Postales de la otra Londres Olímpica

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Emilio Homps en su casa de Olivos, con la medalla de plata y el diploma de Londres ‘48.

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ESPECIAL LONDRES 2012

Postales de la otra Londres olímpica Los Juegos de 1948 fueron los más austeros, en una capital británica que intentaba recuperarse de la guerra. Cómo los recuerda Emilio Homps (98): ex integrante del equipo nacional de yachting y el medallista olímpico argentino más longevo con vida.

POR CRISTIAN H. SAVIO FOTOGRAFÍAS: GUSTAVO BOSCO

EMILIO CARLOS HOMPS puede olvidarse de la fecha de cumpleaños de sus hijos, pero recuerda todas y cada una de las regatas que corrió en su vida -y eso que navegó durante seis décadas. Describe, con lujo de detalles, las siete etapas que conformaron la prueba de la clase R 6 metros de yachting en los Juegos de Londres 1948, en la que el equipo argentino que integraba fue subcampeón. Aquel logro le dio un lugar de privilegio en el deporte nacional. En la calidez de su hogar en Olivos, Homps atesora la presea plateada, y un record: a los 98 años, es el medallista olímpico argentino más longevo con vida. “Los ingleses dijeron que nunca se corrió con tanto viento”, empieza a recordar su experiencia olímpica. En la última regata se impuso el equipo argentino que integraba con Julio Sieburger (56 años), Enrique Sieburger (50), Enrique Sieburger (24), Rufino Rodríguez de la Torre (47) y Rodolfo Rivademar (20). “¡Les ganamos a los americanos!”, dice. Pero el segundo puesto les alcanzó a los estadounidenses para quedarse con el oro. Argentina fue segunda y los suecos terceros. Fue una de las siete medallas que cosechó la delegación nacional (la más numerosa de la historia, compuesta por 213 deportistas, incluidas 11 mujeres) en la Olimpíada de 1948. Tres de las preseas fueron doradas: Delfo Cabrera, protagonista de una épica maratón (“Grité hasta el instante en que Cabrera cruzó la meta, llevándose con el pecho ese hilo que se extiende a lo ancho de la pista, como barrera que cierra el paso hacia los campos de la fama y sólo se abre ante la

grandeza de los vencedores”, prosó entonces Félix D. Frascara en El Gráfico); y los boxeadores Arturo Rodríguez Jurado y Pascual Pérez. Pero Homps no pudo conocer a aquellos campeones: el equipo de yachting no viajó junto al grueso de la delegación en barco. “Pusimos mil pesos cada uno y nos fuimos en Aerolíneas Argentinas”, dice mientras se acomoda en el sofá de su living. Y una vez en suelo británico, no se instalaron en Londres, sino en Torquay, un pueblo en la costa sur de

“PARA IR MÁS RÁPIDO, ALGUNOS VIAJAMOS EN AVIÓN. IGUAL TARDAMOS UNA SEMANA.” la isla, donde se llevaron a cabo las regatas. La tierra de la escritora Agatha Christie. “Era un lugar de veraneo. No desfilamos en Wembley, hicimos un desfile exclusivo del yachting en una torre de Torquay”, describe Homps, que tenía 34 años en 1948. “Era un puerto muy importante. De ahí salió una flota de las más numerosas cuando la invasión de Francia” en la Segunda Guerra Mundial. La crisis que vive hoy Gran Bretaña para nada se compara a la Londres de 1948. La guerra había dejado sus huellas profundas en el terreno, en la economía y en la pobla-

ción inglesa –que mermó en alrededor de medio millón de personas. “Había un montón de baldíos por lo bombardeos alemanes, pero no había escombros, estaba todo prolijo”, recuerda Homps. Juzgada como responsable de la tragedia bélica, Alemania no fue invitada a participar de la cita olímpica, tal como ocurriera en Amberes 1920. Tampoco su aliada Japón. En cambio, la Unión Soviética desistió de participar, y recién haría su debut olímpico cuatro años más tarde en Helsinki, iniciando un período de hegemonía disputada con EE. UU. que sería una réplica deportiva de la Guerra Fría. Aquellos fueron los Juegos de la austeridad. La organización contó con un presupuesto de no más de 750.000 libras esterlinas (unos US$ 28 millones al cambio actual), casi 20 veces menos del utilizado en Berlín 1936, señala Ernesto Rodríguez III en el Libro I de los Juegos Olímpicos (Ediciones Al Arco, 2012). Y sideralmente inferior a los US$ 14.800 millones de Londres 2012. Varias delegaciones debieron llevar su propia comida. Los argentinos contribuyeron con toneladas de carne. “En el hotel nos daban el té a la tarde y la cuchara era chiquita como una uña. Y solo podías ponerte una cucharadita. Estaba todo restringido, pero nadie se quejaba. Invitábamos a las chicas y muchachos ingleses a comer dulce de leche, quesos y carne”, recuerda Homps. El clima, pese al desabastecimiento, era el mejor. “Salíamos con chicas inglesas a bailar hasta cualquier hora, no nos teníamos que cuidar tanto como los otros deportistas”, cuenta.

