5 de septiembre de 2022
El rechazo: otro triunfo del malestar social Alberto Mayol, sociólogo
Una investigación de 2009 nos mostraba síntomas claros de alto malestar social, único factor que sostenía una mirada transformadora, pues los dos marcos culturales que Chile mostraba como proyectos de sociedad eran el que habíamos heredado de la hacienda y el de la cultura del emprendimiento. La transformación era malestar, no proyecto. Han pasado 14 años y muchos se convencieron que ese malestar era proyecto, que tenía un contenido unívoco. Y hoy sabemos que no es así. Esas personas no miraron el malestar social para entenderlo, sino que se miraron al espejo para descubrir que las respuestas estaban allí, en su propio rostro. El insoportable narcisismo del ser, sin embargo, fue capaz de superar la rabia del abuso, el endeudamiento y el costo de la vida. La superioridad moral hizo que los dedos apuntaran ya no a Pinochet y sus boys, sino a todo aquel que no entendiera la incomprensible buena nueva. ¿Han triunfado los conservadores con el 60% de rechazo al borrador constitucional nacido de la Convención Constituyente? ¿O ha sido derrotada la izquierda? Lo primero no es claro. Lo segundo sí. Pero ninguna de los dos hechos es lo principal para el diagnóstico (aunque sea políticamente clave). Estamos ante un fenómeno social de gran tamaño, no podemos leerlo solo en clave de sistema político. La derecha recogerá sus trofeos, por supuesto. Pero si se le nubla la vista como le pasó a la izquierda con el 80% del apruebo de entrada, condenará a Chile a una gran inestabilidad y se condenará ella a un efímero poder. El ganador de esta elección es el malestar. El mismo que ganó en 2011 levantando grandes movimientos sociales, el mismo que ganó con Bachelet en 2013, el mismo que destruyó la Concertación, el mismo que dejó caer a Bachelet en 2015, el mismo que fue miles de juicios a las Isapres, el mismo que fue crisis de las AFP en 2016 (y retiros en 2020 y 2021), el mismo que devastó políticos y empresas en toda una década, el mismo que estalló en 2019, el mismo que fue 80% en el plebiscito de entrada al proceso constituyente, que fue triunfo de independientes en 2021, que fue mayoría disidente en la Convención Constitucional, el mismo que fue frenesí y absurdo en ella, el mismo que hoy es rechazo al borrador constitucional emanado y continuidad de la crisis política. La ciudadanía no quiere la Constitución de 1980. Y no quiere el borrador de 2022, cuya existencia actual es ya conjetural (habrá que ver si algo de eso se ‘rescata’ en los siguientes días). La ciudadanía habita en el vacío y el sinsentido, esto es, habita el malestar. ¿Lo dejaremos de ver nuevamente? El malestar, la materia oscura de las ciencias sociales, fue negado tres veces: con Lagos (con música inclusive, pensando positivo), con Bachelet (“nunca dije gobierno ciudadano”) y con Piñera (que
estableció la tesis larrouteniana de las presiones del éxito y la ausencia de malestar real). No obstante las negaciones, era sociológicamente obvio: el potencial desintegrativo del modelo generaba horadación de la legitimidad. Las tres negativas fueron prólogo de la explicitación más clara de una crisis social con impacto político, puerta que se abrió en 2011, que se rompió en 2019 y que se pretendía cerrar este 2022 con un proceso constituyente. El malestar es una energía disruptiva que requiere una oferta política que construya rieles por donde ser conducido, tarea por cierto difícil porque el malestar es aquel que rompe los rieles. Pero no hay caso: la política no tiene alternativa más allá de intentar que la energía pase por dentro de la institucionalidad y de sus disputas políticas. La presencia de un intenso malestar implica transformar. Un temor vernáculo inundó a la elite evitando las transformaciones del tamaño necesario. Esa negativa permitió el surgimiento de nuevos líderes, quienes encarnaron la necesidad de una transformación. Esos liderazgos no produjeron el fenómeno, pero estuvieron a la altura de él en 2011. ¿Y después? Poco más fue su peso político. La santidad de 2011 alcanzaba para mucho (y decidieron esperar a cumplir los años presidenciales). Me resulta obvio que no estuvieron a la altura el resto del tiempo y fueron pocos sus aciertos (probablemente las 40 horas de Vallejo sea lo más destacable desde 2011 y habrá que notar que es la discusión que antecede, en las elites, al estallido social). Convencidos de que la historia se había abierto para ellos (cosa cierta), decidieron administrar su poder, sin tomar riesgos (el que fue más osado ha sido Gabriel Boric, probablemente por ello llegó a ser el primer Presidente de los ‘transformadores’). Un Chile que requería atención de urgencia tuvo que llegar al infarto en octubre de 2019. Y he aquí que surge el momento de la gran confusión. La derecha se convenció