidad del ser exangüe que tenía ante mí, con el compañero de mi adolescencia.
Sin embargo, el carácter de su rostro había sido
siempre notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón, finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta de energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo milagroso de 81
Lectores Somos y en el Cuento Andamos
los ojos, por sobre todas las cosas me sobresaltaron y aun me aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su desordenada textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del rostro, me era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con idea alguna de simple humanidad. En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa.
A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta
naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y su temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante los periodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente
deseo de verme y del solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y 82
Lectores Somos y en el Cuento Andamos
desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el estilo general del relato. Padecía mucho de una acuidad mórbida de los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal
de terror. “Moriré —dijo— tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de otro modo me perderé. Temo los sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en esta lamentable condición, siento que llegará el periodo en que deba abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo.”
Conocí además por intervalos, y a través de
insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que ocupaba 83
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y de donde, durante muchos años, nunca se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto físico de los muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el cual éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que
podía buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo afectaba: la cruel y prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañía durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. “Su muerte —decía con una amargura que nunca podré olvidar— hará de mí (el desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher.” Mientras hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y ansiosamente el semblante del hermano, 84
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pero éste había hundido la cara entre las manos y sólo pude percibir que una palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se filtraban apasionadas lágrimas.
La enfermedad de Madeline había burlado durante
mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo
mencionamos su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la sutileza de todo intento de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos 85
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del universo físico y moral, en una incesante irradiación de tinieblas. Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían su laboriosa imaginación y cuya vaguedad con cada pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vívidas que tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos -en las circunstancias que entonces me rodeaban, surgía de las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasías de Fuseli, resplandecientes, pero demasiado concretas. 86
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Una de las fantasmagóricas concepciones de mi
amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu abstracción, puede ser vagamente esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba ninguna sapiencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral.
He hablado ya de ese estado mórbido del nervio
auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser —y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)— debían de ser los resultados de ese intenso recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables 87
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sólo en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así: En el más verde de los valles que habitan ángeles benéficos, erguíase un palacio lleno De majestad y hermosura. ¡Dominio del rey Pensamiento, ¡Allí se alzaba! Y nunca un serafín batió sus alas sobre cosa tan bella. Amarillos pendones, sobre el techo flotaban, áureos y gloriosos (todo eso fue hace mucho, en los más viejos tiempos); y con la brisa que jugaba en tan gozosos días, por las almenas se expandía una fragancia alada.
Y los que erraban en el valle, 88
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por dos ventanas luminosas a los espíritus veían danzar al ritmo de laúdes, en torno al trono donde (¡Porfirogéneto!) envuelto en merecida pompa, sentábase el señor del reino.
Y de rubíes y de perlas era la puerta del palacio, de donde como un río fluían, fluían centelleando, los Ecos, de gentil tarea: la de cantar con altas voces el genio y el ingenio de su rey soberano.
Mas criaturas malignas invadieron, vestidas de tristeza, aquel dominio. (¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más nacerá otra alborada!) Y en torno del palacio, la hermosura que antaño florecía entre rubores, es sólo una olvidada historia sepulta en viejos tiempos. 89
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Y los viajeros, desde el valle, por las ventanas ahora rojas, ven vastas formas que se mueven en fantasmales discordancias, mientras, cual espectral torrente, por la pálida puerta sale una horrenda multitud que ríe... pues la sonrisa ha muerto. Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. 90
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Su evidencia —la evidencia de esa sensibilidad— podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, más importuna y terrible influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno.
Nuestros libros —los libros que durante años
constituyeran no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo— estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como: el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud, de Jean D’Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella.
Nuestro libro favorito era un pequeño volumen
en octavo del Directorium Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y engíbanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto —el manual de una iglesia olvidada— las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra 91
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y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente que Madeline había dejado de existir, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de discutir.
El hermano había llegado a esta decisión (así me
dijo) considerando el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno, extraña. A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada, que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. 92
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Evidentemente había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los
caballetes, en aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto.