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El Djinn, el barco de la medalla de plata en Londres ‘48. A la derecha, un joven Emilio Homps -el primero de los cuatro remeros- en Tigre.

La travesía del grueso de la delegación para llegar a Londres fue eterna, con tres semanas a bordo del vapor Brasil para atravesar el Atlántico hasta Cannes, un tren a lo largo de Francia, un ferry para cruzar a Inglaterra y ómnibus hasta la capital británica. En total, casi 14.500 kilómetros. Pero el vuelo de Homps y sus compañeros del equipo de yachting no fue menos complicado. “El avión se descompuso y estuvimos varios días en Natal, Brasil. Allí vivimos en un hotel que había sido un hospital de la Guerra Mundial, había un campo lleno de aviones americanos. A Natal la llamaban ‘el trampolín de la victoria’, porque de ahí cruzaban a África para ir a la guerra. Tras un cambio de motor fuimos a Dakar, de ahí a Madrid y al fin a Londres. Duró como una semana el viaje”, recuerda Homps. Además de la destreza de los regatistas, la clave de aquella medalla plateada estuvo en la embarcación. El Djinn, construido en Nueva York en 1938, era “una joya, una maravilla de unos artesanos de primer nivel”. Y aunque no era nuevo, costó bastante conseguirlo. “Había un ministro de Perón que no quiso dar la plata para comprarlo. Entonces Fidel Anadón, que era el secretario de Marina,

hizo que la Escuela Naval lo comprara. Gracias a eso salimos segundos”, recuerda Homps. La inversión fue de 10.000 pesos moneda nacional, y cuando los argentinos llegaron a Torquay encontraron una embarcación a la que “no hubo que hacerle nada” para competir. Una vez finalizada la competencia, Homps aprovechó para visitar Londres con tranquilidad y cumplir un deseo que tenía de chico. Criado en San Pedro, donde vivió hasta los 14, a los 8 ya navegaba por el Paraná y en la Laguna San Pedro con su hermano. “Era la diversión: en lugar de jugar al fútbol, jugábamos a los piratas con un barquito a vela”, recuerda. Y como buen remero, se fue con Fito Sieburger a Henley, donde se corre la tradicional regata de Oxford y Cambridge. “Alquilamos una lanchita y recorrimos la pista”, recuerda con un entusiasmo creciente que obliga a la intervención de su esposa para calmarlo. “Después de Londres, me compré una moto y me fui a Francia y de ahí a España y a Palma de Mallorca”, añade. En esa época trabajaba en el Banco Nación. “Me habían dado licencia por los Juegos, y después de las olimpíadas me tomé por mi cuenta un tiempo más. Como entramos segundos nadie me dijo nada, me felicitaban”. Sin embargo, ese reconocimiento en su empleo no tuvo un correlato a nivel nacional. “Nos consideraban antiperonistas y nos ignoraron: el gobierno y todos”. El reconocimiento a los olímpicos llegaría recién en 1990, con la promulgación de la ley nacional Maestros del Deporte que contempla una pensión vitalicia para quienes hubieran obtenido medallas en los Juegos. El logro fue, remarca Homps, gracias a las gestiones de otra medallista en Londres ’48, Noemí Simonetto, quien a los 22 años obtuvo la plata en salto en largo, convirtiéndose en la primera

atleta mujer latinoamericana en adjudicarse una medalla olímpica. Pese a la edad que marca su DNI, Homps está muy lúcido, camina por toda la casa en busca de las viejas fotos de su juventud como deportista y viste siempre elegante. “El único inconveniente que tiene es que no oye bien”, advierte su esposa, Vladimira. El audífono en su oreja derecha puede no captar lo que este periodista le pregunta a centímetros de distancia, pero la voz de Vladi le llega con absoluta claridad desde tres metros de distancia y sin necesidad de elevar el volumen, como si no hubieran pasado 38 años de la primera vez que la escuchó, en la empresa constructora donde se conocieron como compañeros de trabajo. Tuvieron un hijo. Él ya tenía dos varones del primer matrimonio y ella, dos mujeres. A todos, Emilio les enseñó a navegar. Pero hace unos 15 años se bajó por última vez de una embarcación y no volvió a subir. “Dejé porque cuando me mojaba tenía frío, ya estaba viejo”, admite. Este viernes 27, Homps estará prendido frente al televisor para ver la ceremonia inaugural de los Juegos, y seguramente se emocionará como lo hace cada cuatro años. Pero después apagará la tele y seguirá leyendo la edición de La Nación del día. El desfile inicial “es lo único que le gusta mirar”, cuenta su mujer. La próxima vez que se siente a ver tele será el sábado 18 de agosto, cuando el seleccionado argentino enfrente a los Springboks en el inicio del Rugby Championship. Homps, que además de navegar jugó durante años como octavo en la Primera de Olivos, no se pierde un partido de Los Pumas. Pero ahora está ahí, concentrado en esas fotos sepia de sus tiempos de deportista olímpico y siente, una vez más, el peso de la medalla en su pecho henchido de orgullo.

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