de la ‘trama rusa/cubana/venezolana’ y desgastaron los pocos recursos de inteligencia de Chile para encontrar esa trama. En resumen, el gobierno de Piñera desatendió que fuera un problema social. Por otro lado, la izquierda se convenció que esta era un triunfo de sus ideas. Y la verdad es que era una manifestación radical del malestar. Y convertir el malestar en propuesta es un desafío mayor. El malestar no es de izquierda, la solución puede eventualmente serlo (o no). ¿Cuál solución? Buena pregunta, porque está pendiente. Trajeron un repertorio que se podría definir como una lista de supermercado adanista, naif, construida antes del pecado: horizontalidad, apertura temática a numerosas agendas inconexas, una nueva política, el diálogo. Al nuevo Adán nacía para derrotar, vía diálogo, al Caín dictatorial. Hermosa historia, más optimista que la Biblia. Olvidábamos a Caín y a Abel, volvíamos a Adán: nunca habíamos mordido la manzana. En resumen, la derecha creyó que el estallido era obra de la izquierda. Y la izquierda creyó que el estallido era obra de la izquierda. Y tomaron sus respectivas decisiones: la derecha negó el estallido, primero tímidamente, luego con más intensidad (‘estallido delictual’, dijeron). Y la izquierda decidió que sus ideas preconcebidas, esto es, anteriores al estallido, eran exactamente lo que clamaba la
voz de aquellos que procuraron el estallido. Y decidió imponerlas sin observar un instante el país. Las nuevas agendas crecieron inorgánicamente hasta la metástasis. La izquierda solo habló de desigualdad. Se refugió en ella por ser la falla flagrante del modelo. Y no hubo más que propuestas que reversionaban la igualdad, en su forma económica (cada vez menos) y en sus formas culturales (cada vez más). Aunque en rigor no hubo propuestas. En ningún caso se diseñó un modelo de sociedad que produjera igualdad y todo lo demás que los chilenos desean: progreso económico, desarrollo institucional. ¿Políticas públicas asociadas a las ideas? “No gracias” se ha dicho. Hasta el día del estallido social hay una gran responsabilidad de los sectores conservadores y de la centroizquierda de sutil reformismo. Esa responsabilidad tiene muchos matices y debe ser necesario separarla, al menos en general, de la culpa. Pero después del estallido la exigencia pasa a estar en quienes defienden las transformaciones. El hecho de haber tenido que elegir un Ministro de Hacienda representante de los 30 años es una señal muy clara de que no hubo preparación para tomar en las manos el timón. Y el hecho (cierto también) de que ese ministro es el mejor del gabinete actual (en evaluación y en capacidad política), es una señal muy clara que revela que entre 2011 y 2022 pasaron once años y ningún proyecto país por las manos de los líderes de la transformación. Solo paseaba un Adán como oferta política. Y Adán, por definición, es fácil de doblegar. Y se tienta con facilidad. El cambio social es un fenómeno muy complicado de entender. Gestionarlo es todavía más difícil. Hacerlo con banalidad es demasiado grave. La odiada constitución de 1980 ha ganado su partido más difícil, que comenzó con un 80% de aprobación y que cae a la mitad. ¿La izquierda ha aprendido algo? Está por verse. Pero incluso en el mejor escenario, donde se aprende, ello no debe hacernos olvidar algo básico: la izquierda nunca construyó una respuesta política seria. No fue sólida, no fue responsable, no fue capacidad de gobernar, de liderar, de construir. Y algo grande se perdió, muy grande. Porque nuestros doscientos años estaban teñidos de un mensaje histórico: solo las elites pueden construir bien el país. Esta era la oportunidad de demostrar lo contrario. Y se perdió esa oportunidad porque los nuevos, adanistas y narcisos, condenaron el pasado con ahínco y furia para luego ofrecer un futuro en borrador, conjetural, esperando que una ley lo terminara. La convención no tuvo proyecto. El gobierno de Boric no lo tiene. Ahora la historia viene a obligarlo a que lo tenga. Y lo tendrá que armar en un par de semanas, ya no con su equipo, sino con los equipos de la derecha. Una nota final. La definición de alguien que es capaz de liderar la transformación de una sociedad radica en la fuerza para apuntalar un proyecto que antes resultaba incomprensible o inadecuado. Desde este punto el Frente Amplio ha fallado (y me siento parte del fallo porque estuve allí). Hay otra definición, más pedestre, de ‘transformador’. Y perdonen, pero es el ‘transformador eléctrico’ (ahora mismo mi computador funciona gracias a él). El rol de este transformador es modificar los
valores de tensión de un circuito. Pues bien, irónicamente esta definición parece ser más adecuada a lo que le queda de rol transformador al incipiente gobierno de Gabriel Boric: bajar la tensión. Y poco más. Así es como seguimos… habitando el malestar.