El mal que llevara a Madeline a la tumba en la fuerza
de la juventud había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, 93
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hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga
pena, sobrevino un cambio visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación.
Por momentos, en verdad, pensé que algún secreto
opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío, horas enteras, en actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara, que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo
u octavo día después de que Madeleine fuera depositada en 94
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la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del lecho.
Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor
incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté atención —ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva— a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde.
Dominado por un intenso sentimiento de horror,
inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la lamentable condición en que había caído, recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro. Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera 95
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contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia con alivio. —¿No lo has visto? —dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio— ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás —y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta. La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse.
Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía
advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las 96
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superficies inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y la amortajaba. —¡No debes mirar, no mirarás eso! —dije, estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento— Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist,
de Launcelot Canning; pero lo había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco había en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea. 97
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Había llegado a esa parte bien conocida de la historia
en que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las siguientes:
“Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón
valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de índole obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó.”
Al terminar esta frase me sobresalté y me detuve,
pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado),de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, , el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de rotura, de destrozo que Launcelot describió con tanto detalle. Fue, sin duda, la coincidencia lo atrapó mi atención pues,el crujir de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato: 98
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“Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y
quedó muy furioso y sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar, en cambio, un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda”: Quien entre aquí, conquistador será; Quien mate al dragón, el escudo ganará. “Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan tórrido y bronco y además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había oído hasta entonces.” Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda
y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente 99
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presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de Launcelot, que decía así: “Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata con grandísimo y terrible fragor.”
Apenas habían salido de mis labios estas palabras,
cuando —como si realmente un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un 100
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pavimento de plata— percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante, aunque en apariencia, sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana tembló en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado, ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras: —¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo... Muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... No me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atrevía hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huiré? ¿No estará aquí pronto? 101
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¿No se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡Insensato! —y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma— ¡Insensato! ¡Te digo que está del otro lado de la puerta! Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, estaba la alta y amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado.
Afuera seguía la tormenta en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zigzag desde el tejado del 102
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edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher .
FIN
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ME ALQUILO PARA SOÑAR Gabriel García Márquez
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A las nueve de la mañana, mientras desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un marejazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral. Los alegres voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la no se había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó de la tronera descubrieron el cadáver de una! mujer amarrada en el asiento del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama de llaves de los nuevos 105
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embajadores de Portugal. En efecto, había llegado con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin embargo, en qué dedo lo usaba. Era un dato decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho, lo cual era más insólito aún en aquel tiempo. La había conocido treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos. Yo había llegado de Roma esa mañana, y aún recuerdo mi impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a Austria entre las dos guerras, si niña, a estudiar música y canto. En aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles. 106
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Viena era todavía una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de convertirla en un paraíso del mercado negro y el espionaje mundial. No hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico que le inventaron los estudiantes latinos de Viena “Frau Frida”. Apenas me la habían presentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me contestó con un golpe —Me alquilo para soñar. En realidad, era su único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre, por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más le gustaba que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un sistema propio de vaticinos. 107
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—Lo que ese sueño significa —dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer dulces. La sola interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco años que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se atragantó con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas, y no fue posible salvarlo. Frau Frida no había pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: “Sueño”. Le bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada, con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través de los sueños. 108
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Lo hizo bien y por mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aún el suspiro más tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando para la familia hasta el fin de sus sueños. Estuve en Viena más de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo. —He venido sólo para decirte que anoche tuve un sueño contigo —me dijo— debes irte enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años. Su convicción era tan real, que esa noche me embarcó en el último tren para Roma. Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces considero sobreviviente de un desastre nunca conocí. Todavía no he vuelto a Viena. 109
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Antes del desastre de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Ranigún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida. No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aún contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos 110
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prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, y me dijo en voz muy baja “alguien detrás de mí que no deja de mirarme”. Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada, masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice. Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños. —Sólo la poesía es clarividente —dijo. Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria, y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije. 111
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Ella soltó su carcajada irresistible. «Sigues tan atrevido como siempre», me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema. —A propósito —me dijo— Ya puedes volver a Viena. Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos. —Aún si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije— Por si acaso. A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla. —Soñé con esa mujer que sueña —dijo. Matilde quiso que le contara el sueño. —Soñé que ella estaba soñando conmigo —dijo él. —Eso es de Borges —le dije. Él me miró desencantado. —¿Ya está escrito? 112
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—Si no está escrito lo va a escribir alguna vez —le dije— será uno de sus laberintos. Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta. —Soñé con el poeta —nos dijo.— Asombrado, le pedí que me contara el sueño. —Soñé que él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió.— ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real. No volví a verla ni a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. «No se imagina lo extraordinaria que era», me dijo. «Usted no habría resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella.» Y prosiguió en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista que me permitiera una conclusión final. 113
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— En concreto, —le precisé por fin— ¿qué hacía? — Nada —me dijo él, con un cierto desencanto.— Soñaba.
