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MIRADORES
El frenesí viajero que contagia esta tierra de Gran Canaria hace que, en muchas ocasiones, no planifique la ruta de mi paseo por ella y que sean los majestuosos, colosales, hipnóticos y pétreos paisajes, que se muestran ante mis sentidos sorprendidos, los que guíen mis pasos por estos senderos de barrancos vertiginosamente petrificados. Mis ojos, testigos de la pequeñez de mi cuerpo ante tal magnitud pétrea y paisajista, hacen que éste se rinda y se deje conducir sin ser dueño del rumbo que llevo. De repente me encuentro saliendo de la Aldea de San Nicolás de Tolentino por la GC-210 sin más información que la de la señalética vial. Mi ruta podía terminar en Artenara. Lo que iría apareciendo ante mis ojos era un misterio que pronto iba a ser desvelado.
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SALGO de La Aldea, me despide el Molino de Agua, y voy dejándome atrás una multitud de invernaderos, terrazas de cultivo, casas y pequeños barrios diseminados que se asientan sobre un suave valle de orografía erosionada, trabajada, arada y cultivada que no daba pista alguna de lo que me iba a encontrar unos kilómetros adelante: una extrusión pétrea de paredes altísimas, muchas de ellas de una vertiginosa perspectiva.
Me adentro ya en el Barranco de La Aldea y comienza en zigzagueo de la carretera con sus curvas cerradas, su estrechez en algunos tramos, sus subidas y bajadas, propias de quien bordea un barranco. Ya van apareciendo los primeros signos de cambio orográfico. Grandes columnas de piedra, altas e imponentes, forman gargantas por donde pasa la carretera, pareciendo querer engullirme cuando paso por esas fauces rocosas. Aunque Helios aún luce esplendoroso, se está, poco a poco acercando, a la hora de su retirada; sombras se proyectan sobre las paredes del barranco de colores rojizos, ocres y amarillos que las piedras han adquirido a lo largo de millones de años. De pronto aparece ante mí una pared que no tiene la firma de la Naturaleza. Tiene aspecto de monstruo que enseña una fila de grandes dientes bajo una afilada nariz que semeja a un trampolín por su inclinación y tres ojos que me miran de frente. Es la Presa del Caidero de la Niña, de 62 metros desde su base a la corona teniendo esta una longitud de 124 metros. Mucho le debe La Aldea a esta presa, sobretodo en saneamiento de las aguas del barranco y la reducción drástica de la alta mortalidad infantil después de su construcción. Espero que pronto se le dé el reconocimiento de Bien de Interés Cultural por el Gobierno de Canarias. Sigo hasta el final de la presa, que hace de nexo de unión de los barrancos de La Aldea, que abandono, y de Tejeda, donde me adentro. Aparece, casi de repente, otra pared de construcción humana, la Presa de Siberio, que desaparece igual de rápido. Continúo mi desconocida ruta.
Bordeando esta parte del renombrado barranco, me doy cuenta que lo que se me muestra es cada vez más inquietante y magnifico. La carretera discurre por el filo del barranco y los cables del tendido eléctrico se cruzan encima de mi cabeza, como cuerdas o cadenas que unen a esos prisioneros de metal unos y madera otros, que están estáticos e inmóviles desafiando la verticalidad del piso donde se apostan. La vía se estrecha en algunas curvas ESPECTÁCULO PÉTREO EN EL CORAZÓN DE LA ISLA
donde hay que avisar, por la nula visibilidad, con el claxon de tu llegada, pues no sabes si aparecerá otro viajero en dirección contraria. Es una sensación apasionante a la par que emotiva. El paisaje te atrapa, te envuelve en una magia ancestral, prehistórica, salvaje y abrupta que hace evadirte del mundanal ruido de la vida urbana y cotidiana que llevamos actualmente. Una máquina del tiempo pétrea que hace que retroceda hasta épocas de aborígenes canarios que anduvieron por estas escarpadas paredes y glorificaron este paisaje como obra de sus deidades, haciendo sagrados algunos de sus más significativos relieves dándole la importancia de plataformas de comunicación divinas. Roques que se convierten en columnas que sostienen el universo. Su axis mundi.
De repente mis ojos no dan crédito a tanta belleza junta. La uve del barranco se abre y aparece la profundidad más exquisita que había visto hasta el momento en la travesía. Se veía otra presa a lo lejos y detrás, en la lejanía, aparecía una silueta majestuosa, esbelta y petrificada, que debía ser muy grande, apuntando al cielo como un dedo inquisidor diciendo que allí arriba estaba Dios. A medida que me acercaba desaparecía y volvía a aparecer debido al trazo de la calzada hasta que súbitamente me encuentro en frente de la presa que parece que se me va a echare encima. Asciendo por una suerte de curvas tan cerradas y sinuosas que casi se unía unas a otras como lazos de un regalo que estaba a punto de abrir. Es la Presa del Parralillo, que casi toco con las manos sin bajarme del coche, cuya pared de hormigón se refleja como un espejo que emite rayos de tonos dorados casi cegadores. Bordeando esta pintoresca presa que pertenece a Artenara aunque parece que Tejeda tiene un trocito me dispongo a llegar al que sería el final de esta ruta ignota. El Molino del Parralillo.
Haré lo posible para que mis palabras puedan describir lo que se siente cuando bajas del coche en la explanada del molino y, simplemente, miras. Girar 360 ° y ver el magnífico espectáculo pétreo que se mostraba a mis ojos es una de las experiencias visuales y vitales más impactantes de mi vida. Acompañaba todo, el cielo, la luz, el sol, el color, el aire, el viento, la temperatura, la quietud, el silencio, el sentimiento y la sensación de estar flotando. El escenario de gigantescas proporciones indicaba que era una obra
maestra de la madre Natu raleza. Y dos de sus hijos me observaban atentamente. Dos deidades que emergían como naves espaciales dispuestas para su despegue hacia su morada del Universo. Dos Roques Sagrados. Bentayga y Nublo. Con el molino a mi izquierda, haciendo las veces de gayre, guardián y vigía del camino que lleva a Las Montañas Sagradas, me sentía como en el centro de un escenario mágico que me transportaba, en el tiempo, a aquellas épocas pretéritas donde un pueblo seguía a su maguada, mediadora entre lo divino y lo terrenal, hasta el Roque Bentayga, vía de comunicación con el Ser Omnipresente que todos adoraban para pedirle, por medio de unas ofrendas, protección frente a los desastres y buenas cosechas para su prosperidad. Gran Canaria ofrece mágicos lugares para deleite de los sentidos. Sólo tienes que acercarte a su interior y escuchar lo que dice su alma. Tu alma la entenderá. Tú la entenderás Juanga Bastante