Marzo 1980.
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ESCRITOS DE UN VIEJO INDECENTE Charles Bukowsky
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—Siéntese, Stirkoff. —Gracias, señor. —Estire las piernas. —Muy amable de su parte, señor. —Stirkoff, tengo entendido que ha estado usted escribiendo artículos sobre justicia, igualdad; también sobre el derecho al gozo y a la supervivencia. ¿Stirkoff ? —¿Sí, señor? —¿Cree usted que habrá algún día una justicia total y razonable en el mundo? —En realidad no, señor. —¿Por qué escribe entonces esa mierda?, ¿es que no se siente bien? —He estado sintiéndome raro últimamente, señor, casi como si estuviese volviéndome loco. —¿Bebe usted mucho, Stirkoff ? —Por supuesto, señor. —¿Y se la menea? —Constantemente, señor. —¿Cómo? —No entiendo, señor. —Quiero decir, ¿cómo se lo monta? —Cuatro o cinco huevos crudos y una libra de carne picada en un florero de cuello estrecho, oyendo a Vaughn Williams o a Darius Milhaud. —¿De cristal? 116
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—¿Cómo dice, señor? —Me refiero al florero, ¿es de cristal? —Claro que no, señor. —¿Ha estado usted casado alguna vez? —Varias veces, señor. —¿Qué fue mal? —Todo, señor. —¿Cuál fue la mejor tía que se tiró? —Cuatro o cinco huevos crudos y una libra de carne picada en un… —Está bien, está bien. —Sí, lo está. —¿Comprende que su anhelo de justicia y de un mundo mejor es sólo una pantalla para ocultar la decadencia y la vergüenza y el fracaso que hay en su interior? —Sí. —¿Tuvo un padre malvado? —No sé, señor. —¿Qué quiere decir con eso de que no sabe? —Bueno, es difícil comparar. Sólo tuve uno, sabe. —¿Se está haciendo el gracioso conmigo, Stirkoff ? —Oh no, señor. Como dice usted, la justicia es imposible. —¿Le pegaba su padre? —Se turnaban. —Creí que sólo tenía usted un padre. 117
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—Como todos los hombres. Quiero decir que mi madre también intervenía. —¿Le quería ella? —Sólo como una extensión de sí misma. —¿Qué otra cosa puede ser el amor? —El sentido común para preocuparse muchísimo por algo muy bueno, no hace falta estar relacionado por la sangre. Puede ser una pelota de playa roja o una tostada con mantequilla. —¿Quiere decir que puede usted AMAR a una tostada con mantequilla? —Sólo a veces, señor. Algunas mañanas. Con ciertos rayos de sol. El amor llega y se va sin avisar. —¿Es posible amar a un ser humano? —Claro, sobre todo si no lo conoces demasiado bien. Me gusta observarlos desde mi ventana, ver cómo bajan andando por la calle. —Stirkoff, es usted un cobarde. —Por supuesto, señor. —¿Cuál es su definición de un cobarde? —Un hombre que se lo pensaría dos veces antes de enfrentar a un león con las manos vacías. —¿Y cuál es su definición de un valiente? —Un hombre que no sabe lo que es un león. —Todos los hombres saben lo que es un león. —Todos los hombres suponen que lo saben. —¿Y cuál es su definición de un imbécil? 118
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—Un hombre que no comprende que básicamente se están desperdiciando Tiempo, Estructura y Carne. —¿Quién es un sabio, pues? —No hay ningún hombre sabio, señor. —Entonces no puede haber imbéciles. Si no hay noche no puede haber día; si no hubiese ningún blanco no podría haber ningún negro. —Disculpe, señor. Creí que todo era lo que era, sin depender de otra cosa. —Ha metido usted el pijo en demasiados floreros. ¿No entiende que TODO es correcto, que nada puede ser incorrecto? —Comprendo, señor, que lo que pasa, pasa. —¿Qué diría si hiciese que lo decapitasen? —No podría decir nada, señor. —Quiero decir si yo hiciese que lo decapitasen yo seguiría siendo la Voluntad y usted se convertiría en Nada. —Me convertiría en otra cosa. —A mi ELECCIÓN. —A nuestras elecciones, señor. —¡Relájese! ¡Relájese! Estire las piernas. —Sois muy gentil, señor. —No, somos muy gentiles los dos. —Por supuesto, señor. —Dice usted que a menudo siente esta locura, ¿qué hace usted cuando le asalta? 119
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—Escribo poesía. —¿Es poesía locura? —La no-poesía es locura. —¿Qué es locura? —Locura es fealdad. —¿Qué es feo? —Algo distinto para cada hombre. —¿La fealdad es inherente? —Ella está ahí. —¿Es inherente? —No sé, señor. —Finge saber. ¿Qué es saber? ¿Qué es ciencia? —Saber lo menos posible. —¿Cómo es posible eso? —No sé, señor. —¿Puede construir un puente? —No, señor. —¿Puede hacer un arma? —No, señor. —Esas cosas son los productos del saber. —Esas cosas son puentes y armas. —Tendré que hacer que le decapiten. —Gracias, señor. —¿Por qué? —Es usted mi motivación cuando tengo muy poca. —Soy justicia. 120
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—Quizás. —Soy el Ganador. Haré que le torturen, le haré gritar. Haré que desee la muerte. —Por supuesto, señor. —¿Comprende que soy su amo? —Es usted mi manipulador; pero no hay nada que usted pueda hacerme que no pueda hacerse. —Cree decir cosas muy inteligentes pero entre alarido y alarido no dirá nada inteligente. —Lo dudo, señor. —Por cierto, ¿cómo puede andar oyendo a Vaughn Williams y a Darius Milhaud? ¿Conoce a los Beatles? —Oh, señor, todo el mundo conoce a los Beatles. —¿No le gustan? —No me disgustan. —¿Le disgusta algún cantante? —No me pueden disgustar los cantantes. —Bueno, ¿cualquier persona que intente cantar? —Frank Sinatra. —¿Por qué? —Evoca una sociedad enferma en una sociedad enferma. —¿Lee usted los periódicos? —Sólo uno. —¿Cuál? —Open City —¡Guardia! ¡Lleve a este hombre a las cámaras de tortura 121
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inmediatamente y empiece a actuar! —¿Una última petición, señor? —Sí. —¿Puedo llevarme conmigo el florero? —No, ¡lo usaré yo! —¿Señor? —Quiero decir que lo confiscaré. Vamos, guardia, ¡llévese a ese idiota!, y vuelva usted con, vuelva con… —¿Sí, señor? —Media docena de huevos crudos y un par de libras de ternera picada… Salen guardia y preso. El rey se echa hacia adelante, sonríe malévolamente mientras Vaughn Williams suena por el intercomunicador. Fuera, el mundo avanza como un perro comido de pulgas meando en un hermoso limonero que mira al sol.
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SE SOLICITA ESPOSA Margarita Tavera Rivera
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Es que en el cuento Cenicienta siempre vive eternamente feliz, ¿pero dime tú, la verdad, cuántas cenicientas has conocido tú? ¿Has visto las realidades después que se cierra el libro, de que se prende la luz en el cine o has preguntado lo que sigue después de que termina el cuento “colorín colorado, este cuento se ha acabado”? Yo conozco varias cenicientas fallidas. Quiero que sepas que hasta yo tragué el anzuelo, bien entrenada en la duplicidad masculina; que los hombres sólo quieren una cosa de ti, que después te tiran al lado como despojo. Todas las mujeres buscan o buscamos (todavía no se si incluirme yo o no), su príncipe azul como cenicienta. Frágiles como pétalos de rosa, dulces como el aroma de la hierba recién cortada; no en vano usa cenicienta zapatillas de cristal. Sin darse cuenta de que el cristal es quebradizo y deja al descubierto todo. Y del matrimonio ni se habla. Es que los cuentos de hadas no tienen nada que ver con el matrimonio. Los periodistas le preguntan a Joan Collins, después de que el juez le otorgó el divorcio, si pensaba casarse de nuevo. Respondió la Joan con una sonrisa. —No, porque yo no necesito esposo, lo que necesito es una esposa.— Claro que todos se rieron así como se han de haber reído los televidentes al verla en el noticiero de las cinco, o al menos esbozaron una sonrisa. Yo había dicho lo mismo cuando me preguntaron por qué no escribía más —es que necesito una esposa— les
dije.
—Lo interesante fue que nadie me preguntó qué quería decir, 124
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así como tampoco le preguntaron a la Joan. Al parecer todos sabían lo que decía ella, y lo que intuía yo. —No pueden casarme con él, ya tiene cuarenta y cinco años, su mirada aja mi piel, despide un olor alcanforado al pasar. Mamá, no dejes mi padre me exilie a su casa, las sombras empañarán sus mejillas, y mi voz enmudecerá a fuerza de resbalarse sobre paredes finas, huérfanas de oídos. Con los años iré tomando forma redonda y los hijos amontonados como camotes de dalia deformaran mi cuerpo y se apropiarán del aire puro, del sol reluciente, del agua fresca has dejarme seca y transparente como cascara de cebolla. —Hay, hija de mi alma los cambios en nuestras vidas son pequeños y no conocía a tu padre cuando los míos decidieron casarme con él. El rapto, el ultraje, sirve de ceremonia a unos. Por fortuna ya no tienes que pasar por eso. Hoy quince de septiembre todos se preparan para el grito de Dolores y yo me ocupo de los Ultimos detalles. Mañana, dieciséis de septiembre hay que celebrar nuestro matrimonio el mero día de la independencia mexicana. No con ironía, más bien con la meta de aumentar la celebración. Son inecesarios los consejos de mi madre, yo ya sé mi papel. —Hay que ser dócil hija, acatar los deseos de tu esposo, unir tu voluntad a la suya. No olvides tus obligaciones, acepta con amor tus responsabilidades. La limpieza de la casa, el cuidado de los niños, la preparación de los alimentos, tomando en cuenta los gustos de todos, el aseo de la prendas de vestir. 125
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—Dóciles son los bueyes, ¿no? Lo importante es que los deseos humanos no tienen sexo, son andróginos. Siempre intenté descifrar las diferencias entre lo que significan responsabilidades y obligaciones. He llegado a la conclusión de que obligación es lo que otros esperan que una haga mientras que las responsabilidades es lo que uno acepta hacer. Qué lejos de los tiempos de la abuela y de mi madre cuando el matrimonio era una regla de negocios común y corriente. Nos gusta creer que nosotras en nuestros tiempos somos audaces sin carecer de sagacidad. Escudriñamos las prácticas de nuestras madres, nuestras abuelas y quedamos satisfechas porque ya no somos lo que ellas, esposas, madres, esclavas. Y luego nos damos cuenta de que la esclavitud también toma diferentes formas y que ha evolucionado con nosotras. Es cierto que unas vidas encuentran su plenitud en ser como se ha sido, disfrutan de la felicidad en el matrimonio, los hijos y el hogar bien tenido. Pero nosotras ya hemos rechazado esto. Buscamos una respuesta nueva al viejo problema. Nuestros matrimonios se basan en el rechazo de lo aceptado. Este rechazo no es un capricho personal. es una respuesta a los cambios de nuestros alrededor. La economía, la política, las leyes, todo esto y más afectan de manera drástica nuestras opciones. Nuestras madres, nuestras abuelas debieron haber sido felices siendo que lo eran, madres, esposas, esclavas. Si no, 126
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cómo fue que nos convencieron a nosotras que buscáramos a un hombre con las cuatro efes, fuerte, feo, fornido y formal. Fuerte para que nos protegiera, feo para que las otras mujeres no se interesaran en él (el problema es que todas las madres les decían lo mismo a sus hijas. Lo afortunado es que la belleza y la fealdad se encuentran siempre en la percepción ajena), fornido para que trabajara duro y mantuviera la casa, y formal para que no abandonara sus responsabilidades (u obligaciones, recuerda que no son intercambiables). Las efes como las migas de pan que esparcieron Hansel y Gretel les señalaban el camino. Y al final de cuentas quedamos como siempre, convencidas a medias. Esas cualidades masculinas exigen patrones de comportamiento femenino que no son parte de nuestro repertorio. La familia de los años cincuenta, esposo que sale diario al trabajo, esposa que se queda en casa, los hijos por lo general dos, un varón y una hembra símbolo de la época dorada de la familia estable. La Donna Reed, con sus medidas y sus zapatos de tacón alto, su sonrisa a flor de labios al despedir con un beso al esposo y a los hijos. Lo que a mí me intrigaba y me sigue intrigando es saber qué hace cuando se van, parece existir sólo cuando ellos están presentes como si fuera imposible su existencia sin la familia. —¿Y tú trabajas? —No, me quedo en casa. —No te aburres, sin tener que hacer. 127
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—Yo siempre tengo que hacer. Y en vez de que haya un cambio positivo, el tiempo sólo agrega más tareas. Yo siempre pensé que las mujeres que no aprendían a manejar un automóvil eran unas inútiles. Hay mujeres que nunca aprenden y así tienen siempre un chofer. El esposo, los hijos, las hijas, las nueras las llevan de compras, a las citas con el doctor, al salón de belleza ya van y vienen. En estas familias todavía hay tíos y tías, primos con quien dejar a los niños, las madrinas que llevan a la ahijada al cine, y cuando hay reuniones familiares se pierden en el parentesco. Y voy del médico a la escuela, de la escuela a las actividades sociales, de lo social a lo personal sin tener un momento libre, por que el trabajo en la casa ni tiene sueldo fijo ni incluye fringe benefits. Recuerdo las reuniones familiares donde las mujeres de diversas edades discutían los amoríos del hermano solterón y todos mimaban a la hija de nadie. Sobre los montones de tamales calientes y humeantes volaban los consejos, los chistes abren bocas y se dejan escuchar carcajadas como cantaros de agua y yo encargo mis dos docenas de tamales a la tortillería/ restaurante “Las cuatro milpas” por la calle Vernon y se acabó. Y en la generación que sigue la familia ya no es tan extensa, ahora las familias, son más pequeñas sólo dos hijos, y en algunos casos, sólo uno. Y en caso de los gringos la cosa se está poniendo color de hormiga, ya ni siquiera se reproducen a sí mismos. Prefieren no tener hijos. Es mejor un gato o un perro, quizás un pez, ésos dan menos lata. Y el matrimonio 128
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cambia y los papeles dentro de él. Sin hijos, cada uno puede disfrutar una carrera persiguiendo el triunfo personal. Las relaciones personales se vuelven más y más tenues. —Eso del matrimonio está muy pasado de moda ¿no crees? Hay que vivir juntos para así cerciorarnos de que somos compatibles y que podemos convivir con en misma casa. De qué sirve casarnos si a los tres meses nos damos cuentas de que no podemos seguir juntos, pues a ti te choca oír a Los Alegres de Terán, que son parte de mis oldies but goodies, y a mí me cae mal la Janis Joplin. —Eso también ya pasó de moda, ¿no crees? Ahora con el problema del SIDA la revolución sexual de los sesenta ha parado en seco, si es cierto que un día estuvo en vigor. Ahora hay que cuidar los intereses económicos. —En Hollywood se han puesta de moda los contratos prenupciales, como se pusieron de moda las minifaldas. La práctica se ha extendido del mundo de fantasía a la realidad fantástica de cada día. Yo conozco personas que han emprendido su vida de casados con un contrato prenupcial. Me dicen que hay también contratos de división de tareas hogareñas. Éstos asignan el mantenimiento del coche, el aseo del jardín. —No creo que yo pudiera llegar a ese extremo, la imposición del orden no es siempre la respuesta. De día mato el tiempo, sintiéndome asesina, contemplo mis manos sin mancha, vacías. De noche hago las esperanzas 129
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y los sueños que asfixian en las almohadas modorras de suspiros. Me desdoblo y me contemplo, husmeando entre lo que se ha ido, lo que es y lo que no debe ser. Siempre me dije, a las mujeres les gusta sufrir se llenan sintiéndose sacrificadas. Y me empeñé en no hacer sacrificios pequeños, porque son los que amargan la vida. La insignificancia y la pequeñez le restan importancia a nuestros esfuerzos por vivir nuestras vidas según nuestras habilidades. No alcanzo un nivel estable. Un malestar general, deslocalizado de piedras amontonadas, de hojas secas arrastradas sobre muros testigos se vierte como fuente enemiga. Muda busco con quién hablar sobre le existencia humana en general y la mía en particular, pretendo indagar la infinidad del mundo y desmentir la mezquindad del ser humano. Es que nos damos cuenta que no podemos vivir nuestra vida como lo hicieron nuestras madres y menos como nuestras abuelas. No es posible huir a través del espejo mágico de Alicia, hay que salir fuera y no perderse en reflexiones internas.
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Lectores somos y en el cuento andamos Se termino de imprmir en mayo del 2011 por Editorial Mandarina/Monterrey 35, col. Jardines de Guadalupe Estado de MĂŠxico, C. P. 57140,
tel 5513 4142
Vivimos cuentos y soñamos cuentos, a todos nos gustaría vivir uno de estos con final feliz, pero un día cumples siete años, abres el closet y descubres que un monstruo habita ahí y como Lucy, deberás encontrar la manera de vencer ese miedo, quizá un día despiertes en una recámara llena de sangre donde estabas seguro ¡tú no dormiste!, o
conocerás a una gitana que te dirá que no regreses o
morirás. Quizá un rey te interrogue o caigas en una locura que nadie entenderá. Tal vez te resignes a la idea de que por más que lo intentes… Jamás llegarás a ser Dios y ya para no hacerle al cuento… Bajo el sello de Editorial Mandarina, Lectores Somos y en el Cuento Andamos, hace una recopilación de este género narrativo.
Lectores Somos y en el Cuento Andamos, Recopila autores como Gabriel García Márquez, Charles Bukowski, Etgar Keret, Cary Kerner, Edgar Allan Poe y Ricardo Bernal, que junto con la narración e interpretación que se realiza en cada cuento, nos dejarán con la sensación de haber sido doblados por un golpe de emoción y nos hacen recordar que en el mundo de la narración podemos olvidar quiénes somos, pero nunca lo que sentimos.
Editorial Mandarina